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Hardboiled

Los crímenes del señor Wilhelm Wherner

Sobre la ancha avenida, frente al frondoso parque, la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores se

alzaba magnífica. Su frente de ladrillos a la vista estaba decorado con varios ornamentos en

cemento gris. Se trataba de ángeles, querubines para ser precisos, simétricamente distribuidos por

todo el frente de la iglesia.

Los rechonchos niños moldeados en cemento tenían una marcada apariencia erótica que los

feligreses no podían ignorar. Los más afectados eran los propios sacerdotes que debían hacer

verdaderos esfuerzos para no seguir con sus miradas las voluptuosas líneas de los muslos y glúteos

de las pequeñas estatuas.

Cuando los artistas fueron interpelados sobre ese asunto, juraron que no tuvieron intención de dotar

a esas imágenes de ese toque lascivo, y que solo se trató de un exceso en la recreación de la

anatomía infantil de lo querubines, pero nadie creyó en esas explicaciones. Fue en realidad una

verdadera picardía de los escultores, lúbrica picardía que buscó poner en evidencia el sacramento de

la pederastia. Esas estatuillas eróticas merecieron el comentario obligado del populoso vecindario

durante muchos años.

Muy cerca de la iglesia, Wilhelm Wherner (Wil para los íntimos, “el Guille” para los burócratas

estatales que pasaron a detestar al aristócrata europeo por su condición de múltiple asesino), vivía

con su familia. Concurría a ella semanalmente, a misa, aunque muchas veces también lo hacía para

presenciar un bautismo o el sacramento de la eucaristía de personas con las que no tenía ningún

vínculo ni conocimiento. Disfrutaba el espectáculo que la liturgia de los sacramentos

proporcionaba.

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Si algo llegó a apreciar alguna vez en su vida fue a esa iglesia. No podía sustraerse a su peculiar

aroma, a la tenue iluminación que prodigaban los enormes cirios del altar mayor, al modo en que la

acústica devolvía los sonidos a sus oídos. Era un lugar de gran significado en su vida, el único lugar

en el que estuvo desde su nacimiento hasta ese, el momento más significativo de toda su existencia.

Tal vez sus sentimientos hacia esa iglesia fueran de ese modo y de tal intensidad, porque fue donde

lo bautizaron sus padres, donde recibió la primera comunión y donde contrajo enlace con su esposa.

Allí bautizó a sus cuatro hijos. Fue donde mintió descaradamente sus pecados. Donde su falta de

arrepentimiento lo fue dotando de una coraza impenetrable. A donde concurrió a ofrendar sus

horrendos crímenes al Dios de la muerte tal como él lo concebía y adoraba.

Wil caminaba en dirección a la iglesia, lo hacía de manera apurada, casi con torpeza. Cada tanto

volteaba su cabeza como si tratara de comprobar que no era perseguido. Pero nadie lo perseguía y

tampoco la poca gente que andaba por el lugar reparaba en su presencia.

Ese apuro resultaba extraño en él, hombre de andar pausado y algo cansino como si nada en el

mundo mereciera urgencia de su parte. Con la misma parsimonia con la que caminaba siempre sin

prisa, dictaba sus clases, sumiendo a sus alumnos en un raro sopor narcotizante que, extrañamente,

agradaba a sus discípulos. Tenía el efecto de un extraño alucinógeno que les otorgaba la vivencia

misma de los hechos que Wil les relataba con vos grave y monótona.

A unos veinte metros de la entrada aceleró aun más la marcha. Entró abruptamente, a la carrera.

Apuró el paso para llegar ante el altar mayor que lucía la enorme cruz de mármol. El amplio y

lustroso pasillo que iba de la puerta hasta el altar recibía la sombra de esa cruz como si fuera un

oscuro estampado que contrastaba con el color ambarino de las baldosas enceradas.

La sombra pasaba por encima de Wil, lo cubría con su oscuridad y le daba un aspecto tenebroso. Ya

frente al altar se arrodilló y se persignó nervioso. Se lo notaba realmente alterado.

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Un monaguillo escondido en un lugar del altar invisible a los ojos de los feligreses lo observaba con

detenimiento. Wil, tal vez ensimismado en sus propios pensamientos o en su íntima oración, no se

percató de ello. De haberlo descubierto es casi seguro que hubiera especulado con la necesidad de

asesinar también al pequeño. No es que le preocupara que hubiera testigos de los momentos previos

a su fuga. Solo se trataba de que estaba en una exaltación homicida que no deseaba ni podía

controlar. Era un sentimiento extraordinario. En éxtasis singular, su estado de ánimo era

inmejorable. Era posible que ese sentimiento fabuloso se vinculara a que en algunas horas más su

nueva vida comenzaría del modo que planificó durante largos años.

Pero matar a un monaguillo en la misma iglesia no hubiese sido una opción inteligente; así hubiera

razonado Wil. Su inteligencia estaba en perfecto orden y nada de su cruel perspicacia había

menguado por los crímenes. De todos modos, el escondite del impúber lo puso a salvo de la mirada

del brutal homicida.

El niño lo reconoció al instante a pesar de la boina que cubría su cabeza hasta las velludas cejas y de

la amplia bufanda que escondía la mitad del rostro. Recordaba perfectamente su mirada fría y

cautivante, y aunque Wil hubiera llegado con el rostro completamente cubierto, lo hubiera

identificado por la particular fragancia de su costosa colonia. Tenía ese perfume colgado de su

pequeña nariz, perfume que olía domingo tras domingo y le resultaba inolvidable.

Ningún otro feligrés usaba un perfume cuyo precio podía equivaler al sueldo de un empleado

público jerárquico. Reconocería al hombre en cualquier lugar y en cualquier momento, tanto como a

toda su familia con la que solía participar del sacramento de la misa todos los domingos.

Una aristocrática y blonda esposa, María Angélica Wherner Wherner, (prima en segundo o tercer

grado, no estaba claro), a la que la mayoría llamaban sencillamente “Mary”, y cuatro hijos también

rubios y blancos. Tres varones y una muchacha. Los dos varones, los dos mayores, eran muy

parecidos uno con el otro, pasaban por mellizos. Eran muchachos atléticos y atractivos para las

muchachas. El menor, en cambio, sin ser feo, resultaba algo ojeroso, enfermizo y de aspecto

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andrógino. Su androginia le valía crueles burlas de sus compañeros de estudios pero no así de las

muchachas que lo habían transformado en un objeto de deseo, una peculiaridad del sexo indefinido.

Deseaban develar el misterio de la entrepierna del adolescente y saber qué se escondía realmente

debajo de los rudos jean azules que siempre vestía. Todas ellas estaban dispuestas a saborearlo en la

primera oportunidad que se les presentara aunque él siempre parecía ajeno a sus insinuaciones.

Sus nombres, Antoine Wherner Wherner apodado “Tony”, el mayor de todos; Baptiste, quien le

seguía, conocido por “Bap”; Cédric, el último varón, el menor de los hermanos, andrógino y

misterioso, a quien todos llamaban por su nombre.

La muchacha se llamaba Dafneé, “la que está rodeada de laureles”; era extrañamente hermosa.

“La que está rodeada de laureles”, así su padre se refería a ella cuando la presentaba a ocasionales

desconocidos. Cuando la sepultó, adornó su cabeza justamente con una corona de laureles. Al lado

del cadáver, como el de los otros asesinados, pequeños abalorios daban cuenta de un macabro ritual.

De los hallazgos, fue el que más indignación provocó en los policías. Nadie podría sospechar al

principio de la investigación que los laureles eran una burda representación de las flores del mal.

A Dafneé, la mención de su nombre entre laureles, la movía a risa. Era sinceramente modesta y para

nada hipócrita. No se consideraba laureada por ninguna razón. Era apenas una frágil y hermosa

criatura que no podía jamás imaginar cómo habría de terminar sus días a manos de su propio padre.

En la iglesia, Dafneé, no dejaba de concitar la atención de los feligreses. La particular penumbra

durante el sacramento de la eucaristía resaltaba sus bellos rasgos. Nunca comprendió Dafneé por

qué en el momento de la comunión la iluminación se apagaba casi hasta la penumbra, dándole al

rito una atmósfera mágica y siniestra. Pero en ella, misteriosamente, esa pobre iluminación,

exaltaba su belleza.

En cambio en Cédric, el andrógino benjamín, la penumbra resultaba en un efecto totalmente

contrario; tornaba su aspecto más sombrío y la pequeña luz de los cirios le agregaba un tono

macilento más propio de los muertos que de los vivos. Su cadáver impresionó a los policías.

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Desnudo, como los otros muertos, al desenvolver su cabeza, su rostro se apreciaba pálido como si

durmiera un sueño patético. A simple vista el cuerpo mostraba una mutilación atroz.

La última vez que el monaguillo vio a Wil fue ese viernes, cuando entró intempestivamente a la

iglesia con la cabeza cubierta, oculto el rostro hasta la nariz, y a paso firme se dirigió al frente del

altar mayor para luego hincarse a rezar.

Cuando la policía lo interrogó cuatro o cinco semanas después del hallazgo de los cadáveres de la

familia, el monaguillo les dijo que el hombre sólo se hincó y pareció rezar. Luego se fue con el

mismo apuro con que llegó. También sostuvo que Wil no buscó a un sacerdote para confesarse ni

intercambió palabras con nadie.

—¿Habló con vos? –le preguntó quien parecía estar a cargo del interrogatorio, ignorando las veces

que el muchacho repitió que no cruzaron ni una palabra.

Respondió con un contundente “no, ¿por qué habría de hablar con un monaguillo? Dije que no

habló con nadie.”, y explicó dónde estaba en el momento en que ingreso Wil a la iglesia y por qué

él no podía apreciar que estaba siendo observado.

Fue un viernes que el muchachito recordaba perfectamente y no lo olvidaría aunque se lo

propusiera. Las noticias sobre los crímenes del señor Wilhelm Wherner hicieron que ese recuerdo se

tornara imborrable y poderoso.

A pesar de su corta edad y su impostada inocencia, sabía que los viernes eran días de relajamiento y

que siempre resultaban divertidos e inolvidables. No era un día de oración, no era día de

confesiones, nada de padres nuestros ni de avemarías. No era un día para auto flagelarse o auto

recriminarse por tal o cual pecado. El viernes, decididamente, no era un día para adorar a Dios y

Dios debería estar perfectamente anoticiado de eso. Por eso, cuando vio a Wil entrar a los apurones

a la iglesia y hincarse de manera desesperada para rezar o tan solo simular el rezo, comprendió que

el tipo estaba metido en algún asunto extraño. Wil rezaba solo los domingos. Era un hombre

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metódico. Los hombres metódicos sólo por asuntos muy excepcionales abandonan su rutina. La

alteración de la rutina puede irritarlos de manera extraordinaria.

La policía le exigía al muchachito precisiones sobre el asunto de los días viernes.

El monaguillo trató de explicar de la mejor manera posible sobre ese misterio. Entonces ya no habló

como el niño que era. Habló como un maldito demiurgo. Una deidad salida de una lámpara

macabra. Era como si en el cuerpo de un niño, de un púber, el alma de un pervertido hombre adulto

se hubiera refugiado. Sólo de la boca de un adulto podían salir las palabras que oían de la del

monaguillo.

Esas palabras causaron un falso estupor en los investigadores. Todos sabían y muy bien qué ocurría

los días viernes, el día especialísimo.

Así dijo precisamente, “especialísimo”, y mientras hablaba, sonreía estúpidamente y una gota de

baba caía de sus labios. Y, para no dejar dudas en los oyentes, acentuó la pronunciación de la

palabra “especialísimo” como si en realidad fuera un conjuro esotérico. Vinculó ese día de la

semana con la lujuria y a la lujuria con los sacerdotes, pero eso fue rápidamente borrado de su

declaración. Nadie quería conflictos con la curia y menos por la declaración de un baboso, risueño y

poseído enano embutido en el cuerpecito de ese imberbe disfrazado de monaguillo.

Luego divagó sobre los mandamientos divinos. Dijo algo así como que Dios es demasiado exigente

con sus pequeñas creaciones humanas. Que no comprende las penas de Adán a quien encima le

arrancó una costilla, y tampoco las demandas de Eva que nada tuvo que resultó ante la serpiente y

su manzana de la perdición. Ella solo quería tener sexo y la víbora le ofreció sus inigualables

encantos. Manzana de piel roja, sabrosa como la vulva de Eva.

Dijo que Dios siempre repudia el relajamiento de sus fieles y que repudia “estúpidamente” –así

dijo–, esa felicidad espontánea que a veces los humanos sienten por hechos fortuitos, especialmente

ocurridos los días viernes.

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El niño-demiurgo creía que el viernes era un mal día para Dios y sus exigencias. Es que Dios, se

justificó y justificó a los pecadores, siempre exige y exige sin medida, y seguramente así debe

hacerlo, porque para ello es Dios y es Dios sin importar de que día se trate.

Dijo con vos de ultratumba, “Si es lunes, Él exige. Si es martes, Él exige. Miércoles, jueves viernes,

sábado y domingo. Siempre Él exige”. Sin dudas. Exige tanto de la pobre gente, que la pobre gente

termina por no saber distinguir lo bueno de lo malo, lo sano de lo enfermo, lo verdadero de la falso.

El fin justifica los medios para satisfacer a Dios.

Y no sólo Dios exige, sino que quiere ser complacido siempre y a cómo dé lugar. Por ello la gente

hasta mata por complacer a su exigente Dios, y en nombre de un dios, el que fuere, se pueden

realizar los actos más deleznables, los pecados más condenables, esos que envían al pecador directo

al infierno sin escalas. Y si las cosas no resultan como Él ordena, enviará las plagas más

devastadoras sobre la doliente humanidad desobediente.

Muchos hombres en nombre de Dios pueden cometer los crímenes más horrendos y sentirse

divinamente reconfortados. Dios resultaba en muchas oportunidades el principio y el fin de todas

las tragedias humanas.

Pecados, condenas, pecados, penitencias. Pecados. Pecar es puramente humano aunque sea asunto

de trascendencia divina. Pecados veniales, pecados capitales, pecados mortales. Pensar en tantos

pecados y sus consecuencias genera demasiada tensión día tras días y que la humanidad necesita un

día de alivio. Y ese día era el viernes.

Dijo el muchachito que en su permanencia en la iglesia aprendió que los viernes ameritan una

razonable cuota de lujuria y que tal vez en esa cuota pensaban los escultores cuando moldearon a

los pervertidos angelitos del frontispicio. Esta explicación no dejó de llamar la atención de los rudos

policías quienes también solían caer subyugados al encanto voluptuoso de las esculturas d ellos

querubines.

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Él sabía perfectamente que los viernes eran los días en que los curas pecaban, era el día en que

tenían sexo con prostitutas o con despreocupadas feligresas. Que esas “pecadoras” no esperaban

llevarse a la boca la transparente hostia del sacramento mientras el sacerdote decía, ocultando una

sádica sonrisa, “este es el cuerpo de Cristo”, y disfrutaba al comprobar que la mirada de las

mujeres no se dirigía nunca a la hostia imaginaria sino a su oculta anatomía masculina.

Él los había visto con esas muchachas desprejuiciadas y con las recatadas señoras de la Caridad

fornicando en los confesionarios, en las pequeñas habitaciones donde se suponía que los fieles se

dedicaban a la introspección religiosa, en los oscuros pasillos que conducían a las habitaciones de

los sacerdotes.

El viernes, pues, era el día del sexo de los curas. Así dijo y reiteró a cuanto interrogador tuvo a

mano. Lo repitió tantas veces y con tanta energía, que obligó a los interrogadores a desistir de sus

preguntas. Pero el enclenque monaguillo no se atrevió a revelar a qué sexo se dedicaban algunos

sacerdotes. Aveces es mejor no saber o fingir que sobre tal o cual asunto no se tiene ni la menor

idea.

También dijo que después de la juerga sacerdotal del viernes al sábado a la madrugada, llegaba el

cura confesor arrastrando su vejez como una pesada cadena herrumbrada por la sacristía y el

domingo se podía dar misa sin remordimiento. Repetía sermones muy conocidos por los pecadores,

era una liturgia de recriminaciones tan vulgar como ineficaz. Les exigía un juramente de que no se

volverían a repetir los actos de lujuria. Pero, el viejo sabía como sus confesados, que nadie resiste la

cálida humedad del sexo de una joven feligresa muy dispuesta a tener, sino a dios, al representante

de dios en la tierra en la jugosa adolescencia de su vagina. Los curas juraban arrepentimientos,

mentían con descaro. Tal vez Wil aprendió de ellos a mentir desfachatadamente.

Para los curas, el sábado era día de arrepentimiento, de furtivas lágrimas implorando el perdón del

representante de Dios en el confesionario. Para Wil, en cambio, los sábados eran días de

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esparcimiento, de club, practicando algo de tenis, algo de natación. Luego, paseo nocturno. Tal vez

sexo, si se sentía con deseos de satisfacer la libido de la esposa. No eludía el sexo con ella, pero

tampoco desesperaba por él. Un coito semanal era una cuota tolerable. El orgasmo marital no lo

desesperaba, aunque no lo despreciaba. Era parte de su meticulosa planificación.

Mary hubiese deseado hacer el amor con su esposo no una sino diez veces por semana. Pero Wil

siempre parecía ensimismado en asuntos trascendentes, en cruciales enigmas teológicos, en enigmas

de la psicología humana. Los momentos e que desaparecía de los lugares que frecuentaba, los

explicaba en su supuesta necesidad de meditar en completa soledad.

Entonces Wil a Mary no la rechazaba una vez a la semana, pero luego era indiferente a todas sus

insinuaciones.

Salvo los sábados a la noche, el resto de la semana resultaba sexualmente para Mary, inodoro,

incoloro e insípido. Todo su deseo sexual, amoroso deseo, se expresaba en sus ojos, en la manera de

mirar a Wil. Y también su frustración. Esos ojos, esa mirada, irritaban a Wil de la manera más

violenta, aunque él siempre supo controlar completamente ese sentimiento de odio que le provocaba

el mirar de su esposa.

A pesar de la general indiferencia de Wil, Mary nunca buscó consuelo en otro hombre. Ella fue fiel

hasta el mismo momento de su muerte.

Wil derramaba su esperma en una joven cuyo nombre en clave era Luana, su amante, la que

satisfacía su caliente excitación. Con ella sí podía tener relaciones las veces que se le presentara.

Esas relaciones furtivas y clandestinas lo estimulaban de manera extraordinaria. Ese placer solo fue

superado cuando asesinó a cada una de sus víctimas, también a Luana. Luana fue la manifestación

de su perversión y el ensayo primero de su secuela criminal.

De Luana podría decirse que estaba algo así como encantado hasta que todo acabó abruptamente

cuando la asesinó. Aunque el encantamiento era inverso. No fue él quien cayó bajo la seducción de

la muchacha sino ella, deslumbrada por el profesor maduro, bonito, caliente, que recitaba a

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Baudelaire o al Dante con total espontaneidad, el hombre que la enjuagaba con su lengua hasta

hacerla entrar en el círculo del sexo más potente. A temprana edad, la intensidad de ciertas

emociones en el cuero y el alma, suelen disolver la personalidad y la autoestima hasta la más

completa indefensión.

Pero Wil no estaba enamorado. Era un ser incapacitado de amar, de comprender la naturaleza del

amor. Pero algo debió sentir por esa muchacha en algún momento de la relación.

¿Enamorado? ¿Enamorar? Palabra difíciles de decir e interpretar para el señor Wilhelm Wherner.

Wil no pudo nunca definir qué era el amor. Muchos menos qué se entendía por “estar enamorado”.

No estaba convencido de la necesidad de sentir ese sentimiento. Cuando pensaba en el amor, como

en otros asuntos, sentía que caía en un abismo que no tenía fin. Era una sensación que lo

desesperaba y de la que le costaba cada vez más reponerse. Por eso eludía ese sentimiento. El amor

era simplemente una incógnita que padeció desde su infancia. Una incógnita o una exageración. Un

recurso de la literatura. Su noción del amor era más próxima a “lo que tu boca cruel esparce en el

aire, monstruo asesino, es mi cerebro ¡mi sangre y mi carne!”. 1 Esta era su interpretación de un

sentimiento que condujo a decenas de poetas a más de veinte versos y canciones desesperadas.

Pero si el amor existía realmente, él era capaz de interpelarlo, como un buen actor; estaba seguro

que algo así debería ser lo que hacía sentir a Luana. De eso estaba completamente seguro.

En cambio la sensación que le provocaba cuando Mary lo tocaba o cuando lo llevaba dentro de su

vagina, no era muy diferente a la que le provocaba un whisky de mediana calidad o el sabor nada

sofisticado de un vino con poca maduración. Luana, en cambio, era la mujer que deseaba y la que

alteraba de manera significativa sus sentidos.

El matrimonio entre Wil y Mary fue una imposición social, una convención que a Wil no le

preocupó discutir. No valía la pena. Debía casarse y reproducirse; no había de qué quejarse, era la

1 “El amor y el cráneo”, Charles Baudelaire.

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ley de la vida. Estaba escrito en la Biblia, y el cura se lo repitió una y otra vez encaramado a su

púlpito a tres metros de distancia del piso.

Recordaba la perorata con absoluta precisión: “Que las mujeres estén sujetas a sus maridos como

al señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia. Es el

salvador del Cuerpo. Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben

estarlo a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se

entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud

de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa

parecida, sino que sea santa e inmaculada. Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus

propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su

propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues

somos miembros de su Cuerpo, de su carne y de sus huesos.” Y después aquello de que las muerte

los separe. No en todo cumplió el mandato sacramental, pero sí en aquella parte referida a la única

manera de separarse del cónyuge.

Wil aceptó el papel que su familia le asignó desde que era pequeño. Debía ser un modelo de rectitud

y fe cristiana. Lo educaron para ser un buen hijo, un atento esposo, un esmerado padre, un prolijo

profesor de escuela media, un devoto cristiano. Así se forjó el sádico asesino.

Por ello aceptó a Mary como esposa cuando su padre se lo ordenó. Sabía el hombre que ese

matrimonio era un buen negocio.

Mary era la mujer adecuada para constituir una sólida familia, para procrear un número aceptable de

hijos, número que fijó en cuatro, cantidad de hijos que su padre le dijo esperaba que tuviera para

garantizar la continuidad del apellido paterno. Tres varones y una niña, eso era lo ideal. Y hasta en

eso cumplió el mandato paterno. Nadie sería más obediente que él y en esa obediencia ciega,

probablemente, maduró su plan de muerte. También Mary le permitía acceder a una fortuna que su

linaje había despilfarrado desde el primer momento. Wil solo era heredero del aristocrático apellido

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pero ni él ni su familia tenían ni un centavo. Su padre estaba en total bancarrota. Como suele

decirse, no tenían ni donde caerse muertos, y ese fue un poderoso aliciente para insistir con la

conveniencia de la unión marital.

Mary, además, era muy bonita y al principio, sólo al principio, hasta llegó a excitarlo. Luego esa

excitación se disipó como el humo de un cigarrillo.

En cambio Luana, era todo lo que él esperaba del verdadero sexo, con ella no tenía prejuicios.

Belleza, juventud, pasión. Y lo que más lo conmovía era su juventud, un elixir perturbador hasta el

crimen.

No dejaba de sorprenderse de esa dualidad suya. Podía sentir algo próximo al amor por Luana y

odio sincero y poderoso por Mary. Amor y odio, uno y el otro en unidad y lucha perpetua.

Dialéctica de lo vital y lo mortal.

Llegó a pensar que en su cuerpo convivían dos Wil diferentes. Pero no pugnaba uno contra el otro,

por el contrario, se complementaban satisfactoriamente. Uno era amable, gentil, algo insulso, pero

lo bastante agradable como para ganarse el aprecio de muchas personas de su entorno,

especialmente de sus estudiantes. Era el Wil padre, el Wil esposo, el Wil hijo, el Wil profesor, el Wil

devoto. Ese era el Wil público, el actor dramático que se lucía en el escenario de la vida cotidiana.

El otro era un verdadero acertijo, un ser en estado de clandestinidad permanente, excitado y

excitante. Se comparaba con Jekyll y el señor Hyde, pero él no era inglés y eso lo diferenciaba

cabalmente del relato de Stevenson.

Tanto Wil como Luana respetaban el descanso dominical. Así lo habían convenido desde que

intimaron tempranamente. El domingo era un día solo para compartir con la familia, nada podía

alterar esa costumbre. De alguna extraña manera la familia siempre resultaba lo primero. Wil, cierta

vez, dijo con brutal ironía “y lo último, porque todo lo que tiene un comienzo, tiene un final”. Pero

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Luana no estaba en condiciones de comprender a qué se refería su amante y qué implicaciones tenía

para ella esa sentencia.

Los domingos, cada uno, permanecía con su familia, era una rutina que no se alteraba por ninguna

razón.

Él, con la esposa y los cuatro hijos. Luana con sus padres. Él, a la mañana misa, al mediodía

almuerzo familiar que incluía a sus suegros (sus padres había fallecido hacía ya tiempo y él no tuvo

nada que ver con su muerte), siesta, paseo, diversión, cena. Luana compartiendo anécdotas y

cariños filiales.

Luana era atea. Sino atea, despreocupada agnóstica. Nada de misa. Nada de dioses. Nada de

sagrados sacramentos. Su asistencia a instituciones educativas religiosas alimentó su peculiar

nihilismo hasta coagular en un escepticismo casi filosófico que en los jóvenes suele actuar como un

corrosivo ácido.

Detestaba la hipocresía de los religiosos, quienes decían una cosa pero hacían todo lo contrario. En

ese aspecto, Luana era refractaria a toda subordinación religiosa. Cuando Wil le recriminaba su falta

de fe reía a carcajadas.

Ella amaba a sus padres sinceramente. Sus nombres, Camilo y Ana, ancianos de buena condición

física. Camilo Lu Dinello y Ana Ustirea. Él, uruguayo; ella, argentina. Habían adoptado a la

muchacha siendo una beba de pocos días, aprovechando ciertas vinculaciones con la iglesia.

Ellos se sentían amados por su hija y así lo manifestaban a quien preguntara. Cuando la policía

encontró sus cadáveres sospechó de los verdaderos sentimientos de la muchacha, pero semanas

después, cuando también hallaron su cuerpo horriblemente mutilado, la descartaron como cómplice

de Wil.

Luana, esa hija única destinataria de mimos y cuidados, era para ellos un tesoro magnífico. Un

regalo que les dio la vida. Pero recelaban de su soltería, era lo único que no les gustaba de ella.

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No comprendían por qué esa muchacha joven y bella se empecinaba en mantenerse a muy buena

distancia del matrimonio y ni siquiera compartía su juventud en un noviazgo sin trascendencia. Y no

fue que le faltaban pretendientes. Los tuvo y de muy buena posición social, algo que sus padres

apreciaban. Cuidar del futuro no estaba necesariamente reñido con la pasión, aunque a veces no

siempre fuera de la mano.

Después de todo, el matrimonio rara vez es pasión, y el suyo era testimonio de ello.

Cariño, nada de malos tratos, cuidados mutuos, buenos sentimientos. Pasión, esa que consume,

nunca. La pasión era, para ellos, más un recurso hollywoodense que real. La vida cotidiana con

todas sus pequeñas y permanentes batallas para sobrevivir, no le dejaban al hombre y a la mujer

común mucho espacio para la pasión. Por ello poseer buenos sentimientos cristianos, amor familiar,

cariño marital, resultaba en una buena manera de vivir la vida hasta la muerte.

Cuando Camilo y Ana conocieron a Wil sintieron que algo no andaba bien. Era un hombre adulto,

mucho mayor que su joven hija. Wil se ocupó de engatusarlo con sus galanterías, sus finos modales,

su manera de tratar a Luana. La muchacha se ocupó cuidadosamente de ocultar que Wil era un

hombre casado y con hijos. Sabía que sus padres no hubieran aprobada ese vínculo; eran personas

aferradas a sus costumbres. Se trataba de dos católicos practicantes aunque no fanáticos, y ni por

todo el amor a su hija hubieran aceptado una relación basada en el adulterio.

Los padres de Luana compartían la creencia de que el hombre adúltero es un ventajista y la

muchacha que acepta ese vínculo es una tonta, no más que una frívola. Una mujer superficial. Así se

lo había manifestado en cada oportunidad que el tema surgía en la conversación por fulana o

mengana que eran reconocidas amantes de hombres casados y con familia.

Tal vez, aunque no lo confesaran, su rechazo no se debiera tanto al acto despreciable del hombre

adúltero y a la frivolidad mujeril, sino porque se trataba de una relación sin futuro, sin perspectiva

alguna.

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Los hombres casados pasan por la entrepierna de las jóvenes y bellas muchachas y siguen rumbo.

Solo esperan beber el néctar del sexo joven, llevarse su himen como trofeo para después exhibirlo

impúdicos en las tertulias de los machos cabríos cuando se presenta la oportunidad de relatar sus

coitos.

Esos hombres prometen amor eterno, falsamente casamiento, pero no quieren bajo ninguna razón

otra familia que les complique su patrimonio personal. El dinero resulta muchas veces el verdadero

parámetro del amor. Quien ama lo suficiente al dinero, deja poco amor para su esposa y mucho

menos para su amante. Bastante debían esforzarse para ocultar a su esposa cuánto ganaban y cuánto

gastaban, como para comprometer su peculio en otra familia que, por ser la segunda, reclamaría

más y siempre más en competencia abierta con la primera.

Wil alguna vez le preguntó a Luana que haría si sus padres descubrieran que él era un hombre

casado y con cuatro hijos.

—Eso no puede ocurrir, nunca –fue su tajante respuesta.

En verdad, la relación de ambos ya resultaba difícil de aceptar para Camilo y Ana por la diferencia

de edad que había entre ellos. Eso, Luana, lo sabía perfectamente. Solo ver tan enamorada a su hija

de ese hombre mayor los convenció de dejar de lado prejuicios razonables y aceptar la relación.

Pero hubiese resultado un escándalo si llegaban a enterarse que se trataba de un hombre casado y

con cuatro ¡cuatro! hijos.

Para ella, que Camilo y Ana se enterasen de esa situación, equivalía a una catástrofe. Le harían la

vida imposible. Creía que hasta serían capaces de buscar a la esposa de Wil para ponerla al tanto de

la infidelidad de su esposo. Un escándalo insoportable. Luana estaba segura que de ocurrir eso, Wil

la abandonaría para evitar una división de bienes en las que llevaría las de perder. Sabía que él no

estaba dispuesto a soportar el escarnio al que se vería sometido entre los mojigatos de su adinerado

entorno social. Sus suegros lo denigrarían socialmente y ellos podían hacer cerrar muchas puertas

que gracias a sus relaciones estaban abiertas para él.

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Algunos se las tomarían contra él por considerarlo poco menos que un degenerado y otros por

tratarse de un verdadero estúpido incapaz de tener bajo control una relación extramatrimonial.

Tirarse una cana al aire, le dirían, es lo que todo hombre necesita y merece, pero dejarse atrapar por

un coito clandestino, eso sí que era un soberana estupidez.

Así que Luana estaba segura que su amado Wil se rendiría ante su cura confesor, rezaría lo que el

cura le ordenara, diez, veinte, cien padres nuestros y avemarías, juraría reparar la infidelidad con

toda la hipocresía que fuera necesaria, y no volverían a verlo nunca más.

Para Luana ese no podía ser su futuro. No había llegado hasta ahí para al final quedarse sin nada. Y,

además, estaba perdidamente enamorada de Wil, por él hubiera hecho hasta lo imposible.

Así que todo se resumía en saber ocultar, saber mentir, saber engañar. Ella se ocuparía de que sus

padres jamás supiesen de quién era su enamorado; sabía cómo engañarlos, cómo mentirles sin que

ellos nunca pudieran percatarse de ello. Estaba dispuesta a cualquier costo a mantener ese secreto.

Esa era la condición necesaria e indispensable para que, alguna vez, el amor fructificara en una

relación estable y pública, no ahí, donde no se los toleraría. Lejos, muy lejos, en algún lugar

paradisíaco. Ese era su ilusión. Las ilusiones también saben matar.

Luego de aquella vehemente respuesta a la pregunta de Wil, Luana guardó silencio. Pero su mirada

fue muy reveladora. Wil tomó debida nota de esa mirada. Era profesor de psicología y comprendía

el comportamiento humano como pocos. Extraía de una mirada la esencia de pensamientos ocultos

a los que no era fácil comprender si no se tenía cierta capacidad cínica. Wil, justamente, atribuyó al

modo de mirarlo por parte de Mary como una de las razones de la depredación de su cadáver.

Wil era profundamente cínico. Sabía que las personas aveces no se animan a hacer una confesión

explícita. Sugieren, aluden sobre un asunto como si en verdad no les importara. Él era un

especialista en extraer esos sentimientos ocultos, esos razonamientos espeluznantes que todas las

personas alguna vez experimentaron. Y aveces bastaba una mirada, una cierta manera de mirar a los

ojos del otro para comprender qué estaba escondido en los pliegues oscuros del alma humana.

16
Él supo tomar esa mirada como lo que fue, una sincera propuesta. Y tomó debida nota de esos ojos.

—Uno es lo que debe hacer –dijo sin querer pasar por misterioso. Luana lo escuchó con aparente

indiferencia. Luego dejó de mirarlo y reposó su vista en un horizonte imposible de determinar.

Había dicho bastante sin siquiera abrir la boca.

Wil apreciaba que Luana se esforzara de manera tan decidida y planificada en mantener oculta su

condición de hombre con familia. Ese esfuerzo le dio el tiempo que necesitaba para completar su

plan de fuga. Necesitaba de ese tiempo y que todo saliera del modo que había panificado.

Tiempo, plan, esfuerzo y entereza espiritual. Pero la espiritualidad de sus acciones era sobre lo que

más ponía el acento. Todo giraba alrededor del verdadero espíritu que lo animaba y que estaba en la

base de su extraña dualidad.

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II

Impelidos por una vecina que insistió hasta el cansancio con lo raro que resultaba la ausencia de

toda la familia, la policía decidió atender su reclamo. “Nada por escrito”, le respondieron a su

exigencia de dejar asentada por escrito la denuncia. “No es el momento” fue lo último que escuchó

la mujer de boca de uno de los policías. Sin embargo, ella no creía que su denuncia no fuera

oportuna, habían transcurrido más de treinta días sin que hubiera señales de ninguno de los

Wherner.

Dieron curso a la denuncia luego de un discreto trámite ante las autoridades superiores quienes se

comunicaron con la familia de Mary. Wil no tenían familiares a quienes consultar. Las autoridades

de los colegios donde Wil trabajaba –se trataba de colegios que dependían de la curia y en los que

su suegro era socio–, informaron que el profesor había tomado su licencia anual ordinaria como le

correspondía. Confirmaron que en una oportunidad conversando en la sala de profesores, dijo que

tenía preparado un viaje sorpresa para toda la familia. Pero a nadie le dijo dónde pensaba llevar a

vacacionar a la familia.

Terminado ese período de licencia, no había regresado a sus clases, de lo que se deducía que, por lo

menos, la ausencia de la familia Wherner era de no menos de cuarenta días. Los esfuerzos del

personal administrativo por contactarlo habían resultado inútiles, nadie atendía sus llamados

telefónicos y tampoco respondieron a su puerta cuando se hicieron presentes en el palacete de los

Wherner.

También declararon que habían elevado a las autoridades de las casas de estudios sus angustias por

la ausencia del profesor pero que no habían recibido respuesta a sus consultas. El silencio de esas

autoridades les resultó tan extraño como la misma ausencia del señor Wherner. Desidia del

burócrata, siempre listo a dejar pasar lo que puede quitarle su calma chicha.

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Los padres de Mary, Alfonso y Zunilda, confirmaron la coartada a la policía. La propia Mary les

dijo que la familia completa saldría de vacaciones aunque no alcanzó a decirles a dónde. Ella se

justificó afirmando que se trataba de “una sorpresa que Wil nos quiere dar a mí y a los chicos”. Tal

vez porque hacía mucho tiempo que la familia completa no salía de vacaciones, tal vez porque Wil

les había confesado que estaba concursando con buen pronostico para un alto cargo ministerial, los

padres de Mary no tomaron con demasiada preocupación el secreto destino del viaje familiar. Hasta

les pareció un gesto cariñoso para con ellos, una magnífica sorpresa para alegrar a los muchachos, a

la bella Dafneé y a la esposa, para celebrar ese posible ascenso en la burocracia del Estado. Así que

tomaron con naturalidad ese secreto, a pesar de que Wil no era un hombre de dar sorpresas.

Metódico y previsible, todo lo que hacía estaba minuciosamente planificado.

El padre de Mary recordaba cada palabra que le dijo su hija en esa última conversación. Quedó

pendiente un llamado, Mary se lo prometió, una vez que Wil rebelara el destino en el que

vacacionarían, para informarles dónde se alojarían y así poder comunicarse durante la ausencia.

Pero ese llamado nunca se concretó. Sólo Wil se comunicó con ellos en una oportunidad y se negó a

darles el paradero de la familia. ¿Cómo tomaron esa negativa? Con rabia pero sin sorpresa. Wil era

posesivo y autoritario. Los padres de Mary consideraron que confrontarlo sería inútil y hasta

contraproducente. Mejor que su hija y sus nietos disfrutaran de las vacaciones. Ya habría tiempo de

recriminarle a Wil su comportamiento. Por eso ni pensaron en un alerta temprano sobre el destino

de la familia. Por otra parte, jamás pudieron imaginar semejante masacre. El matrimonio nunca se

recuperó de la tragedia. Ambos murieron tiempo después de la revelación de los crímenes de Wil.

Antes de librar la orden de allanamiento a la propiedad, el Juez sugirió que los investigadores

buscaran el automóvil de la familia. No explicó sus razones. El palacete, a pesar de sus

dimensiones, no tenía garaje. Los Wherner guardaban su viejo pero cuidado automóvil –se trataba

de un Volkswagen Gold del año 1999–, en una cochera que distaba a una cuadra de la casa.

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El encargado de las cocheras explicó que hacía más de un mes que no estaba estacionado en su

apartado el viejo Volkswagen Gold negro del “señor Wil”. Un equipo se dedicó a la búsqueda del

automóvil de la familia Wherner. Tal vez no lo hizo con toda la dedicación que el caso requería, ya

que tardaron demasiado tiempo en encontrarlo y ni siquiera fue mérito de los investigadores, sino

que el hallazgo se produjo por la denuncia de un vecino que sospechó del automóvil que un

desconocido lo había dejado abandonado frente a su domicilio.

Luego de recibir la información sobre la desaparición del automóvil de Wil, el Juez se decidió a

librar la orden de allanamiento. Antes les reclamó a los investigadores absoluta discreción. La

familia Wherner y en especial los padres de Mary, pertenecían a la elite ciudadana y no había en el

Juez ni el menor ánimo de provocar un escándalo. Se especulaba con su posible riqueza, al menos

de la familia de Mary, y también con su aristocrática condición heredada de las familias europeas.

Para más, la curia estaba involucrada porque Wil era profesor en varios colegios religiosos, la

familia era un modelo cristiano de convivencia y el padre de Mary era socio capitalista en el

negocio de la educación privada de la curia.

Tomando todos los recaudos del caso, respetando juiciosamente la recomendación del Juez, la

policía ingresó por primera vez a la vivienda. Los investigadores no concurrieron en autos

policiales, lo hicieron en los propios que estacionaron a dos cuadras del domicilio, para no llamar

demasiado la atención.

Se trató de una reducida comitiva. Cuatro investigadores y un cerrajero que trabajaba al servicio de

la policía que fue quien les franqueó la entrada con total discreción. No fue difícil. Las cerraduras

de la puerta de entrada a la vivienda eran comunes, de escasa y casi nula seguridad. Muchas veces

amigos y familiares insistieron para que se cambiaran las cerraduras, pero Wil siempre ignoró esas

recomendaciones. “Nadie vendrá aquí a robar nada” respondía defendiéndose de quienes

cuestionaban su pobre apego a las medida de seguridad. “Además” –diría Wil con tono misterioso–

podrían llevarse una sorpresa al entrar a esta casa sin permiso”.

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Antes de concurrir a la vivienda, la policía convocó a la vecina denunciante a la sede policial. Lo

hizo para evitar que la mujer, que estaba muy pendiente del destino de la familia Wherner, se

inmiscuyera durante la requisa y estropeara con su nerviosa vehemencia el pedido de discreción de

su Señoría. La mujer concurrió al despacho de la policía y allí se la retuvo con argumentos baladíes.

Los detectives ingresaron, en total, en cuatro oportunidades a la vivienda. Recién en el cuarto

allanamiento encontraron las cinco tumbas. La noticia causó estupor en las autoridades judiciales y

políticas que lograron por un buen tiempo impedir que la revelación se hiciera pública. Los

responsables de las tres primeras inútiles incursiones en la casa, se vieron en figurillas para explicar

semejante ineficacia. Nunca se aclararía realmente si ese error se debió a estupidez o mala

disposición.

En la primera ocasión en que ingresaron los investigadores al palacete no encontraron evidencia de

algún crimen, de un suceso que mereciera una pesquisa policial. Así informaron.

Todo sugería que, en efecto, la familia se ausentó de la casa por su propia voluntad para salir de

vacaciones. La prolongada ausencia tal vez se debiera a que “la familia decidió cambiar de vida”,

dejar la soporífera rutina de tantos años de hacer lo que se debía y no lo que se deseaba y que los iba

corroyendo como una enfermedad terminal. Frente al hastío, el comportamiento humano puede ser

impredecible. Este fue un argumento repetido sin ningún “respaldo probatorio”.

Puede ocurrir que una familia se cansa de vivir sometida a una rutina monótona y aburrida, y pacta

huir de ella sin considerar que el resultado no sea el esperado. La aventura de lo desconocido puede

ser tentadora. Si Wil, su esposa y sus hijos se amaban como todos creían, dicha aventura lejos de

perjudicar la unión familiar, la consolidaría. El amor hace enfrentar las ingratitudes de una manera

distinta a la patética resignación que la religión reclama a sus fieles.

Los investigadores comprobaron que en la casa no había el menor desarreglo, todo lucía en

perfectas condiciones. No había evidencia de violencia alguna. Todo aparentaba estar en perfecto

orden. Así lo hicieron constar en el informe reservado que elevaron a su Señoría.

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Durante esa primera incursión no se tomaron fotografías, algo que en ese momento pareció

razonable porque respondía al pedido de discreción del Juez. Luego, esa decisión, se la consideró un

error que había que lamentar, una grave falla de procedimiento policíaco. Como siempre, un

personal del escalafón más bajo pagó el supuesto error con un sumario y una suspensión. Sin

responsabilidad alguna, el tipo terminó ahí su carrera policial. Al poco tiempo renunció y nadie

supo más nada de él.

Wil y su familia vivían en un palacete ubicado en un lugar excepcional de la ciudad. La fachada se

apreciaba descuidada, pero su interior lucía bien conservado y muy limpio.

La puerta de entrada daba a una amplia recepción que estaba amueblada con lujosos sillones que

parecían muy confortables. De la recepción se pasaba a una sala de estar en la que Wil solía fumar

su puro y beber un exquisito cognac que su suegro le regalaba periódicamente.

Luego seguía un gran living-comedor. Una mesa para doce comensales cómodamente dispuestos,

ocupaba el centro del amplio salón. Doce sillas perfectamente acomodadas rodeaban la mesa. La

araña que pendía sobre la mesa era descomunal. Bronce, tulipas de cristal de Bohemia, adornos del

mismo cristal. Deslumbrante.

El palacete contaba con diez habitaciones, un confortable escritorio en una especie de entrepiso, tres

baños, dos cocinas, una de ellas contaba con una espaciosa despensa, y el extenso terreno baldío en

los fondos. Veintidós metros de frente por sesenta metros de fondo. La casa valía una verdadera

fortuna. Era parte de la herencia que Mary recibió de sus abuelos paternos.

La recepción lucía ordenada y limpia, tanto como la sala de estar y el amplio comedor principal. El

olor perfumado de la cera impregnaba el ambiente con su particular perfume.

En el piso superior estaban las habitaciones donde dormía la familia. Las camas estaban tendidas

perfectamente. Llamó la atención de los policías la prolijidad con que todo estaba dispuesto.

Mostraba un cuidado excepcional que demostraba que quien se ocupaba del orden tenía en cuenta

hasta el menor de los detalles.

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Los cubrecamas no mostraban ni una arruga; rosa el de la cama de la muchacha, verdes azulados los

de las camas de los varones, azul ultramarino el de la cama del matrimonio.

La curva que describían las almohadas era perfecta. Sobre las almohadas, primorosos almohadones

que combinaban con cada cubrecama.

En todas las habitaciones un tapete colorido estaba a la derecha de cada cama colocado

cuidadosamente. En la habitación matrimonial el mismo tapete, uno a cada lado.

En todas, pequeños floreros adornaban las mesas de noche junto a unas delicadas lámparas de

bronce y tulipas de cristal muy fino delicadamente decorado. Arriba del respaldo de la cama

matrimonial, un Cristo se lucía tan sufrido como brillante, trabajado en bronce de calidad, que

echaba pequeños brillos cuando era iluminado por las linternas de los detectives.

En las otras habitaciones, las destinadas a los huéspedes ocasionales, los colchones estaban

envueltos en un grueso nylon, y sobre la cobertura de plástico una especie de lona áspera y pesada

que protegía todo el mueble. Algo de polvo se acumulaba en las mesas de noches y en las sillas

colocadas a un lado de las camas en todas esas habitaciones. Era un polvillo de treinta días, nada

extraordinario.

Los baños estaban verdaderamente impecables, uno en la planta baja y otro muy amplio y lujoso en

el piso superior. Ese disponía de un amplio jacuzzi que invitaba a un baño cálido y reparador.

Las cocinas lucían impecables, olían a limpio como si allí nunca se hubiera calentado ni una taza de

agua para un té.

Las heladeras, había dos, estaban vacías y desconectadas. La casa disponía de una cámara

frigorífica que había dejado de funcionar hacía mucho tiempo. Era de cuando la familia de Mary

compraba reces que almacenaba para sus pantagruélicas fiestas.

El amplio terreno al fondo era lo único que no mostraba la menor dedicación. No había pasto ni

plantas. El suelo se apreciaba barroso. Ese espacio de tierra no parecía pertenecer a la casa.

23
No había rastros de que alguien hubiera estado merodeando por el lugar. De haber ingresado alguien

por esos fondos, debería haber dejado sus huellas. Los investigadores se convencieron que por allí

no había andado ninguna persona.

Solo un enorme árbol muerto en el centro del terreno permanecía como expectante ante los

incrédulos investigadores. En una de sus ramas, la más alta de todos, un pájaro negro reposaba

mirando a los policías que le dedicaron cierta atención a la misteriosa ave.

Los detectives abandonaron la propiedad convencidos que no había ocurrido ningún crimen.

Sugirieron que la explicación había que buscarla en el supuesto destino de los veraneantes. O se

habían fugado por una razón todavía desconocida, y en ese caso había que revisar el estado bancario

de la familia, o en ese lugar de veraneo les podría haber ocurrido una lamentable desgracia. Ese

destino seguía siendo un misterio todavía.

Esperaban que siguiendo la pista del automóvil llegarían por fin al lugar de descanso y allí sí

estarían en condiciones de saber qué paso con la familia Wherner.

Pero luego de la primera incursión que no arrojó evidencia alguna, no solo la vecina insistió sobre la

desconcertante ausencia de la familia. El propio Juez no estuvo conforme con los resultados. Es

posible que el Juez ya no estuviera preocupado por el destino de los Wherner sino por el destino de

su propia carrera judicial. Una decisión equivocada, una acción liviana y algo irresponsable o

sospechosa ante la desaparición de una familia de la clase pudiente, podía tronchar su impecable y

meteórica carrera. La curia solía ser implacable con aquellos que no hacían los máximos esfuerzos

para satisfacer sus reclamos y brindar explicaciones razonables a fenómenos simples o

extraordinarios. Convencido de la necesidad de despejar toda duda posible, ordenó un segundo

allanamiento.

La pesquisa arrojó el mismo resultado. No había nada que sugiriera a los detectives que allí se había

cometido un crimen. No es fácil deshacerse de seis personas, fue la explicación. No es un juego de

24
niños disponer de seis personas adultas o prácticamente adultas. No estaban tratando con la

desaparición de una persona, sino de seis que lo habían hecho sin dejar el menor rastro.

El propio jefe de crímenes complejos exigió un tercer allanamiento luego de mantener una

conversación con el Obispo. El resultado también fue negativo. En todos los hombres cundía cierto

escepticismo (real o fingido) sobre qué había ocurrido realmente con los Wherner.

El fracaso de ese tercer allanamiento hizo considerar a las autoridades políticas si no era

conveniente convocar a otro equipo de investigadores, uno que estuviera al margen de las tres

primeras incursiones y pudiera actuar sin prejuicios.

Los detectives que habían realizado los tres allanamientos regresaban siempre con los mismos

resultados. No hallaban ninguna pista, ninguna evidencia aunque fuera mínima del destino de los

Wherner.

Los padres de Mary estaban a punto de perder la paciencia y hacer pública la desaparición de su

amada hija y sus cuatro nietos. La pareja empezó a sospechar de Wil y no había modo de que

disimularan su recelo contra el esposo de su hija y el disgusto que sentían por la investigación

policial. Para colmo, la vecina denunciante se estaba volviendo incontrolable. Cuando la policía le

informó que dejaba de ser testigo para ser sospechosa de un crimen múltiple, la mujer estalló en un

ataque de furia y amenazó con concurrir a la televisión para denunciar la desaparición de la familia

y la ineptitud, así dijo, “ineptitud e indolencia” de los investigadores. El Juez decidió dictarle el

arresto preventivo para impedir que su filosa lengua echara todo a perder. De ese arresto, la inquieta

vecina fue liberada una vez que los homicidios se hicieron públicos.

A los desesperados padres de Mary, el Juez les prometió encontrar al hombre adecuado para la

investigación.

Un joven e inteligente detective fue convocado para el cuarto allanamiento. No se lo conocía por el

nombre, solo sus iniciales eran mencionadas cuando una autoridad requería sus servicios. “HM” era

convocado para trabajos difíciles. Los envidiosos camaradas suyos lo bautizaron “Troll” porque era

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bajito y muy feo. Él nunca se dio por aludido porque estaba convencido que su altura era la altura

promedio del homos sapiens sapiens, y su belleza radicaba en su inteligencia. Lo demás era cáscara

inútil, tan inútil como la mayoría de sus limitados colegas. Su voz era lo más característico que

tenía después de su cabellera siempre despeinada, era áspera y ruda, y contrastaba con su aparente

fragilidad. De todos modos, era de hablar poco, solo lo justo y necesario.

“HM” era oriundo de un pequeño pueblo del interior. Nunca hablaba de su familia, nadie sabía si la

tenía, si era soltero o casado, si practicaba algún deporte (no parecía muy atlético), y cuando le

daban un caso no se tomaba descanso alguno mientras durara la investigación. Parecía tener la

capacidad de poder no dormir durante días dedicado a resolver el crimen. Donde se producía una

novedad vinculada a su investigación, ahí estaba, atento en el lugar de la revelación, observando la

evidencia, tomando nota en su pequeña libreta de anotaciones.

Era él mismo un misterio que provocaba curiosidad en algunos de sus colegas e intenso rechazo en

la mayoría de los otros.

Leyó con atención los informes, las reiteradas declaraciones de la angustiada vecina y las

confesiones de los colegas de Wil. Luego pidió que lo llevaran a la casa de la familia Wherner.

Un oficial de rango medio que respondía al nombre Venancio López, lo acompañó. El agente que

custodiaba la puerta de entrada les franqueó el ingreso.

López ofició de lazarillo, lo condujo por toda el palacete deteniéndose en cada habitación para

explicar que nada se había encontrado en toda la vivienda. Requisaron el escritorio donde Wil

trabajaba, después los baños, luego las cocinas. “HM” revisó con muchas dedicación la despensa y

tomó nota de todas sus observaciones.

Luego pidió a López que lo llevara al fondo, al amplio terreno en el que se erguía el enorme árbol

muerto y en el que reposaba el ave negra. Cuando el ave vio a “HM”, dejó su cómoda posición

sobre la rama y voló descendiendo varias ramas. El pequeño “Troll” sonrió despreocupado.

26
El día anterior a esa cuarta irrupción policial llovió torrencialmente, así que el lugar se había

transformado en un verdadero barrial.

Desde la cocina, echó un vistazo al terreno, se detuvo en el descanso de la escalera y observó el

lodazal en que se había convertido. Alzó la vista para alcanzar la altura del viejo árbol. Se detuvo

unos segundos en el ave y luego volvió la vista al terreno. Se puso en cuclillas y permaneció

observando con mucho detenimiento el espacio que había entre el terreno y la casa elevada sobre las

columnas. Recordó la primera declaración de la vecina. “Ruidos como si cavaran”. Miró a su

acompañante que quedó expectante de la actitud de “HM”.

—¿Qué hay debajo de la tapa en el piso de la despensa?

—Es la tapa de la cloaca –respondió López con mucha seguridad.

“HM” señalo a algún lugar debajo de la casa.

—Sin embargo los caños de la cloaca no salen de ese lugar, sino de aquel otro –señaló en sentido

contrario a donde estaba la despensa–, deberíamos retirar esa tapa.

—Pediré ayuda. Las tapas de cloacas sueles ser pesadas y estar bien selladas.

—¿Por qué no la retiraron? ¿No intentaron abrir?

López vaciló.

—Oler mierda… ¿quién quiere oler mierda? –respondió con cierto pudor.

—Todo nuestro trabajo es oler mierda humana, cuando no comerla.

López quedó desconcertado. Nunca pudo olvidar esas palabras y, con el tiempo, las halló

completamente ciertas. Quienes investigan homicidios como el que estaban por descubrir, sienten

que comen mierda humana a cucharadas. El asesinato de “HM” resultó, para López, mucho más que

una buena cucharada de mierda.

—Voy a pedir ayuda para mover la tapa. –López convocó a un consigna.

“HM” movió su cabeza afirmativamente y se dispuso a esperar la apertura.

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De uno de sus bolsillos extrajo una cigarrera. Las cigarreras estaban en desuso, pero “HM” se

mantenía fiel a su costumbre de cargarla con la cantidad justa de cigarrillos que fumaba por día. Ni

uno más, ni uno menos. Tomó uno de los cigarrillos. Lo puso entre sus labios y lo encendió con su

viejo encendedor Carusita.

Esperó que López regresara con su ayudante. Lo miró sin dureza, como si en realidad no lo

estuviera mirando a él sino a algo que flotaba en el ambiente de la casa. Exhaló algo del humo del

cigarrillo y sin mirar a su acompañante pregunto:

—¿Recuerda qué dijo la vecina en su declaración?

—No la leí, señor. No es mi tarea. Estoy aquí porque era el único disponible para acompañarlo.

“HM” le acercó su libreta para que leyera. El hombre leyó varias veces dos de las páginas llenas de

anotaciones en una pequeña y exquisita letra cursiva, y luego solo atinó a rascarse la cabeza.

Devolvió la libreta y tartamudeó por unos segundos.

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III

¿Qué dijo la vecina en su primera declaración?

—Ruidos, ruidos, ruidos. –Así dijo la mujer a la policía en su primera declaración. Ella oía ruidos

extraños.

—¿Qué ruidos, señora? –el escéptico interrogador no dio crédito a lo que la mujer declaraba.

—Yo podía escucharlos todos los días, entre las ocho de la mañana y el mediodía. Como si cavaran

sin prisa pero sin pausa.

—¿Durante qué tiempo escuchó esos “ruidos como si cavaran”? –La inflexión de la voz del

interrogador rozó la burla.

—Meses –respondió la mujer con absoluta convicción.

—Meses. ¿Cuántos meses?

—Por lo menos seis, y no sé si alguno más. –Los sucesos, cuando se extienden rutinariamente en el

tiempo, se van esfumando como un simple humo y pueden disimular aquello que les dio origen.

—¿Y nadie más que usted reparo en esos “ruidos de como si cavaran” durante “seis largos meses

o... –el interrogador suspendió la letra “o” en la punta de la lengua–, o incluso más de seis meses”?

La mujer no podía responder a ello. Sólo su casa daba al fondo del palacete de los Wherner. Detrás

de la alta medianera que separaba el terreno de la casa de la familia del de la suya, ella solo podía

escuchar esos“ruidos” extraños de que hablaba, pero no ver a qué respondían.

—¿Escuchó voces, señora? –la pregunta del interrogador era totalmente capciosa.

—Nunca.

Fue una decepción para el hombre. Era lo que precisaba para hacerla pasar por “loca que escucha

voces”.

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Por otra parte nadie podía imaginar a Wil cavando, cavando y cavando, haciendo un ruido apenas

perceptible para una atenta y chismosa vecina, de la mañana al mediodía, todos los días, durante por

lo menos seis interminables meses de acuerdo a la declaración de la atribulada mujer.

Wil no era un debilucho, pero no era un hombre acostumbrado a trabajos pesados. Era un profesor

de escuela media. Por otro lado, una cosa es jugar al tenis o hacer un poco de natación, y otra cavar

y cavar y cavar durante seis meses. Ese era trabajo de un peón de albañilería, de esos que hacen los

trabajos menos calificados y más sacrificados y están acostumbrados a constantes esfuerzos físicos.

De todos modos el Juez, temeroso de pasar por indolente, ordenó pasar revista al terreno.

Los investigadores para su satisfacción y disgusto del Juez, no hallaron evidencia de que alguien

hubiera removido la tierra. El terreno estaba descuidado, era evidente que los Wherner no se

preocupaban por la jardinería. A simple vista se notaba que nadie había cavado ni siquiera un

pequeño hoyo. Mucho menos seis fosas.

Solo el enorme y muerto árbol dominaba el terreno, y sobre el árbol muerto, el ave negra.

En la tierra no había rastro ni siquiera de una pisada. Ninguna una huella. Nada. Para los

investigadores la mujer fantaseaba. Y no resultaba descabellado sospechar de ella.

La vecina insistió que lo que realmente motivaba su insistencia, era ese “presentimiento” que tenía

desde hacía, justamente, algo más de seis meses.

—Es como una puntada justo aquí –declaró a los investigadores que debieron esforzarse para no

estallar en carcajadas.

—¿Justo dónde, señora? –preguntó uno de los detectives con el único propósito de que, al escuchar

la confesión de la mujer, todos los demás se echaran a reír.

—Aquí, justo aquí –decía la mujer mientras señalaba su seno izquierdo, tratando de explicar que era

en el corazón donde sufría ese dolor tan peculiar.

Pero un presentimiento no es suficiente para promover una investigación por la desaparición

forzada de seis personas. Menos un presentimiento que surge detrás de un seno flácido y arrugado.

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Pero la declaración de la vecina mereció toda la atención de “HM”.

Antes de proceder con el cuarto allanamiento, mientras esperaba el arribo de los colegas para

colaborar en la pesquisa, el taciturno investigador volvió sobre sus notas, en la pequeña libreta y las

leyó con absoluta concentración. Reflexionó tratando de comprender la psicología de cada uno de

los integrantes de la familia.

Los muchachos Antoine y Baptiste que pasaban por mellizos, eran jóvenes que ocupaban sus días

estudiando, haciendo algunos deportes y buscando novias con que pasar un buen rato.

Cédric, al que todos los interrogados calificaban como “misterioso” por su aspecto andrógino que

deliberadamente acentuaba al depilarse con obsesión, no era muy sociable y hasta provocaba

rechazo en ciertas persona no así en las muchachas más desprejuiciadas. Dafneé era un cascabel.

Así de bella y así de risueña.

La señora Mary era amable y siempre bien dispuesta. Todos señalaron su cuidado aspecto aunque

nunca pasó por vanidosa. Era una bonita señora de algo más de cuarenta años, siempre con una

sonrisa en los labios.

Wil era obsesivo. Todos coincidieron en señalar ese rasgo. Tan obsesivo como meticuloso. Sus

alumnos se referían a él de eso modo aunque no por rechazo. El cuerpo de profesores lo hacía hasta

con admiración, una suerte de encantamiento difícil de explicar sin considerar sus ascendencia

aristocrática y la fortuna que se le atribuía a la familia.

Wil era de estatura media, bien parecido, inspiraba confianza. ¿Un rasgo en particular? Sus manos,

dijeron tiempo después algunos testigos. No pequeñas, cortas. Extrañas hasta para cometer un

crimen o acechar una caricia. Dedos rechonchos, equivocados. Una anatomía descuidada en un

hombre que era todo cuidado. Una anomalía anatómica. Pero que nunca mereció mayores reparos.

El señor Wilhelm era un hombre obsesivo, meticuloso, planificador, extremadamente pulcro y

celoso de cuidar todos los aspectos públicos de su vida. No se le conocía ningún vicio, ningún acto

violento, nunca se lo había oído alzar la voz, decir algo demás, ofender a un alumno o alumna,

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mucho menos a un colega. Siempre tenía palabras reconfortantes para quien atravesaba un momento

difícil. Era riguroso con sus alumnos pero era considerado un hombre justo.

Todos los domingos en misa, padre y esposo ejemplar. Un verdadero enigma a develar.

En medio de sus lecturas y cavilaciones, López volvió con su ayudante para remover la tapa y

arribaron otros hombres que iban a colaborar con el trabajo.

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IV

A simple vista, debajo de la casa, en el amplio cobertizo que resultaba del espacio entre el terreno y

ella, solo había trastos viejos.

Entre el terreno y la casa habría no más de un metro y medio de distancia. Si alguien hubiera cavado

durante meses, debió haber realizado el trabajo de manera muy incómoda, durante horas. Un

hombre de la altura de Wil, de acuerdo a sus historia clínica, no entraba allí de pie.

Tampoco los miembros de la familia eran de una altura promedio; la más baja era Mary que medía

ciento sesenta centímetros. Los tres varones median, promedio, ciento setenta centímetros. Dafneé,

ciento sesenta y cinco centímetros.

En el cobertizo se apilaban en aparente desorden tarros oxidados de pintura, algunas viejas

herramientas de jardinería que, era evidente, nadie usaba desde hacía mucho tiempo, algunos

muebles arrumbados y el descarte de juguetes infantiles.

Nada provocó curiosidad durante los tres primeros allanamiento. Pero para “HM”, todo parecía

guardar un sugerente orden, una delicada distribución a pesar del aspecto de abandono que

mostraba el lugar.

No se apreciaba tierra removida, tampoco que un animal hubiese estado hurgando entre los trastos,

ni que una persona hubiese pisoteado el lugar.

Uno de los hombres recién llegados dijo en voz alta “¿y ahora que mierda quiere el pequeño

Troll?” López cruzó con su dedo índice los labios pidiendo silencio.

Pero “HM” escuchó perfectamente al recién llegado. Desde el lugar donde permanecía en cuclillas

mirando la tierra debajo de la casa, dijo sin perder la calma “López, quite la tapa del piso de la

despensa”. Eso hizo sin demasiado esfuerzo con la ayuda del consigna. Los otros miraron

expectantes. La tapa no daba acceso al sistema de cloaca, sino a otra tapa de fibrocemento.

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La segunda tapa no era fácil de distinguir desde donde “HM” observaba la gruesa loza de hormigón

que resultaba el contrapiso de toda la casa. Las separaciones entre la segunda tapa y el bloque de

hormigón estaban disimuladas por unas líneas que corrían de un lado al otro de la casa formando

una cuadricula; habían sido pintadas con mucho cuidado con pintura asfáltica. Para “HM”, esa

prolijidad deba cuenta de una tarea realizada por alguien muy meticuloso y prolijo, como el señor

Wilhelm Wherner. Posteriormente descubrió que esa cinco cuadrados del dibujo de esa cuadrícula,

coincidían con los cuadrados de las cinco tumbas. Una perversión en espejo.

Los policías retiraron la segunda tapa. De ahí se accedía al terreno bajo la casa sin tener que

ingresar por los fondos barrosos donde ser erguía el enorme árbol y reposaba la extraña ave, ni por

los angostos senderos de tierra que quedaban a cada lado de la mansión.

“HM” dejó de observar bajo la construcción y se dirigió a la despensa. Los policías le abrieron

paso. López se mantuvo atento.

Se echó al piso y asomó la cabeza por la abertura. En esa posición pudo observar todo el cobertizo.

Lo repasó varias veces con la mirada. Prestó atención a cómo estaban distribuidos los trastos que se

hallaban bajo la casa.

Como supuso, la organización de los bártulos no era ta inocente. Al verlos, su mente describió una

cruz formada por cinco cuadrados ideales. En un extremo, uno de los cuadrados imaginarios, y en

su centro, lo que parecía una pequeña cuna. En el extremo opuesto, otro cuadrado, y en su punto

central, un oxidado triciclo.

A un lado, a la derecha visto desde la posición en que “HM” estaba junto a la escalera que salía de

la cocina, otro cuadrado de dos metros por dos metros, y en su centro un antiguo camión fabricado

con madera cargado de piedras de canto rodado. Una caja de madera de la que no se podía ni ver ni

deducir su contenido, a la izquierda,. Al centro, rodeado de los otros cuatro cuadrados ideales, el

quinto y principal que daba origen a la cruz hacia cada lado, una gran maceta de cemento de forma

oblonga en el centro del cuadrado imaginario. La maceta era gris y estaba vacía.

34
Cada cuadro imaginario tenía dos metros por lados, así que cada brazo de la cruz medía seis metros

de lado a lado. Como la casa medía 20 metros de frente, dejando un pasillo de un metro de ancho a

cada lado, por treinta metros de fondo, la cruz imaginada por “HM” comenzaba a los siete metros

del frente de la casa y terminaba a la misma distancia del fondo. A los lados, 12 metros separaban a

los cuadrados imaginarios de los límites de la construcción. Desde afuera, no era fácil de apreciar la

deliberada distribución de los bártulos en ese espacio oscuro.

Su primera deducción fue que se trataba de cinco tumbas. Una tumba por cada cuadrado imaginario.

Pero los desaparecidos eran seis. Ese era un inconveniente en su razonamiento. Sin embargo no se

sintió molesto por ese conclusión.

“HM” sospechó desde el principio que por lo menos uno de los miembros de la familia tenía que

estar involucrado en aquellas extrañas desapariciones. Ese “uno” no podían ser las mujeres. La

descripción que leyó de ellas decía que eran de contextura delgada, para nada atlética. Demasiado

débiles para atacar a cuatro hombres, alguno de ellos fornido, para luego mover los cadáveres sin

dejar ninguna huella. Eso señalaba a uno de los varones de la familia como uno de los posibles

asesinos. Por entonces, no descartaba cómplices.

“HM” permaneció echado durante un largo tiempo; la incómoda posición no parecía molestarlo,

López lo observaba absorto, nunca antes había visto en acción al “pequeño Troll” del que tanto

había oído hablar quejosamente de él.

“HM” reparaba en la distribución de los trastos. Pidió una linterna militar que son de luz muy

potente. El oficial bocón, el que se mostró fastidiado por el trabajo, llevaba una. López se la acercó

sin hacer preguntas.

Alumbro detenidamente hacia donde estaba cada uno de los bártulos. No distinguió ni una sola

pisada. Eso lo preocupó. Tal vez su primera deducción fuera una tontería, una sospecha infundada.

Para despejar la duda debía pedir la concurrencia de un equipo forense y ese siempre era motivo de

discusiones. ¿Cómo convencer a los superiores que allí había cinco tumbas con cinco cadáveres

35
después que tres comisiones policiales requisaron el lugar y afirmaron no encontrar nada que

permitiera sospechar un crimen?

No tenía opción. O daba crédito a su sospecha o ahí mismo abandonaba la investigación

confirmando lo que ya había sido defendido por tres comisiones policiales. Si no hacía lo que creía

mejor, no sería ese “pequeño Troll de mierda” que tanto aborrecían sus colegas.

—Llamen a un equipo forense. Vamos a cavar aquí abajo.

Su voz ronca y seca sonó más arenosa que nunca. Nadie se atrevió a contradecirlo.

36
V

No solía permitirlo. Lo que él miraba no debía observarlo otro detective. Decía que la segunda

mirada seguro echaba todo a perder. Cuando un crimen era observado por un segundo detective, el

muerto se despojaba de la perspectiva inicial y empezaba a dar señales confusas. Habilidad de los

muertos de despistar a los investigadores ocasionales. Luego los peritos terminaban por arruinar las

pruebas. Ellos completaban la voluntad de los muertos. Eran, para “HM”, experimentados

profesionales en arruinar las mejores evidencias.

“HM” y los peritos no disimulaban que se aborrecían mutuamente. Salvo con Duro Cosido, así

apodado porque se decía que las muchas suturas que llevaba y por las que nunca rindió cuentas, se

las había realizado él mismo sin anestesia alguna. Era un verdadero tipo rudo, que sabía y podía

suturar sus propias heridas sin sentir, aparentemente, el menor dolor.

Duro era de su confianza y compartían la misma perspectiva de los homicidios, algo extraordinario

en ese seleccionado de mediocres burócratas a los que lo que menos les importaba era hacer justicia

con los criminales.

“HM” sabía que su propia mirada era más que suficiente para descifrar un homicidio al instante. Era

un ojo entrenado para el crimen. Pero en ese caso hizo una extraña concesión, toleró que cada uno

de los que quisieron se asomaron por aquella abertura para observar el supuesto cementerio bajo la

casa y sacara sus propias conclusiones.

Todos, cada uno a su momento, lo hicieron. El escepticismo cundió entre todos ellos. Solo “HM” se

mantuvo en sus convicciones confiando en sus cinco sentidos y en su manera tan especial de

reunirlos en un pensamiento acertado. Ninguna mirada torcida, ninguna sonrisa aviesa, ningún

comentario con doble intención, lo hizo dudar de su convicción.

Él sabía, por los mohínes en los rostros de sus colegas, que esperaban una distracción suya para

apostar fuerte por el seguro fracaso del “pequeño Troll de mierda”. El placer de ganar una buena

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suma de dinero apostando al fracaso del detective, no era nada comparado con el placer que

sentirían con la humillación que significaría que el pronóstico de “HM” fuera errado.

Esperó sentado a la mesa de la cocina en una amplia silla de madera lustrada a caoba. Un

almohadón de color rojo hacía mullido el asiento.

Era una mesa amplia que ocupaba el centro de la cocina comedor. Un mantel de hilo blanco

prolijamente extendido la cubría. En medio, un centro de mesa de fino cristal tallado.

Al palpar la mesa, pudo reconocer por esa rara vibración que queda de los humanos antes de la

muerte, qué lugar ocupaba cada integrante de la familia al compartir la mesa para las comidas

diarias. Él escogió el lugar que debió ocupar Wil, y la penetrante electricidad que recorrió su cuerpo

al tomar contacto con la mesa, le dio la seguridad que ese fue el lugar que ocupó el homicida antes

de cometer sus horribles asesinatos. Allí quedó un resabio de su criminalidad que “HM” absorbió

por completo. Ósmosis del crimen que en forma de sutil vapor penetró por los poros de la piel e

incorporó a su propia humanidad.

Fumó dos cigarrillos, uno tras otro. No era habitual en él fumar dos cigarrillos seguidos. Pero ese

humor criminal que Wil dejó y que él absorbió, lo invitó a fumar sin pausa.

Fumaba cigarrillos negros sin filtros. Sabor esposo y amargo. El humo pasaba por la garganta como

el desliz de papel de lija de granulado muy fino, que limaba las cuerdas vocales hasta dejarlas casi

pulidas como la de un tenor capaz de alcanzar notas, muy altas y dar el Do de pecho como si nada.

Luego la voz volvía a su condición terrosa.

Usó de cenicero la tapa de un frasco vacío que lucía una etiqueta impecable de dulce de frutilla. Las

frutillas eran gordas y rojas, y la limpieza del frasco sin haber arruinado la bella etiqueta, le

reafirmó su idea de cómo era la personalidad de Wil, un hombre que debía tener “todo bajo

control”. Ese era el rasgo más peculiar del asesino. Se podía lavar un frasco hasta dejarlo

impecable, sin una mancha, sin dejar una marca en la colorida etiqueta que lucía las gordas y

jugosas frutillas de intenso color rojo.

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Alguien pretendió hacerle notar que podría estar contaminando la escena del crimen. “HM” lo

ignoró olímpicamente. El homicida se había ocupado a conciencia de limpiar el lugar para que no

quedara ni el menor de los rastros. Para “HM” eso era más que evidente.

La “escena del crimen” que sí importaba, y de eso estaba seguro, estaba debajo de la casa, en ese

espacio oscuro que quedaba entre el terreno y la loza de hormigón del piso del palacete. Esa

“escena del crimen” que las tres comisiones policiales habían ignorado por inútiles o por haraganes

o por otras razones, era el lugar de sus certezas.

“HM” se inclinaba por creer que la incapacidad de hallar los cadáveres de la familia se debía a la

holgazanería de sus mediocres camaradas. En eso podía resultar ingenuo. Creía conocer al personal

policial como ninguno. Cualquier rasgo de soberbia en una hombre como “HM” podía resultar en

un error fatal. La soberbia impide siempre apreciar detalles reveladores.

“Holgazanería de mediocres camaradas”, así especuló.

Haraganes.

Gordos haraganes.

Anoréxicos y bulímicos, haraganes.

Fumadores haraganes.

O alcohólicos haraganes que aporreaban a su esposa al regresar a casa llenos de la mierda sustancial

que ningún detective de homicidios podía evitar impregnara su humanidad.

Las golpizas contra esas pobres esposas era una manera de exorcizar los espíritus malignos que

entraban por los orificios del cuerpo de los detectives para hacerles revivir cada asesinato en carne

propia. Esos crímenes manifestaban la naturaleza humana sin barnices, sin refugios sentimentales.

Simplemente humanos arrancando las tripas, cercenando las gargantas, descuartizando a las

víctimas aún vivas. Trozando en pedazos insignificantes los que fue un amante, un hijo, una

promesa para siempre deshecha al filo de un cuchillo o el plomo ardiente de una bala.

39
“HM”, sufría por anticipado una gran frustración. No halló en su minuciosa observación ni una sola

evidencia de que alguien hubiera puesto sus pies en la tierra del cobertizo bajo la casa.

Nunca pudo descubrir cómo hizo el inteligente Wil para no dejar ni una huella donde estaba seguro

cavó cinco profundas tumbas.

¿Profundas? Si alguien le hubiese preguntado ¿por qué profundas? “HM” habría respondido que

estaba seguro que Wil había cavado siguiendo sus propios parámetros de simetría. Un obsesivo

compulsivo como Wil, no podía haber cavado cinco tumbas sino con la más esmerada precisión,

metro por metro. Dedujo que los cinco cuadrados ideales que componían la cruz de los

enterramientos no respondían a medidas caprichosas o producto del mero azar.

Leyó las historias clínicas que habían sido recavadas por la comisión policial que realizó el segundo

allanamiento. Promedio, la familia media un metro setenta de altura excluyendo a Wil que era un

poco más alto y a Mary que era un poco más baja.

Por eso su cálculo fue que cada tumba debía tener no menos de dos metros por lado y uno de

profundidad. Dos por dos por uno. Un trabajo considerable. ¿Por qué pensó en esa profundidad?

Porque Wil no era un hombre superficial y eso lo pondría de manifiesto en el hondo de los

enterramientos. Un metro le garantizaba un buen período de impunidad algo que no se podría con

un enterramiento superficial que al poco tiempo se haría evidente por el olor hediondo de los

cadáveres.

Escribió en su libreta las siguientes fórmulas para expresar la superficie de la propiedad, el

cobertizo y las tumbas:

22 m x 60 m = 1.320 m2

20 x 30 = 600 m2

2 x 2 x 1 = 4m3 [4m3 x 5 = 20m3]

2 + 2 + 2 = 6 GH

2 + 2 + 2 = 6 EF

40
12 x 12 x 1 = 144m3

Luego realizó algunos dibujos sobre la supuesta distribución de los enterramientos y su relación con

la superficie total de la propiedad, la despensa y el cobertizo.

“HM” solía hacer este tipo de anotaciones, pero solo él sabía la importancia que esos apuntes

podían tener para el avance de la investigación. Su muerte privó a muchos el conocer, por lo menos

en parte, algo de sus métodos investigativos.

Lo evidente fue que había que cavar mucho y por largo tiempo para completar semejante obra. Pero

un hombre metódico, sistemático y aplicado como el Señor Wilhelm Wherner, era capaz de hacerlo

sin que sintiera un esfuerzo desmedido por ello. Ni fatiga ni angustia. Método. Simplemente,

método.

Todos los días, tal y como la entrometida vecina afirmó haber escuchado durante meses, entre las

ocho de la mañana y el mediodía, horas en que solo Wil permanecía en la casa, cavó y cavó hasta

completar su siniestra obra. “¿Y ningún miembro de la familia vio lo que Wil estaba haciendo?”

Fue una pregunta que un avezado policía le hizo sin mayores pretensiones. “HM” se tomó su

tiempo en responder. Al principio creyó que no, que la familia, no había reparado por los trabajos

del jefe del hogar. Pero luego se inclinó a creer que algún miembro de la familia se debió percatar

del extraño comportamiento de Wil, trabajando en el amplio cobertizo debajo de la casa, cavando y

cavando tesoneramente.

Pero a veces ocurre que aunque las víctimas comprendan que hay una situación extraña, un

comportamiento aterrador de parte de quienes serán sus victimarios, no alcanzan a dimensionar el

peligro al que se enfrentan. Son como el ganado que camina por la angosta manga del matadero

hacia su ejecución sin atinar a huir, a dar el aviso de alarma, o a defenderse. Solo caminan aun

sabiendo que al final del angosto pasillo de la manga las aguarda una muerte cruel.

“HM” podía describir en su mente el diseño de las tumbas y ese diseño es el que llevó al papel de su

libreta de anotaciones. Estaba seguro, además, que debían tener separaciones una de las otras, para

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generar los habitáculos mortuorios de acuerdo al diseñó que pergeñó desde el momento que

planificó los homicidios.

Cuando la comisión de peritos arribó al palacete sintió profunda alegría de que el jefe de aquellos

fuera Duro Cosido. Ese no arruinaría la investigación.

Duro decía que “HM” no tenía cinco sentidos como el común de los humanos. Pero “el pequeño

Troll” no le prestaba atención a esa descripción que el perito hacía de sus habilidades sensoriales.

Lo suyo tenía que ver con la muerte. Veía a la muerte de un modo que pocas personas podían

hacerlo. No solo podía percibirla con la mirada, podía olerla, oírla, sentirla, degustarla. La muerte

tenía formas espectaculares, perfumes indescriptibles que el común de los mortales no podía

percibir bajo ninguna consideración; sonidos extraídos de los lugares más recónditos del alma

humana, un sabor especialísimo que invadía la lengua y el paladar como un sabroso y maligno

bocado. Y la sensación que le dejaba en el cuerpo no había sido superada nunca por ninguna otra.

Fue la que sintió cuando protagonizó su propia muerte tras aquel certero disparo en su nuca,

Su comunión con la muerte le venía de niño, cuando estuvo a un tris de asesinar a su padre luego de

presenciar la enésima paliza que le propinó a su madre otra noche de borrachera.

Para “HM” lo grave no fue que estuvo muy cerca de acabar con la vida de su alcohólico padre, sino

que esa sensación, ese sentimiento tan próximo al parricidio lo llenó de felicidad. Eso fue

determinante en la elección de su carrera como detective de homicidios. Él podía pensar, sentir y

disfrutar, tal y como lo hacía un asesino. No un bruto que mata arrastrado por la ira violenta o un

perturbado que mata sin conciencia. Él razonaba, y de eso estaba totalmente seguro, como lo hizo

Wil y tantos otros como Wil antes que él.

Tenía la inconmensurable capacidad de reconocer en él ese mismo estado místico en que el

homicida entra antes de su crimen, una condición casi religiosa durante la cual el homicida se siente

demasiado cerca de Dios, decidiendo quien vive y quien muere, justamente como un Dios o una

expresión terrena de él.

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La presencia de Duro Cosido no fue casual. Él pidió el caso porque conocía de sobra a “HM” y,

además, sabía que los crímenes del Sr. Wilhelm Wherner le estaban quitando el sueño a más de un

funcionario. Tanto jefes policiales como políticos destacados, querían que el asunto se esclareciera

cuanto antes, asustados de que el escándalo estallara en sus propias narices y arrojara sus

burocráticas carreras al basurero del funcionariado estatal.

Se saludaron como si no se conocieran. Apenas un gesto con las manos y “buen día”. Eso fue todo.

“HM” tenía pocos amigos (o ninguno). Consideraba a Duro Cosido uno de ellos. El perito tenía la

llave de su casa y podía ir y venir de ella cuando le placiera. Hasta ahí llegaba la confianza que el

detective tenía en el forense.

“HM” le indicó que mirara a través de la abertura del piso de la despensa al cobertizo bajo la casa.

Duro aceptó la indicación. Se echó al piso y asomó la cabeza por el agujero.

—Los trastos están distribuidos de manera simétrica –dijo corroborando la apreciación de su colega.

Los detectives que estaban con “el pequeño Troll de mierda”, comprendieron al instante que su

anhelo de ver fracasar a su odiado contrincante se alejaba a la velocidad de las palabras de Duro.

López se sintió hasta ridículo por desconfiar del “pequeño Troll”.

—¿La tierra? –preguntó “HM”.

—Peinada y regada hasta hacerla barro.

—Por eso no se perciben huellas a simple vista.

Duro Cosido se mantuvo en silencio.

—¿Cuántas sepulturas cree detective que hay aquí abajo?

—Cinco.

Duro asintió con la cabeza sin dejar de apreciar el terreno bajo la casa. Luego de escupir al suelo, se

incorporó y miró a todos los detectives para disfrutar con esa expresión de derrota que los invadía.

—¿Alguna sugerencia “HM”?

—Empiecen por la más cercana al frente la casa.

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—¿Alguna razón en especial?

—Si. –Fue todo lo que dijo. Duro no necesitaba otra explicación. Intuía que para “HM” ese debió

ser el último homicidio. El detective solía comenzar su investigación del presente hacia el pasado,

del final al principio. No era una cábala, era un sistema. Era un ordenamiento mental arbitrario pero

que había establecido como regla y nunca abandonaba. En eso era sumamente supersticioso.

Sin aires de suficiencia dijo “me voy por un rato a la central. Cualquier hallazgo me llaman. No

toquen nada hasta que llegue”.

Duro lo palmeó y dijo “vaya tranquilo”.

—Caven con cuidado. No lastimen los cadáveres.

—De acuerdo.

“HM” se marchó dejando a las comisiones en el palacete. Venancio López, su acompañante, lo

siguió como un perrito faldero.

44
VI

La mujer lloraba desconsolada. “HM” vio que el policía que le tomaba declaración era totalmente

indiferente al dolor de la mujer.

—Buenos días –dijo y puso su helada mirada sobre el policía que se sintió intimidado por aquellos

ojos negros.

—Buenos días –respondió el policía. El llanto de la mujer se hizo más fuerte.

“HM” le dio su pañuelo.

—¿Qué ocurre señora? –preguntó para buscar un atajo para consolarla.

La mujer, balbuceando, le explicó que su hija hacía casi un día que había desaparecido.

—No hace ni veinticuatro horas –se excusó el policía.

—¿Qué ocurrió?

La señora explicó que su joven y “bellísima niña”, así la describió, se fue a un cumpleaños el día

anterior, domingo, y no regresó. Sus amigos la vieron salir de la casa donde la fiesta pero nunca la

vieron regresar. La mujer temía que a su hija la hubieran secuestro y haya sido violada y asesinada.

Era ese su sentimiento.

Del despacho del jefe salió un alto funcionario del ministerio de Seguridad. Observó a “HM” y la

acongojada madre. Luego murmuró algo así como”este no es un caso para usted”. “HM” lo sabía

sin que se lo hubiera dicho.

—Llamen a Stultus. Él se ocupará del caso. –Dijo el burócrata quien se rascó el trasero sin

disimulo.

Stultus era un hombre desagradable, de unos cuarenta años de edad. Muy desagradable. Siempre

hedía a mierda vieja.

45
“HM” lo detestaba. Lo consideraba un inútil, un arribista dispuesto a acabar con quien fuera con tal

de ascender en la escala burocrática. En la fuerza sobraban los Stultus. Siempre se decía “son un

mal necesario”. “HM” no creía en aquello. No hay “males necesario”. Simplemente hay males.

Stultus no se ocuparía de la desaparición de la joven muchacha. Él siempre afirmaba que las

jóvenes eran en realidad “rameras en proyección”. Así lo decía. Futuros ensayos de “putas en

perspectiva” “golfas en busca de fortuna fácil”. Le importaba un “soberano carajo”, una

expresión que repetía a quien soportara su conversación, qué podía haber ocurrido con un muchacha

de dieciséis años que había ido semidesnuda a un cumpleaños del que había desaparecido sin dejar

rastro.

—¿Qué edad tiene su hija? –preguntó “HM” a la desconsolada madre.

—Dieciséis años recién cumplidos, señor.

“Una niña”. Así pensó el detective. Las muchachas a esa edad no saben a qué están expuestas en

un mundo sediento de pederastia. Si las madres supieran cuánto cotiza la libra de carne de sus hijos

e hijas, no trepidarían en incendiar las nuevas Sodoma y Gomorra para salvarlos de tan espantoso

destino.

El burócrata le hizo una señal y lo invitó a su despacho. Al pasar junto a él le dijo “ocúpese del hijo

de puta de ese guille y acabemos con esto cuanto antes”. “HM” volteó para mirar a López a los

ojos.

—Espéreme, López. Tengo un encargo para usted. –López asintió obediente.

—¿Guille? –preguntó extrañado del nombre con que el burócrata se refería al señor Wilhelm

Wherner.

—¡Si! –casi gritó el burócrata–, Guille de mierda.¡Mierda de hijo de puta!

El cambio de nombre y la ira del funcionario pretendían disolver el crimen en la vulgaridad y eso,

para “HM” era un error de la perspectiva con el criminal que trataban. Wil no era “uno más”. No

era una simple mierda-un simple hijo de puta como pensaba el inquieto funcionario.

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Era un sádico, un perverso, un perfeccionista. “El pequeño Troll” había comenzado a penetrar en el

ideario criminal del señor Wilhelm. Él prefería llamarlo de ese modo, “Señor Wilhelm”. No “Wil”,

que hacía sonar su nombre como el de un niño que solo busca sus apetecidos caramelos. Y mucho

menos “El Guille”. Esa manera de llamarlo lo alejaba a kilómetros del sistema de pensamiento y

muerte del Sr. Wilhelm.

Pero el jefe se había empecinado en degradar al asesino el nombre de “El Guille”, como si de ese

modo se estableciera algo de justicia para su espantoso crimen.

—¿Mató a toda la familia? –Preguntó apenas cerró la puerta de su despacho ansioso de escuchar

alguna novedad consoladora.

—Eso creo –respondió “HM” a quien los sentimientos del burócrata le importaban un comino.

—Maldito aristócrata hijo de puta. Siempre posando de gran señor y era una mierda de tipo.

La ira del burócrata a “HM” no le aportaba nada. Serviría para sacarse las ganas, pero no para ir

detrás del múltiple homicida.

“HM” entendía que la abundancia de adjetivos alejaba a las personas de la capacidad de razonar

basada en el puro análisis de los hechos, sin adornos, sin iras innecesarias. Sin adjetivación.

El burócrata se acomodó en el gran sillón detrás del escritorio.

—¿Ya desenterraron algún cuerpo?

—Ya lo harán. Duro y yo estamos seguros que debajo de la casa, en el cobertizo que hay entre el

terreno y la loza, Wilhelm enterró a toda su familia.

—¿Cómo puede ser que tres malditas comisiones policiales no se hayan percatado de algo tan

evidente. Esa era una pregunta que sólo los jerarcas podían responder.

Luego cuestionó: “¿Tan evidente?” Eso iba en desmedro de su hallazgo. Vieja técnica. No hay

mérito del “pequeño Troll de mierda”, todo se reducía a que las comisiones se dejaron llevar por la

apariencia de las cosas en vez de ahondar en la realidad. “Errare humanum est”, vieja sentencia

para justificar cualquier estupidez.

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Pero “el pequeño Troll de mierda” , como sabía que ese burócrata lo llamaba apenas le daba la

espalda, no estaba para discusiones. No en ese momento.

—¿Cuándo tendremos alguna novedad?

“HM” frotó su cara con las dos manos y tardó en responder.

—Apenas hallen algo, van a llamar.

Veinte minutos después sonó el teléfono en el despacho del burócrata. Era Duro Cosido. Bingo. Un

cadáver.

—¿Es el de la niña?

—Si. —Respondió Duro sin agregar comentario.

—Luego encontrarán a la madre. Tras la madre, al menor de los varones, Cédric. A la izquierda de

la madre, Antoine, y a la izquierda Baptista. Ese es el orden.

Duro no agregó ni una sílaba. Solo atinó decir “cuando haya desenterrado todos los cadáveres, lo

llamo”. Eso fue todo. “HM” se asomó para volver a ver a la desconsolada madre. Pero ya estaba

Stultus repitiendo sus habituales comentarios misóginos. “HM” entrecerró los ojos y recuperó algo

de ese ardor criminal que sintió cuando la última golpiza de su padre contra su madre. Algo de eso

merecía ese idiota de Stultus. Pero él estaba para otra misión. La cuota de justicia que merecía

aquella muchacha desaparecida, no estaría en sus manos realizarla cerrándole la bocota a aquel

charlatán arribista.

48
VII

Duro llamó al jefe de la investigación. “HM” supo al momento que era su compadre el que estaba

haciendo un reclamo. La expresión del burócrata lo delataba. Todos le tenían miedo a Duro. Él

nunca supo por qué, pero no hacía nada por despejar ese sentimiento que embargaba a casi todo el

personal del departamento de investigación de homicidios complejos apenas debían toparse con él

de manera oficial o informal.

Fue terminante. Duro solía hablar poco y de manera de no dejar duda de sus pedidos.

—Necesito seis peritos más.

El burócrata dudó pero no encontraba alternativa.

—Son cinco cadáveres.

—¿Cómo sabe eso?

Duro debió contestarle de manera brutal “¡qué carajo te importa!”, pero se mordió los labios para

obligarse a mantener la boca cerrada.

—Necesito dos expertos por tumba. Aquí solo somos cuatro. Necesito seis más. ¿Está claro? Y no

me mande a los chapuceros nuevos. Quiero los viejos de Científica.

Luego pidió hablar con “HM”. El burócrata deseó gritarle para hacerle saber quién era el superior

en ese departamento y quién ponía condiciones en aquella investigación. Pero vaciló

prudentemente, en su cabeza resonaban los gritos de la elite política que reclamaba a una rápida

solución a la desaparición de la familia Wherner. Recuperó la calma, controló sus emociones y le

pasó la llamada a “HM”.

—Hola. ¿Novedades? –preguntó “el pequeño Troll” lleno de satisfacción.

—Mañana a la mañana o a más tardar al mediodía va a tener todo despejado. Vamos a trabajar toda

la noche.

—De acuerdo. Gracias.

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Tal vez porque hablaban poco y nada se entendían tan bien. “HM” confiaba por completo en los

métodos de trabajo de Duro Cosido.

Duro tenía sus propios procedimientos para desenterrar cadáveres sin alterar la escena. Su

comportamiento era comparable al de un experto arqueólogo. Cada muerte era para él una reliquia,

como si el cuerpo fuera, en efecto, un instante supremo del santoral de la ciencia criminal. No lo

tomaba como el vestigio de aquel que fue y dejó de ser. Sino que era algo digno de verdadera

veneración en el aquí y en el ahora. La mecánica de la vida y la muerte, para Duro, era un suceso

permanente y deslumbrante. Los homicidios eran maneras desesperadas de acelerar el ciclo natural

vida-muerte. Una desviación que de todos modos no alcanzaba a sustraer la esencia de lo

trascendental en esa dialéctica trascendental.

En alguna oportunidad le dijo al propio “HM” sus elucubraciones. Lo que nace, apenas nace,

empieza a morir. Todos empezamos a morir apenas nacemos. Al principio no tenemos conciencia de

ello. Con el paso del tiempo, la muerte se torna en una compañía cotidiana. Luego se impone para

permitir que lo nuevo predomine.

No hay modo de que la vida surja sin la muerte y, a su modo de ver, la muerte era la manera más

patética de volver a encauzar la vida en un sentido superador. Propuso alguna vez celebrar la muerte

para alabar la vida. También le dijo que esa dialéctica estaba presente en todos los actos humanos.

No hay valentía sin cobardía, no hay lealtad sin traición. En determinadas condiciones el uno troca

en el otro. La clave está en las condiciones internas. Lo interno determina, lo externo condiciona.

Algo le dijo sobre el huevo y la piedra, pero no le prestó atención.

Saber apreciar esta dialéctica era sustancial para hombres tan expuestos como él y como el

detective. Se lo dijo como un consejo, pero “HM” nunca consideró esas reflexiones como tales.

Para “HM”, la muerte resultaba siempre el próximo acertijo a descifrar. Y eso era todo.

Después de despedirse de “HM”, Duro salió a los barrosos fondos. El observó al árbol, o el árbol lo

observó a él y vio el ave negra. El ave dejó la rama más baja a la que había llegado cuando vio a

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“HM”, señal de confianza, y remontó vuelo hasta el extremo último del reseco árbol. Se posó en la

última y más pequeña rama. ¿Señal de desconfianza? Solo el ave lo sabía.

Duro despreció el vuelo del ave. Su interés por las aves negras y sus posibles augurios era nulo.

Hizo distribuir varios potentes reflectores para iluminar por completo el cobertizo. Luego de ello,

cuando sus ayudantes completaron el tendido eléctrico de las poderosas luces, descendió enfundado

en su traje protector. Las luces calentaban el aire bajo la casa. Ese calor y la humedad hacían

emanar un vaho de cierta densidad viscosa, que hacía más difícil respirar y mirar. La mascarilla que

cubría la boca y la nariz hacía trabajosa su respiración. La máscara acrílica, una semi escafandra

protectora, se empañaba al ritmo de su entrecortada respiración.

Mirando a través de las antiparras protectoras y la máscara acrílica, repasó varias veces el perímetro

del imaginado cementerio de la familia Wherner.

Estuvo largo tiempo contemplando la escena. Tarareaba “Lamento della Ninfa”, de Monteverdi,

una canción que su madre le cantaba a la hora de dormir en la noche. Nunca olvidó aquella melodía

y, cuando se enfrentaba al cadáver de la desventurada víctima, esa canción le procuraba serenidad

tanto como lo hacía su madre mientras cuidando de su sueño.

Tal vez estuvo en ese estado de observación casi religiosa unos treinta minutos, durante los cuales,

sus ayudantes, permanecieron sin moverse, en perfecta vigilia.

En su mente, compuso la cruz de cinco cuadrados perfectos, esbozó en sus razonamientos la

profundidad de los enterramientos y trató de representar a los muertos. Ese ejercicio iba creando el

estado de intimidad que necesitaba antes de exhumar un cadáver.

Reparó en las posiciones de los trastos que señalaban cada supuesta tumba. Dedujo que esa

disposición había sido realizada para marcar el centro de cada enterramiento. Luego de esa larga

observación, llamó a uno solo de sus colaboradores, al que apodaban “Pinti” por su extraordinario

parecido con el actor.

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Los otros tres peritos permanecieron en silencio e inmóviles. Duro pidió su varilla de bronce.

“Pinti”, conocedor de los métodos de su superior, la llevaba en su mano derecha. Era un

instrumento que el propio Duro había torneado. La varilla, de un centímetro aproximado de

diámetro, era en realidad una regla de un metro que tenía grabada de un lado, la medida en

milímetros y centímetros, del otro, en pulgadas. Pero para el eximio perito el valor de ese

instrumento no radicaba en su capacidad de mensurar la profundidad de una tumba. Era el conducto

por donde empezaba su diálogo con el cadáver, esa primorosa conversación que se iniciaba con un

leve toque del redondo extremo de la varilla de bronce en la carne muerta.

Duro se dirigió más allá de donde se especulaba comenzaba la primera tumba, la que “HM” predijo

debía ser la de Dafneé. Hundió unos veinte centímetros en la tierra la varilla de bronce. El extremo

de su varilla no le devolvió una respuesta.

—Aquí la tierra es compacta –dijo. La tierra apelmazada demostraba que allí no estaba la víctima,

por eso el buscador no recibía la respuesta que esperaba.

Duro avanzó unos pasos, “Pinti” lo siguió; los dos se aproximaron a donde hipotéticamente

comenzaba la primera sepultura.

Volvió a hundir unos veinte centímetros la varilla. Respiró con cierta dificultad por el grueso barbijo

que tapaba su boca y su nariz. Conservó el aire en sus pulmones todo lo que pudo, como si inhalar y

exhalar pudiera alterar la calidad de su trabajo. Dijo sin estridencias“tierra compacta”. Silencio

desde el extremo de la vara.

Del bolsillo derecho de su traje de protección extrajo una cinta métrica. Se puso de cuclillas pero sin

apoyar las rodillas en el barro.

Apoyó la cinta en la tierra y la extendió medio metro después de la segunda marcación. Hundió la

varilla suavemente. La introdujo en la tierra cincuenta centímetros exactos. La varilla entró sin

mayor esfuerzo en la tierra.

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—Tierra removida –dijo. “Pinti” sonrió aliviado. Duro observó el gesto de satisfacción de su

ayudante. Sin dejar de mirar a los ojos de “Pinti”, siguió con el procedimiento.

Hundió la varilla diez centímetros más. Buscaba el contacto con el cadáver. Entre los sesenta y

setenta y cinco centímetros de profundidad la varilla de bronce tocó lo que parecía una masa blanda

pero firme. El peculiar encuentro del tejido muerto y el redondo extremo de la vara, fue la respuesta

que esperaba.

Esa varilla era, para Duro, la prolongación de sus sentidos. Podía a través de ella no solo entablar un

diálogo crucial, sino hasta predecir la peculiar consistencia de la muerte. La varilla le decía la

posición exacta del cuerpo y hasta su grado de descomposición. La masa que tocó la varilla le

indicó que era blanda pero al mismo tiempo, firme. Un cuerpo todavía íntegro. Tejido completos,

bastante libres de la putrefacción disolvente que larvas y gusanos degluten angurrientos.

Le ordenó a “Pinti” llamar a otro ayudate. “Pinti” eligió a uno joven que apodaban “Yayo”. El joven

se aproximó con suma cautela. Sabía todo lo exigente que era Duro con el cuidado de la escena del

crimen. Luego pidieron dos palas de punta y cucharas de albañilería. Las había grandes y pequeñas,

todas de punta redondeada. Los tres comenzaron el desenterramiento.

Duro dirigió todo el procedimiento. Sin prisa y sin pausa. Palada a palada, suavemente, no cortando

la tierra con el filo de las palas que eran nuevas, sino removiéndola acariciadoramente. Él y “Pinti”,

cavaban, Yayo retiraba la tierra a una lugar bastante alejado del imaginaria cruz de cinco cuadrados

perfectos.

Cuando Duro trabajaba en una escena criminal, el tiempo cambiaba su naturaleza. O, si se prefiere,

transcurría de un modo muy peculiar, como si entre palada y palada el modo de manifestarse el

tiempo fuera totalmente distinto a lo habitual. La dilatación del tiempo era, en efecto, una cruel

diferencia en el modo de observar el crimen en el tiempo transcurrido entre él, que era un

observador inmediato de la muerte, y otro, más alejado, casi en la frontera del prejuicio.

53
Es que entre sus apreciaciones sobre la mortalidad y la de cualquier otro espectador, incluso “Pinti”

que era uno perspicaz, había una diferencia de velocidad que lo situaba en otra esfera de la

inteligencia.

Cavaron metódicamente durante varias horas; la peculiar dilatación del espacio-tiempo que

disfrutaba tanto como padecía, lo abstraía del esfuerzo que debía hacer para completar su búsqueda.

Al alcanzar una profundidad de cincuenta centímetros, ordenó detener la excavación. “Pinti”

obedeció al instante.

Dejó la pala de punta y tomó la cuchara de albañilería de mayor tamaño. Empezó a remover a cada

lado de donde suponía debía estar la cabeza. Esperaba descubrir primero el rostro de la víctima, el

rostro de la joven Dafneé, de acuerdo a lo que “HM” predijo sobre el ordenamiento de los

enterramientos.

Duro calculó con extraordinaria precisión la posición de la cabeza y retiró la tierra de un lado y del

otro son alcanzar aún a revelar el rostro de la muerta.

Dejó la cuchara y usó sus manos protegidas por gruesos guantes, para avanzar en el descubrimiento.

Con sumo cuidado fue retirando la tierra. “Pinti” y Yayo observaban absortos el sutil procedimiento

del ese hombre que parecía estar esculpiendo con sus manos el rostro humano de una joven

muchacha muerta.

La luz de los reflectores no alcanzaba iluminar el interior de la fosa. Duro pidió que alumbraran

dentro con la linterna militar. Su luz potente y directa permitía revelar detalles mínimos.

Lo primero que pudo dejar al descubierto fue una corona de laureles que signaba la frente.

Pidió un pincel de tamaño medio para poder limpiar la tierra de la corona y la frente de la

muchacha.

Limpió la tierra con delicadez, sin dañar las hojas de laurel, despejó la piel de la frente y buscó el

nacimiento del cuero cabelludo.

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Dafneé era rubia. El color de su cabello había virado producto del enterramiento a un castaño sucio.

Luego retiró la tierra en un sentido y otro del rostro. Aparecieron los ojos, la nariz, los pómulos.

Después descubrió la boca, el mentón, y siguió delicadamente hasta dejar al descubierto el cuello

hasta su nacimiento en el torso. Allí se detuvo.

Abandonó la posición en la que permaneció durante todo ese tiempo en el que se precipitaba al

lugar de los muertos durante sus investigaciones.

Miró desde su altura la expresión de la muchacha. Tenía los ojos abiertos llenos de tierra, su boca,

entreabierta, dejaba ver la cavidad con tierra, la putrefacción no era tan devastadora como podía

esperarse. El rostro estaba bastante bien conservado. Eso le dio la pauta de que el resto del cuerpo

también debía estarlo. Dafneé, muerta, conservaba mucho de su juvenil belleza. Duro Cosido

calculó que llevaba cuatro o cinco semanas de muerta. Su apreciación coincidía con el tiempo que

la familia Wherner llevaba desaparecida.

Duro Cosido deseó tener al pituco señor Wilhelm Wherner entre sus manos, para introducirle por la

boca la lustrosa varilla de bronce en todo su largo hasta desgarrar las tripas. Sin embargo Wil, el

maldito “Guille”, no estaba allí para dar satisfacción a su deseo de venganza criminal. Wil había

preparado un gambito para el señor Duro Cosido. Siguiendo a Sun Tzu y a algún que otro

consejero, dijo pensando en el perito "conoce a tu enemigo y conocete a ti mismo y ganarás en

cien batallas sin derrotas" . Conocer al oponente era un arte que no todos sabían ejercer, sí el señor

Wilhelm Wherner.

Duro Cosido no estaba en ese lugar para establecer ninguna forma posible de justicia humana. Sólo

debía proporcionar la materia indispensable para saber cómo y cuándo se cometió este o cualquier

otro crimen. Sin embargo, no pudo sustraerse a la visión de la muchacha muerta.

No supo por qué, pero el poeta Aleixandre salió de su refugio en la memoria y le recitó con la

misma suavidad de la espuma que bañan los pies desnudos de una machucha en las orillas frescas

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de un río desconocido,“Dime, dime el secreto de tu corazón virgen, / dime el secreto de tu cuerpo

bajo tierra, / quiero saber por qué ahora eres un agua…”

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VIII

Cuando la noticia del hallazgo del cadáver de la hija de Wil llegó a las autoridades, estas exigieron

que la foto del homicida fuera publicada en todos los medios y difundida por televisión. Confiaban

que alguien lo identificaría y les daría la ubicación del criminal. La captura de “El Guille”, pasó a

ser prioritaria.

El escándalo en la pequeña comunidad aristocrática se extendió como un veneno. ¿Nadie se había

percatado de nada? ¿Nadie pudo prever semejante crimen? Todos los miembros de esa cofradía de

oligarcas se miraban unos a otros acusatoriamente. Alguien debió omitir hechos, datos, señales, que

advirtieran a la propia familia y a toda la comunidad quién era realmente Wilhelm Wherner. ¿O la

familia le ocultó a la camarilla aristocrática las desviaciones del pulcro Wil?

Las más afectadas eran las autoridades de los colegios donde Wil dictaba sus materias. En todos

esos establecimiento había cientos de muchachas y muchachos como los cuatro infelices hijos del

matrimonio Wherner Wherner. Pero a fin de evitar un escándalo mayor, todos los adultos con

responsabilidades hicieron lo imposible por acallar el murmullo sobre “El Guille”, que empezaba a

extenderse rebelando supuestos oscuros comportamientos del atildado profesor de escuela media.

Actitudes que antes se veían normales e incluso graciosas, viraron a gestos delatores de una

humanidad perversa.

Se describieron sus miradas, su manera de hablar, de pasar su lengua por los labios para

humedecerlos mientras ese gesto entre lascivo e inocente era seguido por las atentas miradas de las

jóvenes que fantaseaban con ese elegante profesor ya maduro.

“HM” esperó en su despacho que Duro le confirmara los cinco hallazgos. Dormitó en su silla

preferida, una vieja silla de metal en la que nadie podría descansar salvo él.

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A las cinco de la mañana, Duro se comunicó para ponerlo al tanto de los avances de la exhumación.

Le informó que en no más de una hora, los cinco cadáveres estarían expuestos para su primera

observación.

Dejó su silla, caminó hasta un mueble en el que una cafetera eléctrica quemaba el café desde la

tarde anterior, sorbió un trago y sintió una profunda náusea que contuvo no sin esfuerzo. Dejó el

café y salió de su oficina para dirigirse al baño. Orinó profusamente y luego de lavarse las manos,

empapó su cabello y su rostro con agua fría. Se sintió algo más despejado.

Volvió a la oficina. Se emprolijó la ropa como pudo, tratando de quitar algunas arrugas de su camisa

y su pantalón. Se puso el saco y ajustó el nudo de la corbata.

Preguntó al oficial de guardia si sabía dónde se había metido Venancio Flores. La pronunciación del

nombre fue con total alevosía. Pocos sabía que el oficial López se llamaba “Venancio”, un nombre

que lo fastidiaba desde que era niño.

El guardia le hizo saber que López estaba encerrado en su despacho y que allí permaneció toda la

madrugada.

“HM” preguntó si habría otro oficial que pudiera trasladarlo a la mansión de los Wherner. El oficial

no pudo contener sus ansias de saber.

—¿Hallaron los cuerpos?

“HM” detestaba dar respuestas a quien no era su superior, pero esa mañana estaba de excelente

ánimo.

—Sí. –Fue todo lo que dijo. Aunque parco, para el oficial de guardia fue suficiente. El buen hombre

de quien “HM” no sabía el nombre aunque sí el grado por las insignias, llamó por un teléfono

interno a un subordinado quien se presentó al momento.

—Lleve al detective a donde le indique. –El joven policía asintió con un movimiento de su cabeza e

invitó a “HM” a dirigirse a una patrulla policial.

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Antes de marcharse rumbo al palacete, “HM” buscó a López. Golpeó a su puerta. Desde adentro, la

voz de López sonó arenosa.

—¿Sí? ¿Qué precisan?

—Soy yo, López, el “pequeño Troll de mierda”. –López se sintió interpelado.

—¡Ya voy, señor! ¡Ya voy!

“HM” lo esperó sin perder la calma. López abrió la puerta de su despacho. Su aspecto no era el más

prolijo pero qué otra cosa se podía esperar de alguien que durmió incómodo sentado en una más que

desapacible silla de metal.

Miró a “HM” como pidiendo disculpas. “HM” lo miró sin fiereza.

—Quiero que vaya a cada escuela donde trabaja el señor Wilhelm Wherner. Primero interrogue a

los directivos, luego a los docentes. Si algún estudiante desea hacer una declaración, espere a que el

Juez interceda ante sus padres. Son menores. Puede que los jóvenes sepan más que los adultos, pero

una declaración de esos chicos que no esté respaldada por la orden del juez puede terminar siendo

un salvoconducto para le asesino. ¿Me comprende?

—Si señor.

—No tengo apuro aunque confío en que hará su trabajo de manera correcta y rápida. ¿Puedo confiar

en usted?

—Totalmente señor.

—Gracias. Espero su informe.

“HM” salió de la Central acompañado del joven que oficiaría de su chofer.

Para el “pequeño Troll” el viaje transcurrió en un segundo o dos, a lo sumo. Casi ni se dio cuenta a

la velocidad con la que el joven chofer condujo la patrulla para llevarlo al palacete Wherner.

Cuando descendió del automóvil agradeció hasta con amabilidad el viaje. El joven tomó ese saludo

casi como una condecoración. “HM” no regalaba sonrisas a nadie.

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El policía que montaba guardia a la entrada de la casona lo salud haciendo la venia. “HM” retribuyó

el saludo. Entró como quien no quiere despertar al amo de casa, apenas rozando con las suela de sus

zapatos los delicados parquets de la mansión.

Cuando llegó a la cocina comedor, de la despensa salieron dos de los peritos que habían estado

trabajando toda la noche. Se saludaron y uno de ellos le indicó que Duro estaba todavía ocupándose

de algunos detalles de la exhumación.

—¿Puedo bajar? –preguntó y esperó la orden de Duro.

—Baje detective. Anote en su libreta otro acierto.

Pero a “HM” no le importaba la estadística de sus aciertos, solo quería observar los cuerpos. La sola

visión de los cadáveres ya lo situaba en la perspectiva de sus muertes y podía empezar a develar las

ideas más íntimas del señor Wilhelm Wherner. Su familia muerta sería el conducto que lo pondría

en su psiquis, y si tenía suerte, en lo más profundo de ella. Ahí quería dirigir toda su atención

porque sabía que sólo en ese recóndito lugar de su mente estaba la respuesta a tan espantosos

crímenes. Hacerlo llevaba sus riesgos, pero “HM” no estaba inquieto por ello.

No se trataba de que Wil fuera el primer hombre en matar a su esposa y exterminar a toda su prole.

Muchos otros lo habían hecho antes y muchos otros lo harían en el futuro. Pero un crimen de tales

características no se limita a la ambición, el celo, el odio, la fantasía. Todo ello estaba presente, pero

esos crímenes solían poner en evidencia la sustancia más sutil del alma del criminal. Su unidad

celular más primigenia, algo que raramente los seres humanos dejan escapar para que ejerza el libre

albedrío a la vista de sus congéneres. La pregunta que todos le harían en breve ¿qué fue lo que llevó

al elegante y aristocrático señor Wilhelm Wherner a matar a toda su familia?

“HM” podría haber teorizado: como ocurre cuando cambia en la manada de leones el macho alfa. El

que se alza con la jefatura, mata a toda la descendencia de su antecesor. Es una manera de garantizar

la vitalidad y permanencia de la especie.

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“HM” descendió de la despensa ayudado por los peritos que ya habían abandonado sus tareas de

exhumación. Estaba bastante entumecido luego de una noche de espera en su patética silla metálica.

Apenas pisó la tierra del cobertizo, inclinado para poder permanecer en pie, observó las entrañas de

la cruz con cuatro cadáveres desnudos dentro. Esos mismos cuatro tenían la cabeza dentro de una

gruesa bolsa negra de residuos aferrada al cuello por varias vueltas de una cinta de embalaje

metalizada.

Dafneé, en cambio, no estaba desnuda. Llevaba un vestido de novia y era la única cuyo cabeza no

había sido embolsada. Una corona de laureles signaba su frente.

Por el lugar en que quedaba al descender de la despensa, la primer tumba que quedó a la vista fue la

de Antoine. Tenía los brazos recogidos sobre el pecho. Cuando se efectuó la autopsia, se descubrió

que Wil le amputó la lengua. Esa amputación fue brutal y eso extrañó a “HM”, para quien tanta

brutalidad fue un mensaje escrito en el desgarro de los tejidos.

Se desplazó unos pasos y quedó al lado de la tumba de Cédric. Al joven le habían amputado sus

genitales. El desgarro de los tejidos era brutal. Ese fue un dato muy revelador para “HM” y también

para Duro Cosido.

Rodeó esa tumba y quedó sobre la de Baptiste que describía un ángulo recto con la de Mary.

Baptiste tenía los brazos recogidos sobre su pecho; a sus manos le había amputado todos los dedos.

Duro aseguró que fue con una pinza corta-hierro por el tipo de corte que se apreciaba en los

muñones, aunque eso se verificaría en la autopsia.

Luego se detuvo a observar el cadáver de Mary. En la necropsia se revelaría que a la esposa le

arrancó los ojos y rellenó las cuencas vacías con barro.

El cadáver que más impresionaba era el de Dafneé. Fue vestida para su muerte. Estaba raramente

coronada de laureles (algo de lo que sabría su significado cuando avanzara la investigación). A

simple vista no presentaba mutilación alguna.

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El cobertizo de la muerte fue filmado y fotografiado desde todos los ángulos. Tanto para el archivo

de criminología y el de criminalística, como para el museo Judicial. Era un caso que reunía todo a lo

que se podía aspirar para presentar un crimen brutal y de ribetes tan sórdidos como increíbles.

Cuando las autoridades políticas tomaron conocimiento de los detalles de los hallazgos y supieron

cómo Wil asesinó a cada uno de los integrantes de la familia, desde el ministerio de seguridad se

desató una verdadera cacería, y su foto pasó a ocupar todos los noticieros de todos los canales de

televisión y a estar impresa en todos los periódicos del país. El “monstruo de la familia Wherner”,

debía ser aprehendido a como diera lugar.

Los oligarcas, al mismo tiempo que miraban hacia un costado negando conocer realmente a Wil,

clamaban bajo cuerda que lo mataran cuanto antes. Ese “animal”, echaba por el inodoro el prestigio

de una clase tan adinerada como hipócrita.

Debía morir, porque si sobrevivía a su captura e iba a dar a una cárcel de seguridad, no vacilaría en

mejorar su detención revelando secretos de esos acaudalados. Quid pro quo, diría en su mejor latín.

Y si había sido capaz de asesinar a cada uno de los integrantes de su familia, a sus propios hijos, a

su delicada y amante esposa, sería capaz de cualquier trueque que le mejorara la condena y la

estadía carcelaria. Por eso el coro de esa casta fue “el monstruo debe morir”.

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IX

Varias horas después de su llegada, “HM” abandonó el palacete para dirigirse donde sus superiores

lo esperaban ansiosos de novedades y precisiones. El mismo joven oficial que lo llevó desde la

central al palacete, fue su chofer para el regreso.

—¿Me esperó todas estas horas?

—Sí, señor. Lo esperaría lo que fuera necesario, me basta compartir con usted estos viajes para

sentirme más que agradecido de la vida.

A “HM” todo eso le parecía una exageración innecesaria. Pero el joven lucía tan cándido, tan

fascinado que resolvió no amargarlo con uno de sus ácidos comentarios sobre alcahuetes y

chupamedias. El muchacho no parecía de esa condición, solo su juventud lo acicateaba a demostrar

sin prejuicios su estado de ánimo.

El joven sabía que no debía ni podía preguntar nada acerca de hallazgo. Encendió la radio; los

noticieros radiales ya difundían a viva voz el hallazgo. “HM” escuchaba atentamente la vocinglería

de los locutores. Sabía que alguno de los policías presentes en la mansión de los Wherner había

vendido la primicia. Detestaba esa práctica que era imposible de evitar. Después de todo, los

salarios eran bastante magros y los poderosos medios si bien no ofrecían grandes sumas por las

primicias, por el caso de “El monstruo de Wilhelm Wherner” estarían dispuestos a pagar mejores

coimas.

Era una noticia sensacional, cinco cadáveres sepultados en el cobertizo de la casa. Una aristocrática

familia asesinada por su jefe, por el esposo y progenitor. Un escabroso tema no solo para llevarlo a

la opinión pública a cuentagotas, sino para reunir a la caterva de opinólogos que nada sabían y que

pasaban horas hablando de todo sin decir nada. Filas de émulos del charlatán Jorge Asís y sus

muertes imaginarias, pareciendo hasta inteligentes, bien informados, cuando sólo eran alcahuetes

repetidores de lo que tal o cual oligarca quería que se dijera de uno u otro asunto. Y sobre este

63
crimen, cada aristócrata querría que se dijera su interesada versión; que se insinuara que fulano o

mengano conocían las perversiones de Wil pero las ocultaron porque eran tan pervertidos o más que

el propio homicida. O que Wil era apenas el chivo expiatorio de una conspiración largamente urdida

con el solo fin de echar mano de los aristócratas de la alta sociedad, siempre en la mira de “la

plebe”, ansiosa desde siempre de ver rodar las cabezas de los vagos y viciosos ricachones.

La información de las mutilaciones no había trascendido aún, y eso podía deberse a que el

informante se reservó esa noticia para venderla a mejor precio o que no habían sido los miembros

del equipo forense quienes llevaron a la puja de la oferta y la demanda el quíntuple homicidio, los

cinco horribles crímenes de la mansión Wherner.

Cuando llegaron a la central, “HM” llamó la atención del chofer.

—¿Usted por qué cree que un hombre puede matar a toda su familia?

El joven quedó sorprendido por la pregunta. “HM” le estaba confirmando que fue el mismísimo

señor Wilhelm Wherner el autor de la horrible masacre. Trató de tomarse su tiempo para responder.

Por el espejo retrovisor, podía observar el gesto sereno de “el pequeño Troll”, quien parecía, en ese

preciso momento, haber dormido toda la noche con el sueño de un bebe.

—Por dinero, señor. La gente mata por dinero.

—No cree en los sentimientos, el odio, el amor, la pasión.

—No, señor. Para mí son todas formas de la propiedad, de la posesión, del poder. Y el poder solo

surge del dinero. –El muchacho hizo un gesto extraño. “HM” reparó en él, entendió que esta

repensando su afirmación.

—Bueno… –dijo conteniendo las palabras en su boca–, quiero decir “la propiedad”, la posesión, el

“poseer”. “Esto es mío y como es mío lo tengo y lo termino cuando lo deseo”. Eso quiero decir.

—Buen punto. ¿Lo asignaron por hoy para colaborar conmigo?

—Si, señor. Luego volveré a mi lugar en archivado.

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“HM” movió suavemente su cabeza de abajo a arriba varias veces. Descendió del automóvil,

mientras bajaba dijo con voz tenue “espéreme aquí que tengo que hacer otros viajes”.

—Si, señor. Aquí estaré.

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XX

Ingresó a su despacho. Buscaba unas notas que tomó hacía un buen tiempo sobre otro homicidio

aunque no de las características del quíntuple asesinato. Eran divagaciones suyas sobre el sadismo,

las formas brutales del placer homicida, las divagaciones de sociópatas con los que había

interactuado, el narcisismo perverso de algunos criminales de los que había estudiado su sicopatía.

Sobre su escritorio estaban todos los diarios nacionales. Todos, en sus portadas, tenían estampada la

foto de Wilhelm Wherner en grandes proporciones y, más pequeñas, las fotos de la esposa y los

hijos asesinados.

En el hall de entrada, un pequeño televisor mostraba las imágenes del noticiero matutino de mayor

audiencia nacional. Todo el espacio lo ocupaba el caso del “Monstruo de la mansión Wherner”.

“HM” sabía que pronto empezarían los pequeños “Jorge Asís”, con rostros circunspectos y voz

grave y cavernosa, fanfarrones del lumpenaje porteño, a divagar sobre esos homicidios o a repetir lo

que sus mandantes le dictaban para la ocasión.

Debía esperar la autopsia de los cuerpos. Sólo ellos podían revelar muchos de los detalles de su

muerte para comprender cómo había actuado Wil la noche de los homicidios.

La autopsia tardaría varios días y los informes, otros más. Aunque el caso se había transformado en

una asunto de prioridad nacional, nada podía apurar las disecciones, la recolección de tejidos,

humores y mucosas, las develaciones químicas, los acertijos de la anatomía muerta o la física del

estrangulamiento.

Sabía que la investigación de Venancio López en los colegios donde Wil era profesor llevaría varios

días o semanas y eso siempre y cuando las autoridades estuvieran dispuestas a colaborar. Si esos

burócratas no se avenían a brindar su colaboración de buena fe, habría que esperar que el juez fuera

librando las órdenes para obligarlos a declarar. Para eso estaba el poder político a mano para

presionar a quién fuera. Los burócratas del Estado clamaban por un culpable aunque eso no

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tampoco otorgaba ninguna garantía de que resultaría beneficioso para el esclarecimiento de los

crímenes.

Ese tiempo entre la realización de las autopsias, los informes forenses y la recolección de las

primeras investigaciones e interrogatorios, se volvía un tiempo muerto que exasperaba a “HM”. Su

mente iba más rápido que los sucesos que se desarrollaban en paralelo a sus razonamientos. Pero sin

esos datos no podía zambullirse en el alma del señor Wilhelm Wherner. Esperaba el momento

oportuno para entrar allí, al lugar en donde se gestó la decisión de cometer los cinco homicidios,

donde se planificó cada muerte, se la elaboró con cuidado, en detalle, en perspectiva.

¿Por qué los trastos-símbolos sobre cada tumba? ¿Qué significaba cada uno de ellos ¿Por qué un

triciclo oxidado? ¿Por qué un pequeño volquete con piedras? ¿Por qué una pequeña cuna? ¿Por qué

una caja de madera de la que no se sabía aún el contenido? ¿Por qué esa maceta oblonga y gris

sobre la tumba de la esposa?

¿Por qué las mutilaciones? Además de las evidentes, ¿habría otras? ¿Por qué la desnudez de cuatro

cuerpos y el cuidado en la vestimenta de la hija? ¿Por qué la corona de laureles ceñida en su

cabeza?

Por qué. Por qué. Por qué. Y, sobre todo ¿para qué?

“HM” necesitaba urgente saber el estado contable de la familia. Y ubicar a su amante. Estaba

totalmente seguro que el discreto Wil debía tener una amante. Si Mary, de unos cuarenta años, era

aún relativamente joven y además era una bella mujer, su amante debía ser muy joven y muy bella.

La codicia, le diría el joven chofer. La codicia tiene muchas formas de manifestarse. El que ama el

dinero, no se hartará de dinero; y el que ama el mucho tener, no sacará fruto. Así dice la Biblia,

“HM” recordaba bien esta sentencia. Eclesiastés 5:10.

El hallazgo del cadáver de Dafneé con el vestido de novia lo intrigaba. ¿Podía haber sentido el Sr.

Wilhelm Wherner un amor enfermizo hacia su hija? ¿O los cinco cadáveres habían sido presentados

67
de ese modo sólo porque se trataba de una trampa, una patética puesta en escena, una cruel

escenografía para encubrir las verdaderas razones de su horrible crimen?

Para “HM”, Wil se había deshecho de su familia para quedarse con su joven amante. Como el

nuevo macho alfa de la manada de leones, mató a la descendencia para empezar una nueva y

vigorosa.

La manera de cometer los homicidios era una teatralización bestial pero inteligente. Inducía a los

investigadores a involucrarse en la maraña de sus siniestras ideas donde cualquier persona

desprovista de ese nivel de sadismo podía perderse irremediablemente. Era un psicópata lúcido y

refinado, trabajador y metódico. No era “el guille” en que quería transformarlo su superior.

“HM” empezaba a conectarse con Wil de manera íntima y personal. No solo podía pensar como un

homicida, como ese homicida, sino también compartir sus sentimientos, sus anhelos y frustraciones,

sumergirse en el sustrato más íntimo de su brutal naturaleza. Ahí, y sólo ahí, entendería el origen de

los crímenes, la secuencia de la ejecución, las formas de los enterramientos. Pero el final de ese

viaje estaba por escribirse.

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XI

Duro Cosido sabía de la aversión de “HM” a los charlatanes y opinólogos de la televisión. Ellos

hablaban de los homicidios del mismo modo que lo hacían de una receta de cocina. Para ellos, la

gente no valía más que una galleta marinera dura y rancia. Y a veces ni siquiera eso.

Para “HM”, todos todos esos barateros eran verdaderos homúnculos producto de la excelsa alquimia

de los productores de programas de televisión, los que habían vuelto sus pasos sobre los

experimentos de David Christianus y su invención reproductiva con el huevo blanco de una gallina

negra y el esperma de un donante mefistofélico. Alubia más esperma, ese era el verdadero secreto

de los productores televisivos y sus invenciones informativas. De la alubia del huevo y la esperma

de los poligrillos que robaban flores mustias en los jardines de Quilmes, salían los noticieros

durante todo el santísimo día. Ese era el misterioso tránsito del arte de la tilinguería a la

charlatanería citadina de los vagos de café. Ese esperma enfermizo era introducido dentro de la

impermeable y rugosa cáscara del huevo blanco de la gallina negra a través de guiones escritos con

premeditación y alevosía. Un perverso y mágico ducto a la mentira en forma de noticiario.

Luego de treinta días de enterrado en mierda el huevo blanco de la gallina negra, en el primer día

del ciclo lunar de marzo –tiempo prudencial para la evolución del adefesio–, nacía el homúnculo

parlanchín que podía repetir lo que sus amos le dijeran a cambio de unas mugres que tomaba como

comida.

Había que padecerlos todos los días y a todas horas. Con sus aires de grandeza, su cínica soberbia

porteña de sabelotodo, repitiendo el libreto que horas antes unos escribas de mala muerte le habían

dictado. ¡Y todo por treinta monedas!

No siempre esos homúnculos podían solazarse con cinco homicidios producidos por un padre y

esposo degenerado. Era una oportunidad que no debía perderse. Así que se cumplió aquello de

“aprovechate gaviota que no te verás en otra”.

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Las más jugosas de esas tertulianas eran las vespertinas, cuando dedicadas y sufridas amas de casa

eran la audiencia de los inescrupulosos y verborrágicos charlatanes que hacían todo tipo de

elucubraciones sobre la paternidad, el complejo de Edipo, el de Electra, el sagrado sacramento del

matrimonio, las relaciones incestuosas que fueron ampliamente debatidas mientras se divulgaba el

precio del dólar paralelo y el derrumbe financiero del país. Cadáveres y Merval, tripas y Dow Jones,

autopsias y Nikkei. Desde Discepolín se sabe: la Biblia y el calefón.

En el altar de la televisión chatarra, iracundos militantes libertarios hablaban de todo, incluidos los

cinco espantosos homicidios cometidos por el aristocrático Wilhelm Wherner y atribuían sus

crímenes a una profunda aversión a la libertad de mercado. Tontos con pelucas de Milei, fofos con

adiposidades cerebrales de consultores de inversiones quienes enseñaban cómo robar mediante

bonos de deuda del Estado.

Todo tipo de divague resultaba útil para ocupar el tiempo de las emisoras que engordaban sus arcas

facturando a buen precio los espacios publicitarios.

Por ello Duro Cosido le ocultó a “HM” que ciertos aspectos de las autopsias habían sido revelados a

los programas amarillos de la TV y a las secciones criminales de los diarios nacionales.

Ocultamiento inútil, porque no hubo policía que no comentara de aquellas filtraciones. “HM” era

reservado, pero no era sordo.

Sabía que no fue Duro quien había difundido esos detalles, sabía de sobra que Duro jamás vendía

información. Ese era un sacrilegio. Así que los únicos que pudieron filtrarla eran los propios jefes

superiores que debieron, seguramente, haber recibido buen dinero a cambio.

Duro Cosido le dijo a su colega que los cinco miembros de la familia habían sido drogados con un

potentísimo somnífero. El análisis químico del somnífero dejó pasmado al mismísimo Duro

Cosido. Los expertos químicos creían que la droga utilizada provocaba una parálisis que le impedía

a las víctimas defenderse pero que durante la mutilación y luego la asfixia estaban totalmente

70
conscientes. Cedrid murió desangrado. El envolvimiento de su cabeza fue inútil pero fue parte del

macabro ritual.

Los forenses confirmaron que las mutilaciones fueron vitales. Las víctimas estaba vivas cuando Wil

realizó las amputaciones. Ojos, lengua, dedos, genitales. Duro Cosido no podía asegurar que tuviera

o no importancia qué partes de la anatomía de las víctimas mutiló Wil. Lo que era evidente y

significativo fue su crueldad. Tal vez las ablaciones en sí mismas no guardaban ningún mensaje

pero sí el modo de su ejecución. ¿Era una meditada venganza o una suerte de divertimento, un

extraño y sofisticado divertimento que proponía a los investigadores falsas evidencias? ¿Wil inducía

a los detectives a trazar hipótesis que resultarían indemostrables? ¿Por qué le vació los ojos a su

esposa? ¿Por qué los dedos a Baptiste? ¿La bestial amputación de los genitales de Cédric se debió al

repudio por su condición andrógina? ¿Por qué la lengua a Antoine?

Para Duro Cosido y el propio “HM”, una clave de la espantosa noche de los crímenes era la muerte

de Dafneé. La muchacha no había sido abusada por su padre, una hipótesis que se creyó segura

hasta la autopsia. Esta reveló que Dafneé no era virgen, pero que tanto en su vagina como en su

recto no había esperma ni signos de lesiones propios de una violación o sexo violento. Cuando el

asesino mantiene relaciones con su víctima antes de asesinarla, lo hace con brutalidad porque

consuma la ante última posesión deseada. La última es la muerte, es la manifestación de que el

hombre posee hasta lo último que le resta a su víctima, es decir, su vida.

“HM” coincidía con Duro Cosido, Wil había decidido asesinar a su familia para empezar una nueva

vida y eligió ese modo perverso de despedirse de aquello con lo que había convivido largos años y

lo había sometido a una situación que consideró insoportable. Era probable que su decisión fue

tomada hacía mucho tiempo, el suficiente para vaciar las cuentas familiares, algo que daba por

seguro, planificar los homicidios y desafiar a los detectives sugiriéndoles caminos que no conducían

a ningún lugar.

71
Luego de las amputaciones, las cabezas de Mary, Baptiste, Cédric y Antoine habían sido

embolsadas y selladas alrededor del cuello con una muy poderosa cinta aluminizada adhesiva, una

que solía usarse para embalaje industrial. Todos menos Dafneé.

Los mutiló estando vivos. Tal vez esa brutalidad tuviera un doble propósito, consumar su venganza

y nublar el razonamiento de los detectives quienes, con seguridad, se llenarían de odio por su acción

criminal. Su objetivo se hubiera logrado de no ser “HM” quien condujera la investigación. Él no se

dejaba impresionar por nada de aquello. Como podía pensar como el homicida, su brutalidad no

servía para desorientarlo en la pesquisa.

“HM”, al igual que Duro Cosido, se topaba con un problema que no estaba en sus posibilidades

resolver. Cómo convencer a su superiores que aquellas horribles mutilaciones podían ser trampas

que Wil había colocado en el camino de la investigación para sugerir falsas razones que lo llevaron

a cometer los cinco homicidios, delirios que se podían tipificar como satánicos o rituales de sexo

sanguinarios de parte de un padre tan pervertido como desquiciado. Si Wil era reducido a un

enfermo mental, a un trastornado, de ser capturado podría obtener su reclusión en una institución

psiquiátrica de la cual con paciencia y dinero podría fugarse oportunamente.

Nada era sencillo para “HM” y Duro Cosido. Los crímenes, las incógnitas, las presiones políticas.

El acertijo tenía nombre propio: Wilhelm Wherner. Había que penetrar en la humanidad de Wil. Una

potente coraza lo envolvía y protegía sus pliegues más íntimos. Había secretos que ni “HM” ni

ninguna otra persona conocía. Ni su más próximo entorno sospechó de los verdaderos sentimientos

que el señor Wilhelm Wherner abrigaba contra sus familia y fuera saber sino contra alguien más.

Wil odiaba la manera de mirarlo que tenía Mary. Si hubiese existido la posibilidad de un diálogo

franco sin consecuencia, el señor Wilhelm Wherner les hubiera confesado a los detectives que lo

que más odiaba de Mary era su manera de mirarlo. Un poco su olor, su perfume de mujer lo irritaba.

Pero nada como ese modo de mirar.

72
Les hubiese dicho a los detectives que al principio de su relación marital no lo notó, pero con el

correr del tiempo, tal vez cinco o seis meses de casados, descubrió que esa mirada de su

“amorcito” no era tan inocente como quería hacerle creer. Ella “lo perturbaba” con su mirada.

¿Cómo era esa manera de mirarlo? Wil hubiera respondido “gélida”. Pasaba de lado a lado su

corazón y le hacía sentir ese frío mortal.

Sentía una gran diferencia entre el modo de mirar de Mary y el de Luana. La mirada de Luana

siempre fue cálida. La de Mary siempre fue “gélida”. Una “lezna de hielo”, esa sería la definición

perfecta. Les habría dicho que la mirada de Mary lo empujó a los brazos de Luana.

¿Qué puede sentir un hombre a quien todos los días en cualquier momento se le traspasa el corazón

con una aguda y poderosa “lezna de hielo”? Una daga que no sólo penetra los tejido atormentando

a la víctima, sino que le induce un frío mortuorio que no cesa y circula por sus venas.

¿Cómo se sentiría cualquier persona si su muerte nunca acabara, se extendiera en el tiempo y en el

espacio de manera cada vez más potente como una condena infinita?

Wil así sentía cuando Mary lo observaba. Una “lezna de hielo” que ejecutaba un condena sin fin.

¿No era ese un motivo justificado para cegarla antes de asfixiarla? ¿No era ese un buen motivo para

asesinar?

Wil le habría explicado a “HM” las circunstancias en que descubrió ese particular modo de mirarlo

de Mary.

Fue la noche de bodas. O tal vez la segunda noche después de la boda. No recordaba con precisión

la noche en que ocurrió el primer suceso revelador porque esa confusión quedó impresa de ese

modo en su memoria. Wil diría que en ese momento tan especial, tan amoroso en el que una mujer y

un hombre unen sus cuerpos en un acto de amor, sintió por primera vez el paso de su mirada por sus

tejidos. Diría también que logró deshacerse de esa sensación que lo dejó perturbado y que, durante

varios meses, atribuyó a su complejo modo de expresar y sentir sentimientos.

73
Pero al paso del tiempo Mary usó esa mirada perturbadora para acorralarlo, para hacerlo sentir en

riesgo permanente. Lo hostigaba en todo tiempo y en todo lugar. Penoso.

¿No lo hablaron nunca? Wil diría “por supuesto”. Pero a ella no le importaban sus sensaciones ni

sus sentimientos. Solo se dedicaba a observarlo donde y cuando fuera. En los desayunos familiares,

en las cenas compartidas, en las reuniones sociales. Wil diría que Mary llegó a tal control de ese

estado de perturbación que pudo dejarle la mirada gélida y penetrante pegada a su pellejo. Entonces

padecía ese tormento cuando se marchaba a dictar sus clases, cuando permanecía en compañía de

su alumnado o con el cuerpo de profesores. A todos lados lo llevaba consigo.

¿Alguien puede imaginar lo que sufre un hombre que lleva todo los santos días de su vida el peso de

una mirada atroz? ¿Y eso no era suficiente como para decidirse a acabar con ese sufrimiento?

Wil agregaría a su defensa que Mary fue mucho más lejos. Ya no fue solo una gélida y penetrante

lezna su mirada. Conjuro mediante, el fondo de sus ojos adquirió el color negro azabache de los

cuervos. Su mirada misma se hizo cuervo y no sólo anunciaba la peor de las angustias por su sola

espectral presencia, sino que saliendo de la redonda negrura de sus pupilas, hallaba el modo de

penetrar en su cabeza para destrozar su cerebro a picotazos. Mientras deshacía los hemisferios

cerebrales, cuervo parlante como aquel de Barnaby Rudge, le recitaba en métrica perfecta el

profundo odio que Mary sentía por él desde el día mismo de la boda. Un matrimonio por

conveniencia no podía terminar de otro modo. A Wil le hubiera costado explicar cuál fue la ventaja

que obtuvo Mary al contraer nupcias con él. Ella era rica, era hermosa, su familia estaba en el

selecto grupo de los aristócratas y para más, sus padres no vieron con buenos ojos esa unión. Él sólo

podía refugiarse en su alcurnia. Luego era un pobre sujeto que vivió siempre del erario familiar ya

que, todos los colegios donde dictaba sus asignaturas, o eran propiedad de la familia de Mary o sus

suegros eran socios capitalistas principales.

Esa mirada de Mary fue determinante en sus decisiones y en el desarrollo de los hechos. Tuvo que

arrancarle los ojos, pero así y todo, desde sus cuencas vacías esa mirada perturbadora no cesaba.

74
Por eso rellenó las cavidades con barro espeso. Sólo en ese momento halló algo de paz. Al envolver

su cabeza con esa ruda bolsa negra de residuos y ajustarla firmemente con la cinta aluminizada de

embalaje, el cuervo dejó de perturbarlo con sus picotazos y su funesto recitado.

¿Se puede condenar a un hombre porque ansía la paz que se merece?

Wil, de haber podido, le hubiera explicado a “HM” que la noche de los homicidios, mientras

vaciaba las cuencas de los ojos de su esposa, comenzó a recitar “El cuervo”, el poema de Poe, con

voz serena y melodiosa. Estaba dispuesto a reconocer que en cierto modo, ese recitado sí fue un

inofensivo acto de venganza, nada comparable con los sufrimientos a los que ella lo sometió

durante años. En la belleza del cuervo de Poe, halló una paz que lo condicionó para el tormento.

"Once upon a midnight dreary, while I pondered, weak and weary, / Over many a quaint and

curious volume of forgotten lore— / While I nodded, nearly napping, suddenly there came a

tapping, / As of some one gently rapping, rapping at my chamber door. / “Tis some visitor,” I

muttered, “tapping at my chamber door— / Only this and nothing more.”2

Fue luego del sexto verso “Only this and nothing more”, que embolsó la cabeza de Mary y la selló

con cinta alrededor del cuello. No quería decirlo, pero tuvo que reconocer que a los pocos minutos,

Mary dejó de respirar.

2 - "Érase una noche triste, mientras meditaba, débil y cansado, / Sobre muchos volúmenes pintorescos y curiosos de
tradiciones olvidadas. / Mientras asentía, casi durmiendo, de repente se escuchó un golpeteo, / como si alguien
golpeara suavemente, golpeara la puerta de mi habitación. / "Es un visitante", murmuré, "llamando a la puerta de mi
habitación… / Solo esto y nada más ”.

75
XII

Sobre la mesa de autopsia de acero inoxidable, el cuerpo de María Angélica Wherner Wherner yacía

como esperando que “el pequeño Troll” se decidiera a ingresar hasta la intimidad más sutil de sus

tejidos. A él no solo lo dejaría entrar, lo incitaría a hacerlo. ¡Bienvenido a mis tripas en la que se

incrustó el hedor de la muerte! ¡Bienvenido hasta el hallazgo de lo que fue en vida antes de la

muerte, y de lo que será en breve cuando me reciba la fría sepultura! ¡Bienvenido!

Luego de dar varias vueltas alrededor de la mesada para observar la muerte desde distintos ángulos,

“HM” se decidió y entró con su mirada en las cuencas vacíos de los ojos de Mary. Las tranquilas

cavidades contenían algo de sombras otoñales. Un raro tono de color impreciso se veía al fondo de

las mismas a donde asomaban las pocas fibras del nervio óptico que escaparon a la ablación.

La lisa calavera al descubierto lo invitó a la íntima visión de la materia más pura de su cuerpo. Su

lozana osamenta, bajo el cuero cabelludo, se dejaba apreciar en toda su delicada lisura redondeada.

Piel, periostio, hueso, hasta la extrema duramadre las meninges se referenciaban en si mismas para

que el atento detective fuera por ellas a donde la muerta lo reclamaba. Y bajo las tres meninges el

cerebro conservaba ese estado primordial de quien todavía tiene mucho que enseñar.

Tal vez por ello, María Angélica mutilada y muerta, no transmitía dolor, desesperación o ira. Su

rostro ya deformado seguía manteniendo ese leve gesto de resignación y hasta de calma. El cadáver,

no cabía duda alguna, necesitaba decir algunas cosas a los detectives.

Duro Cosido había terminado su tarea, pero “HM” le pidió que siguiera con él examinando a la

muerta.

María Angélica Wherner Wherner habló con Wil muchas veces de sus asuntos maritales. De cómo

ella entendía el comportamiento extraño de su esposo. Las más de las veces indiferente pero nunca

agresivo. “¿Agresivo?” habría insistido con su pregunta “HM”. Duro Cosido habría coincidido con

el interrogatorio del detective. Preguntar, preguntar y preguntar, una y otra vez sobre los mismos

76
asuntos hasta reconocer en el relato que aspectos ocultos había en esa relación que terminó en tan

brutales homicidios.

Wil nunca fue agresivo. Para nada. Jamás la había agredido físicamente, ni alzado la voz, ni dicho

una palabra fuera de lugar. Por el contrario, el señor Wilhelm Wherner era amable y recatado en el

trato cotidiano. Pero Mary captaba por debajo de esa actuación un sustrato para nada siniestro pero

sí desamorado. El desamor circula fácil bajo la dermis. Es una sustancia muy sutil que a su paso

deja en evidencia al que no ama o dejó de amar porque así son las cosas del querer. Y eso era lo que

Mary percibía sin el menor esfuerzo. Wil ya no la amaba. La cuidaba, la asistía, le hacía el amor una

vez a la semana y disfrutaba con ella la cena de los sábados. Sin demostrar resentimiento, atendía el

almuerzo con sus suegros luego de la misa. Irreprochable, pero para nada enamorado.

¿Y ella? ¡Ella sí que estaba enamorada! No dudaba en hacerle saber a todo el mundo que se casó

con Wil porque de él y de ningún otro hombre estuvo tan enamorada. Y eso que sus padres, Alfonso

y Zunilda nunca sintieron aprecio a quien consideraban un arribista ansioso de aprovecharse de

María Angélica para su beneficio personal, para el propio ascenso social. La desconfianza de los

padres de Mary estaba bien fundada. Wil entró a la familia sin un peso en sus bolsillos, y si bien

podría engañar a la inocente muchacha, no podría con ellos, custodios del dinero familiar.

Sólo el apellido Wherner le había permitido a Wil vencer la resistencia de Alfonso y Zunilda.

El ciego enamoramiento de Mary obligó a sus padres a deponer la belicosa actitud con la que

recibieron al comienzo al pretendiente.

El asunto del abolengo no interesó a nadie. ¿Primo segundo? ¿Primo tercero? A quién podría

importarle un asunto de relativos parentescos. Sangre de la sangre. Nadie hurgó en la genealogía de

los Wherner para saber el parentesco exacto entre María Angélica y Wilhelm. ¿Acaso, en pleno

siglo XX era eso importante?

77
Lo que sí importaba era descubrir el estado mental del homicida. “¿Por qué Wil odiaba a su

familia? ¿Por qué querría deshacerse de manera tan bestial de ella”. Eran preguntas que “HM”

debía hacer.

El detective estaba seguro que Mary no hubiera podido responderla. Ella vivía en un dimensión

extraña a Wil. Años atrás habría dicho “¡Wilhelm nos ama!”, acompañando la afirmación con una

diáfana sonrisa enamorada. Pero hacía algún tiempo, tal vez algunos años, que no hubiera podido

responder con tanta seguridad una pregunta tan simple.

Muerta sobre la fría chapa de acero inoxidable de la mesa de autopsia, la realidad era tan

patéticamente irrefutable que la única respuesta posible era “Wil nos odiaba a todos”. Y hasta era

probable que nunca los hubiera amado. Ella fue un vehículo, un instrumento de su propia ambición.

¿Y sus hijos? Un accidente. Muelas podridas que hay extraer para acabar con la infección.

La noche de los homicidios Mary no sintió temor por su suerte. “¿Y por sus hijos?” Duro Cosido

repasó con “HM” las probables reacciones de la mujer antes de su sacrificio.

Ella de seguro bebió una copa de vino o agua o jugo, aún no estaban seguros de cómo fueron los

sucesos previos a los crímenes, y a partir de entonces dejó de sentirse perceptible, como si se

hubiera diluido en el propio brebaje. El narcótico disoció el tiempo de la materia y la materia del

movimiento. Ese fue el tránsito entre lo vivo y lo muerto.

El brebaje debe haberla sumergido en una vigorosa parálisis, forma de extremaunción todavía

confusa mientras la droga penetraba por los capilares hasta la última porción de los tejidos. Desde

esa perspectiva singular debe haber apreciado las deformaciones apopléjicas de los hijos quienes se

iban sumiendo en un espacio lúgubre de la conciencia igual que ella. Ya dominados por el néctar de

la muerte que Wil les había convidado durante la cena o al terminar la misma, la madre y sus cuatro

hijos serían los privilegiados testigos de sus últimos momentos de vida terrenal.

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“HM” le hubiera preguntado a Mary si hallaba explicación a tal comportamiento. ¿Qué podría haber

dicho la desgraciada mujer? ¿Podría ella haber sospechado que Wil acabaría con la prole y con ella

una noche como esa, sin mediar un grito, un reproche, una discusión más no fuera tonta?

En los labios del cadáver de Mary, en la cavidad de su boca, bajo la lengua, había quedado un

cúmulo de palabras que “HM” debía ayudar a drenar al exterior. Necesitaba encontrar las últimas

palabras pronunciadas para, a partir de ellas, ir en dirección al inicio del repugnante holocausto.

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XIII

“HM” no se sorprendió cuando llegaron los informes contables de los Wherner Wherner. La familia

estaba en total bancarrota. No quedaba un peso en la cuenta bancaria familiar. Era lo que sospechó

desde el principio. El dinero siempre está presente en todo crimen porque el dinero surge siempre

de la sangre de una víctima. Si se pudiera exprimir el dinero en su forma papel o en su forma

metálica, solo se extraería sangre. Sangre humana.

El desfalco consolidó su creencia de que cada asesinato estaba cifrado en desconocidas cuentas

bancarias offshore. “HM” especuló con que Wil debió abrir cinco diferentes cuentas, una por cada

asesinado, y en cada una de ellas depositó una cantidad de dinero de acuerdo al valor que le asignó

a cada víctima. No tenía dudas que la cuenta que representaba el valor de Dafneé era la más

abultada y la de Mary la de menor importancia. Dedos, lengua, genitales, ojos, cadáveres, habían

sido depositados transformados en valores tangibles en algún paraíso fiscal.

Mary era heredera de una fortuna que sus abuelos le asignaron incluso antes de morir. Al fallecer

esos abuelos, Alfonso y Zunilda se ocuparon de que su hija recibiera la herencia de inmediato para

así cumplir con la voluntad de los ancianos.

Mary recibió la herencia tiempo antes de que ella se enamorara perdidamente de ese hombre, es

decir, mucho antes de contraer nupcias con Wil.

Alfonso y Zunilda nunca confiaron en el advenedizo primo. Así declararon, entre lágrimas y

lamentos a “HM”, cuando el detective los entrevistó para transmitirles sus condolencias y

asegurarles que haría lo imposible por echar mano del múltiple homicida.

Siempre sospecharon que su yerno tenía la vista puesta en esa abultada cuenta bancaria. Recordaban

que apareció en la vida de su hija días después de realizado el traspaso de la enorme fortuna a

nombre de María Angélica. Ellos nunca creyeron en una coincidencia. “HM” tampoco. “¿Quién

80
podía haberle dado ese dato tan importante?” Abogados, escribanos, albaceas. Alfonso y Zunilda

no tenían la menor idea, algunas sospechas pero ninguna pista.

“HM” repasaba una y otra vez la conversación con los desconsolados padres y abuelos. Le

importaban los detalles, los gestos, las pequeñas cosas que para muchos pasan desapercibidas pero

que son las cruciales señales del horror que se estaba por avecinar.

Alfonso sabía que había momentos en que Wil desaparecía de la vista de todos. Familia, amigos,

colegas y alumnos, dejaban de verlo durante algunas horas o por una noche, aunque no establecía

una verdadera rutina. Simplemente, desaparecía por algún tiempo. Siempre tenía una buena

coartada a mano. Era un hábil fabulador y Mary se rendía sus explicaciones sin siquiera poner en

duda alguna de ellas.

Confesó que en más de una oportunidad consideró hacerlo investigar por detectives privados. Tenía

muchos y buenos contactos con la policía que podía derivarlo a algunos retirados que se dedicaban

a la investigación privada. No lo hizo porque temió que si María Angélica se enteraba de ello, algo

muy posible que ocurriera, ella no se lo perdonaría nunca. Estaba arrepentido por no haber actuado

contrariando los deseos de Mary. Pero una cosa era sospechar un amorío a suponer cinco espantosos

homicidios.

Alfonso estaba convencido que nunca actuó solo.

—¿Una cómplice? –le pregunto “HM” al tiempo que puso su mirada en el rostro del atribulado

padre. Ese rostro se encendió de ira.

—Le dije cien veces a mi hija que ese “hijo de puta” la engañaba. Se lo dije. Soy hombre, sé cómo

se comporta un hombre cuando no se conforma con una pollera.

—¿Mujer conocida?

Ni Alfonso ni Zunilda podían sugerir un nombre.

—¿Alguna mujer conocida que trabaje en el área bancaria?

No conocían a nadie con esas características.

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“HM” leyó el expediente que la Unidad de Inteligencia Financiera entregó a la autoridad política y

esta giró al Departamento de Crímenes Complejos.

Apenas consumado el enlace matrimonial, horas después del sacramento del matrimonio, Wil

dividió la fortuna en varias cuentas diferentes en otros tantos bancos. Fue un dato sorprendente. El

señor Wilhelm Wherner y la señorita María Angélica se casaron según el acto matrimonial, un 8 de

julio a las diez horas de la mañana. Apenas un par de horas después de haber dado el “sí” en el

Registro Civil, Wil se dirigió al banco donde tenía depositada su fortuna Mary, y cerró esa cuenta

bancaria. Luego abrió en dos bancos diferentes, otras cuentas, donde distribuyó el dinero por partes

iguales. La mujer le había firmado días antes de la boda un poder general que lo autorizaba a mover

los fondos como se le diera la gana. Wil pasó a ser el administrador plenipotenciario de los dineros

de su esposa.

Luego cerró esas dos cuentas bancarias y abrió en cinco entidades bancarias diferentes otras cinco

cuentas a su exclusivo nombre. A partir de entonces, Wil fue fugando cantidades pequeñas de dinero

que depositaba con un orden establecido en cada una de esas cuentas. Los depósitos tenían una

secuencia, secuencia que sospechaba “HM”, se correspondía a cada miembro de la familia.

Esas pequeñas cantidades de dineros iban aumentando en un porcentaje muy bajo mes a mes.

Aveces el aumento era de apenas un uno por ciento, en otras ocasiones de un cinco, pero nunca más

que eso. Luego los porcentajes y depósitos fueron variando aleatoriamente.

Eso demostraba que la sangría estaba perfectamente graduada. Al principio, no mucho, para que el

patrimonio marital no cayera en una anemia irreparable, pero lo suficiente para ir engordando el

patrimonio individual del futuro homicida.

Para “HM” ese ejercicio dosificado del desfalco familiar no era más que otra prueba irrefutable de

que Wil preparó con mucha antelación el asesinato de toda su familia y su posterior desaparición.

Le daba una clara idea de cómo era el sistema de pensamiento del asesino.

82
Años de pequeños y disimulados robos a la fortuna de Mary hasta ese final en el que ya no quedaba

un centavo en la cuenta madre, aquella en la que Alfonso y Zunilda depositaron la herencia a

nombre de su amada hija. Años de planificación de la estafa, una bifurcación en dirección a los

crímenes. Por el curso del dinero se llegaba a la matanza.

Años de cuidar cada detalle, a la par que el dinero drenaba de la cuenta familiar a las propias,

planificaba los asesinatos, dónde y cómo enterraría los cuerpos, qué droga usaría para dejar

indefensos a su esposa y a sus hijos, cómo los mutilaría, cómo acabaría finalmente con la vida de

cada uno de ellos.

Crimen y dinero. Para “HM”, la estafa y el deseo criminal marcharon de la mano, juntos en una

misma dirección rumbo a un paraíso fantástico donde podía ocultarse sin inconvenientes. No hay

cosa que no se pueda hacer cuando se posee una buena suma de dinero, una suma millonaria como

la que robó Wil a su esposa. Hay pocas cosas que el dinero no puede comprar. Wil sabía eso

perfectamente aunque nunca sospechó el alcance de esa verdad. Cuando lo descubrió sería

demasiado tarde.

Finalmente el señor Wilhelm Wherner cerró todas las cuentas bancarias al mismo tiempo y el dinero

desapareció del circuito bancario legal. Su seguro destino fue uno o varias cuentas en paraísos

fiscales imposibles de rastrear fácilmente.

“HM” necesitaba rastrear el destino de los fondos robados. Siguiendo esa huella de la estafa podría,

tal vez, arribar a la estación final del viaje del múltiple homicida. Pero Wil se había ocupado y muy

bien de borrar todas sus huellas. No era sólo un cruel asesino sino que era hábil estafador.

Inteligencia financiera intentó todo en busca de esa pista pero no obtuvo nada.

¿Una cómplice?”, “HM” insistió. Era algo que todos los comprometidos en la investigación tenían

en sus mentes. Era posible. Pero hasta ese momento nadie tenía ni una modesta pista en esa

dirección.

83
Tenían cinco cadáveres y un desfalco. Todo escandaloso. Y Wil era hasta entonces un fantasma

solitario. Un frío y calculador criminal y estafador que había desaparecido de todos los lugares

conocidos.

84
XIV

“Los charlatanes deberían ser deslenguados”. Así pensaba Wil de todos los habladores. Un

“lenguaraz” eran una “verdadera maldición”. Un flagelo bíblico. La mecánica de la cabeza de

asno le parecía apropiada para castigar a los lenguaraces. Nadie como los inquisidores para poner

las cosas en su lugar o remover de su natural anatomía. Máscara con afiladas púas y hojas cortantes,

acababan con las audacias de los que no sabían mantenerse en respetuoso silencio.

De todos los habladores el peor era su propio hijo, el primogénito Antoine. Ese más que ningún otro

debía ser deslenguado.

Antoine fue un hablador precoz, y Wil no debió pasar por alto esa cualidad. Lo que al principio le

pareció hasta gracioso, con el paso del tiempo le resultó completamente odioso.

Para mayores disgustos, Tony no solo aprendió a hablar a muy temprana edad sino que lo hizo en

varios idiomas. Siendo aun un niño muy pequeño, conversaba en francés muy deliciosamente, en

inglés sin dificultad, y hasta balbuceaba el alemán, idioma que aprendió a la perfección ya más

grandecito.

Maña de su madre, que por ser el primogénito le dedicó mucho tiempo a hablarle, cantarle y mimar

en distintas lenguas.

Ya crecido, y para Wil por impulso de la mala educación que le dio su madre, el muchacho se

volvió algo rebelde y un tanto arrogante. Un rebelde puede resultar insoportable las más de las

veces, pero un rebelde políglota y arrogante fue demasiado para Wil.

Aunque Antoine, en realidad, no era realmente un rebelde, un faccioso, un amotinado contra el

orden patriarcal y mucho menos un buscapleitos con inclinaciones a la militancia social o política.

Ocurre que algunos hijos de acaudalados y encumbrados personajes terminan por renunciar a sus

privilegios y dedican sus vidas a la lucha social y política. Pero no fue el caso de Antoine. Su

arrogancia era solo una forma de protegerse. Más que soberbio, era un muchacho algo temeroso de

85
las estrictas reglas que Wil proponía sosteniendo que ese era el mejor modo de hacer de ese

muchachito un hombre. Antoine descreía de su padre y ese descreimiento lo volvía rebelde y

altanero a sus ojos.

Observaba ciertos comportamientos, actitudes y hasta expresiones que para su madre y sus

hermanos no tenían mayor significado, pero para él si. Y en cada oportunidad que se le presentaba

se lo hacía notar a su madre. Muchas veces el amado primogénito de Mary le recriminaba que no

prestaba atención a esas conductas, a ciertas inflexiones en su voz, a gestos que se manifestaban de

manera involuntaria en el rostro del padre. Para Antoine, su padre era un mentiroso. Un detestable

mentiroso.

Pero lo que más asustaba a Tony era la manera que su padre miraba a su madre siempre a cierta

prudente distancia. Antoine no sabía ni podía saberlo, que Wil acusaba a María Angélica de ser una

observadora cruel, de atormentarlo primero con esa “gélida mirada aguda como una lezna de

hielo”, y luego, cuando según Wil los ojos de Mary adquirieron la negrura propia de los cuervos,

negrura que salía de la redondas pupilas de esos ojos, y que encontraba el modo de penetrar en su

cabeza para destrozar su cerebro a picotazos.

Si Antoine hubiese sabido de estos delirios de su padre, tal vez hubiese tenido alguna oportunidad

de salvar su vida, la de su madre y la de sus hermanos.

La lengua preferida de Antoine para cuestionar a Wil era el francés, porque sabía que ese era el

idioma que más disfrutaba su padre. Recitando en francés a Baudelaire sedujo a su madre, en ese

idioma atraía sobre sí las miradas de sus alumnas que sentían los ardores precoces del sexo

imaginando impúdicas caricias con el apuesto profesor de psicología.

A Wil, los poetas, los filósofos, los escritores franceses le provocaban una fascinación

extraordinaria, solo algo menor a la que sentía por el dinero. De los filósofos, el escéptico René

Descartes, de los escritores Victor Hugo, de los poetas, Charles Baudelaire. Sin embargo, nunca

despreció al griego Pirrón de Elis a Dante Alighieri y su Divina Comedia.

86
No podría decirse que Nicolas Penard fue una de sus inspiraciones. Aunque algo de él influyó

cuando ajustó cuentas con Cédric. Pero ese fue otro asunto sobre el que Wil meditó largamente.

Si en la boca de Mary habían quedado bajo su lengua muchas palabras que “HM” debía ayudar a

pronunciar ya cadáver, en la Antoine no quedó ninguna. Wil arrancó la lengua de su hijo desde su

nacimiento, desde la epiglotis, el hueso hioides, devastando los delicados músculos de la lengua

como quien ha estudiado con dedicación la anatomía de la boca para lograr una total ablación de la

lengua. Fue una cruel venganza, un total escarmiento.

“HM” nunca sabría que el pecado de Antoine fue haberse presentado en un domicilio al que el señor

Wilhelm Wherner frecuentaba regularmente.

La tarde previa a su asesinato, el muchacho se presentó en esa casa en la que sospechaba vivía la

amante de su padre.

Llamó a la puerta sin demasiada convicción. Un anciano se asomó y preguntó que deseaba.

—Dígale al hombre que acaba de entrar que Antoine está esperándolo aquí afuera.

¿Por qué no dijo “Antoine, su hijo, está esperándolo aquí afuera”? Segundos después apareció Wil.

No demostraba ningún sentimiento en su rostro. Es más, su mirada se dulcificó tratando de insuflar

confianza en su hijo.

¿Fue ese le momento en que Wil decidió terminar con su familia?

Antoine sabía que todo lo que Wil le dijera sería mentira. Recurriría a Baudelaire para justificarse.

¡Ya lo había oído en tantas oportunidades! Era un mentiroso descarado. ¿Qué hacía allí? ¿De quién

era esa casa?

“Después hablamos”, fue todo lo que le dijo y despachó a Antoine con una sonrisa y una palmada

en el hombro. Ya tendrían tiempo de conversar y aclarar todo aquello. Lo último que Tony alcanzó a

decirle fue “esta noche vamos a hablar muy seriamente”. Wil consintió despreocupado, despidió a

su hijo, cerró la puerta que daba a la calle, y desapareció tras la puerta cancel.

87
XV

La difusión de la fotografía del rostro de Wilhelm Wherner por televisión y por los diarios

nacionales tuvo una gran repercusión. ¡Quién no lo había visto! Robando en un supermercado,

tomando por asalto a unas frágiles muchachas para luego violarlas, persiguiendo a unos ancianos

para robarles sus pocas monedas. Allí y acá. Al norte, al sur, al este, al oeste. En los cuatro puntos

cardinales al mismo tiempo. De noche y de día. Unos lo hacían alto y apuesto, otros bajo y obeso.

Unos lo describían rubio, de ojos cautivadoramente claros. Otros, morocho de oscuros ojos

lujuriosos. Las mujeres hablaban de él como de un hombre de aspecto seductor, imposible de

resistir a su ambigua sonrisa, y los varones como de un monstruo capaz de cualquier crimen pero

por quien se reserva cierta siniestra admiración.

El departamento de policía recibió decenas, cientos de llamadas. Quienes las hacían hablaban con

tanta vehemencia como envidia. Wil era una celebridad a la que se le achacaban los atroces

crímenes de su propia familia; una celebridad que concitó la atención de miles de curiosos ansiosos

de saber de esas muertes y de su verdugo. Tenía un lugar de privilegio en el imaginario de muchos

otros que tanto o más habrían querido hacer con los suyos durante mucho tiempo pero jamás se

atrevieron. Wil era tanto un ser abominable como un campeón de la menospreciada casta varonil

contemporánea.

El género masculino, en decadencia, (varonil masculinidad desesperada), se replegaba sobre su

propia estupidez para celebrar en mohínes silenciosos los horrorosos crímenes del señor Wilhelm

contra la prole Wherner Wherner. “Algo habrán hecho para hartar al pobre tipo”. Ese era el

sonsonete repetido en las mesas de billar o donde se jugaba a las cartas por dinero.

En cambio las mujeres, donde se presentara el debate, clamaban al unísono una pronta y expeditiva

venganza.

88
Luego del ajetreo y las tribulaciones de falsos criminólogos y criminalistas, empezó la duda. No

había duda legítima, porque la duda muchas veces es loable, como dijo el poeta con acierto.

Pero no era el caso. Cinco cadáveres, cinco personas, cuatro hijos y una esposa, drogados,

diseccionados, cuatro de ellos con sus cabezas envueltas en herméticas bolsas de residuos

severamente selladas para matar por asfixia, no dejaban duda del espanto del múltiple crimen. La

ausencia del esposo y padre no hacía más que acrecentar la certeza de que había sido el autor de la

masacre. Pero la duda es un elixir aveces irresistible. Son “los reflexivos que nunca actúan”, los que

dudan para sacarse el problema de encima, para no escarbar en el estiércol de una humanidad

pervertida, algo siempre desagradable a la vista y al olfato.

Dudaban en las sobremesas, en las reuniones de los borrachines, dudaban en los pasillos de los

burdeles mientras esperaban su turno con la prostituta preferida.

¿Habría sido el honorable señor Wilhelm Wherner quien asesinó a todas su prole? Muecas y

escepticismo, descreimiento al palo. Cínicas sonrisas por respuesta.

Wilhelm Wherner, un hombre culto, refinado, un exquisito profesor de psicología que podía departir

en varios idiomas pero que amaba el francés por sobre todas las otras lenguas. Un recitador de

Rimbaud, de Mallarmé, de Verlaine, de Valery, de Baudelaire, su preferido. Un conocedor de la

Divina Comedia como pocos, un hombre lleno de gracias, un ser luminoso que alentaba en sus

jóvenes discípulos los más nobles sentimientos. Que proponía abordar la psicología desde el arte

como expresión profunda del espíritu humano y que gracias a ello ayudaba los adolescentes a

mostrarse resueltos y sagaces, llenos de esa gran vitalidad propia de los jóvenes.

Muchos descreían que el señor Wilhelm Wherner podía ser la bestia que mutiló, asfixio y sepultó a

toda su familia sin ninguna razón aparente. Esos suponían una gran conspiración en la que incluían

a los padres de la infortunada María Angélica, Alfonso y Zunilda quienes ambicionaban recuperar la

inmensa fortuna que Mary había heredado de sus abuelos dejando lado a otros nietos.

89
Ellos eran parte de la rancia elite de los acomodados a fuerza de millones. Era ese tipo de gente que

se había ganado su posición en la sociedad y la consideración de algunos solo por su enorme

fortuna. Y su hija, Mary, no era mucho mejor que ellos. No, de ningún modo los mejoraba en algo.

Ellos la conocían y ya la habían juzgado. Era ñoña, sin gracia, riendo siempre como una boba que

debía seguir a su esposo procurando brillar al menos por la luz que irradiaba el venerado profesor.

Como la luna, que brilla gracias a la luz que el sol esparce desde el centro del sistema planetario,

Mary lucía una cara luminosa cuando posaba junto a Wil, pero si se tenía la posibilidad de apreciar

al mismo tiempo el lado opuesto, se vería un lado oscuro y tenebroso, propio de seres atribulados

por su mediocridad, su mezquindad y pobreza espiritual. “Mojigata, envidiosa, insulsa. Cornuda”.

Esas y otras palabras despectiva merecía Mary, aquella desgraciada mujer que, según sus

detractores, encontró una joya y la creyó un tomate. ¡Algo tenías adentro que te hizo meter la pata!

Para siempre condenada a todos los infiernos del Dante.

Y cuando se señalaba que no podían haber sido Alfonso y Zunilda los homicidas, porque esos dos

viejos jamás podían haber lidiado con los asesinatos, el traslado de los cadáveres y su

enterramiento, se los acusaba de ser los autores intelectuales de los crímenes. Seguramente algún

sicario contratado por ellos debió hacer el trabajo duro. El nombre de “El sindicato” empezó a sonar

entre bambalinas. ¿Quién no sabía de quienes se trataban? ¿Cuál de los ricachones ignoraba que el

templo de la muerte, el oráculo de todos los crímenes era “El Sindicato” y sus sacerdotes de la

muerte por contrato al que solo accedían ricos y muy ricos. Corrían apuestas a favor de uno u otro

sicario. Siempre ganaba la punta “El Interrogador”, el más famoso de todos los asesinos por

encargo. Pero esas verdades nunca se sabrían por ellos, al discreción era una virtud fundamental en

el negocio del asesinato por encargo.

Las elucubraciones siguieron y escalaron. ¿Qué habrían hecho esos asesinos a sueldo con el

“pobre” profesor Wilhelm Wherner?

90
El querible y adorable profesor se hallaría seguramente muerto y descuartizado, o tal vez incinerado

para no dejar de él ni el menor de los rastros y así poder hacerlo responsable de la matanza.

Los que frecuentaban los ambientes donde eran conocidos Wil, Mary y sus cuatro hijos, se

dividieron en dos bandos irreconciliables. Unos, los que no vacilaban en señalar al amable profesor

como el brutal asesino. Un moderno y legítimo caso de Dr. Jekyll y Mister Hyde. Un embaucador

siniestro.

Los otros, los que defendían a Wil, lo convertían sin ninguna evidencia en la sexta víctima, la

víctima de esos viejos sádicos y depravados que contrataron los servicios de “El Sindicato” para

cumplir con su espantoso plan. Wil, un virtuoso, un amoroso padre de familia, esposo y profesor,

que, seguramente, había perdido su bella vida por culpa de esos seres mezquinos y despreciables.

“HM” se mantuvo al margen de esa polémica. Conocía como nadie sobre “El Sindicato”. Sabía bien

de la bien ganada fama de “El Interrogador”. Pero no había ninguna evidencia que diera sustento a

tamaña elucubración. Habladurías, puras habladurías. Nunca sintió la sombra de “El Interrogador”

sobre ese caso.

Las habladurías nunca habían resuelto en toda la historia un solo crimen, y menos resolverían esos

espantosos cinco homicidios. Nada de ese chismorreo era útil.

De ese centenar de llamadas sobre el paradero de Wilhelm Wherner, dos dieron esperanzas seguras

a los investigadores. El primero, de un hombre que afirmaba haber visto a Wil en un cajero

automático. Declaró que el encuentro fue accidental, porque él estaba por abandonar el cajero

cuando un hombre que respondía a las características físicas de Wil apuró su paso para encararlo y

llamó su atención. El extraño le hizo un par de preguntas acerca del lugar, preguntas sobre hoteles y

transportes, asuntos sobre los que no pudo ayudarlo.

El hombre decía recordar perfectamente el rostro del forastero y afirmaba que no tenía dudas de que

se trataba del mismo de la fotografía que la televisión y los diarios estaban difundiendo hacia unos

días.

91
El otro llamado también correspondió a un hombre. Era un diariero, quien decía tener su puesto de

venta de diarios a metros de una casa a la que solía concurrir el supuesto homicida.

Sostuvo que vio ingresar en varias oportunidades a Wil a la vivienda de unos ancianos, dos viejos

vecinos muy apreciados por el vecindario. Dijo que “el hombre de la fotografía” visitó esa casa tal

vez una veintena de veces, durante los últimos meses con mayor frecuencia, y que recordaba

haberlo visto por primera vez tal vez dos años atrás.

Al hombre que identificaban como el posible quíntuple homicida, lo había visto ingresar a esa

casona solo, pero en otras oportunidades, acompañado de una muy joven y muy bella mujer.

Imposible no recordarlos. Esa pareja realmente iluminaba todo a su paso. El se veía esbelto y

elegante, un hombre maduro pero muy apuesto siempre sonriendo como un actor de cine; ella, una

muchacha muy joven, hermosa y sensual, hasta podría haber pasado por su hija. Pero era su amante,

sin duda.

La palabra “amante” retumbó en la cabeza de “HM”.

—¿Por qué dice amante? –le preguntó en su primera declaración a ese testigo.

—Novia, si prefiere. Amante, novia, da lo mismo.

“HM” quiso saber cuándo había sido la última vez que había visto al tipo. El hombre no vaciló en

afirmar:

—Más de un mes. El mismo tiempo que hace que no he vuelto a ver ni a los dos ancianos

propietarios de la vieja casona, ni a la muchacha que creo era la hija o la nieta de los viejos. Tal vez

todos hayan partido de viaje.

—Tal vez –dijo “HM” solo por no contradecir al denunciante.

92
XVI

De acuerdo con la denuncia del testigo del cajero automático, “HM” pidió las grabaciones de

seguridad correspondientes a ese día. El trámite fue sencillo porque intervinieron las más altas

autoridades políticas, de lo contrario, la empresa de seguridad privada habría empezado con sus

interminables trámites burocráticos dilatando la entrega hasta conseguir un buen “estipendio”. Un

hábito que al “pequeño Troll” lo exasperaba; era cuando más “Troll de mierda” se sentía.

Pero en esa oportunidad no hubo dilaciones. La empresa entregó una buena grabación, una

grabación en perfecto estado y sin ningún cuadro de la filmación eliminado.

“HM” repasó esa filmación tal vez diez veces. O tal vez más. Como quien mira un eclipse sin

protegerse los ojos, u observa una joya cuyo brillo es un exceso.

Se veía a Wil y al hombre conversando. Wil lucía amable como buen profesor de psicología de

escuela media privada. Un conversador en francés o inglés. Un gentilhombre de la cultura

aristocrática. Un amante de Baudelaire.

Al otro se lo veía sencillo y desorientado. Seguramente porque no pudo responder

satisfactoriamente las preguntas que Wil le hacía. “Quería saber de hoteles”, fue lo primero que

declaró el testigo. “Quería saber de transportes de larga distancia”, fue los segundo. El testigo era

parco y no porque no deseaba colaborar. Simplemente era de pocas palabras y todas eran dichas

porque eran las correctas.

—¿Hubo algo que le llamó la atención?

—Todo, señor.

—Explíquese. –“HM” exigió sin ser impertinente.

—Ese barrio no es zona de hoteles. No creo que haya alguno salvo pensiones para trabajadores. Y el

hombre no tenía aspecto de ser un trabajador de esos que solo disponen de un dinero para alquilar

en una pensión.

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—De acuerdo. ¿Algo más que le provocara curiosidad?

—La pregunta sobre micros de larga distancias. Todo el mundo sabe que esos micros solo salen de

las dos terminales que hay en la ciudad.

—¿Le preguntó por algo más? –“HM” quiso saber si hubo alguna palabra, alguna referencia que no

tuviera que ver con viajes y estadías.

—No –respondió el hombre sin titubear–. Solo agregó “gracias de todos modos. Vaya con Dios”.

Según el hombre, Wil le dio un leve empujoncito con el que lo invitó a retirarse. Y él se marchó,

como podía apreciarse en la grabación. No tenía razones para permanecer junto al desconocido

quien le dio mala espina.

“HM” quiso saber por qué tuvo esa impresión.

—Era muy raro señor. A mí me atemorizó. Pero no podría explicar por qué.

Wil esperó a que el hombre saliera del cuadro de la filmadora. Fue evidente su actitud. Luego alzó

la vista hasta la cámara, sonrió desprejuiciadamente y saludó. No una vez, sino varias veces. Al

final, hizo un reverencia siempre mirando a la cámara.

“HM” no tenía dudas que eso fue una provocación del señor Wilhelm Wherner a los posibles

investigadores. Soberbio. Fanfarrón. Lo que se quisiera decir no estaría demás. Pero seguro de sí

mismo. Impune. Cínico. Como si les dijera “acá estoy muchachos detectives. Maté a mis cuatro

hijos y a mi esposa. Los drogué, los mutilé, los asfixié y luego sepulté en un lugar que ni tres

comisiones policiales descubrieron. Debieron recurrir al “Pequeño Troll de mierda” para

encontrar las cinco sepulturas. Al Duro Cosido para las necropsias. ¿Y todo para qué? Para ver

cómo los saludo desde esta filmación de un cajero automático en los límites de la ciudad hacia el

suburbio. ¿Van a venir por mí o van a seguir masturbando sus escuálidos cerebros con

divagaciones sobre el homicidio en serie, las cualidades de las sicopatía, el carácter de los

sociópatas? ¡Aquí estoy, muchachos! ¡Vengan por mí! ¿Qué esperan?”

94
El testigo del puesto de diarios fue mas locuaz. Era un hombre no muy mayor, tal vez de sesenta

años, incluso alguno menos. Ni muy alto ni muy bajo. Un tanto excedido de peso. De ojos pequeños

y escrutadores. Lengua rápida que asomaba de entre unos labios carnosos.

Hablaba sin detenerse. Se lo notaba necesitado de hablar de ese espeluznante múltiple homicida. No

es habitual que alguien haya podido observar a un quíntuple homicida. Repasaba con su lengua los

labios al tiempo que repasaba la imagen de ese hombre maduro y de esa muchacha joven.

“Miserables asesinos”, así dijo. “HM” no esperaba refutar ningún comentario del testigo. Solo

deseaba escuchar su relato sobre los hechos reales y no la valoración moral de ellos. Fue paciente,

porque era un testigo formidable, el segundo en ver a Wil fuera del ámbito de sus clases y el de su

familia.

El hombre estaba seguro que esa pareja compuesta por un hombre maduro y una muchacha tan

joven como bella, eran cómplices en los asesinatos de la familia Wherner. Al nombrar a la familia

Wherner, el hombre se santiguaba como movido por un impulso eléctrico.

“¿Por qué estaba tan seguro de que eran cómplices en el quíntuple homicidio?”, pensó “HM” pero

no le formuló su pregunta porque era una manera tonta de dejar que las divagaciones del testigo

tomaran el control del interrogatorio. Pero el hombre mismo se ocupó de hacerle saber que detalles

lo habían convencido de su prematuro juicio.

En primer lugar, la desfachatez. “¿Desfachatez?” Preguntó “HM” más por curiosidad que por

necesidad detectivesca.

El hombre estaba seguro que el “varón” estaba casado y ejercía el adulterio con total descaro. Los

ojos del adúltero esperan la noche. Así dice la Biblia. Y también dice que Dios juzgará a los que son

sexualmente inmorales.

Y a la muchacha, se le notaba en la libidinosa mirada, que disfrutaba de ese adulterio, porque las

jóvenes carecen de principios morales verdaderos. Si hubiese sido una criatura de Dios, no hubiese

practicado el adulterio. “Lo que Dios une nadie lo separe”. Sabido era que el hombre dejará a su

95
padre y a su madre, se unirá a su esposa, y los dos serán una sola carne. Una sola. No dos, o tres, o

más, como ansían los lujuriosos. Una sola carne. Lo que Dios une nadie lo separe, repitió

vehemente y luego dijo “esta es mi opinión”.

Lo otro que lo convenció del estado de complicidad en que vivía esa pareja, fue el modo de

“pavonearse” abrazados los dos y besándose en cada esquina, besos intensos, nada de roce de

labios, húmedos besos de una boca en la otra, de una lengua amarrada a la otra como si fueran dos

inocentes adolescentes que no sabían ni podían disimular su excitante amorío. El puestero concluía

que ese estado de acariciamiento encendía el ansia ardorosa del sexo sin freno y que ninguno de los

dos se preocupaba en disimular. Ese amorío era más que escandaloso.

“¿Que qué dirían los padres, querrán saber ustedes?”, el hombre se preguntó a sí mismo y

respondió sin esperar que “HM” u otro investigador pudiera decir algo, más no fuera por cuidar la

formalidad.

—Estoy seguro que los viejos no sabían de la perversión de esas criaturas. Esos viejos eran devotos

católicos. A misa siempre vestidos de la mejor manera, humildes pero prolijos, atentos a las

enseñanzas de la Iglesia. Pero la jovencita no iba a misa ni en fecha de guardar. Seguramente era

hereje y ya se sabe qué les cabe a los herejes.

Los viejos, en cambio, eran creyentes formados en la tradición católica, apostólica, romana, no

hubieran tolerado la exhibición de la libido de un adúltero y una muchacha casi adolescente recién

asomada al mundo del sexo. Luego los viejos dejaron de verse. También la muchacha y el hombre.

El puestero afirmó que desde hacía un mes, o algo más pero no recordaba con precisión el tiempo

transcurrido. Desde entonces no volvió a ver a ninguno de ellos. “Desaparecieron”. Esa palabra

tenía suma implicancia.

—¿Los vio irse? –preguntó “HM”.

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—No. Y eso que yo empiezo mi jornada a las tres de la madrugada y termino de trabajar pasado el

mediodía. Si se fugaron fue antes de ese horario o después de las trece horas, cuando ya no estoy en

mi puesto.

“HM” mandó a verificar si había cámaras en esa cuadra pero no las había. Era un vecindario alejado

de la zona céntrica y en el que no había ninguna entidad bancaria ni empresa que justificara instalar

un equipo de filmación.

“HM” tenía que solicitar una orden de allanamiento para el domicilio de los viejos de los que

hablaba el puestero.

¿Sus nombres? Camilo y Ana. Camilo Lu Dinello y Ana Ustirea. ¿La descripción de los ancianos?

—Él, más bien pequeño, de baja estatura y esmirriado. –Dijo el testigo sin vacilar.

Agregó “amable. Sonriente. Inquieto”. Luego sabrían que él era un entretenido cantor de tangos a

la usanza uruguaya. Ella, una refinada y siempre sonriente ama de casa.

A Camilo y Ana los conocía toda la vecindad. También a la muchacha de quien creían que o era su

hija menor o su nieta mayor. Eso nadie lo sabía con precisión. ¿Si era bella? Bellísima. Joven y

bellísima muchacha. Tal vez de veinte años de edad.

Pero la mayoría de los vecinos nunca había visto al hombre o, si lo había visto, no recordaban su

aspecto. Nadie había reparado en su presencia.

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XVII

El “pequeño Troll de mierda” se había olvidado de Venancio López, pero Venancio no se había

olvidado de él. El oficial hizo una sesuda investigación en todos los colegios en los que Wil dictaba

clases. Eran cuatro, tres de menor importancia, pero en uno de ellos los inscriptos superaban los

seiscientos y el plantel de profesores era muy numeroso. El señor Wherner resultó ser el Jefe de

Departamento de Psicología, Lógica y Filosofía. Tenía a su cargo todos los cursos de cuarto y

quinto año.

Ese colegio tenía un muy buen ganado prestigio. De él salieron muchos jóvenes que brillaron en

distintas áreas de la ciencias sociales.

El edificio donde funcionaba el colegio era imponente. Una larga escalera revestida en mármol

precedía la entrada. Vírgenes, cruces, íconos de numerosos santos poblaban pasillos y aulas. Todos

los alumnos vestían riguroso uniforme. Los muchachos, saco bléiser azul y pantalón gris. Camisa

blanca, corbata azul. Todos calzaban zapatos de color negro. Las muchachas, pollera azul por

debajo de la rodillas, camisa blanca, corbata azul y vincha blanca y también zapatos negros

acordonados. No se permitía el mocasín y mucho menos las zapatillas que solo se usaban para la

práctica de gimnasia.

Al principio, confesó, los directivos le impusieron todo tipo de restricciones. Que no debía hurgar

en las legajos de los jóvenes alumnos porque eran menores y estaban protegidos por la ley, que el de

los profesores solo lo entregarían mediante orden judicial.

A medida que las noticias de los horribles crímenes ganaron la primera plana de los diarios y se

difundían a toda hora y de la peor manera por los noticieros de la televisión, esos directivos

empezaron a relajar sus exigencias hasta que abandonaron todo prurito. Nadie quería quedar

vinculado a un asesino serial, a un “verdadero monstruo”, un hombre que los había engañado a

todos sin el menor prejuicio. Nadie iba a acusarlos de cómplices del múltiple homicida, pero

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cualquiera actitud dilatoria, cualquier comportamiento restrictivo, sería considerado por la mayoría

como un acto digno de sospechas. Así que a partir de cierto momento, los propios directivos

apuraron la información y dejaron que López revisara legajo por legajo.

Fueron varios los profesores que dijeron que abrigaban sospechas sobre el comportamiento del

profesor Wherner y de su relación con sus alumnas. Nunca se habían atrevido a comentar sobre sus

reparos porque todos sabían que el suegro del señor Wherner era socio capitalista de los

establecimientos donde trabajaba su yerno. Cualquier comentario hubiese sido tomado como una

calumnia contra el propio Alfonso Wherner. ¿A quién se le podría ocurrir que Don Alfonso

ingresaría al cuerpo de docentes a un pervertido que era nada más y nada menos que el esposo de su

querida hija?

Pero cuando las cosas adquirieron el cariz que adquirieron, muchos, a solas, decidieron comentar lo

que pensaban del trato edulcorado del profesor con sus alumnas del cuarto año.

Las muchachas en su mayoría eran simples adolescentes de dieciséis o diecisiete años. Inquietas,

como todas las adolescentes, curiosas, ansiosas y con inocultables deseos de disfrutar de la vida.

Algunas de ellas noviaban con muchachos de su edad. Las autoridades negaban que en sus

instituciones hubiesen existido hechos de abuso o que los profesores hayan sacado partido de la

relación de poder que se establece entre un adulto profesor y una adolescente alumna.

Pero hubo alguien que sugirió que se revisara minuciosamente las ausencias de las alumnas de los

cursos del cuarto año del bachillerato de letras donde Wil era profesor, de, por lo menos, los últimos

cinco años.

Venancio escuchó la sugerencia aunque en principio no le atribuyó demasiada importancia. ¿Qué

podría vincular al señor Wherner con las ausencias que una o varias alumnas pudieran haber

incurrido en determinado ciclo lectivo?

99
Al poco de revisar los registros de alumnos, sospechó que no se trataba de contabilizar cuántas

alumnas se habían ausentado a clase y qué días para establecer un patrón de fuga, sino que debía

investigar a aquellas que habían abandonado los estudios.

Del momento en que se descubrieron los crímenes hasta cinco años atrás, solo diez muchachas

habían abandonado la institución. De ocho de ellas se podía saber quienes habían terminado sus

estudios y en cuáles establecimientos. Solo de dos no había datos.

Una, de nombres María Betania, abandonó sin explicaciones la institución hacía cuatro años. Nunca

supieron qué pasó con la muchacha. En su ficha de inscripción figuraba un domicilio que era en

realidad un terreno baldío. Las autoridades comprobaron que los datos de la muchacha eran falsos,

pero no hicieron denuncia alguna. ¿Los padres? Nadie los recordaba o decían no recordarlos.

López, en su libreta de apuntes asentó el nombre de la muchacha.

La otra joven, de nombre Celeste, había dejado de concurrir al colegio hacía dos meses y diez días

exactamente. Sus padres se hicieron presentes en la Institución. Estaban desconsolados. Celeste

había concurrido al cumpleaños de una compañera de curso pero nunca regresó a la casa. Grande

fue la sorpresa de esos padres cuando fueron informados que ese domingo ninguna compañera de

organizó una fiesta de cumpleaños. De acuerdo a las autoridades del colegio, la policía estaba

investigando la desaparición de la muchacha. López también tomó nota del nombre de la muchacha

y sus padres. Tal vez sirviera de algo. Por entonces, López no tenía ni idea que el oficial Stultus

estaba investigando la desaparición de una jovencita que cursaba su cuarto años en ese

establecimiento.

¿Qué tenían en común las dos muchachas? La edad en que desaparecieron, 16 años, el colegio a

donde concurrían, y al señor Wilhelm Wherner como profesor de psicología. ¿Podría Wil haber

secuestrado y asesinado también a estas dos jóvenes mujeres?

López no lo dudó ni por un momento. Pero de sus sospechas a la prueba veraz había un largo trecho

por recorrer.

100
XVIII

Wil odiaba a Cedrid. No hubo exageración en esta conclusión a la que llegó “HM”. Duro Cosido

también lo consideró del mismo modo. La mutilación de su cadáver así lo evidenciaba.

Wil, en efecto, odiaba profundamente a su último hijo varón. Nunca hablaba de él y si alguien le

preguntaba por el muchacho daba siempre una respuesta sin entusiasmo. Se ocupaba de que quedara

en claro que no deseaba hablar del tema, que no le importaba en lo más mínimo. De ese modo

ocultaba su fastidio de oírlo nombrar. “Ahí anda”, era todo lo que respondía, o “supongo que está

bien”, o “su madre lo apaña en todo”. Esto último ya era un reproche que no se esforzaba en

disimular.

Lo patético del asunto es que cuando Wil respondía de ese modo sobre su hijo, era cuando más

acaramelaba su voz. Su manera de repudiarlo era tan delicada, su voz tan suavizada, que muchos no

alcanzaban a percibir el verdadero sentimiento que albergaba contra su hijo menor. Era seguro que

parte de ese odio disimulado también estaba dirigido a Mary. Alguna vez dio a entender que si ella

hubiese puesto algo de empeño en cuidarse cuando tenían relaciones, ese embarazo nunca se

hubiera producido y él se habría liberado del mandato de su padre sin tener que confrontar ni con él

ni con su propia conciencia.

Pocos, podría decirse que casi nadie, conocían las razones de ese repudio a su hijo.

Wil no deseaba tener un cuarto hijo. Pero como estaba sometido al mandato paterno no hizo nada

por evitar el cuarto embarazo de Mary. Él esperaba que fuera ella la que pusiera empeño en

prevenirlo. Pero ocurrió que Mary sí quería más hijos. Si hubiese sido por ella, habría tenido cinco,

seis o “lo que Dios mande”, como decía en las conversaciones con sus amistades. Disfrutaba

criando a esos niños que había engendrado con el hombre que amaba profundamente.

101
Así que Cédric recibió el repudio de Wil cuando aún estaba plácido en el útero de su madre. Algo

del veneno espiritual del señor Wilhelm debe haberse transmitido donde Cédric se desarrolló desde

que no era más que una sugerencia vital de apenas la décima parte de un milímetro.

En la esperma de Wil debe haber viajado su resentimiento contra la madre y el hijo.

¿Tal vez entonces fue que su ideación criminal se desarrolló vigorosamente hasta consumarse en el

quíntuple homicidio?

“HM” estaba convencido que Wil planificó desde el principio de su matrimonio la estafa y la fuga.

Quizás no los homicidios, ese plan fue creciendo como un tumor asintomático. El más peligroso.

Ese crimen brutal fue de la mano de la estafa que cometió contra su esposa apenas contrajo nupcias.

Con la estafa llegó el amorío con otra mujer joven. Juventud, belleza y dinero fácil. Una amalgama

fatal.

¿Cómo habría de librarse sin mayores costos de una familia numerosa y una esposa incapaz de dejar

de amarlo? Solo cabía la muerte. Así resulta de simple a veces ciertas cosas.

Por eso es que “el pequeño Troll” no dudaba que Wil maceró su odio durante años, y ese odio fue el

combustible de su ingenio para el crimen. Cédric fue su víctima más indecorosa.

La ablación de los genitales del muchacho era una muy precisa consideración sobre esa morfología

andrógina que el muchacho cultivaba sin remedio. ¿Mary lo consentía? Mary lo amaba y nunca

repudiaría a un hijo por una u otra inclinación sexual. Corrían otros tiempos. Además Mary creía

que en verdad, Cédric, era asexuado. Podía hasta interpretar ese limbo en el que parecía vivir el

muchacho desde que entró en la primera adolescencia.

Cédric no buscaba contacto ni con muchachas ni con varones. No repelía esos vínculos, pero no

entraban en el plano del enamoramiento. Estaban ahí, presentes, iban con él al colegio, al cine, al

teatro. Lo acompañaban a los recitales, a los conciertos, a las diversiones que se presentaran, pero

permanecían siempre en las capas más superficiales de su personalidad, nunca en su intimidad a la

que nadie conocido podía penetrar. Sus íntimos conflictos ya no había muchas posibilidades de

102
conocer. O un testigo arrojaba luz sobre Cédric y sus intimidades, o el cadáver encontraba el modo

de explicar qué había ocurrido ese última noche.

“HM” no tuvo un encuentro fácil con el cadáver de Cédric. Sintió de inicio que su muerte no fue

igual a la de sus hermanos y su madre. Había algo en él que le decía que luchó y mucho antes de

ceder ante el verdugo de su padre.

Cédric fue el único que imaginó en alguna oportunidad que Wil era un asesino emboscado en el

traje de un elegante profesor de psicología de escuelas privadas de la curia. Pero nunca habló con

sus hermanos sobre sus recelos. Por eso seguía con atención los movimientos de Wil, sus

expresiones, su manera de observar a cada uno de ellos. Era probable que ese odio que le inoculó al

nacer resultara en el antídoto que lo precavió del comportamiento de su padre. Pero fue seguro que

nunca estuvo en condiciones de explicar esas sensaciones que le provocaba el señor Wilhem cuando

se aproximaba a él o compartía los momentos familiares.

“HM” buscó hasta el hartazgo un diario íntimo de alguno de los muertos y en especial uno de

Cédric. ¿Lo hubo? Tal vez. No podía saberse. Wil se ocupó de limpiar meticulosamente toda la casa

antes de huir.

Las pruebas de luminol que Duro Cosido hizo con total dedicación y de manera precisa en cada

centímetro cuadrado de la casa, buscando dónde Wil cometió las aberraciones contra sus hijos y su

esposa, no arrojaron ninguna prueba. La casa estaba completamente limpia. Las mutilaciones

debieron producirse en las mismas tumbas algo difícil de probar ya que la sangre había sido

absorbida por la tierra.

Todas las pertenencias de los cinco muertos estaban en sus roperos, cómodas, mesas de luz,

anaqueles, refugios donde cuando niños guardaban sus modestos secretos. Entre todas esas

pertenencias, “HM” no encontró nada que le diera alguna pista, aunque no fuera demasiado

significativa, de que alguien llegó a percatarse de las inhumanas intenciones del señor Wilhelm.

103
Estaba convencido que si las hubo, Wil se ocupó de no dejar ninguna al alcance de sus futuros

perseguidores.

¿Esas señales que “HM” recibía del cadáver de Cédric podían significar que Cédric no estuvo tan

drogado como los demás? ¿Fue el testigo último de todos los asesinatos? Duro Cosido trató de dar

respuesta a ese interrogante. Debió cuantificar la cantidad de droga que le suministró a todos antes

de pasar a asesinarlos de a uno.

Duro Cosido consideraba que Wil debió inocularles la droga del mismo modo y al mismo tiempo a

todos. Por eso se inclinaba por un potaje, una bebida que todos compartieron menos él. Pero no

podía evaluar cuánta resistencia tuvo cada uno al efecto del narcótico. ¿Pudo el sistema

inmunológico de Cédric haber presentado una resistencia superior al del resto de las víctimas? Era

una posibilidad que no podía descartarse pero que, por entonces, resultaba indemostrable. “HM” se

cuidaría y muy bien de decir algo sobre “sus sensaciones”, ese don particular que Duro Cosido le

atribuía a su camarada.

Lo que la ciencia confirmó fue que Cédric no murió por asfixia, murió desangrado. El

envolvimiento de su cabeza y la fijación de la bolsa al cuello con la cinta aluminizada, respondió

más a la manía perfeccionista de Wil, a la perpetuación de la simetría de sus homicidios, que a la

propia necesidad criminal. Cuando lo hizo, Cédric ya estaba muerto.

“HM” trató durante muchas noches de imaginar no la muerte, sino la vida de Cédric. Tal vez en ella

hallara pistas y no en su alevoso crimen.

Cédric era un artista. Sus compañeros de estudios les dijeron a los detectives que practicaba varias

artes. Le gustaba la música, la pintura, el teatro, la literatura. Dijeron que creían, aunque no podían

afirmarlo, que Cédric escribía poemas pero ninguno de ellos pudo aportar ninguno como evidencia.

¿Podría tener Cédric un lugar secreto donde guardar sus poemas? ¿Podría acceder “HM” a ese

arcón donde el muchacho cuidara de sus tesoros más personales?

104
En un poema, bien pudo el desgraciado adolescente dejar testimonio de lo que ocurría realmente en

su casa. O de lo que él sospechaba ocurría con su padre.

Los poetas, incluso los nóveles e inexpertos, pueden descubrir la verdadera naturaleza de las cosas

humanas, las mismas que a los ojos de otros pasan totalmente desapercibidas.

Cierto fue que Cédric no sabía ni podía comunicar a sus hermanos, menos a su madre, qué temores

lo asaltaban cada vez que el señor Wilhelm se aproximaba a él accidentalmente. Cédric sentía ese

repudio paterno de manera destructiva. Era un sistema de menoscabo que lo paralizaba casi por

completo, tal vez como la propia noche de los homicidios.

Alguien le confesó a “HM” que Cédric había intentado suicidarse. No fue un testimonio en sede

judicial. Fue una confesión en la intimidad de las lágrimas. Los que aman no declaran, se

desangran.

Ese alguien le dijo que el intento no fue por su condición, la que al muchacho no le producía ningún

desequilibrio. Él se percibía a si mismo de manera correcta, no sufría ninguna distorsión de sí

mismo. La música lo satisfacía, el teatro lo estimulaba, la poesía lo alimentaba. El amor verdadero

lo completaba.

Cédric, hasta cierto punto, sentía en su arte su mejor vitalidad. Pero vivía acosado por ese

aborrecimiento paterno que no quedaba en eso, en la falta de amor, de aprecio, de sentimiento, sino

que mutaba a cierta brutalidad encubierta, a esa sutil atrocidad que solo la víctima percibe mientras

el resto de las personas son incapaces de percatarse si quiera de un gramo de tanta hostilidad.

Esa aversión del señor Wilhelm lo fue empujando lentamente a un precipicio. Es probable que en el

éxtasis de esa animadversión, Cédric haya encontrado en la ideación suicida el estrecho sendero de

su posible salvación. Llegó a ingerir decenas de barbitúricos que alguien, nunca se supo quién, le

proveyó para que pudiera cumplir su deseo. ¿Cómo sobrevivió? Mary lo encontró desvanecido en

su propia cama. Ella llamó al sistema de Emergencias médicas que fueron, en definitiva, los que le

salvaron la vida.

105
¿Y el señor Wilhelm Wherner que hizo entonces? Nada. No fue al hospital a interesarse de la salud

de su hijo.

Cuando Alfonso y Zunilda fueron confrontados con esta información la negaron de plano. Los dos

se enfurecieron por lo que, consideraron, era una brutal calumnia contra su nieto. Pero “HM” sabía

que quien le dio esa información crucial, lo hizo desde el más profundo dolor y no desde la mentira.

¿Podían no saber los abuelos del trágico intento de Cédric? ¿María Angélica podría haber ocultado

a sus padres tan infeliz suceso?

Sus compañeros de colegio nada sabían de una tentativa semejante.

¿Podría ser que “HM” estuviera confundiendo las señales que recibía del cadáver de Cédric?

¿Podrían esas señalar no estar vinculadas al momento exacto de la muerte del muchacho ni a la

eficacia o no de la droga que le suministró el señor Wilhelm para inmovilizarlo, sino a un suceso

extraordinario que le daría a “HM” certeza de cómo se sucedieron los crímenes? Cédric se volvió

un enigma dentro del enigma. Como el caracol nocturno en un rectángulo de agua.3

3 José Lezama Lima.

106
XIX

El juez que seguía el caso de Wilhelm Wherner ni dudó en emitir una nueva orden de allanamiento.

Esa vez para ingresar a la propiedad de dos ancianos a la que, un testigo aseveraba, Wil y una

muchacha muy joven, hija o nieta de los viejos, concurrían periódicamente de visita.

“HM” esperó esa orden con total calma. Lentamente iba construyendo en su inteligencia la

personalidad del señor Wilhelm. Frío, calculador, obsesivo, maníaco, desprovisto de sentimientos

filiales, incapaz de amar. Ese era un punto muy importante en toda aquella historia. Para “HM”, Wil

era un patético desamorado, de esos que raramente un detective se topa en su carrera profesional.

Sabía que esos era de los peores. Wil era una navaja de aspecto humano, fría, filosa, descorazonada.

Un filo sin sentimentalismo.

O podía asimilarlo a una especie de parásito que sólo se aprovecha de la vitalidad ajena y, cuando

considera que esa energía se ha acabado, deglute a sus víctimas tal una araña de morfología

humana. Porque para “HM”, Wil no era exactamente un ser humano. Era una rara amalgama de

depredador insensible y mente brillante.

El detective no temía a ningún asesino. Pero a Wil lo había colocado en un apartado entre todos los

especímenes que hasta entonces había conocido. Empezó a considerar la posibilidad de que Wil

nunca fuera atrapado. Lo disgustaba esa posibilidad pero no la podía negar. Cuando así le dijo al

jefe de crímenes complejos, el tipo estalló enfurecido. Si Wil no era atrapado, era mejor morir en el

intento. Tenían sobre ellos la mirada de todos los jefes, el ministerio, el gobierno en su conjunto. Y

la sociedad esperaba una respuesta porque no sólo perturbaba el crimen, sino que había sido

cometido por un “hombre de bien”, alguien quien hasta entonce posaba por un sensato, apocado y

encantador profesor de psicología en colegios religiosos de educación media, donde concurrían

adolescentes de la misma o similar edad de los jóvenes muertos.

107
A pesar del enojo del jefe, de sus gritos de górgola, “HM” sabía que trataba con alguien que

escapaba al común de los criminales. Un mente brillante con todo el tiempo del mundo para

planificar. Por ese entonces “HM” no sospechaba que el señor Wilhelm Wherner pudiera estar

protegido por sectores del poder. Atribuía la impunidad con la que Wil había actuado, a que dispuso

de todo el tiempo necesario para diseñar su crimen y contó, además, con la ingenua complicidad de

su entorno familiar que, era seguro, jamás imaginó un desenlace en el que todos pagarían con su

vida no haber advertido la doble faz del jefe de familia.

Para entonces “HM” empezó a describir en sus pensamientos la última noche de la familia Wherner

Wherner. Se trataba de reconstruir en su imaginación ese drama al trágico modo shakesperiano; el

impredecible comienzo de la matanza, su patético desarrollo, el escabroso final de cada uno, uno

por uno, los discursos de Wil para cada crimen, la desnudez de las víctimas, las ablaciones, el

envolvimiento de sus cabezas, las palpitaciones de un corazón que latía en busca del vital oxígeno,

los estertores finales, la muerte, el enterramiento, el último rito funerario, la fuga.

Cuando llegó a manos de “HM” la orden del Juez permitiendo allanar el domicilio, él mismo se

puso al mando de la brigada que debía cumplir esa orden. Nadie del personal policial se atrevería a

decirlo, pero todos esperaban que fuera el propio “HM” en persona quien encabezara esa nueva

búsqueda, porque todos sabían que era el único capaz de atrapar a ese aristócrata criminal. Pero “el

pequeño Troll” no estaba seguro de que todo aquello sirviera realmente de algo. Haber empezado a

investigar aquellos asesinatos a más de un mes de ocurridos, le dio al inteligente asesino una ventaja

imposible de descontar. “HM” sabía que Wil usaría esa ventaja con inteligencia. Como en un juego

de ajedrez, una pequeña ventaja inicial puede definir una partida muchas movidas después.

“HM” viajó en auto policial con su joven chofer a quien el jefe de crímenes complejos autorizó a

asistir al investigador hasta que este no precisara más sus servicios. Se lo notaba desmejorado.

Estaba pálido y parecía haber bajado de peso. Sin afeitarse, con tantas horas sin dormir, se reflejaba

en su fatigado rostro cierta desazón que trataba de no contagiar a sus subordinados. Cada tanto,

108
algún dato nuevo en la investigación del paradero del señor Wilhelm Wherner, porque para “HM”

ya no cabían dudas que él era el asesino, parecía devolverle alguna vitalidad. Esa vitalidad luego de

unos minutos, desaparecía. El entusiasmo de los otros, le resultaba inexplicable a “HM”. Actuaban

como si no alcanzaran a comprender cabalmente con quién estaban tratando.

“HM” no bebía habitualmente. Pero en aquellas mañanas, tardes y noches interminables desde que

se descubrieron los cinco cadáveres en las cinco tumbas bajo el amplio cobertizo de la mansión,

consideró, teóricamente, la ventaja de ser un tanto borrachín para encarar sin escrúpulos ni

reblandecimientos la investigación de tan espantosos crímenes. Tal vez el alcohol fuera el antídoto a

los restos de sensibilidad, de sentimentalismo que aún conservaba pese haber tratado durante años

con los peores criminales que pudieran existir. Matar por dinero, matar por lujuria, matar por matar,

matar a ancianos, a adultos, a jóvenes, a niños hasta recién nacidos, eran actos con los que había

lidiado durante años. Pero esa vez y sin poder precisar por qué todo eso lo sensibilizaba como

ninguna otra investigación, el crimen del señor Wilhelm Wherner lo perturbaba de manera

creciente. Él mismo se sentía aproximarse a la muerte, un sentimiento que nunca antes había

experimentado. Ese sabor en su boca, único y amargo, hiénido, lo mortificaba.

El día que esa bala de punta hueca atravesara su cráneo de lado a lado, desde la nuca a la frente,

comprendería sin remedio alguno el por qué de esas raras sensaciones que lo invadieron durante

toda la investigación. Debió asumir que, a medida que pudo penetrar en el sistema de pensamiento

del señor Wilhelm Wherner, lo que encontró fue su propia muerte como corolario. Y si bien no la

creyó posible, justo cuando la bala rompió su cráneo y se dirigió caliente y veloz directo a su

cerebro, comprendió cuán equivocado estuvo desde el mismo momento en que se hizo cargo de la

investigación. Wil no solo había previsto su enriquecimiento, crimen y fuga, sino que supo tomar

muy bien aconsejado, las medidas correctas para acabar con su oponente, el pequeño y despreciado

“Troll de mierda”.

109
“HM” subió al coche policial y saludó a su joven asistente con amabilidad. Tomó aire de manera

exagerada. Exhaló lentamente como si al hacerlo, expulsara algún demonio que estimulaba su

gastritis crónica.

—Cada día me arde más.

El joven supo de inmediato de qué le hablaba el detective.

—La mala vida, señor.

—Comida de mierda, cigarrillos, café, cadáveres. Mi úlcera no acaba de habituarse a todo ello.

El joven puso en marcha el automóvil.

—¿Nombre? –el chofer miró a “HM” por su espejo retrovisor pero pareció no comprender la

pregunta.

—¿Señor? –dijo sin denotar preocupación.

—Su nombre.

—Subteniente… –“HM” lo interrumpió al instante.

—Su nombre, no su grado.

—Emiro Gragnano.

—Emiro. –Retuvo el nombre en la punta de la lengua. Luego repitió “Emiro Gragnano”.

—Hijo de italianos. “HM” escuchó la aclaración que le pareció muy obvia.

—Emiro, rápido a esta dirección. –Le entregó una tarjeta en la que estaba escrita la dirección a

donde se realizaría el allanamiento.

Para “HM”, Emiro tenía la rara capacidad de desplazarse a gran velocidad sin que él pudiera

notarlo. Sufría de vértigo. Lo aterrorizaban las grandes alturas y la velocidad excesiva. Su sistema

vestibular era frágil. Y “HM” no hacía ningún esfuerzo por disimular el pánico que le provocaban

esas dos situaciones. Sin embargo, con Emiro ese desagradable fenómeno desaparecía. Le resultaba

muy útil. Le permitía llegar rápido a donde necesitaba sin sufrir alteraciones del ánimo que, en su

caso, podían provocar inconvenientes en el desarrollo de la investigación.

110
“HM” no hubiera podido precisar cuánto tardaron en llegar del edificio policial a la casa donde

debía realizarse el allanamiento. Descendió del automóvil y fue recibido por la brigada que

esperaba su orden para iniciar la penetración a la vivienda.

El mismo cerrajero de siempre esperaba a la puerta del domicilio de los ancianos. El puestero, el

testigo a partir de su declaración, estaba atento desde su boliche a los acontecimientos que se

estaban produciendo en ese domicilio. El barrio quedó en ascuas al enterarse del suceso policial que

estaba por producirse en la antigua casa de Camilo y Ana.

Duro Cosido estaba al llegar. Apenas fue notificado del allanamiento, una patrullero lo trasladó

rápidamente hasta el domicilio a allanar por pedido del “pequeño Troll”. Si “HM” lo convocaba,

era porque estaba seguro que lo que se descubriría en ese lugar estaba directamente vinculado al

quíntuple asesinato de las familiar Wherner Wherner.

“HM” dio la orden para que el cerrajero abriera la puerta que daba a la calle y luego la cancel. El

hombre no tuvo dificultades en abrir la primera puerta. No bien lo hizo, un raro olor avanzó por el

pasillo que había entre la cancel y la puerta de calle, y salió a la vereda impregnando los cornetes

del detective de manera fulminante.

“HM” identificó esa combinación de olores contrapuestos. Se trataba de una desorganizada mezcla

de perfumes y carne podrida. Todavía la putrefacción quedaba por debajo de los elixires que

parecían provenir de grandes y potentes sahumerios de los que se desprendía azahar, canela y

eucaliptos. “HM” estaba seguro que la elección de los perfumes no fue accidental.

El azahar se utilizaba para fortalecer vínculos, la canela para promover le pensamiento positivo, y el

eucaliptos para favorecer el desarrollo de una actitud optimista. Sólo un cínico de las cualidades del

señor Wilhelm Wherner podía haber elegido esos tres perfumes para que se mezclaran con el

inconfundible aroma de la putrefacción.

Fortalecer vínculos/pensamiento, positiva/actitud, optimismo. Esa era la combinación que Wil les

entregaba a los detectives para que estos, llevados por sus innatas capacidades para percibir el olor

111
de la muerte, dieran lugar a sus elucubraciones sobre cómo y por qué aquellos viejos habían muerto

de manera tan inusual.

El olor se hizo mucho más penetrante cuando el cerrajero logró abrir la puerta cancel. El hombre

sintió el impacto de la putrefacción en su propio rostro, como si una mano invisible lo hubiera

abofeteado. Una náusea profunda convulsionó su estómago y solo por amor propio evitó vomitar

delante de la comitiva policial.

—Salga a tomar aire –fue la orden que “HM” gritó desde la puerta de entrada. El hombre salió lo

más rápido que pudo y aspiró profundo el aire de la tarde temprana en ese barrio, hasta entonces,

tranquilo.

“HM” se dirigió a la comitiva.

—Cuando llegue Duro díganle que entre directamente.

Señaló a dos hombres para que ingresaran con él a la casa. Los tres hombres entraron lentamente al

vestíbulo.

La corriente de aire que se generó al abrir las dos puertas disipó un tanto el punzante olor que tornó

un poco menos potente pero más confuso. “HM” pudo sentirlo perfectamente. Una increíble

cantidad de sahumerios estaban sumergidos en distintos aceites aromáticos dentro de frascos todos

iguales, que echaban sus perfumes de manera inocente.

La casa estaba iluminada por la luz de la tarde. El vestíbulo era amplio y estaba ordenado. Dos

sillones, una mesa ratona, y sobre la pequeña mesa una maceta con una planta casi moribunda que

reclamó agua durante días y estaba al morir. Ese estado moribundo de la planta daba una idea de

que hacía tiempo que en la casa no había nadie que se ocupara de regarla.

Los frascos con aceites y sahumerios describían una curiosa filigrana que ornamentaba el ambiente.

A simple vista “HM” contó cincuenta frascos.

El vestíbulo derivaba en línea recta a un amplio patio y por una puerta a la izquierda, a un espacioso

comedor que también se notaba ordenado. Una fina capa de polvo cubría la mesa, el bahiut, un

112
amplio aparador y algunas chucherías dispersas por aquí y por allá. En ese ambiente no había

menos de cien frascos con su carga de aceites y sahumerios.

El comedor daba a una habitación. A medida que “HM” avanzaba por la casa, los olores se hicieron

más característicos, se bifurcaron en dos bastante definidos.

La habitación estaba vacía. La cama esta sin extender. Alguien de talla pequeña durmió en ella y se

marchó dejando la habitación sin ordenar. En la habitación, una hilera de frascos dibujaba otra

extraña filigrana de vidrio, sahumerios y perfumes.

De esa habitación se pasaba a un baño. El baño era amplio y muy antiguo. Sus artefactos eran

delicadas piezas de fabricación inglesa que ya no se encontraban con facilidad en el mercado local.

“HM” observó minuciosamente el baño. Fue ese el momento en que Duro se hizo presente. En el

baño no había perfumeros.

—El olor viene de allá –le dijo y señaló tras una puerta del baño. Por ahí se entraba en la habitación

matrimonial.

Abrieron esa puerta. El olor era espeso. El piso estaba tapizado de frascos llenos de los aceites de

azahar, canela y eucalipto. La mezcla con la carne podrida era insoportable. “HM” y Duro Cosido

cubrieron sus narices con sus pañuelos. Los dos agentes que acompañaban al detective parecían no

padecer el aroma de muerte que llenaba la habitación y buscaba salir por la puerta recién abierta.

El hallazgo era sorprendente. Dos cadáveres estaban sobre la cama matrimonial delicadamente

envueltos en un delgado y flexible film plástico. De manera regular, habían sido amarrados con una

cinta aluminizada del mismo tipo con que Wil aferró al cuello de sus víctimas las bolsas de residuos

con los que envolvió sus cabezas.

Incontables capas de ese film plástico envolvía los cuerpos completamente. El procedimiento había

sido realizado de manera cuidadosa. El plástico dejaba ver algo de la carne putrefacta. El encintado

comenzaba por los dedos de los pies y seguía a la altura del tobillo. Entre las rodillas y los tobillos,

varias vueltas de cinta ajustaban las piernas en medio del músculo sóleo y el gemelo interno. El

113
encintado se repetía a la altura de las rodillas y, seguido, a la mitad de los muslos. Al llegar a la

pelvis, Wil había creado con esa cinta una especie de pañal que ocultaba los genitales y los glúteos.

Del envolvimiento de la cadera pasó al pecho. Los senos de la anciana estaban brutalmente

aplastados. Las tetillas del viejo también estaban apretujadas bajo el encintado. Luego había

envuelto con la cinta toda la cabeza desde el cuello. No se podían ver los rostros.

Los cuerpos se correspondían con los de los dos ancianos. En algunos pliegues el film plástico

había cedido por los gases de la carne podrida. De ahí salía el persistente olor a podredumbre que ya

había infestado toda la habitación. Las larvas buscaban desesperadamente atajos para salir de la

mortaja plástica en la que estaban encapsuladas las víctimas.

A Wil ese procedimiento le debía haber llevado mucho tiempo. El tiempo, para el señor Wilhelm

podía gravitar dependiendo las circunstancias. Toda esa artesanal dedicación al homicidio,

demostraba que no tuvo preocupación de ser descubierto. “HM” estaba seguro que Wil descontaba

que alguien pudiera sorprenderlo en pleno amortajamiento de sus víctimas. Eso lo indujo a dudar de

la suerte de la “joven y bella amante”, la que describió el vendedor de diarios.

Allí no había rastros de una tercera persona. No se apreciaba desorden, a primera vista nada faltaba

de su lugar. Sólo la cama deshecha en la primera habitación por la que debieron pasar para llegar a

la alcoba del matrimonio asesinado.

De esa joven de la que les habló el diariero no había rastros.

“HM” no dudó un instante. Estaba seguro que esos crímenes también eran obra del señor Wilhem

Wherner. No podía por entonces dilucidar las razones, pero no dudó ni un momento de quién era el

verdadero responsable de esas muertes. Eso imprimía al caso un giro diferente. Wil se revelaba

como un verdugo “en operaciones”. Esas dos muertes escapaban al cuadro inicial de la

investigación. Ya no se trataba de su propia familia y de los entuertos y desavenencias con hijos y

esposa. Estaban frente a dos ancianos respetables de los que hasta entonces no se conocía vínculo

alguno con el amable profesor de psicología más allá de la descripción de una joven y bella

114
muchacha que habría acompañado a Wil en distintos momentos, tal como testificó el vendedor de

diarios.

Tanto Duro Cosido como el propio “HM” se sorprendieron al encontrar adherido al cuerpo del

anciano una nota en la que estaban pegados los números “dos” y “tres” separados por un guion, y en

el de la anciana otra con los números “uno” y “seis” formando el número “dieciséis”. Con recortes

de revistas Wil había escrito los cuatro números. Los detectives no comprendieron qué significaban

esos números.

Duro permaneció en la habitación donde los cadáveres. Por más que dio vuelta en su cabeza sobre

el significado de los números “dos” “tres” y “dieciséis” no les encontró sentido.

“HM” fue a la otra habitación, la más pequeña, en la que alguien había dormido en la cama. Difícil

saber cuándo había sido usada y por quién. Si los datos aportados por el diariero era correcto, en ese

lugar no había nadie con vida desde hacía por lo menos un mes. La marca de la cama sugería una

persona de talla más bien pequeña y liviana. El arrugue de las sábanas sugería un cuerpo femenino.

El olor, “HM” puso especial cuidado en sentir el perfume de las sábanas, pertenecía, sin dudas, al de

una mujer. Un cabello castaño claro de regular tamaño consolidaba la hipótesis de “HM”.

Duro Cosido podía asegurar a simple vista que, días más, días menos, los ancianos llevaban

muertos por lo menos cuarenta días. La autopsia revelaría la data real de muerte.

El misterio sobre el que sentaba sus deducciones “HM” era el de la joven de la que les habló el

puestero. De ella no había ningún rastro preciso. No había ropa de mujer joven, solo de la abuela.

Tampoco había adornos, bijouterie, perfumes, cosméticos, nada que una joven mujer pudiera usar

para embellecerse.

Los equipos forenses revisaron la casa minuciosamente. Todo fue fotografiado y filmado luego de

retirados los cadáveres que serían sometidos a la autopsia en la morgue judicial. El mismo Duro se

encargaría de la necropsia. Se buscaron huellas dactilares y ADN tratando de identificar a la posible

115
víctima o victimarios. ¿Era esa muchacha desaparecida la cómplice del señor Wilhelm Wherner? ¿U

otra víctima?

Por alguna secuencia en los crímenes “HM” se convenció que Wil no tuvo cómplices, solo víctimas.

No lo podía probar, y de solo mencionarlo a sus jefes le hubiera valido una total descalificación. Las

jefaturas habían entrado en una dinámica en la que todo crimen que se denunciara sería atribuido

“al monstruo de la mansión Wherner”.

Esos viejos habían sido asesinados por algo que no alcanzaba a comprender y ese doble homicidio

lo hizo sospechar que la supuesta amante del señor Wilhelm había corrido la misma suerte de ellos.

Wil debió decidir en algún momento que no solo se haría cargo de su odiada familia. No solo se

apropiaría de la riqueza de María Angélica, no solo se libraría de sus hijos y su detestada esposa,

sino que cometería varios crímenes para desafiar la inteligencia de todo el sistema policial. Él

estaba en total dominio de la situación. Crímenes largamente planeados. Crímenes minuciosamente

trabajados. Todo estaba en los detalles. Wil aparecía como un gran detallista y eso lo hacía un

adversario formidable.

Estaban ante un doble crimen horrible pero del que resultaba difícil hallar explicación. El

envolvimiento de los cuerpos revelaba justamente el deseo de aparecer litúrgico, practicando un rito

criminal. Ese envolvimiento mostraba un regodeo en la muerte de dos ancianos que de ningún modo

podían haber resultado un estorbo y menos un peligro para el señor Wilhelm Wherner.

“HM” dedujo que los números “dos”, “tres” y “dieciséis” eran pistas que Wil les otorgaba a los

investigadores para que lo siguieran a donde él deseaba llevarlos. ¿Esos cuatro números “dos”,

“tres” “uno” y “seis” proponían un sentido a los siete (¿u ocho?) asesinatos o solo era una burla con

el mero propósito de desorientar a los detectives? Chiches y abalorios, como los que depositó en las

cinco tumbas de su familia bajo el cobertizo de la mansión Wherner Wherner. Números y juguetes

viejos. “Dos”, “tres”, “uno”, “seis”, cuna-triciclo-camión-caja-maceta. ¿Dos acertijo o solo uno que

empezaban a fusionarse?

116
¿Wil jugaba con ellos o la propia atracción que generaba el desafío lo hacía entregar pistas

verdaderas para que al aproximarse cada vez más los detectives él gozara orgásmico con la

dimensión de sus asesinatos?

117
XX

Fue una corazonada. Ni se le ocurría pronunciar esa palabra delante de sus jefes. Una corazonada

era equivalente a una “estupidez”. Pero “HM” tuvo una corazonada y no se sentía para nada

estúpido.

Mientras viajaba rumbo a la central llamó a López. Le preguntó varias veces por su investigación,

sobre esas alumnas que habían abandonado el colegio en el que Wil dictaba clases.

López confirmó sus sospechas. Las dos alumnas, tanto aquella que hacía cuatro años había dejado

la institución sin explicaciones, como la que hacía algo más de dos meses había abandonado el

colegio, tenían al momento de su desaparición dieciséis años. ¿Podía ser esa la clave del número

pegoteado en la nota adherida al plástico que envolvía el cadáver del anciano? Entonces ¿qué

significaban los números “dos” y “tres”.

Preguntó por los nombres. María Betania se llamaba una, y la otra Celeste. López estaba

verificando si en alguna dependencia policial había en curso una investigación por pedido de

paradero de dos menores de dieciséis años, una ocurrida hacía cuatro años y otras hacía poco

tiempo. Aunque un caso era ya algo antiguo, a veces esas desapariciones no solían archivarse con la

expectativa de que aparecieran pruebas que ayudaran a resolver el caso.

López aseguró que en su investigación surgió un nombre que, hasta entonces, no significaba nada o,

al menos él, no encontraba conexión con el caso de los múltiples homicidios. El nombre era

“Luana”. Una alumna habló de ella pero sin dar mayores precisiones. Lo hizo como quien habla de

un personaje de novela, no un fantasma, no una entelequia, alguien real, alguien que imprimió a su

vida un giro fenomenal de amor, de locura, ¿de muerte? Cómo saberlo por entonces.

“HM” le pidió que buceara en ese dato.

Luana. Repitió para sí varias veces el nombre. Luana. Luana.

—Emiro… –“HM” llamó la atención del chofer.

118
—¿Señor?

—¿Le dice algo el nombre Luana?

—¡Tengo una sobrina a la que le pusieron ese nombre!

—Qué casualidad. ¿Sabe por qué la bautizaron así?

—Ni idea, señor. Pero puedo preguntarle a mi hermana que siempre anda inventando boludeces.

“HM” se sintió sorprendido por el juicio de Emiro.

—No sería este el caso –respondió tratando de justificar a la madre de la sobrina del chofer.

Emiro se encogió de hombre.

—Yo me entiendo. Espere que le pregunto.

Por el altavoz del celular se escuchó con claridad la voz de una joven mujer quien dijo “intuitiva,

honesta y de carácter fuerte”. Luana. Luana. “HM” repitió el nombre varias veces como si en esa

repetición pudiera aparecer la clave de lo que realmente significaba e importaba el nombre “Luana”.

La explicación de la hermana de Emiro no le sirvió. Él conjeturaba que no era ni “intuitiva, honesta

y de carácter fuerte” el significado del nombre que descubrió López.

Volvió sobre los dos nombres que tenía anotados en su libreta de crímenes, Camilo Lu Dinello el

del hombre y Ana Ustirea el de la mujer. En ese instante se produjo una sinapsis perfecta. “Dos” y

Tres”. “Dos” primeras letras del apellido del anciano, “tres” letras del nombre de la esposa.

El nombre en clave era “Luana”. Entonces ¿Luana era, en realidad, María Betania? ¿Luana/María

Betania la joven amante del señor Wilhelm Wherner? Si María Betania y Luana era la misma

persona, la hija o nieta de Camilo Lu Dinello y Ana Ustirea de las que le habló el puestero ¿quién

era Celeste y cómo entraba en la historia?

La sinapsis de su descubrimiento no se detuvo en esta primera conclusión. Un simple llamado

telefónico terminó por completar el cuadro.

“HM” le reclamó a sus jefes datos de la no-investigación del idiota de Stultus. No hubo dudas. La

joven desaparecida de una fiesta de cumpleaños, alumna del cuarto año del colegio en el que el

119
señor Wilhelm Wherner dictaba cátedra de la materia “Psicología”, se llamaba “Celeste”. “HM” no

tuvo duda alguna que la tal “Celeste” era alumna del señor Wilhelm. Estaba dispuesto a apostar que

esa jovencita que había desaparecido de su hogar hacía más o menos el mismo tiempo que el propio

Wil había desaparecido, era la verdadera amante del brutal homicida.

“HM” se convenció que pronto debía aparecer otro cadáver, el octavo, el de Luana/María Betania.

Lo que no podía explicarse, y no podría sorprendido por su propia muerte, sería la razón de ese

crimen. En su pequeña libreta de muerte dejó anotado que el señor Wilhelm Wherner estaba

disfrutando sus crímenes y su renovado amorío con una jovencita que tenía la edad aproximada de

su propia hija muerta.

120
XX

Stultus tenía abandonado el caso de “Celeste XXX” (su apellido se prefirió mantener en secreto).

No dejó de repetir en cuanta oportunidad se le presentara, que “la pendeja se rajó y debe estar

cogiendo por ahí”. Así hacían, según él, “todas las pendejas putas, porque todas las pendejas, son

putas”. Una lógica misógina que lo auto eximía de toda investigación verdadera. Luego, el

detective se propuso dejar que el caso se cerrara por “falta de evidencias esclarecedoras”.

La mayoría de las veces las desapariciones de mujeres no merecían ninguna investigación

verdadera. La intervención de “HM” hizo que el caso de “Celeste XXX” tomara una dirección

inesperada. Stultus fue desplazado de la investigación y toda la información pasó a incorporarse a

los expedientes de los asesinatos de la familia Wherner Wherner. Allí también se acopiaron todos

los informes del doble (¿o triple?) crimen de la familia Lu Dinello-Ustirea y su hija y/o nieta, María

Betania, apodada Luana, nombre en clave con que la pareja del profesor y la alumna encubrían su

relación amorosa.

“HM” comprendió que Wil elegía como amantes solo niñas de una edad determinada. Dieciséis

años era la edad de Dafneé cuando fue asesinada. Las edades de los hijos eran: Antoine 18, Baptiste

17, Dafneé 16 y Cédric 14.

En Luana/María Betania antes, y en “Celeste XXX” ahora, Wil depositaba su perversión sobre la

propia hija.

El señor Wilhelm era un asesino sin el menor atisbo de improvisación. Nada de hilos sueltos, nada

que no tuviera una razón y un fin determinados.

“HM” dedujo que de haber abusado de su hija hubiera echado a perder todo su trabajoso plan.

Dinero y libertad, no podían ser arriesgados por una perversión, incluso por la más fuerte de ellas.

Hay muchas maneras de satisfacer una aberración. Razón por emoción, planificación por

121
satisfacción. Le tuvo que dar la razón a Emiro, el dinero, la posesión, está por encima de todo otro

goce.

No había modo de satisfacer el oscuro deseo de poseer el cuerpo de Dafneé sin arruinar todo lo

planeado, así que ese deseo se completó en el cuerpo de otras jóvenes y bellas muchachas.

Cierto que Dafneé era muy hermosa, de incomparable belleza. “HM” apreció algunas fotos de la

encantadora muchacha que le proporcionaron sus abuelos. Conoció los testimonios de vecinos,

amigos, compañeros de estudios, profesores. En la iglesia le mencionaron sobre la belleza

“angelical” de la Dafneé, y “HM” comprendió que a Wil llegaron esos mismos comentarios los que

excitaron su morbo. Desde que Dafneé dejó la infancia, entró en la primera adolescencia y tuvo su

primera menstruación, los sentimientos del señor Wilhelm cambiaron radicalmente.

“HM” dedujo que era probable que fue en el momento en que se produjo la menarca, que Wil dejó

de ver a Dafneé como su hija, y que la única manera de disfrutar el cuerpo de su hija era espiándola.

Ordenó a sus subordinados una nueva requisa de la mansión Wherner. En esa oportunidad debían

concentrarse en hallar mirillas, aberturas, alguna forma de poder observar a quien estaba en el baño

del primer piso, el del lujoso jacuzzi, sin que la víctima pudiera darse cuenta.

Esa hipótesis llevó a “HM” a concluir que la verdadera razón por la que Wil arrancó los ojos de su

esposa era porque ella debió percatarse de algo anormal de parte de Wil en relación a Dafneé. Esa

mirada de madre debió seguirlo a todos lados, atenta la mujer a las confusas señales que le llegaban

tanto de parte de su esposo como de su propia hija. Cualquier mujer comprende al instante una

mirada. Si es paternal, benévola o cargada de deseo sexual.

No tenía modo de comprobar esta hipótesis, pero era la única que empezaba a darle sentido a los

crímenes y al particular tratamiento del cadáver de la niña. El vestido de novia, la corona de

laureles, el cadáver sin ablaciones que arruinaran tanta belleza. Dafneé murió de un paro

cardiorrespiratorio probablemente a consecuencia de la alta dosis del barbitúrico que suministró a la

muchacha o que su metabolismo no toleró.

122
“HM” solo trató esta hipótesis con Duro Cosido. El gran forense no aprobó ni desaprobó la teoría

de su amigo. Observó, sí, que sus jefes rechazarían de cuajo esa proposición. No hay abuso sin

abuso, tan simple como dos por dos es cuatro. Demostrar el delirio no consumado de un perverso

era tan abstracto como debatir el sexo de los ángeles. Pero a él también le agradó la teoría porque

era la única que empezaba a darle sentido a los primeros cinco homicidios.

¿Y qué decir entonces de Camilo Lu Dinello y Ana Ustirea? ¿Y qué, de comprobarse el de María

Betania tal y como sospechaban tanto “HM” como Duro Cosido?

“HM” creía que esos tres crímenes que Wil había cometido, fueron para demostrar que su

inteligencia criminal era muy superior a la de cualquier detective al que asignaran a su caso y, de

paso, acabar de manera definitiva con todo lo que lo vinculara a su pasado. Vida nueva, amante

nueva.

No estaba para nada errado, lástima que nunca llegaría a demostrar su proposición.

Una noticia convenció aún más a “HM” de sus deducciones. En una comisaria que no tenía ningún

vínculo con la investigación, un vecino radicó una denuncia por un “viejo automóvil Volkswagen

Gold negro” abandonado hacía más de un mes. La denuncia la hizo un hombre quien al ver la

imagen del señor Wilhelm por televisión, creyó recordarlo como al que estacionó ese auto frente a

su domicilio.

¿Por qué tardó más de un mes en denunciar el abandono del automóvil? El vecino no le dio

importancia hasta que vio la foto del señor Wilhelm en los diarios y en los noticieros de la

televisión. Pero de eso habían pasado más de treinta días porque el hombre no leía los diarios, ni

solía mirar los noticieros de la televisión “que lo deprimían con sus malas noticias”.

¿Wil era el hombre que manejaba ese viejo Volkswagen negro? No podía asegurarlo, pero lo

recordaba con ese aspecto jovial, elegante, distendido, el hombre de la foto que se difundió por

todos los medios, y eso lo inclinó a convencerse de que, en efecto, era quien dejó ese automóvil

estacionado a la puerta de su casa.

123
Cuando se cotejaron los datos de la patente que el vecino había copiado para denunciarla, se supo

que el auto pertenecía a la familia Wherner Wherner. Su título de propiedad estaba a nombre de

María Angélica Wherner Wherner, una cédula azul estaba a nombre de Wilhelm y otra a nombre de

Antoine.

“HM” envió a López al lugar donde se hallaba abandonado el Volkswagen. ¿Podría haber alguna

prueba dentro del automóvil? No lo creía. Pero su hallazgo iba completando el rompecabezas de los

asesinatos y posterior fuga del señor Wilhelm. “HM” le reclamó a López cuidar la evidencia hasta

que llegara Duro Cosido quién supervisaría el peritaje del automóvil.

La autopsia de los cadáveres de los dos ancianos arrojaron similares resultados a la de los hijos y la

esposa de Wil. Ambos fueron drogados con el mismo narcótico que Wil usó contra su familia. En

los viejos, sin embargo, Wil no había efectuado mutilaciones.

En simultáneo se confirmaron las identidades. Se trataba sin lugar a dudas de Camilo Lu Dinello y

Ana Ustirea, los dos mayores de setenta y cinco años quienes tenían una hija adoptiva de nombre

María Betania.

Las pruebas de ADN no arrojaron nuevos evidencias. Solo hallaron en la casa los ADN de los dos

ancianos. El cabello encontrado en la almohada de la cama en la otra habitación no coincidía con

los de Camilo y Ana. Pero no pertenecía a una mujer. Por entonces no se podía determinar a quién

pertenecía.

La casa de los ancianos parecía haber sido limpiada con total esmero. Como no se encontró ni el

cepillo de dientes de la muchacha, ni su ropa de vestir o de interior, no se pudo obtener ni una

pequeña muestra de su ADN. Tanto esmero en la limpieza no le pareció un accidente, sino otro

metamensaje del señor Wilhelm a los detectives.

“HM” tuvo otra corazonada. Ni qué decirlo, pero logró que su jefatura consultara con los padres de

“Celeste XXX” si la muchacha era su hija biológica o adoptiva. La respuesta no lo sorprendió,

124
“Celeste XXX” era hija adoptiva. No conoció a sus padres biológicos pero sí supo que su madre la

abandonó en la puerta de un hospital estatal.

Aunque no tenía el dato sobre la adopción de Luana/María Betania, conjeturó que debía ser similar

al de “Celeste”.

Wil había refinado su elección de manera siniestra. Jóvenes hermosas, seguramente vírgenes al

momento de enamorarse del elegante y romántico profesor, de dieciséis años de edad, adoptadas.

Los vínculos de esas muchachas abandonadas por sus padres biológicos eran todo lo frágil que Wil

sospechaba y necesitaba para cumplir sus perversiones. “HM” logró penetrar a un más en la mente

criminal del señor Wilhelm Wherner. Fue recorrer un raro y oscuro ducto entre la vida y la muerte.

Si se hubiese decidido a recorrer todo el nervio criminal del señor Wilhelm era probable que se

hubiera topado con el noveno círculo, el último descrito por el Dante y su destino hubiera sido

diferente. Pero eso es solo una simple especulación.

López llegó a la dirección en donde estaba estacionado el automóvil de la familia Wherner

Wherner. Su primera decisión fue dirigirse directamente al baúl. Un pequeño goteo le dio la pauta

de lo que estaba a puto de descubrir. Ordenó al personal forense abrir el baúl del viejo Volkswagen.

Apenas la tapa cedió a la fuerza de las palancas, un hedor nauseabundo golpeó a los investigadores

como un azote formidable.

Un cadáver prolijamente envuelto en papel film como el de Camilo y Ana, estaba dentro de una

bolsa transparente. Parecía una bolsa para materiales de la construcción, un plástico grueso y firme

que rodeaba un cuerpo decapitado y al que le faltaban las manos.

Para López, también para “HM”, se trataba del octavo cadáver, la hija de los ancianos asesinados.

La decapitación así como la amputación de las manos por encima de las muñecas, demostraba que

el señor Wilhelm estaba dispuesto a llevar su desafío a un nivel no habitual para los detectives. Era

como si les dijera “hago lo que quiero y ustedes no pueden detenerme”.

125
La noticia del nuevo hallazgo corrió como agua entre los dedos. Si el quíntuple crimen de la familia

Wherner Wherner había conmovido a toda la sociedad, los nuevos hallazgos provocaron una

conmoción nunca antes vista. Wil podía darse por satisfecho. Había consumado ocho homicidios y a

pesar de tener tras de sí a todo el sistema policial abocado a su búsqueda y captura, lo único que las

autoridades podían exhibir eran sus atrocidades.

“HM” estaba muy desesperanzado. Fue esa novedad la que casi lo convenció de que el temible

señor Wilhelm Wherner se saldría con la suya.

126
XXI

Los dedos de Baptiste eran hermosos. Largos dedos, finos, que terminaban en una yema perfecta y

unas uñas que parecían cinceladas por un escultor.

Los dedos hermosos llaman la atención de todas las personas. Pueden otras partes del cuerpo pasar

desapercibidas, pero las manos tienen su propia atracción. ¿Serán sus movimientos? ¿Será esa

manera única de explicar en gestos palabras difíciles, hechos complejos que aveces el lenguaje no

encuentra el mejor modo de describir?

Wil adoraba las manos de su hijo. Las envidiaba como a pocas cosas. Se había jurado que debía

encontrar el modo de compensar que Baptiste tuviera manos y dedos perfectos y él apenas unas

manos rechonchas de dedos tubulares de aspecto de tubérculos. ¿De quién había heredado Bap esas

manos de pianista o de cirujano?

María Angélica tenía manos vulgares. Dedos gordos en su base y demasiado finos en la última

falange. Las uñas largas pero irregulares. Eso no resultaba de la anatomía de las uñas, sino del poco

cuidado que Mary les daba. Si bien ella era pulcra, cuidaba su figura y atendía su vestuario, no

hacía lo mismo con sus manos. Menos con sus uñas. Y eso a Wil lo enardecía. Claro que él siempre

supo disimular sus verdaderos sentimientos.

El colmo de su furia contra Mary llegaba cuando las manos de madre e hijo se unían en caricias.

Eso sí que el señor Wilhelm no sabía como soportar. Era tan tan evidente el contraste de esas manos

varoniles de dedos largos, finos, hermosos y las manos femeninas de aspecto vulgar de Mary, con

las uñas pintadas con colores chillones, los mismos que usaría una madama para hacerse notar en

los burdeles.

El señor Wilhelm le hubiese confesado a “HM” que nunca previó amputar los dedos de Baptiste. Tal

vez no le hubiera dicho qué pensaba hacer con el cuerpo de su hijo, pero podía haber jurado que no

planificó amputar sus diez dedos.

127
¿Vaciar las cuencas de los ojos de Mary? Sin duda alguna que planificó esa flagelación hasta en sus

detalles. ¡Lo imaginó tantas veces! Una filosa y pequeña cuchara que él mismo moldeó para la

ablación, penetrando por debajo del glóbulo ocular en la órbita de cada ojo hasta alcanzar el fondo y

cercenar sin apuro los tejidos. Disfrutó por anticipado el desgarro de las fibras colágenas de la

blanca esclerótica, el fatal destello de la retina en el caos químico y eléctrico que la brutal ablación

lograba enardeciendo el nervio óptico hasta su infausto colapso.

Pero esa ideación no hallaba su explicación en una personal venganza, –sentimiento viril sin

competencia alguna según Wil–, sino que era la merecida respuesta a la persecución a la que su

esposa lo sometía con sus miradas. Miradas que lo confundían y extenuaban. Ya lo había explicado.

Esa observación gélida que mutaba hasta adquirir el aspecto de un cuervo digno de Poe y su cruel

asedio, era su absolución de toda posible condena. Esos ojos llevaban en su naturaleza su condena.

¿Amputar los genitales del andrógino Cédric? Lo merecía y por ello lo planificó serenamente.

Cédric era apenas un pequeño e insatisfecho gay, muchacho desquiciado que oscilaba entre la

androginia y la asexualidad pendulando entre un extremo y otro como si eso lo divirtiera. Wil

detestaba esa pseudo feminidad con la que su hijo encubría su torcida personalidad.

¿Cómo apreciar a un varón que juega a ser mujer sin decidirse a cumplir su fantasía? Wil llegó a

cuestionarse qué era lo que más detestaba de Cédric, si su androginia o su falta de resolución para

adquirir aquello que insinuaba desde que era bastante pequeño. Ese ensayo monoico que era su hijo

(alguna vez se cuestionó si él era el verdadero padre del muchacho), no acaba de mutar. Era una

crisálida en permanente indefinición, una promesa de cambio nunca realizada. Por eso decidió

arreglar por propia mano esa imprecisión atormentadora.

Deslenguar al hablador de la familia había sido un exacto castigo. Puestas las decisiones que tomó

aquella noche en una balanza ideal, de todos las ablaciones la de la lengua de Antoine era la más

justificada. El castigo justo para un charlatán entrometido.

128
La amenaza del primogénito aquella tarde en la casa de los ancianos padres de Luana/María

Betania, fue un desafío intolerable. Recordaba cada palabra que fue pronunciada por el entrometido

de Antoine, “esta noche vamos a hablar muy seriamente”. Luego en francés se repetía la amenaza

“ce soir nous allons parler très sérieusement”. Y era era un aguijón que lo desesperaba. “Ce soir

nous allons parler très sérieusement”

¿Y quién era, después de todo, ese adolescente presumido para hablarle de ese modo a su propio

padre?

Wil entendía que los jóvenes había extraviado el sentido del respeto por sus mayores. Ni hablar en

relación a quien le había dado la vida. Sin su esperma, solo quedaba un óvulo que en un breve paso

del tiempo no sería más fecundo que un huevo de gallina hervido durante algunos minutos. El

secreto de la vida radicó en la calidad de su esperma, en su vitalidad, en su originalidad primordial.

Explicarle eso a un lengua larga hubiese resultado inútil. Hizo lo que cabía. Le arrancó la lengua

desde su nacimiento. Luego de desnudarlo, embolsó su cabeza y lo mató. Fue entonces que los

acontecimientos adquirieron no solo la proporción que correspondía, sino que entraron en

consonancia hechos y deseos. Aspiraciones y realidades.

Pero amputar los dedos de Baptiste no lo pensó sino hasta el momento mismo de la ejecución. Al

desvestirlo, las manos del muchacho revolotearon con vida propia. Iban de aquí para allá,

impúdicamente señalándolo de tal modo que hasta parecían cifrar en sus movimientos un mensaje

en clave morse. ¿Qué diría ese mensaje? Seguramente –y así pensó Wil–, sería una valoración muy

despectiva de su patética paternidad. “¡Maldito padre!”, pudo ser el recado. O “maldito asesino”.

Hasta el propio Wil dio por atendible el reproche de las manos de Baptiste.

La decisión más extraña fue la de decidirse por una herramienta. Wil las tenía todas. Alicates,

tenazas de todos los tamaños, tijeras de podar tenaces y poderosas, sierras, y una corta hierro, una

corta cadenas, que Wil compró sin saber entonces qué utilidad podría darle. En las diez

amputaciones justificó el gasto que hizo por ella y que no fue poco.

129
Lo que más sedujo a Wil fue el ruido de cuando los finos huesos de los dedos se partían, se

cortaban, ante la poderosa presión de la pinza corta cadenas.

Wil había ensayado con tiras de hierros y hasta en alguna oportunidad sacrificó un candado para

saber cuánta fuerza debía hacerse para quebrar la resistencia del hierro o el acero. Pero eso no se

comparaba a los frágiles huesos de los dedos de las manos. Eso estaba en una dimensión imposible

de comparar con el corte de una barra de hierro oxidada. Pudo sentir el modo en que los huesos se

estrujaban, esponjosos, livianos, llenos de cálida sangre y recubiertos de carne, nervios, diminutas

venas y arterias y una pálida piel. Eran dedos vírgenes de trabajos pesados, sin una callosidad que

alterara el valor de una caricia sobre la piel nueva de una muchacha metida en amores.

Wil grabó en su memoria el sutil sonido del corte de los músculos de la eminencia tenar de sus

pulgares. En la base de los metacarpios la ruptura sonó como una vieja cuerda de violoncelo que se

cortó lentamente al frotar de un arco rudo cuando una sonata de Johannes Brahms.

Músculo oponente, músculo del pulgar, vaina del tendón, lumbrical de la mano, vaina sinoviales,

oponente del meñique, huesos del carpo, metacarpios, metacarpios, pieles y uñas, falanges,

falanges, falanges. Metacarpios. Metacarpios. Poética de la amputación. El horror en rima

consonante, perfecta. Así la definió Wil cuando acabó su empresa.

El aspecto al que habían mutado las manos de su hijo pudo haberlo sorprendido, pero el señor

Wilhelm se había preparado para ello. Guardó los dedos en una caja de marfil pero, en un primer

momento, no se decidió qué hacer con ella. Wil explicó ese sentimiento como aquel que embarga a

alguien que encontró un tesoro sin proponérselo. ¿Debía conservar esos recuerdos? No se apuraría

por nada del mundo en tomar una decisión. Debía pensar en sus perseguidores y solo cuando

concluyera qué era lo mejor para ellos, es que resolvería que haría con todos los órganos que había

removido de cada uno de los integrantes de su propia familia. Wil no era un obra de decisiones

precipitadas. Tiempo, reflexión, paciencia. Tres cualidades que había aprendido a practicar lo largo

de su vida. Tiempo al tiempo. Esa era todo su secreto.

130
XXII

Chiches y abalorios dentro de las tumbas y sobre ellas. ¿Cuánto de mensaje? ¿Cuánto de broma?

Wil tenía a su merced el tiempo y las formas del crimen. Los modos de la muerte estaban de su

lado.

Elaboró anticipadamente cada mensaje y cada divertimento. El arte de discernir qué de qué quedaba

del lado de la tropa detectivesca. Si no les daba el ingenio podían buscar su destino en un par de

cartas del Tarot. Hasta les podría decir cuáles. Una atención de un verdadero caballero. El

homicidio múltiple no está reñido con la caballerosidad.

Cavó, cavó y cavó hasta que alcanzó el ancho, el largo y la profundidad esperada. Supo de la vecina

curiosa pero ello nunca alteró su pulso. Vecina más, vecina menos, los acontecimientos no se verían

alteradas por el ejercicio de la curiosidad y la chismografía.

Luego de cavar las cinco tumbas se sintió aliviado. Terrón sobre terrón la tierra se asociaba a su

capricho. Bajo la tierra blanda los muertos abandonarían para siempre toda esperanza verdadera. La

posible venganza de los muertos se disiparía como el banal humo de un cigarrito importado.

Pala-Pala. Invocando al hundir en la húmeda tierra la pala al arcano decimotercero. Para abrir la

tierra en cruz a la medida exacta solo la pala por acertada compañía. Cementerio-cripta-mausoleo.

Muerte en familia. La familia que cobija vida y muerte.

El señor Wilhelm broma o mensaje debió dejarles la carta del Tarot a la vista para que los detectives

salieran de lo profano aunque más no fuera por un instante. Él se sentía con su esqueleto rosado.

Todo lo humano se concentraba en su naturaleza primigenia. Unas manos y una cabeza eran parte

del tesoro. Eso daba un completo sentido a todos los sucesos. Ojos para ver el futuro. Dedos para

acariciarlo. Sexo para disfrutarlo. Lengua para mencionarlo. Cabeza y manos vitales. De eso modo

la vida cobraba un sentido como no lo había tenido hasta entonces. Vitalidad y expresividad.

131
Pala-Pala. Cementerio-cripta-mausoleo. Luego cuchara-tenaza-filo-hálito, y algo de fuerza bruta. La

suficiente. A partir de los logros, huir-huir a la nueva vida. ¿Quién podría impedirlo? El señor

Wilhelm sabía que nadie y por ello tomó un seguro recaudo. Hombre precavido desde que tuvo

conciencia real, no dejó nada librado al azar. No improvisar. No dejarse llevar por el deseo, por una

emoción por más potente que se presentara. Se puso a prueba una y otra vez con la propia Dafneé.

Evitarla fue la consumación de su propia gloria. Eso lo ponía a la altura de los hombres nacidos

para perdurar a pesar del paso del tiempo.

Wil no respetaba a los investigadores hasta que llegó “HM”. ¿Tenía noticias de él? Y si las tenía

¿cómo las había obtenido? Wil no revelería detalles. La discreción también hace al asesino.

Cuando decidió qué colocaría dentro de cada tumba junto a cada cadáver, no contaba con la

presencia de un afamado detective resuelve-todo-lo-que-le-pidan. Eso vino después y fue bien

advertido.

No se podía negar que algo de razón tenía su franca subestimación del trabajo policial. Tres, ¡tres!

comisiones policiales no fueron capaces de detectar cinco, ¡cinco! tumbas. Hubo que rascar el fondo

de la olla del ingenio policial y llevar a “el pequeño Troll de mierda” a la escena del crimen. Y con

él a Duro Cosido. El forense entre forenses de aparente rudeza como lo decía su nombre.

“HM”, apenas vio el cobertizo bajo la loza del piso del palacete, sintió la muerte en su simétrica

distribución. Chiches en la superficie y abalorios en los enterramientos. Los otros “detectives” no

hubieran descubierto nada sino hasta bien entrado el año.

El Señor Wilhem había decidido hacía tiempo con qué señalaría cada tumba. Recuerden: Wil no

llevaba diario alguno ni hacía anotaciones. Todo estaba registrado en su memoria la que, por otra

parte, era excelente.

Wil podía repetir fragmentos enteros de libros de psicología, filosofía, poesía, cuentos. Todo

Baudelaire. Todo el Dante. Increíble.

132
Eso deslumbraba a su auditorio el que muchas veces asistía asombrado al comprobar la exactitud

con que Wil repetía línea tras líneas escritos de autores tan diversos como desconocidos para los

adolescentes.

“HM” revisó hasta el último rincón de la mansión en busca de alguna evidencia y, en especial, de

algún escrito que le aportara pruebas en su investigación. Pero Wil no llevaba ningún registro

escrito de sus acciones criminales. Siempre consideró que hacerlo sería muy peligroso. Y eran muy

pocas las anotaciones de asuntos triviales, como qué comprar para la cena o a qué hora volvería a

casa.

¿Por qué se comportaba de ese modo? Porque entendía que estaba rodeado de enemigos. No por los

detectives. Por la familia. El entorno. ¿Exageraba? No lo consideraba de ese modo. Los ojos de

Mary eran sus enemigos. Las palabras de Antoine eran una proclama enemiga. Cédric era la

enemistad entre el ser y el no ser, la lucha inacabada entre lo que la naturaleza ha brindado y lo que

el capricho se empecina en modificar. Baptiste era el sortilegio de una anatomía envidiable. Y

Dafneé era su perversión irrealizable y en ello su tormento definitivo. Desear y no poseer.

Enemigos. Enemigos. La biblia se lo había enseñado por el opuesto. “Amad a vuestros enemigos,

haced bien a los que os aborrecen”. Tonterías. “Bendecid a los que os maldicen”. Tonterías. “Orad

por los que os calumnian”. Tonterías. La Biblia le dio la pauta a su conducta. “Odiad-aborreced-

maldecid-calumniad”.

Pero no sólo pesó en su decisión de no dejar nada escrito sobre su acción homicida el considerarse

rodeado de elementos hostiles. Se precavió de la excesiva confianza. Su lucha contra la soberbia la

libró palada a palada. “Mas la persona que hiciere algo con soberbia, así el natural como el

extranjero, ultraja a Jehová; esa persona será cortada de en medio de su pueblo”.

Podía perder de vista un detalle, equivocar un razonamiento, juzgar de manera equivocada el

comportamiento de los detectives que irían tras él luego de descubrir los cinco homicidios. Un

escrito, incluso el menos importante, podría ser usado como prueba vital para incriminarlo y, así

133
calculaba, si por “desgracia”, era atrapado, debía pasar por idiota y no por un insensible asesino. Y

podía ser traicionado. Precaverse hasta de la propia sombra.

Si ocurría elegiría. Entre la cárcel y el loquera ya había elegido el loquero. Tiempo más, tiempo

menos, de allí escaparía, de ello no abrigaba ninguna duda. Pero en la cárcel, no podría lidiar con

una banda de sádicos decididos a disfrutar la humanidad de un aristócrata que asesinó nada más y

nada menos que a sus propios hijos. Ese crimen en la cárcel se pagaba al contado.

No saldría jamás vivo de ese antro. Si algo hacía fracasar el éxito de su plan, el pasar por un idiota

desquiciado era la única alternativa válida. Así que nunca escribió ni una sólo palabra de todo lo que

pensaba hacer contra los cinco miembros de su familia y los padres de su joven amante y su propia

amante.

Entonces, la elección de cada objeto para señalar cada tumba fue muy meditada. El asunto era “el

símbolo”. Los símbolos son muy importantes incluso para los criminales. El símbolo debía ser

comprendido como metáfora del crimen, o más aún, debía ayudar a captar el crimen en toda su

naturaleza.

¿Cómo decidir cuál era la primera tumba? Primer acertijo. Visto de un lado, la primera tumba era la

de Dafneé, pero visto del opuesto, la de Cédric. Si desde la derecha, mirando hacia el frente de la

propiedad, la de Antoine, si desde la izquierda, la de Baptiste.

Las tumbas giraban en simetría alrededor de un centro matriarcal. Madre-Matria-Matriarcado.

En el centro la maceta oblonga. Una forma oblonga en el centro del cementerio-cripta-mausoleo.

Corazón de madre. Matria y elipse. María Angélica adquiría su dimensión de gran bulbo. Sus

estrellas la rodeaban por donde se mirara la materia oscura de la muerte.

Cuna y triciclo de un extremo al otro. Lana-paja-tela, yacija del bebé en un año definitorio. El

comienzo, madre-matria-matriarcado. Luego la cuna, donde yace el bebé. ¿El triciclo? Tres. Círculo

(rueda). Tres y no cuatro. El capricho de Mary transformó una trilogía en una cuadrado imperfecto.

¿Podría alguien entender el real significado de esa metáfora? Wil lo dudaba.

134
La cuna fue el comienzo pero la trilogía fue alterada.

A un lado del bulbo materno, un camión de madera lleno de piedras. Canto rodado negro y brilloso.

Alfonso y Zunilda le dijeron a “HM” que ese fue un juguete que compartieron todos los hermanos

aunque Antoine siempre lo consideró de su propiedad y fue motivo de peleas a veces brutales entre

ellos. Antoine el primogénito, el que decía amenazas a la puerta a la que no debió nunca hacerse

presente.

Antoine era “mezquindad”, “apropiación”. Esto es mío, esta es mi propiedad, mi pertenencia. Quien

quiera obtenerlo será apedreado. Será sepultado por piedras. He ahí la amenaza.

En su opuesto, una caja vacía. Así se lo informaron los peritos a “HM”. “¿Vacía?” Preguntó sin

poder salir de ese estado de sorpresa en la que lo sumió la noticia. Vacía. No lo esperaba.

Totalmente vacía fue lo que informaron y por escrito. Duro Cosido se lo repitió varias veces. Vacía,

vacía, vacía. Se equivocó. Debió pensar del mismo modo que Wil, debió meterse en su pellejo. Más

aún, entre las circunvalaciones de sus hemisferios cerebrales y hubiera podido entender por qué

aquella caja estaba vacía.

Si algo está vacío es porque no hay nada. La nada es la negación del ser. Pero res nata es cosa

nacida. Si es nacida, era algo. Wil iba demasiado lejos y demasiado rápido incluso para “HM”.

Chiches y abalorios. En su pequeña libreta de muerte “HM” dejó escrito: “Al centro la madre, las

órbitas que describen los astros celestiales son elípticas. En un cuadrado de la cruz imaginaria de

cinco cuerpos, la cuna. Cama-patria-linaje. Allí comenzó el linaje de los Wherner Wherner. En el

opuesto, el triciclo. Tres. Círculo-rueda. Tres y no cuatro. De la perfección del círculo a la

cuadratura imperfecta. Alrededor del bulbo Madre-Matria-Matriarcado, la mezquindad y la

amenaza. El resultado final, la nada. Res nata. Y lo que es cosa nacida ha sido muerta.”

Wil hubiera respondido a estas conclusiones de “HM”, “casi-casi. Tibio-tibio”, pero al detective la

faltaba un dato. De todos modos se trataba de una interesante aproximación a un acertijo criminal.

Pero ¿y los abalorios dentro de las tumbas? ¿Y los otros tres asesinatos?

135
“HM” estaba convencido que eso fueron solo entretenimientos. ¿Macabros? De acuerdo, macabros.

Pero solo a los efectos de perturbar la lógica detectivesca. “HM” se aproximaba sin vacilaciones al

sistema de pensamiento homicida de Wil. Ocho círculos, ocho crímenes. Del ensayo a la perfección.

Si hubiera podido descifrar el último círculo, el número nueve, tal vez en este momento seguiría con

vida. Pero no pudo. No supo. O no quiso.

136
XXIII

En su despacho, “HM” pasó largas horas revisando evidencias, supuestos, chismes, sugerencias. La

luz de un par de tubos fluorescentes y el aire espeso y húmedo hacían una rara pasta que

embadurnaba la piel del detective haciéndolo brillar de manera extraña. El brillo simulaba un halo.

El halo le daba una resplandor bohemio, una aureola de fracasado en una sofocante oficina de mala

muerte. A esa altura de la investigación sabía que lo suyo solo era un ejercicio burlón de la

burocracia estatal. Escrituras y genuflexiones, palabras impías, palabras sin mística para el jefe

inmediato superior, para el superior de este, para el que le sigue, hasta el ministro cenagoso y

fanfarrón que desesperaba por acabar con aquella historia. Palabras para cualquier corrompido, a los

que en su cerebro no bullía ni una idea pequeña-pequeña.

Wil ya era una llaga y él rodaba en el fango. Bien podría haber dicho retornando a Baudelaire quien

ya se había vuelto parte del desfile mortuorio, “lo odioso se codea con innoble; lo repelente se alía

con lo infecto”4. Así resultaba para “HM” esa investigación.

Su libreta de la muerte estaba llena de anotaciones y reflexiones. En ella había lo que se se buscara.

Veneno, puñales, tajos, tejidos, somníferos, rampantes inmundicias. Pero a ella siempre volvía

hastiado de esa humanidad perversa porque de alguna manera resultaba un refugio seguro. No era

mayor al tamaño de un puño infantil, una urnita apelmazada llena de palabras prolijamente escritas

en tinta negra. Un claustro que en su pequeñez despejaba todo lo odioso de su trabajo y le devolvía

cierto aire vencedor que no era más valioso que un consuelo. Pero lo necesitaba de todos modos.

“HM” releía las anotaciones prolongando sus elucubraciones hasta más no poder, y a medida que

ordenaba las centenares de páginas del sumario más se convencía de lo inútil que resultaría todo

eso. Estaba claro sobre los modos, las intenciones, los objetivos del señor Wilhelm Wherner, un

exótico asesino reptando entre la mierda y le oro.

4 Charles Baudelaire.

137
Como un autómata que pasa embriagado por las mismas respuestas, recopiló cuidadosamente todos

los documentos para reunirse con sus superiores. Tenía listo el reclamo de captura internacional por

Interpol y el pedido de exhortos judiciales vía Cancillería. Trámites de rigor de inútil resultado final

pero que debía cumplir.

Le faltaba una última información, la de ingresos y salidas por las fronteras del país que debía

girarle migraciones. Verificar si por aire, tierra o mar alguien de las característica de Wil había

abandonado el país llevó algunas semanas. Sabía a la perfección que migraciones era como una

bóveda llena de gusanos que devoraban los legajos y defecaban justificaciones imposibles. Nunca,

en toda su carrera de detective, había logrado que migraciones respondiera una pregunta sin

ambigüedades. Puede ser, tal vez, quizás, de alguna manera. Ese era el lenguaje, una víbora de

palabras lanzada a un baile repetido desde tiempos olvidados capaz de aniquilar al más prometedor

de los mortales.

Durante ese tiempo de espera inútil, “HM” se reunió varias veces con los padres de “Celeste XXX”,

y ellos le entregaron algunas fotografías, las más recientes, de la muchacha. Identificar a la joven

podía resultar más fácil que descubrir a un hombre que, seguramente, había modificado su aspecto.

“HM” estaba seguro que Wil debió comprar documentación falsa para él y la niña a la que haría

pasar por su hija. Se cuidaría y mucho de que se revelara como su amante. Quien más quien menos

repararía en un hombre adulto de entre 40 y 50 años –tal como lo describiría el informe policial que

sería enviado a Interpol–, en actitud sexual con una menor. Wil –“HM” estaba seguro de ello–, era

capaz de disimular su apetencia sexual. No era estúpido y cuidaría cada detalle de su fuga. Tal

fusión de inteligencia y carroña no equivocaría ni siquiera el sentido de una mirada sobre las

delicadas curvas del pubis angelical de la muchacha-hembra que se llevaba a la boca para

saborearla hasta extenuarla.

Llegar a quienes podrían haberle facilitado partidas de nacimiento, pasaportes y DNI falsos llevaría

un buen tiempo. “HM” sabía que finalmente alguien delataría al proveedor quien se excusaría

138
entregándole a la policía una copia de esa documentación. En la corruptela estatal, la delación era

vista como una virtud cristiana. Así que “HM” sabía que si esos documentos habían sido

confeccionados en el país, luego de un tiempo prudencial, sus creadores acabarían por delatar el

negocio. Las más de las veces, esos documentos falsos salían de las propias oficinas de los registros

de personas del Estado de los que siempre se conservaban copias para protegerse. Era un viejo y

redituable negocio.

Pero en el caso del señor Wilhelm Wherner la policía nunca pudo acceder a la documentación

falsificada ni a su proveedor. Eso indicó o bien que el falsificador debió ser extranjero, o Wil tenía

poderosos protectores dentro del país, personas que integraban el selecto círculo de la oligarquía

con acento extranjero que eran los únicos con capacidad práctica para ayudarlo a escapar. Fuera de

las fronteras del país nadie se haría cargo de haber provisto a un múltiple asesino de la

documentación necesaria para garantizar su impunidad. Ese era un laberinto burocrático al que se

entraba pero jamás se podía salir.

El reino de los pederastas es más vasto y poderoso de lo que el común de las personas siquiera

puede sospechar. Los vasos comunicantes de país a país, de ciudad en ciudad, de círculo de poder a

círculo de poder suelen ser inconmensurables.

Por cada pederasta, no menos de una docena de niñas y niños está en peligro. El placer del sexo con

infantes mueve verdaderas fortunas y si este va asociado al crimen como ejercicio del atrevimiento

y la impunidad, ni calcularlo.

Cuando “HM” recibió las fotos de “Celeste XXX” quedó vivamente impresionado. Era muy

hermosa. De una belleza singular. La belleza puede ser un verdadero bálsamo o un tóxico

poderoso. Para explicarse la belleza “HM” debió volver a Baudelaire, uno de los escritores

preferidos del Sr. Wilhelm. Encontró un texto del escritor francés que le daba razones para sostener

su conjetura.

139
“He encontrado la definición de lo Bello –de mi Bello. Es algo ardiente y triste, algo un poco vago,

que deja margen para las conjeturas. Voy, si se quiere, a aplicar mis ideas a un objeto sensible, al

objeto, por ejemplo, más interesante de la sociedad, a un rostro de mujer. Una cara seductora y

hermosa, una cara de mujer, quiero decir, es una cara que hace soñar, al mismo tiempo –pero de

una manera confusa–, con voluptuosidades y tristezas; que conlleva una idea de melancolía, de

lasitud, incluso de saciedad, y una idea opuesta, es decir un ardor, un deseo de vivir, asociado con

una amargura que refluye, como nacida de la privación o la desesperanza. El misterio, la

añoranza, son también rasgos de lo Bello. Una hermosa cara de hombre no necesita incluir, salvo

quizás a los ojos de una mujer, esa idea de voluptuosidad, que en un rostro de mujer es una

provocación tanto más atractiva cuanto más melancólico es el rostro. Pero esa cara contendrá

también algo ardiente y triste –necesidades espirituales, ambiciones tenebrosamente reprimidas–,

la idea de una potencia que gruñe y no tiene utilidad, a veces la idea de una insensibilidad

vengativa (pues en estos asuntos el tipo ideal del dandi no debe ser soslayado) y a veces, también, y

ese es uno de los rasgos más interesantes de la belleza, el misterio, y finalmente (para atreverme a

confesar hasta qué punto me siento moderno en estética) la Desgracia.

No pretendo decir que la Alegría no pueda asociarse con la Belleza; digo que la Alegría es uno de

sus ornamentos más vulgares; mientras que la Melancolía es, por así decir, su ilustre compañera,

al punto tal que no puedo concebir (¿será mi cerebro un espejo ensortijado?) una clase de Belleza

en la que no haya algo de Desgracia.

Apoyado en –otros dirán: obsesionado por– estas ideas, se puede imaginar lo difícil que me sería

no concluir que el tipo de Belleza viril más perfecto es Satanás –a la manera de Milton.”

El tipo de Belleza viril más perfecto es Satanás. Para “HM”, la proposición de Baudelaire era la más

exacta para definir cómo se veía a sí mismo el señor Wilhelm Wherner y el por qué y el cómo de

sus crímenes. No solo había odio en sus acciones, no solo insolencia criminal. Había un pavor

140
ardiente por la belleza y una extravagancia homicida por la juventud eterna. Un homicida así no

sabría ni querría detenerse. La belleza como estado supremo solo se retroalimenta con belleza.

María Angélica fue bella. Lo comprobó a través de las fotos que Alfonso y Zunilda le facilitaron de

su hija cuando su juventud, cuando contrajo enlace con Wil. Dafneé, también fue hermosa. Fotos y

testimonios así lo certificaban.

No conocía aún el rostro de Luana/María Betania. Las fotos de la muchacha habían desaparecido de

la casa de los dos ancianos asesinados por Wil, pero “HM” estaba totalmente seguro que también

debió ser tan bella como el puestero de diarios declaró. Confirmó la belleza como uno de los

motores de la seducción y el crimen.

La obsesión del múltiple homicida por la belleza de las mujeres se revelaba como un dato

significativo para “HM”.

Era evidente que para el señor Wilhelm Wherner la belleza no era una metáfora, era carne, carne

joven, carne femenina, un rosado y húmedo gineceo nuevo y caliente. La poesía estaba en el

sustrato de los tejidos femeninos, en los humores sutiles de los clítoris, las prominencias de los

montes de venus y la placidez de los vestíbulos vulvares dispuestos a la comunidad con el ser

amado. Wil estaba decidido a extraer la muerte misma a las portantes esa belleza. Belleza, sangre,

poesía. “El tipo de Belleza viril más perfecto es Satanás”. Él era un atajo que Satanás había tomado

para alcanzar la suprema belleza de la muerte. Era el hombre-Satanás, el hombre-cadena que al

privarse de Dafneé había alcanzado una forma de orgasmo irrealizable, un limbo dantesco, el

mismo que precede a los infiernos, un orgasmo imposible de obtener de otro modo que no fuera a

través de esa y solo esa abstinencia y ese y solo ese alevoso homicidio. Las otras muertes fueron

verdad y consecuencia, nada más. Pura necesidad de completar una escenografía impactante del

hombre-Satanás, el hombre que reparte cabeza, manos, ojos, lengua, genitales, dedos, el hombre-

ascaris infectando toda la humanidad de sus víctimas durante años hasta descartarlas.

141
Si “HM” entendía la lógica criminal del señor Wilhelm, el no dejaría nunca de asesinar. Cada

renovación terminaría con el cadáver de una muchacha y una nueva amante destino a su muerte. La

juventud se eternizaba en la forma perfecta de una niña de dieciséis años de edad. Los versos de

Baudelaire a los que recurría Wil repetidas veces, daban a “HM” el cínico sentido poético que

encubría el ansia homicida del señor Wilhelm. “Moi, je buvais, crispé comme un extravagant, /

Dans son oeil, ciel livide où germe l’ouragan, / La douceur qui fascine et le plaisir qui tue”5

El despacho-tugurio de “HM” lucía una pared tapizada de fotos y anotaciones. Era el “cuartel

general” donde “el pequeño Troll de mierda”, reunía a su “estado mayor” y desde donde se decidía

el curso de la investigación. López, Duro Cosido, y Emiro, a quien “HM” incorporó mientras durase

el proceso investigativo, estaban en la primera línea de trabajo.

Emiro, yendo y viniendo a toda hora, fuera para llevar a “HM” al lugar que requiriese su presencia

o para hacer trámites que el detective necesitaba se cumplieran.

El oficial López estaba en comisión enviado por “HM” para descubrir dónde Wil mutiló el cadáver

que apareció en su viejo Volkswagen negro. Estaba seguro que ese cadáver mutilado pertenecía a

María Betania/Luana.

Los estudios forenses en la vivienda de los ancianos asesinados demostraron que allí no ocurrió la

decapitación y amputación de las manos. Desde entonces “HM” sospechó que Wil debía tener un

reducto, un lugar apartado donde poder refugiarse y en el que debió cometer el aberrante crimen. En

eso estaba ocupado López.

En el registro de propiedades no figuraba ninguna otra además del palacete, a nombre de los

Wherner. Pero Alfonso le confesó que tenían una vivienda que nunca habían escriturado, de la que

solo había un boleta de compra-venta nunca debidamente registrado. La casa estaba en una zona

muy despoblada en las afueras de la ciudad en dirección al oeste. Se trataba de un pueblo que se

5 Yo bebí tenso como un extravagante / en su ojo, un cielo lívido donde germina el huracán, / la suavidad que fascina
y el placer que mata.

142
vació cuando se destruyó el ferrocarril en la década del noventa. Tras cartón, el monocultivo de la

soja terminó por expulsar a los paisanos y despobló el campo de sus pobladores históricos.

Era un lugar ideal para ocultarse. Alfonso le indicó a López que había un casero que se ocupaba de

evitar que la propiedad fuera intrusada, pero que no solían comunicarse con él salvo en una o dos

oportunidades al año. Los pagos por sus servicios se hacían por depósito en una cuenta del Banco

de la Provincia. No tenían noticias de él desde las últimas fiestas navideñas y de esos hacía

prácticamente un año. Habían intentado comunicarse por teléfono con el paisano, a quien llamó por

el nombre de Ramiro, a un número fijo, pero no lo habían logrado. Tampoco insistieron, porque por

mucho que lo llamaran sabían lo raro que era poder comunicarse telefónicamente con él. El hombre

no tenía por hábito permanecer en su casa y se había negado a usar celular. Lo detestaba.

Llegar a esa propiedad no era difícil. Camino a La Pampa por ruta 5, hasta el empalme con la ruta

provincial 51. De allí, más o menos 15 kilómetros. ¿La casa? Un pequeño chalet a dos aguas frente

a un campo de cría de cerdos. Con el paso de los años habían perdido todo interés en visitar la

propiedad. La conservaron pensando en los nietos, creyeron que tal vez ellos sabrían darle un uso

provechoso.

Emiro, López y “HM” se dirigieron a ese pueblo. Salieron una mañana temprano. El sol lanzaba sus

dardos al rostro de los hombres que lucían sus ojeras como adornos. “HM” se durmió al momento.

López se esforzó por no hacerlo pero pocos minutos después también fue presa de un sueño

irreparable. Emiro aceleró a fondo por el Acceso Oeste en busca de la ruta 5.

“HM” soñó. El sueño resultó un infección. Una gusanera. Preámbulo. Selva oscura tan amarga que

algo más es muerte. Wil le descubrió la osamenta. Dijo “por mí se va a la ciudad doliente, por mí

se va al dolor”6. Luego estrenó una cuchillada en el pecho y se ofreció como el recibidor de la

matanza. “Pierde toda esperanza al traspasarme”7. “HM” vaciló. Nunca subestimó al señor

6 Dante Alighieri.
7 Ibidem.

143
Wilhelm Wherner. En Wil había lenguas, hórridas querellas, palabras de dolor, voces altas y roncas,

un violento tumulto. El rostro su sangre le surcaba y le caía a sus pies. La gusanera chupaba sangre

y lágrimas. Luana salía del primer círculo en dirección un mármol negro. En el mármol había

mezclado el semen de un dardo y el estrépito de una sangre de mujer. Wil pavoneó una cabeza y

retozó lúbrico. Luego de la cabeza, la conspiración de unas manos cavó una fosa hasta

desaparecerse. Manos y cabeza dieron a ese río sangriento en el que hervía la violencia echando

unos espumarajos rojos y negros.

Emiro gritó con fuerzas para sacar a los hombres del sopor de sus sueños. “HM” estaba extenuado.

El primer círculo lo sumergió en una esfuerzo de lágrimas y muertos. López estaba como aturdido.

“Llegamos”, dijo el chofer tratando de convencer a los hombres de que el viaje había acabado.

Estaban a las puertas de la casa de campo tal como se los indicó Alfonso.

“HM” abrió la tranquera de lado a lado. Entraron donde el chalet. Era un terreno amplio. Calculó

“HM” veinte metros de frente por cuarenta de fondo. La casa, vista de frente, hacia la derecha del

terreno. Atrás, detrás de la casa, la cochera. Desde afuera no se podía ver el automóvil. Eso le dio

una primera pauta a “HM” de cómo fueron los acontecimientos que terminaron con la decapitación

y amputación de Luana/María Betania.

El policía del pueblo llegó donde los hombres. “HM” lo interpeló. Exhibió su credencial y lo mismo

hicieron López y Emiro.

—Soy el detective a cargo de la investigación de un homicidio. –El policía pueblerino no pudo

disimular su sorpresa.

—¿Aquí, señor? ¿Un homicidio?

—Si.

—Dígame que busca y veré si puedo ayudarle.

—Busco a un tal Ramiro –“HM” extrajo su libreta de la muerte y leyó Ramiro Sambrano.

144
—El “Pardo” Sambrano, sí señor. Esta alambrando a tres kilómetros de acá.

—Vaya a buscarlo. El oficial Gragnano lo llevará en nuestro auto.

El policía asintió sin objetar la orden. Por esa calle regada con pequeñas piedras el auto se escondió

tras una nube de tierra. Luego dejó de verse, seguramente oculto por las grandes arboledas. Pocos

minutos después, regresaban y con ellos, Ramiro. Emiro estacionó fuera de la casa. “HM” había

recuperado su parsimonia. Su sueño había quedado en un sustrato de su conciencia a la espera de

recuperar su entidad. Se aproximó al automóvil y saludo a Ramiro.

—Buen día señor Ramiro.

—Buen día señor. ¿En qué puedo servirle?

“HM” le mostró su credencial, fue un acto mecánico, el puestero entendía que algo grave estaba

pasando como para que lo fueran a buscar al campo donde estaba alambrando.

—Necesito que abra la puerta de la casa. Si tiene alguna duda tengo aquí una orden de

allanamiento.

Ramiro hizo un gesto desentendiéndose del papeleo.

—No tengo la llave, señor.

—¿Por qué no la tiene?

—El propietario me la retiró hace tiempo.

—¿El propietario?

—Bueno, no el propietario, no Don Alfonso. El yerno del propietario. El esposa de María Angélica.

El extranjero. Él se ocupaba de la casa. Solía venir todos los meses jueves o viernes, pasaba la

noche y luego se iba temprano a la mañana. De madrugada.

—¿Lo vio recientemente?

Ramiro repasó de a uno sus recuerdos recientes.

—Hará algo más de un mes, mes y medio, tal vez.

—¿Vino en su auto Volkswagen?

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—Peugeot, señor. Venía en un Peugeot.

“HM” anotó en su libreta ese nuevo dato.

—¿Peugeot?

—Si señor.

—¿Recuerda el modelo, el color, la patente?

—El color señor. Era un Peugeot blanco.

—Peugeot 307, señor. –Dijo el policía quien recordaba el modelo.

—¿Modelo?

—Se me hace 2010, muy bien cuidado.

—¿Recuerda la patente?

—No señor.

—¿El hombre llegaba solo?

—Eso parecía. –Ramiro respondió sin dudar.

—La última vez que lo vio ¿pudo saber qué hizo?

—No señor. Siempre estacionaba detrás de la casa, no en la cochera. La cochera se ve desde afuera.

Entraba a la casa por la puerta de atrás.

—¿Habló con alguien en el pueblo?

—El propietario nunca hablaba con nadie, se lo notaba… –Ramiro no encontraba las palabras para

describir la actitud del señor Wilhelm–, cómo decirlo…

—Despreciativo, soberbio, maleducado…

Ramiro se encogió de hombros. El policía sonrió. Luego dijo:

—No hablaba con nadie, señor. No era muy sociable. Venía, se quedaba en la casa y se iba. Nunca

un problema.

“HM” repitió mecánicamente “nunca un problema”.

—Verá que el problema es grande. –Miró en dirección a la casa–. ¿Hay cerrajero en el pueblo?

146
—No señor.

—Vamos a entrar por detrás.

López y Emiro retiraron del baúl del coche unas poderosas barretas para romper la puerta.

—No quiero importunarlo, señor –Ramiro trató de ser muy respetuoso–, pero se puede saber qué

pasa.

“HM” lo miró directo a los ojos. La serena mirada de Ramio lo hizo dudar de las palabras que iba a

pronunciar.

—El yerno del propietario, el yerno de Don Alfonso, el extranjero como usted lo llama mató a toda

su familia y, por lo menos, a tres personas más. Probablemente aquí decapitó a una de ellas. Como

verá, el problema es grande, como les dije. ¿Me comprenden? Los hombres se sintieron

horrorizados.

¿Alguien sabe como es el sonido de una cabeza que abandona su cuerpo al paso de un sierra?

¿Alguien sabe cómo es el sonido de una mano que se separa del antebrazo al paso de una sierra?

“HM” lo preguntó apenas ingresó a la casa y el olor a un espectáculo macabro llegó del fondo de la

propiedad. Los hombres que lo seguían iban detrás como pisando fantasmas de entrañas.

Desde donde estaba, “HM” percibió el fondo de la casa. En el fondo, el baño. Grande. Nada de

lujos. Grande. Lavatorio, inodoro, bidet, bañera. Cómodo pero para nada lujoso.

Viente pasos modestos y allí estaban. En el fondo de la bañera sangre-sangre-sangre. Se olía

perfectamente. O al menos “HM” podía sentir ese olor. Sangre en la bañera limpiada con esmero.

Pero el luminol fue el sabio de la quimioluminiscencia que hizo brillar la muerte desde le último

vapor de sangre.

Vapor-vapor-vapor. Vapores rojos ya secos en la curva lisura de los enlozados y en los azulejos la

mancha irreemplazable hormigueando de un lado al otro de las comisuras. En toda la casa ningún

147
remordimiento humano. Apenas una crispación, el peregrinaje de una voz ya caduca y ese olor tan

particular de los descuartizamiento.

Así era el señor Wilhelm. Todo lo que el olor decía era verdad pura. Lo habrá visto a escupitajos y a

puro hipocresía hombruna deshacer los frágiles tejidos del pescuezo.

Luego del crimen, creyó “HM”, Wil mezcló la sangre con una vieja ceniza que quedó en el hogar

desde hacía inviernos. ¿Por qué? Imposible saberlo. Diversión. Distracción. Rito.

López llamó a científica, estaba asqueado. Los de científica llamaron a su jefe para decirle de las

novedades. Todos estaban asqueados menos el jefe que esperaba un suceso salvaje contra el

prófugo.

Ese jefe llamó al ministro y le ministro maldijo como en una carnicería que apestaba de gusanos. El

señor Wilhelm Wherner les revolvía las tripas y no había remedio para ello.

Todos querían la cabeza de la muchacha. Y las manos. Las manos y la cabeza para exhibirlas. Que

el público viera el abismo que separaba al señor Wilhelm Wherner de toda consideración. ¿Le

importaría a Wil que alguien le tuviera consideración? Conmiseración. Piedad cristiana. “HM”

sonrió sin exagerar. A Wil nada le importaba nada. Piedad, recogimiento, religiosidad eran solo

máscaras que Wilhelm Wherner lució sin esfuerzo. “HM” sospechaba que ante un crucifijo, Wil

fumaría su pipa con desparpajo en un lugar inaccesible mientras acariciaba el cabello de la

decapitada y disfrutaba de su nuevo estupro.

La gente se enfurecía a cada rato. Pero despotricar, maldecir, no resuelve homicidios. Solo le daban

marco a la profanación que el aristócrata había cometido.

Afuera de la casa el paisaje adquirió los contornos de una estatua. Se tornó frío y melancólico y

apenas la mordedura del sol le daba alguna tibieza a la mañana. Las monstruosidades del señor

Wilhelm atravesaron de inmundicias un paraje que hasta hacía un par de horas era un esfuerzo

lánguido de supervivencia.

148
“HM” ordenó a López permanecer en el lugar hasta que los de científica llegaran capitaneados por

Duro Cosido. Él se marcharía a la ciudad a repasar los tenebrosos laberintos del homicida. Su

experiencia le indicaba que todo estaba en su lugar. El asesino y su nueva amante en viaje a la

opulencia y el sexo descarado. Los detectives a apilar legajos de asuntos que solo repetían lo que ya

se sabía de memoria. El tiempo devoraría la verdad hasta hacerla desaparecer o la dejaría reducida

al tamaño de un pedazo de mortaja podrida.

Emiro aceleró a fondo. “HM”, impávido, a su lado asistía a la cadaverización del paisaje. ¿Vería

Emiro los mismos paisajes que él? Dejó esa respuesta para más adelante. Él no tenía fuerza para

preguntar y Emiro estaba dedicado a diseñar el camino desde el volante del auto.

El cielo lanzaba piedras en dirección al auto. Era un granizo negro. Todas golpeaban la blanda

chapa y hacían un ruido que, sin embargo, no alteraba en nada la tranquilidad del joven chofer que

apenas sonreía como poseído.

Los árboles caían fétidos y en una jugarreta el viento los deshacía como si solo fuera espuma de

ceniza. Se sentía extrañamente agotado. Más de un camarada le había dicho que su aspecto, desde

que se debió hacer cargo del caso de “El monstruo de la mansión Wherner” había desmejorado

notablemente. Así se sentía, de mal en peor.

“HM” bajó de donde estaba a otro nivel de su conciencia. Pasó por un estrecho sumidero en el que

se apretujaba más dolor y más perjurios. Profundo. Profundo. Allí gruñía un animal clandestino,

gruñía malsano mientras un viejo dejaba por sus narices los pulmones. Cuando se acabó el oxígeno,

una última sangre se abrió espacio por los ojos. Un escupitajo murmuró una inmundicia pero solo

obtuvo por respuesta una impúdica risa. Wil reía glorificando la muerte.

“HM” asistía desde un lugar de luz muda, en el que mugía una sombra tempestuosa, a la

momificación de un hombre anciano que embestía ciego al suplicio del envolvimiento. Pero antes,

149
antes, sin gritos, sin llantos, sin lamentos, una mujer anciana desistía de sus últimos latidos vencida

por el agobia del somnífero.

“HM” descendió aun más en su conciencia para discernir realidad de sueño. Abrió su mente, y lo

agobiaron nuevos atormentados y tormentos. Algo de fría lluvia eterna, maldita y despiadada lo

impactó de frente mientras la anciana esparcía la última voz por un laberinto enfermo. Aquel gusano

que se presentaba aleatorio lanzó sus colmillos donde el viejo postrado yacía envuelto en una

despótica e interminable transparencia.

Wil era un sesudo homicida. Amortajando a las víctimas les ofrendó la imagen de una cabeza y unas

manos femeninas. La imagen desgraciada lo fue todo. Dijo de lo irremediable del destino, y al

pasar, mientras la muerte se esparcía como una úlcera dijo, “Este es el abismo, es el infierno, por

nuestros amigos habitado, rodemos hacia él a fin de eternizar el ardor de nuestro odio”.

Emiro detuvo el automóvil a la entrada de la estación de policía. La brusca frenada despertó al

detective. Emiro no le quitaba la vista de encima. “HM” estaba pálido, iba desmejorando hora a

hora. Su aspecto era enfermizo.

—¿Se siente bien, señor?

—Nunca más pequeño Troll de mierda. –Tomó aire y fijó sus ojos en los del muchacho–. Usted y

yo no somos más que dos pequeños troll de mierda. Acéptelo joven y vivirá más y mejor. No siga el

ejemplo del más pequeño y famoso troll de mierda.

Emiro se sorprendió por el comentario. Él nunca lo había llamado de ese modo y no solo eso, solía

discutir a los gritos cuando alguien así lo hacía. “HM” sabía de esa actitud solidaria del joven oficial

y la apreciaba, de todos modos la consideraba exagerada. A él no le molestaba ser considerado un

“pequeño Troll de mierda”. Lo que lo molestaba era el modo de actuar del señor Wilhelm Wherner.

Tanta impunidad lo fue convenciendo que el famoso “monstruo de la mansión Wherner” no actuaba

solo. No era un homicida múltiple solitario.

150
Tenía mucha experiencia policial, sabía que la línea que dividía a la estupidez de la alevosía era

muy delgada. Estúpidos como Stultus los había y en demasía, era una masa inútil, viscosa pero

absolutamente necesaria. Esos servían para engordar el presupuesto de seguridad y, al mismo

tiempo, proveer de atajos a las autoridades para los imprescindibles fracasos. Sin fracasos no hay

futuro. El simple éxito permanente llevaría al aburrimiento, a la modorra institucional. El fracaso

era virtuoso visto desde el poder, daba razones, motivaba debates, aproximaba revoluciones.

Necesitaban una legión de Stultus dispuestos a obedecer y echar todo a perder sin remedio. Pero

Stultus era quien era porque los que gobernaban eran los alevosos. Así le llama “HM” a los

responsables de la organización sistemática de la impunidad. La trilogía era simple, política,

policías, jueces. La Justicia siempre para repartir cuotas de impunidad de acuerdo a la jerarquía

social de los delincuentes. Y el señor Wherner estaba en la cúspide de la cadena delictiva.

Aristócrata, rico, parte de una familia de poder, necesariamente debía contar con fluidos contactos

en esa cúspide social que el frecuentaba desde hacía años. Era un connotado caníbal, un comedor de

carne humana que debía mover a la admiración a sus pares.

“HM” ya había recorrido tres círculos creados por el señor Wilhelm repitiendo el diseño del Dante y

sus nueve infiernos. Dante y Baudelaire habían sido elegidos por el señor Wilhelm para orientar (o

condenar) al detective que estuviera a cargo de la investigación. Wil sabía cómo escribir su propia

poética criminal.

“HM” tenía ocho cadáveres para ocho círculos. ¿El noveno? ¿Celeste XXX? ¿Otro? ¿Quién?

Sabiendo que Emiro no le quitaba la vista de encima dijo para que el muchacho escuche “en los

colegios está la clave”.

—¿En los colegios? –Emiro no podía seguir el razonamiento del detective, solo podía apreciar las

formas exteriores de ese modo de pensar tan particular que tenía “HM”.

—Ahí elijen. Como si fuera ganado. Tiene que haber otras “Luana” otras “Celeste”. Piénselo bien,

Emiro.

151
—Trato señor.

—¿Quienes tienen acceso a las fichas personales de decenas y decenas de niñas? ¿Quienes saben de

su condición social y familiar? Psicólogos, profesores; mejor aún si son psicólogos y profesores.

Tuvo y tiene que haber colaboración en la elección de las víctimas. Edad, belleza, entorno familiar,

ambiciones, frustraciones, deseos ocultos, todo. Una jovencita puede ser auscultada por gente como

el señor Wilhelm Wherner hasta saber de qué dimensión sus más ocultos deseos. Luego se decide el

reparto tal un conciliábulo inquisitorial. Esta nena para vos, esta otra para él, esta para aquel otro.

Una red de colegios, una red de pederastas, una red de sodomitas. No es tan extravagante. ¿Wil

planificó todo esto? Sí. Pero alguien le cubre la retirada.

—¿Y por qué los crímenes?

—Ese es Wilhelm Wherner en su verdadera naturaleza. Creo que debe sentirse como una

encarnación moderna de Jekyll y Hyde. Pero no una cualquiera. Una tamizada en la poética

francesa, en el la Divina Comedia. Alguien a quien no le vasta la seducción y el simple consumo del

sexo de esas niñas para colgar su virginidad en su vitrina de trofeos. Quiere sus vidas. Las

succionas, las chupas como las abejas chupan el néctar de las flores, el vampiro la sangre de sus

víctimas, las moscas la mierda. Pregúntese Emiro y pregunte a sus próximo si ¿alguna vez vieron

una nube de moscas revolotear en torno a una plasta de mierda aterrizar y trabajar en la mierda?

¿han visto moscas alguna vez en la mierda? Eso es el señor Wilhelm Wherner y sus compadres.

Él, vanidad de por medio, considera que está en la cúspide de la depredación. Y sus compadres

disfrutan el juego que les propone, total, a ellos, no los compromete. Nunca lo denunciarán, nunca

dirán “esta boca es mía”.

Solo faltaba un “pequeño Troll de mierda” para completar ese divertimento. Eso les permitiría

llevar su juego hasta el último estadio.

—¿Por eso cree que lo eligieron a usted?

152
—Por eso corro detrás de algo que ya está resuelto. Puedo ir y venir, pensar y pensar, hacer pruebas,

interrogatorios, ADN, lo que quiera, pero siempre iré detrás de los acontecimientos.

—Pero eso significaría que alguien del propia departamento de policía está colaborando con ellos.

“HM” sonrió. Nunca podía carcajear a gusto, era algo que su anatomía se lo impedía. ¡Claro! Debió

decirle a Emiro. ¡Exacta deducción! El problema era quién. Tenía que ser alguien que conociese el

sistema de pensamiento del detective. Y eran pocos los que podían decir que lo conocían.

Emiro y “HM” entraron a la sede policial como arrastrando un asno muerto. Tenía en su despacho

varias comunicaciones de López. Duro Cosido estaba en la casa de campo donde Wil mutiló a

Luana/María Betania. No quedaba la menor duda que ese fue el lugar donde se cometió el crimen,

aunque las pruebas científicas tardarían unos días.

Asunto no considerado hasta ese momento, la escena del crimen involucraba al legítimo propietario

de la casa, Alfonso. “HM” sabía que el pobre hombre no tenía nada que ver, pero eso no impediría

que la legión de pequeños y miserables Jorge Asís se dedicaran a involucrar al anciano en la cadena

de responsabilidades o, incluso, de perversiones. Eso terminaría por acabar con la vida del hombre.

Era un aspecto del sádico entretenimiento del Wil que “HM” ni había tenido en cuenta. Las víctimas

indirectas. Las habría y no serían pocas. Madres, padres, parientes más o menos cercanos, amigos,

todos sufriendo por los horrendos crímenes, por las desapariciones, por las consecuencias.

“HM” debió atender infinidad de llamados de las autoridades policiales y políticas en estado de

histeria. Uno en nombre del ministro exigía “hay que atrapar a ese maldito hijo de puta”. Otro en

nombre del jefe de policía “queremos la cabeza y las manos de la mujer para exhibirlas”. Otro en

nombre de un vidente aconsejaba “encuentre a la última amante y encontrará a ese desgraciado”.

Todos le daban consejos a los gritos, pero el detective no podía saber quién de todos esos exigentes

burócratas que gritaban a través del auricular del teléfono fijo de su despacho, era el que estaba

153
protegiendo al señor Wilhelm Wherner, adelantando información, allanando el camino para su fuga,

sugiriendo qué hacer y qué no.

Si el aspecto de “HM” era malo cuando llegó a la sede policial, cuando la abandonó era lastimoso.

Emiro se ofreció a custodiarlo, pero “HM” jamás pensó en tal posibilidad. Detestaba las custodia.

Las propias y la de aquellos que las reclamaban para protegerse. No había elegido esa profesión

para luego reclamar protección. El crimen es el crimen y así se vivía de un lado y del otro. Víctima

y victimario. Cazador y presa. Y él siempre del lado de la víctima, del lado de la presa para tornar

posible lo imposible.

Esa noche solo deseaba que Emiro lo deje en su casa para darse un buen baño, tomar un café y

dormir más no fuera un par de horas.

154
XXIV

“No podemos saber de la naturaleza real de las cosas. Lo mejor es privarse de hacer juicio alguno

acerca de las mismas. Tal renuncia te posibilitará alcanzar el sosiego del alma. Sosiégate y serás

redimido. Rechaza el consejo y serás condenado” López, en una comunicación telefónica le reveló

este curioso dato al detective. No esperó a regresar a la ciudad para comunicárselo. Duro Cosido le

rogó que lo dejara en paz, que lo dejara dormir, le aseguró que “HM” debía descansar porque era

evidente que se aproximaba a un colapso nervioso. López, descreído, desoyó el consejo y lo llamó,

estaba seguro que esa inscripción estaba dirigida a él. “HM” creyó lo mismo. Se convenció por

completo que Wil sabía de antemano quién sería su perseguidor. La ventaja que el señor Wilhelm

Wherner le llevaba era mucho mayor de lo que siempre supuso.

El viaje a la oscuridad ya estaba escrito. La pregunta fue qué haría un vivo en el reino de los

muertos. “HM” entendía bastante bien a qué se enfrentaba, pero era dudoso que comprendiera el

alcance de los sucesos en los que se hallaba involucrado y a dónde los conducirían.

La pregunta era bastante simple, ¿cómo podría componérselas para enfrentar a quien había

disfrutado largamente la planificación de sus crímenes y contaba con las complicidad de jerarcas

poderosos?

Pensar. Pensar. Pensar. En su cerebro bullían preguntas y respuestas, relaciones y ficciones, detalles

que, seguramente, había obviado por indiferente. Su torpeza, se recriminaba, lo acercaba mucho

más a su condición de “pequeño Troll de mierda”. Contra la propia naturaleza es inútil ir, de eso

estaba más que seguro. Él era su propia trampa.

Necesitaba pensar.

Pensar.

Pensar.

¿Soñar?

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¿Dormir?

Repetía algunas de las palabras escritas en la casa de campo. “No podemos saber de la naturaleza

real de las cosas.” Era la advertencia. Entonces los tres primeros círculos se presentaron ante él:

Luana/María Betania sostenía su propia cabeza entre sus manos amputadas. De su boca borboteaba

una explicación, un agobio, una carta de amor, la mordida de una víbora. Miraba los cuerpos

embalsamados uno al lado del otro. Mórbidos bajo la trasparencia que los envolvía. Alrededor,

inciensos de perfumes impíos. El odio abriéndose camino en una farsa. Wil llevaba su máscara y

tutelaba los muertos con pasmosa tranquilidad. “HM” podía verlo aún en la oscuridad que lo

envolvía.

Luego el señor Wilhelm citó los nombres en un orden preestablecido y “HM” los escuchó

perfectamente. Antoine, Baptiste, Cédric, Dafneé, María Angélica, el último nombre pronunciado.

Antoine y su lengua. Baptiste y sus dedos. Cédric y su sexo. Dafneé y sus laureles. María Angélica

y sus ojos. Ofrendas a cada lado de los muertos. Sepulturas, y en las sepulturas elixires de miasmas.

Abalorios absurdos.

“HM” necesitaba saber el por qué de los laureles en la frente de la niña. Pero Wil, al borde de la

risa, le habría dicho que para ello debía descender al mismo círculo donde Dafneé. No había modo

de echarse atrás. El señor Wilhelm comprendió la molestia del detective pero no era él el

responsable de su curiosidad. Descendieron los dos, cada uno por su lado.

Wil, pasó su lengua por el sexo de Dafneé, fue para llevarse en la boca ese sabor definitivo luego de

esperar tanto tiempo, siempre atormentado por un deseo que no podía satisfacer a riesgo de ser

descubierto su esmerado plan. Sexo e incesto, algo realmente simple.

Sexo e incesto. Nada que el detective no hubiera conocido en tantos otros padres-hijas, madres-

hijos. Desde Edipo a Electra, si es que dudaba de su palabra. ¿Los laureles? Una coronación. Un

entretenimiento nada sofisticado. Podía haber repetido a Baudelaire, ¡Su frente de mármol parecía

hecha para laureles!

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En el diseño de las muertes ejerció un verdadero giro copernicano que puso las cosas en su debido

lugar. Aquel puso al sol en el centro del universo próximo, él se colocó en centro de un universo

clandestino en el que se regodeaban muchos de los que ostentaban pergaminos de sabios, prudentes

y dignos.

Su giro que iba del Dante en un extremo a Baudelaire en el otro, sin solución de continuidad. De

uno al otro, en movimiento perpetuo hasta la última muerte, la más perfeccionada, la del noveno

círculo que sería cuando el movimiento perpetuo se detendría porque había alcanzado la máxima

perfección imaginada.

Wil le hubiera confesado su último propósito, “HM” lo merecía. Pero ese no lo cometería él. Así

como se privó del sabor del sexo de la hija hasta el último instante de la vida de ésta, así como

esperó a que Mary viera cómo acaba con su prole, como la mutilaba, cómo saboreaba el sexo

deseado de la hija hasta cegarla en el último suspiro, se privaría del espectáculo placentero de

completar el noveno círculo.

¿Recordaba el afamado detective cuál era ese noveno y último circulo infernal? Él se lo recordaría.

No era el de los no bautizos, ni el de los lujuriosos, ni el de los glotones. Tampoco el de los avaros y

pródigos, ni el de los iracundos, herejes o violentos. Tampoco el de los fraudulentos. Era el de los

traidores. Wil le habría dicho que sus sospechas contra sus superiores estaban bien fundadas pero

que él había resultado un pusilánime a la hora de hacer valer su condición de gran investigador.

Los que decidieron involucrarlo en la investigación de los crímenes lo habían traicionado. Se

excusaba de mayores explicaciones. Esos fueron los que se ocuparon de ocultar algunos detalles

durante la investigación. Por ejemplo, quienes le dijeron que la caja estaba vacía y que fue algo de

lo que él sospechó pero sin verdadero convencimiento.

Wil le hubiera informado que él mismo, de puño y letra, le dejó la advertencia en la caja sobre la

tumba de Baptiste. Estaba escrito en un delicado papel para cartas con letra pequeña y perfecta

“¡Perded toda esperanza los que entráis!” Y era lo que estaba ocurriendo. La última esperanza

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estaba por demostrarse inútil. Fue en ese momento –“HM” no podría precisarlo–, que alucinación y

realidad se fusionaron. Pudo haberle ocurrido en otras etapas de su vida pero entonces, más joven,

menos escéptico, esa fusión no pudo perturbarlo. En cambio en ese preciso momento, esa aleación

de realidad y delirio lo desconcertó. No podía definir si realmente oyó la puerta de su casa abrirse o

fue solo una ofuscación producto de la fatiga y el abismo al fracaso en el que se sentía caer y caer

indefinidamente. Se preguntó a sí mismo “¿quién tiene llave de mí casa?” Duro Cosido. Su

¿verdadero amigo? Pero Duro no estaba solo, eso sí podía sentirlo como un hecho totalmente

seguro. “HM” repitió varias veces “morir, dormir, tal vez soñar”. Shakespeare apenas era un

consuelo que alivianaba su tránsito entre la alucinación y el concreto real.

Duro Cosido indicó al hombre que lo acompañaba dónde dormía el detective. Conocía al detalle

todos sus hábitos.

“El Interrogador” se aproximó a su víctima sin hacer ruido. El señor Wilhelm se habría admirado de

la profesionalidad con que el sicario actuaba preparando la ejecución. Los consejos de Duro Cosido

sobre el mejor de los asesinos a sueldo fueron costosos pero valiosos.

“HM” vagaba entre la pesadilla y las lentas ondas del sueño delta. Su respiración era lenta, su

corazón latía aliviado de toda congoja. No fue que a “HM” lo tomó desprevenido. De ninguna

manera. Cuántas veces sintió esas raras sensaciones de muerte que lo invadieron durante toda la

investigación. Pero esa noche las cosas salieron del terreno de la conjetura y se encaminaron

directamente al de la resolución.

A medida que penetró en el sistema de pensamiento del señor Wilhelm Wherner, lo que encontró, y

estaba dicho, fue su propia muerte. Wil no solo había previsto su enriquecimiento con el desfalco a

María Angélica, no solo había diseñado el asesinato de toda su familia y el ensayo previo de Luana,

Ana y Camilo para ponerse a prueba y poner a prueba a su perseguidor.

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No solo había organizado en detalle la fuga, sino que supo tomar muy bien aconsejado, las medidas

correctas para acabar con su oponente, el pequeño, despreciado y traicionado “pequeño Troll de

mierda”.

“El Interrogador” consideró que ese fue un trabajo “demasiado fácil” y por el que cobró muy buen

dinero. El Sindicato se lo había advertido. Un tiro y a cobrar. No había de qué quejarse. No

acostumbraba a someterse a la guía de un lazarillo mortal, pero la orden del Sindicato fue aceptar el

modus operandi y entonces no había lugar a ninguna desobediencia.

No sabía si el dinero que recibió fue tanto como el que cobró el entregador, el afamado perito

forense que le dijo en tono de confesión que estaba harto de oler mierda y saborear mierda de otros.

Cadáveres, gusanos, sangre podrida, fetideces, tripas destrozadas, miradas muertas, secreciones

patéticas. Pura mierda humana en la más cabal acepción de sus palabras.

Sobre el escepticismo del perito un ave negra revoloteaba histérica. Pero a Duro Cosido ese vuelo

no le alteró el ánimo, en cambio “El Interrogador” lo disfrutó.

¿Pederasta? No. No. Así rotundo respondió Duro a la pregunta.

No se trató de sexo con niños, ¡no! Eso no era la suyo. Esa mierda era del señor Wilhelm Wherner y

otros que lo protegían. El desgraciado huía sin impedimentos con la niña de nombre Celeste a la que

ultimaría una vez que se hubiera satisfecho de ella. Él era apenas un hastiado perito forense y no un

salvador de almas erradas. Un ser que el tiempo había vuelto minúsculo y despreciable pero nunca

comparado con todo lo que había visto en su larga carrera de perito. No sentía acosarlo ningún

reproche. No había nada que reprocharse.

Lo de él fue dinero, así lo explicó al sicario. Mucho dinero. Tanto como no hubiera tenido ni en

cinco vidas. Eso lo dijo como quien avisa que va a comprar una hogaza de pan o una manzana roja

y deliciosa.

“El Interrogador” disfrutó el desconcierto, porque luego de confesar suelto de cuerpo su traición y

justificarla, Duro Cosido tarareó “Lamento della Ninfa”, de Monteverdi, sin decir en esa

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oportunidad que necesitaba entonar la melodía para calmar la angustia que le provocaba el tener que

reconocer el cadáver de su traicionado.

“El Interrogador” decidió abstenerse de preguntarle sobre su deslealtad. Temió que el forense le

respondiese como aquel viejo y pervertido político “No traicionar es perecer: es desconocer el

tiempo, los espasmos de la sociedad, las mutaciones de la historia. La traición, es expresión

superior del pragmatismo”8. No preguntó sobre su traición, porque él detestaba a los traidores,

código de sicario chapado a la antigua.

8 Elogio de la traición: sobre el arte de gobernar por medio de la negación. Denis Jeambar y Yves Roucaute.

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XXV

Emiro y López llamaron a la puerta del domicilio de “HM” durante largos minutos. No obtuvieron

respuesta. Llamaron por teléfono. Llamaron por celular. No obtuvieron respuesta.

Emiro jaló el picaporte más por un acto reflejo que por convencimiento. La puerta se abrió. Estaba

sin llave. Eso le resultó sumamente extraño. Él mismo acompañó al detective hasta su casa y esperó

a que este entrara y echara llave a la puerta. Recordaba perfectamente el sonido de las placas de la

cerradura cayendo al giro de la llave.

Desde la puerta gritó a viva voz ¡“HM”! Tres veces lo llamó. ¡“HM”! ¡“HM”! ¡“HM”! No obtuvo

respuesta.

Emiro y López entraron. El silencio era espeso y el aire dulce. Ninguno de los dos conocía la casa

del detective. Por intuición se dirigieron a la habitación que supusieron era el cuarto de dormir de

“HM”. Ninguno de los dos dudó de lo que veían. En la cama yacía el detective. Estaba de espaldas,

boca abajo. Su cabeza parecía una perfecta esfera moteada de sangre. El orificio de entrada de una

bala se apreciaba nítidamente en la base de la nuca. Los hombres se miraron y permanecieron en

silencio.

Emiro preguntó:

—¿A quién llamamos primero?

—A Duro Cosido, él era como su amigo.

Emiro buscó en la lista de contactos el nombre del perito forense. Llamó y llamó pero no obtuvo

respuesta. Le sugirió a López quedarse en custodia, López aceptó con un simple movimiento

afirmativo de su cabeza. Sacó de su bolsillo un pequeño papelito donde estaban escritos números y

letras de la patente de un Peugeot 307 blanco, modelo 2010, que pertenecía a una tal María Betania

Lu Dinello y Ustirea, en el legajo “Luana”, muerta por decapitación.

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López solo quiso putear. Gritó “¡La puta madre que me parió!” El insulto fue un necesario

desahogo. Después se puso a llorar.

Emiro salió a la calle. El aire era aun más dulce que en la casa. Subió al automóvil y se dirigió a la

central de policía a avisar del desgraciado hallazgo. El joven chofer supo en ese momento que no

pasaría mucho tiempo en que la investigación de los crímenes del señor Wilhelm Wherner iría a dar

al viejo y roñoso archivero de la división de crímenes complejos de la mano de alguno de los

muchos Stultus siempre dispuestos a cerrar un caso sin mayores esfuerzos, y que el asesinato del

detective “HM” sería otro de los tantos que nunca se alcanzarían a esclarecer.

En algún lugar paradisíaco, el señor Wilhelm Wherner disfrutaba de su fortuna, su joven amante y

la consagración de su definitiva impunidad. En la gran ciudad, ese día de sol potente y aire dulce,

los pederastas sonrieron satisfechos. Un ave negra, como un espléndido cuervo, voló en dirección al

último horizonte. Cantó, cantó y cantó, hasta el anochecer.

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