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. Imagen: DW
Como ocurrió en enero de 2021 con la toma del Capitolio en EE.UU., el 7 de diciembre
pasado un movimiento de extrema derecha se colocó en el centro de la escena política
internacional, esta vez en Alemania, la nación más desarrollada de Europa, pero
también una de las que más contrastes económicos y sociales evidencia.
El Estado alemán hizo uno de los operativos antiterroristas más grandes de los últimos
tiempos, revelando al mundo la existencia de una trama conspirativa a cargo del
movimiento Reichsbürger (“Ciudadanos del Reich”) en la que un grupo de
iluminados pretendió crear un ejército paralelo, asaltar el Parlamento, cortar el
suministro de la red eléctrica en todo el país y derrocar al Gobierno alemán.
El impacto político provocado por las revelaciones del complot sólo pudo ser superado
por el perfil y los antecedentes de varios de los veinticinco activistas arrestados. Fueron
los casos de Birgit Malsack-Winkemann, una jueza de 58 años y ex diputada de la
ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD) y Rüdiger von Pescatore, un ex oficial
de las fuerzas armadas germanas, acusado de crear el ala militar del movimiento.
Sin embargo, entre los detenidos se destacó, sobre todo “Heinrich XIII”, un
aristócrata perteneciente a la Casa Reuss-Greiz y al que se considera como el
“cerebro de la operación”. El frustrado gobernante proviene de una familia nobiliaria
cuyos orígenes se remontan al siglo XII y que incluye a Guillermo II, el último
emperador alemán y rey de Prusia, obligado a abdicar en 1918.
Pese a la novedad de los hechos, debe tenerse en cuenta que los orígenes de
Reichsbürger se remontan a los años ’70 del siglo pasado, cuando el abogado y activista
neonazi Manfred Roeder comenzó a difundir su ideología a través de métodos violentos
en un intento por revivir, tanto el nacionalsocialismo, como a la Alemania imperial
prenazi. Además de la negación del Holocausto, también se incorporó al credo ultra el
rechazo a los inmigrantes y extranjeros y, especialmente, al Gobierno alemán.
Pese a que se lo suele presentar como una unidad homogénea, Reichsbürger aun no
puede clasificarse como una organización: se encuentra poco estructurado y con
múltiples grupos autónomos. En todo caso, el punto de acuerdo entre todos es que no
reconocen al Estado alemán y rechazan a todas las instituciones y organizaciones
oficiales. Para ellos la Alemania posterior a la Segunda Guerra Mundial aun está bajo
ocupación por las potencias vencedoras, por lo que los actuales dirigentes políticos y
altos funcionarios estatales deberían ser juzgados por alta traición.
Una vez que las llamativas particularidades del complot fueron reveladas por la prensa,
fue inevitable su discusión en la escena política alemana. Desde la derecha a la
izquierda, todos condenaron el intento de golpe de Estado. Aunque hubo también
críticas al gobierno por el manejo de la información y el inmenso operativo de seguridad
frente a un grupo minoritario del que, desde hacía semanas, se conocían sus planes.
Más allá de los debates políticos y la certeza de que era prácticamente imposible que
Reichbürger llevara adelante con éxito un golpe de Estado en Alemania, la opinión
pública mantiene su asombro en torno a la facilidad para la conformación de colectivos
de naturaleza extrema, pero también sobre las debilidades y fallas en las que se
sustentan hoy las democracias occidentales.
Aun frente a la toma del Capitolio en los días finales del gobierno de Donald Trump, es
preciso remarcar que en ese caso, lo que se invalidó fue el sistema de conteo de votos,
pero no la institucionalidad democrática, como si ocurrió en Alemania. Se trata, sin
duda, de la mayor consecuencia política de una conspiración fallida en sus objetivos,
pero exitosa en su amplia capacidad de cuestionamiento a un sistema político que
parece lucir agotado y sin capacidad de respuesta a nuevas demandas y desafíos. No
sólo en Alemania.