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VIOLENCIA

Etimológicamente, violencia se deriva del latín vis, fuerza, y latus, participio


pasado del verbo ferus, llevar o transportar. El término significa “llevar la
fuerza contra algo o contra alguien” (Platt, 1992: 174). Sin embargo, “las
formas como se usa la fuerza contra algo o contra alguien son infinitas y, de
hecho, esa descripción podría comprender prácticamente todos los actos del
ser humano” (Litke, 1992: 161). Entre las definiciones más acotadas destaca
la que conceptualiza la violencia como la acción de ejercer la fuerza física
contra algo o alguien produciéndole un daño (Coady, 1986). A veces, se
subraya la necesidad de que se presente la intención de causar el daño o de
haberlo previsto (Miller, 1971: 9-44).

La dificultad que enfrenta esta definición es que no todas las acciones en las
que se ejerce fuerza física sobre otro y se le produce un daño –pensemos en un
médico acomodando un hueso roto– son consideradas violentas. Además, no
puede evitar estar sujeta a contestaciones sociales y legales. Las sucesivas
revisiones jurídicas sobre el castigo físico a los niños o sobre el carácter legal
de ciertos deportes como el boxeo, son indicativas al respecto (Brayne et al.,
1998). Identificar “violencia” exclusivamente con “violencia física” no refleja
la complejidad y la diversidad de sus manifestaciones. Se habla así de
violencia psicológica cuando se perjudica el desarrollo psíquico de los
individuos o las comunidades (Giberti y Fernández, 1989); de violencia sexual
cuando se ataca su integridad o su autodeterminación en este sentido – no
necesariamente a través de la fuerza física sino, por ejemplo, mediante el
chantaje o la amenaza–; de violencia económica, cuando se le desprovee de un
bien o recurso al que tiene derecho; o de violencia simbólica cuando se le
excluye y somete mediante las jerarquías y los sistemas de prestigio
socialmente establecidos (Bourdieu y Passeron, 2001).

La diversidad de sus formas indica que la violencia no ha de ser contemplada


como una simple cuestión de fuerza física, sino, de manera más genérica,
como toda forma de violentamiento de un derecho que se considere

básico (Garver, 1972). En este sentido, los posicionamientos recientes de


defensa de los derechos de los animales han conectado con una discusión que
ya estaba abierta, aunque no muy desarrollada, entre diferentes planteamientos
éticos en el interior de la modernidad secularizada, pues la discusión ya
enfrentaba a quienes, como Kant, mantienen que sólo la autonomía racional
característica de los humanos puede ser objeto de auténticos deberes morales
con quienes, como Hume, Bentham o Schopenhauer, ven por completo
coherente incluir a los animales no humanos entre quienes merecen un trato
moral, puesto que, a su manera, también pueden sentir y pueden gozar y sufrir,
o tienen, en suma, una cierta prenoción de lo que es una vida buena (Salt,
1999).

El brote de múltiples formas de violencia ha hecho palpable que la realidad de


nuestras sociedades es mucho menos compleja y menos estructurada de lo que
parecíamos pensar. La brutalidad, el carácter aleatorio de los actos de
violencia, pero también su forma prácticamente imperceptible en los
incumplimientos, las incapacidades y los engaños más graves del proyecto
moderno –y los conceptos y teorías que vienen alimentándolo– hacen
necesaria la reflexión (Scheper-Hughes y Bourgois, 2004). Frente a las
definiciones más acotadas, las definiciones amplias de violencia consideran
“todas las acciones que infringen, amenazan o causan un daño. Estas acciones
pueden ser corporales, escritas o verbales, psicológicas, sociales o materiales”
(Jackman, 2002: 398). Esta última condición invoca el concepto de violencia
estructural, es decir, del daño físico y psicológico que resulta de los sistemas
sociopolíticos y económicos de explotación. Este daño no es necesariamente
efectuado por los individuos, sino que está oculto, en mayor o menor medida,
en las estructuras que impiden a otros individuos o grupos realizar su potencial
(Galtung, 1969). La crítica principal que han recibido las definiciones amplias
de violencia es que el aumento indiscriminado de la extensión del término no
hace sino debilitar su valor descriptivo y explicativo: “nuestra terminología no
distingue entre palabras clave como poder, potencia, fuerza, autoridad y,
finalmente, violencia, todas las cuales se refieren a fenómenos distintos y
diferentes que difícilmente existirían si éstos no existieran” (Arendt, 2005: 58-
59).

Las distintas aproximaciones a la violencia subrayan que contiene y responde


a factores biológicos, mentales, psicosociales, simbólico-culturales, políticos,
éticos e históricos (Aróstegui, 1994: 19). Se ha subrayado, por ejemplo, que
los seres humanos comparten con los monos superiores una capacidad para la
violencia (Peterson y Wrangham, 1997). Sin embargo, los seres humanos
también han desarrollado sistemas complejos de resolución de conflictos y de
regulación moral, así como la capacidad lingüística para cuestionar cualquier
modo recibido de norma o conducta ética. Los seres

humanos tienen una historia de violencia y la violencia tiene una historia.


El concepto moderno de violencia la vincula a la libre determinación y a la
autonomía y considera que respecto a ella existe una responsabilidad humana,
individual o colectiva. Hay que señalar que este concepto se forja en el siglo
XVIII. La Ilustración contempla la violencia, ya no como una evidencia que no
plantea ningún problema, sino precisamente como objeto de cuestionamiento:
“A partir del momento en que cada persona está llamada a la categoría de
ciudadano, en que se reconoce su derecho a la libertad y a la felicidad, la
violencia [...] no es ya del orden de las necesidades físicas (calamidades
naturales), o políticas (jerarquías de derecho divino); es ahora un fenómeno
que tiene relación con la libertad y que puede, y debe, ser combatido y
superado” (Domenach, 1981: 34-35).

La conciencia de la violencia como responsabilidad frente a otros, se forma


entonces al mismo tiempo que la convicción ilustrada, según la cual la política
persigue fines razonables y positivos que se dirimen públicamente. Otros
autores, sin embargo, advierten que la transformación de las interacciones
sociales en la esfera pública que incide efectivamente en la problematización
de la violencia, propicia su decrecimiento en este ámbito, pero su incremento
en el ámbito íntimo y privado de la familia (Cooney, 2003). Lo cierto es que si
bien pensadores como Hegel la integran en el desarrollo humano, no la
glorifican; el hombre se produce a sí mismo a través del pensamiento, la
organización política y la cultura. Marx y Engels reconocen que la lucha de
clases es el motor de la historia, pero para ellos hay que distinguir
cuidadosamente entre la violencia de la clase dominante y la violencia de la
clase oprimida, que no se ejerce sino en favor de la emancipación general.
Para Marx, es el trabajo el que finalmente cumple esta función emancipadora
(Arendt, 2005: 21-22). En el panorama general, hay, sin embargo, algunas
excepciones. En Georges Sorel (1978), la necesidad de distinguir entre una
violencia positiva y una violencia negativa llegará a su paroxismo. Para él, la
fuerza es burguesa y la violencia, proletaria. Hacer el elogio de la violencia
significa invertir la situación: desenmascarar el uso “natural” de los medios de
dominación que se amparan en la legalidad, en la costumbre y en la moral, y
rehabilitar los medios de la fuerza cuando se emplean colectivamente, para la
subversión de un orden injusto. Asimismo, Sartre (1961) en su prólogo a Los
condenados de la tierra, de Franz Fanon, exaltará como un gesto deseable la
violencia del colonizado frente al colonizador.

Durkheim (2012) contempla en la violencia no una estrategia o medio de


acción, sino la posibilidad misma del orden social, y prefigura con ello los
desarrollos posteriores de Freud (1999) y Girard (2009). Así, en su estudio
sobre el totemismo subraya que el sacrificio es el medio a través de cual los
miembros de la sociedad proyectan simbólicamente al grupo e implícitamente
sugiere que no sólo se limita a representar, sino que impone la unidad
colectiva desatando fuerzas inusitadas. El sacrificio entonces es una
representación del intercambio social (entre la persona y la comunidad) y
también un dispositivo activo por medio del cual la sociedad puede
permanecer unificada. Freud insistirá en que el origen de la sociedad es el
crimen que sirve para unir a quienes lo ejecutan y que este crimen originario
es recreado simbólicamente en el ritual totémico. Para Girard, los seres
humanos aprenden por imitación. Ahora bien, imitar equivale a competir, ya
que implica tratar de apropiarse del mismo objeto que el otro desea. La
rivalidad mimética que mueve al grupo en torno a un objeto codiciado por
todos sólo se aplaca con el linchamiento de una víctima expiatoria, cuya
muerte reconcilia y unifica a la colectividad. La atención prestada por autores
como Durkheim, Freud o Girard pone de manifiesto la dificultad de distinguir
entre una violencia instrumental, dirigida a un objetivo (en este caso la
cohesión del grupo), y una violencia expresiva (Wieviorka, 1988) en la que el
acto violento tiene en sí mismo su propia recompensa (como sucede también
en la efervescencia del ritual sacrificial).

Otro aspecto fundamental en los desarrollos teóricos sobre la violencia es su


relación con el poder como instancia de dominación. Para Arendt, debe
distinguirse cuidadosamente entre el poder y la violencia. El primero es la
capacidad humana de actuar de manera concertada y no puede reducirse al
carácter instrumental. La segunda, el instrumento de los que carecen de poder;
sin embargo, el poder es un fin en sí mismo que no puede ser monopolio de
ningún sujeto. Es “la verdadera condición que permite a un grupo de personas
pensar y actuar en términos de categorías mediosfin” (Arendt, 2005: 71). La
pregunta, no obstante, es si la violencia no puede ser un recurso de poder
movilizado para forzar a otros, y no es ejercida a menudo por quienes detentan
el poder. En la violencia doméstica, en la violación o el racismo, los
perpetradores suelen tener una posición de privilegio dentro de los sistemas de
poder patriarcales, étnicos o políticos.

Los análisis entre violencia y poder subrayan a menudo el papel del Estado.
Max Weber (1919) definió al Estado como monopolio legítimo del uso de la
fuerza. Algunos autores enfatizan el carácter violento de la diada Estado-
nación y el hecho de que el monopolio del uso de la fuerza es contestado por
diversos grupos nacionales y trasnacionales que anhelan usurpar las funciones
clásicas del Estado (Aretxaga, 2012). Hay que advertir que la pregunta por el
poder también se diluye en una multitud de mecanismos, ejercicios y efectos.
Se diversifica en una variedad de análisis histórica y localmente situados que
no pueden generar conclusiones de valor

general o conceptos de amplitud universal (Foucault, 2004). No todas las


manifestaciones de violencia pueden ser atribuidas al Estado o a las instancias
“oficiales” de poder: hablamos así de la violencia de los colonizados contra
los colonizadores, de los hijos contra los padres, de las mujeres contra los
hombres o de los negros contra los blancos. La violencia puede ser un medio
de adquirir estatus y respeto para aquellos que carecen de otras formas de
poder social (Merton, 1938; Glasser, 1998).

La violencia, en definitiva, no parece ser independiente del ojo que la mira y


evalúa. Una misma acción puede ser vista como algo obligado (para
salvaguardar el honor, por ejemplo), mientras otra puede apreciarse como
gratuita e injustificada. Una acción puede considerarse irrenunciable y justa
(la revuelta contra los colonizadores) o como un baño de sangre que termina
conduciendo a otro régimen dictatorial (García Selgas y Romero, 2006: 13).
Esta aseveración no implica la renuncia al juicio o al análisis crítico, sino que
apunta a evidenciar su complejidad. La violencia presenta una multitud de
aspectos concretos que obligan a definiciones precisas y que requieren
respuestas particulares (Collins, 2009).

BIBLIOGRAFÍA. Arendt, H. (2005), Sobre la violencia, Madrid, Alianza;


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reproducción. Elementos para una teoría del sistema de enseñanza, Madrid,
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[ZENIA YÉBENES ESCARDÓ]

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