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RELATOS DE

PESADILLA
ALFRED HITCHCOCK

CÍRCULO DE LECTORES

Traducción del inglés: Gerardo di Masso


Diseño de la colección: Norbert Denkel
Sobrecubierta: Julio Vivas por la ilustración;
Archivo Vendrell y Keystone-Nemes por las fotos

Círculo de Lectores, S. A.
© 1982, Davis Publications, Inc.
Publicado mediante acuerdo con Davis Publications, Inc. y Scott Meredith Literary Agency,
Inc. 845 Third Avenue, New York, NY 1002
© Círculo de Lectores, S. A., 1993
Depósito legal: B. 4623-1993

ISBN: 84-226-3887-8

N.° 19372
INDICE

INDICE............................................................................................................................................... 3

RESEÑA ............................................................................................................................................. 4

INTRODUCCIÓN ............................................................................................................................. 5
Aquel lunes por la noche .................................................................................................................. 8
Big Tony ............................................................................................................................................27
Martin para la defensa .....................................................................................................................35
La sala de espera ..............................................................................................................................48
Un grito interminable ......................................................................................................................54
El bazar de los ladrones ...................................................................................................................67
El guardián .......................................................................................................................................74
Un curioso lugar para aparcar ........................................................................................................87
La estatuilla de jade........................................................................................................................ 101
Un pequeño pago ........................................................................................................................... 122
Una pausa para el café ................................................................................................................... 137
Los voluntarios ............................................................................................................................... 144
Muerte en Stonehenge ................................................................................................................... 151
Llámame Nick ................................................................................................................................ 161
Una noche de noviembre ............................................................................................................... 169
El testigo.......................................................................................................................................... 177
Desayuno en la cama ..................................................................................................................... 185
Verano en el condado de Pokochobee .......................................................................................... 191
Variaciones sobre el mismo episodio ........................................................................................... 206
Buscadores-asesinos ....................................................................................................................... 224
Alfileres para la jefa ....................................................................................................................... 232
Miércoles lluvioso .......................................................................................................................... 236
Una breve y simple crónica ........................................................................................................... 243
Una picadura vengadora ............................................................................................................... 251
Las perlas de Li Pong ..................................................................................................................... 256
RESEÑA

Desde la rueda, la imaginación humana no ha dejado de producir invenciones notables,


entre ellas la radio, el teléfono y el automóvil. Para Hitchcock, sin embargo, la mayoría de
inventos tiene su lado negativo, baste con reparar en lo inoportuno que puede llegar a ser un
teléfono, por no mencionar lo aburrido de ciertos programas radiofónicos, o el desastre
ecológico que prometen las hordas de vehículos que asolan el planeta. No obstante, hay una
parcela de la imaginación humana que no contamina, no aburre ni resulta inoportuna: las
buenas historias de suspense, aquellas que se limitan a poner los nervios de punta y a provo-
car estimulantes escalofríos en el espinazo, como lo acreditan los 27 relatos reunidos en este
volumen.

Contiene

INTRODUCCIÓN (Alfred Hitchcock)


Aquel lunes por la noche (Pauline C. Smith)
Big Tony (Jack Ritchie)
Martin para la defensa (Jaime Sandaval)
La sala de espera (Charles W. Runyon)
Un grito interminable (Michael Collins)
El bazar de los ladrones (W. L. Heath)
El guardián (Clark Howard)
Un curioso lugar para aparcar (James Holding)
La estatuilla de jade (Bill Pronzini)
Un pequeño pago (Stephen Wasylyk)
Una pausa para el café (Arthur Porges)
Los voluntarios (Reynold Junker)
Muerte en Stonehenge (Norma Schier)
Llámame Nick (Jonathan Craig)
Una noche de noviembre (Douglas Fan)
El testigo (Lee Chisholm)
Desayuno en la cama (Maeva Park)
Verano en el condado de Pokochobee (Elijah Ellis)
Variaciones sobre el mismo episodio (Fletcher Flora)
Buscadores-asesinos (Ed Lacy)
Alfileres para la jefa (Georges Carousso)
Miércoles lluvioso (Thomasina Weber)
Una breve y simple crónica (Dan J. Marlowe)
Una picadura vengadora (James McKimmey, Jr.)
Las perlas de Li Pong (W. E. Dan Ross)
INTRODUCCIÓN

DE ALFRED HITCHCOCK

Una tarde, hace poco, mientras algunos de nosotros estábamos sentados en la biblioteca del
club leyendo la etiqueta de la botella de la cual el camarero nos escanciaba la ginebra,
Fossingham mencionó que su hijo mayor —ese que se cae de las aceras— había inventado un
cesto para el tajo.
El anuncio provocó mucho alzamiento de cejas. Sin embargo, a nadie le interesó lo
suficiente como para preguntarle a Fossingham por qué un tajo reuniría mejores condiciones
si se le añadía un cesto. A pesar de ello nos lo dijo. Según el hijo de Fossingham, el inventor
—ese que se cae de las aceras—, es imposible cortar sobre un tajo sin que salten y vuelen
astillas del bloque. Estas astillas, astillas de la vieja madera, según se dice, invariablemente
desaparecen debajo del frigorífico y jamás se recuperan. El cesto, creía el hijo, eliminaría ese
problema.
Todos bostezamos e indicamos al camarero que nos sirviera otra ronda de ginebra.
El tema de las invenciones, sin embargo, no se había agotado. Más o menos media hora
después, Billingsgate lo sacó nuevamente a discusión preguntando en voz alta qué invento,
después de la rueda y antes del cesto para el tajo, había sido más beneficioso para la
Humanidad.
Todos teníamos nuestras ideas, que nos reservábamos mientras el camarero servía otra
ronda de ginebra.
Billingsgate, sin embargo, insistió, dirigiendo su pregunta concretamente a Woolsey.
Woolsey frunció profundamente el ceño, pero no respondió. Todos supusimos que creía
que el asunto merecía más reflexión.
La pregunta fue dirigida entonces a Brockton—Williams.
—La radiofonía —declaró—. Fijaos. Hoy precisamente he recibido información por radio
de que mis acciones en Fish and Chips Ltd. han subido diez puntos. ¿Qué podría ser más
beneficioso que eso?
Bostezando una vez más, consideramos esta afirmación. Y, algún tiempo después, mientras
el camarero rellenaba nuestros vasos, Hasselton la rebatió.
—Sí —dijo—, Pero si no fuese por el invento de la radio podríamos dejar de enterarnos de
muchas de las mayores tragedias del mundo. La declaración de esas guerras mundiales, la
primera y la segunda, el naufragio del Titanic, el gran hundimiento de la Bolsa. Fue esa
maldita radiofonía la que esparció el rumor, ¿sabes?
—Un argumento contundente —dijo Billingsgate.
Tía Marta de Billingsgate se había hundido con el Titanic.
Se volvió otra vez hacia Woolsey, pidiéndole nuevamente su opinión en el asunto.
Woolsey, por lo visto, todavía estaba dándole vueltas. Fuese como fuese, no respondió.
Eso me dio la oportunidad, poco después, mientras el camarero repartía otra ronda de
ginebra, de intervenir y mencionar el invento que había sido más beneficioso para la Hu-
manidad.
—La imprenta —sugerí—. Considerad cuánto ha incrementado la disponibilidad de la
gran literatura. Si los escritores estuvieran trabajando todavía con pluma y se hicieran las
copias a mano, probablemente no dispondríamos de más de media docena de ejemplares de,
por ejemplo, Winnie the Pooh.
—En contrapartida —dijo Hasselton, un disidente nato—, no podríamos distinguir los
números de la mitad de las facturas que recibiésemos y daríamos largas al pago excusán-
donos en que los números manuscritos eran ilegibles.
—Un argumento de peso —dijo Billingsgate.
Todo el mundo sabe que Billingsgate tiene muchas deudas.
Dirigió entonces, una vez más, la pregunta principal a Woolsey, alzando un poco la voz en
esta ocasión y hablando directamente dentro de su aparato auditivo. Sin embargo, Woolsey,
al parecer seguía reflexionando, puesto que no respondió.
—Para mí está claro —dijo Fossingham— que el invento que más nos ha beneficiado es el
coche cubierto. Nos evita la lluvia, ¿no?
Después de aquello siguió un largo, largo rato de silencio. Todos nosotros sabíamos que
Fossingham no había salido del club, ni tan siquiera había mirado por una ventana, desde el
día que le había traído hasta la puerta en un carruaje de caballos, en el año 1850, y, por
consiguiente, ignoraba que el caballo y el carruaje habían sido ampliamente remplazados por
el automóvil. Ninguno de nosotros quería ser quien se lo comunicara. A la edad de
Fossingham, cualquier sorpresa puede provocar un alza en la presión de la sangre hasta un
punto peligroso.
Fue el propio Fossingham quien finalmente habló:
—Antes de que se inventase la capota —nos informó— la lluvia solía dejar empapados los
asientos.
Cuanto más proseguía la conversación en esos términos, tanto mayor era la amenaza de
que la novedad del automóvil se filtrase. De modo que, en pro de la salud de Fossingham,
Billinsgate concentró nuevamente su atención en Woolsey, esta vez preguntándole casi a
voces.
Woolsey se limitó a fruncir el ceño más profundamente.
—Yo creo... —comenzó Hasselton, estudiando de cerca a Woolsey.
No hubo necesidad alguna de que completara la frase. Todos nos dimos cuenta en aquel
momento del porqué no había habido respuesta de Woolsey: su aparato auditivo estaba
desconectado. Se había perdido toda la conversación.
Entonces fue cuando llegamos a un acuerdo unánime sobre el invento que más beneficiaba
a la Humanidad. Es el interruptor. Nos permite desconectar la radio cuando las noticias son
inquietantes; desconectar la televisión cuando el programa es demencial; desconectar el
motor del automóvil cuando llegamos a nuestro destino; y, como en el caso de Woolsey,
desconectar el aparato auditivo cuando la conversación comienza a aburrirnos.
Pasemos ahora a alguna inventiva que les aseguro no será aburrida, la que los autores de
las historias que vienen a continuación han utilizado para imaginar esos cuentos de suspense
que pondrán sus nervios de punta y producirán escalofríos en su espina dorsal.
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RELATOS DE PESADILLA
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Aquel lunes por la noche

Pauline C. Smith

Aquel lunes a las nueve de la noche, tan pronto como el programa Laugh-In hubo
terminado, Jim Copeland recordó que debía encender las luces del porche. Su hija, Michele,
volvería del almacén hacia las nueve treinta. Siempre lo hacía.
Bostezó, se estiró en su asiento y vio el noticiario. Descartó la idea de poner la película del
canal 4 porque se prolongaría hasta muy tarde y cambió al canal 2. Luego se dirigió a la
cocina, abrió una lata de cerveza, regresó a la sala, volvió a sentarse frente al televisor y hacia
las 9.15 se quedó profundamente dormido.
En la pantalla se extinguieron los problemas de Mayberry y comenzó una comedia de
enredos con Doris Day para continuar posteriormente con las exageraciones histriónicas de
Carol Burnett...
Jim Copeland siguió durmiendo.
La señora Carrie Masón, una viuda de mediana edad que vivía en la casa contigua,
también miraba la televisión desde la cama. La ventana de su dormitorio daba al porche de
los Copeland, de modo que pudo ver cuando se encendieron las luces del porche a las 9. Para
Michele, pensó, ya que sabía que la muchacha trabajaba los lunes por la noche en los grandes
almacenes Harper’s en el centro comercial Plaza. Michele regresaría a casa exactamente a las
9.30, porque siempre lo hacía, y entonces las luces se apagarían.
Carrie se sintió atrapada por la trama de la película y no advirtió que las luces seguían
encendidas, no hasta que la película terminó hacia las 11. Su primer pensamiento fue que Jim
Copeland había olvidado apagarlas después de que Michele regresara a casa. «Todos los
hombres son iguales», murmuró, sabiendo que la señora Copeland, Sue, se encontraba en
Tremont cuidando los niños de su hija casada, la que tenía ya tres hijos. ¡Estando Sue ausente
no era extraño que Jim Copeland tuviese encendidas las luces hasta cualquier hora!
Carrie apagó la televisión, fue a la cocina, tomó una copa de bourbon para dormir mejor,
regresó al dormitorio, apagó la luz y abrió la ventana apenas unos centímetros. Un momento
antes de inclinar ligeramente las tablillas de la persiana para impedir que el sol de la mañana
irrumpiera en la habitación despertándola, y recordándole que era viuda y estaba sola, echó
una ojeada hacia el camino particular de los Copeland donde Michele aparcaba siempre el
coche y lo encontró vació.
Su corazón le dio un vuelco y por su mente atravesaron cuatro pensamientos en rápida
sucesión. El primero: Esa niña de dieciocho años que siempre había parecido tan responsable, tan
estudiosa y aplicada, estaba tal vez, como el resto de su joven generación universitaria, de parranda
Dios—sabe—dónde. El segundo: Ese padre, que parecía un hombre tan agradable, permitía que su hija
anduviera de parranda mientras él permanecía embobado frente al televisor, cuya pantalla ella podía ver
parpadear en tonos grises en la sala de los Copeland. Su tercer pensamiento fue que debía haber
algún problema: Michele nunca llegaba tarde a su casa después de su trabajo nocturno en el almacén
y su padre jamás se quedaba levantado hasta aquellas horas en un día laborable. Y el cuarto
pensamiento fue: Ella debía ir a ver qué sucedía, porque era una mujer y estando Sue fuera de casa.
Luego recordó que era una viuda de cuarenta años... bueno, está bien, cuarenta y cinco... y su
acto caritativo podía ser mal interpretado, especialmente si su aliento olía a bourbon.
Se acostó, pero intranquila, y no pudo dormir bien. En su mente había quedado fijado
aquel espacio vacío en el camino particular de los Copeland.
A la una la despertó el rugido del coche de Jim Copeland que abandonaba ruidosamente el
garaje.
Carrie atisbó a través de las tablillas de la persiana. El camino particular de los Copeland se
hallaba vacío y bañado por la niebla. El garaje de los Copeland estaba abierto y oscuro. La luz
del porche aún estaba encendida, al igual que una lámpara que iluminaba débilmente la sala.
Algo andaba mal.

La población se extendía entre el océano y las montañas, serena y soñolienta. Con una
bulliciosa metrópoli al sur y una ciudad apartada e indiferente hacia el norte, era ignorada
por las noticias de las agencias AP y UPI y también por los pronósticos meteorológicos que
irradiaba la televisión. Era un pueblo olvidado.
A las 9.30 de la noche de aquel mismo lunes, una compañera de Michele, Linda Fischer —
(«Yo trabajo en la sección de joyería, pero Michele pasaba de un departamento a otro porque
ella estaba en la universidad, sabe, y sólo trabajaba dos noches por semana además del
sábado...»)— vio a Mi— chele en el aparcamiento fuertemente iluminado.
—Naturalmente que se trataba de Michele Copeland. Estaba parada junto a su coche, ese
microbio verde que ella conduce, y me saludó con la mano cuando mi esposo y yo pasamos a
su lado. Mi esposo me recogió a las 9.20. Aparcó en la sección A y cuando estuve lista salimos
con el coche por la sección D, que está junto a la cafetería y nos detuvimos para tomar un café
y un bocadillo.
La cafetería, según explicó Linda Fischer a la policía cuando fue interrogada el martes,
permanecía abierta hasta las 10. Ella y su esposo se fueron poco antes de que cerrara. En aquel
momento en la sección D sólo había un coche, probablemente el del dueño de la cafetería, y
éste explicó a la policía cuando fue interrogado que efectivamente era el suyo y que se
marchó cinco minutos después de que lo hubiesen hecho los últimos clientes, pero se dirigió
en su coche hacia la otra salida. Atravesó la sección D, explicó meticulosamente, hacia el
desvío de la calle Sargent y, por lo que recordaba, en el aparcamiento no había ningún coche.
No vio ningún coche pero también era verdad que no se le había ocurrido mirar hacia la
sección A, el sector correspondiente a Harper’s. ¿Por qué iba a hacerlo? Él debía coger la di-
rección opuesta.
Linda Fischer declaró que a las 9.55, después de tomar una taza de café y comer un
bocadillo, ella y su esposo condujeron por la sección D, pasaron nuevamente por la sección A
y vieron que el coche de Michele aún estaba aparcado en el mismo lugar y elevado por un
gato. Imaginaron que ella debió de irse con el amigo que la había estado ayudando con el
coche averiado.
—¿Un amigo? —preguntó la policía.
¿Cómo podía Linda saber eso? Ella y su esposo habían visto al hombre en aquel lugar
aproximadamente a las 9.30. No, no habían podido verle bien, aunque Linda dijo que se tra-
taba de un individuo alto y delgado y de pelo oscuro. Parecía estar tonteando por el
aparcamiento con el gato a cuestas, y su coche —al menos ellos pensaron que era su coche—
estaba aparcado junto al de Michele, así que imaginaron que Michele había salido del
almacén, se había encontrado con el neumático pinchado y había pedido ayuda a un amigo.
«¿Qué clase de coche?», le preguntaron a Linda. No lo sabía; de color claro, probablemente
blanco... al menos era un color desvaído.
De todos modos, Michele saludó con la mano a Linda, y obviamente no lo hubiese hecho
de haberse encontrado en peligro, ¿verdad?
Lo que Linda no añadió fue que su esposo había intentado detenerse.
—Tal vez pueda ayudarla —había dicho él aturullado como siempre.
—No seas tonto —había contestado Linda—. Ya tiene quien le ayude.
Además, Michele era muy bonita y la misión de Linda en la vida era la de mantener a su
esposo lejos de las muchachas bonitas.
No obstante, desde aquella mañana del martes cuando la policía la había interrogado,
Linda tuvo la culposa sospecha de que tal vez no había sido un gesto feliz el que Michele
había hecho con la mano a las 9.30 de la noche del lunes, sino un frenético gesto de terror.
Bueno, ella no podía decirle eso a la policía, ¿verdad? Y, de todos modos, ¿de qué serviría?
El martes por la mañana, Sue Copeland, la madre de Michele, se aprestaba a abandonar el
hogar de su hija Dorrie en Tremont inmediatamente después del desayuno.
—Pero mamá, ¿por qué tan temprano? Sólo es un viaje de un par de horas y, además,
cuando llegues a casa papá todavía estará en el trabajo y Michele no habrá regresado de sus
clases. ¿Por qué no esperas y te marchas esta tarde?
Sue no sabía exactamente por qué pero, al no estar acostumbrada a las intempestivas
exigencias de tres niños de corta edad durante un largo fin de semana, sentía la urgente ne-
cesidad de regresar a la tranquilidad de su propio hogar.
—Oh, Dorrie, no lo sé —dijo—. Supongo que sólo se trata de que quiero poner un poco de
orden en la casa...
Una excusa absurda, ya que Michele era limpia como una patena y Jim jamás dejaba una
cosa fuera de lugar.
Dorrie apretó los labios y habló con firmeza.
—Bien —dijo—, si no quieres oír hablar del viaje y del discurso que Hal pronunció en la
convención —un mordaz intento de disfrazar y superponer la egoísta culpa de una hija
casada que era capaz de hacer viajar a su madre dos horas por autopista y soportar durante
tres días a unos mocosos malcriados, sólo porque resultaba más barato y cómodo que
contratar a una canguro que sólo se hubiese limitado a cuidar de los niños, sin preocuparse
por limpiar y lavar y cocinar y acunarlos antes de dormir—. Si no deseas ser nuestra invitada y
disfrutar de ello... Pensé que te quedarías al menos un rato, después de que llegásemos a casa
y Hal se marchara a la oficina. Hablaríamos a solas. Pensé que no te marcharías hasta la tarde.
O hasta el mediodía.
—Lo sé, querida —dijo Sue vagamente, recogiendo sus maletas y sacando las llaves del
coche—. Lo sé —repitió, sintiendo el deseo compulsivo de llegar a su casa cuanto antes sin
saber realmente por qué.
Besó a los niños y Dorrie la acompañó hasta el coche.
—Quería hablarte del viaje, mamá —dijo Dorrie, inclinándose para hablarle a través de la
ventanilla. Ahora que su madre no le permitía mitigarla con una muestra de hospitalidad, la
culpa se mezclaba con las lágrimas—. Necesitaba hablar contigo. Quiero decir, después de
haberte hecho cargar con los niños y todo eso, me parece horrible que te marches así, de
pronto, sin haber hablado.
—Lo sé, cariño, pero será en otro momento —dijo Sue, poniendo el coche en marcha,
sintiéndose incapaz de explicar su obsesión por coger rápidamente la autopista y volar hacia
su casa.
Maniobró con habilidad entre el denso tráfico matutino alejándose de la ciudad por el
carril rápido en dirección al norte, atravesando la neblina de la costa y bajo las pesadas nubes
invernales. Hizo el viaje en menos de dos horas, abandonando la autopista y girando en
Sargent, pasó junto al centro comercial Plaza sin llegar a divisar el pequeño coche verde
elevado por el gato en la sección A del atestado aparcamiento, justo detrás de los grandes
almacenes Harper.
Atravesó las calles residenciales en dirección a la antigua zona suburbana y giró hacia Río
Mesa. Desde el extremo de la calle, en el momento de girar comprobó rutinariamente que el
coche de Michele no estaba en el camino particular, cosa que no era normal a las diez de la
mañana de un martes. Subió por la solitaria calle, realizó la ajustada maniobra que se requería
para entrar en el garaje y aplicó los frenos con creciente asombro.
¿Qué estaba haciendo el coche de Jim en el garaje a esta hora del día?
Detuvo su vehículo junto al de Jim y luego subió corriendo los peldaños que conducían al
porche. Descubrió de inmediato las luces que no habían sido apagadas brillando tenuemente
en la penumbra del nublado día.
Sue, alarmada, abrió la puerta de par en par.
Allí estaba Jim, hundido en el gran sillón y con la cabeza entre las manos.
Antes de que pudiera articular palabra alguna, Jim levantó la cabeza y dijo:
—Michele ha desaparecido.
—¿Desaparecido?—la voz de Sue fue elevándose hasta alcanzar la tesitura de un chillido—
. ¿Qué quieres decir con que ha desaparecido?
Jim le contó entonces que se había quedado dormido, despertándose a la una de la
madrugada para descubrir que Mi— chele no estaba en su cama y tampoco su coche en el
camino particular.
Sue se apoyó contra la puerta haciendo que ésta se cerrara bajo su peso. ¿Era esto lo que la
había hecho apresurarse a regresar a su casa?
Jim le contó, con una voz muerta que Sue nunca le había oído antes, cómo había cogido el
coche para atravesar rápidamente las dormidas calles en dirección al centro comercial Plaza
encontrando el pequeño utilitario de Michele, el único coche en el enorme aparcamiento,
elevado por un gato, con el neumático de recambio sobre el pavimento; pero Mi— chele no
estaba... sólo su coche.
Continuó explicándole, con voz apagada, la precipitada búsqueda de una cabina telefónica
entre la húmeda niebla y las oscuras tiendas de las galerías cerradas y cómo, finalmente, pudo
encontrar una y llamó a la policía.
La policía no había entendido nada. Primero, y por teléfono, pensaron que Jim Copeland
quería que le ayudasen a arreglar un pinchazo o que enviasen a alguien que pudiese
ayudarle. Luego pensaron que estaba denunciando el robo del coche de su hija. Por último
comprendieron qué era lo que pasaba. Bueno, no del todo porque, incluso después de haberse
encontrado con Jim en el iluminado aparcamiento, los dos agentes de policía seguían
confundiendo a Michele con una de aquellas adolescentes que encontraban en su vistosa
ronda nocturna a pesar de haber visto el coche elevado por el gato y de haber escuchado el
confuso relato de Jim Copeland.
—¿Sabe usted con quién pudo haberse escapado? —preguntó uno de ellos.
El otro mencionó un asunto de drogas y un probable embarazo.
No obstante, ninguno formuló cargos cuando Jim Copeland golpeó a uno de ellos, si bien
le dijeron que ésa no era la mejor forma de encontrar a su hija.
Una vez en la comisaría, el agente que se encontraba de guardia detrás del escritorio
apuntó los datos necesarios. Nombre, Michele Copeland. Edad, dieciocho. Altura, un metro y
sesenta y cinco cm. Peso, cincuenta y cinco kilos.
Ojos marrones. Cabello rubio. Ocupación, estudiante, empleada a horas en unos
almacenes. Sin embargo, no era una descripción completa teniendo en cuenta que se había
prescindido del carácter responsable de Michele y de la personalidad reservada de la joven;
pero el agente encargado de recabar la información dijo que esos datos no eran necesarios.
Como Michele tenía dieciocho años, y era legalmente mayor de edad, la policía no podía
publicar un boletín dando cuenta de su desaparición hasta que pasaran setenta y dos horas y,
para entonces, a través de entrevistas con estudiantes y miembros del claustro de la facultad,
se había establecido sin lugar a dudas que Michele era efectivamente una muchacha
responsable, reservada, honesta y buena; por lo tanto, no era la clase de joven que huye
voluntariamente con un extraño.
Esto dejaba a la policía dos teorías: el hombre extraño, alto, delgado y de pelo oscuro
descrito por Linda Fischer había empleado la fuerza para introducir a Michele en su coche,
por lo que entonces habría que buscar el cuerpo en los riachuelos de las colinas o en los
desiertos páramos de la costa; o bien el hombre alto, delgado de pelo oscuro era un amigo con
quien Michele se había marchado voluntariamente, y por lo tanto la policía de carreteras sería
alertada para investigar en las zonas de matorrales y en los despeñaderos buscando un auto
accidentado, probablemente blanco, y con dos cuerpos en su interior.
—¿Podrían describir con más detalle el auto de aquel tipo?—preguntó la policía a los
Fischer—. Han dicho que se trataba de un vehículo de color claro, probablemente blanco. ¿De
qué marca? ¿Era un último modelo? ¿Sedán, convertible, camioneta, compacto tal vez?
Linda dijo que ella era incapaz de distinguir un coche de otro y, de todos modos, no había
prestado atención. Sólo se limitó a agitar la mano devolviendo el saludo de Michele.
En aquel instante, su esposo la miró fijamente. Nunca la perdonaría por haberle impedido
detenerse el lunes por la noche. Él había intentado hacerlo. Incluso había reducido la marcha,
pero Linda, la sabihonda, que actuaba como si fuese incluso la dueña de su respiración, le
hizo continuar, agitando la mano y sonriendo a aquella pobre chica que ahora estaría Dios
sabe dónde.
—Lo siento, agente —dijo el esposo de Linda Fischer—, yo tampoco presté demasiada
atención al vehículo, excepto que era de color claro —blanco, posiblemente— y estaba aparca-
do cerca del utilitario verde de la joven en el espacio diagonal que había enfrente. Lo que
pude ver era que el maletero del coche de ella estaba abierto y parecía que el tipo estaba
sacando el gato, de modo que todo parecía estar en orden, con él ahí y todo lo demás...
Acabó su excusa por no haberse detenido con un profundo suspiro, sintiéndose
parcialmente absuelto y sin encontrar excusa alguna para su esposa.
Volvió a mirarla.
—¿Es verdad que el neumático estaba cortado con una navaja? —preguntó.
Jim Copeland estaba seguro de que el neumático había sido acuchillado.
—La cámara había sido perforada con un instrumento cortante —declaró a la prensa. El
informe del laboratorio criminológico ofreció la versión más mesurada de que el neumático
pudo haberse abierto accidentalmente por la acción de una piedra aguzada o un trozo de
cristal.

Carrie Masón no sabía qué hacer.


Había visto a Jim Copeland regresar a su casa a las siete de la mañana del martes, justo
cuando aparecían las primeras luces del amanecer invernal. Observando a través de la
ventana de su dormitorio, cuidadosamente oculta detrás de las persianas apenas abiertas,
había visto cómo el coche, entraba en el garaje y luego a Jim Copeland subiendo lentamente
los peldaños que llevaban al porche.
Las luces del porche continuaban encendidas y el camino particular vacío y ella no sabía
qué hacer. Podía ir hasta la casa de los Copeland, ¿verdad? Después de todo, eran vecinos y
ella era una buena amiga de Sue. Pero también, siendo viuda y con Sue fuera de casa, podía
parecer que... Bueno podía parecer divertido, como si ella estuviese tratando de... bueno
tratando de provocar alguna situación.
A las 8.30 vio el coche patrulla que se detenía junto al bordillo y a dos agentes que se
dirigían al porche de los Copeland. A continuación entraron en la casa.
¿Qué diablos estaba sucediendo?
A las 9 abandonaron la casa y se marcharon en el coche patrulla y Carrie Masón se enfrentó
de nuevo con la pregunta de qué hacer. ¿Ofrecer sus servicios, sus condolencias, su compañía,
cualquier cosa que ella estuviese en condiciones de ofrecer? Sintió la persistente ansiedad de
que la proposición podía llegar demasiado tarde, pero no era capaz de permanecer en su casa
cuando un vecino estaba con problemas. Por Dios, la hija no estaba, había permanecido
levantada hasta la madrugada, fuera parte de la noche y, por último, aparecía la policía.
Obviamente, ya era hora de tomar una decisión. Aun cuando ella fuese una atractiva viuda
de 45 años —bueno, casi 50—, esto era un deber, pero antes debía hacer algo con sus nervios a
flor de piel después de haber visto el coche patrulla y a los dos policías, de modo que fue
hasta la cocina y tomó una copa de bourbon que logró tranquilizarla, pero también le hizo
comprender que no podía de ninguna manera, siendo una viuda atractiva y todo eso, visitar a
un hombre solo con su aliento oliendo a licor.
Una hora más tarde vio que el auto de Sue Copeland entraba en el garaje.

Ante el terrible anuncio de Jim, la reacción de Sue fue instantánea. Se arrojó entre sus
brazos para confortarlo. Desde aquel instante, hasta que Jim trajo el pequeño coche verde de
regreso el jueves, o tal vez fue con la llegada de Dorrie, que también se produjo ese día, Sue
fue el apoyo que Jim necesitaba. Ella era su esperanza, del mismo modo que él lo era de ella, y
nunca hubo la menor sombra de recriminación por aquella tragedia absolutamente
accidental.
Ambos fueron entrevistados por un joven periodista el martes al mediodía y juntos
describieron a su hija: una joven honesta y responsable, no de la clase de joven que desa-
parece con un desconocido, así que debía de tratarse de un delito. Describieron la ropa que
llevaba, de lanilla marrón haciendo juego con el abrigo, y también sus hábitos tranquilos y
ordenados que nunca le habrían permitido actuar de modo imprudente. Sus calificaciones
eran excelentes. No tenía ningún problema. Sí, solía salir con amigos, pero muy de cuando en
cuando, teniendo en cuenta sus estudios y su trabajo en Harper’s, y con ninguno de manera
fija.
A petición del periodista, Sue le entregó la última fotografía de Michele, la de su
graduación, cuidándose de señalarle que entonces llevaba el cabello más largo, pero que
ahora lo llevaba muy corto, como podía verse en otras fotografías más recientes e informales.
Sue se echó a llorar, sintiéndose desnuda y atemorizada como si, al entregar las fotografías de
Michele, estuviese renunciando a ella para siempre.
Sue pasó aquel primer día bebiendo café y manteniendo la cafetera preparada para cuando
Jim regresara de un ansioso viaje a la comisaría o de un crispado recorrido por carreteras
solitarias. Caminó nerviosamente por toda la casa y telefoneó a aquellos amigos de Michele
que pudiesen saber algo de su paradero. Nadie pudo darle la menor pista, o al menos eso fue
lo que dijeron.
Miró con aversión el plato de pastelitos que Carrie Masón le llevó a las dos de la tarde,
percibió el aliento a dentífrico de la señora Masón y escuchó asombrada mientras la señora
Masón desgranaba una asombrosa retahíla de excusas por no haber acudido antes. Entonces
Sue comprendió que la señora Masón, viuda y sintiéndose de alguna manera humillada por
aquel hecho, había permanecido probablemente al acecho detrás de sus persianas desde la
noche anterior, cuando todo el equilibrio familiar de los Copeland se había hecho pedazos,
queriendo saber, ser parte de ello, queriendo ayudar pero incapaz de hacerlo porque era
viuda y envidiaba a las mujeres que no lo eran.
Sue le contó todo lo que sabía y juntas lloraron.
El periódico local, con la noticia y la foto de Michele en primera página, fue entregado a las
cinco, cuando el día invernal comenzaba a transformarse en noche. Sue leyó la noticia sobre
su hija y miró hacia el cielo oscuro, sabiendo que Michele estaba allí fuera, en alguna parte.
Por la noche, Sue hizo frecuentes viajes hasta el porche frontal para comprobar la fría y
negra humedad exterior, avergonzada de estar abrigada y a salvo. Permaneció en el porche
sumida en el terror de la noche y pensando en lo que podían estar haciéndole a su pequeña,
hasta que Jim la obligó a regresar al calor y la seguridad que la avergonzaban.
Fue durante esos días cuando Sue y Jim estuvieron muy juntos, con la compasión de un
padre por una madre y de una madre por un padre, sin pensar en la culpa o en la auto—
culpabilidad, en la acusación o en el autorreproche... no hasta el jueves, después de que
hubieron transcurrido las setenta y dos horas, cuando se distribuyeron los boletines a las dos-
cientas cincuenta agencias legales que había en el estado y entre las agencias de otros estados,
cuando la noticia llegaría a los telediarios y sería transmitida a las cadenas periodísticas
nacionales y a través de AP y UPI, cuando el pequeño coche verde fuese devuelto a la casa y
se confirmara la llegada de Dorrie.
El miércoles por la mañana, Carrie Masón dividió su tiempo entre las persianas de su
dormitorio y el horno de la cocina, donde preparaba comida que los Copeland seguramente
no llegarían a probar.
Se angustió al ver a los de la televisión sacando sus equipos de un gran camión y
entrándolos en la casa de los Copeland a través del porche. Se estaba criticando severamente
por su aliento con olor a bourbon del lunes a las once de la noche cuando identificó al
periodista, que regresaba a casa de los Copeland para una segunda entrevista. Cocinó y vi-
giló, flagelándose por sus pecados de omisión de viuda ansiosa, porque si ella hubiese
despertado a Jim Copeland de su profundo sueño, tal vez su hija estaría ahora en casa.
El artículo que apareció el miércoles por la tarde en el periódico local cubría la sección
inferior de la primera página, exhibiendo otra fotografía de Michele —una de las instantáneas
que mostraba su pelo corto y una sonrisa en el rostro— que a Sue le partió el corazón. Ahora
la fotografía miraba a Sue debajo del siguiente encabezamiento: ¿HA VISTO A ESTA JOVEN?
Fue entonces cuando Sue telefoneó a su hija casada, sabiendo que no podía retrasar más la
noticia en la esperanza de que no fuese necesario dársela, porque ahora, si Dorrie no era
advertida, podría sufrir la conmoción de enterarse por la prensa o las noticias de la televisión.
Dorrie quedó vivamente afectada.
—¿Cuándo sucedió? —gritó—. ¿El lunes por la noche? ¿Cuando tú estabas aquí? —Se
mantuvo en silencio durante algunos segundos para interrumpir finalmente a su madre con
un—: Pero si tú hubieses estado en casa tal vez nada de esto habría pasado —y añadiendo
rápidamente—: ¿Y papá qué estaba haciendo durante ese tiempo? ¿Durmiendo? —y encontró
entonces el gancho que necesitaba para colgar su culpa—. ¿Quieres decir que él no hizo nada?
Mamá, iré a estar con vosotros —tomando la inmediata decisión de transferir a su padre la
culpa que sentía por haber requerido innecesariamente a su madre, de modo que el pecador
fuese él y no ella—. Mamá, saldré mañana a primera hora tan pronto como pueda solucionar
el problema de Hal y los niños.
—No, cariño —protestó Sue, conociendo la tendencia de Dorrie a dominar, a empujar
como si fuese una excavadora y golpeando continuamente como un martillo neumático. En
aquel momento no quería que la empujaran o la echasen fuera del camino, sólo deseaba
esperar con preocupación y mantener las esperanzas para no desmoronarse y romperse en
pedazos.
—Sí, mamá —dijo Dorrie—. Esto es terrible. ¡Terrible! Mañana estaré ahí. No tendrás que
hacer nada. Yo me ocuparé de todo.

Del mismo modo en que Michele no podía ser declarada legalmente como desaparecida
hasta que pasaran setenta y dos horas, tampoco podía establecerse que su coche había sido
abandonado hasta que no pasara el mismo período, y en consecuencia permaneció en el
aparcamiento tal como ella lo había dejado. En el pequeño coche no se habían encontrado
huellas dactilares y nadie lo esperaba teniendo en cuenta la espesa niebla del lunes por la
noche y del amanecer del martes.
El jueves por la tarde el sol hizo su aparición como una leve y pálida promesa mientras Jim
Copeland cambiaba el neumático del coche de su hija.
Los clientes que habían aparcado sus automóviles en la sección A, la mayoría de los cuales
había leído la primera página del periódico local, y muchos habían escuchado las noticias por
la radio, formaron en torno a Jim Copeland y al coche de Michele un arco de respetuosa
turbación. Todos tenían prisa y se mostraban cohibidos, excepto uno de ellos, un hombre que
condujo un coche compacto de color gris claro hasta la sección A del aparcamiento y bajó de
él ofreciendo su ayuda a Jim Copeland para cambiar el neumático pinchado.
Aquel hombre, todavía joven, de unos treinta y cinco años, calculó Jim, que se inclinó hacia
él, deseaba realmente ayudarle en su tarea. Era delgado, atractivo, vestido de manera
conservadora, de estatura mediana y con cabello castaño —a menos, naturalmente, que se lo
viera de noche, a la luz engañosa de los faros con sus sombras distorsionadas, haciendo que
cada hombre pareciera alto, especialmente si se encontraba junto a una joven de 1,65 del
mismo modo en que las luces nocturnas tienden a oscurecer un cabello castaño,
especialmente si se compara con uno rubio.
Con el neumático de recambio en su sitio, el neumático pinchado, el gato y la llave inglesa
guardados, el joven se apoyó en su coche para hablar de la noche del lunes.
Jim escuchó algunas ideas que no eran tan objetivas como las de la policía, y tampoco tan
emocionales como las suyas propias, sino que eran una combinación de objetividad emo-
cional en la que podía confiarse.
—Leí la noticia en el periódico de anoche —dijo el hombre— y durante todo el día he
estado oyendo los informes por la radio. Soy viajante y paso mucho tiempo en el coche
escuchando la radio. Me pregunto si la policía está investigando en la dirección correcta.
—Yo también me lo pregunto —dijo Jim Copeland—, Incluso dicen que no están seguros
de que aquel hombre que algunos vieron con Michele tenga algo que ver con la desaparición.
Dicen que es posible que se marchara y Michele fuese en busca de una cabina telefónica, y
que lo que le pudo ocurrir sucedió después de que el desconocido se marchara.
El hombre sacudió la cabeza.
—Creo que aquel hombre tiene mucho que ver con este asunto —dijo con convicción—.
Podría apostarlo. El hombre del coche blanco.
—Yo pienso lo mismo —dijo Jim—. Creo que él perforó el neumático y esperó a que
Michele llegara.
El hombre miró el neumático estropeado.
—No. En primer lugar, ¿cómo podía saber que el conductor era mujer? Aun cuando
hubiese leído el nombre en la tarjeta de identificación del vehículo, ¿cómo podía saber que iba
a estar sola? Ella jamás hubiese ido con él voluntariamente. ¿Y qué me dice si hubiese sido un
tipo agradable? Elegante, simpático, solícito, no un granuja de pelo largo y tampoco un viejo
miserable, sino un hombre medio, un tipo que dice que le encantaría ayudarla y coge de su
coche el gato y comienza a trabajar. ¿Qué puede pasar con todas esas luces? Luego saca el
neumático de recambio, lo hace botar sobre el pavimento y dice que necesita aire...
—Pero si tenía aire suficiente —le interrumpió Jim dando un puntapié al neumático.
—De acuerdo —dijo el hombre—, ¿pero acaso su hija se hubiera dado cuenta si alguien le
decía lo contrario?
No, pensó Jim Copeland. Todo lo que Michele conocía de un coche era la forma de
conducirlo. Pudo haber ocurrido de la forma en que lo planteaba el hombre.
—De modo que aquel individuo le dice que sería mejor que fuese con él hasta la estación
de servicio para hinchar el neumático. La estación de servicio está en la esquina. Desde aquí
puede usted verla.
Obedeciendo la indicación, Jim Copeland, que era cliente de la estación de servicio,
entornó los ojos en dirección a la esquina de Sargent y Oak donde podía verse claramente el
cartel de la gasolinera.
—¿Qué puede hacer ella? Incluso una joven como ella, que no subiría jamás
voluntariamente al coche de un extraño, no piensa que haya nada raro en la proposición de
aquel hombre. Después de todo, la está ayudando y es lo bastante honesto como para no
llevarse el neumático dejando a su hija sola en el aparcamiento desierto y temiendo que él
pueda marcharse con el neumático para no regresar.
El hombre sonrió, y su rostro formó una combinación de arrogante piedad por el padre y
excesiva pena por la hija.
—¿Quiere usted decir que pueden haberla engañado para que subiera al coche de ese
delincuente? —preguntó Jim Copeland.
—No engañado exactamente —dijo el hombre— y el tipo no tiene por qué ser
necesariamente un delincuente. Tal vez estuviera enfermo.
—¿Enfermo?
—Mire, estoy basando esta hipótesis en la psicología que he aprendido. Verá, estaba
estudiando para ser psicólogo consultor y entonces mi esposa cayó enferma y tuve que aban-
donar mis estudios y dedicarme a ganar dinero para cuidar de ella. Eso ocurrió hace algunos
años. Desde entonces no he tenido vida de casado y tampoco me pude graduar. Trabajo como
vendedor para darle a una esposa inválida las cosas que desea y necesita... —Meneó la cabeza
en un gesto de auto— conmiseración—, Eso es lo que estaba haciendo aquí el lunes por la
noche, consiguiendo algunas de las cosas que ella siempre me pide que busque... una receta,
helado, una almohadilla térmica o una bolsa para hielo, cualquier cosa, algo...
—¿Quiere usted decir que aquella noche estaba en el centro comercial? —Jim Copeland se
inclinó hacia adelante y cogió al hombre de las solapas— ¿Estaba aquí? ¿Observó usted algo?
¿Pudo ver algo de todo eso que me ha estado contando?
El hombre meneó la cabeza.
—Ya se lo he dicho —exclamó—, todo lo que le he contado es pura teoría. Pienso en ello.
En casos como éste, la policía busca huellas dactilares, un cabello, cualquier cosa antes de
estar satisfechos, y los padres siguen diciendo: «Mi hija nunca lo haría», y todo lo que estoy
haciendo es mostrarle cómo su hija podría haberlo hecho, porque he estudiado estas cosas y las
entiendo. Y creo que él está enfermo, pero es un tipo agradable y su hija no dudó en subir a
su coche...
Jim Copeland alisó las solapas del hombre con leves golpecitos de disculpa. Sólo intentaba
ayudar y, Dios lo sabía, aquella teoría era mucho más verosímil que las de la policía —
hablando de drogas y embarazo y fuga— ninguna de las cuales podía aplicarse a Michele.
—De modo que podemos suponer que el tipo está enfermo —explicó el hombre—. Pero no
siempre, sólo cuando la presión se hace insoportable. Digamos que se trata de un tipo
agradable. Su hija no se hubiese ido con nadie salvo con un tipo agradable...
Jim Copeland asintió con la cabeza.
—El no planea nada. Las cosas se desarrollan solas.
—¿Solas? —preguntó Jim.
—Ésa es la psicología de un hecho impulsivo y creo que fue precisamente eso; nada
premeditado, sólo un impulso irresistible desencadenado por una serie de circunstancias. El
tipo está sometido a una fuerte presión, se encuentra en el punto de explosión. Llega tarde al
aparcamiento justo antes de que cierren. Tiene prisa, probablemente ni siquiera advierte que
hay un pequeño coche verde en el aparcamiento y con el neumático pinchado. Cuando se
dispone a irse, ve el pinchazo pero no le concede importancia. El aparcamiento está
prácticamente vacío, los clientes se han marchado a sus hogares colmados de esposas
amorosas, saludables y nada exigentes. Entonces aparece la joven, su hija, descubre el
pinchazo y el tipo apaga el motor de su coche y se baja.
Jim Copeland tragó saliva.
Pudo haber ocurrido exactamente de ese modo.
—Es un tipo agradable —repitió el hombre—. Realmente quiere ayudar, de modo que la
ayuda. Saca el gato. Entonces un coche pasa junto a ellos, aquellas personas que vieron a su
hija y al desconocido. El coche aminora la marcha. Se saludan. Y entonces el tipo se pregunta
si su hija les ha hecho alguna señal, tal vez rechazándole a él y la ayuda que quiere prestarle,
haciéndoles señas a sus amigos.
»Pero el coche continúa su marcha y el hombre levanta el coche con el gato y busca la llave
inglesa, es decir que sigue ayudando a la joven. Entonces se produce el estallido, la presión se
desborda y el tipo busca el neumático de recambio y lo arroja sobre el pavimento. Todo el
asunto lo ha trastornado. Se siente enfermo y no puede evitar lo que está sucediendo.
Jim Copeland apartó la vista; comenzaba a sentirse mal.
El pálido sol se ocultaba detrás de las nubes que se elevaban desde el horizonte. Volvería a
llover; seguro, por la noche llovería otra vez.
—Él le dice que pueden ir hasta la estación de servicio para hinchar el neumático. Ella
asiente porque no tiene otra alternativa. Él le abre la puerta de su coche, luego se dirige hacia
el lado del conductor y deja el neumático de recambio sobre el pavimento. Salta dentro del
coche y parte a toda velocidad antes de que ella pueda gritar.
Jim Copeland se sentía como si estuviese nadando en la desvaída luz de aquel día invernal.
—¿Cree usted —dijo con voz queda—, que así sucedieron las cosas? Que cualquiera
simplemente pudo...
—Ése es el modo en que pudo haber ocurrido —dijo el hombre—. No había señales de
lucha. La policía así lo estableció. Usted ha dicho que su hija nunca se iría voluntariamente
con un desconocido, así que ¿de qué otro modo cree usted que pudieron suceder las cosas? Es
una teoría psicológicamente comprobada la de que un hombre enfermo, pero un tipo
agradable, encuentra una situación propicia en el momento en que sus presiones estallan...
Jim Copeland apartó la vista.
Entonces el hombre le dio cierta esperanza.
—Sin embargo, una mente enferma como ésa —dijo—, sabe que está enferma y quiere que
le detengan.
Jim Copeland giró la cabeza y escuchó con atención.
—Él se protegerá —autoprotección, ya sabe, es la primera ley— pero, al mismo tiempo,
dejará algunas pistas, deseando que alguien las encuentre y le impida repetir lo que acaba de
hacer.
El hombre abrió la puerta de su coche y se introdujo en él.
—Lo siento, señor Copeland —dijo con auténtica pena.
Puso el coche en marcha y el sonido de la radio llegó de inmediato, débilmente al
principio, para hacerse más audible con las noticias que se emitían a las horas.
«...No hay ninguna novedad respecto a la desaparición de Michele Copeland —se escuchó
la voz del locutor—. Si usted sabe algo, o cree que podría saber, o sospechar...» El hombre
redujo el volumen hasta convertirlo en un susurro y comenzó a retroceder con el coche.
Jim Copeland se irguió a un costado del pequeño coche verde.
—¿Qué cree que hizo con ella? —le preguntó al hombre.
—¿Qué cree usted que hizo?
Jim Copeland volvió a tragar saliva.
El hombre hizo girar el volante y enfiló hacia la salida atravesando la sección A del
aparcamiento.
—Hey —gritó Jim Copeland— no me ha dicho su nombre.
El hombre gritó algo por la ventanilla del coche pero se perdió entre el viento de la tarde y
el ruido del motor al ascender la rampa que llevaba a la calle Sargent.
Cuando Jim Copeland llevó el pequeño coche verde a la comisaría y contó lo que le había
dicho el desconocido, la policía no pareció dar mucho crédito a aquella teoría.
—Un chiflado —dijeron—. Nos topamos con ellos todo el tiempo. Una mujer que está
hasta las narices de su miserable hijo piensa que él es el culpable y quiere que le encerremos y
perdamos la llave. Hay otra que sostiene que es la clase de trampa que organizaría su ex
novio. Si usted hubiese estado en este trabajo tanto tiempo como nosotros, esperaría toda
clase de historias descabelladas.
—Pero es una teoría —protestó Jim—, Ese hombre parecía saber mucho de psicología y
basaba su teoría en sus conocimientos psicológicos.
—Todos los chiflados son psicólogos —dijo el oficial—. Lo saben todo acerca de nada y
están ansiosos por hablar de ello.
—Pero sonaba como si —argumentó Jim con cierta vacilación— realmente pudiera haber
ocurrido de ese modo. De alguna manera sonaba como una argumentación correcta. Si
pudiesen hablar con él...
—Seguro —dijo el oficial y dejó el lápiz suspendido sobre el bloc de notas—. Seguro,
hablaremos con él. Hablaremos con todos ellos. Sólo tiene que darnos su nombre y dirección.
Jim ignoraba el nombre y el domicilio del hombre. Esa parte de la información se había
perdido en el viento, y tal vez era un chiflado, como había dicho el oficial. Después de todo,
¿qué era lo que el hombre le había ofrecido? Sólo una teoría.

Dorrie llegó a últimas horas de la tarde del jueves, cuando comenzaba la tormenta que
había estado amenazando durante todo el día, permitiendo que el sol hiciera una tímida
aparición y luego cerrándose por completo. La tormenta se desató, oscura y violenta, y Dorrie
entró en la casa casi al mismo tiempo que su padre llegaba con el pequeño coche verde y lo
aparcaba en el camino particular.
Desde ese momento, cada vez que Sue miraba por la ventana veía el coche verde y se ponía
a temblar, y cada vez que se alejaba de la ventana se encontraba con Dorrie que le decía que
había sido culpa de Jim que Michele hubiese desaparecido, y llegó el momento en que ella lo
creyó.
—Tu propia hija —le acusó—, y tú durmiendo todo el tiempo.
—¿Qué podría haber hecho? —preguntó él—. Hacia las diez ya había desaparecido. Eso es
lo que dijeron las personas que la vieron en el aparcamiento.
—Y tú aquí, en casa, dormido —le acusó Sue, asombrada por su propia voz vengativa,
pero aliviada al mismo tiempo por haber encontrado por fin una víctima.
Jim se sentía confundido.
—Si hubiese estado despierto no habría ido a buscarla hasta las diez. ¿Por qué habría de
haberlo hecho? Habría pensado que Michele se había detenido a tomar un café con alguien.
—Pero mamá no —intervino Dorrie—. Si mamá hubiese estado aquí, ella habría sabido
que Michele jamás llegaba tarde. Si hubiese estado aquí, habría salido como un rayo en su
busca.
—Pero no estaba aquí —dijo Jim, viendo la oportunidad de aliviar un poco su culpa,
sabiendo que si la culpa debía ser evitada habría que hacerla recaer sobre otra persona—.
Estaba en tu casa, cuidando de tus hijos. Por eso no estaba aquí.
Preparada para replicarle, Dorrie respondió con una nota triunfal en su voz.
—Porque ella confiaba en ti, por eso no estaba en casa. Confiaba en que serías capaz de
cuidar de la casa y de Mi— chele, de modo que esta situación espantosa nunca se hubiese
producido.
El jueves por la noche la noticia en el periódico era ya más reducida y no incluía ninguna
fotografía. El titular decía simplemente: LA BÚSQUEDA CONTINÚA e incluía una rápida
sinopsis y la promesa, vaga y habitual, de una pronta solución.
La entrevista grabada para la televisión había sido recortada en gran parte para permitir la
inclusión de noticias e imágenes referentes a la tormenta, con diversos relatos sobre
corrimientos de tierra en las colinas de la ciudad que se encontraba al norte y ríos
desbordados en la metrópoli del sur. El pueblo, que se alzaba en medio de esos dos puntos
permanecía ignorado, como siempre, excepto por la breve entrevista con los padres de
Michele Copeland.
Sin embargo, la población también sufría con la climatología una ligera erosión de sus
colinas y un pequeño desbordamiento del río, siendo su mayor problema las calles inundadas
y, especialmente, una esquina en la confluencia de Sexton y Sargent donde se hallaba en
construcción un nuevo grupo de casas. En aquel lugar el agua fluía y se precipitaba por la
pendiente, trayendo con ella barro y desperdicios, obstruyendo los desagües e inundando el
aparcamiento del centro comercial Plaza y amenazando las tiendas mientras corría libremente
por la cerrada galería.
La tormenta duró tres días.
Durante aquel tiempo, Sue no pudo dormir, sus noches estaban llenas de horribles
pensamientos acerca de su pequeña desaparecida, en algún lugar de allí fuera, sola o con un
monstruo en medio del frío y de la lluvia, muerta o agonizando. Sue no podía comer, sus días
se consumían bajo imágenes horribles de violación y muerte. Vivía a base de café y del
insomnio que producía. Atacaba ferozmente a Jim haciéndole objeto de toda su
desesperación. Le mortificaba, descubriendo después de todos aquellos años de pacífica
convivencia que tenía talento para ello.
Habiéndose liberado del peso de su propia culpa, Dorrie llevaba ahora una nueva carga
sobre sus hombros. Sus padres, siempre tan unidos, eran ahora enemigos, ¿y era acaso su
culpa?
—Mamá —gimoteó—, nunca te había escuchado hablarle a papá de ese modo.
—Él nunca había matado a mi hija —dijo Sue.
Jim condujo su coche todos los días hasta la comisaría sólo para encontrar a todos los
policías inmersos en problemas de tráfico y accidentes de carretera.
—Respecto a mi hija... —preguntaba Jim Copeland con ansiedad, como disculpándose
ahora que su esposa había arrojado sobre él aquella nueva y profunda sensación de culpa-
bilidad.
—Estamos trabajando en ello señor Copeland —le dijo un oficial—. Ahora tenemos que
enfrentarnos a esos problemas de ahí fuera, ya sabe. Nos gustaría disponer de mayor in-
formación, como una mejor descripción del hombre y de la clase de vehículo que conducía.
Hemos hecho circular una fotografía de su hija, y cualquier cosa sospechosa... bueno, nosotros
nos enteraremos. Sé cómo se siente, señor Copeland.
Jim Copeland le miró con expresión vacía. Aquel oficial, demasiado joven aún para sentir
culpabilidad, demasiado joven para tener hijas adolescentes, no podía saber cómo se sentía.
Jim abandonó la comisaría sabiendo que volvería muy pronto, para encontrarse de nuevo sin
noticia alguna pero tenía que volver, una llamada telefónica no era suficiente. Tenía que
atravesar las calles inundadas y subir las escaleras y abrir las pesadas puertas y preguntarle al
oficial de guardia:
—¿Se sabe algo nuevo sobre mi hija?
Tenía que hacerlo. No podía hacer otra cosa.
La tormenta dificultó la búsqueda, pero no significó ningún impedimento para Carrie
Masón. Todos los días fabricaba una especie de toldo con el impermeable de su último esposo
y, encogida debajo de él, se desplazaba hasta la casa de los Copeland llevando una fuente de
comida frita, hervida o asada.
Una vez allí, hacía su ofrenda, deseando encontrar sola a Sue en la cocina. Incluso Sue,
quien había cambiado drásticamente durante los últimos días pasando de una suave y cálida
ansiedad a mostrarse ansiosamente dura y fría, era mejor que su hija Dorrie. Dorrie, que la
miraba desde la envidiable altura de su vida joven y felizmente casada, provocaba en Carrie
Masón agudas punzadas de culpabilidad por sus casi cincuenta años sin la compañía de un
esposo —en realidad, cincuenta y dos, casi cincuenta y tres.
De modo que, con sentimiento de culpa, cuando era Dorrie quien estaba en la cocina, le
entregaba el plato con la comida que había preparado y preguntaba débilmente si se había
producido alguna novedad, cualquier novedad.
Dorrie, cogía la fuente sin atisbar siquiera debajo de la tapa, la miraba desde su pináculo de
seguridad y le decía que no había ninguna novedad pero, «le agradecemos su amabilidad».
—¡No es amabilidad!—protestaba Carrie—. Fue el lunes por la noche cuando debí
mostrarme amable, la noche en que supe con seguridad que algo funcionaba mal. A las once
vi que las luces del porche estaban encendidas y que el camino de entrada estaba vacío. Fue
entonces cuando debí venir, y no lo hice.
—Hubiese sido demasiado tarde —dijo Dorrie.
Tal vez no hubiese sido demasiado tarde, se lamentaba Carrie. Los lunes por la noche aquel
pueblo se iba a la cama hacia las once y, por lo tanto, con tan pocos vehículos circulando por
las calles, quizás hubiesen podido encontrarla.
Carrie no podía aliviar con facilidad su sentido de culpabilidad, ya que no era lo bastante
joven ni lo bastante egoísta. Su sensación de culpabilidad la obligó a tomar una firme
resolución: en lo sucesivo se mostraría cálidamente amistosa... rápidamente. No dudaría ni
vacilaría un momento, a pesar de su aliento, sin preocuparse por las apariencias; ayudaría,
auxiliaría, y se mostraría solícita con cualquier persona que pudiese necesitarla, y estaría
atenta por si alguien la necesitaba.
El domingo, cesó la tormenta.
El lunes, una semana después de la desaparición de Michele, los equipos de
mantenimiento seguían trabajando a tope para averiguar qué era lo que pasaba en la zona
que se extendía desde las colinas hasta el centro comercial Plaza, que era un auténtico
desastre. Se descubrió que el problema radicaba en el colector de la zona donde se estaban
construyendo las nuevas viviendas y que ahora era un verdadero mar de lodo. Parecía que en
aquel lugar los desagües estaban totalmente atascados, haciendo que una riada de agua y
barro se precipitara por la calle Sargent y una vez allí alcanzara las calles laterales e inundara
el aparcamiento del centro comercial.
Se llamó a un grupo de operarios de mantenimiento y cuando abrieron la boca del colector
encontraron el cuerpo de Michele doblado y apretado contra las paredes y taponando la
salida del agua.
Linda Fischer oyó la noticia por la radio.
Era el día en que se quedaba hasta última hora en los grandes almacenes Harper,
comenzando a la una y prolongando su jornada de trabajo hasta las nueve, que era la hora de
cierre. De modo que estaba limpiando su apartamento, aquel lunes por la mañana, con la
radio encendida y de pronto escuchó la noticia de que había sido descubierto el cuerpo de
Michele Copeland. Linda sintió un estremecimiento pensando qué hubiese sucedido, ¡oh Dios
mío, de haber permitido que su esposo detuviera el coche aquella noche! Él también podría
haber sido asesinado. De modo que Linda se autoindultó de toda culpa y convirtió su acto de
absolución en uno de nobleza.
Su esposo se enteró de la noticia mientras almorzaba.
—Aquella joven —dijo el hombre que estaba sentado a su lado—, la han encontrado. Ya
sabe, la que desapareció hace una semana.
El esposo de Linda tragó el bocado de sandwich que tenía en la boca y dejó
cuidadosamente el resto sobre el plato.
—La encontraron en la boca del colector de Sargent y Sexton. ¡Es horrible!
El esposo de la señora Fischer retiró su plato, bajó del taburete y abandonó el drugstore
caminando como un cadáver. Caminó calle abajo hacia el aparcamiento que había junto a la
oficina en la que trabajaba, subió a su vehículo, condujo prudentemente por Main Street,
atravesó todas las señales de precaución que protegían a los trabajadores de Obras Públicas,
entró en la rampa de acceso a la autopista que había a la salida del pueblo y se dirigió hacia el
norte.
No quería volver a ver a su mujer, Linda, nunca más en la vida. Se perdería en alguna
parte, en alguna ciudad lejana, y trataría de olvidar que si Linda no le hubiese impedido
detenerse una semana atrás, Michele estaría viva.
En la mañana de aquel segundo lunes, Carrie Masón estaba ocupada preparando una sopa
de verduras para la familia Copeland. Como siempre, en la cocina la radio estaba sintonizada
con la emisora local, pero incluso antes de escuchar la noticia, ella se enteró que Michele había
sido hallada. Lo supo cuando el coche patrulla se detuvo frente a la casa y dos policías, con
los rostros inexpresivos, subieron lentamente la escalera que llevaba al porche frontal de los
Copeland. Así fue como Carrie Masón lo averiguó y tan pronto como oyó la noticia por la
radio, recordando su promesa de mostrarse siempre dispuesta a ayudar, su resolución de
auxiliar a quien lo necesitase, supo que de cualquier modo llevaría la sopa a los Copeland aun
cuando, para el momento en que la sopa estuviese lista, su aliento oliera a bourbon, su
aspecto reflejara cada minuto de sus cincuenta y tres años y no supiera qué decir.
Jim Copeland escuchó la noticia como un hombre definitivamente perdido, apenas
consciente del hecho de que, efectivamente, estaba perdido.
Sue se volvió hacia él con un definitivo: «Ha sido culpa tuya», sabiendo que jamás volvería
a hablarle.
Sumida en las profundidades de su nueva culpabilidad, Dorrie deseó haber tenido sobre
sus espaldas la antigua culpa, comprendiendo por fin que la culpa que se había legado a sí
misma sería muy difícil de superar.
El lunes por la noche el cadáver de Michele, debidamente identificado, fue depositado
convenientemente en la funeraria.
Aquel lunes por la noche, a las 9.10, Linda Fischer salió de los grandes almacenes Harper y
se dirigió hacia el aparcamiento del centro comercial Plaza. La acompañaba una compañera
de trabajo, una joven estudiante del departamento en el que Michele había trabajado la
semana anterior. La chica no había llegado a conocer a Michele, pero mencionaba cierta
relación entre ambas porque asistían a la misma facultad y trabajaban en los mismos grandes
almacenes y todo aquello era terriblemente excitante.
—Nosotros vimos al hombre aquella noche —dijo Linda y la joven la escuchó con
atención—. Fue una decisión acertada que mi esposo no detuviera el coche. Podría haberle
asesinado a él también.
En la sección A quedaban muy pocos coches. Las dos mujeres caminaron con mucho
cuidado sobre el barro seco.
—Bien, aquí está mi coche —dijo la joven—. Tu esposo no ha llegado. ¿Quieres que te
lleve?
—No, gracias. Puedes marcharte. —Linda consultó su reloj—. Llegará de un momento a
otro —dijo—. Hemos salido un poco antes de la hora. Estará aquí hacia las 9.20. Siempre llega
a esa hora.
Linda no comenzó a preocuparse hasta las 9.40 cuando el último coche abandonó la
sección A. Entonces se asustó y se apresuró para llegar a la cafetería pasando junto a las
tiendas ahora a oscuras. Las luces de la cafetería estaban encendidas pero en su interior no
había ningún cliente. El dueño estaba cerrando.
—¿Podría llevarme a mi casa?—preguntó Linda sin aliento—. Por favor, ¿podría llevarme
a mi casa? Tengo miedo de esperar a mi esposo allí fuera debido a lo que ha sucedido...
El hombre dijo que lo haría encantado. Cerró el aparador de cristal para los buñuelos,
cubrió las tartas, apagó las luces y cerró la puerta con llave. Era muy amable y atento. La
ayudó a subir al coche y enfiló hacia la zona de apartamentos donde Linda le había dicho que
vivía.
No fue hasta llegar al desvío de la calle Sargent que Linda comprendió que se encontraba
exactamente en la misma situación en la que había estado Michele Copeland durante la noche
del pasado lunes.
Se quedó petrificada en su asiento y su voz, mientras daba la dirección de su domicilio,
emergía de su garganta como una hebra de sonido uniéndose a la conversación del hombre
acerca de los peligros que acechan de noche a una mujer sola. Linda vivía a pocas manzanas
del centro comercial Plaza, y estaba segura de que nunca llegaría a su apartamento, pero el
hombre la llevó directamente a su destino y Linda se asombró cuando detuvo el coche junto
al bordillo y ella vio que estaban frente a su bloque. Se apoyó contra la puerta y se alejó
rápidamente del coche, demasiado impresionada por los momentos de terror que había
pasado como para agradecer al hombre el haberla llevado a casa. Recuperó sus fuerzas, junto
con una sensación de alivio, mientras corría hacia la entrada del edificio, la abría, y subía
atropelladamente la escalera.
En el momento de abrir la puerta del apartamento, en medio de la oscuridad, Linda
comprendió la horrible acción que había cometido una semana antes al impedir que su
esposo detuviese el coche para prestar ayuda a Michele Copeland. Y fue al momento
siguiente cuando la señora Linda Fischer comprendió que su esposo la había abandonado y
que no regresaría, porque lo que ella le había hecho a Michele también se lo había hecho a él.
El funeral tuvo lugar el miércoles por la mañana. En el sector de la capilla destinada a la
ceremonia fúnebre, Dorrie se sentó entre el padre y la madre de Michele para que cada uno
de ellos pudiera llorar a solas durante la ceremonia.
El miércoles por la tarde, Carrie Masón llevó a los Copeland un pastel de calabaza y Dorrie
tuvo que apartar una montaña de platos y una pila de cacerolas para hacer sitio.
Parecía que un tornado había atravesado la cocina, y allí estaba Sue, apilando sábanas,
confeccionando listas, pasando de una tarea a otra. Carrie Masón se preguntó qué diablos
estaba sucediendo y pensó que tal vez ahora que Jim y Sue Copeland vivirían solos, y con
menos necesidades, habían decidido recompensar a Dorrie por su sacrificada ayuda en-
viándola a casa con un cargamento extra de enseres para su hogar.
—Seguramente te marcharás hoy —le dijo Carrie a Dorrie.
—Mañana —dijo Dorrie.
—Yo me marcho con ella —dijo Sue sin interrumpir el ritmo de su actividad.
—Bien —dijo Carrie, suponiendo que tal vez era correcto que una madre desolada se
marchase y sufriera su pena acompañada de su hija y de sus nietos en lugar de quedarse en
su casa lamentándose junto a un padre desolado; pero no estaba demasiado segura—. Bueno,
eso está muy bien. Creo que lo mejor es que te marches y disfrutes de unas vacaciones... —y
se interrumpió en mitad de la frase, consternada por la infortunada elección de sus palabras y
sin prestar atención a la conversación que se desarrollaba a su alrededor, hasta que escuchó la
última parte del asombroso anuncio de Sue.
—... y no pienso regresar. Nunca. Me voy a vivir con Dorrie y su familia.
—Sí —exclamó Dorrie—. Mamá vivirá con nosotros.
En el mismo instante en que lo dijo, Sue supo que no deseaba irse. En cuanto dijo que
nunca regresaría, el pensamiento de abandonar a Jim la hizo ponerse enferma. En el mismo
instante en que declaró: «Me voy a vivir con Dorrie y su familia», se preguntó cómo sería
capaz de soportar el carácter dominante de su hija y la tiranía que ejercían sus tres malcriados
nietos.
Cuando Dorrie añadió, para que no hubiese dudas: «Sí, mamá vivirá con nosotros», supo
que había cargado para siempre con una madre, Hal con una suegra a la que no quería, y los
niños con una abuela que no sería buena para ellos y para quien ellos tampoco serían buenos.
Dorrie los había criado de una manera y ahora tendrían que arreglárselas para vivir todos
juntos.
Los dos coches cargados, el de Dorrie y el de Sue, partieron el jueves, dejando a Jim
Copeland totalmente solo. Carrie Masón sentía la necesidad de llevarle algo de comida,
quería mostrarse amable y comprensiva tal como se había propuesto, pero no pudo
localizarle. Había vuelto a su trabajo, por supuesto, pero regresaba a casa muy tarde y en si-
lencio. Las luces del porche nunca volvieron a encenderse y tampoco la luz de la sala. Carrie
Masón ni siquiera podía ver la luz de la pantalla del televisor.
Jim Copeland permaneció en su casa sólo durante dos fines de semana; en uno de ellos un
gran camión de mudanzas se llevó algunos muebles y, en la segunda ocasión, un camión de
la localidad se llevó el resto del mobiliario.
Tres semanas después del funeral, el pequeño utilitario verde de Michele había sido
retirado del garaje, la casa había sido desmantelada y en el prado del frente se podía ver un
cartel de SE VENDE.
Entonces Jim Copeland fue a ver a la señora Carrie Masón.
Ella le ofreció una taza de café, que él rechazó, explicándole que estaba muy atareado y
tenía prisa. Ella advirtió que estaba más delgado y revoloteó a su alrededor sin preocuparse
por el olor a bourbon de su aliento, deseando solamente mostrarse amable y solícita.
Jim le dijo que se había ido a vivir a un pequeño apartamento y estaba en trámites para
vender la casa, que era la razón que le había llevado hasta allí. Quería dejarle a ella un juego
de llaves, «por si acaso», dijo, y ella no estuvo muy segura de si se refería a si por si acaso Sue
regresaba o por si acaso algún comprador potencial quería echarle un vistazo a la casa.
El resto de las llaves, le explicó Jim, estaba en manos del agente inmobiliario que se
encargaba de mostrar la propiedad, pero él deseaba que ella conservara un juego, «por si
acaso».
Luego se marchó y la señora Masón ya no tuvo nada que mirar a través de las persianas
venecianas de su dormitorio; nada excepto las cortinas echadas de la sala y un trozo del cartel
de SE VENDE en el frente de la casa.
Como el dinero escaseaba y los intereses de los créditos eran muy elevados, no fueron
muchas las personas que vinieron a ver la casa, pero sí las suficientes como para que Carrie
aprendiese a reconocer el coche del agente inmobiliario y para saber que no era el de él
cuando el coche compacto de color gris claro se detuvo junto al bordillo frente a la casa de los
Copeland. Luego prosiguió la marcha, pero regresó al cabo de unos días.
La tercera vez que lo vio, Carrie estaba en el jardín que daba a la calle plantando el último
de sus bulbos de primavera y deseando terminar antes de que la escasa luz de la tarde se
convirtiera en oscuridad. Se puso de pie cuando el coche se detuvo frente a la casa, dejó caer
el rastrillo y caminó hacia el bordillo.
—Si está interesado en la casa —le dijo al joven que estaba dentro del coche—, yo tengo las
llaves y puede echar una ojeada. Pero tendremos que darnos prisa porque han cortado la
electricidad y ya está oscureciendo. No queda mucho tiempo.
—Oh. Oh, sí —dijo él, momentáneamente turbado, como si estuviese tan fascinado por la
casa que no hubiera visto que Carrie se acercaba—, ¿No vivían los Copeland en esta casa?
—Sí. Fue una tragedia. —La señora Carrie Masón no podía ver muy bien al joven en las
sombras del coche. Sin embargo, parecía agradable y atractivo—, ¿Los conocía usted?
—Conocía a la joven —dijo el hombre.
—¿A Michele? ¿La que fue asesinada?
—Sí. A ella. Y una vez hablé con su padre. —De pronto, como si tomase conciencia súbita
de la existencia de Carrie, el joven se inclinó a través del asiento del coche y la miró
directamente bajo la luz ahora de color púrpura—. Verá, tengo una esposa —dijo— que está
inválida...
Carrie chasqueó la lengua en una muestra de simpatía.
—Ahora vivimos en un apartamento y yo pensé que si tuviéramos una casa ella podría
salir más a menudo.
—Oh, claro que podría; sería algo maravilloso —dijo Carrie.
—Soy viajante y paso mucho tiempo fuera de casa y me agradaría vivir en un buen barrio,
en uno en el que no tuviese que preocuparme por dejar a mi esposa sola en casa. Agradable y
tranquilo. Un barrio decente.
Carrie comenzó a describir la tranquilidad sin par, la belleza incomparable y la absoluta
decencia del vecindario cuando él la interrumpió para decir:
—Me encantaría ver la casa pero, como usted ha dicho, ya está oscureciendo y no creo que
fuera una buena idea. Tal vez convendría que diese un paseo por el vecindario, ¿señora...? —
elevó la voz con tono interrogativo.
—Señora Carrie Masón —dijo ella.
—Señora Masón, creo que ésta es precisamente la casa que he estado buscando.
Naturalmente puedo regresar mañana, para verla con mayor detenimiento, pero primero de-
searía observar el vecindario. Aún hay bastante luz para hacerlo. Me pregunto si usted
tendría inconveniente en mostrarme...
Carrie retrocedió un paso.
—Sólo un pequeño paseo alrededor de esta manzana. Para localizar el supermercado y el
drugstore más próximo. —Sonrió con una expresión que denotaba cierto desconsuelo—, Mi
esposa necesita y quiere tantas cosas a todas horas: una receta, helados, una almohadilla
térmica, una bolsa para el hielo, cualquier cosa, algo...
Carrie recordó su firme resolución de ayudar y confortar de manera amable y simpática.
—Y si hubiese alguien que me enseñara los alrededores de modo que yo pudiese
describirle el vecindario a mi esposa esta noche, tal vez conseguiría despertar su interés,
entonces mañana...
Carrie se volvió para contemplar su pequeño jardín, que ahora estaba casi en penumbras,
donde habían quedado el rastrillo y los bulbos que no había tenido tiempo de plantar, y su
casa oscura y abierta.
—¿Me asegura que sólo serán unos minutos? —preguntó.
—Sólo unos pocos minutos —dijo él.
Carrie subió al coche y el compacto de color gris claro se deslizó calle abajo.
Big Tony

Jack Ritchie

—Tengo tres hijas y ya es tiempo de que se casen —dijo Big Tony. Se alejó de la puerta—
ventana que daba acceso a la terraza—. O’Brien, tú te encargarás del asunto.
Pensé un instante en lo que me estaba proponiendo.
—¿Quiere que vaya golpeando puertas y preguntando quién quiere casarse con una de las
hijas de Big Tony?
—No. —Cogió un puro de la caja—. ¿Por qué crees que me trasladé aquí, a River Hills,
hace ya tres años?
—¿Quería relacionarse con lo mejor de la sociedad? ¿Ellos no le dirigen la palabra y nadie
quiere salir con sus hijas?
—Tal vez yo nunca llegue a ser miembro del Country Club —dijo Big Tony—, pero ellas no
tienen ningún problema con los muchachos. ¿Cuánto hace que no las has visto, O’Brien?
—Cuatro años. Cuando me envió a la costa.
Big Tony asintió con la cabeza.
—Bien, están más preciosas que nunca.
—¿Y no consiguen casarse?
—La cosa es así, O’Brien. Yo soy su viejo y mi nombre sigue apareciendo en los periódicos
de cuando en cuando, pero no en las páginas de sociedad. —Caminó pesadamente sobre la
mullida alfombra—. No quiero ser uno de esos padres que se interponen en el camino de sus
hijos, pero conozco el paño y el asunto me entristece bastante.
Big Tony agitó el puro en el aire.
—Tomemos el caso de Angelina y Herbert Bradford. Están locos el uno por el otro, pero él
no la pide en matrimonio.
—¿Por qué no?
—Porque Herbie le teme a su viejo. Ese tipo, Grover
Bradford, dice que Herbie debería buscar una chica cuyos antepasados utilizaban la roca
Plymouth como embarcadero 1. Y tú sabes que mis viejos se hundieron con toda la tercera
clase del Titanic.
—¿Cuál es el problema con Faustina?
—Morley Wilson.
—¿Y a qué le teme él?
—Quince millones de dólares. Eso es lo que no conseguirá de su abuela si se casa con
Faustina.
—¿Y no está dispuesto a renunciar a quince millones de dólares por Faustina?
—Mira, O’Brien —dijo Big Tony—. No culpo al muchacho. Una mujer es una mujer, pero
quince millones son quince millones.
—¿Y se supone que yo debo conseguir quince millones de dólares y lograr un final feliz
para esa historia?

1
Se refiere a los pasajeros del May Flower que se consideran los orígenes de las familias
aristocráticas anglosajonas de EE.UU.
Big Tony sonrió.
—Cuando te envié a la costa, parecía que todo se desmoronaba allí. En realidad no
esperaba que consiguieras nada. Pero tú lo arreglaste todo y lo dejaste bien atado. Y yo ad-
miro a cualquier hombre que hace un trabajo como el que tú hiciste en la costa y espero que
puedas repetirlo aquí.
—¿Cuál es el problema con Cecelia?
—Philip Courtland. Juega al rugby para una de las universidades del este. El chico tiene
clase y, además un millón de dólares en su cuenta.
—¿Y por qué se muestra tímido?
—No lo sé. Pero averígualo y haz algo al respecto.
Se abrió una de las puertas laterales y Cecelia entró en la habitación.
—Bien, bien, pero si es O’Brien. Hace mucho tiempo que no le veía. —Sus grandes ojos
grises me estudiaron detenidamente—. ¿Qué le ha hecho abandonar la costa? ¿Negocios?
—Una visita amistosa —dijo Big Tony—, Se quedará algún tiempo con nosotros. —Echó
una ojeada a su reloj—. Tengo una cita con mi profesor de golf. ¿Por qué no le muestras el
lugar a O’Brien?
Una vez que estuvimos fuera de la casa, Cecelia dijo:
—¿Cuál es la verdadera razón de su presencia aquí?
—Se supone que no debes saberlo.
Cecelia se encogió de hombros.
—Como quiera.
Levantó el brazo y señaló hacia unos setos.
—Justo frente a nosotros podrá encontrar a Angelina y a Herbert Bradford haciendo
manitas. Todos los martes y jueves, entre las dos y las cuatro, Herbie se escabulle de la pista
de balonmano del Country Club y viene a ver a Angelina.
Dimos la vuelta a los setos y los encontramos sentados en un banco de piedra.
Angelina era morena y medía cerca del metro setenta.
—Hola, O’Brien —dijo.
Cecelia les sonrió a ambos.
—Aquí tenemos una nueva versión de Capuletos y Mónteseos. A veces pienso que debería
secuestrarlos a los dos para llevarlos ante el juez de paz.
Angelina meneó la cabeza.
—Las cosas ya no se hacen de ese modo en el siglo XX, Cecelia.
Herbert asintió.
—Verá, señor O’Brien, a pesar de que a mi padre le importo un pimiento, aun así siento la
terrible necesidad de que apruebe todo lo que hago. Me temo que tengo una personalidad
extremadamente dependiente.
Un Jaguar enfiló por el camino de entrada y se detuvo frente a la casa.
—Es hora de mi clase de tenis —dijo Cecelia—, Pero puedo cancelarla si usted insiste.
—No. Tengo trabajo.
El hombre que estaba detrás del volante bajó del coche y se encontró con nosotros a mitad
de camino.
—Philip Courtland —dijo Cecelia—, Y éste es Jim O’Brien.
Courtland era aproximadamente de mi estatura y ambos nos miramos por encima de
Cecelia.
—O’Brien es uno de los socios de mi parte —dijo ella—. Se encarga de disponer de los
cadáveres y cosas por el estilo.
—Tendré que recordarlo —dijo Courtland.
Los observé mientras se alejaban y luego me dirigí a la ciudad. Busqué a un amigo en el
Morning Chronicle y nos fuimos a beber unos tragos. Cuando salimos del bar, me llevó de
regreso a su morgue periodística y me permitió hacer algunas averiguaciones.
A la mañana siguiente, cuando salí de la mansión de Big Tony, me compré un maletín. En
los Laboratorios Bradford le di mi nombre a la secretaria de Grover Bradford y me senté a
esperar.
La secretaria salió del despacho y me dijo:
—El señor Bradford le verá ahora mismo.
Era un despacho enorme, con gruesas alfombras.
Grover Bradford se levantó de su sillón para estrecharme la mano. Era un hombre alto y
probablemente pasaba sus fines de semana en una embarcación.
Esperó a que me sentara y luego dijo:
—Mi secretaria me ha dicho que pertenece usted al Departamento de Sanidad.
—Exacto.
Aguardó cautelosamente.
—Señor Bradford —dije—, hace seis meses el Departamento le ordenó que detuvieran la
campaña de publicidad que hablaba de las ventajas del Duerma—fácil. Se le aplicó una multa
de quinientos dólares.
Su rostro perdió toda expresión.
—Eso pertenece al pasado. Es un caso cerrado.
Sonreí.
—Eso es correcto. Usted dejó de fabricar el Duerma-fácil y pagó la multa de quinientos
dólares. Pero eso no significa nada frente al millón y medio de dólares que usted obtuvo con
la venta del mencionado producto antes de que el Departamento le prohibiera seguir con su
elaboración.
Bradford no dijo nada.
—El Departamento trabaja de forma lenta —dije—. Y algunas personas se aprovechan de
esa circunstancia para ganar dinero. Creo que estuvimos experimentando con el Duerma-fácil
durante dieciocho meses hasta que decidimos iniciar las actuaciones pertinentes.
Hice una pausa.
—Y ahora tenemos su nuevo producto, Sueño-8. Dos pequeñas píldoras a la hora de
acostarse y dormirá como un niño durante ocho horas. Usted comenzó a fabricar y anunciar
el Sueño—8 hace dos meses. Ese producto le reportará otro millón de dólares antes de que el
Departamento le multe con otros quinientos dólares.
Bradford buscó un puro en la caja. No me ofreció uno.
Esperé a que lo encendiera y luego dije:
—El Departamento puede actuar de forma lenta. O puede actuar con celeridad. Puede
actuar por un millón de dólares desde este momento. O desde mañana.
Me estudió durante un momento.
—¿Está tratando de decirme que usted tiene algo que ver con la celeridad del
Departamento?
Esta vez fui yo quien no dijo nada. Pero sonreí.
Se inclinó hacia adelante.
—Está bien. Reconozco el chantaje cuando lo escucho. ¿Cuánto quiere?
—No quiero dinero —dije—. Ya me han comprado. Quiero felicidad. Para mí. Para usted.
Para todo el mundo.
Sus ojos se entrecerraron.
—Le ruego que sea un poco más explícito —dijo.
—Hace un par de días un hombre vino a verme. Quería saber si yo podía hacer algo para
que el Departamento acelerara el trámite del Sueño—8. Eché un vistazo al dinero que me
ofrecía y le dije que podía arreglarse. Pero el hombre me dijo que no debía hacer
absolutamente nada a menos que...
Bradford me interrumpió.
—¿A menos que qué?
—Parece que este hombre tiene una hija llamada Angelina y quiere que sea feliz. Y su idea
de la felicidad es que se case con alguien llamado Herbert Bradford.
El puño de Grover Bradford resonó sobre el escritorio.
—¡No lo permitiré!
Me puse de pie.
—Depende de usted, señor Bradford. Un millón o Herbie.
—Espere un minuto —dijo el—, ¿Durante cuánto tiempo puede usted retrasar al
Departamento?
—Posiblemente dos años —dije—. Si trabajo duramente en el asunto.
Sus ojos se iluminaron y pareció calcular los riesgos.
Me detuve en la puerta.
—Una cosa más, señor Bradford. A Big Tony le agradaría ingresar como miembro del
Country Club. Vea lo que puede hacer al respecto.

Aquella noche, en casa de Big Tony, conocí a Morley Wilson. Era un joven delgado y con
una incipiente calva.
—Es muy complicado entender a mi abuela. Ella prohíbe terminantemente que me case
con Faustina y sin embargo no opone ninguna objeción a mi presencia en esta casa. Incluso
me alienta para que venga.
—¿Has tomado tus tabletas de vitamina C? —le preguntó Faustina.
Wilson asintió con la cabeza.
Faustina era una muchacha de tez pálida y permanecería así hasta que muriese a los
noventa y siete años.
—Creo que no pasará mucho tiempo antes de que convenza a mi médico que necesito
píldoras para la tiroides —dijo Faustina dirigiéndose a Morley.
—Mira, Morley —dijo Big Tony—, Acabo de comprar un par de fábricas de conservas en
Illinois. Maíz, guisantes y cosas por el estilo. Te lo cederé como regalo de bodas.
Wilson consideró la propuesta.
—¿Cuál es su valor?
—Trescientos mil dólares —dijo Big Tony.
Wilson meneó la cabeza.
—No. No podría dormir por las noches pensando en los quince millones que perdería.
Herbie Bradford y Angelina entraron en la habitación.
—Mi padre me ha dado permiso para casarme con Angelina —anunció Herbie con una
nota de orgullo en la voz.
—Y será una boda magnífica —añadió Angelina—. Organizaremos una fiesta campestre
cuando anunciemos nuestro compromiso.

Al día siguiente, después del desayuno, fui al garaje a buscar mi coche. Cecelia me siguió.
—¿Más negocios?
—Así es.
—¿Pero no me dirá de qué se trata?
—¿Por qué debería hacerlo?
—Porque soy la hija del jefe y porque soy muy curiosa. Parece que las cosas han
comenzado a moverse por aquí y tengo la sensación de que usted es el responsable. Ahora,
¿por qué no me dice qué se trae entre manos?
—Tal vez algún día lo haga.
—¿Cuándo?
—Después de tu boda.
La abuela de Morley Wilson vivía a poco más de quinientos metros.
Hilda Wilson llevaba pantalones de montar gastados, mocasines y un jersey.
—Hola, hijito —dijo y se dirigió hacia el aparador—. ¿Le gustaría tomar una copa?
—Es demasiado pronto —dije.
—A mi edad —dijo—, nada es demasiado pronto. Normalmente es demasiado tarde. Sin
embargo, debo decir que no me he perdido muchas cosas. —Se sirvió medio vaso de
bourbon—. Muy bien, hijito, ¿qué puedo hacer por usted?
—Señora Wilson —dije—, soy escritor. Me dedico a escribir las biografías de las familias
célebres. Hay algunos puntos que me gustaría verificar acerca de la familia Wilson antes de
continuar con mi trabajo.
—Continúe, hijito.
—Muy bien —dije—. ¿Es verdad que su marido inició la fortuna de los Wilson en Colorado
usurpando los derechos mineros de otro hombre?
—Eso fue lo que Bill hizo. Descanse en paz.
—¿Y aproximadamente un año más tarde mató a un hombre de un disparo en una pelea de
borrachos?
—Le dio justo entre los ojos —dijo Hilda—. Bill estuvo a punto de ser colgado, pero pudo
sobornar al jurado.
Tenía la sensación de que las cosas no se desarrollaban exactamente como yo hubiera
deseado.
—Señora Wilson —dije—. Esta biografía no tiene por qué escribirse.
—¿Es eso cierto? —Regresó al aparador, sirvió otro vaso y me lo dio—, Trágueselo, hijito.
Creo que lo va a necesitar.
Cogí el vaso y esperé.
—Hijito —dijo— hasta hoy han sido seis los llamados escritores como usted que han
venido a verme con la historia de que piensan escribir la biografía de la familia Wilson. Y
luego me dicen que pueden olvidarse del asunto si les entrego diez mil dólares o una suma
parecida. ¿Es eso lo que usted tiene en mente?
Bebí mi bourbon y no dije nada.
Hilda Wilson continuó.
—La familia Wilson no es tan conocida, y nadie daría un centavo por lo que haya hecho en
el pasado. Además, todos mis amigos conocen la historia y lo que mis enemigos o los
desconocidos puedan saber o pensar me da lo mismo. ¿Cuánto pensaba pedirme? ¿Diez mil
dólares? ¿Quince mil?
—No pensaba pedirle dinero.
—Pero seguramente pensaba pedirme algo. ¿Qué?
—No es asunto suyo.
Ella se echó a reír.
—¿Otro vaso, hijito?
—Traiga la botella —dije—. Y, maldita sea, no me llame hijito.
La señora Wilson trajo la botella y dos vasos.
—Usted me recuerda mucho a mi esposo. Le llamaré Bill.
Acercó una silla.
—¿Por qué diablos no permite que su nieto se case con Faustina? —le pregunté.
Sus ojos azules centellearon.
—¿Conque de eso se trata? ¿Pensaba chantajearme para que autorizara a Morley a casarse
con esa chica? ¿Por qué cree que permito que Morley se pase todo el tiempo en casa de Big
Tony?
—Ni idea.
—Morley es un estúpido —dijo Hilda—. Tiene ojos pero no quiere ver. Quiero que se case
con Cecelia.
Miré mi vaso vacío.
—¿Cecelia?
—Seguro —dijo ella—. Faustina es muy bonita, pero Cecelia es la que tiene cerebro y
agallas.
Pensé en lo que acababa de decirme.
—Está bien. Pongámoslo de esta manera. Si usted fuese Cecelia, ¿se casaría con Morley?
La señora Wilson cogió la botella.
—Si él tuviese quince millones de dólares lo haría.
—Big Tony tiene algunos millones —dije—. No creo que a Cecelia le importe demasiado el
dinero.
Permanecimos en silencio mientras vaciábamos de nuevo los vasos.
Por último, Hilda suspiró.
—Está bien, Bill. Morley no tiene precio y creo que yo esperaba demasiado. Tal vez él y
Faustina lleguen a ser felices compartiendo sus vitaminas.
Cuando regresé a casa de Tony, estaba colocando su bolsa de palos de golf en el asiento
delantero del coche.
—¿Qué te parece? Grover Bradford me ha invitado al Country Club. Tengo la sensación
que desde hoy me aceptarán como miembro.
Aquella noche Morley Wilson vino a la casa.
—Mi abuela aprueba mi boda con Faustina —anunció.
—¿Has tomado tus tabletas de sal? —preguntó Faustina.
Morley asintió.
Big Tony esperó a que él y yo estuviésemos a solas.
—Apuesto a que has sido tú —dijo—. Y en menos de cuarenta y ocho horas. —Dio unas
bocanadas a su puro—. ¿Y ahora supongo que te encargarás de Philip Courtland?
—Seguro.
Decidí visitar a Courtland el lunes, pero no tuve que esperar tanto tiempo. Él acudió a
verme el sábado por la tarde.
Me estudió por un momento y luego dijo:
—Usted es la mano derecha de Big Tony, ¿verdad?
—Algo así.
—¿Ha hecho muchas cosas para él?
—Muchas.
Eso pareció complacerle.
—¿Le gustaría ganar dinero? ¿Una gran cantidad de dinero?
—No me desagradaría.
Courtland decidió encender un cigarrillo antes de continuar.
—Tengo algunos almacenes en la ciudad. Si se incendian, me mostraría muy agradecido.
Es un trabajo de unos veinte mil dólares.
Sonreí.
—¿Quiere que prenda fuego a unos almacenes para cobrar la póliza del seguro? Pensé que
tenía un millón en su cuenta corriente.
Se sonrojó levemente.
—Lo que tenga o deje de tener no tiene ninguna importancia. ¿Acepta el trabajo o no?
Asentí con la cabeza.
—Está bien. Pero no quiero dinero.
Me miró con suspicacia.
—¿Y qué demonios quiere?
Por un momento pensé que no se lo diría, pero luego me decidí:
—Quiero que le pida a Cecelia que se case con usted.
Sus ojos parpadearon.
—¿Ese es su precio?
—Ya me ha oído.
Dio unas lentas caladas a su cigarrillo y me miró con cautela.
—Si esos son los honorarios que usted quiere —dijo—, lo haré.
Me dirigí hacia la puerta y la abrí.
—Bien, ahora vaya a pedir la mano de Cecelia.
El meneó la cabeza.
—No. Los almacenes primero.
Cuando se hubo marchado decidí servirme una copa.
Big Tony regresó del Country Club una hora más tarde y le conté la conversación que
había mantenido con Courtland.
Se rascó la nuca.
—¿De modo que quiere que prendamos fuego a esos almacenes? ¿Qué diablos cree que
somos?
—Lo mismo que piensa todo el mundo.
Big Tony meneó la cabeza.
—He estado tanto tiempo en la legalidad que ya no conozco a nadie que pueda prender
fuego a un almacén. Tendré que pensarlo detenidamente.
Busqué la botella y me serví otra copa.
Cecelia entró en la habitación y se inclinó sobre mi sillón.
—¿Qué ha estado haciendo en California, O’Brien? ¿Llevando a la gente a dar pequeños
paseos y secuestrando criaturas?
—He estado dirigiendo los drugstores que Tony compró y he organizado una cadena —
dije—. No he matado a nadie desde que tenía cinco años, pero creo que ahora podría volver a
empezar. —La miré— ¿Qué es lo que hace a Philip Courtland tan especial?
Cecelia parpadeó.
—¿Especial? ¿Quién ha dicho que es especial?
—¿Entonces por qué quieres casarte con él?
—¿Quién ha dicho que quiera casarme con él?
—¿Entonces no quieres?
—Naturalmente que no lo quiero.
Miré a Tony, pero estaba muy ocupado buscando un puro.
Inspiré profundamente y me dirigí al teléfono. Cuando Philip Courtland se puso al
aparato, le dije:
—Encárguese usted mismo de prender fuego a sus malditos almacenes.
Colgué y miré a Big Tony.
—¿Qué es lo que pasa?
Big Tony encendió el puro.
—O’Brien, cuando envié a buscarte no pensé que lograrías casar a Angelina o a Faustina.
No creí que nadie pudiera conseguirlo y no tenía la menor esperanza.
—¿Entonces para qué me mandó llamar?
Big Tony sonrió.
—Cecelia tiene veintiséis años y pensé que ya era hora de que se casara. Aun cuando
tuviese que llamar a la Costa Oeste para encontrar a alguien de mi agrado.
Se dirigió a la puerta y se volvió para decirme:
—El resto corre de tu cuenta, O’Brien. Tú eres el encargado de esta operación.
Martin para la defensa

Jaime Sandaval

El teléfono que había junto a mi cama sonó diez minutos después de medianoche,
despertándome. Encendí la lámpara y levanté el auricular.
—¿Señor Martin? Soy yo, Mickey Bananas —dijo con urgencia una voz grave—. Tengo
problemas. Me han traído a Jefatura. ¿Cuánto tardará en llegar aquí?
Volví a colocar el auricular en su sitio, apagué la lámpara y me dispuse a dormir. En lo que
a mí concernía cualquiera que fuese el problema que tuviera Michel «Mickey Bananas»
Mudorck con la policía estaba destinado a ser un problema exclusivamente suyo. Yo era
abogado, pero no un imbécil. La última vez que Mickey se había enfrentado con la ley, yo le
había ayudado en todo, pero él sólo me había pagado la mitad de los honorarios. Esto supone
una ruptura inevitable en la relación abogado—cliente.
No había peligro de que volviese a llamar perturbando nuevamente mi sueño. A los
detenidos sólo se les permitía hacer una llamada y Mickey ya la había hecho. Sin embargo, a
la mañana siguiente, un hombre que había sido puesto en libertad llevó un mensaje a uno de
los amigos de Mickey y un fiador le sacó de chirona. Hacia el mediodía estaba en mi oficina,
fastidiando a mi secretaria y exigiendo verme.
Esperé hasta que el ruido que provenía de la otra oficina hizo que me resultara imposible
concentrarme en el crucigrama, entonces pulsé el botón del intercomunicador y le dije a la
pobre chica que le hiciera pasar.
—¿Por qué me colgó el teléfono? —preguntó Mickey mientras se precipitaba dentro del
despacho deteniéndose a unas pulgadas de mi escritorio. Era un hombre de rostro rubicundo
que frisaba los cuarenta y cinco años, metro ochenta de estatura y con un peso cercano a los
cien kilos, una combinación de rasgos físicos que en el pasado le habían hecho susceptible de
fácil identificación entre los testigos—. ¿Por qué me colgó el teléfono?—repitió, convirtiendo
su belicosidad original en ofendida perplejidad—. ¿No le dije acaso que tenía problemas?
—Soy un hombre muy ocupado, señor Murdock —dije con gran compostura—. Sólo tengo
tiempo para mis clientes.
—¡Pero yo soy un cliente! —protestó.
—Usted era un cliente —le corregí—. Dejó de serlo durante un juicio por robo, hace tres
meses y cinco mil dólares.
Mickey detestaba desprenderse del dinero, pero sabía cuándo estaba cogido. Con la policía
presionándole por un lado y yo acosándole por el otro, tenía que pagarme en metálico o
resignarse a pasar un par de años a la sombra. Puesto que no tenía ninguna intención de
coger el tren a Sing-Sing o a Attica2 sin presentar batalla a la policía, sacó con desgana un fajo
de cincuenta billetes de cien dólares.
Lo hice desaparecer oportunamente después de haber verificado su autenticidad y me
recliné en mi sillón haciendo un gesto de aprobación con la cabeza.
—Eso deja saldado el asunto pendiente —dije—. Ahora bien, ¿quiere usted darme un
anticipo por mis futuros servicios?

2
Penales norteamericanos del Estado de Nueva York. (N. del E.)
Esperé hasta que un fajo adicional de billetes apareció sobre mi escritorio. Mickey lo contó
tres veces antes de entregármelo.
—¡Espero que se los merezca! —gruñó.
—Usted sabe que siempre me los merezco —dije tranquilamente—, o no recurriría a mí.
Será mejor que me cuente los detalles sangrientos.
Los clientes criminales se dividen en tres categorías: aquellos que mienten, y a quienes un
abogado no puede defender con éxito; aquellos que no se declaran culpables ni inocentes,
sino que se limitan a decir: «Ésta es mi historia», y la cuentan; y aquellos que lo cuentan todo,
hasta el mínimo detalle, impidiendo de ese modo que el fiscal presente al abogado defensor
sorpresas desagradables.
Mickey pertenecía al último grupo y lo contó todo, sin ocultar nada, a pesar del daño que
pudiera recibir su orgullo. Había robado una antigua pintura de una iglesia en la zona más
populosa de la ciudad, ante media docena de testigos, todas ellas monjas. Fue detenido
minutos más tarde por un sacerdote de mediana edad, un ex all-American 3 de rugby, que
cogió a Mickey a pocas manzanas de la iglesia cuando intentaba coger un taxi.
Estuve tamborileando durante unos minutos sobre mi escritorio mientras pensaba en lo
que Mickey me había contado. No era, sin duda, un agradable cúmulo de circunstancias. Era
como si la trayectoria criminal de Mickey hubiera tocado a su fin.
—¿Cuál es el cargo? —pregunté.
—Robo mayor. La pintura vale un par de cientos de los grandes.
Eso era casi perfecto... para el fiscal. Mickey no sólo había sido atrapado con las manos en
la masa, sino que además había seis testigos de cuya palabra ningún jurado dudaría.
—¿Cree que puede sacarme de este lío? —preguntó Mickey. Sonrió levemente y movió la
cabeza en un esfuerzo inconsciente por obtener una respuesta favorable de mi parte, pero sin
demasiada convicción.
Me abstuve de responderle. Si alguna vez tenía oportunidad de conseguir que Mickey me
pagara todos mis honorarios, ésta parecía ser una excelente ocasión. He descubierto que una
vez que al cliente lo hospedan en el Amurallado Astoria4, retrasa considerablemente el pago
de sus estipendios legales. Le dije a Mickey que no trabajaría para él en este caso hasta que no
me pagase los honorarios completos, y le di una cifra.
El hecho de que consiguiera el dinero en veinticuatro horas fue prueba evidente de su
ansiedad. Con aquel dinero me fui a pasar dos semanas de diversión y jolgorio en Las Vegas.
El de Mickey no era un caso que un abogado pudiese preparar por adelantado, de modo que
no le estaba estafando mí tiempo. Todo lo que podía hacer era esperar un milagro y eso lo
podía hacer tanto en Las Vegas como en mi oficina.
Transcurrió un año antes de que el caso de Mickey llegara a los tribunales. Habíamos
conseguido que el juez fuese Charles Fitch. Fitch era un excéntrico, pero de una manera
absolutamente única. En el pasado yo había observado que los acusados que tenían trenes a
escala en el sótano de sus casas, o colecciones de monedas o sellos, raramente obtenían
condenas duras del juez Fitch. Le dije a Mickey que comprase un álbum de sellos antiguos y

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All-American: escogido como el mejor de todas las zonas de EE.UU. para jugar en una
selección. (N. del T.)
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Walled-off Astoria: juego de palabras para indicar la correspondencia con el famoso hotel
Waldorf Astoria. (N. del T.)
que lo llevase todos los días al tribunal. Si las cosas salían tan mal como yo suponía, haberle
dado a Mickey ese consejo era todo lo que yo podía hacer para ganar mis honorarios.
El fiscal era Bill Ogden, un veterano que había pisado todos los tribunales durante veinte
años. Bill no cometía demasiados errores y tampoco lo hacían sus bien entrenados testigos.
Habíamos sido adversarios un par de docenas de veces y estábamos unidos por victorias y
derrotas. Por los movimientos de la nariz de Bill yo podía adivinar que él contaba con este
caso para coger la delantera.
La selección del jurado se hizo rápidamente, sin que ninguno de los dos opusiera ninguna
objeción. Entonces Bill Ogden llamó a las seis monjas al estrado y cada una de ellas describió
al ladrón e identificó a Mickey. Luego, los policías que habían detenido a Mickey y el
sacerdote que le había atrapado subieron al estrado de los testigos. Describieron la detención
de Mickey con la pintura en sus manos. Escuché atentamente todo lo que se decía, y decliné
interrogarlos, aunque percibí que Mickey se estaba poniendo nervioso.
Una vez que los testigos bajaron del estrado, Bill Ogden presentó la pintura robada como
prueba A. Luego llamó al estrado al padre O’Malley, el administrador de la iglesia, un
sacerdote de unos sesenta años. Como guardián de la pintura, aunque no su dueño, había
sido quien firmara la denuncia criminal que había legalizado la detención de mi cliente. Yo no
podía luchar contra aquello.
Es prácticamente imposible interrogar a un sacerdote sin que el jurado se muestre hostil
hacia uno y hacia el cliente, pero esta vez no tenía alternativa. Cuando Ogden terminó con sus
preguntas, me puse de pie y comencé a interrogar al padre O’Malley.
—Padre O’Malley, ¿fue usted quien denunció el robo de la pintura a la policía?
—Sí.
—¿Hizo usted un informe completo?
—Informé que había sido robada de la iglesia, si es a eso a lo que se refiere.
—¿Hizo usted una declaración sobre el valor de la pintura?
Bill Ogden se puso inmediatamente de pie.
—Protesto, su señoría. No creo que sea relevante en este momento.
El juez Fitch meditó durante un momento y luego se volvió hacia mí.
—Señor Martin, ignoro si el padre O’Malley es un experto en arte, pero si su intención es
solicitar que haga una declaración acerca del valor de la pintura, le permitiré que la haga
ahora, para que no tenga que regresar al estrado más tarde.
—Gracias, su señoría —dije. Me volví hacia el estrado de los testigos—. Padre O’Malley,
cuando usted informó del robo, ¿informó del valor de la pintura?
—Les dije que la pintura tenía un elevado valor —contestó prudentemente.
Por las respuestas del padre O’Malley pude deducir que Ogden le había contado algunas
cosas sobre mí.
—¿Les dijo usted en cuánto radicaba ese valor? —pregunté.
—No lo hice. Apareció en las noticias publicadas por la prensa en la época en que la
pintura fue donada a la iglesia.
—Noticias de prensa —repetí—. ¿Cuándo fue donada la pintura a la iglesia?
—Creo que en mil novecientos cincuenta y cinco o mil novecientos cincuenta y seis. No
estoy seguro de la fecha exacta.
—¿Sabe usted en cuánto se tasó en aquella época?
Ogden se puso nuevamente de pie.
—Protesto, su señoría. Es una prueba de referencia.
—Si lo sabe, debe contestar —ordenó el juez Fitch.
Pero Ogden no estaba dispuesto a rendirse tan fácilmente.
—Su señoría, tal como ha sido formulada la pregunta hace referencia a una valoración
hecha por otra persona y, por lo tanto, me veré en una posición en la que me será imposible
volver a interrogarle acerca del valor de la pintura.
Mientras hablaba, Ogden gesticulaba todo el tiempo. No me resulta muy difícil decir
cuándo un fiscal ha visto muchos filmes de Perry Masón en la tele.
El juez Fitch me miró.
—Señor Martin, debo objetar la forma en que usted ha formulado la pregunta.
Decidí entonces un enfoque diferente.
—Padre O’Malley, ¿sabe usted quién donó la pintura a la iglesia?
—Sí.
—¿Quién efectuó la donación?
—El señor Nicholas Fisher.
—¿El actor de cine y televisión?
—Sí.
—¿Es Nicholas Fisher miembro de su congregación?
—No.
—¿Sabe usted por qué donó la pintura?
—No.
—¿Hizo él directamente la donación a otra persona en su nombre?
—No, lo hizo el señor Sylvester Benton.
—¿Es el señor Benton un residente local?
—Si se considera a Brooklyn una residencia local, sí.
El padre O’Malley se permitió una leve sonrisa.
—¿Sabe usted cuál es la ocupación del señor Benton?
—Es crítico de arte y tasador profesional.
Asentí con la cabeza.
—Cuando el señor Benton hizo la donación en nombre del señor Fisher, ¿acompañó la
pintura con certificados o documentación que acreditase su autenticidad?
—No recuerdo que lo haya hecho.
Con eso terminamos el primer día del juicio.
Hasta aquel momento me sentía satisfecho de los resultados obtenidos, pero Mickey
Murdock no compartía mi satisfacción. El no veía que yo hiciera ningún progreso.
—Usted no está tratando de sacarme de este lío, ¿verdad? —me dijo con voz furiosa
mientras nos dirigíamos a la salida del edificio.
—Mickey —le dije, tratando de mostrarme razonable—, le han acusado de robo mayor,
pero hasta ahora nadie ha demostrado que esa pintura valga más de diez centavos. Pueden
probar que usted se la llevó de la iglesia, pero ésa no es prueba suficiente para justificar una
acusación de robo mayor. También deben probar el valor de la pintura. Antes de meterse en
gastos para traer a un testigo experto en arte, creo que el fiscal permitirá que usted se declare
culpable de un delito menor cuando mañana regresemos a la corte.
Me equivocaba.
En lugar de ofrecerme el trato esperado, Ogden llamó a Sylvester Benton como el primer
testigo de la mañana. Ben— ton era un hombre pequeño y extremadamente delgado. Era
calvo y unos escasos cabellos blancos enmarcaban el rosado cráneo. Descubrí que sus tobillos
parecían estar anormalmente altos indicando que utilizaba elevadores para parecer más alto.
A su edad, era una clara demostración de vanidad, y yo estaba interesado en comprobarlo. En
este caso, yo iba a necesitar cualquier recurso que tuviera a mano.
Benton prestó el juramento de rigor y Bill Ogden comenzó a interrogarle.
—¿Puede decirnos su nombre, por favor?
—Silvester Benton.
—¿Cuál es su ocupación o profesión, señor?
—Trabajo como crítico de arte en un periódico y en varias revistas de la ciudad. Soy
también tasador artístico, especializado en maestros italianos.
—¿Vive usted en Nueva York o en sus alrededores?
—Sí. En Brooklyn.
—¿Dónde realizó sus estudios?
—En la Universidad de Columbia.
—¿Y qué estudió en esa universidad?
—Arte e historia.
—¿Presentó usted su trabajo final de carrera?
—Sí.
—¿Dónde lo hizo?
—En la Universidad de California en Los Ángeles, y en la Akademie del Bilden Kunsten en
Munich, Alemania.
—¿Recibió usted algún grado académico?
—Sí. Un master5.
—¿Estudió usted en alguna otra parte?
—Sí. Estudié en el Kunthis Torisches Institut de Florencia, Italia. Tiene nombre alemán
porque está financiado por el gobierno alemán.
—¿Cuánto tiempo estudió en Florencia?
—Cerca de un año.
—¿Durante cuánto tiempo ha sido crítico de arte y tasador?
—Durante veinte años —contestó.
Ogden asintió satisfecho y luego se dirigió al juez Fitch.
—Su señoría, en este momento presento al señor Benton como un experto no sólo en arte
en general, sino como un experto en el arte de los maestros italianos.
—¿Desea usted examinar las calificaciones del testigo, señor Martin? —me preguntó el
juez.
Me levanté, dije que no y volví a sentarme. Mickey me atravesó con la mirada. Le ignoré.
—Muy bien, puede proceder, señor Ogden —dijo el juez Fitch.
—Su señoría, desearía que el atril se colocase más cerca del jurado para que puedan
observar con más detalle la pintura.
—Puede usted mover el atril —dijo el juez Fitch.
Hasta aquel momento la pintura había permanecido sobre un atril frente al juez. Ogden,
con la ayuda de un par de funcionarios, colocó el atril entre la tribuna del jurado y la silla del

5
Grado equivalente a la licenciatura en las universidades anglosajonas. (N. del T.)
testigo, frente a la sala, de modo que todo el mundo pudiese ver la pintura sin dificultad.
Cuando estuvo satisfecho de la posición de la pintura, Ogden reanudó el interrogatorio del
testigo.
—Señor Benton, ¿querría usted ser tan amable de acercarse para examinar cuidadosamente
esta pintura?
Benton abandonó el estrado de los testigos y se colocó junto a la pintura. El cuadro tenía
sesenta centímetros de ancho por cuarenta de alto. Desde su ubicación en el atril superaba al
pequeño tasador. A mi mente acudió la imagen de Mickey Murdock tratando de introducirla
en el asiento posterior del taxi. Le miré de reojo y —leyéndome el pensamiento— mi cliente
tuvo la delicadeza de sonrojarse.
—Señor, ¿ha tenido usted oportunidad de examinar esta pintura anteriormente?
No hay nada que se iguale al estudiado respeto que un fiscal demuestra por su testigo
excepto, tal vez, el estudiado desdén que evidencia ante los testigos del bando opuesto.
—Sí —contestó Benton—, Tuve oportunidad de examinarla cuidadosamente para una
tasación solicitada por el señor Nicholas Fisher antes de donarla a la iglesia.
—¿Llegó usted a alguna conclusión en lo tocante a la antigüedad y valor de la pintura?
—No tengo ninguna duda de que esta obra fue realizada entre mil quinientos y mil
quinientos y treinta, probablemente en fecha próxima a este último año. Calculo que su valor
es de unos doscientos cincuenta mil dólares.
Ogden descubrió una amplia sonrisa.
—¿Podría usted establecer ante las damas y caballeros de este jurado y ante su señoría, y
ante todo el mundo aquí presente en esta sala, incluido el señor Martin, en qué se basa para
llegar a esa conclusión?
Benton señaló la pintura con un movimiento que la abarcaba completamente. Era evidente
que disfrutaba del momento.
—Existe un buen número de obras muy similares a la aquí expuesta y que son conocidas
como producto del trabajo de
Marco Delgardi y sus discípulos. Sin embargo, muy pocas de ellas muestran la destreza de
esta pintura en particular y, por lo tanto, la atribuyo al propio maestro Delgardi.
Benton se colocó de puntillas, mostrándose cada vez más satisfecho de su papel.
—Delgardi y sus discípulos pintaron cien Madonnas similares a ésta. En cada caso se
siguió el mismo modelo. Se muestra a la Virgen sentada o de pie frente a un fondo de tela.
Este cortinaje es habitualmente de color verde como en el presente ejemplo. El niño Jesús se
encuentra en brazos de la Virgen o sentado en su regazo o de pie junto a ella. En segundo
término se observan colinas y nubes y...
—¿Quiénes son las otras dos personas que aparecen en primer plano? —le interrumpió
Ogden.
—El hombre que se encuentra de rodillas recibiendo la bendición del niño Jesús es una
representación, un retrato si usted quiere, de la persona que encargó la pintura. El cabello
largo, no muy diferente de la moda actual, era muy común en el Veneto, la zona que rodea a
la ciudad de Venecia. La otra persona es el santo patrono del hombre arrodillado y a quien se
muestra presentando a su protegido ante el Niño y la Virgen. En este caso, el santo patrono es
san Nicolás de Bari, como lo indica claramente el birrete obispal y las tres bolas doradas que
lleva en la mano —dijo con voz engolada.
Benton estaba entrando en calor.
—San Nicolás aparece en muchas de estas pinturas porque en aquella época en Italia había
muchos hombres llamados Nicolás. Se le identifica en primer lugar por el sombrero de los
obispos, el birrete, aunque hay muchos obispos—santos, y por las bolas de oro que
simbolizan una de sus buenas obras. Parece ser que una pobre mujer quería casarse, pero no
tenía dote alguna que ofrecer a la unión matrimonial. Una noche, san Nicolás llegó hasta su
lecho y dejó tres bolas de oro a su lado mientras la mujer dormía. Es esta historia
precisamente la que llevó a utilizar el nombre de san Nicolás como el que hace los regalos
cuando llegan las Navidades y, en Europa, su santo es muy celebrado.
—Señor Benton —preguntó Ogden—, ¿puede usted decirnos algo más acerca de la técnica
empleada por el artista?
—Naturalmente. Esta pintura fue realizada totalmente según la técnica de Delgardi. La
parte más difícil de la misma, la Virgen, fue representada mediante capas transparentes sobre
un campo blanco. Esta técnica proporciona al color mayor intensidad de la que puede
observarse en otras escuelas de pintura, y este estilo sólo perduró hasta el año mil quinientos
treinta.
»Algunos factores como las posiciones de las figuras y el color de la vestimenta de la
Virgen, azul en este caso, variaban a menudo. Es probable que los artistas se cansaran de
hacer exactamente lo mismo cada vez que pintaban una Madonna por encargo, y la elección
de los colores habría afectado el coste de la pintura, ya que algunos pigmentos eran más caros
que otros. Pero los colores típicamente venecianos, y el experto trabajo del pincel, me ratifican
en mi juicio de que estamos frente a un auténtico Delgardi, pintado cuando su potencialidad
artística se encontraba en su máxima expresión.
—Sólo me queda una pregunta, señor Benton —dijo Ogden—. Usted ha declarado que cree
que esta pintura vale doscientos cincuenta mil dólares, ¿es eso correcto?
—Lo es.
—¿Podría usted decirnos cómo estableció esa cifra?
—Hace pocos meses un museo de Chicago adquirió una obra similar en una subasta que
tuvo lugar en la sala Sotheby’s de Londres. El precio pagado por esa pintura fue de ciento
veinticinco mil libras esterlinas, cerca de doscientos cincuenta mil dólares americanos. Pienso
que esta pintura es del todo comparable con la que fue subastada en Londres.
—Gracias, señor Benton. No tengo más preguntas por el momento —dijo Ogden.
—Tendremos una pausa de diez minutos —anunció el juez Fitch y luego dio instrucciones
a uno de los funcionarios para que condujera a los miembros del jurado a la sala destinada a
ellos.
Mickey y yo salimos al corredor para que pudiese fumar un cigarrillo. Yo había
abandonado el vicio hacía un par de años. Mickey aspiró con furia el delgado cilindro y me
preguntó cómo me parecía que estaban las cosas. Pronuncié algunas frases optimistas, que no
obstante sonaron totalmente evasivas, mientras seguía haciendo lo mismo que había estado
haciendo hasta aquel momento: esperar un milagro.
No debe interpretarse que yo no estuviese devanándome los sesos. Un criminal de éxito
debe imaginarse a sí mismo en la posición del policía; un policía afortunado debe ser capaz
de ponerse en el lugar del delincuente; y un abogado debe ser capaz de anticiparse a ambos o
de lo contrario perderá más casos de los que quisiera.
Lamentablemente, yo no era capaz de ponerme en el lugar del experto en arte. Como yo no
había pensado en que tendría que interrogarle, no estaba preparado para hacerlo. No había
previsto que el valor de la pintura sería establecido por el testimonio de un experto y no por
recibos de venta o algún otro tipo de documentación. Ahora me vería obligado a formular
algunas preguntas cuyas respuestas yo ignoraba, la cosa más peligrosa que un abogado
puede enfrentar en un juicio.
Mickey arrojó el cigarrillo dentro de un recipiente que había junto a la puerta de la sala del
tribunal y regresamos a nuestros asientos. El juez volvió a ocupar su lugar, el secretario
ordenó silencio y el jurado volvió a desfilar por la tribuna. Benton ocupó su lugar en el
estrado de los testigos y yo comencé con mi interrogatorio.
—Señor Benton, ¿es usted la persona que donó esta pintura a la catedral?
—Actuando como representante del señor Fisher, sí.
—El padre O’Malley declaró ayer que no había ningún documento que certificara la
antigüedad de la pintura en el momento en que usted la entregó a la iglesia. ¿Es eso correcto?
—Sí.
—Usted ha declarado que efectuó una tasación del valor de la pintura con anterioridad a
que ésta fuese donada a la iglesia. ¿Podría usted decirle al jurado en cuánto valoró la pintura
en aquella oportunidad y cómo llegó a esa conclusión?
—Tasé el valor de la pintura en ciento cincuenta mil dólares después de establecer
positivamente que se trataba de un auténtico Delgardi. La valoración se basó en la demanda
actual, los precios pedidos y obtenidos por los Delgardi y las Madonnas de este pintor.
—¿No cree usted que la ausencia de una documentación que certifique la autenticidad de
la obra puede indicar que se trata de una falsificación?
—Al contrario, raramente presto atención al certificado de una pintura. Es mucho más
sencillo falsificar dichos documentos que hacerlo con la propia pintura. Confío más en mi
propio juicio artístico que en cualquier documento.
La soberbia del señor Benton no estaba causando una buena impresión entre los miembros
del jurado, pero sus palabras sí. Intenté encontrar una palanca para derribarle de su pedestal.
—Señor Benton, como experto en el arte italiano, ¿existe alguna obra de consulta que usted
recomendaría a alguien que deseara aprender algo más sobre Delgardi y su pintura?
—Delgardi el Delgardiani, que significa Delgardi y los pintores delgardianos; se trata de una
obra muy completa sobre el tema. No obstante, el libro está escrito en italiano y nunca ha sido
publicado en inglés.
—¿Lee usted italiano?
Benton sonrió.
—Por supuesto.
—¿Por qué dice usted... —una esclarecedora revelación se me presentó demasiado tarde—
por supuesto?
—Porque soy el autor del libro.
El fiscal Ogden ocultó una sonrisa y el juez Fitch pareció asumir mi propia incomodidad.
Había comenzado mi interrogatorio tratando de poner en duda la credibilidad de un testigo y
había terminado por establecer su indudable experiencia en un grado mayor aún de lo que
había hecho el fiscal.
—Señor Martin —dijo generosamente el juez Fitch mientras yo permanecía inmóvil como
un pez fuera del agua—, ¿tiene usted alguna otra pregunta para este testigo?
Eché un vistazo al reloj de pared y comprobé que habían pasado unos minutos del
mediodía. No se me ocurría ninguna pregunta que formular a Sylvester Benton, pero me
aferré al cable que me había lanzado el juez.
—Sí, señor —mentí—. Tengo algunas preguntas más.
—En ese caso creo que es un excelente momento para almorzar —anunció el juez Fitch—.
El tribunal hará una pausa hasta las dos.
Mickey y yo abandonamos juntos la sala, pero nos separamos una vez que estuvimos
fuera. El cruzó la calle para ir a almorzar mientras yo cogía un taxi y me dirigía a la biblioteca
pública de la calle 42. Mickey regresó a la sala del tribunal con el estómago lleno de lasagna y
yo retorné con la cabeza colmada de hechos. Tenía la sensación de que Mickey iba a
presenciar cómo ganaba mi dinero. De todos los cargos que podían probarse contra Mickey,
yo esperaba que el fiscal hubiese escogido aquel que no podía probar.
Esperé a que el experto en arte Sylvester Benton se hubiese sentado en el estrado de los
testigos y comencé a interrogarle.
—¿Es verdad, señor Benton, que en diferentes épocas se emplearon variados pigmentos
para producir los colores utilizados por los artistas y que los tipos de pigmentos usados
pueden indicar la edad de la pintura?
—Sí, es verdad.
—¿Realizó usted alguna prueba para determinar con exactitud qué pigmentos fueron
utilizados en la pintura de esta supuesta Madonna de Delgardi?
—¡No es supuesta! —exclamó. Le había cogido por primera vez—. Usted está intentando...
—¿Señor Benton, podría responder a la pregunta? —dijo el juez Fitch.
—No —dijo Benton con cierta resistencia.
—¿Puede usted decirnos sobre qué materia fue pintada esa obra?
—¿Se refiere usted a la madera?
—Usted es el experto, señor Benton. ¿Es madera?
—Sí —respondió de mal humor.
Yo no estaba jugando según las reglas y adulando al experto.
—¿Cuándo comenzaron los artistas a pintar sobre tela?
—A mediados del siglo XVI. Superado el ecuador de ese siglo, hacia mil quinientos
cincuenta, el uso de la tela se hizo tan común que prácticamente la madera desapareció como
base para las pinturas de caballete.
Por el tono de su voz intuí que estaba recobrando su confianza.
—¿Puede usted decirnos qué clase de madera se utilizó en este caso en particular?
—Bueno... —vaciló—. Puesto que se trata de una pintura italiana, debería ser una madera
italiana.
—¿Pero ignora usted qué clase de madera es?
—No —dijo a la defensiva—. La parte posterior de la pintura se halla cubierta por una
armadura.
—¿Una armadura?
—Sí. Las antiguas pinturas sobre madera se hallan reforzadas con lo que se ha denominado
una armadura para impedir que la madera se curve.
—¿De modo que no puede decir con exactitud qué tipo de madera hay debajo de la
pintura?
—No, con exactitud no.
—¿Podría tratarse de madera terciada moderna?
—¡Por supuesto que no! Yo...
—Pero usted ha declarado que no examinó la madera, de modo que podría tratarse de
cualquier clase de madera, ¿verdad?
—Bueno, sí.
—¿Puede usted decirnos por qué no realizó un examen más exhaustivo de esta valiosa
pintura, señor Benton?
—No creí que fuese necesario —dijo rígidamente.
—¿Alguno de los llamados antiguos maestros ha podido ser falsificado con éxito?
—¿Qué quiere decir «con éxito»? —preguntó él.
Simulé una expresión de enorme paciencia.
—¿Ha habido alguna persona capaz de crear una pintura que, sin un examen cuidadoso,
pudiese pasar como la obra de un artista de una época pretérita?
—Bueno, ha habido algunos casos... pero un profesional que conozca su trabajo puede
identificar perfectamente el trabajo de un falsificador.
—¿Le resulta familiar el nombre de Hans von Meegeren?
Benton pareció haber mordido una manzana agria.
—He oído hablar de él.
—Fue un falsificador de obras de arte, ¿verdad? ¿Un falsificador profesional?
—Sí. —Los labios de Benton estaban fuertemente apretados.
—Hans von Meegeren llegó a vender obras valoradas en millones de dólares y que los
expertos juraron que se trataba de auténticos Vermeers, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y este falsificador pintó cuadros que eran absolutamente diferentes entre sí, pero que
respondían al estilo, el tema y la ejecución de un genuino Vermeer?
—Ah... sí, creo que sí.
—¿Reconoce usted entonces que la proeza de Von Meegeren fue mucho más complicada
que el mero hecho de seguir un formato establecido en varias docenas de pinturas de tema y
diseño similares? Por comparación, ¿no sería mucho más sencillo para un falsificador
experimentado crear un falso Delgardi?
Se produjo un momento de silencio. El juez Fitch miró a Benton.
—Sí —dijo el testigo.
Hice una pausa para permitir que los miembros del jurado pudiesen digerir la compleja
significación de mis preguntas y de las respuestas de Benton antes de iniciar mi interrogatorio
en otra dirección.
—Señor Benton, usted ha declarado que el señor Nicholas Fisher le contrató para que
tasara esta pintura y que también actuó como su representante cuando la pintura fue en-
tregada a la iglesia.
No era una pregunta, pero Benton respondió afirmativamente.
—¿Ha realizado usted otras tasaciones para el señor Fisher? —pregunté.
—Sí.
—¿De pinturas?
—Sí.
—¿Y estas... —compuse un rostro mucho más amargo que el que Benton había mostrado
minutos antes— obras de arte fueron donadas posteriormente?
—Sí.
—¿Podría decirnos por qué el señor Fisher se mostraba tan interesado por establecer el
valor de unas pinturas que no pensaba vender o conservar?
Bill Ogden se puso de pie en un segundo.
—Su señoría, el testigo es un experto en arte, no un vidente. —Ogden me miró—. No
puede esperarse que él conozca los motivos, si hubo alguno, que pudo haber tenido la
persona que lo contrató.
No podía permitir que la objeción prosperara.
—Su señoría —protesté—, estoy seguro de que la respuesta del señor Benton demostrará
que la acción del señor Fisher no fue inusual y que el propio señor Benton conocía sus
motivos.
El juez Fitch asintió.
—Si el testigo puede responder desde su conocimiento personal debe hacerlo.
Me volví hacia Benton.
—Bien, señor Benton, ¿por qué quería el señor Fisher que se tasaran las pinturas, la que
tenemos aquí y las otras que usted ha mencionado?
Benton dudó y luego comenzó a hablar lentamente.
—Es una práctica bastante común el que aquellas personas que tengan intención de
entregar una obra de arte a alguna organización de caridad o sin fines de lucro haga primero
una tasación de ella.
—¿Por qué, señor Benton?
—Por razones impositivas. La tasación establece el valor actual de la obra de arte.
—En otras palabras, ¿su tasación establece la cantidad a deducir de los impuestos que un
hombre puede reclamar legalmente cuando hace donación de una obra de arte?
—Exacto.
—¿Usted cobra por las tasaciones que realiza?
—Sí.
—¿Le pagan bien?
—Razonablemente bien.
—¿De modo que iría en contra de sus intereses mostrarse excesivamente crítico con las
obras sometidas para su tasación?
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir —dije, dando un paso hacia el estrado de los testigos y agitando un dedo
frente al rostro súbitamente ceniciento de Benton—, que le conviene que le lleven muchas
pinturas para que usted las tase y que al valorarlas en sumas elevadas, aunque se trate de
pinturas dudosas, se asegura que en el futuro obtendrá jugosas ganancias por su trabajo.
Bill Ogden se encontraba de pie y aullándole a la luna.
—Su señoría, debo protestar por la conducta del abogado defensor. ¡Está presionando al
testigo!
—Objeción aceptada —dijo el juez Fitch, pero sin fuego en la voz—. Señor Martin, por
favor, limítese a preguntas relevantes y evite atacar al testigo durante el interrogatorio.
—Lo siento, su señoría. —Me volví hacia Benton con una mirada asesina que el juez Fitch
no podía ver desde su posición—, Señor Benton, si esta pintura fuese una falsificación, ¿cuál
sería su valor?
Bill Ogden saltó nuevamente de su silla.
—Su señoría, el señor Benton no...
—Si un testigo está calificado para establecer el valor de una pintura auténtica —le
interrumpí—, supongo que debería saber el valor de una falsificación.
—El testigo puede responder —decretó el juez Fitch.
—Si fuese una falsificación —concedió Benton—, no sé si tendría algún valor, excepto
como curiosidad.
—Gracias, señor Benton. Ahora bien, ¿está usted familiarizado con los métodos empleados
por los falsificadores de obras de arte, gente como Hans von Meegeren?
—Sí, de una manera general. Ellos tratan de hacer todo exactamente tal como lo hacía en el
pasado el artista que están imitando.
—¿Quiere decir que utilizan el mismo tipo de materiales, madera o tela, pigmentos,
pinceles, etc.?
—Sí. Incluso tratan de reproducir la técnica del artista.
—En otras palabras, ¿un falsificador trata de emplear materiales que son idénticos a los
que utilizaba el artista original e intenta hacer todo aquello que el artista hubiera hecho?
¿Copia métodos y materiales de la manera más exacta posible?
—Sí.
—Señor Benton, ¿nunca le llamó la atención que el artista, cualquiera que fuese, llamase
Nicolás a la persona que encargaba la pintura?
Benton me miró con renovada suspicacia ante este cambio de dirección en el interrogatorio.
—No, ¿por qué debería llamarme la atención? Ya he dicho que Nicolás era un hombre muy
común en Italia durante aquel período.
—El nombre del señor Fisher también es Nicolás.
—Seguramente es una coincidencia —respondió Benton.
Me dirigí a la mesa de la defensa y abrí mi maletín. Cogí una revista especializada en cine
y la sostuve en el aire.
—Compré esta revista durante la pausa del mediodía —dije.
—Su señoría, no veo que la afición por la lectura del señor Martin tenga nada que ver con
el caso que nos ocupa —exclamó el fiscal Ogden.
Me acerqué al estrado del juez.
—Su señoría, si me permite continuar con mi exposición, muy pronto aclararé este asunto.
El juez Fitch meditó durante un momento.
—Continúe, señor Martin —dijo finalmente. Ogden se sentó con expresión alterada.
Abrí la revista en una página que había señalado previamente mientras regresaba en un
taxi al tribunal. En ella se veía una fotografía de un hombre alto, de mediana edad, cuya
cabeza estaba completamente calva. El efecto era similar al conseguido por Yul Brynner, pero
esta foto sugería complacencia más que la escasa masculinidad de Brynner.
Le entregué la revista a Benton.
—¿Es ésta una foto de su cliente, Nicholas Fisher?
Puesto que el epígrafe de la fotografía identificaba al actor como Nicholas Fisher, no
dudaba de la respuesta de Benton.
—Sí, es una fotografía del señor Fisher.
—¿Puedo llamar su atención sobre la pintura de la Madonna? Usted afirmó anteriormente
cuando era interrogado por el señor Ogden, que la figura arrodillada es una representación,
un retrato, de la persona que encargaba la pintura. ¿Es correcto?
—Sí.
—Señor Benton, examine por favor la cabeza y el rostro de esa figura, y luego dígame si
advierte algún parecido con su cliente, el señor Fisher.
—Naturalmente que no —dijo Benton con una voz que indicaba que yo le estaba tomando
el pelo—. No veo ningún parecido.
Cogí la fotografía de manos de Benton y dibujé gruesas patillas y una larga cabellera en el
rostro del actor. Ahora Nicholas Fisher tenía el mismo aspecto que la figura reclinada que
había en la pintura.
—Por favor, mírelo otra vez —le dije a Benton sosteniendo ante sus ojos la fotografía
retocada.
Benton era más sugestionable de lo que yo había esperado. Abrió la boca y su cabeza se
movió alternativamente de la foto a la pintura. Parecía un espectador de un partido de tenis.
—Pero, ¡si es el señor Fisher! —exclamó.
—Gracias, señor Benton. No hay más preguntas, su señoría.
El fiscal Ogden trató desesperadamente de enmendar las debilidades que yo había puesto
al descubierto, pero no lo consiguió. Durante el segundo interrogatorio cometió el error de
concentrarse sobre la implicación de fraude fiscal, mientras en la sala tomaba cuerpo la idea
de un actor tan vanidoso que no había dudado en encargar a un falsificador que lo incluyera
en la pintura. Ogden no volvió a llamar a Benton al estrado para que reafirmara la tasación
que había hecho del cuadro.
Cuando el ministerio fiscal concluyó la presentación de alegatos yo hice lo mismo. Luego
presenté una moción para que se pronunciara un veredicto de absolución sobre la base de que
el valor de la pintura no había sido establecido de manera convincente para justificar una
acusación por robo mayor.
Mickey Murdock abandonó la sala del tribunal como un hombre libre y yo me sentí
bastante satisfecho. Me sentí incluso mejor unos días más tarde cuando leí en los periódicos
que la Madonna de Delgardi había sido examinada por varios expertos, que la habían
sometido a diversas pruebas a fin de determinar su antigüedad y autenticidad, y su opinión
unánime fue que se trataba de una hábil falsificación que no tenía más de quince años.
La noche en que el artículo apareció en la prensa, el teléfono que había junto a mi cama
sonó diez minutos después de medianoche, despertándome. Encendí la lámpara y cogí el
auricular.
—¡Hey, Martin! —Una voz que reconocí como la de Mickey Murdock resonó en la línea
con alcohólica belicosidad—, ¿Ha leído el artículo en el periódico? Tiene que devolverme mi
dinero. Yo era inocente de robo mayor y nunca le hubiera contratado si lo hubiese sabido.
Todo el mundo sabe que el cielo protege a los inocentes.
Le colgué a aquel idiota charlatán y luego, al pensarlo más detenidamente, dejé el auricular
fuera de la horquilla.
¿Pueden imaginarse la desfachatez de ese ladrón?
La sala de espera

Charles W. Runyon

Pawley observaba la lluvia que corría por el sucio cristal. Le agradaba la forma en que las
gotas nacían muy pequeñas en la parte superior, permanecían suspendidas durante un
momento, se deslizaban hacia abajo hasta encontrar una compañera, volvían a detenerse y
luego comenzaban un vertiginoso descenso hasta el fondo del cristal de la ventana arras-
trando todo lo que encontraban a su paso. La vida es igual. A nadie le agrada caer solo.
Dentro de la gasolinera el aire era caliente, impregnado por la humedad y el olor del polvo
del camino y del caucho viejo. El caucho nuevo era mejor, rico y picante. Cuando era un niño,
le gustaba oler el caucho nuevo. También le gustaba mirar la lluvia en la ventana. Era
gracioso, había estado huyendo durante treinta y dos años para regresar al punto de partida.
No en un sentido geográfico, naturalmente. La llanura del sur de California era muy diferente
de las laderas cubiertas de pinos de Arkansas. Lisa como una mesa, como si uno no estuviera
sobre la tierra sino en una especie de espejo.
Pawley era un hombre alto, bastante delgado. La prominente nariz era ligeramente
aguileña y los ojos azules permanecían tranquilos dentro de profundas cuencas. Llevaba una
americana de gabardina y pantalones grises, una camisa blanca y corbata de color rojo oscuro.
Se vestía como las personas que no tienen ni idea de cómo coordinar la ropa; su vestimenta
no hacía juego en absoluto y él tampoco pretendía que se adaptara a su cuerpo huesudo.
Había arrugas en el cuello de la camisa y aunque llevaba la corbata fuertemente anudada
debajo de la prominente nuez de Adán, el botón superior de la camisa estaba desabrochado.
El sombrero era de color marrón oscuro, aplastado sobre un lado en un vano intento de
adaptar su forma al estrecho cráneo de Pawley. Sobre sus orejas se veía el grueso cabello
teñido de gris.
Pawley se llevó la mano al rostro y con la punta de los dedos desplazó el sombrero hacia
atrás. Apoyó la frente contra el cristal y no se sorprendió al comprobar que tenía la misma
temperatura que había en la habitación. Miró hacia la derecha y vio hileras de coles que se
perdían en el infinito, de color verde pálido, con pequeños charcos entre ellas. Percibió un
movimiento de color azul. Alzó la pesada pistola calibre 45 y la colocó en la ventana
manteniendo el codo en un ángulo correcto. El arma saltó en su mano. Un pequeño surtidor
de agua sucia se elevó a corta distancia y la mancha azul desapareció de la vista.
Pawley retiró la mano de la ventana. Al menos estaba seco. Los policías estaban
empapados. Se echó a reír.
John levantó la vista con una expresión confundida en su ancho rostro. Era corpulento y
sus hombros encorvados ceñían la americana marrón. Tenía siempre el aspecto de alguien
que no acaba de entender lo que está pasando a su alrededor.
—¿Cuántas te quedan? —preguntó.
Pawley quitó el seguro y extrajo el cargador, contando los ojos de cobre que brillaban a
través de la ranura.
—Cuatro.
—Yo no tengo ninguna.
John hizo girar la recámara de su 38 y lo dejó caer. El revólver resonó sobre el cemento.
Pawley escuchó el sonido que retumbaba dentro de su cabeza. Thunk. El sonido de una
ardilla cayendo de un alto pino después de haber recibido un balazo. Thunk. El sonido del
bate contra la pelota, una carrera completa en la novena entrada. Thunk. El puño contra la
mandíbula. Thunk, thunk, thunk. Bien, he vivido todas esas cosas.
Vio que John se ataba los cordones de los zapatos.
—¿Vas a salir?
John estiró las piernas apoyando los tacones en el suelo y con los dedos apuntando hacia
afuera. Juntó sus grandes manos sobre la ingle y meneó la cabeza.
—No llegaría muy lejos. Ya han tenido dos muertos. Hay otro en ese coche. Sospecho que
deben estar furiosos con nosotros.
Pawley miró a través de la ventana. La cinta de asfalto se iba consumiendo hasta llegar a
un punto en el que comenzaba a ascender hacia las montañas. A cincuenta metros se
encontraba el coche patrulla con dos rayos de sol sobre el parabrisas. Las ruedas delanteras
estaban torcidas y hundidas en la cuneta y las traseras sobre la carretera elevando la parte
posterior del coche. Había algo divertido en los coches heridos; Pawley nunca podía verlos
limpios y brillantes en un expositor sin imaginarse también qué aspecto tendrían cuando
estuviesen como ahora. Siempre pensaba en saltamontes muertos.
También pudo ver su coche parado junto a los surtidores vacíos. Todo había salido bien
hasta que toparon con el coche patrulla. Seguramente tenían la descripción del vigilante del
banco, porque el coche patrulla giró en redondo y se lanzó tras ellos. Corrían a cien millas por
hora y una bala afortunada perforó el depósito de gasolina. Pudieron llegar a este lugar y
encontraron la gasolinera cerrada, vacía. Pawley había comprendido, con cierto alivio, que
era el final del camino.
Podía ver la carretera bloqueada un cuarto de milla más allá y los coches que comenzaban
a amontonarse detrás de las barreras. Seguramente la noticia había corrido como un reguero
de pólvora. Curiosos, periodistas que llegaban a presenciar la matanza. Le harían famoso por
un día. Maldita sea, a él no le importaba ser famoso. Sólo había intentado conseguir un poco
de dinero, era sólo un juego. Siempre disparaba a matar, eso era parte del juego. Siempre
comía hasta quedar satisfecho. Siempre buscaba una mujer cuando sentía deseos de tener una
mujer a su lado.
Una mancha azul emergió entre las hortalizas. Apuntó con cuidado y sintió que la pistola
saltaba en su mano. El hombre cayó. Apuntó el arma y sintió...
Llévalo detrás del cobertizo y pégale un tiro. Actuando con indiferencia, hiciste chasquear los
dedos y el viejo Brindle, pobre perro desgreñado, que no valía nada para nadie, te siguió
detrás del cobertizo y tú hiciste que se quedara quieto entre los excrementos negros de las
ovejas. Alzó la cabeza mientras tú levantabas la vieja escopeta calibre 22 de un solo cañón. Él
te miró, preguntándose cuál sería el juego, y tú intentaste forzar el odio que se suponía que
debías sentir. Maldito asesino de ovejas. El corrió y te lamió la mano y tú le golpeaste y le
insultaste, maldito asesino de ovejas, pero sólo conseguiste que se te revolviera el estómago y
Brindle estiró su larga mandíbula irguiéndose sobre las dos patas, y te miró y tú le disparaste
justo en medio de los ojos burlones. Aunque entonces no lo supiste, aquella tarde hubo dos
muertes, la del niño y la del perro. También recuerdas el tiempo que hacía, un caluroso día de
julio, el áspero olor de los excrementos impregnaba el aire; el sol se había puesto, pero aún
irradiaba calor la vieja construcción de madera. Hay momentos como ese que atraviesan las
capas de tu vida, Pawley, cortándolas y conectándolas, espalda con espalda, como si fuesen
un par de ases y todo lo que queda en medio es sólo relleno, como el aislamiento, porque si
has vivido toda tu vida a ese nivel, hombre, te habrás quemado...
Maldito asesino de ovejas. El hombre de uniforme azul corrió a toda velocidad por la
cuneta llena de agua levantando su trasero en el aire como una oruga. Quiere ser un héroe.
Pawley alzó la pistola; era un disparo fácil, pero la humedad de los ojos empañó su puntería y
Pawley decidió reservar la bala para la creación de otro héroe. Sacó el pañuelo y se enjugó el
sudor del rostro, secándose los ojos al mismo tiempo.
—Me quedan tres —dijo.
—¿Cuánto tiempo crees que tardarán? —preguntó John.
—Media hora, supongo. Traerán rifles y permanecerán fuera de nuestro alcance. Nos
mantendrán clavados aquí mientras los otros se nos echan encima.
El edificio estaba construido con bloques de hormigón hasta la altura de la cintura. Desde
allí hasta el techo de tejas había cristales de unos veinticinco centímetros con marco de acero y
pintados de rojo. Estaba al mismo nivel de la autopista, a metro y medio sobre el nivel de los
campos circundantes. La línea de visión sólo estaba interrumpida por los servicios, que eran
de hormigón hasta el cielo raso, y ocupaban una superficie de dos metros cuadrados en la
esquina noroeste. Pawley miró durante largo rato hacia la puerta cerrada. Hacía bastante
tiempo que Shirley estaba dentro. La llamó, preguntándole qué estaba haciendo.
—Cambiándome la ropa interior.
Miró a John, quien alzó los hombros con indiferencia. Entonces Pawley comprendió. Ella
sabía que esto era el final y quería morir con ropa interior limpia. Le pareció divertido y se
echó a reír.
Un momento más tarde, Shirley salió del lavabo. Tenía la mirada desnuda e indefensa. Era
extraña la forma en que los altos pómulos empujaban sus ojos hasta convertirlos en dos
estrechas hendiduras. Eran como puntas de cuchillo que se clavaban en él haciéndole
estremecer. Ella siempre lo hacía; le despojaba de toda vanidad. Llevaba el pelo marrón rojizo
peinado en una suave onda que se enrollaba detrás de las orejas y luego volvía a enrollarse
hasta descansar contra la clavícula. La estructura ósea de su pecho destacaba bajo el jersey.
Era de alguna clase de material de mala calidad, tornasolado y lleno de color oro. No le
gustaba esa clase de tela y se preguntó por qué se ponía cosas que a él no le agradaban,
especialmente en aquel momento. No usaba maquillaje y su boca era grande y de labios
carnosos. La nariz era recta y tenía la frente amplia. Su cuerpo tenía un aroma que ningún
perfume lograba ocultar, como un montón de heno, como caramelo de azúcar y mantequilla y
nueces partidas, una sensación de abundancia que hacía que sus terminaciones nerviosas se
estirasen hasta tocar el vacío.
La observó mientras ella se sentaba en la silla giratoria que había detrás del escritorio y
encendía un cigarrillo. Un diminuto trozo de papel quedó pegado a su labio inferior y Shirley
lo cogió entre sus uñas largas y sin pintura y lo quitó suavemente. A cada momento hacía
algo para él. La curva de su codo era para Pawley más importante que sus propios músculos.
La había conocido cuando ella tenía dieciséis años y ahora tenía veinticuatro. Pawley no sabía
si ella le gustaba o no; sólo sabía que cuando Shirley no estaba cerca, todo era plano y sin
vida, y el vino y las otras mujeres no tenían nada que ofrecerle. Veinticuatro años. Demasiado
joven.
—Podrías salir —le dijo—. No creo que te disparen, podrías vivir.
—¿Para qué?
Indiferente y terminante. Has hecho tu elección, pensó.
Luego se preguntó si ella había tenido alguna vez la posibilidad de elegir. Desde el
momento en que se conocieron, ambos coincidieron como una ensambladura. Él nunca había
hablado de sus sentimientos, nunca había sentido siquiera las emociones que corrían por su
interior. Ella los había encontrado y los había sacado a la superficie. No necesitó cavar
demasiado. Ella simplemente sabía que estaban ahí y no daba un centavo por sus
sentimientos o su orgullo o cualquier cosa por el estilo... sólo lo quería a él.
Vio que abría una revista y comenzaba a leer. Una de las páginas llamó la atención de
Pawley y leyó un párrafo. Las palabras eran como gachas de cereal, como la comida masti-
cada y tragada por una mujer esquimal, y luego regurgitada, ausente de especias, sabor y
aliño. Shirley tenía las piernas cruzadas y la falda, corta, por encima de las rodillas. Tenía
rodillas huesudas. Él amaba sus huesos. Ella podría haber estado esperando en la sala del
dentista.
Pawley pensó en su carne y en la muerte de su carne, los dientes destrozados, los órganos
desgarrados y el cráneo aplastado por el plomo. Sintió por ella una necesidad que no era
sexual, un deseo de rodearla con los brazos y meterse todos los proyectiles en su propia
carne.
Se dirigió hasta un calendario que había en la pared. Tenía ocho años de antigüedad y
había permanecido colgado en la gasolinera mucho después de que su propósito original se
hubiera cumplido. Estaba adornado con el dibujo de una muchacha cuyo cuerpo era
imposiblemente perfecto e inmaculado, cuyos pechos eran tan increíblemente redondos que
eran... ¿cómo era la palabra? Cliché. Cuando decía algo que a Shirley no le gustaba, ella decía
que estaba empleando clichés. Bueno, muñeca, ¿te gusta este cliché? Vamos a morir. Todo el
mundo hace eso.
Había algunas anotaciones en el margen del calendario.
Avisar a la señora Cardoza de que hemos puesto aceite en su coche. Probablemente el coche sería
ya chatarra y la mujer quizás estuviera muerta. Alguien había escrito Thelma y dibujado una
flecha que llegaba hasta la muchacha del calendario. Se preguntó dónde estaría Thelma en el
mundo exterior. Aquí estaba adorable, más joven que nunca, deseada y deseable. Y la señora
Cardoza aún estaba esperando que cambiaran el aceite de su coche. Este lugar no tenía nada
que ver con ningún otro lugar del mundo.
—Me pregunto si tenían hijos. ¿Esposas e hijos?
Shirley estaba mirando por la ventana, hablando sobre los policías, y pensando en ella
misma. Ocho años de amor y violencia, que ahora terminaban.
—No tiene importancia —dijo Pawley.
—¿Cómo puedes decir que no tiene importancia?
—Con mis labios, mi lengua y mi garganta. Así. —Se inclinó sobre ella y habló moviendo
exageradamente los labios—, No tiene importancia.
Ella elevó el rostro y le lanzó una mirada sin expresión. La luz caía sobre su rostro
revelando el fino vello blanquecino de los pómulos. Por un instante él vio que la violencia
yacía en sus ojos como una víbora enroscada. Luego la violencia se esfumó y ella preguntó
con un tono de sincera curiosidad:
—¿Te has vuelto loco?
Pawley pensó un momento.
—Eso tampoco tiene importancia —dijo.
John arrastró los pies sobre el suelo de cemento.
—Creo que todos estamos locos.
Pawley se volvió para mirarle. John estaba sentado de manera indolente con la espalda
apoyada en la pared y con la saca de dinero entre las rodillas. Con una sonrisa, abrió la valija,
sacó un fajo de billetes, cogió uno de ellos y lo apretujó, luego quitó la banda elástica que
sujetaba el fajo y dejó que los billetes cayeran como si fuesen plumas.
—Aquí tenéis. De esto se trataba. ¿Para qué diablos nos sirve ahora?
Pawley vio la desolación que había en sus ojos. Se inclinó, recogió un billete de cincuenta
dólares, encendió una cerilla y le prendió fuego. Luego cogió un cigarrillo y lo acercó a la
llama. Le entregó el cigarrillo a John y le miró a los ojos.
—Todo sirve para algo.
Se miraron durante un minuto. El miedo desapareció lentamente y fue reemplazado por la
perplejidad.
—Pawley, ¿por qué siempre...?
Pawley esperó pero la perplejidad se hizo aún más profunda.
—¿Qué?
John meneó la cabeza.
—No lo sé. Por un minuto creí que era otra persona... esperando la llegada de los indios.
—Allá en Arkansas solíamos jugar a los indios. ¿Has jugado alguna vez a los indios,
Shirley?
—A mí siempre me ataban... y me torturaban.
Pawley la miró. Ellos se habían arañado mutuamente hasta que la sangre se había
mezclado. La vida era un proceso de fusión. Un proceso de succión. La vida era...
Meneó la cabeza. La vida era.
John estaba atándose de nuevo los zapatos.
—Nunca me gustó jugar a los indios. A ti te gustaba. Nunca llegué a ser yo mismo. Tú
querías formar el equipo. Está bien, yo formé el equipo. Dejé la escuela y me fui a la costa, me
embarqué y salí a ver el mundo. Seguí viajando. Cuando conocí a una chica y quise casarme
tú dijiste que era una cualquiera, de modo que la abandoné.
Pawley miró por la ventana. Hacía mucho tiempo que todo estaba en silencio. Pronto...
—Era una cualquiera.
—Está bien. Podía haberlo descubierto yo mismo.
—¿Por qué no lo hiciste?
—No creo que lo fuese. Tú la convertiste en una cualquiera. La mirabas y hacías que
pareciera una estúpida. Tú la convertiste en eso.
—Bueno, no importa cómo llegó a ser de esa manera, ella era... de esa manera. —Pawley se
volvió—. John tú la dejaste y viniste con nosotros. Tal vez tendrías que averiguar por qué te
uniste a nosotros.
—¿Por qué? ¿Por qué todo? ¿Por qué estamos aquí? Quiero decir... —Golpeó el suelo con la
palma de la mano y luego hizo un gesto que abarcaba todo el mundo—. Aquí. Ya sabes.
—Estamos aquí para averiguar por qué estamos aquí —dijo Shirley.
Estaba mirando por la ventana. En su rostro no había ninguna expresión. Pawley deseó ser
ella, teniendo pensamientos, hermosos pensamientos. Cuando él consideró lo que iba a
ocurrir su cerebro se convirtió en una esfera de marfil, toda blanca y brillante, y
absolutamente desnuda.
—¿Por qué estamos aquí entonces?—preguntó John—. Sentados en una sucia gasolinera.
¿Papá nos crió, por qué lo hizo?
—Porque estábamos allí —dijo Pawley.
—Pero por qué estábamos...
—Shirley ya te lo ha dicho. Para averiguar por qué estamos aquí.
John se puso de pie y caminó con la pierna rígida hasta el centro de la habitación. Sus
zapatos arrugaron los billetes verdes y brillantes. Tenía los ojos muy abiertos.
—¿Quieres decir que no hay ninguna razón? ¿No hay nada que establezca la diferencia?
—Nada.
John miró a Shirley.
—¿Estás de acuerdo?
—Estoy de acuerdo.
La miró durante un largo momento y luego su rostro pareció serenarse.
—Durante ocho años he deseado hacer una cosa.
Ella lo miró.
—Hazla.
John se adelantó y cogió el jersey de Shirley tirando de él hacia abajo. Sus pequeños pechos
quedaron al descubierto bajo la luz.
—¿Establece eso alguna diferencia?
Shirley movió ligeramente los hombros.
—¿Sí?
—¡Mierda! —John se apartó rápidamente, atravesó la habitación y luego se volvió—. Está
bien, no hay ninguna diferencia. ¿Entonces por qué no salimos ahora mismo por esa puerta?
—Porque quiero un cigarrillo —dijo Pawley.
Encendió dos y le alcanzó uno a John. John lo cogió y se sentó otra vez con la espalda
contra la pared mirando el suelo entre sus pies. Sus muñecas colgaban fláccidas por encima
de sus rodillas y el cigarrillo se consumía entre sus dedos.
Shirley se puso la blusa, caminó hasta donde estaba sentado John y se sentó a su lado.
Cogió el cigarrillo de entre sus dedos y fumó lentamente mientras miraba a Pawley. Había
algo que brillaba en sus ojos. Pawley se arrodilló frente a ella. John levantó la vista y, por un
instante, los tres estuvieron encerrados en una sola y dulce mano, respirando al unísono y
mirando con el mismo ojo...
Una bala entró a través de uno de los cristales superiores. ¡Ping! Luego otra. Ahora tenían
rifles, pero disparaban alto. No pasaría mucho tiempo. Pawley se estiró, sacudió a Shirley por
el hombro y sintió los huesos debajo de su mano. Luego tocó a John en la rodilla y se
incorporó, por ninguna razón especial, sino porque quería realizar su último gesto de libre
albedrío.
Shirley se incorporó y se colocó a su lado. John se situó en el lado opuesto. Pawley pensó
en decirle: Pudiste haber tenido a Shirley en cualquier momento, muchacho, pero yo no lo habría
soportado porque entonces los hubiese perdido a ambos, pero no hubo necesidad de decir nada.
—Así son las cosas, John.
—Sí, pero no tiene por qué gustarme.
—No, no tiene por qué gustarte.
Entonces comenzaron a entrar las balas.
Un grito interminable

Michael Collins

Si tengo una pesadilla, siempre sueño que caigo desde una gran altura y grito de
impotencia mientras dura la caída. Me despierto temblando y cubierto de sudor y me duele el
brazo que me falta allí donde no existe ningún brazo que pueda dolerme. Enciendo un
cigarrillo. No vuelvo a dormirme hasta que ha pasado un buen rato. Temo la visión de esa
caída que me precipita hacia la muerte.
Ésa es la razón por la que recuerdo perfectamente lo que el capitán Gazzo llamaba el caso
de las Torres Sussex.
El caso llegó en mi oficina un caluroso lunes de agosto en la persona de un hombre
pequeño y pulcro, vestido con un traje tropical de color gris, y de gestos enérgicos. El calor
que se colaba a través de la única ventana debió hacerle pensar que estaba en una ciénaga,
porque caminaba como si sus pies estuviesen cubiertos de barro hasta los tobillos.
Vio que me faltaba un brazo.
—¿Es usted Daniel Fortune?
El tono de su voz, y la mirada de sus ojos inquietos, denotaban silenciosamente, ¿Usted?
¿Un lisiado?
Estuve tentado de decirle lo que podía hacer con su dinero porque yo tenía dos cabezas
para compensar la falta del brazo, pero no importa lo que se vea en las películas, la humildad
consigue más trabajo que el ingenio.
—Sí, señor —dije humildemente—, ¿Qué puedo hacer por usted?
—¿Es detective privado con licencia?
—En estos días le dan licencia a cualquiera —dije y eso bastaba en cuanto a humildad y
buenos modales. Afortunadamente, él tenía otras cosas en su mente. Se sentó sin esbozar
siquiera una sonrisa ante mi agudeza.
—Mi nombre es Wallace Kuhns. Soy abogado. Tengo un trabajo: dos hombres para cuidar
de doscientos cincuenta mil dólares en metálico desde las cinco de la tarde hasta las nueve de
la mañana durante cinco días. Cincuenta dólares por día para cada hombre.
—Cincuenta dólares no es mucho —dije.
—Maldita sea —dijo Kuhns y se transformó ante mis ojos.
La energía de sus gestos desapareció como por arte de magia, se desplomó en la silla, estiró
las piernas, buscó un cigarrillo y pareció diez años más joven.
—Todo este asunto es un lío. Escuche, Fortune, sé que cincuenta dólares es calderilla. Si
Ajemian no fuese un excelente cliente yo no estaría aquí hablando con usted.
—¿Quién es Ajemian?
—Iván Ajemian, presidente de la Tiflis Rug and Textile Company. Fábricas en Nueva
Jersey, Carolina del Norte y Connecticut. Oficinas en la calle 26 Este. Su verdadero cuartel
general está en el piso 16 A, Torres Sussex.
—¿Tiene los doscientos cincuenta mil dólares en metálico en el apartamento?
—Así es. Es un hombre de negocios moderno, con algunas manías. Una de sus manías es
que una vez al año, durante la reunión anual de vendedores que se realiza en agosto, entrega
personalmente gratificaciones a los mejores vendedores. Van a su apartamento de uno en
uno. Él les ofrece una copa, una breve charla y un premio en metálico.
—¿A la compañía de seguros no le gusta el método?
—Exacto —dijo Kuhns—. Hace un par de semanas, el apartamento fue forzado. Los de la
compañía de seguros se suben por las paredes. Quieren dos vigilantes. Ajemian se mostró de
acuerdo, pero no está dispuesto a pagar más de cincuenta dólares para cada uno.
—¿Qué le robaron hace dos semanas?
—Nada. La policía piensa que Ajemian llegó al apartamento y asustó a los ladrones. Los de
la compañía de seguros creen que los ladrones iban detrás del dinero de las gratificaciones y
se equivocaron por dos semanas.
—¿Por qué vigilantes sólo por la noche?
—Ajemian dice que dos hombres de la compañía pueden encargarse del dinero durante el
día y de ese modo se ahorra una parte del gasto. De noche cobrarían horas extraordinarias.
—¿Cuándo debo comenzar?
—Esta noche. ¿Puede conseguir otro hombre?
—Sí. Cincuenta dólares por adelantado para cada uno.
Así fue como comenzó todo. Cuando Kuhns se marchó, llamé a Ed Green. Había trabajado
antes con Green y aceptaría los cincuenta dólares.
Llegamos al apartamento 16 A, en las Torres Sussex, a las cinco y media. Green protestaba
por el calor y por los roñosos cincuenta dólares.
—Espero que al menos haya aire acondicionado —dijo.
Lo había. Era un ambiente fresco, enorme y excéntrico. Iván Ajemian se interesaba por los
muebles ornamentados del palacio de un sha, decoración profusa, cortinajes de terciopelo,
empapelados orientales y alfombras persas, todo en una sola habitación de esos antiguos
pisos de la época de la Depresión destinados a los verdaderamente ricos y que tenían cuartos
que sus dueños ni siquiera podían encontrar.
—¿Los detectives? —preguntó Ajemian cuando fuimos introducidos por un criado
oriental— ¿Con un solo brazo? ¿En qué estaba pensando Kuhns?
—Soy un detective furtivo —dije.
—Olvídese de los chistes —dijo Ajemian—. Necesito protección, no comedia barata. Tengo
mucho dinero en metálico, no soy especialmente valiente y mi olfato me dice que el último
intento de robo pudo ser un trabajo desde dentro.
—¿Y por qué le dice eso su olfato? —pregunté.
—Síganme.
Le seguimos hacia la puerta trasera que daba a la cocina desde una escalera de servicio.
Ajemian no era lo que yo me había imaginado a partir de las palabras de Kuhns. Kuhns había
hecho que Ajemian pareciera un tipo viejo, pero no tenía ni un día más de cincuenta años. Era
grande, de aspecto tranquilo y se movía con resolución; no importaba lo que había dicho
sobre la valentía, tenía ojos agudos y daba la impresión de que podía cuidar muy bien de sí
mismo.
—Allí —echen una ojeada a la cerradura.
Eché una ojeada. Green también lo hizo.
—Está raspada —dijo Green—, pero podría ser un truco. ¿Qué piensas tú, Dan?
Examiné las raspaduras. Podían haber sido hechas con una ganzúa; no había dudas de que
la intención era que pareciera el trabajo de una ganzúa, pero también podía tratarse de un
truco.
—No estoy seguro. Tal vez a alguien le interesa que pensemos que intentaron entrar desde
fuera sin usar la llave.
—Eso es lo que yo creo —dijo Ajemian—. Quiero que vigilen cuidadosamente las puertas,
¿está claro? Ahora bien, en este piso la gente entra y sale continuamente y no quiero que sean
molestados. Manténganse alejados. El dinero está en la caja fuerte de mi estudio.
Permanezcan en el estudio o en las puertas. En ningún otro sitio. ¿Está claro?
Me volví hacia la puerta.
—Ed, vámonos de aquí.
Green asintió y se dispuso a seguirme. Ajemian nos miraba.
—De acuerdo —dijo—, ¿Qué es lo que quieren?
Me volví.
—Nosotros decidimos qué hacer y cómo debemos hacerlo. Tómelo o déjelo. Eso no me
quitará el sueño.
Ajemian se echó a reír.
—¿Susceptible, eh? Siempre he dicho que un impedimento físico vuelve más duro a un
hombre. Muy bien, pero traten de mantenerse lejos de mi camino. Sucede que tengo una
amiga que viene a visitarme a menudo. ¿Comprenden?
Ajemian me guiñó un ojo. Lo entendí perfectamente.
—Comprobaremos el dinero ahora —dije.
—¿Comprobar el dinero? ¿Por qué?
—He sido contratado otras veces para cuidar sumas de dinero y luego resultó que la caja
fuerte estaba vacía desde el principio.
Creí que se iba a congestionar, pero Ajemian se contuvo y enfiló hacia el estudio. Green le
siguió.
—Yo lo contaré —dijo Green—, Tú encárgate de recorrer el piso.
Comprobé el apartamento. Era muy simple, muchas habitaciones y solamente dos puertas.
La puerta principal se abría al corredor principal donde se encontraban los ascensores. La
puerta de atrás se abría desde la cocina hacia el rellano de la escalera de servicio. El estudio,
donde se hallaba el dinero, constaba de dos puertas, una que lo conectaba con la sala de estar
y otra con la cocina. Por las ventanas sólo podía entrar una mosca, si bien fuera de las
ventanas del estudio había una cornisa.
—Dinero comprobado —dijo Green.
—Al apartamento sólo se puede entrar por dos puertas, y nosotros somos dos —dije—. Si
nos mantenemos despiertos serán vacaciones pagadas.
Green se mostró de acuerdo. Yo me encargaría de la puerta de la sala de estar y Green de la
puerta de la cocina. Ajemian estaba en su estudio trabajando con su dinero. Todo hacía
suponer que nos esperaba una semana muy apacible.
Me equivocaba.
Hacia las diez de la noche oí una llave que se introducía en la cerradura. Ajemian ya se
había instalado en la sala. Me coloqué contra la pared en el lado opuesto a la puerta principal
con mi viejo revólver en la mano. La puerta se abrió y una de las formas más bellas que yo
había visto nunca entró desde el corredor.
—¡Iván, cariño!
Era pequeña y llevaba un vestido azul de verano que le sentaba de maravilla. Me
descubrió detrás de ella; mi mandíbula debía de estar colgando. Sonrió, se arregló un poco y
entonces vio mi manga vacía.
—¡Dios mío! ¿Qué le pasó a su brazo?
—¿Tiene un par de días para escuchar la historia?
Se echó a reír.
—Apuesto a que fue soldado.
—¿Quién es usted, señorita?
—Mary Kane. ¿No está Iván?
Comprendí que ésta era la razón del guiño de Ajemian. No llevaba bolso y no podría haber
ocultado una hoja de afeitar debajo del vestido sin que se destacara claramente contra sus
curvas.
—Está en el dormitorio.
Ella se dirigió hacia el dormitorio mientras llamaba:
—¡Iván! ¡Cariño!
Regresé a mi silla. Mary Kane tenía una llave. Me pregunté quién más tendría una llave del
piso. Era un pensamiento inquietante. La siguiente visita no tenía llave. Al menos, no la
utilizó. Llamó a la puerta débilmente.
Como había un timbre, me acerqué cautelosamente a la puerta. La llamada había sonado
como si estuviesen comprobando si había alguien dentro. Me las arreglé para abrir la puerta
con la pistola en mi mano solitaria.
Un hombre alto y delgado clavó la mirada en el arma.
—¡Adentro! —exclamé—. ¡De prisa!
Entró, retrocedió hasta la pared y yo me incliné para echar un vistazo al corredor. Estaba
vacío. Cerré la puerta y me enfrenté con el desconocido.
—¿Quién es usted?
—Max Alvis. —Era enjuto y nervioso—. Vicepresidente ejecutivo de la Tiflis Rug
Company. ¿Es usted uno de los detectives?
—Sí. Dan Fortune.
—¿Está solo?
—Mi compañero anda por ahí en alguna parte.
—¿Siempre os mantenéis separados?
—No hacemos siempre las mismas cosas. Las mezclamos.
—Sí, ya veo. Muy listos.
—No, simple rutina —dije.
Alvis asintió con la cabeza.
—Parece que Kuhns ha contratado buenos hombres. La situación es bastante molesta. Me
gustaría que la compañía de seguros nunca hubiese descubierto lo del primer intento de robo.
No hemos necesitado vigilantes durante años. Ese estúpido intento de robo probablemente no
tenía ninguna importancia. —Echó una mirada alrededor—, ¿No está el señor Ajemian?
—Sí. En los dormitorios.
—¿Solo?
—No.
—Ah —dijo Alvis—, Bueno, supongo que el asunto puede esperar.
El vicepresidente ejecutivo giró sobre sus talones, se dirigió a la puerta y se marchó. Green
apareció detrás de mí.
—¿Qué ha sido todo eso?
—No lo sé. Supongo que decidió cambiar de idea, si es que efectivamente tenía alguna
razón para haber venido.
—Sí —dijo Green dubitativamente—. Al menos no tenía llave. Cambiemos ahora nuestros
puestos, tú tienes todo el movimiento.
—Ajemian ha dejado el trabajo por esta noche —dije—. Me quedaré en el estudio.
Fui al estudio. Todo estaba en silencio. Abrí la puerta que daba a la cocina y me senté
donde podía controlar la puerta de atrás. Pensé en Max Alvis. ¿Qué era lo que había venido a
buscar? Había algo en la conversación mantenida con él que me preocupaba, pero no sabía
exactamente qué era.
Pensé en ello y debí adormecerme ligeramente, pero me desperté completamente cuando
oí voces que provenían de la sala, voces de un hombre, una mujer y la de Green. El hombre
era Ajemian y entró en el estudio rodeando con el brazo a una mujer alta y vestida de negro.
Él era todo sonrisas. Ella no.
—Mi querida esposa necesita su dinero obtenido a costa del sudor ajeno —dijo Ajemian—.
Voy a abrir la caja. Muchachos, ¿queréis sacar vuestras armas?
—Iván tiene un gran sentido del humor —dijo la mujer—. Por eso le dejé. Me hacía reír
demasiado.
—Dos años, Beth, y no hubo divorcio —dijo Ajemian—. Admite que me echas de menos.
La señora Beth Ajemian no era un bombón como la pequeña Mary Kane, pero tenía una
figura espléndida. Pelirroja y de cuerpo rotundo, caminaba con elegancia y con el grado justo
de balanceo. Era una mujer, lo sabía y le gustaba.
—Te añoro, Iván, exactamente como tú me añoras a mí —dijo ella—. ¿Tal vez deseas el
divorcio para casarte con tu última amiguita?
—Nunca dije que fuese un santo, Beth.
—Yo no quería un santo. Quería un esposo que estuviese en algún momento en su hogar
con su mujer.
Ajemian se alzó de hombros.
—Creo que todo eso es agua pasada.
Abrió la caja fuerte y sacó un sobre. Alcancé a ver los doscientos cincuenta mil dólares aún
intactos. Ajemian le dio el sobre a su ex esposa.
—Hay algo de dinero extra, Beth. No se lo cuentes a mi abogado.
—Gracias, Iván.
Beth echó un vistazo alrededor del estudio como recordando días más felices. ¿O acaso
estaba estudiando el terreno? Luego abandonó la habitación, atravesó la sala de estar y se
marchó sin volver la vista atrás.
—Las cosas no salieron bien entre nosotros —dijo Ajemian.
—¿Cómo es que viene a buscar dinero a esta hora? —pregunté.
Ajemian me miró.
—No lo sé. Me llamó diciendo que lo necesitaba. ¿Por qué?
—Nada especial —dije.
Ajemian regresó al dormitorio a reunirse con Mary Kane. Green volvió a ocupar su puesto
en la sala. Yo permanecí en el estudio pero el ambiente me intranquilizaba. Fui a la cocina y
eché una ojeada a la cerradura. Las marcas aún eran visibles y podía tratarse del trabajo de
una ganzúa, o del trabajo de alguien que quería que pareciese el trabajo de una ganzúa.
Regresé al estudio y me instalé allí. No dormí, pero aquella noche no sucedió nada más.
Nos relevaron a las nueve de la mañana. Cuando nos dirigíamos hacia el ascensor nos
encontramos con el primer vendedor. Llevaba en los ojos el brillo de la gratificación.
Green se marchó a dormir a su casa. Yo no pude. Crucé la calle y me senté en un banco del
parque desde donde podía ver claramente la entrada principal y la de servicio de las Torres
Sussex. La noche anterior había habido demasiado ajetreo, demasiado tráfico en aquel
apartamento. Podía sentirlo. Ajemian estaba nervioso. Y también Max Alvis, y ¿qué era lo que
no encajaba en la conversación que había mantenido con Alvis?
Sólo existen dos maneras de planear un delito y tener éxito en la empresa: esconderlo o
disfrazarlo.
Los aficionados tienden a disfrazar el delito. Lo planean de modo que parezca otra cosa, o
el trabajo de otra persona, para impedir que alguien investigue en el lugar correcto por
razones obvias. Deben recurrir al engaño.
La mayoría de los profesionales ocultan su acción, pero no la disfrazan. No les importa si el
delito es descubierto mientras no los cojan cometiéndolo, o no se les pueda probar más tarde
que ellos han sido los autores.
Ambos métodos presentan sus complicaciones, y ambos exigen una planificación, de modo
que permanecí en el parque vigilando las Torres Sussex. Durante horas no vi nada más
interesante que a unos cuantos vendedores hambrientos que entraban precipitadamente en el
edificio; nada sospechoso, nadie que tuviese aspecto de aficionado o de profesional
examinando el terreno.
Entonces Max Alvis llegó en un taxi. No se apeó en la entrada principal, sino que lo hizo en
la entrada posterior, luego se dirigió al callejón que llevaba a la entrada de servicio. Pude
verlo durante todo el recorrido. Se detuvo en la entrada de servicio y pareció estudiarla
detenidamente. Luego entró. Esperé, pero no volvió a salir.
Abandonó el edificio media hora más tarde por la puerta principal y llamó a un taxi.
Tomando una rápida decisión busqué otro taxi. Afortunadamente, las Torres Sussex parecían
atraer a los taxistas.
—No quiero escuchar comentarios chistosos —dije—, pero siga a ese taxi.
El conductor murmuró algo entre dientes, pero se lanzó detrás del taxi que había cogido
Alvis. Nos detuvimos frente a un edificio de oficinas de la zona este. Alvis entró. Le seguí
hasta los ascensores. No podía seguirle más allá sin correr el riesgo de que me descubriera, de
modo que consulté el panel de inquilinos del edificio. Wallace Kuhns, abogado, tenía una
oficina en el 310.
Alvis apareció nuevamente en el vestíbulo quince minutos más tarde. Kuhns estaba con
él... y la señora Beth Ajemian.
Se dirigieron rápidamente a la salida y una vez en la calle los tres se separaron. Alvis cogió
otro taxi, mientras Kuhns y Beth Ajemian caminaban en dirección a la Tercera Avenida. No
tenía elección, no había taxis libres, así que opté por seguir a Kuhns y a la señora Ajemian. De
todos modos les hubiese seguido. Kuhns sostenía la mano de Beth Ajemian estrechamente.
En la Tercera Avenida entraron en un bar. Los seguí. Había reservados, luz escasa y una
pequeña barra. Kuhns y Beth Ajemian se deslizaron en uno de los reservados del centro. Yo
me senté en la barra y los observé. Tenían toda el aura de los amantes, y no de amantes
recientes.
Kuhns le cogía la mano mientras hablaba con seriedad y velozmente. Los observé durante
tres cervezas y luego vi que Kuhns sacaba la billetera. Me marché antes que ellos y los seguí
cuando salieron. Se dirigieron directamente a la oficina de Kuhns.
Me marché a mi casa. No había nada sospechoso en el hecho de que Kuhns estuviese
íntimamente relacionado con Beth Ajemian. Tanto ella como Ajemian parecían haber tomado
caminos diferentes y probablemente Kuhns conocía a la dama desde hacía bastante tiempo.
Recordé que Ajemian había dicho: «No se lo cuentes a mi abogado», al entregarle a Beth el
dinero extra la noche anterior, de modo que Ajemian sabía que ella y Kuhns eran amigos.
Además, Kuhns me había contratado a mí... ¿o acaso formaba parte de algún plan? Me
sentí un poco intranquilo. Tal vez Kuhns se había visto obligado a contratar detectives en
contra de su voluntad. Era algo en lo que debía pensar. De modo que pensé en ello y apenas
si pude dormir.
A las cuatro de la tarde regresé a las Torres Sussex y me encontré con Green, con los
hombres de la compañía que se marchaban y con Ajemian, que estaba de un humor de
perros.
—Todavía tengo trabajo para un par de horas —dijo con un gruñido—. Manteneos alejados
del maldito estudio y en silencio. Si viene alguien, decidle que me he ido a la China.
Parecía el comienzo de una larga noche. Puse a Green al corriente de lo que había visto
durante el día mientras esperábamos que el último hombre de la Tiflis Rug Company
abandonara el lugar.
—Será mejor que no perdamos de vista a las personas que tienen una llave de este piso —
dijo Green.
Cuando el último hombre se hubo marchado, y Ajemian se encerró en el estudio, cerré la
puerta principal con doble llave y luego fui a revisar todas las habitaciones para asegurarme
de que no había nadie escondido. Green revisó la parte trasera y la cocina.
No encontré a nadie en los dormitorios, tampoco en las habitaciones, los armarios o debajo
de las camas. Aún me quedaba una habitación por revisar cuando oí el disparo, un solo
disparo que retumbó como si hubiese sido una bomba atómica.
Provenía de la parte trasera... ¡el estudio!
Corrí con el viejo revólver en mi única mano. Llegué a la puerta que comunicaba el estudio
con la sala de estar, pero no me precipité contra ella. Hubiese sido un suicidio. Me aplasté
contra la puerta y la abrí de un puntapié, luego salté dentro del estudio y me agazapé
cubriendo la habitación con el cañón de mi revólver.
Ajemian yacía sobre el piso, sangrando. En el estudio no había nadie más. Corrí hacia
Ajemian quien hizo un esfuerzo por incorporarse.
—¡Un hombre enmascarado! Traté de detenerle —masculló con voz ronca—. Me estaba
esperando aquí. ¡Se lo ha llevado todo!
—Veamos la...
—¡No! Es superficial. ¡A la puerta trasera! Cójale.
Dudé un segundo. No hay dinero en el mundo que valga una vida, no importa lo que
piense la víctima, pero la herida no tenía mal aspecto. Corrí hacia la cocina.
Green yacía sobre el piso de la cocina, frío e inmóvil. Un desagradable bulto sobre la sien
derecha demostraba lo que le había sucedido.
La puerta trasera estaba abierta. Salí al rellano de la escalera de servicio. La única forma de
salir de las Torres Sussex era bajando la escalera. Aun cuando el ladrón hubiese subido, tarde
o temprano tendría que bajar. Descendí esos dieciséis pisos tan rápido como pude y
escuchando todo el tiempo. No hay sonido igual al de un hombre que corre.
Al llegar abajo presté atención. No pude oír nada. Salí al callejón que había en la parte
trasera del edificio. No se veía ni siquiera un gato bajo el ardiente sol. Corrí hacia la calle que
bordeaba el parque. A aquella hora el tráfico era intenso y si el ladrón había logrado llegar
hasta aquí no había forma de atraparle, no si se trataba de un profesional.
El grito agudo y penetrante de una mujer hizo añicos la calurosa tarde.
Alcé la vista hacia las ventanas del apartamento de Ajemian, dieciséis pisos más arriba.
Durante un instante todo pareció contener el aliento en un silencio helado. No se
escuchaba ningún sonido. Dieciséis pisos más arriba, vi que el hombre parecía suspendido en
el espacio, el rostro cubierto por una máscara, los brazos extendidos, los pies y las piernas
torcidas, un bolso negro flotando a su lado. Durante aquel segundo todo pareció inmóvil.
Entonces permanecí clavado y observé mientras el hombre caía los largos e interminables
dieciséis pisos en un lento silencio, como si fuese una grotesca escena de alguna película
muda.
Golpeó contra el techo de un coche aparcado y se precipitó a la calle. Dos coches le pasaron
por encima antes de poder frenar. El bolso negro se estrelló a unos diez metros de distancia,
se abrió, y el dinero se desparramó por toda la calle. Una pequeña pistola cayó junto al bolso.
Corrí hacia el hombre a través de gritos y chirridos de frenos. La sangre se esparcía
alrededor del cuerpo. Dos policías se acercaban a la carrera y también un coche patrulla. Me
incliné sobre el hombre. Aún llevaba la máscara. Se la quité.
Era Wallace Kuhns. No era mucho lo que quedaba de su rostro, pero era Kuhns. Le miré
mientras contaba hasta diez, luego alcé la vista hacia el elevado edificio aislado de todos los
otros que había a su alrededor.
Cogí a uno de los policías que había llegado en el coche patrulla.
—¡Coloque un par de hombres en la puerta principal y en la trasera! —exclamé—. ¡Ahora!
—¿Quién diablos es usted? Qué sabe usted de...
Le mostré mi licencia.
—Dan Fortune. Llame al capitán Gazzo de Homicidios. Pregúntele por mí y dígale que
acuda inmediatamente. Pero disponga que dos hombres ocupen posiciones en ambas puertas.
Nadie debe entrar o salir del edificio. ¡Nadie! ¡Debe hacerlo!
Tuve suerte. Era un buen policía y no quería correr riesgos. Tal vez yo estaba chiflado, pero
él ya tendría tiempo de averiguarlo. Mientras tanto, tal vez yo supiera de lo que estaba
hablando.
Envió a uno de sus compañeros a la puerta trasera y otro a la puerta principal; nadie debía
entrar o salir del edificio hasta nueva orden. Las ventanas correspondientes a los dos
primeros pisos estaban cerradas con verjas. Tal vez tuviésemos suerte. Apenas había pasado
un minuto desde que Kuhns se había precipitado al vacío.
Regresé al apartamento 16 A.
Reanimé a Green y comprobé la herida de Ajemian. Para entonces ya había llegado un
médico.
Y también el capitán Gazzo. El capitán me miró a mí, a Green, a Ajemian y se puso a
trabajar.
—Bien, ¿cuál es la historia?
La herida de Ajemian no revestía importancia; era una profunda herida en la carne, había
sangrado bastante, pero no era nada serio. Green tenía un feo golpe en la sien y un terrible
dolor de cabeza.
Ajemian dijo:
—Esta tarde, cuando entré en el estudio, un hombre estaba escondido aquí. Llevaba una
máscara. Me apuntó con su arma y me obligó a abrir la caja fuerte, Oyó que Fortune cerraba
con llave la puerta principal y luego procedía a revisar los dormitorios. También oyó a Green
en la cocina.
Green asintió.
—Estaba comprobando la cerradura de la puerta de atrás cuando le oí detrás de mí. Me
atizó un buen golpe y eso es todo lo que recuerdo.
—Después de golpear a Green —continuó Ajemian con un ligero temblor en la voz—,
intenté abalanzarme sobre él pero me disparó. Escapó hacia la parte de atrás. Fortune entró
en el estudio. El resto ya lo sabe.
—¿No sabía que Kuhns no se había marchado esta noche? —pregunté.
—Él se había marchado —dijo Ajemian—. Una hora antes de que ustedes llegasen. Debió
de regresar por la puerta de servicio y esconderse en el estudio.
Gazzo me miró de manera extraña y salió de la habitación. Me senté mientras el médico
concluía su trabajo con Ajemian y Green. Encendí un cigarrillo. Gazzo regresó quince
minutos después.
—El forense dice que Kuhns murió a consecuencia de la caída, de eso no hay duda.
Encontramos un paquete de dinero debajo de la ventana en el rellano de la escalera de ser-
vicio que hay en la parte trasera. En esa ventana hay una cornisa. Parece que intentó ocultarse
allí mientras Fortune se lanzaba escaleras abajo y perdió pie.
—Pedazo de chiflado —dije.
Gazzo me miró.
—En la puerta trasera hay marcas frescas de una ganzúa, pero creemos que son falsas.
Kuhns tenía llaves del apartamento en su bolsillo. Conocía la rutina de Green y Fortune,
calculó el momento en que estarían separados. Si Ajemian no le hubiese obligado a disparar
no habría tenido problema alguno. Tuvo mala suerte.
—¿Mala suerte? —exclamé—. Capitán, Kuhns fue asesinado.
Gazzo meneó la cabeza cansinamente.
—Me imaginé que por eso me habías hecho llamar y tenías a dos policías controlando las
salidas del edificio. ¿Qué has soñado esta vez, Dan?
—Kuhns no se cayó, le empujaron. La persona que lo hizo no tuvo tiempo de salir del
edificio. Por el terrado no hay posibilidad de escapar, de modo que el asesino aún está dentro.
Mantenga las salidas controladas, que nadie entre o salga sin identificarse.
—¿Quieres decir que Kuhns no estaba solo? ¿Quieres explicarme cómo has llegado a esta
conclusión?
—No, no me creería.
—Apuesto a que sí —dijo Gazzo secamente—, ¿Tienes idea de quién ha sido?
—Alguien que conocía a Kuhns, este apartamento, y sabía dónde estaba el dinero —dije.
Me volví hacia Ajemian—. ¿Hay alguien, además de su ex esposa Beth, Max Alvis, Mary
Kane y los de la compañía de seguros, que coincida con esa descripción?
—Yo mismo —dijo Ajemian— y los guardias de la compañía que hacen el servicio de
vigilancia durante el día. Los de la compañía de seguros no conocen el apartamento.
—Está bien —le dije a Gazzo—, ésos son los que usted busca.
—Lo comprobaré —dijo Gazzo—, y también algunas otras cosas, si no te opones. Como
qué se hizo de las acciones de Kuhns.
—Capitán, ¿por qué no hace exactamente lo que yo voy a hacer ahora? —dije.
—¿Y qué es?
—Esperar —dije, y eso fue precisamente lo que hice.
Enviaron a Green al hospital para una observación más completa y Ajemian y yo nos
quedamos solos en el apartamento. Ajemian me observó mientras yo miraba la tele durante
dos horas. Luego explotó.
—Fortune, ¿piensa quedarse sentado en esa maldita silla? ¿Espera que le pague por eso?
—¿Qué quiere que haga?
—¡Trabajar! Si piensa que Kuhns fue asesinado, ¡vaya y resuelva el problema!
—Ya ha sido resuelto, Ajemian —dije.
—¿Por la policía? ¿No podría echarles una mano, por lo que le estoy pagando?
—No por la policía —dije—. El tiempo lo está resolviendo. El tiempo lo resolverá y yo
habré hecho mi parte. El asesino aún está en el edificio, eso es seguro. Nadie puede salir y,
tarde o temprano, tendremos a nuestro asesino.
—¿Así de sencillo? No me parece muy imaginativo —dijo Ajemian.
—La mayor parte del trabajo policíaco no lo es —dije—.
Se sigue la rutina, se establecen las condiciones y se sienta uno a esperar. Ese es el modo en
que se hacen las cosas. ¿Por qué no se va a la cama si la espera le pone nervioso?
—¿Con un asesino suelto por el edificio?
—Hay policías en ambas puertas —dije.
Ajemian se marchó a su dormitorio. Me senté a esperar. Fue una larga noche. Cualquier
ruido me hacía brincar de mi asiento y, de vez en cuando, veía en mi mente cómo caía Kuhns
esos largos y silenciosos dieciséis pisos hacia la muerte.
Gazzo regresó a las ocho de la mañana. Yo estaba aturdido por la falta de sueño. Ajemian
había dormido perfectamente y estaba fresco como una lechuga. Gazzo había dormido tan
poco como yo, pero se le veía tan fresco como a Ajemian.
—Ya lo tenemos, Dan —dijo Gazzo—. Kuhns necesitaba dinero. Había perdido algunos
clientes y tenía la opción de comprar unas valiosas acciones. Beth Ajemian admite que Kuhns
quería casarse con ella, pero no pensaba divorciarse de Ajemian hasta que Kuhns no tuviese
dinero. También admite la posibilidad de que Kuhns hubiese podido sacar copias de las
llaves del apartamento.
»El bolso donde estaba el dinero fue comprado por Kuhns ayer. La pistola pertenece a la
Tiflis Rug y desapareció hace un par de meses. Probablemente no quería contratar detectives,
pero no pudo evitarlo, así que contrató a los más baratos que pudo encontrar. Tal vez supuso
que tú y Green erais tontos. Quizás estaba en lo cierto.
Me alcé de hombros.
—Todo circunstancial y todo demasiado sencillo. Alguien quería que pareciera que Kuhns
sólo quería robar en el apartamento, o tal vez obligarle a robar en el apartamento. ¿Nadie ha
intentado salir del edificio todavía?
—No —dijo Gazzo—, Estoy esperando una llamada para acabar con tu pequeña
corazonada.
—¿Qué llamada, capitán? —preguntó Ajemian.
—Fortune lo adivinará —dijo Gazzo.
—Usted sabe que ese primer intento de robo huele muy mal. Si fueron ladrones
desconocidos, es demasiada coincidencia. Si fue Kuhns, estaba loco; no hizo más que llamar la
atención cuando el dinero no estaba aquí. Creo que fue un farol, para que todos pensaran en
un intento de robo. Todo forma parte de un gran engaño, sólo que en ese engaño hay un fallo
que me hizo pensar.
Ajemian preguntó:
—¿Qué clase de fallo, Fortune? ¿Seguro que no está soñando, como le dijo el capitán?
Antes de que pudiese responderle, cosa que, por otro lado, no pensaba hacer, el teléfono
comenzó a sonar. Gazzo contestó. Escuchó durante un momento, asintió un par de veces y
colgó dedicándome una amplia sonrisa.
—Todo ha sido comprobado, Dan. Todos tienen una coartada. Beth Ajemian pasó toda la
noche en su apartamento, Max Alvis está en su oficina, Mary Kane en la escuela de modelos,
los dos guardias de la compañía están trabajando e incluso los de la compañía de seguros
están donde debieran estar. Ninguno de ellos se halla en este edificio.
—Correcto —dije—. Entonces el asesino es Ajemian.
El gran ejecutivo de la compañía de alfombras se incorporó, rojo como el fuego en lugar de
ponerse pálido, y me espetó:
—¿Es una broma, Fortune? Le haré...
—No es ninguna broma —dije—. Simple eliminación. Le dije que el tiempo resolvería el
caso. Nadie salió de este edificio. Usted es el único que está aquí. De modo que es usted.
Ajemian estaba tan rojo que pensé que le iba a dar un ataque allí mismo. Se volvió hacia
Gazzo.
—¿Va a permitir que se quede ahí sentado y me acuse de asesinato? ¡Los haré pedazos a
ambos!
Gazzo no dijo nada. Nos miraba a los dos y esperaba mi historia. Se la ofrecí.
—Kuhns nunca abandonó el apartamento. Usted, Ajemian, le golpeó y lo escondió en el
estudio. El no estaría desmayado demasiado tiempo, de modo que llevó a cabo su plan tan
pronto como Green y yo nos quedamos solos. Usted golpeó a Green, abrió la puerta trasera y
se disparó usted mismo. Cuando me lancé en pos del supuesto ladrón, arrastró a Kuhns hasta
la ventana y le arrojó junto con el dinero y el arma.
»Fue una suerte que yo hubiese llegado abajo. Usted me vio en la calle y se imaginó que
sería un toque perfecto —yo vería caer a Kuhns—, pero fue un error. Echó por tierra todo el
plan.
Ajemian intentó una sonrisa.
—¿Espera que alguien crea esa historia? ¿Un plan tan intrincado como ése?
—No era tan intrincado. Casi dio resultado. El trabajo preliminar era más difícil que el
truco del asesinato. Usted debía planear las cosas de modo que Kuhns necesitara dinero.
Logró que algunos clientes le abandonaran, él era su abogado así que usted le dijo que
comprase a su nombre unas valiosas acciones. Descubriremos que Kuhns ya lo había hecho
antes. El asunto de la pistola fue sencillo de resolver y Kuhns hubiese comprado el bolso para
usted si se lo hubiese pedido. Apuesto que Kuhns tenía otros bolsos que podría haber
utilizado perfectamente.
—Los tenía —dio Gazzo con tranquilidad—. Encontramos dos en su casa.
Asentí.
—Supongo que estaba usted verdaderamente celoso, quería recobrar a su mujer. Eso será
fácil de probar, el motivo, o de otro modo no hubiese planeado semejante engaño con el robo.
Gazzo podrá, eventualmente, seguir la pista de esas llaves. De todos modos, un test de
parafina demostrará que anoche usted disparó un arma, y con...
Ajemian no aguardó un segundo más. Tenía un arma. Había estado preparado desde el
primer momento. Me disparó, falló y huyó hacia la puerta. Gazzo se lanzó tras él. Me senté y
encendí un cigarrillo. Un hombre con un solo brazo no sirve de mucho en una pelea y yo
apreciaba mi pellejo. Atrapar a Ajemian no era mi trabajo.
Un momento después escuché disparos en el terrado. Fui hasta la ventana. Entonces oí el
grito y me incliné por la ventana para mirar hacia arriba. Justo en aquel momento le vi caer
con la pistola aún en la mano. Gritó durante toda la caída.
Cuando Gazzo regresó yo estaba todavía en la ventana.
—No teníamos demasiado —dijo Gazzo—. Tú sabes que no utilizamos la prueba de la
parafina, no sirve. Ningún tribunal la aceptaría.
—Él no lo sabía —dije—. No es la verdad lo que importa, Gazzo, es lo que la gente cree que
es verdad. Él sabía que lo había hecho y tenía que estar un poco loco.
—Está bien, cuéntame. Ahora creeré cómo lo descubriste.
—Había algo en lo que Max Alvis dijo. No sabía cómo se habían enterado los de la
compañía de seguros de aquel primer intento de robo. Sólo tres personas podían haberlo de-
tectado. Alvis no lo había hecho. Kuhns tampoco. Sólo quedaba Ajemian. Él quería que los de
la compañía de seguros lo supiesen para que insistieran en la necesidad de contar con
vigilantes para el dinero. Necesitaba testigos para su falso robo.
—Eso vendría más tarde, Dan. ¿Por qué pensaste que se trataba de un asesinato?
—¿Qué pasó hace un momento en el terrado? —pregunté.
—Ajemian intentó escapar, resbaló y cayó al vacío.
—Cayó —dije— y gritó hasta llegar abajo.
—¿Y?
—Siempre gritan, Gazzo. O casi siempre.
—Está bien, gritan. ¿Y qué, Dan?
—Kuhns no gritó —dije—. Cayó dieciséis pisos sin emitir un sonido. Incluso cuando se
suicidan acostumbran a gritar, supongo que se trata de un reflejo. Kuhns se cayó, por
accidente, y no hizo nada. Esto sólo podía suceder si Kuhns se hallaba inconsciente. Si le
habían arrojado por la ventana... asesinado.
Gazzo me miró.
—Maldita sea, Dan, ¿quién puede demostrar que todos los que caen al vacío gritan? ¡Tal
vez Kuhns era un hombre que no gritaba!
—No tiene importancia —dije—. Fue ese pequeño fallo el que me hizo pensar.
Gazzo gruñó.
—Dan, tienes una suerte increíble.
—Como ya he dicho, no es la verdad lo que importa, sino lo que un hombre cree que es
verdad. Si creas una situación engañosa, debe sostenerse hasta el final. Yo no creía que un
hombre pudiese caer dieciséis pisos sin un grito. De modo que no podía creer en el engaño.
Gazzo no tenía nada más que decir. Él era un policía y sudaría durante días por un
razonamiento discutible que pudo haber sido absolutamente equivocado. Yo no sudaría. Tal
vez algún día encuentre a un hombre que cae dieciséis pisos en silencio y entonces estaré
equivocado. Pero esta vez había tenido razón, y eso es lo que cuenta en el trabajo de un
detective.
El bazar de los ladrones

W. L. Heath

No me considero un hombre anormalmente suspicaz, pero hay ciertas personas de las que
desconfío casi a primera vista. Por razones de trabajo viajo constantemente y, sin pecar de
falsa modestia, creo que puedo decir que he desarrollado un buen ojo para los «estafadores».
Hay muchos de ellos en Medio y Extremo Oriente, zonas a las que había realizado la
mayor parte de mis viajes. Los estafadores aparecen de todos los colores, formas y tamaños,
naturalmente, pero son pájaros de una sola pluma y muy fáciles de reconocer una vez se los
ha visto en acción. Todos ellos venden la misma mercancía, principalmente un negocio, una
estafa de una u otra clase. En menos tiempo del que lleva pagarles cuatro whiskies con soda
ellos le dirán, en tono confidencial, cómo ganar un montón de dinero esa misma noche;
siempre que, por supuesto, usted tenga el espíritu deportivo de dejar un par de cheques
American Express al instante. Estos tipos florecen en bares de segunda categoría desde
Casablanca hasta Hong Kong, y mientras la mayoría de ellos no son más que pequeños
estafadores, algunos son verdaderamente peligrosos. Si creen que estoy diciendo cosas
melodramáticas y sin sentido, es simplemente porque no han viajado por esa parte del
mundo.
Thompson era un estafador, y lo supe desde el principio. Era uno de esos hombres blancos
desamparados con los que uno suele encontrarse de vez en cuando en aquellos lugares. Estos
hombres siempre están solos y vestidos miserablemente, y si uno les pregunta a qué se
dedican, ellos responderán que al negocio de la «importación—exportación». Ésa es la
respuesta clásica. El aspecto de Thompson ya bastaba para que sospechara de él, pero las
circunstancias de nuestro encuentro y su excesiva cortesía con Jan fueron lo que en realidad
me puso en guardia.
Conocimos a Thompson en Karachi, en un bar que está frente al Paradise Theater. Jan y yo
habíamos estado efectuando compras en el bazar desde el mediodía y nos habíamos detenido
en aquel bar para refrescarnos antes de regresar al hotel. Era un bar absolutamente típico de
la variedad Gran Oriente, más parecido a un antiguo drugstore americano que a un salón de
cóctel.
Ocupamos una mesa debajo de un ventilador, pedimos unas bebidas y Jan extendió las
compras que había hecho para poder admirarlas.
—Aún no estoy satisfecha —dijo.
—¿Por qué no? Has comprado todos los artículos tradicionales: el peine de marfil, el sari, la
campana de cobre en forma de elefante. ¿Qué más podrían esperar nuestros amigos de
Filadelfia?
Me miró al tiempo que guiñaba uno de sus ojos marrones.
—Un zafiro estrella, Dave. No puedo marcharme de aquí sin llevar un zafiro estrella.
Yo me sentía cansado.
—Bueno, tal vez mañana —dije.
—Mañana no tendremos tiempo. Acompáñame esta tarde, por favor.
Colocó su mano sobre la mía y me miró con la misma mirada suplicante que le había visto
emplear con su padre. Jan era una muchacha atractiva, con largas pestañas oscuras y la clase
de figura que uno espera de una saludable norteamericana que se presenta en sociedad.
—El barco no saldrá hasta las cuatro —dije.
—Lo sé, pero es tanto lo que tenemos que hacer, preparar el equipaje y todo lo demás.
Estoy segura de que mañana no tendremos tiempo de hacer compras.
—Pero, cariño, tengo los pies destrozados.
Ella me sonrió y creí que se daría por vencida, pero en ese momento aquel hombre que se
hacía llamar Thompson hizo su jugada. Se materializó de pronto junto al codo de Jan,
carraspeó e hizo una inclinación. Era un hombre grande y pálido, de ojos hinchados, que
llevaba una chaqueta de cazador y sostenía en sus manos un gastado casco tropical.
—Disculpen la intromisión, pero no he podido dejar de oír lo que la señora ha dicho.
El resto sucedió rápidamente, demasiado rápidamente como para darme tiempo de
impedirlo. Cuando quise darme cuenta, Thompson se había presentado, había acercado una
silla a nuestra mesa y yo le estaba pagando otra copa de gin y lima.
—Lo importante cuando se compra una piedra preciosa es reconocerla cuando uno la ve —
dijo Thompson—. Supongo que conoce las piedras preciosas.
—No —dijo Jan—. Y ése es el problema.
Thompson frunció ligeramente el ceño e hizo repiquetear los dedos sobre su sombrero.
—Entonces me temo que efectivamente tenga usted un problema —dijo—. Naturalmente,
no estoy sugiriendo que corra usted un gran peligro de que la estafen —muchos de los
comerciantes son escrupulosamente honestos— pero por otra parte nos encontramos en un
país extranjero y estos orientales... —Dejó que su voz decayera hasta alcanzar una nota de
pesar, luego alzó la vista y me sonrió—. Lo que deberíamos hacer es eliminar el factor duda,
¿verdad?
—Lo que a mí me gustaría hacer es poner mis pies en remojo —dije.
Eludió mis palabras con una carcajada.
—Ir de compras con este calor es realmente agotador.
Se volvió hacia Jan y bebió pensativamente su copa. Yo trataba de establecer su
nacionalidad. Británico, pensé, o posiblemente un norteamericano con acento británico.
—Tal vez usted pudiera recomendarnos un lugar donde no hubiese posibilidad de que nos
engañaran —dijo Jan.
—En realidad, estaba a punto de sugerirlo —dijo Thompson. La conversación se
desarrollaba agradablemente para él—. Hay una pequeña tienda en... pero no, nunca podrían
encontrarla sin ayuda. —Su rostro se iluminó de pronto y miró su reloj—. Les diré qué
haremos. Yo voy hacia allí y me encantaría acompañarlos.
—Magnífico —dijo Jan.
—No —dije yo.
—¿Por qué no?
—No podemos obligar de ese modo a este caballero —dije.
—Tonterías —dijo Thompson—. No es ninguna obligación. Lo considero un privilegio. Yo
sostengo que nosotros, los anglosajones, debemos permanecer juntos en estos lugares.
Debemos protegernos mutuamente.
—No —dije—, apreciamos su gentileza, pero...
—Oh, Dave, vamos. Puede ser mi última oportunidad.
Thompson supo utilizar hábilmente la ventaja que había obtenido. Yo discutí pero fue
inútil. Jan había tragado el anzuelo y, aunque yo no la conocía muy bien, sabía que era la
clase de chica que se sale con la suya. Por último, temiendo que ella decidiera ir sola, consentí
en acompañarla. Lo peor que podía pasarnos no podía ser muy malo, pensé, y si ella estaba
decidida a tirar cien dólares en un negocio turbio era su problema, no el mío. Probablemente
su padre pagaría la cuenta sin rechistar y quizá la lección le vendría bien ajan.
Cuando nos disponíamos a abandonar el bar, Thompson se excusó y fue a la parte trasera
del salón a hacer una llamada telefónica. Yo ya había previsto que también actuaría así. Le
esperamos en la puerta. Y cuando se reunió con nosotros nuevamente, le pregunté qué hacía
en Karachi.
—Estoy en el negocio de importación—exportación —dijo.
Cogimos un coche descubierto y tirado por caballos y Thompson le dio al conductor
instrucciones en urdu, lengua que parecía dominar a la perfección. Mientras viajábamos a
través de la ciudad en dirección al bazar, se sentó frente a nosotros en el pequeño asiento que
había detrás del conductor, charlando afablemente y preguntando qué razones nos habían
llevado hasta Pakistán. Le expliqué que yo era fotógrafo de Geographies Illustrated y ahora
estaba de regreso a casa después de cumplir con un trabajo que me habían asignado en
Ceilán.
—¿Entonces, no están casados?
—Oh, no —dijo Jan—. Sólo hace dos semanas que nos conocemos. Fue en un barco
después de abandonar Calcuta.
—¿Viaja usted sola?
—No, mi padre viaja conmigo —dijo ella—. Esta tarde se quedó en el hotel a dormir la
siesta.
Le explicó que su padre tenía una acería en Filadelfia y que estaban realizando un viaje
alrededor del mundo. Su madre había muerto el año anterior en febrero, y ella había pre-
sionado a su padre para que ambos hicieran el viaje, esperando que él lograra superar tan
duro trance.
Aparentemente satisfecho, Thompson permaneció en silencio. Atravesamos Elephant Stone
Street y tomamos por una avenida flanqueada por altos árboles de aspecto sediento. Nunca
había visto antes aquella parte de la ciudad y aún hoy ignoro exactamente dónde fuimos. En
un momento atravesamos un parque y luego giramos hacia una calle estrecha y llena de gente
donde niños semidesnudos corrían junto al carruaje pidiendo una moneda.
Finalmente, nos detuvimos frente a una tienda que tenía una marquesina de hojalata
corroída y yo bajé del coche con considerable recelo. Era una zona peligrosa de la ciudad y yo
comenzaba a sentirme intranquilo por haber permitido quejan viniese a esta tienda. La
fachada del edificio estaba profusamente ornamentada y desde el nivel de la calle se alzaba
una especie de torre, una cámara hexagonal en forma de corona con ventanas cerradas a
ambos lados y varios minaretes pequeños esculpidos como los pilares de una cama con dosel.
Frente a la tienda había un pordiosero ciego sentado sobre un sucio jergón.
Subimos por una escalera de piedra y cruzamos la entrada en forma de arco donde fuimos
recibidos por un hombre pequeño que vestía un traje de alpaca y llevaba un fez.
—Buenas tardes —dijo, indicando que podíamos hablar en nuestro idioma.
Hizo una reverencia, sonrió y nos condujo hacia una especie de antecámara situada a la
derecha de la entrada. El lugar parecía estar limpio pero los olores de la calle habían
penetrado con nosotros. Thompson hizo las presentaciones, explicándole al propietario que
estábamos interesados en piedras preciosas. Nos ofrecieron sillas y una vez nos hubimos
acomodado el hombre del fez comenzó a mostrarnos las gemas. Thompson permanecía a un
costado, en silencio.
Supongo que estuvimos cerca de media hora en aquella tienda y aunque observé todo
cuidadosamente no vi nada extraño en el lugar. El pequeño hombre del fez era paciente y
educado, y Thompson permaneció al margen de la negociación.
Jan se mostró en desacuerdo con los precios. Aquel hecho me sorprendió puesto que yo los
consideraba sumamente razonables. Examinó primero los zafiros, luego los rubíes y, por
último, pidió ver los diamantes. Esperaba que no decidiera comprar un diamante porque son
las piedras más difíciles de verificar para un aficionado.
Por último, y debido a mi insistencia, ella compró un pequeño zafiro por noventa rupias.
Nos despedimos del propietario de la tienda y abandonamos el local.
—¿Volverá con nosotros? —le preguntó Jan a Thompson.
—No, gracias —dijo él—. Voy en otra dirección.
Salió con nosotros para llamar un coche y luego se despidió. Todo el episodio me dejó
completamente desconcertado. Yo no había advertido nada raro en la operación y, sin
embargo, tenía la sensación de que algo no estaba bien.
Mientras regresábamos al hotel, le pedí ajan que me dejara ver el zafiro. Abrió su bolso y
me lo entregó. Lo examiné cuidadosamente, haciéndolo girar en mi mano. Tenía una buena
estrella y, aunque era una piedra pequeña, el color era profundo y azul y su forma casi
perfecta. Yo estaba seguro de que la gema valía cada centavo quejan había pagado por ella, tal
vez incluso más.
—Cuenta tu dinero otra vez —le dije—. Cerciórate de que te dio el cambio correcto.
—Está todo aquí —dijo ella, contando los billetes—, ¿Por qué eres tan suspicaz?
—No lo sé. Honestamente, no lo sé. Cuando estábamos en la tienda tuve una sensación
muy extraña. Allí había gato encerrado, pero no pude descubrir qué era. Era como observar
uno de esos juegos con tres cáscaras de nuez y un guisante o una partida de póquer
preparada. ¿Sabes a qué me refiero?
—Sí —dijo ella—, creo que sí. Yo tuve la misma sensación.
Cuando la miré me dio la impresión de que se había puesto pálida.
Una vez de regreso en la habitación de mi hotel, me serví una bebida y salí a la terraza a
tomar el fresco. Poco después oí que llamaban a la puerta y Jan entró en la habitación.
—Papá aún duerme —dijo—. Pensé en venir a tomar una copa contigo.
—Muy bien. Puedo servirte un whisky, pero no tengo hielo.
—Así es el Indostán. Bien, que sea sin hielo, y bien cargado. Aquella tienda me ha dado
miedo.
Se sentó en la cama mientras yo preparaba las bebidas y cuando se la llevé, me pidió un
cigarrillo. Llevaba una blusa blanca de algodón y se había quitado la chaqueta que había
usado mientras hacíamos las compras; la blusa llevaba varios botones desabrochados. No
pude evitar comprobar que no llevaba sujetador, pero lo atribuí al calor y coloqué mi silla
junto a la ventana donde la vista no era tan perturbadora.
—Sabes —dijo—, hemos estado juntos casi constantemente durante dos semanas y ni
siquiera has intentado besarme.
—Soy un hombre casado, ya te lo he dicho. En mi casa me esperan una esposa y unos
niños, jovencita.
Jan frunció los labios y me miró con reprobación.
—No dije que te dejaría hacerlo, pero no es muy halagador que no lo hayas intentado.
—El problema contigo —le dije— es un exceso de sol.
Se echó a reír y se puso de pie.
—Creo que tienes razón. ¿Te importa si paso al baño y me refresco un poco? Me siento
completamente sucia desde que abandonamos la tienda. Ojalá no hubiésemos ido.
Cuando salió del cuarto de baño advertí que se había abrochado la blusa y me sentí
aliviado.
—¿Qué me dices de la cena? —pregunté.
—Nos encontraremos en el bar a las seis. Es decir, si puedo despertar a papá. Hace un rato
dormía profundamente.

Cuando Jan se marchó, tomé un baño y me afeité, y a las seis bajé al bar a esperar ajan y a
su padre. Todavía pensaba en Thompson, pero no podía encontrar un fallo en ninguna parte:
Jan había pagado por la piedra lo que obviamente valía; el amable Thompson se había
marchado sin pedir un centavo por sus servicios. Era demasiado razonable, como diría un
inglés. No tenía sentido, juzgándolo a partir de lo que yo sabía de los individuos como
Thompson. Pero ¿dónde estaba la trampa?
Pedí una segunda bebida mientras pensaba en todo el asunto y entonces, súbitamente, me
di cuenta que hacía mucho tiempo que estaba aguardando. Ya eran las seis y media y Jan y su
padre no habían aparecido. Recordaba perfectamente quejan había dicho que se encontrarían
conmigo a las seis en el bar. No eran las personas más puntuales del mundo, pero media hora
era demasiado tiempo para retrasarse, y yo estaba seguro de que me hubiesen avisado si algo
los estaba demorando. Comencé a preocuparme. De modo que, luego de unos minutos más
de espera, decidí regresar a mi habitación y llamarles por teléfono.
Mientras abandonaba el bar eché un vistazo en el vestíbulo para comprobar que no
estuvieran esperándome allí por error, pero no había señal de ellos. Por lo tanto, subí la am-
plia escalera tapizada de rojo, salvando los escalones de dos en dos, sintiéndome más
preocupado con cada paso. La transacción con Thompson me había vuelto extremadamente
suspicaz.
Al llegar al segundo rellano, giré a la izquierda en el corredor y descubrí que había alguien
en mi habitación. Cuando llegué a la puerta, lo primero que vi fue mi maleta. Estaba sobre la
cama, una de mis cámaras estaba junto a la maleta y alguien le había quitado la funda de piel.
También habían quitado la ropa de la cama que estaba amontonada en el suelo y varios
cajones de la cómoda se hallaban abiertos. Y lo segundo que vi fue al hombre pequeño del
traje de alpaca negro y el fez: el hombre de la tienda de joyas estaba en la puerta del cuarto de
baño, mirándome por encima del hombro con ligera sorpresa, y llevaba una pistola en la
mano.
Cuando se volvió hacia mí, yo retrocedí e intenté salir de la habitación. Al llegar a la puerta
me topé con un hombre corpulento, vestido de color caqui y con un turbante en la cabeza. El
individuo me cogió de un brazo. Cuando traté de liberarme, me lo retorció. Giré tan rápido
como pude en dirección opuesta y le atizé un buen golpe en la boca con mi puño izquierdo.
Me soltó y se cubrió el rostro con las manos; volví a golpearlo arrojándole contra la pared.
Pero otro individuo había surgido de algún lado como el primero, otro hombre de fuerte
contextura y vestido con lo que parecía ser un uniforme militar de color caqui. Mientras in-
tentaba hacerle frente, me golpeó con una pequeña porra. El golpe rozó mi cabeza y fue a
estrellarse en el hombro haciéndome caer sobre mis rodillas, agarrado de la cintura del
desconocido. El volvió a golpearme con su porra y eso fue todo lo que recuerdo.

Cuando recobré el conocimiento estaba tendido en mi propia cama de cara al mosquitero y


el hombre pequeño del fez estaba inclinado sobre mí con una toalla húmeda en las manos.
—Lamentamos lo que ha sucedido —dijo.
—Yo también —respondí. Era todo lo que podía pensar en aquel momento.
Cruzó la habitación y regresó con mi pasaporte.
—Hemos comprobado todos sus papeles y establecido su identidad —dijo—. Ahora
sabemos que fue un error.
—Estoy totalmente de acuerdo con usted. Pero, ¿qué clase de error?
—Pensábamos que estaba de acuerdo con la joven. Ahora todo está en orden.
—¿Jan?—dije— ¿Dónde está?
—Los dos han sido detenidos.
—¿Detenidos? ¿Por qué?
—Por el robo de varios miles de dólares en piedras preciosas. —Sacó un sobre de papel
manila de un bolsillo y lo vació en la palma de su mano. Había media docena de rubíes y
perlas, una esmeralda y un gran diamante que reflejaba la luz amarilla—. Encontramos estas
piedras preciosas en su cuarto de baño —explicó—. Evidentemente ella comenzó a sospechar
cuando abandonaron la tienda y se llevó las gemas a su habitación para ocultarlas.
—Espere un minuto —dije—. No le he podido seguir muy bien. ¿Está diciéndome que es
usted un oficial de policía?
—Efectivamente, sahib. Fuimos advertidos por las autoridades de Bombay que debíamos
vigilar a estas personas; de modo que cuando llegaron aquí les tendimos una trampa. Han
estado utilizando este sistema desde Hong Kong.
—¿Qué clase de sistema?
—Verá usted, ellos tienen gemas sintéticas. La joven sustituye una piedra sintética por una
auténtica del mismo tamaño y forma. Hoy, mientras usted estaba con ella, cambió un rubí y
un diamante de seis caras. Nos coló un par de piedras sintéticas, como dirían ustedes, los
americanos.
Me incorporé y dejé que mis pies colgaran sobre el borde de la cama. Los oídos me
zumbaban y sentía un terrible dolor sobre la oreja izquierda. El tipo corpulento estaba de pie
junto a la puerta y tenía el labio inflamado. Obviamente era un policía.
—Sentimos mucho lo sucedido —continuó diciendo el hombre del fez—, pero la situación
era muy confusa y aún no sabíamos quién era usted realmente.
—¿Qué ha pasado con el padre de Jan?
El hombre pequeño meneó la cabeza con tristeza.
—Me temo que ese hombre no era su padre, sahib. Una situación muy lamentable.
Estuvimos en silencio durante un momento. Mi cabeza comenzaba a aclararse lentamente.
—Hablemos de Thompson —dije—. Él era su señuelo, ¿verdad?
—¿Perdón?
—Él nos llevó hasta la tienda.
—Oh, sí, Thompson. —Sonrió—, Thompson nos ha sido muy útil en numerosas ocasiones.
—¿Pero él no es policía?
—Oh, no. Thompson es... ¿cómo le llamaría usted? El hace cualquier cosa por un poco de
dinero.
—Un estafador —dije—. Siempre lo supe. Esa gente no puede engañarme ni por un
minuto.
El guardián

Clark Howard

Charles Lawson, el nuevo alcaide, se hizo cargo de la prisión un lunes gris y lluvioso al
mediodía. Convocó la primera reunión con el personal una hora más tarde.
—Caballeros —dijo desde detrás de un escritorio que había dejado vacante su antecesor
aquella misma mañana—, todos saben quién soy y por qué estoy aquí. He sido designado por
el gobernador para suceder al anterior director de esta institución, y me han sido conferidos
todos los poderes para actuar de la manera que considere más conveniente para defender los
intereses del Estado.
Lawson se incorporó y se volvió hacia la ventana que había detrás de su silla. Miró el gran
patio, aún chamuscado y ennegrecido por el motín que había sido sofocado apenas cuarenta y
ocho horas antes.
—Dos reclusos muertos —continuó diciendo Lawson con voz tranquila—. Dieciséis
hombres heridos; cinco de ellos son guardias. Y —regresó a su asiento— pérdidas por valor
de varios miles de dólares.
Se arrebujó en el sillón y extrajo una pipa usada del bolsillo de su americana. Los hombres
que estaban sentados frente a él —el alcaide suplente, el capitán y tres tenientes de los
guardias de prisión— le observaron mientras Lawson llenaba cuidadosamente la pipa
cogiendo el tabaco de una tabaquera de piel. Cuando la tuvo bien cargada, aseguró la bo-
quilla entre los dientes y encendió un cerilla frotándola contra la uña del pulgar. Acercó la
llama a la cazoleta y encendió el tabaco, lanzando grises volutas de humo que se expandieron
por la habitación.
—He recibido tres instrucciones del gobernador —dijo, sacudiendo la cerilla y arrojándola
en el cenicero del anterior alcaide—. Primero, la más importante, debo restaurar el orden en
la prisión. Segundo, debo establecer y mantener una estricta seguridad interna. Y tercero,
debo iniciar una exhaustiva investigación a fin de determinar las causas concretas del motín,
establecer las responsabilidades que correspondan a cualquiera de las dos partes, y rectificar,
si es posible, los hechos que excitaron los ánimos. Ahora bien —se reclinó en la silla—, me
agradaría escuchar algunas sugerencias para iniciar un procedimiento que cumpla con el
primer objetivo: restaurar el orden dentro de la prisión.
—Puedo responder a eso por usted —dijo Fred Hull, el capitán de los guardias de la
prisión—. En realidad, puedo decirle cómo cumplir todos los objetivos propuestos. Encierre a
Ralph Starzak en el agujero6 y pierda la llave.
—Ralph Starzak —reflexionó Lawson. Hizo repiquetear los dedos sobre el brazo del
sillón—, ¿Se trata de Ralph Starzak, el famoso defensor de principios de los cincuenta? ¿Ha
estado aquí durante catorce o quince años?
—Dieciséis —dijo Hull—, Cumpliendo una condena de veinte años y un día y
permanecerá con nosotros hasta cumplir toda la condena. El tribunal de libertad provisional
le denegó la solicitud hace tres meses y tendrá que cumplir los veinte años.

6
Se denomina de este modo en las prisiones americanas a un tipo de celda de aislamiento con
unas condiciones de habitabilidad y sanitarias mínimas. (N. del E.)
—¿Está diciendo que Starzak es todo el problema, capitán? ¿Que es el responsable de todos
los problemas que hay en la prisión?
—Así es —dijo Hull categóricamente—. Eso es exactamente lo que estoy diciendo.
—Bien —dijo Lawson.
Dio unas caladas a su pipa y asintió lentamente.
—¿Y qué piensan ustedes? ¿Están de acuerdo con el capitán?
Por un momento se produjo un gran silencio en la habitación. Se intercambiaron miradas
sin decir nada. Finalmente Roger Stiles, el joven alcaide suplente, habló:
—Señor —dijo, dirigiéndose a Lawson—, con el debido respeto a la opinión del capitán
Hull, me temo que debo discrepar de él. Estoy seguro de que seré una minoría, uno solo, pero
creo que el capitán exagera la importancia de Starzak entre los demás reclusos. Pienso que no
tiene en absoluto la influencia que el capitán Hull le atribuye...
—¡Influencia!—rugió Hull—, ¡Starzak está detrás de cada negocio sucio que existe en este
lugar! Controla a todos los reclusos que ocupan alguna posición importante.
—Eso no es totalmente cierto —dijo Stiles suavemente—. El no controlaba a los reclusos
maestros en la escuela...
—¡Los reclusos maestros! —Hull escupió las palabras con sorna—. ¿Quién quiere
controlarlos a ellos? ¡No son nadie para el resto de los reclusos! Estoy hablando del control
que ejerce sobre los reclusos que realmente importan, los que trabajan en el economato, en el
comedor, en la lavandería. Estoy hablando de aquellos a los que un recluso debe pagar si
quiere una toalla limpia dos veces a la semana y un trozo más grueso de carne en el plato
durante el almuerzo y muchos cigarrillos en lugar de una cuota reducida.
—¿Está usted insinuando que Starzak controla todo eso? —preguntó Lawson.
—Eso y mucho más —dijo Hull—, y no lo estoy insinuando; estoy estableciendo un hecho.
No hay ninguna duda sobre ello.
—Una opinión no es un hecho —dijo Stiles con calma.
—Me temo que Stiles ha dado en el clavo —dijo Lawson—. ¿Tiene usted alguna prueba,
capitán? ¿Cualquier infracción concreta a las reglas del recluso de la que usted pueda acu-
sarle?
Hull miró fugazmente al joven alcaide suplente que estaba junto a él.
—No —dijo en voz queda.
—¿Hay algún recluso que pueda colaborar con nosotros en una investigación sobre
Starzak? —preguntó Lawson.
Hull meneó la cabeza.
—Debe usted tener uno o dos informadores en el patio —dijo Lawson—. Nunca he visto
una prisión que no contase con ellos.
—Seguro —dijo Hull—, tenemos chivatos. Darán el soplo acusando a cualquier recluso de
la prisión... excepto a Starzak.
—Entonces no disponemos de una base para iniciar una acción disciplinaria, ¿cierto?
—No, a menos que usted acepte mi recomendación personal de confinamiento solitario
para Starzak —dijo Hull ásperamente.
Lawson volvió a hacer tamborilear sus dedos sobre el escritorio.
—Déjeme pensar el asunto durante un par de días —dijo con voz neutra—. Permítame
cogerle el pulso a este lugar. Lo discutiré con usted detalladamente antes de tomar una
decisión. Mientras tanto, creo que será mejor que todos nos aboquemos al objetivo de
restaurar el orden en todas las áreas de la prisión. ¿Cuál es nuestra situación en este
momento?
—En lo que atañe a seguridad estamos correctamente —contestó Hull—, Los pabellones A
y B están totalmente bajo control, las galerías 1 hasta la 5 en el pabellón C han sido cerradas.
La galería 6 en el pabellón C está cerrada porque los reclusos mantienen una huelga de
hambre desde que tomaron el desayuno el sábado.
—¿Hasta cuándo cree que aguantarán?
Hull se rascó pensativamente el mentón.
—Hasta el mediodía del martes como máximo.
—Está bien. ¿Algo más?
—Ocho de los amotinados aún resisten en la zapatería. No están armados... —miró
fijamente al alcaide suplente, Stiles— pero nos han ordenado que no les saquemos por la
fuerza.
Lawson se volvió hacia Stiles y arqueó las cejas en un gesto interrogativo.
—La maquinaria de este lugar vale más de veinte mil dólares —explicó el alcaide
suplente—. Esos hombres la destrozarán si intentamos sacarlos a la fuerza. Estoy negociando
con ellos a través del padre Cahill, el capellán de la prisión; creo que saldrán voluntariamente
—ahora fue él quien miró fijamente a Hull—, sin que al Estado le cueste una nueva zapatería.
—De acuerdo —dijo Lawson. Volvió a dirigir su atención hacia Hull—. ¿Qué más?
El capitán se alzó de hombros.
—Esta es la situación. Tenemos a la mitad de los reclusos en celdas incomunicadas; y en el
dispensario hay casi el mismo número. Los tres pabellones están cerrados; los privilegios han
sido suspendidos.
—Muy bien —dijo Lawson—. Ahora esto es lo que quiero que hagan: que continúen
cerradas las galerías, pero permitidles que oigan la radio y que también puedan leer en todas
las celdas, excepto en aquellas donde se mantiene la huelga de hambre. Esta noche, durante la
cena, enviad un par de carretones con comida y ofreced una bandeja a cada uno de los
reclusos en huelga de hambre; todo el que acepte comer podrá acudir al comedor. En cuanto
a los reclusos que permanecen en la zapatería, dejaremos que el capellán continúe hablando
con ellos para persuadirlos de que deben entregarse. —Miró fugazmente hacia los tres
tenientes de Hull—. Para mañana al mediodía quiero un informe por escrito de estos tres
oficiales acerca de la situación en cada pabellón, junto con algunas breves recomendaciones
de su parte, capitán Hull, sobre medidas generales a adoptar. Puede excluir cualquier
referencia a Starzak; hablaremos personalmente de ese tema más tarde. —Hizo una pausa y
luego añadió—: ¿Alguna pregunta?
—Ninguna —dijo Hull. Se levantó de la silla y los tres oficiales hicieron lo mismo. Los
cuatro, con Hull a la cabeza, abandonaron la habitación.
Cuando Stiles y Lawson estuvieron solos, el joven alcaide suplente carraspeó y dijo:
—Lamento estas discrepancias, señor. Me hubiese gustado que su primera reunión hubiese
sido más relajada.
—No se preocupe —dijo Lawson, sonriendo—. Honestamente, y a la luz de las presentes
circunstancias, no esperaba que la reunión se desarrollara tan bien como ha sucedido. —Se
puso de pie y movió la pipa hacia un costado de la boca—. Vamos al comedor y
conozcámonos mejor con una taza de café por medio.
En el enorme comedor de los reclusos, ahora desierto excepto por los presos que trabajaban
allí, Lawson y Stiles cogieron sendas tazas de metal y se sirvieron el café de una gran cafetera
que había detrás del mostrador. Se dirigieron hacia una mesa metálica con asientos
asegurados al suelo y sus pasos retumbaron en la enorme estancia. Lawson tomó su café en
silencio durante un momento y luego miró directamente al joven alcaide suplente.
—Detesto tener que ponerle en el disparadero tan pronto —dijo llanamente—, pero usted
sabe muy bien que yo también me encuentro así. Y no necesito decirle que quiero salir cuanto
antes de él. De modo que... ¿cuál es su evaluación del capitán Hull como oficial de la prisión?
Stiles sonrió incómodo.
—Evidentemente usted no se anda por las ramas, ¿verdad?
—Normalmente soy más sutil, pero en este caso no tengo tiempo. Por el momento,
mantendremos esta conversación dentro de lo confidencial, si así lo prefiere.
Stiles se alzó de hombros.
—Me es indiferente; diría lo mismo extraoficialmente que oficialmente.
—Bien —dijo Charles Lawson—. Me agrada su actitud. Vayamos al grano.
—De acuerdo —Stiles tragó saliva y bebió un sorbo de café—. Fred Hull es probablemente
uno de los oficiales de seguridad más capaces y eficientes que pueda tener una prisión.
Controló en dos días una revuelta que hubiese durado una semana en cualquier otra
institución penitenciaria. Cuando se trata de mantener a los reclusos encerrados detrás de un
muro no hay hombre más capaz que Hull para ese cometido. Un ejemplo perfecto de su
competencia es el hecho de que ha permanecido aquí durante dieciséis años y en ese lapso no
se ha producido una sola fuga.
»Pero... —Stiles bajó la voz sabiendo cómo retumbaba en el enorme pabellón—, en las
áreas de rehabilitación, educación del recluso, entrenamiento vocacional —todos los aspectos
modernos— el capitán Hull es un verdadero fracaso. Se encuentra completamente fuera de su
elemento; es una especie de regreso a los antiguos penales. En lo que atañe a la motivación
del prisionero hacia su autosuperación, su concepción es tan arcaica como una cadena de
presidiarios condenados a trabajos forzados. En pocas palabras, el capitán Hull está
convencido de que la función de una penitenciaría es simple y puramente la de castigar, y yo
creo que está totalmente equivocado.
Lawson apretó brevemente los labios.
—¿Le agrada el capitán Hull personalmente? —preguntó de pronto.
—No —dijo Stiles—. Me temo que no. Sin embargo, no me desagrada. Es sólo que no
tenemos nada en común; no hay ninguna base para establecer una amistad.
—Comprendo —asintió Lawson—. Bien, aprecio su sinceridad. —Hizo tamborilear los
dedos, en lo que parecía un hábito, sobre la pulida superficie de metal. Stiles observó que
sobre la mesa quedaban nítidamente impresas las huellas dactilares—. ¿Qué me dice de
Starzak?—preguntó Lawson—. ¿Es un preso importante o no?
Stiles se alzó de hombros.
—Hull así lo cree. Yo no.
—Hull no lo cree simplemente —le corrigió Lawson—. Hull está firmemente convencido de
ello. ¿Por qué?
—Alcaide, no lo sé —dijo el joven—. Yo sería el primero en admitir que probablemente
Starzak ha estado implicado en dos o tres asuntos turbios. Quiero decir que ha estado aquí
durante una década y media, y cualquier preso veterano en cualquier prisión hará lo posible
por lograr que la vida sea más fácil para él. Pero no creo que controle a toda la población
reclusa.
—¿Cree usted que el capitán Hull puede mantener cierta animosidad personal con Starzak
por alguna razón?
Stiles se frotó el mentón en actitud pensativa.
—Es posible, supongo. Los dos han estado aquí durante mucho tiempo; tal vez tuvieron
alguna especie de enfrentamiento en alguna ocasión.
Lawson pensó durante un momento y luego dijo:
—Bien, ya tendré oportunidad de investigar esa posibilidad; de hecho la tendré mañana
mismo cuando le pregunte a Starzak cómo cree que puede mejorarse el funcionamiento de la
prisión.
Stiles frunció el ceño.
—¿Piensa preguntarle a Starzak cómo mejorar la prisión?
—Sí. A Starzak y a todos los prisioneros veteranos. He intentado ese camino
anteriormente, cuando fui alcaide de Danville 7. Le sorprenderían los resultados que se
pueden obtener a partir de entrevistas de esa naturaleza; para no mencionar las críticas
constructivas que se derivan de ellas. —Advirtió que Stiles había convertido el gesto adusto
en una sonrisa—. Espero que usted lo apruebe.
—Por supuesto —contestó de inmediato el joven—. Es precisamente la clase de idea
esclarecedora que necesita esta prisión.
—Bien, sólo espero que los resultados sean buenos —dijo Lawson—. Me gustaría que
concertara las entrevistas por mí, comenzando mañana a las nueve. Incluyamos a todos los
reclusos que lleven aquí quince o más años de condena. Celebraré entrevistas de quince
minutos con cada uno de ellos. Además, quisiera tener sobre mi escritorio las fichas de todos
ellos para las seis de esta tarde, así podré estudiarlas esta noche.
—Sí, señor. Me encargaré de todos los detalles.
—Bien —Lawson terminó su café—, ¿Regresamos?
Los dos hombres se pusieron de pie y caminaron hacia la puerta más próxima mientras sus
pasos retumbaban en el pabellón. A las nueve de la mañana siguiente, el alcaide Charles
Lawson comenzó a entrevistar privadamente a sus nuevos reclusos veteranos. Enfocó la
rutina de modo eficiente, profesional, indagando las mentes y los pensamientos de aquellos
hombres del mismo modo en que un cirujano experto examinaría sus cuerpos en busca de un
tumor, excepto que Lawson no utilizaba sus dedos, sino más bien una mente alerta y palabras
rápidas y dominantes para alentar a los hombres a que expresaran lo que sentían. Habiendo
leído sus historiales la noche anterior, estaba familiarizado con ellos como transgresores de la
sociedad y como presos de la institución. Ahora, tratando de aprovechar la sabiduría
desarrollada en su trabajo, trató de acercarse a ellos sobre la base de la comunicación entre
hombres maduros.
Lawson se sintió complacido al comprobar que su plan funcionaba aún mejor de lo que lo
había hecho en Danville. La mayoría de los prisioneros veteranos no sólo deseaban ayudar,
sino que se mostraban ansiosos por hacerlo. Del miembro superviviente de una joven pareja
de asesinos, por ejemplo, que ahora superaba el medio siglo después de pasarse treinta y un
años detrás de las rejas, Lawson se enteró de algunas graves anomalías en el funcionamiento
del Departamento de Clasificación, la sección separada del penal donde eran aislados los

7
Prisión del Estado de Illinois al sur de Chicago. (N. del E.)
presos recién llegados hasta que se les permitía incorporarse a la población reclusa general.
Luego, a través de un ex cirujano condenado a cadena perpetua por el asesinato de su esposa,
obtuvo información acerca de negligencias en el dispensario. De un tristemente célebre
gángster del Medio Oeste, que ahora trabajaba como carnicero de la prisión, Lawson
descubrió que la carne que suministraba un proveedor local era de baja calidad. Del preso de
más edad, el jefe de una banda de secuestradores que había raptado a un rico contrabandista
de licores a finales de la década de los veinte, y que hacía cuarenta y dos años que estaba en el
presidio, el nuevo alcaide descubrió que el consenso general de los reclusos era que el motín
había sido el resultado de una serie de pequeños descontentos acumulados durante un largo
período, más que un solo incidente que podía ser vinculado directamente a la causa que lo
había originado.
Después de que Lawson hubiera hablado con media docena de reclusos, llegó el turno de
Ralph Starzak. A Lawson le sorprendió el aspecto del preso cuando entró en el despacho y se
sentó. A diferencia del extravagante y multimillonario defensor que, en la década de los
cincuenta había sido enviado a prisión con una condena de veinte años y un día, el hombre
que estaba frente a Lawson era ahora un individuo calvo, ligeramente encorvado y de mirada
acuosa quien, con su complexión enfermiza y gris, difícilmente parecía capaz de influir
siquiera en un penado y mucho menos incitar a la violencia a toda la población de la prisión.
—Starzak —comenzó diciendo el alcaide, una vez que hubo superado la sorpresa inicial
que le había producido el aspecto del hombre—, he convocado a una entrevista a todos los
presos veteranos en un esfuerzo por determinar qué es, en opinión de los reclusos, lo que
necesita hacerse para mejorar las condiciones del penal. ¿Tiene usted alguna sugerencia que
hacer en este sentido?
Sentado en el borde de la silla, y aferrando entre sus manos la gorra de recluso casi con
temor, Starzak se alzó de hombros en una actitud evasiva.
—Yo... yo no sé nada acerca de... condiciones, alcaide.
—Starzak, no deber tener miedo a decir lo que tenga en mente —señaló Lawson—. Antes
de que termine el día, habré entrevistado a todos los reclusos que lleven quince o más años en
este lugar. No hay absolutamente posibilidad alguna de que nadie pueda enterarse quién me
dijo una cosa o la otra. Ahora bien, por favor, sea sincero conmigo. Estoy seguro de que usted
debe tener algunas ideas para mejorar las condiciones de la prisión.
Starzak volvió a alzarse de hombros.
—Bueno, seguro, alcaide... quiero decir, hay muchas maneras de hacer que las cosas
funcionen mejor. La comida podría mejorarse, hay muchas cosas hervidas en el menú; y las
películas que nos pasan los domingos son tan antiguas que se ve a Dean Martin todavía con
su antigua nariz...
—Esas son quejas generales —dijo Lawson—, Algunos prisioneros siempre se quejarán de
la comida; y otros también se quejarán de las películas de los domingos. Lo que yo estoy
buscando son situaciones específicas, Starzak; especialmente causas de descontento que
puedan originar complicaciones. Por ejemplo —abrió casualmente el grueso expediente de
Starzak—, no es extraño que los funcionarios, o incluso los oficiales, favorezcan a
determinados presos mientras que, al mismo tiempo, tratan duramente a otros. ¿Diría usted
que tales situaciones existen en esta prisión?
Starzak hizo girar la gorra entre sus dedos y evitó la mirada de Lawson.
—Tal vez sí, tal vez no —dijo—. No sé nada acerca de esas situaciones.
Lawson hizo tamborilear los dedos sobre el escritorio.
—¿Denunciaría usted a un oficial que fuese excesivamente duro con usted, Starzak?
—Seguro —los hombros del recluso se alzaron y volvieron a caer—. ¿Por qué no? Quiero
decir, he estado aquí mucho tiempo, alcaide. Nunca he tenido problemas —hizo un gesto con
la cabeza hacia el escritorio—, usted mismo lo puede comprobar mirando mi historial. En
dieciséis años no me han castigado nunca. Me hubieran dado la libertad provisional hace
mucho tiempo si hubiese tenido un trabajo y una familia con la cual vivir...
—¿De modo que acusaría a un guardián, incluso a un oficial que tuviese un problema con
usted y que le tratase duramente por ello?
—Sí, señor, lo haría —dijo Starzak categóricamente—, y puesto que mi ficha está limpia,
también me gustaría recibir un trato justo.
—Comprendo —dijo Lawson—. Bien, creo que esa actitud es muy realista, Starzak. —
Simuló estudiar concienzudamente una de las páginas del historial del prisionero. Frunció el
ceño y luego dijo—: ¿Se lleva usted bien con el capitán Hull?
Starzak meneó la cabeza.
—El capitán no me aprecia demasiado —admitió.
—¿Por qué? ¿Ha tenido algún problema con él?
—Bien, sí, señor, en una ocasión... pero en realidad no fue nada serio.
—Permítame que sea yo quien lo juzgue. ¿De qué se trataba y cuándo sucedió?
Starzak se rascó una oreja.
—Veamos, fue hace aproximadamente cinco años, tal vez un poco más. Yo trabajaba como
verificador en la lavandería... el mismo trabajo que hago ahora.
»Mi trabajo consiste en asegurarme de que las sábanas son recogidas de ciertas galerías en
determinados pabellones en días concretos. Los presos las quitan de sus literas, las doblan y
las dejan en el pasillo fuera de las celdas. Entonces los de la lavandería las recogen. Las
sábanas se meten en agua hirviendo y se blanquean, se secan con aire, luego pasan por la
máquina que las dobla y regresan a las celdas el mismo día antes de la hora de cierre...
—Estoy familiarizado con la rutina de la lavandería —dijo
Lawson con paciencia—. Quiero saber qué ocurrió entre usted y el capitán Hull.
—Sí, señor. El segundo martes de cierto mes, el capitán Hull vino a verme y me dijo que
mis trabajadores no habían recogido las sábanas de las galerías B-5 y B-6. Le dije que aquellas
dos galerías no se hacían hasta el siguiente martes. El capitán me dijo que estaba loco y que
había sábanas fuera de cada celda en las galerías B-5 y B-6. Le dije que podía ser, pero que ese
martes no les correspondía el turno de lavandería. Entonces él me dijo que evidentemente yo
no sabía lo que estaba haciendo y que no podía ocupar ningún puesto de responsabilidad; de
modo que me relevó de mi tarea.
Lawson asintió.
—¿Y entonces?
—Bien, yo pensé que no era justo y fue a ver al alcaide suplente, que era el señor Grimes,
antes de que llegara el señor Stiles. Bien, el señor Grimes estudió el asunto y descubrió que yo
estaba en lo cierto y que el capitán Hull se había equivocado. El día de recogida de sábanas en
las galerías B-5 y B-6 era el martes siguiente. Lo que sucedió fue que algún recluso de la B-5
confundió los días de recogida y puso las sábanas fuera de la celda por error. Otro prisionero
lo vio y sin pensarlo hizo lo mismo. Muy pronto se produjo una especie de reacción en
cadena y todos los presos de ambas galerías colocaron sus sábanas en el pasillo. Cuando el
capitán Hull lo vió, naturalmente imaginó que había alguna confusión en la lavandería...
—¿Le culpa usted por haber pensado eso? —le interrumpió Lawson.
—En absoluto —dijo Starzak sin dudarlo—. Si hubiese estado en su lugar yo habría
pensado exactamente lo mismo. Quiero decir que uno no esperaría que todos los reclusos de
dos galerías fuesen a cometer el mismo error al mismo tiempo.
—¿Cuál fue la consecuencia de su queja al alcaide?
—El señor Grimes me restituyó en mi puesto —contestó Starzak con aire de santurrón—.
Era la única cosa justa que podía hacerse.
—¿Y cree usted que la situación fue lo bastante grave como para que el capitán Hull le
tomase ojeriza?
—No, señor. Fue sólo un detalle insignificante y se solucionó aquel mismo día. Incluso no
creo que nadie más se haya enterado, excepto el señor Grimes, el capitán Hull y yo.
Lawson sonrió.
—¿Quiere decir que usted no se jactó ante los otros presos de haber hecho morder el polvo
al capitán?
—¡No, señor! —dijo Starzak rápidamente—. Yo no, alcaide. Tengo bastante sentido común
como para buscarme problemas.
Lawson permaneció pensativo durante un instante, mirando fijamente al enjuto, calvo e
insignificante recluso que estaba frente a él. De modo que, pensó, no había sido más que un
incidente trivial; un caso en el que Hull se había equivocado y un convicto había llevado la
razón. Una cosa que en sí misma no tenía mayor relevancia, pero que para Hull
probablemente había sido de importancia capital. Hull sabía que se había equivocado, y
también sabía que Starzak lo sabía. Ese, concluyó Lawson, había sido probablemente todo el
problema. Hull era tan veterano como Starzak en la prisión; había llevado una porra tanto
tiempo como Starzak había llevado un número. Tal como había señalado Stiles, era una
vuelta atrás a la época de los antiguos penales; la época en la que un guardián siempre tenía
razón, y un cautivo siempre estaba equivocado... los viejos días, cuando las revueltas de los
convictos eran reprimidas con disparos y golpes de cachiporra.
Lawson suspiró y cerró la carpeta de papel manila que tenía sobre el escritorio.
—Bien, Starzak, creo que eso es todo. Aprecio su sinceridad y estoy seguro de que lo que
me ha contado será de gran utilidad para que la prisión recobre su orden habitual. Gracias.
Lawson oprimió un botón que había en su escritorio para que el funcionario que estaba en
recepción supiese que Starzak se marchaba.
El alcaide convocó la segunda reunión con sus hombres el miércoles a última hora. Una
vez más el capitán Hull, los tres tenientes y el alcaide suplente Roger Stiles tomaron asiento
en un arco de sillas dispuestas frente al escritorio.
—Caballeros, no les retendré mucho tiempo —dijo Lawson en consideración a dos de los
oficiales que estaban fuera de servicio. Dejó su pipa a un lado y repasó los informes que le
habían sido remitidos el día anterior—. He estado leyendo los informes sobre la situación en
las distintas galerías y debo decir que son excelentes. Las sugerencias que contienen respecto
al mejoramiento de la seguridad general y a la protección frente a potenciales motines son
particularmente buenas. Después de un estudio complementario estoy seguro de que
implantaremos la mayoría, si no todas, de las sugerencias. —Dejó los informes a un lado y
señaló un cuaderno de notas—, ¿Cuál es la situación de los ocho hombres atrincherados en la
zapatería?
—Ya están fuera, alcaide —dijo Stiles. No pudo resistir mirar de reojo hacia Hull—.
Salieron voluntariamente y las máquinas no sufrieron desperfecto alguno.
—¿Dónde se encuentran ahora esos ocho hombres?
—Incomunicados.
—Está bien.
Hizo una señal en el cuaderno de notas y se volvió hacia Hull.
—Tengo entendido que la huelga de hambre en la galería C—6 ha sido resuelta.
—Sí, señor —dijo Hull—. Su idea de utilizar los carretones de comida surtió un gran efecto.
Durante la comida de este mediodía sólo quedaban tres hombres que se negaban a probar
bocado. Los hemos encerrado en celdas incomunicadas, de modo que ahora el pabellón C se
encuentra dentro de la misma rutina que el resto de los pabellones.
—¿Cuál es la atmósfera que se respira en los pabellones?—preguntó Lawson—. ¿Qué le
parece a usted?
—Tranquila —dijo Hull apoyándose en la experiencia que le daban sus años en la
prisión—. Yo diría que la hoguera se ha apagado.
—¿No cree que pueda volver a arder?
—Creo que se necesitaría algo muy grande para hacerlo.
—¿Cómo de grande?
Hull se alzó de hombros.
—Un guardián que mate a un recluso; algo de ese calibre.
—Estoy seguro de que nada tan serio podría suceder —dijo Roger Stiles secamente.
—Yo no estaría tan seguro —replicó Hull dirigiéndole una mirada gélida—. El año pasado
ocurrió cuatro veces en cuatro prisiones diferentes. Un preso es llamado por un funcionario, o
tal vez solicita permiso para ver al guardián; está a solas con él en una habitación del pabellón
o en la sala de guardia; de pronto se abalanza contra el guardián y éste le mata de un tiro. —
Se inclinó ligeramente hacia Stiles—. Podría suceder en cualquier momento, alcaide suplente.
En cualquier momento.
—Bien —interrumpió Lawson—, esperemos que no ocurrirá nada de tal magnitud. Al
margen de incidentes tan graves como el que sugiere, usted es de la opinión que el motín ha
terminado.
—Sí, señor —dijo Hull.
—Muy bien. —Lawson apuntó algo en el cuaderno y se dirigió a los tenientes—. Si esta
noche y mañana no se producen ningún incidente, suspendan el encierro mañana por la
noche y restituyan todos los privilegios de recreos, incluyendo el gimnasio y la televisión. No
obstante, deberán restringir todos los movimientos de las celdas a las galerías e instruyan a
todos los funcionarios para que permanezcan dentro de los cuartos de control de los
pabellones; no quiero que haya ningún guardia en los pasillos antes de la hora de cierre de las
celdas. ¿Entendido?
—Sí, señor —dijeron al unísono los tres oficiales.
—Bien. —Los dedos de Lawson comenzaron a tamborilear—. En cuanto a los hombres que
están incomunicados, que continúen así hasta que estudiemos cuáles han sido sus
infracciones. Comenzaremos mañana. —Echó un vistazo a su reloj—. Eso es todo por ahora,
creo. Capitán Hull, ¿le importaría quedarse un momento?
Roger Stiles y los tres tenientes se pusieron de pie y abandonaron el despacho. Hull, con la
mandíbula tensa en actitud defensiva, permaneció en su asiento.
—Hull —comenzó a decir Lawson una vez que estuvieron solos—. He estado haciendo
algunas investigaciones en torno a su teoría sobre la conexión de Starzak con la revuelta y,
honestamente, no encuentro ningún fundamento para ello...
—Tampoco es probable que lo encuentre —dijo Hull—. Starzak es un tipo listo.
—Starzak podría ser el tipo más listo del mundo y aun así no salirse con la suya en todo
impunemente —dijo Lawson con firmeza—, ¿Hay alguien en esta prisión que pueda res-
paldar sus sospechas?
—Mis tenientes... —comenzó a decir Hull, pero Lawson meneó la cabeza.
—Usted lo sabe mejor que yo, Hull. Ellos se mostrarán totalmente de acuerdo con usted.
Tiene que haber alguien más, en alguna otra sección de la prisión. ¿Qué me dice del personal
del hospital, de los encargados del economato, de los maestros voluntarios...?
—Ellos no saben nada —rezongó Hull—. Todo lo que hacen es trabajar aquí, ellos no
tienen que vigilar este lugar.
—Entonces lo que usted está diciendo es que no puede encontrar una opinión
independiente que corrobore la suya. Usted no puede probar que Ralph Starzak sea peor que
cualquier otro recluso veterano que ocasionalmente viola alguna norma.
—¿Está diciendo que necesito pruebas? ¿Pruebas para meter a un convicto como Starzak
en el agujero?
—Eso es exactamente lo que estoy diciendo, y no sólo respecto a Starzak, sino a cualquier
otro preso. No podemos hablar de honestidad a menos que la practiquemos.
Hull se recostó en el sillón y apretó los labios.
—Pensé que usted estaba aquí para fortalecer la seguridad. Pero habla como si estuviese
planeando mimar a esos rufianes.
—No pretendo mimar a nadie —dijo Lawson fríamente—, ya sean reclusos o guardianes.
—Se incorporó detrás del escritorio y comenzó a preparar su maletín—. Creo que ya hemos
discutido bastante este asunto, capitán. Si puede encontrar alguna evidencia que corrobore la
opinión que tiene sobre Starzak, no tendré ningún inconveniente en examinar mi postura; si
no es así, por favor, asegúrese de que recibe el mismo trato que cualquier otro prisionero. Y
puesto que hablamos del trato, puede avisar a sus ayudantes, para que a su vez lo transmitan
al resto de los funcionarios, que no toleraré violencias o malos tratos de ninguna índole mien-
tras esté a cargo de esta institución. Cualquier violación de esta regla significará la suspensión
inmediata y formulación de cargos ante la junta civil. ¿Entendido?
—Sí, señor.
Hull también se había puesto de pie. Observó atentamente mientras Lawson cerraba y
aseguraba el maletín.
—Hull —dijo el alcaide mientras salía de detrás del escritorio—, usted sabe que sólo le
faltan cuatro años para optar por la pensión. A la luz de los continuos cambios que
experimenta la administración y las políticas penitenciarias, haría bien en considerar la
posibilidad de acogerse a ella y buscar otro tipo de trabajo. —Hizo una pausa y apoyó amis-
tosamente una mano sobre el hombro de Hull—. No pretendo mostrarme rudo, Hull, es sólo
que algunos hombres no se adaptan tan bien como otros a determinados cambios. Usted es
un... bueno, un guardián de hombres; Stiles y yo, por otro lado, nos consideramos como
rehabilitadores, personas que ayudan a que otros hombres rehagan sus vidas. Usted fue muy
valioso en su día, Hull, pero me temo que su época ya ha pasado. —Presionó ligeramente el
hombro de Hull y retiró la mano—. Espero que no lo tome como algo personal.
—No —dijo Hull con tranquilidad—. No lo haré.
Siguió a Lawson fuera de la oficina, a través de la sala de recepción y hacia el corredor.
Salieron del edificio de la administración y bajaron media docena de peldaños de hormigón
hasta llegar a la zona de aparcamiento. Lawson colocó el maletín dentro del coche y se deslizó
detrás del volante.
—No cometa tonterías, Hull —le aconsejó—. No intente quebrar a hombres como Starzak.
Si se convierten en un problema, deje que Stiles y yo nos encarguemos de ello. Aguante estos
cuatro años que aún le quedan de servicio y acójase a la pensión.
Lawson retrocedió con el coche y describió un arco en dirección al portón del personal.
Hull permaneció junto al aparcamiento vacío observando mientras se alejaba. Un momento
después, uno de sus ayudantes, Finer, que cumplía el turno de noche, salió del edificio y se
acercó a Hull.
—¿Capitán? —dijo. Su voz era ligeramente nerviosa.
—¿Sí? —contestó Hull sin mirarle.
—¿Cree que el nuevo alcaide está en lo cierto? ¿Cree que la revuelta está controlada?
—Probablemente —respondió Hull—. A menos que suceda algo como lo que he dicho ahí
dentro. A menos que un recluso resulte muerto o algo por el estilo.
Finer asintió con la cabeza. Se sentía visiblemente aliviado.
—Bien, como ha dicho el alcaide suplente, no es probable que eso suceda.
—No —dijo Hull en voz apagada—. No, no es probable que eso suceda. —Miró a Finer—,
¿Ya ha hecho sus rondas?
—Ahora me disponía a hacerlas.
—¿Qué orden tienen esta noche?
Finer cogió una ficha que llevaba en el bolsillo de la camisa.
—Pabellón B, luego el A y finalmente el C.
Hull echó un vistazo al reloj.
—Le encontraré en el comedor cuando haya terminado. Tomaremos una taza de café.
—Muy bien, capitán —dijo Finer.
Mientras Finer cruzaba el patio, Hull se volvió hacia los peldaños de hormigón. Subió
lentamente la escalera y entró nuevamente en el edificio de la administración. Mientras
caminaba a lo largo del corredor, miró a derecha e izquierda para comprobar si alguna de las
oficinas del personal estaba aún ocupada; todas estaban vacías. Ignoró la oficina del alcaide,
sabiendo que allí no quedaba nadie, y llegó a la puerta cerrada de la oficina del alcaide
suplente. Se detuvo y llamó a la puerta; luego la abrió. Asomó la cabeza y comprobó que
Stiles también se había marchado por el resto del día. El edificio de la administración —
excepto por su presencia— estaba desierto.
Hull continuó caminando hacia su propia oficina. Entró y se sentó a su escritorio. Esperó
exactamente quince minutos hasta asegurarse de que Finer había completado la inspección
del pabellón B; luego llamó al jefe de guardia de ese mismo pabellón.
—Soy el capitán Hull —dijo—. Haga venir a mi oficina a Ralph Starzak, n.° 1172307.
El guardián que escoltó a Ralph Starzak a la oficina de Hull era uno de los nuevos
funcionarios en período de pruebas y a quien el capitán Hull apenas conocía. Él y Starzak
entraron en la oficina y se detuvieron junto al escritorio. Al cabo de un momento, Hull
levantó la vista. Miró superficialmente a Starzak y luego cogió la ficha que el joven guardián
tenía en la mano.
—No es necesario que aguarde —dijo mientras firmaba la ficha—. Lo llevaré
personalmente dentro de unos minutos.
—Sí, señor —dijo el joven guardián. Cogió la ficha y rozó la visera de su gorra en un
saludo informal.
—Por favor, cierre la puerta cuando se marche.
—Sí, señor.
El joven guardián se marchó y cerró la puerta tras él.
En el silencio que se hizo de pronto en la habitación, Starzak y Hull cruzaron una mirada a
través del escritorio. Luego, y de modo casual, Hull abrió un cajón y sacó una botella de
whisky y un vaso de cristal. Sirvió una medida doble y empujó el vaso a través del escritorio.
Starzak lo cogió ávidamente e hizo desaparecer su contenido en un segundo. Luego suspiró
profundamente y se dejó caer en un sillón.
—Lo necesitaba —dijo.
—Lo suponía —dijo Hull, luego colocó el tapón de la botella y volvió a meterla en el cajón.
Starzak se inclinó hacia adelante y dejó el vaso sobre el escritorio.
—Está bien —dijo inexpresivamente—, vamos al grano.
—Puedes relajarte —dijo Hull—. Nuestro nuevo alcaide es un reformador. Va a estar muy
ocupado rehabilitando a los reclusos para prestarle atención al fraude organizado en la
prisión.
—¿Estás seguro?—preguntó Starzak—, Quiero decir que tenemos algo bien organizado
aquí y...
—Naturalmente que estoy seguro —dijo Hull con tranquilidad. Se incorporó y fue hasta la
ventana desde donde podía ver las galerías iluminadas, las torres de vigilancia, el patio y el
muro. Se recreó en el paisaje sabiendo que era su territorio—. No dudes de que tenemos algo
muy bueno entre manos, Ralph; sé lo que tenemos. —Se llevó a los labios un cigarro y lo
encendió. Dio una profunda calada—. Tenemos doscientos convictos —reflexionó en voz
alta—, y cada día de cada semana al menos la mitad de ellos pagan entre quince y veinticinco
centavos por una cosa u otra. Los pequeños lujos de la vida: pantalones planchados; un pase
para el economato; un libro reservado en la biblioteca; una carta extra para el exterior; una
segunda bola de helado durante la cena del domingo; una cuota completa de tabaco en lugar
de juntar las colillas del suelo. Aquellas cosas que hacen que la vida aquí sea soportable.
Hull volvió la espalda a la ventana y miró a Starzak. Sonrió con el cigarro en los labios.
—De quince a veinticinco centavos por día, Ralph. Suena a bagatela, ¿verdad? ¿Pero
cuánto es en total? ¿Incluyendo todas las fuentes, cuánto es?
Starzak se alzó de hombros.
—Hacemos un promedio de ciento ochenta, doscientos pavos por día.
—Exacto. Y nosotros nos repartimos cien pavos por día y empleamos lo que sobra para
pagar al recluso de la biblioteca y a los que trabajan en el comedor y al empleado del
economato y a cualquiera a quien haya que pagar. Pero primero —se inclinó hacia adelante y
golpeó el escritorio con la palma de la mano—, primero, amigo mío, tú y yo nos llevamos
nuestros cien pavos, ¿verdad?
—Seguro. Así es —dijo Starzak. Volvió a alzarse de hombros—, Quiero decir, ¿por qué no
habríamos de hacerlo? Después de todo, nosotros planeamos este negocio, lo organizamos...
—Exactamente —dijo Hull—. Es nuestra criatura y nosotros obtenemos los beneficios.
Hemos estado trabajando durante catorce años; catorce largos años. —Volvió a sonreír—.
¿Sabes cuánto dinero tenemos en nuestra cuenta bancaria en Suiza, Ralph? ¡Más de trescientos
mil dólares! Qué me dices, obtenemos mil pavos al mes sólo de intereses. —Movió el cigarro en
su boca—. En cuatro años, Ralph, cuando acabes tu condena y yo me acoja a mi miserable
pensión, tendremos cerca de medio millón de pavos.
—Si este nuevo alcaide no se pasa de listo —dijo Starzak—, como lo hizo el anterior.
—Si lo hace —la sonrisa de Hull se desvaneció—, nos libraremos de él como lo hicimos con
su antecesor. Organizaremos otro motín; y nos cuidaremos de que cualquiera que haya
colaborado con él, que le haya proporcionado información, reciba lo mismo que el alcaide
cuando se produzca el motín... igual que los dos chivatos que nos cargamos durante la
revuelta que acaba de finalizar. —Hull apagó con rabia el cigarro en el cenicero—. Nosotros
somos los que dirigimos este negocio, Ralph; ¡tú y yo! Y nadie va a interferir en nuestros
planes. No he dedicado catorce años de mi vida a esta organización para nada. —Cogió el
vaso de Starzak y lo puso en el cajón junto con la botella de whisky—. Ningún alcaide
humanitario ni ninguna otra persona van a echar por tierra lo que me costó catorce años
construir —dijo con acento farisaico. Cerró el cajón y buscó su sombrero—. Vamos, te llevaré
de regreso a tu celda.
Los dos hombres abandonaron la oficina y caminaron juntos a lo largo del corredor.
Salieron del edificio, bajaron los peldaños de hormigón y cruzaron el patio. Hull suspiró pro-
fundamente y alzó la vista al cielo.
—Una noche muy agradable —dijo.
—Sí —convino Starzak, mirando también hacia arriba—. Miles de estrellas. Cuando eres
un convicto, es muy bonito tener noches estrelladas. Por lo menos tienes algo que mirar
cuando se han apagado las luces.
—Nunca había pensado en ello —dijo Hull—. Eso es muy interesante, Ralph.
Continuaron caminando uno junto al otro por el enorme patio de la prisión hasta que,
finalmente, sólo fueron dos figuras envueltas en las sombras y era imposible diferenciarlas.
Un curioso lugar para aparcar

James Holding

Al principio no creí lo que el niño me decía. Janie, nuestra telefonista, le había hecho pasar
y le había dejado de pie junto al rellano de mi puerta.
—Quiero ver al sheriff — dijo con voz aguda. Era pelirrojo, con la cara llena de pecas y los
dientes torcidos. Calculo que tendría unos diez años.
—Yo soy el sheriff — dije—, ¿qué puedo hacer por ti, hijo?
El niño me examinó con sus serios ojos castaños y luego me respondió:
—Usted no es el sheriff. El sheriff es gordo, he visto su fotografía en el periódico.
Un chico listo. Le expliqué que era el ayudante del sheriff, que en ese momento el sheriff no
estaba y si podía ayudarle en algo. ¿O es que debía ver al sheriff en persona?
Meditó acerca de esto último y luego meneó la cabeza.
—Me imagino que es lo mismo. Quería hablar con el sheriff sobre los dos hombres que
acabo de ver.
—¿Qué hombres?
—No sé quiénes son. Están atados. Tienen las manos atadas con alambre.
Me puse de pie y por primera vez le miré con aire crítico.
—¿Dices que tienen las manos atadas con alambre? —pregunté. Aquel chico miraba
demasiada televisión.
—Pse. Bueno, puede que no exactamente las manos. Digamos que las muñecas, o así.
Aunque pasé junto a ellos, no pude verlo bien.
—No tiene importancia; el hecho es que estaban atados, ¿verdad?
Asintió con la cabeza y puso los ojos en blanco, como suelen hacer los chicos cuando
recuerdan algo.
—Y también tenían en la boca una cosa que parecía cinta adhesiva o algo así.
—¿Dónde has visto a esos hombres, hijo?
—En el cruce de Donaldson.
Aquel lugar estaba a dos o tres millas de la ciudad, en una zona llana en la que se
cultivaban hortalizas y donde la autopista nacional 26 se encontraba con un ramal de la
carretera del condado. Estaba fuera de la jurisdicción de la policía municipal. Fuera de
nuestro territorio. De modo que le dije al niño:
—En el cruce de Donaldson no hay nada, ni siquiera una gasolinera. ¿Estás seguro de que
ése era el sitio?
—Yo vivo por allí, ¿sabe? Y paso por el cruce de Donaldson cada vez que vengo a la ciudad
en bici.
Parecía que estábamos dando rodeos en lugar de ir directo al grano, pero era un día
aburrido y yo no tenía nada mejor que hacer que charlar con el chico.
—De manera que hoy has pasado por ahí, ¿verdad?
—Es lo que le estoy diciendo. En bicicleta. Y al pasar he visto a los dos hombres atados.
—¿Dónde estaban?
—En la zanja. Junto a ese gran tubo que pasa por debajo de la carretera.
Qué imaginación. Hice un gesto con la cabeza como si creyera lo que me estaba contando.
—¿Y tú pasaste de largo con tu bicicleta?
—Pse.
—¿Por qué no te detuviste? Quizá podrías haberlos ayudado.
Meneó la cabeza con solemnidad.
—Oh, no, yo no debo mezclarme con extraños, con nadie que no conozca; eso es lo que
dice mi mamá. Si estoy solo y veo algo raro o algo que me asuste, mi mamá dice que lo único
que debo hacer es ir a avisar al sheriff.
Preocupado, hizo una pausa.
—Pero usted no es el sheriff. Él es más gordo que usted.
—Ya me lo has dicho antes, hijo. ¿Cómo puede ser que sólo tú hayas visto a esos dos
hombres si por ese lugar pasan muchísimos coches? ¿Eh?
Se alzó de hombros.
—No lo sé. —Después se lo pensó de nuevo y dijo—: Cuando voy en la bici pasó justo
junto al borde de la carretera. Por eso pude ver lo que había debajo, en la zanja.
—En ese lugar la zanja es bastante profunda, ¿verdad? ¿Y dices que bajo el colector?
—¿Bajo qué?
—El colector, el tubo que pasa por debajo de la carretera.
—Sí —asintió con la cabeza—. Allí es donde estaban esos hombres. En la zanja. Atados.
Con la boca amordazada. En el suelo.
Parecía tan sincero al hablar que estuve a punto de creerle. Pero le dije con aire severo:
—A vosotros, los chicos, os parece divertido gastar bromas a la policía, ¿eh? Os creéis muy
listos. Como en la tele, cuando los policías parecen todos tan tontos.
—Yo no le estoy gastando ninguna broma. Sólo hago lo que mi mamá me dice siempre que
debo hacer —dijo el chico. En su voz chillona había un aire burlón—. Bueno, eso es todo lo
que tenía que decirle. Y ahora me voy. —Dio media vuelta y se marchó sin mirar hacia atrás.
Le llamé.
—Espera un momento. ¿Quieres que vayamos juntos y me enseñas el lugar donde dices
que has visto a esos hombres?
—No. No puedo. Mi mamá dice que debo ir al dentista a las diez.
—¿Quién es tu dentista?
—El doctor Charles. Va a arreglarme estos dientes.
El chico me mostró los dientes delanteros como si fuese un tigre bostezando. No había
duda de que estaban torcidos.
—¿Cómo te llamas?
—Donald Start.
—Vuelve aquí y siéntate un minuto, ¿quieres, Don?
El niño regresó y tomó asiento junto a mi escritorio, echando una ansiosa ojeada a nuestro
reloj de pared. Faltaban diez minutos para las diez.
Levanté el auricular de mi teléfono y le pedí a Janie que me pusiera con la consulta del
doctor Charles. Cuando su enfermera contestó al teléfono, le pregunté si Donald Start tenía
cita a las diez. Ella me dijo que sí, por qué, ¿quería cancelarla? Le dije que no, allí estará, y
colgué.
Los ojos serios, y ahora ligeramente acusadores, de Donald no se apartaban de mí. Cuando
colgué, Don me dijo:
—Tendría que haber hablado con el sheriff. Usted no me cree.
Me aclaré la voz.
—Seguro que te creo. Pero tienes que admitir que suena fantástico. Iré allí ahora mismo y
comprobaré lo que me has contado. —Me puse de pie y Don hizo lo mismo.
Cuando nos dirigíamos hacia la puerta, un tren pasó rugiendo por el terraplén situado a
veinte metros al sur del edificio. Como ocurría siempre, parecía que iba a atravesar las
paredes de mi despacho. El cenicero que había sobre mi escritorio inició una breve danza a
causa de la vibración.
Cuando pudimos volver a escuchar nuestras voces, le dije a Don:
—¿Cuando pasaste junto a esos hombres, aún estaban vivos? ¿Te diste cuenta?
Ahora le estaba tomando en serio. En lo que a mí concernía, aquella llamada a la consulta
del doctor Charles había convertido a Don de un bromista en un ocupado ciudadano del
condado deseoso de cooperar con la policía.
—Estaban muy quietos.
—Supongo que no les habrían puesto mordazas si estuvieran muertos —dije. Le di unos
ligeros golpes en el hombro, de hombre a hombre—. Ahora ya puedes ir al dentista. Y gracias
por haberme contado lo de esos hombres, Don. Has hecho lo que debías. Yo me encargaré de
este asunto, no te preocupes.
—Está bien —dijo.
Ahora que yo le había creído y entraba en acción, Don se mostró un poco contrariado por
el hecho de no poder acompañarme al cruce de Donaldson. Los niños detestan perderse las
situaciones emocionantes, especialmente cuando ellos son los responsables. Pero era obvio
que la mamá de Don era el jefe. Cuando ella decía que debía ir al dentista, Don iba al dentista,
no importa cuántos hombres maniatados viera en el fondo de una zanja.
Le dije a Janie dónde estaría y salí a la calle. Don Start se alejaba en su bicicleta a través del
arco que lleva a Front Street por debajo de las vías del ferrocarril. Pensé que si le arreglaban
aquellos dientes, el pelirrojo llegaría a ser un hombre atractivo algún día, siempre que no se
dejara crecer el pelo hasta la cintura o algo así.
Aquel día había llegado a la oficina a las seis de la mañana, así que me venía muy bien salir
a estirar un poco las piernas. Era un brillante y fresco sábado de octubre y yo sabía que en el
campo el follaje estaba verdaderamente bello, todo salpicado por los colores del otoño. Sin
embargo, no podía decirse lo mismo de Circleville, porque no había un árbol o un arbusto a la
vista y los edificios y comercios formaban sólidas estructuras a ambos lados de la calle que
conducía el tráfico hacia el terraplén del ferrocarril por el paso subterráneo.
Eché a andar por Front Street hacia donde había aparcado mi coche. Normalmente
utilizábamos el aparcamiento del edificio de la administración del condado, por supuesto,
pero no abre hasta las siete de la mañana y durante la noche permanece cerrado con una
pesada puerta de hierro para mantener alejadas a las parejas románticas y desalentar a los la-
drones de coches que podrían sentirse tentados de tomar prestado alguno de los vehículos
oficiales que permanecen allí toda la noche. El que cumple el turno de las seis de la mañana
en la oficina del sheriff siempre deja el coche en la calle.
El mío estaba oculto detrás del enorme camión que había aparcado justo delante. Pude
notar que la cabina del camión no se hallaba a los obligatorios diez metros de la entrada del
aparcamiento oficial y se lo habría hecho saber al conductor, pero en la cabina no había nadie.
Tal vez estuviese desayunando en Greek’s, al otro lado de la calle.
Me metí en mi coche, di la vuelta en torno al camión, enfilé hacía la entrada del
aparcamiento para girar en redondo y luego me dirigí hacia el norte de Front Street, en di-
rección al cruce de Donaldson.
El cruce parecía tan solitario como una esposa gruñona, cuando llegué. Es una intersección
en forma de T: la autopista 26, una antigua carretera de dos sentidos que llegaba a Tri-Cities,
al oeste de Circleville, terminaba en la autopista nacional del condado. Si uno giraba hacia el
sur en esta última llegaba a Circleville, y si, por el contrario, giraba hacia el norte, acababa en
la gran autopista este—oeste que llevaba a Chicago y Nueva York.
Giré hacia la izquierda en la 26 y conduje unos centenares de metros hacia el único colector
que había a la vista, donde aparqué a un costado y comencé a bajar del coche. Antes de
apoyar el primer pie en el suelo escuché un grito que provenía del otro lado de la carretera.
La atravesé —no se veía ningún coche— y miré hacia la zanja por encima del borde del
colector.
Y allí estaban, tal como el chico había dicho.
Dos hombres con las muñecas atadas detrás de la espalda, yaciendo sobre el costado,
sujetos por los alambres que rodeaban sus muñecas a nivel del suelo a los pilares que sos-
tenían el colector para que no pudiesen incorporarse. Llevaban cinta adhesiva en la boca, sólo
que uno de ellos se las había arreglado para soltar un extremo de la suya mediante el
procedimiento de frotar el rostro por el suelo, y aquél era el que gritaba.
Cuando asomé la cabeza por encima del borde y el tipo me vio, dijo:
—Tío, ¡qué alegría verte!
Puso toda el alma en sus palabras, pero su voz era un ronquido a causa del tiempo que
llevaba pidiendo socorro.
Agité una mano tranquilizadora desde arriba y dije:
—En un momento estaré con ustedes. Voy al coche a buscar los alicates.
Cogí los alicates y me deslicé por el barranco empapado hacia la zanja del colector. Lo
primero que hice fue quitar la cinta adhesiva al segundo hombre.
—Gracias. ¿Le ha avisado el chico de la bicicleta?
—Sí. Soy de la oficina del sheriff. Vino a avisarnos.
Yo estaba trabajando a tope para librarlos de la base de los pilares.
—Estuve a punto de morirme cuando vi que el niño no se detenía —dijo el primero—
Sabía que nos había visto.
Pero no se detuvo y yo no podía gritar porque todavía no había logrado arrancarme el
maldito esparadrapo.
—De todos modos no les habría servido de nada —dije, trabajando con los alicates en los
alambres que rodeaban sus muñecas—. La madre del chico le ha prohibido que se mezcle con
extraños. —Logré liberar al primero de ellos de sus ataduras—. Le va a doler durante algún
tiempo. Los alambres estaban muy apretados.
El hombre se limitó a asentir con la cabeza, pero se incorporó y estiró las piernas. Llevaba
téjanos y una cazadora de cuero, y una mata de pelo negro. Liberé al segundo desconocido
que también se puso de pie. Los dos comenzaron a frotarse las manos para que la sangre
volviera a circular.
—Y ahora, muchachos —dije— ¿cuál es la historia?
El segundo tenía el pelo del color de la manteca, muy corto, y vestía como el primero. Se
llamaba Pete. El moreno era Joe.
—Fuimos asaltados —dijo Pete.
Los ayudé a salir de la zanja.
—¿Camioneros?
—Lo éramos —dijo Joe—, hasta que esos tipos nos robaron el camión esta mañana.
En realidad no dijo «tipos», pero era lo que quería decir.
—Venid a sentaros un rato en el coche —les dije—. ¿Hacía mucho que estabais en esa
zanja?
—Desde las seis y cuarto de la mañana —dijo Pete.
Subieron al asiento trasero del coche y siguieron frotándose las manos mientras lanzaban
fuertes imprecaciones hasta que la circulación se normalizó.
—¿Cómo es que no apareció nadie excepto ese chico? —pregunté.
—Supongo que todos los que se dirigen hacia el este por la autopista reducen la velocidad
al llegar a la señal de stop que hay en el cruce —dijo Joe—, y miran hacia adelante. Y todos los
que viajan hacia el oeste lo hacen por el carril opuesto y no podían vernos metidos en la zanja.
Incluso después de haber logrado quitarme la mordaza, no logré que nadie me oyera.
Ahora pasaban numerosos coches y algunos de ellos reducían, la velocidad por curiosidad,
como lo hacen siempre que ven un vehículo de la policía.
—Lamento que os haya pasado esto en nuestro condado. ¿Queréis contarme ahora lo que
sucedió? —les dije.
—Llevábamos un cargamento de televisores a color Universal para un distribuidor de
Chicago —dijo Pete—. Habíamos reducido la velocidad en la señal de stop que hay en el
cruce, justo antes de que amaneciera, y pensábamos girar a la izquierda cuando un Chevy 8
pasó junto a nosotros y se detuvo bloqueando la carretera, justo en este punto. La carretera es
algo más estrecha en la zona del colector, de modo que no pudimos sortearlo. No tuve más
remedio que frenar detrás del Chevy, apenas pude arreglármelas para hacerlo sin provocar
un accidente. Un segundo después había un tipo con una media en el rostro subido a la
cabina que nos apuntaba con una escopeta de doble cañón y nos ordenaba bajar. Al mismo
tiempo, otro tipo abría la puerta del lado de Joe.
—Me apuntó con una pistola automática grande como un cañón y me dijo que bajara de la
cabina. —Joe se pasó una mano por el pelo rascándose el cráneo.
—¿Y entonces?
—Entonces nos bajamos —dijo Joe—. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Uno no se pone a
discutir con esos argumentos, al menos nosotros no.
—Mientras sucedía esto, ¿no pasó o se acercó ningún otro vehículo?
—Ni un solo —dijo Joe—, ¿Verdad, Pete?
Pete meneó la cabeza.
—Antes del amanecer apenas hay tráfico por estas carreteras secundarias —dijo—. Uno de
los tipos sostuvo la escopeta mientras otros dos nos ataban, nos metían en la zanja y nos
sujetaban a los pilares.
—Espere un momento —dije—, ¿Había tres hombres?
—Seguro. Uno en el borde de la zanja a cada lado de la carretera y otro que conducía el
coche. El conductor ayudó a los otros dos a maniatarnos. Luego regresó al coche y partió; los
otros dos le siguieron en el camión.

8
Se denomina así a los coches Chevrolet. (N. del E.)
—¿Hacia dónde se dirigieron por la carretera del condado? —pregunté. Empezaba a sentir
un extraño cosquilleo en los huesos.
—No pudimos verlos —dijo Pete—, pero la cabina del camión enfilaba hacia el sur.
La sensación se hacía más intensa.
—Televisores Universal. ¿El camión llevaba ese nombre?
—No. El remolque dice «Royal» en los laterales. Es por la compañía Royal Trucking de
Chicago. Conducíamos el camión para la Universal.
—¿El remolque es de acero inoxidable?
—De aluminio —dijo Pete amargamente—. Y flamante, además. El jefe nos matará por
esto.
Les hice la pregunta decisiva.
—¿Qué número de matrícula?
—Illinois T24-783 —dijo Pete—, También lleva placas de Indiana, Ohio y Pennsylvania,
pero no puedo recordarlas9.
—Illinois es suficiente —dije—, ¿Cómo os sentís muchachos? ¿Creéis que ya podéis volver
a conducir?
Me miraron sorprendidos y no dijeron nada.
—Si es así —dije—, podríamos ir a recoger vuestro camión.
—¿Sabe usted dónde está?
—Cuando dejé la ciudad hace quince minutos, estaba aparcado justo frente a la oficina del
sheriff — dije.
Mientras viajábamos de regreso a Circleville, les hice algunas preguntas más acerca del
asalto.
—¿De qué color era el Chevy que les bloqueó el camino?
—Negro o azul oscuro con techo vinílico blanco. Un modelo nuevo de cuatro puertas —
respondió rápidamente Pete.
—¿Recuerdas el número de la matrícula?
—No alcancé a verla. Estaba muy ocupado con el camión. Me hubiese gustado echarle un
vistazo.
—¿Joe?
—Yo tampoco la vi —dijo Joe—. Probablemente estuviese cubierta de barro o fuese un
coche robado. En el cristal trasero se veía uno de esos estúpidos perros con la cabeza que se
mueve. Eso lo recuerdo bien.
—Y con un solo reposacabezas —añadió Pete—. Del lado del conductor.
—¿Y qué hay de los hombres? ¿Hay alguna cosa que podáis recordar y que pudiera
servirnos para identificarlos?
—Llevaban máscaras hechas con medias de seda. Los tres tenían aproximadamente la
misma constitución que Pete o yo. No pudimos ver mucho en la oscuridad.
—¿La oscuridad?
—Sí. Se introdujeron en la cabina y apagaron las luces del camión. Y también las luces del
coche.
—Yo vi algo —dijo Pete—, Al tipo que sostenía la escopeta le faltaba un dedo. El dedo que

9
En EE.UU., los camiones que atraviesan diferentes Estados llevan placas de matrícula de
todos los Estados por donde pasan habitualmente. (N. del E.)
apoyaba en el gatillo era el tercero porque le faltaba el índice.
—¿De qué mano?
Pensó durante un momento.
—La mano derecha.
—¿Algo acerca de la escopeta?
—Calibre 16, cañones superpuestos —dijo Pete—, como la que utilizo para cazar aves.
—¿Hay algo que podáis recordar de las voces?
Pete meneó la cabeza, pero Joe dijo:
—El tipo que me ordenó bajar de la cabina tartamudeaba un poco. Me dijo, «Ba—baje»,
algo así. Claro que tal vez estaba nervioso o excitado.
—¿De qué iba a estar asustado?—quiso saber Joe—. Los asustados éramos nosotros.
Aún estábamos a una manzana de distancia de nuestro destino, llegando desde el sur por
Front Street, cuando Pete se inclinó por encima del respaldo de mi asiento, miró hacia
adelante y le dijo a Joe.
—Ahí está, Joe. Ese es nuestro camión. —Exclamó casi en mi oído—. Usted debe de ser un
estupendo policía, señor, podría apostarlo.
—Sólo tengo buena memoria para los números y cosas así. Esta mañana vi el camión
cuando salía de la oficina para ir a rescatarlos muchachos, y memoricé el número de la
matrícula sin siquiera saberlo. Así trabaja mi memoria.
Conduje hacia el aparcamiento y les dije:
—Lo primero que debemos hacer es comprobar si los televisores aún están en el camión.
—No creo que estén ahí —dijo Joe convencido—. De otro modo, ¿para qué dejarían el
camión en este lugar? Seguro que la carga ya ha sido escondida o trasladada a otro camión.
Bajamos del coche y nos dirigimos al camión. Pete abrió la puerta lateral del remolque y
asomó la cabeza.
—Bueno, ¡que me maten! ¡Los televisores están aquí!
Joe no podía creerlo. Yo tampoco.
—Los atracadores debieron quedarse sin combustible.
Pete meneó la cabeza.
—En el depósito aún quedaban unos ciento ochenta litros.
—Bueno —dije—, entonces tendréis que admitir que es un curioso lugar para aparcar un
camión repleto de televisores robados.
—En cualquier caso, ¡estamos muy contentos de haberlo recuperado! —dijo Joe.
—Entrad en la oficina —dije—, y permitidme que haga el informe. Luego podéis seguir
viaje a Chicago.
Entramos. Veinte minutos después volvimos a salir y detuve el tráfico de Front Street
mientras Pete maniobraba con el enorme camión metiéndolo de espaldas en nuestro
aparcamiento para luego girar a la derecha y enfilar hacia el norte en dirección a la gran
autopista que llevaba a Chicago. Fue una maniobra muy complicada, pero Pete finalmente
logró su propósito. Subí al peldaño que había junto a la cabina y les dije:
—Bueno, muchachos, ahora no se os ocurra deteneros por ningún Chevy hasta que lleguéis
a Chicago, ¿habéis entendido?
—¡No se preocupe! —dijo Pete—. Y gracias, Bill. —Ahora ya me llamaban Bill.
—Adiós, muchachos.
Salté a tierra y el camión se alejó.
Johnny Martin, el cronista policial del único periódico de Circleville, estaba junto a las
escaleras del edificio de la administración del Condado cuando regresé a mi oficina. Apa-
rentemente había estado observando toda la escena, conmigo interrumpiendo el tráfico y el
enorme camión maniobrando frente al aparcamiento.
—¿Qué era todo ese jaleo, Bill? —preguntó.
Le conté la historia del asalto y de la rápida recuperación de los televisores robados con
cierta dosis de orgullo, porque me imaginaba que se trataba probablemente de la recu-
peración de objetos robados más rápida de la historia de Circleville y que la oficina del sheriff
podía obtener una buena publicidad ante la proximidad de las elecciones. El Circleville
Chronicle, el periódico donde trabajaba Johnny, ya se había decantado en favor del candidato
de la oposición y estaba publicando bastante material acerca de lo ineficaces que eran el sheriff
y el personal a su mando, o sea yo y mi jefe, el sheriff Blore.
Redacté un informe sobre el asalto y lo dejé encima del escritorio del sheriff, y durante todo
este tiempo sentía una especie de orgullo de mí mismo porque a la luz de los hechos, la
principal razón de que el camión fuese encontrado con tanta celeridad se debió a mí y a mi
buena memoria.
Sí, me sentía muy orgulloso, pero me duró poco. De hecho, sólo veinticuatro horas. Hasta
que al día siguiente el sheriff Blore entró en mi oficina con un humor de mil demonios, aplastó
su voluminoso vientre contra el borde de mi escritorio y dijo con desacostumbrado veneno
aun tratándose de él:
—Bill, ¡estás despedido! —exclamó. Y, por lo bizco que se mostraba su ojo, supe que
hablaba en serio.
Digo ojo, en singular, porque el sheriff sólo tiene un ojo sano. El otro lo lleva cubierto con
un parche negro. Pero ese único ojo sano puede ser tan malvado como los dos juntos. En
realidad, es una buena persona y toda su mala uva la emplea en beneficio de los ciudadanos
que podrían sentir la tentación de quebrantar la ley en nuestro condado. Sin embargo en esta
oportunidad, su mala uva no me beneficiaba en absoluto.
Llevaba un ejemplar del Chronicle en una mano y las gafas en la otra. Las apretaba con
tanta violencia que pensé que las iba a hacer pedazos.
Me cogió por sorpresa.
—¿Yo? ¿Por qué estoy despedido?
—Estás despedido por haber convertido a la oficina del sheriff en el hazmerreír de este
condado —ladró—. ¡Por eso estás despedido!
Puso el periódico encima de mi escritorio y señaló con un dedo grande y redondo como un
cigarro de un dólar un titular en la página dos. Aún no había tenido tiempo de leer el
periódico. Leí el titular: LA EFICACIA DE LA OFICINA DEL SHERIFF MEJORA ANTE LA
PROXIMIDAD DE LAS ELECCIONES.
—Eso es un halago —dije—. Es buena publicidad, para variar un poco. ¿Por qué está tan
alterado? ¿Ha leído mi informe sobre el asalto?
—Por supuesto —contestó—. Pero lee el texto.
Lo leí. Decía que habíamos recuperado el cargamento de televisores robados casi al mismo
tiempo de haberse denunciado su desaparición. Lejos de felicitar a nuestra oficina, el artículo
sugería claramente que el sheriff estaba organizando pequeños incidentes para mejorar su
imagen ante la proximidad de las elecciones; ejemplos de buen funcionamiento de la ley para
desmentir las afirmaciones de la oposición en el sentido de que la oficina del sheriff era
absolutamente ineficaz. Se sugería que la recuperación de los televisores robados no era más
que uno de los muchos incidentes creados por el sheriff.
El sheriff me atravesó con la mirada.
—También podrían decir que fuimos nosotros quienes robamos ese maldito camión, ¡para
impresionar a nuestros lectores con la rapidez de su recuperación!
Se metió un pulgar debajo del parche, lo estiró media pulgada y dejó que retornara
violentamente a su sitio golpeándole el rostro, un claro signo de su irreprimible furia.
—¡Wow! —exclamé—. Están jugando muy sucio.
—¿Tú les diste la historia, verdad?
—Claro. Se la conté ayer a Johnny Martin. Me imaginé que sería una excelente publicidad
para esta oficina. Nunca pensé que Johnny tergiversaría las cosas de este modo...
El sheriff se tranquilizó un poco.
—No debería. Pero lo ha hecho. Y la emisora local recogió la noticia y la difundió esta
mañana a las once. Hicieron algunas insinuaciones. Como resultado de todo ello, hemos
quedado como dos vulgares políticos estafadores que tratan de ganar unas elecciones. —
Volvió a hacer chasquear su parche—, Para ser justos con el Chronicle, es un lugar maldita-
mente curioso para que un ayudante del sheriff encuentre un camión robado... justo frente a
su propia oficina.
—Sí —dije. No se me ocurría otra cosa que decir.
—¿Por qué?—dijo el sheriff—. ¿Por qué abandonaron el camión justo en este lugar? Eso es lo
que debemos averiguar si queremos demostrar que este artículo es falso, Bill. Ya que fuiste
tan listo para encontrar el camión en un instante, ¿qué te parece si piensas en por qué lo
dejaron aquí? ¿Con su cargamento intacto?
Le miré, un metro setenta y ciento veinte kilos de peso coronados por un parche negro, y le
dije:
—Pete y Joe dijeron que quienquiera que haya robado ese camión era un conductor
pésimo. Dijeron que metía las marchas como un salvaje. De modo que llegaron a la
conclusión de que el camión fue demasiado para ellos.
Mis palabras le hicieron reír.
—Aunque ésa sea la razón, para nosotros es como un eructo en un túnel aerodinámico.
Bill, necesito una buena razón para la presencia de ese camión aquí. Tú, que eres tan
malditamente observador —dijo burlonamente, elevando su carnoso labio hacia un extremo
de la boca—, tal vez puedas encontrar una explicación que la gente crea. —Dio media vuelta
y se marchó a su oficina.
Coloqué los pies encima del escritorio y cerré los ojos. Yo tenía una memoria excelente,
como les había dicho a aquellos dos camioneros el día anterior. De modo que puse el cerebro
a trabajar, ordené mis recuerdos sobre el atraco y comencé a revisarlos uno a uno. No surgía
nada que pudiese servir como pista para el problema, hasta que casi llegué al final del
recuento.
Entonces, de pronto apareció ante mí. Suspirando de alivio —porque en realidad yo no
quería ser despedido— fui hasta la ventana de mi oficina y abrí los visillos lo suficiente como
para tener una buena panorámica hacia el sur. Luego me encaminé hacia la oficina del sheriff
y me senté en su viejo sillón de cuero con una solución.
Se sorprendió al verme tan pronto.
—Bill, ¿has pensado en algo?
—No —dije, gastándole una broma—, vine a presentar la renuncia para que no pueda
despedirme.
Su único ojo me miró fijamente durante una fracción de segundo.
—No seas payaso, Bill. Esto es serio.
—Bien —dije—, he pensado en ello, Clint. A los asaltantes no les faltaron agallas y el
camión no se quedó sin gasolina. Lo que ocurrió es que se quedó sin espacio. —Sonreí—,
Justo frente a nuestra oficina.
—¿Espacio? No te comprendo.
—Ayer, antes de que los camioneros se marcharan, subí al estribo que hay junto a la cabina
y ¿qué cree que había indicado en la cabina, justo en la puerta del conductor?
Yo me estaba extendiendo a propósito, para devolverle la moneda por haber intentado
despedirme.
—¿Qué?
—Un aviso.
Hizo restallar el parche.
—¿Qué clase de aviso, maldita sea?
—Decía: «Atención. Este es un vehículo elevado. Altura cinco metros».
—¿Y?
—¿Sabe usted qué altura máxima tiene el paso inferior de Front Street? —Hice un gesto
con el pulgar en dirección al terraplén del ferrocarril.
—¡Hey! —Dio un brinco—, ¿El camión era demasiado grande para atravesar el paso
inferior?
—Exacto. La altura es sólo de cuatro metros en ese lugar. Acabo de ver la señal de
advertencia desde mi ventana.
—¡Bien, bien, bien! —Su mente comenzaba a funcionar en el vacío con facilidad—. De
modo que cuando los asaltantes llegaron hasta aquí comprendieron súbitamente que no
podrían pasar por el paso inferior. Tendrían que dar la vuelta. Pero no podían maniobrar un
camión de esas dimensiones. La calle es demasiado estrecha y la entrada de nuestro
aparcamiento permanece cerrada durante la noche. ¿Así que, qué podían hacer? ¿Retroceder
hasta la gasolinera de Worley donde quizá pudieran girar en redondo? Pero eran pésimos
conductores y no se atrevieron a dar marcha atrás con el camión. Por corta que sea la
distancia, retroceder con semejante vehículo es demasiado arriesgado para alguien que no sea
conductor profesional de camiones. De modo que sólo podían hacer una cosa. Aparcar el
camión aquí y largarse. ¿Cómo te suena?
—Me suena muy bien —dije—. ¿Cómo le suena a usted?
—Creo que vas a conseguir que me vuelvan a elegir para el cargo, Bill. Ahora ya tenemos
algo para empezar a trabajar. ¡Ya les demostraré a los del Chronicle quién es el ineficaz en este
pueblo!
Era tan bueno como sus palabras. Podía tener grasa en la cintura, pero no tenía un gramo
de gordura entre las orejas. Durante dos días estuvo tan atareado como un empapelador
manco, entrando y saliendo de la oficina, haciendo llamadas telefónicas, solicitando
citaciones, y no sé cuántas cosas más. A la tercera mañana, me dijo que convocara una
conferencia de prensa.
Era un chiste. En Circleville sólo tenemos un periódico y una emisora de radio, de modo
que normalmente una conferencia de prensa consiste en dos tipos como máximo: Johnny
Martin del Chronicle y Abe Calhoun del noticiario de la emisora. De todos modos, los dos se
presentaron a las dos de la tarde como se les había pedido y los llevé a la oficina del sheriff.
Estaba detrás del escritorio y llevaba un parche nuevo. Los tres nos sentamos en el viejo sofá.
El sheriff no perdió el tiempo.
—Cómo estáis, muchachos, los dos habéis estado dándome algunos palos por el asunto del
robo del camión hace unos días, ¿verdad? Dando a entender que esta oficina ha estado
simulando algunos delitos a fin de obtener una ventaja política al resolverlos con celeridad.
Habéis estado insinuando que no sólo somos ineficaces sino que, además, somos unos
estafadores.
—Oh, sheriff, aguarde un momento... —comenzó a decir Johnny.
—Cierra la boca —le espetó el sheriff—. Quiero contaros algunos hechos con respecto a este
asalto. Hechos, dije. No un puñado de endebles opiniones como las que vosotros habéis
hecho circular. En primer lugar, yo también podría airear algunos rumores acerca de ese
camión robado que fue hallado frente a mi oficina. Por ejemplo, que todo el asunto fue
preparado deliberadamente, no por esta oficina para mejorar su imagen, sino por nuestros
adversarios políticos para ponernos en ridículo... exactamente lo que vosotros, muchachos, les
habéis estado instando a creer. Pero no me importan las acusaciones sin fundamento. Yo sólo
me remito a los hechos. Bien. Primer hecho: ese camión robado no estaba aparcado frente a
esta oficina porque alguien deseaba fastidiar a la oficina del sheriff. Estaba aparcado aquí por-
que tenía que estarlo.
—¿Cómo es eso? —preguntó Abe Calhoun sin mostrar demasiado interés. Hasta aquel
momento, el discurso del sheriff se parecía mucho a una pésima disertación política.
El sheriff Blore les habló de la altura que tiene el paso inferior de Front Street, apenas a
quince metros de nuestra oficina.
Los dos periodistas mostraron algo más de interés.
—Ahora bien —continuó Blore—, el sheriff de este condado debe hacer algo más que
limitarse a recuperar la propiedad robada. Se supone que debe atrapar a los ladrones, ¿ver-
dad? En el caso de los televisores robados, también he hecho eso.
Ahora los dos prestaban suma atención a las palabras del sheriff. Johnny Martin incluso
extrajo un lápiz y comenzó a tomar notas.
El sheriff continuó su relato.
—Antes de que os diga quién robó ese camión, os describiré cómo seguí la pista de los
asaltantes y cuál fue mi razonamiento, para que veáis con qué eficacia trabaja un oficial de
policía. —Hizo restallar un par de veces el parche nuevo para dar vehemencia a su
aclaración—. ¿De acuerdo? Bien, hay un detalle acerca de este asalto que destacaba como la
inflamación de un dedo gordo: era el trabajo de unos aficionados, no de profesionales.
Dejaron a los conductores del camión en la zanja, prácticamente a la vista de cualquiera; mala
sincronización del tiempo al bloquear la carretera, puesto que el Chevy estuvo a punto de ser
arrollado por el pesado camión; máscaras confeccionadas con medias de seda, como si fuesen
chiquillos disfrazados en carnaval; falta total de pericia del conductor que se hizo cargo de
vehículo; todos estos detalles revelan la actuación de unos meros aficionados. Pero el detalle
más significativo fue el hecho de que los asaltantes no se dieron cuenta hasta el último mo-
mento de que el camión no podría pasar por el paso inferior del ferrocarril en Front Street.
—¿Cómo fue que se dieron cuenta? —preguntó Johnny Martin—, ¿Por qué no intentaron
pasar?
—Mirad, cae por su propio peso que aun tratándose de aficionados, los asaltantes debieron
preparar este golpe con algo de anticipación, ¿verdad? Porque parecían saber perfectamente
que los televisores Universal eran transportados en camión por la autopista 26 en camiones
de la Royal dos veces por semana desde Tri-Cities a Chicago. Y también parecían saber en
qué momento llegaban los camiones al cruce de Donaldson. Obviamente, habían estudiado el
lugar, para planear dónde bloquear el camión y dónde dejar a los conductores. Y,
evidentemente, también debieron estudiar la ruta de huida con antelación, incluyendo la
altura que tiene la carretera en el paso inferior... ¿Me seguís?
—No está respondiendo a la pregunta de Johnny, sheriff —dijo Abe.
El sheriff le sonrió con malicia.
—La he contestado, sólo que no eres lo bastante eficiente para entenderlo, supongo.
Escuchadme bien. Esos tipos pensaban robar un cargamento de televisores que eran trans-
portados en un vehículo similar a los camiones que ellos habían seguido hasta el cruce de
Donaldson por la autopista 26. Pero como eran aficionados y, consecuentemente, muy
nerviosos y atolondrados cuando realizaron el asalto, no se dieron cuenta de que el camión
que estaban deteniendo era nuevo y más grande que aquellos que habían seguido para
organizar el plan. No se dieron cuenta hasta que vieron el paso inferior justo frente a ellos y la
gran señal de advertencia: «Altura máxima cuatro metros» y el conductor recordó
súbitamente las palabras pintadas detrás de su hombro, «vehículo elevado», cuando subió a
la cabina. Fue entonces cuando comprendió que estaban perdidos. Y abandonaron el camión
con la carga.
—Si hubiese sido yo, habría conseguido otro camión más pequeño para atravesar el paso
inferior, hubiera descargado el camión más grande y reanudado la marcha —dijo Johnny.
—Los atracadores podrían haberlo hecho —dijo el sheriff, sonriendo—, excepto por el
elemento tiempo.
Abe Calhoun captó inmediatamente la idea.
—¿Quiere decir que ya era de día cuando llegaron aquí y no podían descargar el camión
justo frente a la oficina del sheriff sin que alguien sospechase?
—Exacto —convino el sheriff—, o pudiese reconocerlos.
Johnny Martin se rindió.
—¿Quién lo hizo, sheriff? —preguntó—. ¿Quién fue el autor del asalto? Admitiremos su
eficacia en este caso, de eso no hay duda, de modo que díganos quiénes eran los asaltantes.
—Cállate —dijo el sheriff—. Vais a oír toda la historia por el bien de vuestras almas,
muchachos. ¿Dónde estaba?
—El elemento tiempo —dijo Abe.
—Sí. Bien, el elemento tiempo me llevó a otra cosa también. Al hecho de que se trataba de
un delito local. O sea, cometido por alguien de Circleville o de sus contornos o, al menos, con
cómplices locales.
—¿Cómo llegó a esa conclusión? —preguntó Johnny tomando notas.
—Cuando fuese de día, no pasaría mucho tiempo antes de que alguien diera con esos dos
camioneros maniatados en la zanja —dijo el sheriff—. Eso era algo seguro. Y una vez que los
encontrasen, se daría la alarma sobre el camión robado casi al instante. A partir de ese hecho,
supuse que los atracadores pensaban esconder el camión antes de que fuese de día. Bien.
Ahora, el hecho de que utilizaran Front
Street para su huida también demostraba que eran personas que vivían aquí. Porque Front
Street llega hasta la autopista 67 después de recorrer casi medio kilómetro a través del paso
inferior, y la autopista 67 no podía llevarlos a ningún sitio donde poder desembarazarse de
cincuenta mil dólares en televisores rápidamente. Para ello, se necesita una urbe como
Chicago o alguna ciudad igualmente importante donde funcione el mercado de objetos
robados. Y la autopista 67 sólo conduce a Dempsey City y a un puñado de granjas
desparramadas por la parte sur del estado. ¿Me habéis seguido hasta aquí?
Abe y Johnny asintieron con la cabeza.
—Le hemos seguido —dijo Abe.
—Bien, comencé a preguntarme acerca de este punto; ¿adonde podía dirigirse un camión
robado que tratara de atravesar el paso inferior de Front Street? Obviamente, hacia algún
lugar lo bastante grande para ocultar el camión mientras lo pintaban de otro color para
disfrazarlo, o trasladaban los televisores a otro vehículo más pequeño, u ocultaban los
televisores para disponer de ellos más tarde. ¿Correcto? ¿Y qué creéis que encontré a cuatro
millas de la autopista 67? Un viejo y enorme granero que podía servir perfectamente para
esos propósitos. Y es el único lugar entre Circleville y Dempsey City lo bastante grande para
ocultar el camión y para que los atracadores llegaran antes del amanecer.
Abe y Johnny fruncían el ceño, tratando de pensar en el lugar al que el sheriff se refería.
Él les resolvió el problema.
—Otro hecho curioso es que este viejo y enorme lugar estaba siendo utilizado como taller
mecánico, con equipos de pintura a pistola y elementos similares por todo el lugar.
—¡El garaje de Weldon! —exclamaron Abe y Johnny al unísono.
—Exactamente. Y el equipo de pintura para automóviles tampoco era lo único que había
en el garaje de Weldon. Conseguí una orden de registro y yo personalmente me encargué de
revisar el lugar. Y encontré los siguientes objetos de interés...
El sheriff hizo una pausa mientras Johnny volvía la hoja para seguir tomando notas.
—Un Chevrolet de cuatro puertas, azul oscuro, con techo de vinilo de color blanco, un
perro de cabeza móvil colgando del cristal trasero, sólo un apoyacabezas en su sitio, y
registrado a nombre de Arthur Weldon. Una escopeta de dos cañones, calibre 16, con cañones
superpuestos. Una pistola del 45 automática, sin balas pero aceitada, un recuerdo de guerra.
Un hombre al que le faltaba el dedo índice de la mano derecha, llamado Arthur Weldon, hijo.
Un mono grasiento y de pocas luces y muchacho—para—todo—servicio llamado Goose
Hervey que tartamudeaba al hablar.
—¡Art Weldon y su hijo! —exclamó Abe—, ¡Y Goose Hervey! ¿Dónde se encuentran ahora,
sheriff?
—En la cárcel del condado; allí es donde se encuentran ahora —dijo el sheriff, refiriéndose a
nuestras dos celdas enrejadas, en la parte de atrás del edificio de la administración del
condado y que siempre están tan vacías como el estómago de un adolescente—. Antes de que
pudiesen impedírselo, Goose Hervey lo confesó todo. Pensó que todo el asunto era una
travesura, una pequeña aventura.
—¿Para qué utilizaron al pobre Goose?—preguntó Johnny—. Es un pobre retrasado.
—Necesitaban a alguien que condujera el coche. Y Goose prometió que no hablaría, por
supuesto. Pero no pudo evitar jactarse un poco.
—Escobedo... —empezó a decir Johnny, pero el sheriff le interrumpió con una sonrisa
lobuna.
—Ha sido informado de sus derechos y había un abogado presente. ¿Algo más?
—¿Por qué habrían de querer robar los Weldon un camión cargado de televisores? Su
negocio no les va nada mal.
—Pero no lo suficiente para que Art pudiera recuperar los veinte grandes 10 que había
perdido en las apuestas de caballos —dijo el sheriff—, Art, hijo, fue quien nos lo contó. —Hizo
una pausa—. Ahora, si vosotros aún pensáis que el sheriff de este condado es ineficaz y fullero
podéis ir a escribirlo en el periódico y a propagarlo por la radio. Pero si no es así, creemos que
la única cosa justa es contar la historia exactamente como sucedió. ¿De acuerdo?
Johnny y Abe se pusieron de pie.
—Así lo haremos —prometió Johnny—. Y una última cosa, sheriff, lamento lo de las
alusiones que aparecieron en el periódico. Pero usted no puede culparnos por haber pensado
que era un lugar muy curioso para aparcar un camión robado.
Se marcharon. Le dije al sheriff, como opinión personal, que los muchachos cumplirían sus
promesas.
Así fue.
Pero ¿sabéis qué fotografía incluyeron en el periódico para ilustrar la historia del asalto?
No la del sheriff, para su gran desilusión, y tampoco la mía, aun cuando yo hubiera sido quien
había encontrado la respuesta al problema.
No. Incluyeron una fotografía de aquel chico pelirrojo de dientes torcidos, Don Start.

10
Se refiere a 20.000 dólares. (N. del E.)
La estatuilla de jade

Bill Pronzini

La Croix no había cambiado mucho en los dos años en los que no le había visto. Todavía
sonreía de aquel modo con el que parecía querer congraciarse con todo el mundo. Nos
sentamos en un reservado de la parte trasera del Seaman’s Bar, junto al río Singapur. Eran las
once y media de la mañana.
La Croix se quitó una pelusa imaginaria de la manga de su traje tropical blanco.
—¿Lo hará usted, mon amí?
—No —dije.
Su sonrisa desapareció.
—Pero le he ofrecido una gran suma de dinero.
—Eso no tiene nada que ver.
—No comprendo.
—Ya no estoy en el negocio.
La sonrisa retornó a su rostro.
—Está bromeando, por supuesto.
—¿Acaso me estoy riendo?
Nuevamente la sonrisa se evaporó.
—Pero debe ayudarme —dijo—. Tal vez si yo le dijese...
—No quiero saber nada. Hay otros hombres en Singapur. ¿Por qué no lo intenta con uno
de ellos?
—Usted y yo hemos hecho muchos negocios juntos —dijo La Croix—. Es el único en quien
puedo confiar. Le pagaré el doble. El triple.
—Ya le he dicho que no es cuestión de dinero.
—Mon ami, ¡se lo ruego! —Sus ojos gris verdosos me suplicaban; el sudor perlaba su frente.
En el pasado habíamos hecho varios negocios juntos, era verdad, pero yo no le debía nada.
No le hubiese ayudado aunque hubiera tenido que hacerlo.
Me puse de pie.
—No puedo hacerlo, La Croix —dije tranquilamente—. Lo lamento, pero así son las cosas.
Espero que encuentre a alguien que haga el trabajo.
Me alejé de él, atravesé las cortinas de cuentas en dirección al bar, y pedí una cerveza
helada.
La Croix salió velozmente del reservado y se reunió conmigo.
—Le ruego que reconsidere su postura, M'sieu Connell —susurró—. Corro un grave
peligro si permanezco en Singapur.
—La Croix, ¿cuántas veces debo decírselo? No puedo hacer nada por usted.
—Pero ya he... —Se interrumpió, me miró por un instante tratando de leer en mis ojos, se
volvió y abandonó el local.
Terminé la cerveza y salí a lo que los malayos denominan el roote hond, el calor opresivo e
irritante que asola Singapur al mediodía. En la calle había algunos turistas —hablando
animadamente y tomando fotografías— pero los nativos tenían el suficiente sentido común
como para mantenerse a la sombra.
Me encaminé hacia el río. El agua tenía un color oscuro, azul verdoso. Su estrecho cauce,
como siempre, estaba saturado de sampanes, praos, pequeños juncos de bambú chinos y los
tongkangs, o lanchones, de cubierta chata y excesivamente cargados. Se percibía el clásico
hedor de basura podrida, mezclado con el olor a agua salada, especias, caucho, gasolina y el
aroma dulce y empalagoso de las almendras molidas. Los techos de tejas rojizas que
coronaban la mayoría de los edificios de Singapur brillaban a través de la espesa bruma
sofocante que se elevaba a ambos márgenes del río.
Seguí el itinerario de los muelles hasta llegar a uno de los pequeños godowns o depósitos
donde se almacenaban toda clase de mercancías. Encontré a Harry Rutledge, un inglés alto y
de rostro rubicundo; estaba supervisando el desembarco de un cargamento de copra de uno
de los lanchones.
—¿Tienes algo para mí, Harry? —pregunté.
—Lo siento, amigo. Hoy tengo ya muchos peones.
—¿Mañana?
Se rascó la nariz despellejada por el sol.
—Tiene que llegar un cargamento de aceite de palma —dijo con aire pensativo—. Un
remanente que espera ser transbordado. Podría haber algo para ti entonces.
—¿A qué hora esperas que llegue?
—A las once probablemente.
—Aquí estaré.
—Sé puntual, amigo.
Volví sobre mis pasos por la ribera del río. No había logrado acostumbrarme al calor,
incluso después de quince años en los mares del sur de China. Quería otra cerveza helada,
pero pensé que sería mejor comer algo primero. No había probado bocado en todo el día.
A lo largo de los muelles hay pequeños cuchitriles donde se puede comer. Me detuve en el
primero que vi y me senté en uno de los altos taburetes, bajo un toldo de loneta blanca. Pedí
arroz y shashlick y un mangostán fresco. Ya había dado buena cuenta del mangostán —un
fruto grueso y pulposo— cuando aparecieron los tres hombres.
Los dos que caminaban a los lados tenían la piel cobriza, rasgos impasibles y ojos
inexpresivos. Iban vestidos con chaquetas y pantalones blancos de algodón.
El hombre que caminaba en medio tenía alrededor de cincuenta años, era bajo y gordo y
tenía la piel de un desagradable tono rosado. Probablemente era belga u holandés. También
vestía de blanco, pero en el color terminaba cualquier similitud con la vestimenta de sus dos
acompañantes. El traje estaba impecablemente cortado y la camisa era de seda; los zapatos de
piel estaban hechos a medida y lanzaban destellos bajo el sol. En el dedo meñique de su mano
izquierda usaba un gran anillo de oro con una piedra de jade en forma de cabeza de león... un
símbolo, supuse, de la Ciudad del León11.
Se sentó en el taburete que había junto al mío. Los otros dos hombres permanecieron de
pie.
El hombre gordo sonrió como si hubiese encontrado de pronto a un pariente perdido.
—Usted es el señor Connell, ¿verdad? —preguntó. Su inglés era perfecto.
—Así es.

11
Se conoce así a la ciudad de Singapur. (N. del E.)
—Soy Georges van Rijk.
Comencé a juguetear con los restos del mangostán.
—Me alegro por usted.
Pensó que era un comentario divertido. Sus empastes de oro lanzaron destellos. Su risa
tenía un sonido a piedra de afilar que me hizo sentir un escalofrío en la nuca.
—Hace un rato le vieron en el Seaman’s Bar —dijo—. Estaba charlando con alguien que
conozco.
—¿Ah, sí?
—Sí. M’sieu La Croix.
—Muy interesante.
—¿No lo es? —dijo Van Rijk—. ¿Puedo preguntarle cuál era la naturaleza de su
conversación?
Nuestras miradas se encontraron.
—Creo que no es asunto suyo.
—Ah, pero lo es, señor Connell. No le quepa duda de que es asunto mío.
—¿Entonces por qué no se lo pregunta a La Croix?
—Una excelente sugerencia —dijo Van Rijk—, Sin embargo, en este momento a M’sieu La
Croix no se le puede encontrar por ninguna parte.
—Lástima.
—Entonces —dijo Van Rijk—, necesariamente debo preguntarle a usted.
—Lo siento. Era una conversación privada.
—Comprendo —Van Rijk sonrió, estudiándome con sus apacibles ojos azules—. Señor
Connell, tengo entendido que usted es piloto.
—Le han informado mal —dije.
—Creo que no —dijo—. Ésta es la razón por la que La Croix habló con usted esta mañana.
—¿Ah, sí?
—Quería que usted le sacase de Singapur.
—¿En serio?
—¿Accedió usted a su proposición?
—¿Qué proposición?
—Me gustaría saber hacia dónde pensaba viajar, señor Connell.
Me alcé de hombros.
—No podría decírselo.
—Adónde, señor Connell.
—Bueno, si no recuerdo mal, creo que mencionó algo acerca del Antártico —dije—. Dicen
que es un lugar muy agradable en esta época del año.
Se puso ligeramente rígido y dijo con voz gélida:
—Me estoy aburriendo con este juego de ajedrez verbal, señor Connell. Sería muy
inteligente de su parte si me dijera lo que deseo saber. Muy inteligente.
—No tengo por qué decirle absolutamente nada —dije, manteniendo en mi voz un tono
tranquilo—. No sé quién es usted y realmente no me importa demasiado. Lo que sé es que no
me gustan ni usted, ni sus modales, ni sus insinuaciones. ¿He hablado claro?
Vi que sus ojos cambiaban. Ya no eran apacibles.
—No soy un hombre paciente, señor —dijo—. Cuando he perdido la poca paciencia que
tengo, tampoco soy un hombre muy agradable. Normalmente odio la violencia en cualquiera
de sus formas, pero hay momentos en los que encuentro que es la única alternativa posible.
—Comprendo. —Coloqué mis manos sobre el mostrador, inclinándome ligeramente hacia
él—. Está bien, Van Rijk —dije—. Usted ha dicho lo que tenía que decir. Ahora es mi turno.
No voy a ningún sitio con usted si eso es lo que tiene en mente. Estoy seguro de que sus dos
guardaespaldas, o lo que sean, están armados hasta los dientes, pero dudo que alguna vez les
haya ordenado disparar sobre alguien en un lugar atestado de gente como éste. De hecho,
dudo que quiera meterse en problemas. Sus muchachos también se meterían en problemas y
creo que usted sabe muy bien lo que eso significa. ¿Le gustaría pasar algún tiempo en una
penjara12 por alboroto callejero, Van Rijk?
La ira asomó a sus rosadas mejillas. Los dos guardaespaldas se balanceaban sin quitarme la
vista de encima. Esperaban que Van Rijk les dijese de qué modo se harían las cosas.
Van Rijk se puso de pie.
—Ya volveremos a vernos, señor Connell —dijo desabridamente—. Cuando las calles no
estén llenas de gente y la luz no sea tan brillante.
Luego giró y se alejó con los dos gorilas pegados a sus talones. Los tres desaparecieron
entre la muchedumbre de los muelles.
Me quedé pensando durante un rato. Estaba un poco preocupado por las amenazas de Van
Rjik pero tal vez sólo había sido una bravata. Decidí que debía actuar con bastante cuidado.
También sentía curiosidad por la relación de aquel individuo con La Croix, aunque no tanta
como para verme involucrado en ella. El asunto apestaba.
Me puse de pie y alejé aquellos pensamientos de mi mente. Ya era hora de ir en busca de
una cerveza helada.
En Jalan Barat hay un bar llamado Los Jardines Malayos. El nombre es una elección poco
afortunada. Si alguna flor, arbusto o planta ha sido cultivado alguna vez en un radio de cien
metros, yo no los he visto. Con una fachada que recuerda a una vivienda del Barrio Chino, su
interior estilo barracón hace muy poco por disipar esta imagen, tanto en la decoración —o,
mejor dicho, en la falta de la misma— como en los inconfundibles olores de personas
apiñadas y el incienso perfumado.
En pocas palabras, Los Jardines Malayos es una tabernucha que descubrí hace muchos
años y no puedo explicar por qué continúo frecuentándola con la regularidad con que lo
hago. Tal vez sea porque el precio de la cerveza no tiene comparación posible en toda la isla,
o tal vez se deba a que allí complacen a los tipos como yo que desean un mínimo de con-
versación y un máximo de soledad para dedicarse a los varios grados de nivel alcohólico.
Aquella tarde bebí mi cerveza helada en Los Jardines Malayos y luego, después de una
siesta en mi apartamento y una cena en un restaurante pequeño y barato, decidí regresar a la
tabernucha en busca de unas generosas raciones de soledad y cerveza; no había mucho más
que hacer.
Llevaba allí cerca de tres horas, sentado solo en un rin— con y pensando mucho en viejas e
inútiles ideas, cuando descubrí a la chica.
Estaba parada en la entrada y parecía estar mirándome, o al menos miraba en mi dirección.
Su aspecto era indefinido, como si estuviese preparada para huir ante el menor problema.
La contemplé por encima del borde de mi vaso y, un momento después, nuestras miradas
se encontraron. Su boca formó un pequeño círculo y su cuerpo giró ligeramente en dirección a

12
Tipo de prisión. (N. del E.)
la calle; luego el movimiento cambió de sentido y se dirigió rápidamente hacia mí.
Mientras se aproximaba, advertí que era muy alta y bien proporcionada; su rostro tenía
forma de corazón y era perfectamente simétrico, lo que sugería antepasados europeos o, al
menos, occidentales. El pelo era negro y lo llevaba largo y suelto. En la ahumada penumbra
del local era muy difícil calcular su edad, aunque pensé que no podía tener más de veintiuno.
Se detuvo frente a mi mesa, dando muestras de estar muy nerviosa o muy desconcertada, o
tal vez una combinación de ambas cosas.
—Usted es... Daniel Connell, ¿verdad? —dijo con una voz que reflejaba la inseguridad de
sus gestos.
—Sí —dije, asintiendo con la cabeza.
—Me pregunto si podría hablar con usted. Es... es muy importante.
Le señalé una silla vacía y la invité a sentarse.
—No sé cómo empezar —dijo—. No... no tengo mucha experiencia en este tipo de cosas.
—¿Qué tipo de cosas?
Vaciló.
—Bueno, creo que podría llamarla intriga.
Sonreí.
—Es una palabra muy melodramática.
Su voz se convirtió en un susurro furtivo.
—Señor Connell, me han dicho que usted a veces... hace favores a la gente.
—¿Favores? Creo que no la comprendo.
Se mordió el labio inferior. Luego, casi sin tomar aliento, como si necesitara liberarse de la
presión de las palabras, dijo:
—Me han dicho que es usted piloto, un piloto al que puede contratarse, y que lleva a las
personas a cualquier parte donde deseen ir, sin importarle la razón que los impulsa a viajar a
ese lugar, siempre que tengan el dinero suficiente como para pagarle sus servicios.
Durante un momento permanecí en silencio.
—¿Quién le ha dicho todo eso? —pregunté finalmente.
—Algunas... algunas personas con las que he hablado.
—¿Qué personas?
—No conozco sus nombres. He hablado con muchas. He intentado ser discreta en este
asunto, pero repito que no tengo mucha experiencia. Pregunté en los muelles y en Raffles
Square si había alguien en Singapur que pudiera llevarme en avión a mi casa sin hacer
demasiadas preguntas, y algunos me dijeron que Daniel Connell era la persona que yo estaba
buscando y añadieron también que podría encontrarle en este lugar, casi siempre de noche, y
entonces yo... —Su voz se desvaneció y la chica bajó la vista y se miró las manos.
Tomé un trago de cerveza y luego dije:
—¿Y adonde desea viajar?
—A las Filipinas —contestó—, A Luzón.
—Esas personas con las que usted habló se equivocaron al decirle que no hago preguntas.
¿Por qué tiene tanta prisa por viajar a Luzón? ¿Y por qué de un modo tan furtivo?
Hizo una pausa, como si dudara en confiar en mí. Luego, con una voz que apenas era un
susurro, dijo:
—Se trata... de mi padre.
—¿Su padre?
—Esta tarde, cuando regresé a mi hotel, encontré un telegrama para mí. Era de... la policía
de Luzón. Mi padre ha sido detenido. En Luzón se han producido últimamente una serie de
ataques terroristas y las autoridades creen que mi padre está implicado de algún modo con la
organización guerrillera comunista responsable de dichos ataques. —Inspiró profundamente;
evidentemente necesitaba a alguien con quien desahogarse—. ¡Es mentira! ¡No puede ser
verdad!
Conozco a mi padre. Es un hombre individualista y un gran patriota, nunca se mezclaría
con esa gente.
Esperé un rato antes de hablar. Luego, lentamente, dije:
—Creo que sería mejor que comenzara por el principio. Digamos que empieza por decirme
su nombre.
Volvió a morderse el labio.
—Tina Kellogg.
—¿Está en Singapur de vacaciones?
—Sí, algo así. Acabo de graduarme en la Universidad de Manila y pensé que me gustaría
hacer un viaje por Oriente antes de establecerme a trabajar en donde vivo.
—¿En Luzón?
—Sí.
—Y su padre... ¿quién es?
—Es un importador—exportador, sólo un pequeño comerciante con unos pocos clientes
europeos y norteamericanos. Por eso es tan ridículo que alguien pueda pensar que esté
relacionado con la guerrilla comunista. ¿Qué ganaría con ello?
Su pregunta era retórica.
—Entiendo que desee llegar a su casa lo antes posible —dije con voz tranquila—. Pero ¿por
qué no toma un avión de línea regular a Filipinas?
—No tengo dinero ni medio alguno de obtener crédito con ninguna de las líneas aéreas.
Esperaba que mi padre me enviaría un cheque para cubrir mis gastos del próximo mes, pero...
no lo ha hecho.
—¿No puede telegrafiar a su casa para que le envíen dinero? ¿A su madre, a alguien de su
familia?
—Mi madre murió cuando yo tenía once años —contestó Tina—, Mi padre es la única
familia que tengo.
—¿Sus socios, entonces? ¿Amigos personales?
Sacudió la cabeza agitadamente.
—No hay nadie. Supongo que podría llegar a algún acuerdo con su banco, pero eso podría
llevar días. Y no tenemos amigos en Luzón; vivimos un tanto apartados y nos mantenemos
con nuestro propio esfuerzo, sabe. Pero aun cuando los tuviésemos, no accederían a enviarme
dinero por temor a ser implicados en las actividades comunistas.
—¿Ha intentado buscar ayuda en el consulado13 de Filipinas?
—Sí —dijo Tina—. Fui inmediatamente después de recibir el telegrama, pero se negaron.
Me dijeron que si mi padre estaba involucrado con las guerrillas comunistas no había nada
que ellos pudieran hacer. Intenté explicarles que se trataba de un error, pero no quisieron

13
En la época en que se escribió este relato, Singapur todavía no era un Estado independiente.
(N. del E.)
escucharme.
—Comprendo.
—Hice girar mi vaso sobre la deteriorada superficie de la mesa. A pesar de la penumbra,
podía ver la súplica en los ojos de Tina. Los ignoré; no tenía otro camino.
—Tina, lo siento. Me gustaría poder ayudarla, pero no hay nada que yo pueda hacer. Ya no
vuelo; lo que esas personas le dijeron no es más que un falso rumor. No he pilotado un avión
desde hace dos años.
—Pero, puedo pagarle, realmente puedo hacerlo —dijo Tina con una nota de
desesperación en la voz—. Cuando lleguemos a Luzón, puedo hacer algún arreglo con el
banco de mi padre...
—No quiero ser rudo, pero no me lo ponga más difícil de lo que significa decir no. No
puedo ayudarla. Eso es todo.
—¿Entonces... qué voy a hacer? —Estaba al borde de las lágrimas.
En aquel momento me sentí como un miserable, pero ya tenía demasiados problemas.
—Vamos —le dije—. Le conseguiré un taxi para que la lleve de regreso a su hotel. Tal vez
mañana surja algo.
—No, no...
—Tina, esto no está bien. Si yo accediera a lo que usted me pide, o si encontrase a alguien
que lo hiciera, estaría quebrantando la ley. No necesita también hacer eso. Escuche lo que le
digo; es un buen consejo. —Hice una pausa—. Ahora bien, si yo fuese usted, volvería al
consulado de Filipinas mañana por la mañana y me sentaría frente a la puerta del cónsul.
Estoy seguro de que él se ocupará de enviarla a casa.
Por un momento pensé que iba a protestar, a implorarme, pero suspiró con resignación y
se puso de píe. La cogí de un brazo y la acompañé hasta la calle.
Estaba muy oscuro, en Jalan Barat las luces son muy escasas y se hallan bastante separadas
unas de otras, y el aire de la noche contenía la misma espesa neblina de la tarde. En la calle
había pocos coches. Sabía que en la siguiente manzana había una parada de taxis y llevé a
Tina en aquella dirección. En un determinado momento me miró como si fuese a decir algo
pero, aparentemente, lo pensó mejor y permaneció en silencio.
Habíamos caminado unos cuantos pasos cuando escuché el coche que bajaba velozmente
por Jalan Barat detrás de nosotros. Sentí curiosidad y me volví. El coche, un pequeño
automóvil inglés, estaba atravesando el cruce. Entonces se oyó un chirriar de frenos y el
conductor hizo girar el volante, haciendo que el coche describiese un ángulo y se detuviera
junto al bordillo a escasos metros de donde nos encontrábamos.
Las dos puertas se abrieron simultáneamente y dos hombres salieron rápidamente del
interior del coche. Bajo el pálido resplandor amarillento de la luna tropical, pude ver cla-
ramente sus rostros. Se trataba de los dos individuos de mirada inexpresiva que aquella tarde
habían acompañado a Van Rijk.
Tuve tiempo de pensar que, después de todo, el miserable pensaba cumplir sus amenazas.
Aparté a Tina de un empellón justo cuando el conductor se abalanzaba sobre mí. Su brazo
derecho estaba levantado cruzándole el cuerpo y el matón lo bajó en un movimiento que
evidenciaba sus conocimientos de kárate. Alcé mi brazo izquierdo para bloquear el golpe. Su
propio impulso hizo que perdiese el equilibrio y fuese vulnerable a mi ataque; los dedos
rígidos de mi mano derecha se incrustaron en su estómago, justo debajo del esternón. El
matón expulsó todo el aire que tenía en los pulmones. Se bamboleó hacia atrás y se sentó
pesadamente en la acera.
El otro tipo se aprestaba a intervenir, pero cuando vio a su compañero caído se detuvo y vi
que buscaba algo debajo de su chaqueta. Di tres rápidos pasos y le di un golpe en la muñeca
con el canto de la mano. Profirió un grito de dolor y se escuchó un sonido metálico cuando la
pistola o el cuchillo cayó sobre el pavimento. Le golpeé rápidamente en el rostro, le di la
vuelta y luego le clavé el codo en los riñones. El empellón hizo que trastabillara y fuera a dar
violentamente contra el costado del coche, se deslizara hasta el suelo y quedara inmóvil.
Me volví para mirar nuevamente al conductor, pero continuaba sentado en la acera y se
agarraba el estómago con ambas manos. Me relajé respirando agitadamente. No había señales
de Tina. La pelea debió haberla asustado terriblemente y lo lamenté. La muchacha parecía
tener ya suficientes problemas.
Escuché gritos en dirección a Los Jardines Malayos y cuando miré hacia allí, varias
personas corrían hacia nosotros. Pensé brevemente en esperar a los polis y contarles lo que
había ocurrido, pero decidí hacer todo lo contrario. Cuanto menos tuviese que ver con todo
aquel asunto sería mucho mejor para mí. A pesar de que ya habían transcurrido dos años
desde mi último trabajo, los recuerdos perduran en los mares del sur de la China.
Más tarde decidiría qué hacer, si en realidad decidía hacer algo, acerca de Van Rijk, de
modo que eché a andar hacia el grupo que se acercaba corriendo desde Los Jardines Malayos.
Un hombre alto y de pelo gris iba en cabeza y cuando llegó hasta mí me preguntó sin
aliento:
—¿Qué ha pasado?
—Un accidente —dije—. Sucedió justo delante de mí.
Me miró.
—¿Se encuentran bien?
—Creo que sí.
Comencé a alejarme de él.
—¿Adónde va? —preguntó.
—A llamar a la policía.
Pareció satisfecho con mi respuesta y el grupo se alejó para asistir a los dos hombres del
coche inglés. Crucé la calle en ángulo y me dirigí hacia el oeste. No volví la vista atrás.
En la puerta había alguien.
Rodé sobre el amasijo de sábanas sudadas y abrí los ojos. Era de día; el sol brillaba fuera de
la ventana del dormitorio de mi apartamento en el Barrio Chino como una pelota naranja
suspendida en alambres centelleantes. Volví a cerrar los ojos y permanecí echado en la cama,
oyendo los golpes impacientes en la puerta. Aguanté durante varios minutos sin moverme,
pero quienquiera que fuese no se movió de la puerta.
—Está bien —grité—. Está bien.
Quité el mosquitero que cubría la cama y puse los pies en el suelo. Luego me levanté y me
acerqué a la silla de junco que había junto a la cama. El ventilador del techo debía haberse
detenido en algún momento durante la noche, lo que explicaba la pesada atmósfera que
reinaba en el dormitorio. Me puse los pantalones y fui a abrir la puerta.
Me encontré con un hombre pequeño, delgado y de piel cobriza debajo de un casco blanco
y vestido con shorts blancos, medias blancas hasta la rodilla, zapatos negros y una chaqueta
de mangas cortas. Lucía su uniforme con orgullo, de la forma en que sólo puede hacerlo un
oficial malayo.
—¿Es usted Daniel Connell? —preguntó.
—¿Sí?
—Soy el inspector Kok Chin Tiong, de la policía de Singapur. Me gustaría hablar con
usted, por favor.
—¿Sobre qué?
—¿Puedo entrar?
—Si no hace ningún comentario sobre mi forma de llevar la casa —dije y me hice a un lado.
Pasó junto a mí y se detuvo en el centro de la habitación echando un vistazo alrededor. Se
volvió hacia mí mientras yo cerraba la puerta y me miró con ojos inexpresivos.
—¿Conoce usted a un hombre llamado La Croix, señor Connell, un ciudadano francés?
Me dirigí a la mesa y cogí un cigarrillo.
—¿Por qué?
—¿Le conoce?
—Tal vez.
—Disponemos de información segura en el sentido de que habló extensamente con él ayer
por la mañana.
Decidí que sería más inteligente colaborar con él.
—Está bien —dije, alzándome de hombros—. Le conozco.
—¿Sí? ¿Y cuánto le conoce?
—Nos hemos visto un par de veces.
—¿Cuánto hace que se conocen?
—Dos o tres años
—,—Cómo se produjo el encuentro de ayer?
—Él me buscó.
—¿Con qué propósito?
—Quería contratarme.
—¿Para hacer qué?
—Para que le sacara de Singapur en avión.
—¿Hacia dónde?
—No me lo dijo.
—Singapur dispone de un excelente servicio aéreo hacia las principales ciudades del
mundo —dijo Tiong.
—Tal vez él no podía conseguir pasaje.
—¿Fue ésa la razón que le dio?
—No me dio ninguna.
—¿Accedió usted a su solicitud?
—No.
—¿Por qué no?
—Ya no vuelo.
—Ah, sí —dijo Tiong—, Hace dos años hubo un accidente, ¿verdad? Un accidente en el
que se vio involucrado un avión de su propiedad.
—Sí —dije—. Hubo un accidente.
—Usted era copropietario de una compañía aérea de transportes en aquella época, Connell
y Falco Transport. El avión, pilotado por usted, creo, se estrelló una noche bajo extrañas
circunstancias en una remota zona selvática en Penang. Usted escapó del accidente sin
lesiones de gravedad, pero su socio, Lawrence Falco, se mató a resultas del choque.
Apreté los labios y no respondí.
—¿Qué hacían, Falco y usted, en aquella zona de Penang, señor Connell? ¿Y a esa hora? No
había ningún vuelo previsto en aquellas coordenadas.
—Hubo una exhaustiva investigación en su momento —le dije—. Hice una declaración.
Puede mirar en los archivos.
Sonrió ligeramente.
—Ya lo he hecho. Se especuló con que usted y el señor Falco estaban implicados en
contrabando. Entre otras cosas.
—No se pudo probar nada —dije.
—Exacto, la carga que llevaba el avión se quemó sin dejar rastros que pudiesen ser
reconocidos —dijo Tiong—. Pero, sin embargo, cancelaron su licencia comercial.
Ya había escuchado bastante.
—Escuche —dije—, ignoro por qué está aquí, inspector, pero lo que yo estaba haciendo o
no hace dos años es agua pasada, igual que Larry Falco. Desde entonces no he subido a un
avión y no tengo intención de volver a hacerlo. Ahora, si no le importa, me gustaría lavarme y
vestirme.
Sus ojos negros me estudiaron durante un instante y luego colocó las manos detrás de la
espalda y se dirigió hacia la ventana. Miró hacia Punyang Street, el palpitante flujo del Barrio
Chino. Luego de un momento, dijo:
—Me gustaría saber qué hizo anoche, señor Connell.
Se lo conté. Me preguntó a qué hora había llegado a Los Jardines Malayos y cuándo me
había marchado y también se lo dije. Se pasó la punta de un dedo por el labio superior.
—¿Conoce usted, señor Connell, la carretera de la Costa Este, cerca de Bedok?
—Un poco.
—El francés fue encontrado allí poco después de medianoche —dijo Tiong—. Llevaba tres
horas muerto. Se ensañaron con él y después le dispararon en la sien con una pistola calibre
25.
Apagué cuidadosamente el cigarrillo en el cenicero de cristal que había sobre la mesa.
—¿Qué quiere usted decir con que se ensañaron con él?
—Fue torturado —dijo Tiong—, Metódicamente, parece, y sin ninguna compasión.
Sentí un escalofrío en la espalda.
—¿Y cree usted que yo tuve algo que ver en el asunto, se trata de eso?
Se volvió y me miró a los ojos.
—¿Lo tuvo, señor Connell?
—Ya le he dicho dónde estuve anoche.
—Sí —dijo—, ¿Tiene usted algún arma?
—No.
—¿Le importaría si echo un vistazo por el apartamento?
—Considérese mi huésped —dije—. Pero le diré una cosa. Está perdiendo el tiempo
conmigo. Yo no maté a La Croix. No tenía ninguna razón para hacerlo. Pero creo que sé quién
pudo hacerlo. Busque a un sujeto llamado Van Rijk, Georges van Rijk, y hágale las mismas
preguntas que me ha hecho a mí.
Tiong entornó los ojos.
—¿Qué sabe usted de Van Rijk?
Yo no deseaba verme involucrado en aquel asunto, pero la muerte de La Croix, y la forma
en que Tiong había dicho que había muerto, hizo que no tuviera más remedio que hablar.
—Él también quería saber de qué habíamos hablado La Croix y yo. A ese tipo yo no le
daría ni la hora, de modo que me amenazó. Anoche, cuando salí de Los Jardines Malayos, los
dos hombres que estaban con él intentaron agredirme. No tuvieron suerte.
—Comprendo —dijo Tiong lentamente.
—Veo que conoce usted a Van Rijk.
—Muy bien.
—¿Quién es?
Tiong dudó un momento. Luego se alzó ligeramente de hombros.
—Aparentemente, Georges van Rijk es un comerciante de tabaco de Johore Bahru. Pero
tenemos razones para creer que tiene otros intereses, más rentables y más... ilegales. También
es un ávido coleccionista de jades raros.
Tiong hizo el último comentario como si yo tuviese alguna relación con aquella
peculiaridad de Van Rijk.
—¿Jades raros? —pregunté.
—Así es. ¿Naturalmente usted está enterado del reciente robo producido en el Museo de
Arte Oriental?
—No —dije.
—Ha sido noticia de primera página en todos los periódicos.
—Nunca leo la prensa.
—A principios de la semana pasada —dijo Tiong—, una valiosísima estatuilla de jade
blanco, el Burong Chabak, fue robada de una exposición que se exhibía en el museo. El robo
fue llevado a cabo con suma habilidad, algo que sugiere un plan cuidadosamente preparado.
—¿Cree que Van Rijk está relacionado con el robo?
—Estamos seguros de ello. Y también estamos seguros de que el francés estaba implicado.
Yo comenzaba a formarme una idea de todo el misterioso asunto. La Croix, yo lo sabía,
había estado en prisión por robo; era aficionado a esas actividades. Y por lo que había oído de
él, La Croix nunca dio la menor importancia a eso que llaman el honor entre ladrones. Parecía
que el francés había traicionado a sus cómplices y el negocio le había salido mal. Se lo dije a
Tiong pero mi argumento no pareció convencerle.
Hizo un gesto indefinido.
—Es posible —dijo.
—¿Han detenido a Van Rijk?
—Aún no hemos podido localizarle.
Tuve un súbito presentimiento.
—Escuche, Tiong —dije—, si tiene usted toda esta información, ¿por qué ha venido a
buscarme a mí? A menos que tenga la extravagante idea de que La Croix y yo éramos cóm-
plices.
—Esa posibilidad entraba en nuestra lógica —dijo él—. Después de todo para nosotros
usted es un contrabandista. Y le vieron con el francés el mismo día de su muerte. Natu-
ralmente, eso despertó nuestra curiosidad.
Sentí que una rabia sorda comenzaba a ascender por mi garganta. Una vez que te haces
una reputación al sur de la China, la llevas prendida como si fuese un satélite; cada vez que
hay algún problema, y los polis pueden demostrar que estuviste a cien kilómetros de él,
vendrán a molestarte del modo en que Tiong lo estaba haciendo.
—¿Está satisfecho ahora? —dije fríamente.
—Quizá sí y quizá no —dijo—, ¿Hay alguna otra cosa que quiera decirme?
—No.
Por un momento, permaneció inmóvil tratando de leer algo en mis ojos, y cuando no pudo
hacerlo, dijo:
—Muy bien. No le robaré más tiempo. Pero ¿puedo sugerirle que no trate de abandonar
Singapur hasta que este asunto se haya aclarado?
—No tenía intención de marcharme.
Fue hasta la puerta y la abrió, asintiendo brevemente mientras se volvía hacia mí.
—Entonces, selamat jalan14, señor Connell.
—Sí —dije y cerré la puerta en sus narices.

El sol aplastaba con su fuego abrasador mi cuerpo desnudo de cintura hacia arriba. Mis
pantalones estaban empapados con un sudor pegajoso y tenía la nuca abrasada por el roote
hond.
Hice rodar otro barril de aceite de palma desde la cubierta del tongkang a través del ancho
tablón. Uno de los descargadores chinos lo recogió y luego lo colocó en la plataforma. Un
viejo elevador de carga esperaba cerca del muelle.
Me pasé el brazo por los ojos para enjugarme el sudor y pensé cómo sabría una buena
cerveza helada cuando terminara el día. Era un pensamiento muy agradable y me estaba
entreteniendo morosamente en él cuando apareció Harry Rutledge.
—¿Cómo va eso?
—Terminaremos dentro de una hora.
—Bien, tienes una visita. Una visita impaciente.
—¿Una visita?
—Y además es un bombón —dijo Harry—. Ustedes, los jodidos americanos, tienen una
suerte de los mil demonios.
—¿Una mujer?
Asintió.
—«Busco al señor Connell», me dijo. «Urgente.» No me gusta que las palomitas vengan a
revolotear cuando mis peones están trabajando. Pero, como ya he dicho, es una preciosidad.
Joven, además. Nunca he podido decirles que no.
—¿Te ha dicho cómo se llama, Harry?
—Tina. Tina Kellogg.
Fruncí el ceño. Pensaba que no volvería a verla después de mi tajante negativa de la noche
anterior, y después del incidente con los matones de Van Rijk.
—Está bien —dije—. ¿Dónde está?
—En mi oficina. Ya sabes dónde es.
—Gracias, Harry.
Me sonrió.
—Es un placer, amigo.
Me puse la camisa y luego me encaminé hacia el enorme godown15 y me abrí paso entre los

14
Hasta pronto. (N. del E.)
barriles apilados, los embalajes de tablas y las plataformas en dirección a la pequeña oficina
de Harry.
Tina estaba sentada en el sillón de bambú junto a la ventana. Hoy llevaba un traje sastre de
color blanco; la falda era muy corta y dejaba ver sus hermosas piernas. A la luz del día
parecía menos joven de lo que yo había pensado.
Cuando entré, se incorporó sonriendo con cierta tensión; descubrí que sus ojos eran verdes
y que en ellos había una suerte de súplica desesperada.
—Señor Connell, yo... lamento molestarle de este modo, pero estaba preocupada por usted.
Aquellos hombres de anoche...
Sonreí para que se relajara.
—Asaltantes callejeros —mentí—. Son un peligro en Singapur.
—Sí —dijo—. Bien, supongo que no debía haber huido. Pero estaba muy asustada.
—Hizo lo correcto.
—Sí.
Volvió a sentarse en el sillón y comenzó a restregarse nerviosamente las manos sobre el
regazo.
Suspiré profundamente.
—Su preocupación por mi salud es muy halagadora, Tina—dije—, pero no creo que sea la
única razón que la ha traído aquí. ¿Me equivoco?
Sus mejillas se encendieron.
—Yo... yo regresé al consulado de Filipinas esta mañana, como usted me aconsejó, pero el
cónsul se halla en Manila asistiendo a una reunión y no regresará hasta dentro de una
semana, y el funcionario que me atendió me dijo lo mismo del día anterior. Ellos no quieren
ayudarme. Yo...
De pronto, se echó a llorar. Sus hombros se estremecían y grandes lágrimas plateadas
corrían por sus mejillas. Me sentía incómodo y permanecí en silencio. ¿Qué podía decir?
El silencio comenzó a crecer entre nosotros, un silencio forzado, porque los dos sabíamos
cuál sería el siguiente paso. Finalmente, Tina habló con voz débil.
—Señor Connell, por favor, por favor, ayúdeme. Sé lo que usted me dijo anoche, pero no
conozco a nadie más en Singapur. No sé a quién recurrir y si no puedo llegar a mi casa para
ayudar a mi padre...
—Tina —dije tan amablemente como pude—, hay razones por las que no puedo ayudarla,
varias razones. Por una parte, es algo totalmente ilegal. Estoy caminando sobre hielo muy
fino con el gobierno local; me han advertido que si hay algún otro problema relacionado
conmigo, me declararán persona non grata. Por otra parte, cuando anoche le dije que ya no
vuelo, lo decía en serio. No tengo acceso a ningún avión. Esa sola razón me impide llevarla a
Luzón.
—Pero... una de las personas con las que hablé me dijo que usted solía guardar un DC-3 en
un hangar de una pista abandonada. —Se enjugó la humedad que se había formado debajo
de los ojos—. ¿No es cierto?
La estudié largamente y luego me dirigí hacia el atiborrado escritorio de Harry. Me senté
en un borde y encendí un cigarrillo.
—Sí, aún está allí.

15
Almacén. (N. del E.)
—¿Entonces...?
Lo pensé cuidadosamente. Sopesé los acontecimientos en mi cabeza. No es cosa mía, pensé.
Nada que me incumba. No tengo por qué meterme en este problema.
—Está bien, Tina —dije al fin.
—¿Me ayudará?
—La ayudaré.
— ¡Oh, señor Connell! ¡Gracias, gracias! —Salió disparada del sillón de bambú y se arrojó
en mis brazos—, ¡Nunca olvidaré lo que ha hecho por mí!
La aparté con suavidad.
—Quizá soy un condenado idiota, pero si su padre ha sido falsamente acusado, como
usted cree, pienso que vale la pena correr el riesgo.
Ahora sus ojos expresaban una mezcla de alivio y ansiedad.
—¿Cuándo podemos partir?
—Tendrá que ser esta misma noche —dije—. Alrededor de las once. Sería estúpido
intentarlo a plena luz del día.
—¿Dónde nos encontraremos?
Pensé durante un momento.
—¿Conoce usted la explanada de Cecil Street?
—Creo que sí, sí.
—Allí, entonces, a las diez y media.
—Lo que usted diga. —Se quedó mirándome y luego, súbitamente, me besó como una hija
besaría a su padre—. Gracias, señor Connell —volvió a decir y un instante después había
salido a la zona de almacenamiento y se alejaba a través de una de las entradas laterales bajo
el tórrido sol de la tarde.

Llovió durante las primeras horas de la tarde, una lluvia tropical que duró dos horas y,
como hacen siempre las lluvias diurnas, dejó el aire oliendo a limpio. Pero a las diez, cuando
salí de mi apartamento, el calor era nuevamente opresivo.
Tina me aguardaba en las sombras de la explanada. Había cambiado el traje blanco de la
tarde por unos pantalones caquis y una chaqueta gris.
Después de saludarnos, le pregunté:
—¿No lleva equipaje, Tina?
—No —contestó—. No quiero que sea una complicación. Haré que me lo envíen más
adelante.
—Está bien. Entonces será mejor que nos marchemos.
Llamé a uno de los taxis que vagabundeaban por las calles de Singapur. El conductor, un
barbado sikh, no hizo demasiadas preguntas cuando le dije a dónde queríamos ir. Supuse que
no realizaría demasiados viajes a aquella remota región de Jurong de la isla que le indiqué —
allí no había más que manglares y unos pocos kampongs16 de pescadores nativos—, pero como
todos los competentes conductores en los mares del sur de la China, se guardó sus
pensamientos para él. Viajamos en silencio.
Cuando torcimos hacia Kelang Bahru eran las diez cincuenta y nos dirigíamos hacia Mikko
Field, la pista de aterrizaje abandonada. La luna era un foco anaranjado en el cielo oscuro; la

16
Campamentos. (N. del E.)
carretera estaba tan iluminada que podríamos haber viajado sin luces.
Cuando nos aproximamos al camino de acceso a la pista, el sikh comenzó a reducir la
velocidad.
—¿Quiere que le lleve directamente a Mikko Field, sahib? El camino es muy malo.
—Vaya tan lejos como pueda —le dije—. Haremos a pie el resto del camino.
—Como quiera, sahib.
Giró en el acceso al campo de aterrizaje. El camino tenía grandes baches y la maleza crecía
profusamente cubriéndolo por completo. Hicimos medio kilómetro. Finalmente, bajo la
brillante luz de la luna, pude ver la larga pista de cemento, elevada unos tres metros sobre los
manglares que crecían a ambos lados. En su tramo final, a nuestra izquierda, se encontraban
los ruinosos edificios de madera y, detrás de ellos, el enorme hangar. La pista había
permanecido abandonada desde que los japoneses se marcharon de la isla en las postrimerías
de la Segunda Guerra Mundial. Muy poca gente recordaba, o le importaba, si aún estaba allí.
El sikh detuvo el taxi. Ya no podíamos seguir en el coche; la vegetación era demasiado
tupida; las enredaderas parasitarias, las plantas trepadoras y los arbustos espinosos se
entrelazaban formando una barrera que era más efectiva que cualquier defensa construida
por el hombre. El sikh se volvió para mirarme.
—No podemos seguir, sahib.
—Está bien.
Tina y yo nos bajamos del coche y salimos a la noche. El aire estaba vivo con el zumbido de
los mosquitos y los jejenes, y con la música gutural de las cigarras malayas. Se percibía el olor
de la vegetación putrefacta y de la humedad originada por las recientes lluvias.
Pagué al sikh, le agradecí el viaje y permanecimos en aquel lugar observando mientras
realizaba un giro completo y se alejaba por el camino. Vi que las luces traseras se hacían cada
vez menos brillantes, hasta que desaparecieron. Luego me volví para mirar la pista.
Tina no había hablado desde el momento en que nos apeamos del coche. Entonces lo hizo
con una voz que era casi un murmullo.
—¿Adónde vamos?
Me humedecí los labios.
—Supongo...
Me interrumpí, escuchando. Oí el inconfundible sonido de un coche de cuatro cilindros a
marcha lenta que se acercaba. Me volví para mirar hacia el camino de acceso, pero no pude
ver absolutamente nada a pesar de la luz de la luna. Pero el coche estaba muy cerca y llevaba
las luces apagadas.
Sentí que un escalofrío me recorría el cuerpo.
—Alguien se acerca —dije.
—¿Pero quién...?
—Aún no lo sé. Pero tengo una ligera idea.
La cogí de un brazo y corrimos hacia la protectora barrera de los manglares, pero debieron
vernos mientras nos recortábamos contra el cielo iluminado por la luna. Los faros delanteros
del coche se encendieron y escuché el familiar chirrido de los frenos. Sin detenerme, giré
hacia la izquierda y nos metimos entre los altos arbustos que había en el borde del camino.
Detrás de nosotros se oyó un grito. Obligué a Tina a introducirse aún más adentro de la
pantanosa jungla que se alzaba paralela a la pista de aterrizaje. Los arbustos me hirieron los
brazos desnudos, las invisibles enredaderas me desgarraron la ropa; algo me rozó el rostro
con un zumbido helado.
Habíamos recorrido cerca de cincuenta metros cuando la vegetación se hizo más baja y
escasa, dejándonos sin protección. Podía escuchar a dos hombres, posiblemente tres, que se
movían a través del cenagal detrás de nosotros. Miré alocadamente en todas direcciones.
Hacia la izquierda estaba la carretera de acceso, relativamente libre de vegetación y bañada
por la luz de la luna, que giraba en dirección a los abandonados edificios de madera. Descarté
inmediatamente aquella dirección. La única otra alternativa posible era correr directamente
hacia la pista. Los edificios se hallaban a unos cien metros y yo sabía que si lográbamos llegar
hasta ellos y encontrar un lugar para ocultarnos, aún tendríamos una oportunidad.
Empujé a Tina hacia la derecha, a través de un grupo de arbustos salvajes, en dirección al
terraplén. La tierra estaba blanda por efecto de la lluvia, pero conseguimos subir hasta la
pista.
—¡Corra! —le dije.
Corrimos. Nuestras botas embarradas chapoteaban sobre el pavimento. Detrás de nosotros
se oyó otro grito y oí claramente el rugido de una pistola de gran calibre. Miré por encima del
hombro. Vi a dos de ellos en la base del terraplén; no alcanzaba a divisar sus rostros. Un
tercero permanecía entre los faros gemelos de un coche inglés detenido en el camino de
acceso. Él era quien gritaba, y aunque no podía verle el rostro, por supuesto, sabía quién era...
Van Rijk.
Estábamos prácticamente frente a los edificios abandonados. Escuché otro disparo, pero
desde aquella distancia no podrían hacer blanco.
El edificio más próximo era una construcción grande y rectangular de techo bajo que había
sido utilizada para alojar al personal de servicio. Los cristales de las ventanas habían sido
rotos hacía mucho tiempo y algunas tablas laterales se habían podrido, o alguien las había
quitado, dejando agujeros oscuros que semejaban dientes podridos. Hacia un lado había una
subestructura más pequeña y ruinosa que constituía alguna clase de cobertizo.
Guié a Tina hacia aquel lugar y rodeamos la esquina de la construcción rectangular y
recorrimos el pequeño cobertizo. En la parte trasera, un agujero semicircular, de bordes
dentados, se abría en la madera negra como si fuese la pequeña entrada de una cueva.
Me detuve, tratando de meter un poco de aire en los pulmones.
—¡Por ahí! —le dije a Tina.
Obedeció al instante. Se arrodilló y se arrastró a través del agujero entrando al cobertizo.
La seguí.
Delgados haces de luz de luna formaban un dibujo pálido e irregular sobre el suelo lleno
de desperdicios. El cobertizo estaba vacío y era una estancia cerrada, húmeda, y con un calor
penetrante como un invernadero de orquídeas.
La respiración de Tina era una sucesión de rápidos jadeos. Se hizo un ovillo arrodillada en
un rincón y con la cabeza entre las manos. La dejé y me arrastré por el suelo húmedo hacia la
fachada del cobertizo. Atisbé por uno de los pequeños agujeros que se abrían en la derruida
madera. Podía ver toda la pista.
Entonces vi los faros —cuatro faros— que llegaban por el camino de acceso a toda
velocidad. Sentí que mi cuerpo se relajaba ligeramente. No alcanzaba a divisar la zona en la
que se encontraban Van Rijk y el pequeño coche inglés, pero a los otros dos hombres, que
ahora estaban a unos cincuenta metros, podía verlos claramente. Los dos volvieron la cabeza,
indecisos.
El sonido de frenos, de puertas cerrándose con estrépito, de hombres gritando, llegó hasta
mí nítidamente en el aire de la noche. No habían utilizado las sirenas. Parte de la pista estaba
iluminada por los faros delanteros de los coches.
—¿Qué ocurre? —preguntó Tina, que se había acercado sigilosamente para mirar por el
agujero. Ya había recuperado el aliento—. ¿Qué está pasando ahí fuera?
—Los polis están aquí.
—¿Los polis?
Observé a los dos hombres que estaban en la pista de aterrizaje. Uno de ellos extendió el
brazo agazapándose ligeramente y pude ver el arma en su mano, pero antes de que pudiese
usarla, se escuchó el sonido seco de una automática. El hombre cayó y quedó tendido en la
pista. El otro echó a correr hacia la derecha en un lento zigzag. La automática volvió a
disparar. El hombre saltó hacia un costado del terraplén con los pies por delante como si
fuese un saltador olímpico. Se escucharon tres disparos de pistola y luego otro estampido de
la automática. Después, silencio.
Me alejé de la pared.
—Todo ha terminado —dije.
Los dedos de Tina se clavaron en mi brazo.
—¡El avión! —dijo agitadamente—. Tal vez todavía podemos utilizar el avión, señor
Connell...
Me puse de pie apoyando las palmas de mis manos sobre las rodillas. La miré.
—Aquí no hay ningún avión, Tina.
Su rostro estaba en sombras y no podía ver sus ojos.
—Yo... no entiendo.
—Aquí no hay ningún avión —repetí lentamente—. Hace dos años que no hay ninguno.
Me miró durante un instante y luego, súbitamente, su mano voló hacia el cinturón, debajo
de la chaqueta. Fue muy veloz y no tuve tiempo de reaccionar antes de que me apuntase al
estómago con una pistola. El arma era claramente visible a la luz de la luna y vi que se trataba
de una pistola de fabricación belga, una automática del calibre 25.
—¿Es ésa la pistola con la que mató a La Croix, después de haberle torturado? —dije con
tranquilidad.
Se inclinó un poco y pude ver su rostro. La muchacha asustada ya no existía; en su lugar
había una mujer fría, dura y mortalmente peligrosa.
—Está bien —dijo—. De modo que lo sabe.
—Lo he sabido desde esta tarde, Tina —dije—. Oh, fue muy inteligente por su parte
inventar toda esa farsa. Reconozco que logró engañarme anoche en Los Jardines Malayos y
que esta tarde también consiguió embaucarme durante unos instantes. Pero cometió un error
y no me llevó mucho tiempo comprender exactamente lo que estaba pasando.
Miré la pistola; no temblaba. Continué hablando.
—Usted dijo que una de esas personas imaginarias con las que había hablado, mencionó
una pista de aterrizaje abandonada donde yo solía guardar un DC—3. Pero lo que usted no
sabía, lo que no podía haber sabido, era que sólo tres personas, aparte de mí —y
eventualmente los polis—, sabían que yo había escondido alguna vez un DC—3 en ese lugar.
Uno de esos hombres era mi socio en un negocio de transporte aéreo de mercancías y que
lleva dos años muerto. El segundo es un alemán llamado Heinrich; está cumpliendo una
condena de diez años en una prisión de Yakarta por atraco a mano armada. Y el tercer
hombre, el único hombre del que usted podía haber obtenido esa información, era un francés
llamado La Croix. Pero La Croix estaba huyendo, tratando de abandonar Singapur.
Evidentemente no podía estar vagando por Raffles Square; él no podía ser una de las
personas con las que usted dijo haber hablado.
»Eso, Tina, me hizo pensar en muchas cosas y en la forma en que encajaban. Pero sólo para
asegurarme, esta tarde fui al consulado de Filipinas e hice algunas preguntas relacionadas
con su problema. Nunca habían oído hablar de Tina Kellogg, mucho menos de un
importador—exportador de Luzón arrestado por conspiración comunista. De modo que fui a
ver al inspector Tiong y le conté lo que había averiguado; él hizo algunas comprobaciones
muy interesantes. Me reveló cierta información muy significativa relacionada con el caso.
Como el hecho de que su verdadero nombre es Tina Jeunet y que es canadiense. El hecho de
que, a pesar de que nunca pudo probarse nada, hace dos años estuvo implicada en Inglaterra
en el robo de varios diamantes sin tallar. Y que el pasado julio usted estaba en Bruselas
cuando un Gauguin fue robado a un coleccionista privado. Nuevamente, nada pudo
probarse. Pero la policía no tenía dudas respecto a la autoría de tales delitos.
»Con toda esta información, el inspector y yo dedicamos una larga y fructífera
conversación al robo del Burong Chabak, la estatuilla de jade, del Museo de Arte Oriental. Su-
gerí la pequeña trampa que le tendimos esta noche y preparé el terreno accediendo a su
solicitud de llevarla a Luzón. No esperábamos que Van Rijk cayera también en ella, pero creo
que todo salió a pedir de boca. Podrían haberla cogido esta misma noche en la explanada si
yo hubiese descubierto que llevaba la estatuilla con usted, ya que el inspector estaba allí y
sólo esperaba una señal. Me confundió el hecho de que llegase sin la estatuilla y, más tarde,
cuando no inventó ninguna excusa para detenernos a recogerla. Pero entonces recordé algo
que La Croix había empezado a decirme cuando hablamos hace dos días y que yo no le había
dejado terminar. Estoy seguro de que quería decirme que la estatuilla estaba aquí, en Mikko
Field. Usted nunca la tuvo. Y ésa es la razón por la que acudió a mí: para averiguar el nombre
de esta pista de aterrizaje y porque yo sabría dónde estaba oculto el Burong Chabak.
Ella sonrió y su boca se torció de modo desagradable.
—Usted va a llevarme hasta esa estatuilla —dijo—. Ahora.
—No se comporte como una tonta, Tina. Esta zona está llena de polis. No podrá escapar.
—Los dos escaparemos.
Sonreí en la oscuridad.
—Si está pensando en utilizarme como rehén, ya puede olvidarlo. Para ellos no valgo un
centavo.
—Ya lo veremos.
—No —dije—, no lo veremos.
Movió la pistola y eso era exactamente lo que yo estaba esperando. Levanté mi mano
izquierda de mi rodilla, describiendo un arco hacia arriba con la palma abierta. Mis dedos
aferraron el cañón de la pistola desplazándola de la línea de fuego. Hubo un estampido
cuando ella apretó el gatillo instintivamente y sentí un calor abrasador en el antebrazo, pero
el proyectil se incrustó en algún lugar del techo del cobertizo. Cogí la muñeca de Tina con mi
mano derecha y la presioné con fuerza. Lanzó un grito de dolor y la pistola cayó al suelo.
La recogí y me alejé de ella. Luego me incorporé y coloqué la automática en mi cinturón.
Me ardía el antebrazo a consecuencia del disparo, pero no era nada serio. Eché un vistazo
hacia el exterior por uno de los agujeros laterales y vi a cuatro hombres que corrían por la
pista de aterrizaje. Uno de ellos llevaba una metralleta y los otros tres pistolas. El inspector
Kok Chin Tiong iba en cabeza. Me volví para mirar a Tina Jeunet; estaba acurrucada en el
suelo lanzándome miradas de odio.
—Vamos —dije.
No se movió. Me alcé de hombros. Me sentía muy cansado y ya no había ninguna
diferencia. Fui hacia la parte posterior del cobertizo y me deslicé por el agujero hacia la pista.
Los cuatro hombres disminuyeron su carrera cuando me vieron aparecer. Tiong se acercó.
Estaba sin aliento.
—¿Está usted bien, señor Connell?
—Sí —dije—. Estoy bien.
—¿Y la mujer?
—En el cobertizo. No está herida, pero no creo que pueda ir a ninguna parte.
Tiong le dijo algo en malayo a uno de sus hombres. El policía asintió y corrió hacia el
cobertizo.
—¿Y qué hay de Van Rijk? —pregunté.
—Le tenemos a buen recaudo.
—¿Y los otros dos?
—Han muerto.
—Podría estar diciendo lo mismo sobre mí —le dije—. Se ha tomado su tiempo para llegar
hasta aquí.
Tiong sonrió.
—Cuando su taxi se alejó de la explanada vimos que un coche los seguía de cerca. Un
automóvil con las luces apagadas y con tres hombres en su interior.
—¿Y usted se imaginó que se trataba de Van Rijk?
—Sí.
—¿Por qué no le cogió entonces, en lugar de dejar que llegase aquí?
—Queríamos, ¿cómo dicen ustedes los americanos?, darle un poco más de cuerda para que
se ahorcara solo.
—Sí —dije. Cogí la automática de Tina y se la entregué por la culata. La aceptó con un
gesto amable y luego se la pasó a uno de sus hombres.
Se oyó ruido en dirección al cobertizo. El policía que Tiong había enviado estaba sacando a
Tina con las manos esposadas. La condujo hacia el camino de acceso donde estaban los
coches.
Los observé durante un momento y luego le conté a Tiong lo que le había dicho a Tina
Jeunet acerca del Burong Chabak. Asintió en silencio.
—Creo que encontraremos la estatuilla en un sitio que
La Croix y yo utilizábamos cuando hacíamos negocios juntos. El dejaba allí el dinero para
pagarme el cargamento que yo transportaba.
Llevé a Tiong a la parte posterior del hangar, cerca de dos grandes tanques corroídos por el
tiempo y que alguna vez habían servido para almacenar combustible para los aviones. Allí,
debajo de una capa de follaje, había una caja de madera que contenía las válvulas que
regulaban el suministro de agua a la pista de aterrizaje.
El Burong Chabak estaba allí.

Me enteré de toda la historia al día siguiente en la pulcra oficina de Tiong, en el edificio de


la Administración; era muy parecida a la que nos habíamos supuesto la tarde anterior,
después de que Tina abandonara el godown.
La Croix y Tina habían robado la estatuilla del museo, pero había sido Van Rijk quien
había urdido el plan. En lugar de entregar la estatuilla a Van Rijk después de cometido el
robo, los dos decidieron traicionarle. Podía haberles resultado bien si La Croix no hubiera
decidido, también, traicionar a Tina dejándola virtualmente en la misma posición que a Van
Rijk.
Entonces La Croix acudió a verme. Alguien sabía que Van Rijk estaba buscando al francés
y a Tina, nos vio conversando en el bar y avisó a Van Rijk. El, naturalmente, sabía que había
sido traicionado, pero creía que La Croix y Tina estaban juntos en el negocio. Su idea fue que
yo le conduciría hasta La Croix, Tina y, finalmente, a la estatuilla de jade.
Tiong me había dicho que a La Croix le habían matado aproximadamente a las nueve;
suponiendo que le hubiese matado Van Rijk, no tenía sentido que enviase a sus dos matones a
que me siguieran a las once. El ya habría obtenido la información del propio La Croix.
Tiong y yo llegamos a la conclusión de que eso significaba que Van Rijk no había tenido
nada que ver con la muerte de La Croix; sólo quedaba una persona que podía haberlo hecho:
Tina Jeunet. Descubrió dónde se ocultaba el francés y le torturó. La Croix le dijo entonces que
había escondido la estatuilla en una pista de aterrizaje abandonada, en un lugar que sólo
conocíamos él y yo, pero murió antes de poder decir el nombre de la pista y el lugar exacto
donde se encontraba la estatuilla. Tina Jeunet le había disparado en la cabeza presa de una
furia ciega y luego había salido en mi busca.
Eso era todo.
En la oficina de Tiong vi la estatuilla por primera vez. Intrincada y laboriosamente tallada,
la estatuilla representaba una lechuza —un burong chabak— en pleno vuelo, con las alas
extendidas y la cabeza erguida como si volase en medio del viento. El pájaro estaba hecho de
jade blanco, el más puro y valioso de todos los jades que existen; el pedestal sobre el que se
asentaba era de jade verde oscuro.
—¿No es hermosa? —preguntó Tiong cuando terminé de examinarla.
No dije nada; sentí una sensación fría y desagradable en las manos.
—¿Cuál es su valor en el mercado negro? —pregunté—. ¿Digamos para un coleccionista
clandestino?
—Tal vez cuatrocientos mil dólares malayos —dijo Tiong—, No podría decirle la cifra
exacta.
—Aproximadamente ciento cincuenta mil dólares americanos —dije—. Por esa razón Tina
Jeunet quería volar a Luzón. Ella tenía un comprador que la esperaba allí.
—Sí —dijo Tiong. Me miró pensativamente a través del escritorio como si algo le
preocupase—. Es una gran cantidad de dinero. Suficiente para tentar a un hombre.
Le dije que sí.
—Y sin embargo usted eligió avisar a la policía cuando sospechó que la mujer tenía la
estatuilla en su poder. Su pasado historial no revela en modo alguno un comportamiento tan
cívico. ¿Por qué lo hizo, señor Connell?
—Bien —dije—. La razón principal es Larry Falco.
—¿Su ex socio?
—Mi ex socio muerto —dije—. Un gran tipo, con muchas ideas inteligentes acerca de
construirse una vida confortable con una compañía aérea de transporte de mercancías, y que
está muerto porque yo tenía otras ideas en mente. Llevar contrabando, por ejemplo, hasta un
pequeño aeropuerto en mal estado. Larry intentó disuadirme, pero no quise escucharle. Le
dije que podía hacer aterrizar el avión en aquel sitio. Bien, estaba equivocado, y Larry murió
por mi culpa. El muerto tendría que haber sido yo.
Tiong permaneció en silencio durante un momento. Finalmente, dijo con voz suave:
—Comprendo.
No creo que haya comprendido absolutamente nada.
Un pequeño pago

Stephen Wasylyk

Cuando Lazarus Neap terminó de esparcir sobre el escritorio las fotografías de la joven
muerta, una ráfaga de viento entró por la ventana abierta y arrojó varias al suelo.
Neap suspiró. Aquella semana hasta las cosas más nimias parecían funcionar mal.
Todo había comenzado el lunes. Arbosh, un detective novato, había sido asignado a Neap,
y ambos fueron enviados a arrestar a un sospechoso de robo que no aceptó de buena gana
que le detuviesen. La falta de experiencia de Arbosh le había costado a Neap un violento
golpe en la parte superior de la mejilla derecha, que le produjo una herida irregular que le
palpitaba ocasionalmente y un ojo a la funerala. Puesto que en condiciones normales Neap no
era el sargento detective más apuesto de la fuerza, las heridas y el ojo inflamado le conferían
un aspecto satánico.
Luego, el martes, una joven llamada Ann Cheyney había sido hallada estrangulada en su
apartamento. Después de veinticuatro horas, Neap no tenía el menor indicio. La joven, de
sólo veintidós años, había vivido sola, tenía pocos amigos y había trabajado como secretaria
de una pequeña compañía. Nadie en los apartamentos—jardín en los que vivía había visto u
oído nada.
Ahora, miércoles, había aparecido otra muchacha estrangulada. El teniente, que andaba
escaso de personal, le había asignado el caso también a Neap porque en una oportunidad el
sargento detective había trabajado en un caso similar ocurrido en un parque, y el cuerpo de la
segunda joven había sido hallado al lado de uno de los caminos de un parque donde
evidentemente había sido arrojado desde un vehículo en marcha. Aquel camino que
atravesaba el parque era poco transitado, permanecía desierto por la noche, y la grava no
mostraba huellas de neumáticos. De nuevo, Neap no tenía ninguna pista por donde comenzar
la investigación.
Cerró la ventana, dejando fuera el aire cálido de la temprana tarde de primavera y volvió a
ordenar las fotos. «Este caso es todavía peor que el anterior —murmuró—. Y, además, ni
siquiera sabemos quién es.»
Estudió las fotos, impresionado por el parecido que guardaba la desconocida con Ann
Cheyney. Las dos eran jóvenes, con largas cabelleras rubias y sueltas, y ambas habían sido
bastante vulgares, incluso muertas. Neap se preguntaba si habría alguna relación entre los
dos asesinatos. El informe preliminar sobre la desconocida indicaba que había sido
estrangulada del mismo modo que Ann Cheyney.
Arbosh, con una sonrisa en su cara redonda, entró balanceando un bolso femenino. Lo
depositó cuidadosamente encima de las fotografías.
—Sargento, mire lo que han encontrado los muchachos en el parque.
—¿Cerca del cuerpo? —preguntó Neap con un amago de sonrisa.
—A unos ochocientos metros, como si lo hubiesen arrojado desde un coche.
Neap miró el bolso con cierta suspicacia.
—¿Lo has tocado?
—Nadie lo ha hecho. Pensamos que quizás haya huellas dactilares en la piel. ¿Quiere que
lo lleve al laboratorio?
—Ahora mismo —gruñó Neap—. Ni siquiera quiero abrirlo aquí.
A Short, el técnico del laboratorio, sólo le llevó unos minutos descubrir una huella que no
había sido limpiada.
—No nos servirá de mucho —dijo—. No podrá presentarla ante un tribunal.
—No me sorprende —dijo Neap—. Veamos a quién pertenece.
Short se colocó un par de guantes de algodón y volcó el contenido del bolso sobre la mesa.
Entre el contenido habitual de un bolso de mujer había una tarjeta plástica de identificación
de unos grandes almacenes y una cartera.
Short recogió cuidadosamente la tarjeta plástica.
—Si esta tarjeta pertenecía a su desconocida, su nombre era Needa Stone. —Revisó el
contenido de la cartera—. No hay indicios de robo. El dinero aún está aquí.
—¿Hay algún documento de identidad? —preguntó Arbosh.
Short asintió.
—Needa Stone, 127 Doce Sur.
—Conozco el lugar —dijo Neap—. Un par de apartamentos encima de una charcutería.
—¿Cree que este bolso pertenecía a nuestra desconocida? —preguntó Arbosh.
—Apostaría a que sí. Será mejor que vayamos a echar un vistazo.
—Llevaré todas estas cosas al laboratorio y buscaré huellas dactilares —dijo Short.
—Esmérate. Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir.
Neap no se había equivocado en cuanto a las señas del apartamento. El edificio era
antiguo, la charcutería estaba comprimida entre un aparcamiento de varios niveles y un hotel.
El apellido «Stone» escrito en un buzón del vestíbulo indicaba que la joven había ocupado el
apartamento trasero del segundo piso.
Encontraron al dueño de la charcutería colocando algunos productos congelados en el
mostrador frigorífico.
—¿Cómo está usted, señor Satinsky? —dijo Neap saludando con la mano.
Satinsky, un anciano encorvado, sonrió.
—Bienvenido, Lazarus. No le habíamos visto por aquí desde que se convirtió en detective.
¿Quién le ha golpeado?
—Es una larga historia. —Neap le presentó a Arbosh y le mostró la fotografía al viejo—.
¿Esa chica es una de sus clientes?
—Es la señorita Stone. —Satinsky miró detenidamente la fotografía y la evidencia se abrió
paso en su rostro pecoso—. ¿Está muerta?
—Está muerta. Tal vez usted podría pasar por el depósito para identificarla.
—No —dijo Satinsky—, Me gustaría ayudarlos, pero no puedo abandonar la tienda. Usted
lo comprende, ¿verdad? ¿Cómo murió?
Neap se lo contó.
El anciano meneó la cabeza.
—Atrape al asesino, Lazarus. Era una buena chica.
—¿Tenía amigos o parientes?
—Amigos, unos pocos. Chicas jóvenes como ella. Ningún hombre. Parientes, lo ignoro.
—¿La vio anoche?
—No, Lazarus. No creo que haya regresado a su casa. Hubiera entrado aquí para comprar
algunas cosas. Anoche no lo hizo.
—Nos gustaría echar un vistazo a su apartamento —dijo Arbosh.
Neap consideró la situación. No tenía más alternativa que dejar que Arbosh investigara
por su cuenta y ver qué podía averiguar.
—Yo miraré en el apartamento —dijo—. Coge el coche y ve a la empresa donde trabajaba.
Examina su ficha personal y trata de localizar a alguna de sus amigas. Todavía necesitamos a
alguien que identifique el cadáver. Si puedes encontrar algún voluntario llévalo a la oficina.
Arbosh asintió.
—Haré lo que pueda.
El apartamento era pequeño; una sala de estar, dormitorio, cuarto de baño y una cocina
minúscula. Los muebles podían haber sido comprados de segunda mano y su aspecto
revelaba varios años de uso.
Needa Stone había intentado imprimir su personalidad al apartamento pero había
fracasado. Las cortinas de las ventanas y los grabados baratos sobre las paredes no hacían
más que realzar la mezquindad del lugar.
Curioso, reflexionó Neap. No había en realidad mucha diferencia entre aquel apartamento
y el de Ann Cheyney. Las jóvenes solitarias deben llevar el mismo estilo de vida y los
apartamentos sórdidos formaban parte de él.
Pasó al dormitorio. La cama estaba impecablemente hecha. Neap abrió el armario y revisó
los vestidos. La habitación no le reveló absolutamente nada.
El cuarto de baño no le llevó más de un minuto; la cocina tampoco. Needa Stone había sido
una persona ordenada.
Regresó a la sala, se palpó pensativamente la mejilla herida y dio un respingo de dolor. Si
en el apartamento había algo que podía servirle de ayuda tenía que estar en aquella
habitación.
Había un gastado sofá junto a una de las paredes, un pequeño televisor frente a un sillón,
un equipo de alta fidelidad junto a otra pared, y un pequeño escritorio en un rincón de la
estancia. Una estantería, colocada al lado del escritorio, rebosaba de libros de bolsillo y
revistas. Otra analogía, pensó Neap. En el apartamento de Ann Cheyney también había
encontrado bastante material de lectura.
Neap se acercó al escritorio. Tenía dos cajones. En el superior había una pequeña caja de
seguridad de metal abierta y en su interior sólo encontró un talonario de cheques y una
libreta de depósito. Neap revisó las matrices de los cheques. Los cheques librados para pagar
el apartamento y los impuestos eran fáciles de reconocer junto a unos pocos expedidos a
nombre de unos grandes almacenes y otros para disponer de dinero en metálico. Sin embargo
uno de los cheques despertó el interés de Neap. Por veinticinco dólares, solamente había
apuntada la palabra «Date». Dejó el talonario a un lado.
La libreta de depósito indicaba que Needa Stone sólo había podido ahorrar diez dólares a
la semana.
Neap se mordió el labio ligeramente. Además de las cantidades, él había encontrado la
misma organización económica en el otro apartamento; el talonario personal con un pequeño
movimiento, una libreta de depósito que revelaba ingresos regulares. La similitud le inquietó.
Había muy poca diferencia, si es que realmente había alguna, entre las dos jóvenes que
habían aparecido estranguladas. Era casi como si se hubiesen conocido, decidiendo seguir
ambas la misma rutina.
Cerró la libreta bancaria y abrió el cajón inferior, sacando un archivador extensible en
forma de acordeón. Contenía cheques cancelados que no le dijeron nada nuevo, excepto que
el cheque marcado como «Date» no había sido devuelto 17. Neap apuntó el número y el banco.
Cerró los cajones esperando tener mejor suerte con los vecinos.
No le llevó demasiado tiempo averiguarlo, la inquilina del apartamento de enfrente resultó
ser una anciana medio sorda que sólo conocía a Needa Stone lo bastante como para saludarla,
y la noche anterior no había visto ni oído nada. Neap echó un vistazo a su reloj. Tendría que
enviar a Arbosh a que realizara una investigación exhaustiva en el vecindario si no
averiguaba algo más.
La tarde se había vuelto algo fría, el sol se ocultaba detrás de una gran nube y el viento
helado le originó molestias en la herida.
Neap decidió regresar andando hasta jefatura. Cuando pasaba junto al banco donde Needa
Stone había tenido su cuenta corriente recordó de pronto el cheque marcado con la palabra
«Date». Entró en el edificio donde le enviaron a ver a un vicepresidente llamado Dial, quien
no pudo mostrarse más cooperativo. Sólo necesitó una llamada para localizar el cheque en
sus archivos.
—Señor Neap, este cheque fue librado a la orden de Date, Inc. —dijo Dial.
Neap frunció el ceño.
—Nunca he oído hablar de esa compañía.
Dial sonrió.
—Tengo entendido que Date, Inc. es un servicio informatizado. Hombres y mujeres envían
sus datos y, por una pequeña suma, la compañía les seleccionará una persona compatible del
sexo opuesto. En realidad, no es mucho lo que puedo decirle acerca de esa compañía, sólo que
en estos momentos es muy popular. En la ciudad hay varias empresas que ofrecen ese
servicio.
Neap apuntó el nombre en su agenda.
—¿El cheque fue hecho efectivo?
—Hace al menos tres semanas.
Neap le agradeció la información, pensando que Needa Stone debió sentirse muy sola y
desesperada sin una compañía masculina para pagar veinticinco dólares a una empresa que
le prometía una cita18 a ciegas.
Había llegado a la puerta de su oficina cuando se detuvo, maldiciéndose mentalmente por
imbécil.
Arbosh estaba sentado en su escritorio hablando con una joven muy bonita.
—Esta joven es Terry Hutton —dijo—. Una amiga de la señorita Stone. Ha identificado el
cadáver en el depósito.
Neap sonrió a Terry Hutton, quien tenía aspecto de haber estado llorando y parecía
dispuesta a comenzar de nuevo.
—¿Conocía bien a la señorita Stone?
—Muy bien. Trabajábamos juntas.
—¿Tiene alguna idea de dónde pudo haber ido ayer por la noche?
—Dijo algo sobre una cita, pero no mencionó nombre alguno. Se la veía muy excitada

17
En EE.UU. a finales de mes los bancos devuelven a los clientes los cheques que han
utilizado para que puedan controlarlos. (N. del E.)
18
Date, cita, en inglés. (N. del T.)
porque no acostumbraba a salir mucho.
—¿Dijo algo acerca de ese hombre?
—Supongo que no había mucho que ella pudiera decir. Imaginé que se trataba de una cita
a ciegas.
—¿Él debía recogerla en su apartamento?
—No. Ella se encontraría con él en el águila, una vez que terminara el trabajo.
Arbosh gruñó y Neap supo la razón. En el centro de la planta baja de los grandes
almacenes donde trabajaba Needa Stone, una gran águila de bronce dominaba el amplio ves-
tíbulo central. Era un lugar natural de encuentro y había sido utilizado por miles de personas
a lo largo de los años. Con la multitud de gente que normalmente había en aquel lugar, era
prácticamente imposible que alguien hubiese reparado en un hombre acompañado de una
joven.
—¿Tiene usted alguna idea de quién arregló la cita o cómo?
—Ella no me lo dijo —contestó Terry.
—¿Mencionó alguna vez la señorita Stone el nombre de Date, Inc.?
—Nunca he oído hablar de esa empresa.
Terry Hutton no les podía servir de ninguna ayuda y Neap tuvo la sensación de estar
mirando otra pared blanca, sólo que ésta presentaba una pequeña mancha llamada Date, Inc.
La observó mientras se marchaba y las cabezas masculinas que había en la sala de
detectives giraron cuando Terry Hutton pasó junto a ellos. Ella, al menos, no necesitaría nin-
guna ayuda para conocer a un hombre.
—¿Descubriste algo más en los almacenes? —le preguntó a Arbosh.
—El pariente más próximo que figura en su ficha personal es una tía que vive en el norte
del estado. Ya he dispuesto que sea notificada. Y usted, ¿averiguó algo?
Neap le contó lo de Date, Inc.
—¿Cree que Needa Stone arregló su cita a través de ellos?
—Creo que vale la pena comprobarlo. Busca la dirección e iremos a hacer algunas
preguntas.
La compañía Date, Inc. estaba en el decimoquinto piso de uno de los edificios más nuevos
de Center City.
Cuando salieron del ascensor, Arbosh alzó las cejas.
—Nunca hubiera pensado que la soledad producía estos dividendos.
Neap sonrió.
—Es una ciudad muy grande con mucha gente que no conoce a su vecino. —Enseñó su
credencial a una recepcionista con minifalda—. Quisiera ver a la persona que dirige esta
compañía.
—¿Puedo preguntarle el motivo, señor? —dijo ella competentemente.
En alguna parte Neap había añadido un terrible dolor de cabeza a la palpitante herida de
su rostro. Se inclinó sobre la mesa de recepción.
—Usted limítese a llamar al director —dijo con suavidad.
La sonrisa de la joven se desvaneció, levantó el auricular y habló brevemente.
—El señor Owen los atenderá en un minuto —dijo.
La única palabra que a Neap se le ocurrió para describir a Owen era «pulido». Desde la
punta de su cabeza, con el pelo cuidadosamente recortado, hasta la punta de sus relucientes
zapatos, Owen parecía haber salido de un escaparate. Miró la magullada mejilla de Neap con
una mueca de desagrado.
—¿En qué puedo ayudarlos? —Incluso la voz era cuidadosamente pulida.
Nadie debería ser tan perfecto, pensó Neap, asombrado. Le explicó el motivo de la visita.
—¿Tiene usted a una tal Needa Stone entre sus clientes?
Owen los hizo pasar a su despacho.
—Tendré que buscar en el archivo —dijo.
Apretó un botón que había en su escritorio, apareció otra joven, Owen le pidió lo que
necesitaba y la chica desapareció.
—¿Cómo trabaja esta compañía? —preguntó Arbosh.
Owen sonrió.
—Es muy simple. La gente que se suscribe a nuestros servicios llena un formulario.
Codificamos la información y con ella alimentamos un ordenador donde queda almacenada.
Si usted, por ejemplo, también se suscribe, nosotros codificaremos esa información y le
pediremos al ordenador que nos proporcione los nombres y direcciones de muchachas con
similares características de personalidad. Ése es el funcionamiento.
—¿Qué me dice de la investigación de esas personas?—preguntó Neap—. Podría llenar el
formulario alguien de personalidad inestable.
—Nuestro cuestionario está diseñado científicamente para descartar a tales personas —dijo
Owen.
—No lo dudo —dijo Neap fríamente mientras la joven volvía a entrar con una ficha que
entregó a Owen.
—A la señorita Stone le correspondió el nombre de un tal Carleton Hoopes —dijo.
—¿Y ustedes le informaron a Hoopes del nombre de ella? —preguntó Neap.
—Sí, naturalmente. Así es como funciona nuestro sistema. Proporcionamos los nombres a
cada uno de los interesados. Desde ese momento la responsabilidad de encontrarse corre por
cuenta de ellos.
—Me gustaría echar un vistazo a la ficha de Hoopes —dijo Neap con cautela.
Owen le miró con calma.
—¿Tiene usted alguna razón especial?
—La tengo.
Owen hizo un gesto a la joven y ésta se marchó.
—Consideramos nuestro archivo como algo confidencial —dijo Owen.
—Podría conseguir fácilmente una orden judicial —dijo Neap—. Sin embargo, de este
modo podremos ahorrarnos mucho tiempo.
—Espero que encuentre lo que está buscando.
Neap se alzó de hombros.
—Ya veremos.
La joven regresó con otra ficha.
Owen la miró con atención.
—Al señor Hoopes le fueron asignados tres nombres. Ann Cheyney, Needa Stone y Donna
Whitford.
Arbosh silbó levemente mientras Neap se reclinaba en su sillón. Ya no se sentía como un
idiota.
—¿Ha encontrado algo interesante? —preguntó Owen.
—Dos de esas mujeres han sido halladas muertas, estranguladas —dijo Neap—. Tiene que
tratarse de algo más que de una simple coincidencia.
Owen se hundió en el sillón.
—Es un asunto bastante extraño.
—Necesitamos las direcciones de Hoopes y de la tercera muchacha —dijo Neap.
—Supongo que no tengo alternativa —dijo Owen.
—Ninguna —dijo Neap con dureza.
—La dirección del señor Hoopes es Hotel Crescent, en la Séptima y Sur. La de la señorita
Whitford es el 1.417 de Monrovia.
Arbosh apuntó las direcciones en su agenda.
—Tengo una pequeña curiosidad —dijo Arbosh—, ¿Por qué recibió Hoopes tres nombres y
Needa Stone sólo uno?
—El dinero, naturalmente —dijo Owen—. El señor Hoopes pagó más. Esa joven sólo hizo
un pequeño pago correspondiente a un programa concreto.
—¿Es posible que algún otro hombre haya recibido los nombres de estas tres mujeres?
Owen respondió con cierta reticencia.
—No con esa combinación. Verá, las respuestas del ordenador están ordenadas...
Estaba desperdiciando su pulida voz en una silla vacía. Neap estaba ya en la puerta.
A Arbosh le costó seguir el ritmo de Neap.
—Creo que ha sido una forma fulminante de terminar una entrevista —dijo.
—No lo soportaba ni un minuto más —dijo Neap—. Demasiado suave, tratando
insistentemente de hacernos creer que todo es muy científico y legal, pero para mí es como
una vieja casamentera de pueblo. Al menos, la vieja sabía con quién estaba tratando y no
pedía pequeños pagos por adelantado. Hay algo en todo este asunto que no huele bien. Estos
servicios pueden ser totalmente legales, pero recuérdame que le pregunte a Davis, en Bunco,
acerca de esta compañía.
—¿Dónde vamos primero?
—Al hotel. Si Hoopes tiene una cita concertada con la Whitford para esta noche, y creo que
la tiene, aún es demasiado temprano. Probablemente ella trabaja hasta las cinco.
—Hay algo que sabemos sobre Hoopes —dijo Arbosh—. Si vive en el Crescent, no dispone
de mucho dinero.
—No saquemos conclusiones precipitadas. Tal vez el lugar donde vive no es importante
para él.
El conserje de recepción del Crescent era un hombre pequeño, de hombros estrechos, con
pelo negro muy corto y gruesas gafas. Estaba leyendo un libro de bolsillo que tenía en la
portada el dibujo de un hombre y una mujer desnudos. Un rótulo que había encima del
mostrador decía que su nombre era E. G. Bauer.
Neap preguntó por Hoopes.
Bauer dejó el libro, dudó un instante, se quitó las gafas, y las limpió cuidadosamente.
—El señor Hoopes ya no vive aquí. Se marchó hoy.
—Maldita sea —musitó Arbosh.
—¿Dejó alguna dirección? —preguntó Neap.
Bauer sonrió.
—La gente que vive aquí nunca lo hace.
Arbosh sacó su agenda.
—¿Qué aspecto tiene?
Bauer se volvió a colocar las gafas.
—Es difícil de decir.
—¿Usted le vio, verdad?
—Sólo unas pocas veces. Lo que quiero decir es que no había nada especial en Hoopes. Se
parecía a infinidad de hombres.
—Podemos ahorrarnos los prolegómenos —gruñó Neap.
—Peso normal —dijo Bauer precipitadamente—. Pelo largo, castaño. Tal vez veinticinco
años. Ancho de espaldas, parece un atleta.
—¿Color de los ojos?
Bauer volvió a sonreír.
—Lo lamento, no suelo fijarme en el color de ojos de los hombres.
Neap rió entre dientes.
—¿Algo especial que usted pueda recordar?
—Nada, ya se lo he dicho. Era igual a un millón de otros hombres.
—¿Tenía coche o alquilaba uno?—dijo Neap—. ¿Sabe usted algo al respecto?
Bauer meneó la cabeza.
—Temo que me guste leer demasiado. Todo lo que no viene hasta el mostrador, no puedo
verlo. —Señaló sus gafas—, E incluso entonces no alcanzo a verlo muy bien.
—Es probable que necesite hablar otra vez con usted —dijo Neap—. ¿Cuándo termina su
horario de trabajo?
—A las cinco. Me quedo aquí, en el hotel. Me gustaría ayudarlos en lo que pueda.
—Puede ayudarme ahora mismo —dijo Neap, pasándose la mano por la nuca—. ¿Tiene
una aspirina?
Una vez fuera, Arbosh le miró atentamente.
—Debió haber hecho caso al médico y tomarse un par de días libres.
—Dime cómo y lo haré con mucho gusto. Tenemos que localizar a la Whitford y
preguntarle si esta noche tiene una cita con Hoopes.
Arbosh condujo con mano experta a través del intenso tráfico.
—Tal vez la llamó primero a ella y ya tuvieron esa cita —pensó en voz alta.
—En ese caso, ella podrá darnos una buena descripción de Hoopes, pero dudo que haya
sido así porque estaría muerta. Hoopes salió con las otras dos jóvenes en noches sucesivas y
apostaría que ahora le toca el turno a la Whitford. Tal vez se marchó del hotel porque tenía
pensado largarse. Sería lo más inteligente de su parte.
—Si es el hombre que cometió los asesinatos, lo ha planeado muy bien. ¿Cree que es la
primera vez?
—¿Quién puede saberlo? Parece sentir una especial aversión por cierto tipo de mujeres.
Estos servicios de citas por ordenador se las puede servir en bandeja de plata.
Arbosh miró su reloj.
—Si la señorita Whitford trabaja hasta las cinco es un poco temprano para que se encuentre
en su casa.
—Con la suerte que tenemos, no sería extraño que se hubiese mudado —dijo Neap.
Monrovia Street tenía el pavimento de adoquines y apenas si había espacio para que
pasara un coche. El 1.417 parecía haber sido un edificio distinguido, pero el paso del tiempo
lo había convertido en un lugar económico para jóvenes, transformando la casa de dos
plantas en apartamentos en el primero y segundo pisos. Donna Whitford vivía en el segundo.
Neap pulsó el timbre, oyó que sonaba en algún lugar escaleras arriba, y aguardó sin
demasiada esperanza de que alguien respondiera a la llamada. Volvió a intentarlo, pensando
que todo lo que podían hacer era esperar a que la chica regresara del trabajo. Entonces se le
ocurrió que tal vez la joven no regresara a su casa.
Apretó el timbre del apartamento del primer piso.
La puerta se abrió ligeramente y una adolescente rubia y delgada los miró con cautela.
Neap le mostró su credencial para que ella pudiese verla claramente.
—Estamos buscando a Donna Whitford.
—Oí que llamaban a su apartamento. No regresará hasta tarde.
Neap sintió que sus nervios se tensaban.
—¿Sabes dónde podemos encontrarla?
La adolescente asintió con la cabeza.
—¿Puedes llamarla por teléfono?
—No lo sé —dijo ella dubitativamente—. Se supone que no debo permitir que nadie entre
en el edificio.
—Estarías haciéndole a la señorita Whitford un gran favor.
—Esperen aquí —dijo mientras cerraba la puerta.
—Gran confianza en el cuerpo de policía —dijo Arbosh.
—No vestimos de uniforme —señaló Neap—, y la credencial podría ser falsa. Además,
¿confiarías en alguien que tuviese mi aspecto actual?
La puerta volvió a abrirse.
—Ya se ha marchado —dijo la adolescente.
—¿Estás segura de que no sabes dónde podemos encontrarla?—preguntó Neap—. Por
favor, piensa. ¿Mencionó ella alguna cosa sobre el lugar donde tenía una cita?
La adolescente meneó la cabeza.
—Ya les he dicho que no lo sé.
—Dinos qué aspecto tiene —dijo Arbosh.
—Es algo más alta que yo. Lleva el pelo recogido en una cola de caballo.
—¿Rubia, morena, pelirroja?
—Pelo rubio y ojos marrones.
Neap lanzó un gruñido. Debió haberlo imaginado.
—¿Cómo iba vestida hoy?
—Hoy no la vi cuando se marchaba.
Neap le agradeció la información, llevó a Arbosh en dirección al coche y se sentó mientras
se palpaba la mejilla. Aún le molestaba ligeramente, pero la aspirina había disipado el dolor
de cabeza.
—¿Y ahora qué?—preguntó Arbosh—, Y antes de que usted lo diga, le apuesto dos contra
uno a que no llegaremos muy lejos con esta información.
—Si tú fueses Hoopes, ¿dónde te encontrarías con ella?
—Es una ciudad muy grande. Además, no sabemos si es con Hoopes con quien tiene la
cita.
—¿Quieres correr el riesgo de que sea con él?
—No —dijo Arbosh—. Creo que tendremos que encontrarla. La pregunta es, ¿cómo? Es
probable que él haya reservado una mesa en algún restaurante y se encuentren allí.
—No creo que él tenga intenciones de mostrarse tan abiertamente en público —dijo Neap
lentamente—. Pienso que querrá reunirse con ella en algún lugar donde la gente no repare en
él. Y también es posible que primero quiera echarle una ojeada si se trata de una cita a ciegas.
Arbosh no contestó. Neap deseó que el joven tomara la iniciativa siguiendo la pista que él
le había sugerido.
—El águila otra vez —dijo Arbosh.
Neap sonrió.
—Eso creo. Él ya ha utilizado ese lugar y se adapta perfectamente a su plan.
Los grandes almacenes eran enormes, ocupaban toda una manzana. El águila, bronceada y
bondadosa, estaba emplazada en el centro de la primera planta, rodeada por un espacio lleno
de gente; algunos pasaban por el lugar y otros aguardaban.
Neap observó la situación. Por encima de ellos había una galería baja, parte de ella
ocupada por la sección de libros de bolsillo. Le hizo una señal a Arbosh. Subieron la escalera
y caminaron entre las estanterías hasta la barandilla que daba a la plazoleta del águila. Desde
aquel lugar podían montar guardia sin ser vistos y, además, no estaban tan lejos y podían
correr escaleras abajo para interceptar a algún sospechoso. Observaron atentamente a las
personas que se encontraban junto al águila en evidente actitud de espera.
—Creo que hemos tenido —dijo Arbosh señalando hacia abajo—. La joven del abrigo rojo.
Neap estudió a la chica. Podría haber sido la hermana de Needa Stone.
—Parece que sí.
—Podríamos bajar y hacerle algunas preguntas.
—No creo que sea oportuno. Tal vez Hoopes se encuentre cerca y puede asustarse.
—Esto es ridículo —dijo Arbosh—. Estamos observando a una joven que pensamos que es
Donna Whitford mientras esperamos que aparezca un hombre al que jamás hemos visto.
Neap farfulló.
—No podemos equivocarnos siempre.
—Si nos equivocamos, una muchacha puede morir esta noche.
—No necesitas repetírmelo, lo sé igual que tú —exclamó Neap—. Si tienes alguna otra
sugerencia, me encantará oírla.
Arbosh rehuyó la expresión que se había dibujado en el tumefacto rostro de Neap. Echó
una ojeada por la sección de libros de bolsillo y tocó a Neap en un hombro.
—Mire quién está aquí.
Neap se volvió. Prácticamente oculto por las altas estanterías vislumbró a Bauer, el
empleado del Hotel Crescent, examinando títulos de libros.
Neap miró hacia el águila, y luego miró a Bauer un momento antes de aproximarse a él a
grandes pasos.
—¿Qué está haciendo aquí?
Bauer estuvo a punto de dejar caer el libro que tenía en las manos.
—Buscando algo para leer. Este lugar tiene la mejor selección de la ciudad.
Neap le cogió con fuerza de un brazo.
—Estamos buscando a Carleton Hoopes. Usted puede ayudarnos. Usted le conoce y
nosotros no.
Bauer trató de alejarse.
—No quiero verme envuelto en este asunto.
—Usted ya está envuelto en este asunto —Neap le llevó hasta la barandilla y señaló hacia
abajo—. Todo lo que debe hacer es mirar hacia allí y decirnos si le ve.
Bauer ajustó sus gafas y miró hacia donde le señalaba Neap.
—No puedo ver bien.
—Haga un esfuerzo —le ordenó Neap.
La muchacha del abrigo rojo y la cola de caballo se había trasladado de un extremo al otro
del águila.
Neap miró el reloj. Había pasado media hora y nadie se había acercado a la joven.
Un hombre joven, de anchas espaldas y vestido con una chaqueta marrón, se había
colocado en el otro extremo del águila y miraba ocasionalmente hacia la joven del abrigo rojo.
Neap se puso rígido y le señaló el joven a Bauer.
—¿Es Hoopes?
—Está demasiado lejos para poder verle bien —se lamentó Bauer.
Neap volvió a cogerle de un brazo.
—Entonces le observaremos desde un lugar más próximo.
Llevó a Bauer abajo e hizo que se colocara en uno de los pasillos del piso inferior, cerca del
atlético joven.
—¿Puede verle ahora?
Bauer parpadeó.
—Podría ser él. La luz no es muy buena.
El joven comenzó a moverse hacia la muchacha.
—¡La luz es perfecta!—susurró con furia Neap—. ¡Mírele bien!
—Lleva sombrero —dijo Bauer dubitativamente—. Nunca le vi con sombrero.
Neap vaciló durante un momento. El joven estaba hablando con la muchacha.
—¿Qué hacemos?—preguntó Arbosh—. Si se marchan podemos perderlos entre la
muchedumbre.
Neap tomó una decisión.
—Es la hora en que Hoopes debía presentarse y, además, ¿qué otro hombre iba a entablar
conversación con ella?
Neap y Arbosh se dirigieron hacia la pareja.
Neap enseñó su credencial.
—¿Señorita Whitford?
Confundida, la chica asintió con la cabeza.
Neap lanzó un suspiro de alivio y se volvió hacia el hombre.
—¿Su nombre es Hoopes?
El joven parecía perplejo. Negó con la cabeza.
—¿Qué es lo que ocurre?
Neap volvió a preguntarle a la chica.
—¿Debía encontrarse con un hombre llamado Hoopes en este lugar?
La joven asintió sorprendida.
—¿Le ha visto antes?
Ella meneó la cabeza.
—¿Entonces usted no sabe si este hombre es Hoopes o no?
La joven abrió los ojos atónita.
—Podría ser él.
El hombre intentó alejarse de Arbosh.
—¡Quíteme las manos de encima!
—Tranquilícese —dijo Neap—. Creo que está en problemas.
—¿Por qué? Todo lo que he hecho ha sido tratar de entablar conversación con esta joven.
—Mucho más que eso, Hoopes.
—Mi nombre no es Hoopes. Es Foster.
—Mire —dijo Neap con voz cansina—. Esta joven debía encontrarse aquí, en una cita a
ciegas, con un hombre llamado Hoopes. Apareció usted y comenzó a hablar con ella y luego
nos dice que no es Hoopes. ¿Puede explicarlo?
—No hay nada que explicar. La vi parada aquí y pensé que no tenía nada que perder si lo
intentaba. ¿Qué hay de malo en ello?
—Nada. Sólo que tendrá que probarlo.
—Aun cuando se trate de Hoopes —dijo Donna Whitford—, ¿cuál es la diferencia?
Tenemos una cita.
—¡No, no tenemos ninguna cita!—gritó Foster—. ¡Nunca la he visto en mi vida!
La boca de la joven comenzó a temblar. Miró a Neap con ojos húmedos.
—¿Ve lo que ha hecho?
Neap miró a la muchedumbre que asistía curiosa a la escena y suspiró.
—No vamos a discutirlo aquí. Iremos a jefatura. —Se volvió hacia Arbosh—. Busca a
Bauer. Le llevaremos con nosotros.
Arbosh miró hacia la multitud.
—¡Se ha largado!
Neap tuvo la horrible sensación de que todo estaba equivocado otra vez; que la mala suerte
que le había estado persiguiendo durante semanas aún estaba trabajando a pleno rendimiento
sobre sus espaldas. Miró a Arbosh.
—Tan pronto como regresemos, le echaremos el guante.
Dos horas más tarde, el hombre seguía insistiendo en que él no era Hoopes y que quería
ver a un abogado. Todo lo que sabía acerca de Ann Cheyney y Needa Stone era lo que había
leído en los periódicos, nunca se había suscrito a Date, Inc., y tenía coartadas para las noches
del lunes y martes que Arbosh estaba comprobando.
Donna Whitford se marchó a su casa después de que Neap le explicara su interés en
Hoopes, dejándole con la sensación de que la joven le culpaba por arruinarle la noche y que si
Hoopes asomaba la nariz ella estaría encantada de salir con él. Le había dicho a Neap que
Hoopes la había llamado y que su voz era profunda y agradable.
—Hablaba como un hombre educado —dijo ella, suspirando—. Era terriblemente suave.
Esa información, obviamente, no coincidía con Foster, de modo que no se sorprendió
cuando apareció Arbosh acompañado del hermano de Foster.
—Foster está limpio —dijo—. No puede ser Hoopes. Las coartadas que tiene para las
noches del lunes y martes son firmes.
El hermano de Foster se demoró diez minutos diciéndole a Neap lo que pensaba del
departamento de policía en general y de Neap en particular.
Cuando se marcharon, Neap se sentó mirando por la ventana. La jaqueca había vuelto y le
ardía la mejilla.
Arbosh le ofreció una taza de café.
—No hemos comido en todo el día.
—No tengo hambre. He perdido el apetito.
—Al menos hemos salvado a Donna Whitford —dijo Arbosh, intentando consolarle—.
Aún tenemos una posibilidad de coger a Hoopes. He radiado una orden de busca y captura
sobre él. Pronto lo tendremos en nuestras manos.
—Ya tendríamos que tenerle aquí —dijo Neap—. En este momento debería estar en
nuestras manos.
—Es probable que no vuelva a asomar la nariz.
Neap meneó la cabeza.
—Si no me he equivocado con él, aparecerá. Debió presenciar todo el jaleo y buyo.
Cometimos el error de movernos demasiado rápidamente. Si hubiésemos esperado, Donna
Whitford se habría desembarazado de Foster al comprobar que no se trataba de Hoopes.
—No podíamos correr ese riesgo —dijo Arbosh—, Bauer podría habernos sido más útil.
Lástima que no vea bien.
—Cuanto más pienso en ello, más me intriga. Con todos los libros que lee, su vista no
puede ser tan mala —dijo Neap—, ¿Aún no le han encontrado?
—No está en el hotel. Tengo a varios agentes buscándole.
—Es un tipo curioso —dijo Neap.
Él y Arbosh se miraron.
—¿Está pensando lo que yo estoy pensando? —preguntó Arbosh.
—Él pudo haber utilizado el hombre de Hoopes y la dirección del hotel, pensando que
nosotros podíamos interceptar la correspondencia —dijo Neap lentamente.
—Y fue una coincidencia muy oportuna que él estuviese en los grandes almacenes cuando
se suponía que Hoopes debía estar allí.
—Ese hombrecillo muy bien podría ser Hoopes —dijo Neap—. Tal como se han
desarrollado las cosas últimamente, no me sorprendería en absoluto.
Arbosh se puso de pie.
—La pregunta es, ¿dónde está ahora? ¿Adónde puede ir un tipo como ése? ¿Cree que se ha
marchado de la ciudad?
—No tiene motivo para hacerlo. No sabe que sospechamos de él. Se tomará su tiempo
antes de abandonar la ciudad.
—Probablemente esté sentado en algún lugar riéndose de nosotros.
—Él no. Un hombre como él no tiene sentido del humor. En este momento se siente
frustrado porque impedimos que se encontrara con Donna Whitford. Eso debe de estar dán-
dole vueltas en la cabeza. Para él es un trabajo inacabado.
—Recuerdo a un tipo parecido —dijo Arbosh—. No tenía ninguna posibilidad de salir con
éxito, pero igualmente lo intentó.
—Tal vez él también lo intente —dijo Neap, apartando la silla—. Sólo espero que Donna
Whitford me haya creído cuando le hablé de Hoopes. Parecía actuar como si yo no supiese de
qué estaba hablando.
A la luz del día, la calle Monrovia se veía tranquila y agradable. Por la noche, era
demasiado silenciosa y solitaria, iluminada solamente por dos farolas antiguas y muy
separadas. Neap notó que todas las ventanas de los primeros pisos estaban cerradas o tenían
verjas. En esta calle podían pasar muchas cosas sin que nadie lo advirtiera.
Neap pulsó el timbre del apartamento de Donna Whitford y nadie respondió a pesar de
que una tenue luz se filtraba por la ventana. Probó suavemente el tirador y la puerta se abrió
de par en par. Un tramo de escaleras llevaba hacia el piso superior, iluminado por una luz
adosada a la pared. Arriba se veía un rellano y otra puerta. Al diablo con el protocolo, decidió
Neap. Hizo gritar el tirador y empujó. La puerta estaba sin llave.
Entonces fue cuando vio las dos figuras en la semipenumbra de la habitación.
Los ojos de Donna Whitford estaban muy abiertos y le miraban fijamente con un ruego
desesperado por encima de una mano que le cubría la boca. El otro brazo del hombre se ceñía
en la cintura de la joven, el rostro semicubierto por la cabeza de la muchacha. Entonces
Donna hizo un movimiento para librarse del abrazo del desconocido e hizo caer la lámpara
que había sobre una mesa baja. La habitación quedó a oscuras.
Neap sintió, más que escuchó, el golpe que provenía de la oscuridad y se cubrió
demasiado tarde. El puño se estrelló contra su mejilla herida arrancándole un grito de dolor.
Detrás de él, y aún en la escalera, Arbosh gritó.
El puño derecho de Neap salió disparado hacia adelante y golpeó al hombre en el
estómago. Inmediatamente lanzó un gancho de izquierda que llevaba todo su peso y todas las
frustraciones de los tres últimos días. Sintió un dolor agudo en los nudillos cuando el puño
aterrizó sobre algo duro y el desconocido cayó tendido en el vestíbulo.
Neap se recostó contra la pared, sosteniéndose la mano izquierda y mirando a Owen, el
tipo de la Date, Inc.
Una Donna Whitford temblorosa se acercó a la puerta.
—Me dijo que deseaba hablar conmigo sobre un reembolso de dinero. Yo no podía saber...
—Las otras chicas tampoco —dijo Neap.
Arbosh le miró.
—No fuimos muy listos —dijo.
Neap recobró el apetito cuando todo estuvo solucionado y se sentó con Arbosh a saborear
la primera comida del día. Con su mano izquierda inflamada y vendada, la mejilla derecha
más dolorida que nunca y su ojo derecho cerrado, Neap permaneció sentado mirando el trozo
de carne que le había traído la camarera.
—¿Qué pasa? —preguntó Arbosh.
—Pensé que mi suerte había cambiado. Le pedí la carne poco hecha. Y me la ha traído
medio asada.
—Devuélvala.
—Ni hablar. No sería raro que la quemasen.
—No lo hemos hecho tan mal —dijo Arbosh—, Cogimos a un tipo que había matado a dos
mujeres y estaba a punto de hacer lo mismo con una tercera.
—Somos los mejores detectives del mundo —dijo Neap con sarcasmo—. Yo ni siquiera
había pensado en Owen, aunque en aquella oficina él tenía acceso a la información de todas
las jóvenes que se suscribían al servicio de citas. Podía elegir las que quisiera.
—Aún no lo comprendo —dijo Arbosh—. Un hombre como él...
—Olvídalo —le aconsejó Neap—. Limítate a atraparlos. No intentes analizarlos o te
volverás loco. Ya se encargará algún psiquiatra de averiguar qué tenía contra las rubias so-
litarias. O tal vez no. Pero ya no es asunto nuestro.
—Es curioso que haya escogido a las tres que le habían correspondido a Hoopes.
—No es tan curioso. Utilizó a Hoopes como tapadera y nos tragamos el anzuelo. Lo que él
no sabía era que Hoopes no existía. Era Bauer el que utilizaba ese nombre porque creía que
Carleton Hoopes sonaba mejor que su propio nombre. Naturalmente, él nunca recibió ningún
nombre de la agencia. Owen se encargó de que así fuese.
»Owen tenía nervios de acero. Sabía que estábamos tras la pista de Hoopes y de Donna
Whitford y, sin embargo, fue hasta el águila para ver qué pasaba. Si no hubiésemos estado
allí, habría acudido a la cita y, a estas horas, Donna Whitford estaría muerta.
»Te dije que estas personas no piensan como nosotros. Él tenía que intentar probar algo
matándola. Por eso fue a su apartamento. Puedes ahorrarte un gran esfuerzo si no tratas de
entenderlas. —Cortó un trozo del bisté—. Yo estaba demasiado ocupado para enterarme de
todos los detalles, pero ¿dónde encontraron a Bauer?
Arbosh sonrió.
—Dos de los muchachos le detuvieron cuando salía de una biblioteca pública. Otro le tomó
declaración. Dijo que estuvo a punto de desmayarse cuando fuimos a buscar a Hoopes, de
modo que sacó la descripción de Hoopes de un libro que estaba leyendo. Luego, cuando le
encontramos en los grandes almacenes y le obligamos a identificar a un hombre que no
existía, sólo pudo argüir que no veía bien y desaparecer a la primera oportunidad.
Neap masticó dolorosamente.
—Supongo que Donna Whitford ya tendrá bastante de empresas de citas. Es probable que
se contente con morir como una vieja solterona.
—No cuente con ello. Tal vez el ordenador funcione. La última vez que la vi, ella y Bauer
estaban haciendo manitas y hablando sobre libros. He visto parejas peores.
Neap suspiró y apartó su plato. Su lastimada mano izquierda le había dificultado la tarea
de cortar el bisté y su mejilla derecha le había hecho sumamente dolorosa la tarea de masticar.
Aun cuando Arbosh hubiese tenido un comportamiento ejemplar, no habían sido los tres
mejores días de su vida.
—No sucede muy a menudo —dijo.
—¿Y eso? —preguntó Arbosh.
—Donna Whitford hizo un pequeño pago para conseguir algo de excitación y romance. Es
una de las pocas que ha invertido bien su dinero.
Una pausa para el café

Arthur Porges

—Siempre creí que esos casos de habitaciones cerradas con llave ocurrían sólo en las
novelas de detectives.
El tono del sargento Black era quejumbroso, como si acusara al universo de ser injusto con
la policía.
Ulysses Price Middlebie, objeto del comentario, y ex profesor de historia y filosofía de la
ciencia, pero ahora asesor en criminología, parecía pensativo.
—Indudablemente comenzaban siendo una ficción de misterio —dijo con voz suave—.
Pero la vida imita al arte. Para decirlo de otro modo, estoy seguro de que muchos crímenes
imaginativos y brillantes han sido sugeridos, e incluso guiados paso a paso, por historias
ingeniosas.
—Lo cual significa que, además de engañar a esos monos tontos con trozos de tubería,
¡ahora debemos mantenernos dos pasos adelante de los mejores escritores de novelas de
misterio!—gruñó el sargento—. Supongo que usted ni siquiera lee esa basura —añadió.
—Al contrario —dijo Middlebie—. Siempre he disfrutado de las buenas historias de
misterio, especialmente aquellas que plantean enigmas. Y ahora disfruto aún más. —Examinó
su tobillo vendado que descansaba encima de una banqueta.
—Mi suerte es tan mala como la suya —dijo Black—, Es un caso que a usted le vendría al
dedillo. Pero no puede moverse, ni siquiera para contemplar a los pájaros, y cualquier cosa
que le impida caminar por valles y colinas con sus prismáticos es algo muy malo.
—De todos modos, hábleme de ese caso —sugirió Middlebie—. Aún puedo servirle de
ayuda. —Y luego agregó de modo displicente—. Mi cabeza no está vendada.
Black tuvo la delicadeza de sonrojarse ligeramente.
—Tiene razón —dijo—. Es su cerebro el que siempre me ha ayudado. Pero debe admitir —
insistió—, que a menudo no capto algunas cosas que para usted son significativas debido a su
preparación científica.
—Es verdad, pero intentaré arrancar de usted incluso aquellas cosas que ha visto sin
reparar efectivamente en ellas. De modo que adelante, necesito conocer todos los hechos.
El sargento hizo una pausa para organizar sus ideas y luego comenzó el relato de los
acontecimientos.
—El muerto es Cyrus Denning, un solterón de sesenta y dos años. Se supone que se quitó
la vida ingiriendo cianuro. Sus huellas dactilares, y sólo las suyas, se encuentran en la taza.
Fue hallado muerto en una habitación cerrada. Nadie había estado cerca de Denning en la
última media hora anterior a su muerte. A partir de aquí —sugirió Black—, será mejor que
cambiemos a ese método, socrático, ¿verdad?, al que usted era tan afecto en la universidad,
porque realmente no sé qué decirle o en qué orden debo hacerlo.
—Está bien —dijo amablemente el ex profesor—. Ése es un planteamiento tan bueno como
cualquier otro. Usted ha dicho que la puerta estaba cerrada. ¿Cómo?
—Tenía echado el cerrojo por dentro; un pesado cerrojo de bronce.
—Eso no representa ningún obstáculo. Una puerta de esas características puede cerrarse
atando un alambre o un cordel al cerrojo y luego cerrarla desde el exterior.
—No en este caso —dijo Black sombríamente—. La puerta encaja estrechamente y el marco
está ahuecado. Además, no se encontró ningún cordel y mi sospechoso no tuvo oportunidad
de quitarlo.
—Muy bien. ¿Y qué me dice de alguna ventana?
—Hay una, en la parte de atrás. Ha permanecido cerrada y clausurada con clavos durante
años y nadie la ha tocado, eso puedo garantizarlo. Examiné cada milímetro de ella con una
lupa.
—¿Es posible que el cristal haya sido cortado y vuelto a colocar? —Hubo un ligero
parpadeo en los ojos grises del anciano—. Habían hecho eso en una novela de misterio que leí
hace unos meses.
—En absoluto. La masilla era vieja y estaba un poco quebradiza; seca y dura, pero aún se
mantenía firme.
—¿Por qué estaba cerrada con clavos?
—A Denning no le importaba el aire fresco y era un individuo muy misterioso. Se
consideraba un científico e inventor. Ese lugar es una cabaña de una sola habitación, junto al
lago Bradley, convertida en estudio y laboratorio. La puerta del frente, la única que hay, solía
permanecer cerrada con candado cuando Denning estaba fuera. Cuando se encontraba
trabajando, siempre tenía el cerrojo puesto.
Middlebie frunció ligeramente el ceño.
—A la vista de estos detalles, tal vez debería preguntarle por qué duda usted que se haya
suicidado.
Black apretó los labios.
—Instinto... además de que no dejó ninguna nota. Según mi experiencia, un suicida casi
siempre deja alguna explicación. Luego está el hecho de que Denning estaba podrido de
dinero. Cuando hay mucho dinero como cebo, las ratas ambiciosas pueden ilusionarse con
facilidad.
—¿Tiene en mente algún roedor en particular?
—Puede apostarlo. El sobrino del muerto. Estaba allí cuando encontraron el cadáver, es el
heredero de doscientos mil dólares y una persona que sabe cómo gastarlos rápidamente.
—De modo que estaba en la cabaña. Déme los detalles.
—El muchacho, Jerry Doss, admite haber visto a su tío en el laboratorio hacia el mediodía.
A veces ayudaba a Denning en sus experimentos y se las arreglaba para sacarle algunos
billetes; no muchos, ya que el viejo, tenía fama de agarrado.
»De cualquier modo, él afirma que dejó a Denning vivo a la una y media. El viejo corrió el
cerrojo inmediatamente después de que Doss abandonara la cabaña. Entonces Doss se dirigió
al lago que se encuentra a unos cien metros, para charlar un rato con el hombre del muelle
que alquila embarcaciones durante la temporada. En esta época, naturalmente, no hay
movimiento en la zona.
»Bien. Doss estuvo con ese hombre durante media hora y luego se marchó. Pero le pidió
que vigilase la puerta de la cabaña de Denning, algo que para mí es parte de un plan
preconcebido. Evidentemente, el muchacho, estaba preparándose una coartada.
—¿Qué razón dio para tan extraña solicitud?
—Le dijo al barquero que Denning había sido molestado por algunos niños, que golpeaban
la puerta y le ponían furioso. Doss le dijo que si lograba cogerlos e identificarlos, el viejo se
sentiría satisfecho y le daría diez dólares.
—Muy lógico —dijo Middlebie con una sonrisa irónica—. El muchacho tiene imaginación...
si es que ha inventado esa historia.
—Apuesto a que la ha inventado. De todos modos, en este punto todo está claro. Doss dejó
a Denning media hora antes, y no se acercó a la puerta, como bien puede atestiguarlo el
barquero. Éste no descuidó en ningún momento la vigilancia sobre la puerta de la cabaña, por
si aparecían los niños, esperando así poder ganarse diez dólares cumpliendo una tarea tan
sencilla.
»Entonces, aproximadamente quince minutos después de que el muchacho abandonara el
muelle, el barquero le vio golpeando la puerta y gritando. Por último, Doss le hizo señas para
que se reuniese con él. Cuando el tipo llegó a la cabaña, Doss le dijo que había mirado por la
ventana y que su tío estaba muerto o inconsciente. La ventana se encuentra en la parte de
atrás, recuerde, de modo que nadie pudo ver si el muchacho miraba o no a través de ella.
»Bien. Echaron la puerta abajo, y eso entre ambos debido al pesado cerrojo de bronce, y
encontraron a Denning muerto y con una taza con veneno en la mano. Estaba desplomado
sobre la mesa junto a la ventana.
—¿Es posible que le hayan matado cuando Doss se marchó? ¿Antes de que fuera a reunirse
con el barquero?
—Eso es precisamente lo que me confunde —dijo Black—. Encima de la mesa había una
taza de café con el líquido caliente. Debió de haber sido vertido recientemente... y allí estaba
el cianuro. El agua fresca no era lo bastante buena para este suicidio. ¡Tenía que verter el
veneno en café recién hecho y caliente!
»Y eso no es todo —añadió el detective casi a gritos—. En el borde de un cenicero aún
ardía un cigarrillo. No debieron pasar más de unos pocos minutos desde el momento en que
fue encendido. —Miró al profesor y todo su rostro era un desesperado signo de interrogación.
—Hmmm —murmuró Middlebie—. Comienzo a comprender por qué está tan
preocupado.
—De modo que debe de haber sido un suicidio y yo soy un imbécil —dijo Black más
relajado—, sólo que no me gusta la sonrisa presuntuosa del sobrino o la pequeña chispa que
brilla en sus ojos pequeños como cuentas. Él se las ingenió para cometer este crimen y ¡yo voy
a descubrirlo!
El profesor permaneció unos instantes perdido en sus pensamientos. Luego dijo, con aire
ausente:
—Tendría que haber leído a Sherlock Holmes.
Black le miró.
—Estoy pensando en su hermano, Mycroft —dijo, sonriendo, Middlebie.
—¿Mycroft?
—Como yo, se hallaba inmovilizado. En su caso se trataba solamente de pereza y tamaño.
Pero resolvió muchos casos misteriosos desde su sillón, con su hermano Sherlock haciendo el
trabajo pesado. —Miró a Black con ojos burlones—. ¿Por qué no lo intentamos, eh?
—Estoy dispuesto a intentarlo todo —dijo el sargento—. Soy bueno para el trabajo pesado.
A veces pienso que es lo único para lo que sirvo.
—Tonterías. Usted tiene cerebro e imaginación —dijo el ex profesor con tono de
reproche—. Ahora bien, esto es lo que quiero que haga. Consígame fotos grandes y nítidas
del laboratorio, del interior y del exterior, de los cuatro costados. Y de la vista que hay desde
ese lugar en todas direcciones. —Sus ojos se nublaron por un momento y luego dijo—: ¿Está
seguro de que el cerrojo es de bronce y no está pintado de ese color?
—¿Pintado? No, pero por qué... —Interrumpió la pregunta y se mordió el labio inferior—.
Lo averiguaré —prometió con voz dura.
—Hágalo y luego acuda a verme. ¿Hay teléfono en el laboratorio?
—Sí.
—Entonces llámeme desde allí. Y tráigame esas fotografías tan pronto como las tenga.
—Le llamaré dentro de tres horas. Y tendremos esas fotografías para mañana por la tarde.
—Perfecto.
Middlebie observó al sargento mientras éste se dirigía hacia la puerta. Una vez que se hubo
marchado, el anciano abrió un cajón de su escritorio, sacó un frasco de bourbon y, después de
desplazarse cojeando dolorosamente, preparó su brebaje favorito con bourbon, azúcar negro
y cerveza. Lo bebió con delectación mientras su ceño se fruncía por momentos bajo el peso de
las ideas.
Black llamó dos horas y cuarenta minutos más tarde.
—El cerrojo parece de bronce —dijo Black—, Al menos, no es acero, ni hierro, ni aluminio o
plomo.
—Humpf —farfulló Middlebie, exteriorizando su desencanto—. Es una lástima. —Después
de un momento de silencio, volvió a hablar con tono áspero—. Quiero que raspe
concienzudamente ese cerrojo y lo examine con su lupa. Vuelva a llamarme si descubre algo
interesante.
—¿Qué es lo que debo buscar? —preguntó el sargento con enfado.
—Sólo examine el cerrojo y veamos qué pasa —dijo el ex profesor. Y colgó.
Media hora después, Black volvió a telefonear; en su voz se percibía cierta excitación.
—No entiendo cómo lo supo —dijo—, pero alguien ha estado manipulando el cerrojo.
Parece como si le hubiesen hecho un agujero y luego lo hubieran tapado.
—¡Ahh!—exclamó Middlebie—, Hierro dulce, apostaría cualquier cosa. Primera hipótesis
verificada.
—¿De qué está hablando? —preguntó ansiosamente Black.
—Se lo diré cuando me traiga las fotografías. Tráigalas mañana, ¿de acuerdo?
—Está bien. Pero dígame...
—Mañana —fue la firme respuesta—. Aún no lo tengo muy claro.
Volvió a colgar.
Al día siguiente, a primera hora de la tarde el sargento apareció con un puñado de
ampliaciones dieciocho por veintiséis. Middlebie las examinó con impaciencia hasta encontrar
una vista del interior de la cabaña. La estudió durante unos segundos y luego lanzó un
gruñido.
—¿Qué sucede? —preguntó Black.
—La mesa —la voz de Middlebie sonaba disgustada—. Está demasiado lejos de la ventana.
Si hubiese estado junto a ella... supongo que no hay posibilidad alguna de introducir el café y
el cigarrillo una vez que la puerta ha sido cerrada con el cerrojo.
—Ninguna —dijo el sargento—. Oh, hay una chimenea, pero me gustaría ver al hombre lo
bastante hábil para introducir a través de ella una taza llena de café y un cigarrillo encendido.
Y con la chimenea ante los ojos de Wilson, el barquero.
—Otra buena teoría que debemos descartar —dijo Middlebie. Luego preguntó—: Por
cierto, ¿la cafetera también estaba caliente?
—Tenía que estarlo —dijo Black—. Aún se encontraba sobre una débil llama.
Middlebie meneó la cabeza con un gesto de admiración.
—Ese asesino, quienquiera que haya sido, tiene cerebro. Lástima que se haya descarriado.
El muchacho incluso ha tenido en cuenta que alguien pudiera descubrir alguna discrepancia
entre el café caliente de una taza y una cafetera sólo tibia. Tuvo la suficiente inteligencia como
para dejarla encima de la llama... maldito previsor.
Estudió las fotografías con expresión dubitativa. De pronto, su mirada se volvió más
aguda.
—¿Qué es lo que hay detrás de la cabaña... esa cosa apoyada en el pilar? Parece un
telescopio astronómico.
—Exactamente —dijo el sargento—. Denning también se dedicaba a la astronomía. Dicen
que incluso descubrió un nuevo cometa.
—Parece ser un refractor.
—Podría serlo. No presté demasiada atención.
—Sería mejor que lo hiciera. Quiero el nombre del fabricante. Pero no lo toque; podría
haber huellas dactilares.
—¿Huellas dactilares de quién? ¿Y cuál sería la diferencia? Me gustaría saber qué es lo que
le ha rondado por la cabeza en estas últimas horas.
El sargento estaba evidentemente exasperado.
—Se lo diré cuando esté seguro —dijo el anciano—. No quisiera que usted pensara que
estoy senil. Sea buen chico y compruebe ese telescopio. Consiga el nombre del fabricante, y
mida el diámetro del objetivo si no lo encuentra escrito en la lente. Pero sin tocarlo. ¿Lo ha
entendido?
—Está bien. —Luego sonrió ligeramente—. ¡...Mycroft!
Middlebie parpadeó. Era la primera vez que el sargento se atrevía a replicarle. ¡Bien! Ya era
hora de que iniciaran una relación menos formal.
—Antes de que me marche —dijo Black, mirando al anciano directamente a los ojos
grises—, explíqueme el asunto del cerrojo. Obviamente usted estaba seguro acerca de ese
punto.
—Oh, sí. No pretendía ocultarle nada —dijo Middlebie—. Abra ese armario que está a su
derecha y coja lo que hay en el segundo estante.
El sargento le obedeció y se sintió asombrado por su propia incomprensión.
—Exacto —dijo Middlebie—. Eso es un imán; de gran tamaño. Pesa cerca de dos kilos y
posee una potencia de dos mil gauss 19. Lo cual significa, me atrevería a decir, que incluso a
través de una gruesa puerta de madera dispone de la suficiente fuerza de atracción sobre un
trozo de hierro colocado dentro de un cerrojo de bronce para deslizarlo hacia su posición.
Notó usted si se movía sin dificultad... aceitado tal vez.
— ¡Ya lo creo que sí!—exclamó Black—. De modo que así se hizo el trabajo. Qué tonto he
sido. Todo lo que Doss debía hacer era salir, cerrar la puerta dejando a su tío muerto y mover
ese imán de izquierda a derecha a la altura apropiada sobre la puerta. —Entusiasmado, jugó
con el pesado objeto de metal haciéndolo pasar de una mano a la otra. Luego su rostro se
ensombreció—. Pero aún no podemos explicar lo del café y el cigarrillo. Sabemos que Doss

19
Unidad electromagnética. (N. del T.)
estuvo fuera de la habitación aproximadamente durante media hora. El café se habría
enfriado en ese lapso y el humo desaparecido.
—Comprendo que es una situación complicada —dijo Middlebire—. Por eso hubiese
deseado que la mesa estuviera cerca de la ventana. Por cierto —preguntó—, ¿qué día hacía...
el tiempo, quiero decir?
—Era un día agradable; fresco, claro y soleado. Cualquiera, salvo un viejo idiota, hubiese
estado afuera o, al menos, habría tenido una ventana abierta para disfrutar del aire fresco.
—Hay gente para todo. Vaya a examinar ese telescopio.
Black estuvo a punto de formular otra pregunta, pero el rostro del anciano estaba
ominosamente inexpresivo. Con un suspiro, el detective se marchó.
Cuando regresó aquella tarde, Middlebie estaba trabajando con un microscopio binocular y
no parecía dispuesto a hacerle caso. Por último, apartó la silla, lanzó una exclamación
resignada y alzó una ceja a modo de interrogación.
—¿Y bien? —preguntó.
—No hay ninguna marca. Pero el objetivo tiene doce centímetros.
—Bien. Una lente de doce centímetros podría tener una longitud focal aproximada de
ciento cuarenta a doscientos diez.
—¿Y eso qué significa? —La voz de Black era quejumbrosa. Estaba cansado de tantas idas y
venidas y casi lamentaba no haber certificado el caso como suicidio. Sólo la mera tenacidad —
además de la naturaleza de un buen policía— le hacían continuar.
—Así es como debió suceder —dijo Middlebie—, Doss visita a su tío; tal vez trabaja un
poco con él en el laboratorio. Luego toman café, ya sea como una rutina normal o a instancias
del muchacho. En la pared sur hay embalajes con signos de elementos químicos; en las
fotografías se ve muy bien. A Doss le resulta muy sencillo colocar cianuro en la taza del viejo.
Cuando su tío se desploma, el muchacho borra sus huellas de la taza, deja impresas las de
Denning y se marcha, cerrando la puerta tras él. Pero antes coloca un cigarrillo apagado en el
borde del cenicero.
»Una vez en el exterior, y discretamente, por si alguien pudiese estar observándole
permanece de cara a la puerta y con un imán, probablemente del laboratorio de su propio tío,
coloca el cerrojo en su lugar. Imagino que en alguna de sus anteriores visitas, cuando se
quedó a solas, hizo un pequeño agujero en el bronce y colocó en el interior un trozo de hierro
para que el imán funcionara.
»Ahora bien. Se dirigió al muelle y se creó una coartada de media hora. Después, Doss se
acercó a la cabaña por la parte trasera, donde ni el barquero ni ninguna otra persona podían
verle, sacó la lente del objetivo del telescopio —que ya había aflojado, me imagino, teniendo
en cuenta que se trata de un muchacho muy listo— y se colocó a un metro de la ventana. Una
vez allí, la enfocó hacia la luz del sol...
—¡Por Dios! —exclamó Black, casi en un susurro, y Middlebie frunció el ceño ante la
interrupción.
—Una lente ordinaria no hubiese servido a menos que la mesa hubiera estado a pocos
centímetros del cristal, pero esta lente tenía una capacidad de enfoque de entre ciento
cuarenta y doscientos diez centímetros. El cristal de la ventana anulaba gran parte del calor,
pero aún quedaría bastante para hacer que la taza se mantuviese caliente y también para
encender el cigarrillo.
»Luego, rápidamente, se dirigió hacia la puerta, golpeó varias veces y, por último, llamó al
barquero. ¡Muy inteligente!
—Ha resuelto el caso —dijo Black—, No hay duda. —Meneó la cabeza sombríamente—.
Pero cómo probarlo ante un tribunal.
—Bueno —dijo el anciano—, ese cerrojo manipulado tiene algún valor como prueba.
—No el suficiente, me temo —dijo Black.
—¿Huellas en el telescopio?
—Es una prueba muy débil —dijo el sargento—. Después de todo, el muchacho ayudaba al
viejo en sus investigaciones.
—Ah —dijo Middlebie—. Pero si tiene usted suerte, habrá huellas en el interior del
objetivo. Y será difícil explicar su origen; mucho más difícil si consideramos que muy pocos
astrónomos desmontan alguna vez el objetivo de sus telescopios. Puede haber problemas de
realineación, y polvo... y múltiples razones para no tocarlo. Pero, honestamente, creo que si
usted va directamente al grano, el muchacho se derrumbará. Ni siquiera sueña con que
estemos sobre su pista. Supongo que se siente orgulloso de sí mismo.
Black miró el delgado rostro del anciano y creyó ver los bigotes de un gato.
Él no es el único que se siente de ese modo, reflexionó el sargento alegremente. Pero sólo
dijo en voz alta:
—En cualquier caso, usted ha hecho su parte. Ningún Mycroft lo hubiera hecho mejor.
Los voluntarios

Reynold Junker

Podía oír un timbre que sonaba en alguna parte. Era un sonido lejano, perdido en un
oscuro desván debajo de una pila de juguetes rotos o escondidos en el fondo de un barril que
olía a vino negro y amargo. Había un niño, vestido con su traje de primera comunión, que
buscaba algo frenéticamente. Podía sentir la cálida picazón del cuello almidonado contra su
nuca. El traje había pertenecido a su hermano. ¿Y antes de su hermano? ¿Y desde entonces?
Luego el timbre se instaló dentro de su cabeza, empujando contra el aturdimiento del
sueño. El niño estaba llorando.
Santro Ristelli cambió de posición su pesado cuerpo hacia una postura semirreclinada y se
pasó una mano por la crecida barba. Crujió algún muelle de la cama. Se apoyó sobre los codos
y escuchó. El único sonido era la respiración ronca y forzada del niño que dormía en el sofá
de la habitación de enfrente.
El teléfono comenzó a sonar. Santro no se movió. Se preguntó, soñoliento, cuántas veces
había sonado ya. Sólo había estado despierto unos segundos. María, su esposa, se despertó
sobresaltada por el sonido. Ella, al igual que su marido, era una persona morena, pesada,
pero había aprendido a moverse de prisa. Con cinco hijos, tenía que hacerlo.
—¿Qué ocurre?
Su voz era pastosa debido al sueño.
En pocos segundos, pensó Santro, estará completamente despierta, pero ahora su voz
suena así, como si temiera hablar de las cosas que bullen en su interior. En los viejos tiempos,
ella cantaba y reía y lloraba, pero ahora no hay nada de qué reír, ninguna razón para cantar y
¿qué sentido tiene echarse a llorar? Sólo queda la voz morosa y pesada que siempre pregunta:
«¿Pasa algo malo?».
Sin responderle, Santro se deslizó de la cama hacia el piso de madera. Caminó en la
oscuridad, pasó junto al cuarto de enfrente y llegó al rellano de la escalera. Recortado contra
la luz gris que se filtraba a través de la terraza abierta, su cuerpo velludo y encorvado parecía
el de un oso circense. Levantó el auricular del teléfono antes de que terminara de sonar.
—¿Hola?
—¿Santro?
Incluso en su sueño hubiera reconocido la voz. Era como un silbido agudo en sus oídos,
alguien que le cuenta a otro un gran secreto, pero muy ansioso ante la posibilidad de que
alguien pueda escucharlo.
—Johnny... ¿qué diablos quieres?
—Santro, viejo amigo, ¿es ésa una forma de hablarle a un compañero?
—Compañero. Es medianoche. Necesito dormir y no mantener una ingeniosa conversación
telefónica. Yo trabajo para ganarme la vida, ¿recuerdas?
—Seguro, Santro, seguro. ¿Cómo podría olvidarlo? Trabajas todo el día y duermes toda la
noche. Algún día llegarás a ser el santo patrono de la clase trabajadora.
—No te burles, Johnny. No te burles.
Santro podía sentir que el sueño huía de él.
—Entonces escucha, amigo mío, y escúchame bien. Ésta no es una conversación ingeniosa.
Ha habido un accidente ferroviario justo a la salida de Fairfield. Uno de los trenes especiales
procedentes de Miami descarriló o se saltó el stop. No lo sé con exactitud.
—¿Y qué?
Santo oyó que el niño se había despertado.
Johnny respiró sonoramente en el auricular.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre decir? Piensa, Santro. Por una vez en tu vida emplea algo
más que tu estómago. El tren especial está cargado con un montón de ricachones que no
tienen otra cosa que hacer que viajar de Nueva York a Miami y viceversa buscando un lugar
para tirar su dinero.
Johnny hizo una pausa y luego continuó lentamente. Pronunciaba cuidadosamente cada
palabra como si estuviese golpeando clavos.
—Fairfield es una ciudad pequeña. Están llamando voluntarios para que ayuden con los
cadáveres. La policía no puede manejar el asunto. Necesitan ayuda... con los cadáveres.
—No sé —dijo Santro, más para sí que al auricular.
La voz de Johnny se convirtió en un furioso siseo. Santro recordó la vez en que el joven
había hablado en una reunión del sindicato local. Recordó la voz y los ojos y los brazos
agitándose con furia.
—Santro, escúchame, ¿acaso debo ir a Fairfield a recoger todo el género y luego regresar
para enseñártelo? Todo lo que tienes que hacer es cogerlo del suelo... como máximo sólo
tendrás que vaciar algunos bolsillos o aligerar unos cuantos dedos. Están muertos. ¡Ya no les
servirá para nada! ¿Qué me dices?
—Cierra el pico. Cierra el pico un momento, ¿quieres? Tengo que pensarlo. Hay otras
cosas...
Cerró los ojos y trató de preguntarse cuáles eran esas otras cosas. Las viejas palabras y
respuestas que había aprendido de niño regresaron flotando a través de los años, pero ya
nunca volvería a ser el niño vestido con su traje de comunión. Qué fáciles habían sido
entonces todas las respuestas. Él las había aprendido todas, pero nunca nadie le había ex-
plicado realmente las preguntas. Nunca le habían dicho que tendría que elegir y que, no
importaba cuál fuese esa elección, alguien saldría lastimado. Tuvo que aprenderlo solo.
Siempre hay alguien que sale lastimado. Todas las puertas que abres conducen a otras
puertas.
La voz de Johnny era un susurro.
—¿Qué me dices de tu mujer? ¿Y de los niños? ¿Acaso el pequeño Santro sigue con ese
problema? Es una tos terrible. A veces es como si su pecho se estuviese quebrando.
—Embustero —susurró, pero no había ira en su voz. Santro se pasó una mano por el
rostro. Estaba húmedo de sudor. Johnny silbaba quedamente por debajo de su respiración.
Santro intentó tragar saliva. Su boca sabía a algo rancio—. ¿Cuándo estarás aquí?
—Tan pronto como pueda.
—Tengo que vestirme.
—Será mejor que comas algo.
—No tengo hambre. Sólo necesito tiempo para vestirme.
—Es igual. Esta noche comeremos solomillo. Tu mujer...
—No vengas a casa. Nos encontraremos en la esquina.
—De acuerdo. Iré en la camioneta de mi primo Guido. Necesitaremos un par de picos y
una pala y tal vez algunos...
—Trae lo que quieras. Lo que creas conveniente.
Santro colgó el teléfono sin esperar una respuesta y permaneció inmóvil escuchando el
silencio a su alrededor. Se sintió mal. Trató de pensar, pero sólo pudo recordar.
María estaba sentada en el borde de la cama.
—¿Pasa algo malo? —preguntó tontamente—. ¿Quién era?
Santro cogió sus ropas de la silla donde las había dejado y comenzó a vestirse.
—¿Adónde vas? ¿Pasa algo malo?
—Era Cario —mintió rápidamente—. Ha habido un accidente ferroviario cerca de Fairfield
y quiere que vayamos a echar una mano con los... heridos. La policía no puede hacerse cargo
de todo. Creo que las cosas están muy mal.
—¿Por qué tú? ¿Qué hay de los demás? ¿Los jóvenes?
El sonido de su voz hizo que sintiera ganas de ponerse a gritar, de pegarle.
—Vamos un grupo. Ha sido un accidente grave.
Podía sentir que las palabras se quedaban en el fondo de su garganta. Le resultaba difícil
no ponerse a gritar.
—¿Por qué perder el tiempo en eso? ¿Acaso piensan pagarte?
Se volvió para mirarla. Ella parecía estar muy lejos, como si fuese un fantasma o parte de
un sueño.
— ¡Dinero! —contestó él con furia. Las palabras salían ahora con lentitud—. Siempre el
dinero. ¿Acaso no hay otra cosa para ti? ¿Por qué no puede haber otra cosa además del
maldito dinero?
La miró y descubrió que deseaba que ella fuese capaz de decirle algo que él no había sido
capaz de encontrar por sí mismo. Aún había una posibilidad. Tal vez en alguna parte él había
pasado algo por alto.
—¿Cómo podría haber otra cosa para nosotros?
Su voz no tenía matices. Las palabras salían de sus labios sólo porque los músculos faciales
se contraían y relajaban.
—Lo siento —dijo él—. La compañía quiere que vayamos. Será bueno para ellos. Nos
pagarán. Tal vez incluso nos den una bonificación.
Terminó de vestirse en silencio. Cuando volvió a mirar hacia la cama, María había girado
sobre su costado y yacía de cara a la pared. No podía decir si estaba despierta o si había
vuelto a dormirse. Cogió su chaqueta, apagó la luz y atravesó la distancia que lo separaba de
la puerta de la calle.

Santro caminó lentamente por el gris y apacible amanecer. Las calles tenían un olor dulce y
húmedo y una especie de frescor discurría entre ellas como algo perdido. Su mente estaba
llena de pensamientos sobre María y los niños. Llegaban a su mente no como algo separado y
diferente, sino como algo fundido, una mezcla de nombres y de rostros sin nombre ni rostro:
la voz de María, los ojos de uno de los chicos, una tos, un grito. Se unían de forma alocada.
Era como mirar por un caleidoscopio de juguete o, más aún, como estar dentro de uno. Todo
se veía confundido en los cambiantes diseños de cristales coloreados. Cada vez que lo movía,
todas aquellas cosas que había creído seguras se embarullaban convirtiéndose en otra cosa.
No podía estar seguro de nada, excepto de que parecía estar moviéndose todo el tiempo; sin
dirigirse a ningún sitio, sólo moviéndose.
Se volvió rápidamente al oír el sonido de la camioneta que se detenía junto al bordillo. Se
abrió una de las puertas. Santro trepó a la cabina y cerró la puerta. Se reclinó contra el gastado
asiento y se subió el cuello de la chaqueta hasta tocarse la barbilla. Johnny sonrió ligeramente,
alzó los hombros y aceleró. La camioneta se quejó al girar la esquina y enfiló pesadamente
hacia la autopista.
—No estés tan abatido, Santro. No es el fin del mundo.
—Tal vez lo sea. Para algunos.
Evitó mirar a Johnny.
—Los débiles deben morir para que los fuertes puedan vivir, ¿eh, Santro?
—¿Y los buitres? ¿Qué me dices de los buitres?
Johnny se echó a reír. Se estiró en el asiento y dio una palmada en el muslo de Santro.
—Tú y yo, buitre y amigo. Los buitres van a saquear a los buitres. Ellos nos saquean
cuando están vivos y nosotros, como cualquier buitre que se respete, les devolvemos el favor.
Ja, ja.
Viajaron en silencio hacia la autopista y, una vez allí, giraron hacia el norte en dirección a
Fairfield. Johnny silbaba una y otra vez la misma melodía hasta que se convirtió en una
especie de grifo goteando en medio del amanecer. Santro cerró los ojos e intentó relajarse.
—¿Sabes lo que pasa contigo, Santro? Eres «aitaliano»... —Dijo «aitaliano» como si fuese
una palabra que nunca hubiera escuchado antes salvo en bromas callejeras. Santro abrió los
ojos y miró la delgada cinta blanca de la autopista. Estaba amaneciendo—, ¿Y sabes lo que
pasa con los «aitalianos»? Son una raza que sólo tiene estómago. Estómago. Las mujeres
siempre están embarazadas y los hombres se pasan la vida comiendo. No creo que haya
existido un solo «aitaliano» con ideas... desde Da Vinci.
—Y a ti, Giovanni mío, naturalmente no debemos olvidarte —dijo Santro con voz cansada.
—A mí no. Al chico no. —Johnny le sonrió y se golpeó la cabeza—. Aquí arriba estoy lleno
de ideas, ideas americanas.
—Johnny, Johnny el Americano. Perdóname.
Se acercaron a Fairfield desde el sur a lo largo de la autopista que corría paralela a las vías
del ferrocarril y luego giraron para tomar un camino polvoriento con vías a ambos lados. La
catástrofe no fue visible hasta que no giraron a la derecha y superaron una pequeña colina. La
camioneta descendió lentamente por la pendiente. Santro nunca había visto un accidente
ferroviario. Los únicos trenes que recordaba haber visto eran los brillantes expresos color azul
y plata que pasaban como flechas junto a las cuadrillas que trabajaban cerca de las vías férreas
y los descoloridos trenes locales de color marrón que recorrían la costa hacia arriba y hacia
abajo entre los pequeños pueblos de veraneo. Ahora lo que contemplaba frente a él parecía
algo que había visto ya en algún noticiario, algo rápido y vivo y violento que se había partido
y desmenuzado en pequeños trozos de muerte. Vigas y astillas de madera y metal
diseminadas en ángulos absurdos desde el confuso lugar del accidente. A lo largo de las vías
podía ver pequeñas humaredas que nacían y morían. El estrecho terraplén que había junto a
las vías estaba salpicado aquí y allá con mantas oscuras. Sintió que un gusto ácido y quemado
le subía a la boca. Había un par de cuerpos que aún no habían sido cubiertos con mantas. Tal
vez se les habían terminado.
Johnny condujo la camioneta hasta una tienda de lona que había sido levantada a medio
camino del lugar de la catástrofe. Un hombre moreno y robusto salió de la tienda y les hizo
señas de que se detuvieran. Johnny le saludó con la mano y se detuvo junto a la tienda.
—Justo a tiempo —dijo Johnny, sonriendo.
—No veo que haya llegado nadie más —dijo Santro.
—A eso me refiero. Justo a tiempo.
Santro se dispuso a abrir la puerta de su lado. Johnny le cogió una manga.
—En caso de que pregunten nuestros nombres, yo soy Johnny Williams y tú eres Santro
Candoli. ¿Entendido?
—Entendido, Johnny Williams —dijo Santro.
Se apearon de la camioneta y Johnny se dirigió rápidamente hacia donde se encontraba el
hombre.
—Me llamo Johnny Williams y éste es mi amigo Santro Candoli. Hemos venido a ayudar.
Por la radio dijeron que la policía no podía manejar el asunto y que necesitaban voluntarios.
El hombre escupió al suelo y se alzó de hombros.
—Cosas de la radio.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que la radio siempre se las ingenia para exagerarlo todo, cualquier cosa.
—¿Quiere decir que esto... —Johnny alzó un brazo señalando los restos del accidente—,
que esto no es el tren especial de Miami?
Johnny ya no sonreía.
—Muchacho, esto no es ni siquiera el tren especial de Hoboken.
El hombre volvió a escupir.
Santro echó un vistazo a los vagones de color rojo desteñido. Sonrió débilmente.
—Pero supongo que ya que habéis venido aquí, podéis echarnos una mano. Andamos
escasos de herramientas. ¿Habéis traído algunas?
—Un pico y un par de palas —respondió Santro.
Se sentía un poco mareado, como si estuviese escuchando a alguien que cuenta un buen
chiste. Aún tenía tiempo de desayunar y llegar a su trabajo a tiempo, pero había algo que
quería ver: al Americano; al hombre—idea. Después de todo, habían venido a ayudar, él y
Johnny Williams.
—Será mejor que cojáis las herramientas y empecéis a trabajar junto a las vías. Creemos
que han sido encontrados todos, o casi todos, los cuerpos. No podían haber demasiados
pasajeros. Si encontráis alguno, llamad a uno de los muchachos y él se encargará del resto. Tal
vez sería mejor que hablarais con ellos para que os digan si debéis comenzar por algún lugar
en particular.
El hombre volvió a escupir y regresó a la tienda.
Johnny miró hacia el pequeño grupo de hombres que se inclinaban sobre sus palas. Santro
caminó hacia la camioneta y cogió las dos palas y el pico. Cargó las palas sobre sus hombros y
arrojó el pico a Johnny.
—Vamos, voluntario.
—¡Maldita suerte! ¡Podrida suerte! ¡Me hierve la sangre!
Santro rió entre dientes. Sentía deseos de reír a carcajadas y darle a Johnny unas palmadas
en la espalda. Aquí estaban, voluntarios, limpiando las vías para no provocar ningún retraso
en el especial de Miami. Todos los demonios millonarios que no tenían otra cosa que hacer
más que viajar de Nueva York a Miami ida y vuelta buscando un lugar donde arrojar su
dinero, estarían de regreso en Nueva York para la cena... gracias a los voluntarios.
Se dirigieron hacia el puñado de hombres que se afanaba junto a las vías. Johnny caminaba
detrás de Santro, levantando el polvo con los pies. No miraba al hombre mayor.
Santro tampoco pensaba que lo haría. Al menos, no durante un rato.
—¡Hijo de... de toda la maldita y repodrida suerte!
—Oh, no es para tanto, sólo fue una idea.
Santro hablaba con voz suave. No iba a darle a Johnny la oportunidad de que estallara. Eso
le sacaría de quicio muy pronto y Santro quería que Johnny viviera con esa sensación un poco
más.
Se acercaron a un hombre que descansaba apoyado en su pala y observaba el trabajo de los
demás. Un puñado de etiquetas amarillas asomaba por el bolsillo de su chaqueta.
—Voluntarios —dijo Santro cuando el hombre los miró.
Sus ojos eran iguales a los del hombre de la tienda, y Santro casi esperó que escupiera. En
cambio, el hombre se irguió y miró a lo largo de las vías en dirección a los últimos vagones
del tren descarrilado.
—Ya hemos terminado con este lado de las vías. No sé por qué os han enviado aquí. ¿Qué
os parece si pasáis al otro lado y echáis una mano a la otra cuadrilla? Ellos comenzaron
después que nosotros.
Santro asintió con la cabeza y se reunió con Johnny. Echaron a andar lentamente hacia los
últimos vagones. Santro miró su reloj. En aquel momento tendría que estar saliendo hacia su
trabajo. Ninguno de los dos hablaba. Johnny cogió una piedra y la arrojó hacia una de las
vigas que yacía cruzada encima de las vías. La piedra golpeó contra algo blando y levantó
una pequeña nube de polvo. Algo de color amarillo recibió un rayo de luz y resaltó en la
oscuridad. Alguien gimió.
Santro cogió a Johnny del hombro.
—¡Escucha!
Volvió a escucharse el gemido. Santro contuvo el aliento. Volvió rápidamente la vista hacia
los otros hombres. Uno de los vagones se proyectaba hacia afuera separándolos de los demás.
No podrían verlos a él y a Johnny. Un objeto amarillo titilaba nuevamente entre el polvo.
Johnny se dejó caer de rodillas y comenzó a cavar con las manos. Luego se hizo a un lado
sosteniendo un brazalete de mujer que brilló a la luz del sol. Santro dejó caer las palas y
empujó a Johnny. El joven cayó hacia atrás en medio del polvo y miró a Santro con ojos
enfurecidos. Cogió el pico.
—Maldito estúpido, ¡está viva! ¿No lo has oído?
—Estás loco. Escuchas cosas que no existen.
Johnny dejó caer el pico. Sólo había sido un gesto instintivo. Santro sabía que no pensaba
utilizarlo.
—Ayúdame a sacarla de aquí.
Cada uno cogió un extremo de la viga y la quitaron de encima del cuerpo de la mujer.
Despejaron el lugar y finalmente sacaron a la mujer de debajo de los restos del accidente. La
mujer había permanecido tumbada allí sobre el estómago.
—Debemos darle la vuelta con mucho cuidado.
La recostaron sobre la espalda. Santro, se arrodilló junto a ella y apoyó el oído contra su
pecho. Podía oír los débiles latidos del corazón. También se escuchaban otros sonidos.
Sonidos de algo que se rompía dentro de la mujer. Se irguió.
—Está viva.
Johnny se había movido hacia un costado detrás de Santro. Los ojos del joven eran los de
un niño asustado. Intentó decir algo pero las palabras murieron dentro de él y sólo alcanzó a
proferir un leve sonido. Sacó el brazalete del bolsillo y lo dejó caer en el polvo.
—Su rostro... su pobre rostro —musitó débilmente.
Santro miró el rostro de la mujer por primera vez. Estaba destrozado y azul por las
contusiones y los ojos permanecían abiertos.
Santro oyó que Johnny se dejaba caer sobre las rodillas. Estaba vomitando. Santro puso
una mano sobre el pecho de la mujer. Pudo sentir la leve cadencia de los latidos. Volvió a
mirar el rostro de la mujer. El cristal coloreado desapareció. Todos los rostros de su mente se
convirtieron en un rostro distinto y final...
Colocó la palma de la mano contra el pecho de la mujer y apretó hacia abajo. Un último
chorro de sangre escapó entre los labios antes de que los ojos se cerraran en el rostro sin vida.
Santro se agachó y cogió un prendedor del vestido de la mujer. Cogió también dos anillos,
uno con un diamante engarzado, de sus dedos.
—Ella estaba muerta —dijo al silencio que había en torno a él—. Los niños merecen una
oportunidad de vivir. Lo siento, pero así son las cosas... para nosotros.
Se puso de pie junto al cuerpo sin vida de la mujer. Johnny se había marchado. El pico aún
estaba en el sitio donde lo había dejado caer, Santro se agachó y cogió el brazalete. Se volvió y
echó a andar lentamente de regreso a la camioneta. Las joyas pesaban lo suyo en el interior
del bolsillo de su chaqueta.
Muerte en Stonehenge

Norma Schier

Encontró inquietantes aquellas enormes y toscas formas. La brillante luz de la luna grababa
claramente su perfil. Todo había sido tan sencillo y él se había sentido tan feliz... ¡Pero
aquellas piedras! A la luz del día, Stonehenge le había impresionado como algo mohoso, unas
pocas y ruinosas reliquias de una época pretérita, pero la luz de la luna insuflaba una vida
terrorífica a las grandes formas pétreas y, a pesar de sí mismo, su mente evocaba primitivos
centinelas acechando en silenciosa desaprobación.
Las piedras arrojaban sombras gigantescas, gruesas barras oscuras en medio del sendero.
Mientras caminaba, se encorvó ligeramente bajo su carga. Su camino atravesaba el Círculo
Sarsen, el Círculo Bluestone, pasaba entre un monolito y un trilito 20, continuaba por la
Herradura Bluestone hasta llegar al altar de piedra. La gran piedra achatada le llegaba casi
hasta la cintura y sin demasiada delicadeza dejó caer el cuerpo de la mujer encima de la
irregular superficie. El viento barría Salisbury Plain y agitaba los largos y rubios cabellos de la
mujer. Se secó la húmeda palma de sus manos en las perneras de los pantalones. Sólo el
viento podría volver a agitarlos alguna vez.

La cabellera de la mujer aún se agitaba al día siguiente cuando el jefe inspector Harían
Faulkner se detuvo junto al cadáver. El inspector llevaba sus largas y ágiles manos profun-
damente metidas en los bolsillos, y su cuerpo alto y delgado estaba apuntalado para resistir el
viento helado y sibilante que azotaba los titánicos trilitos. Se sentía a sus anchas en aquel
extraño paraje y había abandonado la carrera de arqueología sólo cuando comprendió que no
podía darse el lujo de optar a un doctorado. Había cambiado su vocación por la detección del
presente criminal como un sustituto del pasado histórico, y muy pocas veces lo lamentaba, ya
que encontraba en su trabajo inesperadas satisfacciones humanas.
Con Stonehenge vacío de recordatorios del presente mundano —los turistas con sus
inevitables cámaras fotográficas habían sido invitados a alejarse y sus hombres aún se en-
contraban en la zona de aparcamiento recogiendo su equipo— el tiempo parecía aquí haber
soltado sus amarras y uno podía imaginarse que las antiguas piedras, alzándose a unos diez
metros sobre su cabeza, estaban imbuidas de los espíritus primitivos a los que esta mujer
había sido sacrificada.
«Lo cual constituye la mayor tontería imaginable —se dijo a sí mismo—. En este lugar
nunca se han ofrecido sacrificios humanos y ésta es la obra de algo más que una mente
desequilibrada. O —se corrigió— de alguien que quiere que lo piense así.»
Sintió una profunda pena por la mujer, abandonada a los vientos del antiguo páramo. La
mujer tenía el abrigo abierto y una daga de aspecto extremadamente raro sobresalía del
vestido azul de seda. Calculó que tendría unos treinta años, con rasgos bellos y delicados, e
incluso muerta conservaba una mirada melancólica. ¿Qué la habría conducido, se preguntó, a

Trilito: dolmen compuesto de tres grandes piedras, dos de las cuales sostienen a la tercera a
20

modo de dintel. (N. del T.)


aquel horrible fin?
Siguiendo un impulso, apartó un mechón de su rostro, y se dispuso a trabajar. El pelo se
movió anormalmente bajo su mano. Sacudió la cabeza para ahuyentar primitivos sueños y
regresó al siglo XX. Ella llevaba lo que se conocía como un postizo de cabellos lacios y él se lo
quitó. Su aspecto era ahora muy diferente, de alguna manera más interesante y a la vez
menos hermoso, y su rostro aparecía enmarcado por mechones cortos y lacios.
El resto de sus hombres llegaron y se dispusieron a trabajar siguiendo la rutina habitual.
Faulkner también puso manos a la obra. Recogió el bolso que se hallaba en el suelo y lo
examinó. El único detalle interesante era un telegrama dirigido a la señora de Alexander
Carmichael que vivía en el 21 de Upper King Street, en Salisbury. Lo leyó. «Reúnete conmigo
esta noche en el aparcamiento de Stonehenge. Urgente.» No llevaba firma.
— ¡De modo que se trata de eso! Cherchez l’homme.
Su deducción coincidía con el vestido de seda y el elegante postizo.
—Hugh —llamó a su sargento, un tipo grueso y de rostro rubicundo que parecía más joven
de lo que en realidad era—, lleve esto a la comisaría y luego lo investigaremos.
Le entregó el bolso y el postizo.
—Pero encárguese de que analicen el arma ahora mismo. Es importante.
Mientras aguardaba, el forense realizó un rápido examen y le dio un breve informe. La
daga había sido el arma homicida, causándole con toda probabilidad una muerte instantánea
entre las nueve y las doce de la pasada noche.
El sargento regresó con la daga.
—No hay huellas dactilares, señor.
Faulkner asintió y deslizó el arma en su bolsillo.
—Voy a hacer una llamada. Compruebe este telegrama y averigüe todo lo que pueda
acerca de los Carmichael y lo que hizo ella ayer. Le veré más tarde en la comisaría.
Echó a andar rápidamente a través de los círculos de piedras —o de lo que quedaba de
ellas después de casi cuatro mil años— en dirección a la carretera, balanceándose con fáciles
zancadas.

El doctor21 Alexander Carmichael era un profesor de matemáticas retirado, silencioso y de


cabellos hirsutos, con ojos tristes y nerviosos. Su rostro mostró una expresión trágica cuando
Faulkner le dio la noticia. Estaban en la pequeña sala de la casa de Carmichael. Libros y
papeles atiborraban el lugar en un desorden casual, y muchos de ellos estaban cubiertos por
una delgada capa de polvo. En el alféizar de la ventana había algunas plantas indefinidas y
fundas mal colocadas cubrían los dos o tres muebles que había en la estancia. Quienquiera
que hubiese sido la mujer muerta, evidentemente no había sido una diligente ama de casa.
El doctor Carmichael pasaba la mayor parte de su tiempo realizando estudios esotéricos y
escribiendo artículos para revistas especializadas. De mediana estatura, tenía que alzar la
vista para mirar al espigado inspector. Parecía considerablemente mayor que su esposa.
—¿Felicity muerta? —dijo, asombrado, con voz aguda—. ¿Asesinada? Está seguro de que
no se trata de un error?
—Me temo que tendrá que identificarla, señor —dijo Faulkner—, y entonces estaremos
seguros.

21
Título académico. (N. del T.)
No había ningún error y cuando vio a la mujer yaciendo sobre las impersonales losas del
depósito, no pudo evitar un sollozo. Faulkner le llevó de regreso a su hogar y le dio a beber
una copa de brandy.
—Doctor —preguntó con voz tranquila—, ¿tiene usted idea de quién pudo haber hecho
algo así?
—Oh, sí —dijo Carmichael monótonamente—. ¿Cómo pudo él hacerme esto? La situación
ya era bastante mala, pero ahora... ahora ya no podré recuperarla.
Luchó por controlar sus emociones pero finalmente el dique se rompió. Su amada, adorada
Felicity —un alma dulce y gentil, según él—, mantenía un romance con un arqueólogo en
Londres. El hombre había venido a estudiar los monumentos de Stonehenge el año anterior y
la señora Carmichael, una reputada astrónoma, había trabajado con él.
—Al principio no podía creerlo, inspector. No de Felicity. Ella insistía en que acababa de
conocerle y que su relación era puramente profesional, y yo traté de aceptar su explicación.
Pero ambos estaban tan juntos. A menudo pensaba que ellos ya se conocían y que habían
urdido lo de la «investigación profesional» en consideración a mí. Supongo que ella no pudo
evitarlo —añadió con añoranza—. Pero no hay dudas sobre lo que sucedió después. Ella
viajaba todas las semanas a Londres para verse con él. Ha sido horrible.
—¿Cómo lo sabe?
—Ella se marchaba y me mentía sobre los motivos de su viaje. Sólo ayer me dijo la verdad.
Muchas veces —puede usted pensar que es una conducta extraña en un profesor, Faulkner,
pero yo tenía que saber— la seguí. En tres oportunidades la vi entrar en casa de ese
individuo.
—Pero, ¿por qué iba él a matarla?
—Eso es lo que me pregunto, ¿por qué? —La voz de Carmichael sonó como un profundo
eco—. Tal vez él había conocido a otra mujer y ella se interponía en su camino. Es un hombre
malvado, inspector.
Faulkner buscó en su bolsillo y extrajo la daga.
—¿Lo hizo con eso? —La voz de Carmichael era áspera—. Es su... ¡pertenece a Donat! No
hace mucho tiempo nos enseñó esa daga. Eso lo prueba, ¿verdad?
—Pronto lo averiguaremos —prometió sombríamente Faulkner.

En el kilómetro ciento cuarenta de la carretera que conducía a Londres, Faulkner volvió


sobre el caso con Hugh Preddie, su sargento ayudante. El entusiasmo de Preddie le resultaba
divertido, ya que el sargento aún se las ingeniaba para encontrar en la investigación criminal
una satisfacción de los sueños infantiles que habían sido alimentados por las revistas de
detectives. No obstante, aquella circunstancia no le impedía ser un hábil investigador.
—No debemos olvidar, Hugh —dijo Faulkner—, que existen dos Stonehenges: el científico,
que atrae a arqueólogos y astrónomos, y el supersticioso y romántico, relacionado con los
templos druidas y los sacrificios sangrientos. Puras tonterías, naturalmente. No hay evidencia
alguna de que los druidas tuvieran algo que ver con ese lugar, que ya existía quince siglos
antes. El aspecto científico tiene, obviamente, mucho más sentido y además estamos tratando
con científicos. Pero, aun así, uno en ocasiones suele escuchar relatos acerca de cultos
secretos, y yo siempre he pensado que los científicos son más crédulos de lo que a ellos les
gusta admitir, como si una llamada secreta a creer en lo místico atrajera a muchos de ellos
hacia la ciencia. No con la esperanza de encontrar refutaciones, sino con el deseo inconsciente
de no hacerlo. En casa de Carmichael pude observar que dispone de una notable colección de
obras sobre cultos antiguos. No sé si le pertenecen a él o si eran de ella, pero el interés puede
ser o no puramente científico.
—Sí, señor —convino Preddie debidamente. Él mismo se inclinaba por un Stonehenge
destinado a templo druida y a sacrificios cruentos, y no de manera inconsciente, pero hubiese
preferido morir antes que admitirlo ante su superior.
—De modo que no sabemos —dijo Faulkner— si podemos inferir alguna clase de tontería
devota detrás de este crimen, si bien la explicación más simple es que utilizaron Stonehenge
como un lugar de encuentro. Es probable que lo usaran en anteriores ocasiones, y esta vez
tuvieron una riña de amantes, o él había planeado asesinarla, tal vez por la misma razón que
sugiere el esposo. El hecho de llevar consigo esa daga parece premeditación.
Preddie se aclaró la garganta tímidamente.
—Lo que me impresiona, señor, es el hecho de que esa daga señale a Donat tan claramente.
Para un hombre ilustrado y, debería pensar, inteligente, ha dejado una pista harto evidente.
¿Cree usted que puede tratarse de un complot contra él?
Faulkner se echó a reír.
—Usted sabe muy bien que normalmente los crímenes son más obvios de lo que esos
escritores de ficción pretenden hacernos creer. No obstante podría ser. Aún estamos muy
lejos de la verdad. Apostaría que Donat nos dirá que la daga le fue robada. Podría ser, Hugh,
podría ser. Pero la cita y elegir Stonehenge para ella, suena a otro hombre. Por cierto, ¿qué es
lo que ha podido averiguar acerca de aquel telegrama?
—Llegó de Londres —contestó Preddie—. Lo enviaron por teléfono y no obtuvo respuesta,
de modo que lo entregaron en mano. Parece que ella se encontraba en la peluquería, en
Salisbury, haciéndose colocar el postizo. Por lo que he podido averiguar, fue la única vez que
abandonó la casa. Tampoco recibió ningún visitante. Y nadie la vio salir anoche.
—Pero sabemos que lo hizo —observó Faulkner—. Y se llevó su coche. Aún estaba en el
aparcamiento.
—Fue el esposo quien le puso en la pista de Donat, ¿verdad? —Preddie continuaba
obstinadamente con su idea original.
—Veo adonde quiere llegar, pero juraría que estaba realmente destrozado por la muerte de
su esposa. Uno se da cuenta de esas cosas, ya lo sabe. Y hecho pedazos por el romance que
había mantenido con ese sujeto.
—Del cual sólo conocemos su existencia por su palabra.
—Dice que ayer por la mañana viajó a Londres y regresó en el primer tren de hoy. Lo
comprobaremos después de visitar a Donat. ¿Qué es lo que usted ha podido averiguar sobre
ellos?
—Su vida era muy apacible. Nadie parece haber pensado que ella estuviera traicionándole
con otro hombre. Una pareja ejemplar, según me han dicho. El adoraba cada palmo de
terreno que ella pisaba y ella, a su vez, se mostraba extremadamente solícita con él. No
obstante, no tenían amigos íntimos o alguien que los conociera bien. Guardaban celosamente
su intimidad.
—¿Y si no hubiese sido una cita —reflexionó Faulkner—, sino un encuentro para establecer
una posición astronómica de primera mano?
—¿Y cómo pudo eso conducir a un asesinato?—dijo Preddie mostrándose escéptico—.
Nunca he alcanzado a comprender —añadió sin que viniese a cuento— todo este súbito
interés por Stonehenge. Durante años los astrónomos han sostenido que las piedras estaban
alineadas para mostrar la posición del sol en... este... los solsticios, ¿verdad? Para celebrar al
dios sol —añadió confusamente.
—Ah, pero un tipo llamado Hawkins hizo una aportación muy importante. —Faulkner
galopaba alegremente en su corcel de batalla—. Las piedras muestran, efectivamente,
determinadas posiciones astrales, como el sol elevándose exactamente sobre la piedra
inclinada el veinticuatro de junio y poniéndose, si uno lo observa desde el punto correcto,
dentro del entramado de uno de los trilitos en el solsticio de invierno. Alguien, creo que fue
sir Arthur Evans, señaló que parecía como si el sol se estuviese hundiendo en una tumba, lo
que concuerda con una religión primitiva, pero Hawkins encontró más alineaciones
astronómicas de lo que habían soñado sus predecesores: el sol y la luna. Sin embargo, el
hecho fundamental que él llegó a demostrar fue que estos antiguos, supuestamente
primitivos, podían predecir importantes acontecimientos astrológicos —especialmente
eclipses, un fenómeno que los aterrorizaba— para los años futuros, con una pequeña
corrección de su ordenador cada tres siglos.
—Suena fantástico. —Preddie estaba impresionado a pesar de sí mismo—. ¿Y cómo lo
hacían?
—Usted conoce los agujeros de Aubrey en torno a las piedras. Los científicos no habían
sido capaces de explicar su existencia, y Hawkins descubrió que eran una máquina de
computación digital, que todos los eclipses podían ser pronosticados en un ciclo de cincuenta
y seis años, y ¡hay cincuenta y seis agujeros de Aubrey! Pudieron ser utilizados para medir los
años. Si seis piedras son colocadas a ciertos intervalos y movidas de agujero en agujero cada
año, cuando ciertas piedras se encuentran en determinados agujeros se producen los eclipses.
Lo demostró en un minuto con un ordenador moderno alimentado con esos datos. Se creía
que los agujeros de Aubrey estaban destinados para albergar más piedras o para algún
propósito de carácter ritual. En ellos se produjeron algunas cremaciones, pero seguramente
fueron objetivos secundarios.
Preddie sintió una punzada al escuchar lo de las cremaciones rituales, pero la llegada a una
impresionante mansión georgiana en Mayfair, que era donde vivía Donat, dejó el análisis
arqueológico para otro momento. Aparcaron y se apearon del coche. Los faldones de los
abrigos se agitaban a causa del viento, si bien éste era considerablemente menos violento en
Londres que en Salisbury Plain.
Cuando entraron, pudieron ver que la casa había sido convertida en apartamentos. No
tuvieron ningún problema en localizar el de Donat y éste en persona acudió a abrir la puerta.
Era un hombre moreno y bien parecido, de complexión atlética y el rostro bronceado propio
de un arqueólogo en activo... o de un gran cazador, pensó Faulkner. Demostró una cortés
voluntad en mostrarse cooperativo, combinada con la duda de poder hacerlo.
—¿Los Carmichael? Oh, sí, estuvieron aquí hace poco dijo haciéndolos pasar a una sala
donde se mezclaban el olor a cuero y a piezas antiguas—. Una pareja brillante. Ella fue de
inapreciable ayuda en el estudio de Stonehenge. Estábamos trabajando sobre uno de los
interrogantes de Hawkins, el Círculo Bluestone de Stonehenge. Hemos escrito un artículo
sobre el tema, si desean verlo.
—Más tarde —dijo sinceramente Faulkner—. Por el momento estamos investigando el
asesinato de la señora Carmichael.
—¡Dios mío! Yo sabía que ella era un poco inestable, pero... ¡asesinada!
—¿Qué quiere decir con inestable?
—Bueno, excesivamente emocional. Temerosa. Y terriblemente inquieta por el cultualismo.
A veces me desconcertaba. Estaba viendo a una psiquiatra. Una amiga mía. Felicity la conoció
aquí, en mi casa. ¿Quiere que la llame?
—Todo a su tiempo —dijo Faulkner cruzando sus largas piernas—. Me gustaría hacerle a
usted algunas preguntas.
—Por supuesto —dijo Donat despreocupadamente, reclinándose en su sillón de cuero—.
Sus relaciones y todo eso, supongo. No obstante, no creo que pueda arrojar mucha luz sobre
su investigación.
Faulkner vaciló. Donat estaba realizando una buena actuación... si era una actuación.
—Era una mujer atractiva, ¿verdad? —comenzó sutilmente.
—Sí, si a usted le gusta ese tipo de mujeres. Para mí era el perenne tipo de mujer buena y
dulce —contestó Donat con frialdad.
—No estaba usted interesado en ella... ¿de modo personal?
—¿Quién le ha dado semejante idea? —preguntó sardónicamente—. ¡No me diga que eso
pensaba el viejo Alex Carmichael! —Sonrió—, No, inspector, olvide esa pista. No es mi estilo
en absoluto.
Está actuando, pensó Faulkner.
—¿Dónde estuvo usted anoche? —preguntó.
—Parece usted hablar en serio —Donat parecía divertido—, Con una amiga. Ella se lo dirá.
—Siempre lo hacen. —El tono de Faulkner era seco—. ¿Ha visto esto alguna vez? —Le
mostró la extraña daga.
Donat permaneció un rato en silencio y la tensión que había en el ambiente se incrementó.
—Faulkner —dijo por último—, le pido disculpas. Le he subestimado. Pensé que todo era
una payasada, pero veo que me he equivocado. No me creerá, pero esa daga me fue robada y
puedo probarlo. Realmente tendría que hablar con mi amiga. Sucede que ella es la psiquiatra
de quien le hablé y vive al otro lado del pasillo.
Como si todo hubiese estado previsto, se oyeron unos golpes en la puerta y, sin esperar,
una mujer alta y hermosa, de espesa cabellera rubia, entró en el apartamento.
—Gary, yo... oh, lo siento. No sabía que estabas ocupado.
Su voz era suave y tenía un ligero acento. Viena, pensó Faulkner. Se preguntó si la rubia
habría estado escuchando detrás de la puerta.
—En realidad, estaba a punto de ir a buscarte —dijo Donat rápidamente—. El inspector
Faulkner y el sargento Preddie pertenecen a la policía de Wiltshire y están investigando el
asesinato de Felicity Carmichael. Señores, la doctora Amalie Angel.
Cuántos doctores en este caso, pensó Preddie, y ninguno que sea capaz de curar una
cutícula inflamada. (Pero se equivocaba, puesto que la doctora Angel era licenciada en me-
dicina.)
Mientras tanto, ella hablaba con Faulkner.
—¡Pero es terrible! Sí, ella era mi paciente, pero no puedo decirle absolutamente nada
sobre la señora Carmichael porque estaría violando el secreto profesional.
—Puesto que ella está muerta, asesinada, ¿no cree usted que nos sería mucho más útil si
nos cuenta por qué estaba bajo tratamiento?
Faulkner se preguntó qué papel jugaría la ética en una psiquiatra enamorada.
—Tal vez, pero tendría que pensarlo. Tengo una idea sobre dónde dirigir su investigación.
—Eso sería una ayuda —dijo Faulkner fríamente—. ¿Sabía su marido que ella era su
paciente?
—Sí, aunque no lo aprobaba.
Puesto que no había mucho más que ambos doctores estuviesen dispuestos a decir,
Faulkner les pidió que permanecieran localizables hasta que se produjese alguna novedad, y
después se marchó con Preddie.
—Se ha anotado un tanto, Hugh —concedió Faulkner mientras regresaban a Salisbury
Plain y después de haber acomodado dificultosamente sus largas piernas dentro del pequeño
coche inglés— . Carmichael permaneció en Londres toda la tarde y regresó en el primer tren
de la mañana, tal como nos dijo, pero pudo muy bien escabullirse sin que le viesen, coger un
coche veloz y regresar a tiempo para reincorporarse a su club. Su coartada no es perfecta.
—Pero —dijo Preddie—, ¿si él sabía que su esposa veía a la doctora Angel, por qué
pensaba que iba a verse con Donat?
—Sólo tenemos su palabra sobre ese punto —le recordó Faulkner—. Si ella realmente
sufría algún tipo de trastorno mental, me gustaría saber cuál era.
Justo después de sobrepasar la Wheat Sheaf Inn, Faulkner indicó a Preddie que pasara por
alto el desvío que los hubiese llevado directamente a Salisbury.
—Siento una urgente necesidad de regresar a la escena del crimen —explicó.
Nunca podía evitar un estremecimiento ante la proximidad de las milenarias piedras. En
un momento uno se desplazaba por una carretera completamente llana que se extendía hasta
donde alcanzaba el ojo y, al minuto siguiente, aparecían en el horizonte pequeñas
ondulaciones que crecían de modo paulatino hasta dominar todo el paisaje.
Dejaron el coche en el ahora abarrotado aparcamiento, cruzaron la carretera, y compraron
dos entradas. Caminaron entre la multitud de turistas boquiabiertos que tomaban fotografías
y se dirigieron hacia el altar de piedra. Una joven rolliza y sonriente estaba posando en el
mismo lugar donde había yacido el cadáver hasta hacía muy poco tiempo mientras su
compañero ajustaba el objetivo de su cámara.
—¿Por qué aquí, Hugh?—reflexionó Faulkner—. ¿Acaso esa pobre mujer sufría alguna
clase de perturbación que la convertía en una víctima propiciatoria? ¿Una relación enferma
con Donat... o con otra persona? —Se alzó de hombros—. Vamos a ver a Carmichael. Quiero
saber lo que tiene que decirnos sobre por qué su esposa visitaba a una psiquiatra.

—Estoy seguro de que usted no creerá eso, inspector —fue lo que Carmichael dijo, en tono
condescendiente, cuando Faulkner se lo preguntó—. Felicity me dijo que estaba viendo a la
doctora Angel, pero era un pretexto para viajar a Londres con frecuencia. Le aseguro que ella
estaba perfectamente sana y era una mujer feliz. No tengo dudas de que cualquier persona
que nos haya conocido corroborará mis palabras.
Lo habían hecho, pensó Faulkner, con excepción de la pareja londinense.
—Su esposa... ¿no se sentía demasiado entusiasmada por el cultualismo?
—Querido amigo —dijo Carmichael con aspereza—, a veces yo mismo me siento
«demasiado entusiasmado» por las antiguas matemáticas. ¿Acaso eso me convierte en un chi-
flado? No —continuó Carmichael volviendo a su tono de apática amargura—, yo sé que ella
se veía con ese hombre. Tengo razones para ello. Entre otras cosas, ella se disfrazaba para
transformar su aspecto.
De pronto, el matemático hundió su hirsuta cabeza entre las manos.
—Lo siento —se disculpó un momento después—, no puedo hablar de este tema sin
derrumbarme. La amaba demasiado. Quería que volviese a mi lado, inspector. La hubiese
amado más por su debilidad. Ese desliz me había demostrado su fragilidad humana.
Faulkner murmuró algo ininteligible y se marcharon.
—Regresemos a la comisaría, Hugh —dijo Faulkner cuando estuvieron fuera de la casa—.
Estoy casi seguro, pero quiero investigar un poco más. Tengo una buena idea, también, sobre
lo que puede decirme la doctora Angel y quiero hablar con ella.
—¿Ha resuelto el caso, señor?
—Ya veremos...
Pero él percibía en sus largos huesos que el caso ya estaba resuelto. Los datos estaban allí
para hallar la respuesta y, finalmente, él los había leído correctamente.

Las cosas se decidieron aquella misma noche.


La luna era más caprichosa que la noche anterior ya que gruesas nubes oscuras cruzaban
ante su pálida faz.
Cuando él llegó, al principio como una forma vaga que avanzaba a través de las sombras
intermitentes que proyectaban las enormes piedras, ella estaba sentada en el altar de piedra,
esperando, con sus largas piernas delgadas colgando a un costado de la gran piedra.
—Ha venido —dijo él en voz baja cuando estuvo junto a la mujer.
—Pensé que necesitaba mi ayuda —dijo ella con su suave acento.
—Usted dijo que lo sabe todo. Creo que éste es un lugar muy apropiado para encontrarnos.
¿Sabe por qué?
—Usted quería regresar al escenario de su crimen.
—Quiero cometer otro —le corrigió él con tono coloquial. La luna llena apareció a tiempo
para iluminar el cuchillo de cocina que él llevaba. Súbitamente el hombre sacudió la cabeza.
—¿Qué le sucede? —preguntó ella con tranquilidad.
—Estas piedras —musitó él—. Es absurdo, pero a veces parecen... vivas. ¿Lo ha sentido
usted?
—No está muy lejos de la verdad, doctor. ¡Deje caer el cuchillo!
Faulkner habló con firmeza desde las sombras, que cobraron vida cuando los policías
surgieron desde detrás de las piedras. Los círculos se llenaron de ellos, convergiendo hacia el
altar de piedra.
La luna volvió a surgir para iluminar brillantemente la cabeza gris e hirsuta del hombre al
que varios policías sujetaban con firmeza.
—¡Queda detenido, Carmichael!
Faulkner estaba eufórico.
—Amalie, eres una idiota. —Donat sujetaba a la psiquiatra con la misma firmeza con que
los policías lo hacían con el doctor Carmichael—. Pero has estado maravillosa.
—Estaba aterrada —dijo, apretándose contra el pecho de Donat.
—¡Malditos seáis todos vosotros!—exclamó Carmichael—. Os habéis puesto de acuerdo
para atraparme, ¡pero os mataré a todos!
Pero los policías ya le habían desarmado y ahora dos corpulentos agentes se lo llevaban
hacia uno de los coches.
—Inspector —dijo Donat—, cuando me encontraba trabajando en Stonehenge, me alojaba
en una antigua y acogedora posada de Devizes llamada El Oso. ¿Podría reunirse allí con
nosotros y explicarnos cómo ha resuelto el caso?
—Será un placer —dijo Faulkner—. Le debo a la señorita el riesgo que ha corrido, aunque
tengo algunas palabras bien escogidas para reconocer su gesto... llamando al doctor Car-
michael y diciéndole que ella lo sabía todo y accediendo a encontrarse con él en este lugar.
Una mujer obstinada, sí señor.

—Amalie me ha dicho que usted ya tenía el caso resuelto —estaba diciendo Donat a un
complaciente Faulkner poco tiempo después alrededor de una mesa en el bar privado de El
Oso.
—Había muchas cosas que no tenían sentido hasta que Carmichael se puso en evidencia —
dijo Faulkner—, Cuando volví a examinar el caso bajo esa nueva perspectiva, todas las piezas
coincidieron. Pensé que los conocimientos de la doctora Angel podrían ratificar lo que yo
había preparado. Especialmente —dijo sonriendo—, si mi plan dejaba en claro la posición de
usted, doctor Donat. Pensé que ella podría no ser totalmente imparcial en ese sentido.
»Si existía un romance —continuó—, el motivo no era un problema. Pero si usted y la
doctora Angel estaban diciendo la verdad, al principio no alcanzaba a comprender por qué
usted o Carmichael querían matarla... a menos que su perturbación mental estuviese
relacionada de alguna forma desconocida para mí. Pero una vez que la doctora Angel me dio
razones para pensar que él la había asesinado, comprendí que había otra alternativa... que ella
no estaba emocionalmente perturbada, sino él, con unos celos que no eran racionales y ella
había buscado ayuda médica para afrontar la situación. Yo necesitaba la confirmación de la
doctora Angel. De modo que él realmente pensaba que su esposa le traicionaba... y usted, por
cierto, lo sabía. Usted representó muy bien su papel.
—Creí que era lo más sensato —dijo Donat.
—Carmichael envió un telegrama a su esposa citándola en Stonehenge —continuó
Faulkner—. El, más tarde, nos dijo algo que le descubrió... aunque él no había firmado el
telegrama, esperaba que ella creyera que lo había enviado usted. Cuando Felicity acudió a la
cita, eso supuso para él la confirmación de las sospechas de su mente enloquecida.
—A mí no me pareció que estuviese loco —dijo Preddie.
—Es un caso de paranoia pura —explicó la doctora Angel—. Lógica dentro del esquema de
la ilusión y sana fuera de él. El esquizofrénico paranoide piensa que el mundo trama un
complot contra él porque él es Napoleón o un príncipe perdido, pero el verdadero paranoico
es más dado a pensar que su esposa le es infiel, y teje una cadena de «pruebas» para sustentar
su delirio.
—Como el haber acudido a la peluquería —comprendió súbitamente Preddie—, ella
realmente tenía una cita.
—Eso —dijo Faulkner—, fue lo que le traicionó. Ella se hizo colocar el postizo ayer después
de que Carmichael se marchara a Londres, y no lo llevaba cuando él la identificó; sin
embargo, él se refirió a cómo cambiaba su aspecto con un disfraz. De modo que debió verla
con el nuevo postizo cuando la asesinó.
—¿Por qué en Stonehenge?—preguntó la doctora Angel—,
Su locura no era del tipo que le hace creer en sacrificios humanos.
—Por razones puramente prácticas —dijo Faulkner—. Su coartada requería que a ella se la
encontrase lo antes posible para establecer el momento de su muerte y él necesitaba asimismo
un lugar retirado para llevar a cabo su asesinato. Si la asesinaba en la casa, corría el riesgo de
que algún vecino le viera cuando se suponía que se encontraba en Londres. Stonehenge era el
lugar ideal... retirado pero accesible por la noche y público durante el día. Además, era otro
detalle que apuntaba hacia Donat. Carmichael también quería castigarle a él.
»Tengo una pregunta para usted, doctora Angel —añadió—. Usted creía completamente en
su paciente. Dentro del terreno de las posibilidades, ¿no era posible que fuese ella quien
estuviese urdiendo una historia falsa?
—En este caso no, inspector. —La atractiva psiquiatra sonrió—. Yo sabía que Gary no
mantenía con ella ninguna relación amorosa porque yo acaparo todo su tiempo. Debe usted
venir a nuestra boda que, por cierto, se celebrará muy pronto.
Y, aunque ya habían bebido bastante mientras analizaban el caso, brindaron por la feliz
noticia.
Llámame Nick

Jonathan Craig

—Él lo recibirá en seguida, señor Wilson —dijo la secretaria increíblemente bella mientras
volvía a depositar el auricular del teléfono en la horquilla y le dirigía una sonrisa a través de
la antesala.
—Gracias —respondió Harry, tratando de no mirarla con excesivo descaro, si bien no lo
lograba en absoluto.
Ella no llevaba ropa alguna. Aquí nadie llevaba ropa, claro; pero no todos eran una
curvilínea estrella de cine que sólo llevaba muerta unos pocos años. Se frotó los ojos.
—Le sería a usted de mucha ayuda que le dijera algo agradable acerca de sus cuernos —
dijo la secretaria.
—¿Acerca de qué? —preguntó Harry.
—De sus cuernos —repitió la secretaria—. Es un viejo vanidoso y está muy orgulloso de
sus cuernos. Se sentirá muy complacido si usted le dice algún cumplido sobre ellos.
—Lo haré —dijo Harry, que aún continuaba tratando, infructuosamente, de no mirarla con
tanto asombro—. Gracias por avisarme.
La secretaria volvió a sonreírle y prosiguió con lo que estaba escribiendo a máquina.
—¿Señorita?
—¿Sí?
—¿Él se entrevista con todos los recién llegados?
—¡Oh, no, válgame Dios!—respondió la secretaria con aquella seductora voz que él
recordaba haber oído en más de una docena de películas—. De ninguna manera podría
entrevistarse con todos. Se producen miles de llegadas al día, ¿sabe usted? Algunos días hasta
decenas de miles.
—Pues entonces me imagino que, se trate de lo que se trate, debe de ser algo bastante
importante.
—Yo de usted no me preocuparía por ello —replicó la secretaria—. Estoy segura de que
todo saldrá perfectamente.
—Eso espero —dijo Harry—. Sólo llevo aquí cuatro horas, pero... Bueno, han sido las horas
más maravillosas, las horas más felices de toda mi vida.
La secretaria se echó a reír.
—Bueno, no precisamente de su vida, para ser más exactos —exclamó—, Pero comprendo
bien lo que quiere decir, señor Wilson. Todos los recién llegados se sienten del mismo modo.
El intercomunicador zumbó. La secretaria levantó el auricular, escuchó durante unos
instantes y luego, acompañando sus palabras con un gesto de cabeza, le dijo a Harry:
—Ya puede usted pasar, señor Wilson.
Harry se puso de pie, se dirigió hacia la puerta negra en la que, a la altura de los ojos, se
leía una letra S escrita con humeante azufre, y alargó la mano hasta la manilla.
—No se olvide —susurró la secretaria—. Dígale algo bonito sobre sus cuernos.
—De acuerdo —dijo Harry, tras lo cual traspuso la puerta y entró en el despacho.
El ser que se hallaba sentado tras un impresionante escritorio de ejecutivo sonrió, se puso
rápidamente de pie y le tendió la mano.
—Has sido muy amable al hacernos esta visita, Harry; me alegro muchísimo de conocerte.
—Hablaba con una voz profunda y melodiosa, enérgica pero controlada, con la misma
energía controlada que aplicaba a la mano que estrechaba la de Harry.
—Muchas gracias, señor —dijo Harry.
—Llámame Nick —replicó el ser, al mismo tiempo que con un gesto le indicaba a Harry
que se sentara en un sillón junto a su escritorio—. Aquí no somos amantes de los forma-
lismos, Harry —continuó—. Siéntate y charlemos un rato.
Una vez que se hubieron sentado, Nick se recostó en su sillón, colocó ambas manos tras la
nuca y contempló a Harry con mirada amable.
Harry tenía la certeza de que toda aquella cordialidad era genuina, pero presintió que tras
los modales campechanos de Nick se ocultaba algo que le preocupaba, como si tuviera que
comunicarle algo desagradable y le disgustara la idea de tener que decírselo.
—Bien, Harry, ahora que ya has visto algo de este lugar, dime qué piensas de él.
—Es maravilloso. Todo esto es tan fabuloso que apenas si puedo creer que realmente
exista.
—Tiene muy poco que ver con lo que tú esperabas encontrar, ¿eh?
—Nada que ver. Pero, para decirle la verdad, señor, yo...
—Nick.
—Sí. Para serte sincero, Nick, jamás me hubiera imaginado que existiese un lugar como
éste.
Nick se echó a reír.
—¿Y qué me dices del otro lugar, Harry? ¿Tampoco creías que existiese ese lugar?
—No del todo. No sé... Es como si nunca hubiera podido decidirme en uno u otro sentido.
—Bien, dejémoslo así, está bien —dijo Nick—, Calculo que ya llevas unas cuatro horas
aquí.
—Sí. ¡Y qué cuatro horas! Jamás me había divertido tanto. Nunca, en los treinta años que
estuve vivo, me lo había pasado tan bien como en las cuatro horas que llevo muerto.
—¿Te gustan nuestras señoras, ¿verdad, Harry?
—¿A quién no? Quiero decir, con las señoras que andan por aquí; sin ropas y todo eso.
—Ah, claro —dijo Nick—. ¿Y las salas de juego?
—Jamás había visto nada parecido. Ni siquiera en el cine.
—¿Y los diversos (para usar un eufemismo) espectáculos?
—Oh, ¡soberbios!—exclamó Harry—. Sencillamente soberbios.
Harry se detuvo al recordar lo que le había dicho la secretaria.
—Espero que no lo consideres como una impertinencia, Nick, pero llevas un par de
cuernos extraordinariamente elegantes.
—Nada de eso, Harry, gracias, gracias —dijo Nick, complacido—. En realidad los méritos
no son míos sino de la cera especial para cuernos —afirmó Nick mientras señalaba un
pequeño envase redondo que utilizaba como pisapapeles—. Es una fórmula que he
desarrollado yo mismo a través de más milenios de los que podría recordar.
—Una fórmula muy eficaz, ya lo creo.
Nick sonrió.
—Mira, Harry —dijo—, nuestro pequeño sitio aquí abajo es muy agradable; pero aun así,
tiene ciertos aspectos negativos.
—No llego a imaginarme a qué puedes referirte. Por lo que he visto hasta ahora, todos se lo
pasan en grande.
—Sí, es verdad —reconoció Nick—, ¿No te parece que hace un poco de calor?
—No tanto como para que resulte molesto —respondió Harry—. Yo apenas si lo he
notado.
—La atmósfera, ¿sabes?—prosiguió Nick—. Al fin y al cabo, debemos mantener ciertas
tradiciones. El azufre, por ejemplo. ¿No te resulta molesto?
—En absoluto —contestó Harry—. Oh, al principio el humo me escocía los ojos. Pero me
acostumbré en seguida. Ahora ya ni lo noto.
—Me alegra saberlo.
Nick permaneció en silencio durante un momento; luego dijo:
—Harry...
—¿Sí, señor? Digo, ¿sí, Nick?
—Harry, me temo que tengo malas noticias para ti.
Harry tragó saliva.
—¿Malas noticias?
—Sí, Harry; muy malas. Verás, ha habido un error. No puedo asegurarte dónde se ha
producido, pero lo cierto es que ha habido un error. Hace muy poco tiempo que hemos
computadorizado la Sección de Personal, ¿sabes?, de modo que muy bien puede haber sido
un fallo en alguno de los ordenadores. O tal vez se haya equivocado alguien de la Sección de
Teleproceso. Y, por supuesto, el Comité de Selección tampoco es infalible. En cualquier caso,
Harry, ha habido un error casi sin precedentes. —Desvió la mirada, evidentemente incómodo
por la situación.
—¿Un error? —preguntó Harry.
Nick suspiró.
—Sí. Creo que no tiene sentido dar vueltas al tema. La cruda realidad es que no estás
capacitado para ser admitido aquí.
Harry se incorporó a medias del sillón que ocupaba.
—¿Cómo? ¿Que no estoy capacitado?
—Lo siento, Harry. Para ser justos, tú deberías haber ido arriba, al otro lugar.
—Pero ya estoy aquí abajo —dijo Harry—, Me encanta esto. No lo comprendo.
—Simplemente, Harry, se trata de que tú no estás acreditado —explicó Nick, cogiendo una
carpeta que había sobre su escritorio—. Aquí tengo tu historial. Ni siquiera has sido un niño
travieso, por todos los santos. En toda tu vida, hasta el preciso momento en que acaeció tu
muerte, hace unas horas, jamás cometiste ningún pecado. Nunca hiciste nada malo, Harry. Ni
siquiera tuviste nunca un pensamiento maligno. Historias de vidas como la tuya, tan intacha-
bles, sólo me las encuentro yo una vez cada cien años.
—Pero... —comenzó a decir Harry; luego apretó los labios y clavó la mirada en el suelo.
Todo eso era cierto, él lo sabía; nunca en su vida había cometido un pecado.
—Desearía que comprendieras mi situación —dijo Nick—, Realmente yo no puedo hacer
nada, no tengo alternativa.
—¿Quieres decir que me enviarás allá arriba?
Nick asintió con la cabeza, con aire triste.
—Mal que me pese, debo hacerlo. Tú no te mereces estar aquí, Harry. Tú simplemente no
cumples los requisitos. No te imaginas cuánto lo siento, amigo, pero he de enviarte al piso de
arriba.
Los hombros de Harry se hundieron.
—¿Y qué tal es, allá arriba? —preguntó torpemente.
—Oh, te gustará, ya verás —respondió Nick, tratando de que su voz sonara
entusiasmada—. Es... ¿cómo te diría? Muy tranquilo y eso.
—¿Tranquilo?
—Eso es —dijo Nick—. A propósito, Harry, ¿tienes buen oído para la música? Encantador
instrumento, el arpa...
—Soy incapaz de seguir una melodía ni siquiera bajo la ducha —dijo Harry—. Y, además,
soy muy torpe con los dedos. ¿Realmente tocan el... el arpa allá arriba?
—Sí —afirmó Nick—, tocan el arpa.
—¿Y qué otra cosa hacen?
Nick se encogió de hombros a modo de disculpa.
—Me temo que no hacen gran cosa, Harry. Por supuesto, tendrás alas, así que siempre
tendrás la posibilidad de revolotear por ahí.
—Ya veo —dijo Harry—, Tocar el arpa y revolotear por ahí.
—Reconozco que allá arriba no hay mucha actividad —admitió Nick.
—Mira —dijo Harry de pronto—. Una vez gané veinte dólares en una apuesta que hicimos
en la oficina y no los incluí en mi declaración de la renta.
Nick esbozó una amable sonrisa.
—Lo siento, Harry.
Harry movía la cabeza mientras decía:
—Es una ironía. Edna desea ir allá arriba. Espera poder subir allá. Edna...
—¿Quién es Edna?
—Mi esposa.
—Ah, sí —dijo Nick, mientras abría nuevamente el historial de Harry—. Me temo que
tengo muy mala memoria para los nombres.
—Pues bien, ella sí desea ir allá arriba. Dice que no ve la hora de que llegue ese momento. Y
yo... soy yo el que va a ir allá arriba, cuando todo lo que yo quiero es quedarme aquí abajo.
—Hummmmm —comenzó Nick, que seguía leyendo el expediente—, Tu esposa parece ser
toda una mujer, Harry.
—Oh, sí, lo es. Es algo especial, Nick.
—No hay nada personal en lo que voy a decirte, por supuesto —dijo Nick—, pero, a juzgar
por lo que consta en el historial, parece que ella te ha puesto las cosas algo difíciles. ¿O no?
—Edna es muy obstinada —reconoció Harry.
—Ya lo creo —apostilló Nick—. No permitía que fumaras en pipa dentro de la casa, ¿eh,
Harry?
—No.
—Tampoco te dejaba beber, ¿verdad? Ni siquiera una cerveza el día de tu cumpleaños...
—No.
—¿Y todas las semanas debías entregarle tu sueldo? —Sí.
—Y te daba un dólar y medio al día para que te pagaras el almuerzo y el autobús.
—Sí.
—Y el resto de tu sueldo, ¿dónde iba a parar?
—Los gustos de Edna resultan bastante caros.
—Eso parece. Y, ¿es cierto que te hacía dormir en la cocina, en un catre?
—Sí, es cierto.
—Pero aquí dice que vosotros vivíais en un apartamento de dos habitaciones.
—Hay un teléfono que comunica su dormitorio con la cocina. Edna prefería que yo
estuviera en la cocina para estar cerca en caso de que ella deseara algo durante la noche... un
vaso de agua o algo por el estilo.
Nick cerró el expediente y permaneció sentado, en actitud pensativa, tamborileando
suavemente sobre el escritorio con sus garras muy bien cuidadas por la manicura.
—En la parte del estado donde vives —dijo Nick al fin— son ahora las cuatro menos cuarto
de la madrugada. Tú moriste mientras dormías, hace unas cuatro horas.
—Sí —confirmó Harry.
—Tu mujer aún debe estar durmiendo, ¿no es así?
—Sí.
—Y allá arriba nadie sabe que te has muerto.
—No, nadie. Pero, ¿qué...?
—Harry, en todos los años de tu vida tú jamás has cometido ningún acto reprobable. Si yo
te dejara regresar a la superficie durante algunos minutos, ¿crees que podrías llevar a cabo
siquiera una sola acción perversa?
—Yo... lo intentaría —respondió Harry.
—Con intentarlo no bastaría —dijo Nick—, ¿Podrías cometer un acto maligno, Harry? Te lo
pregunto lisa y llanamente. ¿Sí o no?
—Creo que... Sí. Sí, lo haría, Nick. Sé que lo haría.
—Bien —dijo Nick sonriendo—. Porque si tú pudieras hacerlo, yo podría hacer que
permanecieras aquí, conmigo.
—¿Realmente podrías?—exclamó Harry con gran excitación—, Diantre, Nick, ¡sería
estupendo!
—Pobre Harry —dijo Nick—, «Diantre.» ¡Ni siquiera has aprendido a blasfemar! —Nick
profirió una carcajada—, Pero no te preocupes. Supongo que habrás comprendido lo que
deberás hacer, ¿verdad?
—Hum... bueno, yo...
—No, me imagino que tratándose de ti, no lo has comprendido —continuó Nick—. Mira,
Harry, es algo muy sencillo y sucederá muy rápidamente. Y, una vez que haya ocurrido, tú
podrás regresar aquí, habrás conseguido una buena plaza para pasar la eternidad.
—¿Estaré entonces capacitado?
—Totalmente.
—¿Y qué debo hacer? —preguntó Harry.
—Te despertarás en tu cama (mejor dicho, en tu catre) en la cocina, vivito y coleando. En
todas las cocinas existen cuchillos, Harry. Tú cogerás uno de los cuchillos y...
Harry emitió algunos sonidos entrecortados.
—¿No has dicho que tu mujer deseaba ir a ese lugar de arriba?
—Sí, pero...
—Entonces convertirás su sueño en realidad. Llevarás a cabo una muy loable acción,
Harry.
—Me imagino que en ese sentido, sí, puede ser. Pero...
—No hay pero que valga, Harry; sería una buena acción. Al mismo tiempo cometerás un
asesinato (que es un acto muy vil), pero ello te capacitará para ser admitido aquí, que es
donde tú deseas estar.
Harry se sintió presa de una gran excitación.
— ¡Diantre, Nick —exclamó—, tienes razón! Edna y yo... ambos lograremos exactamente lo
que deseamos.
—Y también yo conseguiré lo que deseo —dijo Nick—, Me he encariñado contigo, Harry.
Me agradaría muchísimo que te unieras a nosotros.
—No tengo palabras para agradecerte —dijo Harry.
Nick rió entre dientes.
—Olvídalo, no es nada. ¿Podemos ponernos de lleno en lo nuestro, entonces?
—¡Cielos, sí!—exclamó Harry, entusiasmado, poniéndose de pie de un salto—. Cuanto
antes comencemos, mejor.
—Sólo una cosa más, Harry —dijo Nick, inclinándose para alcanzar el intercomunicador—.
A partir del momento en que te halles en la superficie, sólo dispondrás de cinco minutos. Las
disposiciones que regulan los procedimientos excepcionales como éste son inflexibles, lo
siento. Cinco minutos, Harry. Ni un segundo más.
—Es más tiempo del que necesito —dijo Harry.
—Por supuesto que es más tiempo del necesario. Sólo deseaba informarte de ello. —Nick
pulsó uno de los botones del intercomunicador—: Por favor, tome las medidas necesarias
para que el señor Wilson regrese de inmediato a su cuerpo —comunicó a su secretaria—. Y
avise a recepción que se preparen para readmitirlo aquí nuevamente.
—Sí, señor —contestó la secretaria con su dulce voz.
—Diantre —dijo Harry—, es tan maravilloso que casi no me lo puedo creer.
Nick se puso de pie, estrechó la mano de Harry, le dio unas palmaditas en la espalda y lo
acompañó hasta la puerta.
—Amigo Harry, buena suerte —le dijo—. Estarás otra vez con nosotros antes de que te des
cuenta. No te preocupes.
Cuando Harry recobró el conocimiento, las manecillas fosforescentes del reloj de la cocina
señalaban exactamente las cuatro menos cinco. El antepecho de la ventana estaba cubierto de
nieve y tras la ventana brillaba una luna invernal, una luna gélida, yerma y remota.
Con movimientos pausados, Harry se incorporó del catre, tomó un cuchillo para la carne
del interior del armario junto al fregadero y, sigilosamente, se encaminó a través del recibidor
hacia el dormitorio de su esposa.
Al llegar junto a la cama se detuvo y esperó durante casi un minuto a que sus ojos se
acostumbraran a la oscuridad. Su esposa yacía inmóvil; roncaba suavemente y era como una
gran masa amorfa bajo la manta eléctrica.
Harry cogió uno de los extremos de la manta y la deslizó con suma delicadeza, destapando
a su mujer hasta la cintura. Luego levantó el cuchillo por encima de su cabeza, estudió su
postura y calculó la distancia, apretó el mango hasta que sintió dolor en la muñeca, acomodó
las yemas de los dedos para poder hundir el cuchillo, inspiró profundamente... y se quedó
paralizado. Permaneció allí, de pie, inmóvil por el coraje que le faltaba. Luego, muy despacio,
bajó el cuchillo.
A pesar del frío de la habitación, tenía las manos empapadas de sudor, y se las secó
frotándoselas contra la chaqueta del pijama. Sintió un dolor en el pecho y comprobó que ha-
bía estado conteniendo la respiración. Dejó que el aire entrara en sus pulmones y juntó los
pies, intentando controlar el temblor de sus rodillas.
«He de hacerlo —se dijo a sí mismo—. Debo cometer este acto malvado.»
Levantó el cuchillo de nuevo, y una vez más se preparó mental y físicamente buscando el
coraje que le capacitaría para ser admitido en el lugar al que con tanta desesperación deseaba
pertenecer. De nuevo, volvió a suceder lo que la vez anterior. Permaneció de pie, como
paralizado, sosteniendo el cuchillo en el aire, mientras los segundos se deslizaban y el
temblor de sus rodillas se extendía a todo su cuerpo.
Afuera, en la calle, pasó un coche; se oía el golpetear de algún eslabón roto de las cadenas
para la nieve contra el guardabarros. En algún lugar de la ciudad sonó la penetrante sirena de
un coche de la policía; luego el sonido cesó.
«No puedo hacerlo —pensó Harry—. Sencillamente, soy incapaz de hacerlo.»
Por supuesto que puedes hacerlo, dijo una voz desde otro rincón de su mente. Debes
hacerlo. La eternidad es muy larga, Harry. ¿Deseas pasarla en un lugar en el que lo único que
puedes hacer es tocar el arpa y volar de un sitio a otro?
«¡No!—pensó Harry—, ¡No! No podría soportarlo, no después de haber visto cómo es el
otro lugar.»
Entonces mátala, dijo la voz. Mira el reloj sobre la mesita de noche. Tu tiempo se está
acabando, Harry. ¿No quieres regresar allá abajo, con Nick? ¿Allá abajo, con todas las señoras
desnudas y los fabulosos espectáculos y todas las otras maravillosas diversiones que hay allí?
«¡Sí! ¡Oh, sí!»
Entonces hazlo, dijo la voz. Si deseas pasar la eternidad allí, has de capacitarte. Sólo te
quedan unos pocos segundos, Harry. Sólo has de levantar el cuchillo una vez más... sí, eso es,
así... y...
Harry lo hizo, y luego volvió a hacerlo, una y otra vez.
«¡Lo he hecho!—pensaba con gran regocijo al mismo tiempo que retiraba el cuchillo del
cuerpo de su mujer—. ¡Estoy capacitado! ¡Me voy a ir al infierno!»
—Felicitaciones, señor Wilson —le dijo a Harry la bien formada secretaria, dirigiéndole
una sonrisa, cuando le vio entrar en la antesala del despacho de Nick—. ¿Lo ha visto? Lo ha
conseguido, a pesar de usted mismo.
—Estaba empezando a creer que no sería capaz de hacerlo —dijo Harry—. Fue como si una
fuerza desconocida se apoderara de mí.
La secretaria se echó a reír.
—Yo sí sé de qué fuerza se trata —le dijo—. Él se apoderó de usted, señor Wilson. En
realidad, él se apodera de montones de personas.
—¿Ah, sí?
—Oh, ya lo creo —respondió ella—. Ahora le está aguardando, señor Wilson. Ya puede
pasar.
—Muchas gracias dijo Harry y abrió la puerta que daba al despacho.
Nick se hallaba de pie junto al escritorio, sonriendo con evidente satisfacción.
—Muy bien hecho, Harry. Bienvenido de nuevo.
—Es fantástico regresar, Nick, te lo aseguro —dijo Harry con inmensa alegría—. Por un
instante, mientras estaba allí, pensé que no sería capaz de hacerlo.
—Estuviste soberbio, Harry. Magnífico. En todos los sentidos, la tuya ha sido una
actuación realmente espléndida.
—Es todo tan maravilloso —replicó Harry—. Jamás me había sentido tan feliz. ¿Crees que
ahora ya puedo ir a empezar a divertirme?
—Bueno, no —dijo Nick—, Todos esos felices pecadores que tú has visto retozando por
aquí están tan sólo aguardando el juicio final. Dentro de poco todos ellos descenderán
propiamente al infierno, que es donde deben estar.
—¿Cómo?—preguntó Harry—. ¿Qué irán adonde?
—Aquí abajo —contestó Nick—. Y, en caso de que te hayas preguntado acerca del equipo
de empleados, que es bastante numeroso, debo decirte, Nick, que está integrado estrictamente
por asistentes, por así decirlo; o sea, seres bastante parecidos a mí mismo. La única excepción
la constituye mi bellísima secretaria, a quien mantengo por aquí por razones tan excelentes
como obvias.
—No comprendo —dijo Harry.
Nick pulsó un botón que había encima de su escritorio.
—Mira detrás de ti —le dijo.
Al volverse Harry, una gran parte del suelo se abrió repentinamente, dejando al
descubierto el foso que se abría bajo sus pies. Harry tragó saliva y se echó hacia atrás, hip-
notizado por el indescriptible horror de la escena y con la sensación de que sus piernas no lo
sostenían.
Allí, en el abismo que se abría bajo sus pies, había multitudes de almas torturadas,
encadenadas y desnudas, retorciéndose entre un mar agitado de llamas y rocas fundidas.
Gritos de agonía que helaban la sangre y terribles lamentos de desesperación rasgaban el aire
caldeado por el vapor, y las sulfurosas fumaradas del azufre se mezclaban con los hedores de
la carne que se quemaba.
Harry giró sobre sí mismo, descubriendo que Nick se había colocado detrás suyo. El ser de
los cuernos se reía con tanta estridencia que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¡Me has engañado!—dijo Harry, y su voz sonó aguda por el terror—. ¡Has estado
jugando conmigo todo el tiempo!
—Por supuesto que sí —reconoció Nick.
—Pero, ¿por qué?
—¿Por qué?—dijo Nick; sus rasgados ojos de color amarillo brillaban de alegría—. ¿Por
qué, dices? Pues porque me dio la gana, Harry. Después de todo, por aquí tenemos que
procurarnos un poco de diversión. No nos negarás el derecho a algunas carcajadas de vez en
cuando, ¿verdad?
—¡Qué diabólica actitud! —se lamentó Harry.
—Realmente diabólica, ¿no crees? —dijo Nick y, riendo, empujó a Harry al abismo.
Una noche de noviembre

Douglas Farr

Lyle Beckwith era un hombre metódico que pensaba que uno puede organizar el futuro en
la misma medida en que organiza el presente. Uno organiza el futuro simplemente siendo
previsor y estando preparado para cualquier eventualidad. Incluso para la eventualidad de
ser asaltado y robado en plena calle.
Esta clase de violencia era una posibilidad concreta en la vida de Lyle Beckwith, ya que
una noche a la semana debía caminar por la calle. Esa noche, por lo general la de los lunes, no
regresaba a su casa para cenar. En lugar de ello, se dirigía en su coche hacia el otro extremo
de la ciudad, donde llevaba la contabilidad de la tienda de comestibles de Garman. El señor
Garman le pagaba a Lyle quince dólares semanales por aquel trabajo; una paga muy buena,
pensaba Lyle, por alrededor de tres horas de trabajo. Y esos quince dólares tenían su
importancia, ya que con ellos pagaba las clases de música de sus hijas, Sandra y Sheila,
además de algunos otros gastos extra; y todo ello sin alterar el «presupuesto básico de los
Beckwith».
En contrapartida a aquella modesta suma semanal, Lyle había calculado los peligros. La
tienda de Garman se hallaba a una manzana de distancia de la avenida Majestic, una vía muy
bien iluminada y transitada. Lyle debía pensar asimismo en la seguridad de su automóvil, de
modo que opinaba que lo mejor era dejarlo aparcado en la avenida Majestic y, a ser posible,
bajo uno de los focos de luz. Normalmente llegaba a la tienda alrededor de las siete y se
marchaba entre diez y diez y media. Teóricamente, por lo tanto, su único riesgo real se
circunscribía a caminar una manzana entre la tienda y la avenida Majestic aproximadamente
a las diez de la noche, por cierto un riesgo mínimo.
No obstante, tenía preparado un plan de acción. Este plan incluía a su maletín, un viejo
maletín, negro y muy usado, que tenía una cremallera caprichosa. Lyle llevaba aquel objeto
consigo todos los días para acudir al trabajo, pero era en verdad mera apariencia. Lyle no era
tan importante en su oficina como para que se le entregaran documentos que llevar a casa y
estudiar allí por la noche. El maletín era sólo el camuflaje para llevar su almuerzo (y también
la cena, en el caso de los lunes). Con los ahorros que le reportaba esta práctica había pagado la
ortodoncia de Sandra. Siendo un empleado de oficina, Lyle consideraba que llevar el almuer-
zo en una fiambrera resultaba en cierta forma degradante. Por otra parte, era un hombre
pequeño y más bien delgado, por lo cual el maletín le otorgaba cierto aire de distinción.
Por encima de estas consideraciones, el maletín era la clave de su plan de defensa. La
violencia física le producía un horror absoluto. Y, en caso de que fuera abordado por unos
atracadores, ciertamente no deseaba ser víctima de ninguna de las groseras acciones que
aparecían en los periódicos, por no mencionar lo que le costarían unas gafas nuevas si los
aspirantes a delincuentes se las rompieran, o algo por el estilo.
Todo ello podía evitarse, pensaba Lyle, sacrificando el maletín. Cuando el delincuente se
aproximara (y Lyle estaba seguro de que lo reconocería a simple vista), sencillamente le
arrojaría el maletín y le gritaría:
—¡Toma! ¡Aquí lo tienes! —y echaría a correr.
Las implicaciones del «¡Toma! ¡Aquí lo tienes!» resultarían evidentes. El maletín contenía
alguna suerte de bienes de valor, pero el propietario prefería rendirse antes que intentar
resistir. ¿Qué delincuente en su sano juicio se dedicaría a perseguir al hombre en lugar de
detenerse a coger el maletín? Lyle había leído en alguna parte que un hombre, al ser atracado,
había tirado un poco de dinero en el suelo, con lo cual, aprovechando que los atracadores se
agacharon para recogerlo, había logrado escaparse. Desde el punto de vista de Lyle, el
anzuelo del maletín era igualmente bueno. Y abrir la renuente cremallera le llevaría a
cualquiera bastante tiempo para poder echar una ojeada a lo que había en su interior, lo que
proporcionaría a Lyle un gran margen de tiempo para su retirada. Por otra parte, el maletín
era más barato que un par de gafas nuevas e, incluso, quizás hasta podría hacer que el señor
Garman le comprara uno nuevo.
Un plan a prueba de fallos e incluso con una ligera ventaja. Todo se reduce, pensaba Lyle, a
estar preparado para cualquier eventualidad.
En aquella fría y ventosa noche de noviembre, Lyle Beckwith abandonó confiado el
establecimiento del señor Garman. Vestía un abrigo gris y un sombrero de fieltro del mismo
color, deformado hacía bastante tiempo, y llevaba su maletín. Con el paso resuelto del
hombre que tiene algún destino a donde ir, enfiló hacia la avenida Majestic.
Como todos los lunes por la noche, estaba alerta y receloso. Escrutaba con atención a los
otros peatones, decidido a mantenerse a prudente distancia de todos ellos para evitar que
alguien pudiera acercársele tanto como para impedir que, llegado el caso, él pudiese arrojarle
el maletín.
Todos los indicios indicaban que sería un día normal. Parecía ser el único que transitaba
por la acera. Sin embargo, al llegar a la esquina de la avenida Majestic se detuvo durante un
instante y miró en todas direcciones, calle arriba y calle abajo, a derecha y a izquierda. Su
coche estaba aparcado en la avenida Majestic, una manzana más abajo, y la distancia que
debía cubrir para llegar hasta el mismo parecía estar despejada. Giró con precisión militar y
avanzó en aquella dirección.
Pero no habría dado más de doce pasos cuando todo el escenario cambió. Más allá, a unos
veinte metros delante de él, surgieron dos hombres de entre las sombras de los coches
aparcados. Lyle se detuvo en seco y lo mismo hicieron los dos desconocidos.
Gracias a las gafas, la visión de Lyle era bastante buena. Y, a juzgar por lo que veía al mirar
a aquellos dos hombres, se le despertaron sus más primitivos instintos de miedo y
autoconservación. Los hombres no tenían la misma complexión física (uno era mucho más
alto y más delgado que el otro), pero iban vestidos de modo similar. Ambos llevaban
sombreros con el ala inclinada sobre los ojos. Los dos llevaban abrigos y las manos en los
bolsillos. Los dos estaban quietos, inmóviles como estatuas, esperando a que Lyle cubriera la
distancia que los separaba.
No era exactamente lo que Lyle había previsto. Se suponía que los hombres no debían estar
vestidos como un par de detectives privados o de corresponsales extranjeros, y se suponía
que debían abordarle con más sigilo y preguntarle si podía darles fuego o algo así. A pesar de
todo, Lyle no perdió ni un ápice de confianza. Su plan de combate se adaptaría con facilidad a
este cambio en la estrategia del enemigo.
Durante un largo instante los antagonistas se miraron a la cara. Los músculos blandos y
civilizados de Lyle se pusieron en tensión, preparados para los acontecimientos que con toda
seguridad se producirían. Si él no se aproximaba a los hombres, ciertamente serían ellos
quienes se acercarían a él. De modo que ya estaba preparado cuando ensayó sus primeros
movimientos.
—¡Tomad! ¡Aquí lo tenéis! —gritó, arrojándoles el maletín.
No esperó a ver dónde aterrizaba el maletín, ni tampoco a observar la reacción de los
hombres ante aquella maniobra. Cuando el maletín aún estaba en el aire, dio media vuelta y
echó a correr por la avenida Majestic en sentido contrario.
Durante uno o dos segundos sus propias pisadas fueron los únicos sonidos en la tranquila
noche. Decididamente, había cogido a los truhanes por sorpresa. Se imaginó a la pareja,
mirando primero su botín, obtenido con tanta facilidad, y luego cómo su víctima se alejaba
calle abajo y diciendo finalmente:
—¡Al diablo con él!
Después de lo cual se arrojarían con voracidad a examinar su tesoro. Y aquella cremallera
(bendita vieja cremallera, su as bajo la manga) demorándolos y demorándolos hasta que su
presa se ponía a salvo, fuera de su alcance.
Lyle nunca supo con certeza en qué medida siguieron los dos hombres la rutina que él
imaginaba. Sólo al llegar a la esquina comenzó a parecerle, por primera vez, que en su plan
había algo que no marchaba del todo bien. Porque los pasos de aquellos hombres se
acercaban por la acera, detrás de él.
Aun comprendiendo que le estaban persiguiendo, Lyle no pudo apretar más el paso, ya
que estaba corriendo a la mayor velocidad con que lo había hecho en los últimos veinte años.
Pero el hecho de que estaba siendo perseguido tampoco lo detuvo. Cruzó la calle volando y
se lanzó por la avenida Majestic hacia la manzana siguiente. Sin embargo, no comprendió en
qué medida había empeorado la situación hasta que, en rápida sucesión, se produjeron
algunos acontecimientos posteriores.
—¡Deténgase o abrimos fuego!
No se detuvo.
Sonaron tres disparos y algo así como el zumbido de unas abejas pasó junto a sus orejas.
Lyle supo entonces que, a pesar de la seguridad que le había proporcionado durante los
últimos seis meses, su plan en cierto sentido había fracasado. Y a partir de aquel momento
siguió adelante sin plan alguno, fiándose de sus instintos y de esa astucia primitiva que
subyace, en estado latente, en el cuerpo y en la mente de todos los contables del siglo xx.
Aún no se había apagado el eco del tercer disparo cuando Lyle abandonó la acera y buscó
refugio en la oscuridad del espacio entre dos coches aparcados. Se agazapó allí por un
instante, jadeando, con todos los sentidos alerta.
En la avenida Majestic el silencio era absoluto. Sabía que los hombres no habían
abandonado la búsqueda. Parecía que, al menos, los había desconcertado. Probablemente
ellos no sabían en qué lugar exacto se hallaba él.
Se irguió un poco para poder escudriñar a través de las ventanillas del coche y comprobar
dónde estaban sus perseguidores.
Entonces los vio. Estaban en la acera a cinco o seis coches del vehículo tras el cual se había
escondido. Uno de los hombres portaba el maletín. Los dos tenían revólveres, estaba seguro.
No alcanzaba a verlos, pero su existencia quedaba demostrada por la forma en que
mantenían sus manos derechas, la muñeca en alto y echadas hacia adelante.
¿Durante cuánto tiempo se dedicarían a perseguirlo?, se preguntaba a sí mismo. ¿Tan
ansiosos estaban por cogerlo?
Y, ¿por qué? No era un experto en los extraños mecanismos de la mente criminal, de
manera que no logró imaginarse sus motivaciones. Ya tenían el maletín (uno de ellos lo por-
taba en la mano). ¿Qué más querían? A él, por supuesto. ¿Estarían enfadados porque había
sido más listo que ellos? ¿O quizás (y este pensamiento hizo que se estremeciera de miedo)
eran criminales sádicos, de aquellos que, más que beneficio económico, lo que buscan es el
placer de infligir daño físico?
No tenía mucho tiempo para especular acerca de aquellas horribles posibilidades. Uno de
los hombres (el que no llevaba el maletín) se deslizaba de costado hacia el bordillo y se
agazapaba cautamente entre dos coches, colocándose junto a la línea de coches aparcados
pero del lado de la calle. La técnica de la tenaza. Trataban de rodearle.
Lyle reaccionó al instante, sin premeditación. Tanto si abandonaba su refugio como si
echaba a correr al descubierto, ya fuera por la calle o por la acera, sería un blanco fácil. De
manera que hizo lo único que podía. Se arrojó al suelo y luego se impulsó hacia adelante,
boca abajo, valiéndose de codos y rodillas, con un estilo que hubiese hecho las delicias de un
sargento de instrucción de marines, hasta deslizarse debajo de uno de los automóviles.
Sabía muy bien lo indefenso que estaría si llegaba a ser descubierto en aquella posición,
pero trató de no pensar en ello. Permaneció tendido allí, conteniendo la respiración y con la
mente en blanco, mientras los resortes de su cuerpo aún intentaban moverse en cualquier
dirección.
Se había ocultado justo a tiempo. Oyó suaves pisadas provenientes de dos direcciones
distintas. Supo claramente lo que estaba ocurriendo. Uno de los hombres se acercaba por la
acera y el otro por la calle. Se movían a la misma prudente velocidad, como los soldados que
había visto en las películas, avanzando en equipo contra una ciudad tomada por el enemigo
tonto de turno. Luego se detuvieron, todavía sincronizados, uno a cada lado del coche bajo el
cual se hallaba. Hubo un instante de indecisión en que el silencio fue absoluto.
—¿Adónde se ha ido, Mike? —se oyó al fin, en un susurro.
—Pensé que estaría por aquí —respondió a su vez, también en un susurro, la voz que
pertenecía a Mike.
—¿Puedes verle?
—No.
—¿Crees que se habrá metido dentro de uno de estos coches?
—Hubiésemos oído el ruido de la puerta.
Lyle se estremeció, esperando lo inevitable. Todo lo que tenían que hacer era utilizar una
preposición diferente, cambiar «dentro de uno de estos coches» por «debajo de uno de estos
coches». Fue una alteración en la línea del pensamiento de uno de los hombres lo que le salvó.
—Charley, echa un vistazo a lo que hay dentro de ese maletín, ahora que puedes hacerlo.
—La cremallera está mal, no puedo abrirla.
¡Bendita cremallera! Si Charley miraba dentro del maletín y descubría que sólo contenía
una fiambrera y un termo, se pondrían realmente furiosos.
—Bueno, de todos modos, no te desprendas de él.
—Tranquilo.
—Puede haberse escabullido más lejos, siguiendo la fila de los coches por el lado de la
calle, antes de que llegáramos hasta aquí. Debe estar más lejos. Será mejor que sigamos un
poco más.
Las voces cesaron y volvieron a oírse los pasos. Lyle esperó a que todo quedase
nuevamente en silencio. Había tomado una decisión. Dentro de poco comenzarían a buscar
debajo de los coches y él no deseaba estar todavía allí cuando eso ocurriera. Utilizando los
mismos medios de locomoción, es decir, deslizándose como un gusano, salió de debajo del
coche, por el lado de la calle. Vio que sus perseguidores caminaban calle abajo, a ocho o
nueve coches de distancia. De modo que debía tomar la dirección contraria. Se puso de pie e
inició su retirada con la mejor combinación de silencio y velocidad de que fue capaz.
Cuando llegó nuevamente a la esquina hubo de tomar una decisión: continuar por la
avenida Majestic hacia abajo, hacia donde se hallaba su coche, o girar hacia la derecha, en
dirección a la tienda de Garman, con la esperanza de que el señor Garman aún estuviese allí y
le dejara entrar. Por ninguna razón especial, confiando sólo en la suerte, optó por la segunda
posibilidad.
Aceleró el paso hasta convertirlo en carrera. Una manzana de distancia... alguien puede
haber oído los disparos y haber llamado a la policía... pero en las zonas adyacentes
predominaban las tiendas pequeñas... ahora era de noche y todas ellas estaban cerradas...
¿estaría aún el señor Garman en su tienda?
Sin embargo, lo que ocurrió a continuación, quitó relevancia a la última pregunta. Lyle
había recorrido la mitad de la manzana, a toda velocidad, cuando vio aparecer a los dos
hombres en la esquina, bajo la farola de la calle. Se detuvo súbitamente aplastándose contra la
pared de un edificio. Permaneció allí unos momentos, mientras observaba a los hombres.
No eran Charley y Mike, quienes, a juzgar por lo que él sabía, estarían caminando calle
abajo por la avenida Majes— tic a lo largo de la fila de coches aparcados. Y, sin embargo,
estos dos tenían el mismo aspecto que Charley y Mike, con los abrigos y las alas del sombrero
inclinadas sobre los ojos.
Y sus puños echados hacia adelante significaban que llevaban armas.
Por algún extraño azar se trata de otro par de rufianes, pensó Lyle desatinadamente, o bien
forman parte de la misma banda. En cualquier caso, no había ninguna diferencia. De alguna
forma supo que estaban buscándole a él o que, al menos, si había tenido la suerte de que no lo
hubiesen visto, pronto estarían buscándole. Y no tenía ningún maletín para distraer a aquellos
dos.
Dudó sólo el tiempo suficiente como para ver que venían a su encuentro y a paso rápido.
Entonces se volvió y echó a correr. Su abrigo gris era lo suficientemente claro como para que
los hombres le vieran. Gritaron algo. No pudo oír lo que voceaban a causa del ruido que él
mismo hacía al correr, y no se detuvo para averiguarlo. Se oyeron dos disparos. Más abejas en
el aire, zumbando sobre su cabeza.
Ahora estaba otra vez en la avenida Majestic. A su izquierda, una manzana más abajo,
creyó ver movimiento. Debía tratarse de Charley y Mike. Lyle giró a la derecha.
Al hacerlo, vio las luces delanteras de un coche que bajaba por el carril lateral; no venía
desde la tienda de Garman ni de donde había encontrado a su segundo par de perseguidores,
sino de dirección contraria. Se acercaba a gran velocidad e iba a girar por la avenida Majestic.
Lyle trató de pensar algo con rapidez. Era el único coche que había visto pasar por la
avenida desde que comenzara la persecución, y quizá sería también el último que vería.
Cuando el coche inició el giro a toda velocidad, Lyle se arrojó delante de él, agitando los
brazos como un hombre que está a punto de ahogarse.
El conductor debió de verle, porque se escuchó el chirriar de frenos. Aun así, el coche iba
tan rápido que pasó junto a Lyle y recorrió unos diez o doce metros antes de detenerse por
completo.
Lyle corrió hacia él.
Sólo para salir disparado una vez más a toda velocidad. Porque había visto cómo se abrían
las puertas a cada costado del coche y emergía del mismo un tercer par de hombres con
sendos abrigos y sendos sombreros de ala inclinada. Sus manos también empuñaban lo que
indudablemente eran revólveres.
Entonces Lyle se sintió preso de la desesperación. Todo aquello resultaba tan espeluznante
como una pesadilla. Tomara la dirección que tomara, siempre se encontraba con un par de
hombres armados. No obstante, sabía que todo era real. Terriblemente real. Y él no era más
que un contable, un contable pequeño y delgado que jamás podría hacerles frente. ¿Por qué
no se rendía?
Pero no se rindió. Por lo que sabía, ninguno de sus antepasados había estado en las
Termopilas ni en Little Big Horn. Era tan sólo por pura obstinación que él, al igual que todos
los seres humanos, de cualquier clase o tamaño, deseaba continuar con vida.
Ahora giró hacia su izquierda, optando por un rumbo intermedio entre el segundo y el
tercer par de hombres armados, los que habían descendido del coche y los que venían desde
la tienda de Garman. Más hacia su izquierda también se estarían acercando Charley y Mike.
Cruzó corriendo la avenida Majestic, prácticamente rodeado pero no atrapado todavía.
Frente a él, junto al bordillo, había un ladrillo. No arrojó el ladrillo, sino que lo utilizó como
una maza contra la cristalera de un comercio. Tres golpes contra el vidrio en línea vertical,
algunos empujones con la espalda, protegida por el abrigo, y se pudo introducir a través de él
sin ningún rasguño.
Una vez dentro de la tienda, Lyle actuó con la astucia instintiva de una comadreja en un
gallinero al ver entrar al granjero por la puerta. Sabía que si sus perseguidores habían llegado
a dispararle, no se lo pensarían dos veces y le seguirían al interior de la tienda. Y también
sabía que no podría escapar indefinidamente a una banda de seis hombres armados.
No sabía en qué clase de tienda se hallaba. Sólo sabía que al atravesar el lugar había
derribado varias estanterías con alguna clase de mercancía. Un pequeño rectángulo de oscu-
ridad, no tan negro como el resto del sombrío interior de la tienda, le atrajo hacia la puerta
trasera.
Cuando llegó allí, para su sorpresa, pudo ver que la puerta estaba entreabierta. La abrió de
par en par, sólo que en lugar de atravesarla se lanzó al suelo, rodó un par de metros y se
quedó inmóvil.
Justo a tiempo. Desde aquella posición pudo ver que los dos hombres llegaban a la puerta
principal, vacilaban, y luego se abrían paso a través del enorme agujero abierto en el es-
caparate.
—Mira —dijo una voz—, la puerta trasera está abierta. Se ha escapado por allí.
Echaron a correr por el interior de la tienda en dirección a Lyle, tropezando con los objetos
que éste había derribado y lanzando juramentos a su paso. Pasaron a un palmo de su cuerpo
extendido e inmóvil en el piso. Al llegar a la puerta trasera no vacilaron ni un segundo para
preguntarse si la persona a la que perseguían había escapado efectivamente por allí.
Simplemente corrieron hacia el callejón posterior y, poco después, habían desaparecido.
Todo estaba en silencio. Lyle permaneció donde estaba y descansó. En algún lugar, afuera,
los seis hombres se encontrarían y se preguntarían por dónde podría haberse escabullido y
entonces, tal vez, volverían sobre sus pasos.
De modo que no podía permanecer demasiado tiempo en la tienda. Después de un par de
minutos, se puso de pie y echó a correr hacia la parte delantera. No sabía cómo pero aún
conservaba el ladrillo, colgando pesadamente entre sus dedos y tirando todo su brazo hacia
abajo. Y continuaba con el ladrillo en su poder porque podía necesitarlo.
Se detuvo ante la cristalera hecha añicos antes de intentar atravesarla. La avenida Majestic
parecía vacía, de coches, de rufianes, de cualquier cosa que tuviese vida y pudiera moverse.
Vacía y segura. ¿O acaso aquella soledad era engañosa? Le habían sorprendido demasiadas
veces. Esperaría un rato.
Fue mientras aguardaba ante el cristal destrozado, atisbando aprensivamente hacia el
exterior, que sus agudizados instintos le revelaron que alguna clase de peligro le acechaba en
el interior de la tienda. Sintió un escalofrío y sus dedos aferraron al ladrillo. Ya no estaba
cansado, sino tenso y preparado.
Contuvo el aliento y tuvo la certeza de haber oído la respiración de otra persona.
Nuevamente le habían engañado, pensó. Habría jurado que solamente dos de los rufianes ha-
bían pasado a través del cristal y que también habían sido dos los que se habían marchado
por la puerta trasera. Pero de algún modo le habían engañado. Uno de ellos aún estaba en la
tienda, aguardando entre las sombras.
La respiración llegaba desde su izquierda. Lyle giró lentamente la cabeza con los ojos ahora
acostumbrados a la oscuridad. Por un momento pensó que allí tal vez no había nadie: incluso
el sonido de la respiración parecía haber cesado.
¿Había sido sólo su imaginación? No, sus aguzados instintos no se habían equivocado. Allí
había algo. Pero como no podía verlo, esperó. Luego de un momento, la respiración volvió a
escucharse, comenzando con una súbita expulsión de aire. Sintió ganas de reír. El tipo no
había sido capaz de retener el aire indefinidamente. No era ningún superhombre. No podía
serlo.
Al comprender este hecho supo que tenía una oportunidad. En aquel preciso instante uno
de los raros coches que pasaban por la avenida Majestic apareció por un extremo de la calle,
con sus luces delanteras iluminando todas las ventanas a su paso. A la débil luz de los faros,
Lyle pudo ver a su antagonista.
Estaba aplastado contra una de las paredes laterales. Sombrero, abrigo y un arma en la
mano. Lyle no dudó. Había estado a la defensiva toda la noche y ahora, por fin, tenía la
posibilidad de tomarse la revancha. Lanzó el ladrillo con todas sus fuerzas.
Piadosamente tal vez —puesto que Lyle Beckwith no era un sádico—, las luces de los faros
pasaron frente a la tienda justo en el momento en que el ladrillo partía en busca de su
objetivo. Por lo tanto, Lyle no pudo ver el daño que había provocado. Sólo escuchó el ruido,
el grito ahogado y otro ruido sordo... el de un cuerpo golpeando contra el suelo.
Después, no lo dudó dos veces. Se deslizó a través de la cristalera y encontró la calle
todavía desierta. Echó a correr otra vez, ahora en dirección a su coche. Ya no veía hombres
con abrigos y sombreros inclinados hacia adelante. Llegó a su coche, abrió la puerta, se metió
en él y condujo hasta su casa.

En la prensa de la mañana no apareció ninguna noticia sobre el extraño suceso, pero las
ediciones vespertinas fueron mucho más esclarecedoras. REDADA POLICIAL PERMITE
ATRAPAR A UN LADRÓN, rezaba un titular.
«La policía de nuestra ciudad —continuaba la noticia— actuó eficazmente y con presteza
en la localización y captura de un ladrón solitario. El delincuente, un hombre pequeño que
llevaba un abrigo de color gris, se presentó en la farmacia Majestic, sita en el 5.021 de la
avenida Majestic a las 10 de la noche, momentos antes de la hora de cierre. Amenazó con un
revólver al empleado, vació el contenido de la caja registradora, colocando el dinero en un
maletín y huyó a pie. El empleado de la farmacia, Richard Handy, hizo una llamada
telefónica dando la descripción del ladrón, y en menos de cinco minutos un grupo de policías
de paisano pertenecientes al Segundo Distrito se presentó en la zona de la avenida Majestic.
Después de una intensa batida en varias manzanas, durante la cual los detectives efectuaron
cinco disparos, el ladrón fue arrinconado en la mercería Milo, en el 5.235 de Majestic. El
delincuente había penetrado en la tienda tras romper la luna del escaparate, hiriéndose en la
acción. Los detectives procedieron a su captura dentro de la citada mercería. El ladrón, que
fue identificado como Roger Smith, debe recuperase de una fractura de cráneo y se encuentra
ingresado en el Hospital Marlborough. El maletín, que contenía más de seiscientos dólares,
fue recuperado con su contenido intacto...»
Lyle pudo reconstruir fácilmente lo que había sucedido. El ladrón caminaba
tranquilamente con el producto de su robo cuando escuchó los disparos. De modo que
decidió buscar un lugar donde esconderse hasta que el peligro pasara.
Y realmente había encontrado un buen escondite mientras que él —pobre inocente Lyle
Beckwith— servía de blanco a la policía. Reflexionando sobre ello, Lyle no sintió ninguna
culpabilidad por haber utilizado el ladrillo.
¡Pero el maletín! La policía tenía en su poder dos maletines. Aunque el periódico no
mencionaba aquella circunstancia. Porque no sabían cómo explicarla. ¿Debía acudir acaso a la
comisaría del Segundo Distrito y reclamar su maletín? Podía identificar fácilmente la
fiambrera y el termo.
Finalmente, Lyle decidió que no lo haría. Era evidente que el ladrón había penetrado en la
mercería forzando la puerta posterior lo que explicaba el hecho de que él la encontrase
entornada. Aquella puerta abierta constituía otro enigma para la policía y tampoco era
mencionada en la crónica de los sucesos. De modo que el tal Milo, propietario de la mercería,
podía muy bien cargar a Lyle los gastos de la cristalera, lo que le resultaría mucho más caro
que su maletín de diez dólares. La mente de contable de Lyle funcionó velozmente. Habría
que cargar los diez dólares a la experiencia vivida.
El testigo

Lee Chisholm

Por un momento, la visión me dejó casi sin aliento. Al minuto siguiente pude sentir que mi
sonrisa habitual de idiota se abría en mi rostro de facciones ordinarias y me pregunté qué
diría la policía. Me había detenido a encender un cigarrillo, miré hacia el alto y estrecho
escaparate de la lujosa boutique y allí estaba ella... ella y el cadáver, quiero decir.
Francine Boucher Stafford, del grupo de la Beautiful People, membre extraordinaire de la jet—
set internacional y demás bobadas que ellos emplean para describir a la rica y célebre clase
ociosa y desempleada, era la más rica y célebre de todos ellos. La esposa de Harold Stafford
también pertenecía a la Beautiful People en el sentido más puro de la palabra. Su piel aparecía
extremadamente blanca en contraste con la gran melena castaño rojiza que enmarcaba su
rostro, y sus rasgos poseían la belleza de una antigua reina celta.
Bien, inmóvil en aquel lugar y mirándola con mi estúpida sonrisa, casi olvidé examinar el
cadáver, pero él también estaba allí, absolutamente evidente en las sombras de la boutique
cerrada, extendido sobre el piso con una daga enjoyada sobresaliendo de su espalda y la
mano blanca de Francine Stafford aferrada a la empuñadura. Desde donde me encontraba, él
no parecía ni la mitad de interesante que Francine, aun con el añadido de la daga enjoyada,
porque Francine era sin duda toda una mujer.
Conduzco un taxi aquí en High City, o lo hacía. Se trata de una elegante zona residencial a
tiro de piedra de San Francisco, todo muy lujoso y privado, con un lago artificial y haciendas
estilo español bordeando un enorme campo de golf. Está reservado sólo para los advenedizos
ricos, por supuesto. Nosotros, los nativos, todavía seguimos enfriando nuestros pies en
Dobson’s Creek y combatimos el calor abanicándonos en el porche trasero con hojas de
periódico, pero el hecho de tener este patio de recreo para millonarios en las afueras de la
ciudad ha convertido a ésta en algo mucho más exclusivo... tiendas extravagantes y cosas por
el estilo, ya sabéis.
Pero ¿dónde estaba? Oh, sí, Francine Boucher Stafford. Yo sabía que debía rondar los
cuarenta, ¿pero los aparentaba? No. Ni siquiera un día de esos cuarenta años y por aquella
razón yo no estaba interesado en el cadáver.
También le conocía a él, igual que casi todo el mundo en High City. Era lo que los
periódicos llaman «un extravagante» y esta Gold Rush Boutique era su negocio; es decir, si
puede llamarse negocio al hecho de venderles a las mujeres un montón de fruslerías de cuero
cosidas con piel de vaca. Su nombre era Martin Ulster. Llevaba el pelo largo, el bigote tupido
y las ropas de colores. Oh, amigo, ¡vaya si eran coloridas sus ropas! Imaginaos a un tipo alto y
delgado como una varilla vestido con una camisa Olde California azul brillante atada con
tirillas de cuero (lo habéis adivinado) en el pecho y con un mono color rojo ladrillo (así que
ayudadme) también Olde California adornado con encajes. Éste es Martin Ulster, estrecho de
espaldas, de nariz aguileña y ojos negros, y amado por las mujeres. No me preguntéis por
qué. Durante la mayor parte de mis treinta y seis años un estudio serio sobre las mujeres me
habían vuelto bastante chiflado. Pero, hablando seriamente, este tipo había llegado a High
City hacía dieciocho meses inaugurando una boutique extravagante y cara para las damas
ricas y privilegiadas que se ocultaban en nuestro elegante patio de recreo a las afueras de la
ciudad, y ¿qué ocurrió? Toda ama de casa local y su correspondiente hija debían tener una
creación Olde California de Martin Ulster. Cuando pienso en el dinero...
Bueno, eso no importa, pero imaginaos esta estrafalaria escena: yo de pie en aquel lugar y
mirando hacia la boutique, con mi estúpida sonrisa dibujada en el rostro y preguntándome
qué diría la policía, pero ingeniándomelas para comerme con los ojos a Francine Stafford
mientras decidía qué debía hacer... largarme y olvidar lo que había visto o comportarme
como un buen ciudadano y dar parte a las autoridades. Pero sonreí y la miré y vacilé durante
demasiado tiempo. En un momento aquella pollita de Francine estaba arrodillada e inclinada
sobre el cadáver y al minuto siguiente, estaba de pie y mirándome fijamente... ¡y qué mirada!
Como una tigresa, con el cuerpo en tensión como si estuviese a punto de abalanzarse sobre mí
a través del escaparate; sus ojos fríos, verdes y relampagueantes estaban clavados en los míos.
Creo que era suficiente para asustar a cualquiera. Me sentí como un trozo de carne cruda
enmarcada en el escaparate, la luz del atardecer detrás de mí me delataba claramente,
mientras ella permanecía inmóvil con las sombras de la boutique detrás de su maravillosa
espalda y la débil luz de una oficina en la parte posterior de la tienda. Comencé a retroceder
sintiendo que mi sonrisa de lunático se estaba convirtiendo en algo más que una mueca de
temor.
Ella se limitó a levantar una mano y hacer un gesto con un dedo indicándome que me
acercara, como si fuese una maestra de primaria, y yo un alumno descarriado. Os digo una
cosa, era demasiado. Recuerdo haber meneado la cabeza como si dijese «usted debe de estar
bromeando», pero esta beldad de Francine dio un golpe con el pie y sacudió la cabeza en
dirección a mí y señaló resueltamente hacia la puerta queriendo decir ¡entra aquí ahora
mismo!
Como si estuviese en un sueño, me encaminé hacia la puerta. Ella la abrió desde el interior,
casi me arrastró de una manga y cerró violentamente con llave dejando la hoja de la puerta
temblando contra la jamba.
Yo permanecí quieto y sintiéndome enorme y ridículo y fuera de lugar en aquel ambiente
pequeño y femenino. Aunque no soy un tipo muy grande, así es como te sientes con los pies
hundidos hasta los tobillos en una gruesa alfombra, rodeado de hileras de vestidos y formas
femeninas semicubiertas con prendas y trozos de cuero. No era mi terreno, como suele
decirse.
Miré con el rabillo del ojo a la delgada e inmóvil figura que yacía en un rincón del
escaparate y sentí que mi frente se perlaba de sudor. Tragando con dificultad, aparté la mi-
rada, comprendiendo que lo que podía parecer desde fuera una película de Hitchcock,
espeluznante pero con cierto humor, no era como estar en una situación real.
La voz serena, seca y de fin de curso de Francine Boucher Sttaford se abrió a través de mi
perplejidad.
—No es lo que usted piensa —dijo firmemente.
—No, por supuesto que no —convine y metí mis manos húmedas en los bolsillos.
Hacía mucho calor allí dentro y el aire acondicionado estaba apagado, lo que supuse era
algo natural. El horario comercial ya había terminado y la tienda estaba cerrada al público,
pero con un cadáver yaciendo en el escaparate... temblé mentalmente.
—¿Sabe usted quién soy?
Francine Stafford se había acercado hasta quedar directamente ante mí; tenía las manos
apoyadas en las caderas de su minifalda de cuero, y su pecho pleno y firme latía en una
chaqueta tejida con adornos de cuero.
Una pieza de cuero de quinientos dólares, calculé, mirándola y tratando de hallar una
respuesta.
—Sí...
Este bombón lo tenía todo bajo control y le seguí el juego, lamentando mi impetuosa
entrada en la tienda.
—Lo temía —dijo ella, dirigiéndome una mirada cercana a la repugnancia—. Podía
adivinarlo por su forma de mirar a través de la luna del escaparate. Una aprende a reconocer
cuándo es reconocida.
—Seguro —dije yo; cualquier cosa con tal de parecer agradable. Me humedecí los labios y
eché otro tímido vistazo al cadáver.
—Le he dicho que no es lo que usted piensa y es la verdad.
Advertí que ella mantenía la mirada alejada del difunto Martin Ulster y supuse que, debajo
de su calma intelectual, estaba bajo los efectos de una ligera conmoción.
—Llegué hace menos de tres minutos y le encontré así, como lo ve —continuó ella—.
Luego usted miró por el escaparate y me vio. Naturalmente, tenía que invitarle a entrar para
explicarle lo que había pasado antes de que usted diera alguna clase de alarma innecesaria e
imprudente.
Alarma innecesaria e imprudente... la miré y supongo que un poco de mi cinismo habitual
debió de asomar a mi rostro.
—Martin Ulster está muerto —dijo ella con calma—. Completamente muerto. Lo he
comprobado. Ya no hay nadie que pueda hacer nada por él. Pero hay algo que usted puede
hacer por mí. No decir una sola palabra acerca de esto. No avise a la policía. Siga su camino
como si nada hubiera pasado.
—En otras palabras, ¿quiere usted que olvide que la he visto aquí?
—Exactamente. Puedo recompensarle, no dándole dinero para librarme de usted como
testigo de un asesinato, sino para convencerle de que no tuve nada que ver en este asunto.
Martin y yo éramos amigos, más que amigos. Socios, podría decirse. Yo le conocía y él a mí.
Le ayudé a levantar este negocio, pero nuestra asociación era secreta. ¿Comprende cómo son
estas cosas?
Me clavó una mirada verde y tranquila que decía millones de cosas acerca de su relación
con Martin Ulster.
—Seguro.
Le obsequié con mi mundana sonrisa de taxista. Conducir un taxi de noche durante casi
diez años te convierte en la tercera persona de muchas «asociaciones secretas» y muy pronto
aprendes que los beneficios en propinas son bastante elevados si mantienes la boca cerrada.
Permanecí allí, sudando por el calor que hacía en la pequeña tienda cerrada, y la
transpiración corría por mi espalda mientras yo me ocultaba en la sombra de una hilera de
vestidos para no ser visto desde la calle por la gente que aún transitaba bajo la débil luz del
anochecer y sabiendo que estaba a punto de recibir la propina más grande de mi vida. No
serían ni diez ni veinte pavos arrugados en la palma de mi mano y entregados con un guiño
de complicidad. Esta vez había sacado el premio mayor y tenía la intención de conseguir todo
lo que pudiese. Me importaba un pimiento Martin Ulster, muerto o vivo, pero el dinero...
bueno, el dinero es otra cosa.
—Bien. Veo que es usted un hombre de mundo, ¿señor...?
Francine Stafford se reunió conmigo entre las sombras y me miró a los ojos o tal vez
debiera decir a través de mi rostro. Es una muchacha grande esta Francine; una amazona con
una exquisita capa de cultura, si sabéis a qué me refiero. Esperaba que le dijera mi nombre.
—Llámeme señor Anónimo —dije—. No quiero que un día se le ocurra buscarme para
convertirme en la «víctima número dos».
—Oh, ¡maldito idiota! ¡Es usted un estúpido! —Los ojos verdes relampaguearon y
comprendí que se encontraba al borde de una de sus famosas rabietas, pero logró controlar-
se—. ¿De modo que aún no me cree?
—Mire, ¿qué diablos importa si le creo o no? Según mi opinión, parece un crimen cometido
por una mujer. Apuñalar a alguien por la espalda con una hermosa daga enjoyada es
exactamente lo que podría hacer una mujer enloquecida por los celos. Este tipo, Ulster, era un
ligón de mucho cuidado. Muchas damas celosas se sentirían felices al verlo en su último
suspiro, por la simple razón de que él se cansaba de ellas y se marchaba a praderas más
verdes. En el infierno no hay peor furia que la de una mujer desdeñada y toda esa monserga.
—¿De modo que también hace citas poéticas? —Me miró detenidamente con una expresión
de estudiado insulto en el rostro y un relámpago de desprecio en sus ojos por mi vieja
chaqueta de paño y la bolsa que se formaba en las rodilleras de mis gastados pantalones—.
¿Qué es usted, una especie de pobre hombre filósofo?
—No, señora —dije, brindándole mi sonrisa de idiota, lo que siempre les confirma que soy
inofensivo, hasta cierto punto—. Sólo soy un hombre pobre.
Escuché que lanzaba un suspiro de alivio, lo que significaba indudablemente que estaba
acostumbrada a tratar, con éxito, con patanes como yo. Se nos podía comprar y vender, algo a
lo que ella era muy afecta. Esperé a que me pagase, como el buen patán que era, mientras ella
abría el profundo bolso que llevaba colgado de un hombro y sacaba la billetera.
—Aquí tiene —dijo vaciando casi la billetera y entregándome el dinero—, es todo lo que
tengo. Cójalo.
A la claridad de la pálida luz que llegaba desde el fondo de la tienda pude contar cinco
billetes de cien pavos, un par de billetes de veinte y uno de diez. Mi silencio reflejó mi
decepción.
—Por favor —dijo ella seriamente—, es todo lo que llevo conmigo. Debo quedarme con
esto... —me mostró dos billetes de veinte pavos que aún quedaban en la billetera—, para
regresar a la ciudad. Esta noche se celebra una gran fiesta, un verdadero acontecimiento
social organizado por algún aburrido trepador social. Pensaba no asistir, de hecho ya me
había disculpado. Pero ahora debo acudir. Mi fotografía está en todas partes. Podrían verme...
—Su voz se paseó por la pequeña estancia y su ansiedad por escapar de High City y hacer
una magnífica escena en la gran ciudad pareció quedar suspendida entre los dos; de alguna
manera era muy embarazoso, para alguien como Francine Stafford, encontrarse en un apuro
como éste.
—Podría regresar con tiempo suficiente —le dije—, pero tal vez la reconocerían en el
aeropuerto.
—No voy a ir en avión —dijo—. Tengo el auto de mi doncella.
Conque sí, pensé. Estaba aprendiendo algo nuevo a cada minuto. Así es como estas señoras
de sociedad tienen sus aventuras. Conduce el coche de la doncella y probablemente también
lleva su licencia, por si las moscas. Las doncellas, como los chóferes de taxi, pueden también
ser muy comprensivas... por un precio.
—¿Bien? —dijo ella impaciente y su voz era casi un chillido.
—Bien, ¿qué? —contesté, arrastrando los pies y cruzando los brazos contra el pecho como
alguien que se prepara para quedarse un buen rato, aunque a esas alturas el lugar era un
verdadero horno y mis nervios estaban tan tirantes como las cuerdas de un piano Steinway.
Sabía que la tenía bajo mi control y me encontraba en una envidiable posición para tratar con
Francine si lograba mantener los ojos y la mente apartados del bulto inmóvil que yacía entre
las sombras del escaparate.
—Bien, ¿cerramos el trato? ¿Cogerá usted el dinero y no dirá nada y nos iremos los dos de
este lugar?
Supongo que ella se daba cuenta de la situación gracias a mi pose de fingida indiferencia,
pero aún se trataba de mi juego y ella lo sabía.
—No, no lo cerramos —dije, como si reflexionara profundamente sobre tan espinosa
cuestión—. Hay muchas cosas en juego: su impecable reputación como la «intocable señora»
de Harold Stafford, el rancio nombre de la familia, etcétera, etcétera, por encima y más allá
del resto de nosotros, pobres mortales; y también está en juego mi propia reputación de
honesto ciudadano.
—¿Cómo se gana la vida? —interrumpió ella bruscamente.
—Tengo un taxi, señora —dije con todo el orgullo que pude reunir dadas las
circunstancias. A nosotros, los conductores de taxis, se nos desprecia por nuestros supuestos
tratos sin escrúpulos y la carencia de sensibilidad humana.
—Debí haberlo imaginado —dijo fríamente y su desprecio hubiera arrugado la piel de un
cocodrilo—. ¿Qué es lo que quiere entonces?
—Creo que en esta infortunada situación mi silencio vale mucho más que quinientos
cincuenta dólares. Mucho más, si entiende lo que quiero decir.
Le brindé mi mirada especial de chófer socarrón. Aquella mirada me había servido antes
para que algunos bolsillos soltaran un poco de pasta.
—Sanguijuela —dijo en tono coloquial—. Sanguijuela parasitaria.
—Lo que usted diga —repliqué, dispuesto a mostrarme amistoso y educado hasta el
final—. De modo que, para empezar, ¿qué le parece ese trozo de hielo que lleva en el tercer
dedo de la mano izquierda? Parece el diamante Foxworth sobre el que se hizo tanta
publicidad. Negociado a través de ciertos canales que conozco, y probablemente cortado, no
me proporcionará el millón de billetes que su adorado maridito pagó por él, pero aun así la
pasta obtenida con su venta me solucionaría las cosas por el resto de mi vida. No me refiero a
la clase de vida que lleva usted, señora Stafford, sino a la mía. Soy un hombre de necesidades
modestas.
Ahora era su turno.
—Debe de estar bromeando —dijo burlonamente—. Esta es una imitación de vidrio, pero
aun cuando se tratara del auténtico diamante Foxworth, aun cuando fuese el genuino —hizo
una pausa para dar a las palabras un efecto especial— no podría entregarlo ni venderlo por
propia iniciativa. Harry, mi marido, se preguntaría inmediatamente por qué no lo usaba. ¡El
mundo se lo preguntaría!
—¿Qué le impediría utilizar la imitación hecha de vidrio? ¿Quién sabría que el anillo
auténtico ya no estaba en su poder? Creo que se trata de una copia excelente.
—Se sabría al minuto siguiente —dijo ella.
Una vez dicho esto, Francine se sumió en una especie de silencio contemplativo y
comprendí que debían existir ciertas medidas de seguridad tomadas por los ricos y los
famosos para guardar sus preciosas chucherías y que nosotros, los pobres mortales,
ignorábamos, y yo me encontraba tan abajo en la escala social del hormiguero humano que ni
siquiera podía intentar imaginarlas. ¿Qué hacía ella? ¿Exponer su mano izquierda a los rayos
X todas las noches antes de meterse en la cama para asegurarse de que el garbanzo que lle-
vaba en el dedo seguía siendo el auténtico? ¿O acaso un joyero residente en la mansión,
sumiso y obsequioso como un gnomo paternal, se arrastraba hasta su dormitorio todas las
noches y comprobaba cada joya a través de una lupa incrustada en el ojo? Fuera lo que fuese,
yo sabía que escapaba a mi conocimiento y, según deduje por su silencio, también al de ella.
Suspiré, dije adiós al cuarto de millón que podría haber obtenido de esa alcaparra, y
elegantemente me lancé al segundo intento.
—Pero ese anillo que lleva usted es el auténtico Foxworth, ¿verdad?
Asintió con la cabeza. Su rostro estaba rígido.
Diré algo en su favor, incluso estando en una situación comprometida no trataba de
engañar a nadie. Supongo que ella sabía que no tenía necesidad de hacerlo.
—El anillo está fuera de cuestión —dijo con voz neutra.
—No, el anillo está adentro. Usted lo perderá. En otras palabras, me lo deja en custodia.
Luego, desesperada y angustiada por tan lamentable pérdida, ofrecerá una jugosa re-
compensa y ¿quién cree que se presentará a reclamarla sino un pobre—pero—honesto chófer
de taxi que ha encontrado el anillo cuando limpiaba el asiento trasero del vehículo? Sugiero
que la recompensa esté en consonancia con el valor del objeto extraviado y no se trate de unos
miserables billetes, o el pobre—pero—honesto chófer podría no tener demasiado incentivo
para presentarse con el anillo. Lo que quiero decir es que debe hacer bien las cosas. De ese
modo todos ganaremos. Usted recuperará el anillo, yo obtendré la recompensa y todos felices.
—No, no resultará —dijo ella y advertí que respiraba con cierta agitación porque ella
también estaba haciendo funcionar a tope su cerebro—. Tendría que denunciar mañana el
extravío del anillo. Y ello delataría mi presencia en High City hoy, que es exactamente lo que
quiero evitar. Oficialmente no he estado en High City en los últimos dos meses.
Comprendí su punto de vista.
—Tendrá que confiar en mí —dijo ella—. Este fin de semana regresaré en avión a visitar a
unos amigos que viven aquí. Pero no les anunciaré mi visita y, como nadie estará
esperándome en el aeropuerto, cogeré un taxi. Su taxi. Entonces pondremos en práctica el
plan.
La miré con sincera admiración. Estaba tranquila. Estaba desesperada, pero estaba
tranquila y confié en ella; pero sólo para irritarla un poco, le dije:
—Está bien. La encontraré el viernes en la terminal cuando llegue el vuelo de las ocho
treinta... y será mejor que usted venga en él. Mañana por la mañana me iré de pesca, de modo
que no podré oír las noticias sobre la muerte de su amigo Martin Ulster. Regresaré el viernes
para aprovechar la afluencia de turistas del fin de semana; para nosotros, los taxistas, es el
mejor día de la semana. Si usted no llega en ese avión me iré derecho a la comisaría y les diré
cuán apesadumbrado estoy por la muerte del pobre Martin, que acabo de escuchar las
noticias porque he estado fuera de la ciudad, pescando. Pero me parece recordar a una
famosa dama de la jet—set rondando por la boutique de Martin la tarde del lunes...
—No tiene necesidad de explicármelo —dijo ella fríamente. Me lanzó otra terrible mirada
que, bajo otras circunstancias, me habría hecho sentir realmente mal, pero ya que se trataba
de una cuestión de negocios supuse que no había nada personal en ella—. El viernes por la
noche llevaré una peluca marrón estilo Belle époque —por si no lo sabe se trata de un peinado
con el cabello en alto y recogido en la coronilla— y un traje pantalón color naranja para que
pueda reconocerme. Espero que nadie más lo haga, pero, por las dudas, actúe con rapidez.
Asentí, satisfecho de tratar con una mujer preocupada por los detalles, pero supuse que el
disfraz era una práctica habitual para ella
—Ahora vayámonos de aquí —dijo, demostrando que otra vez estaba al mando—. Salga
usted primero. Arrástrese hasta la puerta trasera de modo que no le vean a la luz de la
oficina. Yo haré lo mismo después de colocarme esta peluca negra.
Francine Stafford ya estaba sacando una peluca rizada estilo africano de las profundidades
de su bolso. En lugar de moverme, permanecí allí maravillado por la transformación que se
operaba en ella. Las pelucas, decidí, eran unos cachivaches malditamente prácticos.
—Andando —dijo, haciendo relampaguear sus ojos verdes por última vez debajo de su
nueva cabellera rizada—, ¡Salga de aquí! Y no eche a correr cuando llegue a la calle, o alguien
puede sospechar.
—No, señora —dije y, dejándome caer sobre las rodillas, me arrastré lejos de ella y de
Martin Ulster lo más rápidamente que pude. Me deslicé por la puerta trasera y me detuve
entre las sombras del callejón respirando el aire fresco de la noche. Luego, siguiendo las
órdenes hasta el final, resistí la urgencia de echar a correr a toda velocidad, obligándome a
caminar normalmente por el callejón hasta unirme, casualmente, con el resto de la anónima
humanidad que transitaba por la calle. En el bolsillo derecho de mi chaqueta llevaba el
confortable bulto de quinientos cincuenta dólares que no había tenido antes y, aparte del
hecho de que tenía la camisa empapada de sudor, seguí mi camino apenas alterado por mi
breve encuentro con un homicidio.
La pesca fue muy buena. Encontré un buen lugar en Nevada, cerca del lago Tahoe, y allí
permanecí como el buen chico que había prometido ser, blandiendo mi vieja caña de pescar
sobre las aguas y soñando en la jugosa recompensa que me aguardaba, agradeciendo a mi
buena estrella todas las mujeres ricas y las relaciones secretas que tenían que mantenerse
ocultas... a cualquier precio.
El precio resultó ser de cien mil dólares. ¿No está mal, eh? ¿Tal vez lo habéis leído?
¡HONESTO TAXISTA GANA IMPORTANTE RECOMPENSA! destacaban los periódicos. ¿O
tal vez me habéis visto mientras me entrevistaban en la tele? No dije demasiado, sólo
meneaba la cabeza y sonreía con mi mejor sonrisa de idiota, murmurando que no podía
creerlo. Una y otra vez seguía repitiendo que había sido por accidente que yo había vaciado
los ceniceros del coche en mi casa, donde el basurero sólo pasa una vez a la semana, y no en
mi lugar de trabajo, donde la basura se recoge todas las noches. Con expresión perpleja por
mi propia y brillante idea, continué diciendo que con toda la publicidad que se había hecho
con el anillo desaparecido y teniendo en cuenta que yo había llevado en mi taxi a Francine
Stafford a aquel lugar de recreo (aunque entonces no sabía que era ella) me puse a pensar en
los pequeños ceniceros de las puertas traseras del taxi y lo que había hecho con ellas aquella
noche.
Y cómo busqué en mi cubo de la basura, encontrando finalmente el anillo brillando a la luz
del sol. Entrevistada por una cadena de televisión mientras ella y su maduro y aristocrático
esposo abordaban un avión para iniciar unas largas vacaciones en Europa, Francine Boucher
Stafford, relató cómo se había sonado la nariz e introducido el pañuelo de papel en el cenicero
del taxi, sin sospechar que su precioso anillo se había deslizado de su dedo. Estuvo a punto
de echarse a llorar mientras me agradecía a mí, a aquel desconocido taxista de High City que
había devuelto su hermoso anillo, señalando que había sido un regalo de su «querido Harry».
Si no creéis que fue algo digno de verse, os habéis perdido un buen show. Tendrían que
haberla propuesto para un Oscar por esa actuación.
Pero no importa. Vive y deja vivir, es lo que siempre digo.
No soy persona dada a las palabras hirientes, teniendo en cuenta que ahora soy un hombre
adinerado (es una forma de decir) y tengo una tienda Olde California. No, no vendo fruslerías
de cuero para señoras. Ese no es todavía mi estilo. Tengo una tienda de pelucas, ¿podéis
creerlo? Pelucas para damas y caballeros, prácticos artículos que pueden cubrir algo más que
una calva, si sabéis a qué me refiero. Me va bastante bien, aunque inaugurar la tienda fue una
especie de gesto sentimental de mi parte, considerando el papel que habían desempeñado las
pelucas en mi buena suerte. Ahora soy un experto en el tema, puedo distinguir una peluca
Belle époque de un postizo de cabello lacio y un bisoñé de una peluca afro. Pero no paso
demasiado tiempo en la tienda. La dejo en manos de mis empleados.
Dedico gran parte de mi tiempo a viajar con mi esposa, Mary. Ella siempre quiso conocer el
mundo desde el asiento trasero del taxi, no desde el delantero. Ahora puedo darme el lujo de
satisfacer su deseo y dejar el taxi a otra persona. Además, Mary se sintió muy conmovida por
la muerte de Martin Ulster, ya que fue el único crimen no resuelto de High City. Le hace bien
viajar, especialmente si tenemos en cuenta que pensaba hacerlo de todos modos... aunque no
conmigo, naturalmente, sino con Martin Ulster.
Sí, mi propia Mary, pequeña y delicada, con cabello suave y castaño y grandes ojos azules;
ella, no alguna de aquellas elegantes y bien conservadas damas de sociedad, era lo más
importante en la vida de Martin Ulster. Él me lo confesó antes de morir. Y tal como yo le dije
(antes de tumbarle con un bien colocado golpe al plexo solar y otro en el costado de la cabeza
mientras caía) fue una verdadera pena que se fijara en mi esposa, porque yo no soy un
perdedor complaciente. Es un verdadero milagro que nadie mirase hacia la boutique y nos
viese peleando prácticamente en el escaparate; de otra manera, el testigo recompensado
hubiese sido otro y yo el que le pagara.
Pero siempre digo que no hay mal que por bien no venga. Cuando Martin cayó al suelo, vi
la daga que se exhibía en una vitrina y acabé con él. Parecía el acto de una mujer celosa y,
conociendo la reputación de Ulster, yo pensaba desembarazarme del problema lo mejor que
pudiera. Pero cualesquiera que hayan sido sus pecados, yo estaba sinceramente agradecido
por su impecable sentido de la discreción; había permitido que su relación con Mary
permaneciera en el más absoluto de los secretos.
Sólo fue un golpe de suerte que, al regresar más tarde al taxi, me detuviese a encender un
cigarrillo para relajarme y viese a alguien que se inclinaba sobre el cadáver de Martin, alguien
que no podía arriesgarse a que le viesen, alguien que tendría que pagarle a un testigo para
que no hablase. Pero ese soy yo, tonto y afortunado, y el único testigo del mismo asesinato
dos veces en la misma noche.
Desayuno en la cama

Maeva Park

Alfred se detuvo ante la puerta de la habitación 321 y se alisó el pelo negro y rizado antes
de golpear. Mientras aguardaba, examinó con aire crítico el carrito con el desayuno de la
señora Galbraith dispuesto pulcramente sobre el impecable mantel blanco, la fuente cubierta
con huevos revueltos, los panecillos ingleses tostados, el pequeño pote de mermelada. Y la
rosa roja en el florero de plata. Ese era su toque personal.
A la señora Hortense Galbraith le agradaba Alfred, y la señora Galbraith era una mujer
rica. En numerosas ocasiones, durante los tres años que llevaba a su servicio, ella le había
dado propinas de veinticinco dólares. Pero ahora, por fin, ella estaba preparando algo
realmente grande, algo que le alejaría de aquella vida de servilismo, situándole en el lugar al
que pertenecía. Alfred era un hombre joven que apreciaba las cosas buenas de la vida.
Ayer, cuando él le había llevado el almuerzo, la señora Galbraith aún estaba en la cama, su
absurda cabellera rojiza brillaba contra la blanca almohada. La señora Galbraith padecía una
enfermedad cardíaca y debía llevar una vida reposada.
—¡Bien, Alfred!—dijo afectuosamente—, ¡Qué aspecto tan joven y radiante tiene! —Echó
un vistazo al pequeño ramillete de flores que él había colocado encima de la mesa—. Usted
me mima demasiado, pero me encanta.
Ella le había hecho sentar y escuchar algunas de las vagas historias de los viejos tiempos,
cuando ella y su hermano gemelo Horace eran jóvenes. Él había oído las mismas historias
desde que la señora Galbraith había venido a vivir al Hotel Blystone, pero siempre prestaba
suma atención.
—Lo hacíamos todo juntos —recordó—. Sentíamos juntos.
Cuando me casé por primera vez y vivía en San Francisco tuve apendicitis. Veinticuatro
horas más tarde Horace debió ser operado de apendicitis aguda. ¿Qué me dice?
La señora Galbraith alisó con sus viejos dedos cargados de anillos el suave cubrecama de
tafetán.
—Cuando me sienta mejor iré a Chicago a visitar a Horace. Él es todo lo que me queda en
el mundo ahora que Francis, mi esposo, ha muerto. Y yo soy todo lo que le queda a Horace,
excepto una sobrina y un sobrino, hijos de Isabel.
Luego ella se había animado contemplando a Alfred con una mirada levemente oblicua
que hacía que él imaginara que la vieja dama debía de haber sido algo grande en su época.
—Cuando abandone este hotel no te daré una propina miserable —había dicho ella con
aire misterioso—. Tengo en mente algo mucho mejor. Un hombre joven e inteligente como
usted debería tener un buen comienzo en la vida. Hoy he hecho mi testamento. Volveré a
leerlo esta noche y mañana lo enviaré por correo a mi abogado.
Pensando en ello, Alfred se ajustó la corbata y volvió a llamar. No obtuvo respuesta, así
que abrió la puerta y deslizó el carrito dentro de la habitación. A veces, había que despertar a
la señora Galbraith para que desayunara en la cama.
Caminó de puntillas y comenzó a colocar las cosas del desayuno sobre la bandeja de cama
que la señora Galbraith utilizaba para sus comidas. Depositó la bandeja sobre sus piernas y la
sacudió ligeramente.
—Despierte, señora Galbraith —dijo—. El desayuno está preparado.
Sus grotescos rizos rojos se veían desordenados contra la almohada blanca. El aliento de
Alfred silbó entre sus dientes.
—Está muerta —dijo a la habitación vacía.
Mientras cogía su huesuda muñeca buscando el pulso, dejó que su mirada vagara por la
lujosa habitación. Se veía el solitario de la señora Galbraith encima de la pequeña mesa, su
chal color púrpura, muy fino y sedoso, sobre la silla, y la fotografía de su hermano Horace
sobre el escritorio, un hombre de aspecto distinguido con gafas sin montura.
El escritorio estaba cubierto de cartas y revistas. Alfred volvió a mirar el rostro de la señora
Galbraith, invadido ya por la palidez de la muerte. Luego se movió silenciosamente hacia el
escritorio y comenzó a revisar el montón de cartas preparadas para su envío.
En menos de un segundo la había encontrado, un sobre dirigido a su abogado, Silas
Benton, pero aún sin cerrar. Era la última voluntad, el testamento de la señora Galbraith, con
fecha del día anterior y teniendo por testigos a dos doncellas. Formulado en lenguaje legal, a
Alfred le pareció muy formal. Primero, todas sus joyas, fotografías y reliquias heredadas para
un primo lejano; luego, «todo lo demás para mi joven y noble amigo Alfred White, quien me
ha servido tan fielmente durante mi estancia en el Hotel Blystone».
Con el corazón latiéndole aceleradamente, Alfred permaneció inmóvil con el documento
en sus manos. La señora Galbraith estaba muerta y ¡él era rico!
Volvió la mirada a la cama. La señora Galbraith le estaba contemplando.
Estremeciéndose, Alfred dejó el testamento sobre el escritorio y corrió hacia la cama. Era
verdad; sus ojos azules estaban totalmente abiertos y le miraban. Se inclinó hacia sus labios
trémulos.
—Esta vez ha sido terrible —musitó—. Busca a un médico, Alfred. Deprisa.
—Sí, señora Galbraith —dijo él obedeciendo e hizo un movimiento hacia el teléfono que
había encima de la mesilla de noche.
Miró a la señora Galbraith. Era, realmente, una mujer admirable. Incluso sin la ayuda del
médico, el color regresaba a sus mejillas. En pocos minutos, comprendió Alfred, la mujer
«muerta» podría estar completamente viva, y Alfred White seguiría siendo un pobre
camarero con algunas incómodas deudas de juego y una gran afición por las buenas cosas de
la vida. Tal vez pasaría bastante tiempo antes de que la señora Galbraith falleciese. En ese
lapso, si se encaprichaba, y era una mujer que tenía sus manías, podía modificar fácilmente su
testamento en favor de algún otro sirviente amable y leal.
Alfred estaba al lado de la cama de la señora Galbraith y miraba sus ojos ahora cerrados.
Su rostro tenía el aspecto de una máscara mortuoria. Era sólo cuestión de días o semanas o
meses, incluso con una buena asistencia médica. En realidad, sería como hacerle un favor.
Alfred cogió una de las almohadas y la presionó contra el rostro de la señora Galbraith
durante unos minutos. Le llevó muy poco tiempo concluir su obra. Se consoló a sí mismo
pensando que, de todos modos había estado en un tris de pasar al otro mundo hacía sólo un
momento.
Esta vez se aseguró de que estaba muerta, comprobando el pulso y los latidos de su
corazón, la frialdad de su piel y empleando un espejo para ver si respiraba. No había la más
mínima señal de humedad en el pequeño espejo de mano que había sostenido frente a los
labios de la señora Galbraith.
Alfred dejó la bandeja con el desayuno donde estaba y regresó al escritorio. Borrando las
huellas dactilares de los objetos que había tocado, en caso de que hubiese alguna sospecha en
torno a la muerte de la señora Galbraith, volvió a introducir el testamento dentro del sobre y
lo cerró. Luego, cerciorándose de que nadie le viese, dejó caer el pequeño montón de cartas
por el buzón que había junto a la caja del ascensor.
Sonriendo levemente para sí mismo, pensó que no habría ninguna posibilidad de que
algún abogado sin escrúpulos dejase sin efecto aquel testamento. Además, Sara y Maisie, las
dos doncellas, no permitirían que nadie olvidase que ellas habían sido testigos de la última
voluntad de la señora Galbraith, si bien no tenían la menor idea de lo que en él se decía.
Alfred decidió que cuando recibiera su dinero les haría un regalo a cada una de ellas. Luego,
después de echar un último vistazo a la señora Galbraith y comprobar de nuevo que estaba
muerta, llamó por teléfono a la recepción del hotel.
—Soy Alfred, estoy en la habitación 321 —dijo—. Me temo que la señora Galbraith está
muy enferma o muerta. Será mejor que envíe al médico.
Cuando llegó el doctor Hoffman, Alfred se encontraba junto a la cama, como si protegiese
el cuerpo de la señora Galbraith de la curiosidad o la insensibilidad de la gente.
—Pobre señora —le dijo al médico—. Le subí el desayuno como todos los días, pero no
despertó para tomarlo.
El médico asintió con la cabeza y procedió a examinar el cadáver.
—Ha muerto, no hay duda —dijo unos minutos más tarde mientras guardaba el
estetoscopio—. Sabía que su corazón debilitado no podría resistir mucho más. Me pondré en
contacto con su médico personal y con su abogado.

Después de que se hubieron llevado el cuerpo de la señora Galbraith, Alfred continuó con
su trabajo hasta acabar su turno. Disponía de tres horas de descanso por la tarde; luego debía
regresar para la hora de la cena.
Se vistió cuidadosamente su mejor chaqueta deportiva y se puso unos pantalones nuevos,
se calzó sus zapatos ligeramente puntiagudos e impecablemente lustrados y salió al mundo,
dispuesto a vivir.
Al pasar junto a un concesionario de coches, se detuvo para mirar los brillantes
automóviles cuyas suaves líneas sugerían velocidad y lujo. Decidió que lo primero que se
compraría sería un coche, una vez que se hubiese cumplido la última voluntad de la señora
Galbraith. Ya había caminado durante muchos años. Cada vez que conseguía ahorrar una
pequeña cantidad para darla como entrada para la compra de un coche, la perdía en las
carreras de caballos o jugando a las cartas. No, para una persona como él, la respuesta era
dinero en metálico y, por primera vez en su vida, lo tendría.
Se vio reflejado en el cristal del salón expositor; joven, audaz, atractivo. Muy pronto
tendría todas aquellas cosas que un hombre como él se merecía.
Como siempre, el estanco de Herbie presentaba un aspecto cerrado y secreto. El hombre
que estaba sentado en su taburete detrás del mostrador de cristal era como un Buda im-
perturbable. El gran cigarro entre los labios, sus ojos como pequeñas ranuras. Era sólo el
empleado de Herbie, el tipo al que la policía arrestaba de vez en cuando como «guardián» de
una sala de juegos. Herbie pagaba su fianza y Biff era dejado en libertad, sólo para ser
arrestado nuevamente unos meses más tarde con monótona regularidad. Al reconocer a
Alfred le permitió acceder al cuarto trasero donde se hacían las apuestas. Aquel cuarto, sin un
solo cigarro a la vista excepto en las bocas de los jugadores, era una estancia saturada de
humo con radios que vociferaban y media docena de teléfonos utilizados de forma
simultánea.
—Hola, Herbie —dijo Alfred—, ¿Hay algo interesante para hoy?
Con su rostro engañosamente genial, Herbie recibió a Alfred con una gélida mirada.
—Te diré algo que no te va a agradar. Tu crédito no es bueno. Me debes cinco de los
grandes, muchacho. Es hora de que pagues tu deuda.
Alfred miró atentamente en torno suyo, pero nadie le prestaba atención; cada uno de los
hombres estaba ferozmente interesado en sus apuestas y nada más.
—Mira, Herbie —dijo Alfred con voz tranquila—. Sé que puedo confiar en ti porque tienes
una reputación de hombre discreto.
La expresión de Herbie era aburrida y lanzó una bocanada de humo al rostro de Alfred.
—¡Hablo en serio, Herbie! Una vieja a la que estuve atendiendo en el hotel... ella ha muerto
hoy y sé de buena tinta que estoy en su testamento. Era una mujer muy rica; vivía como una
reina. Todo lo que tengo que hacer es esperar a que el testamento sea leído para que se
convierta en legal, y si no me pagan inmediatamente, puedo pedir prestado a cuenta de lo
que me corresponde.
Herbie se alzó de hombros.
—Apostaré —dijo lacónicamente.
Alfred hizo algunas apuestas y luego abandonó el establecimiento de Herbie y continuó su
paseo hacia el centro de la ciudad. Se sentía maravillosamente bien. Si hoy tenía suerte podría
ganar lo suficiente para mantenerse hasta que el testamento fuese leído. Muy pronto, cuando
el dinero fuese suyo, estaría en condiciones de largarse a una ciudad más excitante —Las
Vegas, tal vez— donde podría gastar el dinero en mujeres hermosas y en otras cosas que
hacían que la vida mereciera ser vivida y con las que hasta ahora él sólo había podido soñar.
Por un momento, sólo un momento, pensó en los ojos suplicantes de la señora Galbraith
mientras yacía moribunda contra las almohadas, y luego apartó aquella imagen de su
memoria. En realidad, le había hecho un favor. Ella era muy mayor y estaba muy enferma;
todos sus familiares y amigos habían muerto, excepto su hermano gemelo, y Horace,
obviamente, debía de ser tan viejo y estar tan cansado como ella.
Además, pensó, sintiéndose bastante complacido, había logrado que los últimos tres años
de la señora Galbraith fuesen muy placenteros, con sus zalamerías, sus pequeños regalos, su
predisposición a escuchar las reiterativas historias que le contaba la señora Galbraith acerca
de su lejana juventud y perdida belleza, sus viajes y sus conquistas.
Cuando Alfred regresó al hotel para tomar su temprana cena, antes de comenzar su turno,
se sentía agradablemente opulento, aunque tenía muy poco dinero en los bolsillos.
Aquella noche la atmósfera del hotel era un tanto deprimente. La anciana señora Galbraith
había sido una figura muy conocida en el lujoso vestíbulo y, en sus buenos días, en el
comedor discretamente iluminado.
Alfred respondió a los comentarios de sus superiores y contribuyó con los propios. «Sí, era
una mujer maravillosa. Sí, fue un terrible shock servirle el desayuno en la cama antes de
descubrir que estaba muerta.»
Se sentía casi como el hijo desolado de una mujer rica, recibiendo las condolencias de
amigos y conocidos. La similitud era justa, teniendo en cuenta la cuestión de la herencia.
A la mañana siguiente era evidente que la muerte de la señora Galbraith había sido tomada
por lo que casi había sido... un ataque al corazón. Alfred suponía que el testamento ya debía
obrar en poder del señor Benton, de modo que no le sorprendió en absoluto recibir, a
primeras horas de la tarde, una llamada telefónica de la secretaria del señor Silas
Benton. ¿Sería Alfred tan amable de acudir a la oficina entre las dos y media y las cuatro de
la tarde?
Tan pronto como hubo terminado su turno durante el almuerzo, Alfred se cambió de ropa
y se dirigió rápidamente hacia el Edificio Ames, distante cinco manzanas del hotel. Era un
impresionante bloque de oficinas y la del señor Benton lo era aún más, con gruesas alfombras
orientales y lustrosos escritorios.
La señora Galbraith se había referido al abogado como «el hombre que lleva mis asuntos».
A Alfred le gustó la definición. Se preguntó si no sería posible que el señor Benton comenzara
a llevarle sus asuntos.
La secretaria le acompañó hasta el despacho del señor Benton.
—Ah, sí, Alfred White. Le he visto en el Hotel Blystone cuando iba a visitar a la señora
Galbraith —dijo el hombre distinguido y de blanca cabellera que estaba sentado detrás del
escritorio.
—Sí, señor —dijo Alfred—. Yo también le recuerdo, señor.
Se sintió profundamente agradecido de que nadie sospechara lo más mínimo de que la
muerte de la señora Galbraith hubiera sido... prematura. Hubiese detestado tener a este
hombre de profundos ojos grises y boca severa sospechando que él pudiese haber cometido
alguna fechoría.
—Bien, Alfred —dijo el señor Benton dando ligeros golpecitos con un lápiz sobre el
escritorio—, hoy he recibido por correo este testamento. Fue escrito personalmente por
Hortense Galbraith y aparentemente es del todo legal. Está fechado anteayer y han sido
testigos dos mujeres empleadas en el Hotel Blystone.
»En circunstancias normales no podría hablarle de esto, pero nos encontramos ante un caso
muy especial.
Hizo una pausa y ofreció a Alfred un cigarrillo.
—Aparentemente la señora Galbraith le apreciaba mucho, Alfred.
—Yo también la apreciaba mucho —dijo Alfred con cortesía.
Y era verdad, constató con sorpresa. Se había acostumbrado a la anciana dama.
—De hecho, la señora Galbraith le apreciaba tanto que le ha dejado todo lo que tenía.
Alfred se permitió una expresión de perplejidad.
El señor Benton alzó una mano.
—Antes de que diga nada, debo explicarle algo. La señora Galbraith no tenía nada para
dejar como herencia, salvo las joyas y reliquias familiares que legó a un primo lejano.
El corazón de Alfred comenzó a golpear con lentos y dolorosos latidos.
—Es verdad que en una época fue una mujer muy rica. Ella y su hermano gemelo, Horace,
heredaron una gran fortuna de sus padres. Pero durante su vida, el esposo de la señora
Galbraith dilapidó la herencia de su mujer. Hace ya varios años que su hermano Horace
Wainwright le ha estado enviando a la señora Galbraith una generosa suma que yo he
administrado. No estoy seguro si fue su progresiva senilidad la que le hizo olvidar esta
situación, o si necesitaba engañarse a sí misma pensando que aún era rica. Pero no le quedaba
absolutamente nada.
Ante el rostro de Alfred comenzaron a desfilar imágenes del lujoso automóvil, ropas
nuevas y costosas y, sobre todo, el rostro amenazador de Herbie. La suave voz del señor Ben-
ton le llegaba como un sonido distante, apenas más elevado que el rumor del tráfico varios
pisos más abajo.
—Es muy extraño. La señora Galbraith siempre decía que ella y su hermano gemelo hacían
todas las cosas juntos, que experimentaban las mismas alegrías y tristezas aun cuando
estuvieran separados por varias millas.
»Horace Wainwright murió la noche pasada, menos de doce horas antes de que lo hiciera
su hermana gemela. Si ella le hubiese sobrevivido, habría heredado todo lo que él poseía.
Pero ahora, toda la fortuna del difunto señor Wainwright pasará a manos de los hijos de la
hermana de su difunta esposa, una pareja de jóvenes que viven en California.
El olor de la única Tosa que había en el florero de plata, encima del escritorio del señor
Benton, hizo que Alfred se sintiera enfermo.
Verano en el condado de Pokochobee

Elijah Ellis

El sol pegaba directamente en nuestros ojos mientras viajábamos hacia el este a lo largo de
la polvorienta carretera del condado. Pasaban pocos minutos de las siete. Pero la mañana de
agosto ya se presentaba calurosa y húmeda. A cada lado de la carretera, los campos se veían
calcinados, duros y marrones, como pasteles quemados. Después de pasar un verano en el
condado de Pokochobee, el infierno sería un alivio. El calor pegajoso, día tras día, era
suficiente para llevar a un hombre a cualquier cosa. Incluso al asesinato.
Ahora el coche atravesaba un puente de madera que se extendía sobre el lecho seco de un
arroyo.
—Ya falta muy poco —dijo el sheriff Ed Carson.
Respondí con un gruñido. El tercer ocupante del coche, el doctor Johnson, coroner22 del
condado, se inclinó desde el asiento trasero y me preguntó:
—¿Lon, conoce a esta gente? ¿Los England?
—No —dije lacónicamente. No me gustaba ese médico gordo y arrogante y aquella
mañana no estaba de ánimo para simular que me caía bien. La noche anterior apenas había
podido pegar ojo. Y el pensamiento de lo que me esperaba unas millas más adelante me ponía
enfermo.
El doctor Johnson estaba diciendo:
—Entonces no captará la ironía de este asunto. Así es, el viejo England y su esposa son el
terror de esta parte del condado. De modo que cada vez que algún granjero regresa a casa
borracho, o alguna jovencita se mete en problemas, lo primero que a la gente le preocupa es
¿qué dirán los England? La propia hija de los England...
—Ya está bien —le interrumpió Ed Carson—, Lo que esa joven y el hijo de los Tice
estuvieran haciendo en el granero ya no importa. Lo que importa es que ambos están
muertos. Asesinados.
—Oh, por supuesto, por supuesto —convino el médico. Viajamos en silencio durante unos
segundos. Entonces el doctor Johnson volvió a relinchar—. Pero no deja de tener sus aspectos
divertidos.
—Evidentemente usted tiene cierto sentido del humor —dije.
El médico murmuró algo y luego enmudeció.
Me quité las gafas, me di un ligero masaje en el puente de la nariz con el pulgar y el índice.
Me sentía despreciable. Me preguntaba cómo me las arreglaría para soportar las horas que me
esperaban. Pero, como me había dicho mi esposa aquella misma mañana antes de salir de
casa, yo era quien había elegido ser el procurador del Condado de Pokochobee; nadie me
había obligado a aceptar el cargo. Ni mucho menos. Y ahora estaba metido hasta las cejas.
Y, en aquella calurosa mañana de domingo, también estaba comprometido con lo que
prometía ser un complicado caso de doble homicidio, complicado en más de un sentido.
Miré hacia mi izquierda donde se encontraba Ed Carson. Su rostro de halcón se veía pálido

22
Funcionario que investiga las causas de un fallecimiento. (N. del T.)
y ojeroso. En las axilas de la camisa color caqui se advertían grandes manchas de sudor. Su
aspecto general no difería demasiado del mío. Incluso había dormido menos que yo la noche
anterior.
Ed apartó los ojos de la carretera el tiempo suficiente para guiñarme un ojo y alzarse de
hombros.
—A veces se tiene la sensación de que todos estos problemas no merecen la pena, ¿verdad?
El doctor Johnson se inmiscuyó en nuestra conversación desde el asiento trasero.
—Bueno, si ustedes hubiesen hecho su trabajo... cogiendo a ese incendiario antes de que
tuviese oportunidad de matar...
—Oh, cierre la boca —contesté airadamente—. Mantenga la boca cerrada, es todo lo que le
pido.
Carson volvió a mirarme y meneó su cabeza canosa. Me tragué mi malhumor.
—Lo siento —dije—. Es este calor.
Pero el coroner no parecía que estuviese dispuesto a abandonar tan fácilmente.
—No, Lon, debe admitirlo. Ustedes dos no han hecho muchos adelantos en este caso. Ocho
incendios en un mes, todos ellos dentro del condado en un radio de treinta y cinco o
cincuenta y cinco kilómetros de Monroe, y no han sido capaces de obtener una pista, y mucho
menos de atrapar a ese monstruo.
—Monstruo, pero... —dije abruptamente.
—Vamos, tiene que darnos tiempo —intervino el sheriff Carson rápidamente—. Le
cogeremos.
El doctor Johnson lanzó un bufido de desconfianza.
Aunque en realidad no estaba exagerando. A decir verdad, durante las pasadas siete
semanas, se habían producido seis incendios provocados en granjas que conformaban un
desigual semicírculo en torno a Monroe.
Los fuegos eran similares en sus características, irrumpían en medio de la noche sin aviso
previo, ardiendo furiosamente, con el revelador olor a gasolina. Todos habían tenido su ori-
gen en los graneros.
En una zona agrícola, si se quiere causar daño a un vecino, no se le prende fuego a la casa.
Se arroja una antorcha en el verdadero centro de la granja, el granero.
Hasta la anterior noche no se habían producido víctimas humanas, si bien algunas cabezas
de ganado habían perecido entre las llamas. Pero ahora era diferente. La pasada noche Nancy
England había estado divirtiéndose con un amigo llamado Jack Tice en el henal del granero
de su padre.
A causa del fuego, ambos murieron y aún quedaba por investigar si la muerte había sido
intencionada o no. En cualquier caso se trataba de un asesinato. Tanto el muchacho como la
joven tenían dieciocho años.
De modo que todo hacía suponer que el incendiario de los graneros del Condado de
Pokochobee se había convertido en un asesino. Sólo que había un detalle que no cuadraba.
La tarde del día anterior, el sheriff Ed Carson había detenido al pirómano unas trece horas
antes de que se desatara el fuego en el granero de los England. Eso fue lo que nos mantuvo
despiertos a Carson y a mí la mayor parte de la noche mientras arrancábamos una confesión
al incendiario.
Un granjero de pocas luces, llamado Frazier, admitió finalmente ser el autor de los
incendios. ¿Por qué? Pensó que sería una excelente coartada para incendiar su propio gra-
nero, que él había asegurado en mil dólares unos pocos meses antes. Fue precisamente a
través de la compañía aseguradora que Carson y yo descubrimos la pista y le cogimos.
Cuando, finalmente, Frazier confesó, nos proporcionó suficientes detalles para establecer
sin lugar a dudas que era el responsable de cinco de los seis incendios. («Después de todo, un
hombre tiene que ganarse la vida de alguna manera —nos dijo—. Con la granja no se gana
nada, con esta sequía y todo lo demás.»)
Pero aún quedaba el sexto incendio. El de la noche anterior, en el cual habían perecido los
dos jóvenes.
Obviamente Frazier no había sido el responsable. Estaba encarcelado.
Por el momento, Carson y yo decidimos mantener en secreto el hecho de que teníamos al
pirómano entre rejas. Eso, al menos, nos había proporcionado una especie de as bajo la
manga.
Al igual que durante las últimas semanas, la noche anterior un grupo de bomberos
voluntarios, granjeros de la vecindad, habían estado patrullando los caminos del condado con
un camión autobomba provisto de radio que les habían facilitado en Monroe.
Se encontraban a pocos minutos de la granja de los England cuando recibieron la noticia
por radio. Llegaron a tiempo para salvar gran parte del granero. La parte inferior del mismo
quedó totalmente quemada, pero el henal no sufrió mayores daños.
Nadie supo que los jóvenes estaban en el henal hasta la mañana. Fue entonces cuando uno
de los hombres, que había permanecido montando guardia, procedió a explorar la parte
superior del granero tratando de detectar ascuas que pudieran haber quedado encendidas. En
lugar de ascuas había encontrado los cuerpos del muchacho y de la joven, acurrucados
encima de una manta en un rincón del henal. Se puso en contacto con el sheriffs éste me llamó
a mí. Después de una breve discusión, yo había llamado al coroner del condado, el doctor
Johnson.
Y ahora aquí estábamos los tres.
Yo hubiese deseado quedarme en la cama. Carson disminuyó un poco la marcha,
abandonó la carretera y atravesó un portón. Junto al portón se encontraba un pequeño buzón
fijado a un poste. En el buzón podía leerse «England» pintado con letras negras.
La granja se encontraba a unos centenares de metros de la carretera, entre un grupo de
árboles secos. Llegamos a la casa y aparcamos. No se veía a nadie. Pero debajo de los árboles
había un par de coches y una camioneta.
Vecinos que habían llegado a expresar sus condolencias o, tal vez, deseosos de ver los
restos de una muerte violenta. Sacudí la cabeza con violencia, tratando de prepararme para lo
que vendría. No surtió demasiado efecto.
Como ya he dicho, después de un verano en el Condado de Pokochobee, el infierno sería
un alivio. Pero no me pagaban para ser humano. Si yo me sentía tan miserable como
cualquier otro en el condado, medio loco por el insoportable calor que no cesaba, para no
mencionar una noche con una sola hora de sueño, eso era demasiado malo. Yo aún era
Alonso Gates, el procurador del Condado.
Bajamos del coche. Caminamos junto a la gran casa pintada de blanco en dirección a la
parte trasera. El doctor Johnson caminaba junto a mí con su maletín en una mano y un
pañuelo en la otra.
—Apostaría a que ya estamos a cuarenta grados —dijo. Se enjugó los carnosos mofletes.
—Pronto hará más calor —dijo Ed Carson.
Dimos la vuelta en el extremo de la casa. Había gente reunida en el amplio patio trasero.
Hablaban y observaban una estructura ennegrecida por el fuego y que se alzaba a unos
treinta metros.
—Ha llegado el sheriff — dijo alguien en voz alta.
La conversación cesó y todos los ojos giraron en nuestra dirección. Un hombre vestido con
un mono azul y una tiznada camisa de trabajo se dirigió a nosotros.
—Ya era hora de que llegaran —dijo. Sus ojos estaban húmedos y enrojecidos—. ¡Es
horrible lo que ha sucedido aquí!
El rostro barbado del granjero tembló como si estuviese a punto de echarse a llorar.
—Hemos venido tan pronto como pudimos —dijo Ed Car— son—. Usted es Robert Tice,
¿verdad? ¿Es ése su hijo?
—Sí, sí. Y aquél que está allá, muerto, es mi hijo...
El hombre, de mediana edad, comenzó a sollozar. No era una escena agradable. Para
empeorar las cosas, Tice estaba ligeramente borracho. Su aliento olía a licor de alambique. De
pronto, dio media vuelta y se alejó.
—Dejemos que se marche —dijo Carson—. Hablaremos con él más tarde.
Mientras cruzábamos el patio, el auditorio se congregó a nuestro alrededor y varios de
ellos hablaron al unísono. Carson alzó la voz.
—Está bien, está bien, amigos. Por favor. ¿Dónde están los England?
Una mujer nos miró severamente.
—¿Mejor sería preguntar dónde estaba usted, Ed Carson? ¿Anoche, cuando ocurrió esta
horrible tragedia? Si usted hubiese hecho su trabajo...
—Creo que ha dispuesto de suficiente tiempo —añadió un anciano—. Durante dos meses
se han estado produciendo estos incendios... ¿y qué han estado haciendo todos ustedes en el
ayuntamiento? Nada, eso es lo que han hecho.
El sheriff suspiró pacientemente. Advertí que el doctor Johnson se había apartado de
nosotros y ahora se encontraba entre los granjeros, asintiendo y enjugándose el rostro con el
pañuelo.
Entonces un hombre alto y enjuto de ojos hundidos se abrió paso a través de la multitud.
—Buenos días, sheriff — dijo.
La voz de Carson resonó en el súbito silencio.
—Señor England. Éste es Gates, el procurador del Condado.
England me saludó con la cabeza. Sus ojos estaban fijos en algún lugar a lo lejos.
Me imaginé que no le gustaba lo que veía. A mí, en su lugar, tampoco me hubiese gustado.
Ahora fue el doctor Johnson quien intervino:
—Su querida esposa... ¿hay algo que pueda hacer por ella?
—¿Qué? Oh. No, ella está bien. Se encuentra en la casa. La acompañan sus amigos y la
Biblia. —England se pasó una mano callosa por el delgado pelo gris—. Les enseñaré...
—No, está bien —dijo Carson—. Podemos encontrar el camino. Supongo que querrá estar
con su esposa.
El hombre asintió vagamente y regresó a la casa. El sheriff, el doctor Johnson y yo nos
dirigimos hacia el granero. Entramos por un portón que estaba abierto.
Algunas de las personas comenzaron a seguirnos, pero Car— son dijo con brusquedad:
—Ustedes, amigos, permanezcan aquí.
Mientras continuábamos nuestro camino escuché a la mujer que decía:
—Espere a las próximas elecciones. Entonces veremos quién ríe el último.
—¿Por qué no se lo decimos? —le pregunté a Carson.
—Aún no. —Se atusó un extremo del bigote—. Todavía no.
—¿Decirles qué? —preguntó el doctor Johnson.
—Que es usted un gordo palurdo —dije.
El coroner farfulló algo.
Un hombre al que yo conocía ligeramente salió del granero para reunirse con nosotros. Era
el que había encontrado los cadáveres. Siguiendo las órdenes de Carson se había mantenido
de guardia en la puerta dispuesto a impedir que alguien penetrase en el granero.
—¿Qué puedes decirme, Bob? —le pregunté.
Bob meneó la cabeza. Su rostro joven tenía un tinte enfermizo debajo del bronceado.
—Horrible. No me gustaría tener que pasar por algo así durante el resto de mi vida.
Encontrar a esos dos chicos...
—Sí. Bien. ¿Ha estado alguien aquí desde que usted me telefoneó? —preguntó el sheriff.
—No, hice lo que usted me ordenó. Por supuesto el viejo England me dio bastante trabajo.
Pero finalmente logré convencerle de que no había nada que él pudiese hacer y regresó a la
casa.
Ahora los cuatro estábamos en el tétrico interior del granero. Había un intenso olor a
madera quemada. A nuestra izquierda se veía un revoltijo de escombros ennegrecidos y una
parte de la pared y del techo se habían derrumbado. Hacia nuestra derecha, los daños no eran
tan importantes.
Bob señaló una escalera de madera que había en el extremo menos dañado del granero.
—Ahí arriba. Ha sido una suerte que el henal no estuviese lleno de heno, o no hubiese
quedado nada. Ahora no queda más que un montón de herramientas viejas... y esos dos
chicos.
Subimos por la escalera, una acción que al doctor Johnson le resultó particularmente
penosa, y echamos un vistazo. La gran puerta que había en un extremo del henal estaba
abierta y a través de ella se podía ver la casa y el bosquecillo de árboles secos.
Los cuerpos estaban tendidos sobre una manta a un costado del henal, a cierta distancia de
la escalera. El doctor Johnson se acercó a ellos. Nosotros le seguimos.
—Oh, yo fui quien abrió la puerta, sheriff —dijo Bob—. Estaba cerrada y atrancada cuando
subí por primera vez.
Carson hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—No parece haber demasiados daños aquí arriba.
—Sólo en un par de lugares a donde llegó el fuego por las paredes interiores —dijo Bob—.
No, fue el humo lo que los mató. Puede verlo, los cuerpos no están quemados. No, fue el
humo. Los sorprendió antes de que tuviesen oportunidad de...
El doctor Johnson estaba inclinado junto a los cuerpos con el maletín abierto sobre el
chamuscado piso del henal. Miré por encima de su hombro. El muchacho y la joven yacían
sobre sus espaldas, la cabeza de ella reposaba sobre el brazo del muchacho. Su expresión era
de descanso y paz, como si estuviesen dormidos. Junto a ellos había una botella de whisky
vacía.
Bob se alejó súbitamente hacia la puerta del henal. Un momento después, Carson y yo le
seguimos. El doctor John— son continuó con su tarea mientras hablaba entre dientes.
Bob se apoyó contra la puerta y miró hacia la tierra quemada que había cinco metros más
abajo.
—Maldito calor —dijo. De pronto, comenzó a hablar ansiosamente—. Yo los conocía, a
Nancy y a Jack. Sólo estaban un par de años detrás de mí en la escuela superior. —Alzó la
vista y sonrió con tristeza—. Si hasta intenté salir con Nancy. Pero su viejo... él no hubiese
permitido que se viese con ningún chico. Un tipo muy estricto... Y ahora esto.
Encendí un cigarrillo. Dije:
—Estoy seguro de que el señor England se debe estar lamentando por no haber actuado de
otra forma.
Ed Carson tosió con cierto nerviosismo.
—¿Qué puedes decirnos acerca de ayer por la noche, Bob?
—¿Qué puedo decir? El viejo England se despertó a las dos de la mañana y vio que el
granero estaba en llamas. Llamó a su oficina, sheriff, y el hombre que estaba de guardia nos
avisó por radio. Nos encontrábamos a sólo siete u ocho kilómetros de aquí. Llegamos en
seguida y logramos sofocar el fuego, aunque unos minutos más y no hubiese quedado nada.
De cualquier forma, lo apagamos. Luego el resto de los muchachos regresaron a casa. Yo me
quedé de guardia. Poco después del amanecer subí al henal para echar un vistazo. Y los
encontré. Eso es todo.
—¿Qué me dices del fuego, Bob? —pregunté. Carson y yo intercambiamos una mirada.
Bob hizo un gesto de furia.
—Igual que los otros. Habían echado gasolina; cuando llegamos, aún se percibía el olor.
Así comenzaron las llamas en el otro extremo del granero. Si no le cogen rápidamente, no
quedará un solo granero en el condado. Luego comenzará con las casas...
—No, no lo hará —dije—. Debes mantenerlo en secreto. El sheriff detuvo a nuestro amigo
incendiario ayer poco antes de la una del mediodía, al menos trece horas antes de que
comenzara el fuego en este granero. Y ha permanecido en una celda desde que Ed le atrapara.
¿Lo comprendes?
Sus ojos se abrieron desmesuradamente.
—Entonces quién...
—No lo sabemos. Pero no es el mismo que ha estado incendiando graneros estas últimas
semanas.
—Tal vez a algún otro le gustó la idea de lo que estaba pasando y decidió copiar el método.
O tal vez la cosa sea más compleja. Aún no lo sabemos. Podrían ser dos los Pirómanos —dijo
Carson.
Nos volvimos para mirar al doctor Johnson. Estaba agachado y se limpiaba las manos con
un trozo de tela. Por una vez su sonrosada piel había perdido el color. Estaba pálido.
Y asustado.
—¿Qué pasa?—le grité—, ¿Ha encontrado algo?
Se puso de pie con dificultad.
—Fueron asesinados —dijo sorprendido—. Los dos. Los mataron a tiros.
Corrimos a reunimos con él junto a los cuerpos.
—Casi... casi lo pasé por alto —continuó—. Pensé que se trataba de asfixia. Pero descubrí
un bulto, aquí, en la base del cráneo del chico, ¿lo ven? Y hay un bulto similar en la cabeza de
la chica, en el mismo lugar. —Tragó y se enjugó el rostro—. Los golpearon con un objeto que
no abrió la piel, un saco de arena o algo similar. Entonces, cuando estaban inconscientes, los
mataron a tiros.
Carson y yo nos inclinamos sobre los cadáveres.
—No veo rastros de sangre —dije.
—No —dijo el doctor Johnson—. No podría verla. Les dispararon a través del paladar y las
balas se alojaron en el cerebro.
La mano del sheriff tembló cuando se inclinó para abrir la boca del muchacho.
—Los dos yacen sobre sus espaldas, para que la sangre se escurriese por la garganta. —El
médico parecía enfermo—. Terrible. Simplemente terrible. ¿Quién pudo hacer una cosa así?
Carson se puso de pie. Se frotó lentamente las manos.
—Debe tratarse de un arma de pequeño calibre, ya que los proyectiles quedaron alojados
en el cráneo de los dos jóvenes. Proyectiles de calibre 22 disparados con una pistola de cañón
corto, tal vez.
Yo me había inclinado a mi vez para mirar detenidamente los cuerpos inermes. Una
mirada era suficiente. Me incorporé temblando.
—Si el fuego los hubiese alcanzado, la posibilidad de descubrir que los habían matado a
tiros hubiese sido de una en un millón —dije—. Incluso así...
Me volví hacia el doctor Johnson y extendí la mano.
—Doctor, le pido disculpas por todo lo que he dicho sobre usted.
El médico estaba recuperando algo de su color habitual. Estrechó ligeramente mi mano y
luego lanzó uno de sus relinchos característicos.
—El condado me paga para eso... si puede llamársele paga.
Carson miró en torno a nosotros.
—¿Dónde se ha metido Bob Hofner?
Excepto por nosotros tres y las dos formas silenciosas que yacían en el suelo, el henal
estaba desierto.
—Tal vez no pudo soportarlo —dije.
—Tal vez —dijo el sheriff tranquilamente. Luego añadió—: Bien, será mejor que vayamos a
hablar con los England.
Asentí. El calor que hacía en el henal me estaba volviendo loco. Enfilé hacia la escalera.
Detrás de mí oí que Carson le decía al doctor Johnson que se quedara hasta la llegada de la
ambulancia que vendría a recoger los cadáveres para llevarlos a Monroe.
—Pero, ¿qué ha sucedido aquí? —se lamentó el doctor Johnson—, Esto evidentemente no
parece la obra de un chiflado que se divierte incendiando graneros.
Cuando Carson y yo estuvimos fuera, caminando hacia la casa, repetí la pregunta del
coroner.
—¿Qué sucedió?
—El sheriff suspiró.
—Alguien se metió por gusto en un montón de problemas para cometer él crimen
perfecto... y casi lo consiguió. Excepto por un par de errores, desde su punto de vista, estaría
libre en su casa. Diablos, sin embargo, podría haberlo logrado.
Farfullé algo, encendí un cigarrillo que no deseaba fumar con la colilla del que estaba
fumando... y que tampoco había deseado fumar.
Durante los minutos que habíamos permanecido dentro del granero la multitud había
crecido considerablemente. Carson y yo pasamos a través de la gente ignorando sus pre-
guntas... y sus reproches. Descubrí que Bob Hofner estaba hablando con el padre del
muchacho muerto. Mientras los observaba, Tice se puso rígido, alzó una mano como si in-
tentase detener un golpe y gritó algo.
Las personas que estaban próximas a él se volvieron con curiosidad. Tice comenzó a agitar
los brazos mientras continuaba gritando.
—Parece que Bob está haciendo correr la voz —le dije a Carson.
El sheriff se alzó de hombros.
—Ya no tiene importancia. Y tal vez eso nos quite a esta gente de nuestras espaldas
durante algunos minutos.
Llegamos a la gran casa blanca y entramos. En la cocina encontramos a un grupo de
mujeres de granjeros, sirviendo tazas de café y cuchicheando. Una de ellas nos dijo que los
England estaban en la sala. Señaló hacia un corredor y en dirección a una puerta cerrada que
había en un extremo del mismo.
Carson llamó a la puerta, luego la abrió y entramos en la sala. Los England estaban solos,
sentados uno junto al otro en un sofá debajo de una ventana de persianas herméticamente
cerradas. England se incorporó con aire cansado. Su esposa miró hacia nosotros y a través de
nosotros.
Los minutos siguientes fueron terribles. Cuando Carson les dijo que su hija había sido
asesinada premeditadamente, y cómo lo habían hecho, la mujer comenzó a gritar con voz
ronca y contenida. Él mantuvo los ojos cerrados durante un momento. Cuando los abrió, eran
los ojos de un hombre muerto, vacíos y de mirada extraviada.
—Ha sido la voluntad de Dios que fuesen castigados —dijo con voz serena—. Pero no de
este modo.
De pronto, su mujer se puso de pie. Estaba temblando violentamente.
—La voluntad de Dios. Nunca vuelvas a mencionar ese nombre en mi casa.
Cruzó la habitación tambaleándose y desapareció. Car— son cerró la puerta. Se apoyó
contra ella y me hizo una seña.
Fui hasta donde estaba England, le ayudé a sentarse y permanecí frente a él, tratando de
pensar por dónde comenzar. Sentía que mi mente era una masa de gelatina congelada.
Me quité las gafas y enjugué el sudor de mi rostro. Él se miraba los puños cerrados.
—Señor England —dije finalmente—, tendremos que hacerle algunas preguntas acerca de
su hija.
—¿Qué es lo que sé sobre ella? ¿Qué es lo que he sabido nunca?
—¿Dónde estaba ella anoche? Quiero decir...
—Se marchó a las seis —dijo England—, Pensaba pasar la noche en la ciudad, en casa de
una compañera de estudios. Lo había hecho varias veces este verano.
—¿Quién es esa amiga?
—¿Qué? Oh. La hija de los Lambert... todos conocen a su padre, el juez Lambert.
Asentí.
—¿Usted ignoraba que Nancy... se veía con el chico de los Tice?
England alzó la vista. Sus labios azulados se apartaron de los dientes apretados.
—Si lo hubiese sabido... si lo hubiese sabido, ese canalla habría muerto mucho antes.
Entorné los ojos. Aquí había un hombre perfectamente capaz de cometer un asesinato, bajo
las actuales circunstancias... incluso tal vez el asesinato de su propia hija. Eché un vistazo en
dirección a Carson.
Luego volví a interrogar a England.
—¿Sabe usted si su hija tenía algún enemigo?
England meneó la cabeza.
—No. Todos la querían. Ella era... ella era...
Su voz se quebró. Su rostro se contrajo como si fuese papel mojado. No tenía sentido seguir
con el interrogatorio. Me reuní con el sheriff. El asintió y abandonamos la habitación, cerrando
la puerta con suavidad detrás de nosotros.
—¿Está pensando lo mismo que yo? —dije en un murmullo.
Carson no respondió de inmediato.
—No lo sé. England siempre ha sido un hombre duro, inflexible, demasiado inflexible, tal
vez. ¿Pero esto? No lo sé.
Cruzamos el vestíbulo, llegamos a la cocina y salimos al exterior. En el patio trasero el
doctor Johnson se reunió con nosotros.
—Ha llegado la ambulancia. Están introduciendo los cadáveres. Iré con ellos a la ciudad.
Les practicaré la autopsia inmediatamente.
—Muy bien —dijo Carson. Luego se volvió para hablar con sus dos agentes, quienes
finalmente habían abandonado la cama para acudir a la granja de los England—. ¿Habéis
desayunado bien?
Los agentes movieron nerviosamente los pies.
—¡Qué diablos!—dijo Buck Mullins—. No sabíamos...
El sheriff le interrumpió. Dio un par de órdenes y los dos corrieron hacia el granero. La
sucia ambulancia negra pasó junto a ellos mientras salía lentamente de la ennegrecida es-
tructura de madera. Se detuvo para recoger al doctor Johnson y luego reemprendió la
marcha, pasó junto a la casa y enfiló hacia la carretera del condado.
La multitud dejó de hablar por un momento hasta que la ambulancia se perdió de vista.
Luego volvió a rodearnos.
—Salgamos de aquí —dijo Carson.
Echamos a andar hacia el coche del sheriff, que había quedado en el camino de acceso a la
casa, y nos metimos en él. Los asientos estaban hirviendo. Era como introducirse en un horno,
pero al menos nos proporcionaba cierta protección frente a la muchedumbre.
Carson sacó la cabeza por la ventanilla y se dirigió a uno de los hombres próximos al
coche.
—¿Podría buscar al señor Tice y decirle que venga un momento?
El hombre asintió y partió en busca de Tice. Un momento más tarde, Tice se acercó al
vehículo y, ante una invitación del sheriff, subió al asiento trasero.
—Pensé que podíamos llevarle a su casa, si no ha traído su coche —dijo Carson.
Tice meneó la cabeza. Se le veía sobrio y, obviamente, no le gustaba.
—No, he venido campo a través cuando recibí la noticia esta mañana. Vivo a menos de dos
kilómetros de aquí. —Tragó saliva y continuó—. Jack... se llevó la camioneta anoche. No sé
dónde la dejó.
—Bien. —Carson puso el coche en marcha, dio la vuelta y enfiló hacia la carretera—. Mis
agentes están buscando en el bosquecillo que hay detrás del granero. Allí hay un prado que
llega hasta la carretera. Seguramente encontrarán la camioneta aparcada en el prado.
El granjero de ojos enrojecidos y barba hirsuta dijo:
—¿Huh? Oh, sí. Eso espero. No importa.
Viajamos en silencio durante algunos minutos. Luego pregunté:
—Señor Tice, ¿sabía usted que su hijo se veía con la chica de los England?
Tice se alzó de hombros.
—Él me lo dijo, pero no le creí. Nancy era una muchacha tan engreída. Igual que su padre.
Todos los England piensan que son mejores que cualquiera. —Lanzó una risa de desprecio—.
Supongo que ahora él cambiará de idea.
El sheriff se aclaró la voz.
—¿Tenía Jack algún enemigo por aquí?
—Bueno, cualquier jovencito lleno de fuego y audacia tiene sus enemigos... pero nadie que
pudiera hacer una cosa semejante. —Tice se pasó una mano temblorosa por el rostro—, Me
siento mal. Este calor y ahora la noticia de que mi muchacho ha sido asesinado... es suficiente
para que cualquiera se vuelva loco.
Minutos más tarde le dejamos frente a una destartalada casa que evidentemente no había
recibido una mano de pintura en los últimos treinta años. Se bajó del coche y se alejó en
dirección a ella. No se despidió de nosotros.
Probablemente en lo único que podía pensar era en llegar a la casa y en una botella de licor
destilado ilegalmente.
Continuamos viaje hacia Monroe. Cuando estábamos a mitad de camino, la radio del coche
cobró vida súbitamente. Era uno de los agentes de Carson, Buck Mullins, que llamaba desde
la granja de los England.
—¿Ed? Escuche. Hemos encontrado la camioneta del chico aparcada en un pequeño prado
cerca del bosque, a un cuarto de milla detrás del granero. Sin embargo, no hay nada dentro.
Nada salvo lo que usted suponía.
—Está bien. Seguid buscando. Quiero que reviséis ese granero palmo a palmo —dijo
Carson. Volvió a colocar el micrófono en su sitio debajo del salpicadero y sonrió som-
bríamente—. Naturalmente no van a encontrar el arma en el granero, pero seguro que
transpirarán bastante y se pondrán hechos un verdadero asco.
Asentí y abrí la boca en un enorme bostezo.
—Podría dormir una semana entera.
El sheriff pareció no aprobar mi deseo.
—Tendrás que dejar eso para más tarde. Ahora tenemos un trabajo que hacer.
Cuando llegamos al pueblo, nos detuvimos frente a la casa de los Lambert en Third Street,
el hogar de la amiga de Nancy England. La chica de los Lambert ya había escuchado las
noticias del asesinato. A estas alturas, todo el mundo sabía lo que había ocurrido. Ella estaba
extremadamente nerviosa y perturbada y no podía servirnos de ninguna ayuda.
Durante el verano, en numerosas ocasiones, normalmente la tarde de los sábados, Nancy le
había pedido que si su padre llamaba, le dijera que Nancy estaba con ella. Eso era todo lo que
sabía.
Después de una ligera presión, la joven se derrumbó y admitió que sabía que Nancy se
estaba viendo con Jack Tice.
—Estaban enamorados —nos dijo, retorciendo un pañuelo entre los dedos—. Muy, muy
enamorados. Y ésa era la única manera en que podían estar... estar juntos. La causa era el
padre de Nancy. Pensaban escaparse tan pronto como Jack reuniese el dinero suficiente.
Eso era todo. Si la joven sabía algo más, no nos lo diría. Carson y yo nos dispusimos a
marcharnos. Ella nos acompañó hasta la puerta.
—Lo que no alcanzo a comprender es ¿por qué Jack no se defendió? —dijo ella.
—¿A qué se refiere? —preguntó Carson.
—Bueno, según me dijo Nancy, él siempre llevaba un arma. Me contó que era una pistola
pequeña que podía ocultarse en la palma de la mano, pero era un arma de verdad.
Los dos miramos a la joven. Entonces Carson dijo:
—Bien, muchas gracias, señorita Lambert. Déle recuerdos a su padre.
Y nos marchamos.
Mientras nos dirigíamos hacia el coche, silbé suavemente.
—Un arma pequeña que podía ocultarse en la palma de la mano.
—Sí —dijo el sheriff—. ¿Qué me dice de eso?
Cuando llegamos al ayuntamiento eran poco más de las nueve. Pero habían sido dos horas
muy intensas. Entramos por la puerta trasera del viejo edificio y recorrimos el largo corredor
hasta la oficina de Carson en la planta baja. Allí, el agente de guardia meneó la cabeza ante la
pregunta de Carson de si había habido alguna noticia. El sheriff y yo pasamos a su despacho
privado, que se encontraba en la parte posterior de la oficina principal.
Carson accionó el ventilador. Se hundió en el sillón que había detrás del escritorio y lanzó
un profundo suspiro. Yo llevé una silla hasta un lado del escritorio y me senté.
—Sí, estoy de acuerdo con usted. Es una bonita manera de pasar el domingo —dije.
El sheriff soltó una risotada.
—Usted conoce al viejo Farris, tiene esa casa de empeños en Main. Tuve un pequeño
problema con él no hace mucho tiempo. Parece que había estado vendiendo pistolas de bol-
sillo Derringer calibre 22 a los jóvenes de la zona. Pequeños juguetes de dos cañones que
disparaban proyectiles ligeros del 22...
—Huh huh. Y evidentemente Jack Tice tenía una, y la llevaba con él —dije—. Pero no
estaba entre sus ropas. ¿De modo que adonde nos conduce eso?
—Nos conduce a una buena idea acerca de la procedencia del arma que mató a esos dos
jóvenes. El asesino encontró el arma de Tice después de haberlos desvanecido a golpes. Y
bang.
Miré con aire pensativo hacia la ventana cubierta de restos de mosca que había detrás del
escritorio del sheriff.
—Eso podría significar que el asesino no había planeado matarlos. O, lo que es más
probable, la pistola de Tice sustituyó cualquier otra cosa que había planeado utilizar como
arma.
—Huh huh. —El sheriff golpeó con la palma de la mano la gastada superficie del
escritorio—. No me importa si va contra todos mis principios, pero voy a echar un trago.
—Le acompaño —dije.
Abrió uno de los cajones del escritorio y sacó una botella y dos vasos de papel. Llenó los
vasos y me alcanzó uno. Tomé un largo trago y luego dije:
—Sabe, no me puedo imaginar al viejo England asesinando a esos jóvenes. No así.
Supongo que es la clase de hombre que coge una escopeta y le vuela la cabeza a alguien y
luego se lo cuenta a todo el mundo. Él no intentaría encubrir las cosas.
Carson asintió.
—Sí, creo que estoy de acuerdo con usted. England no encaja en todo esto.
—Creo que alguien debió seguirles. Tal vez vio cuando el chico recogía a Nancy aquí en el
pueblo, o en cualquier lugar donde se hayan encontrado, y los siguió a la granja de los
England y luego hasta el granero. Esperó a que los dos se durmieran. Subió al henal, los
golpeó, encontró el arma... y los mató. ¿Por qué? ¿Quién sabe? Tal vez se trate de un
psicópata. O quizás uno de ellos le vio antes de que los golpeara. O el asesino odiaba a uno de
ellos o a ambos por razones desconocidas. De todos modos, los asesinó. Luego prendió fuego
al granero creyendo que si lo destruía, también destruiría los cuerpos. Pero el camión con la
patrulla llegó demasiado pronto...
El sheriff reflexionó sobre lo que yo acababa de decir. Bebió un trago y se secó el bigote con
el dorso de la mano.
—Bien, no se me ocurre ninguna teoría mejor, eso es seguro. Pero, maldita sea...
El teléfono que había encima del escritorio comenzó a sonar. Cogió el auricular y dijo con
voz seca:
—Aquí Carson. —Escuchó durante unos momentos. Sus hirsutas cejas se curvaron en un
gesto de disgusto. Luego dijo—: Oh, por... está bien, está bien. Voy para allá. —Colgó el
teléfono y me miró—. Era el carcelero. Por si no tuviéramos bastantes problemas, ahora
Frazier se ha vuelto loco en la celda y el carcelero no sabe qué hacer.
Me recliné contra la silla y me eché a reír histéricamente.
—¿Qué será luego?
—La peste negra, probablemente —dijo Carson, saliendo de detrás del escritorio—.
¿Quiere acompañarme?
Asentí, acabé mi vaso y abandonamos la oficina. La cárcel se hallaba separada del
ayuntamiento por una gran zona destinada a aparcamiento. Cuando llegamos, los dos está-
bamos empapados en sudor.
Una vez en la zona de las celdas, Frazier comenzó a gritar cuando nos vio.
—Ya era hora de que se les viera la nariz —dijo.
Miramos al pirómano a través de los barrotes de la celda. Esta mañana no tenía mejor
aspecto que la noche anterior.
—¿Qué quieres? —preguntó Carson.
—Escuchadme. ¡Tengo derecho a saber!—dijo Frazier—, Ese carcelero imbécil no ha
querido decirme nada, ni siquiera me saluda. Pero tengo derecho a saberlo.
Carson inspiró profundamente y luego dijo:
—¿De qué estás hablando?
—Del granero de los England, por supuesto. —El rostro redondo y pecoso de Frazier
estaba expectante—, ¿Ardió el granero de los England?
Durante un largo minuto Carson y yo nos miramos. Luego yo pregunté:
—¿A qué se refiere?
—England, el granero de los England —dijo con impaciencia—. Yo había previsto que
ardiera a las dos de la mañana...
Carson metió un brazo a través de los barrotes, cogió al hombre de la camisa y lo atrajo
hacia él.
—¿Qué quiere decir con que lo había previsto?
Frazier se libró del brazo del sheriff. Retrocedió por la celda riendo feliz.
—Oh, le he engañado. Os he engañado a todos. Todos pensasteis que yo había provocado
los incendios la misma noche en que se produjeron, ¿verdad? Oh, anoche le engañé. Acepté lo
que usted decía y estuve de acuerdo en la forma en que se suponía que había echado gasolina
en los graneros y luego había arrojado una cerilla.
Frazier realizó una grotesca danza haciendo cabriolas por el interior de la celda.
El carcelero había abierto la puerta de la celda. Carson entró, volvió a coger a Frazier de la
camisa y le sacudió.
—Habla o te romperé el cuello aquí mismo.
—Es muy simple —dijo Frazier echándose a reír cuando Carson le soltó—. Sólo una vieja
mecha retardada de veinticuatro horas unida a un bidón de gasolina. —Ahora se mostraba
ansioso por contarnos el método que había utilizado—, Yo llegaba a un lugar una noche y
ocultaba el bidón con su mecha. Entonces, a la noche siguiente, ¡boom! Todo ardía. Y yo
estaría en casa o en el pueblo. Era una coartada perfecta.
Carson regresó lentamente al corredor. El carcelero volvió a cerrar la puerta de la celda.
Pensamientos incompletos y absurdas conjeturas bailaban en mi mente agotada.
Justo antes de marcharnos, Frazier volvió a preguntar:
—¿Ardió el granero de los England?
—Sí —le dije—. Ardió.
—Ah —suspiró Frazier feliz. Luego su rostro se ensombreció—. Si no hubiese sido por la
mala suerte...
—Mire, Frazier, el hecho de estar en la celda en este momento representa para usted el
mayor golpe de suerte que ha tenido en su miserable vida, puede creerme —le interrumpió
Ed Carson.
Ninguno de los dos hablamos mientras regresábamos a la oficina de Carson. Nos sentamos
y, todavía sin aliento, Car— son sacó de nuevo la botella y llenó los vasos de papel. Alcé el
mío.
—Bueno, brindo por... nada.
—No se apresure —musitó el sheriff.
Cogió el teléfono y llamó al doctor Johnson. Cuando tuvo al coroner al aparato, dijo:
—¿Qué ha encontrado? —Escuchó, asintió varias veces y luego, dirigiéndose a mí, dijo—:
Cada uno de los cadáveres tenía un proyectil del 22 alojado en el cerebro. Huh huh. Sí, doctor,
sólo una cosa.
Observé que Carson aferraba el teléfono con tanta violencia que tenía los nudillos blancos.
De pronto, comprendí lo que quería decir. Me incliné hacia adelante en mi silla.
Carson formuló las preguntas que yo esperaba.
—Doctor, ¿había rastros de humo en sus pulmones?
Un momento después, colgó el auricular. Asintió lentamente.
—Vamos a cogerle —dije. Nos marchamos.
Mientras el coche patrulla devoraba millas por la polvorienta carretera en dirección a la
granja de los England, pusimos todas las piezas en su lugar, en la única forma en que podían
coincidir con lo que ahora sabíamos. El punto clave, naturalmente, era que Frazier, después
de todo, había sido el responsable del incendio en el granero de los England.
Los voluntarios llegaron al granero, apagaron el fuego, y se marcharon, todos salvo uno,
que se quedó montando guardia.
Bob Hofner. Y, según sus propias palabras, nadie había entrado en el granero excepto él
mismo. El viejo England lo había intentado pero Hofner le había disuadido de su propósito.
Nadie más había estado en el interior del granero.
—Fue Bob quien lo hizo —dijo el sheriff—. Sólo el cielo sabe por qué. Pero fue él quien lo
hizo. El hecho de que el doctor haya encontrado vestigios de humo en los pulmones de esos
jóvenes prueba que estaban en el henal, y vivos, durante el incendio. Es probable que el humo
les produjera un desvanecimiento, pero no fue lo que les causó la muerte. Dos proyectiles del
22 fueron los responsables. Recuerde, junto a los cuerpos había una botella de whisky vacía.
Estuvieron bebiendo. Luego se durmieron, poco antes de que comenzara el fuego.
Capté lo que quería decir.
—Sí. Tiene sentido. Habían bebido lo bastante como para dormir la mona, hasta que el
humo hizo que perdieran el conocimiento. Entonces, un rato después, Hofner se encargó de
que la pérdida de conocimiento fuese permanente.
Estábamos llegando a la granja de los England. Carson redujo la velocidad y giró hacia el
camino de acceso.
—Y, también, ésa es la razón por la que fueron asesinados de ese modo. Un disparo a
través del paladar y dejar los cuerpos de espaldas para que no hubiese ningún rastro de
sangre —dije—. Hofner pensó que no se haría un examen médico lo bastante exhaustivo
como para que descubrieran las heridas, ya que parecería obvio que la muerte se había
producido por asfixia a causa del humo... De no haber sido por el doctor Johnson, hubiese
dado resultado.
—Ya lo creo que sí —dijo Carson—, Bien. Hemos llegado.
Se veía mucha más gente que antes merodeando por los alrededores de la casa de los
England. Bajamos del coche y nos reunimos con los agentes de Carson.
Diez minutos más tarde encontramos a Bob Hofner.
Estaba con el grupo de jóvenes, junto al semiquemado granero, contándoles los sucesos
acaecidos durante la noche anterior en aquel lugar. Aunque no todo lo que había ocurrido. El
sheriff le llamó.
Hofner se acercó. Nos miró de forma interrogadora.
—Vamos, Bob —dijo el sheriff con voz serena.
—¿Ir? ¿Adónde?
—Al pueblo, Bob. Vamos. No nos causes problemas o atraerás la atención sobre nosotros.
A muchos de estos tipos les encantaría colgar al asesino de esos jóvenes. Y nosotros sabemos
quién ha sido, ¿verdad?
A Hofner se le doblaron las rodillas. Se habría desplomado si uno de los agentes no le
hubiese cogido de un brazo. Su boca se abrió, se cerró y se volvió a abrir. Pero de su boca no
salió ningún sonido.
Le llevamos al coche y le ayudamos a subir al asiento trasero. Buck Mullins se sentó a su
lado. El otro agente nos seguiría hasta el pueblo en el otro coche patrulla.
Hofner se inclinó hacia adelante hasta que su cabeza quedó apoyada en las rodillas.
Comenzó a sollozar.
—No sé por qué lo hice. No sé qué sucedió.
—¿Dónde está el arma? —le pregunté.
—¿Arma? Yo... cavé un hoyo junto al granero y la enterré. Ojalá no la hubiese encontrado
entre las ropas de Jack...
Sus hombros volvieron a estremecerse a causa de los sollozos.
Comenzó a desgranar lentamente la historia de lo sucedido mientras viajábamos hacia el
pueblo bajo el ardiente sol del mediodía. Era como Carson y yo habíamos imaginado. Poco
antes del amanecer, Hofner había oído toses que provenían del henal. Subió. Tenía una
linterna y con el haz de luz descubrió a los dos jóvenes.
—Jack se estaba despertando e intentaba incorporarse. Aún estaba seminconsciente. Me
acerqué a él y le propiné un buen golpe. Ya sabéis, un golpe de karate en la nuca con el canto
de la mano. Para entonces Nancy había comenzado a lanzar gemidos y sus párpados se
movían. Entonces la golpeé a ella también. Del mismo modo.
Hofner vomitó. Luego continuó con su historia.
—Los dos estaban allí tendidos, desvanecidos otra vez. Busqué entre las ropas de Jack.
Pensé que podía tener algo de dinero. No lo sé. Era como un sueño. Encontré esa pequeña
pistola en el bolsillo de los pantalones. Estaba cargada. Dos proyectiles. Me volví y los miré a
los dos, allí tendidos. Todo me daba vueltas. Lo único que se me ocurrió pensar fue que
Nancy había sido demasiado buena para tener algo que ver conmigo, pero ella estaba allí, con
un pelmazo como Jack Tice... De pronto, algo explotó dentro de mí. Así que... que los maté.
No pensé que alguien pudiera descubrir lo que había pasado.
—Te importaba Nancy, ¿verdad? ¿Mucho más de lo que nos dijiste? —dijo el sheriff con voz
amable.
Hofner alzó sus ojos llenos de lágrimas.
—Sí, la amaba. Yo la amaba. Nunca le hubiese hecho ningún daño. Si ella hubiese sido
amable conmigo... —Sacudió la cabeza con violencia—, Pero nunca le hubiera hecho daño.
Debí volverme loco.
Aparcamos detrás del ayuntamiento. Durante un momento, el sheriff Carson permaneció
mirando el pavimento calcinado por el sol.
—Verano —dijo— en el Condado de Pokochobee.
Variaciones sobre el mismo episodio

Fletcher Flora

—Éste es un caso extravagante —dijo Marcus.


Bobo Fuller se apartó deliberadamente a la mayor distancia que permitía el asiento del
coche patrulla y miró con aburrimiento hacia los edificios. Circulaban a través del escaso
tráfico a reducida velocidad y con la sirena muda. Esto, para Fuller, era una violación del
procedimiento, casi una ofensa contra las convenciones. Dos policías que se dirigían a
investigar un homicidio, según su opinión, debían marchar a toda velocidad con la sirena
aullando en el techo del coche. Pero Marcus, lamentablemente, pensaba que eso debía quedar
para las ambulancias y los coches de bomberos. Después de todo, no había prisa. La escena
del crimen estaba perfectamente vigilada por agentes uniformados, enviados poco después
de recibirse la noticia, y el cadáver no podía irse a ninguna parte. Las altas velocidades le
ponían nervioso, decía Marcus, y las sirenas le producían jaqueca.
—¿Cómo extravagante? —preguntó Fuller.
—Según tengo entendido —dijo Marcus—, ese tipo llamado Draper estaba durmiendo en
su cama esta mañana y alguien entró en el dormitorio y le apuñaló.
—Eso no me parece extravagante. Me parece bastante simple.
—No me refiero a extravagante en ese sentido. Le sucedió a un individuo extravagante que
vive en un lugar extravagante. Eso quise decir.
—Gracias. —La voz de Fuller estaba lo bastante impregnada de veneno para manifestar su
estado de ánimo mientras conservaba el tono diplomático—. Es agradable que a uno le
informen. ¿Estaba Draper casado?
—Lo estaba.
—¿Dónde estaba su esposa cuando le apuñalaron?
—Buena pregunta, Fuller. Se lo preguntaremos a la primera oportunidad.
Mientras tanto habían girado hacia un amplio bulevar separado en el medio por una franja
de tierra sembrada de hierba azulada y siempre verde, en una zona reservada funda-
mentalmente a edificios de apartamentos y hoteles. Se detuvieron frente a uno de los hoteles,
el Southworth, y bajaron del coche. A pesar de tener una placa de bronce con el nombre y un
dosel desde el bordillo hasta la entrada, el hotel no era en realidad tan lujoso. Lo que Marcus
había querido decir era que el Southworth era un hotel caro. Esta convicción no se veía
oscurecida en absoluto por el impecable portero que les franqueó la puerta.
—Es en el quinto piso —dijo Marcus por encima del hombro mientras atravesaban el
vestíbulo en dirección a los ascensores—. Subiremos directamente.
Una vez en el quinto piso, recorrieron el pasillo y se detuvieron ante la habitación 519.
Marcus empujó la puerta, que ya estaba ligeramente entornada, y penetró a un pequeño
vestíbulo flanqueado por el cuarto de baño a su derecha. Unos metros más adelante accedió
al dormitorio de una suite de dos habitaciones. A su derecha, con la cabecera contra la pared
interior del baño, había una cama de matrimonio. Junto a la misma, mirando hacia abajo
como si estuviese perplejo por la muerte y las probabilidades de la eternidad, había un
hombre pequeño y de cabello gris con un estetoscopio que colgaba del bolsillo lateral de su
chaqueta. El estetoscopio no hacía más que representar una especie de emblema profesional
que respaldaba el caduceo23. El hombrecillo de cabello gris no lo había necesitado porque el
hombre que yacía encima de la cama, el objeto de su perpleja mirada, estaba tan claramente
muerto como lo sugería el cuchillo clavado en la base de la garganta. Había sangrado bastante
y la sangre había empapado la pechera de su pijama de seda blanco, extendiéndose luego en
una gran mancha sobre las sábanas blancas de algodón. El hombrecillo alzó la vista y miró a
Marcus con ojos curiosamente coléricos.
—Hola, Marcus —dijo—. Llegas tarde.
Marcus rodeó la cama y se detuvo junto a ella en el pequeño espacio que había entre el
lecho y la pared. Fuller permaneció del otro lado, detrás del médico, y observó la carnicería
con un obligado aire de concentración. La vergüenza secreta de Fuller era que la visión y el
olor de la sangre le ponían enfermo.
—A veces me ocurre —dijo Marcus, devolviendo la mirada a los ojos muertos y
reprimiendo el deseo de cerrarlos—. Parece que ha sangrado mucho, ¿verdad?
—Es lo que suele ocurrir cuando a alguien le cortan la garganta.
—¿Cuánto hace que está muerto?
—Pocos segundos después de que le apuñalasen.
—¿A qué hora le apuñalaron?
—No hace mucho. Digamos que cerca de las nueve. Poco antes de que le encontrasen.
—¿Quién le encontró?
—¿Cómo podría saberlo? Yo sólo certifico su muerte, Marcus. El policía eres tú.
—Exacto. Él estaba durmiendo cuando le mataron, durmiendo boca arriba. ¿Cómo pudo
entrar aquí el asesino? Las puertas de estos hoteles se cierran automáticamente. No se las
puede abrir desde el exterior con una llave... No se moleste en contestarme, doctor. Ya me ha
dicho que el policía soy yo.
Sacrificando un pañuelo, Marcus se inclinó con una intensa sensación de repulsión y
extrajo el cuchillo, preservando cuidadosamente unas huellas dactilares que él sabía
perfectamente que no encontrarían.
Era un simple cuchillo de cocina. De mala calidad, pero bastante bueno y bastante afilado
como para pelar una patata o cortar un bisté o una garganta. Se puede comprar uno de esos
cuchillos en centenares de ferreterías o grandes almacenes o almacenes de artículos baratos.
En resumen, era imposible rastrear o identificar al dueño del cuchillo. ¿Había cuchillos como
aquél en la cocina del hotel? Si así fuese, al menos sería un principio, pero Marcus, el
sempiterno pesimista, apostó amargamente que en la cocina del hotel no había cuchillos de
esa clase.
Mientras pensaba todo aquello, fue consciente de las voces y los movimientos que
provenían de la habitación contigua. Entonces, abruptamente, y llevando en la mano el cu-
chillo envuelto en el pañuelo, atravesó la puerta que comunicaba ambas habitaciones de la
suite. Una pareja de técnicos del laboratorio estaban trabajando con su pericia habitual en su
abracadabra científico. Un agente uniformado se encontraba de pie junto a la puerta que
comunicaba con el vestíbulo. Marcus, saludando con la mano a los técnicos, se acercó al
policía. Éste se identificó y, ante la pregunta de Marcus, le dio un informe tan breve y exacto
que parecía haber sido preparado y ordenado con anticipación a fin de conseguir una elevada

23
Varilla alada de Kermes y Mercurio que simboliza el comercio y la medicina. (N. del T.)
calificación. De hecho, ésa fue la impresión y Marcus lo registró mentalmente.
A las nueve y veinte el patrullero y su compañero habían recibido el mensaje por radio que
les había conducido al Southworth. Se encontraban de patrulla muy cerca y llegaron a las
nueve y veintisiete. Habían encontrado al gerente del hotel, Clinton Garland, recién salido de
la cámara de los horrores, manteniendo una diligente guardia en el corredor frente a la puerta
de la suite. El cadáver había sido descubierto por una de las criadas al entrar en la habitación
para cambiar las toallas del cuarto de baño. La pobre mujer había pegado un alarido que llegó
de boca en boca hasta el despacho del gerente, y éste se había hecho presente de inmediato en
compañía del jefe de botones, quien posteriormente salió para dar aviso a la policía. Al llegar
al hotel, los dos patrulleros habían relevado al gerente de su guardia frente a la habitación del
difunto. Por lo tanto, nada había sido tocado hasta la llegada de los de Homicidios.
—¿Dónde está su esposa? —preguntó Marcus.
El patrullero pareció confundido, comprendiendo de inmediato que, dentro de su
minucioso informe, había cometido una tremenda omisión.
—¿Esposa, señor?
—Exacto. Esposa. Él tenía una esposa, ya sabe.
—En realidad, señor, no lo sabía.
—¿Debo suponer, entonces, que ella no se ha dejado ver desde que usted llegó aquí?
—No, señor. No he visto a la esposa.
—No importa. Ya nos ocuparemos de ella cuando sea oportuno. ¿Dónde está el gerente
ahora?
—Esperando en su despacho en la planta baja, señor. Estaba muy impresionado. Creí que
sería mejor que se marchara.
—Su trabajo ha sido excelente. Ahora será mejor que usted y su compañero regresen a su
trabajo de patrulla.
Marcus entró de nuevo en la habitación y depositó el cuchillo homicida, en su nido de
algodón, encima de una mesa que estaba junto a un técnico que buscaba huellas dactilares.
—Compruebe el mango de este chisme —dijo Marcus—, aunque dudo que encuentre gran
cosa.
Se dirigió al dormitorio a través de la puerta que comunicaba ambas habitaciones. El
médico se había marchado, pero Fuller aún estaba allí.
—Echa un vistazo por ahí, Fuller, y mira qué puedes averiguar. Lo más probable es que no
descubras nada significativo, pero supongo que debemos intentarlo de todos modos. —
Marcus, sin dejar de hablar, llegó hasta la puerta que daba al corredor—. Voy abajo a hablar
con el gerente. Volveré pronto.
Se marchó y Fuller comenzó a buscar algo que pareciera significativo.
Sin embargo, Marcus no fue directamente al despacho del gerente. Algo le demoró incluso
antes de echar a andar por el corredor. Escuchó un siseo agudo y súbito, casi como el silbido
de una serpiente asustada, y vio que la puerta al otro lado del corredor se había abierto lo
suficiente como para permitir el paso de lo que parecía la cabeza decapitada de la abuela de
alguien. Tenía el pelo blanco partido por la mitad y recogido en un moño; un rostro pequeño
y ansioso, lleno de pecas, con una boca minúscula y apretada que se parecía mucho a otra
peca con dientes; gafas sin montura que se deslizaban hacia abajo de una nariz afilada y,
detrás de las gafas, atisbando por encima de ellas con una mirada astuta, un par de ojos
alertas e inquisitivos.
Marcus pensó inmediatamente en un ave de rapiña.
—¿Ha siseado usted? —preguntó Marcus con amabilidad.
La mujer asintió bruscamente y miró hacia ambos lados del corredor en una actitud que
parecía invitar a Marcus a algún tipo de conspiración.
—¿Es verdad? —susurró.
—Puede ser —dijo Marcus—. ¿Si es verdad qué, exactamente?
—¿Está Mark Draper muerto?
—Lo está.
—¿Asesinado?
—Lamentablemente, sí.
La cabeza blanca asintió de nuevo. Los ojos brillaron por encima de las gafas.
—Es un pequeño milagro.
—¿Oh? ¿Lo cree usted? ¿Por qué?
—Algunas personas han nacido para ser asesinadas. —El susurro ahora era apenas
audible—. Y algunas personas han nacido para ser asesinos.
—Es una teoría muy interesante. Me encantaría escucharla.
—Yo sé una o dos cosas. Es verdad.
—No me sorprendería.
—Es cuestión de instinto. Siento cosas.
—Señora, el instinto no se acepta como prueba en la sala de un tribunal. Sin embargo,
cuando está apoyado en una sólida evidencia puede resultar sumamente útil en una in-
vestigación. ¿Puedo pasar?
—Por favor.
Abrió la puerta sólo lo suficiente para que Marcus pudiese entrar y luego, silenciosa y
rápidamente, la cerró tras él. La atmósfera de conspiración, pensó Marcus, se estaba tornando
un poco absurda.
—Permítame que me presente —dijo—. Teniente Joseph Marcus.
—Yo soy Lucrecia Bridges. ¿Quiere sentarse?
Se miraron a través de un metro y medio de alfombra verde en una habitación que se
traicionaba por la presencia de varios pequeños agregados de baratijas, obviamente persona-
les, que le conferían aspecto de lugar de residencia permanente. Lucrecia, eso estaba claro, no
era un huésped pasajero.
—Usted tiene una teoría —dijo Marcus—. Y también instinto. Estoy interesado en ambas
cosas.
Su blanca cabeza se sacudió y nuevamente Marcus tuvo la imagen de un ave de rapiña.
—Mark Draper —dijo ella— no era mejor de lo que debió haber sido.
—La mayoría de nosotros no lo somos.
—Bebía y jugaba y no se acostaba hasta la madrugada.
Marcus, que era culpable de lo primero y de lo último aunque no de lo segundo, chasqueó
la lengua reprobadoramente.
—¿Lo era?
—Sí. Más aún, era un manirroto, y no trabajaba.
Ahora el chasqueo de Marcus fue más genuino. Él no era culpable de estos cargos ya que
era demasiado pobre para permitirse esos lujos.
—Si no trabajaba, ¿cómo es que podía residir en un hotel como éste? Debe de ser un sitio
muy caro.
—Lo es. Tenía dinero. Lo heredó, más de lo que podría gastar en una vida, aun siendo tan
manirroto. ¿Por qué cree usted que esa pequeña hipócrita se casó con él?
—¿Hipócrita? —Marcus hizo un rápido ajuste mental—. Oh, sí. Su esposa, por supuesto.
—Ella es mucho más joven de lo que él era, muchos años más joven. La diferencia de edad
provoca situaciones peligrosas. Invita a los problemas.
—¿Cómo?
—Yo nunca le fui infiel al señor Bridges. ¡Nunca!
—Eso es muy loable. ¿Usted piensa que la señora Draper le era infiel a su esposo?
—Yo sé lo que sé.
—¿Instinto?
—Tengo ojos. Puedo ver lo que pasa.
Marcus no lo dudó ni por un instante. Sin embargo, los testigos debían ser más específicos.
—¿Qué es lo que vio? ¿Y cuándo lo vio?
—Muchas veces. El señor Draper pasaba mucho tiempo fuera. No trabajaba, pero siempre
estaba en alguna parte, y ella recibía visitas. Durante el día. Siempre he pensado que es
mucho más reprobable durante el día, ¿usted no?
Marcus no tenía preferencias, día o noche, pero volvió a chasquear la lengua.
—¡Qué descaro! —dijo.
—Exactamente. Podría darle algunos nombres que sorprenderían a muchos.
La señora Bridges esperó a que Marcus le diese pie.
—Sorpréndame —dijo Marcus.
—Ese joven, el señor Tiber, que vive en el piso de arriba, Jerome Tiber. Era el más
desvergonzado de todos. Como usted ha dicho, un verdadero descaro. Estoy segura de que
ella le había dado una llave.
—¿De su habitación?
—Seguramente. Le he visto entrar, sin ningún problema, y sin llamar a la puerta.
—Eso es interesante. Muy interesante.
—Sin embargo, él no era el único. También están aquellos, para decirlo de alguna manera,
que tienen llaves por derecho propio.
—¿Por ejemplo?
—Bien, estoy segura de que el señor Clinton Garland la visitaba más de lo estrictamente
necesario.
—¿El gerente?
—Quiero decir, que el gerente de un hotel no tiene por qué entrar con tanta frecuencia en
las habitaciones de un huésped. Y ese jefe de botones, Lewis Varna. Dolly Draper pasaba la
mitad de su tiempo buscando algún pretexto para meterle en la habitación.
—Si entiendo bien sus implicaciones, sus gustos eran extremadamente liberales.
—Creo que sería más correcto concluir que ella no tenía ningún gusto en absoluto.
—Por cierto, parece que ella se ausentó del hotel esta mañana. ¿Por casualidad no sabrá
usted dónde está ahora?
—Por supuesto que no —dijo Lucrecia Bridges. Y luego añadió, para sorpresa de Marcus—
, Soy una persona que se ocupa exclusivamente de sus propios asuntos.
La sorpresa le hizo ponerse de pie. En cualquier caso, había logrado suficiente información
como para poner a prueba sus circuitos mentales. Echó un vistazo a su alrededor y trató de
pensar en alguna manera elegante de irse.
—Tiene usted una habitación muy agradable —dijo—. ¿Vive aquí de forma permanente?
—Sí. Encuentro muy conveniente el hecho de vivir en un hotel. He estado aquí durante
diez años, desde poco después de que muriese mi esposo.
—Debió dejarla en buena posición.
—Por cierto que sí. Winston era un gran hombre. Su muerte fue repentina. Sin previo
aviso. Estábamos cenando y se desplomó encima del plato de sopa. No hubo tiempo ni de
avisar al médico.
—Bueno, gracias por su ayuda, señora Bridges. Es posible que necesite hablar con usted
más adelante.
—Estoy a su disposición —dijo Lucrecia y acompañó a Marcus hasta la puerta, donde se
despidió de él.
Mientras Marcus pasaba junto a ella, Lucrecia, mujer al fin, tuvo la última palabra.
—Teniente Marcus, cuando encuentre a Dolly Draper —dijo— debe estar en guardia. Ella
es muy astuta y aparenta ser lo que no es. Le digo que es una mala mujer. Dolly Draper es
perversa.
El antiguo y ominoso adjetivo pareció pender del aire repitiéndose en susurros. Mientras
Marcus se dirigía hacia el ascensor, el corredor pareció súbitamente más frío y oscuro de lo
que era.
Rodeado por paneles de nogal, Clinton Garland le esperaba detrás de su escritorio de la
misma madera. Estaba impecablemente vestido, su pelo se veía peinado y cepillado y su
rostro, compuesto para una ocasión trágica, era lo bastante atractivo como para capacitarle
para una función de moderador de televisión, aunque su nariz era un poco larga. Cuando se
incorporó y tendió la mano hacia él, Marcus detectó que Garland había bebido un buen trago
para calmar sus nervios.
Después de las pertinentes presentaciones, Marcus dijo:
—Mal asunto.
—Ya lo creo que sí —dijo Garland, retirando la mano después de un contacto simbólico—.
Esto no le hará ningún bien al Southworth, teniente. Ningún bien.
—Tampoco le hizo ningún bien al señor Draper.
—Es horrible. Simplemente horrible. ¿Quién pudo haber hecho algo tan monstruoso?
—Trataremos de averiguarlo. Espero que usted pueda ayudarnos.
—Haré todo lo que esté en mi mano, por supuesto, pero me temo que sea muy poco.
—Tal vez —dijo Marcus— pueda hablarme del papel que desempeñó usted en este
desgraciado incidente.
—Naturalmente. Yo me encontraba aquí, en mi despacho, discutiendo algunos asuntos
rutinarios con Lewis Varna, el jefe de botones. Cuando la noticia llegó al vestíbulo, uno de los
botones informó al conserje y éste me avisó a mí.
—¿Qué hora era?
—No estoy seguro. Estaba tan aturdido por la noticia que temo no haberme fijado en
algunos detalles. Pasaban de las nueve. Antes de las nueve y media.
—Está bien. Continúe, por favor.
—Bien, Lewis y yo corrimos a la habitación y verificamos la información. —Garland
reprimió un escalofrío—. ¡Había tanta sangre! Fue horrible. Simplemente horrible.
—¿A qué habitación entró?
—¿A qué habitación? Pues a la habitación en la que el señor Draper había sido asesinado,
por supuesto.
—Pensé que tal vez había entrado en la habitación contigua.
—No, no, fui directamente del corredor al dormitorio.
—¿Estaba la puerta cerrada con llave?
—Sí estaba cerrada, la cerradura es automática. Pero no lo estaba. La pobre señora Grimm,
la camarera, salió gritando al corredor y dejó la puerta abierta detrás de ella ¡Qué experiencia
tan terrible para la pobrecita!
—Aparentemente, Draper dormía cuando fue apuñalado. ¿Las camareras suelen entrar en
las habitaciones cuando los huéspedes están durmiendo?
—Por supuesto que no. Sin embargo, la señora Grimm se había encontrado con la señora
Draper media hora antes, y ésta le había dicho que el señor Draper dormiría hasta tarde, pero
no había problemas en que entrase sin hacer ruido para cambiar el juego de toallas. En
realidad, el señor Draper era un dormilón crónico y era tácito que la camarera podía entrar en
la habitación cuando fuese necesario. Después de todo, nuestras camareras deben hacer su
trabajo.
—¿Adónde iba la señora Draper cuando se encontró con la camarera en la planta baja? ¿Lo
sabe usted?
—Estaba en compañía de la señora Lancaster, quien ocupa una suite de dos habitaciones
en la planta baja con su marido. La señora Draper y la señora Lancaster se encontraron con la
camarera cuando bajaban la escalera. Las dos habían estado en la suite de la señora Draper y
se dirigían a la de la señora Lancaster. Vio cuando ambas entraban en la suite.
—Parece que tiene varios huéspedes permanentes en este hotel.
—Es verdad. Solemos complacer sus gustos. Nuestros precios no son excesivos teniendo en
cuenta las comodidades y servicios que ofrecemos.
—Naturalmente. De todos modos, me encanta haber encontrado por fin algún rastro de la
señora Draper. Creo que es una mujer un tanto esquiva.
—¿Esquiva? En absoluto. Ha permanecido en la suite de la señora Lancaster todo el
tiempo. Lógicamente cuando se enteró de la muerte de su esposo quedó postrada. Simple-
mente postrada. ¡Qué cosa tan horrible ha tenido que sucederle a esa deliciosa muchacha! La
señora Lancaster la ha confortado.
—¿Cuál es el número de la suite de la señora Lancaster?
—El 421. Si debe hablar con la señora Draper confío en que será considerado con ella.
—Siempre soy considerado con todo el mundo —dijo Marcus. Buscó un cigarrillo,
encontró uno y lo encendió—. ¿Qué hizo usted después de haber visto el cadáver?
—Envié a Lewis Varna a que avisara a la policía y me quedé en el pasillo junto a la puerta
de la suite hasta que llegó la policía. Luego, con su autorización, regresé a mi despacho. Me
sentía débil. Simplemente débil.
—Lo sé. Fue una experiencia muy desagradable. ¿Dónde está la camarera en este
momento? Tendré que hablar con ella.
—Está esperando a que la llame. Lewis Varna también. Estaba seguro de que usted querría
hablar con ellos en algún momento.
—Bien. Los veré a los dos juntos. Ya sabe, dos pájaros de un tiro.
Clinton Garland salió del despacho y regresó, menos de dos minutos más tarde, en
compañía de Lewis Varna y de la señora Grimm. El primero era un joven delgado, de tez
morena y cabello negro y rizado, cortés pero no servil, que indudablemente debía de resultar
muy atractivo a las damas. La señora Grimm era una mujer pequeña, casi delicada,
perfectamente uniformada de blanco. Su pelo comenzaba a encanecer, pero el rostro aún
conservaba unos rasgos suaves y juveniles, y su cuello, en esa zona vulnerable que hay debajo
del mentón, su tensa elasticidad. Marcus se sintió sorprendido. De alguna manera había
esperado encontrar a alguien ligeramente encorvado de tanto llevar el cubo de la limpieza.
Ante la invitación de Marcus, Lewis Varna fue quien habló primero. Su informe fue
conciso y ratificaba todos los detalles significativos del informe anterior proporcionado por
Garland. Algo que, según Marcus, podía significar que ambos habían dicho la verdad por
separado o que, siguiendo con su natural escepticismo, los dos habían convenido
previamente sus historias durante el largo rato que estuvieron juntos. Marcus desconfiaba por
sistema de aquellas parejas que aportaban coartadas perfectas y, especialmente en este caso,
cuando se trataba de dos personas que tenían llaves maestras en su poder. No obstante, la
coartada no estaba herméticamente cerrada. Después de todo, estaba el tiempo crucial antes
de que Garland y Varna se encontrasen en el despacho del gerente para discutir cuestiones
domésticas.
—Veamos —dijo Marcus en tono casual—. Usted y el señor Garland se encontraban en este
mismo lugar cuando recibieron la noticia del asesinato. ¿Cuánto tiempo diría usted que
habían estado aquí?
Varna captó la insinuación. Y Garland también. Sus miradas se encontraron, echaron
chispas y se separaron, pero salvo por ese detalle la expresión del rostro de Varna se mantuvo
inalterable. Era la imagen misma del candor, como la de alguien que desea aceptar las
digresiones de una investigación policial, pero reconociendo al mismo tiempo el absurdo
básico de las mismas.
—Es difícil de decir. No estábamos especialmente pendientes del tiempo ¿Qué diría usted,
señor Garland? ¿Media hora?
—Había muchas cosas que tratar en la agenda —dijo Garland—. Media hora sería un
cálculo muy conservador. Yo diría cuarenta y cinco minutos.
—Comprendo. —Marcus se volvió hacia la señora Grimm—. Señora, ha tenido usted una
experiencia penosa.
—Fue un verdadero shock. Un terrible shock.
—¿Cree que ya se ha recobrado lo suficiente como para hablarme de ello?
—Ya estoy bien, gracias.
Y, evidentemente, parecía encontrarse muy bien. Permanecía erguida con los pies juntos y
las manos entrelazadas. Sus ojos, con la deferencia propia de un sirviente que se encuentra
ante sus patrones, estaban fijos en algún lugar imaginario, en algún punto por encima de la
cabeza de Marcus.
—Usted entró en la habitación pocos minutos después de las nueve, según tengo
entendido. ¿Es eso correcto?
—Creo que sí. No estoy segura.
—El médico calcula que el señor Draper fue asesinado aproximadamente a las nueve.
Seguramente se perdió usted una escena mucho más terrible de la que le tocó presenciar.
—Trato de no pensar en ello, señor.
—Muy bien. No se gana nada con magnificar los horrores. ¿Vio usted a alguien junto a la
puerta antes de entrar en la habitación?
—No, señor.
—¿No había nadie en el corredor?
—Nadie.
—Usted se dirigió al cuarto de baño para cambiar el juego de toallas. ¿Pensaba usted
cambiar también las sábanas de la cama?
—No, señor. El señor Draper dormiría hasta tarde. Yo me había encontrado con la señora
Draper en la planta baja y ella me había autorizado para que entrase silenciosamente en el
cuarto de baño y cambiara las toallas.
—¿Cambió usted las toallas?
La señora Grimm pensó durante un momento y luego meneó la cabeza.
—Ahora que usted lo dice, señor, creo que no. Fue el shock, usted comprende. Estoy un
poco confundida por todo lo que ha pasado.
—Es comprensible. Sólo dígame brevemente qué hizo usted después de descubrir el
cadáver del señor Draper.
—Grité y salí corriendo de la habitación. Debo de haber gritado varias veces y la cabeza me
daba vueltas. En el ascensor encontré a uno de los botones que subía desde el vestíbulo. Él me
llevó a una habitación vacía y me recostó en una cama. El huésped se había marchado muy
temprano y la puerta estaba abierta. Unos minutos después, cuando ya había recobrado algo
de mis fuerzas, pensé que lo mejor sería avisar de inmediato al señor Garland, pero cuando
salí al corredor vi que el señor Garland estaba montando guardia ante la puerta de la
habitación del señor Draper. No quise acercarme otra vez a la habitación, de modo que bajé a
la planta baja y esperé. Eso es todo, señor. Es todo lo que puedo recordar.
—Muy bien. Gracias, señora Grimm.
—¿Ha terminado ya, teniente? —preguntó Garland.
—Por el momento, sí.
Garland hizo un gesto hacia el jefe de botones y la camarera.
—Podéis marcharos.
Ambos abandonaron el despacho y también lo hizo Marcus después de despedirse
amablemente del gerente.
Dio unos ligeros golpecitos debajo de los números de la habitación: 421. Una gema
mnemotécnica, segundo número la mitad del primero, el tercero la mitad del segundo. Re-
cordando el primero, se recuerdan todos.
El pequeño juego mnemotécnico retrocedió cuando la puerta se abrió hacia adentro,
revelando a un hombre joven que llevaba una chaqueta de lana gris. El pelo era castaño,
grueso y rebelde, la nariz ligeramente aguileña y tenía una expresión que, en conjunto, era
excesivamente alegre dada las circunstancias.
—¿Señor Lancaster? —preguntó Marcus.
El joven sonrió meneando la cabeza.
—No tengo esa suerte. El viejo Bryan está trabajando. Mi nombre es Tiber. Jerome Tiber.
—¡Oh! Soy el teniente Marcus. De Homicidios. Estoy buscando a la esposa de Mark
Draper.
—La ha encontrado teniente. Dolly está aquí, sana y salva, aunque un tanto trastornada,
como podrá comprender. Debo decir que se ha tomado su tiempo para venir hasta aquí. Le
hemos estado esperando.
—Bueno, ya he llegado. Ahora dígame dónde se encuentra la señora Draper.
—Pase. Le diré que está usted aquí.
Marcus entró en la habitación. Encima de una mesilla que había junto a un sofá se veía una
cafetera plateada que despedía un aromático olor a café. Junto a ella, una taza a medio llenar
descansaba encima del platillo. Marcus se sentó en el sofá, aspiró el aroma del café y deseó
servirse una taza.
Jerome Tiber, junto a la puerta que comunicaba ambas habitaciones, habló suavemente a
través de la misma.
—Dolly, querida, tus pecados te han desenmascarado. Será mejor que salgas y afrontes las
consecuencias.
En respuesta a aquella frívola orden, dos mujeres jóvenes entraron en la habitación. Una de
ellas era bastante alta, de pelo rojo brillante, y tenía la actitud firmemente bondadosa de
alguien que está prestando ayuda y consuelo a otra persona. Esta mujer, imaginó
correctamente Marcus, debía de ser la señora de Bryan Lancaster.
La otra, entonces, era Dolly Draper. Marcus, poniéndose de pie para saludarla,
experimentó instantáneamente una sensación frente a la cual, dada su edad, debía de haber
desarrollado cierta inmunidad hacía mucho tiempo. ¿Ternura? ¿Afinidad? ¿La delicada sirena
cantando Canción de septiembre? Digamos, en nombre de la decencia, que era un sentimiento
paternal. Porque Dolly Draper, quien seguramente rondaba los veinticinco años, parecía no
haber cumplido los veinte. Y era pequeña; pequeña y delgada, con un cuerpo inocentemente
seductor enfundado en un jersey de cachemira blanco y unos pantalones rojos. Su pelo, del
color amarillo pálido de los campos de maíz, era un poco más largo que el de un cantante
masculino de música folk. Sus ojos eran grises y serenos. Se sentó en el borde de una silla de
respaldo alto y entrelazó las manos encima de las rodillas. No parecía angustiada. Sólo
infinitamente triste.
—Maldita sea, Jerry —dijo la pelirroja señora Lancaster—, por favor no seas tan frívolo. Es
absolutamente... obsceno.
Tiber, impertérrito, agitó una mano e hizo una reverencia.
—La tristeza no resuelve nada. «El Dedo Móvil escribe; y habiendo es...» Tú sabes a qué me
refiero, querida. Uno debe tener una actitud filosófica, digo yo. Además, debo añadir,
alguien, no importa cuán recriminable haya sido su método, me ha hecho un gran favor. En
resumen, ha quitado a un competidor de mi camino.
Durante este notable discurso, Dolly Draper permaneció sentada en silencio con sus ojos
grises fijos en el joven, y la débil sombra de una sonrisa tierna y triste asomó a sus labios
rosados.
—Querido —dijo—, sé que no hablas en serio, pero no debes decir esas cosas. No es
apropiado.
—Es obsceno, eso es lo que es —dijo la pelirroja—, Jerry, cuida tus modales.
—¿Qué? Oh, sí. Es hora de hacer las presentaciones. Señora Draper, señora Lancaster,
teniente Marcus. El teniente Marcus, como ya nos ha anticipado, es de Homicidios. Ya que
debemos movernos en términos familiares en este asunto, sugiero que abandonemos
inmediatamente toda formalidad. Si usted así lo desea, teniente, puede llamar Dolly y Lucy a
estas dos damas.
Marcus no lo hizo.
—Señora Draper —dijo—, éste es un penoso asunto y comprendo que para usted debe de
ser muy difícil. Lo siento.
—Ya me siento mucho mejor —dijo ella sonriendo tristemente hacia sus manos
enlazadas—. Supongo, ahora que la conmoción ha pasado, que no estoy ni siquiera
especialmente sorprendida.
—¡Oh! ¿Qué quiere decir?
—Bien, para ser sincera, el pobre Mark era un hombre bastante desagradable y siempre
estaba viajando a todas partes y asociándose con toda clase de personas poco recomendables.
—¿Qué lugares? ¿Qué personas?
Dolly Draper alzó las manos en un gesto desvalido y luego volvió a enlazarlas.
—En realidad no lo sé. Sólo lugares y personas.
—¿Nunca la llevó con él?
—Oh, no. No me interesan esos lugares y esas personas.
—Señora Draper, no es frecuente que a los hombres los asesinen sólo por ser
desagradables.
—En ese sentido —dijo Jerry Tiber—, puede hacer una excepción con el viejo Mark.
—Cállate, Jerry —dijo Lucy Lancaster—. Teniente, ¿por qué mira continuamente hacia la
cafetera? ¿Le gustaría tomar una taza de café?
—No, gracias —mintió Marcus.
—Tonterías. Por supuesto que le agradaría. Puedo saberlo por la forma en que se le mueve
la nariz. Jerry, busca una taza para el teniente.
—No hay ninguna limpia. El servicio de habitaciones sólo envió tres y las hemos usado.
—Bueno, no creo que sea una dificultad insuperable. Ve y lava una taza en el lavabo.
Jerry obedeció con razonable gracia y Marcus, sintiéndose un tanto incómodo por no
controlar totalmente la situación, volvió a centrar su atención en Dolly Draper para retornar
al caso.
—¿Está sugiriendo —dijo Marcus—, que algún extraño se deslizó en el hotel y asesinó a su
marido?
—Tal vez un huésped. Un huésped transitorio. Sospecho que ya se ha marchado del hotel.
—Es posible, por supuesto. Pero ¿cómo penetró en la habitación?
—Supongo que por la puerta. ¿No es así como se entra habitualmente a una habitación?
—Habitualmente. En este caso sin embargo no veo cómo. Señora Draper, la puerta del
dormitorio estaba cerrada con llave. Y también lo estaba la puerta de la otra habitación que
comunica con el corredor. ¿Cómo pudo un huésped transitorio del hotel, sin disponer de una
llave, entrar en cualquiera de las dos habitaciones de la suite?
—¿Es ése el problema? Yo diría que fue Mark quien le abrió.
—Su esposo estaba durmiendo cuando fue apuñalado.
—¿Lo estaba? ¿Cómo lo sabe?
Marcus comenzó a responder y luego se interrumpió antes de pronunciar ninguna palabra.
Su boca permaneció abierta y en su rostro se dibujó una expresión obtusa. Cosa que, en
Marcus, era algo extraordinario.
—Tenía aspecto de haber estado durmiendo —dijo finalmente y las palabras sonaron poco
convincentes a sus propios oídos.
—Si quiere mi opinión —dijo Dolly Draper—, ha comenzado este caso con una suposición
que puede estar equivocada. Cualquiera puede disponer un cuerpo sobre una cama para
simular que murió mientras dormía.
—¿Sabía usted que le apuñalaron en la base de la garganta desde delante?
—Sí, eso he oído. Fue algo muy cruel hacerle una cosa así al pobre Mark.
—¿Cómo demonios pudo alguien acercarse a su esposo con un cuchillo y apuñalarle
limpiamente en semejante lugar cuando él estaba despierto y erguido y consciente de lo que
pasaba?
—¿Dije yo que estaba erguido? No creo haberlo dicho. Cuando esta mañana Lucy y yo
dejamos mi suite, Mark tenía una terrible jaqueca. Cuando le dolía la cabeza se ponía tan mal,
gruñón y todo eso, que era simplemente insoportable. Fue por eso que Lucy y yo decidimos
venir a su suite. No obstante, antes de marcharnos le di a Mark un sedante y le envié a la
cama. Si alguien llegó a la puerta inmediatamente después de que Lucy y yo nos
marchásemos, antes de que el sedante hubiera hecho efecto, Mark le hubiese hecho pasar y
luego, si se trataba de alguien a quien Mark conocía bien, se habría acostado y cerrado los
ojos. Es muy posible, sabe usted, seguir una conversación mientras se está tumbado en la
cama con los ojos cerrados. De hecho, Mark lo hacía bastante a menudo conmigo. Siempre
tenía fuertes jaquecas por la mañana, a menudo debido a la borrachera de la noche anterior, y
acostumbraba a tumbarse en la cama mientras yo andaba por la habitación y él me hablaba
sin abrir los ojos. Si uno sufre de jaqueca, es mucho mejor mantener los ojos alejados de la luz.
Marcus, que tenía experiencia con las jaquecas, se vio obligado a reconocer esa hipótesis.
Miró a Dolly Draper con creciente asombro.
—Creo que es una explicación muy razonable —dijo—. ¿Tiene usted idea de quién pudo
haber acudido a la habitación de su esposo esta mañana poco después de haberse marchado
ustedes?
—Oh, no. Es prácticamente imposible saber quién pudo visitar a Mark, o cuándo o por qué.
—En ese caso, al menos, debemos concluir que el propósito era asesinarle.
—¿Debemos hacerlo? Tal vez no. Tal vez fue algo que se suscitó y se consumó de manera
imprevista.
—Lo dudo. Dudo de que alguien, a menos que planeara utilizarlo, se dedicara a visitar a la
gente llevando un vulgar cuchillo de cocina en el bolsillo.
—¿Fue con eso con lo que apuñalaron al pobre Mark? Imagínate, Lucy, ¡un vulgar cuchillo
de cocina!
Desafiada sin previo aviso, no se pudo desvelar si la imaginación de Lucy Lancaster podía
hacer frente a la ocasión. En aquel momento, portando una taza limpia con su corres-
pondiente platillo, Jerome Tiber regresó a la habitación. Sirvió café en la taza y se la alcanzó a
Marcus.
—Aquí tiene, teniente. Con las felicitaciones de la casa.
—Gracias —Marcus le agradeció el café y luego se volvió hacia Lucy—. ¿Por qué subió tan
temprano a la suite de la señora Draper?
—No era demasiado temprano. Pasaban pocos minutos de las ocho. ¿Acaso se imagina
usted que somos todos unos ricachones indolentes o algo por el estilo?
—Le pido disculpas. ¿Por qué fue a la suite de la señora Draper?
—Porque Dolly me llamó por teléfono y me pidió que subiese, por eso. Quería enseñarme
una cigarrera de plata que compró ayer por la tarde. Cuando uno la abre, comienza a sonar
«Hay humo en tus ojos».
—Pensé que era algo original —dijo Dolly—. Cigarrillos y humo en tus ojos y todo eso,
quiero decir.
A Marcus el asunto no le parecía divertido.
—¿Y poco después decidieron bajar a esta suite?
—Prácticamente nos vimos obligadas a hacerlo —dijo Dolly—. Pensábamos tomar el café
arriba, pero Mark se comportaba de forma abominable y nos gritaba para que no hiciéramos
ruido. Así que nos marchamos.
—Tengo entendido que en el camino se encontraron con la camarera.
—Sí. La camarera que siempre hace nuestras habitaciones.
—¿Y usted le dijo que no había problemas si entraba en la habitación y cambiaba las toallas
del cuarto de baño?
—Pensé que eso no molestaría a Mark. Como le he dicho, él había tomado un sedante y yo
estaba segura de que estaría profundamente dormido cuando la camarera llegara a nuestra
suite.
—He hablado con la camarera. Dice que no vio a nadie cerca de la suite. Si su esposo dejó
entrar a alguien, esa persona se marchó antes de que llegase la camarera.
—Bueno, no es frecuente que los asesinos pierdan el tiempo después de haber matado a
alguien, ¿verdad?
Marcus se sintió obligado a reconocer que tenía razón. También llegó a la conclusión de
que ya era hora de marcharse. Bebió el café de un sorbo, dejó la taza en el platillo, y se puso
de pie.
—Muchas gracias —dijo—. Debo ocuparme de otras cosas. Lamento haberles molestado.
—¿Piensa regresar arriba? —preguntó Jerome Tiber.
—Eso es.
—Yo también subiré. Puedo acompañarle si no le importa.
A Marcus no le importó. De hecho, recibió de buena gana la posibilidad de estar un
momento a solas con el sorprendente Jerome Tiber. Después de despedirme de Dolly y Lucy,
los dos hombres se marcharon juntos.
—Tengo entendido —dijo Marcus— que usted y la señora Draper son lo que algunos
podrían llamar buenos amigos.
—Estoy trabajando en ello —dijo Tiber alegremente.
—Se ha sugerido que usted dispone de una llave de su puerta.
—¿Una llave? Tonterías. ¿Para qué necesito una llave? Si no había moros en la costa, como
dicen en las novelas baratas, Dolly me llamaba para invitarme. Créame, yo no tenía ninguna
intención de pasearme por la suite del viejo Mark con una llave caliente en la mano —Tiber
miró a Marcus con una expresión azorada—, ¿Está usted sugiriendo por casualidad, teniente,
que esta mañana yo pude deslizar — me en el dormitorio de Mark y asesinarle?
—Uno debe estudiar todas las posibilidades.
—Bueno, usted puede haber supuesto que yo no era exactamente uno de los más fervientes
admiradores de Mark, pero, por otra parte, tampoco era su enemigo mortal. Con todo el
cariño que le tengo a la deliciosa Dolly, ella no merece ese riesgo. ¿Quién se lo sugirió?
—¿Qué?
—¿Quién le sugirió que yo podía tener una llave?
—Alguien que afirma haberle visto entrar sin llamar a la puerta.
—Ya. Seguramente fue esa vieja bruja que vive al otro lado del corredor. Cuando Dolly me
invitaba, solía dejar la puerta ligeramente entornada. Eso facilitaba las cosas.
—Comprendo.
Habían subido al piso superior por la escalera y se detuvieron un momento para recobrar
el aliento antes de que Jerome Tiber continuara.
—Bien —dijo—, supongo que aquí nos separamos. Como amigos, espero. Supongo que no
me permitirá entrar a echar un vistazo a la escena del crimen, ¿verdad?
—No.
—Pensé que no lo haría. Bien, no tiene importancia. Es sólo que me carcome una
curiosidad morbosa. Le deseo buena caza, teniente.
Jerome Tiber continuó subiendo la escalera y Marcus, demorándose, oyó que comenzaba a
silbar suavemente a medida que ascendía.
Fuller estaba asomado a la ventana. Se volvió cuando Marcus abrió la puerta, pero éste se
dirigió al cuarto de baño.
Comprobó que la memoria de la señora Grimm no le había fallado. Las toallas de baño
habían sido usadas y no había ningún juego limpio a la vista.
En la amplia superficie en la que había sido fijado el lavabo, entre una variedad de potes y
botellas, había un recipiente de plástico que contenía algunas cápsulas. Marcus lo examinó y
llegó a la conclusión de que se trataba de las píldoras sedantes que, aparentemente, había
tomado Mark Draper. Luego regresó al dormitorio. Fuller aún estaba junto a la ventana. La
ambulancia de la policía había llegado y ya se había marchado, y el cuerpo de Mark Draper
ya no estaba encima de la cama. Marcus, quien no era muy afecto a los cadáveres, se sintió
aliviado.
—Hay una cornisa estrecha —dijo Fuller—, Afuera, una cornisa estrecha debajo de las
ventanas. Sería un riesgo peligroso, pero un hombre podría desplazarse sobre ella. La ventana
no estaba cerrada.
—Oh —Marcus parecía abstraído—. No lo creo.
—¿Por qué no?
—Como tú has dicho, es demasiado peligroso. No sólo porque podría caerse, sino porque
podrían verle desde la calle. Además alguien que llega por la cornisa no puede estar seguro
de que Draper esté durmiendo en su cama a las nueve de la mañana. ¿Y, por la misma razón,
cómo podría saber que la señora Draper no estaba en la suite?
—No dije que tuviese todas las respuestas —la voz de Fuller era seca, casi áspera—. Es sólo
una posibilidad.
—Oh, está bien, Fuller. ¿Alguna señal de que hayan registrado la habitación?
—Nada, aparentemente.
—¿Falta algo?
—Nada evidente. Tendríamos que preguntarle a la señora Draper para estar seguros.
—No creo que sea necesario. Draper no fue asesinado por ningún ladrón. Eso es un hecho.
—¿Lo es? Admito que este trabajo no parece obra de un ladrón, pero ¿cómo puedes estar
seguro? La cornisa no es tan estrecha.
En Marcus aún persistía un aire de abstracción. Permaneció de pie junto a la cama, se
mordió el labio inferior y miró al suelo. Durante un instante pareció no haber escuchado las
palabras de Fuller.
—Estoy seguro —dijo al cabo de un momento—, porque sé quién le mató.
Fuller, entrenado en el estoicismo por experiencia, dijo tranquilamente:
—Eso es muy interesante. Tal vez no te importe decírmelo a mí.
—Todavía no, Fuller, todavía no —Marcus se sintió más animado, como si estuviese
barriendo de su mente todo el maldito asunto—. Porque aún no sé por qué. No puedo com-
prender por qué.
Se volvió súbitamente hacia la puerta.
—Vamos, Fuller. Será mejor que nosotros también abandonemos esta habitación. Por el
momento no podemos hacer nada más.
Según Fuller, por el contrario, todavía quedaba mucho por hacer. Por ejemplo, había que
arrestar a un asesino. Es decir, si efectivamente Marcus conocía la identidad del culpable.
Personalmente, Fuller lo dudaba. Para decirlo con benevolencia, Marcus sólo estaba tratando
de colocarse a la altura de la exagerada imagen que tenía de sí mismo. ¡Mirad al gran
detective! Para decirlo sin palabras bonitas y con toda franqueza, Marcus era un embustero.
Fuller no se atrevió a lanzar la acusación, pero su convencimiento quedó ratificado por lo
que sucedió durante los seis días siguientes. De hecho, en lo que a Fuller concernía, no
sucedió absolutamente nada. Marcus estuvo dos días en la jefatura. Tuvo una reunión con el
jefe y otra con el jefe y el fiscal del distrito. Pasó bastante tiempo en el teléfono discutiendo
con alguien a quien Fuller no tenía el privilegio de conocer y tampoco la posibilidad de
escuchar. Luego Marcus desapareció. Simplemente, desapareció. Según todas las apariencias,
el asesinato de Mark Draper aparentemente no concitaba ningún interés.
Entonces, después de cuatro días, Marcus reapareció. Simplemente se dejó ver por los
lugares habituales. Al entrar en su oficina en la tarde del cuarto día, Fuller le encontró
sentado detrás de su escritorio y mirando fijamente a la señora Grimm, quien estaba sentada
perfectamente erguida en una silla de respaldo alto con un monedero aferrado en su regazo.
Los nudillos estaban blancos. Y su rostro parecía de piedra.
—Oh, Fuller, al fin has llegado —dijo Marcus—. He estado preguntando por ti.
—Es muy considerado de tu parte —dijo Fuller—, ¿Dónde te habías metido?
—He estado dando vueltas por ahí. He viajado a la Costa Este y a la Oeste y he regresado.
Siguiendo el caso Draper, ya sabes. Por cierto, recuerdas a la señora Grimm, ¿verdad? ¿O
nunca la habías visto?
—Nunca.
—Pero sabes quién es, ¿verdad? Bien, te la presentaré. Señora Grimm, sargento Fuller.
Fuller saludó con la cabeza a la señora Grimm. La señora Grimm no habló y tampoco
movió la cabeza.
—La señora Grimm —dijo Marcus— es la asesina de Mark Draper.
Fuller contuvo la respiración, la aguantó hasta que el pecho comenzó a arderle y luego
despidió el aire en un suspiro apenas perceptible. Dio un paso hacia adelante y se inclinó
sobre el escritorio de Marcus.
—¿Es verdad? —dijo.
—Lamentablemente lo es. ¿Verdad, señora Grimm?
La señora Grimm no respondió. No hizo ningún movimiento.
—Me gustaría conocer los detalles —dijo Fuller lentamente—, ¿Cómo has llegado a esta
conclusión?
—Oh, fue muy sencillo, Fuller, desde el principio. Tenías razón, sabes, cuando dijiste que
este caso no parecía tan extravagante. No lo era. La señora Grimm tenía una llave maestra. El
señor Draper había tomado un sedante y, aparentemente, estaba durmiendo. La señora
Grimm entró en el dormitorio y apuñaló al señor Draper en la garganta y luego, después de
un breve intervalo que le permitió constatar que Draper estaba bien muerto, corrió hacia el
corredor profiriendo gritos.
Marcus sonrió con benevolencia.
Fuller miró con perplejidad a la señora Grimm. La señora Grimm no se movió ni habló.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Fuller.
Marcus suspiró y construyó sobre su estómago una pequeña tienda con los dedos.
—La señora Grimm, presumiblemente, entró a cambiar las toallas. Pero las toallas no
habían sido cambiadas. La señora Grimm lo explicó diciendo que estaba muy perturbada por
la escena que había descubierto en el dormitorio. Era una buena explicación. ¿Pero, qué
harían la mayoría de las mujeres si, llevando una pila de toallas, se encontrasen súbitamente
con el cadáver de un hombre? Pienso que arrojarían las toallas por todas partes. Las lanzarían
al aire mientras corrían y gritaban. ¿Tú viste alguna toalla en el suelo, Fuller?
—No —dijo Fuller—, no vi ninguna toalla.
—No importa. De todos modos ése no era el punto crucial.
—¿Cuál era el punto crucial? —preguntó Fuller.
—Tú viste la habitación, Fuller. Viste cómo estaba dispuesta. El cuarto de baño se halla en
una esquina, junto al pasillo exterior, dejando entre el baño y la pared opuesta un pequeño y
estrecho vestíbulo. En el dormitorio, la cama estaba emplazada contra la pared interior del
baño. O sea, alrededor de la esquina de la habitación. La señora Grimm no pudo haber visto el
cadáver de Mark Draper a menos que hubiese entrado en el dormitorio.
—Está bien —dijo Fuller—, no pudo haberlo visto.
—Y no había absolutamente ninguna razón para que la señora Grimm entrase en el
dormitorio. Ella simplemente iba a cambiar las toallas del cuarto de baño. Además, le habían
dado instrucciones en el sentido de que debía entrar en la suite sin hacer ruido para no
molestar al señor Draper. En cambio, ella fue directamente al dormitorio. ¿Tiene eso algún
sentido para ti, Fuller?
—No —dijo Fuller—, ninguno.
—Tampoco lo tenía para mí. Decidí que había que investigar a la señora Grimm.
Fuller volvió a mirar con asombro a la señora Grimm. La mujer permanecía inmóvil en la
silla.
—¿Por qué?—dijo Fuller—. ¿Por qué?
—Eso, ¿por qué? Como siempre, Fuller, tú vas directamente al grano. A menos que la
señora Grimm fuese una maníaca homicida, que no lo era, tenía que existir algún tipo de
motivo razonable. ¿Acaso Draper la había engañado alguna vez? ¿Había, por casualidad,
arruinado a su hija o destruido a su esposo? El caso, como ves, conducía a toda clase de
especulaciones melodramáticas. Eso es lo que he estado haciendo durante los últimos días,
Fuller. He estado siguiendo la pista de la señora Grimm y debo decir que he descubierto un
par de episodios bastante esclarecedores.
—¿Qué episodios?
—Hace tres años, en la costa oeste, la señora Grimm, que entonces se hacía llamar señora
Foster, trabajaba como criada en la casa de una pareja joven y próspera. Una tarde, mientras
la esposa estaba ausente, el esposo murió a consecuencia de un disparo efectuado a corta
distancia con su propio rifle. La señora Grimm, que se hallaba presente, informó que el
hombre estaba preparando el arma para limpiarla y que ésta se disparó accidentalmente. Las
circunstancias despertaron ciertas sospechas, pero, por falta de evidencias, el caso fue
finalmente cerrado como muerte accidental.
»Pero como tú bien sabes, Fuller, tengo una mente bastante desordenada. En aquel caso
había un elemento que me recordaba vagamente otro caso que yo había leído, y poco después
recordé exactamente cuál era. Hace seis años, en la Costa Este, un joven esposo millonario fue
apuñalado de muerte en su casa, presumiblemente por un merodeador sorprendido en plena
faena. La esposa estaba pasando la noche en casa de una amiga, pero la criada estaba en la
casa y contó lo que había sucedido, lo del merodeador y todo lo demás. El caso también
despertó sospechas, pero todas las evidencias parecían corroborar la historia. Caso cerrado.
Descubrí que la criada aunque se hacía llamar señora Breen, y después señora Foster, no era
otra que la mujer que ahora se hace llamar señora Grimm.
Cualquiera que fuese su nombre, estaba hecha de piedra. Si en realidad escuchaba lo que
Marcus decía, no daba ninguna señal. Si sentía algo, lo hacía en el más absoluto secreto.
—Pero —dijo Fuller— aún no veo la razón.
—¿No, Fuller? Tampoco la vio nadie relacionado con los dos casos. Pero yo sí. Lo
comprendí porque los tres casos, el nuestro y los otros dos, tienen un común denominador.
En cada caso, la joven esposa estaba fuera y su coartada era perfecta.
De pronto, casi violentamente, como si quisiera acabar con el asunto lo más deprisa
posible, Marcus se puso de pie y se dirigió hacia la puerta que comunicaba con la otra oficina.
Abrió la puerta y retrocedió.
—Adelante, señora Draper —dijo—. Su madre la necesita.
—¡Un equipo de asesinas profesionales formado por madre e hija! —exclamó Fuller.
—Eso es lo que eran. La hija, sumamente atractiva, se casa con un hombre razonablemente
rico. La madre, a su debido tiempo, es contratada como criada. Poco después, el esposo
muere. Más tarde, la joven viuda hereda una gran suma de dinero, incluida la póliza del
seguro de vida. Posteriormente, madre e hija se reúnen en un lugar lejano. Vida desahogada,
brillantes proyectos con futuros esposos y la rutina se repite. En nuestro caso, hubo una ligera
complicación. Draper insistía en vivir en un hotel, de modo que la madre tuvo que conseguir
trabajo como camarera y ser colocada en el piso correspondiente. Pero se las ingenió para
conseguirlo. La madre era muy lista.
—¡Estaban haciendo una verdadera carrera!
—Bueno, no te dejes impresionar demasiado, Fuller. Ese mismo trabajo ha sido hecho por
otros. La mayoría de ellos han sido envenenadores. Uno de ellos, recordarás, era un esposo
crónico que ahogaba a sus mujeres en la bañera. Esta vez, al menos, tuvimos algunas
refrescantes variaciones.
Fuller miró a Marcus con sorprendente, si bien reacio, respeto. Uno, admitió, debe ser justo
hasta con el diablo.
—Dime una cosa —dijo Fuller—, ¿Es toda la verdad?
—Nada más. Ése es mi código.
—Sospechaste de la señora Grimm desde el principio. Eso está claro. ¿También
sospechabas de Dolly Draper?
—Así es.
—¿Por qué?
—Porque ella es perversa.
—Oh, vamos, Marcus. ¿Cómo podías saber una cosa así?
—Lo sabía porque una mujer llamada Lucrecia Bridges me lo dijo. Para todo el mundo la
señora Draper era una encantadora criatura, la dulce y pequeña Dolly. Pero no para la señora
Bridges. ¿Y sabes por qué? Porque los semejantes reaccionan del mismo modo y un perro
siempre huele a otro.
—Si quieres saber lo que pienso, creo que es una locura.
—Sin embargo —dijo Marcus—, daría todo lo que tengo por saber qué había en la sopa del
viejo Winston.
Buscadores-asesinos

Ed Lacy

Reconozco que suena infantil, pero estaba tremendamente excitado por el asesinato de
Frankie Sun. No era porque se hubiese producido en mi zona y yo conociese —aunque fuese
de vista— a casi todos los que estaban relacionados con el caso. Y tampoco porque aquel
hecho fuese a permitirme abandonar el uniforme para ocupar una plaza en Homicidios. Era
sólo que... bueno, honestamente, ser policía es bastante aburrido. Pasaban cosas
verdaderamente importantes, como el robo del camión blindado en Brooklyn, el asesinato de
una corista en el centro de la ciudad o las redadas antidroga en Queens. Y yo seguía
comprobando si las puertas de las tiendas estaban bien cerradas en Washington Heights o
metiendo en la cárcel a algún borracho.
Quiero que comprendáis que yo no busco problemas, pero en diez meses que llevaba en el
cuerpo de policía tenía que haber algo más que un par de pies cansados por hacer cumplir la
ley.
De modo que ahora estaba sentado en la sala de detectives del distrito y, junto con los
demás, escuchaba atentamente mientras un inspector de Homicidios explicaba el caso. Estaba
con los personajes importantes; pensé que realmente estaba viviendo.
—Esto es lo que sabemos —dijo el inspector y su voz era demasiado suave para un sujeto
de su tamaño—. Un matón llamado Frankie Sun es encontrado muerto a puñaladas frente a
una casa particular. El historial de Frankie es bastante extenso: asalto y violación, asalto a
mano armada, robo de coches, robo con escala, tenencia ilícita de armas, tenía tiempo para
hacer de macarra... todo.
»No tengo necesidad de recordaros que cuando un criminal peligroso como Frankie es
asesinado, se trata de algo más que de un simple homicidio. Para no mencionar que primero
fue dejado sin conocimiento a golpes de cachiporra y luego apuñalado. Quiero que este caso
sea resuelto rápidamente porque no se trata sólo de un asesinato, sino que puede llevarnos a
otros crímenes. Hasta donde hemos podido averiguar por los chivatos, Frankie estaba metido
en algo “grande”, pero nadie sabe exactamente en qué.
El inspector hizo una pausa, mirándome a mí, pareció satisfecho cuando no formulé
ninguna pregunta tonta sino que, por el contrario, esperé a que terminara.
—Frankie —continuó el inspector— parece haber estado trabajando con un rufián de fuera
de la ciudad llamado Marty. No sabemos nada de este Marty, excepto su nombre de pila. Éste
es el cuadro: Frankie fue asesinado en una zona pobre de Washington Heights. En la casa
frente a la que fue hallado el cadáver viven sólo dos personas: la propietaria, una tal señora
Austin, y su única inquilina, una joven de diecinueve años llamada Ruth Thomas. Ambas nie-
gan conocer o haber visto nunca a Frankie Sun. —El viejo inspector me señaló con el dedo—.
Éste es el patrullero Stewart; la manzana forma parte de su zona. Estará a nuestras órdenes
durante un tiempo. Stewart, ¿qué clase de vecindario es ése?
—Bien, señor —dije, poniéndome de pie y sintiéndome como un escolar entre tantos
veteranos—, como usted ha dicho, señor, es una zona bastante pobre. Y a nivel de crimi-
nalidad es...
—¿Qué? —preguntó el inspector.
—Dije que a nivel de criminalidad también es pobre.
—Vamos —gruñó el inspector—, hable en inglés, ¡no tenemos tiempo que perder!
Algunos detectives se echaron a reír y no pude evitar que los colores subieran a mis
mejillas.
—Sí, señor. Quería decir que es una zona respetable en cuanto al delito se refiere. Algunos
pequeños delincuentes, juegos insignificantes, tal vez algún pequeño corredor de apuestas;
pero nada de crimen organizado a gran escala y, por cierto, nada que pudiese despertar el
interés de un rufián como Frankie Sun.
»En cuanto a las dos mujeres. Creo que podemos olvidarnos de la señora Austin. Es una
señora mayor que sólo abandona su casa para ir a la compra. La mayor parte del día lo pasa
cuidando de su jardín. No sé mucho acerca de la joven, excepto que vive en la casa desde
hace tres meses y que trabaja como vendedora en una tienda de regalos en la avenida
Amsterdam. En mi opinión, no parece la clase de mujer que pudiera asociarse con un
delincuente, una...
—Si tiene diecinueve años —interrumpió un detective bien vestido—, es la clase de pollita
que interesaba a Frankie. Siempre andaba tras las jovencitas.
El inspector de Homicidios dijo:
—Esta tal señorita Thomas... ella no es exactamente una muchacha fascinante. Es una joven
vulgar y huesuda, recién llegada de un pueblo aburrido. Dígales qué más descubrió, Stewart.
—Sí, señor. Naturalmente un asesinato despierta la comidilla del barrio. Hay un zapatero
llamado Jack Cook que tiene un pequeño negocio frente a la casa de la señora Austin, al otro
lado de la calle. Nunca ha olvidado el hecho de que fue sargento de la Policía Militar durante
la Segunda Guerra Mundial. Le gusta hablar conmigo de los métodos policiales. Afirma haber
visto a Frankie Sun vigilando la casa, observando a la señorita Thomas durante los últimos
días. Identificó positivamente una fotografía de Frankie como el hombre a quien creía un
novio celoso.
—Me parece que este Cook es un pelmazo aficionado a los crímenes —dijo uno de los
detectives.
—Evidentemente Jack es un policía frustrado —dije yo—, pero yo no diría que es un
pelmazo. Él es...
El inspector alzó una mano pidiendo silencio.
—Ahora ya sabéis todo lo que tenemos. He hablado con Cook y está seguro de haber visto
a Frankie merodeando por los alrededores de la casa. Nos hemos puesto en contacto con el
pueblo de donde procede la señorita Thomas pidiendo información sobre ella. Stewart y yo
iremos a hablar con ella esta mañana. Quiero que vosotros —dijo dirigiéndose a dos de los
detectives— averigüéis todo lo que podáis acerca de ella, que investiguéis en su pasado. El
resto trabajaréis los bares y quiero que presionéis a vuestros chivatos. Quiero saber dónde
vivía Frankie Sun y qué estaba haciendo en esta parte de la ciudad. Manteneos en contacto
conmigo. Eso es todo.
No obtuvimos demasiada información de la señorita Thomas. Era una joven tímida, que
evidentemente temía a la policía a pesar de la voz paternal del inspector; estaba un tanto
enfadada por haber tenido que salir de su trabajo, perdiéndose algunas horas de sueldo.
Hacía tres meses que había llegado a Nueva York, desde un pequeño pueblo en el norte del
estado, buscando trabajo; se había alojado en la casa de la señora Austin y había encontrado
trabajo en una tienda el primer día de estancia en la ciudad. No, ella no conocía a nadie aquí,
excepto a la señora Austin y las compañeras de la tienda. Oh, no, por supuesto que no tenía
amistades masculinas. Parecía patéticamente delgada y joven con su vestido ordinario y
bastante usado. Yo siempre había pensado que los jóvenes del campo estaban muy bien
alimentados, pero Ruth Thomas parecía haberse perdido muchas comidas.
El inspector continuó preguntándole si no había pasado nada extraño en los últimos días,
pero ella insistió en que a ella nunca le había sucedido nada anormal. Todo lo que hacía era
trabajar, guisar en la pequeña cocinita que tenía en su habitación y pasar sus tardes
estudiando manuales de estenografía y de otros trabajos de oficina. No, nunca salía, ni
siquiera al cine; no podía permitirse ese lujo y, además, gastar el dinero era algo pecaminoso.
Su deseo era matricularse en una escuela de secretariado cuando hubiera ahorrado suficiente
dinero. Nos enseñó con orgullo su libreta bancaria. Desde su primer sueldo había estado
ahorrando cinco dólares a la semana. Y también enviaba otros cinco dólares a sus padres
semanalmente.
Cuando ella salió me ordenaron seguirla. La tienda en la que trabajaba Ruth Thomas
estaba a once manzanas de la comisaría y ella ahorraba el dinero del autobús caminando y
mirando los escaparates. Sin embargo, me pareció muy extraño que una joven tan
desesperadamente pobre sólo mirase los escaparates de las tiendas caras.
La seguí hasta su trabajo y pasé el resto de la tarde hablando con diferentes propietarios de
las tiendas. Todos ellos examinaron la fotografía de Frankie Sun y dijeron no haberle visto
antes. A las cuatro regresé a la sala de detectives. Parecía que estábamos caminando en
círculos. Una pareja de detectives había seguido la pista de Frankie Sun hasta una habitación
barata cerca de Penn Station. En la habitación no había muchas cosas... se había mudado la
semana anterior. También encontraron a una camarera con la que Frankie había salido; ella
dijo que él hablaba de «dar muy pronto un golpe importante», pero sólo lo había tomado
como una fanfarronada. Frankie actuaba como si no tuviese dinero, le costaba largar un
pavo 24. Ella nunca había oído hablar de ningún Marty, tampoco sabía dónde vivía Frankie o
nada acerca de él.
Los chivatos no habían aportado ninguna información interesante y tampoco descubrimos
nada significativo acerca de la señora Austin, como yo había previsto.
Al día siguiente volví a seguir los pasos de Ruth Thomas. La seguí hasta la tienda y, por la
noche, de regreso a su casa. Hice algunas preguntas de rutina a las otras vendedoras y supe
que consideraban a Ruth muy «chapada a la antigua». Tampoco era muy popular porque
cuidaba exageradamente su dinero y nunca hablaba de citas con algún hombre. Cuando
regresé a la comisaría y presenté mi informe, tuve la sensación de que el caso había perdido
interés. El inspector ya no estaba a cargo de las investigaciones y me ordenaron presentarme
en uniforme al día siguiente en el turno de las cuatro. Me sentía disgustado por el súbito
cambio de turnos porque tenía una cita para ir al cine con mi novia la noche siguiente.
Al otro día cumplí con mi ronda y, después de llamar por teléfono al sargento, me detuve a
charlar con Jake Cook. Le pregunté si aún estaba seguro de haber visto a Frankie Sun
siguiendo a Ruth Thomas. A mí me parecía que ése era el punto fundamental del caso. Jack
comenzó a darme una conferencia sobre la forma en que él podría descubrir a un perseguidor
y mientras hablábamos en la puerta de su negoció se oyeron unos gritos que provenían de la

24
Un dólar. (N. del E.)
esquina. Pasaban pocos minutos de las seis y comenzaba a oscurecer cuando Jack y yo
echamos a correr hacia un grupo de mujeres histéricas que rodeaban a Ruth Thomas. La joven
yacía sobre la acera, inconsciente, con el vestido desgarrado a la altura del hombro y
sangrando de la boca y el ojo derecho.
Dos mujeres declararon que habían oído a Ruth gritando «¡No! ¡No!» y vieron a un hombre
corpulento que la golpeaba. El hombre había huido cuando las mujeres comenzaron a gritar.
Le dije a Jake que llamase a una ambulancia mientras yo trataba de tranquilizarlas para que
me diesen una descripción del atacante. Pero estaba demasiado oscuro como para haberlo
visto bien y sólo recordaban que era un individuo fuerte, con sombrero y abrigo gris y corría
velozmente. Un coche patrulla llegó casi al mismo tiempo que la ambulancia. El sanitario dijo
que Ruth Thomas se encontraba bien, y que sólo sufría una ligera conmoción. Le administró
un sedante y el coche patrulla la llevó a su casa.
Cuando llamé por teléfono para dar el informe, el sargento me dijo que montase guardia
frente a la casa de la joven. Jake vivía encima de su tienda y después de cenar salió para
preguntarme si había alguna novedad. Le conté que le habían dado un sedante y se la habían
llevado antes de darme oportunidad de interrogarla.
Jake dio unas caladas a su pipa y dijo:
—Está claro lo que ese tipo tenía en mente. —El tono de su voz reflejaba lo que quería
decir.
—A esta hora, ¿con todo el mundo volviendo del trabajo?
—Mire, cuando estaba en el ejército tuve un caso similar a éste —dijo Jake con paciencia—.
Un tipo intentó atacar a una muchacha en una populosa calle en pleno día. Después de todo,
un tipo como ése debe de ser un bestia. Todo el mundo oyó que la chica gritaba «¡No! ¡No!».
¿Qué otra cosa podía ser?
—Debe tratarse de una conexión con la muerte de Frankie Sun, eso es lo que creo.
Jake no estuvo de acuerdo. Me calentó la oreja durante una hora, luego la señora Austin
salió para ofrecerme una taza de café y para hablarme durante otra media hora sobre cómo
ella no comprendía «en qué se estaba convirtiendo el vecindario. Cuando me mudé a esta
casa, hace treinta y dos años, era un lugar elegante...» etcétera. Cuando pude abrir la boca, le
pedí que me avisaran cuando la señorita Thomas se despertara.
Hacia la medianoche un coche patrulla me llevó a la comisaría. Parecía que estaban
quitando la vigilancia, pero le habían avisado al policía del turno de noche que prestara
especial atención a la casa de la señora Austin. Cuando dije que me sorprendía que me
hubiesen retirado de la vigilancia, el sargento de guardia hizo algunos comentarios sarcás-
ticos sobre las personas que tratan de impresionar con su exagerada dedicación al trabajo.
Me metí en mi viejo deportivo y regresé a la casa de la señora Austin. Le hice creer al
vigilante nocturno que me habían enviado a proteger la casa. La señora Austin abrió la puerta
vestida con un camisón y una cómoda gorra de encaje. Cuando le pregunté si podía hablar
con la señorita Thomas, la vieja chismosa dijo:
—¿A esta hora de la noche? ¿Para eso me ha hecho salir de la cama? Déjeme decirle,
jovencito, que el vecindario puede haber cambiado pero yo todavía dirijo una casa respetable
y...
—Señora Austin, se trata de una cuestión oficial.
—Ella está despierta, suba si quiere. Pero recuerde que debe dejar la puerta abierta.
Ruth Thomas estaba sentada en su cama de metal y en su rostro se veían distintos tonos
azulados y púrpuras.
—Señorita Thomas, ¿podría contarme qué pasó exactamente?
—Apareció un hombre y me golpeó en el rostro. Es todo lo que puedo recordar.
La voz denotaba su miedo.
—¿Ese hombre no dijo nada?
—No. Y tampoco le había visto antes. Apenas había podido fijarme en su rostro cuando
él...
—Señorita Thomas, no sé en qué líos se ha mezclado, pero le aconsejo que me lo diga. Está
jugando con un asesino. ¿Por qué gritaba usted «¡No! ¡No!»?
Ruth Thomas pareció acurrucarse contra la almohada y pareció más infantil que nunca.
Entonces habló.
—Está bien —dijo—. Se lo contaré. Tengo miedo. Me pidió dinero y le dije que no.
Apareció ante mí y me preguntó: «¿Dónde está el dinero? ¡Entrégamelo!».
—¿Qué dinero?
—Hace unos días yo... encontré una cartera con doscientos dólares en billetes cuando
regresaba de mi trabajo.
—¿Dónde la tiene?
Vaciló durante un momento mientras me miraba con su ojo amoratado; luego la sacó de
debajo de la almohada. Era una vieja y gastada cartera de cuero marrón y dentro no había
más que doscientos dólares en billetes.
—Es mía, yo la encontré —dijo, aferrando la cartera.
Llevaba un camisón liviano y su brazo y hombro eran tan delgados que me pregunté cómo
Frankie o cualquier otro hombre podían interesarse por ella.
Aparté su mano.
—¿Ha hablado con alguien acerca de esta cartera?
—No. ¡Devuélvamela!
—Debió contárnoslo ayer —dije mientras algunas campanas comenzaban a repiquetear en
mi cabeza.
Comencé a deslizar la cartera en mi bolsillo. Su delgado rostro mostraba histeria.
—¡Es mía! —dijo y su voz era casi un grito.
Comencé a decirle que todo ciudadano debe informar a la policía cuando encuentra dinero
en la calle, pero evidentemente ella no estaba para sermones. Apunté los números de serie de
los billetes y le entregué la cartera.
—Señorita Thomas, quiero que no hable con nadie acerca de esto. A nadie. Ni siquiera a la
señora Austin.
—No lo haré. Es mía, a nadie le importa salvo a mí.
Sus manos aferraban desesperadamente la cartera.
—Ahora trate de tranquilizarse y duerma un poco. Volveré a hablar con usted temprano
por la mañana. Bajo ningún concepto abandone la casa hasta que yo regrese. ¿Entendido?
Dijo que sí, volvió a colocar la cartera debajo de la almohada y cerró los ojos. Bajé las
escaleras. La señora Austin me estaba esperando. Seguro que había estado escuchando.
Ignoraba de qué se había enterado.
Conduje lentamente de regreso a la comisaría. El detective a cargo del turno de la noche
era un gordo con una gran mueca y muchas sonrisas. Cuando comencé a hablarle del
hallazgo de la señorita Thomas, se echó a reír y me dijo:
—Yo esperaría hasta mañana, hijo. Conozco el paño. Es tu primer caso importante y ves
pistas por todas partes. Estoy ocupado. Mañana habla con el teniente. No hay prisa. —Se
reclinó en su silla giratoria y pensé que su peso la derrumbaría—. Eres nuevo en el cuerpo,
Stewart, de modo que aquí tienes un consejo: cuando estés fuera de servicio, olvídate.
Limítate a patrullar tu zona y no te comportes como un polizonte de las películas; ya tenemos
detectives para que hagan el trabajo de los detectives.
Seguro, pensé, lustrándose los fondillos de los pantalones sobre los asientos de las sillas.
Luego llamé a Homicidios. Cuando pedí el número de teléfono del inspector, alguien me
dijo:
—Hijo, ¿estás seguro de que se trata de algo importante?
—Bueno, tengo una teoría acerca de...
—¿Una teoría? Despiértale para hablarle de una idea descabellada y seguro que te vuela
los sesos. Por tu propio bien, espera hasta mañana... después de que haya tomado su segunda
taza de café.
Llamé a la División Central y al menos encontré a alguien que no puso reparos en darme
un par de datos acerca del robo del camión blindado. Registré el vestuario, encontré dos cajas
de zapatos vacías y las envolví con periódicos. Luego subí a mi coche y aparqué frente a la
casa de la señora Austin durante el resto de la noche. No vi que nadie más vigilara la casa,
pero había muchos coches aparcados y otras casas que alquilaban habitaciones desde donde
cualquiera podía observar la casa. A las siete cogí las dos cajas de zapatos, atravesé la parte
posterior de una casa de apartamentos, salvé un par de vallas y llegué al cuidado jardín de la
señora Austin.
Sorprendí a la anciana dama al llegar desde la parte trasera de la casa y ella me reprendió
por pisar las flores. Ruth Thomas estaba vestida y tomaba una taza de café en la cocina. Su
rostro ya no presentaba ninguna magulladura, pero sus labios aún se veían hinchados y sus
ojos estaban de color púrpura.
—Quiero que me haga un favor, señorita Thomas —dije.
—Estaba pensando en ir a mi trabajo. De otro modo perderé un día de sueldo.
Dudé un momento y luego decidí arriesgarme.
—Yo me encargaré de eso.
Ruth me miró, como si se preguntara cómo podía un policía cubrir la paga de un día
aunque fuese de una tienda de artículos baratos. Si yo estaba en lo cierto, sabía que el de-
partamento pagaría.
—Supongo que mis ojos tienen un aspecto fatal. ¿Cuál es ese favor? —dijo ella.
—Coja este paquete y vaya caminando hasta la biblioteca. Luego regrese aquí. Quiero que
camine lentamente.
Ella me miró con lo que creía debía ser un mirada perspicaz.
—¿Por qué? —preguntó.
—Deje que yo me ocupe del porqué. Sólo haga lo que le pido. Habrán cinco dólares extra
añadidos a la paga del día —dije generosamente y sabiendo lo que hacía.
—Me parece una tontería —dijo la señora Austin—. ¿Quiere un poco de café, jovencito?
—No, gracias. ¿Lo hará, señorita Thomas?
—¿Qué sucederá?
—Nada... tal vez. Pero si aparece aquel tipo y le arrebata la caja, deje que se la lleve. No
intente luchar y tampoco quiero que grite. —Quise decirle que si Marty aparecía se arrojara al
suelo, que se apartara de su camino, pero necesitaba un señuelo y tenía que ser Ruth.
—Si lo hago... ¿podré quedarme con lo que le enseñé anoche? —preguntó.
—Sí —dije, mientras las orejas de la señora Austin se alzaban como si estuviesen
conectadas con alambre a las ondas del aire.
Ruth Thomas abandonó la casa a las ocho llevando el paquete debajo del brazo. La seguí
en mi coche mientras mi pistola reposaba en el asiento contiguo. Caminó las tres manzanas
que la separaban de la biblioteca, que estaba cerrada, y no pasó absolutamente nada. Entonces
regresó.
Cuando Ruth giró en una esquina para tomar su calle, un tipo corpulento, vestido con un
traje marrón, saltó desde un portal, cogió el paquete y echó a correr. Por fortuna corrió en
dirección a mi coche. Le corté el paso al tiempo que gritaba:
—¡Soy oficial de policía! ¡Deténgase o disparo, Marty!
Era como disparar a un ciervo desde la ventanilla de mi coche, como había leído en alguna
parte. Sin dejar de correr, apretó el paquete debajo de su brazo izquierdo y buscó su pistolera
con la mano derecha. Le derribé con un balazo en el hombro y le dejé inmóvil con otro
disparo —afortunado— en la pierna derecha.
Estábamos todos reunidos nuevamente en la sala de detectives y cuando digo todos quiero
decir todo el mundo: los jefazos de la Central y también Ruth Thomas, quien estaba muy
pálida y asustada. Yo me sentía lleno de orgullo. Estaba seguro de que me ascenderían a
Detective de Tercer Grado. También me entusiasmaba contarles a todos, a aquellos policías
veteranos, cómo había atrapado a Marty.
—Cuando la señorita Thomas me contó que había encontrado esos doscientos dólares, el
hecho de que Frankie Sun estuviese persiguiéndola cobró sentido para mí. La semana
anterior, cuando atracaron el camión blindado y dos hombres se llevaron una bolsa de billetes
de cien... bueno, pensé que los dos individuos tenían que ser Frankie y Marty. Como sabemos
ahora por la confesión de Marty, Frankie le traicionó y se fugó llevándose sesenta de los
grandes en billetes de cien. Muy bien, dos cosas preocupaban a Frankie Sun... que su socio le
encontrase y un lugar donde el dinero estuviese «a salvo». Con ello quiero decir que Frankie
quería saber si el dinero que tenía era un cebo, unos cuantos billetes tenían numeración
registrada, o puesto que son billetes grandes, si todos los números de serie estaban con-
trolados, entonces...
—Todos los números de serie estaban registrados, fueron apuntados antes de que el dinero
fuese enviado —dijo el teniente detective, interrumpiéndome—. El dinero le quemaba a
Frankie; y tampoco fue muy inteligente por su parte dejar el paquete en la consigna de Penn
Station; debió pensar que una revisión rutinaria, una vez que supiésemos que él había sido el
atracador, habría...
—Escuchemos el resto de la historia antes de entrar en los detalles —dijo abruptamente el
inspector de Homicidios—. Continúe, patrullero Stewart.
—Sí, señor —dije orgullosamente—. Bien, Frankie sólo tenía un modo de averiguar si el
dinero era bueno... gastar un poco. Mejor aún, dejar que fuese otro quien lo gastara y luego
ver qué sucedía. De modo que puso un par de billetes en una cartera y la dejó caer en la acera.
La señorita Thomas la «encontró» y Frankie la siguió para ver qué sucedía cuando ella gastara
el dinero. Como ya sabemos, ella no gastó nada de ese dinero y Marty encontró a Frankie
cuando éste vigilaba la casa de la señorita Thomas. Obviamente, Marty pensó que la señorita
Thomas era la chica de Frankie y debía tener en su poder los sesenta grandes, de modo que
con ayuda de la señorita Thomas le tendí una trampa... y le atrapé.
—Buen trabajo, Stewart —dijo el inspector—, aunque también ha tenido suerte. —Se
volvió y sonrió a Ruth Thomas—. ¿Por qué no gastó usted ese dinero?
—¿Gastar doscientos dólares?—preguntó Ruth y el temor se reflejó en su débil voz—. Eso
hubiese sido una verdadera estupidez. Nunca había visto una cantidad semejante en toda mi
vida. Pensaba ingresar ese dinero en el banco, para poder iniciar mis estudios en la escuela de
secretariado, pero no podía hacerlo. Esos dos billetes eran tan hermosos que no podía
apartarlos de mi vista.
—Eso me recuerda —dijo el teniente, extendiendo su manaza— que debe entregármelos.
Son del banco.
Ruth me miró con ojos alarmados.
—¿Pero usted me prometió que podía quedarme...?
—Entréguele el dinero —le dije—. Y no se preocupe; toda o buena parte de una
recompensa de cinco mil dólares está esperándola, depende de lo que diga el inspector.
—Mitad y mitad —dijo el inspector.
Por mí estaba bien, incluso menos los cinco dólares que le había prometido. No podría
haberlo hecho sin ayuda de la señorita Thomas.
Alfileres para la jefa

Georges Carousso

A decir verdad, no es mucho lo que sé acerca de estas cosas. Quiero decir que estoy
asustado. ¿Qué es lo que sé sobre el vudú? Eso es algo relacionado con Haití y esas islas mis-
teriosas.
Pero no podía resistir la visión de la muñeca. Sinceramente. Sentada en un rincón de la
ventana, toda flácida y polvorienta, era igual a ella. Creedme, cuando ella se relaja adquiere
una flacidez encantadora, como si estuviese repantigada sobre un sofá. El polvo es como una
nube de oro que flota a su alrededor; ella es tan rubia e inteligente. También era la jefa de mi
esposo y yo la odio, como una mujer puede odiar a otra.
Quiero decir que vi la muñeca en la ventana de la tienda de novedades que está a una
manzana de la oficina de Tim. Entré y la compré. Dos noventa y cinco más impuestos... con
los alfileres clavados.
Sinceramente, yo ignoraba aquello de los alfileres cuando entré en la tienda. Supongo que
sólo quería comprar la muñeca y regalársela a Thelma como una broma, o algo por el estilo,
porque era muy parecida a ella, especialmente con aquel pelo rubio platinado y el sedoso
mechón que siempre le cae sobre el ojo izquierdo haciendo que Thelma tenga que echarlo
hacia atrás con la mano. Ese movimiento atrae la atención sobre su hermoso rostro, con sus
ojos verdes y almendrados. De modo que entré en la tienda y compré la muñeca. Ignoraba
que se tratase de una muñeca de vudú. Lo digo en serio. El hombre de la tienda fue quien me
lo dijo.
—Es una auténtica muñeca de vudú —dijo él—. Hecha en la misteriosa Haití por médicos
hechiceros.
¿Por dos noventa y cinco?, pensé yo. ¿Más impuestos?
—Los alfileres van incluidos —dijo el hombre—. Usted bautiza a la muñeca con el nombre
de su enemigo, de su rival o de cualquier persona, pronuncia la palabra mágica y luego clava
un alfiler en el lugar donde quiere hacerle daño a esa persona. Un alfiler aquí y ella tiene
dolor de vientre. Un alfiler aquí, o aquí, o...
—Es usted un hombre divertido —dije y busqué en mi bolso—. ¿Cuál es esa palabra
mágica?
—¿Qué? Oh, uh, sólo tiene que decir ¡Popocatépetl!
—Eso está en México.
—Estas muñecas viajan mucho —dijo él—. En la trastienda tengo otra igual a ésta, sólo que
el pelo es diferente.
Pero yo deseaba comprar la que estaba en el escaparate y el tipo refunfuñó porque tenía
que ir a buscarla. Finalmente la cogió entre el pulgar y el índice y, ¡Dios mío!, sus brazos
flácidos parecieron alzarse como si el hombre estuviese lastimándola. Quiero decir que sé que
si uno aprieta cualquier muñeca de trapo, sus brazos... Bueno, es igual.
No le regalé la muñeca a Thelma. Thelma no es exactamente la clase de mujer a la que uno
le regala muñecos, a menos que se trate de hombres muñecos, y de ésos ella conseguía
bastantes sin necesidad de que le ayudaran.
Bien, como ya he dicho antes, ella era la jefa de Tim. Era la dueña de la agencia de
publicidad en la que mi esposo trabajaba. Tim era su brazo derecho. Sólo en el trabajo, quiero
decir. Quiero decir, espero que fuese así. Veréis, esa agencia se especializa en campañas
científicas e industriales, lo que suena un tanto descabellado para ser dirigida por una
hermosa rubia, no importa cuán lista o sagaz sea. Pero los negocios iban bien, al menos
mientras Tim estuvo allí.
Tim es licenciado en ingeniería, con una rara habilidad para escribir sobre temas técnicos
haciéndolos tan claros y comprensibles que incluso yo podía entenderlos. Después de
graduarse, y una vez que estuvimos casados, la empresa de productos electrónicos para la
que trabajaba descubrió esa habilidad de Tim y le destinó a escribir toda clase de manuales
técnicos. Supongo que alguno de los clientes de Thelma debió ponerse verde de envidia o
algo así porque ella le siguió la pista y entonces, una luminosa noche, Thelma irrumpió en
nuestro apartamento y le ofreció el doble de salario si se decidía a trabajar para ella. Yo pensé
que era una maniobra muy inteligente el hecho de venir a nuestra casa en lugar de citarlo en
su despacho, ¿verdad?
—En realidad preferiría dedicarme a la investigación —dijo Tim porque eso era lo que
había estado diciendo desde que le ordenaron escribir aquellos artículos.
Sólo que nunca lo había expresado con palabras almibaradas y ojos saltones, como si
estuviese ante una visión o algo por el estilo. Digámoslo sin ambages, doble salario o no, este
jefe parecía salido de la cubierta de una revista, y yo con mi par de bermudas y mis mangas
subidas por haber estado en el fregadero, y... quiero decir, yo sabía que él aceptaría el trabajo.
Después de algún tiempo en su nuevo empleo, Tim modificó sus aspiraciones.
—Tendría que estar haciendo investigación, pero no podemos permitirnos ese lujo,
¿verdad? —comenzó a decir.
Yo me mostré de acuerdo con él.
Al igual que Tim, yo trataba de adaptarme a las circunstancias. Quiero decir, ¿qué tiene de
malo el acostumbrarse a un abrigo de visón para Navidad? ¿Sabéis a qué me refiero?
Oh, sí, la muñeca. Bien, yo por supuesto no creía en ese asunto del vudú. Y tampoco sentía
celos de Thelma. Admitiré que, en ocasiones, Thelma me fastidiaba porque, después de algún
tiempo de tener a Tim como su hombre de confianza, nunca le ofreció que fuese su socio ni
nada por el estilo. Después de todo, era Tim quien escribía todas las presentaciones. Todo lo
que Thelma hacía era enseñárselas a un montón de viejos directores de firmas comerciales y
aumentar la cuenta corriente de su negocio. Quiero decir, ¿no os sentiríais bastante molestos?
Supongo que lo hice por eso. Supongo que debo reconocerlo ya que tengo que decir la
verdad, nada más que la verdad, y todo eso. Y también porque tengo mi carácter, como todas
las pelirrojas... pelirrojas naturales, quiero decir.
En realidad yo había metido la muñeca en el ropero y nunca le había hablado a nadie de
ella. Entonces, una noche, Tim tuvo que quedarse hasta muy tarde en la oficina para terminar
un trabajo para Thelma, a fin de que ella incrementara su cuenta corriente, en lugar de
llevarme a ver un buen espectáculo como habíamos planeado. Quiero decir que Tim iba a
llevarme a ver un espectáculo... no Thelma. ¿Veis lo que quiero decir cuando hablo de mi
carácter? Sólo pensar en ello me pone tan furiosa que no puedo hablar correctamente. Bueno,
de cualquier forma, ya sabéis lo que quiero decir. ¡Estaba loca\
De modo que fui al ropero y agarré esa fláccida muñeca de trapo con su mechón de pelo
rubio y grité: «Popocatépetl», y clavé en su hombro uno de los alfileres.
En nombre de Dios, era sólo una muñeca, ¿verdad? Y yo tenía derecho a sentirme furiosa,
con las entradas del espectáculo y un vestido nuevo y todo lo demás, ¿verdad que sí? Bueno,
así fue como ocurrió.
Al día siguiente Tim me llamó diciéndome que todo era un desastre. Había terminado,
pero Thelma estaba enferma y era él quien tenía que viajar a Arizona para hacer la
presentación personalmente.
—Nunca he hecho una presentación en mi vida —me dijo como si yo no lo supiera—. Soy
un ingeniero y no ¡un supervendedor como Thelma!
¿Thelma? Oh, ella tenía bursitis en el hombro derecho y apenas podía resistir el dolor. Tim
tendría que quedarse en Arizona casi toda la semana y «feliz cumpleaños» para mí porque no
podría estar presente ese día, pero había un regalo para mí en el cajón superior de su
escritorio.
Me hervía la sangre pensando en Thelma. Quiero decir que pronto sería mi cumpleaños y
todo eso, ¿y quién no estaría furioso? De modo que busqué la muñeca y le clavé alfileres por
todas partes.
Incluso le atravesé la cabeza con uno de los alfileres, como si aquel pelo rubio fuese un
sombrero o algo por el estilo. Me sentía totalmente frustrada.
Al día siguiente Tim me llamó desde Arizona. Había estado dándole largas a la
presentación esperando que Thelma se sintiese mejor y pudiera viajar para hacer un buen tra-
bajo. Pero había llamado a la oficina y Thelma se encontraba realmente muy mal, tan mal que
habían tenido que llevarla al hospital ya que se encontraba semiparalizada. Pensaban que
tenía un tumor cerebral o algo parecido. Arizona era maravilloso. Su sinusitis había
desaparecido. Me encantaría Arizona. El laboratorio que tenía esa compañía era increíble. ¿Y
podía acercarme yo al hospital a visitar a Thelma? Para decirle que él se encargaría de la
presentación.
Tres minutos.
—Su tiempo se ha terminado.
Él me amaba... clic. Ése es Tim, un verdadero científico. ¡Nunca nos excedemos en nuestras
facturas de teléfono!
Quiero decir, que yo odio a Thelma y todo eso, pero ella es un ser humano y era lo menos
que podía hacer por Tim, ¿verdad? Así que fui al hospital y me encontré con Ralph, su
esposo. Seguro, ella tiene un esposo. ¿Qué podría hacer Thelma sin un hombre a su alcance?
Para ser corredor de bolsa, un rico corredor de bolsa, Ralph era un tipo estupendo. Le había
comprado a Thelma la agencia del mismo modo en que otro esposo le compra a su esposa
un...
Bueno, Thelma tenía un aspecto horrible, gemía y todo eso, y así lo demostraba su pelo
rubio desordenado sobre la almohada y su falta de maquillaje. Se veía que Ralph estaba
terriblemente preocupado. Le había visto un par de veces y es realmente un tipo divertido.
Nos sentamos junto a la cama escuchando los gemidos de Thelma y, después de un rato, nos
marchamos. Ralph se sentía tan mal que necesitaba una copa, así que nos fuimos a tomar algo
a un pub del centro de la ciudad. Quiero decir, yo no podía dejarle solo en aquel estado,
¿verdad? Un hombre necesita hablar con alguien en una situación como ésa.
Se sintió tan agradecido que me pidió que le acompañase al hospital al día siguiente. Así lo
hice, y al día siguiente también. Al tercer día estaba lloviendo cuando me llevó a casa y yo le
pedí que entrase a tomar una copa para entrar en calor. Al cuarto día no llovía, pero hacía un
frío de mil demonios. Antes de marcharse me tomó en sus brazos y me dijo:
—Estoy asustado, Betty. Estoy realmente asustado —casi como si yo fuese su hermana.
Además, era mi cumpleaños.
Al día siguiente Tim regresó de Arizona. La presentación había sido un fracaso y la
campaña había sido concedida a otra agencia. Ralph estaba en casa, había venido a recogerme
para ir al hospital, y los tres fuimos a visitar a Thelma. Las pruebas que le habían hecho no
reflejaban nada anormal, pero su estado no mejoraba. Escuchó mientras Tim le contaba que
no había conseguido al cliente de Arizona y durante todo el tiempo sus ojos verdes no se
apartaron un segundo de Ralph y su rostro estaba contraído como si el dolor la estuviese
comiendo por dentro en lugares donde los medicamentos no llegaban. Cuando Tim terminó
de hablar, sus ojos se apartaron de Ralph y su mirada pasó junto a mí como si no existiera.
Luego se volvieron hacia Tim.
—Estás despedido —dijo.
—Lo sé —dijo Tim—. Recibí tu telegrama antes de marcharme. No he tenido oportunidad
de hablar con Betty. A ellos no les gustó mi presentación, Betty, pero creo que yo sí les gusté.
Me han ofrecido un trabajo con ellos, investigación.
—¡Investigación! —grité—. ¿En el desierto?
—Hay una ciudad a setenta kilómetros —dijo Tim—, He firmado un contrato por cinco
años. —Sonrió como no le había visto hacerlo desde que entrase en la oficina forrada de
dinero de Thelma. Me entregó un documento legal—. Feliz cumpleaños atrasado, querida —
dijo—. Este contrato es lo que siempre deseaste... para ambos.
Miré a Ralph. Él me miró. Como siempre digo, trato de adaptarme a las circunstancias.
Supongo que aquella sonrisa feliz en el rostro de Tim ayudó a liquidar la cuestión.
Cuando regresamos a casa, extraje todos los alfileres de la muñeca, la arrojé al cubo de la
basura y comencé a preparar el equipaje. Quiero decir que estaba realmente feliz por Tim.
Supongo que también me sentía feliz por mí. No le diría esto a nadie salvo a un médico, pero
detestaba el abrigo de visón. Creedlo o no, soy alérgica al visón. ¿Thelma? Oh, ella se recobró
de su enfermedad, salió del hospital sintiéndose un poco fatigada, pero con nada que los
médicos pudiesen diagnosticar.
Miércoles lluvioso

Thomasina Weber

Cuando la sirena hendió el aire como el alarido de una bruja, Mae saltó de la cama y se
cubrió con la bata. El suelo helado envió una cadena de escalofríos a través de su cuerpo
mientras corría hacia la puerta del frente. Cuando llegó a ella, quitó el cerrojo, hizo girar la
llave y levantó la cadena, la ambulancia ya había desaparecido.
Siempre pasaba lo mismo, pensó con malhumor mientras volvía a asegurar la puerta.
Simplemente no era lo bastante rápida. El destino podía apiadarse aunque sólo fuese una vez
de una pobre anciana cuya vida no tenía ningún estímulo excitante. Ahora no tendría nada
que contarle a Pauline a la hora de la comida y eso significaba que Mae habría de escuchar un
largo y horrible relato del último sueño de Pauline.
Mae regresó a la cama, pero no pudo dormir. Eran casi las cuatro de la mañana y ella
permaneció boca arriba mirando la oscuridad. Las cuatro de la mañana no era una hora
habitual para que se produjese un accidente de circulación, pensó, de modo que lo lógico
sería considerar que la ambulancia había acudido por alguna otra razón. ¿Un ataque car-
díaco? Posiblemente, sobre todo si la víctima era un hombre. Tenía que ser un hombre el que
importunaba a su esposa en mitad de la noche.
O también podía tratarse de una mujer joven que estuviese a punto de dar a luz. Mae
frunció la nariz en la oscuridad. Miserables criaturas, bebés, pequeños monstruos ego-
céntricos, y las mujeres que los traían al mundo no eran mucho mejores, comportándose de
ese modo. Había veces en las que Mae Krone agradecía no haberse casado.
La luz comenzó a filtrarse en la habitación y Mae decidió que ya era hora de levantarse.
Fue mientras estaba hirviendo el agua para el té que comenzó a llover. Indignada, Mae
descorrió las cortinas. ¿Lluvia, en miércoles? ¿Acaso no sabía todo el mundo que el miércoles
era su día libre, el día en que se encontraba con su hermana Pauline en el parque, cuando
compartían un pequeño bocadillo y una tarde de conversación? Mae corrió las cortinas con
visible disgusto.
—¡Será posible —dijo en voz alta—, que tenga que llover justo el día en que le toca a
Pauline traer los bocadillos!
Mae no podía recordar ni un momento de su vida en el que hubiese sentido afecto por su
hermana. Pauline siempre había sido la muchacha bonita con modales coquetones; pero
detrás de los brillantes ojos azules reposaba una mente débil y vacía. A pesar de que Pauline
había mantenido innumerables romances, sus escasas luces debieron ser lo bastante evidentes
como para que ninguno de sus novios le propusiera matrimonio. De modo que ella y Mae,
solteras, se acercaban a los cuarenta años, Mae estoicamente y Pauline con una inocultable
desesperación... hasta que apareció Arthur.
Arthur era un solterón de cuarenta y cinco años, inocente como puede serlo una mujer que
ha llegado virgen a esa estúpida edad. Tal vez fue ésa una de las razones por la que atrajo
tanto a Mae, pero el principal atractivo de Arthur había sido su refinada mente. Mae había
conocido a Arthur cuando él acudió a inscribirse en la biblioteca pública poco después de
haber llegado a la ciudad. Como bibliotecaria principal, Mae le había entregado una ficha.
Entre ambos se estableció una inmediata corriente de afinidad y Arthur comenzó a visitar la
biblioteca casi todas las noches. Pauline se enteró, por supuesto, y cuando Mae no quiso
contarle nada se las ingenió para hacerse la encontradiza una tarde, obligando de este modo a
que Mae los presentara. Ése fue el fin para Mae. La carne se impuso a la razón y Arthur su-
cumbió a los evidentes encantos de Pauline. Aún hoy Mae era incapaz de comprender cómo
una mente preparada como la de Arthur podía ser lo bastante sutil para reconocer un espíritu
afín como el de Mae y, sin embargo, ser lo bastante estúpida como para no discernir que
Pauline carecía de él.
Mae se había sentido terriblemente herida y humillada por aquella traición, pero supo
ocultarlo; lo bastante bien, en realidad, como para dar a Pauline su primer regalo de bodas
después del anuncio matrimonial. Por lo tanto, fue un hecho completamente natural que
Pauline buscara el consuelo de Mae cuando Arthur resultó muerto en un lamentable
accidente pocas noches más tarde.
—Encontrarán al responsable —dijo Mae en tono conciliador—. Siempre encuentran al que
huye después de atropellar a alguien.
—No, no le encontrarán —gimoteó Pauline—, ¿pero qué importa quién le haya
atropellado? ¡Arthur ha muerto! ¡Mi Arthur ha muerto!
Él no era tu Arthur, quiso decirle Mae. Aún no estabais casados. También le habría gustado
decirle a Pauline que nada bueno puede resultar de algo que comienza mal, y si Pauline no le
hubiese robado a Arthur, probablemente aquella tragedia nunca se hubiera producido. Sin
embargo, Mae no dijo nada y se limitó a ofrecer su hombro para las lágrimas desconsoladas
de Pauline. Podía decirse que Pauline nunca había dejado de llorar. A Mae se le ocurrió
pensar amargamente si ella no estaría lamentando también la muerte de aquel hombre.
Después de la muerte de Arthur, las dos mujeres nunca se separaban demasiado. Cada una
vivía sola, Pauline en su apartamento, mientras que Mae seguía habitando la pequeña casa
familiar después de la muerte de sus padres. De alguna manera, la cuestión de vivir juntas
nunca llegó a plantearse, algo que Mae agradecía. Aunque siempre se decía que debía alejarse
completamente de su hermana, Mae nunca se decidía a hacerlo. Le gustaba mirar a Pauline,
ahora rolliza y desaliñada, y recordarse a sí misma que Arthur realmente se había salvado de
una vida miserable.
A las diez y media se oyeron unos golpes en la puerta y Mae preguntó:
—¿Quién es?
—Pauline.
¿Qué estaba haciendo allí? Mae hizo girar la llave y quitó el cerrojo de la puerta, abriéndola
sólo hasta donde lo permitía la cadena de seguridad. Cuando Pauline le sonrió,
Mae frunció el ceño y cerró la puerta para quitar la cadena.
—Espero que no te moleste que haya venido de esta manera —dijo Pauline con voz
trémula— pero es nuestro día y...
—Estás mojando el suelo.
—Oh, lo siento.
Extendió el brazo para mantener el paraguas a distancia, como si ello pudiese detener la
caída del agua.
—Ven a la cocina y ponlo en el fregadero —dijo Mae dirigiéndose hacia adentro de la casa.
—No podíamos encontrarnos en el parque con esta lluvia —dijo Pauline— y he traído los
bocadillos.
—No solemos encontrarnos cuando llueve —dijo Mae y cogió el paraguas para abrirlo.
—Lo sé, pero tenía que verte —dijo Pauline, aferrando el paraguas—. ¡Déjalo cerrado, Mae!
¿No sabes acaso que trae mala suerte abrir un paraguas dentro de la casa?
Lo colocó en el fregadero.
—¿H as tenido otro sueño supongo?
—Sí, y es demasiado terrible para hablar de él.
—Bien. Entonces no tendré que escucharlo.
Por un momento, Pauline pareció sorprendida. Luego se echó a reír.
—Oh, Mae, tú siempre te muestras tan refunfuñadora con mis sueños, pero no me dejarías
descansar si no te los contase.
Mae suspiró.
—Dejo que hables de ellos porque de otro modo irías contándolos por toda la ciudad.
—No hace falta que pongas el bocadillo en la nevera, Mae. Sólo tiene mantequilla de
cacahuetes.
¡Mantequilla de cacahuetes! Todo lo que Pauline sabía hacer eran bocadillos de
mantequilla de cacahuetes, y eran tan delgados que se podía mirar a través de ellos.
Mae sabía que Pauline estaba impaciente por que se sentase para poder comenzar a
contarle su sueño, de modo que, perversamente, descubría algunas tareas insignificantes que
la mantenían de pie. Mae no se hubiese mostrado tan reacia si hubiera tenido algo definido
que informar acerca de la ambulancia que la había despertado en mitad de la noche. Aunque
Mae se consideraba muy por encima de su hermana en inteligencia, madurez y perspicacia,
Pauline siempre disponía de muchos más temas de conversación. Eso a Mae le resultaba muy
deprimente hasta que recordó ese refrán que se refiere a un tonel vacío y se sintió mucho
mejor.
Pauline estaba hablando sobre un vendedor de aspiradoras que la había visitado el día
anterior.
—En serio, Mae, era un hombre tan encantador que no pude decirle que no.
—¿Quieres decir que te has comprado una aspiradora?
—Bueno, no quería desanimarle. Parecía tan ansioso y además me dijo que yo era su
primer cliente.
—¡Pero tú ni siquiera tienes alfombra!
Pauline se frotó las manos.
—Es verdad, Mae. Ahora comprendo que fui una tonta. ¿Pero qué puedo hacer?
¡Cómo odiaba Mae la debilidad! No alcanzaba a comprender cómo Pauline había vivido
tanto tiempo sola sin nadie que tomase las decisiones por ella.
—¿Le diste algún dinero?
—No.
—Entonces devuelve la aspiradora cuando te la envíen.
—Está bien, pero estoy segura de que a él le traerá mala suerte, era su primera dienta y le
devuelvo el envío.
La mención de la mala suerte le recordó a Mae el asunto de la ambulancia y su poca
fortuna al no poder ver de qué se trataba. A fin de impedir que Pauline comenzara a relatar
su última pesadilla, Mae le preguntó rápidamente:
—¿Has escuchado la ambulancia esta mañana?
—No, y es muy extraño, porque duermo tan mal con esos sueños y todo lo demás.
—La sirena se escuchó a las cuatro de la mañana. Me sacó de la cama.
—Yo me desperté a las dos y comencé a dar vueltas en la cama...
—Pasó frente a casa con la sirena a todo volumen...
—Arthur estaba en el sueño y caminaba solo por esa calle oscura, sólo se alcanzaba a ver su
chaqueta blanca. Tú recuerdas aquella chaqueta blanca que Arthur solía llevar...
—Pasó tan de prisa que sólo alcancé a ver...
—Eso es lo divertido del sueño. La chaqueta se distinguía claramente en la oscuridad. No
crees que el conductor del coche debió haber visto...
—Creo que llevaban un hombre en la ambulancia y era un hombre muy grande. Puedo
decirlo porque...
—De modo que quien sea que haya atropellado a Arthur estaba borracho o lo hizo
premeditadamente.
—Yo creo que una ambulancia no tendría que hacer tanto ruido en mitad de la noche.
—¡Mae! ¡No has escuchado una sola palabra de lo que he dicho!
Mae miró sorprendida el rostro encendido de Pauline.
—Por supuesto que te he escuchado, tanto como tú a mí. Creo que no me has prestado
atención mientras hablaba.
—¿Cómo puedes hablarme de ese modo?—dijo Pauline buscando un pañuelo para secarse
los ojos—. Arthur se me aparece en un sueño y tú ni siquiera demuestras interés en
escucharme.
—Estaba escuchando, Pauline. Arthur llevaba su chaqueta blanca.
—¡Pero eso no es todo!
—Es todo lo que dijiste.
—Tú no fuiste capaz de callarte el tiempo suficiente para dejarme terminar.
Mae acercó una silla y se sentó con las manos enlazadas sobre la mesa.
—Muy bien, Pauline, puedes continuar. Me quedaré sentada en el más absoluto silencio y
te escucharé con toda atención.
Pauline lloriqueó durante unos minutos y se alisó la falda. Con un último retoque a sus
ojos, continuó con el sueño.
—Creo que Arthur intentaba decirme algo. Por esa razón apareció en mi sueño.
—Pauline, ¡por favor! ¿Esperas que crea que Arthur finalmente llegó a comunicarse
contigo?
—Bueno, no sabemos cómo son las cosas en el otro lado. Tal vez para ellos un año es sólo
un día. Incluso una hora.
—¿Y qué era eso tan apasionante que Arthur tenía que decirte?
— ¡Nunca lo creerías! A raí me resulta casi imposible creerlo. Si hubiese sido otra persona y
no Arthur...
—Y, naturalmente, no podía ser nadie más que Arthur.
—Por supuesto. Se supone que debo reconocer a Arthur cuando le veo. Después de todo,
fuimos...
—Pareces olvidar que sólo ha sido un sueño, Pauline.
—Era tan real como la vida misma. Estaba de pie frente a mí, con su chaqueta blanca, y
todo ensangrentado...
—¿Quieres decir que no ha encontrado una lavandería en el otro lado?
—Mae, te estás burlando de mí. Esto es algo muy serio, como verás si dejas que termine de
contarte lo que sucedió.
—Lo siento.
—Muy bien. Arthur estaba allí, todo ensangrentado, con los brazos extendidos, o al menos
tratando de extenderlos porque el izquierdo estaba roto en tres partes y sus piernas...
—/Pauline! No tengo interés en escuchar una descripción clínica del cuerpo. Ahora bien,
escupe de una vez lo que tengas que decir, o coges tu bocadillo de mantequilla de cacahuetes
y te largas con viento fresco.
Pauline entornó los ojos.
—Por dos centavos haría exactamente eso, señora Arrogante, pero sucede que lo que
Arthur me dijo está relacionado contigo y creí que debías ser la primera en saberlo.
—Está relacionado conmigo, ¿verdad? ¿Y qué fue lo que Arthur te dijo?
—Bueno, señaló su chaqueta blanca.
—¿Sí?
—Como si quisiera llamarme la atención sobre ella.
—¿Pero qué dijo, Pauline?
—Él dijo... bien, en realidad todo lo que dijo fue «Mae», pero por la forma de decirlo juraría
que se trataba de algo muy serio.
—Oh, sin duda.
—Era tu nombre, Mae.
—¿Y qué?
—¿No tienes nada que decir?
—¿Sobre qué?
—¡Sobre lo que Arthur dijo!
—¿«Mae»?
—Por supuesto. El intentaba decirme que fuiste tú quien le mató.
—Pauline, estás más loca que una cabra.
—Ahora lo comprendo todo perfectamente. Él intentaba decirme que no fue un accidente
porque cualquiera podía ver su chaqueta blanca en la oscuridad. Si no hubiese sido por ese
sueño, yo no habría recordado que él llevaba la chaqueta blanca la noche que le mataron. Y
cuando dijo «Mae», estaba nombrando a su asesino.
—Creo que es todo lo que tenía que oír.
—No, no has escuchado todo. Eso no fue todo lo que Arthur dijo.
—¿Oh?
—Dijo, «¡Ten cuidado!»
—«¿Ten cuidado?» —Mae se echó a reír con todas sus fuerzas—. ¿Hasta dónde puede llegar
tu sentimentalismo cursi? ¿Supongo que él trataba de decirte que tú serías mi próxima
víctima?
—Exacto.
Mae miró a su hermana.
—Debes de estar bromeando.
Pauline meneó la cabeza.
—¿Te importaría contarme todo el complot, entonces? Primero, ¿por qué maté a Arthur? Y
segundo, ¿por qué querría matarte a ti?
—Porque Arthur era tu novio antes de que yo apareciera en su vida.
Mae suspiró.
—Pauline, si ése fuera el caso, ¿crees que habría esperado hasta ahora para matarte?
La sonrisa de Pauline se desvaneció.
—Oh, no había pensado en ello.
—Si yo fuese tú, Pauline, no iría contando esa historia por toda la ciudad.
—Pero tú te deshiciste de tu coche después del accidente —dijo Pauline.
—Fue una coincidencia. Hacía tiempo que pensaba venderlo.
—Y desde entonces no has vuelto a conducir un coche.
—Nunca me gustó demasiado conducir.
—Y tuviste esa crisis nerviosa un mes más tarde.
—Estaba trabajando demasiado. Teníamos poco personal e hice demasiadas horas
extraordinarias.
—Tú amabas a Arthur.
—Eso, también. Su muerte me afectó profundamente, aunque no anduve arrastrándome y
llorando por toda la ciudad como hiciste tú.
—¡Yo estaba comprometida con él!
—Lo sé muy bien.
—Una semana más y nos hubiésemos casado.
—Arthur era un canalla.
—¡Mae! ¡Cómo te atreves a decir una cosa así!
—Sólo porque tú alzaste tu falda un poco más que yo, Arthur perdió toda perspectiva.
—Estás insinuando que...
—Arthur estaba ciego por el sexo. Podríamos haber tenido una buena vida juntos con
nuestro mutuo interés por los libros y la filosofía, y ¡tuviste que estropearlo todo!
—En la vida hay muchas más cosas que libros y filosofía, querida Mae, pero naturalmente
tú no sabes a qué me refiero.
—Arthur no hubiese sido feliz contigo. Su vida hubiese sido superficial y vacía. Sin futuro.
— ¡No tienes ni idea de qué estás hablando! Yo le hubiera hecho feliz. Le hubiera dado
amor y cuidados e hijos. Y ahora, por tu culpa, ¡no tengo hijos!
Pauline se puso de pie.
—¿Por mi culpa?
—Tú mataste a Arthur, ¡sé que fuiste tú! Y todavía no me has matado a mí porque te
satisface más ver cómo envejezco y me vuelvo gorda y solitaria. —Pauline fue hasta el fre-
gadero y cogió su paraguas—. Cuando llegué, tú me confundiste haciéndome preguntas y
discutiendo y yo pensé que tal vez estaba equivocada, pero ahora sé que es verdad. Te veo tal
cual eres, Mae Krone, y no alcanzo a comprender cómo pude estar tan ciega durante todos
esos años.
Pauline sacó el cuchillo que llevaba oculto en el paraguas, giró... justo a tiempo para ver la
sartén de hierro que caía sobre su cabeza.

Ya era casi mediodía y Mae continuaba sentada en una silla de la cocina con la sartén en su
regazo. Pauline yacía en el suelo. Había sido una vulgaridad por parte de Pauline venir a
visitarla y luego echarse a dormir en el suelo. Oh, bueno, Pauline era una idiota, una cabeza
hueca. Hacía algún tiempo, Mae no recordaba exactamente cuánto, había oído el camión del
lechero que se detenía en el camino de entrada. El lechero había golpeado en el cristal de la
puerta... y luego se había marchado. Se preguntó si habría dejado la leche en la entrada.
De pronto, una sirena hizo trizas el silencio. Instintivamente, Mae se incorporó y corrió
hacia la puerta del frente. ¡Su suerte estaba cambiando! Esta vez había llegado a tiempo.
Parecía un coche de la policía y se acercaba. Entonces lo vio. Se detenía frente a la casa. ¡Qué
bien! Por fin se habían apiadado de una pobre mujer y se detenían para contarle lo que estaba
ocurriendo. Les prepararía una taza de té caliente por haberse tomado tantas molestias. ¡Y
esperar al próximo miércoles! Haría que Pauline se pusiera verde de envidia.
Una breve y simple crónica

Dan J. Marlowe

Acababa de quitarme la careta de soldadura y estaba examinando una grieta plateada con
el propósito de taponar un agujero en un radiador estropeado cuando «Fat» Carson, el
guardián del taller de soldadura, me tocó un brazo.
—Te llaman de la oficina del alcaide, Toland —dijo.
Me condujo hasta la puerta, la abrió y luego volvió a cerrarla cuidadosamente con llave
detrás de nosotros, observando escrupulosamente el procedimiento habitual.
Recorrimos el corredor de piedra mientras yo intentaba pensar dónde había metido la pata.
Ese tipo de órdenes no me resultaban extrañas, pero hacía ya tiempo que no había tenido que
comparecer ante el director. Carson me dejó ante la puerta de la oficina del alcaide Wibberly;
entré, me dirigí hacia el escritorio y me coloqué en posición de firmes. A la izquierda del
canoso y rechoncho Wibberly, había un hombre fornido que vestía un traje oscuro. Tuve que
mirarle dos veces con el rabillo del ojo para reconocer a Tom Glick, el capitán de policía de mi
ciudad natal que me había enviado a chirona. Nunca le había visto sin uniforme.
—Siéntese, Toland —dijo Wibberly—, Puede fumar si lo desea.
Actuaba de un modo amable.
—Gracias, señor. —Encendí un cigarrillo. Uno no puede fumar debajo de una careta de
soldador. Me senté erguido en la silla que el alcaide me había señalado.
Wibberly abrió un legajo que tenía encima del escritorio. Sabía que aquel historial era el
mío porque una de las fotografías que me habían tomado al llegar a la prisión estaba pegada
en la parte exterior. Mostraba a un tipo de pelo negro, de aspecto rudo, con hombros anchos y
una mirada de al—demonio—contigo en los ojos. Últimamente no había apreciado esa
mirada en el espejo cuando me afeitaba.
—He estado examinando sus antecedentes —comenzó Wibberly—. Cuando llegó, era
usted un sujeto casi salvaje, pero he notado que en los últimos treinta meses no ha sido
necesario adoptar ninguna medida disciplinaria con usted. Excepto por los amigos que ha
escogido, yo diría que ha hecho una buena, aunque lenta, adaptación.
No dije nada. Me preguntaba adonde quería llegar. En un lado de la habitación, Glick
parecía absorto en la contemplación de su cigarrillo.
Wibberly cerró el legajo, se aclaró la voz y me miró.
—Tengo noticias para usted, Toland. Un ladrón llamado Danny Lualdi recibió un disparo
de un policía y cayó mortalmente herido. Antes de morir proporcionó a la policía una lista de
los delitos que había cometido. El robo de la caja de caudales de la Gurnik Baking Company
estaba en aquella lista y los proyectiles disparados por el arma de Lualdi coinciden con el que
dispararon al vigilante de la Gurnik durante la huida, y que más tarde fue extraído de una
puerta por la policía. No hay duda de que fue Lualdi el autor del robo.
Pude sentir que la adrenalina inundaba mi cuerpo. No pude quedarme quieto; me
incorporé de un salto, apagando el cigarrillo e introduciéndolo instintivamente en el bolsillo.
—¿Y eso adonde me lleva? —pregunté—. He pasado en esta jaula tres años, dos meses y
diecisiete días por aquel robo gracias a una identificación positiva de Spider Haines, el
vigilante de la Gurnik.
—Le lleva a ser un hombre libre. —Wibberly gesticuló desde su escritorio—. El gobernador
ha firmado un perdón para usted que se hará efectivo mañana al mediodía. Cuando se
cumpla ese plazo, saldrá por el portón.
Señaló hacia las puertas de acero que había en el muro de unos quince metros de alto y que
podía verse claramente desde la ventana de su despacho.
Se oyó la sirena que indicaba las cuatro de la tarde, fin de otro día de trabajo en el penal.
—En ese caso —dije—, si no tiene nada más que decirme, debo ver a algunas personas y
hacer unas cuantas cosas.
No pronuncié la palabra «señor» y el alcaide lo notó. Su boca se frunció en las comisuras.
—El capitán Glick tiene algo que decirle antes de que se marche usted de esta oficina,
Toland.
Wibberly se puso de pie y abandonó el despacho cerrando la puerta tras él.
—¿Supongo que ya estarás gastando el dinero que conseguirás por demandar al Estado y
al Departamento de Policía por arresto indebido e internamiento?
—No he tenido tiempo de pensar en ello todavía, pero gracias por la idea.
—No lo hagas —dijo. Su tono era perentorio y carente de toda emoción.
—Me gustaría ver cómo hace para impedírmelo. —Empezaba a disfrutar con la
posibilidad—. Me gustaría ver que lo intentara. Incluso con el perdón del gobernador, ¿qué
clase de trabajo podré conseguir cuando sepan dónde he pasado estos últimos años? ¡Puede
apostar su vida que voy a demandarlos! Julie y la niña también pueden usar ese dinero.
—No lo hagas —repitió—. Hay gente en las altas esferas que no le gustaría. —Se puso de
pie. Yo no soy ninguna miniatura, pero él me superaba en todas sus medidas—. Tú no eres
una flor silvestre, Toland. Tienes antecedentes...
— ¡Delitos menores! —exclamé—. Un par de peleas...
—Tu ficha dice que los cargos fueron reducidos a asalto a mano armada. Y en el asunto
Gurnik, Haines te identificó.
—¡Mientras usted le retorcía el brazo!
La expresión pétrea de Glick nunca cambiaba.
—El otro día cogí a Marsh Wheeler —dijo—. Era amigo tuyo, ¿verdad? —Glick me miraba
fijamente. El miedo me mordía por dentro como los dientes de una rata—. El viejo Marsh
pasará un tiempo a la sombra esta vez. Caso abierto y cerrado. Se volvió descuidado —Glick
no dejaba de mirarme—. No parecía haber ninguna relación entre ambos hechos, pero tal vez
debería decirte que puedes confiar en mí y contarme quién era tu socio antes de que te
detuvieran. —Glick parecía muy satisfecho con la situación que había creado. Esperó pero yo
no abrí la boca. No podría haber dicho nada—. Tú eres mecánico, o lo eras —dijo—. Trabaja
en ello. Permanece fuera de mi vista. Y olvídate de esa demanda.
Glick se marchó.
Wibberly entró inmediatamente después.
—Bien, Toland —dijo bruscamente—. Le veré mañana.
Salí de aquella oficina tan furioso que apenas podía ver. Ellos pensaron que me tenían
cogido, ¿verdad? Pues bien, ya les demostraría quién era yo.
Le dije al guardia que me llevara al gimnasio, donde acudía habitualmente después de
trabajar en el taller. Benny «Comadreja» Krafcik y «Gatillo» Dunn estaban sentados en sendos
taburetes junto a la colchoneta de levantamiento de pesos. Eran mis mejores amigos en la
prisión —aquella elección de amistades que Wibberly no veía con buenos ojos—, pero no
sabía cómo darles la noticia. Me desnudé hasta la cintura y comencé a trabajar con las pesas
de siete kilogramos, luego cambié a las de catorce, y comencé a transpirar copiosamente.
Levanté una barra varias veces por encima de mi cabeza, luego la sostuve a la altura de mi
cintura y la levanté un par de veces con los antebrazos. Es un buen ejercicio para los brazos.
Desde que comencé a practicar con las pesas, la talla de mis camisas había pasado de mediana
a grande y pronto debería cambiarlas por extra grandes.
Me integré en la conversación de mis dos compañeros.
—Amigos, mañana me marcho —les dije.
—Eso está muy mal, Igor —dijo Benny. Llamaba Igor a todos los que levantaban pesas,
creía que era un buen chiste.
—Sí —dijo Gatillo— ¿Qué has hecho para lograr que te transfirieran? ¿Y adonde diablos te
llevan?
—AFUERA —dije, dando énfasis a la palabra—. A la calle. Limpio. Me han perdonado.
Sus sonrisas fueron inmediatas y auténticas. En realidad no es difícil; es extremadamente
fácil odiar al tipo que sale de la prisión antes que uno, pero éstos eran mis amigos. Benny era
un especialista en cajas fuertes, y muy bueno. Gatillo era un pistolero. Nadie, excepto algunos
amigos íntimos, le llamaban Gatillo en la cara. Benny también levantaba pesas, pero Gatillo
no.
—¿Qué fuerza necesitas para apretar un gatillo? —preguntaba con una sonrisa.
—¿Cambia esto tus planes? —preguntó Benny.
—Los acelera considerablemente —dije.
Gatillo sonrió.
—Espero que recuerdes todo lo que Benny te ha dicho.
La conversación murió. No sabía qué más decirles. Yo sabía lo que estaban pensando: he
aquí un tipo que sale en libertad. Mañana a esta hora estará haciendo todas aquellas cosas que
nos gustaría hacer a nosotros si estuviésemos fuera. Cualquier cosa que dijera seria
humillante.
—¿Seguro que lo tienes todo bien aprendido? —preguntó Benny finalmente.
Repetí nombres, direcciones y números de teléfono. Los dos asintieron. Benny me hizo un
par de preguntas y las respondí. Sonrió, satisfecho. Se oyó la sirena que señalaba el fin de la
hora de recreo y les estreché las manos a los dos al mismo tiempo. Benny y Gatillo dijeron
una sola palabra, «¡Suerte!», y caminamos hacia nuestras celdas.
Por la noche escribí a Julie una carta muy larga. Le hablé del perdón que me habían
concedido. Sin embargo, no le dije que salía al otro día; le repetí que la amaba, y al bebé
también. ¿Bebé? Lucy ya tenía cuatro años. Le dije que las vería a principios de semana. La
primera parte era verdad y esperaba que la segunda también lo fuera.
Me dejaron en libertad a la una de la tarde del día siguiente. La sastrería de la prisión me
proporcionó unos pantalones y una chaqueta que me quedaban razonablemente bien. El
alcaide me entregó el perdón, una copia de mis documentos de libertad, un billete de ida en
autobús a la ciudad, mi cartera y 86,14 dólares, el dinero que había ganado con mi trabajo en
la prisión. Atravesé las puertas de acero, caminé hasta la terminal de autobuses, cogí el 130 y
me dispuse a viajar durante diez horas hasta llegar a la ciudad.
En el viaje, durante una de las paradas, compré un maletín barato, crema de afeitar, un
cepillo de dientes, una camisa y un par de mudas de ropa interior. Dejé todas mis cosas tras
de mí para comenzar totalmente de nuevo. Cuando llegué a la ciudad, el maletín era mi único
equipaje. Cogí un taxi y me dirigí al Hotel Carlyle, donde nadie reparó en mi reducido
equipaje o en mi cabeza sin sombrero y con el cabello muy corto. Firmé el libro con mi
verdadero nombre. Cuando vinieran a buscarme, quería facilitarles las cosas.
A pesar de haber llegado bastante tarde, me duché y afeité. Luego fui a un restaurante
cercano y disfruté de cada trozo de un bisté de seis dólares y cincuenta centavos. Después
tomé tarta de frambuesas y tres tazas de café, de verdadero café. Fui al teléfono público y
efectué dos llamadas. Los dos tipos que me respondieron dijeron que estaban al tanto del
asunto y me esperaban al día siguiente. Regresé al hotel y, después de media hora de dar
vueltas en la cama, finalmente logré conciliar el sueño.
A la mañana siguiente, la primera dirección a la que acudí resultó ser una barbería en un
barrio lejano.
—Anoche llamé por teléfono —le dije al barbero calvo que estaba solo en el local.
—¿Es usted el amigo de Gatillo que acaba de salir de la prisión?
—Eso es. Me gustaría que me prestara una Colt 45 automática y una pistolera ajustable.
—¿Prestarle? Eso no es lo que hace girar el mundo.
—Gatillo me dijo que usted le debía un favor.
Se alzó de hombros, fue hasta la puerta y corrió el cerrojo. Me llevó hacia otra puerta que
había en la parte de atrás y recorrimos un corto pasillo que conducía a un apartamento.
—Espere aquí —dijo.
Cinco minutos más tarde estaba de regreso con la automática, la pistolera y una docena de
proyectiles. Envolví los proyectiles en mi pañuelo para no manchar de grasa los pantalones y
metí el pañuelo en el bolsillo. Aseguré la pistolera en el cinturón e introduje la automática.
Pesaba lo suyo, pero quedaba bien asegurada.
Una vez de regreso en la barbería, señalé la gran ranura del buzón que había en la puerta
de la calle.
—Esta noche le traeré todo —dije—. Envuelto.
El tipo me abrió la puerta y me marché.
La segunda parada me obligó a atravesar toda la ciudad en un taxi. Era un bar. Me dirigí al
encargado y le dije que era amigo de Benny «Comadreja» y me señaló al amigo de Benny que
estaba esperándome.
—Necesito el chaleco de Benny —le dije— y la caja de herramientas. Lo devolveré todo
esta noche y podrás guardarlo para él.
—Lo traeré dentro de media hora —dijo el hombre.
Llegó diez minutos más tarde de lo convenido. Cuando apareció yo estaba por mi segunda
taza de café. Depositó junto a mí un pesado paquete envuelto en papel marrón. Lo sopesé.
Debía pesar cerca de diez kilogramos.
—Esta noche lo tendrá de regreso —dije.
—Está bien —dijo él y se marchó.
En una casa de empeño compré una maleta usada. En una ferretería, un bote pequeño de
disolvente, una hoja grande de papel de envolver y cordel. Metí todo dentro de la maleta y
me dirigí a un drugstore. Allí compré sellos por valor de dos dólares en una máquina. Añadí
los sellos a todo lo que llevaba en la maleta y regresé en taxi al hotel.
En recepción pedí una etiqueta para correspondencia. Una vez en mi habitación rellené la
etiqueta con una dirección ficticia en una ciudad próxima. En el rincón superior izquierdo de
la etiqueta escribí el nombre de Julie y una dirección de remitente en caso de devolución.
Cuando el paquete no encontrase destinatario a quien ser entregado, finalmente sería
devuelto al apartamento de Julie.
Abrí el gran paquete envuelto en papel marrón y examiné el chaleco de Benny. Era del tipo
ajustable y tuve que aflojar las pletinas para que encajara perfectamente debajo de mi
chaqueta deportiva. Tenía veintidós bolsillos grandes y pequeños e hice un cuidadoso
inventario de su contenido. Todo parecía estar en orden. Como en uno de los bolsillos de la
derecha había un taladro, tuve que quitarme la pistolera y volver a colocarla a la izquierda
para evitar un bulto sospechoso. Con el peso de las herramientas distribuido por todo mi
cuerpo, apenas si notaba que llevaba algo.
Eché un vistazo a mi reloj. Las dos. Me quité el chaleco y me estiré en la cama para dormir
la siesta. Me levanté a las seis y volví a ponerme el chaleco, ajusté la pistolera y abotoné la
chaqueta. Estaba preparado para salir. No pensaba comer hasta después de haber terminado
el trabajo.
Caminé los cuatro kilómetros y medio que me separaban de la Panificadora Gurnik.
Disponía de tiempo suficiente y no tenía ningún deseo de poner a prueba la memoria de un
chófer de taxi para los rostros en una rueda de identificación de la policía. La Panificadora
Gurnik ocupaba la mayor parte de la manzana y yo llegué por la parte de atrás pasando un
buzón que había en la esquina. La caseta del vigilante estaba justo al otro lado del muro de
casi metro y medio, detrás del portón cerrado. Caminé por la acera de enfrente y pude ver
perfectamente al canoso Spider Haines sentado ante su mesa en la caseta; el mismo enjuto
Spider Haines cuyo testimonio me había enviado a prisión.
Cuando abandonó la caseta para hacer su ronda de las ocho, salté el muro. La información
que me había proporcionado Benny decía que Haines recorría la planta cada dos horas. En la
puerta trasera del edificio principal abrí la maleta; metí en mis bolsillos el quitapintura, el
cordel, la etiqueta con la dirección ficticia y los sellos, doblé el papel de envolver y lo coloqué
debajo del brazo. Cuando Haines salió por la puerta después de comprobar su reloj, aparecí
súbitamente ante él. Miró la mano que empuñaba la pistola, luego mi rostro y se hincó en
tierra sobre sus delgadas rodillas.
—¡No lo haga, Toland! —imploró—. ¡Glick me obligó a declarar!
Haines no tenía nada de qué preocuparse, pero no lo sabía. Yo le quería vivo. Le hice señas
con la pistola que se levantara y le obligué a caminar por el corredor en dirección hacia
donde, según la información de Benny, debía estar la oficina del cajero. Allí estaba,
efectivamente, y también la caja fuerte, un modelo grande de dos puertas.
Procedí a atar a Haines a una silla. Tenía los ojos desorbitados y no dejaba de mirarme;
temblaba como si tuviese fiebre. Llevé la silla a un rincón, fuera de la vista de la caja fuerte, y
le dejé allí. Estaba seguro de que no haría ningún ruido; debía imaginarse todo un triunfador.
Además, después de la puesta del sol, en aquel barrio ni siquiera una buena explosión
atraería público.
Mientras me dirigía a la caja fuerte saqué del bolsillo el bote de disolvente. Lo abrí y
derramé un poco de su contenido en la mitad superior de la puerta donde estaba el dial con la
combinación. Esperé un momento a que la pintura se ablandase y luego la raspé con un
cuchillo afilado que cogí del chaleco. Ahora tenía ante mí el metal desnudo de la puerta.
Trabajando de prisa, saqué un trozo de plomo de casi un kilogramo del chaleco y atornillé a él
un mango de acero. Utilizándolo como un mazo golpeé varias veces la puerta. Unas grietas
aparecieron alrededor de las cabezas de unos remaches anteriormente invisibles que habían
sido torneados en la superficie de la misma.
Robar una caja fuerte requiere un conocimiento especializado, destreza con las
herramientas y fuerza física. Marqué cada remache con un punzón y luego quité la cabeza del
dial. Saqué una palanca del chaleco. Consistía en cuatro trozos de acero de quince centímetros
que se atornillaban entre sí. Uno de ellos había servido como mango del mazo y tenía varias
puntas intercambiables. Utilicé una punta chata para aflojar el plato frontal y luego cambié a
una en forma de gancho para doblar el plato y dejar expuesto el revestimiento de concreto.
Después de colocar una punta aguzada, trabajé sobre el concreto para llegar al mecanismo de
apertura.
Fue un trabajo sucio y pesado. Una fina película de polvo de cemento se depositó sobre
todo lo que había alrededor. Cuando llegué al mecanismo de apertura, todo lo que tuve que
hacer fue quitar una espiga de la cerradura principal. Las puertas se abrieron suavemente. No
era una caja fuerte con otra puerta de acero detrás de la primera. Ante mí estaba todo el
dinero en metálico.
Lo saqué apilándolo en el suelo. Las cifras en los fajos de billetes me parecieron un
hermoso espectáculo. Encontré una cartulina para reforzar los ángulos, hice un buen paquete
con el dinero, y lo envolví todo con el grueso papel que llevaba conmigo. Lo até firmemente
con el cordel haciendo nudos dobles, pegué la etiqueta y los dos dólares en sellos y estuvo
listo para el buzón. Dentro de un tiempo, el paquete llegaría al apartamento de Julie marcado
DEVOLVER AL REMITENTE.
Me quité el chaleco, lo envolví asimismo e hice dos pequeños paquetes con la pistola y la
pistolera. Recorrí cuidadosamente todo el lugar limpiándolo todo con un trapo húmedo para
borrar cualquier huella dactilar. No olvidé las herramientas de Benny. Con el mismo trapo
limpié mis zapatos. Después de haberme cepillado los pantalones, recogí los paquetes y salí
por el mismo sitio que había entrado, deteniéndome en la puerta trasera para recoger la
maleta.
Dejé caer el paquete con el dinero en el buzón que había en la esquina. La maleta la
abandoné en un portal después de limpiarla. Me alejé de Gurnik caminando rápidamente.
Cuando Raines no hiciera su ronda a las diez de la noche alguien acudiría a investigar. Mis
nervios me pedían a gritos que cogiera algún medio de transporte, pero me obligué a caminar
casi dos kilómetros antes de coger un taxi. Me detuve en la barbería y me desembaracé de la
pistola y su funda metiéndolas por la boca del buzón. En el bar dejé la caja de herramientas
de Benny mientras daba cuenta de un plato combinado. Cuando llegué al Carlyle tomé una
larga ducha, volví a vestirme y me tendí a esperar encima de la cama.
Sabía que no pasaría mucho tiempo. Y así fue.
Cuando comenzaron a golpear la puerta, estaba seguro de que se trataba de Glick aun
antes de abrirla.
—Andando —dijo sin preámbulos.
—¿Cuál es la acusación esta vez, capitán? —le pregunté—. ¿Escupir en la acera?
No me respondió. Viajé hacia el centro de la ciudad con un detective a cada lado en el
asiento trasero y Glick en el delantero junto al conductor. Cuando me hicieron entrar en la
jefatura, me estaba aguardando un ayudante del fiscal del distrito.
—Esta noche han robado la caja fuerte de la Panificadora Gurnik y el vigilante afirma que
ha sido usted —comenzó a decirme—. Debe de estar loco, aun cuando piense que antes salió
en libertad por falsos cargos. Ahora bien, si nos entrega usted el dinero y hace una
declaración completa, estoy seguro de que el juez lo tendrá en cuenta cuando oiga todos los
hechos de este caso.
Me eché a reír en sus narices.
—Señor cómo—se—llame, no sé lo que ha sucedido en la Gurnik, si es que efectivamente
ha ocurrido algo, pero sí le diré una cosa. El testimonio de Spider Haines no volverá a
condenar a nadie, déjeme en paz. ¿Acaso no se equivocó una vez al identificarme? ¿Cree
usted que un jurado va a creerle ahora?
No fue tan fácil, por supuesto. Me amenazaron y maldijeron, hubo llamadas telefónicas y
consultas urgentes. Me llevaron de habitación en habitación, tomaron mis huellas dactilares y
me hicieron varias fotografías. Y a las dos de la mañana me dejaron en paz y pude salir a la
calle. El rostro de Glick era una nube cargada de electricidad. Eché a andar, riendo entre
dientes. Era una sensación maravillosa. Realmente se la había jugado. Ahora, todo lo que
necesitaba era desembarazarme de esa carga de tensión que me había atenazado el estómago
durante todo el día. Entré en un bar a tomar un par de copas para tranquilizarme.
Me tomé tres. Me sentía bien. Pedí un bocadillo de carne asada. Me había olvidado que
hacía horas que no probaba bocado y estaba famélico. Pude sentir que la tensión se esfumaba
y en su lugar se instalaba una maravillosa sensación de tranquilidad. Conté el dinero que me
quedaba. No me quedaría mucho después de pagar la cuenta del hotel, pero a Julie no le
importaría verme sin blanca antes de recibir todo ese dinero. Me llevaría un tiempo ponerme
al día con la vida de hogar. Lo esperaba con verdadero interés. No me importaba aguardar a
que llegase el paquete devuelto por la oficina de correos.
Regresé en taxi al Carlyle y subí en el ascensor. Me iría por la mañana pero antes
necesitaba una buena noche de sueño. Al llegar a la habitación tuve algunos problemas para
abrir la cerradura con la llave y, por un segundo, me pregunté si Glick se habría vuelto
pesado ordenando taponar la cerradura para impedirme la entrada. Pero la puerta se abrió y
entré en la habitación. No pude creer lo que veían mis ojos cuando descubrí a Glick dentro
del cuarto. Le acompañaban un enorme sargento, un patrullero aún más voluminoso y un
ayudante del gerente con una llave maestra.
—Se me ha ocurrido una idea un poco tardía —dijo Glick, colocándose entre la puerta y
yo—. El sargento Bonar va a tomar una muestra de la suciedad que llevas debajo de las uñas
para ver si coincide con el polvo de cemento de Gurnik. Así que alza las manos.
Todo lo que se me ocurrió pensar fue en la fina película de polvo que había caído ante la
caja fuerte de la Gurnik.
Seguramente fueron las tres copas que había bebido las que hicieron que me volviera hacia
la puerta e intentara huir por donde estaba Glick. Al segundo siguiente me encontraba en el
suelo, de espaldas y mirándole.
—Haz funcionar tu pequeña aspiradora, sargento —dijo. Escuché el zumbido de un
pequeño motor eléctrico—. Está bien —anunció Glick—, Mooney, tú quédate cuidando a
nuestro amigo mientras yo hago examinar estas muestras.
Cuando el resto se marchó, Mooney y yo permanecimos sentados como dos melladuras en
un tronco.
Más tarde sonó el teléfono y me llevaron otra vez al centro.
Aún me acosan para que les diga dónde está el dinero.
No les he dicho nada, y no lo haré. Estoy seguro.
La compañía aseguradora es la que más ruido hace. La oficina del fiscal del distrito se las
ve y se las desea con todas las noticias que salen en los periódicos haciendo referencia al
primer robo en la Gurnik, y quieren olvidarse de todo el asunto. Me han dicho que si les
entrego el dinero se encargarán personalmente de hacerme salir por la puerta de atrás de
cualquier prisión adonde me envíen tan pronto como los titulares desaparezcan.
Pero están Julie y la niña. Ahora soy un verdadero perdedor. Cuando salga en libertad,
sólo seré capaz de seguir haciendo lo mismo o me convertirán en cenizas. De cualquiera de
las dos maneras, a ellas no les quedará mucho.
Así que he pensado en dejar que sea Julie quien tome la decisión.
Cuando el paquete sea devuelto, ella sabrá perfectamente de dónde viene. Si quiere
devolverlo y conseguir de ese modo que me reduzcan la sentencia, no me opondré. Si no lo
hace, pues muy bien. Ella no me debe nada, excepto una vaga promesa de fidelidad y creo
que desde entonces ha corrido mucha agua debajo de los puentes.
Si en una semana no tengo ninguna noticia de ella, estaré absolutamente seguro de la
respuesta.
Una picadura vengadora

James McKimmey, Jr.

Erwin —su padre jamás le hubiese llamado así, el nombre había sido idea de su madre—
caminaba lentamente a través del prado alejándose de la vieja cantera, llevando los leños que
había cogido de la pila que había allí y que aún no había sido almacenada en el cobertizo de
herramientas que había junto a la casa.
Estaban a mediados del verano pero el aire era desapacible y frío a aquella hora temprana
de la mañana de California y Erwin deseó que su padre hubiese pedido prestada la camioneta
en la casa principal del rancho para transportar la leña y no tener que hacerlo él a pie casi un
kilómetro como lo estaba haciendo. Pero su padre no lo había hecho y sin embargo querría un
buen fuego cuando se levantara aquella mañana de domingo.
Por lo tanto Erwin, un muchacho alto y delgado, vestido con un par de téjanos gastados y
sucios y una chaqueta de lana marrón, caminaba pesadamente hacia la pequeña y vieja casa
de madera mientras los cristales de sus gafas con montura de metal se empañaban por el
esfuerzo realizado.
Se movía con lentitud pero con seguridad, evitando las hojas ponzoñosas y rojizas de los
robles ya que su delicada piel era muy sensible a los rasguños. También observaba con
cuidado las matas donde podían ocultarse las serpientes de cascabel. El próximo agosto
Erwin haría doce años, pero conocía como la palma de su mano el rancho donde trabajaba su
padre.
Y también lo había conocido Bolo. Pensando en eso, a Erwin se le hizo un nudo en la
garganta y la mancha borrosa de sus gafas pareció empeorar mientras sus ojos se llenaban de
lágrimas. Había tenido a Bolo durante cuatro años; habían sido compañeros inseparables.
Ahora Erwin pasó junto al cobertizo donde estaba la bomba del agua, escuchando
atentamente el rítmico golpeteo de la bomba en el interior. El día anterior había reparado la
correa y aún se mantenía fuerte. En realidad necesitaban una correa nueva, pero su padre no
la compraría. Confiaba en que Erwin se encargase de que la vieja continuara funcionando. Y
cuando no lo hacía recibía un bofetón en la cara y algunos insultos.
Erwin llevó la leña al interior de la casa y la colocó junto al horno de la gran cocina. La casa
era muy vieja. Había servido como morada de una interminable lista de jornaleros del rancho
y sus familias durante cincuenta años. Pero a Erwin le había parecido hermosa cuando su
madre vivía. Había sido cálida y limpia y siempre olía a pan recién salido del horno. Ahora
todo era diferente, incluso el olor. Ahora olía a vino barato, aunque Erwin había sacado la
botella fuera cuando se levantó.
Colocó periódicos viejos en la estufa, también algunas ramas pequeñas, y luego un gran
leño. Encendió el papel justo cuando su padre salía del dormitorio, con los ojos enrojecidos,
una mata de barba negra en el rostro y vestido aún con las ropas que había llevado el día
anterior. El olor a vino se hizo más fuerte.
—Ya era hora —dijo su padre, dirigiéndose con marcha insegura hacia el fregadero de la
cocina—. Debes levantarte cuando se supone que debes hacerlo y hacer el trabajo a tiempo.
Su padre llenó un vaso con agua y lo vació ávidamente, luego bebió otro. Era un hombre
alto, ligeramente encorvado, moreno y quemado por el sol.
—Me levanté temprano —dijo Erwin.
Su padre tomó otro vaso de agua.
—Me levanté al amanecer —dijo Erwin— para enterrar a Bolo.
Finalmente su padre se volvió, mirándolo con desprecio y con una furia causada por la
terrible jaqueca que sufría y por la sed insaciable.
—No eres tan rápido para hacer las tareas que se te ordenan —dijo.
Erwin se miró las manos a través de las gafas.
—¿Por qué tuviste que matarle?
Su padre frunció el ceño, uniendo sus espesas cejas negras.
—¿Por qué quería matar a ese perro inútil? ¿Y por qué no?
Se interrumpió y sus ojos cambiaron ligeramente, y Erwin pensó que estaba recordando
cómo había golpeado al perro una y otra vez, hasta que...
—Aun no comprendo por qué —dijo Erwin—. ¿Por qué... por qué lo hiciste?
Su padre le miró durante un momento, luego se volvió y se arrojó un poco de agua a la
cara. No contestó. No lo haría, y Erwin lo sabía. Si había algo que no le gustaba, simplemente
no hablaba de ello, nunca. Había sido así desde que su madre había...
Erwin apretó los labios mientras regresaban a su mente vagas sombras de recuerdos. Su
madre había muerto hacía tres años y esos recuerdos seguían afluyendo a su mente: aquella
noche, la voz pastosa de su padre subiendo de tono, cada vez más colérica, mientras Erwin se
acurrucaba en el banco del porche sujetando a Bolo contra su cuerpo. Ese día habían recorrido
una larga distancia con Bolo y ambos estaban cansados. La voz pastosa se había convertido en
un trueno y luego se había escuchado el golpe, pero Erwin había visto a su padre borracho
muchas veces. Se dormiría a pesar de todo.
Entonces había llegado la mañana y su padre había entrado en la casa justo al rayar el día,
con el rostro gris y los ojos orlados de rojo. Su padre había telefoneado inmediatamente sin
decirle a Erwin lo que había sucedido, y después Erwin pensó qué feliz había sido su madre
por tener aquel teléfono que siempre había deseado y por el que le había implorado a su
padre, y cómo era el mismo teléfono que utilizaba su padre para decir que su madre yacía al
pie de la cantera, muerta.
Más tarde intentó hablar con su padre, para preguntarle por qué su madre había estado
levantada a esa hora y caminando junto a la cantera donde aquel montón de piedras por poco
la habían enterrado... por qué, si ella jamás iba allí.
Pero su padre le dijo que cerrara la boca y nunca volvieron a hablar del asunto.
Los hombres de uniforme le hicieron a su padre aquellas mismas preguntas acerca de por
qué la madre de Erwin estaba en la cantera, pero todo lo que su padre les dijo, una y otra vez,
fue: «No lo sé... Ella era una buena mujer, una buena mujer». Erwin se preguntaba cómo
podía decir eso cuando él le había visto, con el olor a vino rancio entre los labios, ponerse
irascible con ella y comportarse como un malvado.
Erwin apartó los recuerdos de su mente. Irguió ligeramente sus delgados hombros.
Su padre se volvió con otro vaso de agua en la mano.
—Será mejor que compruebes la correa de la bomba. No quiero que el chisme vuelva a
romperse. Y no pierdas el tiempo con ese coche, ¿me has oído?
La rotura de la correa de la bomba y la consiguiente falta de agua se había convertido en
una manía para su padre; era algo que despertaba su cólera, un pretexto para exteriorizar su
furia. Erwin comprobó el fuego, haciendo una pausa para entornar los ojos y recordar cómo
habían sido antaño las cosas.
Ahora había un hueco en el pequeño estante donde había estado el teléfono y, una vez
más, Erwin recordó la felicidad de su madre cuando instalaron el aparato. «Estamos a siete
kilómetros de las personas más próximas, y el teléfono me hace sentir segura...»
Ahora ya no estaba. Su padre no quería gastar dinero en él.
—Date prisa —dijo su padre mientras bebía más agua.
Erwin buscó un par de viejos alicates en un cajón de la despensa, los metió en su bolsillo y
salió de la casa.
No fue directamente al chamizo de la bomba porque aquella mañana hervía un volcán de
rencor dentro de su pecho. En cambio, atravesó el camino polvoriento, pasó junto al viejo
sedán de 1950 y acarició con los dedos el capó. A Erwin le apasionaba la mecánica y cuando
su padre no estaba en la casa él levantaba el capó y examinaba el motor, aflojando y
apretando tuercas, quitando las bujías para volver a colocarlas en su sitio una vez que las
había limpiado. Le hubiese gustado poder hacer sus propios experimentos mecánicos, pero
no tenía herramientas, a excepción de aquel par de alicates.
Se dirigió hacia la parte trasera del cobertizo de las herramientas —no era en realidad un
cobertizo de herramientas, simplemente le llamaban así; todo lo que había en su interior era
un rastrillo, una pala y una sierra vieja— y se detuvo a unos veinte metros. Se arrodilló junto
a un montículo de tierra fresca. Colocó una gran piedra en la parte superior del montículo y
luego apoyó ambas manos sobre la piedra y sus gafas volvieron a empañarse.
Bolo no había sido un verdadero perro sabueso —sólo un cruce—, pero su aspecto era el de
un sabueso, aun cuando fuese un poco más grande y tuviese el hocico demasiado largo.
Podía correr a una velocidad fantástica y tenía tan buen olfato como el mejor perro de caza.
Erwin no poseía ninguna clase de arma, pero podría haber matado a cientos de conejos si la
hubiese tenido, porque habían sido miles los que Bolo había rastreado. El señor Kindler, que
tenía un rancho y vivía en la casa principal a siete kilómetros, había dicho que Bolo era tan
buen perro de caza como el mejor que él hubiera visto. Y en cuatro ocasiones había salido de
caza llevándose a Bolo, y las cuatro veces había regresado con un conejo.
Ahora las gafas de Erwin estaban totalmente empañadas y un río de lágrimas calientes
descendía por sus mejillas. Continuó pensando en el aspecto que había tenido Bolo cuando
corría, desplazando sus patas cortas y musculosas, impulsándose con ellas a la velocidad del
viento. Ahora Erwin quería olvidar el gemido de Bolo cuando recibió el primer golpe.
Erwin se incorporó cegado por las lágrimas, incapaz de ver nada durante mucho tiempo,
hasta que finalmente se dio cuenta que estaba llorando, sacó un pañuelo sucio y se secó los
ojos y las gafas.
Luego Erwin pasó junto al cobertizo de las herramientas y se dirigió hacia la bomba de
agua. La bomba estaba en silencio y Erwin deseó que fuese porque ya había bombeado
suficiente agua y no porque la correa se hubiese roto otra vez. No sabía si podría volver a
arreglarla, estaba muy gastada.
Abrió la puerta del chamizo que contenía la bomba y echó un vistazo al interior. Había
mucha humedad por el agua que se filtraba y olía a moho. Erwin comprobó que la correa no
estaba rota. Era sólo que las tuberías tenían agua suficiente.
Y entonces Erwin vio algo más. Sus ojos se abrieron un poco más de lo normal y retrocedió
rápidamente, pero sin perder la calma. Miró hacia el interior una vez más y luego se volvió y
echó a correr hacia la casa.
Entonces se detuvo. Se detuvo de golpe y sintió que las mejillas le ardían de excitación.
Permaneció varios minutos en el mismo lugar con el ceño levemente fruncido. Su madre
siempre decía que Erwin tenía una mente despierta y, a pesar de que a su padre le
desagradaba su aspecto desgarbado, ella siempre decía que no podía superar la inteligencia
de Erwin.
Erwin se volvió dirigiendo sus pasos hacia el coche. Echó una ojeada hacia la casa, levantó
el capó y cogió los alicates. Trabajó rápidamente, colocó el capó en su sitio y fue hasta el
cobertizo de las herramientas donde recogió el rastrillo.
Llevó el rastrillo hasta el chamizo de la bomba, mirando una vez más hacia la casa, y luego
hacia el interior del chamizo. La bomba había vuelto a funcionar. Con mucho cuidado, Erwin
extendió el mango del rastrillo lentamente hacia el interior hasta que tocó con la punta el
interruptor que había en la pared. Presionó hacia abajo y la bomba dejó de funcionar.
Erwin retrocedió, arrastrando con él el mango del rastrillo, y luego se dirigió al cobertizo
de las herramientas. Allí esperó, apoyado contra la puerta y en la oscuridad. Esperó,
ansiosamente.
Los minutos pasaron, uno a uno, y luego su padre, bebido y furioso, salió de la casa.
—¡Esa maldita bomba ha vuelto a pararse! —gritó—. ¡Arréglala! ¿Me has oído? ¡Quiero
que la arregles!
Erwin no se movió. Tampoco contestó.
Su padre se quedó donde estaba, con los ojos echando chispas, recorriendo con la mirada el
prado que había frente a la casa. Luego echó a andar hacia el chamizo de la bomba,
maldiciendo a voz en grito. Le dio un puntapié a la puerta y entró. Erwin esperó con el
cuerpo en tensión. La sangre le golpeaba en los ojos y en los oídos.
Un segundo después se oyó un grito y su padre salió tambaleándose con los ojos
desorbitados. Permaneció inmóvil fuera del chamizo, con una mano aferrada a la pantorrilla
derecha, luego se volvió y cayó al suelo, volvió a incorporarse y echó a correr hacia la casa,
gritando y maldiciendo.
Se detuvo a pocos metros de la casa, extendió los brazos y gritó.
—¡Erwin! ¡Erwin!
Erwin nunca había oído que su padre le llamase por su nombre; era siempre muchacho o
un insulto, o nada. Erwin se sintió intrigado por la forma en que su padre le llamaba por su
nombre. Pero no contestó. No se movió tampoco. Se limitó a esperar.
Esperó hasta que, súbitamente, su padre echó a correr hacia el coche, subió y trató de
ponerlo en marcha.
El motor de arranque zumbó con estridencia. Una y otra vez.
Pero el coche no se movió. Y su padre volvió a gritar con el rostro blanco por el pánico. A
Erwin también le sorprendió que su padre reaccionara de aquella manera. Estaba enloquecido
y ni siquiera trataba de hacerse un corte en X sobre la mordedura para chupar el veneno.
Todo lo que hizo fue intentar una y otra vez poner el motor en marcha, mientras no dejaba de
gritar, «¡Erwin! ¡Erwin!».
Erwin no supo exactamente cuánto tiempo esperó en el cobertizo. Sin embargo, fue una
larga espera. El coche ya no hacía ningún ruido cuando se decidió a salir a la luz del sol. Y su
padre ya no gritaba.
Todo estaba en silencio cuando Erwin caminó hacia el coche, pasó junto a la figura inmóvil
de su padre y levantó una vez más el capó. A Erwin le sorprendió lo silencioso y tranquilo
que estaba todo.
Pero estaba acostumbrado a la soledad. Aun así, cuando hubo colocado nuevamente las
bujías, ajustándolas con sus alicates, y echó a andar hacia la casa principal para decirles lo de
su padre y la serpiente de cascabel, comenzó a sentirse solo otra vez. Le hubiese gustado que
Bolo corriera delante de él, brincando con sus patas cortas y musculosas. Las gafas de Erwin
volvieron a empañarse, pero ahora se sentía mejor. Mucho mejor.
Las perlas de Li Pong

W. E. Dan Ross

Con sumo cuidado, Mei Wong cerró la puerta que daba a la antesala del despacho y a la
vez salón exposición de su Bombay Art & Curio Co. y echó el cerrojo para evitar la entrada de
cualquier visitante no deseado. Su voluminosa humanidad se desplazó hasta la enorme
ventana que daba a la calle. Durante un instante permaneció en silencio, escuchando la
monótona melodía que, desde muy abajo, fluía de la flauta de un encantador de serpientes;
después, con un hábil movimiento, cerró la persiana veneciana. Satisfecho, se sentó en una
silla de grandes dimensiones que se hallaba junto a un desordenado escritorio de caoba.
Cogió un cigarrillo, lo colocó en una larga boquilla, lo encendió, inhaló algunas bocanadas
esporádicas y estudió al que alguna vez fuera un famoso artista, Gilbert Rendell, quien,
desastrado y abatido, estaba sentado frente a él.
El artista se movió, incómodo, en su silla; con mano temblorosa se frotó la tupida barba
que le cubría el mentón.
—Supongo que no me esperabas —murmuró, mirando hacia el suelo con sus ojos
enrojecidos.
—Recuerdo haberte advertido —dijo sin ninguna entonación el anciano chino— que nunca
más volvieras a poner los pies aquí.
Rendell levantó el rostro, cubierto de ronchas, y se reclinó en la silla.
—El único motivo de que haya vuelto es que estoy desesperado —dijo—. Tengo que
marcharme. Me va la vida en ello. Necesito mil dólares para regresar a casa.
Mei Wong negó con la cabeza.
—No serviría de nada, mi querido Rendell. Por cierto, seguramente recordarás las otras
cantidades de dinero que te he proporcionado; en todas las ocasiones te las di para que te
pagaras el billete de regreso a casa. Tú has aniquilado un gran talento. En algún momento
pensé que yo podría salvarlo, pero ya he perdido esa esperanza.
El hombre joven lo miró con aire despreciativo.
—Comprendo —dijo—. Ahora que ya no tienes la posibilidad de hacerte con algunos
lienzos más, tu interés ha desaparecido. Seguramente habrás ganado lo suficiente en los viejos
tiempos, a costa de mi trabajo, como para...
—Te pagué bien por ello —lo interrumpió Mei Wong con voz tranquila—, Y desde que
dejaste de pintar yo he seguido dándote grandes sumas de dinero. Pero ahora se acabó.
Esta afirmación hizo desaparecer el coraje de Rendell.
—Necesito mil dólares —rogó.
—No seré yo quien te los dé, amigo —sonrió el anciano chino—. Pareces haber perdido la
última chispa de orgullo que te quedaba. Creo que serías capaz de hacer cualquier cosa para
obtener dinero.
—Quiero dejar de beber, quiero volver a ser yo mismo otra vez.
—Eso son sólo palabras, Rendell, meras palabras. La hora de la salvación ya ha pasado.
Para ti la bebida lo es todo. Llegarías incluso a matar para obtener dinero con que comprarla.
Hubo un instante de silencio. Después Rendell dijo:
—Puede ser que sí.
Mei Wong lo miró sin ninguna expresión en sus ojos.
—Sí, sí lo harías. De manera que, después de todo, es probable que tú y yo lleguemos a un
acuerdo. Tú puedes ser el hombre que necesito para encomendarle una delicada misión. Una
misión que implica matar a un hombre.
El viejo chino inhalaba con aire tranquilo el humo de su cigarrillo y estudiaba a Rendell,
quien estaba desplomado sobre su silla.
Finalmente el hombre joven habló con una voz que sonó cansada:
—¿Cuánto cobraré?
—Tres mil dólares.
—Buena paga para un asesinato.
Mei Wong habló con frialdad.
—No se trata de una broma. Estoy dispuesto a pagar por la muerte de un hombre.
Por primera vez Rendell lo miró a los ojos.
—Y yo estoy dispuesto a aceptar tu dinero —replicó—. ¿Quién es el hombre?
—No lo conoces. Será como eliminar a un símbolo. Su nombre es Han Lee. Vive en las
montañas, en la parte alta de Hong Kong. Él tiene en su poder las perlas de Li Pong. He
intentado negociar con él. Lo último que me dijo fue que no se separaría de ellas mientras
estuviera vivo. Por lo tanto, Rendell, debe dejar de vivir. —Mei Wong apartó a un lado la
boquilla con el cigarrillo—. Deberás ayudarnos en nuestra tarea. Tengo un buen amigo en
Hong Kong, un inglés, John MacDonald. Vive cerca de Han Lee y él te dará las últimas
instrucciones. Es de confianza y te será de gran ayuda.
Gilbert Rendell se puso de pie; ahora se le veía casi sobrio.
—Quiero estar seguro de todos los detalles —dijo—. Viajo en barco a Hong Kong. Me dirijo
a las montañas de la parte alta y busco a ese tal MacDonald.
—John MacDonald. Y él te hará llegar mis órdenes, que estarán en una caja cerrada. —Mei
Wong abrió un cajón y sacó de él una pequeña llave, que le entregó—. Con esta llave abrirás
la caja.
—Siguiendo sus instrucciones, y las de MacDonald, localizo a Han Lee. Y cuando lo
encuentre, le mato. No parece muy difícil.
Mei Wong se encogió de hombros.
—Han Lee es astuto y fuerte. Pero alguna vez tú fuiste un hombre sagaz e ingenioso,
Rendell.
—Tengo una ventaja adicional. Han Lee no sospechará de mí. Un tiro por la espalda...
parece fácil. —El hombre joven sonrió entre dientes sin misericordia y se dirigió hacia la
ventana.
—Existen otros métodos.
—Mei Wong cogió un pequeño estuche esmaltado que había encima de su escritorio y, con
una suave presión, el estuche se convirtió en una daga que Mei Wong arrojó con violencia a
través del cuarto y que quedó clavada en la pared, algunos centímetros por encima de la
cabeza de Rendell.
—Te sugiero que te lleves este pequeño instrumento contigo —le dijo—. Familiarízate con
él. Es sorpresivo y silencioso y más adecuada para tu misión que una vulgar arma de fuego.
—¡Un asesinato no debe ser vulgar! —replicó Rendell con sorna, y procedió a arrancar el
hermoso, aunque siniestro instrumento del lugar donde descansaba. Colocó la hoja en su
lugar y se lo guardó en el bolsillo de su abrigo— ¿Y qué me dices de los tres mil dólares?
—Yo mismo te daré el dinero cuando me traigas las perlas de Li Pong. Y debo tenerlas en
el plazo de nueve semanas.
—Nueve semanas. Creo que será suficiente, pero, ¿supongamos que decido quedarme con
ellas?
—Sería muy arriesgado, Rendell. No estarías en condiciones de sacar partido de ellas. —
Mei Wong esbozó una sonrisa condescendiente—. Lo mejor que puedes hacer es ponerte
totalmente en mis manos.

Rendell recordaba esta escena cuatro días más tarde, mientras emergía del estupor
producido por el alcohol y se sentaba, con la cabeza dándole vueltas, en su sucia y combada
cama. La habitación era pequeña y calurosa. Los únicos muebles que había en ella, además de
la cama, eran un lavamanos y un elmirah, el sustituto oriental de un armario para la ropa.
Buscó en sus bolsillos algún cigarrillo y, en lugar de ello, encontró el pequeño estuche
esmaltado, la peligrosa daga. Aquello le recordó su trato. Era el arma de un asesino.
Liberó la hoja y se levantó hasta ponerse de pie, apoyando su cuerpo contra el cabezal de
hierro de la cama. El lavabo estaba al otro extremo de la habitación, a unos dos metros y
medio de donde se hallaba él. Levantó la daga y trató de lanzarla. Pero el lavabo se movía
ondulantemente entre una difusa niebla. La mano le temblaba. Intentó controlarla, pero no lo
consiguió. Sabía que si arrojaba la daga erraría el blanco. No estaba en forma para cuidar de sí
mismo. Han Lee lo mataría con toda facilidad antes de que él pudiera acabar con él.
Perturbado por esta evidencia, volvió a guardar la daga en su bolsillo. Atravesó la
habitación y salió a la calle. La luz del sol lo cegó por unos momentos; los labios le ardían. Era
la hora de comenzar a beber de verdad. El bar de la esquina estaría lleno de gente. Siempre
había algún turista norteamericano dispuesto a pagarle unos tragos.
Avanzaba a tropezones por la estrecha callejuela, empujando con los codos a la multitud
que pasaba a su lado. Un viejo mendigo de ojos acuosos le cerró el paso y con voz que-
jumbrosa le pidió Baksheesh, míster, baksheesh!»25. Rendell lo empujó a un lado sin dudarlo,
pero luego, cuando se acercaba a la puerta del bar, se detuvo. El barroco reloj dorado que
coronaba el marco le llamó la atención. El tiempo estaba pasando para él... sólo le quedaban
poco más de ocho semanas. Recordó el estuche esmaltado y su mano temblorosa. No podía
arriesgarse a beber ahora. Era tiempo de prepararse para su encuentro con Han Lee.
De nuevo en su habitación, caminó incesantemente de uno a otro extremo hasta que se
hizo de noche. Ahora comenzaba la lucha contra la mortificante sed. Pasó la noche en vela,
atormentado. Temía la llegada del amanecer, porque sabía que entonces sus ganas de beber
serían insoportables. Pero también sabía que debería aguantar hasta que su mano estuviera
dispuesta y su mente alerta. Debía prepararse, prepararse para matar sin correr el riesgo de
perder su propia vida.
La tortura se prolongó durante otra semana; la garganta le escocía y le dolía todo el cuerpo.
Pero permaneció sobrio.
Y durante todo el tiempo creció en él un odio feroz hacia Mei Wong, el comerciante de
objetos e arte. Lo veía como un intrigante satánico, un monstruo horripilante que le había
despojado de los últimos restos de decencia. Cuando llegó el día en que debía embarcarse

25
Una limosna, señor, una limosna. (N. del E.)
hacia Hong Kong, su rostro estaba atenazado por el dolor. Desde aquella mañana en que
había ido hasta el bar y había regresado sin entrar en él, lo más fuerte que había bebido era
café.
Había recuperado suficiente fortaleza como para conseguir un puesto entre la tripulación
del barco y pagarse así el billete. Se abocó a su nueva y dura faena con una extraña
vehemencia. El trabajo lo dejaba exhausto y le proporcionaba el placer de poder volver a
dormir. El sueño contribuiría aún más a su fortalecimiento para perpetrar el asesinato de Han
Lee.
El tiempo libre lo pasaba leyendo plácidamente en su litera. No deseaba hacerse amigos
entre los miembros de la tripulación. En algunas ocasiones lo convidaron con un trago. Una
sola vez transcurrió el interminable lapso de un segundo entre el ofrecimiento del trago y su
negativa a aceptarlo.
Con el tiempo los días se fueron convirtiendo en una experiencia estimulante y agradable.
Pero las noches se llenaron repentinamente de sueños perturbadores. Eran sueños de muerte,
a medida que la daga, bajo el firme pulso de su mano, se convertía en un arma certera y
eficaz. Continuó practicando hasta lograr un control perfecto sobre ella.
Trataba de imaginarse qué aspecto tendría Han Lee. En sus fantasías se lo imaginaba
siempre como un oriental muy anciano y de barba blanca. Quizá fuera un hombre amable, de
una vasta cultura. Y cada día que transcurría lo acercaba un poco más a Hong Kong, cada día
estaba más cercano el instante en que se convertiría en un asesino a sueldo. Ahora que tenía la
mente despejada y que había recobrado su salud, Rendell se estremecía interiormente ante la
idea de lo que debía hacer. ¿Tan bajo había caído como para desear matar a un hombre?
Al bajar a tierra en Hong Kong se sintió enfermo de miedo. Sólo disponía de tres semanas
para completar su misión.
Y ahora ya no sentía el más mínimo deseo de asesinar a aquel desconocido. Pensó que
debería haber alguna forma de resolver el problema.
Le llevó poco tiempo averiguar las señas del cómplice de Mei Wong, John MacDonald, e
inició el camino hacia las montañas. Después de un día de ascensión llegó a un lujoso
bungalow con galería; John MacDonald, robusto y de cabellos canosos, le recibió con gran
cordialidad.
—Me alegra muchísimo ver una cara nueva —exclamó, estrechándole la mano
vigorosamente—. En su última carta Mei Wong me avisó de que vendría a verme. Tengo una
caja para usted.
Mientras entraban en la casa, Rendell lo observó con detenimiento. Resultaba difícil creer
que aquella amable persona fuese un criminal. Pero el plan iba tomando forma. La caja había
llegado.
Apenas hubieron entrado, MacDonald se dirigió a su despacho y regresó con la caja.
Rendell la cogió con cuidado. Se trataba de una caja de medianas dimensiones y no era en
absoluto pesada.
—¿Sabe qué hay en su interior? —preguntó.
MacDonald negó con la cabeza.
—No tengo idea —dijo—. Llegó hace muy pocos días.
Rendell se colocó la caja debajo del brazo.
—¿Pero usted habrá oído hablar de Han Lee?
—¿Han Lee? Sí, claro, por aquí todos han oído hablar de Han Lee.
—¿Y sabe también que Mei Wong me ha enviado aquí para ajustar cuentas con Han Lee y
llevarme las perlas de Li Pong?
MacDonald lo miró fijamente.
—Han Lee es el nombre que utilizan los pobladores del lugar para referirse al espíritu
maligno.
—Sí, supongo que podemos admitir, aquí entre nosotros, que Han Lee es maligno.
—Se trata de una superstición local que se remonta a hace varios siglos. Por ese motivo...
¿Las perlas de Li Pong? Venga, vamos a la galería posterior.
Rendell salió fuera, siguiendo al hombre. Ante ellos se extendía un paisaje sobrecogedor: al
pie de una imponente cadena de montañas agrisadas se veían tres diminutos lagos. Era una
escena de tanto esplendor y de un equilibrio tan perfecto que despertaba la emoción de
cualquier artista. Y Rendell sintió crecer en su interior una excitación que ya creía olvidada,
casi pérdida para siempre.
Ahogando la risa, MacDonald le dijo:
—Aquéllas son las famosas perlas de Li Pong. Ya puede prepararse para ajustar sus cuentas
con el espíritu maligno, con Han Lee. Pero, respecto a su idea de llevarse consigo las perlas de
Li Pong, habrá de reconocer que sería una tarea algo pesada. Me temo que Mei Wong le ha
gastado una de sus pequeñas bromas. Ha estado tomándole el pelo, mi buen amigo.
Los ojos de Rendell permanecían fijos en el magnífico paisaje que se extendía ante ellos.
—Todo lo contrario —dijo en un susurro—. Mei Wong ha convertido a un tonto en un
hombre.
Recordó que aún llevaba la caja bajo el brazo. La depositó sobre la mesa de bambú que
había a su lado, buscó la llave y la abrió.
En la caja había tubos de pintura, una paleta, pinceles y algunos lienzos. Miró a
MacDonald; sus ojos brillaban y denotaban su ansiedad.
—Y también se equivoca respecto a las perlas de Li Pong. Me las llevaré conmigo.

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