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¿QUÉ SABEMOS DE LA

BIBLIA?
Antiguo Testamento
Ariel Álvarez Valdés es Licenciado en
Teología Bíblica por la Facultad Bíblica
Franciscana de Jerusalén (Israel), con la
distinción de Summa cum Laude, y Doctor
en Teología Bíblica por la Universidad
Pontificia de Salamanca, donde obtuvo la
máxima calificación por su tesis “La Nueva
Jerusalén: ¿ciudad celeste o ciudad
terrestre?”.
Como parte de sus estudios ha realizado
numerosos viajes académicos por Egipto,
Jordania, Turquía, Grecia y la Península del
Sinaí.
En la Argentina es profesor de Sagradas
Escrituras en el Seminario Mayor de
Santiago del Estero, y de Teología en la
Universidad Católica de la misma ciudad.
En el año 1996 fue incorporado a la
Asociación Bíblica Italiana, y en 1998 fue
designado miembro honorario del Instituto
de Filosofía del Derecho de la Universidad de
Lomas de Zamora. En 2003 fue incorporado
a la Asociación Bíblica Española.
Desde hace varios años se dedica a la
divulgación popular de la investigación
científica de la Biblia, a través de escritos y
conferencias en la Argentina y en el
extranjero.
Ha publicado más de 200 artículos sobre
temas bíblicos en diversas revistas de la
Argentina, Brasil, Ecuador, Venezuela,
Bélgica, Chile, Colombia, México, Alemania,
España, Estados Unidos, Francia, Portugal,
Ucrania, Suiza, Rumania e Israel.
Dictó conferencias y cursos bíblicos en
España, Ucrania, Chile, Colombia y México.
Entre sus obras publicadas figuran:
¿Qué sabemos de la Biblia? Antiguo
Testamento
- ¿Qué sabemos de la Biblia? Nuevo
Testamento
- Enigmas de la Biblia (en 13 volúmenes)
- ¿Puede aparecerse la Virgen María?
- ¿Prueba Dios con el sufrimiento?
- Lo que la Biblia no cuenta
- ¿La Biblia dice siempre la verdad?
- La Nueva Jerusalén: ¿ciudad celeste o
ciudad terrestre?
Sus libros y artículos han sido traducidos al
italiano, inglés, francés, alemán, flamenco,
ruso, ucraniano, rumano, portugués y chino.
ARIEL ÁLVAREZ VALDÉS

¿QUÉ SABEMOS
DE LA BIBLIA?
Antiguo Testamento
Bajalibros.com
ISBN 978-987-09-0235-5
Con las debidas licencias
Queda hecho el depósito que ordena la ley
11.723
© SAN PABLO,
Riobamba 230, C1025ABF BUENOS AIRES,
Argentina,
e-mail: director.editorial@san-
pablo.com.ar
PRESENTACIÓN

Hace algunos años comencé a publicar una


serie de artículos de divulgación bíblica en
diversos diarios y revistas del país. Y lo
hacía movido por dos motivos.
En primer lugar, para responder al deseo del
papa Juan Pablo II, el cual, al presentar el
documento de la Pontificia Comisión Bíblica
La Interpretación de la Biblia en la Iglesia en
1993, decía que además de los estudiosos y
predicadores de la Biblia, hacían falta
también divulgadores, que utilicen “todos
los medios posibles –y hoy disponen de
muchos– para que el alcance universal del
mensaje bíblico se reconozca ampliamente y
su eficacia salvífica se manifieste por
doquier” (Nº 15, § 5).
En segundo lugar, por la convicción de que
los estudios bíblicos habían progresado
muchísimo (tanto de parte del Magisterio de
la Iglesia como de los teólogos y exegetas
católicos), y sin embargo no habían sido
suficientemente difundidos aún entre el
pueblo de Dios. Los artículos bíblicos que
entonces publiqué en realidad no tenían
ninguna originalidad. Eran simplemente un
esfuerzo de decir, de un modo simple,
sencillo y ameno, lo que otros biblistas y
estudiosos habían investigado y expuesto en
gruesos volúmenes, no siempre fáciles de
conseguir, y de fatigosa lectura.
La publicación de aquellos artículos
tuvieron un éxito extraordinario, a juzgar
por la cantidad de cartas de lectores
recibidas en las que comentaban cuánto los
había ayudado su lectura, cómo habían
aprendido a leer la Biblia de un modo más
provechoso y eficaz, y de qué modo habían
podido crecer en su vida espiritual. El éxito
se vio, asimismo, reflejado en las varias
traducciones que se hicieron de los artículos
(al francés, portugués, alemán, flamenco), y
en su publicación en distintas revistas de
otros países.
Debido a ello, los escritos fueron recogidos
en una pequeña colección titulada “¿QUÉ
SABEMOS DE LA BIBLIA?”, que llegó a los
cinco libros.
Ahora ha parecido mejor agruparlos en una
sola obra, mejor sistematizada por temas
(Antiguo Testamento y Nuevo Testamento),
que es la que hoy el lector tiene en sus
manos.
Algunos de estos temas han sido retocados y
actualizados de su versión original, gracias
a sugerencias de biblistas, comentarios de
lectores y nuevos aportes de recientes
estudios.
Esperamos que quienes los lean sientan una
renovada comprensión de la Palabra de Dios
y de lo que ella le exige para su vida.
El autor
Porque así como el hablar imprudente
lleva al error,
también el silencio imprudente
deja en el error
a los que tendrían que ser instruidos.
San Gregorio Magno
(Regla Pastoral, II, 4)
Debemos evitar el escándalo.
Pero si el escándalo se produce por la
verdad,
antes que abandonar la verdad
se debe permitir el escándalo.
San Gregorio Magno
(Homilías sobre Ezequiel, VII, 5)
PRÓLOGO

Todos los años ven la luz cientos de nuevos


libros, revistas, ar-tículos, monografías, tesis,
atlas, mapas, diccionarios y un sinnúmero de
herramientas que procuran esclarecer el
sentido de la Biblia. Y se seguirán
publicando, porque el Espíritu Santo, como
decía Jesús, nos va llevando poco a poco a la
comprensión total de su palabra (Jn 16, 13), a
la que todavía no hemos llegado. En este
sentido, cada generación tiene siempre algo
nuevo que aportar, para comprender mejor el
sentido de su propia salvación. Así, este
nuevo aporte se convierte en algo vital para
todos los que comparten esa época. Es lo que
decía muy bien el Card. Joseph Ratzinger
(hoy Benedicto XVI) en el prefacio del
documento La Interpretación de la Biblia en
la Iglesia, cuando afirma: “Tal estudio (el de
la Biblia) no está nunca completamente
concluido; cada época tendrá que buscar
nuevamente, a su modo, la comprensión de
los libros sagrados”.
De la Biblia ya se han estudiado todos sus
capítulos, versículos, palabras, y hasta se han
contado todas las letras del Antiguo y Nuevo
Testamento. Todos los temas imaginables
que ella contiene ya han sido tratados,
estudiados, investigados, y tienen una
respuesta, aunque quizá no sea la definitiva.
Sin embargo, a pesar de esta enorme
producción, los avances no han llegado
todavía a la gente común, el pueblo sencillo,
los laicos, los catequistas, los miembros de
grupos de oración o de estudios bíblicos.
Éstos desconocen gran parte de lo mucho
que se ha escrito, y no tienen acceso a los
nuevos descubrimientos.
Por dar un ejemplo, muchos católicos no
saben todavía que hace más de sesenta años
el papa Pío XII en su encíclica Divino
afflante Spiritu ha reconocido que los
primeros capítulos del Génesis no contienen
historia en el sentido moderno de la palabra,
sino que son géneros literarios especiales.
Ellos siguen creyendo en la existencia
histórica de Adán y Eva, en la serpiente del
Paraíso, y en la lista de castigos por haber
comido una fruta.
Todavía algunos siguen enseñando que los
cinco primeros libros de la Biblia, el
Pentateuco, han sido escritos por Moisés tal
como los tenemos en la Biblia, cuando desde
el siglo pasado se viene probando con
suficientes argumentos que en realidad se
trata de un conjunto formado por diversas
narraciones de autores distintos.
¿Por qué si éstos y muchos otros asuntos
están ya ampliamente discutidos, analizados,
escritos y publicados, aún son ignorados por
la gente?
En primer lugar, porque la mayoría de la
gente no tiene acceso a esta literatura; por
eso muchas veces estos libros duermen en
los anaqueles de las grandes bibliotecas y
librerías. En segundo lugar, porque se trata
de libros demasiado especializados, escritos
en un lenguaje difícil, demasiado técnico,
exclusivo de ciertos círculos de estudiosos.
Eso ha ido generando una brecha cada vez
más profunda entre los estudiosos científicos
de la Biblia por un lado, que día a día hacen
progresar el estudio de la palabra de Dios con
sus investigaciones, y el común de la gente
por otro, que ha quedado relegada a las viejas
interpretaciones, sin enterarse casi de los
progresos bíblicos.
El presente libro no dice nada nuevo. Sólo
pretende divulgar algunas temas de los
modernos estudios bíblicos, con el fin de
acercar a la gente a los nuevos aportes de la
actual exégesis católica, algunos no tan
nuevos pero sí poco difundidos. Busca así
llenar este vacío y establecer un puente entre
los exegetas y el pueblo de Dios para acercar
a éste las investigaciones de aquellos.
El único mérito, pues, que tiene este
volumen es el de intentar exponer las
cuestiones exegéticas, filológicas,
arqueológicas y teológicas que otros autores
ya han propuesto, pero ahora en un lenguaje
accesible, llano y comprensible para los no
iniciados.
Pueda ser que los lectores, a través de los
simples artículos que componen esta obra, se
animen a profundizar la Palabra de Dios
mediante otros libros.
¿CUÁNTOS LIBROS
TIENE LA BIBLIA?

Problema cristiano, raíces


judías
La Biblia no es un libro, como algunos creen,
sino una biblioteca. Está compuesta por 73
libros, algunos de los cuales son bastante
extensos (como el del profeta Isaías que
tiene 66 capítulos), y otros muy breves
(como el del profeta Abdías que no llega a
tener capítulos sino tan solo 21 versículos).
El más corto de todos sus escritos es la 3º
carta de san Juan, con apenas 13 versículos.
Estos libros están repartidos de manera tal
que al Antiguo Testamento corresponden 46
y al Nuevo Testamento 27.
De vez en cuando suele caer en nuestras
manos alguna Biblia que llamamos
“protestante”, y nos llevamos la sorpresa de
que le faltan 7 obras, es decir, que contiene
sólo 66 libros.
Este vacío se encuentra en el Antiguo
Testamento, y los libros que faltan pueden
distribuirse de la siguiente manera: cuatro
libros llamados históricos (Tobías, Judit, 1º
de los Macabeos, y 2º de los Macabeos), dos
libros llamados sapienciales (Sabiduría y
Eclesiástico), y uno profético (el de Baruc).
¿Cuál es el origen de esta diferencia entre
Biblias “católicas” y “protestantes”?

El Antiguo Testamento
palestino
En el siglo I de la era cristiana, los judíos
(que tan sólo aceptaban, como es lógico, el
Antiguo Testamento), aún no habían
definido la lista completa de sus escritos; es
decir, no habían clausurado la Biblia. Seguía
abierta la posibilidad de que aparecieran
nuevos libros a engrosar las Sagradas
Escrituras.
Pero desde hacía ya varios siglos,
especialmente a partir de la destrucción de
Jerusalén en el s. VI a.C. y de la desaparición
del estado judío libre, se venía acentuando
en las autoridades religiosas la preocupación
por asegurar la conservación de la fe en el
pueblo; para ello, se dieron cuenta de que era
necesario fijar oficialmente la lista de las
obras en las que se reconocía esa fe del
pueblo de Israel. Porque si bien los libros
que circulaban entre los círculos religiosos
contenían sin duda ideas teológicas
correctas, también había otras que parecían
dudosas e incluso francamente peligrosas.
En la práctica, pues, se fueron imponiendo
algunos libros que eran de indudable
inspiración divina, y fueron aceptados como
Escrituras Sagradas. A este conjunto de
libros oficiales, que la comunidad judía
reconoció como inspirados y que contenía la
doctrina auténtica, es al que hoy damos el
nombre de “canon” (palabra que significa
“norma”, “regla”), ya que refleja la regla de
vida con la que deben guiarse quienes creen
en ellos.
Los libros que fueron rechazados, con el
tiempo recibieron el nombre de “apócrifos”
(= que significa “ocultos”) porque al ser de
doctrina dudosa se los consideraba “de
origen oculto”.
En el primer siglo de nuestra era, la
comunidad judía de Palestina había llegado a
reconocer en la práctica 39 libros como
sagrados.

Los Setenta
Simultáneamente en esa época vivía en
Alejandría, ciudad egipcia sobre la costa
mediterránea, una importante colonia judía.
Era la más numerosa fuera de Palestina, ya
que contaba con más de 100.000 israelitas.
Como estos judíos de Alejandría no
entendían ya la lengua hebrea, en el siglo III
a.C. habían hecho traducir la Biblia (o sea, el
Antiguo Testamento) a la lengua que ellos
hablaban, es decir, el griego, y en la liturgia
de sus sinagogas empleaban esta versión. La
llamaban “Los Setenta”, porque según una
vieja tradición había sido hecha casi
milagrosamente por 70 sabios.
Pero esta versión de Los Setenta tenía una
particularidad: además de los 39 libros que
habían traducido del canon hebreo añadía
algunos otros textos, algunos también
traducidos del hebreo y otros surgidos
directamente en griego.
Los judíos de Palestina nunca vieron con
buenos ojos estas diferencias de sus
hermanos alejandrinos, y rechazaban
aquellas novedades.
Desde antiguo hubo, por lo tanto, dos listas o
“cánones” ligeramente distintos de las
“Escrituras”: el palestinense y el alejandrino.
En atención al destinatario
Los primeros cristianos, que habían oído
decir a Jesús que él no había venido a
suprimir el Antiguo Testamento sino a
plenificarlo y completarlo (Mt 5, 17),
reconocieron también como parte de sus
Biblias los libros que usaban los judíos. Pero
inmediatamente se vieron en dificultades.
¿Debían usar el canon breve de Palestina o el
canon largo de Alejandría?
Frente a este problema los cristianos, que se
hallaban extendidos a lo largo de todo el
Imperio Romano, y que no sabían hablar el
hebreo puesto que el idioma común en todo
el cercano oriente desde hacía trescientos
años era el griego, se decidieron por la
versión griega.
Por lo tanto, al usar la versión de Los Setenta
de la Biblia, aceptaron también otros 7 libros
que venían incluidos en ese canon más largo.
Para no ser confundidos
Cuando en el transcurso del siglo II los
judíos vieron que los cristianos también
habían aceptado y utilizaban el Antiguo
Testamento como parte de sus Biblias,
resolvieron clausurar ellos definitivamente
su canon. Y como reacción contra los
cristianos, prefirieron el canon más corto, es
decir, el de Palestina.
Fijaron así su Biblia (el Antiguo Testamento)
en 39 libros. Y hasta el día de hoy el pueblo
hebreo conserva como Escritura Sagrada los
39 escritos que integraban el antiguo canon
de Palestina.
En las comunidades cristianas, en cambio, y
sin que la Iglesia resolviera nada
oficialmente, con el correr de los siglos se
fue imponiendo en la práctica más bien el
uso de los 46 libros.
De cuando en cuando se alzaban algunas
voces discordantes dentro de la Iglesia que
querían tener sólo los 39 escritos aceptados
por los judíos. Entre quienes propugnaban
por el canon más corto estaban san Cirilo de
Jerusalén (s.IV), san Epifanio (s.V), san
Gregorio Magno (s.VII), y ya en épocas
modernas el cardenal Cayetano.

La mecha que encendió


Lutero
Cuando en el siglo XVI Martín Lutero inició
el cisma protestante y se separó de la Iglesia
Católica, entre los cambios que introdujo
para su nueva iglesia estuvo el de volver al
canon breve, contrariamente a la tradición
quince veces centenaria que venía
manteniendo la Iglesia.
Le fastidiaban sobremanera al reformador
estos 7 libros de más, que por otra parte
estaban escritos en lengua griega, y no en
hebreo, considerado la única lengua religiosa
por los judíos.
Ante esta situación, los Obispos de todo el
mundo se reunieron en el famoso Concilio
de Trento. Fue el más largo de la historia de
la Iglesia, ya que duró 18 años (desde 1545 a
1563), y todo él estuvo abocado a puntualizar
y precisar la doctrina católica que en algunos
aspectos, como en el bíblico, no había sido
definida. Y el día 8 de abril de 1546 mediante
el decreto “De Canonicis Scripturis”, fijó
definitivamente el canon de las Escrituras en
46 libros para el Antiguo Testamento, es
decir, incluyeron definitivamente los 7 libros
proscriptos por los protestantes.

Un nombre difícil
Desde entonces, las iglesias llamadas
“protestantes” y las sectas nacidas de ellas
han caminado en la historia con esta laguna.
Para los católicos, pues, el Antiguo
Testamento consta de 46 libros, 39 escritos
en hebreo, y 7 en griego.
A estos últimos, por haber sido objeto de
disputas, y teniendo en cuenta que
ingresaron en la lista oficial sólo
tardíamente, se les dio el nombre de
“deuterocanónicos” (del griego “deuteros” =
segundo), para significar que pasaron en un
segundo momento a formar parte del canon.
En cambio los primeros, no habiendo estado
nunca en discusión, son llamados
“protocanónicos” (del griego “protos” =
primero) ya que desde el primer momento
integraron el canon.
Gracias a los modernos descubrimientos
arqueológicos, entre ellos los de Qumrán, ha
quedado confirmado que no todos los libros
deuterocanónicos fueron originalmente
escritos en griego. Conocemos por ejemplo
que el libro de Tobías estuvo compuesto
anteriormente en arameo, mientras que los
de Judit, Baruc, Eclesiástico y 1º Macabeos lo
fueron en hebreo. Solamente de 2º
Macabeos y Sabiduría puede decirse que
fueron redactados en griego.

La tan ansiada unidad


Desde que Lutero tradujo su Biblia al alemán
en 1534 y segregó a los deuterocanónicos del
elenco oficial de la Biblia, las iglesias
protestantes adoptaron igual medida.
Sin embargo en los últimos años hay
síntomas de un retorno a una actitud más
moderada para con estos escritos, que ellos
prefieren llamar “apócrifos”. En efecto, han
ido comprendiendo que ciertas doctrinas
bíblicas (como la resurrección de los
muertos, el tema de los ángeles, el concepto
de retribución, la noción de purgatorio),
empiezan a aparecer ya en estos siete libros
tardíos. Suprimiéndolos, se quita un eslabón
precioso en la progresividad y unidad de la
revelación, y se da un salto muy abrupto
hacia el Nuevo Testamento.
Por este motivo, se ven ya algunas Biblias
protestantes que al final, aunque con un
valor secundario, incluyen los siete libros
faltantes.
Quiera Dios que llegue pronto el día en que
den un paso más y los acepten
definitivamente con la importancia propia de
la Palabra de Dios, para poder volver a la
unidad que un día perdimos.
Para reflexionar
1) Lee en el índice de tu Biblia la lista de
libros del Antiguo Testamento y del Nuevo
Testamento. Luego responde: ¿cuántos de
esos libros no habías oído nombrar ni los
conoces?
2) Cuando lees personalmente o en grupo
la Biblia, ¿cuáles son los libros que lees
más frecuentemente? ¿Por qué?
3) ¿Cuál es, de los libros bíblicos que
alguna vez leíste, el que te resultó más
difícil de interpretar? ¿Por qué?
Para continuar la lectura
J. Trebole Barrera, La Biblia judía y la
Biblia cristiana, Editorial Trotta, Madrid
1993.
¿QUIÉN PUSO CAPÍTULOS
A LA BIBLIA?

Un detalle no previsto
Dentro de las cientos de páginas que
contiene la Biblia, es muy fácil encontrar
exactamente una palabra o frase cualquiera
en muy poco tiempo gracias al sistema de
capítulos y versículos que tiene, y que se
emplea para citarlas.
Pero cuando los autores sagrados
compusieron individualmente los libros que
luego formarían parte de la Biblia, no los
dividieron así. En efecto, nunca imaginaron,
mientras escribía cada uno su obra, que ésta
terminaría siendo leída por millones y
millones de personas, explicada a lo largo de
los siglos, comentadas cada una de sus
frases, analizado su estilo literario. Ellos
simplemente dejaron correr la pluma sobre
el papel bajo la inspiración del Espíritu
Santo, y compusieron un texto largo y
continuo desde la primera página hasta la
última.
Fueron los judíos quienes, al reunirse los
sábados en las sinagogas comenzaron a
dividir en secciones la Ley (es decir, los cinco
primeros libros bíblicos, o Pentateuco), y
también los libros de los Profetas, a fin de
poder organizar la lectura continuada.
Nació así la primera división de la Biblia, en
este caso del Antiguo Testamento, que sería
de tipo “litúrgica” puesto que era empleada
en las celebraciones cultuales.

El ensayo judío
Como los judíos procuraban leer toda la Ley
en el transcurso de un año, la dividieron en
54 secciones (tantas, cuantas semanas tiene
el año) llamadas “perashiyyot” (=
divisiones). Estas separaciones estaban
señaladas en el margen de los manuscritos,
con la letra “p”.
Los Profetas no fueron divididos enteros en
“perashiyyot”, como la Ley, sino que se
seleccionaron de ellos 54 trozos, llamados
“haftarot” (= despedidas), porque con su
lectura se cerraba en las funciones litúrgicas
la lectura de la Biblia.
El evangelio de san Lucas (4, 16-19) cuenta
que en cierta oportunidad Jesús fue de visita
a su pueblo natal, Nazaret, en donde se había
criado, y cuando llegó el sábado concurrió
puntualmente a la sinagoga a participar del
oficio como todo buen judío. Y estando allí lo
invitaron a hacer la lectura de los Profetas.
Entonces él pasó al frente, tomó el rollo y
leyó la “haftarah” que tocaba aquel día, es
decir, la sección de los Profetas
correspondiente a ese sábado. Lucas nos
informa que pertenecía al profeta Isaías, y
que era el párrafo que actualmente ha
quedado formando parte del capítulo 61
según nuestro moderno sistema de división.

El ensayo cristiano
Los primeros cristianos tomaron de los
judíos esta costumbre de reunirse
semanalmente para leer los libros sagrados.
Pero ellos agregaron a la Ley y los Profetas
también los libros correspondientes al Nuevo
Testamento. Es por eso que resolvieron
dividir también estos rollos en secciones o
capítulos para que pudieran ser
cómodamente leídos en la celebración de la
eucaristía.
Nos han llegado hasta nosotros algunos
manuscritos antiguos, del siglo V, en donde
aparecen estas primeras tentativas de
divisiones bíblicas. Y por ellos sabemos, por
ejemplo, que en aquella antigua clasificación
Mateo tenía 68 capítulos, Marcos 48, Lucas
83 y Juan 18.
Con este fraccionamiento de los textos de la
Biblia se había logrado no sólo una mejor
organización en la liturgia, y una celebración
de la palabra más sistemática, sino que
también servía para un estudio mejor de la
Sagrada Escritura, ya que facilitaba
enormemente el encontrar ciertas secciones,
perícopas o frases que normalmente hubiera
llevado mucho tiempo hallarlas en el
intrincado volumen.

Lo hizo un arzobispo
Pero con el correr de los siglos se acrecentó
el interés por la palabra de Dios, por leerla,
estudiarla, y conocerla con mayor precisión.
Ya no bastaban estas divisiones litúrgicas,
sino que hacía falta otra más precisa, basada
en criterios más académicos, donde se
pudiera seguir un esquema o descubrir
alguna estructura en cada libro. Además se
imponía una división de todos los libros de la
Biblia, y no sólo los que eran leídos en las
reuniones cultuales.
El mérito de haber emprendido esta división
de toda la Biblia en capítulos tal cual la
tenemos actualmente correspondió a
Esteban Langton, futuro arzobispo de
Canterbury (Inglaterra).
En 1220, antes de que fuera consagrado
como tal, mientras se desempeñaba como
profesor de la Sorbona, en París, decidió
crear una división en capítulos, más o menos
iguales. Su éxito fue tan resonante que la
adoptaron todos los doctores de la
Universidad de París, con lo que quedó
consagrado su valor ante la Iglesia.

Se conserva el manuscrito
Langton había hecho su división sobre un
nuevo texto latino de la Biblia, es decir, de la
Vulgata, que acababa de ser corregido y
purificado de viejos errores de transcripción.
Esta división fue luego copiada sobre el texto
hebreo, y más tarde transcripta en la versión
griega llamada de Los Setenta.
Cuando en 1228 murió Esteban Langton, los
libreros de París ya habían divulgado su
creación en una nueva versión latina que
acababan de editar, llamada “Biblia
parisiense”, la primera Biblia con capítulos
de la historia.
Fue tan grande la aceptación que tuvo la
minuciosa obra del futuro arzobispo, que la
admitieron inclusive los mismos judíos para
su Biblia hebrea. En efecto, en 1525 Jacob
ben Jayim publicó una Biblia rabínica en
Venecia, que contenía los capítulos de
Langton. Desde entonces el texto hebreo ha
heredado esta misma clasificación.
Hasta el día de hoy se conserva en la
Biblioteca Nacional de París, con el número
14417, la Biblia latina que empleara el
arzobispo de Canterbury para su singular
trabajo y que, sin saberlo él, estaba destinado
a extenderse por el mundo.
Más cortas, son mejores
Pero a medida que el estudio de la Biblia
ganaba en precisión y minuciosidad, estas
grandes secciones de cada libro, llamadas
capítulos, se mostraron ineficaces. Era
necesario todavía subdividirlos en partes
más pequeñas con numeraciones propias, a
fin de ubicar con mayor rapidez y exactitud
las frases y palabras deseadas.
Uno de los primeros intentos fue el del
dominico italiano Santos Pagnino, el cual en
1528 publicó en Lyon una Biblia toda entera
subdividida en frases más cortas, que tenían
un sentido más o menos completo: los
actuales versículos.
Sin embargo no le correspondería a él la
gloria de ser el autor de nuestro actual
sistema de clasificación de versículos, sino a
Roberto Stefano, un editor protestante. Éste
aceptó, para los libros del Antiguo
Testamento, la división hecha por Santos
Pagnino, y resolvió adoptara con pequeños
retoques. Pero curiosamente el dominico no
había puesto versículos a los 7 libros
deuterocanónicos (es decir, a los libros de
Tobías, Judit, 1º y 2º Macabeos, Sabiduría,
Eclesiástico y Baruc), por lo cual Stefano
tuvo que completar esta labor.

El trabajo definitivo
En cambio la división del Nuevo Testamento
no fue de su agrado, y decidió sustituirla por
otra, hecha por él mismo. Su hijo nos cuenta
que se entregó a esta tarea durante un viaje a
caballo de París a Lyon.
Stefano publicó primero el Nuevo
Testamento en 1551, y luego la Biblia
completa en 1555. Y fue él el organizador y
divulgador del uso de versículos en toda la
Biblia, sistema éste que con el tiempo se
impondría en el mundo entero.
Esta división, al igual que la anterior en
capítulos, también fue hecha sobre un texto
latino de la Biblia. Sólo en 1572 se publicó la
primera Biblia hebrea con los versículos.
Finalmente el papa Clemente VIII hizo
publicar una nueva versión de la Biblia en
Latín para uso oficial de la Iglesia, pues el
texto anterior de tanto ser copiado a mano
había sido deformado. La obra vio la luz el 9
de noviembre de 1592, y fue la primera
edición de la Iglesia Católica que apareció
con la ya definitiva división de capítulos y
versículos.

No salió del todo bien


De esta manera quedó constituida la fachada
actual que exhiben todas nuestras Biblias.
Pero lejos de ser afortunadas, estas
divisiones muestran muchas deficiencias,
que revelan la manera arbitraria en que han
sido colocadas, y que los estudiosos actuales
pueden detectar pero que quienes las
hicieron entonces no estaban en condiciones
de saberlo.
Por ejemplo, Esteban Langton en el libro de
la Sabiduría interrumpe un discurso sobre
los pecadores para colocar el capítulo 2,
cuando lo más natural hubiera sido colocarlo
un versículo más arriba, donde naturalmente
comienza. Otro ejemplo más grave es el
capítulo 6 del libro de Daniel, que comienza
en el medio de una frase inconclusa, cuando
debería haberlo puesto pocas palabras más
adelante.
También los versículos exhiben esta
inexactitud. Uno de los casos más curiosos es
el de Génesis 2, cuyo versículo 4 abarca dos
frases. Y mientras la primera pertenece a un
relato del siglo VI, la segunda pertenece a
otro... ¡cuatrocientos años anterior! Y ambos
forman parte de un mismo versículo.
También en Isaías 22 tenemos que la
primera parte del versículo 8 pertenece a un
oráculo del profeta, mientras que la segunda,
de otro estilo y tenor, fue escrita doscientos
años más tarde.
Se ve, indudablemente, que su creador iba a
caballo cuando los compuso.

La minuciosidad sabida
La disposición en capítulos y versículos de la
Biblia ha sido el comienzo de un cada vez
más profundo estudio de este libro.
Hoy de la Biblia conocemos hasta sus más
pequeños detalles. Sabemos que sus
capítulos son 1.328. Que posee 40.030
versículos. Que las palabras en el texto
original suman 773.692. Que tiene 3.566.480
letras. Que la palabra Yahvé, el nombre
sagrado de Dios, aparece 6.855 veces. Que el
salmo 117 se encuentra justo en la mitad de
la Biblia. Que si uno toma la primera letra “t”
hebrea en la primera línea del Génesis, y
luego anota las siguientes letras número 49
(49 es el cuadrado de 7) aparece la palabra
hebrea “Torá” (= Ley) perfectamente escrita.
El libro ha sido puesto en la computadora,
minuciosamente analizado, cuidadosamente
enumerado en todos los sentidos, al derecho
y al revés, y descubierto las combinaciones y
las cábalas más curiosas imaginables. Se ha
encontrado la frecuencia constante de
determinadas palabras a lo largo de los
distintos libros, hecho misterioso ya que
quienes los escribían no sabían que iban a
terminar formando parte de un volumen más
grueso.
Ha sido sometida a cuantos estudios puedan
hacerse. Ahora sólo falta que nos decidamos
a vivir lo que enseña, y a creer lo que nos
promete, con el mismo ahínco.
Para reflexionar
1) ¿Cómo fue dividida primeramente la
Biblia en el pueblo judío para facilitar su
lectura?
2) ¿Por qué razón dividieron los cristianos
a la Biblia en capítulos y en versículos?
3) ¿Quién le puso los capítulos y quién los
versículos?
4) ¿Fue una tarea bien hecha y precisa?
¿Por qué?
5) ¿Cuánto tiempo por día o por semana le
dedico a la lectura de la palabra de Dios?
6) Jesús en la sinagoga de Nazaret sintió
que se cumplía en él lo que leía en la Biblia
del profeta Isaías. ¿Cómo se cumple en mi
vida la palabra que leo en la Biblia?
Para continuar la lectura
J. Trebole Barrera, La Biblia judía y la
Biblia cristiana, Editorial Trotta, Madrid
1993.
¿EL MUNDO FUE CREADO
DOS VECES?

En el principio, un problema
Quien lee la Biblia sin estar prevenido, se
encuentra ya en la primera página con un
gran problema: al comenzar el libro del
Génesis no sólo halla dos veces la narración
de la creación del mundo, sino que además
de manera tan contradictoria, que no puede
menos que quedar perplejo.
En efecto, el capítulo 1 del Génesis narra el
relato tantas veces oído cuando niños en el
catecismo, según el cual al principio de los
tiempos todo era caótico y vacío, hasta que
Dios resolvió poner orden en esa confusión.
Antes de ponerse a trabajar, al igual que
cualquier operario, lo primero que hizo fue
encender la luz (1, 3). Por eso en el primer
día de la creación nacieron las mañanas y las
noches.
Luego decidió ubicar un techo en la parte
superior de la tierra para que las aguas del
cielo no la inundaran. Y creó el firmamento.
Cuando vio que el suelo era una sola mezcla
barrosa, secó una porción y dejó la otra
mojada, con lo cual aparecieron los mares y
la tierra firme.
Sucesivamente con su palabra poderosa fue
adornando los distintos estratos de esta obra
arquitectónica con estrellas, sol, luna,
plantas, aves, peces y reptiles. Y por último,
como coronación de todo, formó al hombre,
lo mejor de su creación, al que moldeó a su
imagen y semejanza. Entonces decidió
descansar. Había creado a alguien que podía
continuar su tarea.
Esta le había llevado 6 días. Y todo lo había
hecho bien.

Otra vez lo mismo


Pero cuando pasamos al capítulo 2 del
Génesis viene el asombro. Parece como si
nada de lo anterior hubiera ocurrido.
Estamos otra vez en un vacío total, donde no
hay plantas, ni agua, ni hombres (2, 5).
Dios, nuevamente en escena, se pone a
trabajar. Pero es un Dios muy distinto al del
relato anterior. En lugar de ser solemne y
majestuoso ahora adquiere rasgos mucho
más humanos. Vuelve a crear al hombre,
pero esta vez no desde la distancia y con el
simple mandato de su palabra, casi sin
contaminarse, sino que lo modela con polvo
del suelo, sopla sobre su nariz, y de este
modo le da la vida (2, 7).
Se detalla luego, por segunda vez, la
formación de plantas, árboles y animales. Y
para crear a la mujer emplea ahora un
método diferente. Hace dormir al hombre, le
extrae una costilla, rellena con carne el
hueco restante, y moldea así a Eva. Entonces
se la presenta y se la da por compañera ideal
para siempre.
Llegado a este punto uno se pregunta: ¿por
qué si en Génesis 1 tenemos ya el mundo
terminado, en Génesis 2 hay que crearlo de
nuevo? Es que acaso hubo dos creaciones en
el origen de los tiempos?

Y se contradicen
Pero el problema no es sólo éste. Si
comenzamos a hacer una minuciosa
comparación entre ambos capítulos
encontramos una larga lista de
contradicciones que dejan al lector pasmado.
De entrada llama la atención la diferente
manera de referirse a Dios en ambos textos.
Mientras Gn 1 lo designa con el nombre
hebreo de Elohim, en Gn 2 se lo llama Yahvé
Dios.
El Dios de Gn 2 es descripto con rasgos más
humanos. Él no crea, sino que “hace” las
cosas. Sus obras no vienen “de la nada” sino
que las fabrica sobre una tierra vacía y árida.
El Dios de Gn 1, en cambio, es trascendente y
lejano. No entra en contacto con la creación,
sino que desde lejos la hace surgir, como si
todo lo creara de la nada.
De esta manera, mientras Dios en Gn 1 crea
el mundo solo con su palabra (por eso repite
constantemente: “Dijo Dios... y así fue”), y al
sonido de su voz van brotando las criaturas
del universo, en Gn 2 Dios debe trabajar
manualmente. Como un alfarero, moldea y
forma al hombre (v. 7). Como un agricultor,
siembra y planta los árboles del paraíso (v.
8). Como un cirujano, opera al hombre para
extraer a la mujer (v. 21). Como un sastre,
confecciona los primeros vestidos a la pareja
porque estaban desnudos (3, 21).

Más divergencias
Mientras en Gn 1 Dios crea el mundo en 6
días y luego en el 7º descansa, en Gn 2 sólo
le lleva un día todo el trabajo de la creación.
En Gn 2 Yahvé crea únicamente al varón, y al
caer en la cuenta de que está solo y de que
necesita una compañera adecuada, después
de probar darle los animales por
compañeros, le ofrecerá la mujer. En cambio
en Gn 1 Dios desde un principio hizo existir
al hombre y a la mujer simultáneamente, en
pareja.
Mientras en Gn 1 los seres van surgiendo en
orden progresivo de menor a mayor, es decir,
primero las plantas, luego los animales, y
finalmente los seres humanos, en Gn 2 lo
primero en crearse es el hombre (v. 7), más
tarde las plantas (v. 9), los animales (v. 19), y
finalmente la mujer (v. 22).
Mientras Gn 1 sostiene que antes de la
creación del mundo sólo había una masa
informe de agua, Gn 2 dice que antes de que
se creara el mundo todo era un inmenso
desierto (v. 5).
En Gn 1 la finalidad que Dios le asigna al
hombre en el mundo es: “Sean fecundos y
multiplíquense, y llenen la tierra y
sométanla; manden en los peces del mar y en
las aves de los cielos y en todo animal que se
arrastra sobre la tierra” (Gn 1, 28), es decir,
un magnífico programa de progreso y
señorío sobre el mundo, mirando al futuro.
En cambio en Gn 2 dice que “Yahvé Dios
tomó al hombre y lo dejó en el jardín del
Edén para que lo labrase y cultivase” (Gn 2,
15). Un proyecto mucho más humilde.

El segundo es primero
Haciendo esta lectura comparativa, nos
damos con la sorpresa de que la Biblia
incluye una doble y a la vez contradictoria
descripción de la creación.
Los estudiosos llegaron a la conclusión de
que no pudieron haber sido escritas por la
misma persona, y piensan más bien que
pertenecen a autores diversos y de distintas
épocas. Como sus nombres no llegaron hasta
nosotros, ni podremos saberlos nunca,
llamaron al primero “sacerdotal”, porque lo
atribuyeron a un grupo de sacerdotes judíos
del siglo VI a.C. Y al segundo autor, ubicado
en el siglo X a.C., “yahvista”, porque prefiere
llamar a Dios con el nombre propio de
Yahvé1.
¿Cómo se escribieron dos relatos opuestos?
¿Por qué terminaron incluidos ambos en la
Biblia?
El primero que se compuso fue Gn 2, aunque
en la Biblia aparezca en segundo lugar. Por
eso tiene un sabor tan primitivo, espontáneo,
vívido. Durante muchos siglos fue el único
relato con el que contaba el pueblo de Israel
sobre el origen del mundo.
Fue escrito en el siglo X a.C., durante la
época del rey Salomón, y su autor era un
excelente catequista que sabía poner al
alcance del pueblo en forma gráfica las más
altas ideas religiosas.
Con un estilo pintoresco e infantil, pero de
una profunda observación de la sicología
humana, cuenta la formación del mundo, del
hombre y de la mujer como una parábola
oriental llena de ingenuidad y frescura.

Los aportes vecinos


Para ello se valió de antiguos relatos sacados
de los pueblos vecinos. En efecto, las
antiguas civilizaciones asiria, babilónica y
egipcia habían compuesto sus propias
narraciones sobre el principio del cosmos,
que hoy podemos conocer gracias a las
excavaciones arqueológicas realizadas en
Medio Oriente. Y resulta sorprendente la
similitud entre estos relatos y el de la Biblia.
Todos dependen de una concepción
cosmológica de un universo formado por tres
planos superpuestos: los cielos con las aguas
superiores; la tierra con el hombre y los
animales; y el mar con los peces y las
profundidades de la tierra.
El yahvista recogió estas tradiciones
populares y concepciones científicas de su
tiempo, y las utilizó para insertar un mensaje
religioso, que era lo único que le interesaba.

La gran decepción
Cuatro siglos después de haberse compuesto
este relato, una catástrofe vino a alterar la
vida y la fe del pueblo judío. Corría el año
587 a.C. y el ejército babilónico al mando de
Nabucodonosor, que estaba en guerra con
Israel, tomó Jerusalén y se llevó cautivo al
pueblo.
Y allá en Babilonia fue la gran sorpresa. Los
primeros cautivos comenzaron a arribar a
aquella capital y se dieron con una ciudad
espléndida, con enormes edificios,
magníficos palacios, torres de varios pisos,
acueductos grandiosos, jardines colgantes,
fortificaciones, y lujosos templos.
Ellos, que se sentían orgullosos de ser la
nación bendecida y engrandecida por Yahvé
en Judea, no habían resultado ser sino un
modesto pueblo de escasos recursos frente a
Babilonia.
El templo de Jerusalén, edificado a todo lujo
por el gran rey Salomón, y gloria de Yahvé
que lo había elegido por morada, no
constituía sino un pálido reflejo del
impresionante complejo cultual del dios
Marduk, de la diosa Sin y de su consorte
Ningal.
Jerusalén, orgullo nacional, por quien
suspiraba todo israelita, era una ciudad
apenas considerable en comparación con
Babilonia y sus murallas, mientras su rey,
ungido de Yahvé, nada podía hacer frente al
poderoso monarca Nabucodonosor, brazo
derecho del dios Marduk.
Para salvar la fe
La situación no podía ser más decepcionante.
Los babilonios habían logrado un desarrollo
mucho mayor que los israelitas. ¿Para qué
habían rezado tanto a Yahvé durante siglos y
se habían abandonado confiados en él, si el
dios de Babilonia era capaz de dar más
poderío, esplendor y riqueza a sus devotos?
Aquella catástrofe, pues, representó para los
hebreos una gran desilusión. Pareció el fin
de toda esperanza en un Mesías, y lo vano de
las promesas de Dios en sostener a Israel y
transformarlo en el pueblo más poderoso de
la tierra.
¿Tal vez el Dios de los hebreos era más débil
que el dios de los babilonios? ¿No sería ya
hora de adoptar la creencia en un dios que
fuera superior a Yahvé, que protegiera con
más eficacia a sus súbditos y le otorgara
mejores favores que los magros beneficios
obtenidos suplicándole al Dios de Israel?
Se desmoronaron, entonces, las ilusiones en
el Dios que parecía no haber podido cumplir
sus promesas, y el pueblo en crisis comenzó
a pasarse en masa a la nueva religión de los
conquistadores, con la esperanza de que un
dios de tal envergadura mejorara su suerte y
su futuro.

Creer en tierra extranjera


Ante esta situación que vivía el decaído
pueblo judío durante el cautiverio
babilónico, un grupo de sacerdotes, también
cautivo, comienza a tomar conciencia de este
abatimiento de la gente y reacciona. Era
necesario volver a catequizar al pueblo.
La religión babilónica que estaba
deslumbrando a los hebreos era dualista, es
decir, admitía dos dioses en el origen del
mundo: uno bueno, encargado de engendrar
todo lo bello y positivo que el hombre
observaba en la creación; y otro malo,
creador del mal y responsable de las
imperfecciones y desgracias de este mundo y
del hombre.
Además, allí en la Mesopotamia pululaban
las divinidades menores a las que se le
rendían culto: el sol, la luna, las estrellas, el
mar, la tierra.
Israel en el exilio empezó también a perder
progresivamente sus prácticas religiosas,
especialmente la observancia del reposo del
sábado, su característico recuerdo de la
liberación de Yahvé de Egipto.

Nace un capítulo
Aquellos sacerdotes comprendieron que el
viejo relato de la creación que tanto conocía
la gente (= Gn 2) había perdido fuerza. Era
necesario escribir uno nuevo donde se
pudiera presentar una vigorosa idea del Dios
de Israel, poderoso, que destellara
supremacía, excelso entre sus criaturas.
Comienza así a gestarse Gn 1.
Por eso, lo primero que llama la atención en
este nuevo relato es la minuciosa descripción
de la creación de cada ser del universo
(plantas, animales, aguas, tierra, astros del
cielo) a fin de dejar en claro que ninguna de
éstas eran dioses, sino simples criaturas,
todas subordinadas al servicio del hombre
(vv. 17-18).
Contra la idea de un dios bueno y otro malo
en el cosmos, los sacerdotes repiten
constantemente, de un modo casi obsesivo a
medida que va apareciendo cada obra creada:
“y vio Dios que era bueno”, o sea, no existe
ningún dios malo creador en el universo. Y
cuando crea al ser humano dice que era
“muy bueno” (v. 31), para no dejar así ningún
espacio dentro del hombre que fuera
jurisdicción de una divinidad del mal.
Finalmente, el Dios que trabaja seis días y
descansa el séptimo sólo quería ser ejemplo
para volver a proponer a los hebreos la
observancia del sábado.

Un Dios actualizado
De esta manera la nueva descripción de la
creación por parte de los sacerdotes era un
renovado acto de fe en Yahvé, el Dios de
Israel. Por eso la necesidad de mostrarlo
solemne y trascendente, tan distante de las
criaturas, a las que no necesitaba ya moldear
de barro pues le bastaba su palabra
omnipotente para crearlas a la distancia.
Cien años más tarde, alrededor del 400 a.C.,
un último redactor decidió componer en un
libro toda la historia de Israel desde el
principio, recopilando viejas tradiciones. Y se
encontró con los dos relatos de la creación.
Resolvió entonces conservarlos a los dos.
Pero mostró su preferencia por Gn 1, el de
los sacerdotes, más despojado de
antropomorfismos, más respetuoso, y lo
puso como pórtico de toda la Biblia. Pero no
quiso suprimir el antiguo relato del yahvista,
y lo colocó a continuación, no obstante las
aparentes incoherencias, manifestando así
que para él, Gn 1 y Gn 2 relataban en forma
distinta la misma verdad revelada, tan rica,
que no bastaba un relato para expresarla.

Dos son poco


En una reciente encuesta en los Estados
Unidos, se constató que el 44% de los
habitantes sigue creyendo que la creación del
mundo ocurrió tal cual como lo dice la Biblia.
Y muchos, ateniéndose a los detalles de estas
narraciones, se escandalizan ante las nuevas
teorías sobre el origen del universo, la
aparición del hombre y la evolución.
Pero el redactor final del Génesis enseña
algo importante. Reuniendo en un solo
relato ambos textos, aun conociendo su
carácter antagónico, mostró que para él este
aspecto “científico” no era más que un
accesorio, una forma de expresarse.
El redactor bíblico ¿se turbaría si viese que
hoy sustituimos esos esquemas por el
modelo mucho más probable del Big Bang y
el de la formación evolutiva del hombre? Por
supuesto que no.
La misma Biblia, por esta yuxtaposición
pacífica de diferentes modelos
cosmogónicos, ha señalado su relatividad.
Los detalles “científicos” no pertenecen al
mensaje bíblico. No son más que un medio
sin el cual ese mensaje no podría anunciarse.
El mundo no fue creado dos veces. Sólo una.
Pero aún cuando lo relatáramos en cien
capítulos distintos no terminaríamos de
arrancar el misterio entrañable de esta obra
amorosa de Dios.
Para reflexionar
1) ¿Qué contradicciones encontramos
entre el capítulo 1 y capítulo 2 del
Génesis?
2) ¿A qué se deben tales divergencias?
3) ¿Qué imagen de Dios se desprende de
cada uno de ellos?
4) ¿Qué imagen de Dios tenemos hoy,
gracias a las ciencias y a las técnicas
modernas?
5) ¿Son compatibles las teorías científicas
sobre el origen del mundo con los relatos
del libro del Génesis?
Para continuar la lectura
Alberto Vidal Cruañas, Encuentro con la
Biblia, Ediciones Paulinas, Madrid, 1989.
1 Aunque hoy son muchos los autores que sostienen que el
“yahvista” escribió a fines del siglo VII a.C.
¿EXISTIERON REALMENTE
ADÁN Y EVA?

Darwin y el Génesis
Según la Biblia, Dios formó a Adán, el primer
hombre, con barro del suelo. De una costilla
suya hizo a Eva, su mujer. Y luego los colocó
en medio de un paraíso fantástico. Ambos
vivían desnudos sin avergonzarse, y Dios por
las tardes solía bajar a visitarlos y charlar con
ellos (Génesis 2).
Esta historia, que nos entusiasmaba cuando
éramos niños, nos pone en serias
dificultades ahora que somos grandes. La
ciencia moderna ha demostrado que el
hombre ha ido evolucionando a partir de
seres inferiores, desde el Australopitecus,
hace unos 3 millones de años, pasando por el
homo habilis, el homo erectus y el homo
sapiens, hasta llegar al hombre actual.
Hoy sabemos, pues, que el hombre no fue
formado ni de barro ni de una costilla; que al
principio no hubo una sola pareja sino
probablemente varias; y que los primeros
hombres eran primitivos, no dotados de
sabiduría y perfección.
¿Por qué, entonces, la Biblia relata así la
creación del hombre y de la mujer?
Sencillamente porque se trata de una
parábola, un relato imaginario, que pretende
dejar una enseñanza religiosa a la gente.
Lo compuso un anónimo catequista hebreo,
a quien los estudiosos llaman el “yahvista”,
probablemente en el siglo VII a.C. En aquel
tiempo no se tenía ni idea de la teoría de la
evolución. Pero como su propósito no era el
de dar una explicación científica, sino
religiosa sobre el origen del hombre, eligió
esta especie de cuento en el que cada uno de
los detalles tiene un mensaje religioso, según
la mentalidad de aquella época. Trataremos
ahora de averiguar qué quiso enseñarnos el
autor, con esta narración.

La creencia popular
El primer detalle que llama la atención es
que el hombre haya sido creado de barro.
Dice el Génesis que en el principio, cuando la
tierra era aún un inmenso desierto, “Yahvé
Dios amasó al hombre con polvo del suelo, y
sopló sobre sus narices aliento de vida; y
resultó el hombre un ser vivo” (v. 7).
Para entender esto, hay que tener en cuenta
que a los antiguos siempre les había llamado
la atención ver cómo, cuando moría una
persona, poco tiempo después se convertía
en polvo. Y habían llegado a la conclusión de
que el cuerpo humano estaba
fundamentalmente hecho de polvo. La idea
se extendió por todo el mundo oriental, a tal
punto que la encontramos inserta en la
mayoría de los pueblos. Los babilonios, por
ejemplo, contaban cómo sus dioses habían
amasado con barro a los hombres; y los
egipcios representaban en las paredes de sus
templos a la divinidad amasando con arcilla
al Faraón. Griegos y romanos compartían
igualmente esta opinión.
Cuando el escritor sagrado quiso contar el
origen del hombre, se basó en aquella misma
creencia popular. Pero agregó una novedad a
su relato: que el ser humano no es
únicamente polvo sino que posee en su
interior una chispa especial de vida que le
viene de Dios, que lo distingue de todos los
demás seres vivos, y que lo convierte en
sagrado. Y no sólo el rey o el Faraón, sino
también el hombre de la calle. Eso quiso
decir cuando contó que Dios “le sopló en la
nariz”. Empezaba, así a revolucionarse la
concepción antropológica de la época.

Una imagen con carrera


La imagen de un Dios alfarero, de rodillas en
el suelo amasando barro con sus manos y
soplando en las narices de un muñeco, puede
resultarnos algo extraña. Sin embargo en la
mentalidad de aquella época era todo un
homenaje para Dios.
En efecto, de todas las profesiones conocidas
en la sociedad de aquel entonces, la más
digna, la más grandiosa y perfecta, era la del
alfarero. Cómo impresionaba ver a ese
hombre que, con un poco de arcilla,
despreciable y sin valor, que podía hallar
tirada en cualquier parte, era capaz de
moldear y crear preciosos objetos: vajillas,
vasos refinados y exquisitos utensilios con
gran maestría.
El yahvista, sin pretender enseñar
científicamente cómo fue el origen del
hombre, puesto que no lo sabía, quiso
indicar algo más profundo: que todo hombre,
quienquiera que sea, es una obra directa y
especialísima de Dios. No es un animal más
de la creación, sino un ser superior,
misterioso, sagrado e inmensamente grande,
porque Dios en persona se tomó el trabajo de
hacerlo.
La imagen del Dios Alfarero quedó
consagrada en la Biblia como una de las
mejor logradas. Y a lo largo de los siglos
reaparecerá muchas veces para indicar la
extrema fragilidad del hombre y su total
dependencia de Dios, como en la célebre
frase de Jeremías: “Como el barro en las
manos del alfarero, así son ustedes en mis
manos, dice el Señor” (18, 6).

La soledad del hombre


A continuación aparece en el relato una serie
de pormenores curiosos y muy interesantes.
Dice que Dios colocó al hombre que había
creado en un maravilloso jardín, lleno de
árboles que le darían sombra y lo proveerían
de sabrosas frutas (v. 9). El agua
sobreabundaba en ese jardín, ya que estaba
regado por un inmenso río, con cuatro
grandes brazos.
Para los lectores de aquella época, cuya vida
transcurría en terrenos desérticos y donde el
agua resultaba difícil de conseguir,
semejante descripción despertaba sus
apetencias y daba una perfecta imagen de la
felicidad que él hubiera deseado gozar.
Pero de repente el relato se detiene. Algo
parece haber salido mal. Dios mismo
presiente que no es muy bueno lo que ha
hecho: “No es bueno que el hombre esté
solo” (v. 18). Aun con todo el derroche de
creación que desplegó, su criatura está
solitaria y sin poder colmar sus expectativas.
Lo ha rodeado de lujos y bienestar, pero no
tiene a nadie con quien relacionarse.

Compañías inadecuadas
Frente a esto, dice el Génesis, Dios busca
corregir la falla mediante una nueva
intervención. Con gran generosidad crea todo
tipo de animales, los del campo y las aves del
cielo, y se los presenta al hombre para que
les ponga a cada uno un nombre y le sirvan
de compañía
(v. 19). Sin embargo para el hombre no
encontró un compañero adecuado. Tampoco
los animales resultan una compañía para él
(v. 20). ¿Dios se ha equivocado de nuevo?
Luego de reflexionar, intentará subsanar su
segunda equivocación mediante una obra
definitiva: “Entonces Yahvé Dios hizo caer
un profundo sueño sobre el hombre, el cual
se durmió. Le quitó una de las costillas, y
rellenó el vacío con carne. De la costilla que
Yahvé Dios había tomado del hombre formó
una mujer y la llevó ante el hombre.
Entonces éste exclamó: esta vez sí que es
hueso de mis huesos y carne de mi carne.
Será llamada varona porque del varón ha
sido tomada” (vv. 21-23).
Finalmente Dios tiene éxito. Puede sonreír
satisfecho porque ahora sí ha conseguido un
buen resultado. El hombre encontró su
felicidad completa con la presencia de la
mujer.

Los tres mensajes


Estas ingenuas y pueriles escenas, que
presentan a Dios aparentemente
equivocándose y sin terminar de complacer
los gustos del hombre, en verdad encierran
tres profundas enseñanzas.
La primera: que la soledad del hombre no es
buena. Que no ha sido creado como un ser
autónomo y autosuficiente, sino necesitado
de los demás, de otras personas que lo
complementen en su vida, sin lo cual el
mismo hombre “no es bueno”. Con aquel
hipotético y solitario Adán, el autor quiso
denunciar que la primera y principal
amargura del ser humano es su falta de
compañía, su vida aislada y sin ser
compartida con nadie.
La segunda enseñanza está en la frase que
dice que en los animales Adán “no encontró
una ayuda adecuada”. Quiso con ella advertir
que los animales no están al mismo nivel
que el hombre; que no tienen su misma
naturaleza; y por lo tanto no estaba bien que
éste se relacionara con aquéllos como lo
hacía con las personas. De este modo, con
mucha finura y delicadeza, el autor condena
el pecado de “bestialismo”, es decir, las
posibles prácticas sexuales con animales, que
en aquel entonces se hallaban difundidas en
ciertos lugares del antiguo Oriente.
La tercera enseñanza pretende explicar que
está bien para el hombre dejar a su padre y a
su madre, afectos tan sólidos y estables en
aquella época, para unirse a una mujer.
Porque esa misteriosa tendencia que todo
hombre siente hacia ella la puso Dios, y sólo
con ella el hombre encuentra su plenitud. Es
el primer canto de la Biblia al amor conyugal.
Por qué nombrar a los
animales
También la escena en la que desfilan todas
las especies de animales frente a Adán
mientras éste pasa lista, los individualiza y
les da nombres propios, tenía un sentido
profundo para los lectores de aquella época.
“Poner nombre” en la Biblia quiere decir “ser
dueño de”. En efecto, en el antiguo Oriente el
nombre no es un mero título, sino que
representa al ser mismo de la cosa. Y conocer
el nombre de alguien para poder nombrarlo
equivalía a tener poder sobre él.
Por eso dice la Biblia que al crear Dios el
mundo en seis días fue poniendo un nombre
a cada cosa: “día”, “noche”, “cielos”, “tierra”.
Asimismo en la familia eran los padres
quienes debían poner el nombre a sus hijos,
como señal de propiedad. Y entre los 10
mandamientos, había uno que mandaba
precisamente “no tomar el nombre de Dios
en vano”, para evitar emplearlo como señal
de dominación. Aún hoy los judíos no se
atreven a mencionarlo para no mostrar
supremacía y poder sobre Dios.
Pintar, pues, a Adán poniendo nombres a
todos los animales es lo mismo que decir que
él es dueño de ellos, que está por encima de
todos, que le pertenecen y que están a su
servicio. Un modo de confesar que el hombre
es rey y por lo tanto responsable de la
creación.

Por qué hace dormir al


hombre
Otro detalle fascinante, es el profundo sueño
que Dios hizo caer sobre Adán antes de crear
a la mujer. Muchos lo interpretan como una
especie de anestesia preparatoria, ya que
Dios está por intervenir quirúrgicamente a
Adán para extraerle una costilla, y quiere
primero volverlo insensible.
Pero nuestro autor entendía muy poco de
medicina, y sería un desatino imaginarlo
aquí anticipándose en tantos siglos a esta
práctica de la cirugía moderna. Más bien el
sueño de Adán tiene que ver con la
concepción que el autor tenía de la acción
creadora. Crear es el secreto de Dios. Sólo
Dios lo conoce y sólo él sabe hacerlo. El
hombre no puede presenciarlo. Por eso
duerme cuando Dios crea. Al despertar, no
sabe nada de lo que ha pasado. La mujer
recién creada tampoco, porque cuando se da
cuenta de que existe ya ha sido formada.
Con esta escena advierte que la actuación de
Dios en el mundo es invisible a los ojos
humanos. Sólo quien tiene fe puede
descubrirla. Nadie logra contemplar a Dios
que pasa por su vida, si es que está dormido
y no despierta a la fe.

Eva y la costilla
Pero el momento culminante de la narración
y de alguna manera el centro de todo el
relato, lo constituye el detalle de la mujer
formada de la costilla de Adán.
Nuestro autor emplea aquí una bellísima
imagen para dejar a los lectores una lección
grandiosa. Para crear a la mujer, Dios no
tomó un hueso de la cabeza del hombre,
pues ella no está destinada a mandar en el
hogar; pero tampoco la hizo de un hueso del
pie, porque no está llamada a ser la servidora
del hombre. Al decir que la crea de su
costilla, es decir, de su costado, la coloca a la
misma altura que el varón, en su mismo
nivel y con idéntica dignidad.
En aquella sociedad marcadamente
machista, donde la mujer carecía de derechos
y tenía casi el rango de un animal, al servicio
exclusivo de su marido y un instrumento
para su placer, el autor quiere expresar la
igualdad absoluta de los dos sexos. Al señalar
que ambos tienen el mismo origen (las
manos de Dios), y que ella era su ayuda
“adecuada”, deja sentado el más grande y
auténtico principio feminista de la historia.
Tal atrevimiento de declarar a la mujer
semejante al varón, debió de haber irritado
enormemente a sus contemporáneos, y sin
duda constituyó una idea revolucionaria en
su época.

Por qué andaban desnudos


El relato termina con un último detalle
sugestivo: “Los dos estaban desnudos, el
hombre y su mujer, pero no se avergonzaban
el uno del otro” (v. 25). Más adelante,
cuando se desate el drama del pecado
original sobre Adán y Eva, dirá: “Entonces se
les abrieron a ambos los ojos y se dieron
cuenta de que estaban desnudos” (3, 7).
Esta alusión alimentó la imaginación de
millones de lectores a lo largo de los siglos, y
llevó a pensar que el pecado original tenía
que ver con el sexo. Pero en realidad el autor
con esta observación sólo buscaba transmitir
un último mensaje a sus lectores, basado en
la experiencia cotidiana. En ella veía cómo
los niños pequeños andaban desnudos sin
avergonzarse. En cambio al entrar en la
pubertad, lo percibían y se cubrían. Ahora
bien, esa época coincidía con la edad en la
que todos toman conciencia del bien y del
mal, y son responsables de sus actos.
El yahvista quiso decir que toda persona, al
entrar en la edad de la adultez, es pecadora, y
por lo tanto responsable de las desgracias
que existen en la sociedad. Nadie puede
considerarse inocente frente al mal que lo
rodea, ni puede decir: “yo no tengo nada que
ver”. Por eso todos sienten vergüenza de su
desnudez.
El autor buscó, así, establecer un vínculo
entre la condición de pecador de todo
hombre, y el fenómeno universalmente
percibido de la desnudez (frecuente, además,
en aquella época por el tipo de túnicas cortas
que usaban los hombres). Esta vergüenza les
debía servir como recordatorio de sus
pecados.

Un hombre y una mujer


La narración de Adán y Eva, pues, no es
histórica (lo cual no significa negar la
realidad del pecado original). En efecto, la
Biblia no pretende enseñar “cómo” fue el
origen del hombre y de la mujer. El escritor
sagrado no lo sabía. Lo que quiso decirnos es
“de dónde” apareció: de las manos de Dios.
El “cómo” deben explicarlo los científicos. El
“de dónde” lo responde la Biblia. Y a medida
que pase el tiempo, los científicos podrán ir
cambiando sus respuestas sobre “cómo” fue
la aparición del hombre (si existió desde
siempre como es hoy, si evolucionó de seres
primitivos, si sus primeras partículas
provienen de otras galaxias, etc.)2. La Biblia
en cambio nunca cambiará su “de dónde”: de
las manos de Dios, que estuvo dirigiendo
todo ese proceso. Por eso no debemos temer
que aparezcan nuevas visiones científicas.
Porque la Biblia mantendrá siempre
invariable su mensaje: el hombre, frágil
criatura de barro, es la obra maestra de Dios.
Todo hombre es sagrado e irrepetible porque
tiene un “soplo” de Dios. Él es el rey y el
responsable de la creación. Y la mujer
participa de la misma grandeza, jerarquía y
dignidad que él.
Un tratado de alta teología, no lo habría
expresado mejor que este cuento infantil.
Para reflexionar
1) ¿Qué enseñan las teorías científicas
actuales sobre el origen del hombre?
2) ¿Se oponen estas teorías a los que
enseña la Biblia? ¿Por qué?
3) ¿Qué quiso decirnos el autor bíblico al
contar en el Génesis que el hombre es de
barro pero que contiene un soplo de Dios?
¿Qué aplicación podemos sacar de ello
para nuestra sociedad actual?
4) ¿Qué quiso decirnos el autor bíblico al
contar en el Génesis que los animales no
son una ayuda adecuada para el hombre?
¿Cómo podemos aplicar su enseñanza para
nuestra vida?
5) ¿Qué quiso decirnos el autor bíblico al
relatar que la mujer fue creada de la
costilla del hombre? ¿Qué nos quiere
enseñar la Palabra de Dios hoy?
Para continuar la lectura
C. Mesters, Paraíso terrestre, ¿nostalgia o
esperanza?, Bonum, Buenos Aires 1972.
2 El 22 de octubre de 1996, el papa Juan Pablo II
pronunció un discurso en la Academia Pontificia de las
Ciencias, avalando la teoría de la evolución. En aquella
oportunidad dijo que los “nuevos acontecimientos llevan a
pensar que la teoría de la evolución es más que una
hipótesis”. Y que existen “argumentos significativos a
favor” de dicha teoría.
¿HUBO AL PRINCIPIO DEL
MUNDO UN PARAÍSO
TERRENAL?

Preguntas que molestan


¿Es cierto que los primeros hombres
gozaban de privilegios asombrosos en el
Paraíso: no sufrían, ni se fatigaban, ni
morían, y tenían una inteligencia superior?
Pero si eran tan perfectos, ¿cómo no se
dieron cuenta de que pecando perdían todo
lo que Dios les había dado? ¿Cómo fue que
cayeron en la primera oportunidad que
tuvieron?
¿Es posible que Dios se enojara tanto en el
Paraíso, y mandara a los primeros hombres
los tremendos castigos que leemos en el
libro del Génesis (3, 14-19), sólo por haber
comido una fruta? ¿Y qué pensar de una
serpiente que habla?
Si Eva no hubiese comido aquella fruta, ¿el
parto de la mujer sería ahora sin dolor? ¿Y
las serpientes volarían en lugar de
arrastrarse? ¿Y andaríamos todos desnudos
sin avergonzarnos? ¿Seríamos inmortales, y
no habría desiertos sobre la tierra?
Si, como cuenta la Biblia, el Paraíso Terrenal
continuó existiendo después de la expulsión
de Adán y Eva, ¿es posible hallarlo hoy, como
sostienen algunas revistas científicas?
¿Podemos encontrar a los querubines que
vigilan su entrada, con espadas de fuego para
que nadie pase?

Por una situación peligrosa


Muchas de estas preguntas nos han
preocupado alguna vez, al leer en el Génesis
el relato de Adán y Eva. Hay personas que se
avergüenzan de tener tales dudas. Otras
temen ser irrespetuosas con la Biblia si se
hacen ciertas preguntas. Y están quienes
piensan que sólo se trata de un cuento al que
no hay que prestarle mayor atención.
Sin embargo el relato del Paraíso (Gn 2 y 3)
tiene una gran importancia dentro de la
Biblia, puesto que trae la respuesta a uno de
los interrogantes más angustiosos que el
hombre se hace: de dónde viene el mal en el
mundo. Pero sólo interpretándolo
correctamente, podremos descubrir en él la
inmensa riqueza de mensaje religioso que
encierra.
¿A qué se refiere la Biblia, cuando cuenta lo
que sucedió en el Paraíso Terrenal? Hoy en
día todos los estudiosos enseñan que la
Biblia no pretende describir aquí unos
sucesos reales, ni unos hechos históricos que
ocurrieron al comienzo de la humanidad.
El autor de esta página fue un catequista
judío, a quien algunos estudiosos llaman “el
yahvista”, que probablemente en el siglo VII
a.C. tomó conciencia de unos hechos
gravísimos que sucedían en la sociedad de su
tiempo3. Había descubierto que las cosas
funcionaban mal, y que se había arribado ya
a una situación muy peligrosa. Se estaba
viviendo un estado tan desastroso y
desolador, que si no se hacía algo pronto, él,
su familia y todo el resto de la sociedad
terminarían mal.
Frente a esto, el yahvista, iluminado por
Dios, decide escribir el relato de Génesis 2-3,
no para dar detalles sobre los orígenes del
hombre, sino con el fin de alertar a los
lectores de su época sobre tales problemas y
aportar alguna solución.

Amor y embarazo
¿Qué es lo que había descubierto el autor y
que tanto le preocupaba? Había constatado
que ciertas realidades de la vida, que
deberían ser motivo de alegría para todos,
eran más bien causa de sufrimiento y de
dolor. Tal vez muchos ni se daban cuenta, o
las consideraban como algo natural e
inevitable. Él, sin embargo, ya no las
soportaba, y se revelaba ante esta situación.
Empezó a hacer una lista de estos males que
iba descubriendo. En primer lugar tenía una
esposa, igual que sus vecinos y amigos. Y vio
que algo tan bueno y hermoso como el
matrimonio, en la práctica era un
instrumento de dominación. La mujer se
sentía atraída por el marido, pero él la
consideraba un ser inferior, la privaba de
ciertos derechos, la trataba como a un objeto.
¿Por qué esa ambigüedad del amor? Y
escribió: “Hacia su marido va la apetencia de
ella, pero él la domina” (Gn 3, 16).
En segundo lugar, había visto cómo los
embarazos de su mujer la esclavizaban y
aumentaban sus sufrimientos. Más aún,
había presenciado el parto de sus numerosos
hijos, y en cada uno había visto gemir y
padecer a su mujer inexplicablemente. ¿Por
qué la llegada de una nueva vida, motivo de
alegría para el hogar, se hacía en medio de
tantos dolores? Y escribió: “Tantas son sus
fatigas cuantos son sus embarazos. Con
dolor debe parir los hijos” (Gn 3, 16).

El trabajo y los animales


También había descubierto cómo cada
mañana, al salir a trabajar para proveer su
sustento y el de su familia, el trabajo era
causa de grandes sufrimientos. Muchas
veces llegaba a su casa al caer la tarde,
cansado y dolorido, sin haber obtenido
mayores frutos de la tierra árida, pobre y
estéril de Palestina. ¿Por qué tanto sudor y
fatiga? Y continuó con su lista: “Con fatiga
hay que sacar del suelo el alimento todos los
días de la vida. Se come el pan con el sudor
de la frente” (Gn 3, 17. 19).
¿Y la tierra? Parecía maldita. Debía producir
alimentos para el hombre, y en cambio sólo
daba abrojos y espinas. Por más que el
hombre la labraba, ella se resistía. ¡Cuánto le
costaba sacar de allí un poco de comida para
sus hijos! Y anotó: “El suelo está maldito...
Espinas y abrojos produce, y hay que comer
la hierba del campo” (Gn 3, 17-18).
Hasta los animales le resultaban hostiles.
Cuántas veces él mismo, al salir de cacería o
paseando por el campo, se había visto
atacado imprevistamente por una serpiente,
o un león. Quizás algún conocido suyo había
muerto embestido por una fiera. ¿A estos
seres inferiores no los había puesto Dios al
servicio del hombre? Parecían, en cambio
tener una enemistad a muerte con él. No
podía confiarse de ellos. Eran una amenaza
para la vida humana. Entonces siguió
escribiendo: “Hay enemistad entre la
serpiente y el hombre, entre su raza y la de
él” (Gn 3, 15).

Un Dios que daba miedo


Y su misma vida le resultaba ambigua. Todo
su ser gritaba: ¡quiero vivir!, pero la muerte
lo acechaba, inevitablemente, en cada
esquina. Nadie podía escapar de ella. Tal vez
había visto morir ya a sus padres, a algún
íntimo amigo, a un hijo. ¿Por qué el final de
la existencia era tan trágico y doloroso? ¿Por
qué había un germen de muerte encerrado
en cada vida, proyectando un velo de luto
sobre todas las alegrías? Y anotó: “El hombre
vuelve al polvo del que ha sido formado.
Porque es polvo y al polvo vuelve” (Gn 3, 19).
Finalmente, su propio Dios y amigo era
ambiguo. Pensar en él, estar con él, hablar
con él, debería ser motivo de gozo y alegría.
Sin embargo muchas veces Dios le daba
miedo. Su presencia lo asustaba. Temía sus
castigos, y por eso en ocasiones se escondía y
huía de él. ¿Por qué tenerle miedo a Dios?,
se preguntaba, mientras escribía en su
relato: “Oigo sus pasos en el jardín y tengo
miedo. Por eso me escondo” (Gn 3, 10).
Y de esta manera, el autor del relato
concluyó la lista de males que encontraba en
la experiencia cotidiana de su vida. Una vida
familiar, hecha de amor y fatiga, de
casamiento y de dolores de parto, de tierra
seca que debe ser sembrada y sudor en los
ojos, de animales que amenazan, de vida y de
muerte, de presencia de Dios y de
religiosidad basada en el miedo.

El gran descubrimiento
Y el yahvista al llegar a este punto se
preguntó: ¿por qué sufrimos todos estos
males? ¿De dónde han salido? Está
convencido de que de Dios no pueden venir.
Su fe le enseñaba que él es bueno y justo,
que quiere el bien de los hombres, y que
nunca habría puesto como parte de la
creación estas desgracias.
Quizás oyó muchas veces a amigos y vecinos
decir: “¡Paciencia, hay que soportar. La vida
es así. Es la voluntad de Dios!”. Pero él se
revelaba ante el hecho de buscar en Dios y en
su religión un justificativo para una falsa
paciencia, que pacte con esta situación de
dolor. En esto él discrepaba incluso con las
otras religiones, que atribuían todos los
males a la acción directa de Dios. Para el
yahvista no. Lo que estaban sufriendo todos
no podía tener la aprobación de Dios.
Y entonces, aunque con una mentalidad aún
primitiva, llegó a un gran descubrimiento: la
situación en la que el pueblo de Israel y toda
la humanidad se encuentran, es en realidad
una situación pasajera de “castigo”, es decir,
una consecuencia de nuestros pecados. Y por
lo tanto somos los únicos responsables de lo
que nos pasa.
Esta tesis, revolucionaria, tenía una doble
ventaja. Por un lado, significaba una visión
optimista y esperanzadora de la vida. Al no
ser nada de esto querido directamente por
Dios sino “situación de castigo”, no se
trataba de algo definitivo sino provisorio y
pasajero, de lo que se podía salir en cualquier
momento. Y por otro, llevaba a reflexionar
sobre la parte de responsabilidad de cada uno
en los males que aquejaban a la sociedad.

Nace el Paraíso
Esta lista de males le sirvió, pues, al escritor
sagrado para elaborar un elenco de lo que
serían los “castigos de Dios” a los primeros
hombres (Gn 3, 14-19). Ella reflejaría la
situación en la que toda la humanidad vive
actualmente.
Pero aún le faltaba resolver otro problema. Si
el mundo, tal como estaba, no era querido
por Dios, entonces él no podía seguir
consintiendo un mundo así. No era el plan
originario de Dios. ¿Y cuál era la voluntad de
Dios para el mundo? Quería saberlo
exactamente, pues de lo contrario, no sabría
cómo actuar.
Y ahí estaba el problema: el autor no lo sabía.
Ignoraba cómo debía ser un mundo
funcionando según la voluntad de Dios. Él
sólo conocía este mundo equivocado, y
ningún otro.
Entonces, ¿qué hizo, para responder a
semejante interrogante? Inspirado por Dios,
tomó la lista de males que había compuesto
(Gn 3, 14-19) e imaginó una situación
inversa, de bienestar, en la que no se daba
ninguno de ellos. Ese sería el mundo ideal,
querido por Dios, y que nos estábamos
perdiendo por culpa de nuestros pecados. El
resultado de esta elaboración imaginaria fue:
el Paraíso.
En efecto, el Paraíso del Génesis no es sino
la descripción de un estado de vida
exactamente opuesto a lo que el autor
conocía y experimentaba todos los días en su
vida.

El mundo como Dios manda


Si ahora analizamos, parte por parte, ese
Paraíso descrito en Génesis 2, 4-25, veremos
que corresponde exactamente a lo contrario
del mundo que apareció luego del pecado
original, y que está contado en Génesis 3, 4-
24.
En primer lugar, en el Paraíso la mujer ya no
es dominada por el marido, sino que es su
compañera, su ayuda adecuada (2, 18), en
igualdad con el varón. El mismo hombre lo
reconoce, y por eso exclama: “Esta sí que es
hueso de mis huesos y carne de mi carne” (2,
23). Y es el hombre el que aquí se siente
atraído por ella, y forma con la mujer una
sola carne (2, 24), sin que haya dominio de
uno sobre el otro.
No existe la muerte. El hombre podía
continuar viviendo para siempre porque
Dios, respondiendo al profundo deseo del
hombre, había hecho brotar, en medio del
jardín, el árbol de la Vida (2, 9). Y le bastaba
con extender su mano y comer de su fruto,
para vivir para siempre (3, 22). La muerte,
allí, ya no entristecía la vida.
Tampoco en el Paraíso hay dolores de parto,
pues ni siquiera existe el parto. Como el
hombre ya no muere, tampoco tiene
necesidad de engendrar hijos para prolongar
la vida más allá de la muerte. No es que el
autor piense que existiría una sola pareja. En
Adán y Eva estaban simbolizados y
representados, en realidad, todos los
hombres y las mujeres que nuestro autor
conocía, y a los que no quería ver morir.

La propuesta atrapaba
La tierra ya no está maldita. Es fértil y
produce toda clase de árboles frutales,
exquisitos y llamativos (2, 9). Ya no hay
sequía, pues el riego está garantizado por un
inmenso río que baña el jardín, y que se
divide en cuatro grandes brazos (2, 10).
¡Nunca un israelita había imaginado tanta
agua junta!
El trabajo ya no es más motivo de fatigas y
frustración. En el Paraíso la tarea es liviana:
cultivar el jardín y cuidarlo (2, 15). Teniendo
en cuenta la abundancia de agua que había a
mano, resulta un trabajo placentero.
Ya no hay enemistad entre el hombre y los
animales. Al contrario, éstos existen para
acompañar al hombre, y son aquello que el
hombre quiere que sean. Por eso se dice que
él “puso nombres a todos los animales
creados por Dios”.
Por último en el Paraíso, Dios ya no infunde
miedo. Es amigo de los hombres, “se pasea
por el jardín a la hora de la tarde” (3, 8), y
convive con ellos en la mayor intimidad, sin
que su presencia sea motivo de espanto ni
los haga esconderse.

El Paraíso, esperanza futura


El Paraíso terrenal de la Biblia no es, pues,
más que una construcción imaginaria del
autor sagrado que, inspirado por Dios, y con
su lenguaje popular y campestre, pero de
gran profundidad, ofreció a los hombres de
su época, para decirles: “es así como le
gustaría a Dios que fuese el mundo. Él no
quiere la dominación del marido. No quiere
los dolores de parto. No quiere la muerte, ni
la sequía, ni el trabajo opresor que esclaviza,
ni la amenaza de los animales, ni la religión
del miedo. Él quiso el Paraíso. Esto es lo que
nos estamos perdiendo”.
Pero Dios no cambió de idea, ni cambiará.
Para el autor, el Paraíso no es algo que
pertenece al pasado, sino al futuro. No es
una situación perdida que hay que recordar
con nostalgia, sino un proyecto al que hay
que mirar con esperanza. Es como el modelo
terminado, la maqueta del mundo, que debe
construir el hombre con su esfuerzo y su
sacrificio. Está colocado precisamente al
comienzo de la Biblia, no porque haya
sucedido al principio, sino porque antes de
proponer nada la Biblia, el hombre debe
conocer hacia dónde se encamina.

Hacia un nuevo Paraíso


El Paraíso de la Biblia, con sus árboles
frutales, aguas abundantes, trabajos livianos
y sin dolores de parto, resultaba atrapante
para los lectores rurales de entonces, que
debían fatigarse para obtener todo esto. Era
un eficaz llamado a tomar conciencia sobre
lo que el hombre estaba haciendo con el
mundo.
Hoy ese Paraíso ya no llama la atención.
Debemos actualizarlo. Para ello, primero hay
que elaborar la lista de los males que
aquejan a nuestra familia, a nuestra sociedad
y al mundo: gente viviendo en condiciones
infrahumanas, barrios enteros sin agua,
obreros con sueldos miserables, falta de
empleos dignos, alimentos contaminados,
enfermedades que podrían fácilmente
erradicarse, divisiones y peleas familiares,
depresión generalizada, muertes injustas...
Luego, tomar conciencia de que se trata de
una “situación de castigo” de la cual somos
los únicos responsables. Por lo tanto,
eliminar el fatalismo, la pasividad y la
resignación, y erradicar nuestro famoso:
“¡Paciencia, hay que soportar. La vida es así.
Es la voluntad de Dios!”.
Y finalmente, mirando del revés todos estos
males, reconstruir nuestro propio Paraíso,
ver cómo deberíamos estar, descubrir lo que
nos estamos perdiendo por culpa de nuestros
pecados actuales.
El Paraíso es una profecía futura, pero
proyectada al pasado. No es un cuento
inocente, ni un hecho real que ya pasó, sino
el genial recurso que encontró el escritor
sagrado para sacudir la conciencia de sus
contemporáneos. Y todavía hoy es un
proyecto que se yergue, desafiante, a la fe y
al coraje de los hombres, que deben
concretarlo.
Para reflexionar
1) Así como el yahvista descubrió una lista
de males que aquejaban a su sociedad,
¿cuál sería la lista de males que podemos
descubrir hoy nosotros en la nuestra?
2) El yahvista no quiso atribuirlas
directamente a Dios. Nosotros, ¿a quién
solemos atribuir los males que
padecemos?
3) El yahvista elaboró un Paraíso, la
sociedad ideal que deberían estar viviendo.
¿Cómo sería el Paraíso que deberíamos
estar viviendo todos nosotros en nuestra
sociedad actual?
Para continuar la lectura
C. Mesters, Paraíso terrestre, ¿nostalgia o
esperanza?, Bonum, Buenos Aires 1972.
3 Aunque hoy son muchos los autores que sostienen que el
“yahvista” escribió a fines del siglo VII a.C.
¿CON QUIÉN SE CASÓ CAÍN,
EL HIJO DE ADÁN Y EVA?

El primer homicida
Cuenta la Biblia que Adán y Eva engendraron
dos hijos, Caín y Abel (Génesis 4). El mayor
se dedicaba a la agricultura y el menor era
pastor. Los dos hermanos eran muy
religiosos, y le ofrecían a Dios los frutos de
sus trabajos: Caín los productos del campo y
Abel los primeros nacidos del rebaño.
Pero a Dios, sigue diciendo el Génesis, sólo
le agradaba la ofrenda de Abel. No se aclara
la razón de tal preferencia, ni cómo se enteró
Caín de la diferencia que Dios hacía. Sólo
describe el enojo y la amargura de Caín ante
la actitud divina. Entonces Dios se dirigió a
él con una frase misteriosa: “¿Por qué andas
irritado y pones tan mala cara? Si haces el
bien podrás levantar la cabeza. Pero si no
obras bien, a la puerta está el pecado
acechando como fiera que te codicia, y a
quien tienes que dominar” (v. 7).
Pero Caín no quiso escuchar a Dios, y
comenzó a alimentar el odio contra su
hermano Abel. Hasta que un día lo invita a ir
al campo, y allí lo atacó y lo mató.

La expulsión de los cultivos


Dios entonces se presentó ante Caín y lo
interrogó: “¿Dónde está tu hermano Abel?” Y
Caín respondió con su famosa frase: “No sé.
¿Acaso soy el guardián de mi hermano?”.
Dios le replicó: “La sangre de tu hermano
clama a mí desde el suelo. Por eso quedarás
maldito y expulsado de la tierra que ha
bebido la sangre de tu hermano, a quien tú
mataste. Aunque labres la tierra no volverá a
darte sus frutos, y andarás errante por el
mundo” (vv. 10-12).
Caín tomó conciencia de lo que había hecho,
y lanzó un grito de profundo dolor: “No
puedo soportar semejante culpa. Ahora me
echas fuera de esta tierra, y tendré que vagar
por el mundo lejos de tu presencia. Y
cualquiera que me encuentre me matará”
(vv. 13-14).
Dios, conmovido ante su llanto, en un acto
de bondad prometió vengarlo siete veces si
alguien intenta matarlo, y le puso una señal
de protección y salvación, para que quien lo
viera lo reconociera y respetara. Así, Caín
salió de la tierra que solía cultivar y se
refugió en el desierto, donde empezó a vivir
una vida errante y de sufrimientos.

Una figura desfigurada


Al leer este capítulo, lo primero que
encontramos es una figura de Caín distinta a
la que la tradición nos había acostumbrado.
No aparece tan malo, ni vemos tampoco que
Abel haya sido bueno.
Que Dios haya preferido las ofrendas de uno
más que las del otro, no significa que uno era
bueno y el otro malvado como a veces
creemos. Se trata de un hecho muy común
en la antigüedad, donde el rey, el faraón o el
emperador podía elegir a las personas como
mejor les parecía, sin que ello significara un
problema de moralidad, ni de injusticia, ni de
desprecio a los otros. En el caso de la
elección de Abel, se trata de una iniciativa
libre de Dios, como soberano que era.
Fue la tradición la que, por el recuerdo de su
asesinato, siempre conservó una imagen
negativa de Caín. Por eso se interpretó su
grito, que en realidad es de dolor y
penitencia, como si fuera de desesperación y
quisiera decir: “Mi pecado es tan grande que
no merezco perdón”, lo cual no concuerda
con el texto.
Y para peor, el signo que Dios le coloca, que
era en realidad de misericordia y protección,
fue entendido como signo de maldición y de
vergüenza ante el pecado cometido.

La enigmática esposa
Pero sobre todo llama la atención una serie
de contradicciones y detalles incoherentes
con la historia y con el resto del relato.
Comienza diciendo que Caín era labrador y
Abel pastor de ovejas (v. 2). Pero si ambos
hermanos son hijos de los primeros
hombres, eso es imposible. Según la
paleontología, los primeros seres humanos
que aparecieron sobre la tierra hace
2.000.000 de años, vivían de la caza, de la
pesca, y de los frutos espontáneos del suelo.
La domesticación de animales sólo surgió
10.000 años a.C., y la agricultura más tarde
aún, unos 8.000 a.C. ¿Cómo podía Caín
conocer la agricultura y Abel ser pastor?
Además, en el v. 4 se cuenta que Abel ofrecía
a Dios los primeros nacidos de su rebaño y la
grasa de los animales. Pero fue muchos
siglos después, en el monte Sinaí, cuando
Dios le ordenó a Moisés que el pueblo le
ofreciera los primogénitos de los rebaños (Éx
34, 19) y las grasas de los animales (Lev 3,
12-16). ¿Cómo podía ofrecer Abel lo que aún
no estaba mandado?
Más adelante Caín invita a su hermano a
salir juntos afuera, al campo (v. 8). Pero
¿acaso vivían ya en las ciudades?
Luego de su crimen Caín exclama:
“Cualquiera que me encuentre me matará”
(v. 14). ¿Quién va a poder matarlo, cuando
no existen más que Adán y Eva?
Pero quizá lo que más ha asombrado a los
lectores de la Biblia es leer en el v. 17 que
“Caín se unió con su mujer, y ella quedó
embarazada”. ¿De dónde sacó una mujer
Caín? Algunos han llegado a suponer que se
trata de Eva, ¡nada menos que su propia
madre!, ya que en esa época no habría estado
prohibido el incesto.
Todo esto ha perturbado durante siglos a la
gente, que se hace tales preguntas.

El héroe Caín
Hoy los estudios bíblicos enseñan que la
historia de Caín presenta tantas
incoherencias, porque pasó por tres etapas
sucesivas hasta terminar donde hoy está en
el Génesis.
En un principio era un cuento popular,
transmitido oralmente, e independiente del
relato de Adán y Eva. En él se narraba la vida
de un antiguo héroe llamado Caín, fundador
de la tribu de los cainitas, vecinos de los
israelitas. Caín vivió en una época ya
avanzada de la humanidad, por eso en su
historia se hablaba de ciudades construidas,
de un culto a Dios desarrollado, de muchas
naciones que poblaban la tierra, y se
mencionaba la agricultura y la ganadería.
La leyenda comenzaba contando cómo el día
de su nacimiento su feliz madre lo celebra
con una frase de mucha estima y cariño: “He
adquirido un hijo varón con la ayuda del
Señor” (Gn 4, 1). Quizá se trataba, en el
cuento original, de un ser semidivino,
bastante conocido en el antiguo oriente. Que
era una figura famosa se deduce porque, en
la Biblia, se acostumbra a explicar el nombre
de las personas importantes. Y el Génesis da
una explicación del nombre “Caín”, diciendo
que significa “adquirir”.
Cuando el niño se hizo grande, se convirtió
en el fundador de una famosa tribu beduina,
llamada de los “cainitas”, que habitaba en el
desierto, al sur de Israel.
La historia incluía también su casamiento,
quizá con alguna de las muchas jóvenes
pertenecientes a los clanes que por entonces
habitaban el desierto, y el nacimiento de su
hijo Henoc (4, 17).

El homicida Caín
Esta historia que los cainitas contaban
orgullosos de su propio fundador, Caín, llegó
a oídos de los israelitas, quienes la
modificaron en varios aspectos.
En primer lugar, les llamaba la atención el
hecho de que los cainitas vivieran en pleno
desierto, apartados de las tierras cultivadas y
dedicados al pillaje y al saqueo de otras
tribus. Y creyeron que esta vida penosa y
errática se debía a un castigo de Dios, que los
había condenado a vivir así por algún delito
cometido por su fundador. ¿Qué clase de
delito? No lo sabían, pero como los cainitas
asolaban permanentemente los cultivos de
sus tribus hermanas de raza, imaginaron que
se trataba de un delito contra su hermano.
Por eso agregaron en el relato que tenía un
hermano, llamado Abel, al que lo mató.
Como los cainitas adoraban a Yahvé, el
mismo Dios que los israeli​tas, también
añadieron que “Caín ofrecía a Yahvé sus
frutos”.
Además estos beduinos eran famosos por las
terribles venganzas que perpetraban contra
quien mataba a uno de sus miembros. Por
eso pusieron en el cuento: “Cualquiera que
mate a Caín lo pagará siete veces” (v. 15).
Es posible que los cainitas manifestaran
externamente su pertenen​cia a la tribu por
medio de un signo o tatuaje. Por eso, el texto
refiere que Caín tenía una señal “para que
nadie que lo encontrase lo atacara” (v. 15).

El hermano que faltaba


Con todos estos agregados, la historia entró
en una segunda etapa. Al legendario héroe
llamado Caín, fundador de los cainitas, la
tradición hebrea lo convirtió, poco a poco, en
un fratricida castigado por Dios a vivir
errante. Esto explica muy bien algunas
particularidades del relato.
Ante todo, el hecho de que en la narración
bíblica el protagonista principal sea Caín. En
efecto, sólo de él habla; es el único que
desempeña un rol activo; y únicamente con
él conversa Dios. En cambio Abel es una
figura decorativa; su papel es secundario y
sin importancia; no dice una palabra, sólo
padece; Dios no le habla nunca; y su única
razón de ser en el cuento es la de
complementar el protagonismo de su
hermano.
Por otra parte, que del nombre de Abel no se
dé ninguna explicación, como se hizo con
Caín. Más aún, en hebreo su nombre
significa “nulidad”, “vacío”, es decir, algo sin
consistencia. Resulta tan anodino, que
ningún otro personaje bíblico lo volvió a
utilizar jamás.

Plagio en nombre de Dios


Tiempo después, alrededor del siglo VIII a.C.,
la historia de Caín pasó a una tercera etapa.
Un anónimo escritor judío que la conocía, se
dio cuenta de que ofrecía muchas
posibilidades. Ese labrador expulsado de la
tierra cultivable, y condenado a vagar errante
para siempre, se prestaba a las mil maravillas
para profundizar la explicación sobre la
presencia del mal en el mundo. Y, con
algunos retoques, resolvió agregarla a
continuación del relato de Adán y Eva, a
pesar de las incoherencias con las que
quedaría, como el hecho de que aparezca
tomando mujer, cuando ahora Caín era la
tercera persona de la humanidad.
Es que, ante la angustiosa pregunta sobre el
por qué existe el mal, por qué hay
sufrimiento, por qué los hombres deben
soportar tantas penurias, nuestro autor había
respondido con la historia de Adán y Eva:
porque el hombre ha desobedecido a Dios;
comiendo del fruto prohibido ha preferido su
propia voluntad a la del Creador y cortó
relaciones con él.
Sin embargo este diagnóstico era aún
insatisfactorio. Nuestro autor lo sabía. Decir
que sólo cuando el hombre peca contra Dios
se produce un desorden en el mundo, era
decir la mitad. En cambio con la historia de
Caín, condenado a una vida penosa y dura
por faltar contra su hermano, pudo
completar su enseñanza, diciendo que el mal
también va creciendo en el mundo por los
delitos contra los demás hombres.
Por ello al hablar de Abel destaca con
insistencia su condición de “hermano”, que
es lo único que le interesa. Es tan obsesiva
esta idea, que llega a repetirla hasta siete
veces en ese breve texto. Como si quisiera
enseñar que todo hombre, cualquier hombre,
por formar parte de la humanidad, es
hermano del resto de los hombres.

El segundo pecado original


El relato de Adán y Eva tenía cuatro partes:
a) mandato de Dios (no comerás del árbol de
la ciencia del bien y del mal); b)
desobediencia del hombre (tomó de su fruto
y comió); c) castigo de Dios (por haber hecho
esto...); d) esperanza de salvación (Yahvé
vistió al hombre y a su mujer con túnicas de
piel).
El de Caín y Abel tiene también cuatro
partes: a) mandato de Dios (si obras bien
podrás levantar la cabeza, pero si no...); b)
desobediencia del hombre (Caín mató a su
hermano); c) castigo de Dios (maldito serás
lejos de este suelo...); d) esperanza de
salvación (Yahvé puso una señal a Caín para
que nadie lo atacara). Es decir, intenta
proponer el mismo tema que el relato de
Adán y Eva: el origen del mal. Pero ahora con
una respuesta distinta. En aquél, el escritor
sagrado explicaba que el mal en el mundo
dependía de las relaciones del hombre con
Dios. En ésta, en cambio, completa la
información, y añade que el mal no nace
únicamente por la ruptura del hombre con el
Creador. Hay como un segundo “pecado
original”: es el de la ruptura de relaciones
con el hermano.
Por eso en la narración de Adán y Eva, es la
voz de Dios la que advierte a los primeros
padres que han pecado. En cambio en la de
Caín, es la sangre de Abel la que lo acusa: “Se
oye la sangre de tu hermano clamar a mí
desde el suelo”.
La pregunta de con quién se casó Caín no
tiene, pues, ninguna importancia. Este era
un dato que pertenecía al relato primitivo, y
que quedó descolocado al ser insertado aquí.
Lo importante era su mensaje.

Para que lo sepa el rey


La enseñanza de la historia de Caín es
realmente revolucionaria para su época.
Pretende dejar sentado que el crimen contra
el hermano es tan grave como el delito
contra Dios. Que la responsabilidad del
hombre para con su prójimo es la misma
responsabilidad que tiene frente a Dios.
Como dijimos, el autor inspirado escribe esta
página de la Biblia durante alrededor del
siglo VIII a.C. En esta época, tanto la clase
gobernante como los funcionarios y los
sacerdotes, enseñaban oficialmente que uno
era un buen israelita si cumplía sus
obligaciones para con Dios. Se insistía en
ofrecer los sacrificios en el templo, pagar los
diezmos, y prestar servicios al rey,
representante de Dios. Pero los reyes, con el
pretexto de servir a Dios, muchas veces
explotaban al pueblo, abusaban de él y lo
empleaban gratuita y desvergonzadamente
en las canteras, para la construcción de sus
palacios y sus grandes edificios.
El autor de este texto, al colocar aquí el
relato de Caín, denuncia que, según Dios,
para ser un buen creyente es necesario
también preservar la vida de sus hermanos
los hombres, cuidarla y velar por ella.
La ampliación de Jesús
La leyenda de Caín, insertada a continuación
de la de Adán y Eva, fomentó la enseñanza
del respeto al hermano con el mismo afán
con que se respetaba a Dios.
Pero los judíos consideraban hermano sólo a
los demás judíos, no al resto de las naciones.
Por ello Jesús, muchos siglos más tarde,
volvió a actualizar esta misma enseñanza.
Cuando le preguntaron cuál era el
mandamiento más importante de la Ley,
contestó que no era uno sino que eran dos:
amar a Dios con todo el corazón, y amar al
prójimo como se ama uno mismo. Y cuando
le preguntaron quién era el prójimo, amplió
la interpretación de esta palabra y la extendió
a todos los hombres con los que, en el
camino de la vida, uno puede encontrarse (Lc
10, 25-37).
Muchas veces, sobre todo en épocas
anteriores, los cristianos hicieron hincapié
únicamente en el primer mandamiento, el
del amor a Dios, y descuidaron gravemente
el segundo, del respeto a los hermanos. Hoy
en día, a menudo los cristianos tienden a
acentuar el segundo, el de la asistencia a los
hombres, y olvidan el primero del trato con
Dios.
Desde el fondo de la prehistoria bíblica, el
relato de Caín nos enseña que, para
encontrar el equilibrio de la vida, es
necesario tener presentes a los dos.
Para reflexionar
1) ¿Cuáles son las incoherencias que
podemos detectar en el relato bíblico de
Caín y Abel?
2) ¿Cuáles son las diversas etapas por las
que pasó el relato de Caín, antes de
terminar en el libro del Génesis?
3) ¿En qué completa la historia de Caín a
la de Adán y Eva?
Para continuar la lectura
Franz J. Stendebach, “Caín, los kenitas y
Yahvé”, en AA.VV, Exégesis Bíblica,
Ediciones Paulinas, Madrid 1979.
¿VIVIERON MUCHOS AÑOS
LOS PATRIARCAS
DEL ANTIGUO
TESTAMENTO?

El día del primer día


En el año 1650, un obispo anglicano llamado
James Ussher, erudito y gran estudioso de la
Biblia, pensó que era posible averiguar
exactamente la fecha de la creación del
mundo. Se puso a analizar los datos
cronológicos que se encuentran en los libros
bíblicos, y luego de arduas investigaciones
publicó un libro, titulado “Anales del Antiguo
Testamento”, en el que afirmaba que el
mundo había sido creado en el año 4004 a.C.
Cuatro años más tarde, un teólogo inglés
llamado John Lightfood, también anglicano,
afinó más la fecha y concretó el día y la hora:
fue el domingo 26 de octubre del 4004 a.C., a
las 9 de la mañana, cuando Dios dijo:
“Hágase la luz”.
Estos estudiosos pudieron establecer tal
fecha, ya que en el libro del Génesis tenemos
cuidadosamente anotadas las edades de
todos los antecesores de la humanidad,
desde Adán hasta Abraham. Estas suman
unos 2.000 años. De ahí en adelante ya es
más fácil, puesto que la misma Biblia afirma
claramente que entre Abraham y Jesucristo
transcurren otros 2.000 años. En total, pues,
hacen los 4.000 años encontrados por el
obispo.
Como entre Jesucristo y nosotros han
pasado 2.000 años más, la antigüedad del
universo hasta hoy sería de unos 6.000 años.
Pero ¿son exactos estos datos de la Biblia?
¿Podemos aceptar como históricas las fechas
de nacimiento y de muerte de los patriarcas
bíblicos que van desde Adán, el único
hombre que según Ussher nació adulto,
hasta Abraham, y sostener que la creación
ocurrió en el 4004?

Los patriarcas de la discordia


Efectivamente, en el capítulo 5 del Génesis
encontramos una lista de diez patriarcas,
llamados “prediluvianos” porque son
anteriores al relato del diluvio universal.
Ellos cubren el espacio que va desde Adán
hasta Noé. Y en el capítulo 11 hallamos otro
elenco de diez patriarcas, llamados esta vez
“postdiluvianos” por haber existido después
del diluvio, que cubren el tiempo que va
desde Noé hasta Abraham. Con todos ellos se
llena el período entre Adán, el padre de la
humanidad, y Abraham, el padre de Israel.
En un primer momento estas fechas y datos
cronológicos de cada uno de los patriarcas
parecen ser históricas. Pero analizándolos un
poco mejor chocamos con graves escollos.
En primer lugar, llama la atención que sean
tan pocos los antepasados que hubo entre
Adán y Jesucristo. En efecto, los estudios
sobre la prehistoria han confirmado que la
antigüedad del hombre en la tierra es mucho
mayor que los 6.000 años que propone la
Biblia. El “homo sapiens”, antepasado del
cual el hombre moderno procede, se remonta
a los 500.000 años. Eso sin contar que el
“homo habilis”, la primera especie
considerada humana por los científicos, ya
existía hace 2 millones y medio de años, con
lo cual tendríamos aquí la verdadera edad del
hombre sobre la tierra.
¿Cómo poner, pues, entre Adán y Jesucristo
sólo 4.000 años de diferencia?

Otros dos enigmas


En segundo lugar llama la atención la
extraordinaria longevidad de los patriarcas.
Con todos los adelantos actuales de la
medicina, el promedio de vida del hombre
moderno aún no ha logrado superar los 70 u
80 años. ¿Cómo lo logró el hombre primitivo
para quien, según los estudios de las
condiciones sociales e higiénicas de la época,
las perspectivas de supervivencia eran
mucho menores que las nuestras?
Finalmente sorprende que a partir de Adán la
edad de los seres humanos fuera
disminuyendo progresivamente. Los
patriarcas prediluvianos, es decir, los que van
de Adán a Noé, alcanzaron a vivir entre 1.000
y 700 años. En cambio los patriarcas
postdiluvianos murieron más jóvenes, entre
los 600 y los 200 años. Y más tarde, según el
Génesis, Dios mismo cansado de los pecados
de los primeros hombres dio un decreto
bajando todavía la edad: “De ahora en
adelante vivirán sólo 120 años” (6, 3). Para
peor, en la actualidad constatamos que ha
disminuido aún más, ya que difícilmente la
gente llega a los años fijados por Dios.
Pero la ciencia nos demuestra lo contrario.
La Paleontología, por ejemplo, señala que
mientras el hombre prehistórico tenía una
expectativa de vida de sólo 29 años, en
tiempos de Jesucristo era ya de 40 años. A
comienzos del siglo XIX creció hasta los 55.
A principios del siglo XX llegó a los 60 años.
A mediados, trepó a los 70. Y actualmente se
acerca a los 80 años.

Para qué sirve una genealogía


Los relatos de la longevidad de los patriarcas
están en contradicción, pues, con lo que nos
explican las ciencias. ¿Por qué la Biblia
parece enseñarlo todo al revés? ¿O estas
cifras tienen algún otro mensaje que se nos
escapa al interpretarlas literalmente?
Para resolver la primera dificultad, es decir,
la poca distancia que la Biblia pone entre el
primer hombre y Abraham, hay que tener en
cuenta el diferente significado que tienen
nuestras genealogías y las bíblicas.
Para nosotros un árbol genealógico es un
documento de carácter biológico-histórico.
Con él se justifica la descendencia real de
una persona, y se explican sus características
genéticas. Por lo tanto, no es válida la cadena
de nombres si faltan eslabones.
Para la Biblia, en cambio, una lista
genealógica es un documento de carácter
jurídico que sirve para legitimar
determinados derechos. De ahí que en la
lista de la humanidad, las palabras “padre”,
“engendró”, “hijo”, designan no tanto la idea
de procreación inmediata cuanto la
transmisión de un derecho. Por eso no hace
falta que sean completas.
Ahora bien, el autor bíblico necesitaba llenar
el inmenso espacio que había entre Adán, el
primer hombre, y Abraham, el primer
personaje de quien tenía noticias históricas.
Los pueblos vecinos de Israel rellenaban este
espacio con noticias de personajes
mitológicos y antepasados divinos: dioses,
semidioses y héroes. Y aquí viene la gran
innovación de la Biblia: a fin de cerrar el
paso a la imaginación y evitar la tentación de
caer en la idolatría de divinidades
antecesoras, el hagiógrafo elige como
antepasados de Israel a personajes de carne y
hueso.

El valor de una promesa


En la tradición flotaban algunos nombres y
tablas genealógicas, y aunque el autor
sagrado era consciente de que entre los
orígenes de la humanidad y Abraham había
transcurrido un tiempo inmenso, elige para
rellenarlo sólo 10 nombres, un número
redondo muy empleado en la antigüedad por
razones mnemotécnicas: era más fácil
recordarlos con los 10 dedos de las manos.
De ahí la “casualidad” de que tanto entre
Adán y Noé (patriarcas prediluvianos), como
entre Noé y Abraham (patriarcas
postdiluvianos) haya habido exactamente 10
antepasados.
Los datos recogidos en el relato bíblico no
pretenden, pues, tener un sentido
estrictamente histórico ni cronológico. Los
20 nombres son residuos de viejas
tradiciones. Pero quieren enseñar una verdad
religiosa muy importante: que la promesa de
un redentor, hecha en Génesis 3, 15 sólo a
Adán, llega hasta Abraham por una cadena
ininterrumpida de herederos. Hay, pues,
unidad y continuidad en la historia de la
salvación.
Sólo por el inmenso valor religioso, estas
vetustas genealogías fueron inspiradas por
Dios y terminaron formando parte de la
Biblia.

El invernadero que no fue


La longevidad de los patriarcas es el segundo
problema que se nos plantea. Hasta hace
poco era tenida por real, y se creía que era un
vestigio de la vitalidad del hombre en sus
orígenes.
Incluso hoy algunos siguen apegados a esta
interpretación literal. Recientemente un
pastor protestante la explicaba así: la
atmósfera en ese entonces era una suerte de
invernadero, preparado por Dios en el
segundo día de la creación al separar las
aguas de arriba de las de abajo. Ese
invernadero permitía vivir en inmejorables
condiciones, hasta que fue desarmado con el
diluvio universal.
Interpretaciones de este tipo, además de no
tener ningún apoyo científico, son
inaceptables. En efecto, un examen más
atento nos indica más bien que el texto
bíblico especuló con el valor simbólico de los
números, como se hacía habitualmente en el
antiguo Oriente.

Jugando a las edades


Por ejemplo, ¿por qué Adán murió a los 930
años (5, 5)? Porque esta cifra es igual a 1.000
(el número de Dios, según el Salmo 90, 4)
menos 70 (el número de la perfección). Es
decir que por su pecado, a Adán se le restó el
número de la perfección y no pudo alcanzar
la cifra de Dios.
Quenán, el cuarto patriarca prediluviano (5,
12), engendró a su hijo a los 70 años
(número de la perfección). Y luego vivió
otros 840 años, cantidad que equivale a 3
(número de la trinidad) por 7 (número
perfecto) por 40 (muy usado en la Biblia y
que representa a una generación).
Henoc, el séptimo de la lista, vivió 365 años,
cifra corta pero perfecta, pues corresponde a
los días del año, que eternamente se repite.
Por eso es el único del que no se menciona
su muerte, y sólo se hace esta sorprendente
afirmación: “Anduvo con Dios, y desapareció
porque Dios se lo llevó” (5, 24). Por eso
también ocupa el séptimo puesto, el lugar
perfecto.
Lámek, el noveno, fue padre a los 182 años, o
sea 7 por 26 semanas (que son exactamente
la mitad de un año solar). Vivió en total 777
años.
También la edad de Noé es simbólica. El
diluvio sobrevino cuando él tenía 600 años, o
sea 10 x 60. Ahora bien, 60 representa la
divisibilidad máxima (por 2, 3, 4, 5, 6), y por
lo tanto la síntesis del sistema sexagesimal y
decimal.

No sólo los diluvianos


Uno de los más interesantes juegos de
números simbólicos es el de las edades de
los patriarcas posteriores, es decir, de
Abraham, de su hijo Isaac, y su nieto Jacob.
De ellos la Biblia sostiene que murieron a la
edad de 175, 180 y 147 años respectivamente.
Si descomponemos estas edades, tenemos:
Abraham: 175 años = 7 x (5 x 5)
Isaac: 180 años = 5 x (6 x 6)
Jacob: 147 años = 3 x (7 x 7)
Es decir, el multiplicador empieza, en
Abraham, con el número perfecto 7, que es
un número primo. Pasa a Isaac con el
número primo descendente 5, y llega a Jacob
con el número primo 3. Mientras estos
números 7, 5, 3, descienden, los números
multiplicados se repiten dos veces y
aumentan progresivamente: 5, 6, 7.

Mensaje que sí sabemos


Pero aquí no termina el acertijo. Si en vez de
multiplicar, sumamos estos mismos
números, entonces tenemos:
Abraham: 7 + 5 + 5 = 17
Isaac: 5 + 6 + 6 = 17
Jacob: 3 + 7 + 7 = 17
Es decir, todas las sumas dan 17, que además
de ser número primo es la edad que José,
hijo de Jacob y faltante en la lista, había
vivido con su padre cuando sus hermanos lo
vendieron a Egipto (Gn 37, 2), y que más
tarde vivió junto a él en el país del Nilo (Gn
47, 28).
Estos complicados juegos tenían
probablemente otro sentido que nosotros
ignoramos. Igualmente el significado de las
edades de la mayoría de los patriarcas pre y
postdiluvianos se nos escapa, y hoy no
sabemos con qué intención fueron colocadas.
De todos modos tales cifras pretendían
expresar un acto de fe: que en la vida de los
patriarcas nada hubo de casual, que sus vidas
fueron agradables a Dios hasta en los años
que vivieron.

Receta para una larga vida


Finalmente nos queda por analizar el tercer
problema, es decir, la disminución progresiva
de las edades. También ésta es una verdad
teológica. Para los escritores bíblicos, la edad
de una persona y su larga vida dependen de
su fidelidad a Dios. Esto lo enseña varias
veces el texto sagrado.
El libro del Éxodo, por ejemplo, al enumerar
los 10 mandamientos aconseja: “Honra a tu
padre y a tu madre para que tengas una larga
vida” (20, 12). Y el libro de los Proverbios
sostiene que “el respeto por Dios prolonga la
vida, pero los años de los malos son
acortados” (10, 27).
Por lo tanto, que los patriarcas vivan cada vez
menos no es un hecho biológico sino una
idea teológica: al ir la humanidad alejándose
progresivamente de Dios, la gente vivía
menos años. Porque cuando Dios vio que la
corrupción era generalizada dijo aquello de:
“Ya no viviré más al lado de ellos. Sus días no
pasarán de los 120 años” (Gn 6, 3). Según
esta perspectiva, entonces, de que la edad
estaba en función de los pecados, Noé que
vivió 950 años era un hombre santo.
La receta mejor
¿Por qué se expresaban así? Porque en el
Antiguo Testamento no existía aún la noción
de otra vida después de ésta. Y como
ignoraban que Dios podía premiar a los
buenos en el más allá, el único tiempo que
tenían para contar los premios divinos era
durante su vida en la tierra.
Así, cuando se quería significar que una
persona había sido buena, se le atribuían
muchos años. Al pecador en cambio se lo
suponía muerto joven. Asignarle a alguien
muchos años era conferirle la bendición de
Dios. Por eso el primer libro de las Crónicas
afirma que David “murió en buena vejez,
lleno de años, riquezas y gloria” (29, 28),
para indicar que toda la vida de David fue
una bendición a los ojos de Dios. En cambio
Jacob se queja al faraón: “Llevo viviendo 130
años; los años de mi vida han sido pocos y
malos en comparación a los de mis padres en
sus vidas” (Gn 47, 9).
El sueño de todo israelita era llegar a anciano
y lleno de años, como los patriarcas que
llenan el espacio entre Adán y Abraham, de
los cuales se afirma que vivieron muchos
años porque era su manera de decir que
fueron todos justos y que Dios los
recompensó de ese modo. La promesa, pues,
de bendiciones de Dios que cada uno
transmitía a sus descendientes desde Adán,
llegó sana y salva hasta nosotros a través de
buenas manos.
Será Cristo el que traerá la gran novedad, ya
insinuada poco antes de su venida, de que el
hombre continúa viviendo después de esta
vida, es decir, que tiene vida eterna. Y
entonces ya no hará falta agrandar las edades
de los personajes para decir que Dios los
recompensa. Simplemente se dirá que al
morir fueron a gozar del premio eterno. De
Cristo en adelante lo que importa no es
cuántos años se vive, sino cómo se viven
esos años. Ya no existen vidas cortas ni vidas
largas, sino vidas con sentido o sin sentido.

Los 4.000 domingos de una


vida
Es verdad que actualmente la medicina ha
logrado prolongar el promedio de vida del
hombre en la tierra hasta los 70 años, en
total unos 4.000 domingos. Pero eso no es
importante.
Si uno ha amado, si ha servido con
desinterés, si su mano estuvo tendida para
ayudar al necesitado, si fue sensible al dolor
ajeno, si hizo lo que pudo para secar las
lágrimas de los demás, su vida fue un éxito,
aun cuando haya vivido poco.
Para la mentalidad del Antiguo Testamento,
una vida como la de Cristo que murió a los
37 años habría sido un fracaso y una señal de
maldición divina. Pero hoy sabemos que lo
importante no es vivir muchos años, sino
vivir los muchos o pocos que podamos, en
plenitud. Vivir por vivir, perdurar, no implica
ningún mérito si no se le ha dado un sentido
a la vida.
Porque como canta muy bien Eladia
Blazquez: “Eso de durar y transcurrir / no
nos da derecho a presumir, / porque no es lo
mismo que vivir, / honrar la vida”.
Para reflexionar
1) ¿Qué piensa la gente actualmente
cuando una persona muere joven?
2) ¿Cuándo puede decirse que la vida de
una persona que murió, fue exitosa y tuvo
sentido?
3) Antes se creía que los muchos años
vividos eran un signo de bendición de
parte de Dios. Hoy ¿cuáles son los signos
que nos indican que una persona fue
bendecida por Dios durante su vida?
4) ¿En qué cosas siento que Dios me
bendice en mi vida de cada día?
Para continuar la lectura
Alberto Vidal Cruañas, Encuentro con la
Biblia, Ediciones Paulinas, Madrid 1989.
¿EXISTIÓ EL ARCA DE NOÉ?

Allá en el Ararat
Existe una montaña que tiene el preciado
privilegio de ser la más visitada, escalada,
investigada y ventilada por los medios de
comunicación. Se trata del célebre monte
Ararat.
Toda su alcurnia le viene de que, según la
Biblia, fue el lugar donde encalló el arca
tripulada por Noé y sus tres hijos luego de
terminado el famoso diluvio universal, que
acabó con la vida de hombres, animales y
plantas del planeta.
El Ararat es una pequeña cadena montañosa
de 13 kilómetros de largo, ubicada entre los
actuales países de Turquía y Armenia. Tiene
dos cimas principales: el Ararat Mayor al
norte, de 5.165 m. de altura, cubierto por
nieves eternas, y el Ararat Menor al sur, de
4.300 m.
Según la tradición, la nave de Noé con su
particular zoológico habría llegado a la
primera de ellas, en la ladera sudoeste, que
pertenece a Turquía, y varado a una altura de
2.000 m. Por ello, desde muy antiguo el
monte se ha visto envuelto por un halo de
fascinación, y ha gozado de una singular
veneración.

En busca del arca perdida


Ya los primeros cristianos que habitaban en
los alrededores levantaron allí un templo, al
que llamaron el Templo del Arca, y en el cual
festejaban anualmente la fecha en que
salieron de la nave sus estupefactos
pasajeros.
Pero con el correr de los siglos la fantasía fue
estimulándose cada vez más, y comenzó a
abrigarse la ilusión de poder hallar el colosal
buque que había salvado a los padres de la
nueva humanidad.
El primero que dijo haberlo encontrado fue
san Jacobo, monje del siglo VII. Según él, por
una inspiración divina halló en medio de las
nieves que cubren las faldas del monte un
pedazo de madera del arca, que todavía es
conservada por los armenios en un suntuoso
relicario.
Pero fue un pastor de una pequeña aldea
llamada Bayzit, ubicada a los pies del monte,
quien cierto día de fines del siglo XVIII dijo
haber visto un extraño barco en el monte
sagrado. Esto desató una fiebre
expedicionaria tal, que llegó hasta nuestros
días.

Muchos éxitos pero sin


pruebas
En 1892 el Dr. Nouri, un diácono de la iglesia
cristiana malabar de la India, en un viaje al
Ararat aseguró haber encontrado el arca
entre las nieves perpetuas y haber explorado
su interior. Como nadie le creyó, quiso
mostrar las pruebas que traía entre sus
pertenencias, pero... ¡se las habían robado!
En 1916, en plena guerra mundial, un aviador
ruso llamado Vladimir Roscovitsky
protagonizó uno de los episodios más
resonantes en torno al arca. Un caluroso día
de agosto, mientras piloteaba su avión en las
cercanías del Ararat, pudo divisar el
gigantesco buque. Al regresar a la base
comunicó su sensacional hallazgo, e
inmediatamente el zar Nicolás II envió una
expedición de 150 hombres, que aseguraron
haber podido estudiarla, fotografiarla,
medirla y dibujar sus partes durante un mes.
Pero al año siguiente, al estallar la
revolución rusa... ¡desaparecieron todos los
documentos y las pruebas!
Treinta años más tarde, el 20 de enero de
1945, la prensa australiana publicó las
declaraciones de la joven Arleene Deihar, de
Sidney, quien afirmó que su novio, también
piloto pero de la Royal Air Force, le había
mostrado dos fotos donde se veían
claramente los restos del arca de Noé,
tomadas en una de las laderas del monte.
Pero ya no era posible verlas... ¡él había sido
abatido durante la Segunda Guerra Mundial
mientras volaba sobre Turquía!

Otra vez los fracasos


La fortuna pareció ser diversa para el
ingeniero George Greene. En 1952, mientras
sobrevolaba la zona en un helicóptero pudo
distinguir la forma de un barco aflorando del
hielo. Logró tomar 30 fotografías, que al ser
reveladas mostraban una forma similar a la
de una nave encallada en un barranco, sobre
un precipicio. Entusiasmado con su
descubrimiento intentó recolectar dinero
para financiar una expedición a fin de
rescatarla, pero pocos años más tarde fue
asesinado, y lamentablemente... ¡todas sus
pertenencias se perdieron, inclusive las
fotos!
En 1955 el francés Fernand Navarre,
acompañado por dos guías turcos, aseguró
haber llegado hasta el arca de Noé. Pero esta
vez traía con él una prueba: un trozo de
madera negra calafateada con brea, tal como
la Biblia sostiene que fue acondicionada.
Cuando se creía por fin haber dado con
restos de la nave, fue sometida a la prueba
del carbono 14, y demostró remontarse al
siglo VI... ¡después de Cristo!
Según puede verse, el hecho de que cada vez
que se obtienen algunas pruebas éstas se
pierden o resultan insustanciales, ya
engendra una cierta sospecha sobre la
seriedad de aquéllos, además de las
discrepancias. En efecto, mientras la
expedición del zar ruso dio con el arca en el
sur de la montaña, Greene aseguró haberla
fotografiado en la ladera norte.
La montaña por el país
Pero lo que realmente descalifica a toda esta
febril búsqueda es que las expediciones
parten de un supuesto erróneo, que a lo largo
del tiempo no se ha podido aún corregir.
En efecto, el libro del Génesis cuando relata
el final del diluvio, no dice que el arca se
detuvo “en el monte Ararat”, como
interpretan todos, sino “en los montes de
Ararat” (Gn 8, 4). Y para la Biblia, “Ararat” no
es el nombre de un monte sino de un país,
como se ve por las otras tres veces que
aparece mencionado (2Rey 19, 37; Is 37, 38;
y Jer 51, 27). ¿Y a qué país corresponde
Ararat? Al antiguo Urartu, es decir, la actual
Armenia. Por eso todos los biblistas están de
acuerdo en que la traducción correcta sería
“los montes del país de Armenia”, como
efectivamente tradujo san Jerónimo en la
Vulgata.
Por lo tanto, lejos de precisar el lugar, la
Biblia da una localización muy vaga, ya que
puede ser cualquier lugar de Armenia, pues
toda ella es una meseta elevada. Y si
queremos pensar sólo en su región
montañosa, ésta se extiende a lo largo de
más de 230 kilómetros.

Un diluvio que hace agua


Pero la pregunta que se impone ante el
episodio del Génesis es ésta: ¿pretende la
Biblia narrar un hecho que sucedió
realmente, o se trata de un relato didáctico?
Por el modo de contarlo y los detalles que
brinda, todo hace suponer lo segundo.
Veámoslo.
En primer lugar Noé recibe órdenes de Dios
de construir una nave de 150 metros de
largo, 25 de ancho, y 15 de alto; con 3 pisos
de 5 metros de altura cada uno. ¿Pero cómo
pudieron construir una nave con medidas
tan exorbitantes, propias de un trasatlántico
moderno, cuando la ingeniería naval sólo
logró fabricar una así en el siglo XIX? ¿Y
cómo fabricaron el navío sin instrumentos
metálicos, desconocidos en aquel remoto
tiempo prehistórico? ¿Y cómo pudo
construirlo Noé con la única ayuda de sus
tres hijos y sus respectivas esposas, cuando
se habría necesitado el trabajo de cientos de
personas?
Por otra parte, Noé en su construcción olvidó
la mayoría de los detalles esenciales. El arca
no tenía timón, ni velas, ni brújula, ni
bombas, ni mapas marinos, ni ancla, ni
ventilación, ni iluminación.
Además, el arca debió permanecer 11 meses
en el mar, y necesitaría llevar por lo menos
dos veces su propio volumen en agua potable
para sus tripulantes y los animales, ya que el
agua exterior no era bebible. ¿Cómo
sobrevivieron a la sed?

En torno a los animales


Lo más pintoresco y difícil de admitir es lo
referente a los animales que Noé y los suyos
debían introducir en el arca. ¿Cómo pudieron
reunir una pareja de todas las especies
existentes para salvarlas de su extinción?
¿Fueron capaces de recorrer los cinco
continentes del planeta para traerlos,
algunos desde 20.000 km de distancia?
A esto se agrega otra dificultad: existen sobre
la tierra unas 1.700 especies de mamíferos,
10.087 de aves, 987 de reptiles y
aproximadamente 1.200.000 de insectos.
Para peor, se calcula que en épocas más
primitivas las especies de mamíferos eran
15.000, las de aves 25.000, las de reptiles
6.000, las de anfibios 2.500, y más de 10
millones de insectos. Más aún: los zoólogos
han estimado que en nuestro planeta puede
haber entre 5 y 10 millones de especies
animales aún sin identificar ocultas a los
ojos de la ciencia, en los hielos polares, en
las densas selvas tropicales, o bajo las arenas
del desierto. Cargar el arca con este bagaje
hubiera sido un trabajo imposible para los
viajeros.
Además, ¿dónde los hubieran metido, si
según las medidas que vimos el barco sólo
tenía una superficie habitable de 9.120
metros cuadrados? ¿Y cómo hicieron ocho
personas para alimentar, dar de beber,
limpiar y cuidar semejante cantidad de
bestias?
Más aún, ¿cómo pudo Noé con su gente crear
el ambiente adecuado para cada una, con sus
respectivos requerimientos de dietas, climas
y otras necesidades, cuando actualmente los
zoológicos, con todas las técnicas modernas,
tienen problemas para mantener vivas
algunas especies en cautiverio?
Finalmente los ecologistas sostienen que
una especie está extinguida cuando quedan
pocos cientos de ejemplares. Por ejemplo, los
osos pandas se consideran en extinción
porque sólo sobreviven unos mil, número
demasiado escaso para poder recuperar otra
vez la especie en estado salvaje. ¿Cómo pudo
repoblarse el planeta con sólo una pareja de
cada una?

En torno a la lluvia
Según la Biblia, llovió durante 40 días y 40
noches sin parar
(Gn 7, 17). Pero sabemos que el ciclo
hidrológico de evaporación que provoca las
lluvias, resulta incapaz de proveer semejante
cantidad de agua.
Asimismo dice que la masa de agua cubrió
todo el mundo. Esto resulta imaginable en
una época en que se pensaba que la tierra era
un disco plano de dimensiones reducidas, y
que la bóveda que la recubría, es decir el
firmamento, permitía acumular más
rápidamente las aguas. Pero ¿podemos
seguir pensando que en 40 días de lluvia se
cubrió todo el planeta, hoy que sabemos que
tiene una superficie de 509.880.000 km2?
Afirma también que las aguas subieron 7 m.
por encima de los montes más altos de la
tierra (Gn 7, 19-20). Ahora bien, el monte
más alto del planeta es el Everest, con 8.846
m. Por lo tanto, para que las aguas alcancen
esta altura de casi 9 km, hacía falta que todos
los mares subiesen a razón de 222 m. por día.
Pero cualquier meteorólogo confirmaría el
hecho de que si las nubes que actualmente
están en nuestra atmósfera se precipitaran
de repente sobre todo el mundo, el globo
quedaría apenas cubierto por menos de 5 cm
de agua.

Más sobre el agua


La bioestratigrafía, por su parte, rechaza la
hipótesis de una muerte simultánea de todas
las especies que habitaron el planeta. Más
bien sostiene lo contrario.
La arqueología también niega que se hayan
podido conservar sin desvanecerse pinturas
primitivas como las de Catal Hüuk, en
Turquía, que datan del 7.000 a.C., o las de
Teleilat Jassul, cerca del Mar Muerto, de
haberse producido un diluvio.
Y las plantas ¿cómo se salvaron del agua? El
relato no dice nada de ello. ¿Y los peces, que
tampoco fueron puestos a salvo en el arca?
¿Cómo no perecieron al mezclarse las aguas
dulces con las saladas?
Sólo una permanente cadena de milagros
hubiera hecho posible todos estos
acontecimientos. Cosa improbable, porque
en la Biblia los milagros sirven para
aumentar la fe de las personas, no para
exterminarlas.

No creer lo que no es creíble


Este caudal de objeciones nos enfrenta ya
con la respuesta al problema. Nunca existió
ningún diluvio universal. Tampoco la Biblia
pretende enseñar esto como un hecho
histórico. No puede negarse la existencia de
algún diluvio, o de una gran inundación
antigua, pero jamás habría podido ser
universal al punto de destruir todo tipo de
vida, como lo describe la Biblia.
Al escuchar esta respuesta, alguno se sentirá
quizá defraudado, y pensará por qué
entonces la Biblia no advierte a sus lectores
que no está contando algo en serio, para
evitar tantos malentendidos posteriores.
Pero la verdad es que todos los destinatarios
de estos relatos lo sabían. El mismo lenguaje
y las imágenes empleadas hacían que los
lectores comprendieran inmediatamente que
no estaban ante una crónica periodísti​ca,
sino ante una narración didáctica. No era
necesario comenzar la exposición con una
advertencia para los lectores, así como hoy al
que lee una novela de García Márquez no
necesita que se le advierta en la primera
página: “Atención, no vaya a creer lo que dice
este libro. Se trata sólo de una ficción”.
Somos nosotros los que con nuestra
mentalidad moderna atribuimos historicidad
a unos relatos que nunca ostentaron la
pretensión de tenerla.

Lo que el diluvio enseña


Por lo tanto, el autor no intentó exponer un
hecho histórico, sino un relato didáctico para
enseñar un mensaje religioso. Y si tal
acontecimiento hubiera realmente sucedido
no tendría ninguna importancia.
Es decir, el autor ha encontrado en la
tradición el recuerdo de esta historia, y a la
tradición le deja la responsabilidad de que
sea cierta. Él sólo pretende apropiársela
porque constituía un precioso material apto
para transmitir una enseñanza religiosa.
¿Qué mensaje nos deja el episodio del
diluvio universal?
En primer lugar, muestra cómo éste se
produce por culpa de los pecados del
hombre. Estos se acumulan en toda la tierra,
al punto tal que la corrompen, la pervierten,
y provocan la catástrofe. Y con ésta se vuelve
al caos anterior a la creación. Todo el orden
que Dios había establecido al crear el mundo,
puede verse destruido y vuelto a cero por la
irresponsabilidad de los hombres.

El patriarca mudo capaz de


instruir
Entre toda la gente malvada hay uno que es
justo: Noé. Dios, entonces, toma la decisión
de destruir a los hombres y salvar a Noé.
Pero antes lo pone a prueba: le ordena
construir una gran embarcación, en pleno
desierto, sobre tierra firme, y sin decirle para
qué. Sólo porque él lo ordena. Meterse
después adentro, y esperar.
Imaginemos al pobre Noé expuesto a las
burlas de sus contemporáneos, a quienes no
sabe dar otro motivo que el de: “Me lo ha
ordenado Dios. Es cosa de él. Yo obedezco”.
Nos muestra la fe y la sumisión de este
hombre increíble, obediente en todo, y que a
lo largo de los cuatro capítulos del relato
jamás pronuncia una sola palabra. Nunca de
ningún personaje bíblico se contó tanto y se
lo vio hablar tan poco.
Luego Dios le revela su secreto: “Haré llover
sobre la tierra y exterminaré de sobre la faz
del suelo a todos los seres que hice”
(Gn 7, 4). El mensaje, pues, es clarísimo, aun
cuando está contado con el lenguaje del
Antiguo Testamento. Dios da una orden. Si el
hombre desobedece, se autodestruye. Si
obedece, como hace Noé, se salva.
Además, es Dios el que indica las medidas
del arca, el material que se debe emplear, y
hasta la forma de construirla. Es decir, que el
que construye su vida con las medidas de
Dios, siempre sobrevivirá a cualquier
tempestad. El que desoye su voz, se ahogará.
Atender a esto es mucho más importante que
saber si hubo o no lluvia de 40 días, y dónde
varó el navío. Es la lectura que debería
hacerse de Gn 6-9. De esta manera, habría
menos gente interesada en escalar el monte
Ararat buscando el arca, y más procurando
zambullirse en la Palabra de Dios buscando
vivir su mensaje.
Para reflexionar
1) Al leer este tema, ¿nos hemos sentido
desilusionados o defraudados por
enterarnos de que el relato de Noé no fue
un hecho literalmente histórico? ¿Por
qué?
2) ¿Qué ventajas trae saber que se trata de
un relato didáctico y no histórico?
3) Así como Noé construyó el arca según
las medidas de Dios, ¿cuáles son las
medidas que Dios me pide que tome en mi
vida? ¿Estoy haciendo caso?
4) ¿Cómo obramos nosotros cuando la
Palabra de Dios nos pide, como a Noé, vivir
y comportarnos en sentido contrario al de
la realidad del mundo que nos rodea?
Para continuar la lectura
P. Grelot, Hombre, ¿quién eres?, Editorial
Verbo Divino, Estella (Navarra) 1987.
¿SOMOS TODOS
DESCENDIENTES
DE NOÉ?

Colón y la Biblia
Cuando Cristóbal Colón llegó a las costas de
América nunca imaginó que su naciente
empresa, además de los problemas políticos,
económicos, culturales y étnicos que
suscitaría, iba también a conmocionar al
mundo de la Biblia.
Si aquel día Colón hubiera arribado a las
Indias, que tanto buscaba, no habría habido
mayores dificultades. Pero poco a poco se fue
tomando conciencia de que en realidad había
hallado un “mundo nuevo”, según afirmó
Américo Vespucio once años después, en
1503. Y eso significaba que los nativos recién
aparecidos no eran asiáticos, sino que
pertenecían a un grupo de gente desconocida
hasta ese momento. Y las cosas así
planteadas resultaban un serio problema
para los teólogos y eruditos de aquella época.

Todos de uno
En el siglo XVI se pensaba que todos los
pueblos del mundo descendían
originalmente de Noé, tal como lo cuenta el
capítulo 10 del Génesis.
Según éste, una vez desaparecidos todos los
habitantes de la tierra a causa del diluvio,
solamente sobrevivieron los tres hijos de
Noé, es decir Sem, Cam y Jafet, con sus
respectivas mujeres. A partir de ellos
comenzó a repoblarse nuevamente la tierra.
Y a continuación se da la lista de todas las
naciones del mundo y su progresiva
expansión.
Esta tabla etnográfica, documento único de
la literatura antigua ya que no encontramos
ningún otro tan completo en todas las demás
literaturas, servía en la Biblia para mostrar
cómo la descendencia de Noé cumplió el
mandato divino de crecer, multiplicarse y
llenar la tierra (Gn 1, 28), con lo que Noé
pasó a ser el nuevo progenitor de la
humanidad.

La “Tabla de las naciones”


¿De dónde había salido esta lista? En
realidad se trataba de un catálogo de pueblos
y naciones compuesto alrededor del siglo VII
a.C., cuando los israelitas comenzaron a
desarrollar relaciones comerciales con sus
vecinos. Al descubrir la enorme diversidad de
gentes que habitaban el dilatado mundo,
decidieron clasificarlas para poner un poco
de orden en aquella multiplicidad, y crearon
la “Tabla de las naciones”.
Para componerla, el autor había hecho una
simple agrupación de las poblaciones
conocidas en su época en tres categorías.
Por una parte reunió a aquéllas con las que
Israel mantenía relaciones amistosas, sea
por razones históricas, comerciales o étnicas,
y las colocó como hijos de Sem. Un segundo
grupo lo formaban las naciones enemigas, y
las hizo descendientes de Cam, el hijo
maldito de Noé (Gn 9, 22-25). Finalmente,
todas las razas que le eran indiferentes o
neutrales fueron reunidas como hijas de
Jafet.
De este modo se obtuvo una división
tripartita del mundo. Y en líneas generales
resultó que, geográficamente hablando, a los
pueblos del norte y oeste de Israel, es decir,
del Asia Menor y de las islas del
Mediterráneo, se los llamó Jafet. Los que
estaban al sur, o sea Egipto, sus alrededores
y zonas de influencia, fueron denominados
Cam. Y al grupo oriental, de la Mesopotamia
y regiones vecinas se lo designó Sem.

Como “padres” e “hijos”


En la realización de su tabla, el autor utilizó
un género literario especial, llamado
“genealogía”, y muy común en la antigüedad.
Consistía en describir esas relaciones
comerciales, históricas o étnicas en términos
de parentesco. La mayor o menor proximidad
entre esos pueblos los hacía “hermanos”,
“medio hermanos”, “sobrinos”; y la mayor o
menor distancia en el tiempo los constituía
en “padres”, “hijos” o “nietos”.
Es como si nosotros quisiéramos contar la
historia de la Argentina y lo hiciéramos en
los siguientes términos: “Los descendientes
de Europa fueron Inglaterra, Francia,
España... A España también le nacieron
hijos: México, Alto Perú, Río de la Plata... Los
descendientes de Río de la Plata fueron:
Buenos Aires, Potosí, Salta del Tucumán...
Salta del Tucumán fue padre de Santiago del
Estero, Catamarca, Tucumán...”.
Los pueblos y naciones eran, pues,
presentados como personas, e inclusive a
veces se le atribuían pequeñas historias para
resumir características o acontecimientos
importantes de ese pueblo.
A este mismo género literario lo podemos
encontrar en el capítulo 36 del Génesis, o en
los capítulos 1 al 11 del primer libro de las
Crónicas.

Era una empresa limitada


Lo primero que debemos destacar es que la
tabla de Génesis 10 menciona únicamente
gente de raza blanca y negra. Nada se dice de
las demás etnias. Esto se debe a que el área
geográfica que describe el autor sagrado se
limita al cercano Oriente. Todo el resto del
orbe le era desconocido.
En efecto, el antiguo Israel, encerrado en su
nacionalismo y con la prohibición de Yahvé
de tener demasiados contactos con las otras
naciones por el peligro de la apostasía, no se
interesaba demasiado por los que habitaban
fuera de sus fronteras.
Al ser sus conocimientos geográficos muy
limitados, simplemente se propusieron
componer un elenco simbólico, sin ninguna
pretensión de exactitud. Inclusive el total
mencionado, 70 pueblos, habla a las claras de
que no se trataba de ningún documento
científico, ya que en la Biblia el número 70
simboliza la totalidad, la universalidad, la
perfección.

La peligrosa lectura literal


No era esto lo que entendían los estudiosos
bíblicos de la época de Colón. Partidarios de
la interpretación literal de la Biblia, al
reconocer que los aborígenes recién
encontrados en América no eran asiáticos,
africanos ni europeos, concluyeron que no
descendían ni de Sem, ni de Cam, ni de Jafet.
Y al no existir un cuarto hijo de Noé que
sirviera de fuente para una cuarta raza,
aquella gente no podía ser considerada como
verdaderos seres humanos a menos que la
Biblia estuviera equivocada.
Algunos eruditos, como Isaac de la Peyrère
en 1655, sugirieron tímidamente que los
nativos formaban parte de una creación
separada “preadámica”, que no había sido
destruida por el diluvio, pero no fueron
escuchados.
Se desató entonces en Europa un áspero
debate entre aquéllos que procuraban
defender los derechos de los indígenas, y los
otros que trataban de imponer el argumento
bíblico-teológico para negar que los indios
pertenecían a la raza humana.

Los eruditos y la Virgen


En eso estaban, cuando en 1531 un
acontecimiento inesperado hizo su aporte a
la cuestión. Mientras las mentes eruditas y
los cerebros más ilustrados de la época se
preguntaban mediante sutiles argumentos si
aquellos extraños seres de piel cobriza,
semidesnudos, que se comunicaban en un
lenguaje incomprensible, que vivían en
estado natural y casi animalesco, tenían
verdadera alma humana y eran merecedores
de la redención de Cristo, en los cerros del
Tepeyac cerca de la ciudad de México, el
indio Juan Diego recibía la visión de una
señora, la virgen de Guadalupe que quiso
dejarle para siempre su rostro impreso en el
poncho.
Y he aquí que la imagen que estampó fue la
de una india, con la piel oscura, los ojos
rasgados, y las facciones propias de los
nativos. Sin ninguna vergüenza, la madre de
Dios reconocía como sus hijos a aquellos a
quienes la sociedad europea mostraba
reticencia en aceptarlos como hermanos.

Lo tuvo que decir el Papa


Seis años más tarde, el papa Pablo III, en una
solemne bula llamada “Sublimis Deus”,
promulgada el 2 de junio de 1537, dejaba
asentada definitivamente la opinión de la
Iglesia al declarar que “los indios son
verdaderos seres humanos, y capaces de
comprender la fe católica”. Por lo tanto “no
pueden ser esclavizados, ni inducidos a
abrazar la fe cristiana por otros medios que
no sean la exposición de la palabra divina y el
ejemplo de una vida santa”.
Este pronunciamiento condujo a los
investigadores de entonces a una única
conclusión: los nativos del nuevo mundo
debían de haber llegado a América poco
después del diluvio. Ahora había que
rastrearlos hasta algún hijo de Noé a través
de los grupos étnicos conocidos. Pero ésa ya
era otra historia. Lo cierto es que María de
Guadalupe había logrado desplegar la “Tabla
de las naciones” del Génesis hasta las playas
de América.
Lo que puede dar una tabla
vieja
Más allá de este episodio, el inventario de
Génesis 10 se yergue ante los lectores de la
Biblia como una pesada retahíla de nombres
de descendientes de Sem, Cam y Jafet. Y
quienes vienen siguiendo la lectura, al
encontrarse con ella la ojean con fastidio,
cuando no la pasan directamente de largo.
¿Qué sentido tiene que la palabra de Dios
siga conservando esta vetusta página entre
las sublimes enseñanzas del Génesis?
¿Puede aportar algo a la espiritualidad
cristiana este pesado cuadro genealógico de
poblaciones, algunas de los cuales
actualmente ni siquiera es posible
identificar?
El capítulo tiene su importancia. Se trata de
una verdadera teología de la comunidad de
los pueblos.
Y la primera enseñanza que nos deja es la de
la diversidad del fenómeno humano. Tres
veces se repite en el texto que la humanidad
está constituida por una rica variedad de
“naciones, lenguas, territorios y linajes
respectivos” (vv. 5. 20. 31) Por lo tanto, es
evidente que para el autor la diversidad de
culturas y lenguas no es una consecuencia
del pecado ni de las desinteligencias
humanas, sino una bendición de Dios. Son
un aspecto de la multiforme belleza de la
creación.
Por consiguiente, cualquier pretensión de
una lengua o una cultura que se creyera
superior y quisiera imponer su dominio
sobre las demás, sería contraria al orden
natural. Según nuestro autor, el orden
natural consiste en una comunidad de
distintos pueblos y un encuentro de culturas
diferentes.

Israel, uno más


Pero quizá la doctrina más importante que
contiene este párrafo es la de la igualdad de
todos los pueblos. Ninguno de ellos es
considerado el eje de esta tabla, es decir, el
centro de la historia. Al contrario, se
denuncia cualquier intento de convertir en
absoluto una nación o una raza.
Resulta sorprendente el hecho de que ni
siquiera Israel aparece en el centro de la
escena, ni ocupa un lugar preeminente. Más
aún: tampoco viene nombrado en la lista.
Sólo figura un antepasado suyo, Héber, de
donde saldrían los hebreos, y a través de un
nombre que es totalmente neutro para la fe y
la salvación: Arpaksad (v. 24).
Mientras otras religiones consideraban a su
gente como el vértice del mundo gracias a la
conexión con algún dios que bajado del cielo
les entregaba el dominio y el poder, y los
hacía más importantes que sus vecinos,
Israel renunció a cualquier mito que lo
ayudara a imponerse a los demás. La
supuesta superioridad de la raza hebrea es
ajena a la revelación. La supremacía de Israel
no es de orden natural sino efecto de una
elección totalmente gratuita. Pero como
pueblo, está inserto en medio de los otros
como uno más.

La gran familia
El capítulo enseña finalmente la unidad
fundamental de todos los hombres dentro de
la diversidad. Por estar todos unidos en la
sangre de una gran familia, todos son
hermanos y a todos ama Dios de la misma
manera, cualquiera sea su lengua, sus
costumbres o el color de su piel.
Si después entre los pueblos del mundo Dios
va a elegir a uno, no es para que se guarde tal
elección sino para que preste el servicio de
llevar sus promesas a todas las familias de la
tierra (Gn 12, 3). La humanidad entera, pues,
ha tenido el mismo origen y camina hacia el
mismo destino.
De Génesis 10 se puede obtener una
sugestiva filosofía. Ciertos organismos, como
las Naciones Unidas, encargada de velar por
las justas relaciones entre los países del
mundo, tendrían aquí mucho en qué
inspirarse.
Por no haber sabido comprender las viejas
enseñanzas de este escrito trimilenario sobre
la unidad del género humano en la
fraternidad de una familia, nuestro siglo ha
presenciado horrendos crímenes, odios
raciales y genocidios que para nada condicen
con la fraternidad que habría enseñado Noé a
sus hijos.

Mil años después, Jesús


En el Nuevo Testamento tenemos una
exquisita alusión a la “Tabla de las naciones”.
El evangelio de san Lucas relata que Jesús al
promediar su vida pública, decidió mandar a
sus primeros misioneros a evangelizar las
distintas poblaciones, yendo de casa en casa,
y repitiendo lo que le habían oído a él contar.
De esta manera, serviría de preparación para
que después pasara Jesús por esos lugares.
El número de estos primeros enviados,
según muchos manuscritos, era de 70 (Lc 10,
1).
No por casualidad elige el evangelio este
número. Si tal era, según se creía en la
antigüedad, la cantidad de pueblos del
mundo, Lucas, que era un hombre de
mentalidad universalista, quiso enseñar que
también la fe cristiana debe llegar un día a
todas las naciones. Y mientras subsista algún
pueblo, paraje, caserío o rincón sin que se
alegre por la Buena Noticia de Jesús,
seguirán haciendo falta esos 70 misioneros,
es decir, la Iglesia toda que puesta en
marcha, sin discriminar al destinatario,
prepare el día en que todas las naciones del
mundo conozcan y amen a su Señor.
Para reflexionar
1) ¿Por qué se creía en la Edad Media que
todas las razas y naciones de la tierra
descendían de Noé?
2) ¿Qué conflicto desencadenó esta
creencia al producirse el descubrimiento
de América?
3) ¿Por qué fue compuesta la “Tabla de las
Naciones” del Génesis, y con qué criterios
se la hizo?
4) ¿En qué peligros podemos caer si
interpretamos la Biblia literalmente en
cada una de sus frases y expresiones?
5) ¿Conoces algunas interpretaciones
literalistas que las sectas hacen de
determinados pasajes bíblicos? ¿Cuáles?
¿Qué te parecen?
6) ¿Te parece que actualmente las
naciones del mundo se respetan como
hermanas y descendientes de una familia
común? ¿Qué les falta?
Para continuar la lectura
Alberto Vidal Cruañas, Encuentro con la
Biblia, Ediciones Paulinas, Madrid 1989.
¿SE CONSTRUYÓ EN
VERDAD
LA TORRE DE BABEL?

Un rudo castigo
Hace algún tiempo, una revista de
divulgación científica dio la sorprendente
noticia de que habían sido descubiertos los
restos de la famosa torre de Babel. Pero para
los modernos estudios bíblicos, ¿ese episodio
bíblico sucedió realmente?
Según el libro del Génesis (11, 1-9), la torre
de Babel era un inmenso edificio que los
primeros pobladores de la humanidad habían
empezado a construir, y a la que pretendían
levantar tan alta que llegara hasta el cielo.
Pero cuando la obra estaba a medio hacerse
se les apareció Dios, ofendido, y les propinó
un severo y ejemplar castigo: hizo que
aquellos hombres empezaran a hablar en
idiomas distintos, de tal manera que no
pudieran entenderse. Estupefactos y
confundidos, los frustrados constructores se
dispersaron cada uno con su propia lengua.
Así nacieron los diversos idiomas que existen
en el mundo.
Pero la narración ofrece numerosas
dificultades para quien se decide a leerlo con
cuidado.

Ya tenía explicación
En primer lugar, el relato de la torre de Babel
aparece abruptamente, y en total
contradicción con lo que el Génesis había
contado antes de los hijos de Noé. En efecto,
en 10, 5 al hablar de los descendientes de
Jafet, hijo menor de Noé, afirma: “Estos se
desparramaron y poblaron las islas de las
naciones y sus diversas regiones, cada cual
según su propia lengua, familia y nación”. Lo
mismo se dice en los vv. 20 y 31 sobre los
descendientes de los otros hijos de Noé.
O sea que la Biblia ya había enseñado la
dispersión de los hombres, a partir de los
hijos de Noé, y la aparición de nuevos
idiomas y pueblos distintos. Y no atribuye tal
división a un castigo de Dios, sino al natural
desarrollo y evolución del hombre.
Esta contradicción tan evidente nos hace
pensar que el relato de la torre de Babel no
pretendía explicar realmente el por qué de
las distintas lenguas en el mundo. ¿Para qué
se escribió, entonces?

Las dos historias


Pero las cosas se complican más todavía si
analizamos con mayor atención el relato. Lo
que a simple vista parece una sola narración,
en realidad son dos historias superpuestas,
magistralmente fundidas.
Esto es posible descubrirlo gracias a los
“duplicados” que tiene. En efecto, en el v. 4
se dice que los hombres construían una
ciudad; pero a continuación añade que la
construcción era de una torre.
En el mismo v. 4 se describen dos propósitos
distintos de la construcción: el de la ciudad,
para hacerse famosos; el de la torre, en
cambio, para que su altura los oriente y no se
dispersaran por la faz de la tierra.
Dios desciende, también, dos veces del cielo.
Una, para ver la construcción (v. 5); y la otra,
para confundir las lenguas de la gente (v. 7).
Finalmente, vemos a Dios mandar dos
castigos distintos a los hombres: la
confusión de las lenguas (v. 7), y su
dispersión por toda la tierra (v. 8).
Los exegetas están de acuerdo, pues, en que
originalmente eran dos relatos diversos, que
fueron tejidos para formar uno solo.

El pecado que no fue


Si tratamos ahora de averiguar qué pecado
cometieron esos hombres, quedamos
sorprendidos, ya que el texto no lo dice en
ninguna parte. Algunos suponen que fue el
pecado de orgullo, por intentar edificar una
torre que llegase “hasta el cielo”. Pero
sabemos que en lenguaje oriental, decir que
algo llega “hasta el cielo” es una simple
expresión que significa “muy alto”, sin que
eso tenga nada de arrogancia ni de desafío a
Dios.
Por otra parte, la arqueología nos ha ayudado
a entender qué clase de torre construían
estos hombres. Se trata de un edificio
religioso, llamado “zigurat”. Era una especie
de pirámide escalonada, generalmente de
siete pisos, en cuya cima una pequeña
habitación servía de casa para la divinidad.
Eran construcciones muy comunes en
Mesopotamia, a tal punto que cada ciudad
tenía su propio zigurat. Las excavaciones han
descubierto unos 30.
La torre de nuestro relato era, pues, un
edificio religioso, en este caso de la ciudad de
Babilonia (Babel, en efecto, es el nombre
hebreo de Babilonia). Y para los babilonios la
construcción de un zigurat no era una acción
pecaminosa, sino más bien virtuosa.
Más aún, según el v. 8 Dios los castigó para
que dejaran de edificar la ciudad, no la torre,
pues dice: “Desde allí los dispersó Yahvé por
la faz de la tierra, y dejaron de edificar la
ciudad”.
Por lo tanto, el texto sagrado no dice
claramente cómo fue que los hombres
pecaron al intentar construir una ciudad con
su zigurat.

Eran buenas las intenciones


Todas estas dificultades muestran que el
relato de la torre de Babel tuvo una
prehistoria larga y compleja, antes de
terminar en el Génesis a continuación de la
historia de Noé y el diluvio.
Los exegetas han intentado reconstruirla, a
fin de comprender mejor su sentido. Para
ello distinguen tres etapas por las que
atravesó.
En la primera etapa no existía uno sino dos
cuentos, independientes uno del otro, y sin
conexión con lo que venía relatando el
Génesis.
Uno, celebraba con admiración y entusiasmo
la construcción de una ciudad, símbolo de la
civilización y el progreso humano. El otro,
contaba el esfuerzo de todo el pueblo,
piadoso, por la edificación de un zigurat, su
torre religiosa.
Los dos relatos nacieron en la Mesopotamia,
posiblemente en Babilonia, como se deduce
de los materiales que aparecen en la
construcción: ladrillos cocidos al sol
(desconocidos en Palestina, donde se usaba
la piedra), y betún (también desconocido,
pues se empleaba la argamasa) (v. 3). Y
tenían un sentido positivo, es decir, no
contaban castigo alguno por parte de Dios, ni
confusión de lenguas.

Un relato de maravillas
Ahora bien, Babilonia era una ciudad
grandiosa, riquísima y deslumbrante, que se
había convertido en el corazón del mundo
antiguo.
No sólo famosa por sus majestuosas
construcciones (templos, palacios, jardines
colgantes, fortificaciones, esculturas), sino
sobre todo porque dentro de sus murallas se
agolpaban y convivían gentes de todas las
razas y pueblos, atraídos por el comercio, las
riquezas, y la cultura que en ella se respiraba.
Tal variedad de razas y lenguas la pondrían a
la altura de nuestras metrópolis modernas,
como Nueva York o Londres.
Entre todos sus monumentos, el más
sugestivo y deslumbrante debió de ser su
zigurat, es decir, su torre escalonada, tan alta
“que tocaba el cielo”. Se lo llamaba
“Etemenanki” (que significa “Fundamentos
del Cielo y de la Tierra”).
Frente a tanta grandeza, los extranjeros que
la visitaban quedaban maravillados, y al
regresar a su lugar de origen contaban
extrañas historias, más o menos inventadas,
sobre su magnificencia, sus grandes
construcciones, su cultura y la confusión de
lenguas y dialectos que en ella se oían por la
diversidad de pueblos que la habitaban.

El cambio de sentido
Estos visitantes y viajeros también
comenzaron a difundir los relatos que habían
oído allí, sobre la construcción de la ciudad y
su zigurat.
Y no tardaron en ser conocidos por los
habitantes del desierto, los nómades y los
beduinos. Ahora bien, éstos recelaban de la
vida de las ciudades y del culto a sus dioses.
En especial, sentían desprecio por Babilonia,
que había obtenido su grandeza y esplendor
gracias a la mano de obra y a la riqueza de los
pueblos vecinos, a los cuales había sometido
y dominado.
De este modo, la vida en la gran ciudad, sus
vicisitudes, y la dificultad de la comunicación
derivado de la mezcla de gente y de lenguas
diversas, aparecían frente a sus ojos como
una maldición y un castigo de Dios por sus
pecados.
Entonces estas historias de la ciudad y de la
torre, comenzaron a teñirse con otro sentido.
Y lo que era expresión de piedad original en
ellos, se convirtió en signo de idolatría y
orgullo en la reflexión teológica de los
beduinos.

Segunda etapa para la


historia
Transformados ambos relatos, ahora en el
primero se contaba que un grupo de
hombres decide construir una ciudad para
“hacerse famosos”, y adquirir gloria y
renombre a través de los siglos. Mientras
llevaban a cabo esta empresa, Dios
interviene descendiendo del cielo y
confundiendo sus lenguas, de modo que “no
entienda cada cual a su prójimo”.
Este relato quedó en los vv. 1. 3a. 4ac. 6a. 7.
8b. 9a.
En el segundo, se decía que un grupo de
ciudadanos temían alejarse demasiado y
perder los contactos entre ellos. Para
mantenerse unidos, acuerdan construir una
torre, tan alta que pudiera ser vista desde
todas partes. Es decir, que llegara hasta el
cielo. También aquí Dios desciende de las
alturas y castiga la osadía de estos hombres,
que buscaban unirse, dispersándolos en toda
la tierra.
Este segundo relato es el que se lee en los vv.
2. 3b. 4bd. 5. 6b. 8a. 9b.

Burlas contra la ciudad


Con el tiempo, los dos cuentos se
entremezclaron y formaron uno solo. Y así
superpuestos se relataban bajo las tiendas de
los habitantes del desierto.
Con esta historia popular, los beduinos
expresaban la superioridad de su Dios, en
contraposición a los dioses de las ciudades.
En efecto, cierta vez, cuando sus habitantes
pretendieron construir un zigurat para ellos,
tuvieron que dejarlo inconcluso por la
intervención de un Dios más fuerte, el Dios
de los nómades.
El relato en su segunda etapa, enseñaba,
pues, la superioridad del Dios de los
nómades sobre la divinidad orgullosa de las
ciudades.
Cuando los nómades antepasados de los
israelitas llegaron a Palestina, trajeron esta
leyenda popular entre sus tradiciones. Y el
Dios poderoso que bajaba a castigar a
aquellos hombres idólatras fue más tarde
llamado Yahvé (v. 5).
De este modo, el episodio de la torre de
Babel comenzó a formar parte de las
tradiciones orales que en el pueblo hebreo se
transmitían de generación en generación
para fomentar la fe en Yahvé, el único Dios
verdadero.

El tercer significado
Alrededor del siglo VII a.C., un anónimo
escritor, a quien se lo suele llamar el
“yahvista”, compuso las primeras páginas del
Génesis. Y al hallar en la tradición hebrea
esta narración, la encontró muy apropiada
para agregarla a continuación del arca de
Noé.
De esta manera, la historia de la torre de
Babel quedó incorporada al Génesis, y
adquirió un significado mucho más
profundo. Entró, así, en su tercera y última
etapa, la actual.
¿Con qué intención puso el autor sagrado
esta historia aquí? El relato anterior sobre el
pecado de Adán y Eva (Gn 2-3) mostraba
cómo la comunidad conyugal se resiente y
sufre cuando se deja de lado a Dios. Con la
torre de Babel, quiere mostrar cómo la
comunidad social y política se dispersa, se
desintegra y resiente cuando se acomete una
empresa a espaldas de Dios.
Los constructores de la ciudad y la torre ya
no son gente piadosa (como en la primera
etapa), ni tampoco gente idólatra (como en la
segunda). Ahora (tercera etapa), se trata de
gente que prescinde de Dios en sus
iniciativas.
El mensaje religioso es claro: ninguna
sociedad puede mantenerse cuando sus
habitantes emprenden cualquier proyecto,
cualquier obra, cualquier actividad, en la que
se descarte a Dios. Las consecuencias serán
nefastas: habrá ruptura en la unidad y la
armonía, será imposible que la gente se
entienda, y la obra quedará
irremediablemente a medio hacerse.

Como Babel, pero al revés


Esta hipótesis que los biblistas enseñan
sobre las peripecias literarias de la leyenda
de la torre de Babel, es la que mejor explica
las incoherencias y duplicados que tiene
actualmente el relato. Por ello es la más
aceptada. Nada de esto le quita su valor
actual de Palabra de Dios. Pero el conocer
mejor las transformaciones que sufrió en su
redacción, nos ayuda a extraer mejor su
mensaje y a precisar su verdadero
significado.
En los Hechos de los Apóstoles hay un
episodio que hace referencia a la torre de
Babel: el de Pentecostés (c. 2). Allí se cuenta
que al bajar el Espíritu Santo sobre los
apóstoles, ocurrió lo mismo que en la torre
de Babel, pero al revés. En ésta los hombres
se encontraban en una torre elevada,
intentando sus trabajos de espaldas a Dios; y
Dios bajó para confundir las lenguas. En
Pentecostés, en cambio, los apóstoles
estaban en una habitación elevada,
intentando construir un nuevo mundo según
Dios; y el Espíritu Santo bajó para que sus
lenguas fueran entendidas por todos los
extranjeros, “cada uno en su propio idioma”
(2, 6).
Hoy en día las naciones intentan su
reconstrucción social y política. Pero con
frecuencia lo hacen de espaldas a Dios. Como
en Babel. Por eso nuestras sociedades están
saturadas de engaños, fraudes y corrupción,
no hay entendimiento entre la gente, y cada
uno propaga su propio discurso, que resulta
poco creíble para los demás.
Sólo cuando los políticos y constructores de
la sociedad dejen de lado sus intereses
personales (como en Babel), y se muevan
bajo la guía del Espíritu Santo (como en
Pentecostés), podremos ver amanecer la
justicia, la armonía y el entendimiento social
en el mundo.
Para reflexionar
1) ¿Cuántos relatos distintos están
incluidos en la narración de la torre de
Babel?
2) ¿Qué elementos nos permiten
reconocerlos?
3) ¿Cuáles son las etapas por la que pasó
este cuento?
4) ¿Qué aspectos de nuestra sociedad crees
que se están realizando o construyendo a
espaldas de Dios?
Para continuar la lectura
Franz J. Stendebach, “¿Por qué la
confusión de lenguas en Babel?”, en
AA.VV., Exégesis Bíblica, Ediciones
Paulinas, Madrid 1979.
¿EL DIOS DE ISRAEL
ERA YAHVÉ O JEHOVÁ?

Cuando eran muchos los


dioses
Basta abrir una guía de teléfonos para darse
cuenta de la cantidad de nombres y apellidos
de personas con las que uno puede entrar en
comunicación. Pero sólo conociendo el
nombre correcto es posible hacerlo.
En el mundo antiguo sucedía lo mismo con
los dioses. El panteón, es decir, el conjunto
de divinidades que cada pueblo tenía y
veneraba, era tan numeroso, que resultaba
imposible honrarlo con eficacia si no se sabía
su nombre. Cada uno de los dioses cumplía
una función específica, y sólo invocando al
dios adecuado podían obtenerse los
beneficios esperados. Equivocar el nombre
era arriesgarse a perder los favores del cielo.
Por lo tanto, en cada lengua existía la palabra
“dios”, que se aplicaba a todos en general.
Pero aparte cada divinidad tenía su nombre
propio.
Los sumerios, por ejemplo, además de usar
el vocablo genérico “dios”, llamaban en
particular An al dios del cielo, Enlil al de la
atmósfera inferior, y Enki al dios de la tierra.
Los babilonios creían en Shamash (el sol),
Sin (la luna) e Ishtar (diosa del amor).
En Egipto, entre las decenas de dioses
invocados en las diversas regiones,
sobresalían Amón, Nut, Hator, Osiris, e Isis,
según las distintas teologías.

El Dios de la zarza
También el pueblo de Israel, en su etapa más
antigua, creía que existían todos estos dioses
protectores de los demás pueblos. Pero en
determinado momento abandonaron a todos
ellos y admitieron uno solo, para adorarlo
con exclusividad: Yahvé.
La pronunciación de esta palabra ocasionó
un pequeño problema. En efecto, mientras
muchos sostienen que ésta era la forma
correcta de pronunciarla, otros piensan
erróneamente que se decía “Jehová”.
¿Cuál es el origen de este error? Para
averiguarlo debemos remontarnos al libro
del Éxodo, donde se cuenta que cuando Dios
decidió liberar a su pueblo Israel de la
esclavitud egipcia, eligió a Moisés para
conducir la colosal empresa. Un día,
mientras éste se hallaba pastoreando las
ovejas de su suegro, se le apareció en una
zarza en llamas y le manifestó su voluntad de
sacar a los hebreos del país de los faraones
(3, 1-10).
Moisés quiso saber el nombre particular de
este Dios que se le manifestaba tan
sorpresivamente, y a quien él no conocía, y le
dijo: “Si voy a los hijos de Israel y les digo
que el Dios de sus padres me ha enviado a
ellos, y me preguntan cuál es su nombre,
¿qué les responderé?”. Dios le contestó: “Yo
soy el que soy”. Y añadió enseguida: “Así
dirás a los israelitas: Yahvé me ha enviado.
Éste es mi nombre para siempre y por él seré
invocado de generación en generación” (3,
14-15).

Nombre que da para mucho


Los eruditos han querido desentrañar el
sentido de esta contestación enigmática, pero
hasta ahora ninguna de las propuestas ha
sido unánimemente aceptada.
Sabemos, sí, que viene del verbo hebreo
“hawah”, que significa “ser”, y por eso el
nombre de Yahvé se traduce normalmente
por “el que es”. Pero ¿“el que es” qué?
Entre las interpretaciones sugeridas, hay seis
que son las más atendibles:
1) El que es “creador”, es decir, el que da el
“ser” a todas las cosas.
2) El que es “siempre”, es decir, el que nunca
dejará de ser.
3) El que es “por sí mismo”, ya que no
necesitó de otro ser para “ser”.
4) El que es “realmente”, en oposición a los
otros dioses que en realidad “no son”, no
existen.
5) El que es “impronunciable”, es decir, no se
trataría realmente de un nombre sino de una
contestación evasiva de Dios, para que no
supieran su verdadero nombre y no fuera
utilizado en ritos mágicos como hacían los
otros pueblos.
6) El que es “actuante”, es decir, el que actúa
al lado nuestro, el que camina con nosotros
para acompañarnos, el que está junto a su
pueblo. Esta última interpretación es la que
sigue la mayoría de los exegetas, atendiendo
a que unos versículos antes Dios le había
dicho a Moisés: “Yo estaré contigo” (Éx 3,
12).

Por las dudas, nunca


Pero en el monte Sinaí comenzó el otro
problema: el de la pronunciación de este
nombre. En efecto, cuando Dios le entregó a
Moisés los 10 mandamientos, uno de ellos
decía: “No tomarás el nombre de Yahvé tu
Dios en vano, porque Yahvé no dejará sin
castigo a quien toma su nombre en vano” (Éx
20, 7).
Los israelitas, entonces, comenzaron a
preguntarse: ¿Qué significa “en vano”?
¿Cuándo se toma “en vano” el nombre de
Dios? Yahvé no lo había explicado. Y Moisés
se murió sin haberlo tampoco aclarado.
Durante mucho tiempo, de todos modos, el
pueblo de Israel no se hizo problema y lo
empleaba sin mayores cuidados. Pero
después del siglo VI a.C., al regresar del
cautiverio de Babilonia y comenzar a
preocuparse por la observancia estricta de la
Ley de Moisés, se planteó frontalmente la
dificultad del mandamiento. Los doctores de
la Ley y los guías del pueblo entablaron
largos debates, y concluyeron que “en vano”
no se refería sólo a juramentos falsos, sino a
cualquier utilización impensada o uso
inoportuno y superficial de esta
denominación.
Y para garantizar el máximo respeto,
decidieron no pronunciar nunca jamás el
nombre sagrado de Yahvé. Cuando éste
apareciera en el texto de las Escrituras, el
lector debería reemplazarlo por “Adonai” (=
mi Señor, en hebreo).
Se extendió así entre los judíos la costumbre
de evitar el sublime nombre de Dios, que por
estar compuesto de cuatro letras fue llamado
“tetragrama” sagrado (del griego “tetra” =
cuatro, y “gramma”
= letra), y se escribía YHVH.
Para economía del papel
Ahora bien, como es sabido la lengua hebrea
tiene una curiosa particularidad: sus
palabras se escriben solamente con
consonantes, sin vocales. Este hecho extraño
en relación con nuestros idiomas modernos
proviene de una necesidad muy sentida en la
antigüedad: la de ahorrar el material de la
escritura.
En aquel entonces se contaba, para escribir
los manuscritos, con el papiro o el
pergamino, difíciles de obtener y de cara
elaboración. Esto hacía que quien quisiera
componer algún escrito tomara las
precauciones del caso a fin de aprovechar al
máximo tan preciado material.
Para ello se apelaba a dos recursos: escribir
todas las palabras juntas sin separación, y no
escribir las vocales. El que leía podía añadir
por su cuenta las vocales correspondientes
en cada palabra, ya que eran por todos
conocidas. Por esta razón la totalidad de los
libros del Antiguo Testamento escritos en
hebreo fueron redactados sin vocales.

Mil años de incertidumbre


Es de imaginar, con el transcurso del tiempo,
la dificultad que significaba leer un libro con
todas las palabras juntas y sin vocalizar. La
frase podía cortarse en cualquier parte, y a
veces variando las vocales hasta cambiaba el
significado del vocablo. Figurémonos por un
momento que encontramos en castellano las
consonantes “bn”. Podrían ser de la palabra
“bueno”, o “boina”, o “abono”. O el grupo
“lmn”, que puede corresponder a “limón”,
“ilumina”, “la mano”, o “el imán”.
Es verdad que por el contexto generalmente
es posible deducir el sentido. Pero no
siempre. Por ello, con el transcurso de los
siglos el texto hebreo de la Biblia fue
haciéndose cada vez más difícil de leer, de
entender, y de mantenerlo único.
La confusión, que fue creciendo con el paso
del tiempo, duró mil años, hasta que en siglo
VII d.C. se volvió insostenible. Aun cuando
las comunidades tenían el mismo texto
hebreo, sin embargo circulaban distintas
lecturas en cada región, según la pausa que
se hacía en la frase, o las vocales que con
mejor o peor acierto añadía oralmente quien
leía, o los errores que esta lectura generaba
en las sucesivas redacciones. Lo cual llevó a
la aparición de textos diversos de la Biblia.

Los rabinos salvadores


En la Escuela rabínica de la ciudad de
Tiberíades, al norte de Israel, un grupo de
maestros llamados “masoretas” (de la
palabra hebrea “masora” = tradición, por ser
los que buscaban conservar la tradición),
decidieron fijar de una vez por todas la
pronunciación exacta del texto sagrado, e
hicieron algo insólito para la lengua hebrea:
inventaron un sistema de vocales, que
consistía en rayas y puntos colocados arriba
o abajo de las consonantes.
Pero mientras vocalizaban los manuscritos,
al llegar al tetragrama sagrado YHVH
tuvieron un grave inconveniente: después de
siglos de no pronunciarlo, ya nadie se
acordaba de cuáles eran las verdaderas
vocales que le correspondían. Entonces
pusieron abajo las correspondientes a la
palabra Adonai (a-o-a), que era la que leían
en su lugar. Hay que aclarar que la “i” final
de Adonai, es consonante y no vocal en
hebreo, por lo que no fue tenida en cuenta.
Solamente hubo que cambiar la primera “a”
en “e” por una razón de fonética semítica:
según el sistema inventado por los
masoretas, la consonante “Y” primera del
tetragrama, por ser consonante fuerte, no
puede llevar la vocal “a” que es débil, sino
que debe cambiarla por “e” que es vocal
fuerte.
No obstante esta nueva vocalización, el
nombre YHVH seguía reemplazándose por
“Adonai” en la lectura.
A partir del siglo XIV se comenzó a leer el
nombre sagrado YHVH con las vocales que
los masoretas habían colocado debajo, es
decir, “e-o-a”, lo cual dio como resultado
YeHoVaH, nuestro actual Jehová, mezcla
híbrida de las consonantes de la palabra
Yahveh con las vocales de Adonai, y que no
significa absolutamente nada.

Hasta los cristianos


Este error, en el que cayeron los judíos
medievales, se propagó por todo el mundo
cristiano hasta el presente siglo. Así, en los
oratorios de Händel, en los Autos
sacramentales, incluso en los cantos
populares de la Iglesia Católica se escribía
siempre Jehová como nombre de Dios.
Todavía resuena en algunos templos el
conocido canto a María “Los cielos, la tierra /
y el mismo Jehová”.
Pero al llegar el siglo XX, los modernos
estudios bíblicos pudieron percatarse del
error. Muchas son las pruebas que los
especialistas pueden aducir para demostrar
que Jehová es una pronunciación
equivocada, y que las vocales correctas son
“a-e”, es decir, que debe decirse YaHVeH.
En primer lugar, porque todos los nombres
bíblicos que terminan en “ías” son una
abreviación de Yahvé. Así Abdías es Abdi-Yah
(= siervo de Yahvé), Elías es Elí-Yah (= mi
Dios es Yahvé), Jeremías es Jeremí-Yah ( =
sostiene Yahvé), Isaías es Isaí-Yah (= salva
Yahvé). Por lo tanto, la primera vocal no
puede ser la “e” sino la “a”. Esta “a” es vocal
fuerte en el sistema masoreta, a diferencia de
la “a” de Adonai.
Esto lo corrobora la conocida exclamación
litúrgica “Hallelú-Yah”, que significa “alabad
a Yahvé”.
Pero la certeza del nombre completo lo
tenemos en algunos escritores antiguos,
como Clemente de Alejandría en el siglo IV,
que transcriben en griego este nombre como
“Iaué”.
Inclusive se conserva un texto de un autor
del siglo V llamado Teodoreto de Ciro, que al
comentar el libro del Éxodo escribe el
sagrado nombre como “Iabé”.

¿Cómo llamarlo?
Hoy en día no hay nadie, modernamente
informado, que lea o pronuncie Jehová. Cada
vez es mayor el número de los que piensan
que la forma correcta del nombre de Dios en
el Antiguo Testamento era Yahvé, aunque en
su manera de escribir no existe uniformidad.
Unos transcriben fielmente “Yahvéh”, otros
“Yahvé”, y otros, en fin, “Yavé”.
Poco a poco las Iglesias protestantes, que en
este sentido son las más conservadoras, van
aceptando las conclusiones de los modernos
estudios y superando el viejo error. Incluso
los nuevos comentarios así como las Biblias
de muchas de las Iglesias separadas ya traen
la grafía “Yahvé”.
Al principio de este artículo sobre el nombre
de Dios, decíamos que era un problema
pequeño. Es que en realidad a Dios le
importa poco que pronunciemos su nombre
de un modo o de otro, o que lo llamemos
Altísimo, Todopoderoso, Eterno o Señor. Lo
que más le interesa no es la palabra que está
en los labios, sino la fe y el amor que
mostramos en nuestras obras.
Si le preguntásemos cómo prefiere Dios que
lo nombremos, seguramente nos diría con
las palabras de Jesús: “Ustedes, cuando oren,
digan así: Padre nuestro, que estás en el
cielo...”.
Para reflexionar
1) ¿Cuáles son los posibles significados de
la palabra “Yahvé”?
2) ¿Por qué se prohibió entre los judíos
tomar en falso el nombre de Dios en Éx
20, 7?
3) ¿Qué es lo que llevó al pueblo de Israel
a olvidar la pronunciación del nombre de
Dios?
4) ¿Qué argumentos existen para probar
las auténticas vocales que tenía esa
palabra?
5) Actualmente, ¿qué actitudes nuestras
nos indican que hemos tomado en vano el
nombre de Dios en la sociedad?
6) ¿Qué parte de culpa corresponde a los
cristianos en la falta de fe de los no
creyentes?
Para continuar la lectura
Alberto Vidal Cruañas, Encuentro con la
Biblia, Ediciones Paulinas, Madrid 1989.
¿CUÁL ES EL ORIGEN
DE LOS DIEZ
MANDAMIENTOS?

No están todos los que son


Algunas sectas protestantes suelen acusar a
la Iglesia Católica de haber cambiado los 10
mandamientos. Afirman que en la Biblia el
2º mandamiento dice “no te harás imágenes
ni escultura alguna de cuanto hay en los
cielos, ni en la tierra, ni en las aguas, ni
debajo de la tierra” (Éx 20, 4), y que los
católicos lo han suprimido.
Esto es verdad. Aunque sólo en parte.
Pero entonces ¿la Iglesia tiene autoridad
para cambiar los mandamientos? Para
aclarar esta cuestión hay que estudiar la
historia de los mandamientos.
Cuenta el libro del Éxodo que, al verse libre
de la esclavitud de Egipto, el pueblo de Israel
caminó durante tres meses por el desierto
hasta llegar al monte Sinaí. Moisés subió a la
cima. Y en medio de truenos, temblor de
tierra, fuego y resonar de trompetas, se le
apareció Yahvé y le entregó los
mandamientos.

¿Doce mandamientos?
La Biblia dice claramente que los
mandamientos son 10 (Deut 4, 13; 10, 4).
Pero aquí está la primera dificultad: cuando
los contamos nosotros, en realidad no
aparecen 10 sino 12 mandamientos. Éstos
son:
1º: No tendrás otros dioses fuera de mí (v. 3)
2º: No te harás escultura ni imagen alguna
(v. 4)
3º: No te postrarás ante ellas ni le darás
culto (v. 5)
4º: No tomarás el nombre de Yahvé tu Dios
en vano (v. 7)
5º: Recuerda el día del sábado (v. 8)
6º: Honra a tu padre y a tu madre (v. 12)
7º: No matarás (v. 13)
8º: No cometerás adulterio (v. 14)
9º: No robarás (v. 15)
10º: No darás falso testimonio contra tu
prójimo (v. 16)
11º: No desearás la casa de tu prójimo (v.
17a)
12º: No desearás la mujer de tu prójimo (v.
17b)

En busca de los diez


Si la Biblia indica que los mandamientos
eran 10, ¿cómo hay que contarlos para que
dé este número? Judíos y cristianos
debatieron el tema desde antiguo, y
propusieron diversas maneras.
Los primeros intentos fueron los del judío
Filón de Alejandría y del historiador Flavio
Josefo, ambos del siglo I d.C. Según ellos, el
1º mandamiento es el que manda tener un
solo Dios (v. 3). El 2º prohíbe hacer
imágenes y el postrarse ante ellas (vv. 4-5).
El 3º ordena no tomar el nombre de Dios en
vano (v. 7). El 4º prescribe santificar el día
del Señor (v. 8). A los que van del 5º al 9º los
enumeran como están (vv. 12-16). Y el 10º
sería todo el v. 17, es decir, el no desear la
mujer del prójimo ni codiciar los bienes
ajenos.
Esta clasificación distinguía 4 mandamientos
para con Dios y 6 para con el prójimo, y fue
aceptada por varios escritores cristianos
antiguos, como Orígenes, Tertuliano y san
Gregorio Nacianceno. Y es la que
actualmente siguen los protestantes
luteranos, calvinistas y anglicanos.

La propuesta judía
Sin embargo el judaísmo oficial no siguió
esta división. Cuando los rabinos escribieron
el Talmud, su libro sagrado, propusieron otra
manera de contarlos. Consideraron el v. 2
como si fuera el 1º mandamiento, cuando en
realidad es sólo el prólogo o presentación del
Decálogo (“Yo Yahvé, soy tu Dios, que te ha
sacado del país de Egipto, de la casa de la
esclavitud”). Luego, para formar el 2º
reunieron los tres siguientes, o sea, la
prohibición de tener otros dioses, de
fabricarse imágenes, y de postrarse ante ellas
(vv. 3-5). El 3º mandaría no tomar el nombre
de Dios en vano. Del 4º al 9º se toman en el
orden que siguen. Y el 10º reuniría en uno
solo la codicia de la mujer del prójimo y de
los bienes ajenos.
Todos los judíos adoptaron esta segunda
división, que también contaría con 4
mandamientos hacia Dios y 6 hacia los
hombres.

La propuesta cristiana
Pero en el siglo V san Agustín, uno de los
mayores doctores de la Iglesia, propuso una
tercera división de los mandamientos. A
semejanza de los rabinos del Talmud,
afirmaba que los preceptos de no tener otros
dioses, no fabricarse imágenes, y no
postrarse ante ellas, eran en realidad un solo
mandamiento dicho de diversas maneras
pero referido a lo mismo: evitar la idolatría o
el culto de falsos dioses. Por eso entendía
que había que juntar los tres (v. 2-6) y hacer
un solo mandamiento. Pero éste no sería el
2º, como para los rabinos, sino el 1º.
Así, Agustín coloca como 2º mandamiento el
siguiente de no tomar en vano el nombre de
Dios, y como 3º el de santificar las fiestas.
Pero por haber juntado los primeros
mandamientos, ahora le faltaba uno para
completar la lista de 10. Entonces desdobló
el 9º mandamiento del v. 17 en dos distintos:
el 9º que prohibía desear la mujer del
prójimo, y el 10º referido a los otros bienes
del prójimo. Fue el primero en proponer en
este versículo dos mandamientos distintos.
La nueva clasificación de Agustín sólo
reconocía 3 mandamientos para con Dios,
mientras que los otros 7 eran para con el
prójimo. Según él, una razón de conveniencia
lo llevó a esto: con tres preceptos referidos a
Dios quedaba mejor “insinuada” la Santísima
Trinidad.
Esta tercera manera de dividir los
mandamientos fue seguida por casi todos los
teólogos cristianos y estudiosos medievales,
y se impuso luego en la Iglesia Católica.

Para aprender el catecismo


A partir del siglo XVI, cuando comenzaron a
divulgarse los catecismos populares, se vio la
necesidad de hacer memorizar a la gente los
10 mandamientos como examen de
conciencia para la confesión y como aliciente
para la vida espiritual. Pero así redactados
aparecían desactualizados, ya que
pertenecían a una época en la que los
israelitas tenían aún una moral primitiva. No
tenían en cuenta el progreso de la revelación
que Jesús había traído con su vida y sus
enseñanzas.
Por ejemplo, el Decálogo mencionaba a
“otros dioses” porque en ese entonces los
israelitas creían que realmente existían otras
divinidades para los demás pueblos; pero hoy
ya sabemos que existe un único Dios para
todas las religiones. Hablaba de no hacerse
imágenes, mientras que en el Nuevo
Testamento, Cristo es la imagen de Dios
invisible (Col 1, 15), y por lo tanto es lícito a
los cristianos expresar su fe con imágenes.
Mandaba santificar el sábado, mientras los
cristianos conmemoraban como día de
salvación el domingo, cuando Cristo venció a
la muerte.
La Iglesia, pues, resolvió elaborar un nuevo
Decálogo para el catecismo, completándolo
con lo que Cristo había superado del Antiguo
Testamento, de la misma manera que habían
quedado suprimidos de la vida cristiana los
sacrificios de animales del Antiguo
Testamento, el degüello de ovejas, la quema
de novillos y las sangrientas matanzas
diarias de corderos en el Templo.

Mandamientos cristianos
En la nueva lista se suprimió del 1º
mandamiento lo de los otros dioses, y fue
formulado de una manera positiva y más
perfecta: “Amar a Dios sobre todas las cosas”.
El 2º, de las imágenes, quedó eliminado pues
su significado era el mismo que el del
anterior: no caer en el culto de cosas que
reemplacen a Dios. Su lugar fue ocupado por
el mandamiento que seguía de no tomar el
nombre de Dios en vano.
Del 3º, sobre santificar un día de la semana
en memoria del Señor, sólo se modificó el
día. En vez del sábado se impuso el domingo,
por la resurrección de Cristo.
El 6º prohibía el adulterio, es decir, que una
mujer casada se uniera a otro hombre. Pero
no estaba prohibido que un hombre casado
se uniera a cualquier mujer soltera. La
Iglesia lo convirtió en la prohibición más
profunda y exigente de “no fornicar”, es
decir, se proscribió la relación
extramatrimonial tanto del hombre como de
la mujer.
El 7º “no robarás”, que en el lenguaje hebreo
se refería al secuestro de una persona, se
convirtió en el más genérico de “no hurtar”,
que incluía cualquier clase de propiedad.
El 8º aludía exclusivamente a no dar falso
testimonio en los juicios. Por ello se le
agregó “ni mentir”, para adaptarlo a
cualquier otra circunstancia de la vida.
Finalmente el 10º, que ordenaba no desear a
la mujer ni a los demás pertenencias del
prójimo, fue desdoblado en dos: el 9º,
referido en primer lugar y solamente a la
mujer, y el 10º sobre los demás bienes del
hombre.
De esta manera la Iglesia reelaboró y
actualizó el elenco de los 10 mandamientos,
para que pudieran estar a la altura de la
nueva moral cristiana. Por eso es que no
coincide la lista de los mandamientos de la
Biblia con la que nos enseñaron en el
catecismo. Pero ¿puede la Iglesia cambiar los
10 mandamientos?

El catecismo de los israelitas


Para responder a esta cuestión es necesario
ver cómo aparecieron estos 10
mandamientos en el pueblo de Israel. La
Biblia cuenta que Moisés los recibió en el
monte Sinaí y los entregó al pueblo en una
solemne ceremonia al pie del monte. Pero si
los analizamos cuidadosamente, vemos que
en realidad parecen no corresponder a la
época de Moisés, época de peregrinación por
desierto y de vida nómade.
¿Qué sentido tiene, por ejemplo prohibir
desear la “casa” del prójimo, cuando ellos
como peregrinos aún no habitan en casas
sino en tiendas?; sólo cuando estuvieron
instalados en la tierra prometida edificaron
casas de material. El mandamiento de no dar
falso testimonio supone que ya existen
tribunales, jueces y procesos legales, cosa
imposible durante la travesía por el desierto.
Y cuando se ordena descansar el sábado se
aclara “no trabajarás ni tú, ni tu hijo, ni tu
esclavo, ni tu esclava”; pero ¿cómo podían
tener esclavos, si todos ellos eran esclavos
recién salidos de Egipto?
Esto ha hecho pensar a los biblistas que los
10 mandamientos más bien pertenecen a una
época posterior a Moisés, cuando el pueblo
ya estaba instalado en Canaán, organizado
con normas morales y jurídicas adecuadas a
una época más moderna.
En un momento dado, ante la abundancia de
leyes y la necesidad de tener una colección
breve que tratase los crímenes más graves
que ponían en peligro la vida de la
comunidad, resolvieron redactar una
pequeña lista. Para ello buscaron, entre sus
leyes, todas aquellas que incluían la pena de
muerte, es decir, que terminaban con la
fórmula “así harás desaparecer el mal de en
medio de ti”.

Los pecados mortales


Si ahora nosotros buscamos en el libro del
Deuteronomio, que contiene aquella
legislación antigua, entre las muchas leyes
que aparecen podemos descubrir
exactamente los 10 mandamientos
escondidos. Serían éstas las leyes de donde
salieron los 10 mandamientos:
Deut 13, 2-6: Si aparece alguien entre
ustedes diciendo: “vamos a servir a otros
dioses” distintos de Yahvé, ese hombre debe
morir. Así harás desaparecer el mal de en
medio de ti (Corresponde al 1º
mandamiento).
Deut 17, 2-7: Si un hombre o una mujer va a
servir a otros dioses y se postra ante ellos, o
ante el sol, la luna o las estrellas, los
apedrearás hasta que mueran. Así harás
desaparecer el mal de en medio de ti
(Corresponde al 2º mandamiento).
Deut 17, 8-13: Si alguno no obedece lo que se
le mandó en un juicio, en el que se
comprometió jurando por el nombre de
Yahvé en vano, ese hombre debe morir. Así
harás desaparecer el mal de en medio de ti
(Corresponde al 3º mandamiento).
Deut 21, 18-21: Si un hombre tiene un hijo
rebelde, que no obedece a sus padres, lo
apedrearán hasta que muera. Así harás
desaparecer el mal de en medio de ti
(Corresponde al 5º mandamiento).
Deut 19, 11-13: Si un hombre mata a otro, el
homicida debe morir. Así harás desaparecer
el mal de en medio de ti (Es el 6º
mandamiento).
Deut 22, 13-21: Si una joven se casa con un
hombre, y resulta que no es virgen, la
apedrearás hasta que muera. Así harás
desaparecer el mal de en medio de ti
(Corresponde al 7º mandamiento).
Deut 24, 7: Si un hombre rapta a otro, el
ladrón debe morir. Así harás desaparecer el
mal de en medio de ti (Corresponde al 8º
mandamiento).
Deut 19, 16-19: Si un testigo injusto se
presenta ante otro y da testimonio falso, lo
harás morir. Así harás desaparecer el mal de
en medio de ti (Corresponde al 9º
mandamiento).
Deut 22, 22: Si se sorprende a un hombre
acostado con una mujer casada, morirán los
dos. Así harás desaparecer el mal de en
medio de ti (Corresponde al 10º
mandamiento, después desdoblado en dos).

“De” Moisés, pero no “por”


Moisés
Los 10 mandamientos serían un resumen
para aprender de memoria las leyes más
graves de la comunidad, aquéllas que
llevaban la pena de muerte para algún
miembro del clan. Es decir, la lista de los
“pecados mortales”. Fue confeccionada
posiblemente en la época de los jueces
alrededor del año 1100, unos 150 años
después de la muerte de Moisés.
El único mandamiento que no aparece en el
Deuteronomio es el 3º, del descanso del
sábado. Quizá porque antiguamente no era
una falta tan grave para ser un “pecado
mortal”, y no figuraba en este grupo de leyes.
Más tarde, cuando a partir del destierro la
observancia del sábado se volvió un criterio
decisivo de fidelidad a Yahvé, se lo añadió.
Con el tiempo la lista tomó tanta
importancia entre los hebreos, que
comenzaron a atribuírsela a Moisés. Lo cual
en parte era cierto ya que Moisés era el
legendario legislador, y el organizador de
toda la vida legal del pueblo. Por lo tanto,
decir que Moisés se los había dado en el
monte Sinaí, era de alguna manera hacer
justicia con quien había sido el gran
inspirador de toda la legislación de Israel.
Así, pues, como el pueblo de Israel habría
adaptado una serie de mandamientos y se los
habría atribuido a Moisés, también la Iglesia,
el nuevo pueblo de Israel, cuando lo creyó
conveniente reactualizó esos 10
mandamientos para la vida de los cristianos
en la Iglesia. En esto sigue la tradición de la
Biblia.

El espíritu del Decálogo


Esto explicaría el misterioso corte brusco
que hay en la narración de los 10
mandamientos. Cuenta el Éxodo que
“Moisés bajó del monte y dijo:” (19, 25). Pero
a continuación, en vez de hablar Moisés,
aparece Dios dando los 10 mandamientos:
“Entonces Dios pronunció todas estas
palabras:” (20. 1). Significa que lo que sigue a
continuación, los 10 mandamientos dados
por Dios, no formaba parte del relato
original, y que más tarde fue añadido en este
lugar.
Sea cual fuere el origen de los 10
mandamientos, lo cierto es que forman parte
de las Sagradas Escrituras, son plenamente
inspirados, y conservan toda la autoridad de
la Palabra de Dios.
Lo que en verdad importa es que se ponga en
práctica todo lo que el texto sagrado enseña:
que el hombre adore sólo a su Creador, que
no dañe a su prójimo, y que no codicie sus
bienes.
De Yahvé a Jesús
Una vez un joven le preguntó a Jesús qué
debía hacer para salvarse (Mc 10, 17-22). Y el
Señor le contestó que cumpliera los
mandamientos. Pero sólo le mencionó los
preceptos referidos al prójimo (no matarás,
no robarás, no mentirás). Llama la atención
e impresiona la ausencia del 1º
mandamiento en labios de Jesús de seguir
sólo a Yahvé, cuando se ve la importancia y
centralidad que tenía para los judíos.
Pero el diálogo continúa. Como el joven ha
observado los mandamientos desde su
infancia, Jesús le pide que deje todo y lo siga
a él. Aquí reaparece el 1º mandamiento.
Jesús se aplica a sí mismo la antigua
exigencia de seguir exclusivamente a Yahvé.
Realiza así una interpretación nueva y
revolucionaria del mandamiento principal,
inaudita y sólo permitida al Hijo de Dios.
Seguir a Jesús es, pues, el nuevo Decálogo de
los cristianos.
Para reflexionar
1) Los diez mandamientos que
aprendemos en la catequesis no
corresponden a la lista que encontramos
en Éxodo. ¿Por qué?
2) ¿A qué época se remonta la redacción de
los diez mandamientos? ¿Cómo lo
podemos saber?
3) ¿Por qué la tradición lo atribuyó a
Moisés?
4) Los cristianos, ¿debemos seguir
aferrados a los 10 mandamientos?
Para continuar la lectura
N. Lohfink, Exégesis bíblica y teología,
Ediciones Sígueme, Salamanca 1969.
¿ LA BIBLIA PROHÍBE
HACER IMÁGENES?

El mandamiento que falta


Los católicos muchas veces se avergüenzan
cuando, al hablar con cristianos de origen
protestante o miembros de alguna secta,
éstos les reprochan el emplear imágenes de
Jesucristo, de la Virgen María o de los santos
tanto en el culto como en sus devociones
personales. Dicen que está prohibido en la
Biblia por la Ley de Dios.
¿Es esto verdad o no? Para contestar
debemos primero ver qué dice la misma
Biblia.
Cuenta el libro del Éxodo que cuando
Moisés, conduciendo al pueblo de Israel por
el desierto, llegó a los pies del monte Sinaí,
Yahvé se le presentó en medio de truenos,
relámpagos, temblor de tierra y densas
nubes, y le entregó los 10 mandamientos.
Todos conocemos más o menos esta lista.
Pero pocos saben que en realidad el 2º
mandamiento decía: “No te harás imagen ni
escultura alguna, ni de lo que hay arriba en
los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra,
ni de lo que hay en las aguas debajo de la
tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás
culto porque yo Yahvé soy un Dios celoso”
(20, 4-5).
¿Entonces era cierto?

Lo que la ley decía


Si seguimos leyendo la Biblia, esto parece
confirmarse. En efecto, en muchas otras
ocasiones se prohíbe a los israelitas fabricar
imágenes y figuras, tanto de Yahvé como de
cualquier otra divinidad. Por ejemplo el
Levítico, tercer libro de la Biblia, ordenaba:
“No se harán ídolos ni imágenes, ni
colocarán piedras grabadas para postrarse
ante ellas” (26, 1).
En otra parte se dice más exhaustivamente:
“No vayan a pervertirse y a hacer esculturas
con figura masculina o femenina, o de
bestias de la tierra, de aves que vuelan por el
cielo, de reptiles que serpean por el suelo, ni
de peces que hay en las aguas debajo de la
tierra” (Deut 4, 16-18). Era tan grave este
hecho, que se lo pena con una maldición:
“Maldito sea el hombre que haga con sus
manos un ídolo esculpido o fundido, pues
eso repugna a Yahvé” (Deut 27, 15).
Como se ve, estaba prohibida por la Ley de
Dios toda representación vegetal, animal o
humana en el culto.
Siguiendo este precepto, muchas iglesias
cristianas actualmente rechazan las
imágenes en su culto, y critican a quienes las
emplean.

Lo que el pueblo vivía


Sin embargo, a pesar de las categóricas
disposiciones bíblicas, no se ve que el pueblo
hebreo haya prescindido absolutamente de
imágenes. Varios pasajes bíblicos muestran
que éstas eran toleradas y hasta permitidas
en el Antiguo Testamento. Más aún: en
algunos casos Dios mismo ordenó la
construcción de imágenes sagradas.
Por ejemplo durante la travesía en el
desierto, cuando Yahvé mandó fabricar el
arca de la alianza, cofre sagrado donde se
guardaban las tablas de la Ley, ordenó que a
cada lado se pusiera la imagen de oro de un
querubín, ser angélico con rasgos mitad
animales y mitad humanos (Éx 25, 18). Por
su parte, el candelabro de siete brazos que se
colocó en el interior de la Tienda Sagrada
tenía grabadas flores de almendro (Éx 25,
33).
Estas obras no eran ocurrencias humanas.
Según la Biblia el propio Dios había llenado
de su Espíritu al artista Besalel
concediéndole habilidad y pericia para
idearlas (Éx 31, 1-5).
También en otros episodios de la historia de
Israel vemos a personajes piadosos emplear
sin ningún recelo imágenes y objetos
representativos para el culto. Gedeón, por
ejemplo, uno de los jueces de Israel más
importantes, fabricó con anillos y otros
objetos de oro una figura de Yahvé, a la que
los israelitas le tributaban culto (Jue 8, 24-
27). Y Miká, un ferviente y piadoso yahvista,
hizo una efigie de plata de Yahvé y estableció
un santuario para darle culto (Jue 18, 31).
Hasta el mismo rey David, amado y
bendecido de Dios, tenía en su casa sin
escrúpulos imágenes divinas (1Sam 19, 11-
13).

Un templo sin prejuicios


Y ni qué decir del Templo de Jerusalén
construido por Salomón. Por las
descripciones bíblicas parece haber estado
abarrotado de representaciones y esculturas,
comenzando por su cámara interior más
sagrada, llamada el Santo de los Santos,
donde dos inmensos querubines esculpidos
en madera finísima se erguían junto al arca
de la alianza (1Rey 6, 23).
El interior estaba totalmente decorado con
imágenes de querubines, además de
palmeras y otros adornos vegetales (1Rey 6,
29). Y para sostener el enorme depósito de
agua de las purificaciones a la entrada del
Templo, construyeron doce magníficos toros
de metal que miraban a los cuatro puntos
cardinales (1Rey 7, 25).
Los capiteles de las columnas del Templo
tenían forma de azucenas, y doscientas
granadas esculpidas se apiñaban alrededor
de cada una (1Rey 7, 19-20). Los recipientes
para las abluciones litúrgicas estaban
revestidos con imágenes de leones, bueyes y
querubines (1Rey 7, 29). Todo con el
consentimiento del propio Dios.
Y por si esto fuera poco, una enorme
serpiente de bronce que había labrado
Moisés en el desierto por orden de Yahvé
para sanar a cuantos, mordidos por ofidios,
la miraran, estuvo doscientos años expuesta
en el Templo hasta que el rey Ezequías la
eliminó (2Rey 18, 4).
Cuando el Templo de Jerusalén fue
destruido en el siglo VI a.C., el profeta
Ezequiel tuvo una visión del templo futuro. Y
de él describe los querubines y palmeras que
lo iban a adornar (Ez 41, 18).
Era pues prodigiosa la cantidad de imágenes,
pinturas, estatuas y decorados que colmaban
el grandioso Templo de Yahvé en Jerusalén.

Ni una sola voz


Y a pesar de aquel 2º mandamiento, nunca
hallamos en la Biblia a ningún profeta
antiguo que censure las imágenes. Ellos, que
eran los centinelas de Dios, que alzaban la
voz ante cualquier pecado del pueblo, que no
permitían la menor desviación, durante
siglos guardaron silencio.
Ni siquiera los formidables Elías y Eliseo,
acérrimos defensores de la ortodoxia, las
reprobaron. Tampoco Amós, cuya única
misión fue la de ir a predicar al templo de la
ciudad de Betel donde habían puesto la
estatua de un toro adornando el altar de
Yahvé, habló en contra de las imágenes. Sólo
recriminó el lujo, la avaricia y la crueldad del
pueblo, sin aludir al becerro del Templo.
¿Qué pasaba entonces con la prohibición?
No parecía estar en vigencia. O al menos no
aparentaba ser tan absoluta.
¿Por qué? ¿Cuál era el motivo en que se
basaba la exclusión de las imágenes? En
realidad la Biblia no da ninguna razón, y el
pueblo de Israel nunca afirmó que conocía
los motivos. Un solo texto, en el libro del
Deuteronomio, intenta dar una explicación, y
dice: “No vayan a hacerse ninguna escultura
porque ustedes no vieron ninguna figura el
día en que Yahvé les habló en el monte
Horeb (otro nombre del monte Sinaí) de en
medio del fuego” (4, 15). Es decir, cuando
Dios les había hablado en el monte, ellos
sólo oyeron su voz sin ver imagen alguna.
Pero ésta no es una verdadera explicación. Es
sólo un motivo histórico, que nos lleva a
volver a preguntar: ¿Y por qué no apareció
aquel día ninguna imagen en el monte Sinaí?
Y quedamos sin respuesta.

Para que Dios entrara


Pero aunque la Biblia no lo diga, podemos
conjeturar el motivo de la prohibición de las
imágenes, gracias a nuestros conocimientos
del ambiente religioso antiguo.
Todos los pueblos que estaban en contacto
con Israel consideraban que la imagen no
sólo era un símbolo de la divinidad, sino que
la propia divinidad habitaba allí de manera
real. La imagen era en cierta forma el mismo
dios representado.
Así, según esta mentalidad primitiva
oriental, en la imagen de la deidad residía un
fluido personal divino. Cuando alguien hacía
una imagen, el dios debía venir a residir en
ella, ya que toda imagen de algún modo hacía
una “epiclesis”, es decir, un llamado a Dios
para que viniera a habitarla. Era una especie
de “doble” de la divinidad simbolizada.
Por eso la Biblia cuenta que cuando Raquel,
esposa de Jacob, le roba los ídolos a su padre
Labán, éste se queja de que le han sustraído
sus dioses, no las imágenes (Gn 31, 30). Y en
la historia del ya mencionado Miká, éste
acusó a la tribu de los danitas de que le
robaron su dios cuando éstos se marchan
sólo con la imagen (Jue 18, 24).

Ahora sí la voz
Se comprende, entonces, lo fácil que era caer
en un concepto mágico de la divinidad. Tener
la imagen a disposición de uno era tener los
poderes del dios a su voluntad, ejercer una
especie de dominio sobre él, manejarlo a su
antojo, poseer un dios a la medida humana.
Y esto podía poner seriamente en peligro la
identidad de Yahvé. Él se manifestaba libre y
espontáneamente donde quería, muy por
encima de las fuerzas de sus criaturas, y
dirigiendo el curso de la historia según su
parecer.
Durante el tiempo en que esta idea no se vio
amenazada, no hubo dificultad. Pero a partir
del siglo VIII a.C., el pueblo de Israel cayó
fuertemente en la tentación. Entonces los
profetas hablaron. ¡Y cómo!
Oseas fue el primero en denunciar los
sacrificios y el incienso que el pueblo ofrecía
a las imágenes de divinidades extranjeras,
creyendo así poder obtener sus favores.
Isaías, un poco más tarde, ridiculizará
despiadadamente su culto mágico. Con la
mitad de un árbol, dice, hacen fuego para
calentarse y un asado para saciarse, y con la
otra mitad hacen un dios, lo adoran, y le
dicen: “sálvame, pues tú eres mi dios”. La
sátira es sangrienta.
Jeremías y Ezequiel, en el siglo VII a.C.,
censurarán hasta el símbolo más leve de la
divinidad, como ser una piedra o un pedazo
de madera, para que no creyeran así poder
manejarla.
Aún no había llegado el tiempo en el cual el
hombre podía adorar a Dios en figura
humana.

Cuando Dios fabrica imagen


Pasaron los siglos. El ambiente griego fue
haciendo a los hombres menos dados a la
magia y más influidos por el pensamiento
filosófico y racional. Esto contribuyó a
disminuir la idea fetichista de las imágenes
divinas.
Además, Israel fue comprendiendo que
Yahvé era el único Dios de todos los pueblos,
y que no existían divinidades distintas para
otras naciones. Por lo tanto cualquier
imagen, altar, oración, o culto que se
celebrara en cualquier lugar y lengua, sólo a
él estaban destinados. Así, el peligro de creer
que se adoraba a dioses extraños
desapareció.
Entonces el propio Dios, que se había
mantenido invisible hasta ese momento,
frente a una etapa más madura de la
humanidad quiso hacerse una imagen para
que todos lo pudieran contemplar. Y si en la
Antigua Alianza se había revelado al pueblo
sin imagen, en la Nueva Alianza consideró
imprescindible tener una y ser visto. Por eso
en la noche de Navidad los ángeles darán a
los pastores esta señal de la nueva
revelación: “verán” a un niño envuelto en
pañales y recostado en un pesebre.
Dios mismo deseó ahora, cuando ya no había
peligro, acercarse a los hombres mediante
una figura, la de Cristo, para que lo vieran,
oyeran, tocaran, sintieran.

No va más
San Pablo, que había vivido un tiempo
cumpliendo la antigua Ley, comprendió muy
bien la nueva disposición al hablar de
“Cristo, la imagen de Dios” (2Cor 4, 4). Y en
un hermoso himno canta que Cristo “es la
imagen de Dios invisible” (Col 1, 15). Jesús,
hablando un día con el apóstol Felipe, le
había anticipado: “Él que me ve a mí, ha
visto al Padre” (Jn 14, 8).
Por lo tanto, si Dios mismo ha querido dejar
de permanecer oculto y hacerse ver en una
imagen, ¿quiénes somos nosotros para
prohibir representarlo?
Como se ve, el mandamiento sobre las
imágenes en el Antiguo Testamento tenía
una función pedagógica, y por lo tanto era
temporal. Transcurridos los siglos y llegada
la madurez de los tiempos, al pasar el peligro
pasó también el mandamiento. Así lo
entendieron los cristianos desde muy
antiguo. Por eso empezaron a hacer
imágenes de Cristo y representar escenas de
su vida, ya que ayudaban al pueblo a
acercarse a Dios. Los cementerios, las
iglesias y los templos se poblaron con éstas
por el valor psicológico que ostentaban como
soporte de la oración. Con el tiempo, se
convirtieron en la Biblia de los niños y los
iletrados.
Al mismo tiempo, cuando ellos enumeraban
los mandamientos, salteaban siempre el 2º, a
la par que desdoblaban el último en dos para
que siguieran siendo 10. Las listas de
mandamientos que nos llegaron escritas
desde el siglo IV ya no incluyen la
prohibición de las imágenes. Por eso llama la
atención que las sectas modernas intenten
conservarlo.

Hasta el mismo Lutero


Los protestantes, cuando se separaron de la
Iglesia Católica en el siglo XVI, reaccionaron
contra los excesos en el culto de las
imágenes y provocaron la destrucción de
muchas de ellas. Sin embargo Lutero, el
iniciador de este movimiento, no fue tan
intolerante. Al contrario, reconoció la
importancia que tenían.
En una carta fechada en 1528 escribía:
“Considero que lo referente a las imágenes,
los símbolos y vestiduras litúrgicas... y cosas
semejantes, se deje a libre elección. Quien no
los quiere, los deje de lado. Aunque las
imágenes inspiradas en la Escritura o en
historias edificantes, me parecen muy
útiles”. Y en otro pasaje afirmaba que las
imágenes eran “el evangelio de los pobres”.
Lutero intuyó muy bien lo que muchos
protestantes no quieren aún entender: que
no se trata de adorar una imagen sino de
adorar a Dios mediante el estímulo que la
imagen puede ofrecer. Creer que cuando uno
se arrodilla ante una imagen está
malgastando la adoración que debe darle
sólo a Dios, es tener aún mentalidad
primitiva, seguir pensando que dentro de
éstas hay un flujo de otras divinidades, y no
haber evolucionado del Antiguo Testamento.
Si queremos hoy aplicar a ultranza ese 2º
mandamiento, ni siquiera podríamos
encender un televisor, porque así estamos
haciendo imágenes según las técnicas
modernas.

La imagen obligatoria
Cuando Jesús, el Hijo de Dios, tomó
fisonomía humana, mostró el carácter
temporal del mandamiento en cuestión, y la
utilidad de las representaciones sensibles
para la catequesis y la oración. Lo que
impresionó a los contemporáneos de
Jesucristo era que “lo hemos visto, lo hemos
contemplado, lo hemos tocado”, como decía
Juan (1Jn 1, 1).
Si bien hay que evitar la superstición y los
errores en el empleo que de ellas hacemos,
nunca podemos basarnos en la Biblia para
prohibirlas, como erróneamente hacen
algunas sectas e iglesias.
Pero sobrepasando esta cuestión, hay una
imagen que no podemos dejar de fabricar: la
imagen de Cristo en nosotros. Pablo
escribiendo a los romanos afirmaba que
“Dios los eligió primero y los destinó a
reproducir la imagen de Cristo en sus propias
vidas” (8, 29). No labrarla sería malograr
nuestro destino.
Cada acción, cada obra que realizamos, cada
contribución a la justicia del mundo, al bien
común, a la solidaridad, va cincelando
radiante, exacta, precisa, la imagen de
Jesucristo en nuestras vidas. Al final debe
salirnos casi perfecta. Jesús mismo lo había
pedido: “Sean perfectos, como el Padre del
Cielo es perfecto” (Mt 5, 48).
Para reflexionar
1) ¿Qué sentido tenía la imagen para los
pueblos del Antiguo Testamento?
2) ¿Por qué fueron prohibidas las
imágenes entre los israelitas?
3) ¿Qué sentido tienen las imágenes para
los católicos de hoy?
4) ¿Hay desviaciones entre la gente de
nuestro pueblo con respecto al uso de
imágenes en el culto? ¿Qué clase de
desviaciones?
5) ¿Con qué actitudes trato de forjar en mi
vida la auténtica imagen de Jesús?
Para continuar la lectura
J. Severino Croatto, “La exclusión de los
‘otros dioses’ y sus imágenes en el
decálogo”, en Revista Bíblica Nº 23,
Buenos Aires 1986.
¿PERMITIÓ MOISÉS EL “OJO
POR OJO Y DIENTE POR
DIENTE”?

La ley más vieja del mundo


Ninguna ley resulta tan incomprendida como
la famosa Ley del Talión. Resumida en la
fórmula “ojo por ojo y diente por diente”, se
la considera una norma brutal y sangrienta, y
muchas veces se la cita como ejemplo de
salvajismo y venganza. El mismo Mahatma
Gandhi dijo de ella una vez: “Si aplicamos el
ojo por ojo, pronto el mundo se quedará
ciego”. ¿Esto es realmente así?
El Talión es una de las leyes más viejas del
mundo. Se encontraba ya en el Código de
Hammurabi, que es el cuerpo legal más
antiguo que se haya descubierto completo.
¿Quién era Hammurabi? Un rey de
Babilonia, que vivió alrededor del año 1700
a.C., y que ante la inestabilidad jurídica y
social en la que vivían los súbditos de su
reino, decidió promulgar un código, es decir,
una colección de sentencias en las cuales los
jueces pudieran inspirarse para impartir
justicia.
Este código, que consta de 282 artículos,
grabados en una estela de piedra de 2,25 m
de alto, fue hallado por los arqueólogos
franceses en 1901, y desde entonces se
encuentra expuesto en el Museo del Louvre.

Tres veces de la Biblia


Dice la Biblia que, quinientos años después
de Hammurabi, Moisés también dio al
pueblo de Israel una serie de prescripciones
y leyes. Y entre ellas incluyó la terrible y
brutal Ley del Talión. Tres veces aparece
mandada en la Biblia.
La primera, cuando los israelitas acamparon
frente al monte Sinaí. Allí ordenó: “Se
cobrará vida por vida, ojo por ojo, diente por
diente, mano por mano, pie por pie,
quemadura por quemadura, herida por
herida, moretón por moretón” (Éx 21, 23-25).
Algunos meses más tarde, también en el
monte Sinaí, volvió a ordenar su
cumplimiento diciendo: “El que cause alguna
lesión a su prójimo sufrirá la misma lesión:
fractura por fractura, ojo por ojo, diente por
diente. El que mate a un animal, devolverá
un animal. El que mate a un hombre,
morirá” (Lev 24, 19-21).
La tercera vez que esta ley aparece, es en las
llanuras de Moab años más tarde, cuando los
hebreos están por lanzarse a la conquista de
la tierra prometida. Moisés, a punto de
morir, los reúne y les manda: “Harás pagar
vida por vida, ojo por ojo, diente por diente,
mano por mano, pie por pie” (Deut 19, 21).
Por eso esta ley recibió el nombre de
“Talión”. Porque si uno había hecho “tal”
cosa (= talis, en latín), se le daba “tal”
castigo.

Venganzas desgarradoras
Al leer estos pasajes, muchos cristianos se
sienten escandalizados. ¿Cómo es posible
que la Biblia proponga la Ley del Talión, y
nada menos que tres veces? ¿Cómo Dios,
que inspiró las leyes de Moisés, pudo
sugerirle que incluyera una norma tan cruel?
Para responder a esta cuestión, es necesario
tener en cuenta tres elementos.
Primero: que en el antiguo Oriente existía
una práctica muy extendida, casi que se
había convertido en ley sagrada: la ley de la
venganza. Pero esta costumbre se cumplía de
manera tal, que las venganzas eran siempre
mucho mayores que las ofensas hechas.
Si, por ejemplo, alguien le cortaba un dedo a
otro, sus parientes lo buscaban y se
vengaban cortándole al ofensor un brazo. Y si
uno perdía la pierna, su clan le cortaba al
adversario las dos, o inclusive la cabeza.
En el caso de que una persona diera muerte a
una oveja de su vecino, éste podía llegar a
matar todo el rebaño del otro. Y si se mataba
a un hombre, sus familiares lo reparaban
matando al asesino con su mujer y sus hijos.

A falta de policía
El libro del Génesis ofrece un ejemplo de
estas tremendas venganzas, practicadas en
épocas primitivas. Allí se cuenta que Caín,
luego de matar a su hermano Abel, huye y se
esconde. Entonces una voz, que en el libro
aparece como de Dios, pero que en realidad
sería de la propia tribu de Caín, exclama: “El
que mate a Caín, deberá pagarlo siete veces”
(4, 15).
Pero la muestra más terrible de estas
sangrientas venganzas la tenemos en un
cántico compuesto por Lamec, el hijo de
Caín, que decía: “Yo maté a un hombre, por
una herida que recibí. Y a un joven, por un
moretón que me hizo. Porque si Caín será
vengado siete veces, Lamec lo será setenta y
siete veces” (Gn 4, 23-24).
Tales prácticas pueden resultarnos
demasiado sanguinarias. Pero en una época
en que no existía la policía, ni una autoridad
central que pusiera orden en la sociedad, el
temor a la venganza por parte del enemigo
frenaba y desalentaba los crímenes y los
intentos de violencia.
Ahora bien, si es cierto que el temor a estas
venganzas ponía orden en la sociedad, por
otra parte se cometían innumerables abusos,
y se generaba una espiral de violencia tal,
que con frecuencia culminaba en guerras y
exterminios de tribus y clanes enteros. Un
simple golpe en la mejilla podía
desencadenar una batalla campal.
La misma Biblia nos relata cómo una joven
muchacha llamada Dina, fue raptada y
violada por Siquem. Entonces sus hermanos,
para repararlo, fueron a donde vivía el
violador y lo asesinaron a él, a su padre y a
todos los jóvenes varones de la ciudad (Gn
34, 1-31).

Un gran paso para la


humanidad
Ahora sí se aclara el sentido de la Ley del
Talión. Ante este panorama, su finalidad era
poner freno a tales abusos. En efecto, si a
alguien le sacaban un ojo, para hacer justicia
había que sacarle a su rival sólo un ojo, no
los dos. Y si perdía un diente, debía
resarcirse sacando a su adversario un diente,
no toda la dentadura.
La Ley del Talión, pues, a pesar de su
apariencia cruel, en realidad vino a
establecer un principio de gran misericordia:
que la venganza jamás debe exceder a la
ofensa.
Su propósito original fue el de frenar la
reacción de quienes se sentían ofendidos y
limitar la venganza. Supuso, pues, un avance
sobre la tradicional ley de la venganza
desmedida, propia de las tribus sin
organización judicial. Y se dio un paso
gigantesco para atemperar la violencia
personal y social.
El mismo libro del Deuteronomio, en
sintonía con el espíritu de la Ley del Talión,
prohibirá incluir en los castigos a los
parientes inocentes: “Los padres no morirán
por la culpa de sus hijos, ni los hijos por la de
sus padres. Cada cual pagará por su propio
pecado” (24, 16).

No para todo público


El segundo elemento que hay que tener en
cuenta para entender mejor el sentido de la
Ley del Talión, es que no fue dictada para la
gente particular, sino para los jueces, los
únicos encargados de aplicarla.
Debemos recordar que los jueces de la época
antigua no eran profesionales, ni iban a la
facultad, ni estudiaban de memoria gruesos
libros de Derecho. Muchos de ellos ni
siquiera sabían leer.
Por lo tanto, para impartir justicia
necesitaban fórmulas prácticas, de fácil
memorización y aplicación, es decir,
pequeños “refranes” que les permitieran
resolver el mayor número de casos posible.
La Ley del Talión, pues, no fue promulgada
para que cada ciudadano la aplicara por su
cuenta ante la ofensa de un vecino, ni era
una carta blanca para hacer justicia por
mano propia. Fue dada para los jueces, a fin
de que ellos decidieran en cada caso cómo
debían hacerla cumplir. Es lo que afirma el
libro del Deuteronomio (19, 16-21).
La Ley del Talión no fue pensada para
resolver cuestiones personales, como a veces
la aplicamos nosotros, sino para dirimir
delitos públicos en presencia de un juez.

Sin tomarla tan a pecho


El tercer y último elemento que debemos
considerar, es que la fórmula “ojo por ojo,
diente por diente” nunca fue entendida
literalmente. Se trataba sólo de una manera
de expresar que ningún castigo debía ser
superior a la ofensa recibida. Pero quedaba
librado al criterio del juez el elegir la pena
justa.
Los jueces judíos afirmaban, con razón, que
la aplicación literal de la Ley del Talión podía
mover a injusticias, ya que se corría el riesgo
de privar a alguien de un ojo sano por un ojo
enfermo, o de un diente intacto por un
diente cariado.
Por eso la misma Biblia ya establecía otras
penas compensatorias menos sangrientas.
Por ejemplo: “El que lastime el ojo de su
esclavo y lo deje tuerto, le dará la libertad a
cambio del ojo que le sacó. Y si le hace saltar
un diente, lo dejará libre también” (Éx 21,
26-27).
Y más adelante se establece que si un buey
acornea a una persona y la mata, los jueces
pueden imponerle al dueño del buey
solamente una multa (Éx 21, 28-30).

La nueva ley de Jesús


La Ley del Talión, pues, en su época, fue una
norma sumamente misericordiosa,
compasiva y benigna. Significó un enorme
avance contra las terribles leyes de la
venganza, y su aplicación hizo progresar
enormemente a la humanidad en su camino
hacia la civilización, la convivencia y el
progreso de las relaciones humanas.
Pero cuando vino Jesucristo, decidió
eliminarla. Porque entendió que la venganza,
por más controlada, restringida y justa que
sea, siempre genera nuevos resentimientos.
Y por ello no tiene lugar en la vida cristiana,
ni en el nuevo orden que vino a instaurar el
Señor.
Por eso en el sermón de la montaña, Jesús
enseñó: “Han oído que antes se decía: ojo
por ojo y diente por diente. En cambio yo les
digo: no le contesten al que les hace el mal.
Al contrario, si alguien te da una bofetada en
la mejilla derecha, preséntale también la
otra. Al que te quiera hace un juicio para
quitarte la túnica, déjale también el manto. Y
si alguien te obliga a acompañarlo un
kilómetro, camina dos con él” (Mt 5, 38-41).

Una extraña bofetada


Con estas palabras Jesús propone una nueva
ley, pero ahora de perdón y no venganza.
Para explicar cómo funciona, él mismo da
tres ejemplos sacados de la vida diaria, pero
que no deben tomarse literalmente, pues se
correría el riesgo de interpretar mal su
mensaje.
El primer ejemplo es el de la bofetada. Jesús
aclara que se refiere a la mejilla “derecha”.
¿Por qué?
Supongamos que una persona está parada
frente a otra y quiere darle un golpe en su
mejilla derecha. ¿Cómo lo haría?
Habitualmente uno utiliza la mano derecha.
Por lo tanto hay una sola manera de hacerlo:
con el dorso de esa mano. Ahora bien, según
la Ley rabínica, pegar con el dorso de la
mano era más humillante e insultante que
hacerlo con la palma.
Por lo tanto, lo que quiso enseñar Jesús fue
que aun cuando alguien nos dirija un insulto
grande y vergonzoso, no debemos responder
con otro insulto del mismo tipo. En la vida
no recibimos con frecuencia bofetadas, pero
sí agravios y ofensas a veces desmedidas,
equivalentes a un golpe con el dorso para un
judío. El cristiano es el que ha aprendido a
no experimentar resentimientos ni buscar
venganza alguna.
El verdadero discípulo de Jesús, es el que ha
olvidado lo que significa ser injuriado. Ha
aprendido de su Maestro a no tomarse nada
como un insulto personal.

La túnica y el manto
En el segundo ejemplo, dice que si alguien
nos hace un juicio para quitarnos la túnica
debemos darle también el manto.
Aquí también hay mucho más de lo que
aparece superficialmente. La “túnica” era
una especie de vestido largo, generalmente
hecho de algodón o lino, que se usaba sobre
el cuerpo y llegaba hasta las rodillas. Aun el
hombre más pobre poseía generalmente más
de una túnica para cambiársela
frecuentemente. En cambio el “manto” era
una prenda rectangular, hecha de tela gruesa.
Durante el día se la usaba sobre los hombros
como parte del vestido exterior, y durante la
noche como manto para dormir. Por lo
general se tenía un solo manto.
Ahora bien, la Ley judía establecía que a un
deudor se le podía quitar con un juicio la
túnica. Pero nunca el manto, ya que podía
ser pobre, y tener sólo eso para abrigarse de
noche (Éx 22, 25-26).
Al ordenar Jesús simbólicamente que un
cristiano entregue también el manto, que no
podían quitarle legalmente, quiso decir que
uno no debe vivir pensando
permanentemente en sus derechos, sino en
sus deberes. No debe vivir obsesionado por
sus privilegios, sino por sus
responsabilidades. El verdadero discípulo no
es el que pone “sus derechos” por encima de
todos, cuidando que no se lo “atropelle” en lo
más mínimo. Es el que sabe posponer aún
sus derechos, cuando de esta forma puede
ganar a alguien para el Maestro.

Lo que le pasó al Cireneo


En el tercer ejemplo, Jesús habla de la
“obligación” de acompañar a alguien un
kilómetro. Esta imagen, que a nosotros nos
parece extraña, resultaba familiar en
Palestina en la época de Jesús.
Palestina era un país militarmente ocupado.
Y los ciudadanos de un país ocupado tenían
la obligación de prestar cualquier tipo de
servicio a las tropas de ocupación. Desde
darles alimentos o alojamiento, hasta llevar
mensajes o una carga a algún sitio. En
cualquier momento un judío podía sentir
sobre su hombro el toque de una lanza de un
soldado romano. Y con esto sabía que su
obligación era servir al soldado que lo
llamaba, en todo lo que él necesitara.
Esto fue lo que le ocurrió a Simón de Cirene
un día que venía del campo: fue obligado a
cargar con la cruz de Jesús, que caminaba
hacia el calvario.
Lo que quiso decir Jesús fue que no debemos
cumplir nuestras obligaciones con amargura
y rencor. Si se nos encomienda una tarea que
no es de nuestro agrado, no debemos
asumirla como un deber odioso, rechazando
interiormente a quien nos la pidió. Ya que
prestaremos el servicio, debemos ofrecerlo
con alegría. Y no lo mínimo indispensable,
sino ir más allá, tratando de cumplir con lo
que realmente se nos ha querido pedir.
El que hace una obra de bien pero resentido
y mal dispuesto, no ha comprendido aún lo
que significa la vida cristiana.

Ahora sí, para todos


Estas enseñanzas de Jesús no son ideales ni
teóricas. Son verdaderos mandamientos que
el Señor propone a sus seguidores.
Pero con ellas Jesús no eliminó la Ley del
Talión de la legislación. Ni suprimió los
tribunales de justicia, ni quiso dar un nuevo
Código de Derecho Penal. Estas nuevas
enseñanzas de Jesús se dirigen no ya a los
jueces sino al hombre ofendido, herido,
lesionado, para indicarle cuál debe ser su
comportamiento como verdadero discípulo
suyo.
El Señor no pretendió abolir la legislación de
su tiempo. Sólo introdujo en la sociedad un
nuevo comportamiento humano, a fin de que
los códigos penales vigentes fueran
superados por el comportamiento concreto
de los ciudadanos cristianos.
Resumiendo, podemos decir que por tres
etapas pasó la humanidad. En la época
primitiva, se practicaba la más cruda
venganza. Con la llegada de la Ley del Talión,
se pasó a la era de la justicia. Con la venida
de Jesucristo, se inauguró el tiempo del
perdón.
Hay pocos pasajes del evangelio que
contengan con tanta pureza la esencia de la
ética cristiana, como el que acabamos de
analizar. El mundo espera, aún, verla puesta
en práctica por los discípulos del Maestro.
Para reflexionar
1) ¿Qué progresos trajo a la sociedad de su
época la Ley del Talión? ¿Por qué?
2) ¿Qué superación produjo Jesús en sus
enseñanzas, con respecto a la Ley del
Talión?
3) ¿En qué casos concretos podemos
aplicar nosotros esta enseñanza de Jesús?
Para continuar la lectura
D. Arenhoevel, Así nació la Biblia,
Ediciones Paulinas, Madrid 1980.
¿CÓMO SE DERRUMBARON
LAS MURALLAS DE JERICÓ?

El primer obstáculo
Siempre ha maravillado a los lectores de la
Biblia el relato en el que los israelitas, bajo
las órdenes de Josué, habrían conquistado la
ciudad de Jericó. El hecho (relatado en Josué
6), está situado alrededor del año 1200 a.C.,
época en la que suele situarse la llegada de
los hebreos a Palestina, la Tierra Prometida,
procedentes de Egipto.
Según el relato bíblico, la primera ciudad
enemiga que encontraron fue Jericó, un
centro importante y rico (Jos 6, 24), rodeado
con murallas altas y poderosas (6, 5). En su
interior habitaban los cananeos, pueblo bien
pertrechado, con un rey, con servicios
secretos de inteligencia (Jos 2, 2), y con un
valeroso ejército entrenado para la guerra.
Los israelitas, en cambio, no eran sino una
banda desorganizada de tribus y clanes que
venían huyendo de la esclavitud de Egipto.
Antes de que llegaran, Dios había prometido
entregarles el país entero, de norte a sur y de
este a oeste, en sus manos. Y he aquí que,
apenas llegados, se erguía frente a sus
menguadas fuerzas, como un escollo
infranqueable, la majestuosa y soberbia
Jericó. ¿Cómo podrían conquistar todo el
país, si la primera ciudad les resultaba ya
inconquistable?

El ardid insólito
En ese momento Dios habló a Josué, y le
explicó la estrategia que debía emplear para
vencer a Jericó. Se trataba de un extraño
ritual. Durante siete días marcharían en
círculo, en torno a la ciudad, llevando el Arca
de la Alianza. Los sacerdotes irían tocando
las trompetas, mientras el resto del pueblo
los acompañaría con un solemne silencio.
Darían una vuelta cada día y volverían al
campamento.
“El séptimo día –dice la Biblia– se
levantaron al alba y dieron siete vueltas a la
ciudad del mismo modo. Solamente ese día
dieron siete vueltas a la ciudad” (6, 15).
Luego de la séptima vuelta, Josué dijo al
pueblo: “Lancen el grito de guerra, porque
Yahvé les ha entregado la ciudad” (6, 16). “Al
oír el toque de las trompetas, el pueblo lanzó
estrepitosamente el grito de guerra, y las
murallas de la ciudad se derrumbaron.
Entonces el pueblo asaltó la ciudad, cada uno
de frente a donde estaba, y la tomaron” (6,
20).
Así, mediante esta insólita táctica sugerido
por Dios mismo, el pueblo de Israel
exterminó a todos los habitantes de Jericó,
prendió fuego a la ciudad, y la redujo a un
montón de escombros y restos calcinados.
La batalla de Jericó aparece como un
acontecimiento militar clave para el pueblo
de Israel, ya que le abrió las puertas de la
conquista de Palestina.

¿Milagro o terremoto?
¿Qué es lo que sucedió realmente en la
batalla de Jericó? Durante siglos las
opiniones de los biblistas estuvieron muy
divididas. Iban desde el rotundo “imposible”,
hasta la fe ciega en un milagro de Dios.
Algunos pensaban en un fenómeno natural,
es decir, en un terremoto que justamente
habría ocurrido ese día. Otros afirmaban que
las vueltas dadas alrededor de la ciudad
distrajeron a sus defensores, y el alarido de
guerra y las trompetas los habrían espantado
y perturbado. Otra hipótesis sostenía que la
expresión “muro de la ciudad” es una
metáfora para designar la “guardia de la
ciudad”, y que decir “el muro se derrumbó”
significa que “los soldados quedaron
impotentes” cuando atacaron los israelitas.
Y por supuesto, no faltaban los que lo
entendían como una intervención directa de
Dios, que derribó las murallas de Jericó para
favorecer a los israelitas.

Cuando las palas hablan


Quizá se hubiera seguido discutiendo por
mucho tiempo más la cuestión, si no hubiera
sido por un hallazgo arqueológico que puso
punto final a este debate.
La ciudad de Jericó fue descubierta en 1868,
en una localidad llamada por los árabes Tel
es-Sultán, a 28 km al noreste de Jerusalén,
cerca del Mar Muerto. Pero las primeras
excavaciones se realizaron entre 1908 y 1910
por dos investigadores alemanes, E. Sellin y
C. Watzinger, con resultados muy positivos.
Veinte años más tarde, entre 1930 y 1936,
tuvo lugar la segunda campaña arqueológica,
mediante una expedición inglesa dirigida por
John Garstang, la cual también sacó a la luz
hallazgos de enorme importancia.
Pero los descubrimientos más
extraordinarios los realizó la arqueóloga
Kathleen Kenyon, en la tercera y última
campaña. A lo largo de seis años, entre 1952
y 1958, excavó intensamente toda la zona de
Jericó, hasta no dejar ya prácticamente
ninguna zona estimable sin remover. Gracias
a estas investigaciones, se pudo trazar casi
íntegramente la historia de la ciudad de
Jericó.

La primera ciudad el mundo


La primera sorpresa fue que Jericó
constituye la ciudad más antigua del mundo.
Ello quedó confirmado al hallarse los restos
de una muralla de defensa, construida cerca
del año 8000 a.C., el más antiguo muro
defensivo hasta ahora conocido en la historia
de la humanidad. La colosal muralla de
piedra, levantada para defenderla de las
incursiones de los nómades, medía 2 m de
ancho, y tenía adosada una torre de 9 m de
altura y 8 m de diámetro. Todavía hoy
pueden verse en el lugar los 22 escalones que
bajaban desde la torre al interior de la
ciudad.
En ese entonces Jericó se alzaba sobre un
fértil oasis, de abundantes palmeras y
dátiles, con copiosas surgentes de agua, que
lo convertían en un verdadero paraíso
rodeado por el tórrido desierto de Judá.
Se pudo averiguar, además, que los
habitantes enterraban a sus muertos debajo
del piso de sus propias casas. Uno de los
hallazgos más curiosos fue, justamente, el de
numerosos cráneos humanos, recubiertos
con arcilla, como si quisieran reproducir
nuevamente la piel que una vez tuvieron.
Esta ciudad fue destruida por la guerra, y
abandonada hacia el año 7200 a.C. Pero aquí
los arqueólogos realizaron un segundo
descubrimiento: en realidad no hubo una
sino muchas Jericó, puesto que a lo largo de
su historia la ciudad había sido destruida y
vuelta a construir numerosas veces. Los
excavadores hallaron restos nada menos que
de diecisiete Jericó, a las cuales pudieron
estudiar y analizar.
Las sucesivas destrucciones y
reconstrucciones de la ciudad, muestran la
importancia que tenía en la antigüedad ese
estratégico oasis, y las apetencias que
despertaba la fertilidad de la región.

Las ciudades que siguieron


La segunda Jericó fue erigida en el mismo
sitio hacia el año 7000 a.C. Esta vez una
nueva población, con tradiciones totalmente
distintas, llegó y se asentó en el oasis. La
forma de edificar sus casas, el tipo de
instrumentos que utilizaban, la manera de
enterrar a sus muertos, muestra que se
trataba de gente más rudimentaria que la
precedente. También esta ciudad fue
arrasada años más tarde, y dejó de existir.
Alrededor del año 4000 a.C. volvió a
levantarse. Con el correr de los siglos, la zona
se vio envuelta en grandes catástrofes. Las
sucesivas guerras, invasiones y conflictos
que vivió, hicieron que las fortificaciones de
la ciudad se voltearan y se volvieran a
edificar varias veces.
En las excavaciones, los arqueólogos
desenterraron huellas de incendios,
habitaciones destruidas, huesos humanos
quemados, que muestran a las claras lo
convulsionado de la historia de Jericó.
Durante todos esos siglos aquella ciudad fue
tomada, saqueada, destruida y abandonada
en numerosas oportunidades. Y, con
obstinada constancia, volvía a ser edificada y
habitada. Así ocurrió en el año 3000, el
2000, el 1900 y el 1700 a.C.
Hasta que finalmente una nueva invasión
sufrida hacia el 1550 a.C., le dio el golpe
fatal. Después de este desastre la orgullosa
ciudad no volvió a alzarse más hasta la época
de Josué. La última Jericó, pues, que los
arqueólogos encontraron fue la del año 1550
a.C.

Lo que dice la historia


Y aquí viene lo fantástico y enigmático de
toda esta historia. Si Jericó no volvió a
edificarse después de la devastación del
1550, quiere decir que cuando
supuestamente llegó Josué con los israelitas
a la Tierra Prometida, alrededor del año
1200, hacía 350 años que Jericó había dejado
de existir.
Por más que los arqueólogos cavaron,
exploraron y rastrearon las ruinas que aún se
conservan en Tel es-Sultán, fue imposible
hallar los restos de una Jericó del año 1200.
Es indudable que en el tiempo en que ubica
la llegada de Josué, tanto la ciudad como sus
murallas y construcciones hacía casi cuatro
siglos que habían desaparecido.
¿Tendremos entonces que concluir,
decepcionados, que la toma de Jericó carece
de todo fundamento histórico?
Hay otra posible explicación. Algunos
historiadores creen que en los orígenes del
pueblo de Israel, si bien la ciudad ya no
existía, algunas bandas de población
autóctona ocupaban de nuevo las ruinas de
aquel sitio, convertido entonces en una
ciudad fantasma. Estos míseros pobladores,
habitantes de ruinas, tuvieron quizá cierto
tipo de enfrentamiento con los israelitas, que
no pasaría de algunas escaramuzas, y los
israelitas terminaron imponiéndose. Esta
pequeña victoria quedó para siempre grabada
en la tradición israelita.
Lo que dice la fe
Siglos más tarde, los israelitas empezaron a
poner por escrito los relatos de la supuesta
conquista de la Tierra Prometida. Ahora bien,
si al llegar ellos a Palestina se hubieran
topado con la ciudad amurallada,
pertrechada y fuertemente defendida, les
hubiera resultado imposible tomarla.
En cambio, cuando arribaron al lugar, la
encontraron en ruinas, sin murallas, y con
una débil y miserable población. Y se
preguntaron: ¿quién nos derribó la ciudad?
¿Quién nos demolió sus murallas para que la
pudiéramos tomar? Indudablemente todo
había sido obra de Yahvé. Él era el verdadero
conquistador. ¿Y gracias a qué, Yahvé venía
por delante de ellos abriéndoles el camino y
allanándoles las dificultades? Gracias a las
oraciones y los rezos de sus liturgias.
Entonces, a la hora de escribir aquel
episodio, lo contaron de la única manera que
sabían hacerlo. No como historiadores
profesionales, sino como hombres de fe. Fue
así como nació el relato que quedó
inmortalizado en el capítulo 6 de Josué.

La mejor manera de decirlo


Si ahora la analizamos, veremos que
efectivamente la batalla de Jericó está
contada como si fuera una celebración
litúrgica.
En primer lugar, no son ni el ejército ni los
guerreros quienes tienen el papel principal y
decisivo en el combate, sino los sacerdotes.
Tampoco se emplean armas de guerra en la
lucha, sino las trompetas, que eran el
principal instrumento musical de alabanza a
Dios y de oración en todas las fiestas
religiosas (Núm 10, 10).
A la batalla no lo dirige ningún general, sino
el Arca de la Alianza, que desfilaba entre
ellos con su misteriosa presencia. Los
soldados israelitas, más que a un asedio de
combate asisten a una procesión, guardando
el respetuoso silencio propio de la plegaria. Y
el grito de guerra que lanzan el último día,
era el “clamor” que los israelitas solían
lanzar en sus fiestas religiosas (2Sam 6, 15;
Lev 25, 9; Núm 29, 1).
Finalmente vemos que el relato está contado
simbólicamente, por el abundante uso del
número 7 (7 días dura la procesión, 7
sacerdotes llevan 7 trompetas, el 7º día dan 7
vueltas), número muy usado en la Biblia, que
significa “perfección”. Es decir, que se trató
de una estratagema perfecta la que el pueblo
de Israel aplicó para ganar la batalla.

La verdad de la fe
Todos estos elementos nos indican que, si
bien pudo existir una “batalla de Jericó” real,
como dijimos antes, la Biblia nos cuenta
cómo la interpretaron ellos, es decir, lo que
su fe les enseñaba. Y quizá se les vino la idea
de relatarla así, inspirados en la procesión
que todos los años realizaban, desde el
santuario vecino de Guilgal, alrededor de las
ruinas para conmemorar la conquista.
A los israelitas nunca se les hubiera ocurrido
escribir una crónica objetiva y fría de la
batalla de Jericó, al moderno estilo de
nuestros historiadores. No les hubiera
servido de nada. Ellos escribían para que sus
relatos fueran leídos en el templo, en sus
reuniones y grupos de oración. Y narrar,
escueta y sobriamente, que sus antepasados
al llegar a la Tierra Prometida sostuvieron
una tibia refriega con quienes en ese
momento habitaban las ruinas de Jericó,
además de dejar de lado la visión de la fe, no
habría ayudado a sostener ni alimentar la
creencia en Dios, de los fieles.
En cambio el relato de la procesión alrededor
de la ciudad, el clamor del pueblo, el
emocionante sonido de las trompetas, y las
murallas derrumbándose, sí que enardecía a
los lectores, excitaba y reavivaba la fe de
cuantos lo escuchaban, y acrecentaba la
confianza en Yahvé.
Y por otra parte el escritor sagrado estaba
diciendo la verdad: fue Dios quien había
demolido para ellos las murallas de Jericó
(eso sí, varios siglos antes) en atención a sus
oraciones.

La nueva Jericó
¿Cayeron, pues, las murallas de Jericó?
Alguna vez, por supuesto que sí. Pero el
relato bíblico no pretende decirnos que
cayeron de una manera angelical e ingenua, y
que basta tocar trompetas para vencer los
obstáculos de la vida. No. Así lo contaron los
israelitas, porque en aquel tiempo era el
modo más comprometido que tenían de
hacerlo. Pero saber que se trata de un
lenguaje simbólico y de fe nos permite
abandonar posturas simplistas y utópicas, y
reinterpretar de un modo más acertado su
mensaje.
Al igual que la antigua Jericó, también hoy
existe un mundo del mal encerrado tras sus
firmes fortificaciones: las injusticias sociales,
la mentira, la corrupción, el desprecio por los
más débiles, el hambre. Y esas estructuras
levantadas, cual poderosas murallas,
impiden que los hombres entren en la
salvación, es decir, en un nuevo tipo de
sociedad donde la dignidad de todos sea
respetada, y donde todos tengan derecho a la
educación, al trabajo, y a vivir en paz, que
constituye la nueva Tierra Prometida.
Hoy hacen falta, pues, trompetas válidas para
vencer esta fortaleza injusta y perversa: las
trompetas de la solidaridad, del servicio, de
la fraternidad, del testimonio de vida.
Pero las trompetas solas no bastan. Josué
ordenó un grito de guerra al unísono. La
condición esencial para que la Iglesia venza y
debilite las estructuras injustas es su unidad,
su unión.
La Iglesia sabe que la batalla de Jericó es
eterna, y que se prolonga a través de los
siglos. Por eso el sonido de las trompetas
prolongado durante siete días nos muestra
que con el servicio constante del anuncio del
evangelio, el testimonio de vida, y sobre todo
la unidad de la Iglesia, puede ser destruida la
soberbia Jericó, parapetada tras sus torres de
egoísmo, de pecados sociales y de
corrupción.
El día que la Iglesia grite con su ejemplo de
vida y su unidad, todo lo que sea enemigo del
hombre quedará convertido en escombros.
Para reflexionar
1) Según la Biblia, ¿cómo cayó la ciudad de
Jericó? Y según la arqueología, ¿cómo fue
que la habría conquistado el pueblo de
Israel?
2) ¿Por qué los escritores sagrados
cuentan de una manera especial el relato
de la conquista de Jericó?
3) En nuestra sociedad actual, ¿qué
características tiene la ciudad del mal que
vemos, y que nos impide alcanzar un país
mejor, prometido por Dios?
Para continuar la lectura
W. HinkerK. Speidel, Si la Biblia tuviera
razón..., Editorial Studium, Madrid 1972.
¿DIOS ORDENÓ A OSEAS
CASARSE CON UNA
PROSTITUTA?

Un curioso pedido
El profeta más extraño que jamás haya
existido en Israel es, sin duda, Oseas. Pocos
conocen su historia, pero ella está allí, en la
Biblia, como curioso testimonio de lo que
puede pasarle a alguien cautivado por Dios. Y
hasta el día de hoy sigue asombrando a
cuantos, desprevenidamente, se acercan a
leer las Sagradas Escrituras.
Oseas era un joven israelita, nacido en una
ciudad norteña del país a comienzos del siglo
VIII antes de Cristo. Aunque no sabemos su
profesión, la riqueza de sus sermones nos
permite imaginar que era un hombre culto.
Cierto día, alrededor del año 745 a.C., Dios le
dio una misteriosa orden: “Anda, toma para
ti una mujer prostituta y ten hijos de
prostitución” (Os 1, 2).
Aun en épocas tan liberales y permisivas
como la nuestra, resultan embarazosas tales
palabras en boca de Dios.

Otro pedido más


Obedeciendo la voz del Señor, el joven fue y
se casó con Gómer, la hija de Dibláyim, de
quien terminó enamorándose. Tres hijos
nacieron de este matrimonio, dos varones y
una mujer. Al mayor lo llamó Yizreel; a la
segunda, Lorujamá; y al tercero, Loammí (1,
3-9).
Como era previsible, Gómer no abandonó del
todo sus hábitos anteriores. Y Oseas
comenzó un silencioso calvario, al ver a su
mujer escaparse a hurtadillas por las noches
para verse con sus antiguos amantes. Pero
un día no soportó más, y luego de un juicio
de divorcio la expulsó de la casa (2, 4-10).
Si seguimos leyendo el libro, el capítulo 3
nos depara una nueva sorpresa. Dios vuelve
a hablar a Oseas: “Vete otra vez, ama a una
mujer amada de un amigo y adúltera” (3, 1).
Esto ya resulta increíble. ¡Cómo Dios puede
pedir semejante cosa! Pero ante la nueva
orden, Oseas va en busca de una mujer, la
compra a su marido por quince monedas de
plata y la lleva a su casa.

¿Puede ser cierto?


El matrimonio de Oseas ha sido motivo de
interminables discusiones entre los biblistas,
y para solucionar el enigma que plantea se
han llegado a proponer casi todas las
hipótesis posibles.
Para muchos, se trata de una historia
verídica, es decir, realmente Dios le habría
ordenado a Oseas casarse con una prostituta
y tener hijos con ella. La razón se debería a
que, al ser la mujer de Oseas una meretriz,
seguiría frecuentando noche tras noche a
otros hombres y así Oseas en su dolor de
esposo engañado descubriría lo que Dios
estaba sintiendo cuando el pueblo se iba
detrás de otros dioses y lo abandonaba a él
(Os 1, 2).
Pero tal suposición resulta poco feliz. Ya san
Jerónimo en el siglo IV comentaba: “¿Quién
no se escandalizará al ver que a Oseas, el
primer profeta, se le ordena tomar como
mujer a una ramera, y él no se resiste? Ni
siquiera simula no querer, para dar la
impresión de que ejecuta de mala gana una
acción obscena. Al contrario, cumple la orden
gozosamente, como si lo estuviera deseando.
Al oír el mandato, Oseas no arruga la frente,
no expresa su pena poniéndose pálido, no
muestra su vergüenza enrojeciendo, sino que
marcha al prostíbulo a buscarla y presto
conduce a la ramera al lecho”.

Los detalles la delatan


Por eso san Jerónimo, junto a muchos otros
comentaristas, prefirieron sostener que el
matrimonio de Oseas no fue real sino una
ficción literaria, una historia inventada por
algún discípulo del profeta, para dejar una
enseñanza a los lectores.
Sin embargo esta postura tampoco convence.
Los estudiosos han notado, por ejemplo, que
en la narración no sólo se menciona el
nombre de la mujer, sino también el de su
padre Dibláyim, recurso utilizado en aquella
época justamente para ubicar mejor a un
personaje real. Además, se dan demasiados
detalles concretos (como el número de hijos,
sus nombres, el dato de que era una única
mujer entre dos varones) para ser un relato
meramente simbólico. Finalmente, sería
ridículo que el libro presentara a Oseas como
víctima de un adulterio, cuando vivía feliz
con su familia.
No puede ser, pues, una historia inventada.
Predicando con la vida
Hay que admitir, entonces, que la tragedia
familiar de Oseas es cierta.
Pero ¿cómo evitar el escándalo de un Dios
incitando a tan libidinosa obra? Esto es
posible si suponemos que la acción sucedió
al revés. Es decir, no fue para experimentar
la infidelidad del pueblo hacia Dios, que
Oseas vivió una desgracia familiar; sino que
al vivir una desgracia familiar, experimentó
la infidelidad del pueblo hacia Dios.
Esta hipótesis coincidiría con la mentalidad
de los antiguos profetas de Israel, que solían
predicar a partir de sus experiencias
personales. Por lo tanto, siguiendo los
detalles del libro podemos intentar
reconstruir lo sucedido con la boda de Oseas.
Gómer era una muchacha común, que se
casó con Oseas cuando éste aún no era
profeta. Él sentía un profundo amor por ella,
y los primeros años de matrimonio fueron
felices. Incluso al momento de nacer el
primer hijo no hay señales de ninguna
desavenencia en la pareja (le ponen el
nombre de Yizreel, que significa “Dios
siembra”, es decir, de buen augurio).
Pero cierto día ella le fue infiel a su marido.
Y aquí comenzó el drama. Al nacer la
segunda hija él descubrió la infidelidad, y su
corazón se hizo añicos (el nombre de la niña,
Lorujamá, significa “No hay compasión”). El
tercer hijo que engendra Gómer ya no es
reconocido por Oseas (por eso su nombre,
Loammí, quiere decir “No es mi pueblo”). Es
entonces cuando él decide echarla de la casa
y abandonarla.

El misterio de la segunda
mujer
Pasa el tiempo y Oseas no puede olvidar a la
hija de Dibláyim. La ama inmensamente y no
puede vivir sin ella. Para dejar de quererla y
apartarla de su recuerdo la agrede
llamándola “prostituta” (2, 7), pero
comprende que su agresión brota más bien
del amor que siente que del desprecio.
Intenta vengarse, entonces, reclamándole
que le entregue los regalos que le hizo,
humillándola en público (2, 11-12), pero nada
logra.
Hasta que, viendo lo inútil de todo esto,
decide conquistarla nuevamente, perdonarla
y traerla de regreso a casa, aun cuando ella
no le pidiera disculpas (2, 16-17).
Eso pensaba, cuando se da con que ella vive
ya con otro hombre, un amigo de él. El
perdón entonces se vuelve imposible. La Ley
de Moisés lo prohibía. Según el
Deuteronomio: “Si uno se casa con una
mujer y luego no le gusta por algún motivo, y
le escribe un acta de divorcio y se la entrega,
y ella se va de la casa y se casa con otro,
entonces el primer marido no podrá casarse
otra vez con ella pues está contaminada” (24,
1-4).
La única solución que le quedaba al pobre
Oseas era infringir la Ley. Y tanto era su
amor, que no duda un instante en hacerlo.
Paga al hombre que vivía con ella un rescate
(una especie de dote, como indemnización
por los gastos de ella, práctica habitual en
esa época) y la regresa a su casa. Es la
“segunda mujer” que aparecía en el relato.

¿Dios puede amar?


Aún no repuesto del doloroso momento
vivido, un día se le iluminó la mente a Oseas.
Y en lo hondo de su amor dolorido, descubrió
reflejado otro amor más elevado y sublime,
como en lo profundo de un pozo se refleja lo
más alto del cielo. Era el amor de Dios por su
pueblo.
También Dios amaba a su pueblo. Y como un
marido engañado, también sufría cuando
éste se iba tras los dioses cananeos.
Recordó Oseas sus días de angustia, cuando
ignoraba si los hijos de Gómer eran suyos o
de otro hombre. E imaginó la angustia de
Yahvé, al no saber si el pueblo de Israel era
su pueblo, o si tenía ya otro dios.
Recordó también cómo castigó y abandonó a
Gómer por su infidelidad. Pero cómo decidió
luego perdonarla aun sin que ella se
disculpara, incluso pasando por encima de la
Ley. Y pensó Oseas: si yo amo así a una
mujer, ¿Dios no sería capaz de amar así a los
hombres? Aunque el pueblo merezca ser
abandonado por Dios por su infidelidad, ¿no
podría Dios volver a admitirlo como pueblo,
y amarlo de nuevo, cómo él hizo con Gómer?
¡Claro que sí! Fue el descubrimiento
revolucionario de Oseas.

Nace un predicador
A partir de ese momento Oseas salió a
predicar las nuevas ideas que había
descubierto. Y durante veinte años se
convirtió en el profeta del amor de Dios.
Visitó las ciudades israelitas más
importantes, se presentó ante el palacio del
rey, concurrió a los templos, y llenó las
plazas y el mercado con su mensaje.
Denunciaba el pecado del pueblo, que se iba
tras otros dioses, y el castigo que se merecía.
Pero también anunciaba algo nuevo para la
época: que Dios amaba a su pueblo y estaba
dispuesto a perdonarlo.
El hecho de que Oseas descubriera la
vocación de profeta a raíz de su conflicto
matrimonial, explica el vocabulario tan
especial que usará toda su vida. En efecto, a
Dios lo llama “el marido” (2, 18); al pueblo
de Israel, “esposa” (2, 4); a la alianza hecha
en el monte Sinaí, “matrimonio” (2, 21); a los
otros dioses, “amantes” (2, 7); al abandono a
Dios, “adulterio” y “prostitución” (2, 4); y
describe la época de los primeros tiempos
como “un noviazgo” (2, 16-17).
Era cosa de Dios
Pasaron los años. Cerca ya de su ancianidad,
y no queriendo que se perdiera el recuerdo
de cuanto había predicado, Oseas decidió
recoger todas sus experiencias en un libro.
Y meditando sobre su historia pasada hizo
un segundo descubrimiento. En su
mentalidad primitiva (propia del Antiguo
Testamento) pensó que lo que había vivido
no había sido por casualidad. Todo era
voluntad de Dios, que lo había hecho pasar
por tales penurias para que él descubriera el
amor divino por los hombres.
Entonces proyectó hacia el pasado, hacia el
primer momento de su boda, las palabras de
Dios que en realidad había escuchado mucho
más tarde. Y comenzó su libro diciendo:
“Dios le dijo a Oseas: Anda, toma para ti una
mujer prostituta y ten hijos de prostitución,
porque la tierra se está prostituyendo
totalmente apartándose de Yahvé” (Os 1, 2).
La revolución del amor
Muerto Oseas, su prédica causó un impacto
tremendo. Nunca nadie había afirmado
antes, que Dios fuera capaz de “amar” al
hombre.
Hasta ese momento Yahvé era conocido sólo
como un Dios de justicia, que castigaba al
pecador y recompensaba a los buenos. Y
según todos los predicadores anteriores a
Oseas, Dios retribuía a los buenos con sus
bienes y sus favores. Pero nada más. De ahí a
“amarlos” había una gran diferencia.
Afirmar ahora que ese Dios justiciero,
estricto y severo, era también capaz de amar
al hombre, implicaba una revolución. A nadie
se le había ocurrido hasta el siglo VIII a.C.
Y había una explicación. El verbo “amar” en
hebreo (= ahab) tenía demasiadas
resonancias sexuales, para poder aplicárselo
a Dios en relación al hombre.
Por eso cuando Oseas, aquel oscuro marido
que meditando en la soledad de su drama
intuyó que Dios era capaz de amar al
hombre, salió a predicarlo, produjo una
conmoción impresionante. La teología dio un
salto hacia adelante, y progresó
enormemente el conocimiento de Dios. Ya
nada sería lo mismo a partir de entonces.

Más allá de lo pensado


El tema del “amor de Dios” hizo carrera con
un éxito arrollador. Y tuvo tal aceptación,
que los profetas que vinieron después,
cautivados por esta idea, no pudieron dejar
de utilizarla.
Uno de ellos es Jeremías, quien años más
tarde predicaba en nombre de Yahvé a la
gente: “De ti recuerdo tu cariño juvenil, el
amor de tu noviazgo, cuando me seguías por
el desierto, por una tierra no sembrada (2, 2),
y “Yo te amé con un amor eterno, por eso te
atraje con fidelidad” (31, 3).
También Ezequiel puso en labios de Dios:
“Yo pasé junto a ti y te vi; era tu tiempo, el
tiempo de los amores; me comprometí con
juramento, hice alianza contigo y tú fuiste
mía” (16, 8).
Otro profeta anónimo, al que se le da el
nombre de Segundo Isaías, exclamaba: “Eres
precioso a mis ojos, me eres querido, y yo te
amo” (Is 43, 4); “en un momento de enojo
me aparté de ti, pero con amor eterno te
quiero” (Is 54, 8). Y el Tercer Isaías: “Como
se casa un muchacho con una chica, se
casará contigo tu Creador; y el gozo que
siente el esposo por su esposa, sentirá Dios
por ti” (62, 5).

Las intimidades de Dios


Cuando vino Jesús, habló del amor de Dios
por los hombres de todas las maneras
posibles. Y dio un nuevo paso en el progreso
de esta idea, al ponerse él mismo, en lugar de
Dios, como el esposo de la humanidad.
Mateo trae una parábola según la cual, en el
fin del mundo Jesús vendrá a buscar a los
hombres como un novio sale a buscar a su
novia el día del casamiento (25, 1-3). Y
Marcos presenta a Jesús como “el novio” de
los creyentes (2, 19).
Pero la cumbre del discurso bíblico sobre el
amor de Dios se encuentra en la teología de
san Juan. Este evangelista llegó a escribir:
“Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su
Hijo único para que todo el que cree en él no
muera, sino que tenga vida eterna” (3, 16).
Aún faltaba algo. Decirnos que la esencia
misma de Dios, su vida íntima, su ser
interior, consiste en el Amor. Y este paso lo
dio la 1ª carta de Juan con una frase
contundente: “Dios es Amor. El que ama,
permanece en Dios y Dios en él” (4, 16).
De esa forma, el largo camino iniciado con
Oseas llegó a su fin. Desde el Dios vengador
del Antiguo Testamento, que no dejaba pasar
un solo pecado al pueblo, hasta el Dios Amor
del Nuevo Testamento, la imagen divina se
había transformado profundamente. Dios
había mostrado al fin su verdadero rostro.

Qué hacer con los problemas


El joven Oseas había sufrido una tragedia
familiar. Y en medio de su dolor, Dios le
habló y le hizo ver que podía hacer algo más
que amargarse o abatirse. Le mostró que de
todas las situaciones de la vida, por más
angustiosas que sean, es posible sacar una
enseñanza.
En la vida de todo hombre se presentan
situaciones amargas. Hoy ya sabemos que
Dios no las “manda” (como pensaba Oseas, o
el pobre Job en el Antiguo Testamento), ni
son “pruebas” divinas. Simplemente pasan
porque la vida nos somete constantemente a
duros golpes.
Pero si uno afronta esa angustia con fe, si
descubre a Dios presente en su sufrimiento,
y se aferra a él con alma y vida, lejos de
hundirse su problema puede convertirse en
una fuente de enseñanza, de riqueza y de
maduración, a la que tal vez no habría
llegado si no hubiera tenido ese dolor.
Como Oseas, que conoció el verdadero amor
cuando la hija de Dibláyim le ocasionó el
dolor más grande de su vida.
Para reflexionar
1) ¿Cómo relata el libro de Oseas los
detalles matrimoniales del profeta?
2) ¿Qué argumentos hay para decir que no
puede ser una simple historia inventada?
3) ¿Qué sucedió realmente en la vida
matrimonial de este profeta?
4) Pensemos en algunas situaciones
dolorosas por las que hayamos atravesado
en nuestra vida. ¿Qué enseñanza podemos
descubrir y sacar de ella, desde nuestra fe
en Dios?
Para continuar la lectura
J. L. Sicre, Profetismo en Isrel, Editorial
Verbo Divino, Estella 1992.
¿CÓMO HIZO ISAÍAS
PARA VIVIR 300 AÑOS?

La forma en que nadie lee


El libro más largo de toda la Biblia es el del
profeta Isaías. Tiene 66 capítulos y 1.289
versículos.
Muy pocas personas deben de haberlo leído
de un solo tirón. Quizá ninguna. Es que su
lenguaje difícil, su estilo poético y la
densidad de sus profecías obligan más bien a
una lectura pausada.
Pero supongamos que alguien quisiera leerlo
de corrido. Se llevaría varias sorpresas. En
primer lugar, el libro comienza di​ciendo que
Isaías vivió y predicó durante el gobierno de
cuatro reyes de Judá: Ozias, Jotam, Ajaz y
Ezequías. Por lo tanto, entre los años 767 y
698 a.C. aproximadamente. Y, en efecto, a
medida que vaya pasando las páginas, el
lector encontrará profecías de esta época.
Verá a Isaías hablar con los mencionados
reyes (Ozias, Ajaz, Ezequías). Hallará
también otros personajes de ese tiempo
(como Pecaj, rey de Samaria; Resin, rey de
Damasco, Sargón, rey de Asiria). Verá
descrita la situación histórica del siglo VIII
a.C. (un país dividido en dos, con el reino de
Israel al norte, y el reino de Judá al sur,
donde vive Isaías). Ubicará los graves
problemas políticos de entonces (como las
invasiones militares de Asiria).

Una historia con saltos


Pero al llegar al capítulo 40, el lector quedará
estupefacto. Si conoce algo de historia, se
verá sumergido de pronto en un mun​do
distinto. Isaías ya no está más en Jerusalén,
sino predicando en Babilonia, y ¡doscientos
años más tarde! Los acontecimientos que se
mencionan ya no son los del siglo VIII, sino
los del siglo VI. Dos veces aparece Ciro, rey
de Persia que vivió en el año 550 a.C. (Is 44,
28; 45, 1). Encontrará que el pueblo judío
tampoco está en Jerusalén como antes, sino
cautivo en Babilonia desde el año 587 a.C, y
que el profeta lo exhorta para salir de la
esclavitud y retornar a Jerusalén (Is 48, 20;
52, 11). El Templo y la ciudad de Jerusalén
están destruidos, el rey ya no existe, y se ve a
la gente sumida en el desánimo y la tristeza
(49, 14).
Cuando el lector llegue al capítulo 56. se
sorprenderá nuevamente: Isaías se halla otra
vez en Jerusalén, cerca del año 500 a.C. Los
judíos han regresado del exilio babilónico, se
ha reconstruido ya el Templo, y se está
reedificando la ciudad.

Ciclotimia teológica
Si nuestro hipotético lector conociera un
poco de lenguas antiguas, advertiría también
diferencias en el hebreo en que fue escrito el
libro.
Los capítulos 1 al 39, por ejemplo, están
redactados en forma solemne, concisa,
mesurada. Pero desde el capítulo 40 Isaías
adopta un estilo más retórico, apasionado,
afectuoso, con repeticiones constantes y
enumeraciones detallistas que antes no
empleaba. Y en el capítulo 56 Isaías vuelve a
cambiar de estilo: decae su nivel poético y su
retórica se torna menos elevada.
Además de estas anomalías históricas y
literarias, podemos advertir en el libro un
tercer grupo de irregularidades: las ideas
teológicas.
En los capítulos 1 al 39, por ejemplo, aunque
Isaías presenta a Yahvé como el Dios de
Israel, enseña que sí existen otros dioses
entre los pueblos vecinos. El profeta espera
la llegada de un Mesías glorioso
descendiente de David, que salvará al pueblo.
Nunca habla de Dios como creador, y su
concepción de la historia está muy poco
desarrollada.
En el capítulo 40, como pasó en las dos veces
anteriores, las enseñanzas de Isaías cambian
abruptamente. Ahora el único Dios que
existe en todo el mundo es Yahvé; los otros
dioses no son nada
(41, 21-24; 44, 6-8). Por primera vez sostiene
que Dios es “creador” del mundo (40, 28; 44,
24; 45, 12). Y que Dios es “re​dentor” de Israel
por haberlo sacado de la esclavitud de Egipto
(41, 14; 43, 14; 44, 6).
En el capítulo 56, Isaías vuelve a cambiar su
teología. Ahora sólo le interesan los detalles
del culto, de la liturgia y del Templo. Ya no
piensa más en el Mesías. Y los principales
personajes de sus sermones son los
sacerdotes de Jerusalén, a quienes antes
ig​noraba.

Tres soluciones fáciles


¿Cómo pudo vivir Isaías 300 años para
relatar todo esto? ¿Cómo se explican tantos
cambios literarios, y las variaciones de las
ideas?
Durante siglos, la solución que se encontró
fue que Isaías ha​bía vivido una vida normal
(de 60 ó 70 años) pero que había dejado
profecías escritas para 300 años más tarde,
bajo la inspiración de Dios. En cuanto a las
diferencias lingüísticas, se decía que podía
haber dominado todos los géneros literarios,
y escribir en todos los estilos posibles. Y las
ideas teológicas distintas se ex​plicaban
imaginando que Dios se las había revelado
en etapas diferentes de su vida.
Por supuesto, semejante explicación no
podía convencer a todos, y la exactitud de las
profecías futuristas de Isaías se había
convertido en un verdadero enigma.

Isaías Júnior
Hasta que en 1788, Johann C. Doderlein,
biblista alemán, pro​dujo una revolución en
los estudios de Isaías, al publicar un libro
demostrando que sólo los capítulos 1 al 39
son realmente del profeta Isaías. Los c. 40 al
66, decía, fueron compuestos siglos más
tarde por un poeta anónimo que vivió en
tiempos del exilio de Babilonia, alrededor del
540 a.C., que algún compilador los aña​dió
mucho después como si fueran realmente de
Isaías.
Doderlein dio a este profeta anónimo el
nombre de “Segundo Isaías” o
“Deuteroisaías” (del griego “déuteros” =
segundo).
Un siglo más tarde, en 1892, otro erudito
alemán llamado Bernard Duhm descubrió
que los capítulos 56 al 66 pertenecen a un
tercer profeta, distinto de los otros dos, que
habría vivido y predicado décadas más tarde,
cuando el pueblo judío había regre​sado ya
del exilio babilónico. Y lo llamó el
“Tritoisaías” (del grie​go “trítos” = tercero).

Tampoco por decreto


Estos nuevos hallazgos causaron enorme
revuelo entre los biblistas y estudiosos
tradicionales, y los rechazaron, porque
con​sideraban una “herejía” quitarle al gran
Isaías la paternidad de buena parte de su
libro, rompiendo así una tradición de casi
2500 años.
La discusión entre los defensores de las
nuevas enseñanzas y los conservadores fue
muy dura, y alcanzó ribetes tan violentos que
debió intervenir oficialmente la Iglesia
Católica a través de la Pontificia Comisión
Bíblica, para intentar poner fin a la
encen​dida polémica. Y el 28 de junio de
1908, mediante un tajante de​creto, tomó
partido por la corriente conservadora,
afirmando que Isaías había escrito de su
propia mano los 66 capítulos de su libro.
El decreto sostenía que la argumentación
moderna no tenía poder suficiente para
contrapesar una tradición tan secular, y
afir​maba expresamente que Isaías bien podía
haber conocido con si​glos de anticipación el
destierro de Babilonia, y otros eventos
mencionados en su libro.
Pero el decreto de la Comisión Bíblica no
logró acallar el aca​lorado debate.

Sin negar al vidente


Con el tiempo los estudios se fueron
profundizando, las pasio​nes se serenaron, y
las mentes empezaron a aclararse. Se
entendió al fin que, sin negar que un hombre
iluminado por Dios pudiera trasladarse al
futuro y ver los acontecimientos, los datos
literarios e históricos del libro de Isaías
aconsejaban más bien pensar en la existencia
de más de un autor escondido entre sus
páginas. Y así, la resistencia a los nuevos
conocimientos cedió finalmente. Hoy, casi
todos los autores aceptan las tres divisiones
del libro de Isaías.
Una sola variante se produjo en los últimos
tiempos. En lugar de la hipótesis del
Tritoisaías, de B. Duhm, se sostiene más
bien, siguiendo una propuesta del biblista J.
Cheyne en 1895, que los capítulos 56 al 66
pertenecen no a uno sino a varios autores
distintos, cuya predicación estaría aquí
recogida y compilada.
En conclusión, los c. 1 al 39 del libro de
Isaías pertenecen realmente al profeta
histórico. Los c. 40 al 55 son de un escritor
posterior, del siglo VI a.C., al que hoy
llamamos Deuteroisaías. Y los c. 56 al 66
serían una recopilación de varias profecías
pronun​ciadas por diferentes autores en los
siglos VI y V a.C.

El serafín del carbón


¿Quién fue Isaías, este grandioso predicador
cuya fama atrajo a tantos profetas anónimos
a encubrirse tras su nombre?
Era oriundo de Jerusalén, donde había
nacido alrededor del año 760 a.C. Al cumplir
los 20 años, mientras rezaba un día en el
Templo, tuvo una experiencia
estremecedora: la tierra comenzó a temblar,
el Templo se llenó de humo, y se le apareció
Dios senta​do en su trono, soberbio y
majestuoso, rodeado de serafines que lo
cubrían de cantos y alabanzas.
Isaías quedó sobrecogido. ¡Había visto a
Dios, él, que era un hombre pecador! ¡Podía
morir! Pero uno de los serafines llegó
volando con un carbón encendido y le tocó
los labios diciendo: “Se ha retirado tu culpa.
Has quedado purificado”.
Entonces la voz de Dios retumbó en el
Templo: “¿A quién en​viaré a anunciar mi
Palabra?”. El pobre Isaías, estremecido por
una fuerza superior contestó: “Aquí estoy,
mándame a mí”. Era el año 740 a.C.

Ni las mujeres se salvaron


La experiencia de su vocación lo cambió para
siempre, y desde aquel día Isaías se convirtió
en un valiente predicador en todos los
ambientes de la ciudad de Jerusalén.
Su primer objetivo fue hacer entender a los
dirigentes del pue​blo que Dios no quiere la
violencia, la opresión, la riqueza ni el lujo
desmedido, a costa de la gente más pobre.
Por eso sus primeros sermones fueron
contra las injusticias sociales, la
arbitrarie​dad de los jueces, la corrupción de
las autoridades, la codicia de los
terratenientes y la opresión de los
gobernantes (1, 21-28).
Isaías notó que también el pueblo escondía
sus pecados tras una falsa piedad. Y
reaccionó enérgicamente contra esta práctica
religiosa: “¿Para qué me ofrecen tantos
sacrificios? Estoy harto de los animales que
me traen. Su sangre no me agrada. Me
repug​na el humo de su incienso. No tolero ni
sus ayunos ni sus reunio​nes. Me dan asco
sus celebraciones. Y cuando levantan las
manos hacia mí, me tapo los ojos para no
verlos. Aunque me recen no los escucho.
Porque las manos de ustedes están llenas de
sangre” (1, 10-15).
Y tuvo palabras muy duras para con las
mujeres de la alta so​ciedad: “Cómo son de
orgullosas estas mujeres, que andan con el
cuello estirado, guiñando los ojos, con pasito
presumido, y ha​ciendo tintinear sus alhajas.
Dios pelará sus cabezas, y les quitará sus
peinados, sus cintos, sus perfumes, sus
cadenitas, sus aros, sus pinturas, sus
vestidos finos y sus bolsos” (3, 16-24).

Un niño por señal


En el año 736 a.C. murió el rey de Jerusalén,
Jotam, y subió al trono su hijo Ajaz.
Enseguida éste recibió noticias de que dos
reyes vecinos se habían coligado para
invadirlo. Ajaz, atemorizado, decide llamar
en su ayuda a los temibles asirios. Pero Dios
manda a Isaías a decirle al rey: “No tengas
miedo. Yo te ayudaré. No pidas auxilio a los
asirios porque luego se volverán contra ti.
Confía en mí y yo te defenderé de tus
enemigos”. Pero Ajaz esta​ba demasiado
asustado para creerle.
Isaías insistió: “Pide cualquier señal a Dios, y
él te la dará”. Pero Ajaz no quiso. Enfadado,
Isaías, le dio igualmente una se​ñal: “Tu
mujer ha concebido y espera un niño. Antes
de que él llegue al uso de razón, Dios
destruirá a estos reyes que te dan miedo” (7,
1-16).
Isaías era consciente de que pedía algo muy
duro: una política basada en la fe, y con el
nacimiento de un débil niño por señal. Poca
cosa para alejar el temor.
Y el rey no quiso escuchar. Llamó, no más, a
los asirios, que lo defendieron de la invasión,
pero le cobraron un alto precio: le robaron
parte de su territorio y lo sometieron a
impuestos muy fuertes. El país quedó en una
situación desesperada por no haber
escuchado a Isaías.

Un “streap tease” salvador


Los años pasaron. Isaías, mientras tanto,
seguía predicando entre el agobio y la
desesperación de la gente, que sufría con
amargura la dependencia de Asiria. Sus
riquezas, los productos del campo, sus
mejores animales, iban a parar
mensualmente a manos de sus dominadores.
Cada vez más asfixiados, añoraban el tiempo
de su independencia.
En el año 716 a.C. murió el rey Ajaz y le
sucedió su hijo Eze​quías. Con sus 18 años, el
joven monarca buscaba ansiosamente la
liberación política del país y aguardaba
expectante que la opor​tunidad se presentara.
Finalmente en el año 713 a.C. los filisteos de
la pequeña ciu​dad de Ashdod iniciaron la
rebelión. Estaban convencidos de que Egipto,
la gran potencia, los ayudaría. ¿Qué hacer?
¿Sumarse o no a esta revuelta? La tentación
era muy grande para el joven Ezequías quien
decidió unírseles, pensando que había
llegado la hora de dejar de pagar tributo.
Pero Isaías, que veía las cosas de otra
manera, supo que la insurrección traería
peores consecuencias. ¿Cómo decirlo?
¿Cómo anunciarlo con un mensaje
impactante? Entonces tomó la decisión: se
desnudó completamente y salió a pasear así
por las ca​lles, por la plaza, por el mercado y
por el Templo.
La gente, asombrada, pensó que se había
vuelto loco, y entre risas y bromas le
pidieron una explicación. Isaías anunció:
“Así, desnudos y descalzos, el rey de Asiria se
llevará cautivos a los que se rebelen contra
él” (20, 1-6).
Cerca de dos años anduvo desnudo. El rey
Ezequías, enton​ces, decidió hacerle caso y no
participó de la revuelta. Y en el 711 a.C. llegó
la noticia al país: “el rey de Asiria invadió
Ashdod, aplastó la sublevación y llevó
cautiva a la población. Egipto ni siquiera se
presentó a la batalla”. Judá se había salvado,
gracias a la perspicacia de Isaías.

Ni con una sierra


Los últimos años de Isaías fueron muy
difíciles. En el 705 a.C. el rey Ezequías
decidió, finalmente, sublevarse contra Asiria
a pesar de los ruegos de Isaías. Senaquerib,
rey asirio, no se hizo esperar, y en el 701
invadió Judá, conquistó 46 ciudades del país
y sitió Jerusalén. Tarde comprendió Ezequías
su error. Pero cuando ya Jerusalén estaba a
punto de sucumbir, Senaquerib debió
regresar con urgencia a su país y levantó el
sitio. Ezequías volvía a salvarse
milagrosamente.
En vez de sosegarse y reflexionar, agradecido
a Yahvé, el rey judío organizó nuevas
revueltas políticas, esta vez con el apoyo de
todo el pueblo. Isaías, ya anciano,
desilusionado por tanta ceguera de la gente,
se retiró de la vida pública. Y en la soledad de
sus últi​mos años, Dios le hizo ver la llegada
de un futuro Mesías lleno del Espíritu Santo
(11, 1-9), que gobernaría al pueblo con
justicia y equi​dad (32, 1-5), y que traería la
paz universal (2, 2-4). A pesar de los
desengaños, sus últimas profecías fueron
llenas de esperanza.
No sabemos cómo murió Isaías. Una antigua
tradición refiere que, huyendo del rey
Manasés, que había puesto precio a su
cabe​za, se escondió en el tronco hueco de un
árbol. Y sus esbirros cargaron el árbol hasta
un aserradero cercano y lo cortaron por la
mitad con él adentro.
Triste final para un hombre que durante su
vida no había buscado otra cosa que hablar
de Dios al pueblo, a su ciudad y al rey. Pero
después de su muerte, muchos otros se
alzaron queriendo ser Isaías. Y su libro, hoy
engrandecido con profecías anónimas de
otros que se identificaron con él, muestra la
popularidad de la que gozó el gran vidente de
Dios.
Para reflexionar
1) ¿Qué tipo de anomalías encontramos en
el libro de Isaías cuando lo leemos de
corrido?
2) ¿Cuál era la respuesta tradicional que
solían dar los estudiosos a estas
irregularidades? ¿Qué respuesta dan los
modernos estudios bíblicos?
3) ¿Qué rasgos te impresionaron más de la
vida de Isaías? ¿Qué rasgos deberían tener
los profetas actuales de la Iglesia?
4) ¿De cuáles características, que el
profeta Isaías mostraba, hoy carecen los
cristianos?
Para continuar la lectura
J. L. Sicre, Profetismo en Isrel, Editorial
Verbo Divino, Estella 1992.
¿QUÉ SIGNIFICADO TIENEN
LOS NÚMEROS EN LA
BIBLIA?

Las tres lecturas del número


Si leyéramos en el diario que murió un
hombre a los 38 años, o que se incendió un
edificio de 7 pisos, nadie dudaría del
significado de estos números. Expresan
precisamente la edad de ese hombre, y la
cantidad exacta de pisos del edificio. En
cambio si leemos en el evangelio que Jesús
curó a un hombre que llevaba 38 años
enfermo (Jn 5, 5), o que se recogieron 7
canastas luego de la multiplicación de los
panes (Mc 8, 8), la cosa cambia. Ya no
estamos tan seguros de que se refiera a los
años que el hombre estuvo enfermo, o a la
cantidad de canastas que en verdad
recogieron aquel día.
Es que para nosotros el número tiene un
sentido muy distinto del que tenía para los
antiguos orientales. Mientras nosotros lo
usamos normalmente para indicar la
cantidad de algo, para la mentalidad bíblica
los números podían expresar no una sino
tres realidades bien distintas: cantidad,
simbolismo, y mensaje “gemátrico”.

Primer sentido: cantidad


Lo primero que puede expresar un número
en la Biblia es cantidad. En esto se asemeja
al uso que le damos nosotros diariamente.
Por ejemplo, cuando se nos dice que el
profeta Elías predijo una sequía de 3 años en
Israel (1Rey 18, 1), o que el rey Josías
gobernó 31 años en Jerusalén (2Rey 22, 1), o
que Salomón puso 12 gobernadores
encargados de mantener al palacio un mes
cada uno (1Rey 4, 7), o que Betania, la aldea
donde Jesús resucitó a Lázaro, distaba 15
estadios (= 3 km) de Jerusalén (Jn 11, 18). Es
evidente que ninguno de estos números es
simbólico ni encierra un mensaje oculto.
Simple y llanamente se refieren a la cantidad
de años, personas o distancia mencionadas
en el texto.
Así como éstos, es posible identificar muchos
otros números con los cuales la Biblia ofrece
informaciones y datos históricos concretos, y
que expresan únicamente cantidad. No hay
lugar para la confusión: lo que el número
dice, eso mismo quería decir el autor.

Segundo sentido: simbolismo


Pero los números bíblicos tienen un segundo
sentido: el simbólico. Un número simbólico
es aquél que no indica una cantidad, sino que
expresa una idea, un mensaje distinto de él,
que lo supera y lo desborda.
No siempre es posible saber por qué “tal”
número significa “tal” cosa. La asociación
entre ambas realidades a veces es
desconocida. Por eso estos números no son
“razonables”, y resultan difíciles de
comprender para nosotros, occidentales,
prisioneros de la lógica. Pero los semitas los
usaban con toda naturalidad para transmitir
ideas, mensajes o claves.
Aunque la Biblia no explica nunca qué
simboliza cada número, los estudiosos han
logrado averiguar algunos de sus
simbolismos y han podido aclarar muchos
episodios bíblicos que se han vuelto más
comprensibles.

El 1, el 2 y el 3
El número 1 simboliza a Dios, que es único.
Por ello indica exclusividad, primado,
excelencia. Así, cuando Jesús le contesta al
joven rico: “¿Por qué me preguntas por lo
bueno?; uno solo es el Bueno” (Mt 19, 17). Y
sobre el matrimonio: “Ya no son dos sino
una sola carne; y lo que Dios unió no lo
separe el hombre” (Mt 19, 6). O cuando dice:
“El Padre y yo somos uno” (Jn 10, 30).
También cuando Pablo expresa “Todos
ustedes son 1 en Cristo Jesús” (Gál 3, 28).
“Hay un solo Señor, una sola fe, un solo
bautismo, un solo Dios” (Ef 4, 5). En todos
estos casos, el 1 simboliza el ámbito divino.
En cambio el 2 representa al hombre, pues
en él hay siempre dualidad, división interior
por culpa del pecado. Esto aclara algunos
enigmas del evangelio. Por ejemplo según
Marcos Jesús curó a un solo endemoniado
en Gerasa (5, 2); pero según Mateo eran 2
(Mt 8, 28). Según Marcos sanó a un solo
ciego en Jericó, llamado Bartimeo (10, 46);
pero según Mateo eran 2 los ciegos (20, 30).
Según Marcos en el juicio contra Jesús se
presentaron “algunos” falsos testigos (14,
57); pero Mateo aclara que eran 2 (26, 60).
¿Quién está contando la verdad? Ambos,
pues mientras Marcos nos da la versión
histórica, Mateo usa el número simbólico.
El número 3 expresa “totalidad”, quizá
porque 3 son las dimensiones del tiempo:
pasado, presente y futuro. Decir 3 equivale a
decir “la totalidad” o “siempre”. Así, los 3
hijos de Noé (Gn 6, 10) representan a la
totalidad de sus descendientes. Las 3 veces
que Pedro negó a Jesús (Mt 26, 34)
simbolizan todas las veces que Pedro le fue
infiel. Las 3 tentaciones que Jesús sufrió del
diablo representan todas las tentaciones que
él tuvo durante su vida. Y a Dios en el
Antiguo Testamento se lo llama el 3 veces
Santo, el que tiene toda la santidad (Is 6, 3).

El 4 y el 5
El número 4 en la Biblia simboliza al
cosmos, al mundo, ya que 4 son los puntos
cardinales. Así, cuando se dice que en el
Paraíso había 4 ríos (Gn 4, 10), significa que
todo el cosmos era un Paraíso antes del
pecado de Adán y Eva. O sea, no se trata de
un sitio determinado, como piensan algunos
que todavía lo andan buscando en algún
lugar de oriente. Y cuando Ezequiel llama al
Espíritu de los 4 vientos para que soplen
sobre los huesos secos (Ez 37, 9), no es que
haya 4 vientos, sino que invoca a los vientos
de todo el mundo. Y cuando el Apocalipsis
cuenta que el trono de Dios se asienta sobre
4 seres (4, 6), quiere decir que se asienta
sobre todo el mundo, que la tierra entera es
el trono de Dios.
El 5 significa “algunos”, “unos cuantos”, una
cantidad indefinida. Así, se dice que en la
multiplicación de los panes Jesús tomó 5
panes (= algunos panes). Que en el mercado
se venden 5 pajaritos por dos monedas (=
algunos pajaritos). Que Isabel, la madre de
Juan el Bautista, luego de su embarazo se
escondió en su casa por 5 meses
(= algunos meses). Que la samaritana del
pozo de Jacob tenía 5 maridos (= varios
maridos). Jesús emplea frecuentemente el 5
en sus parábolas en este sentido indefinido:
las 5 vírgenes prudentes y las 5 necias, los 5
talentos, las 5 yuntas de bueyes que compran
los invitados al banquete, los 5 hermanos
que tenía el rico Epulón. Y Pablo, hablando
del don de lenguas, dice: “Prefiero decir 5
palabras (= algunas pocas) comprensibles,
que 10.000 en lenguas” (1Cor 14, 19).

El 7, el 10 y el 12
El número 7 tiene el simbolismo más
conocido de todos. Representa la perfección.
Por eso Jesús dirá a Pedro que debe perdonar
a su hermano hasta 70 veces 7. También
puede expresar la perfección del mal, o el
sumo mal, como cuando Jesús enseña que si
un espíritu inmundo sale de un hombre
puede regresar con otros 7 espíritus peores, o
cuando el evangelio cuenta que el Señor
expulsó 7 demonios de la Magdalena.
Por su sentido de perfección, esta cifra
aparece referida frecuentemente a las cosas
de Dios. El Apocalipsis es el que más lo
emplea: 54 veces para describir
simbólicamente las realidades divinas: las 7
Iglesias del Asia, los 7 espíritus del trono de
Dios, las 7 trompetas, los 7 candeleros, los 7
cuernos y 7 ojos del Cordero, los 7 truenos,
las 7 plagas, las 7 copas que se derraman.
Muchos se equivocan cuando toman este
número como si fuera una cantidad o un
tiempo reales.
La tradición cristiana continuó este
simbolismo del 7, y por eso fijó en 7 los
sacramentos, los dones del Espíritu Santo,
las virtudes.
Por su parte, el número 10 tiene un valor
mnemotécnico; al ser 10 los dedos de las
manos, resulta fácil recordar esta cifra. Por
eso son 10 los mandamientos que, según la
tradición bíblica, Yahvé dio a Moisés
(podrían haber sido más), y 10 las plagas que
azotaron a Egipto. También por esta razón se
ponen sólo 10 antepasados entre Adán y Noé,
y 10 entre Noé y Abraham, aun cuando
sabemos que existieron muchos más.
Otro número simbólico es el 12. Significa
“elección”. Por eso se hablará de las 12 tribus
de Israel, cuando en realidad el Antiguo
Testamento menciona más de 12; pero con
esto se quiere decir que eran tribus
“elegidas”. Igualmente se agruparán en 12 a
los profetas menores del Antiguo
Testamento. También el evangelio
mencionará 12 apóstoles de Jesús, que
resultan ser más de 12 si comparamos sus
nombres; pero se los llama “Los Doce”
porque son los elegidos del Señor. Asimismo
Jesús asegura tener 12 legiones de ángeles a
su disposición (Mt 26, 53). El Apocalipsis
hablará de 12 estrellas que coronan a la
Mujer, 12 puertas de Jerusalén, 12 ángeles,
12 frutos del árbol de la vida.
Otros números con mensajes
El número 40 también tiene un simbolismo:
representa el “cambio” de un período a otro,
los años de una generación. Por eso el
diluvio dura 40 días y 40 noches (pues es el
cambio hacia una nueva humanidad). Los
israelitas están 40 años en el desierto (hasta
que cambia la generación infiel por otra
nueva). Moisés permanece 40 días en el
monte Sinaí, y Elías peregrina otros 40 días
hasta allí (a partir de lo cual sus vidas
cambiarán). El profeta Jonás predice la
destrucción de Nínive en 40 días (para darles
tiempo a que cambien de vida). Jesús
ayunará 40 días (porque es el cambio de su
vida privada a su vida pública).
Por su parte el número 1.000 significa
multitud, gran cantidad. En el libro de Daniel
se dice que el rey Baltasar dio una gran fiesta
con 1.000 invitados (5, 1). El Sal 90 sostiene
que 1.000 años para nosotros son como un
día para Dios. Salomón ofreció 1.000
sacrificios de animales en Gabaón (1Rey 3,
4), y tenía 1.000 mujeres en su harén (1Rey
11, 3).
A veces este número puede entrar en
combinación con otros. Así, el Apocalipsis
dice simbólicamente que al final del mundo
se salvarán 144.000, porque es la
combinación de 12 x 12 x 1.000, y significan
los elegidos del Antiguo Testamento (12), y
los elegidos del Nuevo Testamento (x 12), en
una gran cantidad (x 1.000).
Finalmente quedan algunos otros
simbolismos menores. Como cuando san
Lucas cuenta que Jesús eligió a 70 discípulos
para enviarlos “a todos los lugares y sitios
por donde él tenía que pasar”
(Lc 10, 1). No está dando una cifra real, sino
simbólica, ya que según Génesis 10, el total
de pueblos y naciones que existían en el
mundo era 70. Lucas, hombre de mentalidad
universalista, al decir que Jesús mandó 70
misioneros, quiso decir que los mandó para
que el evangelio llegara a todas las naciones
del mundo.
También san Juan encierra un mensaje
cuando cuenta que en la pesca milagrosa los
apóstoles obtuvieron 153 peces (21, 11). ¿Por
qué tanto interés en dejar registrado este
detalle sin importancia? Es que en la
antigüedad se creía, entre los pescadores,
que 153 era el número de peces que existía
en los mares. El mensaje era clarísimo para
los lectores de aquel tiempo: Jesús vino a
salvar a gente de todas las naciones, razas y
pueblos del mundo.

Averiguar en cada caso


Pero no todos los números bíblicos son
simbólicos. En cada caso hay que
preguntarse: ¿esta cifra indica cantidad o
encierra un mensaje?
Por ejemplo, cuando se dice que 4 personas
llevaron un paralítico ante Jesús en una
camilla, evidentemente el 4 no es simbólico
sino real: la camilla tenía 4 extremos, y era la
forma más práctica de poder transportarla. Y
cuando leemos que Pablo se embarcó en la
ciudad de Filipos y después de 5 días llegó a
Tróade, no hay que pensar en un simbolismo
del 5; más bien era el tiempo que en ese
entonces tomaba un viaje entre ambas
ciudades.

Tercer sentido: gematría


El tercer sentido que puede tener un número
en la Biblia es el “gemátrico”. ¿Qué significa
esto? Es una particularidad de las lenguas
hebrea y griega. Mientras en castellano
escribimos los números con ciertos signos (1,
2, 3), y las letras con otros diferentes (a, b, c),
en hebreo y griego se emplean las mismas
letras para escribir los números. Así, el 1 es
la letra “a”, el 2 la letra “b”, etc. De esta
manera, si sumamos las letras de cualquier
palabra se puede obtener siempre una cifra.
El número así obtenido se llama “gemátrico”.
Esta posibilidad que ofrecían las lenguas
bíblicas daba lugar a juegos ingeniosos y
entretenimientos originales, ya que en cada
cifra podía haber escondida una palabra. La
Biblia trae varios casos de gematría.
Por ejemplo, en Génesis 14 se cuenta la
invasión de Palestina por cuatro poderosos
ejércitos del oriente, que se llevaron
prisionero a Lot, sobrino de Abraham.
Cuando el patriarca se entera reúne 318
personas, sale en persecución de aquéllos,
logra derrotarlos, y rescata a Lot. Ahora bien
¿pudo en verdad Abraham, con sólo 318
personas, vencer a los cuatro ejércitos más
poderosos de la Mesopotamia? Hay que ser
muy ingenuo para creerlo. A menos que este
número signifique algo. En efecto, sabemos
que Abraham tenía un sirviente heredero de
todos sus bienes, llamado Eliezer (Gn 15, 2).
Si ahora sumamos los números que
corresponden a las letras hebreas de este
nombre, tenemos: E (= 1) + L (= 30) + I (=
10) + E (= 70) + Z (= 7) + R
(= 200) = 318. Con lo cual se habría querido
decir que Abraham salió a combatir con
todos sus herederos; y que sus herederos, es
decir, la descendencia de Abraham, será
siempre superior a sus enemigos.

El éxodo y los antepasados de


Jesús
En el libro de los Números hay otro ejemplo.
Se cuenta que en el éxodo de Egipto salieron
603.550 hombres, sin contar las mujeres, los
ancianos y los niños. De ser esto cierto,
habría que calcular que salieron unas tres
millones de personas de Egipto, cantidad
desorbitada, probablemente jamás alcanzada
por la población de Israel en toda su historia.
Pero si sustituimos las letras de la frase
“todos los hijos de Israel” (en hebreo: rs kl
bny ysr’l) por sus correspondientes valores
numéricos, da precisamente 603.550. Con lo
cual, diciendo que salieron 603.550 el autor
quiso afirmar que salieron “todos los hijos de
Israel”.
San Mateo también trae uno de estos juegos.
Divide a los antepasados de Jesús en tres
series de 14 generaciones cada una, y agrega
al final: “El total de generaciones son: desde
Abraham a David 14 generaciones; desde
David hasta el destierro 14 generaciones;
desde el destierro hasta Cristo 14
generaciones” (1, 17). Pero esto es imposible.
Mateo pone sólo tres nombres para cubrir
los 430 años de esclavitud en Egipto. Y sólo
dos ascendientes para llenar los tres siglos
entre Salmón y Jesé.
Es que a propósito confeccionó
artificialmente estas listas para que dieran
sólo 14 generaciones, ya que 14 es el número
gemátrico del rey David: D (= 4) + V (= 6) +
D (= 4) = 14. Y como se esperaba que el
futuro Mesías fuera descendiente de David,
el evangelista quiso decir que Jesús es el
“triple David”, y por lo tanto el Mesías total,
verdadero descendiente de David.
El más famoso juego bíblico de gematría lo
trae el Apocalipsis, con el número 666 de la
Bestia (Apoc 13, 18). El mismo libro aclara
que se trata de la cifra de un hombre. Y quien
se oculta detrás de ésta no es otro que el
emperador Nerón, ya que si transcribimos
“Nerón César” en hebreo obtenemos: N (=
50) + R (= 200) + W (= 6) + N
(= 50) + Q (= 100) + S (= 60) + R (= 200) =
666.

Y el Verbo se hizo escritura


A ningún cristiano le resulta extraño que
Jesús, la Palabra de Dios, se haya hecho
hombre. Menos aún que haya vivido como
un hombre de su tiempo. Al contrario, es
normal imaginarlo vestido con las túnicas
del siglo I, alimentándose con las comidas de
su época, y utilizando los medios técnicos y
de movilidad de entonces.
Pero en cambio a mucha gente le cuesta
entender que la Biblia, que también es
Palabra de Dios, se haya encarnado en la
cultura e idioma de entonces. Piensan que
habla como nosotros, con nuestras
expresiones y nuestra mentalidad. Y no es
así. Como Cristo se encarnó en un hombre
de hace 2.000 años, la Biblia también habla
como la gente de hace 2.000 años. Y así
como resultaría ridículo imaginar a Jesús de
saco y corbata, viajando a Jerusalén en taxi, y
transmitiendo sus sermones por radio,
también es ridículo interpretar a la Biblia
literalmente con nuestras categorías
mentales, como hace mucha gente. Debemos
situarnos en la mentalidad y cultura de los
judíos de aquella época.
De esta manera, cuando nos encontremos
con números o cifras en la Biblia debemos
preguntarnos si se trata de una cantidad, un
simbolismo, o un número gemátrico. Esto
nos ayudará a desentrañar mejor el sentido
de la Palabra de Dios. Y con ella, el mensaje
que tiene para nuestra propia vida.
Para reflexionar
1) ¿Qué significado tienen los números
corrientemente entre nosotros?
2) ¿Cuáles son los tres significados que
pueden tener en la Biblia?
3) ¿Qué errores suelen generarse por
interpretar los números de la Biblia con
nuestra mentalidad moderna?
Para continuar la lectura
H. Mertens, Manual de la Biblia, Editorial
Herder, Barcelona 1989.
¿QUÉ DICE LA BIBLIA
SOBRE LA
REENCARNACIÓN?

Más de los que parecían


Una conocida actriz, hace no mucho tiempo,
declaraba en el reportaje concedido a una
revista: “Yo soy católica, pero creo en la
reencarnación. Ya averigüé que ésta es mi
tercera vida. Primero fui una princesa
egipcia. Luego, una matrona del Imperio
Romano. Y ahora me reencarné en actriz”.
Resulta, en verdad, asombroso comprobar
cómo cada vez es mayor el número de los
que, aún siendo católicos, aceptan la
reencarnación. Una encuesta realizada en la
Argentina por la empresa Gallup reveló que
el 33 % de los encuestados cree en ella. En
Europa, el 40 % de la población se adhiere
gustoso a esa creencia. Y en el Brasil, nada
menos que el 70 % de sus habitantes son
reencarnacionistas.
Por su parte, el 34 % de los católicos, el 29 %
de los protestantes, y el 20 % de los no
creyentes, hoy en día la profesan.
La fe en la reencarnación, pues, constituye
un fenómeno mundial. Y por tratarse de un
artículo de excelente consumo, tanto la radio
como la televisión, los diarios, las revistas, y
últimamente el cine, se encargan
permanentemente de tenerlo entre sus
ofertas.
Pero ¿por qué esta doctrina seduce tanto a la
gente?

Qué es la reencarnación
La reencarnación es la creencia según la cual,
al morir una persona, su alma se separa
momentáneamente del cuerpo, y después de
algún tiempo toma otro cuerpo diferente
para volver a nacer en la tierra. Por lo tanto,
los hombres pasarían por muchas vidas en
este mundo.
¿Y por qué el alma necesita reencarnarse?
Porque en una nueva existencia debe pagar
los pecados cometidos en la presente vida, o
recoger el premio de haber tenido una
conducta honesta. El alma está, dicen, en
continua evolución. Y las sucesivas
reencarnaciones le permiten progresar hasta
alcanzar la perfección. Entonces se convierte
en un espíritu puro, ya no necesita más
reencarnaciones, y se sumerge para siempre
en el infinito de la eternidad.
Esta ley ciega, que obliga a reencarnarse en
un destino inevitable, es llamada la ley del
“karma” (= acto).
Para esta doctrina, el cuerpo no sería más
que una túnica caduca y descartable que el
alma inmortal teje por necesidad, y que una
vez gastada deja de lado para tejer otra.
Existe una forma aún más escalofriante de
reencarnacionismo, llamada
“metempsicosis”, según la cual si uno ha sido
muy pecador su alma puede llegar a
reencarnarse en un animal, ¡y hasta en una
planta!

Las ventajas que brinda


Quienes creen en la reencarnación piensan
que ésta ofrece muchas ventajas. En primer
lugar, nos concede una segunda (o tercera, o
cuarta) oportunidad. Sería injusto arriesgar
todo nuestro futuro de una sola vez. Además,
angustiaría tener que conformarnos con una
sola existencia, a veces mayormente triste y
dolorosa. La reencarnación, en cambio,
permite empezar de nuevo.
Por otra parte, el tiempo de una sola vida
humana no es suficiente para lograr la
perfección necesaria. Esta exige un largo
aprendizaje, que se va adquiriendo poco a
poco. Ni los mejores hombres se encuentran,
al momento de morir, en tal estado de
perfección. La reencarnación, en cambio,
permite alcanzar esa perfección en otros
cuerpos.
Finalmente, la reencarnación ayuda a
explicar ciertos hechos incomprensibles,
como por ejemplo que algunas personas sean
más inteligentes que otras, que el dolor esté
tan desigualmente repartido entre los
hombres, las simpatías o antipatías entre las
personas, que algunos matrimonios sean
desdichados, o la muerte precoz de los niños.
Todo esto se entiende mejor si ellos están
pagando deudas o cosechando méritos de
vidas anteriores.

Cuando aún no existía


La reencarnación, pues, es una doctrina
seductora y atrapante, porque pretende
“resolver” cuestiones intrincadas de la vida
humana. Además, porque resulta
apasionante para la curiosidad del común de
la gente descubrir qué personaje famoso fue
uno mismo en la antigüedad. Esta
expectativa ayuda, de algún modo, a olvidar
nuestra vida intrascendente, y a evadirnos de
la existencia gris y rutinaria en la que
estamos a veces sumergidos. Pero ¿cómo
nació la creencia en la reencarnación?
Las más antiguas civilizaciones que
existieron, como la sumeria, egipcia, china y
persa, no la conocieron. El enorme esfuerzo
que dedicaron a la edificación de pirámides,
tumbas y demás construcciones funerarias,
demuestra que creían en una sola existencia
terrestre. Si hubieran pensado que el difunto
volvería a reencarnarse en otro, no habrían
hecho el colosal derroche de templos y otros
objetos decorativos con que lo prepararon
para su vida en el más allá.

Por qué apareció


La primera vez que aparece la idea de la
reencarnación es en la India, en el siglo VII
a.C. Aquellos hombres primitivos, muy
ligados aún a la mentalidad agrícola, veían
que todas las cosas en la naturaleza luego de
cumplir su ciclo, retornaban. Así, el sol salía
por la mañana, se ponía en la tarde, y luego
volvía a salir. La luna llena decrecía, pero
regresaba siempre a su plena redondez. Las
estrellas repetían las mismas fases y etapas
cada año. Las estaciones del verano y el
invierno se iban y volvían puntualmente. Los
campos, las flores, las inundaciones, todo
tenía un movimiento circular, de eterno
retorno. La vida entera parecía hecha de
ciclos que se repetían eternamente.
Esta constatación llevó a pensar que también
el hombre, al morir, debía otra vez regresar a
la tierra. Pero como veían que el cuerpo del
difunto se descomponía, imaginaron que era
el alma la que volvía a tomar un nuevo
cuerpo para seguir viviendo.
Con el tiempo, aprovecharon esta creencia
para aclarar también ciertas cuestiones
vitales (como las desigualdades humanas,
antes mencionadas), que de otro modo les
resultaban inexplicables para la incipiente y
precaria mentalidad de aquella época.
Cuando en el siglo V a.C. apareció el
Budismo en la India, adoptó la creencia en la
reencarnación. Y por él penetró en la China,
Japón, el Tíbet, y más tarde en Grecia y
Roma. Y así, entró también en otras
religiones, que la asumieron entre los
elementos fundamentales de su fe.

Ya Job no lo creía
Pero los judíos jamás quisieron aceptar la
idea de una reencarnación, y en sus escritos
la rechazaron absolutamente.
Por ejemplo, el Salmo 39, que es una
meditación sobre la brevedad de la vida, dice:
“Señor, no me mires con enojo, para que
pueda alegrarme, antes de que me vaya y ya
no exista más” (v. 14).
También el pobre Job, en medio de su
terrible enfermedad, le suplica a Dios, a
quien creía culpable de su sufrimiento:
“Apártate de mí. Así podré sonreír un poco,
antes de que me vaya para no volver, a la
región de las tinieblas y de las sombras” (10,
21-22).
Y un libro más moderno, el de la Sabiduría,
enseñaba: “El hombre, en su maldad, puede
quitar la vida, es cierto; pero no puede hacer
volver al espíritu que se fue, ni liberar el
alma arrebatada por la muerte” (16, 14).

Tampoco el rey David


La creencia de que nacemos una sola vez,
aparece igualmente en dos episodios de la
vida del rey David. El primero, cuando una
mujer, en una audiencia concedida, lo hace
reflexionar: “Todos tenemos que morir, y
seremos como agua derramada que ya no
puede recogerse” (2Sam 14, 14).
El segundo, cuando al morir el hijo del
monarca exclama: “Mientras el niño vivía, yo
ayunaba y lloraba. Pero ahora que está
muerto ¿para qué voy a ayunar? ¿Acaso
podré hacerlo volver? Yo iré hacia él, pero él
no volverá hacia mí” (2Sam 12, 22-23).
Vemos, pues, que en el Antiguo Testamento,
si bien aún no se sabía bien lo que sucedía
después de la muerte, ni a dónde iba la
persona fallecida, al menos algo ya se tenía
en claro: que de la muerte no se vuelve
nunca más a la tierra.

La irrupción de la novedad
Pero alrededor del año 200 a.C. se iluminó
en el pueblo judío el tema del más allá. En
esa época apareció la fe en la “resurrección”
después de la muerte. Y con esa noción,
quedó definitivamente descartada la
posibilidad de la reencarnación.
Según esta novedosa creencia, al morir una
persona, recupera la vida de inmediato. Pero
no en la tierra, sino en otra dimensión
llamada “la eternidad”. Y comienza a vivir
una vida distinta, sin límites de tiempo ni
espacio. Una vida que ya no puede morir
más. Es la denominada Vida Eterna.
Esta enseñanza aparece por primera vez, en
la Biblia, en el libro de Daniel. Allí, un ángel
le revela este gran secreto: “La multitud de
los que duermen en la tumba se despertarán,
unos para la vida eterna, y otros para la
vergüenza y el horror eterno” (12, 2). Por lo
tanto, queda claro que el paso que sigue
inmediatamente a la muerte es la Vida
Eterna, la cual será dichosa para los buenos y
dolorosa para los pecadores. Pero será
eterna.
La segunda vez que la encontramos, es en un
relato en el que el rey Antíoco IV de Siria
tortura a siete hermanos judíos para
obligarlos a abandonar su fe. Mientras moría
el segundo, dijo al rey: “Tú nos privas de la
vida presente, pero el Rey del mundo a
nosotros nos resucitará a una vida eterna”
(2Mac 7, 9). Y al morir el séptimo exclamó:
“Mis hermanos, después de haber soportado
una corta pena, gozan ahora de la vida
eterna” (2Mac 7, 36).
Para el Antiguo Testamento, entonces,
resulta imposible volver a la vida terrena
después de morir. Por más breve y dolorosa
que haya sido la existencia humana, luego de
la muerte comienza la resurrección.

Ahora lo dice Jesús


Jesucristo, con su autoridad de Hijo de Dios,
confirmó oficialmente esta doctrina. Con la
parábola del rico Epulón (Lc 16, 19-31), contó
cómo al morir un pobre mendigo llamado
Lázaro los ángeles lo llevaron
inmediatamente al cielo. Por aquellos días
murió también un hombre rico e insensible,
y fue llevado al infierno para ser
atormentado por el fuego de las llamas.
No dijo Jesús que a este hombre rico le
correspondiera reencarnarse para purgar sus
numerosos pecados en la tierra. Al contrario,
la parábola explica que por haber utilizado
injustamente los muchos bienes que había
recibido en la tierra, debía “ahora” (es decir,
en el más allá, en la vida eterna, y no en la
tierra) pagar sus culpas (v. 25).
El rico, desesperado, suplica que le permitan
a Lázaro volver a la tierra (o sea, que se
reencarne) porque tiene cinco hermanos tan
pecadores como él, a fin de advertirles lo que
les espera si no cambian de vida (v. 27-28).
Pero le contestan que no es posible, porque
entre este mundo y el otro hay un abismo
que nadie puede atravesar (v. 26).
La angustia del rico condenado le viene,
justamente, al confirmar que sus hermanos
también tienen una sola vida por vivir, una
única posibilidad, una única oportunidad
para darle sentido a la existencia.

La suerte del buen ladrón


Cuando Jesús moría en la cruz, cuenta el
Evangelio que uno de los ladrones
crucificado a su lado le pidió: “Jesús,
acuérdate de mí cuando vayas a tu reino”. Si
Jesús hubiera admitido la posibilidad de la
reencarnación, tendría que haberle dicho:
“Ten paciencia, tus crímenes son muchos;
debes pasar por varias reencarnaciones hasta
purificarte completamente”. Pero su
respuesta fue: “Te aseguro que hoy estarás
conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43).
Si “hoy” iba a estar en el Paraíso, es porque
nunca más podía volver a nacer en este
mundo.
San Pablo también rechaza la reencarnación.
En efecto, al escribir a los filipenses les dice:
“Me siento apremiado por los dos lados. Por
una parte, quisiera morir para estar ya con
Cristo. Pero por otra, es más necesario para
ustedes que yo me quede aún en este
mundo”
(1, 23-24). Si hubiera creído posible la
reencarnación, inútiles habrían sido sus
deseos de morir, ya que volvería a
encontrarse con la frustración de una nueva
vida terrenal.

Una total incoherencia


Y explicando a los corintios lo que sucede el
día de nuestra muerte, les dice: “En la
resurrección de los muertos, se entierra un
cuerpo corruptible y resucita uno
incorruptible, se entierra un cuerpo
humillado y resucita uno glorioso, se
entierra un cuerpo débil y resucita uno
fuerte, se entierra un cuerpo material y
resucita uno espiritual (1Cor 15, 42-44).
¿Puede, entonces, un cristiano creer en la
reencarnación? Queda claro que no. La idea
de tomar otro cuerpo y regresar a la tierra
después de la muerte es absolutamente
incompatible con las enseñanzas de la Biblia.
La afirmación bíblica más contundente y
lapidaria de que la reencarnación es
insostenible, la trae la carta a los Hebreos:
“Está establecido que los hombres mueren
una sola vez, y después viene el juicio” (9,
27).

Invitación a la
irresponsabilidad
Pero no sólo las Sagradas Escrituras impiden
creer en la reencarnación, sino también el
sentido común.
En efecto, que ella explique las simpatías y
antipatías entre las personas, los
desentendimientos de los matrimonios, las
desigualdades en la inteligencia de la gente, o
las muertes precoces, ya no es aceptado
seriamente por nadie. La moderna psicología
ha ayudado a aclarar, de manera científica y
concluyente, el por qué de éstas y otras
manifestaciones extrañas de la personalidad
humana, sin imponer a nadie la creencia en
la reencarnación.
La reencarnación, por lo tanto, es una
doctrina estéril, incompatible con la fe
cristiana, propia de una mentalidad
primitiva, destructora de la esperanza en la
otra vida, inútil para dar respuestas a los
enigmas de la vida, y lo que es peor, peligrosa
por ser una invitación a la irresponsabilidad.
En efecto, si uno cree que va a tener varias
vidas más, además de ésta, no se hará mucho
problema sobre la vida presente, ni pondrá
gran empeño en lo que hace, ni le importará
demasiado su obrar. Total, siempre pensará
que le aguardan otras reencarnaciones para
mejorar la desidia de ésta.
Solamente una vez
Pero si uno sabe que el milagro de existir no
se repetirá, que tiene sólo esta vida para
cumplir sus sueños, sólo estos años para
realizarse, sólo estos días y estas noches para
ser feliz con las personas que ama, entonces
se cuidará muy bien de maltratar el tiempo,
de perderlo en trivialidades, de desperdiciar
las oportunidades. Vivirá cada minuto con
intensidad, pondrá lo mejor de sí en cada
encuentro, y no permitirá que se le escape
ninguna coyuntura que la vida le ofrezca.
Sabe que no retornarán.
El hombre promedio, a lo largo de su vida,
trabaja 136.000 horas; duerme otras
210.000; come 3.360 kilos de pan, 24.360
huevos y 8.900 kilos de verdura; usa 507
tubos de dentífrico; se somete a 3
intervenciones quirúrgicas; se afeita 18.250
veces; se lava las manos otras 89.000; se
suena la nariz 14.080 veces; se anuda la
corbata en 52.000 oportunidades, y respira
unas 500 millones de veces.
Pero absolutamente todo hombre, promedio
o no, creyente o no, muere una vez y sólo
una vez.
Antes de que caiga el telón de la vida, Dios
nos regala el único tiempo que tendremos,
para llenarlo con las mejores obras de amor
de cada día.
Para reflexionar
1) Las civilizaciones más antiguas, ¿qué
pensaban sobre la muerte y el más allá?
2) ¿Como apareció la idea de la
reencarnación?
3) ¿Qué dicen los actuales estudios
sicológicos sobre los fenómenos que antes
se tomaban como pruebas de nuestra
reencarnación en otros cuerpos?
4) ¿Qué pasajes bíblicos podemos oponer a
esta doctrina?
Para continuar la lectura
Salas, Biblia y catequesis (Vol. III),
Editorial Biblia y Fe, Madrid 1987.
SEGÚN LA BIBLIA
¿EXISTE EL PURGATORIO?

Hacia un purgatorio del


purgatorio
La palabra “purgatorio” evoca en la mente de
muchos católicos algo así como un lugar de
tormentos, una gran sala de espera en donde
los que ya están salvados, pero no son
totalmente buenos, aguardan su hora de
entrar en el “cielo”. Y mientras tanto, sufren
toda clase de padecimientos.
Es que con el purgatorio ocurrió lo mismo
que con el “infierno”: la tradición popular fue
acumulando representaciones absurdas,
indignas de la fe en un Dios que es amor, e
impropias de la esperanza cristiana.
Se ha llegado a imaginar al purgatorio como
una inmensa cámara de torturas, en la que
las almas, según los pecados que tengan, son
sometidas a un frío glaciar, o sumergidas en
grandes recipientes de metal fundido, o en
un lago de aceite hirviendo. También como
un océano de llamas, del que emergen
cabezas y brazos alzados en desesperado
gesto de dolor y súplica.
Algunos teólogos incluso no dudaron en
afirmar que los demonios, con permiso de
Dios, las visitaban permanentemente para
atormentarlas con innumerables suplicios.
Hasta santo Tomás de Aquino, en el siglo
XIII, enseñaba que el purgatorio estaba tan
cercano al infierno, que el fuego que
torturaba a los de aquí servía para purificar a
los de allá.
En Roma misma, tiempo atrás, solía haber
un “Museo del Purgatorio” en la Iglesia del
Sagrado Corazón del Sufragio, donde se
mostraba a los visitantes una docena de
huellas de manos y marcas de fuego en
maderas, tapices, almohadones, grabadas por
almas del purgatorio que se aparecieron para
prevenir a los fieles acerca de los
sufrimientos de aquel lugar.

Lo que no hay que creer


Hubo cosas peores aún. Algunos libros
devocionales solían traer listas de pecados
con su respectiva duración de los castigos en
el purgatorio, como si el tiempo en el más
allá siguiera siendo medible en años, meses y
semanas.
La Iglesia siempre se ha levantado en contra
de estas extravagancias. Ya en el siglo XVI el
Concilio de Trento emitió un decreto en el
que prohibía agregar a la doctrina del
purgatorio cuestiones secundarias, inútiles y
fuera de lugar, a fin de no perturbar la fe de
la gente sencilla. Y el Museo romano, con sus
historias macabras del más allá, hace tiempo
que fue clausurado por orden de la Sagrada
Congregación para la Doctrina de la Fe.
También los teólogos, a partir de la Biblia,
han procurado hoy en día precisar mejor la
imagen del purgatorio y su relación con el
auténtico Dios de nuestra salvación.
Tratemos, pues, de ver cuál es la verdadera
enseñanza de la Iglesia sobre el tema.

¿Aparece en la Biblia?
Desde que Lutero en el siglo XVI se separó
de la Iglesia, y declaró que “la existencia del
purgatorio no puede probarse por las
Sagradas Escrituras”, la Iglesia Católica se
esforzó en buscar textos bíblicos con los
cuales demostrar a los protestantes que la
Biblia sí habla de su existencia. Y en esta
disputa se cometieron muchos abusos.
Por ejemplo, se citaba como prueba Mt 12,
32: “Al que diga una palabra contra el Hijo
del Hombre se le perdonará, pero al que la
diga contra el Espíritu Santo, no se le
perdonará ni en este mundo ni en el otro”. Y
se razonaba: si Jesús aclara que hay ciertos
pecados que no pueden perdonarse en el otro
mundo, es porque otros sí pueden
perdonarse allí; por lo tanto, existe el
purgatorio.
Esta interpretación no tiene en cuenta que la
frase “ni en este mundo ni en el otro” es
propia de la mentalidad semita, que suele
citar los dos extremos para significar
“nunca”. Por lo tanto la frase quiere decir
que nunca serán perdonados los pecados
contra el Espíritu Santo. Pero no pretende
hacer ninguna afirmación sobre el
purgatorio.

¡Cómo iban a saberlo los


Macabeos!
Otro texto clásico en favor de éste, es 2
Macabeos 12, 38-46. Allí se cuenta que en el
año 160 a.C., en una batalla contra los sirios
murieron varios soldados judíos. Al ir a
enterrar sus cadáveres, hallaron que tenían
bajo sus ropas colgados amuletos y
talismanes prohibidos por Dios. Ante esta
superstición, Judas Macabeo hizo una
colecta entre los demás soldados y la mandó
al templo de Jerusalén para ofrecer un
sacrificio por el pecado de los muertos, a fin
de que Dios los perdonara y pudieran gozar
de la resurrección.
El texto fue interpretado así: los soldados
muertos habían cometido un “pecado leve”, y
por consiguiente no estaban “en el infierno”.
Tampoco en el cielo, si no, no habrían
ofrecido un sacrificio por ellos. Por lo tanto,
Judas Macabeo los imaginaba en el
purgatorio y por eso mandó a ofrecer ese
sacrificio.
Pero tal interpretación es anacrónica. En el
siglo II a.C. los judíos todavía no creían en
un estado de purificación después de la
muerte. ¿Cómo Judas Macabeo podría
haberlo imaginado? La interpretación
correcta, teniendo en cuenta la mentalidad
de la época, es que el pecado que habían
cometido los soldados era verdaderamente
grave, nada menos que de idolatría,
severamente prohibido por Dios. Pero tal
pecado se perdonaba, en vida, con un
sacrificio llamado Kippur, y realizado en el
templo (Lev 4 y 5). Los soldados ya habían
muerto, y no podían ir al templo para ofrecer
el sacrificio por sus pecados. Entonces Judas
ordena que se los ofrezcan sus compañeros.
Con esto comienza a anunciarse ya la
solidaridad entre los vivos y los muertos, es
cierto. Pero el pecado de los soldados, según
Judas, quedaba perdonado con el Kippur, y
no con el purgatorio, del cual él no sabía
absolutamente nada.

¿Y san Pablo?
El texto bíblico más citado en favor del
purgatorio es 1Cor 3,
10-17. Pablo, escribiendo a los corintios,
divide a los predicadores del evangelio en
tres categorías; los que han usado buenos
materiales en su edificación (v. 14), los que
en vez de edificar han destruido
(v. 17), y los que han sido mediocres en la
elección de los materiales de construcción.
Hablando de estos últimos dice: “si su
construcción llega a quemarse, se quedará
sin nada; pero él mismo se salvará como
quien pasa a través del fuego” (v. 15). Es en
esta tercera categoría donde fijan su atención
los comentaristas, que sostienen que “a
través del fuego” implica la doctrina del
purgatorio.
En realidad todo el pasaje no es más que una
simple alegoría de una casa que se incendia,
en donde el fuego tiene un valor
exclusivamente figurativo, no real. Su
sentido es que los fieles menos fervorosos
también podrán salvarse, pero con muchas
fatigas y a duras penas. Pablo sólo se refiere
al esfuerzo que deberán hacer los mediocres
para salvarse, pero no plantea el tema del
purgatorio, ni lo menciona nunca en ninguna
de sus cartas.

Por qué creen los católicos


Como se ve, mientras la Biblia menciona
claramente el cielo y el infierno, no dice ni
una palabra explícita sobre un estado
intermedio de purificación. Por eso los
protestantes rechazan la doctrina católica del
purgatorio. ¿Por qué entonces creen en él los
católicos?
Es que el hecho de que la Biblia no lo
mencione, no significa que el purgatorio no
tenga ningún fundamento. Al contrario. La
Iglesia Católica se basa en la Biblia misma
para enseñar su existencia. Pero no en un
texto concreto y particular, sino en dos ideas
generales, que clara y repetidamente
aparecen en la Biblia, y que son el núcleo de
este dogma.
La primera, es la convicción de que en la
presencia de Dios sólo es posible entrar con
una absoluta pureza. Nada que tenga el
menor defecto puede comparecer ante su
grandiosidad. Basados en esta convicción, los
israelitas tenían un complicado ceremonial
en el templo para que ninguna cosa impura
fuera presentada ante Yahvé. Y Jesús
confirma esta idea, cuando dice:
“bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8); o “sean
perfectos como el Padre celestial es perfecto”
(Mt 5, 48); y el Apocalipsis enseña que
cuando al final de los tiempos aparezca la
Jerusalén celestial “nada contaminado podrá
entrar en ella” (Apoc 21-27).
La segunda idea bíblica, la más importante,
es que Dios “dará a cada uno según sus
obras” en la otra vida (Rom 2, 6). Ahora bien,
es evidente que la muerte sorprende a los
hombres en distintos grados de perfección,
según cómo hayan usado su libertad y hayan
servido al prójimo. Y los que no hayan
alcanzado la plenitud en el momento de
morir, no podrán tener un ingreso
“inmediato” en la presencia de Dios. En
consecuencia, tendrán que pasar por una
etapa de purificación previa.

El sentido del purgatorio


Dicho esto, pasemos ahora a explicar qué
significa el purgatorio.
Cada uno viene a este mundo con un
proyecto de Dios bajo el brazo. Y según sean
nuestros actos de amor, el esfuerzo en el
servicio, nuestra solidaridad, nuestra
capacidad de renuncia, el trabajo por el bien
de los demás, se va concretando ese proyecto
de Dios en un hombre real. Para ello, Dios
nos ha llenado, en el momento de nacer, de
una serie de potencias y de capacidades que
tenemos que poner en práctica a lo largo de
toda nuestra vida.
Pues bien, no todos los hombres explotan al
máximo sus capacidades. No todos sacan de
sí lo mejor que tienen para brindarse al
prójimo, ni ponen en funcionamiento todas
las potencialidades que Dios les dio, para
acabar antes de morir el proyecto de amor
que traían para este mundo. Es así que
muchos pueden llegar al final de sus vidas no
como hombres plenamente maduros, sino
como aspirantes inacabados de ser humano.
La muerte puede sorprender a una persona a
medio hacerse, con muchas tareas
incompletas en su vida. Y no tiene nada que
ver a qué edad fallece, pues aun cuando uno
haya muerto joven, el poco tiempo que le
tocó vivir pudo ser suficiente para cumplir su
proyecto de amor, y lograr así la maduración
interior y la perfección que Dios esperaba de
él. Toda persona, por lo tanto, tiene el deber
de colmar, en algún momento de su vida, las
posibilidades que lleva encerradas en su
interior.
Cuánto tiempo dura
Ahora bien, ¿qué sucede cuando un hombre
llega al fin de su vida y tiene aún muchas de
sus posibilidades intactas, sus potencias casi
sin desarrollar, y él está a medio hacerse? Un
hombre incompleto, carente de la madurez
suficiente, no puede ingresar en la presencia
de Dios.
Es entonces cuando Cristo dirige una mirada
llena de gracia y amor a ese hombre que va a
su encuentro. Una mirada que penetra hasta
lo más hondo de la existencia humana y
produce el proceso –doloroso como todos los
procesos de maduración– de actualizar en el
hombre todas sus posibilidades no
desarrolladas hasta entonces. Esa mirada es
el “lugar” que llamamos purgatorio.
De alguna manera, al hombre le resultará
doloroso encontrarse incompleto frente a
Cristo. Será amargo para él deshacer
instantáneamente todo lo que fue
retorciendo y enredando durante su vida, con
sus pecados. Con este dolor de verse
defectuoso, purgará angustiosamente sus
faltas. Por eso en el purgatorio hay dolor.
Pero nada tiene que ver con el supuesto
“fuego en el que se quemarán las almas” de
quienes allí vayan, como frecuentemente se
ha tratado de explicar.
Conviene, pues, disipar el famoso error de su
duración. Debido a que después de la muerte
no existe el tiempo, ni transcurren las horas,
el purgatorio no puede “durar” meses ni
años, como a veces se piensa. Es apenas un
instante, un momento puntual –por decirlo
así– en el que Dios concede la última gracia
al hombre de superar su egoísmo y las
deficiencias de su vida. Como proceso del
hombre, puede ser más o menos profundo,
de acuerdo con cada uno; pero no puede
durar un tiempo, porque ya se está en la
eternidad.
¿Es dogma de fe?
Desde los primeros siglos los Santos Padres
han enseñado la existencia de un estado de
purificación después de la muerte. A partir
del siglo III se fue determinando con más
precisión en qué consiste. En el siglo XI, a
este proceso purificador se le da por primera
vez el nombre de “purgatorio”. El papa
Inocencio IV, en 1254, será el primero en
tocar oficialmente el tema e incorporar la
palabra al magisterio eclesiástico. Poco
después la palabra pasó a designar un
“lugar”, una cárcel llena de tormentos.
Pero no era aún un dogma de fe. Esto llegaría
con el Concilio de Florencia, que afrontará
por primera vez la cuestión dogmáticamente.
Esta asamblea fue inaugurada el 26 de
febrero de 1439 con la participación de 115
obispos, y después de largos debates en los
que se analizaron las especulaciones y
patrañas que sobre el tema se habían dicho,
promulgó solemnemente el día 6 de julio de
1439 un decreto llamado “Laetentur caeli”,
en el que declaraba dogma de fe para todos
los católicos la existencia del purgatorio.
Pero ¿qué es lo que realmente se debe creer
sobre el purgatorio? Sólo tres cosas definió el
Concilio: a) que el purgatorio existe; b) que
no es un “lugar” sino un estado, en el que los
difuntos son purificados; c) que los vivos
pueden ayudar a los difuntos mediante
sufragios. Estas tres cosas, y sólo éstas,
forman parte del dogma del purgatorio.

¿Hay que rezar por la gente


de allí?
Si el purgatorio dura sólo un instante, ¿tiene
todavía sentido rezar por los difuntos y
ofrecerles una misa? ¿No habrán pasado
ellos ya por aquel sitio? Si el purgatorio
ocurre en el segundo en que se pasa de este
mundo al otro, ¿tiene algún valor rezar en el
noveno día, y al mes, y en el aniversario,
como acostumbramos los católicos?
Por supuesto que tiene mucho valor.
Nosotros, que estamos inmersos en el
tiempo, consideramos como “difunto” a
alguien durante cierto tiempo más o menos
largo, según nosotros sigamos viviendo. Y en
este tiempo rogamos especialmente por él,
para que Dios acelere el proceso de
maduración por el que debe pasar. Pero Dios,
que está en la eternidad, ve como actuales las
oraciones futuras que nosotros iremos
haciendo. Y en consideración a todas
aquellas oraciones y misas que a lo largo de
nuestra vida ofreceremos por nuestro
difunto, Dios ya ahora las aplica
instantáneamente al difunto. Si mientras
ellos vivían eran nuestros actos de amor los
que podían ayudarlos a mejorar como
personas, ahora después de muertos,
nuestras oraciones son los nuevos actos de
amor que invertimos en favor de ellos. Y por
este aporte de amor nuestro, Dios los
plenifica a ellos, los completa en el amor que
les faltaba.
Por eso la Iglesia ha mantenido siempre la
antiquísima costumbre de rezar por los
difuntos. Y tanta importancia le da, que en el
momento central de la misa les reserva un
lugar exclusivamente para ellos en el que se
pide a Dios: “admítelos a contemplar la luz
de tu rostro”.

La alegría de estar en el
purgatorio
Estábamos acostumbrados a ver el
purgatorio como un castigo divino por el
pasado pecador del hombre, una especie de
“infierno con salida”. Sin embargo no es así.
En realidad es una gracia de Dios. La última
gracia concedida para que el hombre se
purifique con vistas a un futuro junto a él. Es
la posibilidad gratis que Dios le da de poder
madurar radicalmente al amor. Es el instante
en el que el hombre transforma
completamente su vida para poder mirar a
Dios cara a cara y entregarse a él en un
abrazo eterno. Por eso durante la misa no se
dice que los fieles del purgatorio estén
atormentándose, sino que “duermen ya el
sueño de la paz”.
Sin duda tenía razón santa Catalina de
Génova cuando escribía: “No hay felicidad
comparable a la de los que están en el
purgatorio, a no ser la de los santos en el
cielo. Este estado debería ser ansiado más
que temido, pues sus llamas son llamas de
inmenso amor y nostalgia”. ¡Cuánto nos falta
a nosotros, del siglo XX, para poder llegar a
esta intuición del siglo XV!
El purgatorio es la espléndida doctrina de la
esperanza y de la solidaridad cristiana.
Enseña que la muerte no acaba con las
relaciones de los hombres; que éstos pueden
seguir ayudándose, mediante actos de amor,
tal como lo hacían cuando vivían aquí en la
tierra.
El purgatorio es, al fin de cuentas, el
sintético grito de que el amor es más fuerte
que la muerte.
Para reflexionar
1) ¿Qué es lo que popularmente se cree
cuando se habla del Purgatorio?
2) Si bien la existencia del Purgatorio es
un dogma de fe, ¿cuáles son los puntos
firmes que la Iglesia oficialmente propone
a sus fieles para que crean?
3) ¿Por qué debe sostenerse la existencia
del Purgatorio?
4) ¿Tiene sentido rezar por nuestros
difuntos? ¿Por qué?
Para continuar la lectura
L. Boff, Hablemos de la otra vida,
Editorial Sal Terrae, Bilbao 1984.
ANEXO:
LOS ESTUDIOS BÍBLICOS
Y LAS PENURIAS DEL P.
LAGRANGE

En marzo de 1990, un grupo de obispos


franceses solicitó al Vaticano la introducción
de la causa de canonización del padre Marie-
Joseph Lagrange.
¿Quién era el P. Lagrange? Un sabio
dominico que a fines del siglo XIX y a
principios del XX, procuró reconciliar la
ciencia con la fe, demostrando que la Biblia,
a la vez que palabra de Dios, es igualmente
palabra humana, y que por lo tanto puede ser
sometida a las mismas leyes de
interpretación que cualquier otro libro
humano. Pero este estudio científico de las
Escrituras que él proponía fue resistido
fuertemente por un gran sector de la Iglesia,
lo cual hizo que el P. Lagrange fuera
considerado sospechoso de herejía,
combatido, censurado, reprobado, obligado al
silencio y humillado.
Ahora, mucho después de su muerte, ha sido
propuesto para ser elevado a los altares,
luego de que Pablo VI dijera que “en él han
brillado de manera excepcional la sagacidad
crítica y la fe”, y que Juan Pablo II lo
definiera como “una gran figura de la
Iglesia”.

El fraile abogado
El P. Lagrange nació en Bourg-en-Bresse
(Francia) en 1855, en el seno de una piadosa
familia, de la cual recibió sus primeros
conocimientos religiosos. Terminada la
escuela secundaria estudió en la Universidad
Católica de París, hasta obtener el doctorado
en Derecho en 1878. Pero nunca llegó a
ejercer su profesión, pues al año siguiente, y
luego de mucho pensarlo, ingresó en la
Orden de Santo Domingo, en la que fue
ordenado sacerdote en 1883.
Entre 1884 y 1886 enseñó Historia de la
Iglesia, y luego Filosofía y Sagrada Escritura,
hasta que sus superiores, viendo la pasión
que demostraba por la Palabra de Dios, lo
mandaron a Viena para estudiar las antiguas
lenguas orientales: hebreo, siríaco, árabe,
egipcio jeroglífico y asirio, mientras se
iniciaba poco a poco en los temas de crítica
bíblica.
La idea del joven Lagrange era regresar a
Francia para emprender estudios bíblicos
con un equipo de frailes dominicos. Pero
estando en Viena sucedió un hecho que iba a
cambiar totalmente su vida. En abril de 1890
sus superiores decidieron enviarlo a
Jerusalén para fundar una escuela bíblica.
Lagrange, según lo confesó él mismo, quedó
aterrado al recibir la noticia, que sonó como
un repique fúnebre en sus esperanzas. Pensó
en la dificultad para desarrollar allí cualquier
labor intelectual, lejos de sus libros, fuera del
mundo académico, y en un lugar tan lejano e
inhóspito. Pero fiel a su espíritu de
obediencia, que lo iba a caracterizar durante
toda su vida, con gran sufrimiento marchó a
Tierra Santa, después de haber escrito en su
diario espiritual: “Jesús mío, me consuela
pensar que tú también has experimentado
este dolor”.

La Escuela Bíblica
A pesar de sus temores, al llegar tuvo una
especie de deslumbramiento o, en sus
palabras, un “éxtasis histórico”. Se sintió
cautivado por esa tierra donde habían nacido
las Escrituras, y comprendió que no había
lugar en el mundo más apropiado que ése
para llevar a cabo los estudios que tanto lo
apasionaban. Sin dudarlo más emprendió
una titánica labor organizativa y nueve
meses más tarde, en noviembre de 1890,
inauguraba en el convento de San Esteban la
que iba a ser la famosísima Escuela Práctica
de Estudios Bíblicos, a la que dedicará sus
desvelos en los siguientes cuarenta y cinco
años.
En un país que entonces no ofrecía ningún
recurso intelectual ni económico el P.
Lagrange, solo, comenzó a enseñar hebreo,
árabe, asirio, historia y arqueología, sin más
material escolar que una mesa, un pizarrón y
un mapa, en un precario local que había sido
matadero municipal. Y en su discurso
inaugural esbozaba lo que sería más tarde su
programa de vida: “Dios, donándonos la
Biblia, no invitó a la inteligencia humana a
chochear sino a progresar. Él le ha abierto un
campo indefinido de progreso en la verdad”.
Como se ve, tempranamente había tomado
conciencia de la importancia de la
investigación científica para ilustrar la fe de
la Iglesia.
El método histórico
El P. Lagrange desde un comienzo se mostró
partidario de aplicar en la exégesis bíblica un
método bastante desconocido todavía entre
los católicos, llamado el método histórico, o
histórico-crítico. ¿Y en qué consistía?
Desde mediados del siglo XIX los grandes
descubrimientos históricos, arqueológicos y
científicos plantearon al estudioso de la
Biblia un grave problema, pues éstos
parecían hallarse en contradicción con los
relatos bíblicos. Surgió así un serio
interrogante: ¿cómo conciliar estos hallazgos
con la veracidad de las Escrituras, que son
Palabra de Dios?
Se desató, entonces, un famoso debate entre
los exegetas para resolver la aparente
contradicción entre las ciencias y la fe,
conocido como la “cuestión bíblica”. La
solución estaba en abandonar la lectura
primaria o ingenua de la Biblia que hacía la
exégesis tradicional, para reemplazarla por
otra más seria que tuviera en cuenta el
trasfondo histórico de la Biblia. Era
necesario, pues, emplear un nuevo método
de lectura, llamado el método histórico, que
permitiera situar el Libro Sagrado dentro de
los límites y condicionamientos de la época
en que surgió, a fin de poder descubrir la
verdadera intención de los autores bíblicos al
redactar sus obras.
Según este método, por ejemplo, cuando el
autor del Génesis compuso el relato de la
creación del mundo no quiso brindarnos una
crónica de los hechos realmente sucedidos,
sino dejarnos algunas enseñanzas para
nuestra salvación, según la mentalidad de
aquella época.
El P. Lagrange propuso este método y lo
explicó en un famoso libro publicado en 1903
que se volvió un clásico: “El método
histórico”. Pero desagraciadamente cayó tan
mal dentro de la Iglesia, que nunca más pudo
ser reeditado hasta 1967.
Es que el nuevo método había nacido en un
ambiente antirreligioso, cargado del
racionalismo, el iluminismo y el
cientificismo del siglo XIX, los cuales
rechazaban la dimensión sobrenatural de las
Escrituras y ridiculizaban la fe, reduciéndola
al ámbito de lo mitológico e irreal.
A pesar de este primer fracaso, el P.
Lagrange, con su genial intuición, estaba
convencido de que era posible utilizarlo
provechosamente en los estudios bíblicos.
Por eso comenzó su labor en la Escuela
Bíblica aplicándolo sin cansancio.

La Revista Bíblica
Al principio el P. Lagrange comenzó a dar a
conocer los frutos de sus investigaciones a
través de conferencias en Jerusalén. Pero
bien pronto su fama se extendió por todas
partes, de manera tal que empezó a recibir
invitaciones de diversos seminarios de
Francia, de otros países de Europa y de los
Estados Unidos.
Cuando llegó a Roma la noticia de sus
numerosas invitaciones, las autoridades
eclesiásticas consideraron peligrosa tan
intensa actividad divulgativa, y le
prohibieron aceptarlas. Entonces nació en él
la idea de fundar una revista científica,
altamente especializada, que le posibilitara
difundir ampliamente el pensamiento de la
Escuela. Así, en 1892 fundó la Revista
Bíblica, que llegará a ser con el tiempo no
menos famosa que su Escuela.
Como era de esperar, la revista aumentó la
desconfianza de las autoridades eclesiásticas,
por lo que el P. Lagrange, siempre obediente,
escribió a sus superiores: “si mis tendencias
parecen peligrosas con gusto callaré, a pesar
de mi convicción íntima de que estamos en
el camino de la verdad”. Y aunque por el
momento no se le impidió publicar, todos
sus artículos quedaron sometidos a la
censura romana, que cada vez se volvía más
susceptible con las enseñanzas del díscolo
dominico. Así, debió resignarse a ver cómo
algunos miembros de su propia Orden
desaconsejaban la lectura de la revista, o
prohibían su entrada en las comunidades, y
cómo algunas congregaciones retiraban sus
estudiantes de la Escuela Bíblica.

El congreso de Friburgo
Una de las polémicas más arduas que suscitó
la crítica histórica en aquel entonces se
centraba en el autor del Pentateuco. Durante
siglos se había sostenido que era Moisés.
Pero en 1678 el sacerdote francés Richard
Simon, y más tarde el médico Jean Astruc en
1753, lo habían puesto en duda.
El P. Lagrange hacía tiempo que había
llegado a este mismo convencimiento, y
decidió tomar posición pública al respecto,
aun a costa de arriesgar su tranquilidad y su
reputación. Para ello resolvió concurrir al
Congreso Católico de Friburgo, que se
celebraba en 1897, a fin de exponer su
pensamiento sobre tan candente tema. Pero
justo antes de su viaje se enteró de que la
Congregación del Santo Oficio había
condenado la afirmación, propuesta por la
crítica bíblica, de que ciertos versículos de la
1º carta de Juan no eran auténticos. El P.
Lagrange tomó esta medida como una
advertencia a lo que él iba a decir en el
Congreso. Y en una carta a sus superiores les
decía: “Estoy convencido de que una exégesis
católica sólida exige libertad de discusión,
que nos permita poner, al servicio de la fe,
las armas de nuestros enemigos cuando son
buenas. Pero tengo también fe absoluta en la
obediencia. Y si los tiempos no ha llegado
todavía, esperaré hasta que tenga el
consentimiento de mis superiores”.
De este modo su participación en el
Congreso se tornó dudosa. Las autoridades
dominicas resolvieron, entonces, para evitar
problemas, someter a la censura romana la
ponencia que el P. Lagrange pensaba hacer
en Friburgo. Y luego de ser fuertemente
discutida, ésta finalmente se aprobó.
Ya en el Congreso, el P. Lagrange realizó una
famosa exposición negando la autenticidad
mosaica del Pentateuco. Y con ella dejó
asentado uno de los principios
fundamentales de la exégesis bíblica: que la
autoridad religiosa de la Biblia no depende
de la autenticidad literaria de sus libros (es
decir, que Moisés sea el redactor del
Pentateuco, que Isaías sea autor del libro que
lleva su nombre, etc.) sino de la inspiración
divina en los redactores del texto,
quienquiera que éstos hayan sido. Este
principio fue totalmente revolucionario para
la época, y a pesar de haberlo expuesto con
tanta claridad, habrá que esperar casi setenta
años antes de que un documento oficial de la
Iglesia (la constitución Dei Verbum del
Concilio Vaticano II, aprobada en 1965)
aceptara esta distinción entre la autenticidad
del autor y la inspiración.
Por fortuna la ponencia del P. Lagrange no
provocó la tempestad que se temía en el
Congreso. La reacción del auditorio había
sido moderada y respetuosa. Sintiéndose
alentado por el éxito concibió la idea de
publicarla en la revista Bíblica. Y así, a
comienzos de 1898 apareció su escrito
titulado “Las fuentes del Pentateuco”.
Pero una cosa era presentar sus ideas en un
Congreso frente a un grupo de sabios, y otra
muy distinta era darlas a conocer
masivamente a un clero no demasiado
ilustrado y excesivamente fundamentalista.
Y esta vez la exposición del P. Lagrange sí
suscitó violentas reacciones. La prensa lo
atacó duramente, y el Patriarca Latino de
Jerusalén llegó a denunciarlo ante el Santo
Oficio por “racionalismo” y “desviacionismo
protestante”. Nadie parecía comprender al P.
Lagrange, y todos parecían dispuestos a
emprender una violenta batalla contra
cualquier novedad que viniera a cambiar lo
que se había sostenido durante siglos. Con
su humildad habitual, el fraile dominico se
limitó a comentar: “Sigo creyendo estar en la
verdad. Pero si me condenan lo aceptaré”.
Felizmente la tormenta esta vez no lo
alcanzó. Pero sí a algunos de sus amigos y
discípulos, quizá menos prudentes, que
perdieron sus cátedras o debieron dejar de
publicar por seguir sus ideas.

La Pontificia Comisión Bíblica


A pesar de la incomprensión general, el P.
Lagrange comprendió que no eran
suficientes los artículos aislados que
publicaba, para exponer sus ideas. Concibió
entonces la idea de escribir una obra colosal,
que, según sus cálculos, le llevaría unos ocho
años: un estudio histórico-crítico de todo el
Antiguo Testamento. Respetuoso, como era,
de la jerarquía, pidió para ello autorización al
Superior de la Orden Dominica. Éste, no
demasiado convencido, finalmente se la
otorgó.
Feliz, P. Lagrange se abocó al trabajo con
toda su energía, esperanzado en que la
polémica desatada por su anterior artículo
sobre el autor del Pentateuco no fuera un
obstáculo para su publicación.
Pero se equivocaba. Cuando en 1898 terminó
de escribir la primera parte, envió a Roma el
manuscrito para que le dieran la aprobación.
Era un estudio sobre el “Génesis” en el que
explicaba qué influencia tuvo Moisés en su
composición, cómo se redactó a partir de
varias fuentes, el valor histórico de los
primeros capítulos y la historia de los
patriarcas. Pero de Roma se lo devolvieron,
prohibiendo su publicación por inoportuna.
Más aún, como el P. Lagrange no se
desalentaba frente a los frenos que
intentaban ponerle, al año siguiente el
Superior de la Orden, para hacer más estricta
la censura que pesaba sobre él, le prohibió
publicar cualquier artículo sin el aval de dos
censores designados al efecto.
Todos estos conflictos bíblicos que habían
tomado ya dominio público y que sacudían
peligrosamente a la Iglesia, llevaron al papa
León XIII en octubre de 1902 a crear una
comisión especial para que se ocupara de
ellos. Nació así la Pontificia Comisión
Bíblica. Y con su fundación, las esperanzas
del P. Lagrange parecieron renacer. Por fin
las cuestiones bíblicas serían tratadas por
especialistas competentes que podrían
promover y no frenar los estudios bíblicos. Al
enterarse, escribió ilusionado: “La exégesis
bíblica es la única ciencia donde cada uno se
considera capaz de opinar sobre todo, sin
escuchar a los que realmente saben, a los
que se pasan la vida dedicados a esta difícil
labor. Esperemos que eso se termine de una
vez”.
Y para su sorpresa, él mismo fue nombrado
consultor. Esto significó una rotunda
rehabilitación para el fundador de la Escuela
Bíblica, que durante tanto tiempo había sido
injustamente tenido por sospechoso.

Las conferencias de Tolosa


Más tranquilo, y con el aval que le daba su
nuevo cargo, el P. Lagrange viajó a Francia
para pronunciar una serie de seis
conferencias exponiendo su método
histórico-crítico. Estas conferencias, que
luego se harán célebres, completaban su
pensamiento expresado en el Congreso de
Friburgo, y representaban el fruto de doce
años de investigaciones al frente de la
Escuela Bíblica desde 1890. En ellas
rechazaba la lectura fundamentalista de la
Biblia, que toma el texto sagrado al pie de la
letra. “No todo lo que en la Biblia tiene las
apariencias de historia –decía– es
forzosamente historia. Eso hay que
determinarlo con el género literario del
relato. Esto vale especialmente para los
primeros capítulos de la Biblia, los cuales no
contienen historia propiamente dicha”. El P.
Lagrange fue, así, el primero dentro de la
Iglesia Católica en señalar la existencia de
distintos géneros literarios en la Biblia.
Pero era aún demasiado pronto para hacerlo.
Sus palabras provocaron una batalla campal
entre quienes lo escucharon. Arduos debates
y nuevas denuncias sacudieron el ambiente
teológico, ya bastante enrarecido. Pero ahora
el P. Lagrange tenía el apoyo de la Santa
Sede, la cual juzgó que su exposición no
tenía nada de reprochable. Por eso, a pesar
de las críticas suscitadas, las conferencias se
publicaron en 1903 con el título de “El
método histórico aplicado al Antiguo
Testamento”. En el prólogo su autor escribía
sabiamente: “La sinceridad, aunque al
principio escandalice, vale más que la
simulación, la cual afianza el error”.
Fue tal el éxito de esta obra, y los medios
universitarios la elogiaron tanto, que en
menos de un año hubo que reeditarla. Pero
por culpa de ella los conservadores se
enemistaron para siempre con su autor.
Creyendo ver, ahora sí, una postura
definitivamente renovada en la Iglesia, el P.
Lagrange volvió a pedir autorización para
publicar su “Génesis”; pero ya era
demasiado, y no lo consiguió. De todos
modos, no queriendo desaprovechar el
viento fresco que soplaba en la jerarquía,
decidió publicar otro comentario, esta vez
sobre el libro de los Jueces. Y aunque no le
fue fácil conseguir la autorización, después
de muchos retrasos y postergaciones la
obtuvo por fin en 1903.
Es que el prestigio del P. Lagrange iba en
constante aumento. Y el mismo Papa lo tenía
en muy alta estima. A tal punto que ese
mismo año lo llamó para comunicarle que
había decidido crear en Roma un Instituto de
Estudios Bíblicos en el que él tendría un
lugar importante. Y le expresó también la
decisión de convertir su tan querida Revista
Bíblica nada menos que en el órgano oficial
de la Comisión Bíblica. El P. Lagrange no
podía creerlo. Por fin había triunfado la línea
bíblica renovada.
Pero nada de esto se concretará jamás. Pocos
meses después, en julio de 1903, se produjo
la muerte de León XIII; y en agosto asumió
como papa Pío X, bajo cuyo reinado le
esperaba al P. Lagrange un largo calvario.

La noche oscura
Apenas muerto León XIII, se desató una
violenta campaña contra el P. Lagrange. En
1904 el jesuita Delattre publicó un libro
contra el método histórico-crítico. El general
de la Compañía de Jesús escribió a todos sus
provinciales previniéndolos contra “un
proceder subversivo que llaman método
histórico”. Los profesores que se habían
mostrado simpatizantes con las nuevas ideas
fueron retirados y reemplazados.
Frente a esta virulenta andanada, el P.
Lagrange intentó defenderse escribiendo un
pequeño volumen titulado “Aclaración sobre
el método histórico a propósito del libro del
P. Delattre”, pero sus superiores no
permitieron su publicación. Solicitó entonces
de nuevo autorización para publicar su
“Génesis”, pensando que con él podría
aportar argumentos sólidos para la
discusión, pero a pesar de que los
consultores lo encontraron irreprochable
desde el punto de vista teológico, la
respuesta oficial se mantuvo la misma: no es
oportuno. Y como si esto fuera poco, al
dominico le aguardaba aún el golpe más
cruel de todos: la Comisión Bíblica se
pronunció en 1906 a favor de la autenticidad
mosaica del Pentateuco, contra la cual él
tanto había predicado.
Aquí es donde puede admirarse al P.
Lagrange en toda su grandeza. Lejos de
rebelarse o de resentirse, hizo un acto de
total sumisión al Papa y le escribió: “Si Su
Santidad cree conveniente que yo deje de
ocuparme de los estudios bíblicos, los
abandonaré sin titubear. Sólo le suplico que
se digne creer en la buena intención que me
ha motivado hasta hoy”. Pero sólo obtuvo el
silencio por respuesta.
A comienzos de 1907 la situación se agravó:
el P. Lagrange recibió una prohibición del
propio Papa de publicar cualquier
comentario al Antiguo Testamento, sea en
forma de libro, o de artículo, o de cualquier
otra manera. Mientras tanto el jesuita
Delattre había publicado un nuevo ataque
contra el P. Lagrange, al que sus superiores
tampoco le permitieron contestar. Él,
siempre manso, escribía: “Me duele nuestra
inferioridad en los estudios críticos. Hay
libertad para atacarme, y no para
defenderme. Pero sé muy bien que no se
remedia nada en la Iglesia fuera de la
obediencia”.
Ese año fue infausto para cualquier intento
de novedad en los estudios bíblicos, pues la
Iglesia extremó la lucha contra el llamado
“modernismo”, acusándolo de sacrificar la fe
a la cultura moderna en un vano intento por
conciliarlas. El Santo oficio excomulgaba, el
Índex de libros prohibidos impedía toda
novedad en las lecturas, la Comisión Bíblica
frenaba los estudios con sus declaraciones, y
la Comisión Consistorial, que controlaba en
aquel entonces la enseñanza en los
seminarios, excluía a los profesores de
tendencia progresista. El papa Pío X, por su
parte, dio a conocer el decreto
“Lamentabilis” y la encíclica “Pascendi”,
ambas para refutar los errores de los
modernistas. Y como corolario, en 1909 fue
creado el Instituto Bíblico Pontificio de
Roma, presidido por el jesuita Fonck, con el
fin de controlar de cerca a la Escuela Bíblica
de Jerusalén.

El réprobo
Con el ánimo fogueado por tanto lucha, el P.
Lagrange decidió abandonar sus estudios
sobre el Antiguo Testamento, como le había
ordenado, y trabajar en un comentario al
evangelio de Marcos. Dos años más tarde
estaba listo, y envió al superior de la Orden
el manuscrito de su obra con la intención de
que esta vez sí se lo dejaran publicar. Pero
lejos de recibir aliento alguno, los
comentarios de Roma fueron bastante
reticentes. No obstante, el libro fue
publicado en París en 1911. Y como era de
esperar, pronto se levantaron contra él las
mismas críticas que despertaban todas sus
obras. Particularmente la Comisión Bíblica le
cuestionaba su afirmación de que el
evangelio de Marcos sirvió de fuente para los
evangelios de Mateo y Lucas, lo cual ponía la
redacción de éstos en una fecha posterior a la
entonces aceptada. Además, al no considerar
a Marcos como simple relator sino como
verdadero autor, comprometía el valor
histórico del relato evangélico.
Por una causa o por otra, todas las obras del
P. Lagrange merecían la reprobación de
Roma. Pero la noche oscura no había caído
aún. Ésta llegó en junio de 1912 cuando
recibió un decreto de la Comisión
Consistorial en el que el Papa ordenaba que
todos sus libros fueran retirados de la
formación de los futuros sacerdotes. Aunque
no se trataba de una condena sino de una
medida provisional, hasta tanto se analizaran
sus obras con mayor profundidad, fue un
fortísimo golpe para el P. Lagrange.
Entonces, con la imperturbable serenidad de
siempre, le envió una carta al Sumo Pontífice
para expresarle su dolor por haberlo
entristecido, y su total obediencia: “Siempre
me someteré de mente y de corazón, sin
reservas, a las órdenes del Vicario de Cristo.
Permanezco arrodillado ante Su Santidad
para implorar su bendición”.
Luego le envió una carta al Superior de la
Orden, comunicándole que renunciaba a
seguir dictando su curso de Sagradas
Escrituras, a continuar trabajando en un
comentario al evangelio de Lucas que había
comenzado, y a escribir sobre cualquier tema
bíblico. Incluso ofrecía alejarse de su querida
Jerusalén durante un año, y a transformar la
Revista Bíblica en una publicación de
estudios palestinenses y orientales.
El Papa quedó impresionado de la actitud
que el P. Lagrange demostraba en ambas
cartas. No obstante se limitó a manifestar:
“Lo felicito por su entera sumisión”. Y aceptó
sus propuestas.
La noche había caído sobre el P. Lagrange.
De sus más íntimos pensamientos, de su
dolor, en los dramáticos momentos vividos
nada sabemos, salvo un comentario hecho a
un amigo, en el que por primera vez se lo oyó
quejar: “Soy un barco a la deriva. Si hasta
hoy serví a la Iglesia con la acción, ha llegado
el momento de servirla con la inacción. Soy
un hombre terminado”.

La reivindicación
Fiel su palabra el P. Lagrange regresó
calladamente a París, y allí se exilió. Él
mismo se impuso un duro silencio, al que
sólo interrumpió para predicar en público
durante el Adviento. Tal era el temple de este
hombre que su primer sermón lo dedicó a la
fidelidad al Magisterio de la Iglesia: “Nuestro
deber es amar al Papa. Él debe moderar
nuestros esfuerzos, él debe ordenarnos no
avanzar allí donde nuestra generosidad nos
impulsa. Ésa es nuestra prueba, y la
aceptaremos sólo si amamos bien al Papa”.
Era la misma consigna que había dejado a
sus discípulos en Jerusalén antes de partir.
Durante todo este tiempo la actitud del P.
Lagrange resultó admirable, ya que nadie
recordó jamás una sola palabra en privado de
amargura o de reproche hacia el Papa.
Sorpresivamente, en mayo de 1913 el P.
Lagrange recibió una comunicación del
Superior de la Orden indicándole que debía
presentarse inmediatamente en Roma.
Temió lo peor: que se le notificara una
condena doctrinal con la que tantas veces se
lo había amenazado, y a la que, por supuesto,
iba dispuesto a someterse. Su temor fue
mayor cuando, al llegar a Roma, el Superior
le dijo simplemente que dos días después iba
a ser recibido personalmente por el Papa.
Pero grande fue su asombro al ver que Pío X
lo recibía con gran benevolencia, lo felicitaba
por su leal y pronta sumisión, y le anunciaba
que podía regresar a Jerusalén para retomar
sus clases y la dirección de la Escuela. Sin
haberlo esperado, el tiempo de prueba y del
exilio (casi un año) había terminado. O al
menos así parecía.
Inmediatamente regresó a Jerusalén, y en
julio de 1913 se encontraba nuevamente en
su ciudad amada con una infinidad de
proyectos, como cuando hacía más de veinte
años llegaba por primera vez. Mientras tanto,
en Francia la prensa publicaba la noticia:
“Las desgracias del P. Lagrange terminaron.
El sabio exegeta está en Jerusalén a donde
retornó con la enseñanza y los trabajos que
le han valido en el mundo de la ciencia una
merecida autoridad”.
Pero una nueva calamidad se cernía sobre
Europa y Oriente Medio: los negros
nubarrones de la guerra. Y el conflicto estalló
finalmente en agosto de 1914. El P. Lagrange
por ser francés, se encontró de pronto en
territorio enemigo, puesto que Palestina
formaba parte del Imperio Otomano y éste
luchaba del lado de Alemania en contra de
Francia. Los turcos lo arrestaron junto a
otros sacerdotes franceses y los llevaron a
Damasco para internarlos. Pero la rápida
intervención del Papa logró que finalmente
fueran liberados y enviados a Roma. Así, la
Escuela Bíblica debió cerrar sus puertas por
cuatro años, hasta después de finalizada la
guerra.
Mientras tanto en Roma la situación del P.
Lagrange no era demasiado favorable. Había
muerto el papa Pío X cuando por fin éste lo
había rehabilitado, y había sido nombrado un
nuevo pontífice: Benedicto XV.
En 1920 el nuevo Papa dio a conocer la
encíclica “Spiritus Paraclitus”, que si bien
estimulaba los estudios bíblicos, no lo hacía
en la dirección seguida por Lagrange. Por
otra parte, era partidario de fundar en
Jerusalén una sede del Instituto Bíblico de
Roma, con el que los jesuitas pensaban
reemplazar a la Escuela Bíblica, cuyo futuro
se tornaba dudoso.
Sin amedrentarse, el P. Lagrange reabrió su
Escuela Bíblica de Jerusalén y se abocó a su
infatigable trabajo. Así, en 1921 estaba
terminado su comentario al evangelio de
Lucas. Volvió a intentar la autorización para
su ya inveterado “Génesis”, pero no la logró.
Cuando poco después volvió a quedar Roma
sin Papa y resultó elegido Pío XI, el P.
Lagrange se llenó de nuevas esperanzas, ya
que este pontífice era un reconocido
intelectual y un antiguo abonado a la Revista
Bíblica. Pero una vez en el trono de Pedro el
Santo Padre se limitó a bendecir al P.
Lagrange y a decirle que necesitaba tiempo
para examinar a fondo las cosas. El dominico
pensó que sólo se trataba de tener paciencia
y esperar.

El tiempo final
En 1923 el P. Lagrange dio a conocer su
comentario al evangelio de Lucas, y dos años
más tarde el de Juan. Cumplidos ya los
setenta años, había publicado, además de
centenares de artículos, sus cuatro
monumentales comentarios a los evangelios
y el “Método histórico”. Pero su “Génesis”, a
más de un cuarto de siglo de compuesto, no
había recibido aún la autorización para ser
publicado. En 1926 apareció su “Sinopsis
griega” y en 1927 “El Evangelio de
Jesucristo”, una vida de Jesús sin pretensión
erudita que escribió como una saludable
preparación para la muerte. El libro tuvo un
inesperado y súbito éxito, y mereció la
bendición de Roma. Pero, como había
sucedido casi invariablemente en su vida, se
desaconsejó su lectura en los Seminarios con
el argumento de que los seminaristas
necesitaban más piedad que ciencia.
No obstante todas estas dificultades el P.
Lagrange continuaba publicando. En 1933,
salió de la imprenta una “Historia del canon”
y en 1935, su “Crítica textual”.
Entonces, ya con ochenta años sobre sus
espaldas y con cuatro décadas y media de
trabajo en Jerusalén, sintió que sus fuerzas
declinaban y que no podía continuar con su
labor, por lo que solicitó su retiro. Una vez
más, silenciosamente y con profundo dolor,
se despidió de sus discípulos y de su amada
Escuela y en 1935 regresó a Francia.
Allí retomó su labor intelectual. Pero las
autoridades romanas, apegadas todavía a una
exégesis simplista, seguían bloqueando su
labor, y a sus ochenta y un años aún no le
habían dado autorización para publicar el
“Génesis”, escrito hacía casi cuatro décadas.
No obstante ello, consideró que era necesario
hacer una revisión de este libro, nunca
publicado aún, y actualizarlo con los
descubrimientos científicos de los últimos
años. Así, a pesar de su edad, emprendió el
proyecto con admirable entusiasmo.
Mientras trabajaba en esta empresa, intentó
publicar en la Revista Bíblica un artículo
escrito en 1907 sobre los Patriarcas, pero los
censores romanos se opusieron por razones
de oportunidad. Entonces preparó un
artículo sobre la evolución religiosa de Israel.
Y una vez más, por orden de Roma, debió ser
retirado.
Continuó trabajando sobre el Génesis y
dando conferencias, hasta que sus fuerzas lo
abandonaron definitivamente. El 8 de abril
de 1938 sufrió una crisis como consecuencia
de una congestión pulmonar. El médico nada
pudo hacer. Mientras recibía la
extremaunción el P. Lagrange exclamó: “Me
abandono a Dios”. Y luego murmuró
quedamente: “Jerusalén, Jerusalén”.
Su vida se apagó suavemente el 10 de abril.
Sus restos fueron enterrados en el Convento
de Saint Maximin, donde permanecieron
hasta 1967, año en el que fueron trasladados
a su amada Jerusalén e inhumados en el
corazón de su Escuela, la basílica de San
Esteban.

La victoria póstuma
Hasta sus últimos días, el P. Lagrange
soportó la humillación de que sus artículos
fueran censurados, que sus libros fueran
prohibidos, que sus ideas fueran combatidas
sin fundamento. Pero el triunfo sobrevendrá
después de su muerte.
A partir de 1939, cuando fue elegido Papa,
Pío XII, pudo vislumbrarse un nuevo
amanecer para la exégesis crítica. Los
primeros signos se manifestaron en la nueva
actitud de la Comisión Bíblica (cuyo
presidente y secretario eran dos antiguos
discípulos del P. Lagrange), que en 1941
condenó la excesiva desconfianza
conservadora hacia la moderna investigación
bíblica, y apoyó decididamente la exégesis
crítica.
Pero fue la publicación de la Divino afflante
Spiritu, de Pío XII en 1943, la que puso fin a
las controversias. Esta encíclica, verdadera
carta magna del progreso bíblico, no sólo
anunciaba que ya habían sido superados los
tiempos del temor, sino que alentaba a los
exégetas a utilizar todas las herramientas de
la ciencia moderna para realizar su trabajo.
Pero la más importante contribución del
documento es haber aceptado que en la
Biblia se dan diferentes géneros literarios, lo
que permitía interpretar adecuadamente los
problemas históricos que plantean las
Escrituras. De este modo, de muchos de los
libros que antes se pensaban históricos en
sentido estricto, se podía decir o que no lo
eran en absoluto o que lo eran sólo en un
sentido amplio y no técnico. Quedaba así
oficialmente reconocido el esbozo que sobre
los géneros literarios había hecho por el P.
Lagrange hacía cuatro décadas. El cardenal
Arzobispo de Tolosa celebró la aparición de
la Divino afflante Spiritud diciendo: “La
carta del Soberano Pontífice está hecha para
acallar a estos ignorantes que son los
fundamentalistas”.
Estas orientaciones se vieron reforzadas por
otras declaraciones de la Comisión Bíblica,
como cuando en 1948 respondió al Cardenal
Suhard afirmando que los primeros 11
capítulos del Génesis no contienen historia
en sentido moderno.
Finalmente la constitución “Dei Verbum” del
Concilio Vaticano II, promulgada en 1965,
afianzará definitivamente esta línea de
pensamiento, al afirmar que lo que la
Escritura enseña “firmemente, con fidelidad
y sin error, es la verdad que Dios quiso que
se consignara en las sagradas letras para
nuestra salvación”. Y agrega: “Habiendo
hablado Dios en la Sagrada Escritura por
hombres y a la manera humana, para que el
intérprete comprenda lo que él quiso
comunicarnos, debe investigar qué
pretendieron expresar realmente los
hagiógrafos... Para descubrir la intención de
hagiógrafos, entre otras cosas hay que
atender a los géneros literarios... pues la
verdad se propone y expresa ya de una
manera, ya de otra en los textos de los
diversos géneros literarios”.
Así, el Concilio ponía término a cien años de
controversias en lo que a crítica histórica se
refiere y consagraba las enseñanzas del
P. Lagrange.
Por último, el documento de la Comisión
Bíblica “La interpretación de la Biblia en la
Iglesia” de 1993 sostiene que “el método
histórico-crítico es el método indispensable
para el estudio científico del sentido de los
textos antiguos”, a la vez que rechaza la
lectura fundamentalista de la Biblia al
considerarla como “una forma de suicidio del
pensamiento”.
Como dijo el Cardenal Saliège con motivo de
la publicación de la Divino afflante Spiritu:
“En las moradas eternas, seguramente el
P. Lagrange habrá cantado: ¡Amén, amén,
aleluya, aleluya!”.

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