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Qin Shihuang di, la fundación del imperio chino

Article  in  National Geographic · January 2004

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Dolors Folch
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Qin Shihuang di, la fundación del imperio chino.
A mediados del primer milenio aC el territorio que hoy denominamos China estaba ocupado por un
sinfín de reinos que vivían enzarzados en luchas interminables. Los costes humanos y económicos de
tanta guerra – el período se conoce con razón como el de los Reinos Combatientes - fueron demasiados
para la mayoría de ellos y siglo tras siglo los más fuertes fueron absorbiendo a los más débiles: a
mediados del siglo III sólo quedaban siete de ellos. Las guerras habían precipitado cambios en todos los
estados chinos, siempre en el sentido de aumentar el poder del estado. Pero el ritmo de las reformas era
más débil allí donde las tradiciones eran más sólidas: en los reinos del centro y del este los intereses
creados de la nobleza local frenaban los cambios. Pero en el lejano oeste el trono de Qin estaba entonces
en manos del joven príncipe Zheng (269-210 aC), al que había accedido con 13 años de edad. Qin, donde
la aristocracia pesaba menos, aprovechó las oportunidades para cambiar más: entre los talentos de su
joven príncipe se contaba sin duda la capacidad para elegir a sus consejeros. Dos de ellos destacan de
forma clara: Meng Tian y Li Si. Meng Tian, un brillante general que destacó en las múltiples batallas
contra los otros reinos, debe su fama a dos grandes obras de ingeniería militar: la Gran Muralla - que unía
y prolongaba las murallas anteriores que antes separaban entre ellos a los distintos reinos chinos –; y la
red de carreteras entre las que destaca el Camino Recto que unía la capital con la Gran Muralla. Meng
Tian, que como todos los personajes de esta historia con la única excepción del emperador mismo, había
de morir ejecutado, atribuyó su trágica suerte a que, al construir la Gran Muralla debía haber cortado las
arterias de la tierra. Li Si, sin duda el cerebro gris del nuevo imperio, fue quien convenció al joven
príncipe Zheng de que los señores feudales estaban tan acabados que con menos esfuerzo del que se
requiere para barrer cenizas podía instaurar el imperio y unificar todo el territorio. También fue Li Si
quien apoyó o sugirió las dos medidas del nuevo emperador que más ha denigrado la historia: la quema
de los libros y la matanza de los letrados. La estrella de Li Si se mantuvo siempre alta con el primer
emperador – con el que compartía una dedicación intensa a los intereses del estado -, pero declinó de
forma inmediata con su sucesor: lo ejecutaron junto con tres generaciones de su familia. Cuando lo
llevaban a matar, juntamente con su hijo, se detuvo un instante para comentarle a media voz que nunca
más podrían salir a cazar liebres: éste es el único fragmento de las crónicas que deja entrever aspectos de
la vida cotidiana de Li Si.
Meng Tian y Li Si fueron artífices brillantes del nuevo imperio. Otros había sin mayor mérito que el
de intrigar incansablemente en la corte. Y ninguno fue más eficaz que el eunuco Zhao Gao: procedente de
una familia humilde y deshonrada – su madre estaba en la cárcel y allí nacieron muchos de sus hermanos
– fue el primer eunuco de la historia de China en hacerse con un cargo importante, el de tutor del hijo
pequeño del emperador. Su ambición desenfrenada se cobró las vidas de Meng Tian y de Li Si y acabó
también con la vida del segundo emperador: él mismo acabaría poco después cosido a navajazos.
Dirigido por el príncipe Zheng y por sus consejeros más capaces, Qin consiguió conquistar a los
demás reinos y proclamar el imperio. La capital Xianyang adquiriría con ello unas dimensiones inauditas:
todas las familias reinantes de los reinos conquistados fueron trasladadas a ella, junto con sus cortes: una
hilera ininterrumpida de carruajes llenaba los caminos. A esto cabe sumar todos los funcionarios de la
administración central, los desfiles de soldados y los séquitos de los gobernadores regionales que iban y
venían por la capital: el emperador acabó quejándose del colapso de Xianyang y mandó traer a 700.000
condenados para edificarse un enorme palacio al otro lado del río.
Qin Shihuang, que además de confiar en el legismo lo hacía también en muchas otras teorías y daba
mucha importancia a la teoría de los Cinco Elementos – un sistema de cosmología correlativa que dominó
el horizonte filosófico de los Qin y los Han -, eligió el negro como color de su dinastía y en su palacio los
vestidos, los sombreros y las plumas y estandartes que ondeaban al viento eran todos negros. A finales de
su reinado cuando, atizado por magos y adivinos, se iba volviendo cada vez más neurótico, mandó
construir una serie de corredores que conectaran entre ellos todos los palacios de Xianyang: cada noche el
emperador y su negro séquito cambiaban de sitio para desorientar a la muerte.
Una vez proclamado emperador, Qin Shihuang di procedió inmediatamente a la reorganización
administrativa del imperio, eliminando los feudos anteriores y implantando treinta seis provincias, bajo
administración directa de un triunvirato formado por el gobernador civil, el gobernador militar y el
inspector imperial. Con la subdivisión de las provincias en más de mil distritos, todos con sus
correspondientes funcionarios, el número de bocas que dependían del estado pasó a ser considerable: si a
ello añadimos la manutención del ejército y de los centenares de miles de condenados a trabajos forzados,
es obvio que los Qin tuvieron que garantizar una producción agrícola estable y asegurar su llegada a
Xianyang. Canalizar estos recursos y mantener un control militar sobre el territorio implicó la
construcción de una red de 6.800 Km de carreteras – comparable a la que construyó Roma -: un esfuerzo
ingente si a ello se suma la construcción de la Gran Muralla, la de los palacios imperiales y la de la tumba
del monte Li. Los millones de mano de obra que Qin movilizó durante estas dos décadas provienen en
parte de la propia población, que, encuadrada en grupos colectivamente responsables, tenía una
obligación anual de trabajar en obras públicas. Pero la mayoría eran condenados. De todas las penas que
preveía el código de los Qin la más frecuente era la condena a trabajos forzados, acompañada de alguna
mutilación o de la marca con hierro candente en la cara. Pelados al cero y vestidos de rojo, largas filas de
estos desgraciados llenaban los caminos, y aunque las penas eran por períodos limitados, pocos
sobrevivían. Las enormes cifras de trabajos forzados que emergen de los textos – 705.000 deportados,
1.405.000 condenados, trabajo obligatorio de un mes al año entre los 15 y los 56 años – explican en parte
por qué los chinos, a diferencia de sus contemporáneos romanos, no recurrieron de forma masiva a la
esclavitud. También explican las tensiones que estallaron en el imperio cuando la fuerza coercitiva del
centro empezó a flaquear.
La unificación del territorio se acompañó también con una serie de medidas: la unificación
monetaria, la de pesos y medidas y la de la distancia entre las ruedas de los carros servían para controlar y
agilizar la circulación de los recursos del estado, mientras la de la escritura, que seguía las pautas vigentes
en Qin y anulaba las variantes que estaban empezando a aparecer en algunos reinos, servía tanto para
facilitar el trabajo de la creciente burocracia como para cimentar la unificación cultural. Aunque menos
espectaculares que otros aspectos del imperio, se trataba de medidas decisivas que durarían dos mil años.
Al primer emperador se le atribuyen también medidas más discutibles. Algunas son menores como
la de condenar a una montaña desde la que soplaba un viento que lo importunó a ser pelada al cero y
pintada de rojo como la cabeza de los condenados, o la ennoblecer un árbol cuyas ramas le habían
protegido durante una tempestad.
Otras resuenan todavía en el horizonte cultural chino: la quema de los libros y la matanza de los
letrados. La quema de libros tenía precedentes en el mundo chino, pero ninguno de esta magnitud. La
política inquisitorial de Qin Shihuang di se orientó sobre todo contra los textos que eran depositarios de
los valores del Antiguo Régimen: el Clásico de la Poesia y el Clásico de la Història - que en el mundo
chino ocupan un lugar equiparable al de los textos sagrados en otras culturas -, y las historias de los reinos
que no fueran el de Qin. Destruir el viejo mundo requería también la desaparición de algunos de sus
adalides. Los letrados confucianos fastidiaban al emperador por sus constantes referencias a las virtudes
antiguas, mientras los magos taoístas lo irritaban por su incapacidad para conseguirle la droga de la
inmortalidad y sus insaciables demandas de fondos para proseguir la búsqueda. La ira imperial azotó a
todos los maestros de la capital y al final mandó matar a 460. Convertidos en mártires de la tradición
confuciana, su número y sus sufrimientos aumentarán sin parar en siglos venideros, sobre todo cuando la
dinastía siguiente, la de los Han, necesite para legitimarse el apoyo de los expertos en precedentes: los
letrados se convertirán a partir de entonces en los guardianes de la liturgia imperial y la historia que ellos
escribirán condenará de forma implacable a los Qin.
Qin Shihuang murió cerca de la costa a los 49 años en el 210 aC durante una de sus frecuentes
visitas de inspección por todo el territorio. Le acompañaban su hijo menor, el primer ministro Li Si y el
eunuco Zhao Gao, quienes tras falsificar el documento en que se nombraba heredero al primogénito y
rehacerlo en provecho del hijo menor, decidieron mantener la defunción en secreto e iniciaron el retorno a
Xianyang en plena canícula. Para evitar que el hedor del cadáver alertara a las poblaciones por las que
pasaba el séquito, llenaron el catafalco de bacalao para confundir olores. Tras llegar a Xianyang
anunciaron la muerte y proclamaron al nuevo emperador: pero el imperio tenía los días contados y no
tardó en estallar una sublevación general que daría paso a la siguiente dinastía, la de los Han.
Todo lo que sabemos de la tumba de Qin Shihuang di proviene de los anales que le dedicó el gran
historiador Sima Qian. Pero es muy posible que estos anales hayan estado manipulados, ya que solo nos
hablan del contenido del túmulo funerario del monte Li – bien visible hoy en día a las afueras de Xi’an y
que aún sigue sin excavar – pero nada nos dicen del mausoleo cercano que incluía parques y palacios
dentro de dos recintos amurallados y en el que se han desenterrado hasta la fecha más de siete mil
soldados de terracota de tamaño natural y con una facciones individualizadas que parecen indicar que en
los talleres posaron como modelos reales miles de soldados.
Alineados en perfecta formación en pasadizos excavados bajo tierra, con una altura ligeramente
superior a la natural, regimientos enteros encabezados por sus oficiales y flanqueados por carros y
palafreneros han esperado dos mil años bajo tierra mientras las vigas que los cubrían iban cediendo
lentamente y desparecían los palacios y parques que los cubrían. De vez en cuando, si algún campesino
perforaba un pozo, aparecía un brazo o una pierna, y ello confería al lugar un cierto prestigio de ser
morada de espíritus. Pero en 1974 las técnicas de perforación permitían taladrar más hondo y un
campesino se hizo con un guerrero entero: Mao, que utilizó el hallazgo para dignificar la maltrecha
imagen de China, debió bendecirlo ya casi en su lecho de muerte.
Aunque la historiografía confuciana denigró a los Qin y ensalzó a los Han, hoy sabemos por la
arqueología que la diferencia entre ambos fue mucho menor de la que afirmaban los textos: los Han
construyeron su imperio que duraría cuatro siglos – y que ocupa en el mundo chino un papel similar al del
imperio romano en nuestra historia – sobre las bases que heredaron de Qin: modificaron poco y
suavizaron algo, pero, por encima de todo, acoplaron un tanto la velocidad del cambio.

Dolors Folch
Barcelona, gener del 2004

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