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CURSO

PSICOLOGÍA INTEGRAL Y PRÁCTICA CLÍNICA

Una propuesta científica para el abordaje clínico

“La Inteligencia y La Voluntad “

P. MIGUEL A. FUENTES

LA INTELIGENCIA:

Pasamos ahora a explicar la “vida superior” del hombre, aquello que es más propio de él, aun
cuando hemos señalado varias veces que lo que podemos definir como “vida inferior”
(conocimiento y afectividad sensibles) en el hombre es profundamente humano, es decir, asumido
por esta superioridad; el “hombre se diferencia del mono o del perro más por su percepción o su
emocionalidad que por su fisiología” (Pithod, A., El alma y su cuerpo, 268).
Pero hay una actividad que le es propia y esta es el pensar (y la volición que veremos en el próximo
capítulo). Los sentidos internos, aun teniendo una elevación por sobre las condiciones materiales –
porque la imagen y el fantasma ya implican, ciertamente, una abstracción y “desmaterialización”,
una separación de la realidad que le da origen– están todavía en la esfera de lo concreto y sujetas al
espacio y al tiempo.

En esta actividad que ahora analizamos, el pensar, el hombre se muestra capaz de trascender las
condiciones materiales e individuales de la materia.

1. Inteligencia y vida cerebral


(i) El materialismo moderno tiende a reducir la actividad intelectual del hombre a la materia;
concretamente a explicar el pensamiento, o, como se lo denomina en ciertos ambientes, el “proceso
mental o simplemente la mente, como un proceso material generado por el cerebro. El
pensamiento no sería más que un proceso electro-químico cerebral o de algún otro tipo material.

(ii) El problema “mente-cerebro”. Por cerebro entendemos “el centro biológico que recibe los
estímulos del medio interno y externo al individuo, los integra entre sí y con la experiencia
cognitiva, emocional y de motivación acumulada, y, finalmente, da lugar a la respuesta o respuestas
correspondientes dentro o fuera del organismo, cuyo funcionamiento puede ser abordado
mediante los métodos de la ciencia experimental”. Por mente designamos al “conjunto de
actividades y procesos psíquicos conscientes e inconscientes, especialmente de carácter cognitivo o
afectivo, tal como comparecen en la experiencia subjetiva o en la medida en que se encuentran
referidos a ella”.

El “problema mente-cerebro” indica, pues, la discusión de esta relación: las actividades mentales
¿son distintas o idénticas a los procesos cerebrales? ¿Se puede explicar el pensamiento mediante el
funcionamiento cerebral? Si son distintas, ¿cómo se relacionan ambas realidades? Si son la misma
cosa, ¿por qué tenemos la ilusión de que son diferentes?

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(iii) Desde la neurociencia se presentan cuatro posturas ante el tema en cuestión.

a) El conductismo (por ejemplo, John B. Watson y B. F. Skinner), evita el problema, reduciendo su


concepción de la psicología a una mera enunciación de las leyes que rigen las relaciones entre los
estímulos y las respuestas (conducta), considerando la mente como una “caja negra”,
desentendiéndose de sus estados y de su funcionamiento interno.

b) El monismo reduccionista, “niega que la mente sea realmente distinta del cerebro y trata de
explicar los fenómenos mentales y, en concreto, la conciencia —también la autoconciencia— en
términos físicos o biológicos. La distinción entre la mente y el cerebro responde a la insuficiencia
actual de nuestros conocimientos sobre los procesos cerebrales, pero el desarrollo científico futuro
permitirá reducir los estados mentales a fenómenos puramente materiales que tienen lugar en el
cerebro”. En esta corriente se encuentra también el “materialismo eliminativo” que afirma que “los
estados mentales de los que hablamos en el lenguaje ordinario (creencias, deseos, sentimientos,
intenciones) no existen realmente y deben ser sustituidos por una estricta concepción biologicista,
que parta de la idea de que las actividades cognitivas son en última instancia actividades del
sistema nervioso”. En esta corriente podemos ubicar a Francis Crick, Christof Koch, Susan
Greenfield, Antonio Damasio, Michael Gazzaniga y Stuart Hameroff. Crick propone, por ejemplo,
que el núcleo reticular del tálamo es el centro nodal para la conciencia del individuo.

c) El dualismo neurofisiológico, sostenido, por ejemplo, por el neurobiólogo John Eccles, afirma que
el cerebro no puede dar cuenta de la conciencia y de las actividades que derivan de ella, por lo que
hay que admitir la existencia autónoma de una mente “autoconsciente” distinta de él mismo, que
no es ni material ni orgánica y que ejerce una función superior de interpretación y control de los
procesos neuronales. Eccles se apoya en la teoría de Karl Popper según la cual lo real se distribuye
en tres mundos: el de la realidad física, el de los fenómenos mentales y el de los productos
culturales o espirituales tales como las ideas, instituciones sociales, etc. Para Eccles, mientras que
el cerebro está contenido en el mundo de la realidad física, la autoconciencia pertenecería al
mundo de los fenómenos mentales, que es irreductible a aquél, aunque entre ambas existan
interacciones.

d) El “fisicalismo no reduccionista” propuesto por Malcolm Jeeves, y Warren Brown. Sostienen que
no es necesario postular para el alma (soul) o la mente (mind) una segunda entidad metafísica; el
alma o la mente están fisiológicamente expresadas o encarnadas en nuestra persona, pero no cabe
una explicación exhaustiva de esta en virtud de un análisis exclusivamente biologicista. Así se trata
de reconciliar el monismo y el dualismo ya mencionados (por eso se denomina a esta postura
también como “monismo dual” –dual-aspect monism). Resumen su pensamiento diciendo:
“Nosotros somos almas, no tenemos almas”.
(iv) Sin entrar de lleno en la discusión, que exige una exposición exhaustiva, nos limitamos a
afirmar que el pensamiento ni procede de la materia ni es un epifenómeno de la fisiología o de la
biología cerebral. En los puntos siguientes trataremos de explicar su naturaleza y la imposibilidad
de reducirla a procesos materiales. Hay que señalar que la verdadera posición de esta relación
entre inteligencia y cerebro postula que lo biológico es sólo condición pero no causa del
pensamiento; el cuerpo y lo biológico condicionan pero no determinan lo estrictamente intelectual.
Esto lo explica V. Frankl al analizar el entusiasmo provocado en su momento por la teoría de las
“localizaciones cerebrales” (el localizar determinadas funciones en respectivas zonas del cerebro)
que llevó a considerar el cerebro como una especie de mapa en el que se podía indicar el lugar
responsable para cada función sensitivo-motora, sobre lo cual surgieron luego dudas a raíz de la
recuperación de afásicos (aun permaneciendo lesionadas las áreas cerebrales correspondientes) y
observaciones semejantes en animales, mostrando que otras partes del cerebro pueden llegar a
realizar el mismo trabajo o que existen “neuronas en barbecho” que reemplazarían a las “titulares”,

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etc. (Cf. Frankl, Viktor, El hombre doliente, cap. II. “El problema del espíritu”. Cf. Caponetto,
Mario, Victor Frankl, una antropología médica, 83-85). Dice el mismo autor:
“Insistimos: el efecto terapéutico de una intervención psicoquirúrgica no afecta en modo alguno el
espíritu. El elemento espiritual del hombre no puede descubrirse ni obstruirse mediante una
operación quirúrgica. Esto se puede expresar en lenguaje clínico diciendo que nunca podemos
concluir por los datos empíricos la realidad de lo espiritual. Nosotros sólo sabemos una cosa: lo
corporal influye en lo psíquico-espiritual, de un modo o de otro, favorable o desfavorablemente. No
es lógico completar esta tesis con la conclusión: luego lo espiritual es un mero efecto, mero
producto, mero resultado, mero epifenómeno; o como decían los autores citados: «generado»,
«nada más que como función de la materia», o fórmulas similares. Lo corporal es una condición,
mas no la causa de lo psíquico-espiritual. La enfermedad corporal limita las posibilidades de
desarrollo de la persona espiritual, y el tratamiento somático se las devuelve, le brinda de nuevo
ocasión de desarrollarlas; pero la realidad de lo espiritual sólo podemos comprenderla desde el
plano metaclínico”.

2. El objeto de la inteligencia
(i) El objeto común y adecuado de la inteligencia es el ente. Hablamos aquí de inteligencia en
general, que incluye la de Dios, la del ángel y la del hombre. Es decir, la razón de ente (= lo que tiene
ser o participa del ser, o, más estrictamente, lo que es) es el aspecto bajo el que la inteligencia
alcanza todo cuanto alcanza. De hecho la inteligencia no conoce nada que no conozca como ente; o,
dicho de otro modo, todo lo que se conoce se conoce como ente. Las tres operaciones de la
inteligencia (simple aprehensión, juicio y razonamiento) alcanzan su objeto bajo la razón de ente:
o por simple aprehensión captamos lo que es el objeto;
o por el juicio enunciamos que es o lo que es;
o por el razonamiento demostramos por qué eso es tal.

De aquí se sigue que algo es inteligible (captable por la inteligencia) en la medida en que tenga ser
(su grado de ser); por tanto, todo cuanto sea (tenga ser) puede ser objeto de la inteligencia
humana, aunque algunas realidades solo pueda alcanzarlas por analogía, como, por ejemplo, la
verdad sobre Dios. Dice Santo Tomás: “El objeto propio de la inteligencia es el ente inteligible, el
que comprehende todas las diferencias y especies del ente posible. Pues lo que pueda ser, puede
ser entendido” (CG, II, 98).
Por la misma razón la “nada” es impensable en sí misma; solo puede pensarse como negación del
ser.
(ii) Pasando a la inteligencia propiamente humana, decimos que su objeto formal propio y directo
es la “quidditas” de las cosas materiales representadas por la imaginación, como abstracta y
universal (cf. S.Th., I, 84, 1 y 6; 85, 1).
Nuestra inteligencia, en cuanto potencia de un ser compuesto de cuerpo y alma, tiene leyes
especiales y un objeto propio, que es una determinación del objeto común a toda inteligencia,
incluida la divina y la angélica (indicado en el punto anterior). Nuestro intelecto “que está unido al
cuerpo, tiene como objeto propio la quididad o naturaleza existente en la materia corporal” (S.Th.,
I, 84,7); “El objeto de nuestro intelecto, según el estado de la vida presente, es la quididad de la cosa
material abstraída de los fantasmas” (S.Th., I, 85, 8).

Quididad (quidditas) no es la esencia en sentido estricto (aquello por lo que una cosa es lo que es);
de hecho no captamos directamente la esencia de cada cuerpo sino que llegamos a ella de modo
progresivo y por el trabajo científico y a menudo la esencia propiamente dicha se nos escapa.
Quididad (del latín “quid est res”) es la naturaleza en sentido muy amplio, confuso y pobre; por
ejemplo, captamos la quididad cuando pensamos “un animal” o “un árbol”, o simplemente cuando
pensamos “una cosa”. Llamamos a esto una esencia (en sentido amplio) porque es algo distinto de
las cualidades sensibles y del ser y también porque es algo abstracto.

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De este modo estamos afirmando que:

o la inteligencia conoce directamente las cosas materiales…


o …que han sido percibidas por los sentidos externos y han sido representadas por la cogitativa…
o …en ellas capta al menos confusamente su esencia…
o …y se distingue de los sentidos cuyo objeto es la cosa material en su individualidad concreta,
mientras que la inteligencia conoce su objeto bajo forma abstracta, es decir, sin sus caracteres
individuales, y por tanto como universal.
Esto es una cuestión de hecho:

a) El concepto necesita la imagen: porque el concepto es siempre formado partiendo de imágenes


sensibles: cuando queremos entender algo formamos imágenes a modo de ejemplos en las que
tratamos de captar lo que queremos conocer; y lo mismo hacemos cuando queremos enseñar algo
a otro (ponemos ejemplos para que forme en sí una imagen –fantasma– en la que pueda entender
lo que queremos decir). Así lo explica Santo Tomás (S.Th. I, 84, 7). Y lo mismo nos muestra el hecho
contrario: cuando faltan las imágenes, también faltan los conceptos, como prueban los ciegos de
nacimiento que no pueden hacerse una idea de los colores, de los que no llegan a tener un concepto
propio sino solo analógico, es decir, por analogía con los datos de los otros sentidos (S.Th. I, 84, 3).

b) Pero el concepto representa a su objeto sin ningún carácter individual, sin sus “notas
individuantes”, sino como “esencia abstracta”: “abstractum ab hoc [de este individuo), hic (de este
lugar), nunc (este momento)”. Y si es abstracto, también es universal, es decir, aplicable a un
número indeterminado de individuos; el triángulo, el hombre… son universales. “El sentido no
conoce sino los singulares… El intelecto conoce los universales, como se ve por experiencia” (Santo
Tomás, CG, II, 66; S.Th., I, 85, 3).

De aquí se siguen algunos corolarios:

o La inteligencia depende de la imaginación de tal modo que no puede conocer nada sin dirigirse
a una imagen (nisi se convertendo ad phantasmata) (S.Th., I, 84, 7). De ahí que el fantasma (que
es la imagen elaborada por la cogitativa) es un engranaje esencial en la teoría del
conocimiento; porque Santo Tomás no dice que la inteligencia se dirige hacia la sensación sino
hacia el fantasma; el fantasma es el más alto grado de elaboración del conocimiento sensible y,
por tanto, lo más cercano a la inteligencia. Presenta ya cierta abstracción, porque es
esquemático, y especialmente porque está separado de las condiciones de tiempo y de
situación espacial. Por eso, cuando la sensación nos pone en contacto con un objeto, no es la
sensación el punto de partida de la inteligencia para abstraer sino el fantasma que se forma la
cogitativa.
o De aquí se deriva el axioma de psicología aristotélica: “Nihil est in intellectu quod non prius
fuerit in sensu”; no hay nada en el intelecto que no haya estado primero en el sentido. No hay,
pues, ideas innatas, es decir, contenidas en nuestra naturaleza desde el nacimiento (S.Th., I, 84,
3).
(iii) El objeto indirecto de la inteligencia humana: además de la quididad abstraída de las cosas
materiales, la inteligencia humana puede alcanzar otros objetos pero por caminos indirectos; así,
por reflexión puede conocerse ella misma y las cosas singulares (cada cosa concreta), y por
analogía puede conocer las cosas inmateriales.
a) Conocimiento por reflexión. Conocemos dos cosas por reflexión: nuestra misma inteligencia y las
cosas singulares.

La inteligencia se conoce a sí misma por reflexión porque ella no es objeto directo de conocimiento.
El proceso es el siguiente: 1º en algún acto directo de conocimiento conocemos una esencia; 2º por
reflexión la inteligencia conoce primero su acto (conoce su acto de conocimiento); 3º luego llega a

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conocerse a sí misma comoprincipio de ese acto. Esto no es, propiamente hablando, un
razonamiento sino una percepción (refleja) o una intuición de la inteligencia en y por su acto. De
todos modos, por esta vía la inteligencia conoce su existencia, pero no su naturaleza o esencia, pues,
por ser inmaterial, solo puede conocerse por analogía, como todas las cosas inmateriales (punto
“b”).
También por reflexión conoce el alma lo singular; es decir, las cosas particulares y concretas (esta
silla, este libro, a Juan Mengánez y a Pablo de Tarso). Es un hecho que conocemos lo singular: si
digo “Clemente es hombre”, esto significa que de algún modo conozco el singular Clemente por la
inteligencia. Pero este conocimiento no se da de modo directo, pues directamente la inteligencia
solo conoce lo universal: “Nuestra inteligencia no conoce directamente sino lo universal.
Indirectamente, en cambio, y por cierta reflexión, puede conocer las cosas singulares” (S.Th., 86, 1).
En este caso el proceso es: 1º se da un acto directo de conocimiento de una esencia; 2º se produce
una reflexión sobre ese acto, pero en lugar de remontarse a la fuente de ese acto (como en el caso
anterior) desciende hacia la fuente objetiva del mismo, que es el fantasma.
b) Conocimiento por analogía: los objetos distintos de las cosas materiales (seres inmateriales y
espirituales) la inteligencia los conoce formándose de ellos una idea analógica (cf. S.Th., I, 88, 1 y 2).
Este conocimiento supone conocida la existencia de los seres espirituales, no importa si este
conocimiento se obtiene de la experiencia, de la razón o de la fe. Así por ejemplo, el caso de Dios,
cuya existencia la podemos conocer sea por razonamiento (las vías para conocer su existencia) o
sea por la fe. Una vez supuesta la existencia de Dios, el conocimiento analógico procede primero por
vía negativa, removiendo de la noción de Dios todos los caracteres que no pueden convenirle (no es
material, no es extenso, no tiene partes, no está en movimiento….); esto se conoce como “vía
negativa”. Luego, por vía positiva se le atribuyen todas las cualidades positivas que se ven en el
mundo y de las cuales Él es la causa creadora, y esto librando esas cualidades de cualquier límite y
materialidad; esta se conoce como vía de “causalidad y eminencia”.
3. La naturaleza de la inteligencia
Expliquemos ahora cuál es la naturaleza de la inteligencia humana y su relación con el órgano
corporal del que más depende, el cerebro.

(i) El ejercicio de la inteligencia depende del cuerpo, porque su objeto proporcionado, como ya
hemos dicho, es la verdad abstraída de las cosas materiales que son percibidas por los sentidos. El
cuerpo es, pues, condición de la inteligencia. Pero esto no implica que la inteligencia sea en sí
misma dependiente del cuerpo. Depende de él extrínseca u objetivamente, pero es independiente
de él intrínseca o subjetivamente, es decir, en cuanto a su ser. Esto se prueba por el principio
“operari sequitur ese”, el obrar sigue al ser, o, lo que es equivalente: la naturaleza de un ser se
conoce por sus actos. Ahora bien, como la inteligencia tiene actos que excluyen la participación
directa de un órgano (corporal), entonces se concluye legítimamente que en sí misma es
inorgánica.
(ii) Podemos dar varios argumentos al respecto:

a) En primer lugar por el concepto, por el cual la inteligencia capta como objeto una quididad
abstracta y universal. Pero el concepto (quididad) no puede ser un cuerpo, pues todo cuerpo es
singular y sujeto al tiempo, y al paso. Por tanto, si la quididad es algo espiritual, el acto que
aprehende la quididad también es espiritual, y el principio del acto, la inteligencia, también lo es
(cf. C.G. II, 50). Este mismo argumento vale para el juicio y el razonamiento. En el juicio, la
inteligencia afirma o capta una “relación”; ahora bien, se trata de una relación existente entre los
conceptos abstractos, y por tanto abstracta también ella. En el caso del razonamiento, se trata de
captar un lazo de dependencia necesaria entre unos juicios; y si hay necesidad lógica, es también en
lo abstracto.
b) Por la reflexión la inteligencia capta a su acto y a sí misma; pero un órgano no puede volverse
sobre sí mismo, pues está constituido por partes extensas, y las partes físicas no pueden coincidir
en virtud de la impenetrabilidad de la materia. De aquí que el acto de reflexión sea espiritual y la

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inteligencia que lo realiza también. Hablamos aquí de la reflexión (reditio) completa, que es
imposible a la materia; así, por ejemplo, un sentido no puede reflexionar: el ojo ve los colores, pero
no ve su visión; más claro todavía en el caso del tacto que no puede penetrarse en sí mismo; la
reflexión en el orden físico (por ejemplo, la luz que se refleja en un espejo y vuelve sobre sí misma)
es siempre una analogía con la verdadera reflexión. Por eso, la reflexión perfecta es el camino de
acceso más directo que tenemos a lo espiritual, que es, como dice Verneaux, casi experimental.
c) Finalmente, el hecho de que la inteligencia es capaz de conocer todos los cuerpos basta, según
Santo Tomás, para probar que ella no es un cuerpo. Este argumento del Aquinate es el más
metafísico de todos por lo que transcribimos el texto:

“Es necesario afirmar que el principio de la operación intelectual, llamado alma humana, es
incorpóreo y subsistente. Es evidente que el hombre por el entendimiento puede conocer las
naturalezas de todos los cuerpos. Para conocer algo es necesario que en la propia naturaleza no
esté contenido nada de aquello que se va a conocer, pues todo aquello que está contenido
naturalmente impediría el conocimiento. Por ejemplo, la lengua de un enfermo, biliosa y amarga,
no percibe lo dulce, ya que todo le parece amargo. Así, pues, si el principio intelectual contuviera la
naturaleza de algo corpóreo, no podría conocer todos los cuerpos. Todo cuerpo tiene una
naturaleza determinada. Así, pues, es imposible que el principio intelectual sea cuerpo.

De manera similar, es imposible que entienda a través del órgano corporal, porque también la
naturaleza de aquel órgano le impediría el conocimiento de todo lo corpóreo. Por ejemplo, si un
determinado color está no sólo en la pupila, sino también en un vaso de cristal, todo el líquido que
contenga se verá del mismo color.

Así, pues, el mismo principio intelectual, llamado mente o entendimiento, tiene una operación
sustancial independiente del cuerpo. Y nada obra sustancialmente si no es subsistente. Pues no
obra más que el ser en acto; por lo mismo, algo obra tal como es. Así, no decimos que calienta
el calor, sino localiente.
Hay que concluir, por tanto, que el alma humana, llamada entendimiento o mente, es algo
incorpóreo y subsistente” (S.Th., I, 75,2).
El argumento se basa en un principio metafísico que afirma que una facultad no puede conocer un
objeto si ella ya tienen sí misma la naturaleza de ese objeto (intus existens prohibet extraneum), por
tanto si la inteligencia conoce los cuerpos, entonces ella no es de naturaleza corporal; y como es
capaz de conocer todoslos cuerpos, entonces no puede ser ninguno de ellos. Este argumento se basa
en un dato de experiencia: si nosotros colocamos un cristal de color rojo sobre un dibujo que
contenga líneas de diversos colores, los colores se van a ver distintos del original y en particular lo
que esté en rojo no se va a haber, o si lo colocamos sobre un texto que tenga letras en negro y en
rojo, las que están en rojo no se verán, desaparecen al colocarles la película roja encima.
Igualmente, si tengo la lengua endulzada por alguna sustancia, me será imposible gustar las cosas
dulces. Eso quiere decir que, en el orden corporal, un cuerpo puede ser conocido en la medida en
que el sentido que lo conoce no lo tenga ya en sí mismo. Puede conocer esa forma, pero por
conciencia, como subjetiva, no como objetiva, como “sí”, no como “otro”.
(iii) De aquí se siguen algunas consecuencias importantes.

La primera es que el cerebro es el órgano del pensamiento sólo en el sentido de que es el órgano de
todas las operaciones sensibles que son la condición del pensamiento; y en este sentido, debería
decirse mejor que todo el sistema nervioso e incluso todo el cuerpo, es órgano del pensamiento.
Pero, en cambio, no puede decirse que sea el órgano del pensamiento si se entiende por esto último
los actos intelectuales estrictamente considerados.

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Esta dependencia extrínseca basta para explicar por qué las lesiones del cerebro provocan
enfermedades mentales, y por qué ciertas sustancias químicas provocan pensamientos y palabras
incontroladas.

También explica por qué el trabajo intelectual provoca fatiga física y especialmente dolor de
cabeza: es porque el trabajo intelectual exige el concurso de la imaginación que está ligada a un
órgano, además de que demanda otras actividades, como leer y escribir, estar concentrado y a
menudo contrahecho (encorvado sobre el libro), todas las cuales son de orden físico (S.Th., I, 75, 3
ad 2).

(iv) Intelecto posible e intelecto agente. La inteligencia del hombre se presenta, ante todo, como una
potencia pasiva, en el sentido amplio de la palabra, o sea, como ser capaz de recibir algo sin perder
nada. Por eso Aristóteles dice que el entendimiento del hombre es una “tabula rasa”, es decir, una
especie de pizarra en la que no hay nada escrito. Es por esta razón que el intelecto es
llamado intelecto posible.
En el hombre existe además otra facultad intelectiva, el intelecto agente, cuyo descubrimiento
filosófico se remonta a Aristóteles. Es una facultad realmente distinta del intelecto posible, y no dos
maneras de denominar la misma facultad, o dos funciones de la misma. El fundamento de su
distinción real radica en que se diferencian como potencia activa y potencia pasiva. La existencia de
esta facultad es requerida por cuanto afirmamos que las formas de las cosas corpóreas no existen
fuera de la materia; por tanto el objeto de nuestro intelecto no es propiamente inteligible en acto.
Como nada puede pasar de la potencia al acto sino por medio de un ente que ya esté en acto, es
necesario que haya en el intelecto una potencia capaz de volver inteligibles en acto los objetos
abstrayendo las formas de sus condiciones materiales (o sea, del fantasma). Esto es lo que hace
necesario sostener la existencia de un intelecto agente. El intelecto agente es el principio eficiente
del entender; pero la intelección como asimilación y concepción es formalmente debida al intelecto
posible; por tanto, el intelecto agente no entiende, no piensa, sino que hace que el intelecto posible
entienda, suministrándole el objeto inteligible.
(v) En cuanto a la conciencia, debemos decir que no es una potencia diversa de la inteligencia sino
un acto suyo. Es la aplicación del conocimiento a nuestros propios actos, por eso se le atribuye el
dar testimonio de lo que hacemos, el acusarnos, aprobarnos, o remordernos.

Además, hay en nosotros una zona que escapa a la conciencia, cuya vida sólo conocemos por sus
efectos: son los procesos inconscientes y subconscientes en la vida del alma. Se verifican en la
mayoría de las acciones que ejecutamos (por ejemplo, al escribir recurrimos a hábitos mecánicos
de los cuales no tenemos, en el momento de usarlos, un conocimiento directo y reflejo), en los
sueños, en ciertas afecciones o pasiones, e incluso en las actividades de la inteligencia y de la
voluntad (cuando juzgamos, razonamos, etc., hacemos intervenir hábitos de ciencia y de expresión
que hemos adquirido en el pasado pero lo hacemos ahora sin ser plenamente conscientes de todo
el proceso mental que desarrollamos).

4. Los actos de la inteligencia


La inteligencia tiene tres actos: simple aprehensión, juicio y raciocinio.

(i) La primera operación de la inteligencia es la simple aprehensión, que consiste en el acto de


comprender alguna cosa sin afirmar ni negar nada. Este acto se hace en o mediante el concepto. El
concepto no es aquello que se conoce sino aquello en lo cual y mediante lo cual se conoce la cosa. El
conocimiento del concepto se realiza, en cambio, mediante un acto de reflexión.

Según la escuela llamada “Psicología del pensamiento”, existe un pensamiento sin imágenes.
Aristóteles decía, en cambio, que esto no es posible, sino que nosotros conocemos las esencias de
las cosas “en los fantasmas”; y Santo Tomás dice que tenemos verdadera necesidad de los

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fantasmas. Este último encontraba dos signos de esta necesidad a los que ya hicimos alusión más
arriba: 1) el hecho de que recurrimos a ejemplos concretos cuando debemos explicar alguna cosa;
2) el hecho de que si los sentidos no funcionan –pensemos en el estado vegetativo– no pueden
haber actos intelectivos.

El concepto se forma por un proceso de abstracción. Se llama así al proceso mediante el cual a
partir de la imagen particular la inteligencia elabora el universal.
Tal proceso comporta tres fases:

a) La preparación del fantasma: esto lo realiza la cogitativa. El fantasma es sensible en acto pero
inteligible solamente en potencia; no está por tanto en condiciones de obrar sobre el intelecto
posible, porque le resulta “invisible”: para el intelecto posible el contenido esencial del fantasma
está todavía escondido.

b) La acción del intelecto agente sobre el fantasma: por acción del intelecto agente, este contenido
que era inteligible en potencia pasa a ser inteligible en acto. El efecto de esta acción del intelecto
agente es lo que se llama “especie impresa” o también, como dice Santo Tomás, “intensión
inteligible”. Es el objeto en cuanto actualmente capaz de ser entendido.

c) La asimilación del inteligible: el intelecto posible recibe la especie impresa y reacciona; a pesar
de que lo llamamos “posible”, no es puramente pasivo y receptivo, sino que con esto sólo queremos
decir que no puede actuar si primero no es impresionado. Su acción es inmanente: expresa en sí
mismo la esencia en una “especie expresa”, verbo mental o concepto. Este concepto no es el objeto
que conocemos, sino el medio gracias al cual la esencia es conocida.

El objeto sufre así dos pasos: de ser inteligible en potencia pasa a ser inteligible en acto; y de ser
inteligible en acto pasa luego a ser entendido.

El momento central es el de la iluminación del intelecto agente; el intelecto agente es la causa


eficiente principal de este proceso, y el fantasma es la causa instrumental y también es la “materia
de la cual” se forma la especie impresa. Esto no quiere decir que el fantasma se ha transformado en
su naturaleza; éste sigue siendo lo que es, y permanece donde está, es decir en la sensibilidad. La
función del intelecto agente es sólo la de actualizar lo inteligible, revelarlo o desvelarlo. Así por
ejemplo, Pedro es hombre, pero al ver a Pedro no se ve la esencia “hombre”; es la inteligencia la
única capaz de “revelarla” en Pedro.

(ii) La segunda operación de la inteligencia es el juicio. El acto fundamental que constituye el juicio
es la afirmación (“Juan es un payaso”). Esto vale también para la negación, ya que negar algo
(“Pedro no es un payaso”) equivale a afirmar que una cosa (Pedro) “no es” de una manera
determinada (payaso). En realidad lo que se opone a la afirmación no es la negación sino la duda,
en la cual se suspende el juicio.
La afirmación consiste en aplicar una cierta determinación (por ejemplo, “payaso”) a un sujeto (a
“Juan”), es decir aplicar una forma a una materia. Se afirma la relación de pertenencia entre dos
términos: el perro es un animal, Juan es un payaso. Aun siendo nociones diversas, sin embargo se
afirma la pertenencia real o nocional a un mismo sujeto; y esto se hace por medio del verbo “ser”.

El verbo ser tiene, así, un doble sentido: un sentido simplemente copulativo porque relaciona
ambos términos, y un sentido existencial porque establece la verdad de la relación. Lo más propio
del juicio es esto último.
El juicio es el acto principal de la inteligencia, porque no pensamos con conceptos aislados, sino
que éstos son pensados en juicios.

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El juicio es el lugar donde encontramos la verdad. La simple aprehensión se limita a presentar un
contenido, por ejemplo: “blanco”. Por eso no tiene sentido preguntarse respecto de “blanco” si es
verdadero o falso; ¿verdadero o falso, qué cosa? Es decir, se requiere, de manera explícita o
implícita, la atribución de la blancura a un sujeto, y recién entonces tendremos verdad o falsedad;
por ejemplo “el perro es blanco”; eso sí puede ser verdadero o falso.

¿Qué es lo que determina al intelecto a juzgar? Podemos señalar cuatro causas:

a) La evidencia: a veces la inteligencia es movida por la fuerza con que el objeto se impone con
claridad; hay casos en los cuales el intelecto “ve” la verdad como el ojo ve los colores. La forma más
alta de evidencia es la evidencia inmediata, que se da en las llamadas proposiciones evidentes
como por ejemplo “el todo es mayor que la parte”. Luego sigue la evidencia mediata que es la que
resulta de la demostración; en este caso una proposición no resulta evidente por sí, pero sí a la luz
de ciertos principios con los cuales se relaciona.

b) La voluntad. Ante todo, la voluntad interviene siempre en los juicios, porque para juzgar es
necesario mover la inteligencia a pensar, acción que es propia de la voluntad. Pero además,
interviene de modo directo en todos los casos en que la evidencia es puramente extrínseca o sea,
no cuando no resulta evidente por razones intrínsecas: porque el juicio no está en estos casos
determinado por motivos intelectuales, de suerte que la afirmación dependerá de la voluntad que
refuerza en este caso a la inteligencia. Esto ocurre cuando nos basamos en el testimonio de otra
persona, cuando lo que nos dice no es evidente para nosotros, y lo aceptamos únicamente porque
nuestra voluntad mueve a la inteligencia a aceptar como verdadero el testimonio de esta persona,
basándose en la autoridad del testigo; de esta manera es que aceptamos todos los conocimientos
de orden histórico, por ejemplo. Hay casos, incluso, en que la voluntad suple todo motivo
intelectual, como ocurre en la creencia ciega y en el fanatismo, donde se cree sin exigir motivos de
credibilidad, como sería lógico para todo acto de fe –humana o divina.

c) Los afectos. También influyen, en cierta medida, sobre el juicio las pasiones, el interés, los
sentimientos; a veces, por causa de una pasión, no vemos sino aquello que nos gusta, o aquello que
queremos ver (la novia locamente enamorada no ve los defectos del novio, que un miope sería
capaz de descubrir a trecientos metros de distancia). Otras veces la pasión empuja al juicio a
afirmar lo que le conviene a la misma pasión, aunque vaya contra la barda objetiva de las cosas,
incluso, contra lo que es evidente (como cuando el hipertenso goloso, delante de un jamón,
defiende a muerte que este no sube la presión).

d) Finalmente, también influye la conducta que tenemos en la vida. Como dice el dicho: la persona
termina pensando cómo vive; es decir, juzga las cosas en conformidad con su propio modo de
obrar. Quien ha analizado profundamente el papel de la acción en la creencia ha sido M. Blondel, en
su obra “La acción” (1893).

(iii) La tercera operación de la inteligencia es el razonamiento. El razonamiento es, propiamente


hablando, la inferencia, es decir la dependencia y consecuencia de un juicio respecto de otro u
otros. La mera sucesión de juicios no hacen propiamente un razonamiento; si yo digo: “hoy hace
mucho calor, pero me llamo Alberto”, no tenemos, propiamente un razonamiento, aunque sí
sucesión de juicios; falta en este caso una dependencia de un juicio respecto del otro. Esta
dependencia objetiva recibe el nombre de lógica, y solemos expresarla por medio de conjunciones,
como por ejemplo: ahora bien, pues, por consiguiente, etc. De este modo, decir: “hoy hace mucho
calor, por eso me puse un sombrero”, tiene lógica, y constituye un razonamiento.

El fin del razonamiento es la conclusión. A menudo la conclusión es conocida de antemano; y el


razonamiento tiene como fin solamente verificarla, es decir, verla como dependiente de juicios que

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ya son tenidos como verdaderos, de tal modo de mostrar que esa conclusión participa de la
evidencia de los juicios de los cuales se deduce. Así, cuando decimos: “Pedro es hombre; todo
hombre es inteligente; por tanto Pedro es inteligente”.

Un razonamiento puede ser correcto desde el punto de vista formal pero no verdadero. Así, por
ejemplo: “Dios no existe, por tanto el mundo es un absurdo”, es un razonamiento formalmente
perfecto, pero no expresa una verdad.

La razón no es una facultad distinta del intelecto, sino este mismo considerado en su función
discursiva.

5. Algunos corolarios al tema de la inteligencia


(i) La herida de la inteligencia. Para completar el cuadro de la inteligencia debemos añadir una
tesis de la antropología teológica: el pecado original ha dejado una herida en la inteligencia humana
que es llamada en teología “ignorancia”, que aquí no hace referencia a la privación de un
conocimiento sino a la particular dificultad para conocer las verdades proporcionadas a ella
(verdad natural). Es por esta razón que, después del pecado y a diferencia de lo que ocurría antes
de la caída original, los hombres, para conocer las verdades fundamentales aun siendo
proporcionadas a la inteligencia humana, como la existencia de Dios y del alma, la inmortalidad del
alma, la retribución eterna, etc., necesitan mucho tiempo y esfuerzo y aun así no todos llegan; de
ahí la necesidad de una ayuda especial de Dios, que es la revelación de verdades naturales
(necesidad moral de la revelación)
Por esta razón la inteligencia necesita de modo absoluto de la ayuda divina (por medio de la
revelación) para conocer cualquier verdad sobrenatural, y tiene necesidad no absoluta sino moral
de ser ayudada para alcanzar algunas verdades naturales más difíciles (existencia e inmortalidad
del alma, existencia de Dios, etc.):

“Si se abandonase a esfuerzo de la sola razón el descubrimiento de estas verdades, se seguirían tres
inconvenientes. El primero, que muy pocos hombres conocerían a Dios. Hay muchos
imposibilitados para hallar la verdad, que es fruto de una diligente investigación; algunos por la
mala complexión fisiológica, que les indispone naturalmente para conocer; …otros se hallan
impedidos por el cuidado de los bienes familiares… otros por la pereza…

El segundo inconveniente es que los que llegan a apoderarse de dicha verdad lo hacen con
dificultad y después de mucho tiempo, ya que, por su misma profundidad, el entendimiento
humano no es idóneo para apoderarse racionalmente de ella si no después de largo ejercicio. La
humanidad, por consiguiente, permanecería inmersa en medio de grandes tinieblas de ignorancia,
si para llegar a Dios sólo tuviera expedita la vía racional, ya que el conocimiento de Dios, que haga a
los hombres perfectos y buenos en sumo grado, lo verificarían únicamente algunos pocos, y éstos
después de mucho tiempo.

El tercer inconveniente es que, por la misma debilidad de nuestro entendimiento para discernir y
por la confusión de fantasmas, las más de las veces el error se mezcla en la investigación racional, y,
por tanto, para muchos serían dudosas verdades que realmente están demostradas, ya que ignoran
la fuerza de la demostración, y principalmente viendo que los mismos sabios enseñan verdades
contrarias… Por esto fue necesario presentar a los hombres, por vía de fe, una certeza fija y una
verdad pura de las cosas divinas.

La divina clemencia proveyó, pues, saludablemente al mandar aceptar como de fe verdades que la
razón puede descubrir, para que todos puedan participar fácilmente del conocimiento de lo divino
sin ninguna duda o error” (Suma Contra Gentiles, L. I, cap. 4).

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(ii) Por último, una palabra sobre la psicoterapia –y la pedagogía– y la inteligencia. En el plano de la
inteligencia la psicoterapia realistas y respetuosa del hombre debe plantearse el objetivo de que
toda persona se guíe por criterios sanos y conformes a la ley natural, la única capaz de garantizar la
perfección y la madurez humana. En este sentido, el psicoterapeuta debería:

a) Formarse un juicio adecuado de la mente del paciente (modo de pensar, criterios, principios
religiosos filosóficos y culturales). Lo mismo se diga del pedagogo respecto de su discípulo.

b) Debe ofrecerle con respeto principios sanos, corrigiendo los errores doctrinales que pueden
estar en la base de sus conductas patológicas o de su desorden de vida.

c) Debe apuntar a que la persona enferma comprenda el sentido verdadero de las principales
realidades que enfrenta en la vida, y cuya incomprensión suele ser la base de los distintos
problemas afectivos y psíquicos, en particular el misterio del sufrimiento humano. Solo de este
modo será capaz de “encontrarle un sentido” a su dolor personal. En este aspecto ofrece
importantes aportes la escuela de la Logoterapia y de la búsqueda de sentido, de Víktor Frankl.

LA VOLUNTAD:

Pasamos ahora a tratar sobre la facultad volitiva, o apetito intelectual, o también apetito racional.
Se trata de la tendencia despertada por el conocimiento intelectual de un bien, o tendencia hacia un
bien concebido por la inteligencia.

Vamos a tocar algunos puntos fundamentales: una aproximación descriptiva, luego veremos la
naturaleza de la voluntad, finalmente la relación entre la voluntad y las demás potencias, y algunos
corolarios pedagógicos.

1. Aproximación fenomenológica

(i) Si bien no hay mayores dificultades en distinguir una tendencia o inclinación de un


conocimiento, no resulta tan fácil distinguir entre tendencias de orden sensible (deseo, pasión) y
tendencias de orden intelectual (querer).

En el lenguaje corriente a veces se dice “quiero” cuando, en realidad, lo que se experimenta es


“deseo”. Otras veces sucede lo contrario: se dice “deseo” y en realidad se está expresando un
auténtico querer volitivo. La diferencia entre una y otra tendencia radica en la naturaleza del bien
que es querido o deseado. La voluntad se dirige hacia cosas concretas pero movida por un bien
captado por la inteligencia en esas cosas y por tanto de orden no sensible. En cambio el deseo
afectivo o pasional se mueve por un bien de orden sensible. En el próximo punto veremos en qué
cosas radica la sustancial diferencia entre el querer de la voluntad y las tendencias sensibles.

(ii) Describamos por ahora el acto auténticamente voluntario, es decir procedente de la facultad
que es la voluntad. El llamado acto voluntario es un proceso con distintos momentos o fases en las
que van interactuando la inteligencia y la voluntad. La filosofía clásica ha distinguido doce fases de
este proceso: cuatro respecto del fin, cuatro respecto de los medios y cuatro respecto de la
ejecución.

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Expresadas en forma de cuadro tendríamos el siguiente esquema:

ACTOS DE LA INTELIGENCIA ACTOS DE LA VOLUNTAD

I. ORDEN DE LA INTENCION DEL FIN

1. Simple aprehensión del fin 2. Primera complacencia del fin


simplex aprehensio simplex volitio

3. Juicio de conveniencia 4. Intención del fin


iudicium de possibilitate intentio finis

II. ORDEN DE LA ELECCION DE LOS MEDIOS

5. Deliberación 6. Complacencia
consilium consensus

7. Ultimo juicio práctico 8. Elección


iudicium discretivum electio

III. ORDEN DE LA EJECUCION

9. Orden o mandato 10. Uso activo de la voluntad


imperium usus activus

11. Ejecución usus pasivus 12. Goce


(puede ser de otra potencia) fruitio

Expliquemos brevemente lo que significa cada uno, poniendo un ejemplo de un acto voluntario
ordinario, por ejemplo, la decisión de tomarse unas vacaciones en Europa.

1º El punto de partida está en la inteligencia: se denomina simple aprehensión del bien; por ejemplo
se cruza por nuestra mente la buena idea de viajar a Europa.
2º Este simple pensamiento despierta en la voluntad unacomplacencia no deliberada, espontánea,
necesaria: “Realmente sería hermoso viajar a Europa”. Esto se despierta a pesar de que ese bien sea
imposible de alcanzar. Se llama veleidad. Podemos detener el proceso aquí, que es lo que sucede a
muchas personas que no pasan de este estadio: los veleidosos. Pero si el atractivo es muy fuerte el
proceso puede continuar en el siguiente paso.
3º Si el atractivo es intenso la inteligencia, movida por esa complacencia, pasa a examinar más
atentamente este pensamiento para ver si es posible y bueno aquí y ahora, y si me conviene a mí: es
lo que se llama el juicio de posibilidad, porque se juzga si es posible o no. “Realmente es muy
conveniente para mí un viaje a Europa en estos momentos de mi vida”.

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4º Supuesto que ese bien sea posible, la simple complacencia se transforma en intención de
conseguir ese bien: “Pues entonces quiero ir a Europa”. En esta intención está implícita la voluntad
de poner los medios necesarios, pero como todavía no los conocemos, no los queremos
formalmente.
Con esto se cierra la etapa que tiene por objeto el fin del acto. Lo siguiente es un proceso semejante
pero respecto de los medios.
5º La intención de alcanzar el fin provoca la búsqueda de los medios que pueden conducirnos a él;
este es un trabajo intelectual que se denomina deliberación o investigación acerca de los medios.
“¿Tengo algún medio para hacer realidad un viaje a Europa? ¿Cómo podría conseguir dinero?
¿Quizá con un trabajo extra, o pidiendo un préstamo, o hablando con esa tía que siempre está
dispuesta a ayudarme? ¿Encontraré pasajes?” Etc. Si no encontramos medios todo se detiene; nos
damos cuenta de que nos hemos equivocado. Supongamos que encontramos medios.
6º Entonces consentimos en estos medios con vistas al fin que queremos alcanzar, aunque a veces,
una vez que vemos cuáles son los medios eficaces, no nos animamos porque vemos que son muy
difíciles y todo el proceso se detiene quedándonos en meras intenciones; por eso se dice que “el
infierno está pavimentado de buenas intenciones” que no se han convertido en realidad. Cuando el
análisis del 5º paso dio como resultado el descubrimiento de un solo medio entonces este paso 6º
se identifica con el 8º. Pero si aparecieron varios medios y todos nos parecen aceptables, el proceso
sigue con el siguiente paso.
7º El consentimiento o aceptación de los diversos medios empuja a la inteligencia a un último
análisis de los medios para establecer cuál de ellos es el más fácil, el más directo, o el más eficaz.
Esta investigación también se la llama deliberación como el paso 5º pero para distinguirla de él se
añade deliberación discretiva o también “último juicio práctico”, o también “juicio de elección”. El
resultado es establecer un juicio de conveniencia: “el medio que más me conviene a mí es este
concreto”. En nuestro ejemplo: “Lo más conveniente me parece recurrir a mi tía”.
8º Este juicio deliberativo termina con la elección de un medio con exclusión de los otros: “Está
decidido: voy a pedirle un préstamo a mi tía”. Éste es el acto central de la voluntad: la elección o
decisión. A pesar de que pongamos este paso después del anterior, hay que dejar en claro que esa
deliberación respecto de cuál es el medio más conveniente para mí aquí ahora, en última instancia
lo decide la voluntad. Es la voluntad la que, al inclinarse por un medio concreto manda a la
inteligencia que “prefiera” un medio determinado como el mejor (así el ladrón siempre elige robar
como el mejor medio para ganarse la vida mientras que el honesto se decide por trabajar). Esto
explica que muchas veces nos decidamos por un medio que sabemos que no es el mejor
objetivamente hablando, pero que es el que más me gusta o el que más me conviene en este
momento. Aquí se ve claramente la mutua influencia entre la inteligencia y la voluntad.
Con esto termina la segunda fase dedicada a los medios.
9º Una vez hecha la elección sigue la ordenación de las operaciones que hay que realizar. Se trata
de un trabajo intelectual que recibe el nombre de “imperio” y consiste en prever y combinar, poner
en orden en nuestra cabeza la serie de actos que tendremos que ejecutar: “Tengo que bañarme,
ponerme el mejor traje, buscar en el ropero la espantosa corbata que me regaló mi tía hace tres
años y que la tengo escondida para que no la vean mis amigos, comprar un ramo de flores y
ensayar varias veces mi mejor sonrisa delante de un espejo, encaminarme a su casa y después de
elogiarle el jardín y los cuadros dirigirle el más elocuente de mis discursos explicándole la
importancia capital que tiene para mí un viaje a Europa en estos momentos, como si de esto
dependiese mi vida…”
10º Entonces la voluntad pone movimiento las facultades que deben operar, aplicándolas a su
actividad para realizar aquellos actos que hemos descrito en el punto anterior. Las facultades
movidas por la voluntad pueden ser la inteligencia o cualquiera de las otras facultades: afectos
potencias motoras… Algunos autores llaman a esta fase “uso activo de la voluntad”, es decir
actividad volitiva motora.
11º Sigue, de parte de todas las potencias implicadas, su actuación, bajo el imperio de la voluntad.
Este paso en los actos intelectuales (por ejemplo, si se trata de estudiar, investigar, memorizar…) es

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realizado por la inteligencia; pero si se trata de acciones que involucran otras potencias, como en el
ejemplo que hemos puesto, implicará el movimiento de estas (piernas, sonrisa, palabras…). Se lo
llama “uso pasivo”, es decir: ser movidas, estas potencias, por la voluntad.
12º Por último, si todo salió como esperábamos, se sigue el gozode obtener el fin que habíamos
buscado. Y ahí estamos, recorriendo Europa con el pasaje que nos ha comprado nuestra tía y
algunos euros de más que nos ha regalado para que nos tomemos un café en París.
2. Naturaleza de la voluntad
Respecto de la naturaleza de la voluntad tenemos tres posiciones contrapuestas: el sensualismo, el
intelectualismo y la equilibrada teoría aristotélico-tomista.

(i) El sensualismo reduce la voluntad a la emoción o pasión [1]. Esto se conoce como “teoría
afectiva de la voluntad”. Por ejemplo, Wundt afirma que la existencia de una voluntad no basada en
los sentimientos y emociones es una mera ficción de la filosofía. Algo semejante enseña Condillac,
para quien la voluntad no es más que un deseo sensible predominante. Pero, como señala Lersh, la
equiparación entre la voluntad y los procesos endotímicos (o sea, las tendencias neurovegetativas
y las emociones) es insostenible si se piensa seriamente en la muy diversa peculiaridad
fenomenológica de estas últimas y los procesos de la voluntad propiamente dicha.

Lersh explica que todas las vivencias tendenciales y emocionales tienen un signo común: se
originan en un fondo anímico que no es controlable por el Yo consciente; tienen, como dice Klages,
un carácter pático (de “pasjein”: padecer, recibir un influjo; de aquí viene pasión); las vivencias
endotímicas son páticas en la medida en que nos domina un estado de ánimo; de hecho “somos
afectados” por los estados de miedo, entusiasmo, ira, admiración…
La voluntad, en cambio, es lo contrario de una realidad pática: en ella el hombre se siente como un
Yo consciente, no impulsado, ni gobernado pasivamente, sino dirigiendo activamente, como quien
decide si debe realizar un movimiento. En la voluntad, vista fenomenológicamente, el Yo se eleva,
como la tierra firme de una isla, sobre el mar tormentoso de las vivencias endotímicas.
Podríamos apelar también a otros argumentos; por ejemplo la voluntad deriva de la concepción de
un bien, mientras que el deseo deriva de la percepción sensible de un bien o de la imaginación del
mismo. Además, hay casos en que decidimos contra los deseos más vivos, sin ningún entusiasmo,
fríamente, porque sabemos que tal deseo es desordenado.
(ii) El intelectualismo o racionalismo, por ejemplo en Spinoza, reduce todo al entendimiento. “Por
voluntad entiendo la facultad por la cual el alma afirma o niega lo que es verdadero o falso, y no el
deseo por el cual apetece o aborrece las cosas” (Ethica, 11,48). “La voluntad y el entendimiento son
uno y lo mismo. Demostración: La voluntad y el entendimiento no son nada aparte de las voliciones
e ideas singulares mismas. Pero la volición y la idea singular son uno y lo mismo. Luego la voluntad
y el entendimiento son uno y lo mismo” (Ethica, 11,49).

Es cierto que en el origen de todo acto voluntario hay una idea; pero no puede reducirse la
voluntad a la mera ideación. Entre otras cosas, porque hay casos en que ideas muy claras no llevan
consigo ningún acto; por ejemplo, la idea de triángulo no genera ningún impulso, al menos para
nosotros; vaya a saber cómo reaccionaba Spinoza. Si se identifican, no se entiende lo que nos
muestra nuestra misma experiencia.
(iii) La explicación del tomismo afirma que la voluntad es una facultad espiritual apetitiva, es decir
una tendencia del alma hacia un bien concebido por la inteligencia. Es la facultad de querer. Es una
facultad espiritual del mismo modo que la inteligencia. El objeto al que se dirige es espiritual
porque es concebido por la inteligencia, y si el objeto (el bien) es espiritual, también el acto de
querer es espiritual, y por lo mismo la facultad que lo ejerce también es espiritual. Estas
afirmaciones nos obligan a hablar, a continuación, del objeto de la voluntad y luego de su acto; de
esa manera nos quedará más clara la naturaleza de la voluntad.

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(iv) El objeto de la voluntad es el bien. Propiamente hablando es el bien concebido por la
inteligencia. Esto es un hecho primario, de experiencia, por eso estrictamente hablando no se
puede demostrar, sino explicitarlo. Todos tenemos experiencia de que nos movemos siempre
buscando un bien; precisamente definimos el “bien” como aquello que atrae nuestro apetito. El
principio filosófico “todo agente obra por un fin”, se entiende en el sentido de que obra por un bien.
Una cosa es buscada como fin porque es percibida como un bien para el sujeto que la busca. Esto
significa que el mal nunca puede ser deseado por sí mismo, no puede ser amado; cuando alguien
quiere o desea un mal para sí mismo o para otro, en realidad quiere un bien: el bien que se sigue de
causar ese mal. Por ejemplo, si un joven se droga, no lo hace por el daño que le causa la droga, sino
por el placer que ésta le produce. Y en el caso del que se droga porque quiere hacerse daño e
incluso suicidarse, el móvil es el bien que él percibe en esta acción de hacerse daño; quizá ese bien
sea llamar la atención de sus padres que lo han abandonado, o expresar su rabia por la vida, u otras
razones semejantes. Pero siempre percibe una razón de bien. Esto no significa que la persona no
sea consciente de que está realizando un mal, o incluso de que está cometiendo una grave ofensa
contra Dios, sino que aun en este caso está haciendo esto bajo razón de bien.
(v) Al decir que es un bien concebido por la inteligencia, estamos afirmando que no puede quererse
lo que no se conoce; la psicología tomista tiene este axioma: “Nihil volitum nisi praecognitum”, no
puede quererse nada que no haya sido previamente conocido.

(vi) Afirmar que la voluntad tiene por objeto el bien implica que ella ama necesariamente el bien
puro y perfecto, el Bien absoluto, el cual constituye su fin último y es presentado por la inteligencia
como un ideal (cf. S.Th., I, 82, 1; I-II, 10, 1). Es una necesidad de su naturaleza; considerada la
voluntad en este movimiento espontáneo y natural recibe el nombre de “voluntas ut natura”,
voluntad en cuanto naturaleza; se opone a la voluntad libre, “voluntas ut libera”. La voluntad,
considerada en su inclinación natural, tiende necesariamente al bien absoluto, buscado como
felicidad (o simplemente dicho: busca natural y espontáneamente la felicidad); pero ella no ve el
objeto concreto en el que se realiza este bien absoluto, tarea que tiene que ser el resultado de
nuestra investigación personal. Es por este motivo, que algunos colocan su felicidad en las riquezas,
otros en los honores, en el poder, en el placer, en la ciencia o en la virtud… Un trabajo serio y
sereno e imparcial de investigación es posible a todo hombre; Santo Tomás le dedica, siguiendo a
Aristóteles, un estudio particular al preguntarse precisamente cuál es el objeto que puede
satisfacer plenamente todas las aspiraciones humanas (cf. S.Th., I-II, 2). Indudablemente un estudio
de este tipo sólo puede ser realizado de modo imparcial en la medida en que uno no sea esclavo de
ninguna pasión; porque si las pasiones, como ya hemos visto, enceguecen o al menos tuercen
nuestros juicios, debemos suponer que en ningún campo lo harán como en este, en el que se juegan
tantos intereses, y en el cual, no sólo está implicado el descubrimiento de la verdadera felicidad,
sino la exigencia, quizá, de cambiar totalmente de conducta (la conversión del corazón).

(vii) Hemos dicho que el objeto de la voluntad es el bien; debemos hacer ahora una precisión
importante: si el bien conocido por la inteligencia es el objeto de la voluntad, sin embargo para que
este bien mueva la voluntad debe ser percibido no sólo como un bien, sino como un “bien para mí”,
o sea, un bien conveniente. Si una realidad es percibida como un bien, pero no como un bien
conveniente, solamente es objeto teórico de la voluntad, pero la voluntad no se mueve a quererlo.
Este es un elemento fundamental a la hora de educar la voluntad: si no se logra que algo sea
percibido como conveniente para el sujeto, es decir atractivo, apetecible aquí y ahora, la voluntad
no se moverá, permaneciendo en estadios previos al querer, como la veleidad.
(viii) La espiritualidad de la voluntad puede ser captada por una capacidad que le es propia: la de
reflexionar; no entendamos reflexión en el sentido de autoconocimiento, sino en el sentido de “ser
capaz de volver (flexionar) sobre sí misma”. De forma magnífica expresa esta experiencia San
Agustín cuando dice: “Aun no amaba y ya amaba (= quería) amar; buscaba algo para amar, amando
(= queriendo) amar” (Confesiones, III,1). Esta es la reflexión de la voluntad: ella puede querer
querer o amar amar; la experiencia nos muestra que si se ama a alguien, también se ama el amor

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que se siente por esa persona. ¿Por qué es esto posible? Explica Santo Tomás: porque el acto de
querer es un cierto bien; por tanto nada impide que queramos ese bien, es decir, que queramos el
querer. Es más Santo Tomás afirma que siempre que uno ama algo, ama el amar ese algo (S.Th., II-
II, 25, 2). ¿Y qué pasa cuando alguien siente que odia un determinado querer; por ejemplo, una
persona que se da cuenta de que se ha enamorado de quien no corresponde, por ejemplo, de una
persona casada, y siente disgusto por experimentar ese amor, al mismo tiempo que no puede dejar
de experimentarlo? En este caso lo que verdaderamente ocurre es que el amor que se experimenta
hacia esa persona es propiamente un amor afectivo y sensible, mientras que el aborrecimiento de
ese sentimiento es un acto de la voluntad espiritual. O bien, puede suceder que se trate de un amor
espiritual pero no puro, sino mezclado con odio: amo a este hombre en la medida en que me parece
bueno, y lo odio en la medida en que me parece malo (porque me lleva a una relación prohibida y
destructora).
(ix) Hemos dicho que el bien tiene razón de fin, es decir de aquello en lo que termina el movimiento
de nuestro apetito. Lanoción de fin se desdobla: el bien que es querido por sí mismo, como término
último de mi tendencia, se denomina propiamente fin; pero cuando es un bien que a su vez se
ordena a otro bien que está más allá (por ejemplo, quiero comprarme un teléfono [bien inmediato]
para poder llamar a mis amigos [bien que está más allá]) se denomina fin intermedio, o, como usa
Santo Tomás, “aquello que se ordena al fin”; vulgarmente usamos la expresión “medios”, que no es
tan exacta. Cuando un fin termina una serie particular de acciones (por ejemplo, estudio para
rendir, rindo para aprobar, quiero aprobar para recibirme de psicólogo) ese fin (recibirme de
psicólogo) se llama “fin último particular” (porque es el fin último de una serie ordenada de
acciones). En cambio, cuando hablamos del fin que termina todaslas acciones de la vida se llama
“fin último de toda la vida” o “fin último absoluto”.
3. El acto voluntario
(i) Pasamos ahora a hablar del acto voluntario. Se define como acto voluntario aquel que procede
de un principio intrínseco (la voluntad) con conocimiento del fin. El modo de proceder puede ser
muy diverso:

a) Puede emanar de la voluntad de manera directa y propia,como el querer, tender, amar,


desear y gozar. La filosofía llama a estos actos “elícitos”.
b) Puede tratarse, en cambio, de actos imperados: un acto imperado procede de forma
inmediata de una facultad distinta de la voluntad (por ejemplo, estudiar procede de la inteligencia,
caminar de las piernas) pero bajo el influjo de la voluntad que manda, impera, ese acto (el acto es:
querer estudiar o querer caminar).
c) También podemos estar ante un acto que en sí es involuntario, pero procede de la voluntad
de manera mediata, o más propiamente hablando, procede “de una causa voluntaria”. Esto ocurre
cuando un acto es realizado por una persona que no es plenamente dueña de sí misma (por
ejemplo, el drogado o el borracho que golpea o mata a una persona), pero sí ha sido voluntaria la
acción que lo puso en este estado (el emborracharse o el drogarse). Así, la persona que, manejando
ebria, atropella a un transeúnte, puede ser responsabilizada del accidente causado si en el
momento de emborracharse era consciente de que más tarde iba a tener que manejar y que de esa
manera corría el riesgo de causar algún accidente, y a pesar de eso bebió de más. En este caso se lo
considera culpable al menos en parte. Su acto es voluntario “en su causa” porque es voluntario el
acto que ha causado la borrachera que a su vez ha causado el accidente.
d) Otras veces el acto de la voluntad está mezclado de involuntariedad; es decir, el acto en parte
se quiere y en parte no se quiere. Huelga decir que el querer es más fuerte aquí que el no querer,
por eso estamos frente a un acto; si hubiese sido más fuerte el no querer, no tendríamos ningún
acto. Un ejemplo típico es el acto por el cual entregamos “voluntariamente” nuestro dinero al
ladrón que nos apunta con un revólver amenazando nuestra vida. No cabe duda que aquí ahora,
bajo estas circunstancias, quiero darle mi dinero para conservar mi vida, pero se lo doy con
“repugnancia”; bajo otras circunstancias, por ejemplo si solo me amenazarse con insultarme, no se
lo daría. Esto se llama “voluntario mixto”.

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(ii) Hemos dicho que el acto voluntario procede de la voluntad con conocimiento del fin. El
conocimiento es un elemento determinante del acto voluntario. Si no hay ningún tipo de
conocimiento no estamos ante actos voluntarios, por más que los realice un ser humano. Tal es el
caso de los actos que puede realizar un sonámbulo, una persona hipnotizada, o una persona
dormida; o también los actos que realizamos sin ningún tipo de advertencia (totalmente
distraídos). Hace falta pues que haya algún tipo de conocimiento de lo que estamos haciendo; pero
no hace falta que ese conocimiento esté presente en el momento mismo en que se realice el acto, ni
que sea tan perfecto que alcance a conocer los detalles específicos de ese acto. Expliquemos estos
términos:

a) El caso más sencillo es el del acto en el cual el conocimiento es claro, pleno y actual (porque
soy consciente de todos los elementos de lo que estoy haciendo).
b) También tenemos el caso en que el conocimiento se coloca al comienzo del acto o incluso en
un acto anterior que es causa de este (como ya vimos en el voluntario en su causa), y el acto que
ahora se está realizando, aunque no goce de una conciencia actual, sin embargo está realizado por
influjo de un conocimiento previo; influjo que sigue actuando hasta que se termina el acto. De esta
manera realizamos gran parte de nuestras acciones. Por ejemplo, todos nosotros queremos
conocer mejor este tema de la voluntad, por esta razón hemos venido a escuchar esta clase o
estamos leyendo este apunte; sin embargo ninguno de nosotros está pensando en este preciso
momento sobre la intención que nos mueve; esto lo hicimos al comenzar el acto y ese conocimiento
continúa influyendo en el momento presente.
c) Finalmente decimos que para que un acto sea voluntario basta que el conocimiento recaiga
sobre lo genérico de la acción que estamos realizando, sin que haga falta que yo conozca todos los
detalles de la misma. Por ejemplo, para que cometa un pecado basta que yo sepa que tal acción que
estoy por realizar es mala y prohibida; aunque no esté muy seguro contra cuál mandamiento de la
ley de Dios estoy obrando.
(iii) El juicio moral sobre un acto humano se realiza tomando en consideración tres elementos
fundamentales: la acción que es elegida (objeto moral del acto), la intención con la cual se realiza
dicha acción (fin moral del acto), y las circunstancias en las cuales se realiza el acto.
a) Lo primero que se toma en consideración es la acción elegida, moralmente considerada (¿qué es
lo que pretendo hacer?; por ejemplo, pasear, estudiar, asesinar a alguien, hablar por teléfono…)
Esto se denomina “objeto moral”. Por supuesto no nos referimos a la acción materialmente
considerada sino a su cualidad moral. Es decir, ¿esta acción contradice las reglas morales grabadas
en nuestra naturaleza, o la ley divina, o alguna ley humana justa? La respuesta a estas preguntas
puede ser triple: o respeta esas leyes, y entonces este acto es bueno por su objeto, o va contra
alguna ley y entonces es malo e injusto, o no está contemplado por ninguna ley (por ejemplo,
pasear u oler una flor) y entonces es indiferente.

b) Lo segundo es el fin que se persigue con esta acción: ¿para qué quiero pasear, con qué intención
cometo este homicidio, qué pretendo con esta llamada telefónica? Nos preguntamos aquí por el fin
moral, es decir ¿se persigue un fin bueno o un fin malo con esta acción?

Las posibilidades que se siguen de la conjugación entre el objeto moral (acción elegida) y el fin
moral (motivo por el cual elijo hacer aquella acción) nos pone frente a varias posibilidades:
o Una acción buena (curar a un enfermo) hecha por un fin bueno será siempre buena, aunque
puede ser más buena o menos buena según la bondad del fin (por ejemplo, si lo hago solamente
por compasión, o si lo hago por amor de Dios).
o Una acción buena (curar a un enfermo) hecha por un fin malo (servirme de él como esclavo
cuando esté sano) se vuelve totalmente mala.
o Una acción mala (hacer morir a un enfermo) hecha por un fin bueno (aliviar a su familia de este
peso) sigue siendo mala. Vale aquí plenamente el principio: “el fin no justifica los medios”.

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o Una acción mala (hacer morir a un enfermo) hecha por un fin malo (quedarme con su dinero)
puede volverse más mala todavía.
c) Lo tercero que debo considerar son las circunstancias en que se realiza ese acto.
Tradicionalmente se señalan siete circunstancias que pueden influir en la moralidad de la acción:
o el tiempo en que se realiza el acto (quando);
o el lugar en que es hecho (ubi);
o el modo de hacerlo (quómodo);
o la materia sobre la que versa (circa quid o quid);
o la cualidad del sujeto que lo realiza (quis);
o los motivos circunstanciales que mueven a realizarlo (cur);
o los medios empleados para su ejecución (quibus auxiliis).
El principio moral con el que se hace el juicio moral global es: “una acción es buena cuando los
tres elementos (objeto, fin y circunstancias) son buenos; y el malo cuando cualquiera de ellos es
malo” (bónum ex íntegra causa, málum ex quocumque defectu).

4. La voluntad y las demás potencias

¿Cuál es la relación entre la voluntad y las demás potencias?

(i) El punto más discutido en la historia de la filosofía es el de la preeminencia de la inteligencia o


de la voluntad. Para el objetivo de nuestro estudio este tema es relativamente secundario, por esta
razón nos limitamos a presentar la discusión. Se oponen los que dan la preeminencia absoluta a la
inteligencia (intelectualistas) y los que dan la preeminencia absoluta a la voluntad (voluntaristas).
Santo Tomás no se ha limitado a una respuesta simple sino a una teoría mixta, estableciendo una
doble consideración de las relaciones entre inteligencia y voluntad. Quien más ha estudiado este
tema ha sido Cornelio Fabro el cual sostiene que la solución más acorde con todoslos textos de
Santo Tomás (porque en las discusiones de escuela unos usan unos textos dejando de lado los otros
y viceversa) es que: la inteligencia tiene un primado formal y objetivo (es decir tiene una
anterioridad operativa ya que el intelecto funda toda la actividad voluntaria, aunque más como
“condición” que como causa, es decir que no podemos querer si previamente no conocemos, pero el
conocimiento no mueve a la voluntad sino que es condición de la misma; puedo conocer
claramente lo que hay que hacer y no querer hacerlo); y hay un primado real y subjetivo de la
voluntad, es decir una superioridad metafísica y existencial (es decir en el dinamismo de la acción y
de la formación de la persona mediante el ejercicio de la libertad, la voluntad tiene el primer puesto
no sólo como principio universal activo moviente sino también, y sobre todo, como principio
formal moral) [2].
(ii) En cuanto al mutuo influjo entre la inteligencia y la voluntad debemos decir que se da una doble
moción. La inteligencia mueve la voluntad presentándole el objeto, por tanto desde el punto de
vista del contenido y determinación del acto. La voluntad mueve la inteligencia en cuanto al
ejercicio del acto: la inteligencia se mueve a entender porque la voluntad quiere que la inteligencia
entienda.

(iii) La relación entre la voluntad y las pasiones es también de un influjo mutuo. Por un lado, las
pasiones pueden mover la voluntad de modo indirecto; ante todo, porque tienen un sujeto común
que es el hombre, por lo cual, cuando la pasión modifica las disposiciones del hombre, también
modifica la estimación que tiene de los bienes y de los males (si estoy enojado, consideraré que no
es desubicado decir cosas que no diría cuando estoy calmado); también influye en la medida en que
la pasión absorbe gran parte o toda la atención, lo que hace más difícil nuestros actos voluntarios;
finalmente influye cargando de contenido pasional, mediante la imaginación, el objeto que luego la
inteligencia presentará a la voluntad como “necesario” de ser querido (cf. S.Th., I-II, 9, 2; 10, 3; 77,
1). También la voluntad puede gobernar las pasiones aunque no con un poder absoluto sino

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solamente con un poder relativo, o político, según la fórmula de Aristóteles. Esto lo hace la voluntad
apartando la atención del objeto que seduce y dirigiéndola a otra cosa; también imperando
acciones físicas que aparten la presencia o la imaginación del objeto (por ejemplo, yéndose del
lugar de tentación, apartando la vista, haciendo algún ejercicio físico…).
5. La elección y la libertad del acto humano

Al hablar de los distintos pasos del acto humano hemos hecho notar que el principal es la elección.
Esto nos lleva a considerar el tema de la libertad. En su sentido más profundo la libertad consiste
en el dominio o señorío que la persona tiene de sus actos: somos dueño de nuestros actos y causa
de los mismos. Este señorío se manifiesta de dos modos diversos: como capacidad de elegir entre
diversos bienes, cuando ninguno de esos realiza plenamente el Bien universal; y como capacidad
de querer interponer los actos que nos unen con nuestro fin último.

(i) Han negado la existencia de la libertad, en el pasado, los predestinacionistas, deterministas y


fatalistas, para quienes todo está predeterminado de antemano, y la experiencia que cada uno de
nosotros tiene de la libertad (constantemente elegimos y sabemos que elegimos) la explican como
ilusión y apariencia, o, en todo caso, como una libertad en cosas totalmente secundarias de la vida.
Entre los negadores también hay que contar a las doctrinas psicológicas y sociológicas que han
difundido la idea de que los actos verdaderamente libres son menos frecuentes de cuanto
pensamos, mientras que nuestros actos están muy condicionados.

(ii) Otros en cambio absolutizan la libertad, exaltándola al punto de considerar que cualquier
comportamiento es lícito por el solo hecho de ser libremente elegido: cada uno tiene el derecho de
decidir lo que quiere hacer de su vida, de su persona, de su profesión, de su sexualidad, incluso
decidir su identidad sexual, etc. En esta ideología a lo sumo se pueden establecer ciertos límites
basándose en los posibles daños o molestias que podría causarse a los demás con nuestros
comportamientos; y aun así, esto es muy relativo, puesto que este principio sólo se esgrime para
limitar las expresiones públicas de los que son contrarios a esa ideología (por ejemplo, para
impedir o prohibir las manifestaciones públicas de fe, signos religiosos…) mientras que nunca se
aplican respecto de los comportamientos de los mismos defensores de esa teoría (harta
experiencia se tiene con las manifestaciones, a veces violentas y siempre ofensivas, que defienden
los llamados “derechos homosexuales”, el “orgullo gay”, y el feminismo radical).

(iii) La existencia de la libertad se puede demostrar por diversas vías. Ante todo por nuestra propia
experiencia psicológica exterior: cada persona tiene experiencia de realizar actos libres, de elegir
ciertos comportamientos y descartar otros, de realizar actos en los cuales no experimentamos
ninguna obligación exterior, y de ser dueños de nuestro propio obrar. También se prueba por
nuestra experiencia interior, es decir por la experiencia de nuestra conciencia que nos reprende
por haber realizado actos que no debíamos realizar y de los que somos conscientes que “podíamos
negarnos a realizarlos”; igualmente la conciencia nos alaba por haber hecho ciertos actos que
debíamos hacer, o era conveniente que hiciéramos. Finalmente la libertad se prueba por el hecho
de que somos seres racionales, esto es, no nos movemos como los animales brutos por el instinto o
determinados necesariamente por la percepción de los bienes que convienen o perfeccionan
nuestra naturaleza (comer, defenderse, aparearse…), sino que nos movemos a partir del
conocimiento racional, que es siempre aprehensión de conceptos espirituales y universales, y así,
aunque la inteligencia nos presente ciertas cosas como buenas, no presenta ninguna de ellas como
realizando la felicidad perfecta que es lo único a lo cual nos movemos con necesidad.

(iii) El sujeto y principio del libre albedrío es la voluntad; y más propiamente la voluntad penetrada
de la luz de la razón; porque elegir significa determinarse por un objeto con exclusión de otros; o
sea, preferir, y esto supone una comparación y un juicio de valor de cada uno de esos bienes y una

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jerarquización, fruto de lo cual es, precisamente, la determinación de que, aquí y ahora, me
conviene realizar o tender hacia un determinado bien dejando de lado otros bienes. Es evidente
que tales juicios de valor son actos intelectuales. De aquí que Aristóteles definía la elección como
un “voluntario premeditado” (voluntarium praeconsiliatum).
(iv) Podemos dividir la libertad en “libertad de ejercicio” (capacidad de querer o no querer, de
obrar o no obrar) y “libertad de especificación” (capacidad de elegir entre diversos bienes). Esta
última es dividida por algunos autores en libertad de “disparidad” (cuando se elige entre bienes) y
de “contrariedad” (cuando se elige entre un bien y un mal); pero hay que decir que la elección entre
un bien y un mal más que una perfección es un defecto de la libertad limitada y falible del hombre
(Dios, que es infinitamente libre, nunca puede elegir un mal), del mismo modo que un avión
además de volar también tiene la posibilidad de caerse a tierra, pero esto no se debe a la perfección
de su capacidad de volar sino a la limitación de esa capacidad.

(v) ¿Cuál es el objeto de la elección? Tradicionalmente se dice que la elección es de “aquello que se
ordena al fin” (los medios), y no del fin. El fin es lo que se presupone a la elección (porque quiero
tener una profesión es que elijo entre varias carreras una que me permita llegar a tener un título).
Y si este fin (ser un profesional) en orden al cual estamos eligiendo un medio (una carrera),
también fue previamente elegido, es porque, previamente fue considerado un posible medio para
otro fin más alto (elegí el ejercer una profesión como un medio para hacerme santo –fin– dejando
de lado el consagrarme a Dios). De todos modos, cuando decimos que no se elige el fin sino los
medios, estamos haciendo siempre referencia a dos fines posibles: el fin que se presupone en esta
concreta elección (como en el ejemplo que acabamos de poner, cuando decido entre diversas
carreras universitarias no estoy eligiendo ser profesional sino que presupongo ya decidido; estoy
eligiendo más bien por cuál camino habré de concretar esa decisión) y el fin último considerado
bajo la razón general de felicidad, es decir, que no elegimos ser felices sino que eso es algo a lo que
nuestra naturaleza nos inclina de modo necesario: queremos con necesidad natural ser felices. En
cambio esta afirmación no se aplica si la entendemos del fin último en concreto, es decir, si nos
referimos a aquello en lo que cada persona pone su fin último, ya que unos deciden (eligen)
ponerlo en el dinero, otros en el poder, otros en el placer, otros en Dios…
6. Los impedimentos del acto voluntario

Hay ciertos fenómenos psíquicos que dificultan o impiden que un acto sea plenamente voluntario;
para hacer un juicio sobre la integridad o no de un acto y sobre la responsabilidad de su autor, es
necesario tener presentes estos factores.

(i) En primer lugar, la violencia. A modo de principio debemos decir que un acto no es voluntario, y
por ende tampoco responsable, en la medida en que ese acto sea fruto de la fuerza de un principio
extrínseco al sujeto contra la inclinación de la voluntad de este. Para que hablemos de violencia
como impedimento del acto voluntario, por tanto, es necesario que haya resistencia de parte de la
persona violentada y que esta no consienta en la acción que padece (nos referimos exclusivamente
a los actos externos realizados por la persona violentada, por ejemplo, el que es forzado a ponerse
de rodillas delante de un ídolo).
No hay que confundir con la violencia propiamente dicha el fenómeno semejante del obrar bajo
amenaza; esta es violencia moral, pero no produce un acto involuntario sino un acto voluntario
mixto (si yo, juez, declaro inocente a un criminal por miedo de que me maten sus familiares, el acto
es voluntario mixto); por eso se dice que la amenaza grave no excusa de pecado grave (no puedo
realizar una acción gravemente injusta por miedo de sufrir un mal; como dice san Pedro: es mejor
sufrir la injustica que cometerla).
(ii) También la ignorancia puede causar a veces un acto involuntario (pero no siempre). En este
punto hay que estar atentos, pues la ignorancia a veces disminuye la voluntariedad y a veces no.
Disminuye o incluso anula la voluntariedad de lo que hago laignorancia que es causa total del acto,

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y que los moralistas llamanignorancia antecedente e invencible; esto es, cuando se obra “por”
ignorancia, o sea, cuando alguien hace algo exclusivamente porque ignoraba que eso fuera malo o
que no debía hacerlo, o desconocía que tuviera tales o cuales consecuencias y no tenía forma de
salir de la ignorancia (por ejemplo, cuando yo, cazando en el bosque mato a un hombre al
confundirlo con un animal); en este caso, no hubiera hecho este acto de no ser porque ignoraba su
verdadera naturaleza o su moralidad. Se dice que “no hay forma de salir de la ignorancia” (o sea,
que esta es invencible) cuando ni siquiera se presentan dudas o sospechas de que esto sea malo. En
cambio, no anula la voluntariedad del acto la ignorancia vencible (cuando se obra con dudas serias
y fundadas, o sea, teniendo razones para dudar), cuando la acción se hubiera hecho igualmente en
caso de conocerse lo que se estaba haciendo (por ejemplo, quien, al confundirlo con un animal,
mata a un enemigo al que de todos modos había decidido asesinar cuando le fuera posible; esto lo
llaman ignorancia concomitante), o quien ignora por propia culpa lo que tiene que saber, por
ejemplo, el que ignora cosas esenciales de su profesión por haber sido negligente al estudiar, y,
peor aún, el que quiere ignorar algo para obrar sin tantos cargos de conciencia (ignorancia que se
llama afectada, es decir, querida).
(iii) Otra causa posible de involuntariedad pueden provenir de algunos afectos o pasiones muy
intensas. Decimos “algunos” y no “todos”. En efecto, la persona que obra dominada por la pasión no
tiene señorío de lo que hace, pero esta falta de dominio o responsabilidad solo es realmente
involuntaria cuando la pasión ha logrado dominar a la persona sin que esta haya podido impedirlo;
por ejemplo, cuando la pasión ha surgido espontáneamente, o la persona no ha tenido éxito en
desviarla a pesar de haberlo intentado por todos los medios (por ejemplo, la ira ante la súbita e
inesperada aparición de un ladrón o al enterarse de la traición de un amigo). En cambio, no es
involuntaria si la persona la ha causado deliberadamente (por ejemplo, el soldado que
voluntariamente intenta despertar en sí mismo el coraje antes de entrar en la batalla, o el
estudiante que quiere apasionarse con el tema que está investigando, o el que intenta excitarse con
pornografía para realizar más intensamente un acto sexual) o si al experimentar su surgimiento no
ha hecho nada por atajarla o desviarla.
Un caso particular de pasión es el miedo, que puede llegar muchas veces a bloquear a la persona
siendo causa de auténticos actos involuntarios, especialmente actos de omisión (como quien, presa
del pánico o bajo un shock emotivo, no ayuda a una persona accidentada o a quien se está
ahogando). En estos casos se dice que se obró (o se dejó de obrar) “por” miedo. En cambio, hay una
situación de miedo en que este no anula la acción sino, todo lo contrario, manifiesta la intensidad
del querer, y es el de quien obra “con” miedo, o mejor dicho, “a pesar del miedo”, como el ladrón
que, a pesar del miedo de ser atrapado o de que lo maten, perpetra su robo; en este caso, el hecho
de que experimente miedo es signo de un querer muy intenso: está tan decidido a robar que lo
hace a pesarde tener miedo; quiere robar y quiere vencer su miedo para robar.
(iv) También de algún modo los vicios contraídos disminuyen la libertad de la persona,
especialmente cuando el vicio llega a adueñarse de tal modo de la psicología del vicioso que
termina por ser una verdadera adicción y esclavitud. De todos modos, en estos casos hay que tener
en cuenta que como la adquisición del hábito vicioso es causada por la repetición de actos libres se
cumple aquí lo que más arriba hemos denominado “voluntario en su causa”. La causa de este hábito
ha sido generada libremente; por tanto, los actos que a su vez este vicio origina, se consideran
responsables en su causa. Esta voluntariedad solo se corta con una radical retractación del hábito y
la lucha contra el mismo; en caso de que, a pesar de haberse arrepentido del hábito y de luchar
contra él, en alguna ocasión caiga por la fuerza impetuosa de la costumbre adquirida, debe
considerarse como una voluntariedad al menos atenuada.
(v) Por último señalemos como causas atenuantes o derogadoras de la voluntad los impedimentos
psíquicos (neurosis, psicosis y psicopatías) que influyen de muy distinta manera en el actuar
voluntario. La voluntariedad de la persona afectada por algún trastorno psíquico deberá analizarse
siempre caso por caso teniendo en cuenta que muchos problemas no impiden totalmente la
libertad del enfermo, pero sí la disminuyen, y que a menudo las personas afectadas por alguna

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patología padecen entorpecimientos en una determinada área de su obrar pero pueden mantener
la lucidez y libertad en otras (como ocurre a quienes tienen fobias, escrúpulos…).
7. Una perspectiva teológica: la herida de la voluntad

También la teología tiene algo que decir sobre la voluntad.

(i) Nuestra voluntad está herida. Esta herida proviene del pecado original con el que hemos nacido
(y cuyas secuelas permanecen aunque haya sido borrado por el bautismo: fomes peccati) y por las
lesiones que hemos añadido con nuestros pecados personales (más todavía si estos actos han dado
origen a vicios). Algunos vicios y defectos afectan de modo directo a la voluntad: la injusticia, la
ingratitud, la irreligión, la pereza y acedia, la indecisión, el orgullo, el egoísmo… Esto produce una
particular debilidad en nuestra voluntad respecto de los bienes que deberían estar al alcance de
ella por ser naturalmente proporcionados a sus fuerzas… si estas no estuviesen desgastadas por los
problemas antedichos.
(ii) De aquí se sigue una doble necesidad del auxilio divino que nos asiste a través de la gracia
divina, de las virtudes sobrenaturales infundidas por Dios en nuestras potencias (tanto en la
voluntad –caridad y esperanza– como en la inteligencia –fe–) y de los dones del Espíritu Santo. En
primer lugar tenemos una necesidad que es ajena al estado de debilidad causado por el pecado y
que es la necesidad de la gracia divina para tender y alcanzar cualquier bien estrictamente
sobrenatural. Este bien (Dios mismo, la vida de la gracia en este mundo –o santidad– y la salvación
eterna después de esta vida) excede absolutamente las fuerzas de nuestra naturaleza, tanto
después como antes del pecado original. Es algodesproporcionado para nosotros, como ver el color
para un ciego de nacimiento. Sin la gracia divina que nos eleva por encima de nuestras fuerzas no
es posible realizar ninguna obra sobrenatural: ni de fe sobrenatural, ni de caridad sobrenatural ni
de esperanza sobrenatural, ni obtener la gracia divina, ni perseverar en la gracia ni obtener la vida
eterna.
(iii) Pero además de esta necesidad evidente, también tenemos una necesidad que se deriva de la
antes referida herida del pecado (original y personal), por la cual hemos quedado
debilitadostambién para el bien natural; al menos para hacer todo el bien natural. En particular los
teólogos señalan que necesitamos la ayuda divina para realizar la totalidad del bien (es decir, para
cumplir todos los mandamientos de la ley natural, cuanto menos de modo permanente), para evitar
de modo permanente cometer nuevos pecados (además de la necesidad que tenemos de ella para
salir del pecado, puesto que un muerto no puede resucitar por sí mismo, si Dios no resucita al
pecador este no puede volver a la gracia puesto que el pecado es muerte del alma) y para
mantenernos siempre en el bien sin desfallecer.
Pero no necesitamos, en cambio, la gracia de Dios para realizar cualquier bien particular de orden
natural, ni para perseverar relativamente por un tiempo en el bien obrar o para evitar algunos y
quizá muchos pecados (pero no todos), en contra de lo que han sostenido quienes afirmaron que el
pecado original ha corrompido totalmente la naturaleza humana (error condenado por el
magisterio católico).

8. Educación de la voluntad

Por último nos limitamos a señalar la importancia de la educación de la voluntad que, a menudo, es
una de las principales tareas que debe realizar el psicoterapeuta (y el psicopedagogo y todos los
educadores en general), aunque en la práctica casi nadie encara con seriedad y organización este
trabajo. Aquí me limito a señalar los principales ítems de un quehacer formal [3].
(i) Ante todo, es necesario examinar bien la voluntad y todos los problemas que se padecen en la
misma, viendo si se trata de dificultades para tener iniciativas, o para perseverar en las decisiones
tomadas, si es un problema de abulia o de disminución de la fuerza volitiva, si es un problema de

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desgano o de complicación para realizar las cosas, si se debe a ausencia de metas claras o de mal
empleo de las fuerzas volitivas, etc. Solo teniendo un claro “mapa” de todas las deficiencias
volitivas podrá trazarse luego un proyecto de trabajo educativo o reeducativo.

(ii) Hay que trabajar fundamentalmente en los motivos de la voluntad, donde suelen radicar los
principales problemas en la mayoría de los casos; hay que aprender a valorar adecuadamente los
motivos, tanto desde el plano intelectual como desde el afectivo. En los casos más extremos,
cuando se carece de fuerza incluso para vivir (abandono vital, inclinaciones suicidas) el verdadero
problema puede ser el “vacío existencial” (V. Frankl) es decir, la ausencia de un motivo para vivir y
para luchar por la vida.

(iii) En los casos en que el problema volitivo sea más serio hay que trabajar también reeducando
los actos de la voluntad y aprendiendo buscar medios adecuados, examinarse constantemente y
buscar recursos para generar más fuerza volitiva.

(iv) Meta principal del trabajo volitivo es generar hábitos virtuosos; la voluntad solo debe
considerarse educada cuando está fortalecida y sostenida por virtudes verdaderas y arraigadas.

(v) La educación de la voluntad implica el asumir la importancia del “esfuerzo” y de la


“responsabilidad” como partes del carácter de la persona.

(vi) La religión y los ideales espirituales tienen una importancia capital en la formación de la
voluntad, y en muchos casos son los únicos capaces de revivir una voluntad enferma.

____________________

NOTAS
[1] Cf. Lersh, Ph., 435-436.

[2] Cf. Fabro, Cornelio, Reflexiones sobre la libertad, 69


[3] He dedicado a este punto un breve escrito: Miguel Fuentes, ¡Quiero! La educación de la voluntad,
San Rafael, Virtus/16 (2012).

BIBLIOGRAFÍA: Roger Verneaux, Filosofía del hombre, cap. VIII-XIII (libro que seguimos
sustancialmente); Giménez Amaya, José Manuel, Mente y cerebro en la neurociencia contemporánea.
Una aproximación a su estudio
interdisciplinar, http://www.bioeticaweb.com/content/view/4725/736/, (26 de octubre de 2009);
Pithod, A., El alma y su cuerpo, cap. III, apéndice I: “Las relaciones entre mente y cerebro: el aporte
de J.C. Eccles, 100-106.

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