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sartelli
Desde un punto de vista institucionalista, existe un golpe de Estado cuando un gobierno,
sea cual fuere su origen y su orientación política, es desplazado del poder por causas
ajenas a su voluntad y sin que medien los mecanismos formalmente aceptados por el
régimen político imperante, sea cual fuere éste. Así, el Proceso militar argentino surge de
un golpe de Estado. Pero también se puede considerar golpe de Estado cuando el general
Viola es desplazado por Galtieri. Obviamente, con esta definición, también es un golpe de
Estado lo que está sucediendo hoy en Chile y lo que sucedió en el 2001 con De la Rúa. Va
de suyo que la Revolución rusa, la francesa y cualquiera otra son golpes de Estado.
Esta idea, indudablemente, lleva a considerar de otro modo al hecho que nos convoca, la
situación boliviana. En efecto, si todos los casos mencionados son golpes de Estado, no
hay, en tal concepto, ninguna connotación valorativa específica en tal acción, amén de que
carece de utilidad analítica en tanto coloca en la misma bolsa fenómenos completamente
diversos. Y que, por lo tanto, decir que Evo cayó víctima de un golpe de estado no quiere
decir nada, ni bueno ni malo. Es simplemente señalar la existencia de una alteración del
orden institucional. De aquí se deduce que la caída de Evo Morales por un golpe de
Estado no significaría nada a priori, puesto que no hay en el concepto nada que indique
ningún juicio posible.
Por supuesto, la mirada institucionalista supone que hay golpes “buenos” y “malos” según
se respete el “orden constitucional”. Lo que no deja de ser contradictorio, puesto que si un
régimen dictatorial se da una constitución, que no puede sino ser dictatorial, un golpe de
Estado contra una dictadura sería “malo” si esa dictadura alcanzó a darse un orden
“constitucional”. Parece bastante sencillo, entonces, que la mirada institucionalista se
focalice en la democracia burguesa para evitar esta contradicción: hay un golpe de Estado
(y no puede sino ser “malo”), cuando se produce contra un gobierno electo en el contexto
de una constitución democrático burguesa. La objeción elemental es que un texto escrito
puede afirmar cosas que no existen en la realidad, como la constitución argentina de 1853,
que era sistemáticamente violentada por el fraude roquista. Si esa mirada institucionalista
trascendiera el papel y se afianzara como “realista”, consideraría que hay un golpe de
Estado contra esa constitución por medio del fraude. Claramente entra aquí el propio Evo
Morales, que buscó por cuanto medio pudo violentar su propia constitución para lograr
perpetuarse en el poder. Curiosamente, entonces, los golpistas que echan a Evo, han
producido un golpe a favor de la propia constitución de Evo, lo que los coloca en el campo
de los campeones de la democracia. Han dado un “golpe bueno”, como señaló en su
momento Cristina Kirchner con el golpe militar argentino de 1943. Con un elemento a favor
de los golpistas bolivianos: ellos actuaron en medio de una rebelión popular y no fueron los
militares los que se hicieron con el gobierno. Ni siquiera el elemento ideológico jugaría a
favor del golpe que terminará entronizando al peronismo, porque los golpistas del ’43 eran
simpatizantes de la Alemania nazi (igual que el propio Perón, por otro lado). Está claro que
la mirada institucionalista nos mete en un brete inútil, entre otras cosas, porque lo que se
discute hoy en torno a la expresión “golpe” no tiene nada que ver con el formalismo
jurídico.
Así, es, lo que Evo y sus partidarios locales e internacionales (un arco que va desde AMLO
a Alberto Fernández, pasando por el FITU) quieren decir es otra cosa. Por un lado,
colocándose en relación a los años ’70, “golpe” quiere decir “ataque a la democracia por
parte de las oligarquías pro-imperialistas a través de las FFAA”. “Golpe” es aquí una
expresión política que ya está cargada de sentido. Ese sentido es unívoco y claro: los
gobiernos que nacen de las urnas y expresan una ideología ligada al “campo popular” no
pueden ser golpistas. Todo lo contrario, serán siempre blanco del “golpismo”. Desde ese
punto de vista, hay un golpe de Estado cuando un gobierno que dice ubicarse en el campo
“progresista” es atacado por sus enemigos políticos, dizque “la derecha”. En esta
perspectiva, poco importa cuál sea la mecánica del proceso “golpista”: es un golpe el de
Pinochet contra Allende, pero también la destitución por impeachment de Dilma Rousseff o
por juicio político contra Lugo. También resultan “golpistas” o “destituyentes” todos
aquellos que promueven acciones contra un gobierno de tales características, ya sean
declaraciones, denuncias por corrupción, críticas de los medios opositores, etc. Aquí la
definición es más sencilla: golpe de Estado es cualquier cosa que se haga contra
“nosotros”. Obviamente, lo que aquí se silencia es todo aquello que hacen los “nosotros”
porque, instalados en esta lógica, no hay nada malo que las “grandes mayorías
nacionales” puedan hacer. Así, se hará silencio sobre Perón y la Triple A o sobre Maduro y
el SEBIN.
En efecto, esta lógica se instala en el terreno de un binarismo inescapable que constituye
toda una estafa política Perón o Lanusse; Maduro o Guaidó; Evo o Camacho. En este
escenario se han eliminado actores, se ha dotado a los personajes de relatos previsibles y
se ha concentrado la acción en un par de escenas convenientemente elegidas. Reducido
el drama a la acción entre dos polos supuestamente opuestos, han desaparecido todos
aquellos que pulseaban por una tercera alternativa, al estilo de “ni golpe ni elección,
revolución”, como rezaba un famoso volante de los sindicatos clasistas argentinos en los
años ’70. Se borra también el proceso previo: las manifestaciones populares y las luchas
que genuinamente se oponen al gobierno “progresista” y sus políticas. Todos son
golpistas. Para no ser categorizados como tales, los “protestantes” se ven obligados a
plegarse, al menos discursivamente, como actores de reparto, a los acólitos del
protagonista “progre”. Así es como el FITU argentino y casi toda la izquierda
latinoamericana ha terminado en el campo de la burguesía. Obviamente, por esta vía se
obtura una salida distinta de la “nacional y popular”. No se trata solo de un chantaje
“discursivo”: la obturación de tales perspectivas de izquierda revolucionaria se produce
mediante la violencia del Estado, que el gobernante “progre” no duda en usar contra
quienes lo cuestionan desde ese punto del espectro político. Ya hablamos de la Triple A y
de Maduro, pero podemos dar muchos ejemplos, en estos últimos días, de cómo ha
procedido Morales contra las bases obreras insubordinadas a sus mandatos.
Este borramiento de la lucha social contra el campo “nac&pop” es, para usar una palabrita
perversa muy usada últimamente, “funcional” a la llamada “derecha”, que busca capitalizar
la oposición y apropiarse de sus resultados. La hace aparecer como la verdadera fuerza
detrás y delante de la insurrección y facilita, no solo su crecimiento, sino su triunfo
posterior. Esto se ha visto claramente en Bolivia: cuando el fraude se consuma, un
genuino movimiento popular recorre toda Bolivia y lanza a las calles a centenares de miles
de manifestantes, en un arco político que va desde los mineros de Potosí, que no quieren
a Evo ni a Mesa (y mucho menos a Camacho), hasta la burguesía más reaccionaria de
Santa Cruz. La acusación inmediata de golpe de Estado que denuncia Morales, una
maniobra de manual, como hemos visto, que arma el campo semántico de la batalla y
facilita el verdadero golpe de mano de Camacho, que logra colocarse a la cabeza de una
insurrección que hasta entonces no protagonizaba. El golpe de mano se completa cuando,
ante el vacío institucional gestado por la renuncia de Evo, la senadora Añez se
autoproclama presidenta, con una argucia legal que no desmerece en nada a las que usó
el presidente renunciante para llegar a ser candidato a la cuarta reelección.
Por último, este genuino chantaje político se completa con la disolución del contenido
social de la alianza “progresista”, autodefinida como “campo del pueblo”. Así, Evo es
reducido a un “campesino” y el masismo a un conjunto de indígenas pobres. Se olvida que
Evo es expresión de la burguesía cocalera, de la nueva burguesía aymara, que tuvo hasta
ayer acuerdos y sociedad con los hoy “fascistas” santacruceños y que fue elogiado hasta
por el capital internacional. Y que, en definitiva, nunca promovió ningún cambio de
relaciones sociales fundamentales. Es decir, se trata de un gobierno burgués, que ha
defendido y promovido el capitalismo, incluso a costa de la represión de todo movimiento
anti-capitalista o que busque independencia de clase del proletariado. Un gobierno que ha
reprimido toda reacción a su política, que ha cooptado todas las organizaciones sociales y
las ha corrompido de arriba abajo.
La línea de defensa que reconoce la naturaleza burguesa del masismo, establece una
prioridad electiva: esta burguesía es “progresista” y “nacional”, frente a la otra, que resulta
“reaccionaria” y “fascista”. La política del mal menor aparece, entonces, como una solución
a guatemala y guatepeor. Sin embargo, la experiencia del peronismo en los ’70 no
demuestra que Perón era una opción mejor que Lanusse, ni que Maduro sea mejor que
Guaidó. Si alguno protestara afirmando que Evo no llevó a Bolivia a la situación
venezolana y que cualquier insinuación en tal sentido es un disparate, le recuerdo que lo
mismo se decía de Chávez hasta su muerte.
La función central de la maniobra de definir como “golpe” los sucesos bolivianos consiste,
entonces, en ocultar el carácter de clase del masismo, eliminar toda discusión sobre las
bases mismas del sistema social, y cortar de raíz toda posible rebelión sistémica. La
política del “golpe” es una fórmula para encapsular la rebelión popular y colocarla en el
campo de la dominación de una de las fracciones burguesas en pugna. Es una maniobra
con la que son solidarios todos los “progres” latinoamericanos, en particular, el muy activo
Alberto Fernández, listo ya para ajustar brutalmente, más de lo que ya lo está haciendo
junto con Macri, y preparado para acusar de golpistas y fascistas a todos los que
reaccionen contra sus políticas. La acusación, por supuesto, irá acompañada de
disciplinamiento por medio de la violencia estatal y para-estatal. Eso ya lo hemos visto.