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Recaredo y el triunfo del catolicismo con el III Concilio de Toledo

Ante la muerte repentina del excelso rey Leovigildo, quien logró restablecer la

supremacía y estabilidad de su pueblo, la sociedad visigoda, necesitada de un

nuevo gobernante, recibió a Recaredo, hijo del monarca anterior, con indudable

aprobación a pesar de que la sucesión del trono no era de carácter hereditario. Sin

embargo, con este gobernante no sólo vendrían tiempos de paz, sino también de

una significativa transformación religiosa, la cual daría un nuevo rumbo a la

comunidad goda.

Recaredo subió al trono con escasos veinte años y con vestigios de una

educación católica, incluso si todavía practicaba el arrianismo al momento de

tomar la corona. La formación religiosa del joven en realidad resulta extraña, pues

fue su propio padre (el mismo que mantuvo una guerra con su hijo Hermenegildo

justamente por motivos religiosos) el que le asignó como maestro al obispo

Leandro1. Como tal, no hay pruebas exactas que revelen una conversión de

Leovigildo al catolicismo antes de su muerte (aunque se especula que sí hizo un

cambio de fe), no obstante, Recaredo no tardó en mostrar su propósito, el cual,

después de darse cuenta del probable declive de la religión arriana y el constante

avance de la católica, no era más que la instauración total del catolicismo, pues

consideraba que este era el medio definitivo que le ayudaría a unificar su reino:

Si hay algo de verdad en el rumor de la conversión de Leovigildo, es lógico pensar


que él y Recaredo […] temían que se produjesen problemas entre su pueblo y

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Obispo católico nacido en Cartago Nova e hijo de un hispano-romano y una visigoda. Formó parte
de la revolución de Hermenegildo y, posteriormente, fue tutor de Recaredo.
quizá entre la nobleza si su conversión se proclamaba prematuramente. Recaredo,
sin embargo, no esquivó el problema. (Thompson 108-109)

Para tal cambio de dogma, el rey convocó tres reuniones: la primera consistió en

una congregación de obispos arrianos, donde intentó persuadir a los hombres

sobre la establecimiento de la “verdadera fe” (Thompson 113); la segunda reunión

consistió en un debate entre obispos arrianos y católicos, discusión en la que el

rey aprovechó para señalar aspectos negativos del arrianismo, tales como su falta

de milagros; por último, y ante el poco éxito obtenido en las convenciones

anteriores, el rey abdicó de la fe arriana y confirmó su adjunción al catolicismo en

una última asamblea sólo con religiosos católicos. Por supuesto que hubo quienes

no aceptaron con gusto la decisión del monarca, y mucho menos sus

declaraciones en contra de las enseñanzas de Arrio 2:

Como es de suponer, muchos arrianos se sorprendieron cuando se enteraron del


deseo real. Casi tres siglos siguiendo al disconforme Arrio y ahora resultaba ser un
hereje […] No es de extrañar que varios nobles se reunieran de inmediato para
conspirar contra un rey que parecía haber dado la espalda a la legitimidad goda.
(Cebrián 136-137)

Después de la abjuración al arrianismo, Recaredo tuvo que enfrentar varias

rebeliones antes de poder crear el que después sería conocido como III Concilio

de Toledo. Tales levantamientos los efectuaron obispos arrianos inconformes con

la transición católica, el obispo Sunna por ejemplo, además de algunos

aristócratas como el conde Witerico, quien tiempo después lograría posesionarse

del reino visigodo al destronar a Liuva II. Aunque la mayor sorpresa surgió en la

tercera revuelta cuando la viuda de Leovigildo, Gosuinda, participó activamente en

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Sacerdote de Alejandría y creador de las doctrinas que dieron origen al arrianismo.

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ella. El monarca, a pesar de todas las dificultades, pudo controlar los motines de

los que no lo apoyaban y aplicó castigos ejemplares para los conspiradores,

condenas que iban desde el exilio, la tortura y humillación pública, hasta la

amputación de manos (en el caso de los que querían obtener la corona), sanción

que según E. A. Thompson: “era un castigo extraño en el derecho visigodo, pero

existen razones para pensar que se trataba de la pena impuesta a los

usurpadores” (112). Posterior a la proclamación del III Concilio de Toledo hubo un

último intento de tumulto, mas Recaredo consiguió la victoria y comenzó una

destrucción masiva de libros arrianos.

Luego de los disturbios, el III Concilio de Toledo llegó para implantar

definitivamente la religión católica y prescindir de las creencias arrianas. Tal

Concilio obligó a los clérigos a aceptar la herejía de Arrio y de sus dogmas;

condenaba también a los que se atreviesen a negar la santa trinidad. Con este

documento se implementó la costumbre oriental de los rezos comunitarios del

Credo de Constantinopla y el Padre Nuestro, además de fundar escuelas

teológicas, dirigidas por Leandro, que tenían la prioridad de guiar la educación

intelectual del clero pues: “Estos conocimientos adquiridos por los sacerdotes se

derramarían inevitablemente sobre un pueblo cada vez más fusionado” (Cebrián

140). Asimismo, se aprobó la construcción de iglesias y monasterios.

En cuestiones sociales la iglesia también tuvo una importancia significativa.

Obtuvieron poder para legislar en ámbitos no pertenecientes al eclesiástico,

aunque al principio sus decisiones parecían no tener la suficiente autoridad, pero

todo cambió cuando Recaredo publicó el “Edicto de Confirmación del Concilio”,

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documento en el que estableció penas a los que desobedecieran las ordenes del

clero. Gracias a esta acción, la iglesia tuvo más poder. Recaredo le otorgó a los

obispos la tarea de regular y vigilar el trato de los servidores públicos

(administrativos y fiscales) hacia los pobladores; los jueces locales y los

recaudadores de impuestos debían acudir a las reuniones conciliares anuales, con

el fin de aprender el trato correcto y justo que tenían que darle a los aldeanos: “A

partir de este momento su jerarquía habría de velar por el recto proceder de las

autoridades civiles” (González 86). Del mismo modo, el monarca dictó una sanción

a los obispos que escondieran tratos ilícitos de jueces o agentes, los cuales

debían pagar con su propio patrimonio lo que hubieran perdido las víctimas de

injusticias. Con esta medida el rey tenía como objetivo acabar con la corrupción

judicial.

En el mismo Edicto de Confirmación, se condenó a los clérigos que vivieran

con una mujer que levantara “infames sospechas” (Thomson 119). En este caso,

el hombre debía ser separado de la acusada, a quien venderían como esclava y el

dinero sería destinado a los pobres, aunque según E. A. Thomson:

En 590, año siguiente a la celebración del Concilio, los obispos de la Bética se


mostraron en algunos casos negligentes en el cumplimiento de la regla. Por eso el
I Concilio de Sevilla decidió que si los sacerdotes, diáconos y demás clero
ignoraran las reconvenciones de su obispo, los jueces reales deberían detener a la
mujer en cuestión. (p. 119)

El Concilio, entonces, hizo jurar a los jueces que no devolverían a los clérigos

ninguna mujer que estuviera envuelta en acciones ilícitas. Al no acatar tal

convenio, los funcionarios serían excomulgados.

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Aunque muchas de las propiedades arrianas ya habían sido otorgadas a la

iglesia católica incluso antes de la divulgación del III Concilio de Toledo, las tierras

que faltaban por ceder se entregaron a las autoridades eclesiásticas. Al mismo

tiempo, para lograr una nueva armonía con la nobleza, Recaredo derogó la

acción de Leovigildo y devolvió a los aristócratas las posesiones que su padre les

había confiscado.

Con todas sus reformas, especialmente con el III Concilio, Recaredo logró

su objetivo primario. Unificó su reino, consiguió un pacto de no agresión con los

francos y le dio a su pueblo tiempos de paz y cordialidad entre hispano-romanos y

visigodos. No puede negarse que este rey gobernó de la misma excelente manera

que su padre, Leovigildo. Se ganó el respeto y cariño de sus gobernados, y ayudó

a terminar lo que su padre empezó: la restauración del reino visigodo. Además,

gracias al dicho afecto que le tenían los aldeanos, su hijo Liuva II pudo tomar

posesión de la corona, aunque fuera por muy poco tiempo. Así como Leovigildo

revivió un reino que se consideraba perdido, Recaredo dejó, tras su muerte en el

601, una armonía en la sociedad goda y, más importante, el definitivo

asentamiento del dogma católico.

Bibliografía:

Cebrián, Juan. La aventura de los godos. La esfera de los libros, 2002.

5
González, Raúl. Introducción a la Hispania visigoda. Universidad Nacional de
Educación a Distancia, 2017.

Thomson, Edward. Los godos en España. Alianza Editorial, 1971.

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