Está en la página 1de 9

¿Qué es un golpe de Estado?

sartelli
Desde un punto de vista institucionalista, existe un golpe de Estado cuando un gobierno,
sea cual fuere su origen y su orientación política, es desplazado del poder por causas
ajenas a su voluntad y sin que medien los mecanismos formalmente aceptados por el
régimen político imperante, sea cual fuere éste. Así, el Proceso militar argentino surge de
un golpe de Estado. Pero también se puede considerar golpe de Estado cuando el general
Viola es desplazado por Galtieri. Obviamente, con esta definición, también es un golpe de
Estado lo que está sucediendo hoy en Chile y lo que sucedió en el 2001 con De la Rúa. Va
de suyo que la Revolución rusa, la francesa y cualquiera otra son golpes de Estado.
Esta idea, indudablemente, lleva a considerar de otro modo al hecho que nos convoca, la
situación boliviana. En efecto, si todos los casos mencionados son golpes de Estado, no
hay, en tal concepto, ninguna connotación valorativa específica en tal acción, amén de que
carece de utilidad analítica en tanto coloca en la misma bolsa fenómenos completamente
diversos. Y que, por lo tanto, decir que Evo cayó víctima de un golpe de estado no quiere
decir nada, ni bueno ni malo. Es simplemente señalar la existencia de una alteración del
orden institucional. De aquí se deduce que la caída de Evo Morales por un golpe de
Estado no significaría nada a priori, puesto que no hay en el concepto nada que indique
ningún juicio posible.
Por supuesto, la mirada institucionalista supone que hay golpes “buenos” y “malos” según
se respete el “orden constitucional”. Lo que no deja de ser contradictorio, puesto que si un
régimen dictatorial se da una constitución, que no puede sino ser dictatorial, un golpe de
Estado contra una dictadura sería “malo” si esa dictadura alcanzó a darse un orden
“constitucional”. Parece bastante sencillo, entonces, que la mirada institucionalista se
focalice en la democracia burguesa para evitar esta contradicción: hay un golpe de Estado
(y no puede sino ser “malo”), cuando se produce contra un gobierno electo en el contexto
de una constitución democrático burguesa. La objeción elemental es que un texto escrito
puede afirmar cosas que no existen en la realidad, como la constitución argentina de 1853,
que era sistemáticamente violentada por el fraude roquista. Si esa mirada institucionalista
trascendiera el papel y se afianzara como “realista”, consideraría que hay un golpe de
Estado contra esa constitución por medio del fraude. Claramente entra aquí el propio Evo
Morales, que buscó por cuanto medio pudo violentar su propia constitución para lograr
perpetuarse en el poder. Curiosamente, entonces, los golpistas que echan a Evo, han
producido un golpe a favor de la propia constitución de Evo, lo que los coloca en el campo
de los campeones de la democracia. Han dado un “golpe bueno”, como señaló en su
momento Cristina Kirchner con el golpe militar argentino de 1943. Con un elemento a favor
de los golpistas bolivianos: ellos actuaron en medio de una rebelión popular y no fueron los
militares los que se hicieron con el gobierno. Ni siquiera el elemento ideológico jugaría a
favor del golpe que terminará entronizando al peronismo, porque los golpistas del ’43 eran
simpatizantes de la Alemania nazi (igual que el propio Perón, por otro lado). Está claro que
la mirada institucionalista nos mete en un brete inútil, entre otras cosas, porque lo que se
discute hoy en torno a la expresión “golpe” no tiene nada que ver con el formalismo
jurídico.
Así, es, lo que Evo y sus partidarios locales e internacionales (un arco que va desde AMLO
a Alberto Fernández, pasando por el FITU) quieren decir es otra cosa. Por un lado,
colocándose en relación a los años ’70, “golpe” quiere decir “ataque a la democracia por
parte de las oligarquías pro-imperialistas a través de las FFAA”. “Golpe” es aquí una
expresión política que ya está cargada de sentido. Ese sentido es unívoco y claro: los
gobiernos que nacen de las urnas y expresan una ideología ligada al “campo popular” no
pueden ser golpistas. Todo lo contrario, serán siempre blanco del “golpismo”. Desde ese
punto de vista, hay un golpe de Estado cuando un gobierno que dice ubicarse en el campo
“progresista” es atacado por sus enemigos políticos, dizque “la derecha”. En esta
perspectiva, poco importa cuál sea la mecánica del proceso “golpista”: es un golpe el de
Pinochet contra Allende, pero también la destitución por impeachment de Dilma Rousseff o
por juicio político contra Lugo. También resultan “golpistas” o “destituyentes” todos
aquellos que promueven acciones contra un gobierno de tales características, ya sean
declaraciones, denuncias por corrupción, críticas de los medios opositores, etc. Aquí la
definición es más sencilla: golpe de Estado es cualquier cosa que se haga contra
“nosotros”. Obviamente, lo que aquí se silencia es todo aquello que hacen los “nosotros”
porque, instalados en esta lógica, no hay nada malo que las “grandes mayorías
nacionales” puedan hacer. Así, se hará silencio sobre Perón y la Triple A o sobre Maduro y
el SEBIN.
En efecto, esta lógica se instala en el terreno de un binarismo inescapable que constituye
toda una estafa política Perón o Lanusse; Maduro o Guaidó; Evo o Camacho. En este
escenario se han eliminado actores, se ha dotado a los personajes de relatos previsibles y
se ha concentrado la acción en un par de escenas convenientemente elegidas. Reducido
el drama a la acción entre dos polos supuestamente opuestos, han desaparecido todos
aquellos que pulseaban por una tercera alternativa, al estilo de “ni golpe ni elección,
revolución”, como rezaba un famoso volante de los sindicatos clasistas argentinos en los
años ’70. Se borra también el proceso previo: las manifestaciones populares y las luchas
que genuinamente se oponen al gobierno “progresista” y sus políticas. Todos son
golpistas. Para no ser categorizados como tales, los “protestantes” se ven obligados a
plegarse, al menos discursivamente, como actores de reparto, a los acólitos del
protagonista “progre”. Así es como el FITU argentino y casi toda la izquierda
latinoamericana ha terminado en el campo de la burguesía. Obviamente, por esta vía se
obtura una salida distinta de la “nacional y popular”. No se trata solo de un chantaje
“discursivo”: la obturación de tales perspectivas de izquierda revolucionaria se produce
mediante la violencia del Estado, que el gobernante “progre” no duda en usar contra
quienes lo cuestionan desde ese punto del espectro político. Ya hablamos de la Triple A y
de Maduro, pero podemos dar muchos ejemplos, en estos últimos días, de cómo ha
procedido Morales contra las bases obreras insubordinadas a sus mandatos.
Este borramiento de la lucha social contra el campo “nac&pop” es, para usar una palabrita
perversa muy usada últimamente, “funcional” a la llamada “derecha”, que busca capitalizar
la oposición y apropiarse de sus resultados. La hace aparecer como la verdadera fuerza
detrás y delante de la insurrección y facilita, no solo su crecimiento, sino su triunfo
posterior. Esto se ha visto claramente en Bolivia: cuando el fraude se consuma, un
genuino movimiento popular recorre toda Bolivia y lanza a las calles a centenares de miles
de manifestantes, en un arco político que va desde los mineros de Potosí, que no quieren
a Evo ni a Mesa (y mucho menos a Camacho), hasta la burguesía más reaccionaria de
Santa Cruz. La acusación inmediata de golpe de Estado que denuncia Morales, una
maniobra de manual, como hemos visto, que arma el campo semántico de la batalla y
facilita el verdadero golpe de mano de Camacho, que logra colocarse a la cabeza de una
insurrección que hasta entonces no protagonizaba. El golpe de mano se completa cuando,
ante el vacío institucional gestado por la renuncia de Evo, la senadora Añez se
autoproclama presidenta, con una argucia legal que no desmerece en nada a las que usó
el presidente renunciante para llegar a ser candidato a la cuarta reelección.
Por último, este genuino chantaje político se completa con la disolución del contenido
social de la alianza “progresista”, autodefinida como “campo del pueblo”. Así, Evo es
reducido a un “campesino” y el masismo a un conjunto de indígenas pobres. Se olvida que
Evo es expresión de la burguesía cocalera, de la nueva burguesía aymara, que tuvo hasta
ayer acuerdos y sociedad con los hoy “fascistas” santacruceños y que fue elogiado hasta
por el capital internacional. Y que, en definitiva, nunca promovió ningún cambio de
relaciones sociales fundamentales. Es decir, se trata de un gobierno burgués, que ha
defendido y promovido el capitalismo, incluso a costa de la represión de todo movimiento
anti-capitalista o que busque independencia de clase del proletariado. Un gobierno que ha
reprimido toda reacción a su política, que ha cooptado todas las organizaciones sociales y
las ha corrompido de arriba abajo.
La línea de defensa que reconoce la naturaleza burguesa del masismo, establece una
prioridad electiva: esta burguesía es “progresista” y “nacional”, frente a la otra, que resulta
“reaccionaria” y “fascista”. La política del mal menor aparece, entonces, como una solución
a guatemala y guatepeor. Sin embargo, la experiencia del peronismo en los ’70 no
demuestra que Perón era una opción mejor que Lanusse, ni que Maduro sea mejor que
Guaidó. Si alguno protestara afirmando que Evo no llevó a Bolivia a la situación
venezolana y que cualquier insinuación en tal sentido es un disparate, le recuerdo que lo
mismo se decía de Chávez hasta su muerte.
La función central de la maniobra de definir como “golpe” los sucesos bolivianos consiste,
entonces, en ocultar el carácter de clase del masismo, eliminar toda discusión sobre las
bases mismas del sistema social, y cortar de raíz toda posible rebelión sistémica. La
política del “golpe” es una fórmula para encapsular la rebelión popular y colocarla en el
campo de la dominación de una de las fracciones burguesas en pugna. Es una maniobra
con la que son solidarios todos los “progres” latinoamericanos, en particular, el muy activo
Alberto Fernández, listo ya para ajustar brutalmente, más de lo que ya lo está haciendo
junto con Macri, y preparado para acusar de golpistas y fascistas a todos los que
reaccionen contra sus políticas. La acusación, por supuesto, irá acompañada de
disciplinamiento por medio de la violencia estatal y para-estatal. Eso ya lo hemos visto.

¿Qué es un golpe de Estado?


(parte II)
En la primera parte de este texto, abordamos las contradicciones de la mirada
institucionalista del golpe de Estado. Desde esa perspectiva, cualquier alteración del
contenido político del Estado es un “golpe”. También señalamos que la mirada
institucionalista era acompañada de una perspectiva puramente oportunista que sostiene
que sólo hay golpe de Estado cuando “nos lo hacen a nosotros” y explicamos que ese
“nosotros” es el populismo latinoamericano. Así, en Chile no hay golpe (porque se lo hacen
a Piñera) y en Venezuela y Bolivia sí (porque se lo hacen a Evo y Maduro). En el primer
caso, se exalta la actividad de las masas y se ignora a las fuerzas políticas que capitalizan,
al menos por ahora, la acción de las masas (la oposición burguesa y pequeño burguesa a
Piñera); en el segundo, se hace énfasis en la conducción política de los hechos más
importantes (Guaidó y Camacho), tratando de ocultar la acción de las masas. En este
cuadro, la llegada de Macri al poder se debe a un “golpe” de otro tipo, “mediático”, y la
“insurrección” de las masas es también “de nuevo tipo”: electoral. El mismo criterio se ha
utilizado para juzgar la situación en Brasil. En estos dos últimos casos, se hace silencio
sobre verdades incómodas: que Macri ganó todas las elecciones menos la última; que
Bolsonaro derrotó abrumadoramente al PT. Es decir, se esconde la acción “electoral” de
las masas que votan “en contra”.
Esta descripción de los hechos va acompañada de una caracterización ideológica ad hoc.
En el primer escenario (Chile, Argentina, Brasil), se trata de la lucha contra el
neoliberalismo fascista. En el segundo (Bolivia y Venezuela), se trata de la reacción
fascista neoliberal contra la democracia progresista. Ha quedado diseñado, de ese modo,
un campo de batalla en la que hay solo dos contendientes y, lo que es más importante, no
puede haber más. O se está con uno o se está con el otro. Los partidarios de Evo Morales
y Nicolás Maduro, un arco que va desde el kirchnerismo al FITU en la Argentina,
apostrofan de “fascista” no solo a todo aquel que ose poner en dudas las características de
ese escenario, sino incluso a aquellos que plantean una alternativa independiente de la
clase obrera.
El caso del FITU es notable por su subordinación absoluta a esta polarización, incluso
cuando los partidos “hermanos” en los respectivos países plantean lo contrario. El caso
más esquizofrénico es el de Izquierda Socialista, cuyas contrapartes venezolana y
boliviana, correctamente, plantean exactamente lo que nosotros señalamos: hay una
rebelión popular contra el populismo y hay que participar de ella y tratar de dirigirla hacia
una alternativa independiente de la clase obrera. O sea: Ni con Evo ni con Camacho-
Mesa. Esta hostilidad a todo aquel que cuestione el campo de combate diseñado por la
burguesía (a Camacho y a Evo les conviene que ese sea el campo de lucha y ellos
mismos lo armaron), no solo no se detiene a distinguir entre quienes niegan el “golpe”
porque están a favor de Añez (Trump, Macri, Bolsonaro, además de la propia Añez), de
quienes lo hacen estando en contra del gobierno Añez, posición que sostienen numerosas
organizaciones políticas de izquierda dentro y fuera de Bolivia, amén de intelectuales y
dirigentes bolivianos que no pueden ser caracterizados como “fascistas”. Esa hostilidad se
mantiene cuando ya está más que claro que, golpe o no golpe, el impasse político en
Bolivia constituye una oportunidad para una alternativa propia de los trabajadores. Es
decir, se alinean de la forma más estrecha posible al MAS. Al concentrar todas sus
consignas en la “derrota del golpe”, constituyen a Evo Morales en la dirección política de
las acciones. Ni siquiera esgrimen, en este contexto, la consigna “Asamblea
Constituyente”, que, bien mirado, en este cuadro podría tener una función positiva: ante el
descalabro institucional en el que no hay nadie “legítimo”, que el poder vuelva al pueblo
boliviano y sea él el que decida. No es nuestra consigna, pero al menos les permitiría a
sus defensores establecer una vía política alternativa, un canal de expresión de los que no
quieren ni a Evo ni a sus opositores burgueses. No. Ni siquiera eso. Que vuelva Evo, esa
es la consigna implícita en el objetivo de “derrotar el golpe”. Capitulan por completo ante la
burguesía y atacan a los que defienden la independencia de la clase obrera.
Volvemos entonces, al concepto de golpe. Definido institucionalmente, el concepto de
golpe significaba cualquier acción que termine en un cambio del contenido del Estado, lo
que abarca la destrucción del Estado mismo. Alcanza, para que haya “golpe”, cualquier
alteración de las normas vigentes por medios ajenos a esas normas. Una mirada
“sociológica” abstracta concluye exactamente lo mismo solo que lo valora diferente. En
efecto, desde este último punto de vista, cualquier alteración del contenido del Estado es
un golpe, porque ese es, finalmente, su resultado. El golpe es aquí no la violación de una
norma por métodos ajenos a esa norma, sino el resultado de una acción, sin importar el
método ni la norma. Va de suyo que, paradójicamente, esta mirada que se pretende más
realista, concluye en el mismo punto que la institucionalista: todo es “golpe”, porque ese es
el resultado de la acción. Sin embargo, el resultado de la acción es siempre la derrota de
quién ocupaba una posición y fue despojada de ella. Es decir, el resultado del movimiento
contra Evo es su derrota, graficado en la imagen de la “caída” de su gobierno.
Hay, entonces, aquí una confusión entre “resultado de la acción” y el “tipo de acción”. La
acción social se despliega en innumerables formas de acción: insurrección, revolución,
motín, participación electoral, complot, huelga, manifestación, interrupción de la
circulación, ocupación del espacio físico, toma de fábrica, bloqueos, golpes de mano, etc.
Y nos limitamos solo a aquellas que tienen una manifestación física inmediata. Existen
muchas otras formas de acción que no son de este tipo y suelen definirse como
“sicológicas”. El contenido político de las acciones no está fijado por la acción misma. Una
acción puede tener cualquier contenido político, aunque hay acciones que definen un
horizonte de sentidos específico. En el mismo sentido, todas pueden ser llevadas adelante
por cualquier clase social, pero algunas son más propias de una clase que de otras, por
razones estructurales. Así, todo lo que tenga que ver con movilizaciones de masas es más
frecuente entre el proletariado que en la burguesía. Por razones similares, el golpe de
Estado tiende a ser burgués.
Un golpe de Estado es un tipo de acción. No tiene contenido político específico a priori,
pero, por lo que vamos a explicar, tiende a ser una forma de acción burguesa. ¿En qué
consiste esta intervención? Primero, en que se realiza contra la normativa que dirige las
instituciones existentes, es decir, por fuera de los canales institucionales. Segundo, tiene
por objetivo cambiar la dirección del aparato del Estado. Es decir, no se dirige contra el
Estado sino contra el gobierno. Puede buscar un cambio de gobierno pero no de régimen,
solo el cambio de régimen o ambas cosas. ¿Por qué no se dirige contra el Estado mismo?
Porque para ello no alcanza con la energía social que concentra un golpe de Estado. Un
golpe de Estado es una acción menor en la jerarquía de las formas de acción. Presupone
la inexistencia de movilización de masas, en particular, presupone la ausencia de
insurrección como forma de acción que busca ese resultado. Un golpe de Estado puede
producirse en el contexto de una insurrección (en forma preventiva o para desviar la
energía social). Puede valerse de un contexto insurreccional, incluso. Pero el golpe de
Estado normalmente no realiza la insurrección, sino que la desvía. ¿Puede haber un golpe
de Estado a favor de una insurrección? Sí, pero en ese caso, el golpe de Estado se
transforma en un elemento de la insurrección.
La mecánica de todo golpe de Estado supone una minoría activa, con capacidad de
movimiento rápido, habilidad para la conspiración y energía suficiente como para modificar
rápidamente una situación institucional y sostenerse luego. Por eso supone energía
“almacenada”: el control de algún elemento del aparato del Estado, normalmente aquellos
capaces de desplegar violencia, en particular, las FFAA o algún tipo de organización para-
militar.
¿Qué de todo esto sucedió en Bolivia? Por empezar, hay una rebelión popular, masiva y
extensa, que opera sobre la pasividad relativa del aparato político del partido gobernante.
Es decir, el MAS no actuó como vehículo de contención de la crisis, que se desplegó sin
que hubiera una acción contraria desde el partido a la altura de lo que sucedía. Hay una
masa activa en la rebelión, pero también hay una masa pasiva que deja hacer. Esto
muestra el enorme desgaste interno de la coalición de gobierno de Morales, que se
expresa en la renuncia de ministros, en el pasaje a la oposición de miembros de su propio
partido u organizaciones dominadas (como la COB). Este vacío se incrementa cuando se
rompen las alianzas que sostenían al gobierno, como la relación estrecha que unía a
Morales con la burguesía aymara y con la élite cruceña. Es importante señalar esto,
porque el reclamo comienza con la pequeña burguesía urbana ligada a Mesa y con los
opositores a Evo en el propio movimiento de masas. Solo en la parte final del proceso
aparece en forma dominante la presencia de la “derecha”, que aprovecha la situación. Este
vaciamiento de la estructura de poder masista es el que provoca su caída cuando las
FFAA dejan de responderle: se niegan a reprimir a gente que rechaza el fraude continuado
del MAS. Evidentemente, no es una acción inocente, tiene su función política, en tanto
contribuye al vacío de poder. El hecho de que el general que le “sugiere” la renuncia sea
afín a su gobierno (al punto que después organizaciones masistas van a proponer que se
haga cargo del Ejecutivo) demuestra que el estado de las FFAA armadas no es el que
corresponde a una situación golpista y conspiratoria, sino más bien de parálisis política y
división interna, que continúa hasta el día de hoy. Abona la misma conclusión la actitud del
propio Evo para con las FFAA, actitud en la que nunca aparece la responsabilidad ante su
caída.
En medio de un vacío completo, nadie va a echarlo, nadie lo toma preso. Morales no apela
a las masas de su partido, que tampoco le responden más allá de algunos núcleos
importantes (El Alto y Chapare). El resultado es el vacío de poder. La insurrección ha
logrado lo que buscaba: hacer caer al gobierno. Evo renuncia y con él toda la estructura
institucional que podría haber sostenido al MAS en el Ejecutivo y eventualmente organizar
la resistencia. Es en ese vacío, que no es llenado por unas FFAA que evidentemente no
tenían ese objetivo, que se produce un golpe de mano: una acción inmediata que coloca a
alguien en donde no había nadie. Toda la línea de mando masista renuncia y Añez se
hace con el control. La insurrección ha sido capitalizada por la “derecha”, la fuerza más
importante y más organizada de todas las que participan de la caída de Morales. Hasta
aquí, no hay golpe de Estado.

¿Qué es un golpe de Estado?


(parte III)
Una de las razones que se aducen para calificar de “golpe” la caída de Evo Morales
consiste en adjudicar a sus beneficiarios inmediatos una ideología “fascista”. Como si no
fuera posible un golpe de Estado de “izquierda” (de hecho, Hugo Chávez dio comienzo a
su meteórica carrera con un intento de este tipo) o como si todo golpe de Estado fuera
necesariamente “fascismo”. Urge aclarar, entonces qué es el fascismo.
Por empezar, señalemos que todo tipo de movimiento social (el fascismo es uno) tiene sus
propias características, derivadas de la base social que lo corporiza. En efecto, definir a un
movimiento social como fascista presupone conocer cuál es la alianza social que lo
compone. No hay que confundir la ideología de una persona, por importante sea, con la
caracterización de un movimiento social. Solo por dar un ejemplo: poca duda hay sobre las
simpatías fascistas de Perón; pocas dudas hay de que el peronismo, al menos hasta
ahora, no es fascismo. Tampoco se define el fascismo por sus componentes ideológicos:
lo mismo puede hacer justificándolo de otra manera. De modo que el hecho de que un
movimiento social no se defina como fascismo o tome sus fuentes ideológicas de otro lado
(el integrismo católico, por ejemplo), no significa nada acerca de su naturaleza.
Componentes muy poderosos de un fascismo pueden estar ausentes en otros: el nazismo
era abiertamente antisemita, pero el fascismo italiano no (o no tan claramente). No es,
entonces, un catálogo de características ideológicas lo que lo define.
El fascismo presupone: 1. Una crisis generalizada de las relaciones económicas; 2. Un
contexto de tipo insurreccional de la clase obrera; 3. Un proceso de descomposición del
Estado; 4. Movilización de masas pequeño-burguesas; 5. Impotencia de la izquierda para
liderar el proceso. 6. Un aislamiento de la gran burguesía en relación a las masas.
Veamos. Sin un contexto de tipo insurreccional de la clase obrera, no hay presión social
suficiente como para crear una situación de descomposición estatal ni el temor suficiente
en las clases propietarias como para aceptar una solución extrema. La descomposición del
Estado debe alcanzar al punto de resultar incapaz de reprimir esa insurgencia y terminar
con el “caos”. Eso supone una desorganización completa y, sobre todo, desmoralización
de las FFAA. Ante ese estado de indefensión, la sociedad entera se encuentra movilizada,
en particular, además de la clase obrera, la pequeña burguesía. Si la izquierda
revolucionaria fuera capaz de capitalizar la crisis, obviamente esta situación desembocaría
en una revolución. La impotencia de las fuerzas políticas del proletariado estimula la crisis
y dejan el camino abierto a las soluciones burguesas. La detentadora del poder
económico, la gran burguesía carece de partidos capaces de trazar relaciones directas con
las masas, se encuentra aislada, con un sistema de partidos burgueses incapaces de
cumplir su función de alianza y mediación. Carente de un Estado capaz de reencauzar la
situación por la vía del golpe de Estado y la dictadura militar o cívico militar, la gran
burguesía puede (y debe) aceptar una fórmula política en extremo peligrosa pero
necesaria, última posibilidad de continuidad de las relaciones capitalistas.
Es en cuadro que puede emerger el fascismo: una crisis orgánica (en eso consiste la
descripción que hemos hecho) desatada por un quiebre generalizado de las relaciones
económicas obliga a la gran burguesía a elegir un régimen político (el fascismo en el
gobierno construye un régimen propio) peligroso para su propio dominio. Es peligroso
porque, para desgracia de los que suponen que la fórmula “la economía explica y domina
la política”, una acumulación de poder político de semejante magnitud no solo puede poner
en riesgo el conjunto del sistema (nada garantiza que las tensiones dentro de la alianza
fascista desemboquen en su contrario) sino, lo que es más importante por más inmediato,
puede poner en cuestión la propiedad particular. Es decir, si es en extremo difícil que una
alianza fascista devenga en su contrario (no está excluida la posibilidad de un giro violento
de la base pequeño burguesa desencantada hacia la clase obrera), no lo es el que el
poder político se transforme en la base de la redistribución del poder económico. Se verá
aparecer “nuevos ricos” aupados a tales circunstancias por su relación con el gobierno.
Muchos de ellos serán simples testaferros de los miembros prominentes del gobierno,
aunque en determinado momento esta cobertura puede hasta resultar innecesaria. Surgirá
incluso toda una capa de burguesía nueva cuya relación con el poder político es la base de
su acumulación. No está en cuestión la propiedad privada como tal, pero sí la de los
capitalistas tomados individualmente. Ningún burgués acepta tal posibilidad, a menos que
no quede otra.
Esa posibilidad surge de la quiebra del aparato del Estado, que deja indefenso al capital.
La movilización de la pequeña burguesía tiene un efecto potencialmente reparador, en
tanto la propiedad privada es uno de los elementos constitutivos de su naturaleza.
Propiedad privada que se encuentra en jaque por arriba (por la crisis y las tendencias a la
expropiación por los grandes capitales) y por abajo (por la emergencia de la clase obrera).
Si la clase obrera tuviera capacidad dirigente, la pequeña burguesía vería su salvación en
ella, justificando su alineamiento con un discurso seudo revolucionario al estilo del “anti-
monopolismo” o el “anti-imperialismo”. Si la gran burguesía tuviera la hegemonía no
estaríamos hablando de una crisis orgánica. Pero en este contexto, la pequeña burguesía
se encuentra liberada a sí misma, buscando una solución propia a la crisis, solución que
implica un combate, como dijimos, doble. En ese combate, la pequeña burguesía se
encuentra tironeada por su naturaleza ambigua (a medias burguesa, a medias proletaria).
Esa ambigüedad la lleva a planteos confusos: “nacional socialismo”, por ejemplo. El
término “nacional” alude a su carácter burgués; el “socialista” a su vertiente obrera. En su
movilización se mostrará anti-comunista y, al mismo tiempo, anti-capitalista. Con la primera
cara, encabezará la represión contra la clase obrera radicalizada; con la segunda,
amenazará con un programa vago de nacionalizaciones de empresas a la gran burguesía.
Mientras hace la primera tarea, obtiene peso social, organización y armamento, amén de
la solidaridad de los fragmentos del Estado en pie, en cuya administración su número es
considerable. Cuadros medios de las FFAA, de la administración, intelectuales, etc., todos
ellos estimulan y forman parte de esta capa en ascenso. Tarde o temprano la situación
debe decantar. Si la gran burguesía no logra recomponer su Estado, deberá aceptar el
fascismo. Normalmente, mediará un acuerdo por el cual este último dejará de lado sueños
expropiatorios generalizados incluso a costa del sacrificio de una parte de sus propias
tropas (la “noche de los cuchillos largos” es un ejemplo muy al caso). Ahora, lo que antes
requería de “arditismo”, se ha estatizado: los combates llevados adelante por “para-
militares” (lo que Gramsci llamó “arditismo”) es ahora una función estatal legalizada.
¿Qué se deduce de este análisis? Que no alcanza, para caracterizar a un gobierno o un
régimen (incluso a un movimiento) de fascista, con examinar sus características
ideológicas. Mucho menos, sus tendencias a la represión. Las dictaduras latinoamericanas
de los ’70 (desde Pinochet a Videla) no fueron experiencias fascistas. Se trató de
dictaduras directas del gran capital, donde la pequeña burguesía sirvió como base de
masas pasiva, igual que una parte no despreciable del propio proletariado. Tampoco el
gobierno actual de Bolivia puede ser caracterizado de tal manera. Si bien la burguesía
cruceña tiene un rol determinante en su composición, la pequeña burguesía boliviana no
está activada ni mucho menos le responde como base de masas militarizada. Es el núcleo
duro del aparato del Estado, las FFAA, por lo menos en parte, la que ejerce la represión
directa. No hay tampoco, por ahora, ninguna transformación del régimen democrático-
burgués y, de hecho, se aspira a su continuidad mediante el llamado a nuevas elecciones
en las que tiene la posibilidad de hacerse con el gobierno de modo “legal” ya sea de por sí
(difícil) o aceptando una fórmula cercana encarnada por Mesa. Todavía Evo no ha
demostrado que puede, como Perón entre 1955 y 1973, impugnar cualquier fórmula
política opositora, de modo que la proscripción del MAS sería un error grave. En efecto,
todo parece que se acerca a una solución que despeje el camino al dueño del voto
pequeño-burgués, Mesa. Está en camino, entonces, una solución “a la Macri” más que “a
la Bolsonaro” y, por supuesto, muy lejos de un régimen fascista. Esto se debe, en buena
medida, a que la burguesía cruceña no aceptaría un régimen como el que hemos
descripto, preferiría una dictadura militar tradicional. La división de las fuerzas armadas y
su crisis moral no habilitan su retorno como actor principal, pero tampoco están en tal
condición que no puedan ejercer su función, como es muy visible. El MAS, por supuesto,
tampoco está interesado en un experimento de este tipo. Todo este juego burgués se
produce en un contexto en el cual la clase obrera se encuentra integrada a alguna de las
fuerzas burguesas en pugna y no aparece, por ahora, ningún peligro anti-sistémico. Si tal
cosa apareciera (algo de eso está presente entre los que apoyaron la caída de Morales y
ahora combaten a Áñez) el cuadro se redefiniría por completo.
Por otra parte, la caracterización del gobierno Áñez como “fascista” se debe sobre todo a
sus componentes ideológicos, cuyo valor para explicar la realidad, como dijimos, es muy
limitado. Por empezar, se trata más bien de un cristianismo militante, reaccionario y
racista, más cercano a Franco que a Mussolini, y muy alejado de la compleja imaginería
nazi. Está, en realidad, más cerca de Bolsonaro, que no es fascista, sino un derechista
reaccionario que reproduce la ideología de las dictaduras brasileñas de los ’60 y ‘70.
Incluso Onganía podría entrar en esta cofradía, con su integrismo católico. Entre otras
cosas, le falta a todos ellos toda la parafernalia ideológica que construye el fascismo para
explicar y justificar su intenso intervencionismo estatal. Si hay algo que caracteriza a estas
experiencias es más bien un liberalismo extremo, en sus concepciones económicas,
apenas limitado por algún amague de “desarrollismo”, un síntoma de que, con estos
gobiernos, la gran burguesía no comparte su poder con nadie.
¿Esto significa que no deba ser condenado? ¿Significa que, por no ser fascistas, estos
gobiernos deben ser “respetados”? En este punto es donde aparece una de las
consecuencias más nefastas de la tesis del “golpe” y su asimilación a “fascismo”: se
produce un achatamiento de categorías teóricas, donde la complejidad de lo real es
reducida a la dicotomía “democracia vs fascismo”. La función de esta simplificación es
clara: por un lado, los gobiernos “democráticos” no pueden ser “malos”; por otro, todo el
que ataque a un gobierno “democrático” es un fascista. Lo que está en juego aquí es el
embellecimiento de la “democracia” y el ocultamiento de la naturaleza del tipo de gobierno
que se esconde detrás de esta simplificación: el “populismo” (bonapartismo, en realidad,
del que hablaremos en una próxima intervención).
El concepto de fascismo ha sido reducido a sinónimo de “autoritario”, entendiendo por esto
un conjunto vago, vasto e inconexo de significados. “Facho” es aquel que no quiere la
“democracia”, lo que puede incluir desde Biondini a Santucho, sin importar que el primero
no la quiera por reaccionario y el segundo por lo contrario. “Facho” es el que descree de
las políticas de “inclusión”, sin importar que las considere un exceso redistributivo de la
riqueza y el poder social hacia las clases “bajas”, o, por el contrario, que las juzgue un
engaño para evitar una verdadera redistribución de la riqueza y el poder. “Facho” es el que
critica a un gobierno “popular”, no importa si lo hace desde el punto de vista de los que no
quieren compartir el poder o si, al revés, lo cuestiona desde una falsa “democratización”
del poder real. “Facho” es el adjetivo despectivo predilecto del pequeño-burgués bien
pensante para sacar del debate a los que plantean preguntas incómodas, por la vía de la
descalificación. Esta operación de simplificación tiene notables consecuencias políticas
muy negativas para la clase obrera, entre otras cosas, porque se yergue como una muralla
que impide observar con detalle las complejidades del poder burgués, sobre todo de una
fracción de la burguesía, aquella que busca cooptar a las masas al Estado capitalista.
“Facho” es un “dispositivo” ideológico reaccionario de la burguesía “progresista”.
Por empezar, que un gobierno no sea fascista no significa que no pueda ser
extremadamente represivo. Los gobiernos más represivos contra la clase obrera
latinoamericana han sido, por lo general, dictaduras militares sin base de masas: Videla y
Pinochet vuelven como ejemplos obvios. En la simplificación infantil del debate actual
sobre Bolivia, son “malos” y deben ser destruidos. Pero lo más importante es el
embellecimiento de la democracia... burguesa. Los defensores de la tesis del “golpe”
ignoran el carácter de clase de la democracia burguesa. Es decir, esconden el hecho de
que es la forma más perfecta de dictadura de clase: “el esclavo le saca el látigo al amo y
se golpea solo” (Kafka). La “democracia” también “mata” y no hace falta limitarse al Chile
de Piñera o a la Argentina de De la Rúa. Que Añez pueda encontrar argucias jurídicas por
las cuales dar por cumplidos los requisitos para hacerla depositaria “legal” y “legítima” del
ejecutivo boliviano, algo que, hoy por hoy, hasta el MAS reconoce de facto en tanto no
vota su expulsión, no dice nada sobre la condición asesina de su gobierno. La excusa
tradicional es que se trata de gobiernos “impopulares”, otra vez, como si lo “popular” no
pudiera ser burgués y represivo. En realidad, tanto Piñera como De la Rúa fueron elegidos
por el voto “popular” (y Áñez llegó a vicepresidenta segunda del senado por el mismo
mecanismo...). Pero podemos probar nuestro argumento trayendo a la mesa otras
experiencias históricas: si hiciéramos el podio de los represores de la clase obrera
argentina, tomando como patrón de medida los muertos obreros en actividades de lucha,
el ranking estaría encabezado por Hipólito Yrigoyen. En segundo lugar encontraríamos a
Juan Domingo Perón peleando el puesto con Jorge Rafael Videla. Yrigoyen tuvo sus
“arditi” en la Liga Patriótica, como Perón tuvo los suyos en la Triple A, elementos que los
acercan al fascismo (sin serlo). El que en el podio de la represión contra el proletariado se
encuentren los dos presidentes más “populares” y “democráticos” de la Argentina, no
importa ya en qué orden, da una idea de qué son la “democracia” y lo “popular”.
Con toda seguridad, el gobierno de Morales debe haber sido el más democrático de toda
la historia boliviana. Lo mismo se puede decir de los gobiernos de Yrigoyen y Perón en la
Argentina, o de Chávez en Venezuela. Morales no llegó nunca al extremo del tercer
gobierno de don Juan Domingo, pero indudablemente se asemejaba cada vez más a los
dos primeros. No llegó más allá porque su bonapartismo resultó el más débil
estructuralmente hablando, cuando se lo compara con los de Venezuela y Argentina.
Explicar qué es el bonapartismo y cómo encaja Morales allí (y, por lo tanto, por qué es un
gobierno enemigo de la clase obrera al que no hay que defender, sobre todo cuando existe
todavía la posibilidad de una tercera opción), es objeto de otro texto. Quede señalado aquí
que Bolivia hoy no está gobernada por el fascismo, lo que no implica que la principal tarea
actual de la clase obrera boliviana no sea echar a Añez y someter a todo su gobierno y sus
aliados a tribunales populares, por asesinos y represores. En ese camino, la clase obrera
boliviana tiene que despejar el principal obstáculo que impide esa tarea, el MAS de Evo
Morales, que negocia, sobre la sangre derramada de sus propios militantes un lugar en el
régimen político burgués que se viene si el proletariado no impone su salida a la crisis.

También podría gustarte