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dulce, a caramelo. Por ella caminaban Don Modesto y una niña que se podría suponer era
La amplia avenida por la que caminaban hedía a vieja roña atesorada. Roña de arroyos
Del bajo al cementerio de la Chacarita iban por la vereda contraria al parque Los Andes. A
Don Modesto no le gustaba esa plaza. A la niña, en cambio, la atraía. Él la llevó hasta ahí
como a un barrilete. Los dos se detuvieron de golpe frente al muerto. Salieron de lo de Tía
Nada brillaba. O en verdad sí, había una luminiscencia nacarada; brillaban las uñas del
“Esta mañana vimos una nueva víctima”. Así repasó Don Modesto el inventario de
muertos de los últimos tiempos y se encogió levemente de hombres. La niña reparó en esas
palabras pero esperó para dirigir su mirada al cadáver. Modesto aferraba con más fuerza la
mano de la niña como si ello pudiera protegerla de un peligro inminente. La niña así
aun más.
El hombre estaba, en línea recta, a unos metros del muerto. La misma distancia lo separaba
colectivo para dirigirse al trabajo. El hombre hacía largos minutos que esperaba el
cejas y ojos decían de sus morisquetas. No podía asegurarse que realmente supiera quién
era ese caballero de nombre Modesto que sujetaba la mano de una niña y que le hablaba de
Don Modesto le habló con voz serena, de manera pausada y perfectamente audible sobre el
crimen. Pero sus explicaciones eran puras elucubraciones. No había visto nada. Hablaba
El hombre lo escuchó sin expresar sentimiento alguno, como si oyera llover en una
dimensión diferente a la que compartían los tres. Tal vez no le creyera ni media palabra.
presencia.
ciudad a metros del Cementerio? Hasta podría suponerse que al hombre de la parada de
colectivo le parecía bastante sensato que hubiese un muerto casi a las puertas del
conversación sobre el muerto. Estaba dicho que la muerte había perdido todo su atractivo
desde que la pandemia se llevaba a cientos de infelices por día. La muerte se tornó
rutinaria hasta el hartazgo y sobrevino una aparente indiferencia social que no era tal.
Cuando llegó el colectivo el hombre le indicó que se detuviera, sin despedirse ascendió al
bus y se marchó. Don Modesto no pareció darse cuenta de su partida y siguió hablando. En
cambio la niña siguió con su mirada la marcha del colectivo como quien sigue a su presa
personas despierta recelos cuando no ira. Pero a “El Interrogador” solo le provocó
curiosidad.
La indiferencia era patrimonio suyo. Sabía bien de ella y podía manejarla con total calma.
Pero la desesperación no era un estado de ánimo que “El Interrogador” conociera salvo por
referencias. Sabía esperar sin desesperar. Era un hombre paciente, una condición necesaria
En cambio en la niña, la indiferencia y luego la partida del hombre que subió al colectivo,
parecieron alimentar algún sentimiento que no alcanzaba a manifestarse. Tal vez se tratara
de una angustia o de una forma de la angustia que distorsionaba su rostro. Tal vez no
significara nada. Penetrar la conciencia de un niña parece un asunto simple pero no lo es.
—Esta mañana vimos una nueva víctima. –Así dijo sin darle emoción a su voz.
“Esta mañana vimos una nueva víctima.” En efecto, se trataba de una nueva víctima en
“El Interrogador” se cuestionó: ¿Esta víctima merecía su atención? ¿Era acaso diferente a
muchas otras? Para nada. Pero discurrir sobre muertes y muertos no era oportuno en ese
momento.
suscitaba la permanencia del cadáver en la calle. Estaba ahí para apreciar y no para hablar.
Quería saber quién era el muerto porque eso le permitiría saber quien fue su asesino. Podía
reconocer la acción de otro sicario aunque no encontraba el rasgo distintivo del homicida
En ese mismo instante podría haber pedido al Sindicato esa información pero se contuvo.
También cierto disfrute está permitido hasta para el más siniestro de los asesinos por
encargo.
Para algunas informaciones hay que saber tener paciencia. Mucha paciencia para alcanzar
ciertos conocimientos. Así que prefirió tomarse el asunto con tranquilidad y esperar los
“El Interrogador” recordó un cuento que habla de Mount Hope. Quiso darle a ese muerto y
al del cuento cierta proximidad. Una manera de intimidad en la muerte de dos hombres
Pero Mount Hope no se parece a Buenos Aires. Mount Hope en Buenos Aires es un arbitrio
literario, un capricho de escritor. Hay que decirlo para no caer en el vulgar error de las
Mount hope bien podría tomarse como una humorada sobre el “Cementerio del Oeste”.
Daba lo mismo Monte o Campo de esperanzas aunque en rigor debería decirse “Without
Monte o campo, no viene al caso, hay que decir que cada ciudad tiene su propia geografía
de falsas esperanzas donde con cierto intervalo aparecen cadáveres a la deriva. Los de
no se les permite morir. Viven. Siempre viven. Perón vive. Evita vive. El Che vive. Viven a
pesar de sus muertes. La mitología en Buenos Aires tiene ribetes fabulosos. Olimpo en dos
por cuatro bajo la cubierta de un bandoneón troilesco entre las brumas de unas
interminables líneas blancas. Polvo de estrellas para ver la eternidad desde una perspectiva
de la introspección escuchando al Polaco cantar María desde la cuarta dimensión del tango.
Los cadáveres, también, se transforman de manera diferente en dinero. Con ellos llega
alguna forma del dinero. Todo es mercancía. Valor de cambio. Dime cuanto pesas y te diré
tu precio.
“El Interrogador” especuló con que los muertos en cada lugar lucen de manera diferente.
Pero lucen de una manera muy singular si aparecen en las inmediaciones de un cúmulo que
Aquí mismo, donde se están escribiendo estas líneas, al alcance de la vista, hay uno que
enanismo.
Está cerca del límite de los asuntos racionales donde hurga el viento el horizonte con un
dirección “Este” hasta confundirse con algunas viejas construcciones del barrio de la
Chacarita.
pequeña esperanza para apreciar esa formación de colores pasteles que le hacía olvidar del
Los muertos para él eran solo sustancia del pasado. Eran el combustible del olvido. Asunto
de lo que fue y no volverá a ser bajo ninguna circunstancia. El olvido aleja la venganza
como motor del sicariato. El deseo de venganza está prohibido en el sicariato. Descarría.
Y aquello de que quien controla el pasado controla el futuro y quien el presente el pasado,
decirles–, muertos que estaban sumergidos en el olvidado pasado y no había forma de que
Había un lugar preciso donde él se aventuraba a apreciar ese horizonte y distraerse un tanto
Tampoco los horizontes se parecen unos a otros. Nunca. El citadino es cementoso y huele a
orines. Ningún otro horizonte se asemeja ni un tanto al de las ciudades populosas, llenas de
mugre, de basura, de seres díscolos dispuestos a matarse unos a otros porque uno no esperó
que el semáforo pasara de rojo a verde, otro cruzó la calle sin prestar atención al tránsito o
Para “El Interrogador” las grandes ciudades cosmopolitas eran una reorganización de los
los desechos humanos, en especial los del espíritu. Mezclaban asfalto con saliva,
por dejar insensible a la mayoría de sus habitantes que se comportan como ovejas que
balan de aquí para allá alejándose cada vez más del rebaño humano. Ovejas carnívoras.
La insensibilidad era uno de los estados de ánimo que más entusiasmaba a “El
Interrogador” para cumplir con eficacia sus encomiendas. Había hasta provocado con su
reveladora presencia su intención homicida, pero eso no resultaba para nada conmovedor o
convincente para esos insensibles testigos que apreciaban los momentos previos al crimen
e incluso el asesinato mismo como si apenas se tratara de una representación teatral. Una
expresión era propia de quien tan solo ve pastar una vaca o defecar un perro.
testificaban en su contra porque juraban que nunca vieron lo que vieron y lo que vieron no
fue sino el producto de una alucinación de difícil explicación científica. Alguna droga, el
Para ellos solo había ocurrido un episodio formidable, una fabulación esotérica de una
En la calle había un muerto, era evidente hasta para el más negado de los testigos. Esa
relativa cantidad de carne, hueso y coágulo sugería que en algún momento se trató de una
persona viva. Alcanzaban a conjeturar que los varios y visibles orificios que se distribuían
balas que había atravesado sin ninguna dificultad su anatomía. (Los apuñalamientos eran
más pomposos y sus salpicaduras eran motivo de largas disquisiciones entre los expertos
Había un muerto, hasta podían comprenderlo, pero no había asesino y podían jurarlo sin
temor a contradecirse.
hechos”. Pamplinas. A la policía le importaba un bledo cómo y por qué había muerto el
fulano.
Los asesinatos por encargo siempre se sumergen en el laberinto del sistema policial-
judicial y se van desintegrando como los vapores de la madrugada ante los primeros rayos
del sol de la mañana. A los muertos los esperaba la putrefacción, a los testigos la amnesia y
Si el buen juicio de los ocasionales testigos fallaba, ahí estaba “El Sindicato” para poner
barbijos colorinches. Eso les daba cierta condición de emboscados. El cadáver no tenía
Ni Don Modesto ni la niña pertenecían a ese grupo anárquico de palurdos que desafiaban
la pandemia con consignas ridículas. Los mal llamados “Libertarios” que esparcían la peste
a donde iban.
Don Modesto era alto, o medianamente alto. Sus ojos se achinaban y daban a entender que
como de costumbre.
La niña era pequeña pero no desnutrida. Solo pequeña. Y aunque no se podía apreciar su
boca por el barbijo, la expresión en la parte superior de su rostro (ojos y frente), sugería
que no sonreía.
Don Modesto hizo lo que estuvo a su alcance para que la muchachita no mirara directo a
Mirar directo a los ojos de los muertos no es de buena ni de mala suerte. Produce cierta
angustia porque de alguna manera uno ve en ellos algo de lo que nos está pasando a cada
instante. Cada uno de nosotros muere en pequeñas porciones a cada instante; algo de
muerte se acumula en nuestros tejidos momento a momento hasta que la muerte supera a la
vida. Allí termina todo. Pero es bueno reconocer que desde que nacemos empezamos a
morir.
A ese muerto lo diferente que le había ocurrido fue que la muerte le llegó toda junta, de un
único y magnífico golpe. Llegó en esos disparos que dejaron su marca en el abdomen, en el
A “El interrogador” le pareció poco inteligente pretender impedir que una niña no
apreciara el color de los ojos del cadáver. Del color al fondo de ojos se va como por un
Todas las personas deberían saber reconocer la muerte ajena. Por lo menos aprender a
A todas las personas se les debería obligar a reconocer al menos un cadáver en su vida.
Sería por ley. Si fueran dos cadáveres, mucho mejor, eso alejaría –al menos en ese breve
instante de la confrontación–, las fruslerías de las reencarnaciones y devaneos religiosos
salidos de las cabezas feudales de los sacerdotes de la Iglesia Católica Apostólica Romana.
El que muere muerto está y cuando el corazón cesa y el cerebro se apaga, todo termina.
“El Interrogador” creía que no solo había que obligar a las personas a estar frente a un
cadáver y mirar directo a sus ojo. Si lo de los ojos resultaba escabroso, entonces que la
Todas las personas al llegar a cierta edad deberían tener la habilidad de distinguir por la
anatomía de una herida qué arma se había utilizado para despachar al infeliz. ¿Podría tener
alguna importancia ese conocimiento? Sonrió por toda respuesta. Había un decálogo no
revelado de códigos que los sicarios practicaban rigurosamente. Tal vez la ciencia de las
heridas mortales formara parte de esos mandamientos. Pero de ello “El Interrogador”
nunca comentaba.
Insistía. Quienes más empeño deberían poner en reconocer cadáveres y heridas debían ser
las niñas, porque ellas son el blanco preferido de los pervertidos que andan sueltos.
Todas las niñas deberían apreciar de cerca un cadáver, aprender de sus señales, indicios a
veces manifiestos, otras encriptados bajo el pellejo cuando vira al azul mórbido de los
occisos. Las tonalidades de la muerte pueden ser sumamente reveladoras de cuáles fueron
los verdaderos comportamientos del occiso antes de ser despachado. Y también del
descartarlas después de violarlas como animales. Pero les permitiría apreciar la violencia
desde otra perspectiva, una muy superadora. La primera condición para dominar la
violencia es reconocerla. Todas las niñas deberían hacer un esfuerzo en este sentido. La
violencia acabaría por ser su patrimonio y entonces era probable que el mundo cambie
definitivamente por el impulso femenino. “El Interrogador” apostaba que el gran gineceo a
Madre originó todas las secuencias de los genomas de todas las especies.
“El Interrogador” miró al cadáver con cierta malicia. Era difícil descifrar sus gestos.
Frío de nieve se instaló en su ánimo. El frío de nieve brotaba del cadáver. Volvió al cuento
Lo impresionó esa extraña e inexplicable sensación del derretir de la nieve en los ojos del
muerto de la que hablaba el cuento de Mount Hope. Le recordaba esa sensación a esos
muertos. Dixi le habló de ellos, de la historia que le fue contada por un dominicano
Se preguntó: “¿De Mount Hope?” Tal vez. Tal vez. Tal vez. Pero aquello era Chacarita.
Alucinaciones.
Luego trató de explicarse cómo era posible que el agüita helada podía correr entre la pupila
y la córnea de los ojos de un cadáver para luego rodar hasta la mugre de la calle
emplastada de barro.
Cerró los ojos. Frotó sus párpados con delicadeza como si tratara de retirar una nieve
Primero frotó el ojo derecho con su mano izquierda. Luego el izquierdo con su mano
derecha. No era un recurso cabalístico. Palpaba los ojos porque eso le devolvía la
apreciaba el tacto fino que aún conservaba a pesar de su edad. No se trataba del simple
estímulo nervioso que iba de las yemas de los dedos al cerebro. Era un estadio en el que la
sagacidad se refugia debajo de las uñas y en los particulares surcos de las huellas
Lo que para otros podía pasar por una actividad intrascendente, para él era el modo de
medir cuánta delicadeza conservaba en cada mano y en cada dedo para jalar del gatillo del
modo suave y seguro que exigía el arte de matar usando un arma corta de grueso calibre.
“El Interrogador” reconocía esa virtud como el dato preciso de su misteriosa génesis. En su
Se trataba de jalar el gatillo para que este, a través de una púa acerada y poderosa,
percutiera la bala con el menor roce posible. Casi un paso de danza clásica. “Avant, en” y
balance. Exactitud.
Las armas son exigentes aunque su dureza llame a engaño. Un roce equivocado y por el
necesaria, al producirse el disparo la bala se desplaza girando sobre sí misma hasta golpear
la cabeza del desgraciado quien dejará escapar por el orificio una cantidad relativa de masa
Pero “El Interrogador” no encontró modo alguno de imaginar esa sensación del derretir de
una gota de nieve cayendo de los ojos como un lágrima blanca. Mount Hope era
irreproducible en la rica pampa argentina. Además, en Buenos Aires nevaba una vez cada
cien años. La nieve apenas era un recuerdo más o menos lejano y una argucia de un clima
desconocido.
Sintió cierto regodeo cuando dedujo que el viento licuó la bruma matinal dejando entrever
las heridas más íntimas. Esa era toda una revelación. La intimidad de las heridas merecía
un Tratado. Pero uno que no escatimara ejemplos de esa intimidad. Porque la intimidad de
las heridas era para el sicario el néctar de la revelación. Al mirar una herida podía ver su
imagen reflejada en ella y hasta algo de la sustancia humana de quien fuera en vida ese que
punto de coagulación completa y en el coágulo mismo, se exponía una imagen que lo hacía
rememorar a las deformaciones del otro yo de Dorian Gray. A su manera, algo pútrido y
esencia de su alma reflejada en un patético rostro ulcerado. Nunca buscó consuelo frente al
espejo de su alma. Era lo que era, tan hermoso y horrible como Dorian Gray.
Antes de que Don Modesto y la niña salieran de la casa con rumbo desconocido, Tía Mau
lo predijo. No se trató de una adivinanza sino que fue un acto de pura sabiduría.
—No chillen cuando lo encuentren. –Fue todo lo que dijo sin más explicaciones.
Ni el hombre ni la niña supieron de qué hablaba la mujer. Tía Mau hablaba de la muerte
La muerte rondaba desde hacía días el vecindario. Se la podía palpar. A unos la Covid 19
los despachaba ulcerando sus pulmones hasta dejarlos como una masa amorfa. A otros los
todos los mortales, matar solo de algunos. Matar es tratar con la muerte de manera muy
personal. Cierta intimidad con la muerte brinda una rara condición emocional.
desamparo. Nada quedó de ese sucucho. Adentro murió calcinado aquel viejo que la había
violado desde que era pequeña. Tal vez cuando redujo al viejo a un montón de cenizas
impúdicas adquirió esa rara capacidad de conversar con la muerte con familiaridad. Mucho
de esa virtud se la debía a la desidia de los bomberos. Su tardanza le dio tiempo al fuego a
hacerse poderoso hasta arder con esplendor. Pero ese es un asunto del que conviene hablar
más adelante.
Era un tanto alcohólica. ¿Quién no lo sería si quien decía ser tu abuelo te violara todas las
“Nena, nena… vení con el abuelito”. Esa voz y esas palabras eran inolvidables para Tía
Mau. Como aquella tarde en que la tomó desde atrás y le apretó los insipientes senos y su
vulva. Con fuerza, hasta casi asfixiarla. Luego lo tuvo adentro mientras ella vomitaba.
Tía Mau nunca pudo sacarse de encima el olor de la baba del viejo sobre su cuerpo. Y lo
que no pudo nunca fue aplacar el ardor de ese esperma ácido y esmerilante en su vagina.
Baba y esperma eran una verdadera maldición. Y eso que se bañaba todo lo que podía, las
veces que podía durante el día, por dentro y por fuera. ¡Agua bendita! ¡Bendita agua!
tarde, a la noche. Agua y jabón. Jabón y agua. Agua y gotas de vinagre. Vinagre y gotas de
agua. Luego, frota y frota y nada. Baba y baba, semen y semen, igual que a aquella
muchachita hija de un militar desquiciado con sus babas de diablo rojas, negras, blancas.
Aguas benditas: Insuficiente remedio, siempre insuficiente para lavar la persistente baba y
el quemante semen, aquellos que caían de su pecho hasta su ingle y subía de su vagina al
corazón mismo.
Su ingle se hizo roja y, desde entonces, destiló unas pequeñas gotas de sangre por la que
sus ovarios drenaron los invisibles óvulos de la vida. El minúsculo goteo la secó por
dentro. Para ella, la infertilidad fue una bendición. ¿A qué traer hijas a este mundo? ¿A que
fueran carne de algún otro degenerado? ¿Cuántos fuegos tendrían que arder para que las
mujeres de la familia hallaran algo de paz en sus sufridas vidas? Pero las matronas
pretendieron salvar su fertilidad a toda costa. Cosas de comadres. Ser violada era una
Remedios. Menjunjes. Cataplasmas. Gualichos. Pero nada dio resultado. Sus ovarios
No se sorprendió cuando las matronas le confesaron que todas las mujeres fueron de una u
otra manera violadas en alguna oportunidad. “Los hombres toman lo que quieren”, le
Eso le decían las viejas para consolarla o para que comprendiera que ella no era la
excepción a nada.
Tía Mau no se consideraba una rareza. Para nada. Aceptó ese consuelo porque de no
haberlo se hubiera vuelto una yerma comadre malhumorada. Ella no era malhumorada. Las
comadres cascarrabias eran el blanco de la burla de los niños que, siempre crueles,
descubrían las debilidades de los adultos tal como el que encuentra los tesoros mejor
escondidos.
Tía Mau, por el contrario, era bastante alegre cuando podía. Tanta miseria no ayudaba
mucho. Cuando bebía creía olvidar la infancia y solía bailar en soledad unos boleros que
¡madre mía! Disfrutaba sin desmayo. ¡Cómo disfrutaba esos boleros! ¡Cómo bailaba
aferrada a sí misma!
¡La peste! ¡La peste! Con la peste llegaron los palurdos “Libertarios” rondando las calles
con sus salivas a flor de labios listos a escupir a quien tomaran desprevenidos.
Fue lo que más temió de aquel viejo pervertido, que le pegara una venérea y la dejada
infectada y sin remedio. La peste, de la que se trate, se te pega para siempre, deja su llaga
en algún tejido íntimo. Se propaga por la sangre a los recuerdos y uno se pudre en vida
Los palurdos “Libertarios” que propagaban la nueva peste eran niños bien que se
consideraban a salvo de todos los males sólo porque sus billeteras rebosaban de dineros
mal habidos. Pero para los pobres la cosa era bien distinta. Muy distinta. Mal comidos, mal
dormidos, ateridos de frío, sin pan y sin trabajo, la enfermedad se llevaba a los pobres
como el viento lleva las amarilladas hojas resecas en invierno. Tía Mau detestaba a los
palurdos “Libertarios”.
“Hijos de puta” Para Tía Mau los palurdos “Libertarios” eran “hijos de puta”, incluso
“tremendos hijos de puta”, no muy diferentes a ese viejo de porquería que la violó durante
años. Es que hay tantas maneras de joderle la vida al prójimo, que nunca se sabe.
Don Modesto y la niña abandonaron la casa y salieron desprevenidos a la calle. Una cosa
las palabras de Tía Mau podrían haber evitado el encuentro. Pero fueron llevados por el
Era hora de saber el nombre de la niña que acompañaba a Don Modesto en su enigmático
paseo matinal bordeando el Parque Los Andes y que los iba a enfrentar con el muerto. No
fue fácil saber su nombre, fue ocultado como un verdadero misterio. Hasta que pudo
apariencia.
La niña era pequeña pero no desnutrida. Solo pequeña. Esto era sabido y ya fue dicho. Pero
era luminosa. Ardía como un girasol en medio del fuego azul de la mañana. Su cromatismo
era significativo. Contrastaba con Don Modesto que lucía opaco. Llevada de la mano por el
Ella venía del abandono al que la sometió la madre. De la madre de la niña no hay nada
que decir. ¿”El Interrogador” querría ocuparse de ese asunto? No había razones de peso
para ello pero de no haber asesinado a Dixi era seguro que Dixi se lo habría reclamado.
La muerte de Dixi descompensó el porvenir de manera definitiva. Así que el asunto del
abandono de la niña por su madre no sería revelado de inmediato. Hay asunto por los que
Modesto fue convocado para atender a la niña. De allí provino su convicción de que fue la
Don Modesto aceptó hacerse cargo de la niña a condición de que la Tía Mau fuera como su
madre pero nunca la consultó al respecto. Tía Mau la recibió porque nunca se abandona a
una niña.
Tía Mau podía ser muchas cosas pero no madre. Estaba segura que con la ruptura de su
pequeño himen se perdió su condición maternal. Tal vez nunca la tuvo y eso fue lo que el
viejo percibió de ella para aprovecharse. Así pensaba Tía Mau cuando desvariaba a la
Pero Don Modesto insistió con eso de “amar al prójimo como a ti mismo”. Tía Mau le dijo
No pensaba en ello Don Modesto cuando recurrió a la versión bíblica del Nuevo
—Pavadas.
“¿Cuál es el gran mandamiento de la ley? El Maestro dijo: Amarás al Señor tu Dios con
todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el gran y primer
Fue prudente en no recitar el Mateo, tía Mau lo hubiera aporreado. Tenía siempre un golpe
Por ello el hombre optó por insistir sin recurrir a Mateo. Insistió e insistió hasta que él se
autoconvenció que eso daría esperanza a la muchacha. Creyó hallar la palabra correcta,
“esperanza, esperanza” varias veces para impresionar tanto a Tía Mau como a la niña, que
Para ambas la esperanza no pasaba de ser un subterfugio de los predicadores de las iglesias
evangélicas que merodeaban a las viejas y a las niñas vaya a saberse con qué intenciones.
No esperaba ese reproche pero tuvo que acostumbrarse a esas cinco palabras como quien
—Nada de esperanza –dijo la Tía Mau. No había más que agregar. La niña asintió–. La
esperanza está en el fondo de las cosas humanas. Es su destilado final. ¿Se trata de
esperanza? Rasca el fondo de una ánfora y hallarás todos los males. Así funciona la
esperanza; te sumerges en el lodo de todas las desgracias y esperas que Dios te venga a
salvar. ¿Dónde estuvo Dios cuando el viejo me violaba? Nunca estuvo. No hubo
circunstancias. Si hubiese dicho aquello de que “los caminos del señor son inescrutables”,
—Después de todo, querido Modesto ¿y qué de la esperanza? ¿Es dinero? ¿Es maná del
cielo? ¡Bah!
Don Modesto podría haber mencionado las tres virtudes teologales pero eligió el silencio.
Tía Mau detestaba todas las virtudes teologales y lo habría hecho callar de mala manera.
La conversación terminó ahí. Don Modesto y la niña salieron de la casa bajo la severa
propias habilidades.
Lo hallaron envuelto en una húmeda bruma gris. El vaho del asfalto pasaba a través de la
ropa del muerto y hasta daba la impresión que lo hacía a través de los tejidos.
El brillo de las uñas pintadas tuvo un efecto notable en ambos. A Don Modesto le resultó
curiosidad.
para ella. Era un rémora de vidas pasadas. Lo que no le gustó fue el color de la pintura.
Negro. Las uñas pintadas de negro en un muerto no sientan bien. Aumenta su desconsuelo.
Los muertos deberían siempre lucir colores alegres. Deberían ser vestidos con ropas
No era el primer muerto que veía la niña. Don Modesto estaba al tanto de ello. La visión
del muerto por la pequeña no lo preocupaba, sí que mirara directo a los ojos del difunto.
Escuchar con los ojos al muerto y escuchar su mirada doblegaba la voluntad de las
personas, ni imaginar su efecto en una niña pequeña. Don Modesto temía que la muchacha
quedara prisionera del cadáver en la calle asfaltada. Sin embargo la niña se sintió libre de
interpretar esa muerte. Repasó con esmero la trayectoria letal de los tres proyectiles.
Don Modesto todavía lidiaba con el asunto de las uñas pintadas y reducía el cadáver a ese
El cadáver mostraba tres heridas de bala. Una en el abdomen que le habría pulverizado
parte del intestino. Otra en el pecho en medio de las dos tetillas. Con seguridad había roto
su corazón. Otra en medio de la frente entre las cejas. Esa tercera bala disolvió el cerebro
“El Interrogador” también observó el orden de las heridas aunque con otro ánimo. Las tres
conservaban el mismo eje vertical y hasta podría afirmar que la misma distancia separaba a
un orificio del otro. Una manía por la simetría mortal. Una exquisitez.
A pesar de la distancia entre que lo separaba del muerto, pudo también apreciar con
claridad que la herida en la frente no mostraba el tatuaje que se imprime por un disparo a
una breve distancia. El tirador, especuló “El Interrogador”, no solo era muy bueno sino que
debió colocarse en un lugar bien reparado desde donde pudo hacer un blanco perfecto sin
ser visto por los posibles acompañantes del finado o por ocasionales curiosos.
¿El arma usada se trató de la versión civil del ORSIS T-5000? Estaba convencido que solo
con un arma de esas características pudo hacerse un trabajo tan bien hecho. Las heridas así
se lo sugerían.
amor que sienten los sicarios por las armas no se asemeja a ningún otro.
El rostro del cadáver mostraba una barba bien rasurada y un corte de cabello moderno.
Estaba peinado con gel y lucía unos mechones teñidos de rubio siendo su cabello oscuro.
Llevaba traje. Tela de la mejor. Una anciana al paso dijo casi a la carrera “ese traje es de la
lana súper 150. O más”. Así lucía. “El Interrogador” sabía de qué hablaba la vieja.
Gustaba de lucir buena ropa pero nunca para un encargo, eso era pura petulancia. La
jactancia era la entrada a la tumba del sicario. Solo la humildad en el proceder hacía del
esbirro una herramienta eficaz a la hora de resolver problemas o, por lo menos, quitarlos
del medio.
La apariencia del muerto, bien peinado, bien rasurado, bien vestido y bien calzado, decía
de su condición pudiente. ¿Un palurdo “Libertario” muerto en una reyerta entre los
vándalos de la peste? No. Los “Libertarios” no se matan entre ellos, solo enferman y
centro de las vallas que interrumpían el tránsito. Las vallas distaban cada una a unos diez
El personal policial estaba dos o tres metros detrás de las vallas, muy alejados del cadáver.
Sin embargo hubo un intenso debate acerca de la capacidad de contagio del finado.
La respuesta de los otros policías fue unánime, “si”. Para ellos se trataba de un giro
Por ello ordenó alejar las vallas a mayor distancia. Más vale prevenir que curar. Eso nos lo
repitieron todas las abuelas y las madres muchas veces. Los policías alejaron del muerto
las vallas otros tres metros aproximadamente. ¿Esa distancia sería suficiente?
Cuando el oficial a cargo así preguntó, uno de los policía dijo a viva voz “no”. Y por si no
—¿Volar? Preguntó el oficial. Movió la cabeza negando–. No, no, no, no. Flotar –lo
corrigió. Hizo con su mano un ademán para mostrar cómo podía flotar “el bicho” del
cadáver hasta ellos. Casi el asalto del Alien homicida a la aterrada tripulación del
Nostromo.
Volar-flotar-fluctuar. Flotar. Ir de aquí para allá. ¿Cuál es más posible acción del “bicho”?
¿Salir por una de las tres heridas de bala y penetrar por los ojos, las fosas nasales, la boca,
los conductos auditivos, la uretra, el recto, por donde quisiera y atacar la carne hasta
matarlos?
Esa duda angustiaba a todo el personal policial. “La familia es lo primero”. En eso
Cuanto más pensaban en esos asuntos mayor distancia del finado tomaban los policías.
Estaban tan alejados del muerto que incluso podría hasta llegar a creerse que el cadáver
El jefe, o quien parecía ser el jefe del operativo, volvió de ese inusual estado de
La operadora del SAME luego de un buen tiempo, respondió. Dijo que tardarían en llegar
El policía detalló:
—Un masculino, adulto, tres disparos de calibre no determinado, muerto. De lejos parece
que el rigor mortis ya está presente así que el tipo lleva entre tres y cuatro horas de muerto
por lo menos.
La telefonista del SAME aprobó el comentario. Pero repitió varias veces que los médicos
incuestionable–. Si el rigor de muerte ya está presente no podrá ir a ningún lado. Pata dura.
Hubo una pequeña asamblea entre los policías para discutir si el comentario de la
conclusión. Pero decidieron marcharse. Todos de regreso a la comisaría. Todos menos uno.
Las vallas impedirían el paso de los automóviles por lo que el cadáver no corría peligro de
Los vecinos no se arrimarían porque el miedo nunca es zonzo y el bicho era de temer.
médico para certificar que el fulano “óbito” sin contemplaciones, como debe saber morirse
Por otra parte, el personal policial era escaso porque muchos ya se habían contagiado “el
bicho” y la peste hacía estragos en la fuerza. Muchos otros habían encontrado justificativos
increíbles para acceder a licencias médicas. Los desbordes psiquiátricos estaban al tope de
los justificativos. ¿Quién puede cuestionar la locura? Hasta Erasmo de Róterdam le dedicó
su Stultitiae Laus. Si Erasmo pudo, ¿por qué habría de poder un oficial de la policía?
El hombre ordenó que una mujer policía quedara de consigna. ¿Por qué la mujer? “Porque
es un misógino de mierda”, así dijo la que quedó de guardia cuidando al muerto con menos
ánimo que el finado. “Machista de mierda”. Agregó por si quedaba alguna duda.
No bastaba el pantalón marcando los glúteos. Los jefes esperaban otros favores. La mujer
policía ya les había dicho que solo iba a la cama con quien quería. Entonces a cuidar el
5
Don Modesto volvió sobre las cinco palabras que Tía Mau y la niña dijeron. La frase fue
“¿Y qué de la esperanza?” Tía Mau la pronunció con más energía, la niña suavizó su
entonación pero no tanto como para alterar la sustancia de lo que se quería decir. ¿Y-que-
de-la-esperanza? Dicha así sonaba como a un vidrio roto. Un cristal humano perdido en
una revolcada.
Solía volver sobre asuntos pasados para interpretarlos desde otra perspectiva. No pensaba
en el muerto. El muerto bien yacía donde yacía. Boca arriba, ojos al cielo, la mancha de
sangre escurriéndose en dirección a una alcantarilla, los tres orificios de bala resecando sus
bordes, las uñas pintadas de negro brillando como un error en la inflexión de la luz en la
media mañana.
La había ocurrido en cierta oportunidad. Hacía mucho tiempo, cuando era pequeño.
Recordaba que corría en dirección a su hogar. Corría pero el hogar siempre se alejaba
cuando él creía estar cerca. Más corría, más se alejaba. El aire empezaba a faltarle.
finalmente llegaba hasta la puerta del hogar. La puerta no podía abrirse, estaba sellada. Una
gran placa no le permitía el paso. Primero era una placa, luego una oscuridad, luego una
pared. La pared era de piedras, las piedras eran de sangre. La sangre era espesa, hacía un
mortero rojo y adquiría mayor dureza cuanto más las golpeaba con sus pequeñas manos.
En algún instante de esa visión una fuerza superior lo estampó de manera inesperada e
insoportable contra la pared de piedras de sangre. Lo apretó contra ella una fuerza que él
no podía vencer. Estaba cada vez más apretado contra las piedras y entonces respirar se
porque estaba su pecho tan comprimido contra la empalizada que no alcanzaba a dilatarlo
lo suficiente.
Segundos más y moriría por asfixia. Fue cuando una voz salida del otro lado de la pared le
Recuerda que abrió los ojos en la oscuridad y se palpó la entrepierna. Se había orinado. No
recordaba que algo similar le hubiese pasado antes pero ese incidente no era atribuible a
En ese preciso instante tomó conciencia de sucesos de la infancia que no podía o no sabía
cómo recordar.
El recuerdo de aquella alucinación lo ayudó a repensar en esas cinco palabras. Tal vez su
interpretación de las cinco palabras de Tía Mau y de la niña era errónea. No se trataba de
una pregunta sino de una aseveración tan intensa como aquella que una voz sin rostro
Comprendió que él alucinando, debió responder a la voz que surgía detrás de la pared de
toda esperanza.
No hay esperanza, esa fue la verdadera conclusión. No hay esperanza, ninguna. Entonces:
La asfixia finalmente se impondrá a la persona. La estrujará hasta impedir que ni una gota
arquearan hasta doblarse por completo y la pleura se abrirá como una tela podrida. No hay
esperanza. Ese era el significado exacto de lo que Tía Mau y la niña le dijeron antes de
De un lado Don Modesto, del otro el muerto. A un costado la mujer policía. Detrás de las
vayas se asomaban algunos curiosos que al ver el rostro del muerto que comenzaba a
La niña permanecía aferrada a la mano del hombre. “El Interrogador” apreciaba con sorna
Estaría por llegar la morguera. Por el handy policial una voz de corneta le avisó a la mujer
¿Qué de esos gorriones que se le animaban al cadáver, primero con timidez y luego
desfachatadamente? No le picaba los ojos. Solo tomaban conciencia de las dimensiones del
muerto. Se posaban sobre el muerto, tocaban el cadáver con sus picos y se echaban a volar
Tal vez estuvieran midiendo el banquete. Bajo un volquete lleno de escombros, unos ojitos
Se oyó la sirena de la morguera. La niña volteó al oír el agudo estrépito de una corneta que
se asomaba por una lateral del camión. El color de la morguera era azul casi negro.
unos guantes de látex. Se dirigió a la mujer policía. La saludo alzando una mano hasta su
sien.
—¿Los de la científica?
—Acá no vino nadie. Me dejaron sola.
—Más vale sola que mal acompañada. –La mujer policía sonrió por compromiso. En
—Es al pedo –respondió el hombre–, los de la científica no quieren ni aparecer. ¡Si ya está
—¿Este viejo y la pendeja que miran? –el oficial dirigió su mirada a donde estaban los dos
atentos espectadores.
—¿Por qué no se va a su casa a mirar algo más lindo? –Modesto asintió con un leve
—¿Se lo van a llevar? –La niña les preguntó al oficial y la mujer policía.
Esa era un afirmación que escapa a la comprensión de la pequeña. Se preguntó si eso era
peculiar olor de los muertos. No dudaba que un ejército de ellas esperaba la oportunidad
para lanzarse con voracidad sobre el cadáver. Pero no estaba en esos días en los que hablar
la mujer policía.
La mujer habló por el handy policial sin mirar al oficial que la hostigaba.
manejando la morguera.
—Hacete la estrecha.
—¿Pregunta el mandril a cargo de la morguera que cuándo van a venir los de científica?
—No te dije. Está noche la pasás con el finado. Avisá si te hace falta algo. Aunque tenés un
Era algo más que el mediodía y a pesar de que era invierno, el sol calentaba como en
primavera.
“El Interrogador” sentía verdadera curiosidad por saber quién era el muerto, quién era Don
“Masculino. Entre cuarenta y cincuenta años. Vestido. Ropa de calidad. Tres disparos.
estaba convencido que se trató de un fusil ruso, el ORSIS T-5000, en la versión civil).
El homicida no actuó solo. Alguien recogió las vainas y no puede haber sido quien disparó
el arma.
Por el aspecto del occiso debe haber muerto en la madrugada. Llevará hasta ahora unas
seis horas de muerto. (Eran aproximadamente las nueve de la mañana cuando se redacto el
informe).
El cadáver viste ropa elegante. Saco y pantalón. Camisa de seda de tono rosado. Zapatos
charolados. Medias de seda. No lleva joyas, ni cadena al cuello ni anillos. Tampoco reloj
pulsera.
El oficial XXX (el nombre estaba tapado con “liquid paper”), revisó los bolsillos del saco y
(En el acta no figuró que encontraron en el bolsillo derecho del saco una buena suma de
dinero en dólares estadounidenses y en el bolsillo interior del saco dos tarjetas de crédito,
una MasterCard Gold y otra Visa Gold. “El Interrogador” vio cuando se apropiaban del
“El Interrogador” recibió por WhatsApp el PDF del acta. Siempre hay que tener amigos en
el cuerpo policial.
Movía a risa el informe. Pero “El Interrogador” era un verdadero agélaste, consumado
agélaste incapaz de la menor sonrisa. Pocas cosas lo hacían sonreír. Una buena partida de
Se jactaba de no haber escuchado nunca la risa de Dios y ni siquiera haberlo deseado. Los
El espectáculo cada vez más despertaba su interés. El muerto, el viejo y la niña, la iracunda
mujer policía, los gorriones lanzándose en picada sobre el cadáver, el destello sordo de
unos ojitos rojos bajo el volquete. Y la jocosa lectura del informe policial.
Podía haber consultado al Sindicato sobre el muerto. Pero ese día estaba distendido y
disponía de tiempo suficiente para ver cómo se resolvía el asunto del muerto en La Calle
del Medio. La cuarentena había obligado a mermar los trabajos y la gente no estaba
apurada en contratar sus servicios. Muchos se ilusionaban que a quienes deseaban eliminar
murieran por efecto de la Covid 19. Eso les hubiera significado un ahorro muy
significativo.
No tenía dudas que el finado había sido ajusticiado. Tampoco que la policía no estaba muy
preocupada por retirar al muerto y mandarlo embolsado para que en la Morgue Judicial se
le practicara la autopsia. Por otra parte, la Morgue trabaja con el mínimo de personal
disponible. Había muchos cadáveres en espera y ese no entregaba motivos para el apuro.
Ni el SAME, ni los de Científica, ni la morguera. Nadie apareció para ocuparse del
cadáver. Solos “El Interrogador”, Don Modesto, la niña y la mujer policía. También la
No había voluntad de alzar al muerto que yacía en la calle desde hacía ya más de doce
horas. Solo las vallas ponían distancia a los posibles curiosos que, por otra parte, brillaban
por su ausencia. La gente huía del “bicho” y mucho más rápido del finado al que le
atribuían la patética capacidad de transmitirles no solo la Covid sino otras pestes mortales.
Donde el muerto, Don Modesto, la niña y “El Interrogador”. Los tres pasaban
desapercibidos para la mujer policía que atendía sus mensajes de WhatsApp con total
esmero.
sido informado.
Tal vez se tratara de un personaje de segunda línea. Las más de las veces eran los
secundones quienes más se exhibían para simular un poder mayor del que realmente
tenían. Llevaban grandes anillos de oro, doradas pulseras, cadenas de oro macizo al cuello .
entre la multitud, pasar desapercibidos vistiendo ropas comunes y viajando en autos usados
no muy costosos. Los lujos eran muros adentro de sus escondidas mansiones construidas
muchas veces entre las sierras mediterráneas o en zonas del delta donde abundaban islas a
¿Podía tratarse de un muerto en una disputa por el control de territorios para la venta de
drogas? ¿Por qué no? Pero los alcahuetes policiales no daban cuenta de ninguna
información que así hiciera creer. La pandemia había condicionado la compra y venta de
estupefacientes, así que las bandas narcos se habían visto obligadas a pactar un tregua
hasta que el mal amainara. Nadie intentaba incursionar en el territorio del otro porque no
los corrían sus oponentes sino el pánico a pescarse la Covid; una pax justa y necesaria
¿Un desafortunado proxeneta? “El Interrogador” hubiera apostado que no lo era. Detalles
apenas visibles le indicaban que ese hombre no pertenecía al sub mundo de la prostitución.
Época de pandemia, los hombres huían de las prostitutas por miedo a contagiarse. Y
aunque las mujeres estaban dispuestas a brindar sus servicios envueltas en papel celofán de
pies a cabeza, a llenarse de condones hasta del modo más extravagante, la clientela
Los hombres permanecían en sus casas, fieles, acobardados y cubiertos los rostros con
barbijos, las manos sumidas en alcohol luego de haberlas lavado una y diez veces con
jabón blanco durante interminables minutos. Y sus esposas llenaban el aire hogareño con
Se consumía más alcohol. Cerveza, whisky, ginebra y vino, en ese orden. La pasión etílica
creció y con ella crecieron las ventas que en otros rubros eran exiguas.
había oportunidad de organizar una buena partida de póquer. “El Interrogador” lo descartó
de plano.
¿El amante de una mujer infiel? Tal vez, aunque en verdad, su aspecto no era donjuanesco.
No podía decirse que en vida había sido mal parecido, pero no era el tipo de hombres que
haría que una mujer fuera infiel en medio de la pandemia y que un marido celoso echara a
perder su vida matando al que le puso los cuernos. Más bien hubiera ido a hisoparse
gorriones crecía a intervalos regulares, las moscas empezaban a llenar el aire con sus
zumbidos y los ojitos rojos bajo el volquete, brillaban cada vez con mayor intensidad.
Pronto empezarían la jornada las cucarachas que gordas y lustrosas estarían aprestando sus
Solo la niña sentía alguna preocupación por el hombre muerto. Don Modesto parecía
abstraído buscando penetrar por los orificios de bala para sumergirse en la pulpa íntima del
cadáver. “El Interrogador” estaba totalmente indiferente al destino de ese cuerpo. Solo
Hizo un llamado por su celular. Tal vez no fue un llamado, fue un mensaje de voz por
WhatsApp que era más económico. Minutos después recibió una larga respuesta. Pero no
La niña se llamaba Taga. Parecía más pequeña de lo que era. Porque era menuda, delgada,
no enfermiza. Solo pequeña. Estaba entrando en la pubertad aunque era posible que ya
Un viejo había violado a la mujer. Un viejo. Siempre hay un viejo dispuesto a violar una
abandonó a la niña dijo antes de irse para no volver “Voy al correo y vuelvo”. Pero no
volvió.
La niña quedó al cuidado de su abuela, Julia, quien detestaba a Taga tanto más que a
Maura.
El informante la dijo a “El Interrogador” que la vieja quiso vender a la niña a un pedófilo
pero no pudo hacer la transacción. Murió de un infarto masivo cuando descubrió que la
niña había desaparecido del rancho en el que vivían. La desaparición de la niña no fue lo
más grave para la vieja, sino que con la niña desapareció el dinero que un hombre había
pagado para quedarse con ella. Según decían las chismosas del pueblo, cuando Julia
comprobó que le habían robado el dinero (nadie sabía a ciencia cierta de qué suma se
Pero Marciano no era un pedófilo. Era un enamorado de Maura y, por pedido de ella, se
niña sino que asesinara al hombre que la había violado cuando ella era una niña. Como
Marciano cumplió los pedidos. Colgó al viejo del tirante del techo a dos aguas y luego le
cortó el pene, el que guardó para demostrar que había cumplido con todo lo que su amor le
había pedido. Por amor se pueden acometer las empresas más fascinantes y cometer los
crímenes más horripilantes. Aunque, después de todo, el viejo algún castigo se merecía y
Se llevó todo el dinero y abandonó a la niña una vez más. Los servicios sociales la
recogieron en una estación de tren abandonada de la Línea del Belgrano. Fue a dar a un
Taga era doblemente huérfana. O por partida triple, si se cuentan los tiempos de crianza de
Faltaba saber por qué Taga había quedado al cuidado de Don Modesto y de la Tía Mau.
Hizo lo posible por recabar algún dato. “El Interrogador” sabía que Ladilla, la gran
proxeneta de la zona oeste, era la única capaz de conseguir algún testimonio sobre la
relación de Modesto con la niña porque ella siempre obtenía la información que se le
pedía. Pero Ladilla había muerto brutalmente asesinada hacía algún tiempo.
La información sobre la niña le resultó interesante. Esperaba algún dato sobre Don
muerto.
Si le hubieran preguntado a Tía Mau por qué estaba con Don Modesto y Taga, lo habría
dicho sin inconvenientes. No era mujer de guardarse nada. Todos conocían su historia.
Se fue del pueblo como un olvido. Anochecía. Las llamas se alzaban por encima de los
pequeños árboles que rodeaban la casilla. Adentro ardía el odio como ninguno. El viejo se
Los bomberos llegaron cuando no quedaba nada más que brazas y unas chispas rojas
Un camionero la recogió en la ruta y la llevó hasta Buenos Aires. Era joven pero parecía
vieja.
No tenía ni qué ponerse en Buenos Aires. Pasó hambre y frío. La pasó fulera. Ella bien
Salió adelante trabajando como sirvienta en casa de pudientes. Vivió muchos años en una
pensión de la calle Combate de los Pozos. Tardó años en saber por qué a la calle la habían
Por esas cosas de la soledad se hizo devota de la Virgen del Rosario. Rezaba cuando el
Conoció a Don Modesto por accidente. En la Feria, comprando para la patrona, para una de
sus patronas, una vieja copetuda que no sabía ni cómo cocer un huevo.
Hizo amistad con Modesto. De entrada le pareció un buen hombre, algo ingenuo,
desprovisto de toda actitud sexual. Un ángel, diría Taga, un ángel en el más completo
sentido de la palabra.
Luego de muchos meses se mudó uno cerca del otro. Tal vez fue Tía Mau, así se presentó a
Modesto quien nunca supo su verdadero nombre, o fue Don Modesto que se mudó para
estar cerca de su amiga. Lo cierto e importante es que estaban cerca uno del otro. Se
acompañaron.
Corridos por la crisis económica se fueron a vivir juntos. Cada uno en su pieza y cada uno
en su cama. Tía Mau cuidaba de Modesto como quien cuida de un hermano o un hijo algo
lelo. Ella lo quería. Hasta la llegada de Taga, fue la única persona a la que realmente
quería.
Lavaba su ropa, le hacía la comida, compartía las mateadas, jugaba al chinchón y a veces
De cómo llegó Taga a la casa Tía Mau nunca hablaba. Llegó y punto. Eso era todo. ¿Quién
Taga fue la luz en la oscuridad. Cuando uno está inmerso en la oscuridad, no hay ninguna
luz por ningún lado. Pero apareció Taga y Tía Mau se iluminó.
Tía Mau no se animó a preguntar. ¿Qué iba a decir? Le hizo una seña a la niña para que se
acercara.
Taga se aproximó sin desconfianza. Las dos mujeres, la adulta y la niña, se aceptaron sin
condiciones de hacerlo. El afecto era una sensación que iba de un cuerpo al otro como una
Don Modesto se dio por conforme con el encuentro. Tía Mau nunca habló sobre Taga con
él. La niña tampoco se interesó en conocer más de lo que ya sabía de esos dos adultos que
pasaron a ser su familia. Nunca, ninguno dijo aquello de “me voy al correo y vuelvo”. Y
9
Don Modesto llegó de lejos. Nadie sabía de donde. De aquí o de allá, daba lo mismo. Él no
hablaba de su pasado. Cuando se encontró con Tía Mau lo suyo fue entenderse de
inmediato.
Fue trabajador ferroviario aunque nunca dijo en que sección. Talleres, vía y obra,
administración. No se sabía.
Su apariencia hacía creer que había sido obrero ferroviario, de esos que supieron reparar
Pero no hablaba de ello. Estaba jubilado. Así que tenía más de 65 años. Pero nadie
Su tez oscura escondía la pulpa de su luz. El barbijo le cubría la boca y la nariz y por ello
era imposible descubrir su sonrisa, pero siempre sonreía. Si por algo se conocía a Modesto
era por su sonrisa. Era un misterio de la genética su completa y bella dentadura blanca.
Nunca alzaba la voz. No se lo había oído gritar nunca. Jamás un insulto salió de su boca.
Amaba la música. Cantaba tango y recitaba poesía. Fumaba cigarritos. Toscanos pequeños
de olor insoportable. Por el perfume de su cigarrito se lo conocía tanto como por sus
poemas.
Iba a tomar su café al bar de los gallegos “Los tres hermanos”. El café estaba a unos
cincuenta metros de donde yacía el muerto. Sus entradas daban una a La Calle del Medio y
la otra a la avenida.
Con la pandemia el bar entró en quiebra y los tres gallegos no volvieron a abrir el boliche.
De todos modos, el olor del café “Cinco Hispanos” se deja sentir desde las veredas. Algo
de sus notas de caramelo, chocolate, frutos y canela pasaba las gruesas telas de los barbijos
sostenía a Don Modesto observando el cadáver como quien aprecia una pintura de
Quinquela.
Su encuentro con Tía Mau fue casual. Él compraba algunos comestibles en la Feria y ella
para su patrona. Apenas cruzaron mirada supieron que debían entenderse y así lo hicieron.
La patrona controlaba a Tía Mau de cerca. No quería que la mujer se enamorara de ese
ferroviario del que supo por comentarios de otras comadres. La patrona quería que Tía
Eso de enamorarse no podía ocurrir porque a Tía Mau no le sentaba eso del
enamoramiento. Pero el ferroviario era tan galante, que podía con su estado angelical
De todos modos Don Modesto y Tía Mau se conocieron y trataron y la patrona no perdió a
su empleada doméstica.
Ellos se entendían con pocas palabras. A veces por señas. Bastaba un gesto, leve, más en
los ojos que en el rostros, para saber de qué se trataba. Eso les daba una gran ventaja sobre
las demás personas que debían hablar horas para entenderse. En cambio ellos se
Hasta era posible afirmar que la propia niña poseía la misma habilidad de comunicarse con
La comida preferida de Don Modesto era el minestrone. La receta de Doña Petrona era su
preferida. Tía Mau lo comía pero no la apasionaba. Taga lo detestaba pero sabía ahorrarse
las quejas.
No era que la vida transcurría sin sobresaltos. Taga sospechaba que algún día Maura
volvería con su pequeño y lustroso revolver (el tesoro tan preciado), dentro de la lata
oxidada de leche en polvo y le pediría que cambie los cartuchos con munición de sal por
vieja estación de tren. Ella no estaba segura de si amaba a la madre. Sí que no la odiaba, ni
Amaba a Tía Mau y también a Don Modesto, aunque le fastidiaba que él la llevara siempre
de la mano como si fuera un tontita que se iría a perder al primer descuido. Pero toleraba
Don Modesto no era de exagerar, pero en cuanto al cuidado de Taga no admitía límites. A
las niñas había que cuidarlas y mucho. En eso Modesto creía firmemente. ¿No bastaba la
triste vida de Tía Mau, atormentada por un pedófilo durante su infancia? Tía Mau decía
siempre que a ella no le dieron la oportunidad de ser niña, que no tuvo niñez. Que pasó de
una remota niñez que apenas recordaba a una sórdida y prematura adultez en una sola
violencia, la del viejo aquel que decía ser su abuelo y la sometía noche tras noche. ¿Sería
De todos modos no haría nada porque se volviese sobre la historia del incendio y el
Por lo que Don Modesto pudo aprender de las vidas de Tía Mau y de Taga es que la
Una soga pendiendo del travesaño del techo, una buena navaja para la amputación del
miembro, una lata con kerosene y unos cuantos fósforos fragata. Eso bastó para hacer
justicia. Si dedujo que la venganza, un sentimiento que él no podía comprender en su
los tres orificios de bala que habían acabado con al vida de aquel desconocido.
Ni la buena ropa, ni los zapatos de charol, ni el perfume francés, fueron corazas contra tres
certeros disparos.
Don Modesto adquirió la seguridad de que aquello había sido una venganza. Tal vez por
ello la mujer policía resultaba tan indiferente ante el muerto, recibiendo y mandando
Seguramente eso hacía que la mujer ya no se preocupara para nada del muerto abandonado
“El Interrogador”, sin saber en qué pensaba Modesto, ya había descartado el móvil de la
Planifica con ingenio para someter al desgraciado a los más variados tormentos, para
Pequeñas gotas de dolor. Pequeñas pero constantes. Una gota seguida de otra, traspasando
Lo que se veía del muerto era una ejecución brutal. Apenas el lapso de tiempo entre un
El segundo disparo le rompió el corazón y el tercero, mientras caía hacia atrás, le pulverizó
el cerebro. Por el orificio de salida a la altura de la nuca, una pasta de ceso, sangre y hueso,
dibujó una silueta fatídica en el asfalto. Contra el negro alquitranado del pavimento, un
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Apenas la tarde enfiló al occidente, aparecieron las primeras cucarachas. Curiosas iban y
Algunas de ellas fueron atrapadas por las aves. Cuando esto ocurría, el pájaro se elevaba
muchos metros por encima de los árboles y volaba en dirección a su nido, en el parque, a
Bajo el volquete los ojitos rojos se multiplicaban de a pares. Dos, cuatro, ocho, diez, doce.
El frágil destello que cada uno lanzaba invitaba a otros ojitos rojos a sumarse a la vela.
Apenas el sol se echara tras los edificios que se elevaban después de la curva de La Calle
del Medio en dirección norte, las ratas dominarían la escena con su presencia. Una
Por el handy policial se escuchaban risotadas e insultos pero ella parecía no escuchar esas
voces.
El viejo y la niña llegaron donde Tía Mau los esperaba ansiosa. Esa noche no habría
minestrone. Era una buena noticia para Taga. Don Modesto se resignó ante el guiso de
lentejas que Tía Mau preparó para la cena. Había pan tostado para acompañar la comida.
Antes de la cena tomarían su té. Los tres amaban el té negro. No se habló del muerto
porque Tía Mau así lo exigió. Suficiente con los visto y con lo hablado. Taga estuvo de
acuerdo con esa censura. Don Modesto hubiera hablado del tema hasta el cansancio, pero
“El Interrogador” caminó en dirección al centro por Corrientes. Había decidido visitar a un
informante que solía estar al tanto de la vida de todos los sicarios. Un viejo asesino a
sueldo ya retirado, que a veces era consultado por algún asunto del pasado. También solía
de hacer de paño de lágrimas cuando un sicario sufría mal de amores y ese tipo de
desconsuelos.
Él sospechaba que el muerto era alguien vinculado a ese reservado grupo de asesinos
fulano muerto no era el resultado de que el tipo fuera alguien insignificante. Tanto
“silencio de radio” sobre ese crimen, tanto negar que no estaba comprometido ningún
sicario en esa muerte, le hizo creer a “El Interrogador” que el tipo sí tenía que ver con el
Sindicato. Cuanto más se niega algo entre los asesinos a sueldo, es cuanto más tiene que
policía por primera vez en horas dejó de mirar la pantalla de su celular. Los mensajes de
¿Qué hacía ahí, velando a un muerto del que nadie se preocupaba? Llamó a la central. Dijo
quien era, donde estaba y su tarea. Luego preguntó sin mayor esperanza:
—¿Los de Científica? –No hubo respuesta.– ¿Los del SAME? –No hubo respuesta–. ¿La
morguera? –La respuesta fue una grosería que ella disimuló con su mejor ánimo.
Tan pronto como informó “me retiro”, escuchó terminante “ni lo piense”. Eso fue todo.
Se abría un sumario que un desgraciado redactaba de acuerdo a las órdenes que recibía; en
encomendaba al castigado las peores tareas. Esa era la verdugueada. Para un mujer la
verdugueada era doble, o triple. O más, de acuerdo a la calentura que tuviera el comisario
con ella y, en especial, cuántas veces la mujer había rechazado la propuesta de tener
relaciones sexuales. Se lo dijeron apenas ingresó a la fuerza “acá hay una sola manera de
ascender”. La cama era el examen de aptitudes, la medida de todas las virtudes y también
de la inutilidad.
felicidad “3i+1p2”. Ni quiso saber de qué se trataba esa receta para la felicidad.
Esa noche iba a hacer frío y la mujer estaba un tanto desabrigada. La Calle del Medio no
ofrecía muchos reparos. Algún zaguán de alguna vieja casona podría ser un buen refugio,
pero todas las puertas estaban bien cerradas. El barrio estaba clausurado y, aunque ella no
lo había notado durante todo el tiempo que se dedicó a recibir y a enviar mensajes por
El cadáver quedó envuelto en esa mezcla de noche y vaho, los gorriones no volvieron
sobre el muerto (ya descansaban en sus nidos), y una legión de cucarachas y ratas se
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—Es un reclutador. –Dijo el viejo sicario respondiendo a la pregunta de “El Interrogador”
—Perdón, era. –Se persignó varias veces y luego besó al Cristo de la cruz de su rosario
nacarado.– Pero yo no tuve nada que ver. Ya no estoy para estas lides.
—Esas cosas no se saben y si se saben no se dicen. Usted debería saberlo mejor que nadie.
No hubo más diálogo. Tampoco el viejo volvería hablar después de ese disgusto.
“El Interrogador” y el reclutador se conocían demasiado. No fue este viejo asesino quien lo
introdujo en el Sindicato. Pero conocía su fama y le tenía aprecio. Su palabra siempre era
escuchada. No hablaba por hablar y nunca decía algo demás. Sabía que muchas veces lo
habían consultado para que soltara prenda sobre algunos trabajos de “El Interrogador”.
Pero también sabía que nunca lo había delatado. “Códigos son códigos”. Solía repetir.
“El Interrogador” se convenció de que nadie iría por el cadáver de un reclutador. Sin
amigos ni familia, esa era la condición. Y sin amigos ni familia nadie te sostendrá una vela
en tu entierro. Le hubiera gustado saber por qué había sido eliminado, cuál había sido su
error o su traición. Pero de eso nadie lo informaría. “Códigos son códigos”. Y siempre es
interrogador. Así comenzó su trabajo y desde entonces por ese título se lo conocía. ¿Su
Pero un reclutador pertenecía a otra dimensión. Eran los sicarios de los sicarios, los
expertos, los descubridores, los amautas ante quienes todos se rendían. La sabiduría
Cuesta imaginar a esos hombres. Veían en un simple ratero el toque mágico de la muerte.
mirar, de ajustar la mirada con total precisión. Era el músculo siempre tenso pero con la
tensión correcta. Era una mente abierta a los imponderables. Y sobre todo, tipos sin el
menor escrúpulo. ¿Hay que matar al propio hijo? De acuerdo. ¿Cuándo? Hay que matar a
Sin amor y sin odios. Solo dinero. Bello dinero. Abundante dinero.
Esa rara amalgama era la que un reclutador debía descubrir en un aprendiz de sicario.
manos de otro reclutador. Porque esta era una ley consuetudinaria, “contigo solo se meten
los de tu clase”. Nunca un verdugo por debajo de una casta, nunca uno por encima de ella.
Los que estaban por encima de los reclutadores eran muy pocos, los jefes, casi el último
eslabón en la larga cadena del crimen organizado. Se decía “casi el último” porque nunca
se sabía quién realmente estaba en la cúspide por encima de todos. Ese era un verdadero
secreto de Estado.
“detesto las despedidas”. Era una cuestión sentimental, si hubiera tenido que despedirse de
cada uno que despachó al otro mundo, le habría faltado tiempo para cumplir con su trabajo.
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La lucha es el patrimonio de los tenaces. Un bien preciado entre aquellos que consideran
que han venido al mundo no para pasar por él como una suspicacia, o el prejuicio de una
sangre que teme hasta de su propio temperamento, o de una equivocación entre moléculas
humanas.
Luchar y luchar. Obstinarse. Insistir. Ser una luchadora insistente. Una niña tenaz.
Así pensaba Taga que debía comportarse ante Tía Mau y Don Modesto. Ellos debían saber
que nada la acobardaba. Ella no lo comentó, pero vio cada disparo penetrar la humanidad
¡Pum!
¡Pum!
¡Pum!
Y vio salir la tripa bajo la espalda, un trozo de corazón rodar hacia la alcantarilla y ceso y
hueso por la nuca. Pero Taga no sintió miedo. Sí curiosidad. No conocía aun la palabra
una madre que solo sabía huir de ella y que por su propio impulso bajó al submundo de la
muerte para ver correr la sangre de Marciano y luego, junto a Modesto, la sangre de un
fulano que tal vez mereció aquel castigo. Propios prados de Asfódelos donde apreciar las
Qué no se hubiese pensado de esa niña que siendo tan pequeña llevó un revolver oculto en
una vieja y oxidada lata de leche en polvo tal y como se lo ordenó su madre para matar a su
Pequeña que goza asistiendo a un homicidio a sangre fría y observando como curiosa
espectadora la ejecución de un hombre al que no conocía pero intuía. Como aquel viejo
que terminó colgado del techo de su rancho y al que le amputaron su miembro por
degenerado.
No Marciano que murió porque su destino era el del que iba a ser traicionado sin
sospechar.
Así debió ser con aquel hombre muerto al que se rodeaban ratas y cucarachas atraídas por
el olor de la carne muerta. Merodeaban por el cadáver como merodeó la mirada de Taga
sostenida de la mano de Modesto, cuando fue directo a buscar el fondo de los ojos del
finado para hurgar hasta dar con el hueco por donde la última bala pasó disolviendo el seso
Para un sicario adusto y veterano, aquello hubiese sido como cuidar el retoño de la original
materia de la muerte por encomienda. La sustancia primigenia que hace que un hombre o
una mujer dejen de ser apacibles moradores de un mundo sin entusiasmos, a ser los
Cómo no sentir curiosidad por aquella niña que parecía escuálida pero no lo era, que solo
era pequeña, y prometía en su modo de mirar una lluvia de ácido que limpiaría la mugre
Una lluvia terminal que acabara con toda la inmundicia que ascendía del lodo de los
arroyos sumergidos y entraba en las personas por sus fosas nasales, por sus bocas, por los
poros de su piel, para hacerlos rodar por las calles como cáscaras de una humanidad
perdida.
13
obediencia debida que de la lógica. Hacía frío y estaba desabrigada. Sola, aterida de frío y
sin comprender por qué había sido abandonada, todo lo que ocurría a su alrededor se
Vio a las ratas. Tembló. Vio a las cucarachas. Tembló. Se juró no intervenir. ¿Qué mérito
importarle?
La oscuridad disimulaba al muerto, las pequeñas luces que llegaban de la plaza no
lograban iluminar el cadáver que se iba deformando a medida que se hinchaba producto de
El camión recolector llegó por la avenida. Tomó La Calle del Medio la que encontró
cerrada al paso. Detuvo su marcha. Ya no había aplausos de los vecinos para ellos. Al
principio de la pandemia se asomaban a sus balcones o a las puertas de sus casas para
aplaudir a los recolectores de basura. Pero eso se había terminado hacía unos días. La
admiración dura lo que el vuelo de una mariposa. Del encanto de la amabilidad expresada
El primero que vio a la mujer policía tratando de protegerse detrás de un robusto árbol fue
el chofer, el más experimentado de los trabajadores. Llevados por la curiosidad los otros
dos recolectores se asomaron por detrás del camión y también vieron a la confundida mujer
policía cubierta por la oscuridad de la noche. Aun a metros de la mujer policía captaron su
—¿Todo bien, Doña? –Tres palabras para transmitir consuelo. La mujer saludó alzando su
mano.
Uno de los recolectores, el que estaba más alejado pero que tenía un olfato excelente,
preguntó:
—No. Ya me acostumbre. No huele peor que mi jefe. Roñoso. Sobaco y huevo huelen peor
—¡Traelo pa’cá que acá no se nota! –Rieron a coro los dos hombres. A la policía no le
—Quedate tranquila, che, que con vo no se van a meter. Las tipas comen y se van a
—Acá la única boluda que hay soy yo. ¡Joderme por culpa de ese hijo de puta!
—Hijo de puta hay en todo lado, doña. –Una verdad dicha de manera sencilla.
Los hijo de puta abundan en todas las latitudes. Los peores son los portadores de uniforme.
un muerto que hedía a podrido. Por eso ofrecieron llevarse al muerto para arrojarlo en el
CEAMSE.
¡Sabé la de muertos que tiran por allá! –Ella no lo sabía y nunca lo había imaginado.
No sería el primer muerto que terminaría sepultado por toneladas de basura. Nadie daría
No eran las personas las que ponían al descubierto los esqueletos. Los cirujas que asaltaban
O más de uno. Porque hubo ocasiones en que toparon con más de un cadáver a los que
ignoraron prudentemente. Nada de comentarios por los hallazgos, todos los cirujas sabían
aquello de que “en boca cerradas no entran moscas”. El buche bien cerrado. Silencio.
¿Volverían a la vida esos muertos porque ellos llamaran la atención de policías y fiscales?
Cuando llegara la policía o un fiscal o un forense o un payaso de circo para saber del
el roñoso horizonte del basural una respuesta aceptable, harían uno que otro comentario
absurdo, y luego meterían en una bolsa negra lo que quedaba de el o los difuntos para
marcharse silbando una pequeña melodía fúnebre. (Pobre infeliz ya lo llevan a enterrar...)
La mujer policía concluyó que si bien la oferta le parecía interesante, no tendría cómo
explicar a sus superiores que el cadáver había desaparecido sin que ella se diera cuenta.
Decir que se quedó dormida no era un justificativo, era una declaración auto condenatoria.
No había comparación entre el baile de las ratas y las cucarachas y el pútrido olor del
muerto, con los castigos que sus mandamás ordenarían contra ella por perder de vista a un
Agradeció a los recolectores de basura por su solidaridad y les sugirió que se marcharan
por donde habían llegado. Y eso hicieron. Saludaron, el chofer dio marcha atrás hasta
En La Calle del Medio una pálida luz exageraba el color de la piel exangüe del cadáver,
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Tía Mau no pudo pegar un ojo toda esa noche. Estaba en su cama arropada con abundante
abrigo. Reconocía el pequeño sonido que producían el pestañeo de los ojos de Taga quien
tampoco podía dormir. Solo ella captaba ese imperceptible zumbido de las pestañas
En cambio Don Modesto cayó como desmayado. La lentejeada le enderezó el espíritu con
le advirtió del picoso sabor de las lentejas. Modesto trató de no lagrimear, lo que hubiera
ofendido a Tía Mau quien no sabía aceptar una crítica a su modo de preparar la comida.
Tía Mau dejó su cama. Afuera, y a pesar de la distancia que había entre su habitación y el
lugar donde yacía el muerto, oyó la ronda de las ratas y hasta la ronda de las cucarachas.
También el mordisco en la carne. Sin siquiera asomarse sabía que afuera no había estrellas.
Apenas unas luces pálidas que salían de la plaza pero que casi no se animaban a alcanzar al
cadáver. La mujer policía, en cambio, se mantenía de pie apoyada en el robusto árbol que a
“Mañana no dejaré que salgan” Así se dijo a sí misma Tía Mau mientras pasaba la mano
por su cabellera. Repitió “no, claro que no dejaré que salgan”. Lo decía mientras trataba
Aquel cadáver se había metido hasta en su cama. Insoportable resultaba un muerto al que
estar muerto de frío”. Así pensó mientras suponía que se abrirían para el finado las puertas
del Reino de Dios. Pero enseguida cambió de opinión. Eso fue apenas vio sus ojos de los
que salía un murmullo negro y olía a carne que se quema como la de aquel abuelito que
había violado. El olor de la venganza es inolvidable y ella llevaba ese perfume colgado de
su cuerpo como una joya encenizada. Entonces cambió la compasión por la cólera.
“¡Quién se habrá creído!” Tía Mau retuvo un ademán entre sus manos porque estaba
dispuesta a poner al muerto en su lugar. Convino que el hombre estaba bien muerto. No
solo “El Interrogador” estaba al tanto de quien era ese. Ella tenía buen juicio para adivinar
lágrimas ni oraciones.
“Más vale que todo lo arreglaría con un buen fósforo”. Eso hubiera hecho con solo un
fósforo. De ese modo le había arrojado fuego a aquel desgraciado que la violó de pequeña.
A este le correspondía el mismo destino. “¿Quieren que les diga? Échenle fuego. Quemen
hasta sus zapatos. No dejaré que Taga vaya a hurgarle los ojos nuevamente. Esa niña no
puede medir las consecuencias. Será que vio matar a un hombre cuando su madre le
disparó en la nuca. Ella apenas esquivó la sangre para alcanzar la mesada donde
esperaba un mendrugo de pan que alguien lo tome. ¿Se da cuenta Dios qué raro es eso?
No dejaré que Don Modesto me convenza. Él va siempre como un ánima que apenas puede
cargar con sus pecados y pone esa cara de carnero degollado. Siempre riendo, como niño.
Ella sabía qué hacer con Taga y con Modesto, pero no sabía qué hacer con el muerto
metido en su cama y con la mujer policía que andaba rondando afuera de la casa como si
ya supiera donde encontrar al finado. Ella no quería saber nada con que la policía se le
pusiera de frente y la mirara hasta malquistarse con ella por esconder al muerto. No fue
obra suya. Tampoco de Dios. Son cosas de los muertos que no respetan a nadie. Ella no lo
Debía rezar y debía rezar mucho. Una misa no estaría mal pedirle al cura de la parroquia
porque ese era un hombre comprensivo. Juntaría monedita para darle para la misa. Amén.
Cuando pensaba en estas salvaciones llegó Taga porque olió al muerto. No lo vio, solo lo
—¿Qué está haciendo Tía Mau? –La mujer tuvo que pensar qué le diría.
—Yo también –dijo Taga–. El muerto no se ha tardado en venir. Pero apenas salga el sol se
irá. Se lo juro.
Tía Mau debió preguntarle cómo sabía aquello. Cómo sabía que las dejaría en paz.
—Abra la cama y déjelo salir.
Tía Mau obedeció. Quitó las mantas, todas. Un aire espeso corrió hasta la puerta.
—No hay lugar para otro –dijo Taga quien llevaba encima a Marciano muerto por su
madre.
Taga hubiera querido explicarle que ella no tenía ningún poder sobre los muertos, pero no
podía sacarse de encima a Marciano quien no le reprochaba nada, nada, pero que estaba
triste, disminuido como un viejo que ha quedado reducido a unas pocas morisquetas. Y eso
que había hecho lo que Maura le pidió con ese violador. ¡Todo para terminar con un tiro en
la nuca! Marciano nunca le reprochó que ella, justo ella, fuera quien llevara el arma.
“Apenas una criatura –diría Marciano si tuviera oportunidad de decir algo–. Qué iba a
Tía Mau se dio por satisfecha. Como el muerto ya había salido de su cama invitó a la niña
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“El Interrogador” terminó su visita al viejo reclutador, salió de su casa decidido a volver
donde el muerto. Quería echarle una mirada antes de que las ratas devoraran las blandas
carnes del rostro. Después se iría a alguno de sus refugios o viajaría en dirección al oeste
La noche, a esa hora, estaba mansa y había adquirido la fisonomía de una catedral. La poca
luz que surgía de esa serena oscuridad se desbarataba al instante. La soledad le agregaba
cierta confusión al ambiente nocturno y se oían gritos con sabor a sangre. Algunos
palurdos libertarios voceaban sus consignas con total malicia. Quemaban barbijos con los
que habían hecho unas pequeñas antorchas negras y celebraban sus bravuconadas.
Envolvían el extremo de una larga caña con barbijos a los que rociaban con alcohol para
incendiarlos. Cuando el fuego se volvía mucho más que un murmullo, danzaban. Los
perder la cuenta de los rezos repetidos al Dios de las pandemias repartiendo su lepra,
El corazón de “El Interrogador” latía como si estuviera a cubierto bajo una cobija roja,
No tenía sueño para nada. Despabilado sin interesarle lo que le pudiera esperar.
Por su condición de insomne cualquiera diría que estaba muerto y no lo podía asumir.
Dormir, soñar, morir. Apenas dos o tres horas por noche eran suficiente. Suponía que al
morir todas las fatigas se disiparían por cada palada de tierra arrojada a su tumba por un
Dormir poco y liviano era uno de sus mejores hábitos. Si no estaba en alguno de sus
refugios no tenía un sueño profundo. Morir profundo era morirse un tiempo. Estaba
siempre en vigilia, atento, el arma amartillada en alguna de sus manos. Ser ambidiestro era
una ventaja extraordinaria. Y esa noche no dormiría. Quería echarle el ojo al reclutador
buscan la vida entre la sangre, detectan las intenciones homicidas donde otros creen ver
virtudes. La virtud y el pecado son parte de la misma estrategia, solo hay que comprender
Los sicarios, en cambio, buscan la sangre, cargan en sus espaldas los camposantos que
consumen a los destinados a ser asesinados y allí los arrojan. Van de aquí para allá
nutren.
necesaria lleve el tiempo que lleve. El destrozo es lento, paradójico, son agujeros por
donde escurre la desdicha como un infortunado acidito hasta que vuelve al atormentado un
estremecimiento. Ay, ay, ay. Llegar donde el grito se gesta entre la miscelánea pegajosa de
Recordaba que los servicios de los interrogadores fueron requeridos para atender a un
traidor que delató a un reclutador que murió asesinado por esa delación. Al pobre
reclutador le echaron cien puñaladas por la espalda. Y aunque nadie lo podía creer resultó
cierto. ¡Cien cuchilladas! Las contaron. Se acomodaron ante el cadáver y las contaron.
alvéolos.
De ese crimen nació una venganza. De tan triste asunto se ocupó el Sindicato.
Hubo misa para el finado, la hubo, vale decirlo. Fue un día de muchos pájaros que andaban
bajo las nubes revoloteando. Graznaban sobre las cabezas de los del cortejo fúnebre como
llevaba ni una ropa. Le habían sellado los labios y los ojos con brea. Hubo que abrir los
labios con una filosa navaja, la que usaba el finado para afeitarse cada mañana. Los ojos
permanecieron lacrados hasta el último sacrificio. Alguien le dijo “¿querés ver lo que
interrogadores, todos, y casi nadie con alguna jerarquía quiso quedar al margen del castigo
“El Interrogador” recordaba todos los rostros. Aunque no había luz o la luz era apenas
pábilo y suspiro, él había podido reconocer cada uno. De aquellos que estaban en los
rincones o tenían la tez oscura o se escondían tras las amplias solapas de sus sobretodos.
Si el hombre que yacía muerto en La Calle del Medio estuvo en esa ceremonia él lo
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—Válgame Dios qué ruido es ese. –Tía Mau se santiguó– ¿Es usted Don Modesto?
Modesto dormía a pata suelta cuando se oyó el grito que vino de La Calle del Medio. No
era él quien gritaba. Modesto no sabía gritar, nunca alzaba la voz. Siempre hablaba en voz
baja, no con temor sino con cuidado, con modestia. No quería que lo regañara ni Tía Mau
ni Taga. De ese modo el creía que podía evitar que Taga le preguntara cómo había
terminado viviendo con ellos. Así que Don Modesto solía hablar como si cayera la lluvia
delante de su rostro.
El grito que despertó a Tía Mau era un grito humano. Taga también lo oyó pero ella, a
diferencia de Tía Mau, no se persignó. Podía ser apenas un sueño y no un aullido. Los
muertos no chillan. Ella podía afirmarlo. Cuando Marciano murió solo se oyó el ruido de la
cabeza golpeando contra el mármol de la mesa y luego, seguido, contra el piso. Aunque el
segundo fue un golpe líquido, un emplaste de golpe contra la baldosa, seguramente porque
los huesos ya estaban rotos y el seso y la sangría le salía por los ojos, las fosas nasales y la
boca. ¡Plaf! Eso creía Taga oyó cuando su madre mató a Marciano. No fue un alarido.
El berrido debió despertar al barrio pero como estaba a oscuras solo se lo podía ojear.
Había que encontrar el grito para verle la cara, de lo contrario no había forma de saber de
¿La mujer policía habría gritado? ¿Podría haber sido ella la gritona, allí solita a merced del
—No, la mujer policía se ha ido, dejó al muerto a la manada de ratas porque ya no sabía
cómo evitar verlas. Y hay un hombre que al cabo sostiene una linterna con la que alumbra
Tía Mau sintió horror por lo que Taga comentaba agitando las manos como tratando de
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La luz sobre el rostro. Cuando los hombres se acercaron iluminando al muerto las ratas
huyeron. La mujer policía los vio venir pero no atinó a nada. Quedó paralizada. Frío y
muerte, vista de cerca en la boca de una pistola calibre nueve milímetros, tiene una
dimensión increíble.
A la mujer policía no le surgía la voz. Ella no podía ver el rostro del hombre que la
amenazaba. Tal vez llevara un pasamontañas para ocultar el rostro, pero no podría
afirmarlo. Apenas se le acercó cerró los ojos y solo los abría con intermitencia queriendo
quedás en el molde te la llevás de arriba. Vos no viste nada, ojos que no ven corazón que ni
siente. –La mujer asintió nuevamente y mantuvo sus ojos cerrados, los párpados apretados.
Entregó todo lo que le pidió el matón quien guardó todo en su mochila. Luego el hombre le
habló al oído.
Le prometió golpearla con discreción. Nada brutal, tal vez uno o dos culatazos en la cabeza
y una trompada en un ojo. Un ojo amoratado en la mujer sería más que convincente.
—Nada que tu marido no te haya hecho. –Así le dijo. Ello podría haber respondido “lo
hubiera matado”, pero estaba demasiado acobardada como para hablar de su vida marital.
Dos culatazos y una trompada, así le robaron el arma, la placa y todo lo demás. Creíble. No
era exagerado. Además, no tenía opción y siendo mala, sería la mejor ante lo que le haría
su jefe si sospechara que ella no opuso resistencia. Era buen negocio, dos culatazos y una
trompada y después a casa, a bañarse, a dormir y olvidarse del olor pútrido del cadáver y
fuego al muerto.
Quemar un cadáver no es tan fácil como el común de la gente cree. Tarda en carbonizarse,
Hay que saber ser paciente, esperar que arda el tejido adiposo que es el que va quemando
—Un fueguito no te viene mal –dijo uno de los matones y soltó una pequeña carcajada–se
La mujer policía empezó a temblar. Nunca había visto quemar un cadáver y sentido ese
olor a carne asada. Pero no iba a soltar la lengua, no iba a gritar y ni menos mirar. Solo oía
y olía aunque metió la nariz dentro del uniforme para olisquear su transpiración y no el
tufo que despediría el muerto cuando le prendieran fuego. Fue cuando pensó en por qué
había dejado la estampita de la Virgen sobre la mesita de luz la mañana en que salió de la
Faltaba poco para el amanecer y todavía la noche abundaba en la ciudad. Y ella se puso a
Estaba tan confundida que no recordaba ningún rezo así que lo inventó. Murmuraba un Ave
María atrás del otro y los hombres dejaron de rociar el gasoil sobre el cadáver porque
La mujer policía no creía que esos tipos siquiera supieran de la Virgen y menos que alguna
vez en su vida le hayan rezado a un santo. En ese momento invocó a Rosario Tijeras. Qué
Tijeras, tijeras, navajas, puñales, cruces. Cruces hechas con puñales y santas calaveras.
San La Muerte me proteja. Sino Nazario que murió dos veces. San Nazario de la Santa
Muerte. ¡Dame tu espada de Templario! ¡Hay tanto para rezar que no alcanzaría el tiempo!
¡San Juditas! ¡San Juditas! ¡A ti me encomiendo! Todo eso pudo rezar en un segundo. El
tiempo es relativo cuando se está muriendo, lo que a veces transcurre durante años en ese
Por la esquina pasaron a la carrera una docena de palurdos libertarios con sus antorchas
fabricadas con barbijos. Llevaban unas pancartas en la que prometían la muerte en cápsulas
de 5G y otras donde la tierra era plana como una hoja de papel manchado. La conspiración
del nuevo orden mundial llegaba envuelta en una jeringa y el veneno nada sutil de unas
vacunas comunistas.
detuvieron para observar a los hombres ante el muerto y una figura que parecía humana,
uno de los dos matones encendió el cadáver y las llamas bramaron hasta una altura de tres
metros. Los palurdos libertarios quedaron lelos, a lo lejos, absortos pensando en qué
maravillosa era La Calle del Medio la más plana de todas las calles de la Tierra. Un
corredor de luz se hizo hasta ellos. Cuando uno de los hombres desenfundó el arma y los
apuntó huyeron despavoridos. El hombre gritó “fuera bichos, qué carajo miran”. Pero era
seguro que ninguno de los palurdos pudo haber oído ese grito.
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La vida no es justa. Por supuesto. La suerte de la mujer policía siempre es escasa. ¿Quién
lo lo sabe? Desde la tarde anterior cuando la abandonaron junto al cadáver esa convicción
se hizo más fuerte en esa mujer. Nadie creería por lo que estaba pasando aun si lo contara
en la intimidad de alguna reunión familiar. Exagerada. Como todas las mujeres, exagerada.
Lloronas. Haciéndose la víctima como la mayoría. Histérica. El insulto preferido.
“¿De qué se queja?” Pregunta que tendría una larga respuesta. Luego, “¿qué tenía de
¿No la habían preparado para asuntos tan poco agradables como ese? “Para eso y mucho
más”, seguro diría algún comedido que en su vida había visto un muerto ni siquiera en
fotos.
Las fotos no hieden a carne podrida, si las ratas las devoran es solo papel; no se queman
chamuscada.
Las fotos son fotos, solo retratos de pigmeos humanos, tímidos liliputienses encerrados en
una impresión en blanco y negro, o en colores que pierden su vitalidad con el paso del
“Tanto problema por un muerto podrido. ¿A cuántas personas has matado en tu vida,
mujer policía?” ¿Qué pregunta era esa? Si debía responder con la verdad diría “ninguna”.
Apenas se hizo policía para ganarse un sueldo y pucherear en una casa llena de niños y
niñas y viejos y viejas que sobrevivían con lo puesto. Sobrevivir era lo suyo. Sobrevivir.
Y entonces estaba con un muerto en la acera que se estaba quemando y dos matones que le
robaron todo lo que llevaba y le proponían una golpiza como solución a su salvación. ¿Esa
era vida?
“No te preocupes, mujer policía”. Le habría dicho el comisario. “Solo ábrete de piernas y
nada de todo esto estará en tu legajo.” Jamás. “Mi culo es mío y se subo quien yo quiero”,
el último sonido de la muerte. Uno de los dos matones se acerco donde ella. La mujer
No hacía falta decir algo más. El cadáver ardía. La mujer vio ascender luego del sonido de
la muerte un polvo rojo que salía del muerto. El sonido se había calcinado justo a la altura
de la robusta calavera.
la avenida. Caminaría por ella en dirección este, hasta llegar a algún lugar en que pudiera
tomar contacto con un móvil policial. Antes de irse reclamó los golpes. Los hombres
rieron.
—Sabés las cosas que yo necesito. Mejor tomátelas. –Eso fue todo lo que respondieron–.
Llegó el insultó, faltó “histérica” para que la mala suerte fuera completa.
Nada resultaba como era esperable. Mejor irse todavía viva y entera. Mientras se alejaba
—Si querés un favor pedíselo a tu jefe, hace rato que te tiene ganas.
“Hijo de puta. Arreglado con ese guacho. Hijo de puta”. Pero esto no lo dijo en voz alta.
¿Qué peor que un sumario por abandono podía sucederle? Como castigo la mandarían al
último sucucho policial, a juntar mierda con una cuchara, a lustrar cucarachas, a escuchar
hablar de hemorroides, cánceres y esas cosas que regala la muerte en pequeñas cuotas a
Después de todo era un trabajo de porquería y una paga miserable. Joderse. Bastante bien
le había ido con el muerto, las ratas, las cucarachas y esos dos matones que le prometieron
una golpiza que no iban a propinarle. Paciencia y resignación, no había que abusar de la
amor que no tenía, tampoco en un hijo que no deseaba, pero no encontró nada alegre con
Venía caminando en dirección al muerto mientras ella se alejaba sin apurar el paso. Él, por
“El Interrogador” vio a la mujer abandonar “la escena del crimen”. Si hubiese estado en
sus posibilidades le hubiese advertido que muchas veces las cosas no son lo que parecen.
Mucho menos cuando se trata con sicarios, reclutadores y comisarios. Pero un interrogador
nunca habla en público con una policía. Sería una señal tan confusa y un interrogador debía
se consecuente con su trabajo. Nada de delaciones salvo las que obtenía de otros por dinero
o por órdenes del Sindicato, al fin y al cabo el último contratista del crimen.
Sintió el olor a carne quemada y no tuvo dudas de qué estaba ocurriendo. Los jerarcas de
los reclutadores no iban a permitir que una investigación sobre el muerto fuera la entrada a
su pequeño mundo de maestros de sicarios. Luego de que el viejo reclutador puso a sus
minutos no quedaría mucho para investigar. Algunos van del polvo al polvo, otros del
Los dos matones también se alejaron del incendio. Uno le dijo al otro “este asunto a
¿Cuántos dolores de cabeza se pueden tener si cabeza hay una sola? Con perder la cabeza
sería suficiente. El finado ya la había perdido. Podía verse su redonda calavera emerger
entre las llamas naranjazules que echaban brillos redondos en todas direcciones.
Recordaba uno de los matones que mucho peor fue cuando debió matar a la primera
criatura. Ese fue un dolor de cabeza. Matar a un niño es un verdadero desconsuelo, pero
Un reclutador muerto no haría más que escandalizar por unos días, tal vez semanas, a la
selecta casta de los reclutadores y a nadie más. Luego de beber a morir en homenaje al
finado se irían todos a jugar al póker o gastarse el dinero mal habido en caballos de
carreras o prostitutas.
Los matones caminaron por una calle perpendicular a La Calle del Medio y en paralelo a la
acordado con la policía liberar la zona, ningún otro policía más que la mujer que habían
despachado metería sus narices en el asunto. “¿Para qué complicarse con lo poco que
hacerse el distraído por algún asunto más o menos escabroso. Además, regía aquello de que
hoy por vos, mañana por mí, y favor con favor se paga.
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—No lo sé, no lo sé. –Es todo lo que repetía Don Modesto cuando Tía Mau lo sacó de la
cama a empellones.
—Sí lo sabés y muy bien. –Tía Mau estaba como loca. El olor a la venganza había
despejado su mente de todo buen pensamiento. Taga no pudo más que echarse en un rincón
quemada! Por ello me gritó el muerto antes de meterse en mi cama. La niña lo ha visto, sí
que lo ha visto.
Modesto no iba nunca a interrogar a la niña sobre esa visión. El conocía de sobre la gloria
de aquella acción que terminó con el abuelito violador quemado vivo. Siempre sospechó
que los bomberos estaban al tanto del degeneramiento del viejo y por eso se retrasaron
todo lo que estuvo en sus posibilidades. Llegaron cuando el fuego todo lo había
consumido.
Por el otro muerto, el que vio en la calle tirado sobre el asfalto con tres disparos, había
perdido todo interés o al menos eso quería hacerles creer a Tía Mau y Taga.
—No sé, no sé de qué me habla, Tía. Los muertos no entran a la cama si uno no los invita.
Ni siquiera de lejos se prometen pasar la noche con un cuerpo caliente porque saben que
eso les está vedado. Usté lo sabe, Tía Mau. Así que no me zamarree más y piense en qué le
Pero ella estaba segura que no invitó al finado. Fue el fuego el que lo empujó hasta ella
porque él muerto sabía que era la única persona en toda aquella zona que reconocería al
Taga estaba desconcertada. Tal vez ese desconocido vagaba por la calle en busca de
consuelo y eso le preocupó. ¿Qué pasaría si al cabo de un tiempo el propio Marciano que
era por demás inocente, volvía a ellos a buscar su cuota de consuelo? El remordimiento es
—Los dos me juran que mañana no saldrán de esta casa. Tal vez me odien o tal vez entren
en razones pero me han de obedecer. No quiero que salgan hasta que el muerto vaya donde
Dios le ordene.
Don Modesto no sabía a dónde Dios podía enviar a un muerto que olía a carne quemada.
Rumor de fuegos, rumor de pies sobre las propias brazas, hilos de ruidos rojos que salían
de la pulpa de los huesos que empezaban a quemarse en una hebra rota y astillada. ¿Dios
querría eso?
Don Modesto estaba dispuesto a transigir con todo lo que ordenara Tía Mau. “Pasado
mañana será otro día”. Esa era toda su filosofía. ¿Y Taga obedecería?
—La ataré a la cama. Un muerto trae a otro muerto. Quien lo ha mirado mirará la muerte.
Nadie saldrá de esta casa a menos que quiera morir a la primera hora.
Eso no estaba en la voluntad de Taga ni de Don Modesto. En vos baja los dos respondieron
Don Modesto solo quería volver a dormir. Taga salió de su rincón y fue con Tía Mau a
refugiarse bajo sus mantas. Dormirían juntas, no habría lugar para ese ni para otro muerto.
20
“El Interrogador” llegó cuando el muerto era una escándalo de fuego. Dio paso a la ceniza
que fue un alboroto luego de las chispas. La mañana estaba por presentarse. Se entretuvo
mirando los humitos que salían del asfalto. Era hora de irse. Su cuarentena estaba
entretenida esos días. Del muerto que se ocupe Dios. Mueren tantos por el fuego que el
mundo podría pintarse de naranjos incendiarios. Aunque él no creía en todo aquello, había
que darle algún crédito a que todo ocurría como ocurría por la voluntad de Dios. El de los
católicos, el de los judíos, el de los musulmanes o el que fuera. Tantos dioses como
hombres. La gente cree en los imposibles, es un giro de la esperanza humana que muchas
alborada. Sobre los árboles la luz subía rama a rama, de abajo hacía arriba, con la humedad
La mujer policía habría detenido su marcha alertada por la voz de un hombre que no
conocía.
El le habría respondido:
Pero ella no lo hubiera creído. El comisario solo quería acostarse con ella, llevarla a la
cama, pudiera que violarla por adelante y por atrás, exigirle un fellatio, pero no matarla.
de putas en Miami llevado por Pfizer a la tierra del nunca jamás. Y nunca te diste cuentas
La mujer se hubiera palpado de pies a cabezas. ¿Muerta? Habría firmado “mi carne aún es
firme, los muertos se vuelven fofos”. Entonces palparía sus glúteos para confirmar la
rigidez de sus nalgas, aquellas que saboreaba el comisario cada vez que la veía pasar frente
resistencia”. Esa confesión sí que era su condenada. Cómo explicaría que entregó el arma,
“¡Natalia” ¡Natalia!”
Error. Grave error. “El Interrogador” hubiera invocado a Dixi corrigiendo “Nomen
Nescio”, NN, o podría haberle dicho que aunque gritara de la “A” a la “Z”, Alicia, Beatriz,
Carolina, Dorotea, Washington, Xilofón, Yolanda o Zapato, nadie la hubiera asistido, nada
la hubiera salvado porque estaba condenada desde el día anterior, como le explicó, desde el
momento que la dejaron sola junto al muerto. Nadie sobrevive a un reclutador muerto y
menos una mujer policía que ha rechazado a su comisario no una sino diez, cien, mil veces.
Destino decidido.
¿Quién haría el trabajo? Los dos matones que la robaron y despacharon. Mientras ella iba
por la avenida ellos iban por la paralela en su búsqueda. Paga doble, un quemadito y una
móvil policial. La pandemia había alterado todo, incluso a los rateros que merodeaban
orden mundial y aborrecían en varios idiomas a las vacunas y a todas las sanaciones.
El disparo era inevitable. El ruido de la descarga llegó hasta él con fuerza propia. El rostro
de la mujer policía se le presentó borroso. ¿Para qué morir tan temprano? La mañana
Mujer ingenua. Se le metió el muerto bajo la piel. Llevo consigo la estimación del muerto
y eso era visible hasta para los palurdos libertarios que aún danzaban como zombis
“El Interrogador” murmuró: “ahora nada”, y enfiló hacia el oeste, en busca de uno de sus
refugios.