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Grado en Historia, Geografía e

Historia del Arte

Historia Antigua

Unidad didáctica 6. El Bajo Imperio romano y los inicios de la Antigüedad


tardía
UD 6. El Bajo Imperio romano y los inicios de la Antigüedad tardía ........................................ 3

6.1. Imperio y crisis en el siglo III .................................................................................. 4

6.1.1. Emperadores y dinastías .................................................................................... 5

Emperadores y dinastías (II) ....................................................................................... 6

6.1.2. ¿Crisis o cambio? .............................................................................................. 8

¿Crisis o cambio? (II) ............................................................................................... 10

6.2. De Diocleciano al final del Imperio .......................................................................... 12

6.2.1. Un intento de reorganización. La tetrarquía ........................................................ 12

6.2.2. El Imperio cristiano ......................................................................................... 14

6.2.3. Teodosio y el final del Imperio .......................................................................... 15

6.2.4. Las instituciones político-administrativas del Bajo Imperio ................................... 17

6.2.5. El ejército y la política de defensa ..................................................................... 18

6.2.6. Los asuntos económicos .................................................................................. 19

6.3. Hispania durante el Bajo Imperio ........................................................................... 21

6.3.1. División territorial y administrativa de Hispania .................................................. 22

6.3.2. Ciudad y campo .............................................................................................. 24

6.4. El cristianismo ..................................................................................................... 26

6.4.1. El cristianismo primitivo ................................................................................... 26

6.4.2. Reconocimiento del cristianismo ....................................................................... 27

6.4.3. Consolidación y organización de la Iglesia .......................................................... 29

6.4.4. El cristianismo en la Hispania bajoimperial ......................................................... 30

Resumen ...................................................................................................................... 32

Mapa de contenidos ....................................................................................................... 34

Recursos bibliográficos ................................................................................................... 35

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UD 6. El Bajo Imperio romano y los inicios de la Antigüedad
tardía

El periodo comprendido entre el siglo III y la caída del Imperio romano de Occidente supuso una
etapa de profundas transformaciones para Roma, en la que la propia evolución del Imperio hizo
necesario desarrollar estructuras administrativas, de defensa, económicas y sociales para hacer
frente a los conflictos y problemas de diversa índole que trajeron los nuevos tiempos. La crisis
ideológica y la proliferación de nuevos cultos que ofrecían respuestas más próximas a las
preocupaciones de los ciudadanos acarrearon igualmente conflictos sociales. De entre ellas, el
cristianismo acabó por imponerse transformándose con el tiempo en la religión oficial. La nueva
fe, opuesta al tradicional politeísmo romano y al culto imperial, cambió por completo la fisionomía
y la organización del Imperio.

De todos estos temas trataremos en esta lección y, como en otras, encontrarás diferentes tipos
de recursos que te ayudarán a completar lo que vayamos viendo en los diferentes epígrafes. No
olvides echar también un vistazo a la bibliografía.

Figura 1. Cabeza colosal del emperador Constantino. Autor: Livioandronico2013. Fuente: Wikimedia Commons.

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6.1. Imperio y crisis en el siglo III

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En la web de Lacus Curtius puedes consultar la Historia Augusta, una de las fuentes escritas
más importantes para el conocimiento de este periodo.

La historiografía moderna suele definir el periodo comprendido entre los Severos (193) y
Diocleciano (284) como la «crisis del siglo III», que incluso algunos autores hacen extensiva
a la «crisis del Imperio romano». Pero ambos conceptos deben ser asumidos con mucha reserva.

En el citado periodo, el Imperio se vio presionado por todas sus fronteras, lo que supuso
necesariamente la instauración de un estado de alerta casi constante. Gran parte de los cambios
políticos se entienden mejor si se ligan a la cambiante realidad regional y provincial en relación
con el peso de estos ámbitos en el control del poder imperial, que fue menguando. Por otra parte,
durante más de una década (260-273) se rompe la tradicional unidad política del Imperio, por lo
que el número de emperadores legítimos se suma al de usurpadores cuando las provincias del
Imperio dependen de gobiernos o administraciones diferentes. A este contexto de inestabilidad
política se le suma la idea de una crisis económica generalizada en todo el Imperio. No obstante,
estudios recientes han demostrado la conveniencia de contrastar esta teoría con los resultados
de las investigaciones concretas a nivel regional y provincial. La investigación arqueológica, por
ejemplo, apunta a que no en todos los rincones del Imperio durante el siglo III se vivió una fase
de retroceso o crisis, ya que la materialidad del día a día ofrece continuidad e incluso fases de
esplendor en algunos centros urbanos.

Por tanto, la idea de transformación parece más ajustada a la realidad histórica del periodo que
la de crisis, sobre todo si esta se entiende a nivel estructural.

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6.1.1. Emperadores y dinastías

La monarquía militar

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En la web del Metropolitan Museum puedes consultar una lista con todos los emperadores
romanos y verás la compleja situación que vivió el Imperio romano durante el siglo III con
varios emperadores y usurpadores gobernando a la vez y en diferentes lugares.

Este periodo llegó con el fin de la dinastía antonina. Con Cómodo se puso de manifiesto la
inestabilidad del trono imperial debido al aumento de poder de los pretorianos y a la existencia
de grupos de conspiradores entre los miembros del Senado y los altos cargos militares. El sucesor
de Cómodo, Pértinax, fue objeto de tres conspiraciones en los tres meses que gobernó, la tercera
de las cuales acabó con su vida. Este reinado inauguró una nueva forma de gobernar caracterizada
por la brevedad de los reinados y la inestabilidad del poder imperial. El periodo, como veremos,
se caracterizó por la sucesión en el trono de militares procedentes de las provincias, que fueron
aclamados por un ejército que se había transformado paulatinamente en el círculo más poderoso.

A la muerte de Pértinax se proclamó un nuevo emperador en Roma, al que le surgieron dos


competidores proclamados por las legiones, entre ellos Lucio Septimio Severo (r. 193-211), que
acabó por ganar la pugna. El nuevo emperador era africano, pues había nacido en Leptis Magna
(Libia). Su reinado se caracterizó por el enfrentamiento por el trono y la sucesión con el legado
de Britania, Clodio Albino, durante los primeros años, por las campañas y las reformas llevadas
a cabo en Oriente, por las medidas financieras que le hicieron acumular una inmensa riqueza
repartida por todo el Imperio y por el creciente protagonismo y peso del ejército, hasta el punto
de que la dinastía de los Severos se conoce como la «monarquía militar».

A la muerte de Septimio Severo ocuparon el trono imperial sus dos hijos, Geta (r. 211-212) y
Caracalla (r. 211-217), si bien el protagonismo político fue del segundo, que acabó por asesinar
al primero y a todos sus partidarios y que contó, como su padre, con el fundamental apoyo del
ejército.

Caracalla tomó una medida de gran importancia para el futuro del Imperio: concedió la ciudadanía
romana a toda la población libre de las ciudades del Imperio mediante la promulgación de la
Constitutio Antoniniana. Introdujo además una nueva moneda, el llamado antoninianus, que
pretendía sustituir al denario y que rompía con el sistema de equivalencia monetaria establecido
por Augusto.

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Durante la campaña contra los partos Caracalla fue asesinado, seguramente por orden de Macrino
(r. 217-218), su prefecto del pretorio, que inmediatamente fue proclamado nuevo emperador. Él
fue el primer emperador no miembro del Senado en el momento de su proclamación e inició una
práctica que se convertiría en común el resto del siglo, pues no consideró necesario presentarse
en Roma para ratificarse como emperador, sino que simplemente envió cartas al Senado para
informarle de sus planes. Su reinado duró poco más de un año, pero sentó el precedente de que
el poder no estaba ya reservado a los senadores, sino que cualquier funcionario podía conseguirlo.

Le siguió Heliogábalo (r. 218-222), de origen sirio, perteneciente a la familia de los Severos por
vinculación con la mujer de Septimio Severo. Precisamente el origen sirio de Heliogábalo marcaría
su reinado con el intento de imponer el culto monoteísta al Sol Invictus, del cual era el sumo
sacerdote. El joven Heilogábalo ha pasado a la posteridad como uno de los peores emperadores
de la historia de Roma y acabó, como sus predecesores, asesinado.

El último emperador de la dinastía severa fue Severo Alejandro (r. 222-235). La imagen que nos
dan de él las fuentes es contradictoria y quizá la conclusión más acertada que se pueda sacar es
que fue un gobernante mediocre que supo rodearse de buenos consejeros. Alejandro acabó, de
nuevo, asesinado por el ejército.

Los dos frentes de conflicto en política exterior durante este periodo fueron el renano-danubiano,
donde se intentó frenar la presión germánica de diversas maneras, y el oriental, donde los partos
primero y los persas después se convirtieron en una constante preocupación para la seguridad
del Imperio romano.

Figura 2. Tondo con representación de Septimio Severo, su mujer Iulia Domna y sus hijos Caracalla y Geta (con el
rostro borrado).

Emperadores y dinastías (II)

Los emperadores soldados

La proclamación de Maximino Tracio (r. 235-238), perteneciente al ordo ecuestre y asesino de


Alejandro Severo, respondió al creciente interés del ejército por controlar la vida política en
abierta rivalidad con el Senado. Su gobierno estuvo marcado por el enfrentamiento con
emperadores nombrados por el Senado, produciéndose la extraña situación de que en un mismo
año el trono estuvo ocupado por seis emperadores distintos, hasta que tras la muerte de todos
ellos se impuso como emperador Gordiano III (r. 238-244), nieto y sobrino de dos breves
gobernantes con el mismo nombre.

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La inestabilidad política continuó y Gordiano fue asesinado por su prefecto, Filipo el Árabe (r. 244-
249), que se convirtió en el nuevo emperador.

Consiguió la paz con los persas, y practicó una política de tolerancia con todas las minorías
religiosas, especialmente con los cristianos, por lo que se le ha considerado el primer emperador
cristiano. Filipo celebró en Roma de forma fastuosa el milenario de la urbs, intentando a través
de este ejercicio propagandístico asegurar su cargo y legitimar su dinastía. De poco sirvió su
intento de conseguir unir y alcanzar unanimidad en torno a su figura: murió en combate contra
Decio (r. 249-251), previamente proclamado emperador por las tropas tras vencer a los godos.

Decio destacó por su empeño por recuperar la tradición romana y devolver protagonismo al
Senado, pero sin duda sus escasos dos años de gobierno son especialmente conocidos por su
edicto de persecución a los cristianos, que duró apenas un año pero afectó especialmente a las
grandes ciudades. Después de la muerte de Decio en lucha contra los godos y tras dos años de
gran inestabilidad en los que llegó a haber cuatro emperadores simultáneos, el trono imperial
recayó en Valeriano, el único superviviente.

Figura 3. Busto del emperador Decio. Autor: Sailko. Fuente: Wikimedia Commons.

Valeriano y Galieno

Valeriano (r. 253-260) estableció una primera división del Imperio, al encargar a su hijo Galieno
—nombrado «augusto»— la defensa de Occidente, mientras él se ocupaba de los asuntos
orientales. Pero cayó prisionero ante el rey persa Sapor I y Galieno se convirtió en el único
emperador legítimo en 260.

Figura 4. Cabeza del emperador Galieno.

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Los emperadores ilirios

Desde el año 260 se producirá un cambio radical en la historia de Roma: Galieno, que había
ejercido el poder en solitario tras la captura de su padre Valeriano, inició una política de reformas.
Fue capaz de detener momentáneamente el avance de godos y alamanes.

Tras él, los emperadores ilirios consiguieron en algún caso restablecer la unidad del Imperio. Y
es que entre 268 y 284 el trono estuvo ocupado por militares de origen ilirio, con escasas
excepciones. El primero de ellos fue Claudio II, conocido como «el Gótico» por poner freno al
avance godo en Dalmacia. Seguidamente muchos godos fueron enrolados en los auxilia del
ejército romano y otros recibieron tierras próximas al limes para su asentamiento como soldados-
colonos. Su sucesor Aureliano marcó un cambio de signo y el Imperio comenzó a recuperarse.
Además, Aureliano trató de recuperar el proyecto religioso de Heliogábalo, proclamándose
dominus et deus, con lo que el culto solar se convertía en oficial.

Los emperadores que lo sucedieron debieron hacer frente, siguiendo la tónica general del siglo,
a la presión en las fronteras y a las conspiraciones internas, que acabaron con la proclamación
de Diocleciano como único emperador el 285. Se trató en todos los casos de gobernantes
procedentes del ejército, pues Galieno había sido el último de familia aristocrática.

Figura 5. Busto de bronce dorado de Claudio II, el Gótico. Autor: Giovanni dall’Orto. Fuente: Wikimedia Commons.

6.1.2. ¿Crisis o cambio?

Ejército y monarquía

El ejército fue un elemento clave en la evolución política del siglo III, hasta el punto de que este
suele dividirse en dos periodos: la «monarquía militar» (desde Septimio Severo a Maximino) y la
«anarquía militar» (de Maximino a Diocleciano).

Las razones de este protagonismo militar durante el siglo III son varias. Por un lado, desde finales
del siglo II el ejército reemplazó al Senado en la elección de emperadores, muchos de los cuales
ni siquiera acudieron al Senado para su ratificación; además, muchos de los usurpadores eran
viri militari que contaron con el apoyo de las tropas mientras favorecieron sus intereses, lo que
explica la frecuente alternancia en el gobierno durante este siglo.

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Además, el ejército reforzó su estructura por el aumento de efectivos y la creación de cuerpos
especiales. Se ha estimado que el coste anual del ejército pudo llegar al 60 % del presupuesto
del Estado. La organización militar romana absorbía, por tanto, la mayor parte del presupuesto y
de los recursos. Junto a la annona —impuesto para el sustento de las tropas— hay que señalar
los donativos destinados al pago de soldadas.

Por todo ello, las condiciones del ejército mejoraron sustancialmente: podían casarse durante el
periodo de servicio; además del stipendium recibían una porción de la annona, un donativum por
parte de cada emperador que subía al trono y un bonus por su licenciamiento. La cercanía al
emperador o al usurpador mejoró las expectativas de ascenso de los soldados. Además, en la
zona de frontera, las largas estancias en campamentos e instalaciones militares (castra, castella,
turres, oppida, burgi) exigió el desarrollo de una organización interna en forma de auténticas
comunidades, con los medios económicos y sociales necesarios para la vida cotidiana de los
soldados.

El problema de las fronteras

El siglo III conllevó la migración de los pueblos germanos orientales debido a la brusca
movilización de diversas tribus bárbaras desde el Báltico y el alto Danubio. Ello conllevó el
desplazamiento de grandes conjuntos de población no romanizada. Estos movimientos chocaban
inexorablemente contra la barrera infranqueable del limes romano. Así, el principal problema de
Roma no era como antaño competir contra otro gran imperio o reducir a un nuevo Estado
emergente. El peligro no venía esta vez por el ataque de un grupo organizado, sino precisamente
por todo lo contrario. Desde Alejandro Severo la situación en las fronteras se hizo crítica. Ardachir
fundó la dinastía sasánida el año 224 d. C.; los alamanes trataron de forzar el limes de Raetia en
233; se produjeron amplios movimientos de pueblos en Europa central (zonas del Rin y el
Danubio). Entre los años 256 y 269 los ataques fueron simultáneos en varios frentes: Sapor en
el Éufrates, los godos en el Danubio, los francos en el Rin. Valeriano murió en 260 a manos de
Sapor y poco después los godos aparecieron en los Balcanes y Asia Menor; Claudio II salvó el
Imperio in extremis en la batalla de Naissus, en 269.

Las provincias se vieron envueltas en una época de angustia, caracterizada por la fortificación de
los centros urbanos y el repliegue de los ejércitos romanos de las fronteras. La crisis se manifestó
en el plano estatal a través de la sucesión anárquica de emperadores que hemos visto y el peligro
bárbaro. La situación amenazaba además con disgregar el Imperio: en 260 Póstumo fundó el
Imperio galo y en 271 Palmira se desgajó de Roma con Zenobia y arrastró con ella a Egipto, Siria
y Asia.

La administración imperial y provincial

El siglo III se asocia con una revolución administrativa, que afectó a la pérdida de los tradicionales
privilegios políticos de los senadores y al encumbramiento de los ecuestres a las más altas
posibilidades públicas, incluido el trono.

Galieno en 261 prohibió a los senadores desempeñar cargos militares, lo que supuso la sustitución
paulatina como legati Augusti de los miembros de esta clase por ecuestres.

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Por otra parte, en los niveles inferiores de la administración vinculados a los servicios de cancillería
imperial se observan cambios notorios. Jurisconsultos y prefectos de pretorio alcanzaron las más
altas magistraturas del Estado desde cargos burocráticos, surgiendo con el tiempo una verdadera
«carrera burocrática».

¿Crisis o cambio? (II)

La moneda

Otro elemento que caracterizó el siglo III fue la inflación, dado que el denario de plata perdió su
valor intrínseco. Las consecuencias fueron la elevación de precios, el aumento de los sueldos de
soldados y funcionarios y el incremento de la presión fiscal. La razón que llevó a esta situación
fue la incapacidad del Estado de hacer frente a sus crecientes gastos, lo que obligó a recurrir a la
devaluación de la moneda. El peso de la inflación cayó sobre los grupos medios de la sociedad.

Medidas como la de Caracalla de introducir el antoninianus como nueva moneda iban


encaminadas a controlar esta situación, pero no lo lograron y la nueva moneda se devaluó
afectando a todas las demás. Aureliano emitió una nueva moneda, el nummus de plata, que
pretendió reemplazar a los devaluados antoniniani. Pero ninguna de estas medidas resultó
suficiente para controlar la inflación y especialmente la de los precios.

Cambios económicos y sociales

El siglo III supuso la pérdida del monopolio político de las «oligarquías urbanas», sobre las que
el Estado hizo recaer el peso de las obligaciones fiscales de todos los ciudadanos censados en los
municipios. Las ciudades perdieron así el carácter de centros económicos convirtiéndose en
centros administrativos, residencia de las autoridades civiles y militares de las provincias y los
possesores de las propiedades territoriales del municipio. La economía rural soportó mejor la
coyuntura e incluso el desarrollo económico de base agraria experimentó un notorio avance
durante este periodo. Por otro lado, la baja productividad de la tierra (devastada por las guerras)
y el aumento de las cargas fiscales originaron la ruina de muchos propietarios, siendo sus tierras
absorbidas por los dominios imperiales o privados que crearon grandes propiedades rurales que
constituirían la base de la economía bajoimperial.

Por otro lado, el Gobierno puso en marcha fórmulas jurídicas para garantizar la productividad de
la tierra y la recuperación de los ingresos fiscales vinculados a la explotación. Aureliano fomentó
la puesta en cultivo de tierras abandonadas ofreciendo ventajas fiscales a los colonos, así como
la posibilidad de convertirse en possesores.

Por lo que se refiere a los cambios sociales, el siglo III supuso la configuración de una nueva
estructura social. El encumbramiento de los viri militares, desplazando a los senatoriales en los
puestos de responsabilidad. El ascenso de estos militares ecuestres rompió la dinámica tradicional
por la cual los miembros del ordo privilegiado se nutrían de los del inmediatamente inferior, lo
cual acabó además el orden tradicional del cursus honorum. Consecuentemente, el ejercicio del
poder se abrió a un grupo social más amplio que la élite tradicional.

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Figura 6. Nummus de Domicio Domiciano. Autor: CNG. Fuente: Wikimedia Commons.

Ideología y religión

En la onda

En la serie In Our Time de la BBC puedes escuchar un podcast sobre el declive y la caída del
Imperio romano.

El principado estaba establecido sobre una sólida base no solo política sino también religiosa,
cuya manifestación principal era el culto imperial, que alcanzó su máximo exponente con Cómodo,
quien se hizo representar como Hércules, así como con una clara significación política: el
emperador se presentaba como intermediario ante Júpiter, el dios principal del panteón. La
introducción masiva de nuevos cultos orientales pocas décadas después convulsionó la situación
religiosa del Imperio. Estos cultos se implantaron con rapidez en las comunidades occidentales a
través de los soldados romanos que regresaban de sus campañas.

Ninguno de estos cultos llegó a alcanzar el carácter de culto oficial. Pero la característica religiosa
de la época es el sincretismo al que se vio abocada la religión romana en la búsqueda de
soluciones operativas para su necesaria renovación. Era necesario proponer alternativas capaces
de recuperar la cohesión ideológica que había dado la religión y que se había perdido, para lo cual
el siglo III supuso la transformación del politeísmo al monoteísmo simbolizado por la idea de un
dios supremo pero no único.

El culto imperial evolucionó hacia una dimensión más política, lo que explica en parte el
recrudecimiento de las persecuciones contra los cristianos, pues la Iglesia se había ido
configurando como un verdadero Estado alternativo, hasta el punto de que el edicto de
persecución de Valeriano fue dirigido específicamente contra las jerarquías eclesiásticas, los
bienes de la Iglesia y los cristianos pertenecientes a los estratos superiores de la sociedad. Los
ataques más duros contra la nueva religión surgieron de los gobiernos más tradicionalistas en un
último intento de restaurar los principios ideológicos y religiosos de la sociedad. La preocupación
de los emperadores por la cohesión moral y religiosa, íntimamente ligada a la propiamente
territorial, provocó la persecución de los cristianos, entendidos inicialmente como elementos
subversivos.

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Los cambios sociales operados favorecieron el arraigo del cristianismo, que se presentaba como
una doctrina liberadora para los grupos menos acomodados de la población y como alternativa
ideológica para los estratos dirigentes ante la degradación de la religión oficial. El cristianismo
había empezado a implantarse en algunas regiones orientales ya desde el mismo siglo I,
consiguiendo adeptos en muchos estamentos sociales, especialmente entre los cuadros medios
del ejército y la administración.

Galieno, con su libertad de culto, asumió la nueva situación política y social, en la que el creciente
poder eclesiástico rivalizaba con el debilitado poder imperial.

6.2. De Diocleciano al final del Imperio

6.2.1. Un intento de reorganización. La tetrarquía

Sabías que:

En abril de 2016 durante unas obras en un parque público de la localidad sevillana de


Tomares, apareció un conjunto de 19 ánforas que contenían 600 kg de monedas del siglo IV.
Las piezas, «flor de cuño» (en perfecto estado de conservación puesto que no habían entrado
en circulación), habían sido acuñadas en Oriente. Aunque el conjunto, depositado en el Museo
Arqueológico de Sevilla, se encuentra aún en estudio, las primeras investigaciones lo vinculan
con un lote preparado para pagar las levas de soldados, frecuentes en ese momento para
reforzar el ejército.

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Ante la situación de descomposición del siglo III fue preciso reorganizar el Imperio, labor a la que
se entregaron Diocleciano primero y Constantino y los miembros de su familia después. Desde
284 Diocleciano trató de llevar a cabo una reorganización profunda, en cuyo punto de mira
sobresalen el sistema tetrárquico y la administración central. En la base de los intentos de
reconstrucción del Imperio está el llamado «dominado», esto es, una monarquía de corte
absolutista y de derecho divino.

El ascenso al poder de Diocleciano, que lo mantuvo durante largo tiempo (r. 284-306), supuso la
restauración del Estado romano y la construcción de un nuevo sistema de gobierno. Poco después
de ser aclamado por las tropas, se encontró con un vasto territorio lleno de amenazas internas y
externas.

Por ello configuró una forma de gobierno distinta a la que habían desarrollado sus antecesores:
para afrontar los peligros, asoció al poder a Maximiliano, un oficial oriundo de Panonia, al que
otorgó primero el título de César y después el de Augusto. Las relaciones entre ambos augustos
eran concebidas en un plano de igualdad en el terreno político, si bien la superioridad jerárquica
de Diocleciano era evidente. No hubo partición del Imperio, sino una división de funciones:
Diocleciano se encargó de Oriente y Maximiano de Occidente.

Posteriormente, la situación delicada en Occidente con la reconquista de Britania influyó en la


decisión de asociar al poder dos nuevos asistentes, con el título de Césares y con la función de
dirigir los asuntos militares más urgentes. Así, en 293, con la proclamación de Galerio y
Constancio Cloro, se establecía la tetrarquía, que se concibió como la redistribución de las tareas
que incumbían al emperador; en lugar de uno solo, había cuatro. El poder se repartió entre los
dos augustos, acompañados cada uno de un césar más joven, unidos por lazos religiosos y
familiares: Diocleciano y Galerio en Oriente y Maximiano y Constancio en Occidente. El nuevo
sistema político-administrativo buscaba garantizar un orden seguro de sucesión (cada veinte
años) y eliminar el peligro de las usurpaciones. La idea residía en que, aunque el poder estaba
dividido entre cuatro emperadores, estos formaban un colegio que garantizaba la unidad del
Imperio. La tetrarquía, esa unión de cuatro príncipes, no conllevaba en caso alguno la ruptura del
poder imperial. La documentación existente de este momento (los llamados panegíricos y algunas
representaciones iconográficas como las del arco de Salónica en Grecia o los de la plaza de San
Marco de Venecia) sitúa a los cuatro gobernantes al mismo nivel, si bien Diocleciano siempre
estuvo a la cabeza.

Pero este sistema duró poco, ya que la ruina de la tetrarquía tuvo lugar en un periodo de casi
veinte años cuando se propusieron las sucesiones. El final del reinado de Diocleciano, además,
trajo consigo las mayores persecuciones de cristianos. Los intentos de restauración de las
tradiciones romanas por parte de este emperador generaban claramente un conflicto entre las
instituciones y el cristianismo.

Cuando Diocleciano decidió retirarse y obligó a hacer lo mismo a Maximiano, tomó el relevo como
Augusto de Oriente y hombre fuerte de la nueva tetrarquía Galerio, asistido por Maximino Daia,
mientras que en Occidente se convertía en Augusto Constancio Cloro, asistido por Severo. Con la
prematura muerte de Constancio, Severo pasó a Augusto y Constantino, hijo de Constancio, se
convirtió en César, pero en el otoño de 306 Majencio, hijo de Maximiano, fue proclamado Augusto
por los pretorianos, derrotando a Severo. Constantino se enfrentó a Majencio y lo venció y mató
en la emblemática Batalla del Puente Milvio (312), a las puertas de Roma. Su triunfo supuso el

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fin de la tetrarquía y una victoria evidente para el cristianismo, pues un año después decretó el
Edicto de Milán, que contenía una política de tolerancia general para las comunidades cristianas.

Con Constantino comenzó, por tanto, el denominado Imperio cristiano, debido al arraigo que tuvo
esta religión entre los emperadores legítimos, salvo con Juliano el Apóstata.

Figura 7. División del Imperio por Diocleciano. Autor: Römische Tetrarchie. Fuente: Wikimedia Commons.

6.2.2. El Imperio cristiano

El Edicto de Milán facilitó la libertad de culto y la consolidación del cristianismo como el credo más
importante. El propio Constantino, educado en el culto al «sol invicto», se convirtió a esta fe, si
bien la autenticidad de esta conversión está puesta en entredicho por los historiadores, que la
suelen vincular más con una motivación política que estrictamente doctrinal. Lo que es un hecho
es que la iconografía numismática refleja la paulatina adopción de los símbolos cristianos por este
emperador entre los años 310 y 324. Al mismo tiempo, la promulgación de diversas leyes subraya
su interés creciente por los asuntos religiosos y su especial cuidado de la Iglesia cristiana.
Constantino, al igual que Diocleciano, intentó asociar su poder a los «dones» divinos, justificando
su gobierno por el apoyo del propio Dios de los cristianos.

Tras la muerte de Constantino, en 337 d. C. reapareció con fuerza el peligro bárbaro en las
fronteras. Por otro lado, se abría de nuevo la duda sobre la mejor forma de administrar el Imperio,
de manera unitaria como Constantino o compartida como en la tetrarquía promovida años atrás
por Diocleciano. Durante la segunda mitad del siglo IV se optó por el sistema de la asociación,
como en los casos de Valentiniano y Valente (364-378) primero, y Graciano y Teodosio (379-
383) después.

Constantino no había regulado la sucesión, pues sus tres hijos contaban con el título de César.
Constante (r. 340-350) se hizo con Occidente tras matar a su hermano Constantino II, mientras
que Constancio II (337-361) logró mantenerse en Oriente, defendiendo enérgicamente la zona
de las tropas persas de Sapor II. Constancio II promulgó, además, varios decretos con medidas
hostiles contra los no cristianos, como la prohibición de sacrificar y el cierre de los templos,
mientras se vinculaba personalmente al arrianismo, persiguiendo a la vez a los cristianos que
siguieron la doctrina del Concilio de Nicea de 325.

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Los hijos de Constantino restablecieron la unidad del Imperio, aunque se produjo un
debilitamiento de las defensas occidentales, provocando nuevos asaltos de los bárbaros en el Rin.
Para defender la Galia, Constancio II llamó a su sobrino Juliano, proclamado César; tras la victoria
sobre los alamanes. Juliano (r. 361-363) se proclamó Augusto con la ayuda de las tropas en 360,
fue el último representante de la familia constantiniana y un paréntesis en la implantación del
Imperio cristiano. Fue conocido como el apóstata por su declarado paganismo, fruto de su
educación clásica y helenística.

En política fue de talante liberal y permitió la apertura de los templos no cristianos, mientras
perseguía a los cristianos con medidas políticas. Pero su gobierno fue breve, murió luchando
contra los persas en 363.

Las tropas coronaron entonces como emperador a Valentiniano (r. 364-375), que proclamó
Augusto a su hermano Valente (r. 364-378). Esto suponía el reparto del territorio, de los ejércitos,
de los recursos económicos y de la administración, constituyendo una innovación que entrañaba
graves problemas. En materia religiosa se adoptó una política tolerante con respecto al paganismo
y al cristianismo a la vez. Valente manifestó su simpatía por el arrianismo, pero Valentiniano y su
hijo Graciano lo hicieron por el cristianismo surgido en el Concilio de Nicea.

Valentiniano defendió la frontera occidental y rechazó una invasión de alamanes en Galia y luchó
contra los pictos y los escotos en Britania con la ayuda del general Teodosio. En Oriente, Valente
apenas logró contener a los persas y se produjo una nueva invasión de godos y hunos, a quienes
acogió en la diócesis de Tracia, donde no tardaron en sublevarse de nuevo dando paso al desastre
romano de Adrianópolis (378) donde murió antes de que llegara el refuerzo de las tropas de su
sobrino Graciano, nuevo emperador de Occidente.

Figura 8. Sólido de Valente. Autor: Jürgen K. Fuente: Wikimedia Commons.

6.2.3. Teodosio y el final del Imperio

Con el emperador Teodosio (r. 379-395), originario de la hispana Cauca (Coca, Segovia), se
produjo la ruptura definitiva de la unidad del Imperio. Fue nombrado Augusto para Oriente por
Graciano para que defendiese la frontera de la presión goda. Teodosio desarrolló una política de
acercamiento que le llevó a firmar un foedus en 382 por el que se permitía el establecimiento de
los godos en territorio romano como nación independiente y exenta de tributos a cambio de
aportar tropas al ejército. Este acuerdo constituía, en realidad, un síntoma de debilidad política.
A pesar del foedus, las tribus godas azotaron con fuerza el Imperio, separadas en dos grupos
principales: ostrogodos, organizados en la zona sur de Rusia, y los visigodos, firmantes del
foedus, mucho más cercanos al Imperio romano.

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En la línea del Éufrates se abría una etapa de coexistencia pacífica a la muerte de Sapor II, pero
en Occidente la situación se agitaba por la usurpación de Máximo, que provocó la muerte de
Graciano, por el avance bárbaro en Bretaña y el Rin y por la presencia de Valentiniano II en Galia
y la usurpación de este por Eugenio en 392, que fue vencido y muerto por Teodosio dos años
después. Teodosio murió en Milán en 315, momento que supuso la división del Imperio entre sus
hijos Arcadio (Oriente) y Honorio (Occidente), quedando como regente el magister militum de
origen bárbaro Estilicón.

Las relaciones entre las dos partes del Imperio serían en un primer momento de amistad y ayuda
mutua. La división del Imperio no tenía en sí nada de novedad: la separación de atribuciones, de
responsabilidades y de zonas de acción y expansión era ya un hecho desde años atrás. Entre
Oriente y Occidente era evidente que existían enormes diferencias, visibles desde mucho antes
de la división de Teodosio, con un Oriente rico y fuerte y un Occidente débil y desestructurado.

El ataque de los hunos provocó el desmoronamiento del Estado ostrogodo y la migración y


atomización de su pueblo. Los visigodos en paralelo pidieron asilo en tierras imperiales, asentados
en Mesia y en Tracia como laeti y como tropas auxiliares libres, se sublevaron con Alarico al frente
a la muerte de Teodosio y llevaron a cabo campañas de pillaje en el Ilírico, así como provocaron
el enfrentamiento con Estilicón en Italia (401-403), siendo derrotados por Honorio en Verona. A
continuación, se produjeron nuevas invasiones de ostrogodos, alanos, vándalos y burgundios,
como paso previo al final de Estilicón en 408. Estas invasiones afectaron a Hispania y la Galia, al
tiempo que los hunos se establecieron en Panonia y que Italia era asolada, culminando con el
saqueo de la propia Roma por las tropas de Alarico, seguido por la muerte de este en 410.

A partir de entonces, Roma pasó a considerarse la ciudad cristiana por excelencia con la figura
de Teodosio II (408-450), apoyado por el general Aecio, mientras que en el norte de África
arraigaba y se desarrollada el reino de los vándalos. Los hunos volvieron a atacar sobre los restos
del Imperio y Atila se enfrentó al Imperio de Occidente y de Oriente en la Batalla de los Campos
Catalaúnicos (451). Seguidamente murieron Aecio y Valentiniano III. Roma llegaba a su fin: los
vándalos volvieron a saquear la ciudad en el año 455. La figura de Rómulo Augústulo y su
deposición por parte de Odoacro, en 476, constituyen el último capítulo del Imperio romano de
Occidente, medio milenio después de su creación por Augusto.

La derrota de los romanos en Adrianópolis había facilitado la entrada de las poblaciones


germánicas en el limes y sumió la zona occidental del Imperio en una lenta agonía, a pesar de
los intentos de recuperación. En las décadas siguientes destacó la escasa relevancia de muchos
emperadores, salvo honrosas excepciones como Teodosio, frente a la importancia creciente de
los bárbaros. Eso significó que la destitución del último emperador, en 476, apenas representó
un cambio para los romanos de la época, puesto que habían tomado ya conciencia de que la
historia giraba en torno a los pueblos exteriores asentados en el Imperio.

Al analizar los motivos que intervinieron en la definitiva decadencia de la civilización romana como
tal, destaca entre otros fenómenos la incorporación al ejército y a la administración del Estado de
un grupo numeroso de bárbaros, lo que se explica a su vez por la profunda crisis demográfica
que sufrió el Imperio desde el siglo III, debida al descenso de la natalidad, a las guerras y a las
epidemias. De manera que el siglo IV no fue en realidad un periodo de decadencia, sino de
adaptación a las necesidades y a la inseguridad reinante; las catástrofes del siglo V precipitaron,
ya sí, el final del Imperio de Occidente y el nacimiento del Imperio de Bizancio.

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Figura 9. Disco de Teodosio. Autor: Manuel Paradas. Fuente: Wikimedia Commons.

6.2.4. Las instituciones político-administrativas del Bajo Imperio

Diocleciano introdujo cambios sustanciales en la organización del Estado. Sus medidas políticas
lo convirtieron, de hecho, en uno de los más grandes reformadores de la Antigüedad. Su actividad
se centró en la reorganización administrativa sobre nuevas bases políticas, destacando
especialmente la nueva forma de gobierno.

En la concepción y desarrollo de la tetrarquía de Diocleciano destacan varios aspectos. Primero,


la forma de gobierno, que parecía estar bien vertebrada, puesto que sus integrantes unieron sus
esfuerzos y colaboración mediante lazos familiares. Bien es cierto que a pesar de esas relaciones
de interdependencia y colaboración, la responsabilidad de los augustos hacia sus césares se
manifestó de manera muy desigual. El segundo aspecto destacable de la tetrarquía fue de tipo
administrativo. El colegio de los cuatro emperadores no implicaba la división política del Imperio
en gobiernos diferentes, ni la distribución del ejército y de las provincias en jurisdicciones
independientes. Sin embargo, puesto que existían cuatro residencias (Tréveris, Milán, Salónica y
Nicomedia) cada emperador era responsable directo de las áreas próximas.

Pero no existió un reparto proporcional de jurisdicciones, ya que el poder político tetrárquico se


manifestó siempre unitario desde el punto de vista legislativo, económico y militar, manteniendo
a un mismo nivel las estructuras sociopolíticas del Imperio. El objetivo último de las medidas de
diferente orden tomadas por la tetrarquía fue salvaguardar la unidad territorial y contribuir a la
recuperación económica del Imperio.

Las reformas en la administración

En la reforma de Diocleciano destacó la multiplicación de las provincias y su reagrupamiento


en unidades nuevas, las diócesis. Las provincias pasaron de 48 a casi un centenar en 305,
incluida la propia Italia, que fue reorganizada en provincias similares a las demás, salvo la zona
en torno a Roma. El Latérculo de Verona, redactado entre 304 y 320, enumera 95 provincias,
más Acaya, y su inclusión en doce diócesis. La razón de esta subdivisión provincial fue la
necesidad de defender las fronteras, así como preservar la integridad del territorio romano y
del poder imperial. Al frente de las diócesis estaban los vicarios, únicos responsables fiscales y
judiciales ante el emperador en sus territorios. Transmitían las decisiones imperiales a los
gobernadores de las provincias y velaban por su aplicación.

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Las provincias proconsulares eran las únicas que dependían directamente del emperador. Los
gobernadores provinciales y los vicarios diocesanos ejercieron una autoridad judicial y religiosa
en el ámbito de sus circunscripciones, pero no acumularon funciones civiles y militares, salvo
las que quedaron concentradas en la prefectura del pretorio.

Constantino y la administración imperial

La prefectura del pretorio experimentó importantes cambios en tiempos de Constantino,


convirtiéndose en una magistratura puramente civil. El siglo IV conocería tres grandes
prefecturas: Galia, Italia y Oriente. Entre el prefecto y los gobernadores provinciales se
encontraban los vicarios del prefecto del pretorio, al frente de las diócesis, como en la época
de Diocleciano. Las provincias estaban regidas por gobernadores clasificados en un orden
jerárquico estricto: los proconsulares, consulares, correctores y simples praesides, con
funciones todos ellos de carácter judicial.

Solo algunas provincias mantuvieron la separación de poderes civiles y militares. Por cuestiones
de defensa, cada una contaba con un jefe militar (dux o comes rei militaris), con cargo civil de
gobernador y militares de mando de tropas.

Constantino y Roma

Durante esta época los emperadores no residieron en Roma, pues se hallaba demasiado alejada
de los teatros de operaciones militares. Roma ya no era más que una especie de museo de la
gloria romana y un símbolo del Imperio. Aunque conservaba su papel de capital, ya no era la
única. La fundación de Constantinopla en el año 324 se realizó con una mayor motivación
política que propagandística. La nueva capital tenía sus siete colinas, sus catorce regiones, su
foro, su capitolio y su senado, aunque nunca tuvo el prestigio de la antigua capital del Imperio.

Figura 10. Mapa del Imperio Romano en el año 400.

6.2.5. El ejército y la política de defensa

Una de las medidas de mayor calado adoptada por Diocleciano fue la política de defensa,
encaminada a finalizar la peligrosa situación existente en las fronteras de la etapa anterior. Se
centró en los territorios fronterizos, viéndose obligado a renunciar al control de zonas
especialmente problemáticas: Egipto, Mesopotamia y parte de Dacia.

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Esta reestructuración de las líneas fronterizas no afectó solo al ejército, sino también a los
habitantes que ocupaban estas áreas periféricas del Imperio, pues el limes no se concebía ya solo
como un conglomerado de fortificaciones y defensas con vistas a salvaguardar las fronteras, sino
como un ámbito económico y social que tenía entidad propia.

Resulta significativo que, en ocasiones, los asentamientos romanos de la periferia se situaran más
allá de la línea defensiva que marcaba la frontera entre el mundo romano y el bárbaro. Era una
nueva estrategia de defensa en profundidad, con fortificaciones a ambos lados de la línea del
limes para proteger a las provincias fronterizas en el área oriental (persas), septentrional
(germanos y poblaciones afines) y meridional (tribus bereberes africanas).

La barbarización del ejército

El reclutamiento durante el siglo IV se hacía de tres formas diferentes: voluntariado, enrolamiento


en masa de poblaciones bárbaras y a través de los impuestos. El resultado de esta política de
reclutamiento desembocó en la citada barbarización progresiva del ejército. Los bárbaros no se
consideraban simples mercenarios, sino que tomaron conciencia de la promoción civilizadora que
les suponía ese servicio, de modo que acabarían por tener un sentimiento de la cultura romana
muy fuerte.

Figura 11. Soldados del ejército romano tardío, probablemente bárbaros, en la base del obelisco de Teodosio I en
Constantinopla (ca. 390). Autor: G.dallorto. Fuente: Wikimedia Commons.

6.2.6. Los asuntos económicos

Diocleciano se vio obligado también a afrontar la difícil situación económica por la que pasaba
el Imperio, que requería cambios sustanciales en algunos sectores productivos, como la
agricultura o la minería.

En las primeras décadas del siglo III la minería del oro había colapsado, dejando de ser uno
de los puntos fuertes de la economía imperial. En el sector agropecuario se produjo una
concentración de la propiedad y hubo una disminución del comercio por la reducción de
los circuitos de intercambio entre las diferentes provincias. Para poner fin al estado de
descomposición de la economía bajoimperial, Diocleciano introdujo tres grandes reformas:

• La monetaria.
• El edictum maximum de pretiis.
• La capitatio-iugatio.

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La moneda en circulación, que había perdido valor, fue reemplazada por otra saneada de tres
tipos: de oro (aureus), de plata (argenteus) y de bronce. La moneda impuesta por Diocleciano
fue mejorada por Constantino, con el solidus de oro como patrón, junto con la moneda divisionaria
en plata y bronce, de valor fluctuante respecto de la de oro.

El aumento abusivo de los precios llevó a Diocleciano a fijar de forma general los precios de los
artículos de primera necesidad, a través del edicto Máximo (año 301) que fijaba los precios de
servicios y mercancías. Pero la oposición fue tan rápida y violenta que acabó por ser abandonado.
La reforma fiscal fue más perdurable (permaneció en vigor durante todo el siglo IV). El impuesto
de nueva creación, la capitatio-iugatio, perseguía una nueva unidad fiscal que descansaba sobre
las personas y las tierras. Los tres elementos que comprendía este impuesto obligatorio eran: la
capitatio humana, la capitatio de la tierra o iugatio y la capitatio de los animales. A partir de
Diocleciano, por tanto, el hombre apareció vinculado a la tierra como parte esencial y sujeto de
impuesto; el hombre y la tierra debían considerarse algo inseparable

La intervención estatal

Parece claro que la economía romana se restableció en los inicios del siglo IV, lo que se atribuye
al intervencionismo del Estado en las cuestiones económicas. En cuanto a la producción
económica, las medidas de fuerza del Estado se encaminaron hacia una reglamentación
profesional, una responsabilidad colectiva y la herencia de las condiciones laborales y de vida: los
oficios concernientes a la producción o al transporte de avituallamiento fueron obligados a formar
collegia (asociaciones con responsabilidad compartida).

Por todo ello, la situación del campesinado se hizo cada vez más difícil. Desde finales del siglo II,
grupos de trabajadores libres explotaban parcelas de terreno a cambio de parte del producto
obtenido; en el siglo IV, estos mismos colonos habían perdido el derecho a abandonar su tierra.
En esta misma dirección se manifestaba la constitución de Teodosio de finales de siglo IV, que
declaraba que los colonos, aun siendo personas libres, eran esclavos de la tierra, a la que fueron
destinados por nacimiento.

El Estado bajoimperial se hizo productor, destacando entre sus manufacturas la fabricación de


armas, el textil relacionado con la elaboración de telas bordadas en plata y oro, al tiempo que los
monopolios solo cubrirían la fabricación de púrpura y papiro. Esta productividad redundó en una
mejora de la economía bajoimperial. Simultáneamente, la población disminuyó, lo que se
compensó con el asentamiento de bárbaros. Pero las diferencias económicas eran sustanciales
entre Oriente y Occidente: mientras que en Oriente la economía resultaba más o menos brillante
—basada en una seguridad relativa, en el mantenimiento de la pequeña propiedad y en unas
relaciones comerciales amplias—, en Occidente no hubo tal prosperidad debido al
despoblamiento, a la implantación de los grandes dominios, al declive de los centros urbanos y a
la decadencia del comercio marítimo en el Mediterráneo.

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Figura 12. Edictum maximum de pretiis de Diocleciano. Autor: MatthiasKabel. Fuente: Wikimedia Commons.

6.3. Hispania durante el Bajo Imperio

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Para saber más sobre la Hispania tardorromana puedes ver el documental que se le dedica
en la serie Memoria de España.

El Bajo Imperio en Hispania no puede entenderse de forma aislada. Como parte del Imperio
occidental, Hispania compartía las mismas disposiciones que el resto de Occidente y sufría
problemas muy parecidos. No obstante, la marginalidad geográfica hizo que las convulsiones
políticas, especialmente duras en Italia y en otras provincias del Imperio durante el siglo IV,
tuvieran aquí una menor repercusión hasta los comienzos del siglo V en que se libró la guerra
entre los partidarios del emperador Honorio y el usurpador Constantino III, con desastrosas
consecuencias y que concluyeron con la invasión de los pueblos bárbaros y su asentamiento en
más de la mitad de la Península.

Durante la tetrarquía, Hispania quedó bajo la jurisdicción de Maximiano, junto con Italia y la
diócesis de África. Cuando a comienzos del 306 Diocleciano decidió retirarse y obligó a Maximiano
a hacer lo mismo, Hispania pasó a depender de Constancio como nuevo Augusto de Occidente y
después de Majencio, hasta que Constantino puso fin a la tetrarquía. A su muerte, Hispania formó
parte de los territorios bajo el control de Constantino II primero y de Constante después, para
pasar luego a depender del usurpador Magnencio. Parece, sin embargo, que la sumisión hispana
al usurpador no fue muy firme, porque Constante halló refugio en la Tarraconense, donde murió
y según Helmut Schlunk, fue enterrado en el mausoleo de la villa de Centcelles (Constantí,
Tarragona). Durante el periodo de los últimos descendientes de Constantino, Hispania no parece
sufrir ningún sobresalto reseñable y su alejamiento del eje del Imperio la convierte en una zona
poco relevante pero bastante segura, donde ni siquiera parecen llegar las disposiciones
anticristianas de Juliano.

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Viaja

Visita el Mausoleo de la Villa de Centcelles.

Con Valentiniano sobresalió ya como gran general el hispano Teodosio el Mayor, padre del futuro
emperador Teodosio, que tras la condena de su padre a muerte en extrañas circunstancias, fue
nombrado por Graciano magister equitum o jefe de la caballería y, en 379, Augusto de Oriente.
Entonces, Hispania tomó un cierto protagonismo en los asuntos religiosos que convulsionaban al
Imperio, pues por la presión del papa Dámaso y de Ambrosio de Milán, el emperador de Occidente,
Graciano, ordenó que le fueran restituidas las posesiones confiscadas a la secta hispana de
Prisciliano. En el mismo año, 383, el hispano Magno Máximo, pariente lejano de Teodosio, fue
proclamado Augusto por las tropas y ejecutó a Graciano, compartiendo el gobierno de
Occidente con Valentiniano II hasta que Teodosio lo derrotó en 407. Durante su gobierno, Máximo
dictó la condena a muerte de Prisciliano y de varios de sus seguidores.

Hispania adquirió protagonismo cuando Constantino III se levantó en 407 contra Honorio. Los
parientes hispanos de Honorio, que defendían sus propios intereses y el poder que les confería el
parentesco con el emperador, crearon un ejército de campesinos con el que trataron de frenar el
avance del usurpador desde la Galia, que finalmente logró derrotar a las tropas hispanas. El
general Geroncio, que se quedó al mando, dio rienda suelta a los saqueos. La declaración de
independencia de Hispania por parte de Geroncio y el nombramiento de un Augusto para este
territorio hizo que Constante, hijo de Constantino III y César, consiguiera la ayuda de los bárbaros
de Aquitania contra Geroncio, a cambio prometió entregarles la parte occidental del Imperio. Así,
los suevos, vándalos y alanos vencieron a Geroncio y se repartieron las tierras occidentales y del
sur.

En 416 los visigodos penetraron en Hispania y, mediante una alianza con Constancio que les
permitía asentarse en Aquitania, liberaron casi toda la Península, excepto Gallaecia, del control
bárbaro. Las operaciones de conquista posteriores llevadas a cabo por los suevos, ayudados por
los bagaudas, provocaron una nueva ofensiva de los godos en 455. En 469 Eurico, rey godo,
decidió separar la Península del desfallecido Imperio romano y en 472 la Tarraconense, que había
sido el último vestigio imperial en Hispania, pasó al control del rey godo.

6.3.1. División territorial y administrativa de Hispania

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Consulta en la siguiente web la importante Notitia Dignitatum.

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La nueva organización administrativa hizo de Hispania, junto con Mauritania Tingitana, la
Diocesis Hispaniarum, dependiente de la prefectura de las Galias junto con las diócesis de
Britania y de las Galias. Esta diócesis quedaba dividida inicialmente, en torno a 297 d. C., en seis
provincias: Bética, Lusitania, Gallaecia, Tarraconense y Cartaginense, además de Mauritania
Tingitana; posteriormente, se creó una nueva provincia, desgajada de la Cartaginense, las Insulae
Balearum. Además, entre 383 y 388 el usurpador Magno Máximo creó la Nova Provincia Maxima,
cuya situación y delimitación se desconocen, si bien se tiende a situarla en la Tarraconense.

Las capitales de las nuevas provincias eran Cartagena (provincia cartaginense), Brácara
(Gallaecia), Tárraco (Tarraconense), Córduba (Bética), Augusta Emérita (Lusitania) y Tingis
(Mauritania Tingitana). La capital de la diócesis se estableció en Mérida, si bien el carácter
itinerante del cargo de vicarius impide saber cuál era su residencia habitual.

La administración

El vicario, como hemos visto, era el responsable principal de la diócesis, nombrado por el
emperador y con diferentes cargos, entre los que destacaba la percepción y traslado de
impuestos y la de ser juez de apelación. Los gobernantes hispanos eran praesides o cónsules,
que recaudaban los impuestos, tenían funciones judiciales y cuidaban del funcionamiento de
obras públicas, postas... En época de Constantino se creó, además, la figura del comes
Hispaniarum, que colaboraba con el vicario y tenía un rango semejante, si bien este cargo se
extinguió en 340. Las cuestiones económicas estaban en manos del rationalis summarum
Hispaniae, ayudado por el rationalis rei privatae. Ambos cuidaban del patrimonio de la corona
en el ámbito de la diócesis.

El ejército

La información más valiosa sobre la situación del ejército en Hispania en época bajoimperial es
la Notitia Dignitatum, gracias a la cual sabemos que a la legión acantonada de forma
permanente en Legio (León), la Legio VII, y a la cohorte de Paetavonium (Rosinos de Vidriales,
Zamora) se unieron tropas en otros puntos de la Gallaecia y la Tarraconense. Además, existían
unas tropas comitatenses que acompañaban al comes Hispaniarum, con funciones militares al
menos desde el siglo V.

En total, los efectivos hispanos no debieron de superar los 6000, una cifra no muy elevada
debido a que Hispania estaba alejada de los grandes acontecimientos militares que tenían lugar
en las zonas fronterizas del Imperio.

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6.3.2. Ciudad y campo

Viaja

Conoce más sobre la espléndida Villa de La Olmeda a través de su web. Consulta también el
catálogo de la exposición sobre la Villa de Cornelius en L'Ènova (Valencia).

Durante el Bajo Imperio la mayoría de los aristócratas y personajes importantes, anteriormente


vinculados a las ciudades, se establecieron en sus villas de campo, al frente de unos latifundios
que progresivamente se fueron constituyendo en unidades políticas, sociales, económicas e
incluso religiosas. Esta «ruralización» del estamento gobernante ha llevado a considerar que las
ciudades se sumieron en una profunda crisis económica y política en este periodo, imagen que
está siendo matizada por las investigaciones arqueológicas, que muestran una paulatina
transformación de las urbes, resultado de un cambio de mentalidad más que de su declive
económico.

Figura 13. Mosaico de la caza. Villa de La Olmeda. Autor: Valdavia. Fuente: Wikimedia Commons.

Las ciudades

Mientras en otras zonas del Imperio occidental se aprecia una vitalidad de las ciudades que
corrobora la relatividad de la crisis, como sucede en África, en Hispania la poca documentación
para casi todos los aspectos de la vida bajoimperial se repite también en el caso de las ciudades.
Una de las fuentes de información sobre las ciudades hispanas de esta época es la
correspondencia entre Décimo Magno Ausonio, poeta residente en Burdigala (Burdeos), y Paulino,
futuro obispo de Nola y casado con la hispana Terasia. Esta correspondencia no da una imagen
de decadencia de las ciudades hispanas; entre las más florecientes se encuentran Híspalis,
Córduba, Brácara y Tárraco.

En la Bética Híspalis y Córduba formaban el eje económico, pero Gades parece haber caído en
decadencia, si bien continuaba su actividad de producción del garum. Mérida, como capital de la
diócesis, y Caesaraugusta y Tárraco mantuvieron su peso. Las dos últimas fueron además
capitales de emperadores y usurpadores en este periodo.

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Sabemos también por la arqueología y la epigrafía que se hicieron importantes restauraciones de
edificios y que se construyeron otros nuevos en todas estas ciudades, como la Basílica de Santa
Eulalia en Mérida. Otras ciudades, en cambio, parecen haber sido abandonadas, como Ampurias,
Numancia, Baétulo o Iluro, estas dos últimas eclipsadas por Barcino. Astúrica Augusta, por su
parte, se vio profundamente afectada por el abandono de las cercanas minas de oro de Las
Médulas, de las que había dependido su antiguo esplendor.

La crisis de 409 con la llegada de las invasiones bárbaras a la Península produjo la destrucción
material de muchas ciudades, aunque en otras amuralladas los habitantes pudieron resistir e
incluso plantar cara a los invasores.

El mundo rural

La situación en el campo se vio radicalmente transformada por la creación del impuesto capitatio-
iugatio, pues muchos campesinos vinculados a la tierra y asfixiados por el pago de impuestos
dejaron sus dominios para integrarse en los grandes latifundios. Esto no los libraba de la
vinculación a la tierra, sino que pasaban a ser colonos de estos grandes dominios, pero el dominus
se hacía responsable del pago de su impuesto, mientras que los colonos se comprometieran a
cultivar las tierras. El dominus se veía beneficiado, pues se quedaba con las antiguas tierras de
los campesinos a cambio de afrontar un impuesto que para él suponía una carga mucho menor y
que podía además disminuir aún más valiéndose de beneficios que le permitían defraudar a las
arcas del Estado.

Los grandes dominios se fueron configurando como entidades autónomas, solo dependientes del
Estado, pero provistos de su propia ley o status domanial que determinaba los derechos y deberes
de los arrendatarios, los poderes de los intendentes, los ingresos a pagar, etc. Estos dominios o
fundi tenían incluso sus propios talleres, sus bandas armadas e incluso sus propias cárceles. El
propietario era el jefe de este sistema, que detentaba el patrocinio y ejercía una jurisdicción
extralegal. El fundus contaba con una parte residencial, donde habitaba el dominus con su familia,
y una parte donde vivían los colonos, además de las diferentes zonas de producción y almacenaje.
Todo el espacio podía estar cerrado y defendido con una fortificación.

Por otro lado, a medida que la Iglesia penetró en los medios rurales, se crearon basílicas o iglesias
domaniales, que en Hispania se documentan ya desde 400 d. C. En algunos concilios hispanos de
la época se indicaba que el dominus debía dotar a la iglesia construida en su dominio de forma
que se cubriesen los gastos tanto del edificio como del clero a su servicio.

Algunas de las villae mejor conocidas y más significativas, como La Olmeda (Palencia), Carranque
(Toledo), Quintana del Marco (León), Veranes (Gijón), El Ruedo (Almedinilla, Córdoba), La Cocosa
(Badajoz), Milreu o São Cucufate (Vidigueira, Portugal) —entre muchas otras—, muestran el
interés por parte de los propietarios de mantener un estatus y unas formas de vida de acuerdo a
su rango y posición económica, obtenida de la explotación de los recursos agropecuarios. Para
ello, siguieron haciendo uso de elementos suntuosos, muchas veces exóticos, como símbolos de
su rango, tales como mosaicos, objetos metálicos, marfiles o esculturas.

La propia organización interna de estas villae muestra cómo se convirtieron en centros de poder,
con estancias para el invierno y para el verano, salas de representación, criptopórticos, triclinia,
bibliotecas, balnea...

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6.4. El cristianismo

El reconocimiento del cristianismo por parte de las autoridades romanas no constituyó un


hecho puntual, sino que se llevó a efecto de manera gradual a lo largo de más de un siglo. Los
inicios de dicho proceso se remontan a la época de Galieno, hacia mediados del siglo III, contando
como momentos de consolidación y afianzamiento las actuaciones de Galerio y Constantino, para
cerrar el ciclo con el planteamiento que Teodosio realizó no solo con respecto al cristianismo, sino
también a las comunidades cristianas.

Figura 14. Mosaico polícromo ravenés con representación de Cristo en majestad.

6.4.1. El cristianismo primitivo

Con el edicto de Galieno la situación legal de los cristianos no cambió sustancialmente en el


marco del Imperio, por lo que suponía solo una tregua que, además, no era efectiva en todo el
territorio porque hubo provincias con las que Galieno no pudo hacerse.

Por tanto, antes del reconocimiento de esta religión por Constantino, hubo de sufrir aún
numerosas persecuciones. El nuevo sistema político de Diocleciano suponía un
acompañamiento ideológico y moral basado en las concepciones tradicionales romanas en cuanto
a las formas de vida y religiosidad. Tales fundamentos encontraron oposición en la Iglesia
cristiana, que en aquella época era ya un poder fuertemente estructurado, al tiempo que algunos
de sus componentes habían escalado a puestos de responsabilidad civil y militar.

Por ello, Diocleciano dirigió sus esfuerzos a acabar con las prerrogativas de las que gozaba. Sin
embargo, a partir de la abdicación de Diocleciano la intensidad de la aplicación de las medidas
persecutorias anticristianas descendió como consecuencia de la guerra civil que enfrentó a los
tetrarcas, especialmente en Occidente, mientras que en Oriente se mantuvieron hasta que
Galerio, poco antes de su muerte, publicó un edicto de tolerancia en 311.

A pesar de la gran cantidad de cristianos muertos como resultado de estas persecuciones, la


organización institucional de la Iglesia, junto con la base que suponía el ejemplo reconfortante de
los mártires y el hecho de que el cristianismo se había convertido en la religión que respondía
mejor a los deseos y apetencias de una buena parte de la sociedad romana, permitieron soportar
sus efectos nefastos.
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Figura 15. Pintura del Buen Pastor en una catacumba de Roma.

6.4.2. Reconocimiento del cristianismo

Ni el decreto de Galerio ni los edictos a favor de los cristianos de Galieno pueden compararse
con el Edicto de Milán de 313, ni en su contenido ni en su aplicación.

Viaja

La lectura del Edicto de Milán te ayudará a hacerte una mejor idea de lo que supuso para la
implantación del cristianismo en el Imperio romano.

En este último edicto se afirmaba que todos los ciudadanos del Imperio —incluidos los cristianos—
contaban con libertad para rendir culto de acuerdo con sus convicciones personales, ordenándose
al mismo tiempo la restitución a las comunidades cristianas de las propiedades confiscadas
anteriormente por las autoridades romanas.

La victoria definitiva de Constantino sobre Majencio en la batalla del Puente Milvio, donde
escribiría —según Eusebio y Lactancio— el anagrama de Cristo en los escudos de sus soldados,
propició un cambio radical en la política estatal con relación a la Iglesia, si bien el bautismo del
emperador no se produjo hasta poco antes de su muerte. La anterior religión objeto de
persecuciones tenía ahora al emperador entre sus fieles. El siglo IV supuso la instalación paulatina
del cristianismo como religión oficial.

Pese a ello, hay que tener presente que en el mundo rural el paganismo y la idolatría se
mantuvieron en pie durante mucho tiempo, a pesar de que los autores cristianos tratasen de
obviar esta cuestión en sus escritos.

Los objetivos del emperador parecen haber estado encaminados al logro de un sincretismo
religioso en el que el cristianismo aglutinaría al mayor número posible de ciudadanos del Imperio,
de manera que la doctrina cristiana se erigiese en la base ideológica de su política de unificación
imperial.

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Se produjo entonces un proceso de acercamiento entre Iglesia y emperador que supuso
concesiones por ambas partes hasta que en 318 Constantino permitió a los tribunales eclesiásticos
juzgar a cuantos quisiesen de acuerdo con la ley cristiana, a pesar de que la causa fuese
presentada ante los tribunales civiles. Ya hemos visto cómo el emperador, bautizado al final de
su vida, estaba muy abierto a la religión cristiana, si bien continuó siendo cabeza de los cultos
paganos, y mantuvo títulos como los de pontífice máximo. De hecho, hasta que Graciano renunció
a este título en el año 379, el pontificado siguió siendo empleado por los emperadores.

Figura 16. Icono bizantino con representación del Primer Concilio de Nicea.

El primer edicto que facultaba a la Iglesia a recibir donaciones y herencias se promulgó en 321.
Estas prerrogativas económicas se completaron con las exenciones fiscales de que disfrutaron los
bienes patrimoniales eclesiásticos, en el mismo contexto que las concedidas a las propiedades
imperiales.

Desde el punto de vista social, se le concedió a la Iglesia la prerrogativa de las manumisiones


eclesiásticas (manumissio in ecclesia), que permitía, en un principio, que los dueños
manumitieran a los esclavos en las iglesias, en presencia de presbíteros, y posteriormente que
fueran los propios clérigos los que pudieran manumitir, aun sin el consentimiento del propietario.

Constantino medió además de las disputas y cismas internos de la Iglesia. En el cónclave de Arles
de 314 condenó a los donatistas norteafricanos, ratificando así las decisiones del concilio de la
Iglesia oficial. Las disensiones provocadas por Arriano le llevaron a convocar un nuevo concilio en
Nicea, al que acudieron más de 300 obispos, con privilegios de altos funcionarios del Imperio.
Este concilio demostró que la cristiana había pasado a ser la religión más protegida por el
emperador. En otros términos, la política constantiniana, encaminada a privilegiar a la Iglesia,
pero apoyándose en ella para sus propios proyectos, condicionó el futuro del cristianismo para
los siglos venideros.

El contexto religioso de la época hizo posible que Constantino resultase vencedor en su idea de
hacer del cristianismo una religión al servicio del Estado. Sus hijos trataron de continuar las
políticas de su padre, depurando el paganismo y señalando unos ritos desde ese momento
considerados inmorales. En cualquier caso, estas políticas respondían más a una necesidad de
establecer y asegurar el orden social que a una voluntad de reforma religiosa.

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6.4.3. Consolidación y organización de la Iglesia

Viaja

En la web Patrologia Latina puedes consultar los textos de los padres de la Iglesia cristiana.

Consulta en WikiSource el Edicto de Tesalónica.

La muerte de Constantino supuso el recrudecimiento del problema entre los arrianos y


los seguidores de la doctrina emanada del Concilio de Nicea. Tras la muerte de Constante,
Constancio II trató de aplicar la política religiosa de su padre mediante la cristianización de las
instituciones y convirtiendo el cristianismo en el móvil principal de su actuación gubernativa. Pero
su cercanía al arrianismo le llevó a perseguir a los nicenos, lo que provocó una situación de
agitación entre los creyentes.

Pero a pesar de las disputas teológicas y del choque con el emperador, la Iglesia se consolidaba
cada vez más como consecuencia de su profunda integración en la estructura organizativa del
Imperio y su acierto en saber asumir la realidad política y social de este. En este sentido, la
organización eclesiástica se articuló definitivamente tomando en parte como modelo el esquema
de funcionamiento de la administración romana. El patrimonio eclesiástico se enriqueció y la
Iglesia se convirtió en gran terrateniente.

El paganismo quedó reducido a grupos de aristócratas tradicionales y de filósofos, que siguieron


apegados a la cultura tradicional. En cambio personajes como Ambrosio de Milán, Juan Crisóstomo
o Agustín de Hipona iban a protagonizar la definitiva fusión del poder político romano, la cultura
clásica grecorromana y la religión cristiana. San Ambrosio, por ejemplo, consiguió de algún modo
distanciar a la Iglesia respecto del Estado, estableciendo unas nuevas relaciones entre ambos
poderes. Las acciones de San Ambrosio ilustran el margen de poder y autonomía que alcanzó la
Iglesia cristiana desde la época de Constantino.

En el año 361, Juliano el Apóstata protagonizó una vuelta atrás adoptando una actitud en defensa
de la tradición romana. La vuelta a los cultos paganos se revitalizó al conectarse con las creencias
mistéricas y orientales. Pero el calificativo de Apóstata que va unido al nombre de Juliano, así
como el odio de algunos eclesiásticos, fue más político que religioso. El emperador mostró una
tolerancia exquisita hacia todas las religiones del Imperio, por lo que abrió de nuevo la posibilidad
de rendir culto a las divinidades paganas anulando la orden de Constancio II de 356, que prohibía
celebrar sacrificios y dictaba el cierre de los templos no cristianos.

El periodo no estuvo, sin embargo, exento de enfrentamientos entre los paganos y los cristianos,
así como entre las diferentes ramas del cristianismo.

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El fin de Juliano no terminó con las dificultades del cristianismo, pues los enfrentamientos entre
cristianos ortodoxos y arrianos se mantuvieron. Pero Teodosio defendió decididamente la
ortodoxia de Nicea. Su bautismo tardío parece mostrar que su conversión definitiva a la nueva fe
fue más por cuestiones políticas que religiosas, si bien los escritores cristianos de la época resaltan
sus buenas relaciones con la Iglesia, en especial desde 380, momento del reconocimiento
definitivo de lo que representaba el cristianismo y su jerarquía con el Edicto de Tesalónica.

Fue precisamente a partir del bautismo de Teodosio y del reconocimiento convencional y político
del cristianismo cuando la actuación imperial cambió verdaderamente, promulgándose una serie
de medidas orientadas a favorecer el cristianismo y a sus elementos jerárquicos. Así, la Iglesia
se configuró como un poder oficial en el seno del Estado romano, sobre todo tras la condena de
Teodosio contra el paganismo y sus prácticas.

Figura 17. Los padres de la Iglesia primitiva.

6.4.4. El cristianismo en la Hispania bajoimperial

El primer documento literario que suministra información explícita sobre una serie de
comunidades cristianas y el clima general del cristianismo hispano a mediados del siglo III es una
carta sinodal datada a fines de 254 y firmada por Cipriano, obispo de Cartago, y 36
obispos africanos partícipes en el sínodo, en relación con la persecución de Decio.

Las relaciones de los mártires hispanos comienzan, en cambio, el 257. Los primeros fueron
Fructuoso, obispo de Tarragona, y dos diáconos de esa comunidad, Augurio y Eulogio, pero las
muertes más numerosas se produjeron en época de Diocleciano, con la persecución de algunos
célebres mártires hispanos como Justa y Rufina (Sevilla), Justo y Pastor (Alcalá de Henares) o
Eulalia (Mérida). El que todos los mártires habitasen en ciudades se debe, en gran medida, a que
en ellas estaban las sedes episcopales y gran parte de los mártires parecen haber sido obispos o
clérigos. El culto a estos mártires parece probado desde el siglo IV con la documentación de
martyria o pequeñas capillas martiriales, como la de Eulalia en Mérida.

Sin embargo, si tenemos en cuenta que al Concilio de Elvira, celebrado entre 305 y 310, acudieron
19 obispos, no parece que la vida de las comunidades cristianas hispanas se viera fuertemente
convulsionada por las persecuciones; al contrario, este dato muestra la gran vitalidad de la
Iglesia hispana en esos años.

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Los primeros testimonios arqueológicos cristianos en Hispania datan del siglo IV. Además
del martyrium de Eulalia, cabe mencionar varias necrópolis, el mausoleo de la Villa de Centcelles
(Constantí, Tarragona), el martyrium de Marialba (León), el de la Villa de La Cocosa (Badajoz) o
la basílica de Bruñel (Jaén).

Figura 18. Patena de Cástulo, con representación de Cristo en majestad. Autor: Castulosigloxxi. Fuente: Wikimedia
Commons.

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Resumen

En el siglo III d. C. la ruptura de la tradicional unidad política del Imperio romano, unida a una
crisis económica acuciante en algunas regiones, dio lugar a un periodo de inestabilidad a todos
los niveles. Tras la muerte de Cómodo, la siguiente dinastía fuerte que se haría con el trono
imperial sería la de los Severos. Caracalla, hijo de Septimio Severo, otorgó la ciudadanía romana
a todos los habitantes del Imperio, además de acuñar una moneda, el antoniniano, que ahondó
en la crisis financiera del Imperio. Los dos frentes de conflicto en política exterior durante este
periodo fueron el renano-danubiano, donde se intentó frenar la presión germánica de diversas
maneras, y el oriental, donde los partos primero y los persas después se convirtieron en una
constante preocupación para la seguridad del Imperio romano.

Durante todo este siglo, el ejército fue un elemento clave de la evolución política, pues las legiones
comenzaron a proclamar emperadores a sus generales, usurpándole esta prerrogativa al Senado.
Además, creció el número de efectivos y mejoraron sus condiciones. La importancia del ejército
creció también por la necesidad de defender las fronteras exteriores del Imperio de los ataques
de los bárbaros, tanto en la zona Oriental como en la Occidental. Un ejército más fuerte supondría,
por tanto, una necesidad mayor de recursos económicos y un mayor dispendio presupuestario.

Desde el punto de vista social y económico, el Senado vio recortados sus derechos y privilegios
en beneficio de otros grupos sociales, a la vez que surgió una verdadera carrera burocrática. La
inflación hizo caer el precio de la moneda, lo que llevó a algunos emperadores a acuñar otras
nuevas que, sin embargo, solo contribuyeron a agravar el problema. Las ciudades se fueron
desdibujando como centros económicos y administrativos del Imperio, mientras que las
economías rurales soportaron mejor la inestabilidad del periodo y su poder fue en aumento. Desde
el punto de vista ideológico, el siglo III supuso la difusión de muchas religiones de carácter
oriental en el Imperio y un aumento del arraigo del cristianismo. El ejército funcionó como un
auténtico motor de difusión de estos credos religiosos.

El ascenso al poder de Diocleciano (r. 284-306 d. C.) supuso la restauración del Estado romano
y la construcción de un nuevo sistema de gobierno, la tetrarquía, que acarreó importantes
reformas. Pero este sistema duró poco y se acabó estableciendo de nuevo un único emperador
en la persona de Constantino. Durante este periodo la amenaza de los bárbaros sobre las
fronteras creció hasta que finalmente el emperador Rómulo Augústulo fue depuesto por el general
Odoacro en 476.

Por lo que respecta a Hispania, la nueva división administrativa impuesta por Diocleciano la
convirtió en la Diocesis Hispaniarum, con capital en Augusta Emérita y con una nueva división
provincial. De Hispania procedió en esta época uno de los emperadores que más influyeron en el
devenir del Imperio, Teodosio. Las invasiones de bárbaros en Hispania fueron tempranas: los
suevos, vándalos y alanos se asentaron en las tierras occidentales y del sur y en 416 entraron
los visigodos.

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Pero si algo caracteriza este periodo es la consolidación del cristianismo como religión del Imperio
romano. El gran cambio llegó con la promulgación del Edicto de Milán por Constantino en 313,
que autorizaba el culto cristiano como una religión más del Imperio. El reconocimiento definitivo
del cristianismo como la religión del Imperio llegó con Teodosio, que con el Edicto de Tesalónica
estableció esta religión como la oficial del Imperio. En Hispania el cristianismo se expandió rápido
como por el resto del Imperio.

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Mapa de contenidos

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Recursos bibliográficos

Bibliografía básica

Arce, J. (2007). Bárbaros y romanos en Hispania. 400-507 A. D. Madrid: Marcial Pons Historia.

Bravo, G. (2012). Historia del mundo antiguo. Una introducción crítica. Madrid: Alianza.

Sánchez Moreno, E. (coord.) y Gómez-Pantoja, J. L. (2008). Protohistoria y antigüedad de la


península ibérica, vol. II. La Iberia prerromana y la romanidad (pp. 283-623). Madrid: Sílex.

Bibliografía complementaria

Barceló, P. y Ferrer, J. J. (2008). Historia de Hispania romana. Madrid: Alianza.

Ereira, A. y Jones, T. (2008). Roma y los bárbaros. Una historia alternativa. Barcelona: Crítica.

Gibbon, E. (2012). Decadencia y caída del Imperio romano. Madrid: Atalanta.

Kelly, C. (2004). Ruling the Later Roman Empire. Harvard: Harvard College, USA.

Heather, P. (2011). La caída del Imperio romano. Barcelona: Crítica.

Potter, D. (2013). Constantino el Grande. Barcelona: Crítica.

Otros recursos

Revista Antigüedad y Cristianismo.

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