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El Escocés del Lago Ness.

Los castillos de los cuentos de hadas no tenían nada que ver con aquel amasijo de
gélidas y mohosas piedras. El fuego que ardía en el hogar de la estancia le hacía
sospechar que la chimenea ya no tiraba mucho porque las cortinas, horrorosas,
estaban negras y tenía miedo de sacudir el dosel de la cama. Las alfombras, de tan
dudoso gusto como el resto de la estancia, debían de tener una població n
importante de chinches, pulgas y de má s bichos que podrían transmitir
enfermedades que Anabel no deseaba contraer.

Llevaba casi una semana allí atrapada y ya estaba empezando a hartarse de recibir
respuestas evasivas cuando preguntaba cuá ndo podría volver a su casa o dó nde
estaba su coche. Es verdad que estaba resfriada y magullada pero estaba ya casi
curada. Había tenido un lamentable y desafortunado accidente en una pista de
tierra mientras se dirigía hacia unos parajes naturales del Lago Ness para una
sesió n fotográ fica. Anabel era fotó grafa independiente y después de trabajar diez
añ os en la BBC (bodas, bautizos y comuniones), tenía una oportunidad que no
estaba dispuesta a dejar pasar.

Todo por culpa de una maldita cabra y de la conciencia de Anabel que no se


perdonaría nunca el asesinato de ese esponjoso ser. Al frenar bruscamente, patinó
y se salió de la carretera volcando el coche. Lo siguiente que recuerda es verse
levantada por dos armarios roperos ataviados con falditas de las carmelitas
descalzas. Había visto a muchas colegialas con el mismo modelo de faldas pero al
menos ellas llevaban algo puesto en la parte de arriba.

Por eso, Anabel se dejó ir. Por eso y porque se pasó gran parte del camino al
castillo pensando có mo preguntar a Sean y a Ewan (así los bautizó ) si era verdad
que bajo la falda. Pero no se atrevió , má s que nada porque le pareció que esos dos
no eran muy receptivos, ni siquiera se habían presentado, solo la dejaron en aquel
cuarto y no habían vuelto a aparecer.

Al principio la cosa no estaba mal, era verdad que si se trataba de un hotel, las
instalaciones dejaban mucho que desear, pero el servicio era inmejorable. Poco a
poco fue dá ndose cuenta de que si no salía de allí probablemente perdería la
oportunidad de su vida, el trabajo por el que había luchado todos estos añ os
aguantando invitados borrachos, niñ os impertinentes y muchas horas de pie con
tacones elegantes a la par que matadores para só lo cobrar diez euros la hora.

Se mantenía dentro de su estancia por miedo, si todos los habitantes del castillo
eran como Ewan y Sean, la cosa no pintaba bien pero tenía que armarse de valor si
no quería volver a la BBC, así que abrió la puerta y empezó a bajar escaleras,
recorrer pasillos y atravesar estancias buscando una salida.

Pronto descubrió que aquel castillo estaba medio deshabitado ya que en media
hora de recorrido no se había cruzado con nadie. Anabel estaba perdida, y aunque
casi había decidido volver a su cuarto, no sabía có mo, tenía que seguir avanzando.
Se preguntaba por qué su sentido de la orientació n era tan pésimo cuando se dio
de bruces con un muro de mú sculo y testosterona. Iba en plan colegiala como
Ewan y Sean pero este debía ser el jefe porque llevaba una camisa cuyos botones
parecía que iban a saltar en cualquier momento ante la presió n de unos poderosos
pectorales.

Anabel levantó la mano en un movimiento reflejo para comprobar si era real pero
se paró a 3 milímetros del pectoral derecho antes de alzar la vista y comprobar que
desde ahí arriba, casi en la estratosfera, le miraban unos ojos azules fulgurantes.

Era pelirrojo y no estaba nada mal. Eso era muy raro, normalmente los pelirrojos
suelen ser desgarbados, delgaduchos, feú chos y poco atractivos. No es que Anabel
fuera una persona de estereotipos pero aquello era desconcertante.

–¿Qué haces deambulando por mis estancias?

Su voz profunda y cavernosa la asustó tanto que sintió el impulso inmediato de


escapar pero la mano del escocés se aferró al brazo de Anabel antes de que ella
pudiera moverse medio centímetro.

–¡Espera! No quería asustarte…

Suavizó el tono y también su agarre pero no la soltó , seguía aferrá ndola


firmemente.

–Perdone… yo…–susurró cohibida evitando la mirada de aquel hombre– tengo que


irme, tengo que ir a buscar mi coche y…

–Pero no puedes irte ahora –la interrumpió – llevo una semana reuniendo el valor
suficiente para hablar contigo.

A pesar de que ese diablo sexy de pelo rojo estaba como para hacerle muchas
perversidades ahí mismo, incluso sobre la alfombra polvorienta, resulta que era un
corderito con piel de lobo.

“¡Qué mono!” Pensó Anabel mientras reprimía una risa tonta y le miraba de reojo
mordiéndose el labio mientras él la miraba confuso.

–¿Qué? ¿Qué es tan gracioso?

–Nada… –susurró – Só lo me preguntaba có mo es que no te has presentado hasta


ahora.

De repente, aquel hombre poderoso se relajó , era manso como un corderito y los
botones de la camisa ya no parecía que fueran a saltar de un momento a otro.

–Lo siento me llamo…

–¡No me lo digas!–interrumpió Anabel poniéndole un dedo en los labios– Te llamas


Nial ¿A que sí?

Se quedó mirá ndola sorprendido, rígido y boquiabierto.

– Así es… ¿Có mo lo sabes?

–Porque muchos héroes escoceses de novela romá ntica se llaman Nial y tu tienes
pinta de ser uno de ellos.
Su grave risa resonó en la estancia impregnando el ambiente de calidez y aflojando
la tensió n.

–Quiero saber má s de esas teorías sobre los nombres ¿Por qué no me acompañ as al
jardín y me lo cuentas mientras damos un paseo?

Nial le ofreció el brazo y Anabel se colgó gustosa de él. No había olvidado el coche,
las fotos y su trabajo pero en aquel momento decidió que merecía la pena esperar
un poco má s.

–¿Y qué quieres saber exactamente?

–Quiero saber si piensas que Nial y Anabel quedan bien juntos.

Se pararon ante el umbral de la puerta. Anabel sonrió .

–Aun no tengo una teoría sobre eso, pero la cosa pinta bien.

Atravesaron la puerta riendo y pasaron frente al coche abollado de Anabel,


aparcado en la entrada. Ella lo miró por un instante y luego volvió a dirigir su
atenció n hacia Nial, un cordero con piel de lobo… ¿O un lobo con piel de cordero?
Era demasiado tentador como para dejarlo pasar, quería averiguarlo y algo le decía
que no tardaría mucho.

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