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El arte y los asuntos públicos mantienen una estrecha relación en la medida en que el arte, a lo

largo de la historia, ha sido un reflejo, un cuestionamiento y, a veces, una herramienta para


abordar los temas más relevantes para la sociedad. El arte, ya sea en forma de pinturas, música,
literatura o cualquier expresión cultural, ha servido como un espejo de los valores, conflictos,
aspiraciones y preocupaciones colectivas. En un complejo entramado de creatividad, historia y
poder, el arte del Romanticismo del siglo XIX se alza como una manifestación única de expresión
cultural, pero también como un posible instrumento de manipulación social. El Romanticismo,
guiado por los intereses burgueses de la época, ofreció una visión idílica de la naturaleza, la
historia y la identidad nacional. No obstante, este período artístico plantea una dualidad intrigante:
¿fue el Romanticismo una expresión genuina de las sensibilidades de la sociedad, o más bien una
herramienta hábilmente utilizada para moldear la percepción pública de una realidad menos
favorable? Esta dualidad, donde el arte se convierte en una expresión cultural y, a la vez, en un
posible vehículo para manipular las percepciones sociales, genera cuestionamientos profundos
sobre la autenticidad de las representaciones artísticas en la sociedad. En este ensayo,
exploraremos esta tensión inherente al Romanticismo, analizando su papel como expresión
cultural y su potencial influencia en la percepción colectiva.

Aunque existan muchas dificultades para definir y situar al romanticismo en un contexto histórico
preciso, la historiografía ha aceptado su existencia como una verdad irrefutable. Rudé propone 4
fases para abordar al romanticismo y reconoce que cualquiera que sea su fase o el país donde se
encuentren estas expresiones, el romanticismo fue un movimiento de rebelión (Rudé, Europa
desde las guerras napoleónicas hasta la revolución de 1848). Cabe preguntarse ¿Rebelión contra
qué o quién? Hobsbawm propone que el romanticismo no se puede definir como netamente
burgués o antiburgués, ya que, dependiendo del momento que se analice, fue ambas (Hobsbawm,
la era de las revoluciones 1789-1848).

El compromiso político y social de los artistas románticos sufrió un cambio hacia finales del siglo
XIX. Se produce un cambio en la percepción y valoración del arte en la sociedad, alejándose del
compromiso político y social para abrazar una estética enfocada en la belleza y la expresión
individual. Esto refleja un giro hacia la apreciación del arte como una forma de placer estético,
desvinculado de los movimientos políticos, en contraposición a la participación activa de los
artistas románticos en los asuntos políticos y sociales previamente. Los artistas comenzaron a ser
vistos como figuras sabias y proféticas, cuyo arte era un camino hacia la verdad y la moral,
separado del compromiso político. La apreciación del arte se convirtió en un símbolo de la
burguesía, considerando el esfuerzo y la dedicación como un precio a pagar por los beneficios, ya
sean monetarios o espirituales, reflejando una creencia en que la recompensa venía después de la
abstinencia inicial del placer. Así lo expresa Eric Hobsbawm: El «arte por el arte» era un fenómeno
minoritario que se dio entre los últimos artistas románticos, una reacción contra el ardiente
compromiso político y social de la era revolucionaria, intensificado por los amargos desengaños de
1848, movimiento que había arrastrado consigo tantos espíritus creativos. El esteticismo no se
convirtió en moda burguesa hasta finales de la década de 1870 y la de 1880. Los artistas creativos
eran sabios, profetas, maestros, moralistas, fuentes de verdad. El esfuerzo era el precio que pagaba
por sus beneficios una burguesía demasiado dispuesta a creer que todo lo de valor (monetario o
espiritual) requería una abstención inicial del placer. El arte formaba parte de este esfuerzo
humano, su cultivo era su punto culminante" (Hobsbawm, la eral del capital).”
Pero, entonces ¿qué representaba el arte? Hobsbwam dice que el concepto más común era el de
“realidad”, y de ahí surge otra pregunta ¿cuál es la realidad que el arte debía representar?
Mientras la burguesía ansiaba una imagen idealizada de sí misma, la realidad social era compleja,
incluyendo pobreza, explotación, y pasiones que amenazaban la estabilidad que tanto ansiaban. Se
enfrentaban al dilema de representar una realidad completa y cruda, que incluyera estos aspectos
menos favorables, o bien optar por una representación selectiva y socialmente satisfactoria, que
suavizara los aspectos más difíciles de la vida. Se cuestionaba si la representación artística debía
reflejar únicamente la realidad presente, imperfecta pero existente, o bien aspirar a una
representación ideal, un reflejo de una "mejor situación" hacia la cual la sociedad progresiva debía
encaminarse. De lo que se trataba no era de una representación realista del presente
necesariamente imperfecto, sino de la mejor situación, a la que los hombres aspiraban y para la
que, con seguridad, habían sido creados. El arte tenía una dimensión futura (como era frecuente,
Wagner se erigió como su representante). En pocas palabras, las imágenes artísticas «reales» y
«como la vida misma» cada vez se apartaron más de la estilización y del sentimentalismo.
(Hobsbawm, la eral del capital).

El realismo es un término muy ambiguo que tiene un aparente enfoque en temas contemporáneos
y populares. Aunque el realismo pudiera ser visto como radical en términos políticos, no contó con
la profundidad ideológica y el propósito político que solía caracterizar a la pintura política anterior.
Hobsbawm destaca que “el realismo naturalista de artistas como Courbet, a pesar de sus
inclinaciones políticas republicanas, democráticas y socialistas, no proporcionó una base efectiva
para un arte políticamente revolucionario. Incluso en Rusia, los seguidores de teóricos
revolucionarios, los Peredvizhniki, priorizaron el aspecto literario sobre la técnica naturalista,
resultando en una ausencia de diferenciación sustancial de los pintores académicos. Esto
representó el declive de una tradición artística, marcando el fin de un enfoque comprometido
políticamente en el arte, sin señales claras de una nueva tradición emergente”. (Hobsbawm, la eral
del capital).

El Romanticismo, impulsado por los intereses burgueses del siglo XIX, sirvió como un vehículo
poderoso para la representación cultural, pero también desencadenó una dualidad intrínseca en el
arte. Por un lado, fungía como una expresión profunda y emotiva de las sensibilidades y
aspiraciones de la sociedad, reflejando la creatividad, la pasión y los ideales más elevados de la
época. Sin embargo, por otro lado, su orientación burguesa plantea la cuestión crucial de si estas
representaciones artísticas eran genuinas o si estaban moldeadas por los intereses y la perspectiva
de una clase social específica, en este caso, la burguesía. Esta dualidad plantea una serie de
interrogantes acerca de la autenticidad y la validez de las representaciones artísticas en la
sociedad. ¿Hasta qué punto las expresiones artísticas del Romanticismo fueron genuinas en su
representación de la realidad? ¿O más bien, estaban moldeadas por la agenda y los valores de la
clase burguesa, idealizando la vida y la sociedad de una manera que ocultaba las desigualdades y
realidades menos favorables?

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