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Adaptación de la antigua leyenda de Ecuador EL SAPO KURTUAM

Dice una vieja historia que hace muchísimos años, en lo más profundo de la selva del Ecuador, vivía un sapo

diferente a los demás sapos del mundo porque tenía una peculiaridad: si alguien le molestaba o se burlaba de él,

se convertía en tigre y atacaba sin piedad.

Tan solo algunos ancianos afirmaban haberlo visto cuando eran niños, así que para la mayoría de los indígenas de

los poblados cercanos al Amazonas el extraño animal era como un ser de leyenda que se ocultaba en la jungla.

Eso sí, sabían que existía porque a veces, amparado por la noche, cantaba a grito pelado desde su escondite:

– ¡Kuartam – tan! ¡Kuartam – tan! ¡Kuartam – tan!

Como ‘Kuartam – tan’ era lo que repetía sin cesar, con el nombre de sapo Kuartam se quedó.

Según cuentan, un joven de la tribu shuar llamado Nantu quiso salir una noche a cazar. Antes de abandonar el

hogar, su esposa le advirtió:

– Ten mucho cuidado ahí fuera, y por favor, si ves al sapo Kuartam ni se te ocurra burlarte de él. ¡Ya sabes la mala fama
que tiene por estos lugares!

 Aquí no hay bicho que me pueda servir de comida… ¡Vaya manera de perder el tiempo!

Pasado un rato llegó a un claro y se tumbó en el suelo a descansar. Le dolían los músculos, pero sobre todo estaba

aburrido de dar vueltas y vueltas sin obtener resultados.

– Como llegue a casa con las manos vacías el menú de mañana será fruta para desayunar, fruta para comer y fruta

para cenar. ¡Voy a acabar odiando los cocos y las bananas!

De repente, dejó de lamentarse porque una idea de lo más divertida pasó por su cabeza.

– ‘¿Y si me burlo un poquito del famoso sapo?… ¡Voy a probar a ver qué pasa!’

Sin ningún tipo de pudor comenzó a llamar a Kuartam. Estaba convencido de que, aunque el sapo cantaba raro,

no tenía poderes de ningún tipo y por tanto no había nada que temer.
– ¡Kuartam!… ¡Kuartam!

Solo escuchó el aleteo de una familia de pajaritos, así que siguió erre que erre.

¡Kuartam!… ¡Kuartam!…

Como allí no había ni sapo ni similar, Nantu se fue envalentonando y su voz se tornó más guasona:

– ¡Yujuuuuu!… Sapo Kuartam, ¿estas por aquí ?… ¿Es cierto que eres un sapo mágico?… ¡Si no lo veo, no lo creo!…

¡No seas cobarde y da la cara!

No obtuvo respuesta, pero Kuartam sí estaba allí, agazapado en la copa de un árbol. Por supuesto lo había

escuchado todo, y llegó un momento en que se sintió tan molesto, tan enfadado, que su paciencia se agotó y

sucedió lo que tenía que suceder: su cuerpo, pequeño como una naranja, empezó a crecer descomunalmente y se

transformó en el de un tigre.

Nantu, ajeno a todo, siguió llamando al batracio sin dejar de mofarse de él.

– Kuartam, sapo tonto… ¡Eres un gallina! ¡Clo, clo, clo! ¡Gallinita, ven aquí! ¡Clo, clo, clo!

Kuartam, antes simple sapito y ahora enorme félido, no pudo más y emitió un rugido que hizo que temblaran las

nubes. Acto seguido saltó desde lo alto, abrió las fauces lo más que pudo, y se tragó de un bocado al insensato

cazador.

Mientras todo esto sucedía, la esposa de Nantu aguardaba en el hogar sintiendo que la noche transcurría muy

lenta. Durante horas esperó junto a la puerta el regreso de su esposo, pero al ver que no volvía se puso muy

nerviosa.

– ‘¡Es rarísimo que Nantu no haya vuelto todavía!… ¿Qué le habrá pasado?… Conoce la selva como la palma de su

mano y es el más ágil de la tribu… La única explicación posible es que… que… ¡se haya encontrado con el sapo

Kuartam!’.
 

Sin pararse a pensar salió corriendo de la cabaña. Por suerte no había llovido y pudo seguir el rastro de las huellas

de los pies que Nantu había dejado tras de sí.

Todo fue bien hasta que llegó a un claro en la jungla; en ese lugar, por alguna razón que no alcanzaba a

comprender, las pisadas se esfumaban por completo, como si a Nantu se lo hubiera tragado la tierra.

La muchacha se sintió muy triste y empezó a decir en alto:

– ¿Dónde estás, amado mío, dónde estás?… ¿Debo ir hacia el norte?… ¿O mejor rumbo al sur?… ¡No sé por dónde

buscarte!

En ese momento, escuchó una especie de resoplido que venía de las alturas. Miró hacia arriba y, en una gruesa

rama, vio un sapo gigantesco, dormido panza arriba y tan hinchado que parecía a punto de estallar.

– ‘Ese fenómeno de la naturaleza debe ser Kuartam. ¡Apuesto a que se ha zampado a mi esposo y por eso está

tan gordo!’

Efectivamente era Kuartam, que después de devorar a Nantu había vuelto a transformarse en sapo pero

manteniendo unas dimensiones colosales.

La chica, en un acto de auténtica valentía, cogió el hacha que llevaba colgado de la cintura y comenzó a talar el

tronco. El sapo, que debía estar medio sordo, ni se enteró de su presencia y continuó roncando como si con él no

fuera la cosa.

– ¡No tienes escapatoria!… ¡Acabaré contigo!

Tras mucho esfuerzo, el árbol se vino abajo y Kuartam cayó de espaldas contra el suelo. El tortazo fue tan

impresionante que abrió instintivamente la boca y Nantu el cazador salió disparado como la bala de un cañón.
¡Pero eso no fue todo! Al quedarse vacío el imponente sapo empezó a desinflarse, y en un abrir y cerrar de ojos,

recuperó su pequeño cuerpo de siempre. Tras la conversión se sintió muy dolorido, pero temiendo que tomaran

represalias contra él, sacó fuerzas de flaqueza y dando unos brincos desapareció entre el verde follaje.

Nantu, afortunadamente, seguía vivito y coleando. Su esposa le había salvado por los pelos y no podía dejar de

abrazarla.

– Si sigo aquí es gracias a ti, a tu valor. Estoy avergonzado por mi comportamiento y por no haber cumplido la

promesa que te hice cuando salí de casa. ¡Te ruego que me perdones!

La muchacha se dio cuenta de que Nantu estaba siendo sincero y se arrepentía de verdad, pero aun así levantó el

dedo índice y le dijo muy seriamente:

– El respeto a los demás, sean personas o animales, está por encima de todas las cosas. ¡Espero que hayas

aprendido la lección y jamás vuelvas a burlarte de nadie!

– Te lo prometo, mi amor, te lo prometo.

Es justo decir que Nantu cumplió su palabra y fue amable con todo el mundo el resto de su vida, pero tuvo que

cargar con la pena de no poder pedir disculpas al sapo Kuartam porque sus caminos jamás volvieron a cruzarse.

Adaptación del cuento popular de Suiza EL GRAN SUSTO

¿Quieres conocer la historia de un gran susto que terminó con sabor a bombón?

Una noche de verano la pequeña Laura estaba tumbada en su camita. Hacía mucho calor, y como no era capaz de

dormir, se entretenía mirando la hermosa luna llena a través de la ventana abierta, mientras pensaba:
– Es tan blanca y luminosa… ¡Parece gran un farol alumbrando al mundo!

Estaba relajada y feliz viendo el cielo cuando de repente, sobre la mesa de estudio que estaba colocada bajo la

ventana, distinguió una extraña silueta a contraluz. Se fijó bien por si era una de sus muñecas, pero enseguida se

dio cuenta de que no porque… ¡la silueta en cuestión empezó a moverse de un lado a otro descontroladamente!

Una horrible sensación de espanto recorrió su cuerpo de pies a cabeza y se puso a chillar.

– ¡Aghgggggh!… ¡Socorro, socorro! ¡Hay un monstruo en mi cuarto! ¡Hay un monstruo en mi cuarto!

La niña estaba fuera de sí porque creía haber visto un ser terrorífico, pero en realidad se trataba de un inofensivo

ratón que se había colado en el dormitorio buscando miguitas de pan.

———-

La reacción del inocente animal al escuchar los gritos también fue de campeonato. Al primer alarido dio un bote

que casi tocó el techo; inmediatamente después salió disparado a esconderse en el primer sitio que encontró, y

este fue… ¡la cama de Laura! Sin saber dónde se estaba metiendo, saltó al colchón y se deslizó entre las sábanas,

completamente aturdido y desorientado.

Fue entonces cuando sucedió algo inesperado que complicó aún más la situación: sin querer, su cuerpecito

peludo rozó los pies de la niña y esta, al notarlo, empezó a dar berridos aún más espeluznantes.

– ¡Aghgggggh!… ¡Aghgggggh!… ¡Mamá, mamá, ayúdame! ¡Ahora el monstruo se ha metido en mi cama y quiere

atacarme!

Desesperada, se levantó de un salto y corrió a acurrucarse en un rincón de la habitación.

———-

Como te puedes imaginar, tras el contacto con el supuesto monstruo la niña estaba aterrorizada, pero… ¿y el

ratón? ¡Pues el pobre también se llevó el susto de su vida! Como nunca había visto un ser humano, cuando los

pies fríos de Laura le tocaron entró en pánico. Fue entonces cuando ella se levantó de la cama para esconderse en
el rincón, y él, con los pelos erizados como púas, aprovechó para escabullirse en dirección opuesta. De hecho,

corrió a mil por hora hasta que, gracias a su agudo olfato, localizó el huequecito que comunicaba con su

madriguera.

La mamá ratona lo vio llegar con lágrimas en los ojitos y temblando como una gelatina.

– Pero hijito, ¿qué te ocurre? ¡Ni que hubieras visto un fantasma!

El joven roedor se abrazó a ella.

– ¡Mamita, no sabes lo mal que lo he pasado! Salí a buscar algo para comer y no sé cómo acabé en un lugar donde

había un monstruo enorme que no hacía más que gritar. ¡Ha sido la peor experiencia de toda mi vida!

La ratona trató de calmar a su hijo con una buena dosis de mimos. Acariciándole la cabecita, le dijo:

– Tranquilo, chiquitín, ya estás a salvo. La próxima vez tienes que tener un poquito más de cuidado para evitar

meterte en situaciones desagradables ¿de acuerdo?…

– Sí, mamá. ¡No quiero ver un monstruo de esos nunca más!

– Claro que no, hijo mío. Ven, voy a darte algo que sé que te gusta mucho para que te sientas mejor.

El ratoncito aceptó con mucho agrado la pastilla de chocolate que le regaló su madre y comenzó a roerla. Durante

un ratito disfrutó como nunca el delicioso sabor a cacao azucarado que tanto le entusiasmaba. Sin darse cuenta,

se fue tranquilizando y empezó a bostezar.

———-

Mientras tanto, la madre de Laura, alertada por los chillidos, había acudido corriendo al cuarto de la niña. La

encontró en una esquina, sentada con la cabeza entre las piernas y tiritando de miedo.

– ¿Pero qué te pasa, cariño? ¿Qué haces ahí y por qué gritas de esa manera?
Laura se lanzó a sus brazos.

– ¡Ay, mamá, ha sucedido algo terrible! Había un monstruo en mi dormitorio y el muy desalmado se metió en mi

cama porque quería atacarme… ¡Estoy muy asustada!

La mujer la apretó contra su pecho.

– Cariño, ¡los monstruos no existen! Respira hondo que ya pasó todo. Fíjate bien, ¡aquí no hay nadie!

– Pero mamá…

– Los monstruos solamente viven en los cuentos, son de mentira. Venga, vuelve a la cama que yo me quedaré

contigo hasta que te duermas ¿de acuerdo?

Laura apoyó la cabecita en la almohada y su mamá le dio un beso en la frente; después, la señora metió la mano

derecha en el bolsillo de su bata.

– ¡Uy, lo que tengo aquí escondido!… ¡Como sé que te encanta, dejaré que te lo comas antes de dormir para que

se te pase el disgusto!

Envuelto en un papel de color plata sacó… ¡un trocito de chocolate! La pequeña se puso contentísima porque era

lo que más le gustaba en el mundo mundial. Lo pegó al paladar y lo fue saboreando muy despacio hasta que no

quedó ni un poco. ¡Estaba tan delicioso!… Gracias a la compañía de su madre y al regalito sorpresa, los miedos se

evaporaron como el humo y desaparecieron.

———-

Por fin el silencio se apoderó por completo del hogar, y tanto el ratón como la niña se quedaron tranquilamente

dormidos, cada uno en su cuarto, cada uno en su cama, cada uno con su mamá, pero ambos con el mismo sabor a

chocolate en la boquita.

Y así, entre dulces sueños, termina este bonito cuento que, como ves, confirma algo que todos sabemos: ¡los

monstruos no existen! Lo que no aclara bien es la otra cuestión: ¿quién asustó a quién?
Ernestus, el robot filosófico

Esta historia viene de un país lejano, más allá e la Galaxia Centuria Laudi 489, pasando por el cinturón de Orión,

incluso más lejos del mar de asteroides de plata, en la inmensa oscuridad de la garganta del cráter Mobidub74,

había una civilización ancestral que habitaba esas tierras desde los orígenes del universo. Su era

nombre Modernia.

Allí había muy buenos artesanos, expertos en la fabricación de magníficas baterías llenas de energía.Todo

transcurría sin problemas en Modernia, todos los días los artesanos se levantaban, construían nuevas baterías y

todas las noches las colocaban con orgullo en sus tiendas.

Un día, sin embargo, surgió un problema: los habitantes tenían tantas baterías que ni siquiera sabían dónde ponerlas…
¡los almacenes estaban llenos y, lo que es más triste, no había nadie con quien compartir toda esa energía!

Pensaron y repensaron, finalmente tuvieron una gran idea: ¡construir robots para usar esas baterías!

En poco tiempo, robots de todo tipo y carácter comenzaron a vagar por Modernia: había robots larguiruchos

llenos de muelles, pequeños robots regordetes con muchas luces, rebots de varias manos, otros tenían dos

cabezas, algunos andaban muy deprisa, otros volaban…

Más que nada en el mundo, a los robots les encantaban las baterías eléctricas, sobretodo las que se fabricaban en

Modernia. Les daba la fuerza para caminar, hablar y pensar, en resumen, les dieron la energía para vivir. Para los

robots, nada era mejor que una batería nueva, porque cuanto más nueva era la batería, más energía podían

recibir. Era como la comida para los humanos.

Los artesanos, que respetaban y querían mucho a sus amigos robots, siempre trataron de mejorar la calidad de

las baterías que fabricaban, convencidos de que apreciaban esa atención y que de alguna manera los robots

algún día se la devolverían.

Pero, en realidad, los robots sólo estaban allí porque necesitaban las baterías para vivir, les daba igual dónde o

cómo conseguirlas….
Las baterías, almacenadas en los depósitos, estaban disponibles para todos los robots que pudieran recogerlas

por sí mismos. Los robots sólo necesitaban una batería para vivir, y si se pasaban de glotones y trataban de

conectarse a dos, podían estropearse y fundirse los plomos. Por eso había un gran letrero en la pared del almacén

que decía: «¡No te pongas más de una! ¡Podrías hacerte daño!».

Un robot llamado «Notesacias» fue una vez al depósito debido a su incapacidad para conformarse con las baterías

que usaba. Había leído esa advertencia muchas veces pero, desde hacía algún tiempo, había empezado a pensar

que los artesanos tenían que ser algo tacaños y que, sólo por esta razón, no permitían que los robots llevaran más

de una batería. Ese día había decidido no obedecer más la señal: así que miró a su alrededor y cuando nadie lo

vio, cogió dos baterías, las instaló y… ¡PUM! ¡Todos los circuitos se fundieron!

Cuando los otros robots encontraron a su compañero en ese estado, inmediatamente comenzaron a rebelarse:

«¡Los artesanos lo hicieron a propósito! ¡Le dieron una batería en mal estado!

Sólo un robot, llamado «Ernestus», defendió a los habitantes de la ciudad: «Ellos no son los culpables, el culpable

fue el robot Notesacias que se colocó dos baterías y ahora tendrá que ir al mecánico a que le arreglen por

completo.

Pero aunque Ernestus tenía razón, la gran mayoría de robots estaba enfadada y no era capaz de entrar en razón. Sus
discos duros estaban echando chispas.

Después de este acontecimiento, la vida de los habitantes de la ciudad cambió rápidamente. Los robots se

volvieron antipáticos y maleducados y los artesanos sufrían de ese comportamiento injusto. Los robots les

decían: «¡Fuera de la ciudad, eres un inútil! ¡No te necesitamos!».

Sus cerebros de tostadora no entendían que sin el trabajo de los artesanos, ninguno de los robots habría

sobrevivido todo este tiempo. No se daban cuenta de que sus baterías eran hechas por las manos de esos

hombres bajitos de barbas blanca y esas mujeres de estrafalarios peinados.

Ernestus, que era sin duda el robot más inteligente y bueno de la galaxia, siempre pensaba ayudar a los demás,

sin importar si eran humanos o robots. Así que encontró una solución para evitar que los malos humos de los

robots hicieran daño a los artesanos.


Como era un robot filosófico, encontró las palabras perfectas para convencer a las dos partes.

Les propuso a los artesanos irse a otro lugar, para demostrar a los robots que les necesitaban. Para ello, llenaron

todas las baterías que había en Modernia en un almacén, y sobre ese almacén pusieron un gran faro de rayos

láser. Si en algún momento, los robots querían que los artesanos volvieran a la ciudad, solo bastaría con encender

aquella luz.

Los artesanos entendieron perfectamente el plan de Ernestus, se montaron en sus motos espaciales…

Y se fueron…

Al ver desaparecer en el infinito horizonte del Universo a los artesanos, los robots estallaron de júbilo. Pensaron

que tenían razón, ya que ellos habían ganado la discusión, y que por pegar gritos y hacerse las víctimas de los

artesanos, estos habían sido vencidos y ahora todo Modernia era suyo, repleto de jugosas baterías, sin reglas

estúpidas de cuántas se podían un robot conectar.

Todo parecía salir victorioso para los robots, mientras tanto, Ernestus aguardaba en lo alto de la torre de

luz, sobre el almacén de baterías.

Allí pudo ver cómo poco a poco las despensas se iban agotando, y el almacén cada vez estaba más vacío.

Pasaron los años, en los que Ernestus se dedicó a reparar a los robots que quedaban dañados por tratar de

conectarse varias baterías. Mientras tanto, el resto de la población robótica seguía disfrutando de su triunfo

sobro los artesanos, creían que todo este tiempo sin necesitarles, afianzaba más todavía, que ellos tenían razón.

Además, pensaban que el incidente que sufrió Notesacias era evidentemente causado por los artesanos, porque…

¿Cómo era posible que ningún otro robot hubiera sufrido otro percance similar?

La respuesta, era sencilla. Ernestus se encargaba de recoger a los robots cuando por avaricia, se fundían los

circuitos al conectarse varias baterías. Después los reparaba en lo alto de su torre de luz, les explicaba que había

sucedido y ellos entendían que estaban enormemente equivocados.


Como Ernestus era muy sabio y paciente, les convencía para que se quedaran en la torre con ellos, que no

volvieran a salir de ella y que esperaran pacientemente junto a él.

Así fueron pasando los días, los meses, los años. Llegó un momento en que casi había la misma cantidad de robots

en Modernia que en la torre de Ernestus.

Y por fín, la última batería se agotó… El almacén había quedado vacío.

Fue entonces cuando cundió el pánico entre los habitantes robóticos de Modernia, que comenzaron a gritar y a

corres despavoridos por todo el país «¿Qué hacemos ahora?» «No quedan baterías»

Con ello, lo que consiguieron fue agotar la energía que les quedaba y uno a uno se fueron apagando todos los

robots de Modernia, para siempre…

¿Todos?

No, Ernestus y sus aliados, aguardaban este día escondidos en su torre de luz.

Uno a uno, fueron conectándose a los enchufes de la torre, para así poder cargar la batería central del foco.

Pasadas unas horas, el rayo láser atravesaba la galaxia en busca de los Artesanos nómadas que habían estado

vagando con sus motos por todo el Universo desde entonces.

Cuando vieron a lo lejos el destello de luz, no tuvieron que mediar palabra entre ellos. Todos comprendieron

que el plan de Ernestus había funcionado a la perfección y volvieron corriendo a Modernia.

Al llegar, el panorama era desolador, cientos y cientos de robots sin batería, tirados por la calle.

Poco a poco, los robots que se habían quedado con Ernestus, los artesanos y el propio Ernestus, recargaron las

baterías de todos los habitantes de Modernia… Que entonces comprendieron lo que Ernestus les quería decir

hacía tiempo atrás.

Todos entendieron que los artesanos eran inocentes, y que demás eran los que les permitían seguir viviendo en

Modernia. Los robots juraron lealtad y amistad a los artesanos de por vida y desde entonces, reina la paz y la
armonía en aquel remoto país, que desde ese día, cambió su nombre por el de «Ernestus» en honor al sabio robot

filosófico que les cambió la vida.

EL ASTEROIDE 2024

Era el 2175. Muchas cosas habían cambiado en la Tierra. El esquí lunar era la nueva moda, y una multitud de

pequeños planetas desconocidos hasta entonces habían sido descubiertos y habitados.

Pero a pesar de este progreso, algunas cosas no habían cambiado. Los niños que se portaban mal eran castigados

y obligados a hacer grandes cantidades de deberes aburridos, siempre bajo la estricta vigilancia de sus padres y

profesores.

Un día el sabio, Gramaticus Cartapus, reflexionaba sobre cosas de sabio… Tampoco tenía mucho más que hacer,

ya que era el único habitante del asteroide 2024.

«¿Cómo puedo hacer que haya niños aquí?»

Se preguntaba Cartapus en voz baja, cada vez que se asomaba a la ventana y veía su solitario planeta… Entonces

se quedaba imaginando cómo sería escuchar el resonar de risas y juegos de niños de todas las edades, corriendo y

divirtiéndose por los jardines del asteroide en el que vivía.

Para que el Asteroide 2024 fuera un lugar que llamase la atención a los niños, Cartapus debía saber lo que más les
gustaba. El sabio instaló en su laboratorio una «pantalla de control» que analizaba los sueños de los niños de la Tierra. Y
esos sueños eran claros: televisión, helados, pizzas, videojuegos, sin castigos, sin deberes, sin pescado hervido, sólo
jugar y divertirse.

Estaba decidido a eliminar los castigos, los fastidiosos deberes, las coles, las espinacas y las lechugas, y también

las frases «Porque te lo digo yo» y «Estás castigado».

Para que Cartapus pudiera tener las risas y bromas infantiles merodeando por su asteroide, tenía que convencer a

los niños de que era un lugar mucho más divertido que la Tierra, pero también, debía encargarse de que hubiera

padres y madres para cuidar a esos niños… ¡Qué petardez tener que hacerse cargo él de todo!
Después de muchos años de duro trabajo, Grammaticus Cartapus finalmente salió de su laboratorio con

una sonrisa en la cara. Había creado una nueva raza de madres y padres electrónicos. Así atraería a todos los

niños terrícolas a su planeta y los robots se encargarían de ellos.

Las madres robot eran muy similares a las humanas, pero mucho menos serias y estrictas. No regañaban, no te

tiraban de las orejas, no tenían que obligarte a hacer los deberes, no gritaban, no castigaban, no privaban del

postre, no prohibían la televisión ni los videojuegos, dejaban comer helados y chocolate, incluso antes de las

comidas, y no revisaban si te habías bañado o lavado las manos. Siempre sonreían, daban besos electrónicos y

repetían con voz sintética:

– ¡Muy bien! – ¡Qué bien! – ¡Fantástico!… El sabio Gramaticus se frotaba las manos alegremente al ver a sus

madres y padres robots y pensar cómo gustarían a los niños.

Pocos días después, en todas las pantallas de la Tierra se pudo ver este anuncio:

«Asteroide 2024 el lugar donde no te regañan

¿Quieres comer chuches antes de cenar? ¿Jugar descalzo? ¿Estás harto de hacer deberes?

Deja de vivir como en el año 2019 y marca el código d549d7/*-*-*+878 Grammaticus Cartapus te invita a su asteroide»

Un día, Enricus Hartus, un niño de siete años, muy desobediente, estaba harto, HARTO de sus padres, HARTO de

los deberes escolares, HARTO del pescado cocido, HARTO de lavarse los dientes… Así que cuando vio el anuncio,

no lo dudó y marcó el código secreto e inmediatamente el sabio Cartapus apareció en su habitación.

– ¡Ven conmigo al asteroide! – dijo Carpatus. – No hay pescado, ni judías, no hay que acostarse a las ocho, puedes

comer patatas fritas todo el día y no hay que hacer deberes. ¡No te arrepentirás!

Enricus-Brutus quedó convencido al oír esas palabras. Después de treinta segundos de viaje (tiempo medio de un

viaje interplanetario en 2175), unos padres robóticos estaban esperándoles para recibirles con una sonrisa.

– <<Hola, bienvenido ¿quieres merendar?>>


Le habían preparado la mejor merienda que había visto: galletas rellenas de chocolate, pastel de chocolate y una

buena leche caliente con siete cucharadas de azúcar. Enricus estaba muy contento. Más aún cuando su nueva

madre encendió tres televisores al mismo tiempo, dos consolas de videojuegos y una gran torre de ordenador.

Finalmente, su padre le dio una enorme botella de refresco con millones de burbujas.

Enricus se tiró al sofá con sus sucias zapatillas de deporte, sin dar las gracias, y soltó un estruendoso eructo.

Mientras tanto, los padres habían ido a la cocina a prepararle la cena: mousse de chocolate con helado de cinco

sabores.

La vida en el asteroide 2024  para Enricus estaba llena de agradables sorpresas todos los días. Por supuesto,

continuó asistiendo al colegio del asteroide, pero allí solo había que jugar, saltar, reír y comer dulces. Enricus no

tenía prisa por volver a la Tierra.

Todos los días, cuando volvía del colegio, la madre-robot le besaba, siempre los mismos besos (uno en la frente,

dos en las mejillas), encendía los tres televisores, las dos consolas de juego, el ordenador, y se dirigía

directamente a la cocina para preparar el mousse de chocolate y las pizzas mientras el padre le abría una botella

de refresco burbujeante y aliñaba con chuches los aperitivos. Por más que Enricus se portara mal, fuera

maleducado o pusiera los pies sucios encima del sillón, no había el más mínimo reproche por parte de sus padres

cibernéticos.

Lo mismo pasaba con los profesores robots… Con el tiempo, los niños habían olvidado sumar, restar y leer… Pero

aún así, ellos estaban contentos con su alumnado y les premiaban con chocolatinas y otros dulces.

Enricus decidió dejar de ir al colegio. Un día entró en casa escoltado por un policía-robot (había robado treinta y

tres discos de una tienda y cuarenta kilos de caramelos). Enricus pensó que sus padres iban a castigarlo. Pero

nada de eso ocurrió, todo lo contrario.

– <<Hola, bienvenido ¿quieres merendar?>>

Y otro día, cuando Enricus Hartus regresó más tarde de las nueve a casa, sin un zapato y lleno de mugre… Su

padre le recompensó con una doble ración de patatas fritas.


Los niños, que se dieron cuenta de que todo era exactamente igual, dejaron de ir a la escuela y de hacer cualquier

cosa. Cuando la habitación estaba desordenada, lo que siempre ocurría con frecuencia, solo tenían que seguir las

instrucciones de Cartapus: apretar el botón para iniciar el programa de «limpieza».

– <<Gracias, mi amor>> decían sus padres. – <<Por favor, ve a ver la tele mientras ordenamos tu habitación.>>

Una vez, Enricus llegó a casa a medianoche porque se quedó en casa de un amigo jugando a juegos de ordenador.

– <<¿Ya estás ahí, mi amor? >> dijo mamá robot al verlo entrar… – <<Estoy muy contento contigo. ¿Todavía

quieres ver la tele o te vas a la cama?>> añadió su padre robot.

Enricus frunció el ceño: ¿así que ni siquiera estaban preocupados por mi? Su verdaderos padres habrían tenido

una gran discusión con él y le habrían obligado a prometer que no lo volvería a hacer. Se recostó pensativo en la

cama, sintiendo una ligera molestia en el pecho.

Pronto las cosas se tornaron peor… Enricus tuvo indigestión por las patatas fritas, el helado, el chicle y la pizza. En

un día en que tenía un gran dolor de estómago, se fue a ver a Cartapus.

– Ya he tenido suficiente», dijo Enricus. – Me siento mal, ya no puedo tragarme ni media cucharada de helado.

El sabio Gramaticus se rascó la cabeza: no había pensado en los casos de indigestión…

Esa misma noche, Enricus vio a sus padres robots dirigirse a la cocina y tomar los ingredientes uno tras otro.

Galletas, harina, trigo, chorizo, queso, yogures, pimienta, sal, bandejas de azúcar, líquido del fregadero,

servilletas…. Todo a un rítmo frenético mientras repetían:

– <<Hagamos una gran pizza!>>

Luego corrieron hacia Enricus… ¡para ponerlo en la pizza también!

Enricus huyó a la casa de su amigo Marius, donde la madre-robot lo recibió:

– <<¿Te escapaste de casa? Estoy muy contenta. Ve a ver la tele y te traeré pizza.>>
En su laboratorio, Gramaticus Cartapus se tiraba de los pelos muy nervioso: ¿por qué las cosas iban tan mal? ¿Por

qué los niños no se sentían felices? ¿Por qué estaban enfermos? La comida no les hacía bien a los pequeños

terrícolas. Se habían vuelto muy gordos, pálidos, sin músculos, y todos sus dientes se estaban poniendo negros.

Comprobó su «pantalla de control»: los sueños de los niños habían cambiado. Ahora querían judías verdes, carne,

pescado hervido, calcio y proteínas. Querían acostarse temprano y cepillarse los dientes después de comer.

Cartapus hizo sonar la sirena especial para reunir a todas las madres y padres robots en su taller… ¡Había que

reajustar estas máquinas urgentemente!

Poco a poco, todos los niños que habitaban el Asteroide 2024 comenzaron con dolores de barriga… Luego

vinieron los lloros y los «quiero irme a casa»… Cartapus, un sabio interestelar… No alcanzaba a comprender qué

pasaba. Con las prisas, olvidó terminar de reprogramar los robots, así que los mandó a medio ajustar a sus casas

para que cuidaran de los niños…

Pero la cosa fue a peor. Los robots, cocinaban la ropa, cortaban las pantallas, hacían batido de tierra y colocaban

la cama en la bañera… ¡Todo un desastre!

Cartapus abrió su nave espacial tamaño familiar y fue recogiendo uno a uno a todos los niños que habitaban el

asteroide.

El planeta terminó explotando: ¡una gran llamarada! Justo unos minutos después de que la nave de Carpatus con

todos los niños dentro pusiera rumbo a la Tierra.

Al pisar suelo terrícola, los niños saltaron a los brazos de sus verdaderas madres y padres, saboreando las caricias

que en nada se parecían a las frías manos robóticas, sus besos, que no eran necesariamente uno en la frente y

dos en las mejillas, sino también en el pelo o la nariz. Entonces se escuchó:

– ¡Mamá, me regañas cuando no hago los deberes por favor!

– ¡Tráeme algo de pescado! ¡Y ensalada!

– ¡Dame el cepillo de dientes!

– ¡Quiero acostarme temprano!


Todos los niños del asteroide 2024 pidieron reglas y felicitaciones sinceras, algunos dulces pero no demasiados.

Ya no era posible pasar los días comiendo chocolate y pizzas, jugando a juegos de ordenador sin hacer nada más.

Porque el chocolate sabe aún mejor si se come después de la sopa y el pescado. Así es como los papás y mamás

robot desaparecieron para siempre y las verdaderas mamás y papás volvieron a cuidar de sus hijos

¿Qué le pasó a Cartapus? Bueno, también vino a la Tierra… y decidió no volver a tratar de reemplazar a los padres

por tontos robots.

El gran viaje de Rok

Un pequeño cuento cósmico para niños terrícolas

El extraterrestre Rok estaba harto de vivir en Súlex, un planeta árido y silencioso perdido en el universo. Cada día

era igual que el anterior y ya no lo soportaba más.

 Entre que somos pocos y no hay nada interesante que hacer, me aburro más que una piedra pómez.

Acababa de cumplir trescientos años y, dado que su esperanza de vida era milenaria, todavía se veía a sí mismo como un
tipo joven con muchas ganas de disfrutar y cumplir algunos deseos pendientes.

 Creo que salir de la rutina y conocer sitios nuevos me vendrá muy bien. ¡Ha llegado el momento de concederme
un capricho y lanzarme a la aventura!

¡Dicho y hecho! Para celebrar cifra tan redonda decidió tirar la casa por la ventana y regalarse un viaje espacial. Si

algo le apetecía con locura era ver mundo, o mejor dicho, otros mundos.

En el planeta Súlex no había estaciones del año ni nada parecido, pero sus habitantes sabían que cuando la luz del

amanecer era anaranjada se daban  las condiciones perfectas para volar por el espacio. Por esa razón, Rok

aguardó  la llegada de una mañana color salmón para cargar a tope la batería de su nave último modelo y salir a

investigar fuera de los límites conocidos.


 Al fin voy a realizar el viaje sideral que tantas veces he soñado. ¡Qué emoción!

Los extraterrestres no necesitan traje de astronauta para volar y mucho menos un casco que aplaste sus delicadas

antenitas verdes, así que Rok solo tuvo que ponerse unas gafas especiales para poder ver con claridad y pilotar

seguro  entre tanto polvo cósmico.

 Ya estoy listo para partir. ¡Adiós, planeta Súlex!

Entró en su moderno platillo volante, cerró la escotilla, se sentó frente a la complicada pantalla de mandos, y

apretó un botón cuadrado que le puso en órbita en un santiamén.

 Tres… Dos… Uno… ¡Despegue!

¡Rok estaba entusiasmado! Recorrer la galaxia a velocidad supersónica no era cosa que uno pudiera hacer todos

los días; pero además, tenía otra gran motivación: quería ser el primero de su especie en alcanzar el sistema solar.

Tras muchas horas surcando el espacio, negro como la boca de un lobo, lo consiguió.

 ¡Bravo, bravo! El camino ha sido largo, pero no hay nada imposible cuando uno pone ilusión en el objetivo. En
fin, veamos qué hay por estos lugares tan alejados de mi  civilización.

Rok fue pasando por delante de los planetas más importantes y vio que no llegaban a la decena. Tras un rato

observándolos  detenidamente,  tuvo que admitir que se sentía decepcionado, pues  excepto  uno que tenía un

enorme anillo alrededor, todos le parecieron más o menos iguales.

 ¡Vaya, no es lo que yo me esperaba! Veo un planeta rojo lleno de dunas, otro cubierto de cráteres, aquel
pequeño donde debe hacer un frío terrible… ¡Aunque parezca mentira, ninguno es mejor que el mío!

Allí, en medio de la oscuridad solo salpicada por el fulgor de alguna estrellita lejana, empezó a plantearse dar

media vuelta.

 Nada por aquí, nada por allá… Si lo llego a saber no me muevo de casa. ¡Ni siquiera veo una estación de
hidrógeno líquido donde repostar!

Rok se dio cuenta de que su andanza interestelar estaba a punto de finalizar.

 De nada sirve engañarse, esto es lo que hay. Regresaré a casa antes de quedarme sin combustible.
Iba a girar los mandos cuando de repente, al fondo a la derecha, divisó una enorme esfera que destacaba entre

las demás.

 Pero… ¡¿qué es eso?!

Para asegurarse de que no se trataba de un efecto óptico, achinó sus grandes ojos saltones.

 Yo diría que se trata de un planeta, pero un planeta muy raro porque tiene más colores que el resto de sus
vecinos.

Estaba tan intrigado que pisó a tope el acelerador y se aproximó para verlo mejor.  Como la mitad estaba a

oscuras se situó frente a la zona iluminada por el sol, a una distancia adecuada para poder hacer una buena

valoración.

 ¡Vaya, qué interesante! Distingo zonas montañosas casi desérticas, pero también grandes áreas verdes
cubriendo la superficie. Y esas extensiones azules… ¿serán océanos?

Rok estaba absolutamente fascinado.

 Aunque es arriesgado, si no bajo a explorar me arrepentiré toda la vida.

Eligió un punto al azar e inició la maniobra de descenso. En cuanto aterrizó apagó el motor, se quitó las gafas,

abrió la escotilla, y antes de salir asomó la cabeza para comprobar si la zona era peligrosa.

 Mis antenas no detectan ni señales extrañas ni la presencia de posibles enemigos. ¡Vamos allá!

Rok abandonó la nave de un salto y se quedó maravillado al comprobar que, bajo un cielo azul salpicado de nubes

como jirones de algodón, se extendía una maravillosa y exótica playa tropical. Acababa de llegar al planeta Tierra.

 ¡Ay madre!… ¡Esto sí es un verdadero paraíso!

Durante unos minutos no pudo ni moverse, sobrecogido como estaba por tanta belleza. Cuando pudo reaccionar,

dejó atrás la nave y comenzó a dar pasitos cortos en dirección al mar. ¡No te puedes imaginar el placer que le

produjo caminar sobre la arena blanca templada por el sol y respirar aire fresco con aroma a sal!

 ¡Qué gozada! Es el lugar más hermoso que he visto en tres siglos de vida.

Estaba feliz y emocionado cuando, súbitamente, empezó a encontrarse fatal.


 ¡Uy, vaya, creo que me voy a desmayar! Imagino que es porque hace muchísimas  horas que no como nada.

A diferencia de la Tierra, donde reina la naturaleza, en Súlex no existen los seres vivos, ni los animales ni las

plantas, y por eso sus únicos habitantes, los extraterrestres, se alimentan a base de productos sintéticos que ellos

mismos fabrican con restos de basura espacial. Para el hambriento Rok era urgente encontrar alguna pieza

industrial que llevarse a la boca.

 Algo tiene que haber que sirva para activar mis circuitos…  ¡Con un par de tornillos o una trozo de papel de
aluminio me conformo!

Se adentró en la zona de bosque y vio matorrales plagados de moras, arándanos y frambuesas, pero claro, eso no

era comida para él. Tampoco pescar entraba dentro de sus opciones pues, al contrario que para los humanos, los

peces podrían resultar dañinos para su organismo.

 Necesito reponer fuerzas o mi sistema eléctrico interno se desconectará para siempre.

Volvió a la playa casi arrastrándose, y al pobre le entraron muchas ganas de llorar.

 Debí traerme un saco de residuos para resistir al menos una semana. ¿Cómo he podido ser tan insensato? Si no
encuentro algo antes de que anochezca, empezaré a echar humo por las orejas y me apagaré sin remedio.

De repente, una ola rompió contra la orilla y lanzó una vieja botella de plástico a sus pies.

 ¡¿Qué ven mis ojos?! Pero si es comida… ¡y de la buena!

Cogió el recipiente antes de que el mar lo devolviese a las profundidades  y empezó a salivar.

 ¡Qué suerte la mía! ¡Menudo manjar!

Rok echó la cabeza hacia atrás, metió la botella en la boca, la trituró con sus potentes mandíbulas alienígenas, y la

engulló.

 ¡Oh, sí, estaba deliciosa!

El extraterrestre notó cómo se reactivaba la corriente en el interior de sus cables conectores.

 Gracias a este aperitivo me siento un poco mejor. Voy a ver si hay más.
Rok se adentró en el mar y vio que el fondo estaba plagado de botellas de detergente vacías,  latas oxidadas,

trozos de cristales, y muchos otros artículos contaminantes que seres humanos sin escrúpulos habían tirado al

agua.  Esos desperdicios, llegados de lugares supuestamente civilizados a través de las corrientes marinas,  eran

para Rok auténticos alimentos  ‘gourmet’.

 Estos plásticos, neumáticos y objetos de latón son dignos de un banquete de lujo. Decidido: ¡me quedo en este
planeta para siempre!

Desde ese lejano día, el pequeño y curioso extraterrestre Rok habita entre nosotros, y aunque él no lo sabe

porque nadie se lo ha contado, cada vez que come está haciendo un gran favor al medio ambiente. De hecho, hay

quien sospecha que, gracias a esa ‘labor de mantenimiento’,  el rinconcito en el que vive es uno de los más

limpios y hermosos  que existen en nuestro querido planeta Tierra.

¡Ah! ¿que quieres saber cuál es? Siento decirte que no lo sé, pero te sugiero que si alguna vez tienes la

oportunidad de visitar una playa solitaria, de esas  que parecen de película,  te fijes bien en sus aguas cuando

vayas a bañarte. Si son cristalinas y casi no tienen desperdicios, mira a tu alrededor por si ves algún alienígena

verde durmiendo la siesta bajo el sol.

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