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La dificultad que enfrenta esta definición es que no todas las acciones en las
que se ejerce fuerza física sobre otro y se le produce un daño –pensemos en un
médico acomodando un hueso roto– son consideradas violentas. Además, no
puede evitar estar sujeta a contestaciones sociales y legales. Las sucesivas
revisiones jurídicas sobre el castigo físico a los niños o sobre el carácter legal
de ciertos deportes como el boxeo, son indicativas al respecto (Brayne et al.,
1998). Identificar “violencia” exclusivamente con “violencia física” no refleja
la complejidad y la diversidad de sus manifestaciones. Se habla así de
violencia psicológica cuando se perjudica el desarrollo psíquico de los
individuos o las comunidades (Giberti y Fernández, 1989); de violencia sexual
cuando se ataca su integridad o su autodeterminación en este sentido – no
necesariamente a través de la fuerza física sino, por ejemplo, mediante el
chantaje o la amenaza–; de violencia económica, cuando se le desprovee de un
bien o recurso al que tiene derecho; o de violencia simbólica cuando se le
excluye y somete mediante las jerarquías y los sistemas de prestigio
socialmente establecidos (Bourdieu y Passeron, 2001).
Los análisis entre violencia y poder subrayan a menudo el papel del Estado.
Max Weber (1919) definió al Estado como monopolio legítimo del uso de la
fuerza. Algunos autores enfatizan el carácter violento de la diada Estado-
nación y el hecho de que el monopolio del uso de la fuerza es contestado por
diversos grupos nacionales y trasnacionales que anhelan usurpar las funciones
clásicas del Estado (Aretxaga, 2012). Hay que advertir que la pregunta por el
poder también se diluye en una multitud de mecanismos, ejercicios y efectos.
Se diversifica en una variedad de análisis histórica y localmente situados que
no pueden generar conclusiones de valor