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Francisco Bitar


El cuerpo de
un escritor
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El cuerpo de un escritor
Primera edición: diciembre de 2022

© Francisco Bitar, 2022

© mini • Bulk editores, 2022

Girón de las Palmas 1295, Ñuñoa


Santiago de Chile
bulkeditores@gmail.com
www.bulkeditores.com

Imagen de tapa: Daniel García • «modelo anatómico», 2022, acríli-


co sobre tela
@danielgarcia1958

Serie del autor: De ahora en adelante, volumen 3

Impreso en Chile & Argentina • Printed in Chile & Argentina


ISBN 978-956-6162-06-3
Derechos reservados.

bulk editores
[ la densidad aparente en el papel ]
Francisco Bitar

El cuerpo de un escritor
Para Alberto Giordano
S e diría que es capaz de dar cuenta de su cuerpo. Lo auto-
riza, en primer lugar, su posición: al verlo desde arriba (él
está donde están sus ojos), tiene una visión privilegiada, no la
de una superioridad sino la de un panorama: su cuerpo está
por abajo (cuando él está parado) o por delante (cuando se
recuesta), pero en cualquiera de estos casos puede recorrerlo
de un vistazo, hasta la punta de los pies. Esto le brinda, como
cada cosa que se ve desde las alturas, una posibilidad de inte-
lección, de análisis.
Desde arriba, él puede dividir su cuerpo. Los pies, por
ejemplo, para volver al principio —o, al menos, para empezar
por uno de los extremos—, sus pies comportan una materia-
lidad: son de tamaño normal, sin nudos desagradables (sin
filos), fibrosos pero no hasta el paroxismo circulatorio: por
ausencia de rasgos desagradables, dominantes en el resto de
los pies humanos, podría decirse que sus pies son delicados.
Pero sus pies no solo pueden analizarse por su materialidad
sino también dividirse (ordenarse) en una historia: libres al
principio y luego confinados al calzado escolar, saldrían de
allí para vestir zapatillas deportivas y más tarde zapatos de es-
critorio; solo ahora mismo, la época en que él ha empezado

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yoga, los pies recuperaron su desenfado, la libertad de cami-
nar desnudos sobre cualquier superficie y en cualquier mo-
mento del año.
Sin embargo, no hace falta que él intervenga en esta di-
visión: por épocas, el cuerpo solo, sin intelección de su par-
te, se encarga del trabajo de dividirse, de separarse. Para esta
forma de autoexilio, no alcanzan ni el análisis material ni el
histórico, desde que ni uno ni el otro podrían describir este
llamado, caprichoso como se presenta: separarse es lo que no
estaba encerrado en su función, y como tal se suma en otra
parte distinta de su materialidad o de su historia: en este sen-
tido, la parte del cuerpo es lo imprevisible, lo que excede toda
observación.
Ahora, ¿cómo ocurre esta separación? ¿Cómo es que una
parte de su cuerpo se anuncia y por eso mismo se separa? En
general por una molestia o por una nostalgia: el cuerpo pue-
de doler o recordarle el pasado (o lo no pasado, pero de todas
maneras anhelado) pero por un motivo o por otro todo él
cae en esta parte del cuerpo, en la hipocondría o en la fantasía
triste. A esta altura, ya no hay análisis, en el sentido de que
ya no se vuelve sobre un fragmento determinado del cuerpo
para describirlo: al contrario, esta parte se ha disparado hacia
adelante, y él debe correr desde atrás para saber de ella.
Este libro intenta abrirse paso en un saber, por proviso-
rio que fuera, de estas partes. Partes: allí donde se produce el
misterio del cuerpo. La parte es lo que pone al cuerpo fuera
del rango de lo observable: la porción que, a diferencia de

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la descripción material o el racconto histórico, ocurre en el
interior de él, en el sentido de lo desconocido de él. La parte
es el lugar, en definitiva, adonde los hechos (en las formas
de la descripción o del racconto) se detienen para dar paso a
la conjetura, a aquello que del cuerpo queda por saber: a la
escritura.
Pero si se habla de partes —y si se escribe sobre ellas—
persiste la tentación de reintegrarlas a un todo. Al fin y al
cabo, si son partes es porque están pegadas, pero ¿a qué cla-
se de totalidad?, ¿a él? Él no tendría el valor de afirmarlo. Y
es que teme que, luego de escribir sobre ellas, estas partes
continúen separadas (este no es un libro de la cura), sin que
calzaran otra vez en el lugar: estas partes, ajenas como se pre-
sentan, son no las que pertenecen al cuerpo de otro sino a un
otro cuerpo. Él escribe aquí, no sobre los pedazos del cuerpo,
sino sobre el cuerpo despedazado.
Con todo, no las culpa, desde que él sabe que tiene en
todo el asunto una porción de responsabilidad: ¿por qué
el cuerpo, sus partes, deberían obedecerle? ¿No sería él en
todo caso quien está separado de su cuerpo? La pregunta,
entonces, no es por qué el cuerpo, con sus pedazos, no se le
une, sino por qué él, desprendido de sí mismo, no se une a
su cuerpo.
El misterio, en definitiva, sigue recayendo sobre él.

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Pierna derecha

A la edad de doce años se fractura la tibia derecha.


Aunque no existe un buen momento para romperse una
pierna, las circunstancias no pueden ser menos oportunas:
ocurre durante el viaje de egresados de séptimo grado, en no-
viembre, es decir, a semanas de un verano que se anunciaba
memorable.
Lo sería, pero por razones poco felices: tirado en una
cama que le prepara su madre frente al televisor del living,
pasa sus días bajo una luz azul, que tiñe su piel de un color
aceituna. Saldrá de ahí recién para empezar las clases en la
escuela nueva, con nuevos y temibles compañeros y compa-
ñeras. Rengo y en soledad.
Pero también hay una nota amarga en el modo como
sus padres manejan el asunto. Ni uno ni el otro (en este mo-
mento cursan una de sus separaciones) se deciden a viajar a
las sierras de Córdoba para asistirlo: él ha quedado solo para
afrontar los días restantes y el viaje de vuelta.

Bien: postrado como está, él igual crece. Su cuerpo estaba


programado para pegar a esta altura, en el verano de sus doce
años, un último estirón, y el hecho de que él estuviera postra-
do en una cama no impedirá que el programa encerrado en
sus células se concrete.

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Si fuera por él, lo dejaría para el verano que viene o quizá
para el siguiente, cuando el estirón pudiera acompañarse de
una correcta actividad física, de modo de llevar ese último
empuje biológico a su esplendor.
Con todo, el momento del estirón escapa a su voluntad.
Quizá no sea la primera vez que su cuerpo no obedece a sus
decisiones. Pero nunca hasta ahora se había hecho hasta tal
punto evidente el desacople.

En suma, él se hace grande pero sin correrse del lugar;


es un desarrollo basado en la inmovilidad, un crecimiento
inerte. Por fuera de su pierna derecha, sin embargo, y con
los movimientos mínimos que les imprime (el de apretar los
botones del control remoto o el de pasar las páginas de un
libro), las otras partes de su cuerpo, la otra pierna y su torso,
parecen tonificarse de un modo razonable.
Solo su pierna derecha, momificada bajo el yeso que le
llega hasta la ingle, se atrasa respecto del resto.

Flaca, pálida y escamada, su pierna derecha sale de ahí


abajo al cabo de tres meses, pero solo para quedar como sou-
venir del verano que no fue.

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No solo esa imagen del verano perdido se hace presente
cuando, poco antes de empezar la escuela secundaria, le sa-
can el yeso y su pierna, un palito, queda al descubierto.
La rehabilitación de su pierna derecha, a base de radioso-
nido primero y de una rutina intensa de gimnasio después,
alcanza para curar la renguera pero no para arreglar la des-
compensación existente entre una pierna y la otra.
Es como si, al haberse visto inhibida de todo movimien-
to, su pierna derecha hubiera quedado detenida en una etapa
anterior. Y, por lo tanto, como si ese desequilibrio entre una
y otra pierna fuera incurable, estructural.

De modo que él es capaz de ver ese verano perdido luego


de treinta años, cada vez que mira hacia su pierna derecha.

En suma, sus dos piernas no son iguales, aunque no tan-


to como para que dieran la impresión de pertenecer a cuer-
pos distintos: como un padre con sus hijos mellizos, nadie
más que él es capaz de saber cuál es cuál.
Esta diferencia es perceptible si se las observa en detalle
(la izquierda es apenas más voluminosa o más musculosa y,
en posición de relajación, la rodilla derecha parece descoloca-
da, a punto de caer). Pero esta diferencia crece si se la observa
desde adentro, es decir, si se las siente, algo que sólo él es ca-
paz de hacer.

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El sentimiento es el siguiente: su pierna derecha es más
delicada y, por consiguiente, más asustadiza. Hay un vértigo
que está siempre listo para ganarla, a veces de modo conscien-
te, cuando decide no saltar por encima de un charco grande
un día de lluvia, a veces con una descarga eléctrica, cuando,
por ejemplo, sueña que pisa en falso o se resbala: lo despierta
el latigazo de la pierna derecha.
Si pudiera, su pierna derecha saldría corriendo.

La pierna izquierda, en cambio, no duda (por su con-


textura, y en comparación con su vecina, se diría que «no
flaquea»). Todos estos años se ha ido alimentando de la acti-
vidad física, mientras que la pierna derecha, rezagada como
se muestra, parece estar siempre en el mismo lugar, semejante
a la pierna de un niño.
La pierna izquierda, entonces, representa un pilar del
cuerpo, la pierna menos hábil pero también su lado resisten-
te, la pierna que lo mantendrá en pie si alguna vez tiene que
resistir un embate.
Su pierna izquierda es la fuerza sin inteligencia, la encar-
gada del trabajo sucio.

Ha acertado al decir que sus piernas son como hijos


mellizos entre los que es capaz de reconocer las mínimas

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diferencias. Y es que la relación que mantiene con sus pier-
nas quizá haya sido su primera experiencia de la paternidad.
Con el tiempo o, en todo caso, en la práctica de la pa-
ternidad real, él ha tenido la posibilidad de corroborarlo. En
primer lugar, desde que el ejercicio mismo supone dirigir la
crianza de los hijos en una u otra dirección, más allá de lo
cual los humores de cada uno (o de cada una: él tiene dos
hijas) prevalecerán.
Pero sobre todo porque un padre —al menos es lo que él
trata de hacer— observa e imparte justicia.

Lo mismo con sus piernas: podría decirse que son de él,


que le pertenecen, pero solo porque están pegadas a su cuer-
po, y porque le obedecen cada vez que, desde el centro de
mandos, les envía una orden.
Pero más allá de esto, él es apenas un eje: el lugar que está
en el medio de ambas piernas, el que les trasmite un equili-
brio y un plan común y razonado. Y que intenta por todos
los medios darles las mismas oportunidades, ayudando a la
parte desvalida.
El tiempo le ha enseñado que, lo mismo que ocurre con
sus hijas, sus piernas aplicarán ese plan del modo que les pa-
rezca conveniente, fiel a la personalidad de cada una, cada
una con sus desventajas. Y, llegado el punto, él no podrá ayu-
darlas con su debilidad.

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Muelas de juicio

Entran en el rango de los llamados apéndices corporales,


desde que se trataría de un residuo del hombre prehistórico,
de cuando era necesario mejorar la masticación al fondo de
la boca, donde llegaba primero lo más duro del follaje, o, se
imagina él, para ayudar en el trabajo a los dientes frontales,
en general perdidos al arrancar la carne dura o cruda de ani-
males salvajes. Eran estas épocas de intemperie constante, y
toda parte del cuerpo que se viera expuesta era proclive más
que ninguna otra a la destrucción (aunque, ¿qué parte del
cuerpo no correría ese peligro en tiempos de intemperie? El
cuerpo entero debió ser un solo grito).
Sabiendo que con una cirugía sencilla podría extraerlas,
¿qué lo lleva a conservar las muelas de juicio, incluso a cuidar-
las más que al resto de los dientes, hurgando y rasqueteando
en los rincones oscuros? Porque lo cierto es que las muelas de
juicio representan para él un viejo suplicio.

Desde los veinte años, y con una frecuencia más o menos


variable, él puede prever su milimétrico crecimiento, que se
anuncia con un dolor en la parte superior de la espalda. Es
un dolor para nada puntual, más bien semejante a un peso
de su ancho (aunque el dolor parece no terminar, como si su
espalda dolorida se multiplicara por dos) que cae sobre él, lo

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dobla por arriba y lo obliga a permanecer días enteros tirado
en la cama.
Pero este es apenas el comienzo de una descompensación
generalizada: la garganta se inflama, su boca se tajea, es un
tiempo en que queda expuesto a las enfermedades circulan-
tes, porque bajan sus defensas. Así, dolorido y medio enfer-
mo, siente cómo el resto de sus dientes se desplaza hacia ade-
lante para hacer lugar a los de atrás, amontonamiento que
provoca el sangrado de encías y su lenta retracción.

Y bien, a la pregunta de por qué no se las saca, él podría


responder que ya es tarde para deshacerse de ellas, cuando ha
aguantado su crecimiento durante veinte años (es algo que
también ha corroborado la dentista en una visita reciente,
luego de reprenderlo por su larga ausencia: las muelas de jui-
cio están sanas y salen derechas, sin comprometer a los dien-
tes vecinos).
Pero lo cierto es que no solamente las conserva por esta
larga vacilación, es decir, porque no se decide a sacarlas: la
verdad es que le simpatizan. Están atrás tanto como pueden
estarlo, al punto que se diría que están en lo oscuro: son la
última pieza de su cuerpo antes de que empiece su interior, y
no se refiere a su interior en términos espirituales (o no exac-
tamente) sino a su interior concreto. Más atrás de sus muelas
de juicio, el cuerpo se pierde en una cadena de órganos que
lo involucran directamente pero de los que él no sabe nada;

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más allá de ellas, el cuerpo es una caverna en la que se anda
a oscuras, y si algo se acierta a decir de él, del cuerpo, es por
auscultación o por adivinación.

Pero las muelas de juicio no solo están al final por su po-


sición sino que además son los últimos dientes en aparecer,
que es el segundo motivo de su simpatía. Entre todas, las
muelas de juicio son las partes nuevas de su cuerpo; mientras
el resto envejece, las muelas, que nunca terminan de salir (de
madurar), se empeñan en persistir en su juventud, siempre
fuertes, sanas y relucientes. Llegado el punto, su cuerpo en-
vejecerá, pero sus muelas de juicio serán jóvenes toda la vida.
Si le simpatizan, en definitiva, es porque, en su condi-
ción (últimas en el tiempo y en el espacio, siempre jóvenes
y siempre excluidas, como expulsadas a la parte de atrás), es-
tán atadas a una imagen, perteneciente a su propia juventud.
También él, con su amigo Panchi, se sentaba al fondo en el
aula de cuarto y quinto del secundario, al final de las filas que
igualaban en número de bancos a la cantidad de dientes en
una boca sana: treinta y pocos.
Y, al igual que las muelas, ellos no terminaban de ma-
durar ni de sentirse adentro; molestaban al resto, eran pa-
rias fuertes y brillantes, la imagen que dura de la juventud
resplandeciente.

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Con todo, esto, la simpatía que le despiertan, está lejos
de compensar los padeceres. La simpatía puede colorear una
imagen de las muelas de juicio en épocas de fortaleza, cuando
este sentimiento es posible. Pero cuando la salud se quiebra
por causa, justamente, de las muelas, y el dolor apenas lo deja
respirar (porque, al hacerlo, los pulmones tocan la inflama-
ción de su espalda), él saldría corriendo al cirujano para que
se las sacaran de una buena vez.
Si no lo hace, no es por consejo de la dentista, para quien
las muelas estaban prácticamente afuera (en ese caso, más a
favor de él: de un tirón fuerte y seco podrían arrancarlas). Si
las muelas todavía están en su lugar es porque él cree que hay
algo especial en ese crecimiento, tan lento como se presenta.

Hay que empezar, como siempre, por el nombre. Él ha


tomado la palabra juicio no en el sentido del entendimiento
que llega a determinada edad, a eso de los veinte (así los lla-
man los ingleses: wisdom teeth, los dientes de la sabiduría),
sino en el sentido de un enjuiciamiento, como un juicio que
él debería atravesar.
Cada vez que las muelas crecen es porque algo de su deu-
da se hace presente otra vez. Esto significa que las muelas no
crecen al azar, de manera programada, como crecieron sus
piernas, sino por un motivo.

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Pero ¿de qué se lo acusa? En principio, él no lo sabe. En
esto, todo el asunto se parece al proceso al que someten a K,
o en todo caso, al proceso al que K es sometido, desde que hay
en la locución pasiva una acción que no solo diluye al agente
sino que, por no estar ejercida por «ellos», parece mágica,
como si bajara de las estrellas: el espacio defectivo que produ-
ce la voz pasiva se llena con una alucinación (¿podría leerse El
proceso como una novela de ciencia ficción? De seguro antici-
pa alguna de las mejores obras del género).
Entrenado como está en su modo de reaccionar a las
buenas noticias, él sabe que, si algo así ocurre (una dificultad
impuesta desde su interior) es porque antes hubo algo que lo
benefició: debió ser él que, empecinado desde casi siempre
en hacer lo mismo (escribir, atender a su familia), habría per-
cibido una pequeña ganancia.
Quizá su ciega obstinación haya permitido esta vez que la
vida suelte alguno de sus frutos, y, como castigo, sus muelas
han crecido otro poquito.

Entonces, no es la falta lo que está al principio sino una


plenitud, operada al interior de la vida, que un castigo ven-
dría a equilibrar.

Pero no es todo dolor, no es todo castigo.

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Si es cierto que su vida ha soltado un fruto, este de las
muelas es el modo que tiene el cuerpo de representar el cam-
bio, que de otro modo no se vería o no se sentiría: pasaría
de largo al igual que el resto de los tiempos no significativos.
Con el crecimiento, las muelas de juicio separan un tiempo
de la vida que quizá sea equivalente a un crecimiento pro-
pio, espiritual. Sin este señalamiento, no se vería que la vida
cambia.
El crecimiento de las muelas (la única parte de su cuerpo
que todavía crece más allá del pelo y las uñas) es, en suma, el
tiempo declarado: el tiempo que significa.

A todo esto, dos preguntas.


Primero: ¿es posible señalar qué aspecto de su vida ha en-
trado en movimiento, en qué sentido él crece?
Él cree que no, al menos no acierta nunca a determinarlo
con suficiencia: no es tarea de las muelas subrayar el plano
de su vida que está cambiando sino simplemente señalar un
tiempo.
Al padecer las molestias derivadas de las muelas de juicio,
él tiene la capacidad de preguntarse ¿por qué ahora y no an-
tes o después? Es porque, simplemente, el tiempo de crecer
se ha activado.

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Segundo: ¿cuál es ese tribunal que decidiría por él, aun-
que desde su interior, el momento indicado del crecimiento?
Quizá el de tribunal sea un término inadecuado, porque
si bien se ajusta a la jerga punitiva, es excesivo, por suponer al
final una sentencia. En todo caso, él quisiera sugerir que hay
un misterio en su interior, una fuerza que sabe mejor que él
mismo cuándo se producen los hitos de su vida.
Él puede estar distraído viviendo aquellos hitos, pero las
muelas de juicio, con su pequeño tormento, le recordarán
esas dos cosas al mismo tiempo: que hay un cambio y que él
no puede hacer nada al respecto.

No sabe si, de extraer sus muelas, dejaría de crecer o de


cambiar. Lo que seguro significará es que él ha decidido in-
tervenir en ese crecimiento. Y él cree que la vida se sale de su
curso cuando uno quiere controlarla.
Si él no se saca las muelas de juicio es porque no quiere
intervenir en su propia vida.

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Culo

Por orientación, podría decirse que el culo le da la espal-


da; por su posición, que está en la otra punta (en opinión de
él, en el extremo opuesto a su cabeza no están sus pies, está
su culo).
Esta doble condición quizá sea la que determina la rela-
ción que mantienen ambos: el culo toma sus propias decisio-
nes, y él debe respetarlas.

Esto supone una relación inestable.


Por épocas, reina la armonía.
Hay otras, sin embargo, en que no podrían estar más
distanciados.

Con todo, invariablemente gozan el uno con el otro. A


esto se deben las largas sesiones en las que coinciden cada vez
que van al baño, que suponen el momento de reunión entre
ambos y que tantos trastornos familiares produjo, sobre todo
en épocas de apuro, cuando las hijas eran bebés (nada de la
coyuntura familiar parecía importarle a su culo, que deman-
daba la demora de siempre en el baño. A pesar del desacato y

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de sus consecuencias, esto le recordaba a él su propia indivi-
dualidad, algo erosionada ahora por la familia).

En épocas de armonía, la deposición es abundante e in-


mediata (igualmente él permanece en el baño un rato largo
aún, pasando las hojas de un libro, pero en el fondo festejan-
do el éxito reciente).
En épocas de desacople, la deposición es pobre y demora-
da; él se niega a aceptar lo magro de la producción hasta que,
al final, debe resignarse.
En épocas intermedias es lenta e intermitente, como ocu-
rre en esta misma época, al momento de tomar las notas que
el lector tiene enfrente (y que, como puede verse, supone una
intermitencia extensible al modo de disponer su texto).

En el primer caso, su culo (o él) queda agradecido, en es-


tado de beatitud.
En el segundo queda ofendido.
En el tercero, expectante.

Si bien la alimentación juega un papel en todo el asun-


to, solo resulta determinante cuando incurre en excesos; en

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estos casos, o el desarreglo es importante (lo que degenera en
diarrea) o el control es excesivo (y él se constipa).
Pero hace un tiempo sus hábitos son equilibrados, lo que
significa que la auténtica razón de los devaneos no está allí.

Ha renunciado por lo tanto a inducir cualquier tipo de


conducta, como supone el hecho de comer con fibra o beber
jugos de naranja. Si él se inclina por alguna de estas opciones
tiene que ver con la decisión de variar sus hábitos y, por lo
tanto, con renovar sus formas de vivir, apaciguadas, a veces,
y susceptibles de una planificación; más vertiginosas y desor-
denadas en otras ocasiones.
Pero nada tiene que ver todo esto con la voluntad de in-
fluir sobre su culo. (Mucho menos se le ocurre hacer fuerza,
lo que sin excepciones resuelve en lastimaduras o desgarra-
duras. Frente a todas las otras tentativas, su culo permanece
indiferente, pero frente a la fuerza responde con severidad).

Esta indiferencia de su culo (o esta reacción a veces feroz)


no solo es aplicable a su deposición.
Cada tanto ocurre que el culo se le cruza por la cabeza, y
él pasa a visitarlo, a sentirlo: lo sorprende en otra cosa, se di-
ría, y lo encuentra cerrado, como el culo de un muñeco (¿qué
sabe su culo que él no?, ¿a qué preocupación puede deberse,
a qué miedo que él no llega a reconocer?).

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Y bien, en momentos como este, relajar su culo es impo-
sible: cuando él lo quiere abrir, más se cierra. En estas épocas,
de la más pura negatividad, su culo se relaja solamente cuan-
do él ingresa al sueño o cuando tiene una erección.

En suma, él ha aprendido que, cuando se trata del culo


y sus dominios, el culo manda. No hay nada que él pueda
hacer. O, en todo caso, sí, él puede hacer lo siguiente: nada.
Y sin embargo, esta nada puede organizarse, por ser la
clase de nada que, justamente, no involucra ningún esfuerzo.
Hacer nada significa aquí hacer lo posible por estabilizar la
vida y sus condiciones.
Porque lo cierto es que su culo lo prefiere a él de deter-
minada manera; constante, disciplinado, rutinario: en ese
estado de cosas es posible alcanzar un acuerdo, además de
tratarse de modos de ser que él también prefiere. Cuando se
trata de la rutina, él y su culo son uno solo.
Las vacaciones, los viajes, o al revés, el exceso de trabajo
que le impide pensar en otra cosa que en el deber, signifi-
can para él el mismo desarreglo por el que su culo protesta.
Puede que su culo no se conduzca como a él le parece correc-
to, pero al menos él puede hacerlo sentir cómodo y seguro,
como en casa.
Solamente así, sin asustarlo, garantizando un mínimo de
condiciones (o unas condiciones mínimas, mejor dicho), él
podrá hacer que su culo deponga susceptibilidades y, si así lo

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desea, por fin coincidir en el mismo proyecto: fluir, aunque
en el lugar.

De ahí en adelante, ahora sí, no queda nada más por hacer.


Su culo tiene la última palabra en un proceso del que él
participa pero que desconoce. Y este proceso no es estricta-
mente biológico por más que la deposición pareciera coro-
narlo, aunque hacia abajo.
En todo caso, el culo, por vía de los desechos (por la can-
tidad o su fluidez) materializa también un adentro que, por
más que fuera de él, le impide el paso y lo margina.
Aunque en el extremo opuesto de la boca, el culo también
habla, pero en un idioma propio, incluso personal, de cual-
quier modo cifrado, hasta oracular (a este modo de hablar qui-
zá responda el antiguo ritual consistente en leer en las heces).

Él hablaría en todo caso de escuchar: escuchar lo que su


culo le dice.
Para eso no hace falta comprender sino apenas generar
las condiciones para que este extraño decir se produzca, y su
culo diga en paz lo que tiene que decir (igual a un oráculo que
tome al intérprete como una mera excusa para decir, pero sin
que haya allí significado alguno, sin que la deposición sea
signo de nada. Esto demostraría la superioridad del oráculo
respecto de quien interpreta: la superioridad del culo).

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Pito

Con su pito, en cambio, las cosas están claras: cuando él


está en extremo preocupado o angustiado, su pito se lo ter-
mina de hacer saber, fallando donde debería funcionar.
De hecho, no siempre es necesario que su pito falle para
saber que algo anda mal: él puede anticiparse.
Es porque algo anda mal que él sabe que su pito no
funcionará.

Con todo, este conocimiento (o este saber) no es de toda


la vida sino que data de su derrumbe emocional, al prome-
diar los veinte años. Fue entonces, cuando su padre se separó
de su madre, que él y su pito se vinieron abajo.
Ya un tiempo antes había dado muestras de incapacidad,
cuando él se separó de Efe, su primera novia: si él conocía a
una chica nueva (para esto se había separado, para lanzarse
a la aventura) su pito vacilaba o directamente era reacio. En
cambio cuando a la sazón él se reencontraba con Efe, su pito
no vacilaba, se volvía de inmediato fuente de placer.
¿Por qué si ya conocía el amor, y era un amor sólido como
sus erecciones con Efe, parecía decirle su pito, él se empeñaba
en buscar otro amor?
Él era capaz de entender este reclamo tanto como si salie-
ra de él mismo.

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Y bien, algunos años después, en perfecta sintonía con lo


anterior pero esta vez como señal de un derrumbe completo, su
sexualidad terminaría de volvérsele esquiva: copiando a su pa-
dre, él también se separa de Be, la novia de entonces, aunque con
resultados opuestos: ahí adonde su padre puede, él no.
Él quería volver a la aventura, lo mismo que hacía su pa-
dre, pero en su lugar, le tocaba la suerte de su mamá: depri-
mido y expulsado de la vida social, encerrado entre cuatro
paredes, corre la misma suerte que su pito: ni uno ni el otro
dan señales de vida.

Pero ese confinamiento corresponde más bien a su pito,


que durante meses no sale, no ya de adentro de los pantalo-
nes, sino de la capucha que lo recubre.
Él, en cambio, se niega a aceptarlo en un principio: insis-
te en salir y probar suerte con mujeres, lo que significa que
insiste en no poder.

Así se inaugura un tiempo oscuro: él y su pito caminan


las calles nocturnas de la ciudad, bebiendo en exceso (su pito
sí sirve para mear, lo que hacen en cualquier parte) y buscan-
do mujeres a despecho de los resultados: si por casualidad
alguien responde a su desesperación y él y la chica de turno

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llegan a desnudarse, su pito se niega a salir; incluso se mete
más adentro de su escondite.

En casos como estos, tristes y frustrantes, él no lo repren-


de; mucho menos lo acusa, librándose de toda responsabili-
dad ante la chica (lo que significaría jugarle sucio a su pito).
Al contrario, luego de un breve lamento, lo pone a salvo,
cubriéndolo otra vez con la ropa, disculpándose en nombre
de ambos y llevándolo a casa. Una vez allí, se asegura de que
su pito se haya repuesto de la humillación, y recién entonces
se dispone él también a dormir, aunque con la luz prendida.
La noche siguiente, sin embargo, todo vuelve a empezar.

De ahora en adelante, él siempre vivirá en pasillos, pero a


esta altura una cucaracha lo acompaña desde la entrada de su
casa todo el trayecto hasta la puerta de calle.
Hay noches, incluso, en que la cucaracha sale con él y lo
sigue hasta la esquina. En estos casos, son tres en la ciudad:
él, su pito y la cucaracha.

Los pasillos, esos edificios tumbados donde los desagües


irrigan sus cucarachas.

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¿Qué estación es esta de la que él, cuando en el futuro
escriba sobre ella, recordará solo las noches?
Se le ocurre que es invierno, por el predominio de la os-
curidad o, en todo caso, por cómo se proyecta la luz del alum-
brado público sobre cada imagen que él conserva (y de entre
las cuales se destaca la siguiente: cada vez que llega al final de
una cuadra, capturado como queda por los faroles de una y
otra esquina, su sombra se cuadruplica).

Pero más que nada se le ocurre que es invierno por lo que


implica el planteo del parágrafo anterior aunque visto desde
el otro lado: la ausencia de luz.
Una cosa sumada a la otra (aunque en realidad son la
misma, vistas en negativo) explicaría la falta de calor, el frío,
lo que mete su pito más adentro todavía.

Por fin, enterado de su imposibilidad, él renuncia a toda


estrategia de seducción y da por terminada hasta nuevo aviso
su relación con las mujeres (lo asustan o le da miedo su pro-
pio miedo frente a ellas).
Durante un tiempo, él y su pito son simplemente vaga-
bundos sobrios, con la luna como único testigo.
Aunque es un temor que se repetirá más tarde, nunca
más volverá a hacerse presente con tanta fuerza: anulado, sin

31
deseo que alcance siquiera para salir a fracasar, este es el mo-
mento en que él más teme a la locura y a la pobreza.
Es el momento en que teme pasar de vagabundo a croto.

Por lo que dura esta nueva deriva de a dos, él simplemen-


te está a su lado, pegado al pito y en silencio.
Se disculpa sin hablar por las exigencias y las humillacio-
nes: si durante un tiempo forzó una recuperación repentina,
fue porque pensó que el único modo de pasar a lo siguiente
sería en movimiento.

Rendido ante la evidencia, él sigue el ejemplo de su pito:


se detiene.
Es un tiempo de retiro o, en todo caso, de penitencia en
la casa fría que habita durante toda esta época y que compar-
te a los saltos con un desconocido.
Sale nada más que a comprar pan, se alimenta exclusiva-
mente de huevos y arroz.
Pasa sus días bajo una luz lóbrega, como filtrada a través
del fondo de un vaso.
Es una luz lóbrega pero es una luz.

32
De manera increíble, sobreviven. El invierno parece lle-
gar al final.
Tanto él como su pito salen a tientas cada uno de su
casa, con movimientos torpes, un poco enceguecidos por el
exterior.
Pasa el tiempo, conocen a la que será su mujer.

Actualmente atraviesa lo que él llamaría el período solar


de su pito. Luego de tener hijas y de años de matrimonio,
no hay nada que le niegue su potencia. Al contrario: su pito
insiste, se hace presente a cada momento, busca.
Le gustaría decir que su pito de hoy iguala en fortaleza
a su pito joven: al fin y al cabo la juventud es la época de la
plenitud sexual y él quisiera decir que ejerció como corres-
ponde esa plenitud. Pero lo cierto es que, preocupado como
estaba por mantenerse a flote, él ni de lejos experimentó en su
juventud este empuje, este frenesí que hoy lo embarga.
Todavía más: tal como están las cosas hoy, en constante
efervescencia, él se animaría a decir que el pito es la única par-
te de su cuerpo con condiciones miméticas: cuando entra en
acción, al coger, es el cuerpo entero el que lo hace (aunque
sobre todo su pito participe del hecho).

(A todo esto: ¿está escuchando lo que él mismo dice? Si


su culo le pide una rutina y su pito se alegra en la constancia,

33
¿no sería la fuerza que lo habita, originaria y genuina como
la sospecha, una fuerza al fin y al cabo conservadora? Quizá
así sea, lo que vendría a constatarse en su trabajo: en ningún
otro lado como en la escritura se vive en la ausencia de toda
voluntad de compensación. Esto es a tal punto así que escri-
bir podría representar, al cabo de una vida dedicada a ello, un
sacrificio vano, es decir, puro. Cambiar de vida (el incordio
de cambiar de vida) supone pedirle a la vida algo más, lo que
significa: pedirle a la vida una compensación, que la vida me
pague por lo que valgo. Y esto es algo que él, en su vanidad,
podría llegar a pensar, lo que no significa que su cuerpo fuera
a estar de acuerdo).

34
Hígado

Hace un tiempo tuvo problemas con el caño que baja del


lavadero a la cocina y luego empalma con el desagüe: por mo-
tivos que no estaban a la vista, cada vez que él abría la canilla
de la cocina se rebalsaba la rejilla del lavadero con un agua
turbia y maloliente. Esto significa que, en lugar de bajar, el
agua iba en dirección contraria: subía hasta la rejilla del la-
vadero y provocaba el desborde. Con el paso de los meses, la
situación se hizo insoportable y extraña a la vez. Era como si
él soltara un objeto y ese objeto cayera hacia arriba.
Desde luego, lo consultó con especialistas que, luego de
las maniobras de rutina (aplicar la sopapa neumática, intro-
ducir la linga, secarse el sudor, resoplar) se veían tan desorien-
tados como él. Sugerían, para salir del paso, un solvente no
tan abrasivo, en general una mezcla de soda cáustica y agua
caliente, que serviría para salir del paso y, al menos en un
principio, para ilusionarse con un arreglo definitivo.
Frustrados estos numerosos intentos, fue él mismo quien
se entregó a las especulaciones (al fin y al cabo, si los expertos
estaban tan desorientados como él, podía arrogarse el dere-
cho de aventurar una respuesta: lo inexplicable del problema
hacía tabula rasa entre expertos y legos).
Podía ser por efecto de los llamados vasos comunicantes,
cuya ley dicta que al desborde en un extremo le correspon-
de una subida compensatoria del otro. Podía deberse a un

35
entubado mal hecho o hecho para fallar con el paso del tiem-
po: al fin y al cabo, él vivía en un pasillo que, como otros,
había sufrido una segmentación de viejos fondos amplios,
viviendas de construcción improvisada que a la larga se re-
conocían en esta clase de problemas. Podía deberse a un ex-
traño caso de obstrucción, a un derrumbe subterráneo, al
influjo de la luna sobre las aguas.
Se dormía pensando en una posibilidad y se despertaba
considerando otra nueva. Ya no necesitaba recorrer, como al
principio, el camino que iba del patio a la cocina, por debajo
del cual se abría paso el caño (de ese modo él podía consus-
tanciarse con el caño, medir la incidencia del entorno, escu-
char sus resonancias al dejar correr el agua). Ahora pensaba
en él mentalmente, lo que le permitía llevar el problema con-
sigo a cualquier lado, como si fuera parte de él.
Como no hay nada que hacer con toda esta febril activi-
dad mental, él escribe un poema.

Lo mismo con el hígado: le duele. O le molesta, no sabe


si a causa de los movimientos, lo que supondría un problema
muscular, o porque sí, porque le duele (la segunda es la más
temible de las opciones).
¿Cómo sabe que se trata del hígado, es decir, cómo ha
logrado separarlo de entre el complejo pabellón que forman
sus órganos a esa altura del torso, en especial del enredo que
forman sus intestinos? Quizá porque sólo el hígado de un

36
lado y el corazón del otro son los órganos detectables desde
afuera.
Para él, es como si, más allá de ellos, su torso fuera una
caja hueca, sin nombre y, por lo tanto, sin el órgano que esos
nombres ausentes designan.

Le da la razón la historia, para la cual estos son los únicos


dos órganos que existen o que valen por su significado.
Corazón: dínamo a explosión de la máquina de los
modernos.
Hígado: piedra dorada y alquímica de los antiguos.

Ahora, entre una causa muscular y otra desconocida


como explicación del problema, él se inclina en general por la
más conveniente: un deterioro de los músculos. Pero cuando
su costado duele, no puede evitar deslizarse, aunque a pesar
suyo, hacia la causa desconocida.
Y bien, por el tiempo que transcurre hasta que él por fin
se hace los exámenes de rutina, y haciendo un uso práctico
de la ventaja que tiene sobre el médico generalista (él puede
seguir sus dolores desde adentro, sin ayuda de otro scanner
que el de sus conjeturas), las fabulaciones crecen hasta salirse
de control.

37
Llegado el punto, se diría que ha perdido la cabeza o, en
todo caso, que, con la cabeza en su lugar, su mente se ha mu-
dado a su costado derecho.

Porque, ya que hablamos del cuerpo, la cabeza es localiza-


ble, está domiciliada en su extremo superior.
La mente, en cambio, es el dispositivo móvil que traslada
las palabras a una parte del cuerpo en particular, en este caso
determinada por la molestia, en el hígado.
Desde este lugar, las palabras se multiplican.

La mente se instala en su costado derecho, aunque por


adentro, y por allí se mueve.
La mente «bucea en su interior», pero no en un interior
sentimental, como suele designarlo la locución, sino en un
interior real, hecho de su carne pero, sobre todo, hecho de
oscuridad (aquí oscuridad y carne propia son lo mismo).

Como es imposible ver adentro de su cuerpo, el movi-


miento de la mente se produce por la vía del tanteo.
Y ese tanteo, esa pared limitante donde se apoya la mente
para moverse, está hecho de palabras.
Él llama a este fenómeno palabra oscura.

38

La palabra oscura opera por proliferación, como un efec-


to dominó pero en reversa: solo puede ser iluminada si la pa-
labra que le sigue proyecta su luz invertida sobre ella. Pero
esta nueva palabra, para aclararse, reclama una palabra más
que la ilumine, y así sucesivamente.
Puede ser que en una futura palabra él encuentre un lí-
mite último, capaz de iluminar el conjunto que tiene por de-
trás. Pero hasta dar con ese límite, la palabra oscura buscará
con locura la palabra siguiente y la siguiente.

Para no pensar en lo peor, él diría que la molestia es expli-


cable por motivos históricos: tiene un pasado de excesos que
por fin se hace visible.
Pero incluso si no fuera a causa de aquellos excesos, él
podría acusar motivos de edad: ha llegado a los cuarenta años
y es natural que el cuerpo duela, hasta de manera persistente.
Pero incluso si no fuera a causa de sus excesos ni de su
edad, él podría decir que la molestia no ha redundado en
otras nuevas: el resto de su cuerpo no molesta o molesta me-
nos o no insiste en molestar.
Pero incluso, etc.
«Para no pensar en lo peor»: esta es la fuerza negativa,
de fuente inagotable, que en un principio da impulso a la
palabra oscura.

39

Hígado, como palabra oscura, no es entonces la que uni-


ría un sonido con su representación (un pedazo de carne, al
fin) sino la que uniría el mismo sonido con un desborde, el
que, en su avance, toma el cuerpo entero.
La palabra oscura es la palabra que clama por un lugar
adonde detenerse con el objeto de dejar al cuerpo en paz.

Es lo contrario de lo que le ocurre al escribir: si se inclinó


por la literatura (o, en todo caso, por el texto en un sentido
amplio, del que la literatura es su versión más plástica) no
fue por el deleite que le produjo la literatura en primer lugar,
origen placentero que en general aducen otros escritores. El
motivo verdadero fue por ver en ella un modo de ordenar el
discurso, es decir, de detenerlo.

Más que otra cosa, la lectura juega para él un rol técnico,


que lo conduce a examinar cómo lo hizo alguien más, es de-
cir, cómo alguien más detuvo el murmullo interior y lo enca-
jonó en una estructura.

Esto no significa que todos esos modos sean iguales o que


el valor de un libro no exceda su estructura. Pero no habrá un

40
libro bueno que técnicamente no fuera verdadero, es decir,
que resolviera más ajustadamente el problema de la continui-
dad del discurso, al ponerlo en cintura.
Forzar los límites de la literatura hacia un texto fiel a ese
ajuste significa crear estructuras más eficientes para contener
una palabra que, de otro modo, permanecería oscura.

41
Espalda

De su espalda puede decirse que es una espalda fuerte:


ancha, firme, de hombros redondeados; con espesor: entre
una pared y la otra podría entrar un almohadón. Cuando él
abre el pecho y se para derecho, es como si se volviera un pal-
mo más alto; en realidad no ha crecido hacia arriba sino hacia
los costados, todavía algunos centímetros más, lo que parecía
imposible de hacer.
«Hacia los costados», es decir, fantasea él, hacia donde se
expande también el aura.
Cuando su espalda se ensancha, es su alma la que crece.

En otro sentido, que involucra también su fortaleza, po-


dría decirse que «él tiene espalda». No para una tarea física;
al menos no es esa clase de esfuerzo el que se observa en su
tendencia a abombarse al final del día: la de su espalda es una
curva delicada, doblada, se diría, menos por un esfuerzo que
por una atención.
Es una espalda que ha debido soportar años de escritura.

Es importante, piensa, tener una buena espalda para es-


cribir, y no solo porque, en posición de escritura, su espalda

42
se encarga de distribuir de modo equitativo el peso de la ta-
rea, por ligera que fuera.
También es importante por el modo en que se figura a sí
mismo escribiendo, al punto que, según lo ve en su imagina-
ción, él no participa de la escena: lo hace su espalda.

Él está de espaldas en la imagen que tiene de sí mismo


escribiendo, con la luz a un costado y la mesa por debajo.
Dominante como se presenta, la espalda no solo cubre lo que
se escribe sino que, al hacerlo, es la única parte de su cuerpo
que ejecuta una acción.
Acaso por esta imagen de sí es que, si le preguntaran con
qué parte del cuerpo escribe, él no respondería con los brazos
o los dedos o con la cabeza.
Él diría: con la espalda.

Por su parte, la mesa es el lugar hacia donde «apunta» la


imagen, aunque ese punto de concentración quede fuera de
su visión, tapado como está, justamente, por su espalda. De
la mesa podría decirse que es el tablero luminoso donde se
juega el juego escondido.
La lámpara está direccionada también hacia el lugar de la
mesa adonde se encuentra el cuaderno. Pero, con el cuaderno
oculto, su luz en realidad cae hacia afuera: sin ella no se vería,
no ya el cuaderno, sino la imagen que él tiene en su mente.

43

De este modo, la escena comporta dos conos de luz.


Uno con vértice en la lámpara y base por fuera de la esce-
na, en el observador (él).
La otra al interior de la imagen, con vértice en el cuader-
no en el que se escribe y base en la mirada del escritor.
Porque, lo mismo que una planta se estira y crece en di-
rección a la luz, el escritor se inclina y crece hacia abajo, hacia
la luz del cuaderno, lo que lo obliga a doblarse.

De modo que la curva de su espalda no es el resultado de


un día de trabajo, por corto o largo que este fuera: ya estaba
doblada durante la tarea, por el solo hecho de escribir: la lige-
ra inclinación sobre el cuaderno es la posición de quien escri-
be, desde que el misterio que de ahí se desprende le impide
permanecer derecho.
Se inclina el escritor que espía, que mira adentro del
cuaderno, es decir, quien está ganado por la curiosidad de
lo que sigue, como buen primer lector de lo que allí se está
escribiendo.
Se inclina, en suma, quien desea, y si no hay inclinación
del escritor sobre su cuaderno (desconfianza hacia el escritor
derecho) se puede estar seguro de que lo que se escribe no
valdrá la pena, desde que no despertará deseo en la lectura lo
que no ha sido escrito en el deseo.

44

Su espalda no se ha doblado entonces por el peso del


trabajo.
La curva de su espalda es deseo, deseo de escritura.

Pero él también es capaz de tirar del hilo de la curva que


dibuja su espalda y así ir a parar a distintas mesas de traba-
jo, adonde el diseño estructural de esta imagen (la espalda, la
mesa, la lámpara) por fin se activará, volviéndose carne: por-
que si bien a lo largo de veinte años la espalda ha sido más o
menos la misma, la mesa ha cambiado con cierta frecuencia.
Así, siguiendo ese hilo, es capaz de verse escribiendo el
poema del ciervo en la mesa del comedor de su madre, un
ambiente instalado en el corazón penumbroso de la casa,
adonde no llega del todo la luz de la calle ni la del patio (un
corazón penumbroso que se parecía, ahora que lo piensa, al
corazón de su madre).
O puede verse unos años después, en la cocina de la pri-
mera casa que compartió con su mujer, bajo un fluorescente
de doble barra, el aire nublado por el humo que llegaba de la
pollería, escribiendo el poema de una cocina pobre, empaña-
da con humo de pollo asado.
¿Qué sería de estas imágenes y de otras, como aquella en
la que escribe en la piecita del fondo o aquella en la que escri-
be en la cama, junto a su mujer embarazada, qué sería de ellas

45
si el hilo de su espalda no las uniera o, en todo caso, no las
atravesara, como a las cuentas de un collar hecho de tiempo?

46
Cara

1.
¿Cuál es su cara verdadera, su cara justa? ¿La de la maña-
na o la de la noche, la de sus veinte años, tensa y desesperada,
o la actual, distendida y fresca? ¿Cuál de todas ellas va mejor
con él?
Él no lo sabe, y este desconocimiento está también en la
escena de escritura que se describía antes: de un lado está la
lámpara; por debajo, la mesa; su espalda alrededor. Pero su
cara, lo mismo que el cuaderno en el que escribe, no aparece.
O, en todo caso, aparece oculta.

En general, las muestras que tiene a mano, los retratos


que le han hecho, no lo describen, no lo dicen por completo.
Estos retratos muestran su cara, de eso no hay duda, pero
es una cara deficitaria (si se muestra serio) o excesiva (si se
muestra alegre). Son caras incompletas, aunque tampoco po-
dría decirse que la cara que busca es el término medio entre
ambas, la cara neutra (la cara justa no sale por comparación:
es una cara revelada o no es nada).
A sabiendas de esta imposibilidad —no la de salir bien
sino la de salir como él quiere— ha decidido sublevarse y
arruinar esas fotos: cuando le sacan una, él sobreactúa, posa

47
de otro, desplaza su participación hacia afuera de lo que
quiere la foto (obtener de él una imagen fiel).
Con sus bufonadas, él dice: no hay remedio para la ima-
gen propia; en una foto siempre se posa, y es inútil fingir na-
turalidad: es inútil fingir una esencia.

Desde luego, escritor como es (o como cree ser: eso está


por verse en cada libro que escribe), él opina que su cara justa
sería aquella fiel a su gesto al momento de escribir, el retrato
que iluminaría la relación vida/obra.
Claro, no la puede invocar a voluntad, desde que la emo-
ción o la atención que se apodera de él al escribir acude por
capricho (la emoción entonces no acude: sacude). El fotógra-
fo debería capturarlo en el momento en que la emoción se
produce, cosa imposible por fuera del ejercicio de escritura.
Y con el fotógrafo adentro de la escena, esto sería todavía más
difícil de conseguir, intrusivos como se presentan una foto y
un fotógrafo: con ellos ahí, él no podría ni empezar a escribir
(siempre le han dado risa las fotos de los escritores escribien-
do, una estafa urdida entre escritor y fotógrafo).

Pero además, no sabe si la cara que él lleva al escribir, si,


por ejemplo, la cara que él llevaba hace un momento al ha-
blar de su espalda, sería fiel a la emoción que le producen las
mesas adonde trabajó.

48
En caso contrario, él podría decir: no soy yo, o no es una
cara elevada a la emoción de lo que escribía entonces: él po-
dría pensar que tiene una cara demasiado pobre para repre-
sentar el tumulto de emociones que ocurre detrás de ella.

Entonces, ¿dónde ir a buscar su cara verdadera, ahí adonde


fuera posible sintetizar su trabajo y el momento de su vida?
Él sigue sin saberlo. Quizá, como en otras oportunida-
des, sea conveniente trazar un rodeo, en este caso por donde
le pareció encontrar caras que decían el alma de sus dueños.
Y este lugar, adonde aparecen otros escritores dichos por
completo, no es otro que las solapas.

2.
Lo cierto es que, antes de empezar con la lectura, las so-
lapas son para él como las alas de un libro, pero como alas de
un pingüino, que no sirven para levantar vuelo. Al igual que
con la contratapa, él pasa la solapa alegremente por alto para
zambullirse en el interior del libro: ni en la solapa ni en la
contratapa podría realizarse la ilusión que lo embargó antes
de comprarlo.
Pero si esa ilusión se cumple y el libro al fin lo atrapa, la
lectura terminará tarde o temprano en la solapa.
Esta vez sí, la solapa mantendrá en el aire al libro que de
otra manera se hubiera venido abajo.

49

Mantener la lectura en flotación una vez que el libro ha


quedado atrás significa ir hacia la vida del autor, lo que en el
libro aparece en la breve noticia biográfica de la solapa. De
modo que ahora el libro continúa en una instancia superior:
la aventura que se entreteje con los datos sumarios de la so-
lapa, que amplifican o documentan lo que ocurre en el libro
(lo colorean, se diría, incluso cuando la foto fuera en blanco
y negro).
Un libro, por ejemplo, era sobre el terruño, pero, revisan-
do la solapa, él se entera de que el autor lo escribió desde el
exilio: entonces, quizá a contramano de su estilo, la obra se
volverá evocativa, romántica.
Otro libro era sobre viajes interestelares y hombres aman-
tes de mujeres robots. Pero en la solapa se dice que el autor
llevaba una vida rutinaria, de oficina, todo lo cual aumenta
su condición de fantasioso.

El libro, entonces, ha generado una intriga sobre la vida


del autor. Y su historia concreta, tal como se presenta en la
solapa, no hizo más que volver sobre el libro para aumentar
el espesor, para crecer en su enigma.
¿En qué lugar del libro aparecía el nostálgico, en qué
otros aparecía la rutina del fantasioso? Esta residencia podría
reconocerse aquí y allá, adonde el libro se vuelve más intenso

50
o adonde más sabrosa se vuelve su lectura. Son los pasajes
adonde el autor por fin se intuye o se sospecha, y por cada vez
que esto ocurre, él vuelve a la solapa.
Pero estos lugares, provisorios como son en la continui-
dad de la lectura (si algo nos dice el libro es que nada hay de
seguro en lo que vive de su propia agregación), estos lugares
del libro, que representan en apariencia una síntesis entre la
vida y la obra del autor, van a parar, como un desagüe adon-
de se arremolinan los datos y pasajes, a la foto de solapa.

La cara en esa foto produce el efecto del encuentro o, en


todo caso, de lo encontrado, del hallazgo por fin producido.
Hay en ella una verdad menos lógica que revelada: ante
la foto de solapa él por fin puede decir: «he aquí y no en otra
parte la cara del nostálgico»; «he aquí la cara del fantasioso».

El autor es aquel que, según sus datos biográficos, había


hecho esto o aquello, y que reclamaba un alma en el libro que
había a continuación.
Pero estas dos cosas por fin se confirman en la triangula-
ción producida por la cara.
El alma, sumada a la cara, sumada a los hechos: el autor
se ha vuelto personaje.

51
Y es acá adonde él puede encontrar, ya que no la cara jus-
ta, sí los motivos de su imposibilidad.
Para que la cara justa por fin aparezca, primero debe es-
tar la obra que lo empuja a hurgar en la biografía. Pero él ya
no puede ver sus libros como si fueran de otro. E incluso si
así fuera —porque, por ejemplo, ha escrito alguno de esos li-
bros mucho tiempo atrás, cuando era otro—, todavía queda
la imposibilidad de ver sus datos biográficos (que, por otra
parte, se le hacen magros) con curiosidad.

Pero sobre todo, él ya no puede encontrar su cara justa


(y le alegra) porque no puede verse como personaje: hacerlo,
significaría volverse reconocible ante sí mismo, incluso en sus
contradicciones.
Y esto es lo que lo aterra en el fondo de una cara justa:
detenerse en una imagen. Él teme que aquella cara justa le
revele el secreto de sí.
En resumen, él no quiere una cara.

52
Voz

Decir que una voz es distinta de la otra es una obviedad.


Sin embargo, él lo afirma y lo sostiene.
De hecho, si llevar la proposición a un extremo fuera
equivalente a crecer en obviedad, él directamente pasaría por
trivial, desde que entiende que entre una y otra voz hay un
abismo.
Se trata, con todo, de abismos no tan drásticos o, si se le
permite, de abismos no tan profundos: son diferencias in-
salvables las que hay entre una y otra voz, y aun así el arco se
cierra en un rango razonable: ninguna de esas voces es mons-
truosa, inhumana.
Al contrario: monstruoso (o siniestro) sería para él que
una voz y otra fueran similares, que alguien hablara a sus es-
paldas con la voz de su padre o de su primer amor y que, al
darse vuelta para al fin reencontrarse con ellos, no estuviera
allí ni uno ni la otra.

Él no conserva grabaciones magnetofónicas de su padre:


su muerte es bastante posterior a las grabaciones en casete
(algo que no se practicaba en la casa de su infancia) pero an-
terior a la profusión de videos y mensajes de audio. Y sin em-
bargo esto no significa una dificultad: él no necesita ninguna

53
de estas cosas para visitar la voz de su padre cada vez que quie-
re, en su recuerdo.

Así y todo, respecto de la voz de su padre, él no podría


hacer pesar esta singularidad y decir, tal como lo hizo con el
retrato de solapa de otros escritores, «he aquí su voz»: él se-
ría incapaz de dar a la imaginación de otro (de un lector) una
descripción justa de la voz de su padre, ofreciendo la parte
que podría tomarse por el todo. Y esto es así porque su dife-
rencia es irrepresentable (la voz es irreductible al lenguaje), lo
que la convierte en una aberración estructural: aun con su
diferencia radical es imposible de ser analizado.
A lo sumo puede decir que, incluso cuando su padre es-
tuviera tranquilo, se apoderaba de su voz un énfasis, hasta
una imprecación. Pero aquel énfasis era en general dulce: con
el acento que ponía en sus dichos, su padre no buscaba poner
en falta sino quizá movilizar, desde que se mostraba involu-
crado personalmente en cada cosa que decía. Era la voz de un
hombre inquieto, intenso pero bueno.

Y, sin embargo, ha sido preciso: dio con un hilo del cual


tirar para sacar a la luz la voz de su padre: hay en lo que dijo
un pasaje que empieza a hacerle justicia, una imagen de la voz
que empieza a formarse.

54
Pero esto es tan lejos como conviene ir cuando se trata
de observar esa voz. En primer lugar porque, por justa que
parezca la descripción, sólo podría dar fe de ella quien lo co-
noció, a su padre y a su voz: en materia de voces es posible
coincidir con una caracterización pero nunca formarse de
ella una imagen verdadera desde cero.
En segundo lugar porque esto, observar la voz —tomar-
la como «objeto» de una descripción— es imposible, desde
que la voz es lo que excede todo método: el método podría
reducirla con arreglo de un análisis y decirla de una manera
parcial o hasta total, pero nunca completa. Y si aun así, si él
intentara describirla a expensas de un método, se vería en la
inconveniencia de hablar de ella indefinidamente sin llegar a
decir nunca esa voz (el objeto, sin método, es interminable).
Así, descartado el método, la única posibilidad es ir hacia
ella en tanto escritor, es decir, con el relámpago que ilumina
al todo: con el episodio.

Ahora, este episodio no podría ser del todo narrativo: él


no podría sólo mostrar la voz, que es el proceder propio de
la narración, sin caer otra vez en la trampa de la descripción
interminable.
Tampoco podría exhibirla en acción, haciendo referen-
cia a su tono, como en general se hace entre guiones de diá-
logo cuando un personaje «exclama», o «dice enojado»:
en estos casos, los tonos de voz varían en función de un

55
sustrato argumental, lo que haría de la voz de su padre un
mero instrumento.
Por último, tampoco sería posible someterla a una analo-
gía, por precisa o convincente que fuera esa comparación. Es
que, para ser precisa, una analogía comienza no con la fuente
sino con la terminal de la comparación: cuando digo de su
voz que era «cálida y doméstica como una casa en llamas»
es porque quiero ver en mi relato una casa arder, no una voz.
En suma, sin perder sus posibilidades narrativas, este epi-
sodio echaría mano del cajón de sastre de toda narración: el
pensamiento. Se trata del relato de un descubrimiento, de
una asimilación por la vía de la reflexión, que sin embargo no
perdería de vista el componente emocional que pone a andar
todo episodio.

Este «pensamiento emotivo» debería ser capaz de entrar


y salir del relato del episodio sin que eso significara detenerlo
y, a la vez, sin que el propio pensamiento se viera sofocado
por la necesidad de volver al relato.
En suma, él debería encontrar la forma del relato (la voz
por detrás de lo dicho) que valga no solo por lo que muestra
sino también, y sobre todo, por lo que se piensa en él.
De ese modo, él podría «relatar» lo ocurrido la noche de
verano en que, tomando algo con su mujer en un bar de la
calle Güemes, toda una carrera desesperada que presionó por

56
años sobre su pecho, de pronto pasó a su garganta y tomó
cuerpo en lo que él decía.

Desde la muerte de su padre, ocurrida algunos meses


atrás, él se había endurecido. No tanto como para perder de
vista la relación con sus amigos y con su mujer, con quienes
se mostraba tan atento y afectuoso como siempre; era más
bien como si su vida siguiera de largo ante aquel agujero pro-
fundo y evidente pero no por eso menos disimulable: sí, una
lástima, respondía él a quien todavía se compadeciera por su
pérdida, pero lo decía apenas por educación, con la indife-
rencia y la sorna que hay en esa clase de educación, y para
apurar el paso rápido hacia otra cosa.
Este endurecimiento, sin embargo, no era reciente: se tra-
taba de un sistema de defensa que él había pergeñado y cons-
truido con esfuerzo (aunque sin proponérselo) para quedar
a salvo de las inestabilidades de su padre. Y lo había hecho
años atrás, cuando la deriva final de su padre lo había vuelto
imprevisible.
Esta noche, sin embargo, él empezaría, aunque muy de a
poco, a bajar la guardia, un proceso al que contribuiría aquel
hecho, la muerte: al fin y al cabo, esto lo ponía a él a salvo de
cualquier nueva sorpresa, de esas que le exigían una porción
exagerada de sufrimiento para no ser el suyo, y que él había
aprendido a disimular (tal como había aprendido a ser indi-
ferente a la vida de su padre).

57

Esta noche todavía hace calor, lo que significa que no es-


tán muy lejos del día del entierro (su padre murió en lo más
radiante y caluroso de aquel verano, al punto que el recuerdo
del funeral está velado por este exceso de luz, quizá en el con-
tacto de esa luz con los metales y los espejos de la ocasión: los
laterales de los vehículos del cortejo y los herrajes del ataúd).
Afuera del bar no corre una sola gota de aire y la refrige-
ración del interior no llega mucho más lejos que la caja ancha
del aparato; entre las ventajas y desventajas de una y otra po-
sibilidad, él prefiere fumar.
Afuera, entonces, los vasos empiezan a sudar la gota gor-
da desde el momento mismo en que la moza los deposita so-
bre la mesa: hay que apurarlos, beber a toda velocidad y, al
parecer, tanto como fuera posible.

En este contexto de aire endurecido y cervezas que se


calientan demasiado rápido, su mujer no agrega una nueva
presión al silencio que acaba de formarse (y que supone el
punto justo —este silencio— donde empieza el recuerdo de
aquella noche).
Su mujer, entonces, no le pregunta por su padre, ni si-
quiera por cómo está él, lo que representaría una pregunta
indirecta acerca del impacto que ha tenido la muerte del

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padre. Simplemente, al abrirse una pausa en la charla ante-
rior, ella no intenta llenarla con otro tema de conversación.
Y sin embargo, ella no calla: ella hace silencio, como si se
dijera «fabrica silencio», y es en ese silencio sabio, que no
tiene nada de casual pero tampoco nada de obligatorio, que
él por fin puede hablar.

(Con todo, tiempo después, cuando escriba sobre este


episodio, él lamentará no recordar de qué venía la conversa-
ción anterior, es decir, con relación a qué aspecto a primera
vista circunstancial, su mujer aplicó ese silencio. Porque fue
respecto de aquel pasaje ahora olvidado, y tras la pausa silen-
ciosa que ella interpuso entre una cosa y otra, que él final-
mente podría hablar. Ese pie que le había dado la conversa-
ción anterior, junto a la viscosidad de aquel silencio adonde
de pronto había ingresado, conformarían el espacio donde se
dispararía la asociación).

De modo que él empieza a hablar de su padre.


No es casual —él podría verlo tiempo después, cuando
escriba sobre este episodio—, no es casual que todo empiece
en el recuerdo por el silencio fabricado por su mujer, y que
pone un límite inicial: corta de ese lado el bloque del epi-
sodio. Y es que él empieza a hablar como si todo lo demás,
cualquier otra charla, no hubiera representado otra cosa que

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una preparación para lo que seguía. Es como si el hilo com-
pleto de conversaciones anteriores se asemejara al murmullo
previo al arranque de una función teatral, en el momento
justo en que todo calla en virtud de una atención. Del mismo
modo, el caos de su murmullo interior se unificaba ahora en
una sola voz, la suya, clara y profunda y, ahora, exterior.

Dice que recuerda la voz de su padre. Se corrige: no la


recuerda, la extraña. Es un recuerdo al que se le agrega una
emoción, ya está en condiciones de admitirlo.
Pero no solo la extraña: la voz de su padre es lo primero
que le falta cuando piensa en él y quizá esté en lugar de todo
lo demás: en su recuerdo, primero llega la voz del padre, no
como un anuncio de lo demás sino como si todo su padre
apareciera.
La ausencia de su padre es la ausencia de la voz de su
padre.

Pero ¿qué clase de cuerpo era el de su padre?, lo que equi-


vale a preguntar: ¿cuál es el cuerpo al que la voz estaría reem-
plazando (o traduciendo, desde que era exactamente el tipo
de reemplazo que la voz practicaba sobre el cuerpo, llevando
a un lenguaje lo que ocurría en el otro)?
En su opinión, era un cuerpo cariñoso, siempre listo para
el beso o el abrazo o el puñetazo más o menos amistoso en el

60
hombro. El cuerpo de su padre era evidente, no por su tama-
ño (no pasaba del metro sesenta y cinco) sino por su cercanía.
Y más que evidente (en tanto lo evidente tiene en este caso
demasiado de «visible») el de su padre era un cuerpo cons-
tatable, siempre que esa cercanía podía acortarse todavía un
poco más, hasta el contacto.
La voz de su padre, entonces, traducía de su cuerpo esa
calidez, la de un abrazo: la de su padre era una voz táctil,
envolvente.

Pero la voz no solo pasaba por afuera del cuerpo de su


padre sino que además traía hacia afuera lo que había en su
interior. Y bien, ¿cómo era ese interior, qué cosa llevaba hasta
la voz?
Para él, no había nada metafísico en ese adentro. Lo que
pasaba por adentro de su padre, dice él, como en cualquiera,
era la energía que iba hacia afuera: el interior no era emoti-
vo sino puramente locomotor: el interior era lo que ponía al
cuerpo en movimiento, incluida la voz.
El interior de algunos es manso, el de otros conflictivo,
hecho que los vuelve vacilantes por fuera. El de su padre era
un interior de energía regular que se lanzaba al ataque cada
vez que algo se imponía a su deseo (esto ocurría casi siempre:
casi siempre su padre tenía algo tras lo cual correr). Era un
interior si se quiere urgente, la misma urgencia que había en
su voz.

61
(No era una voz rápida, esto en todo caso podría aplicar-
se a lo que su padre decía, al habla más que a la voz. La urgen-
cia a la que él se refiere estaba en las inflexiones de la voz del
padre, tomando esta «inflexión» en un sentido etimológico:
lo que la voz traía al curvarse hacia adentro).

Dice que la voz de su padre era, en síntesis, envolvente y


cálida por afuera, una voz a fin de cuentas afectuosa; y, al mis-
mo tiempo, urgente por dentro, hecho que la volvía siempre
directa (su voz no admitía demoras) y apelativa (quien fuera
que se cruzara en el camino de su voz quedaba automática-
mente incluido en el plan de su conquista).

Por último, él dice que la voz de su padre mostraba a la


vez el cuerpo por dentro y por fuera. Pero que esta mane-
ra de mostrarse no era sucesiva, no se mostraba primero la
cara externa y luego la cara interna de su voz, es decir, no era
reversible; su voz se presentaba de una sola vez, era simultá-
nea: desde un lado se podía ver hacia el otro: de la calidez a
la urgencia o, al revés, desde esa urgencia a la envoltura, a lo
inmediatamente afectivo.
La voz de su padre, en suma, era transparente.

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Él deja de hablar: tal como ocurrió al principio, delimita
este otro lado del bloque (del episodio) un nuevo silencio.
Pero tal como ocurría en un principio, algo ocurre en el
interior de este nuevo silencio. Él no puede medir sus con-
secuencias inmediatamente pero ahora que escribe sobre el
episodio puede afirmarlo: ha empezado un proceso que to-
davía se prolonga y, según cree, se extenderá por siempre, el
de exponerse otra vez, luego de años de distancia, a los afec-
tos de su padre.

A esta altura ni siquiera puede medir las consecuencias


inmediatas de lo que acaba de decir.
Por primera vez en mucho tiempo ha hablado de su pa-
dre sin ironías ni salvedades. Su propia voz, al hacerlo, ha
sonado profunda, quizá escénica: se hinchaba al prepararse
y, una vez afuera, parecía resonar en las cavidades del aire,
aunque no hubiera rincón adonde vibrar, duro como estaba
el aire de aquella noche. Esta resonancia, supone él, algún
sentido agitará.
Cuando alza la vista, su mujer está llorando.

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Posdata: bailar

Pero todo lo dicho hasta ahora habla no de su cuerpo


sino de las partes. Y las partes, como vimos, no le correspon-
den a su cuerpo sino a él, a su historia y a lo que ha podido
traducir de ella. Esa traducción, sin embargo, no ha logrado
ni de lejos digerir la separación hasta disolverla en el olvido,
trayendo de nuevo la parte expulsada al todo de su cuerpo:
una vez que se ha cortado del resto, esa parte se ha perdido
para siempre (si una cosa quedó clara con el recorrido de este
libro es que no hace falta que un miembro sea cercenado en
el cuerpo físico para que esa parte se convierta en fantasma:
con el solo hecho de que la historia de él hubiera pasado por
ahí, a esa parte la sobrevolará la pérdida).
Es cierto: estas partes lo individualizan —son piezas que
se separan de un modo que le corresponde a él y a nadie más
que a él—, y es de esa individualidad de la que trata este libro.
Y aun así, la suma de las partes no equivale al todo. No es
solo que, al sumarlas, quedarían muchas otras por computar
(no es un problema aritmético): es que estas partes, más que
agregarse, se le restan al cuerpo. (Se diría que si hay algo que
le impide al cuerpo volverse uno es la fragmentación que él le
impone: el problema de su cuerpo es él).
La cuestión es que, si lo anterior resulta así, este libro no
cumplió ni de cerca su cometido: El cuerpo de un escritor, se
titula, y, al despedazarlo, él no hizo otra cosa que alejarse de

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ese cuerpo. Esta fragmentación es solo suya, sí, pero debe ha-
ber una manera, que le pertenezca también, de experimentar
el cuerpo como un todo. Falta entonces el capítulo en que él
habla del cuerpo de una sola pieza o, lo que es lo mismo, del
cuerpo que se experimenta en el olvido de las partes: en el
todo que es el olvido de sí mismo.

Pero ¿cómo hablar de este cuerpo entero?, ¿dónde encon-


trarlo? Es evidente que si él quiere referirse a su cuerpo, a la
carne y a los huesos de su cuerpo, no le queda otra opción
que hablar de una porción en especial. Es como si su cuerpo
fuera demasiado grande como para decirlo de una sola vez
o, lo que es lo mismo, como si al referirse al cuerpo queda-
ran siempre puntos ciegos: incluso cuando lo ve desde arri-
ba, desplegado en todo su largo, él no puede distanciarse lo
suficiente como para verlo de una vez (están su espalda, su
cabeza, los propios ojos fuera de todo alcance).
No queda entonces más remedio que buscar en otra par-
te, y esto debe ser tomado al pie de la letra.
Para hablar del cuerpo, habrá que sacar al cuerpo de sí
mismo, poner el cuerpo afuera.

Dos veces tuvo la sensación de cuerpo entero.


La primera fue en el paso de la adolescencia a la juven-
tud, cuando, como por arte de magia, se hizo deseable para

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las mujeres. Dejaba atrás de ese modo el cuerpo indetermi-
nado (o interminado) de la adolescencia, un cuerpo informe
pero ya deseante, incapaz de ponerse a la altura de ese deseo
(el cuerpo de la adolescencia ya no volverá sino quizá hasta su
vejez, y sin embargo siente esa misma imposibilidad, la de un
inacabamiento infantil, cada vez que no logra captar la aten-
ción de la mujer que le interesa). En suma, para él el cuerpo
de la adolescencia estaba menos del lado del joven futuro que
del niño que no podía dejar de ser: la adolescencia, la época
en que él quiso sin que lo quisieran.
De modo que el de su repentina juventud no es solo el
cuerpo energizado y sin dolores: es también el cuerpo pode-
roso, sin fallas, del deseado. Al congregar la mirada de las mu-
jeres, él se hace dueño de esta repentina libertad: la de dejar
de mirarse a sí mismo. Es suficiente con mostrarse, lo que
hace sin reservas, paseándose liviano y fuerte, en apariencia
desafiante, por las fiestas o por el patio de la facultad. Sólo
ahora que las mujeres lo miran (ahora que las mujeres lo de-
sean) él puede dispensarse de localizar en su cuerpo, con el
propósito de elevarla, la parte insuficiente: con la mirada de
las mujeres, todo su cuerpo está a un mismo nivel.

El segundo cuerpo entero es un cuerpo más reciente, el


cuerpo del yoga.
Él practica una variante exigente, profusa y compleja en
movimientos, que resulta de una combinación de fuerza y

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elasticidad. Su propósito, el de esta variante, es el de alcanzar
un cuerpo tal que le permitiera al practicante acceder a la me-
ditación, olvidándose justamente del cuerpo. Solo si el cuer-
po fuera capaz de dejar atrás sus molestias (solo si el cuerpo
se hace lo suficientemente fuerte para dejar de fragmentarse)
recién entonces el practicante estará en condiciones de me-
ditar. De este modo, librándose de la última de las pertenen-
cias —el cuerpo— se entrena hasta el final la disciplina del
abandono.
Así se traduce la voz yoga chitta vritti nirodha: «detener
las fluctuaciones de la consciencia», y una de esas fluctua-
ciones es la del cuerpo que se fragmenta. Un dolor persis-
tente (como el de sus muelas de juicio, por ejemplo), una
disminución histórica (como la de su pierna derecha) no se-
rían más que accidentes del cuerpo en el tiempo, que con la
práctica vendrían a recibir su verdadera condición: la de su
evanescencia.
A veces, él cree lograrlo, lo que ocurre cuando alcanza
una concentración mayor, es decir, cuando su cuerpo entra
en calor y consigue una mayor fortaleza: es cuando su cuerpo
está más fuerte que él puede olvidarse de su cuerpo. Quizá
entonces él quede al borde de la meditación, o incluso, en ese
olvido, quizá él esté meditando (como todo el mundo, él no
sabe qué es la meditación).

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Ya sea para neutralizar esta ambigüedad o bien para nom-
brarla (la paradoja del cuerpo que va hacia su disolución allí
cuando, en la práctica, alcanza su plenitud), los maestros han
inventado un concepto: el de cuerpo sutil. Tan real como el
físico, pero inaccesible a los sentidos, el cuerpo sutil es una
placa energética en la que concurren la imaginación y el
pensamiento —y el saber y otros principios del espíritu—, y
que hace falta limpiar para que la energía sutil circule (para
que fluyan libremente la imaginación, el pensamiento, etc.).
Esta operación de limpieza está presente, como decíamos, en
la práctica misma, cuando en virtud de la concentración la
mente se desprende de toda preocupación, de todo residuo
de lo perecedero.
Pero hay otra operación que, en su opinión, surte el mis-
mo efecto: bailar.

Pudo haber dicho también: cantar, en tanto se produce


un encuentro similar, indeterminable, con el cuerpo. Es un
más allá que se queda en el lugar, que conmueve al cuerpo
hacia afuera de sí pero sin que sea posible establecer hacia
dónde. Cantar es una rayita en la pared blanca, un segmen-
to despegado de todo comienzo y de todo fin. ¿De dónde
viene su emoción? ¿Tendría que ver con la letra, con el can-
tante que la interpreta, con el recuerdo que le despierta? Es
imposible saberlo y, en todo caso, tampoco es conveniente:
desde el momento en que él quiere rastrear el motivo de la

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emoción, cuando superpone al canto una cara o a una época
de su vida, la emoción se pierde: el canto se interrumpe.
Pero el canto involucra la voz, un capítulo ya transitado
de este libro, y uno bastante prominente. Bailar, además,
compromete al cuerpo entero, porque es solo cuando el
cuerpo entero está involucrado en el baile que él de verdad
está bailando. Esto significa dos cosas: por empezar, que si
llegara a recordar alguna de sus partes mientras baila —si bai-
lara, por ejemplo, mirándose los pies— él dejaría de bailar
para empezar a darle órdenes al cuerpo: ya no sería la música
quien lo mueve sino él mismo, ganado por el afán de hacerlo
bien. Estarían otra vez él y sus preocupaciones estropeándolo
todo.
En este mismo sentido, y en segundo lugar, no se le ocu-
rre nada peor que bailar de acuerdo a un plan prestableci-
do, que supondría fragmentar el baile, no ya en las partes
del cuerpo, sino en una serie de pasos a respetar según una
pautada idea de orden y de gracia: es el baile de la eficacia,
que está hecho para verlo, no para participar en él. Así, las
coreografías, cuando él por casualidad abre los ojos y las ad-
vierte cerca, lo inmovilizan, hechas como están para detener
el baile a su alrededor y celebrarlas. Una coreografía, con su
despliegue vistoso pero burocrático, no busca llevar más alto
la fiesta sino detenerla, desde que pone en evidencia a los de-
más y les recuerda que están bailando.
Recordar es justamente una tendencia contraria al baile:
no se puede bailar y recordar al mismo tiempo. Si se recuerda

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una parte del cuerpo, el baile fracasa; si se hace un esfuerzo
por recordar el paso que viene, también. Pero, al igual que el
canto, tampoco la emoción del baile tendría un origen de-
finido, donde cada baile vendría a refundarse: él no vuelve,
cuando baila, al primero de todos los bailes, aquel baile don-
de todo habría empezado. Ni siquiera estando en forma (re-
cordando todos los pasos, teniendo presente por igual cada
parte del cuerpo) el baile se permite el recuerdo: ese sería el
baile completo, el baile todopoderoso de la eficiencia, califi-
cable en éxito o en fracaso. No: para que haya baile es necesa-
rio que haya olvido.

Pero este olvido no es una condición necesaria, preexis-


tente, para el baile: bailar es olvido en acción. Así es como
él entiende entonces el cuerpo sutil, más allá de los códices
orientales. Para él, el cuerpo sutil es aquel al que se accede
no luego de remover toda preocupación, es decir, toda mani-
festación circunstancial de la vida, sino el cuerpo donde ese
trabajo se realiza. Y un modo de hacerlo es a través del baile.
El del baile es el cuerpo de un pasaje, y su emoción co-
rresponde a la celebración de eso que pasó por el cuerpo de él
(un libro, un amor, una amistad) y empieza a perderse. Pero
como ya ingresa en el agujero negro del olvido es imposible
precisarlo (es decir, recordarlo). ¿Qué lo emociona al cantar,
al bailar? Nada, o en todo caso, aquello que ya se pierde en
el olvido. El cuerpo del baile, el bailolvido, es a la vez el dolor

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por lo que termina y la celebración de darlo por terminado,
para poder reunirse otra vez con el todo.
¿Y qué pasaría si de tanto bailar se retrocediera hasta el
punto donde no hay más nada que olvidar, donde todo ha
pasado a ser olvido? Entonces él bailaría como bailan sus pe-
queñas hijas, desatadas y sonrientes, con el desparpajo de un
mundo entero que olvidar por delante.

Santa Fe, 9 al 21 de febrero de 2022

71
Francisco Bitar

Nació en la ciudad de Santa Fe,


Argentina, en 1981. Publicó libros de
poemas, cuentos, novelas y ensayos,
y coordinó las ediciones críticas de
Trabajo nocturno. Poemas completos
de Juan Manuel Inchauspe (2010) y
El junco y la corriente de Juan L. Ortiz
(2013). Con la novela La preparación
de la aventura amorosa (2021) comen-
zó la publicación de la serie «De ahora
en adelante», que continuó en 2022
con La leyenda del muñeco de nieve
y, ahora, con El cuerpo de un escritor.
Dirige la editorial de libros rápidos El
buen desconocido y las colecciones
Vida Bandida y Torres Gemelas para
la editorial Vera Cartonera.

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Este libro,
tanto en su versión impresa como digital,
se terminó de componer en Santiago de Chile,
en las oficinas de
bulk editores
el 24 de noviembre de 2022.

Para el interior,
se utilizó la tipografía BE Garamond
(de Georg Duffner)
en sus tres variantes principales (12 / 17)
y la familia IM Fell DW Pica
(de Igino Marini),
que también aparece en la portada.

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