Está en la página 1de 11

Los cuentos convencionales oscilan entre 2000 a 30 000 palabras.

Pero hay tres tipos de


cuentos debajo de las 2000 palabras:
Cuentos cortos (1000 a 2000 palabras) se aprecia:
1) Incidente repentino que produce epifanía (revelación, momento más apasionante), 2)
condensación de todo una vida, 3) imagen instantánea (no hay epifanía) sólo un monólogo interior
o flujo de conciencia, 4) estructura alegórica (belleza superficial)
Otros rasgos del cuento corto: El destino se impone sobre la individualidad, una situación
extrema que sirve de emblema para lo universal, acepta un tono lírico o alegórico, narra un
incidente o condensa la vida.
Generalmente en las novelas mirábamos a un individuo en el largo proceso de madurar
decisiones morales. En los cuentos de extensión asistimos al momento de la decisión. Pero en los
cuentos cortos se observa la reacción de un personaje o de una comunidad ante un momento de
tensión (no hay posibilidad a veces de decisión) Puede ser un género hibridizado o parodiado.
Cuentos muy cortos (200 a 1000 palabras)
Cuentos que alguien podría contar mientras dura una moneda en el teléfono. Esta estructura rompe
la linealidad de la narrativa al usar estrategias elípticas, es decir, cuando se omiten fragmentos del
relato, o metafóricas cuando hay fragmentos que no son emitidos sino son sustituidos por algo
inesperado.
- Pueden ser enigmáticos y de ambigüedad temática hasta alterar las marcas de puntuación. Los
finales suelen ser enigmáticos o abruptos. Se requiere que el lector participe y complete la historia.
Cuentos ultracortos (1 a 200 palabras)
- Son más como epigramas que narraciones. Se apoyan en una ambigüedad semántica, una
intertextualidad literaria o extraliteraria (si se parodia con el texto que se ha tomado, es una
intertextualidad posmoderna, pero si se toma un cita particular para simple relación es una
intertextualidad moderna). La ironía está presente aunque es inestable por cuanto no viene tan
marcado por la voz ni hay un contexto tan explicito. Estos cuentos pueden ser por un dilema de lo
que se ve.
Entonces en estos minicuentos se considerarán:
a) Diversas estrategias de intertextualidad (hibridación genérica, silepsis, alusión, citación,
parodia); b) Diversas clases de metaficción (en el plano narrativo: metalepsis, diálogo con el
lector) (en el plano lingüístico: juegos del lenguaje lipogramas, tautogramas o repeticiones
lúdicas; c) Diversas clases de ambigüedad (los finales enigmáticos); d) Diversas formas de humor
y de ironía; e) Crea espacios o lugares fuera de tiempo; f) Contacto con el lector.
Algunos Conceptos
Epigramas: Poemas muy breves de carácter político, irónico, risueño. Ejemplo: Todo profeta
debiera ser crucificado a los treinta años. En cuanto conoce el mundo, el bribón se transforma en
mártir (Goethe)
Silepsis: Esta figura consiste en alterar aparentemente la concordancia entre las palabras que
deben tenerla. Ejemplo: Su santidad es bondadoso. Su alteza bondadoso.
Metalepsis: transposición de un término a otro por un elemento sobreentendido. Ejemplo: se gana
el pan con el sudor de la frente, refiriéndose al sudor de la frente como el trabajo.
Lipogramas: texto que prescinde voluntariamente de una letra del abecedario. Ejemplo: “Al
onzavo sándwich hubo una fuga súbita...”
Tautogramas: texto compuesto por palabras que comienzan todas con la misma letra. Ejemplo:
“Amor aprieta aprisa arcos, aljaba...”
Elipsis: Eliminación de algunos elementos de una frase. Ejemplo: “ya está cerrada” y se entiende
según el contexto que se refiera a la puerta, la caja, etc.
EL PROFETA, EL PAJARO Y LA RED de Ah'med et Tortuchi
Cuenta una tradición israelita que un profeta pasó junto a una red tendida; un pájaro que estaba
allí cerca le dijo:
-Profeta del Señor, ¿en tu vida has visto un hombre tan simple como el que tendió esa red para
cazarme, a mí que la veo?
El profeta se alejó. A su regreso, encontró al pájaro preso en la red.
-Es extraño -exclamó-. ¿No eras tú quien hace un rato decías tal y tal cosa?
-Profeta -replicó el pájaro-, cuando el momento señalado llega no tenemos ya ojos ni orejas.

LA DISCIPULA de Herbert Allen Giles


La hermosa Hsi Shih frunció el entrecejo. Una aldeana feísima que la vio, quedó maravillada.
Anheló imitarla; asiduamente se puso de mal humor y frunció el entrecejo. Luego pisó la calle.
Los ricos se encerraron bajo llave y rehusaron salir; los pobres cargaron con sus hijos y sus
mujeres y emigraron a otros países.

PELIGROS DEL EXCESO DE PIEDAD de Nozhat el Djallas.


Un día en que Abu Nonas visitaba a un amigo, el techo empezó a crujir. -¿Qué es eso?
-preguntó. -No temas, es el techo que alaba al Señor. En cuanta oyó estas palabras, Abu Nonas
salió de la casa. -¿Adónde vas? -le preguntó el amigo. -Temo que aumente su devoción
-contestó Abu Nonas- y que se prosterne estando yo adentro.

EL DINOSAURIO de Augusto Monterroso


Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

EL DINOSAURIO de Pablo Urbanyi


Cuando despertó, suspiró aliviado: el dinosaurio ya no estaba allí.

UN SUEÑO de Jorge Luis Borges (1899-1986)


En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En la
única habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma del círculo) hay una mesa de
madera y un banco. En esa celda circular, un hombre que se parece a mí escribe en caracteres
que no comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema
sobre un hombre que en otra celda circular… El proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los
prisioneros escriben.

EL DIARIO A DIARIO de Julio Cortázar (1914-1984)


Un señor toma un tranvía después de comprar el diario y ponérselo bajo el brazo. Media hora
más tarde desciende con el mismo diario bajo el mismo brazo. Pero ya no es el mismo diario,
ahora es un montón de hojas impresas que el señor abandona en un banco de la plaza. Apenas
queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta
que un muchacho lo ve, lo lee, y lo deja convertido en un montón de hojas impresas. Apenas
queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta
que una anciana lo encuentra, lo lee, y lo deja convertido en un montón de hojas impresas.
Luego lo lleva a su casa y en el camino lo usa para empaquetar medio kilo de acelgas, que es
para lo que sirven los diarios después de estas excitantes metamorfosis.

PAGINA ASESINA de Julio Cortázar


En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del
volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.
EL CHOLO QUE SE VENGÓ
Demetrio Aguilera Malta (1909-1981)
-Tei amao como naide ¿sabes vos? Por ti mci hecho marinero y hei viajao por otras tierras... Por
ti hei estao a punto a ser criminal y hasta hei abandonao a mi pobre vieja: por ti que me habís
cngañao y te habís burlao e mi... Pero mei vengao: todo lo que te pasó ya lo sabía yo dende
antes. ¡Por eso te dejé ir con ese borracho que hoi te alimenta con golpes a vos y a tus hijos!
La playa se cubría de espuma. Allí el mar azotaba con furor, y las olas enormes caían,
como peces multicolores sobre las piedras. Andrea lo escuchaba en silencio.
-Si hubiera sío otro... ¡Ah!... Lo hubiera desafiao ar machete a Andrés y lo hubiera
matao... Pero no. Er no tenía la curpa. La única curpable eras vos que me habías engañao. Y tú
eras la única que debía sufrir así como hei sufrió yo...
Una ola como “raya” inmensa y transparente cayó a sus pies interrumpiéndole. El mar
lanzaba gritos ensordesedores. Para oír a Melquíades ella había tenido que acercársele mucho.
Por otra parte el frío...
-¿Te acordás de cómo pasó? Yo, lo mesmo que si juera ayer. Tábamos chicos; nos
habíamos criao juntitos. Tenía que ser lo que jué. ¿Te acordás? Nos palabriamos, nos íbamos a
casar... De repente me llaman pa trabaja en la barsa e don Guayamabe. Y yo, que quería plata,
mejuí. Tú hasta lloraste creo. Pasó un mes. Yo andaba po er Guayas, con una madera, contento
e regresar pronto... Y entonces me lo dijo er Badulaque: vos te habías largao con Andrés. No se
sabía nada e ti. ¿Te acordás?
El frío era más fuerte. La tarde más oscura. El mar empezaba a calmarse. Las olas
llegaban a desmayar suavemente en la orilla. A lo lejos asomaba una vela de balandra.
-Sentí pena y coraje. Hubiera querido matarlo a ér. Pero después vi que lo mejor era
vengarme: yo conocía a Andrés. Sabía que con ér sólo te esperaban er palo y la miseria. Así que
er sería mejor quien me vengaría... ¿Después? Hei trabajao mucho, muchísimo. Nuei querido
saber más de vos. Hei visitao muchas ciudades; hei conocido muchas mujeres. Sólo hace un
mes me ije: ¡anda a ver tu obra!
El sol se ocultaba tras los manglares verdinegros. Sus rayos fantásticos danzaban sobre
el cuerpo de la chola dándole colores raros. Las piedras parecían coger vida. El mar se dijera
una llanura de flores polícromas.
-Tei hallao cambiada ¿sabes vos? Estás fea; estás flaca, andas sucia. Ya no vales pa
nada. Solo tienes que sufrir viendo como te hubiera ido conmigo y como estás ahora ¿sabes
vos? Y andavete que ya tu marido ha destar esperando la merienda, andavete que sino tendrás
hoi una paliza...
La vela de la balandra crecía. Unos alcatraces cruzaban lentamente por el cielo. El mar
estaba tranquilo y callado y una sonrisa extraña plegaba los labios del cholo que se vengó.

ROCK
Edmundo Valadés (1915-1994)

Y ellos ¡qué saben, qué van a saber! Me voy por ahí, por la vida, por las calles, por cualquier
parte, ya todo a destiempo, ya tarde, ya jodido, amargo bien cerrado, sin dejar que nadie pueda
llegar a mí. Puros cabrones, pura gente remota a quien importa un carajo lo que me traigo
dentro. Con un dolor muy mío, muy sobre mí; con todas mis cosas, buenas y malas, quizás más
malas. ¿Quién tiene la culpa? ¡Ah!, ¿quién jijos la tiene? Me rompieron la madre. Bien me lo sé
yo, cuando no hay manera de arreglar nada, ni aunque me ponga a llorar, con los labios
cerrados y el grito que me hierve en la garganta, atorado allí, sin poder disolverlo. Ando lleno de
esta caliente furia que me revienta la cabeza: pura rabia, puro rencor para golpearme y para
tratar de golpear a los demás, así los necesite, así me hagan falta. No puedo hacerme el tonto:
dizque buscando algo para olvidar, pendejo, haciéndome ilusiones. Me da lástima, no puedo
quererla, no me sale, no hay modo. Buena gente, creyéndose de mis palabras sin saber que
estoy hecho trizas, que tendría que recogerme de aquí y de allá, juntarme, unir trozo a trozo y
aplastar la memoria. Veo a los demás muy contentos, muy satisfechos, muy con lo suyo,
viviendo sus vidas como si nada pasara. Y me caen mal, me irritan, me molestan. Van por la
calle, caminan como si fueran dueños de algo, como si tuvieran la paz de que carezco. Y ellas…
Enseñando hasta lo que no tienen, hasta lo que Dios les dio para que ocultaran. Poniéndolos en
brama, con las chichis casi de fuera y moviendo las nalgas. Sí, provocando a esos jijos, para que
paguen justas por pecadoras. Ni hacia dónde ir, así la ciudad parezca tan grande. ¿Dónde me
meto, si todo esto es puro vacío, si no hay más que mi desgraciado coraje y el darle vuelta y
vuelta a las cosas, sin poder alejarme de ellas? Estas pinches ganas de llorar aquí, a la vista de
todos, pues ellos qué saben, qué van a saber que me rompieron la madre.

Me la rompieron. Entré por la callecita. La busqué solitaria y con menos luz, tras un sitio discreto
donde poder darle el beso ansiado. Me detuve junto a un solar vacío, con unas cuantas casas
enfrente, rodeadas de silencio. Acomodé el carro, librándolo de que le cayera la tenue luz del
farol cercano, puse el freno, dejé encendido el radio, tocaban el tema de La dulce vida, y me
volví hacia ella, con una emoción infinita, bienhechora. Supe diáfanamente cómo me gustaba
con esa su sedante ternura, con esa su suave y tranquila actitud y cómo en sus ojos y en sus
labios, en la expresión de su rostro tomaba forma lo más deseado para mí en el mundo. Ella
estaba compartiendo lo que empezaba a suceder, lo que ya presentíamos a través de intensas
miradas, lo que nos habían expresado implorantes estrechamientos de manos, con temblor de
palabras alucinadas y nerviosas, en un despertar indolente, imprevisto y ya fiebre ardorosa,
urgente llamado mutuo que se nos salía por los poros. La atraje hacia mí, la enlacé, ávido de su
boca, de sus labios, y nos besamos en irresistible entrega, en cesión total al beso que derrumba
la vergüenza y germina el deseo original y avasallador, embargando de felices calosfríos. Ella
era en mi abrazo un rumor palpitante de carne, rendida, dócil, cálida, que yo extenuaba en
amoroso y tenaz apretón de todo mi ser y capaz de anticiparme el prodigio de una posesión que
abarcaba, con su sexo, a toda ella, a su invariable enigma de mujer, a sus más recónditos
misterios y entrañas, a ese mundo sorprendente y tibio que era ya mi universo, a sus voces
íntimas, a su vida entera, a su alma, a su pasado, a su niñez, a sus sueños de virgen, a su carne
en flor, a sus pensamientos, en delicioso afán de apropiármela íntegra y fundirla a mi cuerpo y a
mi vida para siempre.

Y entonces surgieron ellos, caídos de quién sabe dónde y el ruido de las portezuelas que eran
abiertas me desprendió del beso, indagando qué pasaba y empecé a ver sus súbitas cabezas
multiplicadas y los rostros ansiosos, crueles, ambiguos, duros, estúpidos, impiadosos,
increíblemente extraños, ganándome anhelante alarma, temor, desesperación por defenderme,
por defenderla, pidiéndoles que se fueran, que nos dejaran, por favor, ¿qué es esto?, ¡qué pasa!,
no sean infames, ¡canallas!, ¡malditos!...

Ya me jalaban y la jalaban a ella, sin misericordia, con prisa, con rudeza, irrefrenables, aviesos,
los primeros golpes, me arrastraban, ella gritaba revolviéndose, los muslos al descubierto, las
ropas siendo arrancadas, manos innobles, más golpes, forcejeos impotentes, un ojo cerrado,
luces intensas, voces sordas (¡qué buenas tetas tiene!), jadeos, las estrellas en mis ojos
(¡espérate! yo primero, luego tú sigues), gemidos de pudor, patadas, sangre en mi boca, estaba
en el suelo, ellos parecían gigantes inicuos, brazos, zumbidos (¡agárrala bien! ¡deténle esa
pierna!), la oreja agrandada, un grito atrozmente angustioso, yo sin fuerzas, yéndome de ellos,
volando, cayendo, imprecisos dolores, una música lejana, encima chamarras negras y zapatos,
zapa-tos, como seres informes, malignos, con vida, tan monstruosos como implacables, uno tras
otro, una y otra vez sobre mí, sobre mí…
UNA CONFUSIÓN COTIDIANA
Franz Kafka (1883-1924)
Un incidente cotidiano, del que resulta una confusión cotidiana. A tiene que cerrar un negocio
con B en H. Se traslada a H para una entrevista preliminar, pone diez minutos en ir y diez en
volver, y se jacta en su casa de esa velocidad. Al otro día vuelve a H, esta vez para cerrar el
negocio. Como probablemente eso le exigirá muchas horas, A sale muy temprano. Aunque las
circunstancias (al menos en opinión de A) son precisamente las de la víspera, tarda diez horas
esta vez en llegar a H. Llega al atardecer, rendido. Le comunican que B, inquieto por su demora,
ha partido hace poco para el pueblo de A y que deben haberse cruzado en el camino. Le
aconsejan que espere. A, sin embargo, impaciente por el negocio, se va inmediatamente y
vuelve a su casa.
Esta vez, sin poner mayor atención, hace el viaje en un momento. En su casa le dicen
que B llegó muy temprano, inmediatamente después de la salida de A, y que hasta se cruzó con
A en el umbral y quiso recordarle el negocio, pero que A le respondió que no tenía tiempo y que
debía salir en seguida.
A pesar de esa incomprensible conducta, B entró en la casa a esperar su vuelta. Y ya
había preguntado muchas veces si no había regresado aún, pero seguía esperándolo siempre
en el cuarto de A. Feliz de hablar con B y de explicarle todo lo sucedido, A corre escaleras
arriba. Casi al llegar tropieza, se tuerce un tendón y a punto de perder el sentido, incapaz de
gritar, gimiendo en la oscuridad, oye a B -tal vez muy lejos ya, tal vez a su lado- que baja la
escalera furioso y que se pierde para siempre.

EL RETRATO OVAL
Edgar Allan Poe (1809-1849)
El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme,
malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios
mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en
medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe. Según
toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos
instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas.
Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y
sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos
trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de
pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco.
Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros
colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que
la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos
del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado
al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de
festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño,
distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño
volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban.
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron,
rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y
extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que
arrojase la luz de lleno sobre el libro.
Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus
numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había
hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta
entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé
rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis
ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un
movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me
había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena.
Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer
sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban
poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.
El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un
retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta;
había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno
y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía
de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco.
Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me
impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su
delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el
estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en
estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable
expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme.
Lleno de terror y respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de
mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía
la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al
que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:
“Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al
pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto
en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un
cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la
paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado.
Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y
sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la
torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba
su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente,
extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba
tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se
consumía para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el
pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y
trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en
día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato,
comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del
profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no
se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor
con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de
su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las
mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y
no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro
sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a
extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el
trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente
herido por el terror, y gritó con voz terrible: “¡En verdad, esta es la vida misma!” Se volvió
bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!“
EL HÉROE
Julio Torri (1889-1970)
Todo se adultera hoy. A mí me ha tocado personificar un heroísmo falso. Maté al pobre dragón
de modo alevoso que no debe ni recordarse. El inofensivo monstruo vivía pacíficamente y no
hizo mal a nadie. Hasta pagaba sus contribuciones, y llegó en inocente simplicidad a depositar
su voto en las ánforas, durante las últimas elecciones generales. Me vio llegar como a un
huésped, y cuando hacía ademán de recibirme y brindarme hospedaje, le hendí la cabeza de un
tajo. Horrorizado por mi villanía, huí de los fotógrafos que pretendían retratarme con los despojos
del pobre bicho y con el malhadado alfanje desenvainado y sangriento. Otro se aprovechó de mi
fea hazaña e intentó obtener la mano de la princesa. Por desdicha mis abogados lo impidieron y
aun obligaron al impostor a pagar las costas del juicio. No hubo más remedio que apechugar con
la hija del rey y tomar parte en ceremonias que asquearían aun a Mr. Cecil B. de Mille.
La princesa no es la joven adorable que estás desde hace varios años acostumbrado a
ver por las tarjetas postales. Se trata de una venerable matrona que, como tantas mujeres que
han prolongado su doncellez, se ha chupado interiormente. (Perdonadme lo bajo de la
expresión.) Resulta su compañía tan enfadosa que a su lado se explica uno los horrores de
todas las revoluciones. Sus aficiones son groseras: nada la complace más que exhibirse en
público conmigo, haciendo gala de un amor conyugal que felizmente no existe. Tiene alma
vulgar de actriz de cine. Siempre está en escena, y aun lo que dice dormida va destinado a la
galería. Sus actitudes favoritas, la de infanta demócrata, de esposa sacrificada, de mujer
superior que tolera menesteres humildes. A su lado siento náuseas incontenibles.
En los momentos de mayor intimidad mi egregia compañera inventa frases altisonantes
que me colman de infortunio: “la sangre del dragón nos une”; “tu heroicidad me ha hecho tuya
para siempre”; o bien “la lengua del dragón fue el ábrete sésamo”; etcétera.
Y luego las conmemoraciones, los discursos, la retórica huera… toda la triste máquina de
la gloria. ¡Qué asco de mí mismo por haber comprado con una villanía bienestar y honores!
¡Cuánto envidio la sepultura olvidada de los héroes sin nombre!

EL HOMBRE MUERTO
Horacio Quiroga (1878-1937)
El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos
calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por
delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los
arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla. Mas al bajar el
alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza
desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el
hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.
Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca,
que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como
hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el
antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la
hoja del machete, pero el resto no se veía.
El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura
del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la
trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la
seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia. La muerte. En el transcurso de
la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios,
llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que
solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre
todos, en que lanzamos el último suspiro. Pero entre el instante actual y esa postrera expiración,
¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva
aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es éste el
consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y
tan imprevisto lo que debemos vivir aún! ¿Aún...?
No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no
han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las
divagaciones a largo plazo: se está muriendo. Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda
postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha
sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?
Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.
El hombre resiste -¡es tan imprevisto ese horror!- y piensa: es una pesadilla; ¡esto es!
¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿no es acaso ese el bananal? ¿No viene todas las mañanas
a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas
hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se
mueven... Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce. Por entre los bananos, allá arriba,
el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la
capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el
camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle
el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire
vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que
pronto tendrá que cambiar...
¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al
amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la
mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo
parsimoniosamente el alambre de púa? ¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de
espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho
que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando...
Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que
separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él
mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.
¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en
su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas,
silencio, sol a plomo... Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su
persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a
azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con
su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un
machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere.
El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste
siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de
cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media... El muchacho de todos los días acaba de
pasar el puente.
¡Pero no es posible que haya resbalado...! El mango de su machete (pronto deberá
cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda
y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete
de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de
costumbre. ¿La prueba...? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la
plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése
es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que
no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo
distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae
a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días,
como ése, ha visto las mismas cosas.
. ..Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos... Y a las
doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el
bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás,
la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!
¿No es eso...? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo... ¡Qué
pesadilla...! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras
amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante
el bananal prohibido.
...Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha
cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido
monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano
izquierda, a lentos pasos. Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar
un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el
pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado
empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero,
obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y
las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un
pequeño bulto asoleado sobre la gramilla -descansando, porque está muy cansado.
Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve
también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las
voces que ya están próximas -¡Piapiá!- vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y
tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.

OSWALT HENRY, VIAJERO


Adolfo Bioy Casares (1914-1999)
El viaje había resucitado agotador para el hombre (Oswalt Henry) y para la máquina. Por una
falla del mecanismo o por un error del astronauta, entraron en una órbita indebida, de la que ya
no podrían salir. Entonces el astronauta oyó que lo llamaban para el desayuno, se encontró en
su casa, comprendió que la situación en la que se había visto era solamente un sueño
angustioso. Reflexionó: Había soñado con su próximo viaje, para el que estaba preparándose.
Tenía que librarse cuanto antes de esas imágenes que aún volvían a su mente y de la angustia
en que lo habían sumido, porque si no le traerían mala suerte. Esa mañana, tal vez por la
terrorífica experiencia del sueño, valoró como es debido el calor del hogar que le ofrecía su casa.
Realmente le pareció que su casa era el hogar por antonomasia, el hogar original, o quizá la
suma de cuanto tuvieron de hogareño las casas en que vivió a lo largo de su vida. Su vieja
niñera le preguntó si algo le preocupaba y lo estrechó contra el regazo. En ese momento de
supremo bienestar, Henry, el astronauta, entrevió una duda especulativa que muy pronto se
convirtió en un desconcertante recuerdo; su vieja niñera, es claro, había muerto. "Si esto es así,
pensó, "estoy soñando". Despertó asustado. Se vio en la capsula y comprendió que volaba en
una órbita de la que ya no podría salir.

POSTRIMERÍAS
Adolfo Bioy Casares
Cuando entró en el edificio, buscó las escaleras, para subir. Encontrarlas era difícil. Preguntaba
por ellas, y algunos le contestaban: “No hay.” Otros le daban la espalda. Acababa siempre por
encontrarlas y por subir otro piso. La circunstancia de que muchas veces las escaleras fueran
endebles, arduas y estrechas, aumentaba su fe. En un piso había una ciudad, con plazas y
calles bien trazadas. Nevaba, caía la noche. Algunas casas -eran todas de tamaño reducido-
estaban iluminadas vivamente. Por las ventanas veía a hombres y mujeres de dos pies de
estatura. No podía quedarse entre esos enanos. Descubrió una amplia escalinata de piedra, que
lo llevó a otro piso. Este era un antecomedor, donde mozos, con chaqueta blanca y modales
pésimos, limpiaban juegos de té. Sin volverse, le dijeron que había más pisos y que podía subir.
Llegó a una terraza con vastos parques crepusculares, hermosos, pero un poco tristes. Una
mujer, con vestido de terciopelo rojo, lo miró espantada y huyó por el enorme paisaje,
meciéndose la cabellera, gimiendo. Él entendió que cuantos vivían allí estaban locos. Pudo subir
otro piso. En una arquitectura propia del interior de un buque, en la que abundaban maderas y
hierros pintados de blanco, halló una escalera de caracol. Subió por ella a un altillo donde
estaban los peroles que daban el agua caliente a los pisos de abajo. Dijo: “Sobre el fuego está el
cielo” y, seguro de su destino, se agarró de un caño, para subir más. El caño se dobló; hubo un
escape de vapor, que le rozó el brazo. Esto lo disuadió de seguir subiendo. Pensó: “En el cielo
me quemaré.” Se preguntó a cuál de los horribles pisos inferiores debería descender. En todos él
se había sentido fuera de lugar. Esto no probaba que no fuese la morada que le correspondía,
porque justamente el infierno es un sitio donde uno se cree fuera de lugar.
FIN

LA HISTORIA DE LA BÚSQUEDA
Subcomandante Marcos

La tarde se va parpadeando el sofoco de la noche. Las sombras se descuelgan de la gran Ceiba,


el árbol madre y la sostenedora del mundo, y van a tomar cualquier lugar para acostar sus
misterios. Con la tarde, también se va apagando marzo y no éste que hoy nos sorprende andando
con los muchos. Hablo de otra tarde, en otro tiempo y en otra tierra, la nuestra. El Viejo Antonio
volvió de rozar la milpa y se sentó a la puerta de su champa. Dentro la Doña Juanita preparaba
las tortillas y las palabras. Y como si tal, las fue pasando al Viejo Antonio, adentrando unas y
sacando otras, el Viejo Antonio masculló, mientras fumaba su cigarro de doblador…

La historia de la búsqueda
Cuentan nuestros más antiguos sabios que los más primeros dioses, los que nacieron el mundo,
las nacieron a casi todas las cosas y no todas hicieron porque eran sabedores que un buen tanto
tocaba a los hombres y mujeres el nacerlas. Por eso es que los dioses que nacieron el mundo, los
más primeros, se fueron cuando aún no estaba cabal el mundo. No por haraganes se fueron sin
terminar, sino porque sabían que a unos les toca empezar, pero terminar es labor de todos.
Cuentan también los más antiguos de nuestros más viejos que los dioses más primeros, los que
nacieron el mundo, tenían una su morraleta donde iban guardando los pendientes que iban
dejando en su trabajo. No para hacerlos luego, sino para tener memoria de lo que habría de venir
cuando los hombres y mujeres terminaran el mundo que se nacía incompleto.
Ya se iban los dioses que nacieron el mundo, los más primeros. Como la tarde se iban,
como apagándose, como cobijándose de sombras, como no estando aunque ahí se estuvieran.
Entonces el conejo, enojado con los dioses porque no lo habían hecho grande a pesar de haber
cumplido con los encargos que le hicieron (changos, tigre, lagarto), fue a roer la morraleta de los
dioses sin que éstos se dieran cuenta porque ya estaba un poco oscuro. El conejo quería
romperles toda la morraleta, pero hizo ruido y los dioses se dieron cuenta y lo fueron a perseguir
para castigarlo por su delito que había hecho. El conejo rápido se corrió. Por eso es que los
conejos de por sí comen como si tuvieran delito y rápido se corren si ven a alguien. El caso es
que, aunque no alcanzó a romper toda la morraleta de los dioses más primeros, el conejo siempre
sí alcanzó a hacerle un agujero. Entonces, cuando los dioses que nacieron el mundo se fueron,
por el agujero de la morraleta se fueron cayendo todos los pendientes que había. Y los dioses
más primeros ni cuenta que se daban y entonces se vino uno que le llaman viento y dale a soplar
y a soplar y los pendientes se fueron para uno y otro lado y como era de noche ya pues nadie se
dio cuenta dónde fueran a parar esos pendientes que eran las cosas que había que nacer para
que el mundo fuera completo. Cuando los dioses se dieron cuenta del desbarajuste hicieron
mucha bulla y se pusieron muy tristes y dicen que algunos hasta lloraron, por eso dicen que
cuando va a llover primero el cielo hace mucho ruido y ya luego viene el agua. Los hombres y
mujeres de maíz, los verdaderos, oyeron la chilladera porque de por sí cuando los dioses lloran
lejos se oye. Se fueron entonces los hombres y mujeres de maíz a ver por qué se lloraban los
dioses más primeros, los que nacieron el mundo, y ya luego, entre sollozos, los dioses contaron lo
que había pasado. Y entonces los hombres y mujeres de maíz dijeron "Ya no lloren ya, nosotros
los vamos a buscar los pendientes que perdieron porque de por sí sabemos que hay cosas
pendientes y que el mundo no estará cabal hasta que todo esté hecho y acomodado" Y siguieron
diciendo los hombres y mujeres de maíz: "entonces les preguntamos a ustedes, los dioses más
primeros, los que nacieron el mundo, si es que se acuerdan un poco de los pendientes que
perdieron para que así nosotros sepamos si lo que vamos encontrando es un pendiente o es algo
nuevo que ya se está naciendo.
Los dioses más primero no contestaron luego porque la chilladera que se traían no les
dejaba ni hablar. Y ya después, mientras tallaban sus ojos para limpiar sus lágrimas, dijeron: "Un
pendiente es que cada quien se encuentre".
Por esto es que nuestros más antiguos dicen que, cuando nacemos, nacemos perdidos y
que entonces conforme vamos creciendo nos vamos buscando, y que vivir es buscar, buscarnos
a nosotros mismos.
Y ya más clamados, siguieron diciendo los dioses que nacieron el mundo, los más
primeros: "todos los pendientes de nacer en el mundo tienen qué ver con éste que les decimos,
con que cada quien se encuentre. Así que sabrán si lo que encuentran es un pendiente de nacer
en el mundo si les ayuda a encontrarse a sí mismos".
"Está bueno", dijeron los hombres y mujeres verdaderos, y se pusieron luego a buscar por
todos lados los pendientes que había que nacer en el mundo y que les ayudarían a encontrarse.
El Viejo Antonio termina las tortillas, el cigarro y las palabras. Se queda un rato mirando a
un rincón de la noche. Después de unos minutos dijo: "Desde entonces nos la pasamos
buscando, buscándonos. Buscamos cuando trabajamos, cuando descansamos, cuando comemos
y cuando dormimos, cuando amamos y cuando soñamos. Cuando vivimos buscamos
buscándonos y buscándonos buscamos cuando ya morimos. Para encontrarnos buscamos, para
encontrarnos vivimos y morimos": - ¿Y cómo se le hace para encontrarse a uno mismo? -,
pregunté.
El Viejo Antonio me quedó mirando y me dijo mientras liaba otro cigarrillo de doblador: Un
antiguo sabio zapoteco me dijo cómo. Te lo voy a decir pero en castilla, porque sólo quienes se
han encontrado pueden hablar bien la lengua zapoteca que es flor de la palabra, y mi palabra
apenas es semilla y otras hay que son tallo y hojas y frutos y ese encuentra quien es completo.
Dijo el padre zapoteco:
"Primero andarás todos los caminos de todos los pueblos de la tierra, antes de encontrarte
a ti mismo" (Niru zazalu´ guiráxixe neza guidxilayú ti ganda guidxelu´ lii)

Tomé nota de lo que me dijo el Viejo Antonio aquella tarde en que marzo y el día se
apagaban. Desde entonces he andado muchos caminos pero no todos, y aún me busco el rostro
que sea semilla, tallo, hoja, flor y fruto de la palabra. Con todos y en todos me busco para ser
completo.
En la noche de arriba una luz ríe, como si en la sombra de abajo se encontrara. Se va
marzo. Pero llega la esperanza.

También podría gustarte