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El Cuerpo Maquina Ciborgs en El Arte Con
El Cuerpo Maquina Ciborgs en El Arte Con
AUTÓNOMA DE MADRID
MÁSTER EN HISTORIA DEL ARTE CONTEMPORÁNEO Y CULTURA VISUAL
EL CUERPO MÁQUINA
CÍBORGS EN EL ARTE CONTEMPORÁNEO
JORGE DUEÑAS VILLAMIEL
TUTOR: MIGUEL CERECEDA
NÚMERO DE PALABRAS: 23.107
2011/2012
‐ÍNDICE‐
RESUMEN 2
OBJETIVOS 3
INTRODUCCIÓN 4‐9
MARCO TEÓRICO 10‐15
MARCO ARTÍSTICO 16‐19
STELARC. OBSOLESCENCIA Y EVOLUCIÓN 20‐32
ORLAN. ARTE CARNAL 33‐46
NEIL HARBISSON. EL HOMBRE QUE OYE COLORES 47‐52
CONCLUSIONES 53‐57
BIBLIOGRAFÍA 58‐60
1
‐ RESUMEN / ABSTRACT‐
En este trabajo vamos a estudiar las relaciones cuerpo‐máquina que han tenido lugar en los
últimos treinta años dentro del campo experimental del arte contemporáneo a través de dos
artistas canónicos del arte cibernético (Stelarc y Orlan) y la incorporación de un artista más
reciente (Neil Harbisson). Analizaremos los trabajos de estos performers cibernéticos de forma
crítica, desde la perspectiva tecnológica y económica actual, insertando su discurso en el
contexto teórico y artístico de la modernidad y la posmodernidad que llevó a la consolidación
del mito cíborg (el híbrido cuerpo‐máquina), y planteando las posibles implicaciones sociales,
económicas y antropológicas que sus obras nos sugieren.
In this paper we study the body‐machine relationships that have taken place over the last thirty
years in the experimental field of contemporary art through two canonical cybernetic artists
(Stelarc and Orlan) and incorporating a more recent artist (Neil Harbisson). We analyze the
work of these cyber‐performers critically, from the technological and current economic
perspective, inserting their speech at the theoretical and artistic context of modernity and
postmodernity that led to the consolidation of the cyborg myth (the body‐machine hybrid), and
considering the possible social, economic and anthropological implications of their works.
Stelarc y Neil Harbisson. 2012
2
‐OBJETIVOS‐
Presentar al cíborg (el híbrido cuerpo‐máquina) como uno de los elementos estéticos y
teóricos fundamentales en las corrientes artísticas de las últimas décadas del siglo XX y
la primera del XXI; también abordado desde otras disciplinas como la medicina, la
filosofía o el diseño.
Situar el mito cíborg como una consecuencia de las relaciones entre el cuerpo y la
tecnología en el contexto teórico e histórico‐artístico de la modernidad y la
posmodernidad.
Analizar críticamente el trabajo de dos de los artistas clásicos de la performances
cibernéticas: Stelarc y Orlan1. Actualizando la lectura de sus obras, comparando sus
pretensiones teóricas con el resultado práctico y evidenciando las implicaciones
sociales, económicas o políticas que producen las obras estos artistas.
Introducir la obra de Neil Harbisson, artista que por su juventud no ha sido estudiado
en profundidad en la mayoría de textos críticos sobre arte cíborg. Estudiar las
diferencias existentes entre Stelarc o Orlan, artistas que desarrollan su trabajo
principal en la década de los ochenta y noventa del siglo pasado, y Harbisson, un
artista que trabaja en el contexto tecnológico, artístico y social del siglo XXI.
Reflexionar sobre la posición del cuerpo en relación a la tecnología en la sociedad
contemporánea, y sobre las consecuencias sociales, antropológicas u ontológicas que
tendría la hibridación cuerpo‐máquina.
1
La decisión de no incorporar el trabajo de Marcel.li Antúnez (artista normalmente incluido en los
estudios de arte cibernético), se debe a que las obras de Antúnez no se diferencia demasiado
formalmente de las obras de Stelarc, y carecen del discurso teórico de utopía tecnológica de éste.
Antúnez amplia su cuerpo tecnológicamente como herramienta creativa, pero no desde una perspectiva
de búsqueda de la perfectibilidad humana como el resto de artistas que analizamos en este trabajo.
3
‐INTRODUCCIÓN‐
"Sin duda, el objetivo principal hoy no es descubrir, sino rechazar lo
que somos. Nos es preciso imaginar y construir lo que podríamos
ser".
Michel Foucault. Tecnologías del yo
Ya en 1913 el escritor francés Charles Péguy afirmaba: “el mundo ha cambiado más en los
últimos treinta años que desde los tiempos de Jesucristo” [en Hughes. 2000] Tenía razón, y no
podía ni imaginar lo que seguiría cambiando hasta llegar al día de hoy, casi un siglo después. El
progreso científico y tecnológico se ha ido acelerando exponencialmente desde el siglo XVIII
hasta el XXI, modificando sustancialmente a su paso todos los aspectos de la vida de la especie
humana. Es ya un tópico afirmar que la máquina (el desarrollo industrial) y el capitalismo
transformaron mucho más que los modos de producción; también modificaron de forma
radical las relaciones humanas, la educación, la sanidad e incluso nuestros propios cuerpos,
nuestra fisiología. El ser humano es esencialmente un sujeto tecnológico, afirma Vilém Flusser
[2002] en sintonía con Bernard Stiegler [1998], pero Flusser destaca que a pesar de nuestra
tecnología, al final morimos como todos los mamíferos. Sin embargo la realidad hoy en día no
es tan sencilla; en la actualidad, como expone Stelarc, morir significa ser desconectado de la
máquina. “Podemos –afirma el artista – mantener a los cuerpos comatosos indefinidamente,
incluso criogenizarlos para reanimarlos en el futuro” [Stelarc, 2009]. Si Nietzsche decía que los
vivos somos sólo una especie de los muertos, una especie muy rara, Stelarc considera que
“ésta es la era del cadáver, el cuerpo comatoso y la quimera” [Stelarc, 2009]. La reproducción,
la alimentación, las relaciones sociales y la muerte, todos los procesos biológicos
fundamentales del ser humano se hayan actualmente intervenidos o mediados de una forma u
otra por las máquinas. Podemos mantener vivo a un cuerpo en coma, podemos intentar
reanimar a un cuerpo que acaba de fallecer o realizar trasplantes de órganos vitales. En cierto
sentido el hombre se une a la máquina para tratar de escapar físicamente de la muerte como
lo hace simbólicamente a través de la cultura o la religión.
No es un tema exclusivo de la modernidad. Si algo caracteriza a la especie humana es el hecho
de que creamos herramientas susceptibles de aumentar significativamente nuestras
habilidades innatas; esa es nuestra principal ventaja evolutiva, la que nos ha salvado de la
extinción hasta el momento. El problema es que esta característica propia de nuestra especie
4
nos aleja cada vez más de nuestros orígenes biológicos y naturales; como afirmaba Ortega y
Gasset [1980], “mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, no puede destigrarse, el hombre
vive en riesgo permanente de deshumanizarse”. En la serie de ciencia ficción Fringe, aparecen
unos sujetos del futuro, unos seres posthumanos llamados observadores que se caracterizan
por haber aumentado sus capacidades mentales a través de la tecnología, lo que les permite
entre otras habilidades, poseer una omnipresencia casi divina. El contrapunto de estos oscuros
personajes es que se han vuelto extremadamente fríos, racionales y pragmáticos, rechazando
todo rastro de emoción humana. Existe una tendencia a pensar que la tecnología nos
deshumaniza, nos insensibiliza, aunque quizás no sea así, y como afirma la antropóloga Amber
Case [2011], “las máquinas nos ayudan a ser más humanos, a comunicarnos mejor”.
Hasta ahora el limite ha sido nuestro propio cuerpo. Creamos herramientas de forma externa,
pero la piel siempre ha sido la frontera con nuestra naturaleza biológica, nuestra ontología
humana. Sin embargo, ahora nos encontramos en un momento histórico en el cual la
tecnología nos permite intervenir en nuestro propio organismo, manteniendo nuestras
constantes vitales o modificando nuestro aspecto físico a través de la cirugía estética. Son
pocos los ciudadanos occidentales que puedan presumir de tener un cuerpo sin modificar, que
no haya sido nunca intervenido quirúrgicamente y que no contenga ningún tipo de prótesis
(caderas de titanio, grapas, marcapasos, lentillas, empastes…). Y cada vez los avances son más
significativos. En el mismo año que se escribe este trabajo, hemos podido presenciar la hazaña
del sudafricano Oscar Pisturius, el primer corredor con piernas protésicas de la historia en
participar en unos Juegos Olímpicos tradicionales; con el consecuente debate entre los que
denunciaban que sus prótesis le daban ventaja y los que veían en él un logro sobrehumano.
También empieza a ser habitual ver en los medios televisivos o en Internet demostraciones de
personas parapléjicas andando gracias al uso de un exoesqueleto cibernético.
Nadie parece cuestionar el desarrollo tecnológico para facilitar en la medida de lo posible la
vida de personas discapacitadas. Sin embargo, algunas voces comienzan a postular que
debemos ir más allá y modificar cuerpos sanos para expandir sus capacidades. Francesca
Alfano Miglietti afirma que “las nuevas formas de organización social requieren nuevos
individuos con nuevos cuerpos” [en Gutiérrez Pérez, 2009: 8]. Muchos autores han re‐
encendido el debate de la obsolescencia del cuerpo, no como un discurso teológico o
metafísico, sino desde una perspectiva de supervivencia en un entorno tecnológico. Como
explica la artista Orlan “evolucionamos a la velocidad de cucarachas, pero somos cucarachas
cuyas memorias están en ordenadores, que pilotan aviones y conducen coches que hemos
5
concebido, aunque nuestros cuerpos no están diseñados para esas velocidades. Estamos en el
umbral de un mundo para el que no estamos ni mental ni físicamente listos” [en Cros. 2004:
229]. Las nuevas tecnologías han vuelto obsoleta cualquier noción de cuerpo natural. La
capacidad, velocidad y durabilidad de las máquinas son cualidades contra las que no podemos
competir. Además, La exponencial celeridad con la que la tecnología evoluciona, siguiendo la
ley de Moore2, es imposible de seguir mediante una evolución biológica tradicional.
La dependencia que sentimos hacia la tecnología se ha ido incrementando considerablemente
en los últimos años. Estudios recientes3 aseguran que cuatro de cada cinco personas mantiene
el teléfono móvil encendido y junto a ellos veinticuatro horas al día, una de cada cinco come
mientras utiliza el móvil, y una gran mayoría asegura que se sentiría emocionalmente afectado
si su teléfono se perdiera, rompiera o fuera robado. La identificación es tal que incluso en el
lenguaje hemos aceptado a estos gadgets electrónicos como órganos propios mediante
expresiones como “no tengo cobertura” o “me he quedado sin batería”. Las interfaces de
estos aparatos cada vez son más transparentes e intuitivas, integrándose con el usuario de
manera que éste puede controlarlos a través de la voz, el tacto o el movimiento corporal. La
frontera entre el cuerpo y la máquina se vuelve cada vez más fina. Próximos dispositivos como
las gafas de realidad aumentada que compañías como Google, Sony o Samsung están
desarrollando acercarán aun más la tecnología al usuario proyectando la información del
Smartphone en una pequeña pantalla que las gafas colocan delante del la retina, difuminando
la frontera entre lo real y lo virtual. Las Smart Glass, nombre en clave del proyecto de Google,
permitirán además grabar todo lo que vean nuestros ojos y compartirlo a través de internet,
de forma similar al proyecto del ingeniero Steve Mann, que lleva grabando y registrando todos
los acontecimientos de su vida desde los años ochenta. Similar también al artista y profesor
iraquí‐americano Wafaa Bilal quien en 2010 decidió implantarse una cámara en la parte
trasera de la cabeza que retransmitía todo lo que ocurría detrás del artista al Mathaf: Arab
Museum of Modern Art y a la página web www.3rdi.me. La cámara, que también ofrecía datos
de geolocalización constantes, tuvo que ser extraída a los pocos meses por complicaciones
médicas.
2
La ley de Moore expresa que aproximadamente cada dos años se duplica el número de transistores en
un circuito integrado.
3
Estudios realizados por la empresa CPP en la Ciudad Universitaria de Madrid en Mayo de 2012:
http://www.slideshare.net/cpp_es/informe‐enganchados‐al‐movil‐cpp?
6
Muchos afirman que estos experimentos son sólo el preámbulo para la estandarización de
estas tecnologías, que el futuro que nos espera pasa inexorablemente por la hibridación del
cuerpo con la máquina, por la implantación de las herramientas a modo de órganos protésicos
que ya no vienen a sustituir órganos biológicos, sino que actúan en exceso. Esta quimera de
cuerpo cíborg sería, en palabras de Stelarc, un cuerpo que actúa con realidades mezcladas, “un
cuerpo biológico, aumentado con tecnología y que interactúa telemáticamente con sistemas
virtuales” [Stelarc, 2008]. No todo es ciencia ficción; al predecir el futuro todo lo que hacemos
es proyectar el presente, y lo cierto es que en cierta forma ya vivimos en ese simulacro de
mundo constituido por un estado de confusión calderoniana entre lo real y lo virtual, entre lo
natural y lo cultural. No se puede negar que nuestra especie siempre ha sido una suerte de
híbrido entre lo natural y lo artificial.
Si el cuerpo humano fue uno de los pilares centrales durante la construcción de la identidad de
la modernidad, con la llegada de la posmodernidad se objetualiza y se destruye. La perfección
del cuerpo clásico re‐canonizado en la modernidad se desintegra, y los pensadores
posmodernos comienzan a ver el cuerpo como una construcción social. Como afirma Eleanor
Hearthney [en Cros, 2004: 233] “ahora vivimos, a veces se nos dice, en un mundo post‐
humano, donde el cuerpo es obsoleto, la naturaleza es construcción y las representaciones son
capas de ilusiones sin un centro, como matrioskas rusas que finalmente revelan un núcleo
vacío. En un mundo así, la identidad es una falacia, construido a partir de los mitos
desesperados que nos contamos acerca de quiénes somos y de dónde venimos”. La
modificación del cuerpo trae consigo la utopía de retomar el control sobre nuestras propias
identidades, de forma que artistas como Orlan ven el cuerpo como un mero disfraz, un
vehículo, “algo que puede cambiarse en la búsqueda por convertirnos en lo que somos” [en
Gutiérrez Pérez, 2009]. Por este motivo el cuerpo se ha convertido en una obsesión
contemporánea; su constante modificación orbita entre dos objetivos opuestos: los anhelos de
individualidad por un lado, y la necesidad de encajar en el canon estético por otra. Como
resultado obvio de la sociedad de la imagen, el culto al cuerpo contemporáneo se desarrolla en
la esquizofrenia colectiva de la sociedad actual, “en medio de toda la angustia por la pérdida
de una identidad ahora imposible –donde‐ nada es lo que parece, y todo es transformable”
[Guinot, 2002].
Para otros pensadores, la modificación corporal es una cuestión de adaptación, de escapar de
la evolución biológica y comenzar a dirigir el desarrollo del cuerpo hacia el humano extendido.
No es algo que no hayamos hecho antes, de hecho llevamos interviniendo en nuestra
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evolución desde al menos la invención de la escritura, momento en el cual conseguimos
traspasar a las generaciones posteriores más información de la que se almacena en nuestro
ADN. Lo que ahora nos permite la tecnología es ir mucho más allá, ampliar significativamente
nuestras capacidades biológicas llegando incluso a poder modificar nuestro genoma, dándonos
la posibilidad de crear una nueva especie de homínido.
El campo del arte ha sido un fértil campo de experimentación para materializar todas las
teorías en torno al sujeto cíborg. Junto a los proyectos de Wafaa Bilal, Steve Maan o Gordon
Bell, cuya intención no es explícitamente artística pero tiene un profundo interés estético,
debemos añadir el trabajo de los artistas que estudiaremos en profundidad en este trabajo:
Stelarc y Orlan, dos artistas clásicos de la performance cibernética y de Neil Harbisson, un
joven artista capaz de oír los colores mediante su ojo electrónico y fundador de la Cyborg
Foundation, una asociación que fomenta y facilita la expansión sensorial. En los últimos años
resulta muy destacable cómo hay una creciente cantidad de diseñadores, que desde una
definición más experimental o menos rígida del diseño, el campo del DesignArt, han trabajado
sobre propuestas teóricas para crear cuerpos expandidos. El hecho de que sean diseñadores
los que trabajan en esta cuestión resulta muy interesante, ya que el diseño es la disciplina
puente entre la ingeniería, el arte y la sociología, la profesión que trata de adaptar la
tecnología a su uso humano, ¿quién mejor que un diseñador para diseñar al ser posthumano?
Corpus 2.1. Marcia Nolte. 2011
8
El diseñador Andy Goodman por ejemplo, menciona cuatro tipos de posibles expansiones: la
esperanza de vida, la inteligencia, los sentidos y las capacidades físicas. Goodman considera
cuestión de tiempo la desaparición de los gadgets externos para ser sustituidos por
indicadores y procesadores subcutáneos que utilizarán el propio cuerpo como interfaz.
Algunas de sus propuestas para diseñar un mejor cuerpo son por ejemplo una piel artificial con
nano‐sensores que guarda datos biométricos de los momentos de placer y los reproduce en
momentos de estrés, unas gafas capaces de grabar momentos de felicidad y reproducirlos
cuando el sujeto muestre síntomas de depresión o cabellos inteligentes que cambian de color
en función del estado anímico. Otra diseñadora que experimenta en el diseño del cuerpo
posthumano es Lucy McRae, quien se define a sí misma como Body Architect (arquitecta del
cuerpo). Entre sus propuestas más originales está la de modificar nuestro olor corporal para
crear una comunicación más animal. Se haría a través de un perfume comestible que
expulsaría el olor a través de los poros de la piel, redefiniendo el concepto de perfume (de
dentro a fuera) y el papel del cuerpo, que se convertiría en atomizador. Por último destacar el
trabajo de la diseñadora conceptual Marcia Nolte, quien en sus series de fotografías
manipuladas digitalmente Corpus 2.0 y Corpus 2.1, imagina cómo podría ser un cuerpo
evolucionado para adaptarse a nuestra sociedad digital: manos con pulgares
hiperdesarrollados (suponemos que para interactuar con gadgets), orejas adaptadas para
auriculares o teléfonos móviles, pieles con clorofila para obtener energía solar, códigos QR
como marcas de nacimiento o incluso hombros adaptados para sujetar bolsos con mayor
facilidad. Las posibilidades son infinitas. Nolte toma la teoría evolucionista de Lamarck quien
pensaba que son los hábitos los que producen las modificaciones en los cuerpos como
resultado del uso o desuso de determinados órganos, e imagina como sería el cuerpo humano
atendiendo a sus usos contemporáneos, recurriendo también al humor y la ironía.
Vivimos en una época fascinante, con capacidad de hacer lo que hace unos pocos años tan
solo imaginábamos. Se nos dice que estamos a las puertas de una gran revolución
(singularidad, lo llaman algunos, velocidad de escape, otros); un momento histórico de no
retorno donde el cuerpo y la máquina se fundirán creando un nuevo ser híbrido, un ser
posthumano, un cíborg. ¿Qué consecuencias sociales, económicas o políticas podría traer algo
así?, ¿estamos preparados para dar el salto? ¿queremos hacerlo? Andy Goodman [2011]
asegura que: “estamos al borde de un océano, no sabemos lo que hay al otro lado, pero
estamos tentados a cruzarlo como lo hizo Colón, porque al final somos humanos”. La cuestión
es: ¿continuaremos siéndolo cuando lleguemos a la otra orilla?
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‐MARCO TEÓRICO‐
“Quiero ser una máquina”.
Andy Warhol. ARTnews
Pese a que pueda parecer un mito de la ciencia ficción contemporánea, el híbrido cuerpo‐
máquina es en realidad un viejo sueño de la modernidad que ha perdurado hasta nuestros
días. Las ideas filosóficas de los siglos XVII y XVIII y los progresos tecnológicos y científicos que
las acompañaron, despertaron en la imaginación ilustrada la utópica aspiración por construir
un ser humano perfeccionado mecánicamente, así como una criatura mecánica inteligente.
Fue Descartes, desde su concepción mecanicista del mundo donde todo es materia y
movimiento, el primero en comparar el funcionamiento orgánico de un animal con la
maquinaria que hace funcionar un reloj. Del mismo modo describe el funcionamiento del
cuerpo humano en su Tratado del hombre, con la excepción de que en esta ocasión matiza
(quizás por convencimiento, quizás por temor a las represalias) que en el caso del ser humano
hay que tener en cuenta un dualismo: el cuerpo material, que funciona mediante
órganos/mecanismos replicables, y el alma espiritual, elemento inimitable conferido por la
divinidad. Para Descartes el cuerpo es una máquina, que aunque sofisticada y compleja, no
deja de ser una máquina. El alma (o como dice en El Discurso del método, el pensamiento
humano) es el único elemento del hombre que un artesano o experto relojero no podría ser
capaz de replicar mecánicamente, pero sería técnicamente posible imitar todo lo demás, o
replicar la totalidad de un animal. El revolucionario discurso dualista cartesiano dejaba
incógnitas ante la posibilidad de crear autómatas pensantes, réplicas perfectas del hombre,
pues el alma en principio era algo imposible de imitar. Pero si el cuerpo humano funcionaba
como una máquina (al menos la parte material), se abría la puerta a toda una serie de teorías
sobre modificaciones mecánicas al cuerpo que condujeran al hombre a su perfectibilidad.
Otros pensadores y científicos posteriores, como Giovanni Borelli (Sobre el movimiento de los
animales), Edward Tyson o Alberch Haller, siguieron y ampliaron la comparación cartesiana
entre cuerpo y máquina en sus estudios biológicos y anatómicos. El más osado sin duda fue
Julien Offray de la Mettrie (1709‐1751), quien huyendo de la dualidad que proponía el
racionalismo metafísico cartesiano, llegó más lejos que los demás al equiparar el cuerpo
10
humano al de cualquier otro animal terrestre: “(somos) bestias que se arrastran
perpendicularmente», y negar rotundamente la existencia del alma: «el alma no es más que
una palabra vacía que no se corresponde a ninguna idea” [la Mettrie, 1987]. En su obra más
conocida y polémica, El hombre máquina, de la Mettrie no encuentra motivo alguno por el cual
no se puedan replicar todas las funciones humanas mediante procesos mecánicos, incluyendo
la razón y aquellas capacidades tradicionalmente vinculadas al alma o la mente y que de la
Mettrie, desde un empirismo materialista extremo, entiende producidas por el cerebro a
través de resortes nerviosos que podrían ser imitados por un experto ingeniero. “Así como una
cuerda de violín –afirma de la Mettrie ‐ o una tecla de un clavicémbalo vibra y emite un sonido,
así las fibras cerebrales, golpeadas por ondas de sonido, se estimulan para representar o
repetir las palabras que fueron pulsadas. […] como los animales, por su parte, según lo ha
demostrado Descartes, sólo son mecanismos más o menos complejos, máquinas más o menos
sutilmente montadas, resulta evidente que el hombre tampoco puede ser sino una máquina”.
[la Mettrie, 1987]
La visión mecanicista del cuerpo biológico de Descartes y la Mettrie, fue el marco teórico que
amparó la creación de numerosos autómatas a lo largo de la modernidad que sirvieron de
fascinante entretenimiento para las cortes ilustradas. Jacques de Vaucanson fue uno de los
constructores de autómatas más populares. El “rival de Prometeo”, como lo conocían los
científicos de la época, creó un androide flautista que tocaba de verdad, y un pato capaz de
batir las alas, graznar, chapotear, beber y según Vaucanson comer, digerir y defecar, pero
estas habilidades digestivas en realidad resultaron ser tan solo un truco ilusionista. Al igual que
un truco resultó ser el autómata más impresionante y famoso del siglo XVIII, el jugador de
ajedrez mecánico creado por Wolfgang von Kempelen. El Turco, nombre con el que le conocía,
era una figura de madera tallada vestida con turbante y ropajes orientales, sentado tras una
gran caja que hacía la doble función de alojar los engranajes de la maquinaria y servir de mesa
sobre la cual jugar la partida. Tras más de cien años de éxito girando por toda Europa y
América, finalmente se descubrió que dentro de la máquina siempre había existido un
pequeño jugador de ajedrez humano que manejaba la maquinaria creando la ilusión.
El Pato y el Turco, los dos autómatas más conocidos de la historia, resultaron no ser lo que
aparentaban, pero como afirman Sonia Bueno y Marta Peirano [2009: 71], “precisamente por
eso, se materializaron en el imaginario colectivo como metáfora de las premisas
fundamentales del desarrollo de todos los campos del conocimiento: qué somos, de donde
venimos y qué hacemos aquí”. La construcción de androides en el siglo XVIII no remite tan solo
11
al mito prometeico de la creación, sino también al mito existencialista de Narciso. En ellos,
como si de espejos deformantes lacanianos se trataran, evidenciamos la dificultad que
tenemos para definir quienes somos. Como afirma Richard Sennett, las máquinas actúan como
“herramientas‐espejo”, es decir, instrumentos que nos invitan a pensar en nosotros mismos.
Habría, según Sennett, dos tipos de “herramientas‐espejo”: el replicante, y el robot, “en
general, el replicante nos muestra como somos; el robot, tal y como podríamos ser” [Sennett,
2009: 60].
Esta reflexión de lo humano no solo tiene lugar frente a los autómatas que se crearon
físicamente, sino que el imaginario colectivo de la modernidad está repleto de referencias
literarias y cinematográficas que aluden tanto al mito de los androides como al de los hombres
mecanizados. El hombre de arena (E.T.A Hoffmann), La Eva futura (Villiers de l´Isle‐Adam),
Metrópolis (Thea von Harbou), Yo Robot (Isaac Asimov), ¿Sueñan los androides con ovejas
eléctricas? (Philip K. Dick), Robocop o Ironman son solo algunos de los infinitos ejemplos.
Muchas de estas historias hablan de la tecnología, y su aplicación en humanos y androides de
forma entusiasta. Muchas otras en cambio (la mayoría de hecho) nos previenen de los peligros
que implica jugar a ser dioses. La figura del relojero que vende su alma al diablo para dotar de
vida a sus creaciones se vuelve un tópico en la novela popular decimonónica: el maestro
Zacarías de Julio Verne, el artista de Hawthorne o el artesano de El campanario de Melville. El
modelo por excelencia, y el que mejor refleja el castigo moral por la extralimitación humana
en el desarrollo tecnológico es la novela de otro rival moderno de Prometeo, el Dr.
Frankenstein, novela que Mary Shelley escribió tras presenciar una exhibición médica de
galvanotecnia en la que se hacían funcionar los músculos de un cadáver animal a través de
descargas eléctricas.
La máquina y su relación con el hombre se convierte en uno de los temas principales en torno
al cual gira el pensamiento moderno. Se consolida desde el comienzo de la modernidad una
profunda dualidad al respecto, una tecnofília y una tecnofóbia que convivieron paralelamente
a lo largo del siglo XIX y XX. Frente a las visiones más utópicas, la consolidación de la máquina
en la Revolución Industrial supuso un rechazo por parte de una gran parte de la sociedad; no
solo por parte de aquellos artesanos que vieron directamente atacado su puesto de trabajo,
sino también por aquellos que rechazaban el tipo de vida que la máquina imponía a los
hombres. “En la película Metrópolis – afirma Patrick J. Gyger – toda una parte de la sociedad
se ha convertido en un organismo colectivo en el que sus miembros no son sino grandes
engranajes reemplazables según la necesidad, anunciando así el fin del individuo” [En Bueno y
12
Peirano, 2009]. Las cadenas de montaje (como podemos ver también en la película de Chaplin
Tiempos Modernos), la educación o la guerra moderna son ejemplos de la intercambiabilidad
conferida al hombre en la modernidad, de la mecanización que sufre la sociedad y el cuerpo
individual. En las nuevas ciudades, el individuo es un ciudadano más entre millones,
deshumanizado. Incluso la arquitectura moderna y el diseño utilitarista impusieron una
autoritaria estandarización y mecanización de los modos de vida que no ha hecho más que
aumentar con el desarrollo de la economía de consumo global en la que vivimos. En la
actualidad, aplicaciones tecnológicas como el teletrabajo o el cibersexo nos muestran hasta
que punto la máquina se ha impuesto en nuestras vidas.
La posmodernidad supuso el inicio del cuestionamiento a todos los axiomas de la modernidad,
incluidos aquellos que tenían que ver con el hombre y su cuerpo. Se produce entonces un
profundo replanteamiento ontológico de conceptos como alienación e identidad, las
categorías de sexo y género son profundamente replanteadas, y se desplaza el
antropocentrismo por una figura no estrictamente humana. El ser humano ya no es el centro
de la cultura ni el clímax de la evolución, sino solo un eslabón más en el camino de su
perfectibilidad, en su hibridación con la máquina.
El giro lingüístico que se produce en la filosofía a principios del siglo XX tuvo su eco en la
textualización del cuerpo que ocurre en la biología a finales del mismo. Entonces se descifra el
mapa genético del ser humano, y el cuerpo biológico, como predice Donna Haraway, se vuelve
un cuerpo textual capaz de ser re‐escrito a través de la bioingeniería. De pronto todo lo que
importa es la información. El ser humano es visto por parte de algunos neo‐darwinistas como
Richard Dawkins, como una unidad teórica de información cultural. Según la teoría de los
memes de Dawkins, los individuos solo somos portadores de información y nuestra única
misión es comunicarla, transmitirla a otros individuos. La cultura se equipara con el ADN como
información transmisible, desde una perspectiva evolutiva. El artista Eduardo Kac explica que
“la biosemiótica considera que la comunicación es la característica esencial de la vida, y,
poniendo un énfasis particular en el contexto y el significado, sirve como sano antídoto al
determinismo genético”. La información suplanta a lo informado y al informador, la
comunicación es la infraestructura de la sociedad, afirma Teresa Aguilar García [2008].
La fascinación por el cuerpo‐textual llega a su extremo en la teoría transhumanista que busca
acabar con la corporeidad del hombre y trascender su consciencia a un soporte digital. “La
tecnología en el cuerpo fuerza a destruir la carne en beneficio de la imagen. Son estados
13
transitorios y alienantes hacia una transhumanización. Cuando el cuerpo entra en contacto
con la tecnología rechaza el cuerpo” Aguilar García [2008]. Tras el materialismo existencialista
imperante en el siglo XX, el idealismo transhumanista retoma el dualismo cartesiano (cuerpo‐
alma) basándose en analogías artísticas (forma‐contenido) y analogías tecnológicas (hardware‐
software), y aspira a conseguir un ser postbiológico, un ser de solo consciencia, donde el resto
de carga biológica que consideran despreciable sea sustituida por soportes informáticos. El
ciberespacio se concibe como otra realidad, una realidad simulada, un utópico no‐lugar donde
el hombre virtualizado conseguiría escapar de sus cadenas físicas, logrando la libertad que el
mundo real no le permite. El discurso no es nuevo, no deja de ser una traslación tecnológica
del cielo cristiano con las misma nulidad de base científica; muchos teóricos y científicos
critican a la teoría transhumanista por la imposibilidad que supone separar la conciencia del
cuerpo, afirmando que en el caso del hombre, “software” y “hardware” son una misma cosa.
La artista Orlan por ejemplo, declara insistentemente que las modificaciones que realiza sobre
su cuerpo las hace porque “este es mi cuerpo, este es mi software”, evidenciando así una
relación de homogeneidad entre ambos conceptos. Simon Penny asegura de que la conciencia
no reside solo en la mente, y que podemos llegar a pensar visceralmente “Deseo con toda
seriedad argumentar que yo “pienso” con mis brazos y mi estómago” expone Penny [en Cros,
2004 : 230].
Otros firmes opositores a las teorías transhumanistas, su determinismo tecnológico y sus
utopías mecánicas, son los disidentes ecoterroristas y anarcoprimitivistas como Unabomber o
Zerzan, que rechazan categóricamente cualquier hibridación del cuerpo con la máquina, pues
consideran a la tecnología culpable de los males del hombre. Estos tecnófobos neo‐
roussonianos siguen la estela teórica del pensamiento anti‐mecanicista de William Morris,
fundador del Art and Crafts, o de John Ruskin en el siglo XIX y las prácticas violentas de los
ludistas, aquél movimiento social que destruía las máquinas de las fábricas industriales.
Tanto el cuerpo objetualizado de la posmodernidad como el cuerpo textual y el cuerpo virtual
convergen a finales del siglo pasado en el mito del cíborg. El cíborg es el híbrido cuerpo‐
máquina, es el texto hecho carne, la cultura superando la biología, y también es el individuo
que se mueve entre el mundo real y el mundo virtual de la red y las aplicaciones telemáticas.
Para teóricas como Haraway, el cíborg como criatura de realidad social y también de ficción, es
visto como un elemento salvador de los oprimidos sociales a través de la tecnología, un
utópico liberador de la condición humana. “Quizás podamos aprender de nuestras fusiones
con animales y máquinas como no ser un Hombre, la encarnación del logos occidental” afirma
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Haraway [1984], y continúa afirmando que “el cíborg es la consecuencia de ese pensamiento
lógico cuyo imaginario es al construcción de un ente fusionado con una otredad exterior a sí
mismo poniendo en entredicho la canonización humana”. Si Friedrich Nietzsche aspiraba la
superación del hombre, en las décadas finales del siglo XX ya se vaticina su final; “el hombre
está próximo a desaparecer” dice Michel Foucault. Pero la figura del cíborg no solo pretende
acabar con el “hombre” como género dominante construido socialmente en la modernidad,
sino que la hibridación cuerpo‐máquina llevada al extremo, supone la cimentación de las bases
de nuestra propia extinción como especie, en beneficio de otra nueva que, por primera vez en
la historia, no surgiría a través de una evolución biológica, sino a través de una diseñada.
15
‐MARCO ARTÍSTICO‐
“Después del reino animal se inicia el reino mecánico. Con el
conocimiento y la amistad de la materia, de la cual los científicos
solamente pueden conocer las reacciones físico‐químicas, nosotros
preparamos la creación del hombre mecánico de partes cambiables”
Filippo Marinetti. Manifiesto técnico de la literatura futurista (1912)
Los artistas que vamos a analizar en este trabajo no son los primeros en reflexionar y trabajar
sobre el cuerpo y su ampliación tecnológica. La modificación del cuerpo es de hecho una de las
primeras expresiones artísticas de la humanidad, una pulsión exclusiva del ser humano que
busca mantener una identidad colectiva de su grupo social frente a los demás, así como
distinguirse como individuo dentro de ese grupo mediante perforaciones de la piel,
dilataciones o pintura corporal.
En el arte moderno, bajo la contexto teórico que hemos analizado, muchos artistas de las
Vanguardias Históricas, rechazan la mecanización y estandarización del hombre que impuso la
Revolución Industrial y se lanzan en la búsqueda de las autenticas raíces de la creatividad
humana. los Fauvistas, los Cubistas o los Expresionistas buscaban recuperar los impulsos
originales, los elementos diferenciadores de la expresión artística humana. Para ello, alejaron
por un momento su mirada de la sociedad industrial para buscar en sociedades primitivas, en
la expresión estética infantil o en las creaciones de los artistas marginales. Algunos artistas
como Matisse o Gauguin le dieron la espalda a la sociedad industrializada en busca de una
utópica (y más humana) arcadia anclada en el pasado o en lejanos países exóticos, obviando
con ello (o quizás re‐reinterpretando) el mandato de Arthur Rimbaud de ser absolutamente
modernos. Otros, como el escultor americano Jacob Epstein, utilizaron la iconografía
mecanicista como denuncia o advertencia de la deshumanización que imponía la era
mecánica. Al referirse a su célebre obra El taladro de la roca (1913‐14) Epstein afirma que «es
la siniestra figura acorazada de hoy y de mañana. No hay en ella nada humano, como no sea el
terrible monstruo de Frankensteinen el que nos hemos transformado a nosotros mismos ». [En
Hughes, 2000: 48].
16
Pero la era mecánica trajo consigo también una innegable fascinación entusiasta por parte de
artistas que buscaron la mejor manera de representar la nueva iconografía de la modernidad
de una forma nueva. El rechazo primitivista por la máquina se contrarrestó con un sentimiento
de fascinación tecnológica que llevó al sueño por la metalización del hombre profetizado por
Marinetti. Oskar Schlemmer [1986] apuntó que «estos dos modos de conciencia ‐ el sentido
del hombre como una máquina, y una visión de los pozos más profundos de la creatividad ‐
son síntomas de una y la misma nostalgia». Irónicamente, el artista que mejor plasmó
pictóricamente la metalización del hombre no fue un futurista, sino un tardo‐cubista. Fernand
Léger, director de la película Ballet Mecánico (1924), desarrolló también un tipo de iconografía
en el cual representaba a seres humanos como si fueran autómatas hechos de tubos, cilindros
y acoplamientos mecánicos, «lo que le interesa de la máquina no es su inhumanidad, sino su
adaptabilidad al organismo y la sociedad» [Robert Hughes, 2000]. En la pintura de Léger es
difícil no ver reflejos de la Iª Guerra Mundial, en la que el pintor había participado y que había
sido la primera en la historia en contar con armas mecánicas capaces de industrializar la
muerte.
La irrupción de esta guerra mecanizada supuso un jarro de agua fría sobre aquellos optimistas
que confiaban en las bondades de la era de la máquina. Los movimientos artísticos
posteriores, llamados de entreguerras, tratan el tema de la máquina de forma distinta a sus
predecesores. Entre los dadaístas por ejemplo, se utiliza la máquina como elemento irónico y
paródico del pensamiento racionalista y positivista que había dominado Europa desde la
Ilustración y que había desembocado en aquella matanza industrial. Para ello, los artistas
dadaístas crean máquinas inútiles, sin función, como los estrafalarios inventos del ilustrador
Rube Goldberg. La máquina, o el objeto industrial desprovisto de función (el Ready Made) se
vuelve producto artístico, valorable tan solo desde una perspectiva estética. Los Surrealistas
siguieron esta estética materialista con sus objetos de funcionamiento simbólico, poéticas
recreaciones de la era de la máquina llevadas al absurdo, a lo irracional.
A estos artistas también les interesó, y mucho, aquello de mecánico que reside en la
fisionomía del hombre. A los surrealistas en particular les fascinó el inconsciente y el llamado
automatismo psíquico puro, que nos hace actuar como si fuéramos autómatas, y los dadaístas
vieron en el acto sexual un símil con el trabajo mecánico, cuyo objetivo era simple y
exclusivamente producir placer, sobre todo en el caso del onanismo. Esta visión mecanicista
del acto sexual humano no era algo nuevo. En el siglo XIX ya había sido mencionado por
escritores como Joris‐Karl Huysmans, quien afirma que “no es más que el triste aspecto
17
mecánico de nuestra propia reproducción lo que explica nuestra atracción por la criatura
artificial”, o por Freud, quien en su Interpretación de los sueños afirmaba que “el imponente
mecanismo del aparato sexual masculino le lleva a simbolizarse con toda clase de maquinaria
indescriptiblemente complicada”. Cual proceso repetitivo y casi automático, nuestros genes y
feromonas toman el control de nuestro cuerpo en su función sexual, convirtiéndonos en
“máquinas de supervivencia, autómatas programados a ciegas con el fin de perpetuar la
existencia de los egoístas genes que albergamos en nuestras células” afirma el neo darwinista
Richard Dawkins [1979]. En la obra de Joris Karl Huysmans, Là‐Bas de 1821, podemos leer:
“fíjate en la maquina, el juego de los émbolos son cilindros: son Romeos de acero en el interior
de moldes de hierro que son Julietas. Las formas de expresión humanas no se diferencian en
modo alguno del vaivén de nuestras máquinas. Es una ley a la cual debemos rendir homenaje,
a menos que uno sea impotente o santo”.
La máquina se vuelve la metáfora perfecta para poder hablar de sexo sorteando la censura de
la época. En el campo pictórico fue Francis Picabia el que más extensamente desarrolló la
metáfora sexual a través de la iconografía diagramática propia del diseño industrial. “Trabajaré
infatigablemente hasta alcanzar el pináculo del simbolismo mecánico” afirmaba Picabia, quien
sustituyó los símbolos sexuales tradicionales de la pintura: las mariposas, las grutas o el
musgo, por poleas, fusibles y engranajes. Pero si Picabia consolidó la iconografía, Marcel
Duchamp la llevó a un mayor nivel conceptual a través de su Gran Vidrio. La obra es en sí
mismo un complejo mecanismo sexual frustrado en el que los novios tratan de alcanzar
inútilmente a la novia que se desnuda para ellos. La masturbación representada a través del
molinillo de chocolate es la única solución para estos personajes que desperdician así toda su
esencia.
Existe por tanto una tendencia en el arte moderno de crear cuerpos construidos o modificados
mediante injertos: el ya mencionado Marcel Duchamp, los maniquíes surrealistas, o algunas
máquinas de Jean Tinguely. La relación del cuerpo con la máquina es una constante en el arte
del siglo XX que se materializa directa o indirectamente, como en el caso de los artistas
performativos que realizan movimientos mecanizados, por ejemplo Martha Rosler con su
Semiotic kitchen o Bruce Nauman con Dance or Exercise on the Perimeter of a Square.
En la posmodernidad aparece una estética de lo abyecto y del cuerpo hibridado con animales o
máquinas. En el cine, directores como David Cronenberg o Chris Cunningham representan esta
tendencia a la hibridación monstruosa. En las artes visuales tenemos a Paul McCarthy, Tony
18
Oursler o Mike Kelley, y también podríamos incluir en esta categoría a los artistas que
analizaremos a continuación que ofrecen una reflexión de la hibridación del humano con la
tecnología y su nueva situación ontológica desde perspectivas experimentales y no
académicas.
19
‐STELARC: OBSOLESCENCIA Y EVOLUCIÓN‐
"Nadie puede escapar de la máquina. Sólo la máquina puede darte la
posibilidad de escapar del destino”.
Tristan Tzara
Entre las muchas imágenes icónicas que en 1968 nos dejó la película 2001: Una odisea en el
espacio, destacan dos escenas que impregnaron nuestras retinas con especial potencia. En la
primera, el prólogo de la cinta, vemos a un homínido descubrir el potencial uso de un fémur
como arma ofensiva. En la segunda escena, que corresponde al epílogo, un futuro y pequeño
bebé nonato flota en el vacío espacial con la épica banda sonora de Richard Strauss (Así
habló Zaratustra) como acompañamiento. Entre una escena y otra, la parte central de la
película nos narra el presente, o mejor dicho un futuro cercano (2001 visto desde 1968). Un
futuro tecnófilo que desde la perspectiva de la carrera espacial de los años sesenta debía
desembocar inexorablemente en la colonización del espacio. Parece evidente que, a pesar de
los matices de ambigüedad interpretativa cedidos por el propio Kubrik4 y su co‐guionista el
escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke, el argumento principal de 2001 trata sobre la
evolución humana, un milenario desarrollo entre el homínido pre‐humano y el ser
posthumano, el hombre de las estrellas. Dejando al margen el recurso deus ex machina del
monolito (ese artefacto enviado por agentes desconocidos y que parece ser el responsable de
catalizar la evolución humana), la película avanza ciertos conceptos que serán desarrollados en
profundidad años después de su estreno dentro del pensamiento transhumanista, como la
indisoluble unión entre el hombre y su tecnología (del hueso a la nave espacial) o la futura
expansión de las sociedades humanas lejos de la Tierra.
La imagen del bebé flotando desnudo en el espacio no deja de ser una mera metáfora, una
alegoría del nacimiento del hombre posthumano, un teórico siguiente eslabón en la evolución
humana capaz de vivir en el cosmos. Sin embargo, la fragilidad que refleja su pequeño cuerpo
frente a la inmensidad del espacio nos hace cuestionarnos acerca de nuestras limitaciones
fisiológicas a la hora de plantearnos la posibilidad de emprender tal empresa. El artista Stelios
Arcadiou (1946), conocido como Stelarc, critica duramente la incapacidad del cuerpo para
4
Entre numerosas críticas de la película se repite recurrentemente una cita supuestamente atribuida
a Stanley Kubrick: “sois libres de especular sobre el significado filosófico y alegórico de 2001”.
20
soportar lo que él también considera un salto pan‐planetario inevitable. “Fuera de la Tierra, la
complejidad, blandura y humedad del cuerpo serían difíciles de mantener. La estrategia sería
VACIAR, ENDURECER y DESHIDRATAR el cuerpo para hacerlo más duradero y menos
vulnerable” [Stelarc, 2012] (Las mayúsculas pertenecen al autor). El principal planteamiento
teórico de Stelarc a lo largo de sus más de treinta años de trabajo como artista performativo es
resumido en su célebre máxima “EL CUERPO ESTÁ OBSOLETO”. El artista considera que “es
hora de preguntar si un cuerpo bípedo que respira, con visión binocular y un cerebro de
1400cc es una adecuada forma biológica.” [Stelarc, 2012].
Lejos de ser una idea innovadora, la obsolescencia del cuerpo forma parte de un viejo
pensamiento que hunde sus raíces en la tradición cristiana neo‐platónica, en Descartes y su
visión dualista del hombre5, o en Scheler, Alsberg y Bataille más recientemente. Como afirma
Simon Penny es “quizás la idea más consistente y continua en la filosofía occidental” [en Clarke
y Smith, 2005: 90]. La aspiración por librarse del cuerpo físico obsoleto y trascender a un
estado de conciencia pura aparece nuevamente en la postmodernidad en los círculos
ciberculturales y entre los pensadores transhumanistas. Basándose en los avances de la
tecnología informática, el transhumanismo cree en la posibilidad de transferir la conciencia
humana a un ordenador para que el individuo sea capaz de vivir en un entorno digital sin las
desventajas de un cuerpo físico y orgánico, el cual ya fue visto por Platón como una cárcel para
el alma. En este sentido, la tecnología, como menciona el historiador de las religiones Mircea
Eliade, retoma en muchos aspectos el papel de la divinidad en las sociedades contemporáneas
no religiosas, como en esta aspiración de transcendencia corporal.
Pero Stelarc no aspira a librarse completamente del cuerpo, ni considera que la inteligencia o
la conciencia sean elementos independientes del cuerpo. En sus escritos redunda en la idea de
que “nuestras ideas y acciones están esencialmente determinadas por nuestra fisiología […] la
filosofía está enraizada en nuestra fisiología” [Stelarc, 2012]. El artista comparte la distinción
del sociólogo P. L. Berger entre “tener un cuerpo” y “ser un cuerpo”, así como en el
planteamiento de A. Damasio o G. Lakoff quienes invierten la máxima cartesiana para afirmar
5
La postura de Descartes frente al dualismo (cuerpo‐alma) del hombre aun se discute entre los
especialistas en los textos cartesianos. «A pesar de que Descartes se maneja durante casi toda su
existencia en un entendimiento del hombre compuesto por cuerpo y mente, hubo un momento en su
vida en el cual se dedicó a desarrollar una ciencia del hombre basada en el estudio del cuerpo humano o
en el hombre como autómata, y su objetivo fue desarrollar una teoría que condujera al hombre a su
perfectibilidad» [Luna‐Fabritius, 2011: 60]
21
que primero somos y luego pensamos; pensamos con el cuerpo, y por lo tanto sin cuerpo no
hay conciencia. Stelarc 6 además añade: “no solo no deberíamos separar mente y cuerpo,
tampoco deberíamos distinguir entre el agente y su entorno” [en Clarke y Smith, 2005: 220].
La obsolescencia del cuerpo para Stelarc es por tanto un problema adaptativo. El cuerpo
humano ha sido diseñado (en el sentido darwinista del término) para adaptarse a una serie de
circunstancias ambientales que ya hemos superado. Hemos modificado nuestro entorno de
manera tan drástica y acelerada que sencillamente el proceso de evolución biológica no es
capaz de seguir el ritmo. El cuerpo humano es frágil, poco duradero y muy dependiente de
elementos como comida, agua y oxígeno; su eficiencia está determinada por la edad y los
órganos que funcionan mal son muy difíciles de remplazar, como afirma Stelarc. La forma de
nuestros cuerpos fue fijada hace miles de años para unas funciones que ya no necesitamos,
mientras que hemos creado otra serie de necesidades para las cuales la fisiología actual de
nuestro cuerpo no resulta del todo eficaz. En concreto Stelarc denuncia que nuestro cuerpo,
como forma biológica, “no puede hacer frente con la cantidad, complejidad y cualidad de la
información que ha acumulado; está intimidado por la precisión, velocidad y poder de la
tecnología y está biológicamente mal equipado para hacer frente a su nuevo ambiente
extraterrestre” [Stelarc, 2012]
La solución que plantea Stelarc es rediseñar nuestra propia fisiología a través de la tecnología,
aumentar el cuerpo a través de prótesis u órganos artificiales, superando la evolución biológica
para crear un ser (no necesariamente humano) optimizado a las necesidades de la cultura
creada por el hombre, y no al entorno natural. Stelarc propone superar el cuerpo obsoleto,
pero no deshaciéndose de él por completo7, sino perfeccionándolo a través de la tecnología y
ampliando sus capacidades. El ideal es un ser híbrido hombre‐máquina, un cíborg, concepto
acuñado en 1960 por Clynes y Kline para definir precisamente a un individuo mejorado capaz
de sobrevivir en el espacio. Al igual que en las películas de David Cronemberg, para Stelarc el
6
El planteamiento existencial de Stelarc es más complejo y a veces contradictorio en sus escritos a lo
largo del tiempo. En ciertas ocasiones Stelarc cita Nietzsche y su idea de que lo importante no es el “ser”
sino la acción, el “hacer”. También acude a Wittgenstein y su teoría de que el acto del pensamiento no
está localizado en la cabeza, sino en el papel en el que se escribe o en los labios con los que se habla.
7
En algunos escritos posteriores Stelarc sí menciona la idea de que el ser posthumano debe
desarrollarse en entidades operacionales autónomas, inteligentes y sustentadas en Internet y los
medios electrónicos. “Los cuerpos y la máquinas son pesadas, actúan con fricción y peso en la gravedad.
Los avatares actúan suavemente y a la velocidad de la luz. Las imágenes son eternas. Los avatares no
tienen órganos”. [Stelarc, 2009]
22
cuerpo y la tecnología están condenadas a coexistir, a hibridarse, a formar un nuevo tipo de
carne, un nuevo cuerpo, objetual y modificable. “El cuerpo ya no es un sujeto, sino un objeto.
Como tal, el cuerpo puede ser amplificado y acelerado, alcanzando una velocidad de escape
planetaria. Se convierte en un proyectil post‐evolucionado, diversificado en forma y función”
[Stelarc, 2012].
El cíborg stelarquiano tomaría como primera estrategia el concepto del cuerpo sin órganos de
Deleuze, Guattari o Artaud. Pero mientras que “en los años 40 Antonin Artaud quería evacuar
el cuerpo de sus órganos en un acto de desafiante liberación, en el nombre del teatro de la
crueldad, Stelarc busca suplementarlo con un exceso de órganos que solo tienen sentido en la
atroz exhibición de la era de la realidad tecno‐biológica” [Tofts, 2009: 1]. A diferencia de
Artaud, Stelarc no considera inútiles los órganos, simplemente considera que el cuerpo debe
ser re‐organizado. Tras vaciar y endurecer el cuerpo, el siguiente objetivo es llenarlo de
órganos artificiales, “EL CUERPO VACÍO DEBERÍA SER UN MEJOR ANFITRIÓN PARA
COMPONENTES TECNOLÓGICOS” [Stelarc, 2012] (las mayúsculas son del autor). Stelarc pasa
del concepto de cuerpo sin órganos al de órganos sin cuerpos desarrollado por Marshall
Mcluhan y posteriormente Slavoj Žižek. Al igual que Mcluhan, Stelarc habla de la tecnología
como órganos protésicos, extensiones de las funciones corporales humanas. “En la era
eléctrica, nuestro sistema nervioso central está tecnológicamente extendido a toda la
humanidad” afirmó proféticamente Mcluhan antes de conocer Internet. El cíborg stelarquiano
estaría igual permanente, física, e íntimamente conectado con otros individuos a través de la
Red, creando un nuevo tipo de conciencia colectiva y fisiología dividida. Es lo que Stelarc
denomina Fractal Flesh (carne fractal): cuerpos y partes de cuerpos separados espacialmente
pero electrónicamente conectados, “generando patrones similares de actividad que se repiten
a diferentes escalas” [Stelarc, 2009 : 1].
Los planteamientos teóricos de Stelarc son difundidos principalmente a través de su página
web junto al archivo de performances; todo forma parte de un todo en continuo desarrollo.
Resulta difícil separar la teoría de la práctica en el caso de Stelarc. Brian Massumi afirma que
“Stelarc no es un artista conceptual. No está interesado en comunicar conceptos sobre el
cuerpo. Lo que le interesa es experimentar el cuerpo como concepto” [en Clarke y Smith.
2005: 125]. Es a través de su trabajo artístico como Stelarc experimenta con “su” propio
cuerpo en concreto, materializando y a veces contradiciendo sus propias tesis teóricas sobre
23
“el” cuerpo en abstracto 8 . Para Jane Goodall, es importante acercarse a la retorica
stelarquiana a través de las performances y no viceversa, pues en sus obras, Stelarc no solo
sigue el esquema McLuhiano, sino que lo pone a prueba a través de la práctica, y “una cosa es
hablar en poéticos aforismos sobre el cuerpo dividido y otra experimentarlo” [en Clarke y
Smith, 2005: 17].
Pero tratar de analizar las performances de Stelarc sin tener como referente (aunque sea
mínimamente) sus planteamientos teóricos, puede llevarnos a una interpretación muy alejada
de la intención inicial del artista. Por ejemplo, las primeras performances con las que se dio a
conocer a finales de los años setenta, fueron vistas como una experimentación del dolor a
través de la práctica sadomasoquista por parte de algunos asistentes a las acciones. Incluso
algunas críticas feministas lo entendieron como una exaltación del narcisismo del macho. En
las llamadas Suspensions (suspensiones), unos ganchos metálicos atravesaban la piel de Stelarc
haciendo que su cuerpo quedara suspendido en el aire. Esta práctica fue repetida 25 veces
entre 1976 y 1988, en diferentes posiciones, tanto en interiores como exteriores y en diversas
situaciones: en ocasiones permanecía estático y en otras los ganchos le obligaban a girar o
desplazarse a través de grúas y cables. No resultaba difícil ver en estas acciones cierta
resonancia de las violentas performances de artistas contemporáneos como Marina
Abramovic, Gina Pane o Chris Burden. Pero en los registros fotográficos de las suspensiones de
Stelarc, el rostro del artista no parece sufrir por el dolor. Al contrario, suele aparecer con los
ojos cerrados y una expresión relajada, recreando en ciertas ocasiones posturas de meditación
oriental, produciendo “evocaciones de la ingravidez prenatal (…) del sueño espacial de flotar
sin gravedad.” [Dery, 1998: 177]
Ni el dolor, la trascendentalidad, o la ingravidez, son los temas que Stelarc quería destacar en
estas acciones. Solo complementando estas experiencias con los textos que paralelamente
elabora el artista podemos entender su verdadero significado, y comprender que lo que
Stelarc pretende con ellas es agotar físicamente al cuerpo, presentarlo como objeto y
evidenciar su obsolescencia. En las suspensiones, el cuerpo de Stelarc es un “paisaje de piel
estirada”, un mero objeto escultural frágil y débil frente a la solidez de los ganchos que se
introducen en su piel y frente a la violenta acción de los elementos en el caso de las
suspensiones realizadas en exteriores. En Rocks Suspension (suspensión con rocas) la
objetualización del cuerpo es aún más evidente; al contrarrestar el peso del cuerpo con el de
8
A diferencia de otros body‐artistas, Stelarc siempre habla de “el cuerpo”, nunca de “mi cuerpo”.
24
simples piedras consiguiendo el equilibrio, se puede establecer una comparación meramente
material entre ambos elementos. Como en el buey desollado de Rembrandt, el cuerpo de
Stelarc se convierte en objeto de estudio, meramente carnal, despersonalizado y obsoleto,
expuesto para su mera contemplación estética y, según el artista, la exploración de los
parámetros fisiológicos y psicológicos del cuerpo.
Stelarc, “Rock suspensión”. Maki Gallery, Tokyo, Japan 1980.
Afirma Stelarc que en las Suspensions “el cuerpo no es un contenedor donde la piel sea la
frontera entre el ser y el principio del mundo, aquí el cuerpo obsoleto y vacío se convierte un
anfitrión, no para un ser, sino simplemente para una escultura” [Stelarc, 2012]. Lejos de
apreciar y valorar la sorprendente elasticidad y resistencia del órgano más grande del cuerpo,
Stelarc rechaza la piel, esa barrera homeostática entre nuestro interior y el mundo exterior,
por ser el contenedor de la individualidad, lo que choca de frente con su aspiración por
deslocalizar el “yo” fusionándolo con el entorno y con otros individuos a través de una red de
entes conectados, propiciando la multiplicidad de agentes. Así mismo, en sus escritos Stelarc
plantea cómo la tecnología podría rediseñar la piel creando una “piel sintética que pudiera
absorber oxígeno directamente a través de sus poros y convertir eficientemente la luz en
nutrientes químicos” [Stelarc, 2012].
En Stomach Sculpture (escultura estómago), Stelarc vuelve a utilizar su cuerpo como mero
objeto, receptor en este caso de una obra de arte, al ingerir una escultura de 80 x 50 mm que
emite sonidos intermitentes y una luz fluorescente que puede verse y oírse a través de una
25
endoscopia retransmitida por video. “El cuerpo –nos dice Stelarc‐ deviene hueco, sin
distinciones significativas entre espacio publico, privado y fisiológico. [En este caso] la
tecnología invade el interior del cuerpo no como una prótesis reparadora, sino como
ornamento estético” [Stelarc, 2012].
En la última suspensión que Stelarc realiza en los ochenta, el artista incluye el que será el
objeto performativo más usado por el artista, la Third Hand (tercera mano). Una mano
robótica construida a la misma escala que la mano derecha de Stelarc y que es acoplada al
brazo del artista, no como una prótesis sustitutiva, sino como un añadido al cuerpo, un
síntoma de exceso. Los movimientos de la Third Hand son controlados por el artista a través de
impulsos eléctricos de los músculos (EMG) del abdominal y la pierna izquierda, consiguiendo
así un movimiento independiente de las tres manos, las dos biológicas y la protésica; aunque
ésta última es capaz de moverse más libremente que las otras dos, alcanzando rotaciones de
muñeca de hasta 290 grados.
La Third Hand es un ejemplo de cómo en muchas ocasiones los planteamientos teóricos de
Stelarc fallan al ser llevados a la práctica, pues la mano protésica fue originalmente diseñada
para ser fijada de forma semi‐permanente a cuerpo, pero debido a la irritación que sufría la
piel y al peso de la mano, que entre estructura y batería alcanzaba los 2 kg, la prótesis solo ha
podido ser utilizada durante las performances.
Stelarc, “Evolution”. Maki Gallery, Tokyo, Japan 1982
La Third Hand fue la primera de una serie de máquinas con las que Stelarc trata de extender
26
las capacidades de su cuerpo. A diferencia de la manera en la que utilizamos tradicionalmente
las herramientas, mediante interfaces ojo‐mano, Stelarc decide manejar la herramienta como
una parte más de su organismo, buscando una compenetración total, una disolución de límites
entre la parte biológica y la parte tecnológica. A Third Hand le seguirán Extended Arm (brazo
extendido) y posteriormente Exoskeleton (exoesqueleto) y Muscle Machine (Máquina
muscular), dos máquinas con la apariencia de enormes insectos mecánicos capaces de elevar y
transportar el cuerpo de Stelarc. El artista se coloca sobre Exoskeleton o dentro de Muscle
Machine para moverse por el espacio mediante el uso de las seis patas mecánicas protésicas.
Stelarc remarca que en Muscle Machine “la interfaz e interacción son muy directas,
permitiendo una coreográfica intuitiva humano‐máquina” [Stelarc, 2012]. Por ejemplo, gracias
al uso de acelerómetros, el artista desde dentro, simplemente girando su torso, puede hacer
que la máquina camine en la dirección que desea. “Una vez que la máquina está en
movimiento, no tiene ya sentido preguntar si es el humano o la máquina quien tiene el
control, ya que ambos están plenamente integrados y se mueven como uno solo” [Stelarc,
2012].
El control es precisamente uno de los temas transversales en el trabajo artístico de Stelarc, y
quizás el motivo por el que a veces se estudia desde una perspectiva sadomasoquista de
dominación. En prácticamente todas sus obras y performances podemos ver una exploración
en torno a este tema de una u otra forma. En algunas de las suspensiones, por ejemplo, el
cuerpo era obligado a moverse a través de máquinas y motores contra su voluntad, como una
marioneta gigante cuyos movimientos eran controlados por agentes externos. El artista pierde
así el control de su propio cuerpo, exagerando el proceso de automatismo que ocurre en todos
nosotros, sobre todo en situaciones de miedo, alerta y supervivencia, a través de los sistemas
parasimpáticos del cerebro que actúan de forma autónoma. Porque lo cierto es que la gran
mayoría de los procesos que ocurren en el interior de nuestro cuerpo se realizan al margen de
nuestro control. Incluso muchas de nuestras acciones cotidianas (conducir, cocinar, revisar el
correo…) acaban por automatizarse con el tiempo de tal forma que las llevamos a cabo de
forma casi inconsciente. Afirma Stelarc que “siempre hemos tenido miedo de actuar
involuntariamente y siempre hemos estado ansiosos por ser automatizados, pero lo cierto es
que tememos lo que siempre hemos sido y en lo que ya nos hemos convertido. Siempre
hemos sido cuerpos zombies y cíborgs” [Stelarc, 2011].
En muchas performances de Stelarc, el cuerpo se convierte en anfitrión para agentes remotos,
aunque nunca se cede completamente el control. No se trata tanto de crear mecanismos de
27
control maestro‐esclavo, sino bucles de retroalimentación de conciencia alternativa, agencia y
fisiología dividida. El cuerpo de Stelarc se divide funcionalmente en dos, la parte poseída y la
parte performativa, con la que a veces además el artista controla sus prótesis mecánicas. La
intención es por tanto ceder parte del control, como en Ping Pong o Fractal Flesh,
performance en la que su cuerpo era movido involuntariamente a través de pantallas táctiles
que conectaban con un sistema de simulación de músculos equipado al cuerpo. Desde el
Museo Pompidu de Paris, el Media Lab de Helsinki o la conferencia Doors of pereception en
Amsterdam, los espectadores podían mover el cuerpo de Stelarc en Luxemburgo. Era una
experiencia de cuerpo dividido; la mitad controlada por el artista, la otra mitad controlada por
otros agentes que actúan en miembros fantasmas. O en Movatar, un sistema de captura de
movimiento inverso diseñado para que un avatar pueda interactuar en el mundo real a través
del control de la parte superior cuerpo de Stelarc, mientras que la parte inferior queda libre
para moverse a voluntad del artista. “En performances anteriores el artista se añade aparatos
protésicos para aumentar el cuerpo. Ahora el cuerpo en sí mismo es una prótesis poseída por
el avatar para actuar en el mundo real”. [Stelarc, 2009: 1]. El ser virtual invade el cuerpo físico
como un virus. La desvinculación total de la voluntad del artista llegará con Prostetic Head
(Cabeza protésica), una cabeza virtual que interactúa con el espectador como un avatar del
artista, respondiendo a sus preguntas de la misma forma que lo haría él. Prostetic Head es un
proyecto en curso, pero el objetivo final es crear un doble virtual de Stelarc, con la intención
de que con el paso del tiempo el programa de inteligencia artificial aprenda y genere
respuestas más autónomas, respuestas de las que el artista ya no podrá ser responsable.
La pérdida de control sobre su propio cuerpo que Stelarc experimenta en sus acciones, podría
ser entendida como un eco de aplicación cibernética (la cibernética es de hecho el estudio
interdisciplinario de la estructura de los sistemas reguladores) de una constante en la historia
de la producción artística. Desde que tenemos constancia, siempre ha existido una pulsión en
algunos artistas por ser más mediadores que agentes; esto es, por delegar o compartir la
responsabilidad de las obras con otros agentes o factores. En términos benjaminianos, el
artista ha sido más productor que creador en muchas ocasiones. Ya fuera a través de estados
alterados de consciencia, automatismos psíquicos, arte relacional o directamente dejando
trabajar al azar, una gran parte de la historia del arte está plagada de artistas que no han
ejercido un control directo sobre sus propias obras, o lo han hecho solo parcialmente. A lo
largo de la historia, teóricos como Ficino y después Shaftesbury se han planteado que el
momento en que los artistas crean su obra es un momento de desenfreno, de perdida del
control racional. En el propio origen greco‐latino del arte y el artista, éste era considerado
28
como un transmisor de la divinidad, inspirado por las musas, un cuerpo poseído y por lo tanto
no responsable de sus actos. Mucho después se dirá que la inspiración artística romántica
surge del entusiasmo, cuyo origen etimológico procede de la palabra posesión.
Stelarc no fue el primero en ceder el control de su propio cuerpo al espectador en una
performance. En 1974, Marina Abramovic despertó la polémica con su obra Ritmo 0, al dejar
que los espectadores interactuaran libremente con su cuerpo pasivo mediante la utilización de
72 objetos que iban desde una pluma a una pistola. Pero Stelarc va mucho más allá,
convirtiendo su cuerpo en receptor, en huésped de la voluntad de múltiples agentes. En un
escenario foucaultiano de control biopolíco directo que difumina el concepto de individualidad
e identidad y crea una conciencia expandida entre el artista y aquellos a los que permite
acceder a su cuerpo. Además, los agentes no tienen ni siquiera por que ser humanos, sino que
podrían controlar su cuerpo inteligencias artificiales, o simples flujos de datos aleatorios
obtenidos de la red, como en la obra Parasite (parásito), donde el cuerpo es movido mediante
estimuladores musculares que se activan respondiendo a imágenes encontradas en Internet.
Quizás controlar el movimiento de otros individuos pueda parecernos una aspiración
éticamente cuestionable, pero lo cierto es que ya podemos encontrar ciertos atisbos de la
fisiología dividida de la que habla Stelarc en la cotidianeidad de nuestra era digital. El
crecimiento exponencial de Internet en los últimos años, sobre todo a través de los sistemas
móviles, ha posibilitado por ejemplo, que una aplicación de nuestro móvil nos informe de
donde se encuentran físicamente nuestros amigos o familiares en tiempo real. Otro ejemplo;
las fotografías realizadas con el móvil, creadas en la mayoría de los casos para ser compartidas
inmediatamente a través de las redes sociales, cumplen una función muy distinta a las
fotografías tradicionales. Como el historiador y crítico de arte Miguel Ángel Hernández [2012]
ha observado, se trata de compartir miradas más que de compartir imágenes, “en lugar del
clásico "yo he estado aquí" de la fotografía tradicional amateur –el recuerdo del lugar, el
evento o la persona, que implica la temporalidad de la memoria–, la instantaneidad de las
redes fotográficas parecen querer decirnos "mira a través de mis ojos" o, mejor, "mi cámara
son tus ojos". Y la tendencia parece ir cada vez a más; las gafas de realidad aumentada que
Google quiere lanzar al mercado el año próximo, las Google Glass, prometen grabar
permanentemente todo aquello que vean nuestros ojos y transmitirlo a través de internet, lo
que permitiría a nuestros conocidos ver realmente todo aquello que veamos nosotros, que
nuestros ojos sean también los suyos, satisfaciendo con ello todo tipo de escópicas
perversiones voyeristas y panopticistas.
29
De sentidos compartidos trata precisamente una de las obras más celebres de Stelarc. En vez
de la vista, lo que el artista quiere compartir es el oído, no su a través de sus orejas biológicas,
sino una protésica que el artista se ha implantado en el brazo. Ear on arm (oreja en brazo) es la
culminación de un largo sueño de Stelarc. Denominada en un principio Extra ear (oreja extra),
el proyecto consistía en la idea de implantar una oreja protésica junto a su propia oreja
derecha. A diferencia del resto de proyectos protésicos de Stelarc, la oreja añadida no debía
ser mecánica, sino fabricada con células vivas mediante ingeniería genética. Tras algunos
experimentos, como 1/4 scale ear, donde logró realmente construir una réplica de su oreja
con tejido vivo, a un cuarto de su tamaño normal, Stelarc descubrió que la cara no era un
espacio adecuado para la implantación de su oreja protésica, debido a la cantidad de nervios
que podían ser dañados en el proceso quirúrgico. Finalmente, tras doce años, el proyecto
culmina en Ear on arm, una oreja protésica que el artista se inserta subcutáneamente en el
antebrazo tras varias intervenciones médicas, y que nos recuerda inevitablemente a las
impactantes imágenes de hace unos años del ratón en cuya espalda los científicos
consiguieron hacer crecer una oreja humana. Stelarc asegura que “la oreja estará conectada
inalámbricamente a internet, todo el mundo puede oír lo que ella oiga. Otra funcionalidad
alternativa es, aparte de esta escucha remota, la idea de que la oreja sea parte de un sistema
Bluetooth donde el receptor esté dentro de mi boca. Si me llamas al móvil, puedo hablarte a
través de mi oído, pero escucharé tu voz dentro de mi cabeza. Si abro la boca alguien cercano
a mi escuchará tu voz saliendo a través de mi, como una presencia acústica de otro cuerpo de
otro lugar" [Stelarc, 2012]. De momento ninguna de estas funcionalidades son reales, ya que el
micrófono que se insertó en la prótesis blanda tuvo que ser extraído por la grave infección que
causó, pero el artista sigue buscando la manera de ofrecer todo ese abanico de funciones
electrónicas a su nueva oreja.
La infección producida por Ear on arm evidencia, como lo hizo Third Hand, que la retórica
stelarquiana está lejos de poder aplicarse. El cuerpo parece resistirse a ser alterado al rechazar
las prótesis sintéticas, demostrando la dificultad de fusionar la máquina con el cuerpo. Una
cosa es utilizar herramientas y otra muy distinta querer insertarlas en nuestro cuerpo como
parásitos simbióticos. Stelarc nos sitúa al final de la fisiología humana, pero el futuro
determinista que vaticina, de manera categórica, a través de la fusión cuerpo‐máquina no
parece muy alentador. Como acertadamente observa Brian Massumi, “enfundado en su
exoesqueleto permeable, el cíborg stelarquiano es potente pero no poderoso, es un
monumento faraónico al cuerpo momificado que se marchita en su interior” [en Clarke y
Smith. 2005: 189].
30
Stelarc lleva a la práctica el cuerpo futuro imaginado por William Gibson en Neuromante y por
otros escritores cyberpunk, “un cuerpo directamente conectado a la Red, que se nueve no por
estimulación interna, no por que sea remotamente guiado por otro cuerpo (o un grupo de
agentes remotos), SINO UN CUERPO QUE TIEMBLA Y OSCILA AL FLUJO Y REFLUJO DE LA
ACTIVIDAD EN LA RED. Un cuerpo cuya percepción no responde no a su sistema nervioso
interno sino a la estimulación externa de redes informáticas globalmente conectadas” [Stelarc,
2012]. Cuerpos remotos en un espacio virtual de multiplicidad de agentes frente a la
individualidad, de deslocalización e inteligencia distribuida, donde se diluye la frontera entre lo
público y lo privado. En ese espacio virtual, los cuerpos divididos, conviven con avatares,
entidades virtuales sin órganos (como los que habitan en el juego Second Life), diluyendo así
las fronteras, creando una ambigüedad esquizofrénica entre lo real y lo virtual.
Curiosamente, a pesar de la tecnología aplicada, la estética de las obras de Stelarc no nos
resulta digitalmente futurista, sino envuelta en una profunda nostálgica analógica. La
escenografía de sus performances es tremendamente teatral, llena de cables, motores,
engranajes, láseres que salen de sus ojos, sonidos amplificados de sus latidos del corazón,
ondas cerebrales, flujo sanguíneo y sonidos musculares, proporcionando un aura prolongada
acústico para el cuerpo piel estirada. Es sin duda una estética cyberpunk, como reconoce el
propio William Gibson, “el arte de Stelarc nunca me ha parecido futurista. Si sintiera que lo
fuera, dudo que me gustara responder a ella. Más bien, lo experimento en un contexto que
incluye espectáculos de circo, freak shows, museos médicos, la pasión de los inventores
solitarios. Lo asocio con el ornitóptero de da Vinci s, velocípedos excéntricos del siglo XIX, y
esquemas victorianos de galvanotecnia para los muertos, aunque no de cualquier manera
retrógrada [en Smith y Clarke. 2005 : viii].
Darren Tofts [2009 : 2] afirma que "Stelarc es sin ninguna duda el más ambicioso arquitecto de
sus consecuencias post‐humanas". Sin embargo, lo cierto es que las propuestas de Stelarc no
profundizan más allá de la mera estética y una pseudo‐filosofía de la ciencia ficción. En ningún
momento trata de analizar, por ejemplo, cómo serían las relaciones de producción de esos
cuerpos interconectados o las consecuencias políticas, ¿quién trabaja en un cuerpo dividido?,
¿dónde está la individualidad del ciudadano?, ¿quién vota? En el fondo lo que Stelarc propone
es una evolución del pensamiento postfordista, de la lógica del capitalismo tardío que diluye la
frontera entre el trabajo y la vida, y donde se corre el riesgo continuo de que se capitalice el
trabajo ajeno. Stelarc tampoco parece caer en la cuenta de lo difícil de sostener que resulta
tratar de solucionar la obsolescencia corporal con un producto cuya lógica es obsolescente de
31
por sí, la máquina. La obsolescencia programada de la máquina, otra cualidad inherente a la
lógica capitalista, no es algo deseable que queramos aplicar a nuestro cuerpo. En el supuesto
cíborg de Stelarc el cuerpo dejaría de pertenecernos, no solo porque no lo controlamos
nosotros, sino porque los órganos protésicos no serían algo con lo que naceríamos, sino un
objeto de consumo.
Las grotescas performances de Stelarc, llenas de cables, luces teatralizadoras, lasers y sonidos
amplificados de los órganos vitales del artista, no nos ofrecen una onírica visión de la evolución
humana precisamente. Al contrario, nos muestran una pesadilla de estética fetichista
cyberpunk, en la que Stelarc convierte su cuerpo en una mesa de mezclas con entradas y
salidas a través de extensiones tecnológicas que lo someten a un estado de alienación,
paranoia y esquizofrenia, en un oscuro infierno de infinita repetición mecánica. Cual profeta
tecnológico, Stelarc nos advierte que “los sueños utópicos se vuelven imperativos post‐
evolucionarios. ESTO NO ES UNA MERA OPCIÓN FAUSTIANA NI DEBERÍA HABER NINGÚN
MIEDO FRANKESTEINIANO EN MANIPULAR EL CUERPO” [Stelarc, 2012]. Pero lo cierto es que el
cíborg stelarquiano sí nos produce miedo; con su cuerpo dividido y sus órganos protésicos
interconectados, disuelve la ontología humana y nos condena a un futuro sin identidad ni
libertad individual. Un distópico escenario de determinismo tecnológico donde el cuerpo,
invadido, aumentado y extendido, debe convivir obligatoriamente en simbiosis con la
máquina. Stelarc demuestra como la técnica puede superar las limitaciones humanas, pero nos
deja un interrogante: ¿el resultado de todo ello es un superhombre o un monstruo?
Aunque tras la máscara estética de sus obras y el barroquismo distópico de sus textos, Stelarc
puede que solo esté llevando al extremo una realidad, no futura, sino presente. Juan José
Millas opina que la oreja en el brazo que muestra con pasión Stelarc “tampoco es para
tanto”. Todos estamos llenos de prótesis y extensiones, no solo mecánicas, afirma Millas
[2010], sino que además ”también hay multitud de ortopedias mentales. De hecho, somos
portadores de multitud de extensiones (¿acaso la tabla de multiplicar no es, en cierto modo,
un añadido ortopédico?). […] Llevamos tantos órganos artificiales encima que parece mentira
que quepamos todos en el metro a las siete de la mañana”. La mezcla de fascinación y rechazo
que Stelarc produce, puede deberse al descubrimiento de la terrible evidencia, de que en el
fondo, como afirman Arthur and Marilouise Kroker [En Smith and Clarke, 2005], ya todos
seamos Stelarcs.
32
‐ORLAN: ARTE CARNAL‐
"Tenemos que crearnos a nosotros mismos como una obra de arte”
Michel Foucault
A modo de resistencia real contra la virtualización de la espectacularizada sociedad profetizada
por algunos pensadores posmodernos, una facción del arte contemporáneo de las últimas
décadas del siglo pasado se comprometió a llevar la disolución duchampiana entre arte y vida
a sus máximas consecuencias. Quizás el concepto popularizado por Paul Ardenne, Arte
Contextual, sea lo que mejor define el trabajo de estos artistas postauráticos que ya no tratan
de representar la realidad o crear otras alternativas, sino de interactuar con la realidad pre‐
existente, convivir con ella en co‐presencia. “El artista contextual no se sitúa fuera de la
realidad para mostrarla como los demás, sino in media res, en medio de ella, viviéndola,
experimentándola” [Navarro, 2006]. El ser humano, en su presentación y relación con la
realidad, se volvió el objeto central de muchas propuestas artísticas como la Performance, el
Body Art, o el denominado Arte Relacional de los años noventa, en el cual se exploran las
relaciones sociales entre individuos. Un performer, a diferencia de un actor, no actúa en la
ficción, sino que vive una determinada experiencia real fijada con unas determinadas normas,
en un determinado espacio y tiempo. La realidad ya no es representada, sino experimentada,
consagrada como obra de arte por derecho propio, a través de las acciones del artista, cuyo
cuerpo se convierte en la herramienta principal de producción artística. En el caso del Body
Art, el cuerpo no solo es utilizado como agente, sino también como receptáculo de la acción,
como lienzo vivo sobre el que intervenir, seguramente el lienzo más antiguo de la historia del
arte. El cuerpo sobre el que actúa en el Body Art puede ser el de cualquiera, como hace Yves
Klein con sus antropometrías o Piero Manzoni con sus famosas firmas sobre cuerpos vivos,
pero también puede ser el propio cuerpo del artista, convirtiendo a este en creador y obra de
arte al mismo tiempo, como la mano escheriana que se dibuja a sí misma.
Llevando esta categoría al extremo, artistas como Marina Abramovich, Chris Burden, Rudolf
Schwarzkogler, Annette Messager, Ana Mendieta, Gina Pane o David Nebreda, intervienen
sobre su propio cuerpo castigándolo a través de golpes, cortes, laceraciones, perforaciones o
amputaciones. Si dentro de la cultura cristiana el dolor de la tortura es experimentado por el
mártir como una aproximación a la trascendencia celestial, estos artistas, herederos del
sufrimiento romántico, parecen sacrificarse a sí mismos castigando su cuerpo para aproximar
al espectador, no solo a la más cruda de las realidades, sino incluso a un retorno de lo Real
33
lacaniano, aquello que se encuentra más allá de lo imaginario y lo simbólico, es decir, aquello
que no podemos pensar, imaginar ni representar, lo inconceptualizable. Más allá de la
objetualización artística de sus cuerpos torturados, en estos artistas existe un intento de
“presentar la realidad más allá del arte […] un intento de presentar lo real del sujeto más allá
de la cultura” [Navarro, 2006]. Se trata de utilizar el arte como medio, no como fin, como
vehículo para alcanzar una experiencia más intensa y cercana con lo real; en palabras de la
artista Orlan: “el arte es lo que hace que la vida sea más interesante que el propio arte” [En
Guardiola y Guinot, 2002]
Orlan
La artista francesa Orlan es un complejo caso de estudio. Su trabajo artístico, que abarca desde
los años sesenta hasta la actualidad, parece escaparse a todo tipo de categorizaciones o
corrientes estéticas. Aunque Orlan es sin duda la artista que mejor materializa la petición
foucaultiana de convertirse en obra de arte, al modificar su cuerpo, no de forma temporal
como en los artistas que hemos citado, sino de forma permanente y continua. Ya en los años
treinta, en la revista Minotaure, Maurice Raynal identificaba un latente deseo en todo artista:
la pulsión por “rehacer el cuerpo humano” [en Ramirez, 2003]. Pero mientras que Picasso
disecciona el canon de belleza clasicista y fragmenta los cuerpos de sus modelos a través de la
representación simbólica de la pintura, Orlan modifica su cuerpo real a través de operaciones
quirúrgicas. Ya no son los pinceles, sino los bisturís los que cortan la piel y construyen un
nuevo canon estético. Como en otros casos de Body Art, la piel de Orlan se convierte en lienzo,
pero en un lienzo seccionado de Lucio Fontana, una pantalla rasgada, como aquellas a través
34
de las cuales dice Hal Foster que penetra lo Real.
Previamente a las operaciones que comenzó en 1990 con las que modificó definitivamente su
aspecto físico, el trabajo de Orlan no se distingue demasiado al de otras artistas feministas
como Cindy Sherman que juegan a construirse múltiples y falsas identidades a través de la
caracterización. Antes de los años noventa, Orlan trabaja principalmente con la performances
y la fotografía, cuestionando el imaginario femenino occidental construido a través de la
historia del arte. En 1968 por ejemplo, realiza una serie de Tableux Vivants donde reproduce
con su propio cuerpo a la Venus de Velázquez, la Maja de Goya, la Olimpia de Manet o años
después la Gran Odalisca de Ingres. Según el crítico e historiador del arte Juan Antonio Ramírez
[2003] en estas acciones, Orlan introduce lo real (su cuerpo vivo) en lo artificial (las pinturas
inertes), inyectando vida a esas mujeres pintadas, resucitando su cadáver cual doctor
Frankenstein. El paralelismo con el personaje de Mary Shelly no es casual, pues tras su tercera
operación, Orlan se hizo peinar de modo similar a la actriz Elsa Lanchester en película la novia
de Frankenstein, con la característica línea blanca zigzagueante en su cardada melena morena.
La provocación y el escándalo siempre ha sido una de las principales características de las
obras de Orlan. En 1967 se retrató desnuda con tacones en unas escaleras, situando la cámara
en un contrapicado que dejaban una visión muy explícita de su sexo. El título de esta obra
polémica no podía ser otra que Desnudo bajando una escalera. Diez años después, en 1976
apareció en un espacio público con un traje sobre el que se había estampado una fotografía
con su cuerpo desnudo. S´habiller de sa propre nudité (vestida con su propia desnudez)
planteaba la disolución de los límites entre lo público y lo privado, dentro y fuera, tema
transversal en todas su carrera artística. Con el mismo traje apareció en el Louvre en 1978
frente al cuadro Venus y las gracias descubiertas por un mortal de Jacques Blanchard. En esta
ocasión Orlan se pintó en directo su propio vello público para denunciar que los personajes
mitológicos de la pintura carecían de él.
Como otras artistas feministas coetáneas, Orlan denuncia el rol de la mujer construido
históricamente. Para su larga serie de estudio sobre el arte barroco la artista se construye un
alter ego religioso, Sainte Orlan, un popurrí de virgen y santa a través del cual cuestiona la
construcción de la identidad femenina creada por la iglesia y la historia del arte, pues el
modelo al que imita es a la escultura de Santa Teresa de Jesús creada por Bernini para la
capilla Cornaro. En una de sus obras más conocidas, Le Baiser de l´artista (El beso de la artista),
Orlan se sienta detrás de una fotografía de tamaño natural de su busto desnudo a la manera
35
de dispensador automático que da besos a cambio de monedas, mientras que a su derecha se
sitúa otra fotografía de Saint Orlan. Puta y santa, el dispositivo une los dos arquetipos
extremos sociales de la mujer occidental. El espectador puede decidir si encender una vela a la
santa o pagar por un beso de la artista. De elegir el beso, Orlan estaría evidenciando también,
como haría Andrea Fraser en su polémica obra de 2003, que el arte o el artista pueden ser
nada más que una simple mercancía9. El cuerpo objetualizado que expone es una terrible
consecuencia de esta mercantilización.
A pesar de la heterogeneidad de su trabajo, el cuerpo siempre ha sido el pilar central de las
obras de Orlan. El soporte puede ser un video, una fotografía, una instalación o una
performance, pero la herramienta y el objeto con el que se trabaja es siempre su propio
cuerpo. El cuerpo de Orlan se convierte en su medida del mundo, literalmente, cuando en los
años setenta crea una unidad de medida basado en sus proporciones corporales. Así, en la
obra de 1975 Un‐Orlan‐corps‐de‐livres, una pila de libros son agrupados hasta alcanzar un
Orlan, es decir, una vez la altura de la artista. Si Marcel Duchamp creó el metro del azar con
Trois stoppages étalon, Orlan retoma el uso del cuerpo como unidad de medida, pero no
cualquier cuerpo sino el suyo propio, evitando así que sea la sociedad quien modele su cuerpo
y proponiendo que sea esta la que se adapte a su anatomía. Si el hombre de Vitruvio de
Leonardo suplantó a Dios como centro del universo a lo largo de la modernidad, en la
posmodernidad es el cuerpo físico, de los oprimidos culturales y sexuales el que hace que el
discurso patriarcal y occidental sea profundamente cuestionado.
Orlan convierte su cuerpo en un espacio para el debate público, en el campo de batalla que
anuncia el cartel de Barbara Kruger, en el lugar de convergencia de complejas pulsiones
morales, biológicas y políticas; nos recuerda Juan Antonio Ramirez [2003: 14] que la batalla
social, la lucha de géneros y clases se desarrolla siempre en el cuerpo, aunque no siempre
seamos conscientes. Las operaciones de Orlan son una forma de intervenir directamente, no
solo sobre el cuerpo, sino también sobre la identidad de la artista. Orlan no se conforma con lo
que la naturaleza le ha otorgado de manera genética, ni con lo que la sociedad le ha impuesto
a través de la cultura. “No dudamos en ponernos una prótesis de cadera si lo necesitamos,
pero pensamos que en la apariencia tenemos que se felices con lo que tenemos por defecto”
[Orlan, en Cross. 2004]. Sus operaciones son una suerte de liberación, un intento de crearse a
9
Su obra Beso del artista de 1977 se basa en textos Facing a society of mothers and merchants
(orientado a una sociedad de madres y comerciantes) y Art and prostitution (arte y prostitución),
escritos en colaboración con Hubert Besacier.
36
sí misma gracias a la tecnología, destruyendo cualquier rastro de identidad impostada.
Evidentemente, como esa creación no puede ser ex nihilo, Orlan se ve obligada a trabajar con
el cuerpo como un ready‐made modificado.
El conde de Lautréamont definió a la belleza surrealista como el encuentro fortuito de una
máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de operaciones. La primera operación de
Orlan (cuyo trabajo ha llegado a ser calificado de terrorismo surrealista) fue también casual,
cuando en 1979 tuvo que abandonar el simposium que había organizado en Lyon para ser
intervenida de urgencia de un embarazo ectópico. Orlan decidió grabar la operación en video y
mandar la cinta al simposium para que fuera presentada como una performance. Once años
después de aquella primera operación no intencionada, en Newcastle, Inglaterra, Orlan
declaró alto y claro en su Art and life in the 1990s el malestar que sentía con el conformismo
artístico predominante en los años ochenta, y su intención de transgredir radicalmente el
mundo del arte al convertirse en la primera (y quizás aun la única) artista en utilizar la cirugía
plástica para hacer su propio autorretrato. La lectura del libro La Robe, de Eugénie Lemoine‐
Luccioni, sirvió de inspiración catalizadora a la artista para iniciar su polémico proyecto. En un
fragmento del texto, Lemoine‐Luccioni decía:
“La piel es decepcionante ... En la vida no se tiene ya más su propia piel ... Hay error en
las relaciones humanas porque uno no es nunca lo que se tiene ... Yo tengo una piel de
ángel pero soy un chacal, ... una piel de cocodrilo pero soy un chucho, una piel de
negro pero soy un blanco, una piel de mujer pero soy un hombre; yo no tengo nunca la
piel de lo que soy”
Orlan, quien tampoco parecía identificarse con la identidad estática que refleja su piel cuando
declara ambigüedades como “yo soy una hombre y un mujer”, decidió transformar su cuerpo,
haciendo de su piel un mero disfraz mediante el cual seguir jugando (como en los Tableux
Vivants) a encarnar nuevas identidades.
Con el polémico nombre de Nueva imagen/nuevas imágenes o La resurrección de santa Orlan,
comenzó el proyecto global de la artista, llamado Arte Carnal (del cual también escribe un
manifiesto), y que consistió en nueve operaciones que fueron realizadas entre 1990 y 1993
(con distintos cirujanos en diferentes países) con el fin de transformar su rostro mediante la
combinación de los rasgos faciales, a modo de collage, de cinco diosas mitológicas e iconos de
la historia del arte: Diana, Psyché, la Europa pintada por Gustave Moreau, la Venus de Boticelli
37
y la Mona Lisa. El concepto puede resultar similar al cuento de Cicerón en el que Zeuxis, el
mejor pintor de la Grecia clásica, escoge las mejores partes del cuerpo de cinco jóvenes
diferentes para crear la representación más bella de Helena de Troya. Como afirma Sacca‐
Abadi [2005], Orlan procede con una fría lógica cartesiana deconstruyendo imágenes
mitológicas de mujeres y las recombina en su rostro para crearse a sí misma. Pero el objetivo
de Orlan no es imitar el canon de belleza de estos referentes, sino tratar de, a través de sus
rasgos físicos, absorber parte de sus identidades y personalidades. ¿Por qué estas mujeres y no
otras?, Olan contesta: “Diana por su característica de diosa agresiva, Psyché por su belleza
espiritual, Europa de Gustave Moreau por su amor a la aventura, la Venus de Boticelli por ser
la diosa de la fertilidad y la Mona Lisa de Leonardo por su inteligencia” [En Sacca‐Abadi, 2005].
La utilización de Orlan de la Gioconda es doblemente interesante, pues muchos historiadores
han destacado el carácter andrógino del retrato, del cual algunos incluso llegan a afirmar que
se trata de un autorretrato del propio Leonardo. Orlan no tenía interés en conseguir un
resultado bello o armónico en su rostro con estas operaciones, sino al contrario, denunciar lo
absurdo de un ideal de belleza, mostrando que la obsesión por el canon estético al final
produce monstruos. De forma similar, la artista contemporánea Dorothee Golz realiza
fotomontajes en los cuales coloca rostros de pinturas renacentistas y barrocas sobre cuerpos
de modelos de moda actuales creando un choque anacrónico entre dos cánones estéticos
distintos. Orlan trata de cuestionar el estándar de belleza occidental, la posición del cuerpo en
nuestra sociedad y plantear “su devenir en las generaciones futuras, a través de las nuevas
tecnologías y de las muy cercanas manipulaciones genéticas” [Orlan, en Cross. 2004]. Para
demostrar que la belleza no era lo que andaba buscando, la artista se implantó al terminar las
operaciones dos protuberancias en su frente que le confieren una apariencia demoniaca10.
Las operaciones de Orlan son mucho más que el resultado final de su aspecto estético. La
artista las concibe como una suerte de obra de arte total, con su quirófano‐escenario, música,
disfraces, máscaras teatrales, médicos vestidos por diseñadores de alta costura, lecturas
dramatizadas, así como fotógrafos y operadores de cámara que dejan registro de todos los
detalles de estas operaciones espectacularizadas. Incluso la séptima operación en 1993,
Omnipresence, fue retransmitida en directo a la Sandra Gering Gallery de Nueva York y vía
satélite al McLuhan Center de Toronto, el Multimedia Centre de Banff y el Centre Pompidou de
París, donde una mesa de críticos e intelectuales pudieron evaluar, cual comentaristas
10
Curiosamente, en la actualidad, los implantes de silicona en la frente son parte de la moda estética de
ciertas tribus urbanas.
38
deportivos del arte, la operación en directo. También se deja un espacio de participación para
los espectadores que mediante el fax o el modem pueden cartearse con la artista y ser
respondidos durante una operación. A modo de telepresencia, los espectadores pueden
contemplar el espectáculo quirúrgico como nunca antes11 e interactuar con la artista. La obra
continúa incluso en el post‐operatorio, en un proceso de reciclaje, cuando la artista recoge sus
restos carnales y a partir de ellos la artista fabrica unos pequeños relicarios en cajitas
transparentes de las que suelen guardar muestras de laboratorio. En uno de estos relicarios
puede leerse “El cuerpo no es más que un traje”, y en otra “Este es mi cuerpo…es mi software”
escrito de forma repetida hasta la cacofonía. También realiza pinturas con su sangre durante la
operación o revela fotografías de su rostro sobre las gasas utilizadas en quirófano a modo de
apócrifos santos sudarios. Con estos relicarios la artista vende literalmente su cuerpo como
arte, práctica eminentemente ilegal.
Orlan, “Carnal Art”
Orlan transforma el espacio privado del quirófano en un taller artístico público, llevando la
famosa representación de la lección de anatomía del Dr. Pulp de Rembrandt a la era de la
mediatización. A diferencia de en estos teatros anatómicos ilustrados, el cuerpo de Orlan no es
un cadáver al que diseccionar, sino un cuerpo vivo en transformación. Ni siquiera es un cuerpo
sufriente, pues la artista no está interesada en el dolor, a diferencia de otros performers12.
11
Hoy en día estamos más acostumbrados a que algunas cadenas televisivas retransmitan operaciones
de cirugía estética, pero sin duda esto era algo nuevo en 1993.
12
Artistas como Gina Pane castigan físicamente su cuerpo como denuncia a nuestra sociedad de
cuerpos anestesiados por el capitalismo.
39
Para Orlan no hay nada de heroico en soportar el dolor como hacían los mártires o como
afirmaba Nietsche de los estoicos griegos. La artista considera el dolor anacrónico en una
sociedad farmacéuticamente tan avanzada como la nuestra. Orlan utiliza anestesia local, en
cantidades suficientes como para no sentir dolor, pero no excesivas, pues la artista busca
permanecer consciente de todo el procedimiento para poder sonreír y hablar a la cámara, y
sobre todo para poder realizar la lectura de una serie de textos seleccionados de autores
variados que van desde el ya mencionado Eugénie Lemoine‐Luccioni a Michel Serres, Alphonse
Allais, Antonin Artaud, Elisabeth Fiébig Bétuel, Raphael Cuir, Julia Kristeva, o textos hindúes y
sánscritos que Orlan va recitando mientras los médicos ejecutan su función. A pesar de la
diversidad de estos textos, todos comparten un mismo tema, la reflexión en torno al cuerpo y
la identidad. Uno de los textos más interesantes en el contexto de la obra de Orlan y que la
artista lee en su quinta operación es un fragmento de Michel Serres, perteneciente al libro Le
tiers instruit:
“El monstruo corriente, tatuado, ambidiestro, hermafrodita y mestizo, ¿qué podría
enseñarnos, actualmente, bajo su piel? Sí, la sangre y la carne. La ciencia habla de
órganos, de funciones, de células y moléculas, para reconocer, en fin, que hace ya
mucho tiempo que no se habla de vida en los laboratorios, ni se menciona nunca la
carne que designa precisamente la mezcla en un lugar dado del cuerpo, aquí y ahora,
de músculos y de sangre, de piel y pelos, de huesos, nervios y funciones diversas, que
mezcla, pues, eso que el saber pertinente analiza” (citado en: Ramírez, 2003, p. 324)
Mientras Orlan recita los textos, los cirujanos, vestidos por Paco Rabanne, Franck Sorbier, Issey
Miyaké o Lan Vu, siguen al piel de la letra la coreografía planificada por la artista que actúa a
modo de directora de orquesta y de productora de sí misma. Como en un carnaval kitsch
posmoderno (carnaval viene de la palabra italiana canevale, que viene del latín carne levare
“quitar la carne”), los espectadores podemos contemplar a través de la cámara a la artista en
pose relajada, con el rostro sereno, sonriendo y hablando, mientras los bisturíes abren y
levantan su piel. La incoherencia de ver un cuerpo intervenido con la complicidad y
satisfacción del paciente nos recuerda inevitablemente a las ilustraciones anatómicas de los
siglos XVI‐XIX, donde los cuerpos sin piel nos muestran su interior realizando actividades
cotidianas. Los tratados de Andreas Vesalius o Pietro da Cortona son quizás los dos más
conocidos; en el de éste último podemos contemplar la macabra imagen de una mujer de
rostro clásico e impertérrito abriéndose ella misma sus entrañas para mostrarnos el útero,
como si tal cosa. De igual forma, uno de los proyectos futuros de Orlan que aun no ha podido
40
realizar, es el de una operación que consistiría en abrirse el costado lateral, en el sobaco, con
el fin de obtener fotografías de su interior corporal “con mi rostro riendo, sonriendo, sereno y
leyendo” [En Benito Climent, 2011]. Orlan propone una disolución entre el interior y el exterior
al mismo tiempo que produce una reacción visceral en el espectador que contempla aterrado
la escena. En este sentido, Orlan ha comentado que pretende reflexionar (de manera similar a
las tesis de Susan Sontag) sobre la adormecida sensibilidad del espectador por el exceso de
violencia difundida por la televisión. Se trata de no dejarse llevar por las imágenes y seguir
pensando en lo que se esconde detrás de ellas, afirma Orlan. Paradójicamente, la artista utiliza
la anestesia en su intento de despertar a un espectador socialmente anestesiado, al mismo
que tiempo que utiliza las imágenes contra el uso insensibilizador de las mismas, o la cirugía
para criticar el ideal estético occidental contemporáneo que se impone precisamente a golpe
de bisturí. Como si de un fármaco homeopático se tratara, el arte de Orlan consiste en curar la
enfermedad con una sobredosis de aquello que la produce. Algunos críticos han destacado no
en vano, que Orlan es todo un oxímoron viviente, pura contradicción.
Afirma Orlan que el único momento del proceso quirúrgico en el que ella sufre es en el
montaje el material grabado, es decir, al posicionarse como espectadora y contemplar el terror
que despiertan sus sangrientas imágenes, las cuales materializan el mito de Medusa al
confrontar el deseo de mirar con el peligro de hacerlo. A pesar de eso, la artista reconoce que
debido a que el espectador no contempla la operación presencialmente, sino mediante
imágenes en una pantalla, éste no puede tener constancia de si lo que está viendo es o no real.
Curiosamente las obras de Orlan mantienen una interesante relación entre realidad y ficción,
conceptos que para ella no son excluyentes, sino partes de un todo indisoluble. De igual forma,
para Orlan la identidad no se trata de algo excluyente (hombre “o” mujer), sino de un
concepto incluyente que conforma identidades nómadas, múltiples, en movimiento, líquidas.
Sus obras tratan, dice Orlan, “de empujar el arte y la vida hasta sus extremos”, extremos que
inevitablemente acaban chocando en el escenario de la ambigüedad posmoderna del “y” que
reniegan de las dicotomías modernistas del “o”. “No se trata de confrontar lo real y lo virtual –
afirma la artista‐ Todo lo contrario, lo virtual se funde con lo real como componente
imaginario de éste, aun cuando lo real que yo dispongo no está desprovisto de imaginario”. Es
por eso que la artista no realiza distinciones cuando modifica su aspecto físicamente a través
de las operaciones o cuando lo hace virtualmente en fotomontajes como Entre‐deux, de 1994,
donde la artista funde su retrato fotográfico con el de los modelos mitológicos que luego
utiliza en sus intervenciones quirúrgicas. O las Autohibridaciones de 1999, proyecto en el cual a
través de un software de morfing, la artista toma rasgos físicos y cánones estéticos de culturas
41
precolombinas o africanas y los incorpora a su rostro digital para criticar la occidentalización
del cuerpo y el canon de belleza en la era de la globalización y como recuerdo de que “cada
cultura vigila, castiga y fabrica los cuerpos” [En Guardiola, 2002]. También tiene la intención de
implantarse una nariz similar a la del gobernante maya Pacal, que nazca desde la frente. De
momento lo ha hecho en forma de retoque digital, pero en algún momento ha comentado su
intención de hacerlo mediante cirugía estética. En el caso de Orlan el Arte Carnal no viene a
subvertir al arte de la representación, sino que la artista se mueve entre los dos campos sin
hacer diferenciaciones, esculpe su cuerpo con el bisturí o con el ordenador de forma paralela.
En ambos casos la artista expone la teoría de Oscar Wilde de que “una máscara nos dice más
que una cara”, de forma similar a la artista contemporánea Stine Deja y su obra The Elastic
Holster, en la cual la artista proyecta sobre su propio rostro otros rostros que actúan como
máscaras virtuales.
Orlan reconoce que la ficción permite más libertad que la realidad, y por lo tanto, lo que sí
podríamos sugerir es que en ciertas ocasiones Orlan toma sus proyectos representativos como
preludios experimentales a su aplicación real. Por ejemplo, la artista ha declarado su intención
de llevar la autohibridación en cierta forma a la práctica planeando cultivar células de su piel
junto a células de piel de raza negra para crear una piel híbrida mestiza de forma artificial.
Como en Huyendo de la crítica, el famoso cuadro donde un niño parece salirse del marco
pictórico, pintado en 1874 por Pere Borrel del Caso y que la propia artista imitó en los años
setenta, las obras de Orlan están llenos de trampantojos, imágenes ambiguas donde las
apariencias engañan y quieren colonizar lo real, aunque en el caso de Orlan también la
realidad a veces supera la ficción.
La utilización que hace Orlan de la estética de la culturas precolombinas, las máscaras
africanas, o la pintura barroca revelan la clara identificación de la artista con la práctica de
eclecticismo y revisionismo postmodernista. Una de sus frases favoritas, declara la artista, es
“remember de future”, como concepto rupturista del tiempo lineal a favor de la hibridación de
pasado, presente y futuro en un mismo marco temporal. Orlan mira los cuerpos del pasado,
transforma el suyo desde el presente con una perspectiva futurista, simultáneamente. El
cuerpo modificado de Orlan, se nos asemeja en este sentido a la personificación de las
señoritas de Avignon picassianas, con el cuerpo seccionado analíticamente y una máscara
africana a modo de rostro. La diferencia es que en esta ocasión el experimento desborda la
representación y el objeto artístico es también el sujeto artista.
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La figura de Orlan re‐encarna muchos mitos. Ya hemos comentado aquí la relación que hacen
muchos críticos y ella misma con la figura de Frankenstein, pero lo cierto es que el doctor
Frankenstein experimenta con cuerpos ajenos, por lo que sería más apropiado la relación con
el doctor Jekyll, que modifica su propio cuerpo a través de una científica metamorfosis que
concentra varias identidades en el mismo cuerpo. En vez de un moderno Prometo, Orlan sería
una posmoderna Protea, una quimera, un intento de identidad liquida en metamorfosis
continua. También he mencionado la relación de Orlan con Medusa, y por supuesto con
Narciso y el espejo, aunque en este caso el espejo se vuelve piel en un bucle infinito de
retroalimentación. Otro de los mitos, contemporáneos en este caso, que Orlan representa es
el del cíborg, entendido como el ideal de liberación feminista que plantea Donna Haraway en
su Manifiesto Cíborg; precisamente el texto que Orlan evita citar en sus intervenciones pero
quizás el que más le ha influido teóricamente en su trabajo artístico. En él, Haraway define el
cíborg como un elemento irónico y blasfemo, un organismo cibernético, un híbrido de
máquina y organismo, una criatura de realidad social y también de ficción. Afirma Haraway
[1984] que “a finales del siglo XX –nuestra era, un tiempo mítico ‐, todos somos quimeras,
híbridos teorizados y fabricados de máquina y organismo; en otras palabras, somos cíborgs. El
cíborg es nuestra ontología, nos otorga nuestra política”. Orlan encarna el idealismo feminista
cibernético de Haraway, no de la forma tradicional, insertando tecnología en su cuerpo, sino
modificando su cuerpo a través de la tecnología. Ambas comparten la idea de que deben
cuestionarse y superarse las clásicas dicotomías ideológicas patriarcales: la mente y el cuerpo,
lo animal y lo humano, el organismo y la máquina, lo público y lo privado, la naturaleza y la
cultura, los hombres y las mujeres, lo primitivo y lo civilizado.
El cíborg, como mito, representa esa confusión posmoderna de las fronteras al transgredir la
división entre lo humano y lo mecánico, mientras que desde la antigüedad la fusión entre
humano y lo animal ha servido precisamente para definir y limitar el mundo del hombre
civilizado; “los monstruos – dice Haraway [1984]‐ han definido siempre los límites de la
comunidad en las imaginaciones occidentales. Los centauros y las amazonas de la Grecia
antigua establecieron los límites de la polis central en el ser humano masculino griego miente
su disrupción del matrimonio y las poluciones limítrofes del guerrero con animales y mujeres
[…] En la ciencia ficción feminista, los monstruos cíborg defienden posibilidades políticas y
límites bastante diferentes de los propuestos por la ficción mundana del Hombre y la Mujer”.
Las unidades cíborgánicas son monstruosas e ilegítimas, el mito perfecto y poderoso de
resistencia y reacoplamiento, afirma Haraway, y esto es precisamente lo que Orlan materializa
con su trabajo, convirtiendo su propio cuerpo un arma defensiva contra la biopolítica impuesta
43
sobre el cuerpo de la mujer en la civilización patriarcal, una herramienta textual de re‐
escritura. Para Orlan, igual que para Haraway, el cíborg como mito y realidad, es una forma de
liberación, una herramienta de subversión para las minorías, para las clases excluidas (siendo
la mujer negra la mayor de las exclusiones), una manera de acabar con las diferencias
acabando con las dicotomías textuales y con las fronteras ideológicas y biológicas. El cíborg es
el ser humano libre de cargas culturales y político‐sociales, la quintaesencia de la libertad, la
posibilidad de modificar activamente el cuerpo y borrar todo rastro de identidad biológica para
construir nueva/s identidad/es. “El mito –del cíborg, dice Haraway [1984]‐ trata de fronteras
transgredidas, de fusiones poderosas y de posibilidades peligrosas”.
Seguramente Haraway no habría pensado que los retos que plantea en su textos serían
interpretados de la forma que Orlan lo hizo. Muchas pensadoras feministas rechazan y
denuncian categóricamente a la cirugía por ser una herramienta del poder para la
normalización estética, la adaptación al canon de belleza occidental y patriarcal. Pero Orlan en
cambio no duda en utilizar este arma a su favor, “mi trabajo no está en contra de la cirugía
estética, sino contra los estándares de belleza, contra los dictados de la ideología dominante
que se marcan cada vez más en las carnes femeninas y masculinos” [en Benito Climent, 2011].
A través del Arte Carnal, Orlan trata de sacudir al espectador con sus obras de acción‐reacción,
exige de éste inteligencia y crítica, rompiendo con esquemas y dogmas. “El arte que me
interesa se parece, pertenece a la resistencia […] está fuera de las normas. Está fuera de la ley.
Está contra el arte y el orden burgueses […] El arte puede y debe cambiar el mundo”. ¿Pero
hasta que punto esto ocurre en su caso?, ¿consigue Orlan con sus operaciones una denuncia
simbólica o por el contrario, provoca un efecto fallido y desprovisto de sentido?, ¿es necesario
intervenir físicamente en el propio cuerpo para cuestionar los principios básicos de la belleza
en la sociedad del culto a la imagen? Concuerdo con Benito Climent [2001:98] cuando afirma
que “no sabríamos decir si este arte cumple la función ética que a priori se presupone como
estética feminista y si el feminismo puede aprovechar esta forma de expresión o, por el
contrario, si al feminismo le conviene más separarse de ella”.
Orlan propone un uso de la tecnología aplicado a la vida humana donde todo pueda ser
intercambiable y renovable para lograr un ser humano “más feliz” [Sacca‐Abadi. 2005: 2]. Lo
cierto es que en la actualidad el paso por el quirófano se ha hecho cada vez más corriente,
aunque con el fin de reducir complejos y encajar en el canon estético contemporáneo. Si las
operaciones de Orlan fueron toda una provocación a principios de los noventa, hoy sería algo
mucho más cotidiano. Cabría preguntarnos si las personas sometidas a estas operaciones son
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más felices, si estamos construyendo –a golpe de bisturí‐ una sociedad más libre y
democrática, sin identidades impuestas como aspira Orlan, o si por el contrario el uso de la
tecnología en este aspecto está reforzando significamente el ideal de belleza occidental y por
lo tanto estamos asistiendo a “un desfile de cuerpos famélicos adolescentes llevados a la
extenuación literal, ancianas irreconocibles con rostro oriental y mujeres de infinita belleza
trastocadas en monstruos de labios trémulos, pecho insensible y pómulo de cartón” [Olga
Guinot. 2004]. Además, aunque los resultados fueran los utópicamente deseados, la
experiencia cíborg de Orlan no puede suponer en ningún caso la liberación de las clases
oprimidas con la que soñaba Haraway, aunque solo sea porque el elevado coste de acceso a la
tecnología necesaria tiene delante una indisoluble brecha, no tanto racial o sexual como
económica.
Orlan es claramente una artista sin límites, algo que sin duda debería hacernos reflexionar
sobre la responsabilidad de las instituciones a la hora de avalar experiencias artísticas que en
ocasiones como en el caso de Orlan, o del esquizofrénico ecce homo, David Nebreda, pueden
perjudicar la salud de los artistas. Orlan se ha sometido voluntariamente a evaluaciones
psicológicas y psiquiátricas para determinar el estado de su salud mental. Los resultados de
estos estudios afirman que Orlan no presenta un trastorno mental porque su trabajo se sitúa
en un contexto artístico. Si sus operaciones no tuvieran dicha finalidad, el diagnóstico podría
ser de trastorno diamórfico corporal, muy común entre aquellos que se someten a
operaciones estéticas por un complejo psicológico con su cuerpo. Cuando como espectadores
presenciamos las acciones de estos artistas “olvidamos que es el artista quien se quema en la
hoguera de su desesperada necesidad de existir, gracias a que desde el establishment cultural
se legitima su obra” [Sacca‐Abadi. 2005: 5]. Como parte de las instituciones artísticas tenemos
la obligación moral de reflexionar y asegurarnos de que el valor artístico e intelectual de estos
artistas justifica la aceptación institucional de sus trabajos extremos, y no asumirlas sin más
por el miedo a caer en el conservadurismo frente a la transgresión o por el morbo estético que
puedan producir.
Con sus gafas tipo le Corbusier, diseñadas por ella misma, sus implantes en la frente, sus
operaciones y su peinado monstruoso, Orlan se erige como una escultura viviente, una artista
que auto‐esculpe su propio cuerpo en un acto demiurgico de crearse a sí misma al margen de
convenciones histórico‐sociales. Orlan quiere representar la muerte de la identidad y la
alteridad modernas y la materialización de la esquizofrénica ambigüedad existencial
posmoderna o de una modernidad liquida baumaniana, el sujeto como boceto inacabado en
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eterna construcción. “Yo no deseo una identidad definida y definitiva, abogo más bien por las
identidades nómadas, múltiples, en movimiento”, afirma Orlan [en Benito Climent, 2011], de
quien no conocemos su nombre real, ni sabemos podemos afirmar si es Duchamp, Rose Sélavy
o ambos reversos al mismo tiempo. Cuando termine con sus operaciones, afirma que
contactará con una agencia de publicidad a quién pedirá, en función del resultado, un nombre,
apellido, nombre artístico y logotipo, y aceptará esas nuevas identidades con su nueva cara.
Orlan ha dado su cuerpo al arte, hasta el punto que afirma que cuando muera tiene pactado la
exposición de su cadáver en un museo. “Si tengo que morir, demostraré que soy una artista
hasta el final” declara Orlan [en Sacca‐Abadi, 2005], la artista, el cuerpo, la obra de arte.
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‐NEIL HARBISSON: EL HOMBRE QUE OYE COLORES‐
"Si las puertas de la percepción se purificaran todo se le aparecería al
hombre como es, infinito”
William Blake
En uno de los relatos paradójicos escritos por el doctor Oliver Sacks en su libro Un antropólogo
en marte: siete relatos paradójicos [2009], el neurólogo que ya nos había sorprendido con la
historia de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, nos muestra el fascinante
caso del señor I., artista de profesión, que a sus 65 años, tras un accidente, perdió toda
capacidad de percibir el color: “mi perro marrón es gris oscuro. El zumo de tomate es negro. La
televisión en color es un batiburrillo“, se lamentaba el señor I.
Neil Harbisson es un joven de 30 años nacido y crecido en Mataró (Barcelona), aunque como
su nombre hace sospechar, también tiene ascendentes anglosajones. El caso de Neil es
tremendamente similar al del señor I., pues nació con una particularidad médica conocida
como acromatopsia, también llamada monocromatismo. Se trata de una anomalía genética
extremadamente rara que altera los conos oculares, las células foto receptoras de la retina
sensibles al color. En otras palabras, Neil solo es capaz de percibir el mundo en blanco y negro.
Harbisson afirma, que aunque no seamos conscientes, vivimos en una sociedad culturalmente
obsesionada con el color, al cual hacemos constante referencia en conversaciones o textos
escritos. El hecho de nacer con acromatopsia, afirma Harbisson, le ha hecho obsesionarse con
la existencia del color al ser consciente de que existe algo que no puede ver. Sin embargo, no
considera esto como un déficit o una carencia: “Yo no lo llamo déficit, lo llamo condición
visual, porque no es una enfermedad” [En Millas, 2012]. Lo cierto es que carecer de la
percepción del color también tiene sus ventajas. Harbisson, como el señor I., es capaz de
percibir ciertas texturas, contrastes o estructuras visuales, ante las cuales los demás somos
insensibles, eclipsados por la hegemonía cromática.
Lo que podría haberse quedado como una interesante curiosidad médica, como en el caso del
señor I., Harbisson lo ha llevado mucho más allá; su obsesión por el color, le llevó en el año
2003 hasta Adam Montandon, un licenciado en cibernética de la Universidad de Plymouth, y
juntos trabajaron en la creación del Eyeborg, un sistema cibernético que Harbisson se instala
47
en la cabeza para poder percibir los colores a través de sonidos. Un tercer ojo, de carácter
electrónico, conectado por un cable de audio a un chip situado a la altura de su nuca, haciendo
presión sobre el hueso. El aparato es en realidad un sensor de color capaz de leer las
frecuencias de luz emitidas por un color y traducirlas a sonidos por medio del chip. Los
sonidos, por su parte, llegan al cerebro a través de los huesos del cráneo.
Neil Harbisson
Como el propio Harbisson explica incansablemente a todo aquel que le pregunte, los colores
son frecuencias de luz que él percibe como frecuencias de sonido. Es una manera objetiva de
percibir el color. Debido a que la frecuencia del color es muy alta, imposible de ser escuchada
por el oído humano, el dispositivo coge la escala de colores y la pasa a una escala audible. De
esta manera, Harbisson es capaz de percibir todos los aspectos del color: su luminosidad a
través de la luz que él mismo ve, el tono del color a través de notas auditivas, y su saturación a
través del volumen del sonido. Al principio tuvo que acostumbrarse a estar constantemente
oyendo sonidos (no se quita el artilugio cibernético nunca, ni siquiera para dormir o para
ducharse); padeció, de hecho, dolores de cabeza durante algunas semanas, aunque al final su
cerebro consiguió adaptarse y tratar a el estímulo recibido a través de su eyeborg como un
sentido más del cuerpo, un sentido expandido. Como afirma Harbisson, “Tampoco a vosotros
os resulta desagradable estar viendo colores todo el rato” [En Millas, 2012]. Sufrió tres etapas
de adaptación: en la primera solo recibía la información que tenía que esforzarse por
comprender, por traducir el sonido en su correspondiente color; en la segunda ya era capaz de
procesar la información como percepción, y ahora tiene colores favoritos y sueña en color; la
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información que proviene de la prótesis se ha convertido en sensación. En este punto, el
dispositivo cibernético ya no es considerado por Harbisson como un dispositivo, sino como una
parte más de su cuerpo, una extensión de sus sentidos.
El eyeborg ha pasado por diferentes estados tecnológicos, actualmente es un chip mucho
portátil que al principio y que además le permite percibir el ultravioleta y el infrarrojo,
superando así las limitaciones de la visión humana. Harbisson entiende esta nueva capacidad
como una ventaja, que le permite por ejemplo, saber si es un buen o un mal día para tomar el
sol en función del nivel de rayos ultravioleta que percibe. Su objetivo es seguir mejorando el
dispositivo y ampliando sus capacidades. Ahora Harbisson está en conversaciones con dos
cirujanas de Barcelona que han estudiado el modo de implantarle dentro del hueso del cráneo
el chip que lleva en la nuca. Se trataría de efectuar en el hueso del cráneo un orificio donde
alojarían, protegida por una pieza de titanio, la entrada de audio. De ese modo, el aparato,
además de integrarse definitivamente en el organismo, se simplificaría (ahora, el conjunto se
sostiene sobre la cabeza gracias a una pequeña corona que oculta bajo el pelo), y la calidad del
sonido mejoraría tanto que quizá tuviera que rebajar el volumen. La acción de integrar algo en
el hueso (osteointegración) es común ya en el mundo de la odontología, donde se ha
demostrado que el titanio y el hueso acaban fusionándose, pero jamás se ha realizado en el
cráneo.
Harbisson es pintor y músico. A diferencia de Stelarc u Orlan, la aplicación de la tecnología en
su cuerpo no es la obra de arte en sí misma, sino la herramienta a través de la cual crea obras
derivadas, en las que el artista utiliza su nuevo sentido, denominado sonocromatopsia, para
crear y experimentar artísticamente. Harbisson afirma que su pintura es sonocromática, que
para él pintar (como lo era para Kandinsky) es componer música. Los dos campos se han unido:
el color es sonido, y el sonido es color, retomando un viejo planteamiento pitagórico
desarrollado posteriormente por Newton. El filósofo José Jiménez [2008] dice que:
“curiosamente, es a través de la alta tecnología como se ha alcanzado el umbral de uno de los
sueños fisicalistas o corporales más intensos de la tradición artística de Occidente: la sinestesia,
la intercomunicación o integración de los sentidos“. Sin embargo Harbisson explica que
sinestesia no define con precisión su estado, porque en la sinestesia la relación entre el color y
el sonido varía dependiendo de cada persona, de forma subjetiva, mientras que la
sonocromatopsia es un extra sentido que relaciona el color y el sonido de forma objetiva. “Si el
oído humano pudiera escuchar la frecuencia del color rojo, escucharíamos la nota fa,
aproximadamente” afirma el artista [En Millas, 2012].
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De esta manera, Harbisson puede pintar cuadros a partir de sonidos, los cuales percibe como
colores. Tiene una serie de obras en las cuales traduce a colores las 100 primeras notas de
cada pieza musical. “Hago cuadros a partir de la música. Los colores de Beethoven son muy
pop; Mozart, que es un compositor muy amarillo, si fuera pintor sería Van Gogh. Y Joan Miró se
ha convertido para mí en un gran compositor, sus cuadros suenan muy bien“. Tiene también un
proyecto consistente en pintar los sonidos que destacan en diferentes ciudades europeas.
Uno de los efectos secundarios que Harbisson comenzó a percibir con el paso del tiempo, fue
que algunos sonidos normales los percibía también como colores. El sonido del teléfono por
ejemplo, lo asociaba con el azul. Por lo tanto Harbisson puede pintar a partir de sonidos, pero
también puede realizar el camino inverso y reflejar musicalmente como “suena” un
determinado color, un paisaje cualquiera, o el rostro de una persona, como hace en sus
interesantes retratos sonoros y en sus canciones sonocromaticas. También realiza obras de
teatro como El sonido del naranjo (donde el público experimenta lo que es un mundo
sonocromático) y fotografías. Incluso está trabajando en el mundo de la cocina, permitiendo
que podamos “comernos” nuestra canción favorita a través de ingredientes con el mismo color
que las notas de la canción, colocados en el plato en el mismo orden, como una partitura. Las
aplicaciones creativas de la sonocromatopsia parecen infinitas, “puedo –afirma Harbisson‐
hacer conciertos donde en vez de tocar un instrumento toco colores, conectando mi ojo
electrónico a altavoces, o hago exposiciones en galerías donde expongo los colores de
diferentes piezas musicales” [Nemirovsci, 2012].
Harbisson se ha convertido en el primer cíborg oficial (o como él prefiere llamarse, eyeborg) de
la historia, pues ha conseguido que el gobierno de Inglaterra reconozca oficialmente su cámara
(con la que sale en el documento de identidad), como una parte más de su cuerpo. Además
Neil Harbisson ha creado la Cyborg Foundation, para desarrollar dispositivos que cualquiera
pueda usar para extender sus sentidos (quiere distribuir libremente el software del ojo). El ser
humano, afirma el artista, está destinado a convertirse en cíborg, usamos tecnología
constantemente, el próximo paso es implantárnosla en el propio cuerpo. Pero a Harbisson no
le interesan los proyectos destinados a reparar una parte del cuerpo, sino los dirigidos a
extender las capacidades que ya poseemos o a crear nuevos sentidos.
Para Harbisson el verdadero cíborg es aquél en el cual la unión con la tecnología es constante y
supone una comunicación con el cuerpo. “Por ejemplo, si alguien lleva una cámara de filmar
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incorporada en una mano no hay comunicación entre la cámara y el cuerpo de la persona, que
simplemente está utilizando el cuerpo para llevar la tecnología y grabar, pero no hay una
comunicación. Esto no sería una persona biónica, pues no hay combinación entre biología y
electrónica” [En Nemirovsci, 2012]. Para Harbisson, un cíborg es aquel que usa la cibernética
como parte de su cuerpo, de tal modo que entre la parte artificial y la natural acaban
creándose redes neuronales. El cíborg, en fin, es un organismo unido a la cibernética, y no un
organismo que usa la cibernética. Su ojo electrónico es para Harbisson un sentido, no una
herramienta.
Bajo esta estricta definición, Steve Maan no sería considerado un cíborg por Harbisson, pues a
pesar de estar grabando toda su vida a través de una cámara, no existe una relación de
retroalimentación sensorial entre la cámara y su cerebro, su cuerpo simplemente hace de
trípode. Tampoco sería un cíborg completo Moon Ribas, la pareja actual de Harbisson y
cofundadora, junto a él, de la Cyborg Foundation. Moon suele llevar en las orejas unas
extensiones que parecen pendientes, pero que son, en realidad, sensores de movimiento.
Cada vez que se produce un movimiento en torno a ella recibe una ligera descarga en la oreja.
Si el movimiento es de izquierda a derecha, por ejemplo, primero recibe el estímulo en la
izquierda, y luego, en la derecha, lo que le permitirá, cuando domine este nuevo lenguaje,
conocer la velocidad exacta a la que se mueven los objetos. De momento, hace
aproximaciones bastante ajustadas, pero cuando haya desarrollado del todo esa capacidad
incorporada a su organismo poseerá un sentido nuevo del que carecemos el resto de los seres
humanos. Sus orejas funcionarán como un radar que en su trabajo de coreógrafa posee
aplicaciones prácticas. Otro de los proyectos de la Cyborg Foundation consiste en una chica
que quiere percibir el movimiento de detrás de su cuerpo. Para ello se ha implantado un
sensor en la parte trasera de la cabeza, un sensor infrarrojo que vibra cada vez que hay
movimiento detrás, de manera que lo puede detectar sin tener que girar la cabeza. Estos
proyectos, según Harbisson, son la manera de explotar nuestras potenciales capacidades, ya
que si nos comparamos con otras especies animales, vemos que los humanos estamos
sensorialmente muy limitados. “No se trata de convertirnos más en máquinas sino en
animales. Trato de hacer ver que no nos estamos alejando de la naturaleza sino que nos
estamos acercando” afirma Harbisson.
Tras utilizarlo durante ocho años ininterrumpidamente, el nuevo sentido de Harbisson ha
cambiado por completo su vida. El artista afirma que extender los sentidos es una forma de
extender el conocimiento, que nuestra realidad del mundo depende de la percepción. Su
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manera de percibir la realidad ha cambiado radicalmente. El artista ahora puede ir a una
galería y escuchar como suena un Picasso, prefiere un supermercado a un bosque (porque la
variedad cromática es mucho más rica) y sus criterios para combinar los colores de la ropa
también sin ahora distintos, lo único que le importa es que suene bien.
Por supuesto, el uso del dispositivo también tiene inconvenientes en su vida diaria. A pesar de
conseguir aparecer en el pasaporte británico con su eyeborg en la foto, a veces Haribsson
tiene problemas con las autoridades. Como en una manifestación del 15‐M en la que la policía
creyó que les estaba grabando, o en el cine, donde no le dejan entrar al pensar que ese
aparato no puede tener otra utilidad que la de piratear la película. De forma similar, Steve
Maan sufrió este mismo año una agresión en un restaurante por negarse a apagar la cámara
que lleva siempre consigo.
A diferencia de Stelarc u otros artistas cibernéticos, la hibridación cuerpo‐ máquina para
Harbisson no es una necesidad adaptativa, ni una liberación histórica, sino una realidad
tecnológica. Harbisson no aborda la figura del cíborg desde una perspectiva trascendente, ni
como una utopía tecnológica, sino desde una perspectiva más utilitaria y lúdica al mismo
tiempo, como una evolución consecuente con nuestra realidad ya altamente tecnológica.
Sencillamente Harbisson considera las ventajas de esta hibridación superan cualquier tipo de
inconveniente.
Harbisson se convirtió en cíborg en el año 2004, y ocho años después está sorprendido de la
lenta aceptación pública por las expansiones corporales: “yo creo que va despacio por culpa
del siglo XX, porque el siglo XX planteó la unión entre la máquina y el hombre como una unión
negativa y peligrosa. Aceptamos utilizar la herramienta, pero tenemos muchos prejuicios para
incorporarla al organismo. Yo, al principio de ponerme el aparato, no entendí bien lo que era
un cíborg” [En Millás, 2012]. Pero Harbisson no duda que en el futuro todos seremos cíborgs, y
llevaremos implantes electrónicos igual que ahora llevamos teléfonos móviles en el bolsillo, “la
vida será mucho más excitante cuando dejemos de crear aplicaciones para teléfonos móviles y
comencemos a crear aplicaciones para nuestro propio cuerpo” [Harbisson, 2012] afirma
optimista Neil Harbisson, el pintor que oye colores. Harbisson representa esa tendencia innata
en todos nosotros por no conformarnos con la realidad que percibimos. Pero su propuesta nos
plantea una reflexión final: ¿por qué expandir nuestros sentidos?, ¿por qué querer percibir y
sentir más en una época como la nuestra, donde precisamente el ruido informativo es tan alto
que ya tenemos problemas para percibir la mitad de todo aquello con lo que se nos estimula?
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‐CONCLUSIONES‐
“El poder, como una pestilencia desoladora, Contamina lo que toca; y
la obediencia, asesina del genio, la virtud, la libertad y la verdad,
Hace de los hombres esclavos, y del cuerpo humano un autómata
mecanizado”.
Percy B. Shelley, Queen Mab, 1813
El sueño estético de la modernidad de fusionar cuerpo y máquina es ahora una posibilidad
factible. Tenemos la capacidad tecnológica necesaria para modificar y ampliar nuestros
cuerpos hasta límites antes solo imaginados. La pregunta es ¿debemos hacerlo?, ¿tenemos
que introducir prótesis artificiales en nuestro cuerpo, no para sustituir órganos defectuosos,
sino para aumentar nuestras capacidades? ¿y modificar el código genético de nuestra especie?
Algunas de estas prácticas ya se están realizando desde el campo de la medicina protésica y la
biogenética, pero ¿qué sentido tiene utilizarlas en un ser humano complemente sano? La
pregunta no tiene una connotación moralista, al menos no en su totalidad. Más bien es una
invitación a la reflexión; a pensar por qué utilizar estás tecnologías para modificar el cuerpo,
más allá de por el simple hecho de que podamos hacerlo; a evaluar los posibles beneficios o
perjuicios que puedan suponer para nuestra sociedad.
Algo digno de destacar de los artistas que hemos estudiado en este trabajo, o de los
pensadores transhumanistas en general, es el hecho de que no cuestionan en absoluto la
futura intervención tecnológica en el cuerpo; hablan de la figura del cíborg o del posthumano
como una impositiva consecuencia histórica, como si de un inexorable determinismo
tecnológico se tratara. Para el transhumanista Raymond Kurzweil, divulgador científico que ha
popularizado el concepto de singularidad, es una evolución cibernética inevitable, no debemos
perder el tiempo con conflictos morales o éticos, simplemente va a ocurrir; y además de forma
inminente, pues según el calendario profético de Kurzweil en torno al 2029 tendremos
implantes cerebrales que expandirán nuestra memoria y nuestras capacidades racionales. Para
Stelarc, como hemos mencionado, la unión cuerpo‐máquina es una necesidad adaptativa, la
única forma de que nuestro cuerpo obsoleto pueda sobrevivir en la compleja y veloz sociedad
tecnologizada y en los futuros ambientes extra‐terrestres. La obsolescencia del cuerpo para
Orlan es en realidad el fin del cuerpo como contenedor de identidades impuestas y estáticas,
53
como espacio formado por la organización social y económica. La modificación del cuerpo a
través de la tecnología es para Orlan una venganza histórica inevitable, la oportunidad de
escapar de las prácticas biopolíticas y construir nuevas identidades nómadas, múltiples, en
movimiento. En el caso de Neil Harbisson, la necesidad de expandir nuestros sentidos se
plantea casi como una obviedad al tener la tecnología para hacerlo. El artista sonocrómatico
considera muy limitadas las capacidades de nuestros sentidos respecto a las de otras especies
animales, por lo que el objetivo del artista y su fundación es mostrar a la gente que “todos
tenemos que extender nuestros sentidos porque percibimos muy poco”.
Estos pensadores y artistas consideran inevitable la hibridación mecánica, no la cuestionan,
como tampoco se plantean las posibles consecuencias políticas, económicas y sociales que
acarrearía. Afirma Haraway que el cíborg nos otorga nuestra política, que el cíborg “no está
sujeto a la biopolítica de Foucault, sino que simula políticas, un campo de operaciones mucho
más poderoso”. Pero ni Haraway, ni los performers cibernéticos se atreven a imaginar como
podría ser la política necesaria para organizar una sociedad donde no todos sus individuos
tengan las mismas capacidades físicas ni perceptivas. Al igual que tampoco explica Stelarc
cómo serían los sistemas de producción en un mundo de cuerpos con fisiología divididas, ¿de
qué forma se estructuraría el trabajo? Igualmente Orlan parece olvidar que las minorías
excluidas socialmente no son sólo de raza o género, sino también económicas. Cuando Orlan o
Haraway presentan al cíborg como la figura rupturista de revolución feminista, la liberación de
los oprimidos, olvidan la perpetua brecha tecnológica entre los países del primer y del tercer
mundo. ¿Quiénes podrán acceder a estas tecnologías?, ¿es el cuerpo cíborg la desaparición de
las diferencias o por el contrario el nacimiento de un nuevo y mayor mundo de desigualdades?
Como en la película Gattaca, no es difícil imaginar un futuro donde los rechazados sociales
sean aquellos que, por elección o por carencias económicas, no utilicen la tecnología para
mejorar las capacidades de sus cuerpos biológicos. “Haraway pretende utilizar el
determinismo tecnológico a su favor, no como una herramienta que cada vez nos distancia
más a los seres según su nivel adquisitivo, sino como una puerta abierta por la que escapar de
nuestra condición humana, oprimida, mediatizada, explotada” [Aguilar García, 2008 : 16].
Otra de las grandes incoherencias que estos artistas parecen eludir es el hecho de que a través
de sus obras luchan contra las imposiciones corporales de la sociedad capitalista, precisamente
mediante la integración simbólica del capitalismo en el cuerpo, o lo que es lo mismo, su hija
predilecta, la máquina. Haraway parece apreciar la ironía, pero no lo considera un problema
fundamental. Dice de los cíborgs que “su problema principal, por supuesto, es que son los hijos
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ilegítimos del militarismo y del capitalismo patriarcal, por no mencionar el socialismo de
estado. Pero los bastardos son a menudo infieles a sus orígenes. Sus padres, después de todo,
no son esenciales”. La estrategia consistiría en no renegar de la tecnología, sino en usarla
como catalizador de la revolución, utilizar las herramientas de sometimiento en nuestro favor.
Sin embargo, resulta difícil defender como lo hace Stelarc que la mejor manera de suplantar la
obsolescencia de un cuerpo de 2,5 millones de años sea a través de productos electrónicos
cuya vertiginosa velocidad de desarrollo hace que se queden obsoletos en menos de un año,
¿tendremos que cambiar nuestro brazo protésico con la misma frecuencia que nuestro
teléfono móvil?
No sólo en los planteamientos teóricos, también encontramos problemas en la aplicación
práctica que estos artistas realizan a través de sus obras. Las infecciones y el rechazo que el
cuerpo de Stelarc hizo de su tercer brazo y su tercera oreja no son, en mi opinión, la evidencia
de un cuerpo obsoleto,, sino al contrario, de un sistema inmunológico sano en un cuerpo
fuerte cuya hibridación tecnológica parece improbable. En el caso de Orlan, no podemos negar
que su aspecto físico se ha modificado a través de sus operaciones, ¿ha cumplido su objetivo?,
¿es la Orlan del post‐operatorio una persona diferente a la del pre‐operatorio?, ¿ha
conseguido liberarse de las presiones sociales sobre el cuerpo o por el contrario ha sucumbido
a ellas?, ¿puede un cuerpo albergar identidades múltiples o nómadas? Como en el caso de
Stelarc, la grandilocuencia teórica de Orlan en sus textos se vuelve incertidumbre y
ambigüedad en sus obras.
Desde la profunda crisis económica en la que nos encontramos actualmente, traducida
también en una crisis de valores y en una terrible incertidumbre sobre el futuro político‐social,
los posicionamientos tecnófilos de Haraway, Stelarc u Orlan se nos presentan de una tierna
inocencia utópica. En los años ochenta y noventa del siglo pasado, las nuevas tecnologías no
eran en absoluto productos generalizados a los que todo el mundo tuviera acceso, eran vistas
más como una promesa que como una realidad. Tan sólo veinte años después, la informática,
Internet y la tecnología móvil han invadido nuestras vidas, volviéndose omnipresentes y
aparentemente imprescindibles. La tecnología ha dejado de ser un recurso de la ciencia
ficción, un utópico sueño de liberación, para ser parte de nuestra vida cotidiana, con más
sombras que luces. Hoy día, pocos son los que siguen creyendo que en el desarrollo
tecnológico se encuentra un futuro mejor; al contrario, los relatos utópicos literarios se han
visto superados por la cinematográfica visión distópica de opresivos futuros dictatoriales,
controles panópticos y sociedades deshumanizadas por culpa de la tecnología.
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Las nuevas tecnologías no sólo han sido la herramienta fundamental del pensamiento
neoliberal para precarizar el trabajo, sino que han difuminado la línea entre éste y el ocio, a
través de lo que Slavoj Sizek llama “pseudoactividad”, ese recurso contemporáneo de continua
participación y contribución del consumidor con los productores, que en el fondo no deja de
ser una recapitalización del trabajo ajeno, esclavitud consentida y digital. La sociedad 2.0 nos
ha constituido a todos una vida paralela en el ciberespacio, es cierto, pero este mundo digital
no es tanto el espacio de total libertad que profetizaban algunos pensadores ciberpunk a
finales del siglo pasado, sino una compleja estructura de redes sociales controladas por
multinacionales que cotizan en bolsa y que especulan con nuestros datos personales y
recapitalizan nuestra creatividad. Facebook, sin ir más lejos, es el mejor ejemplo de la
"sociedad del espectáculo" tal como la describe Guy Debord. Una sociedad en la cual las
relaciones humanas ya no son "vividas directamente" sino que se distancian en su
representación "espectacular". La sociedad hiperconectada de los simulacros mediáticos en la
que vivimos ha traído consigo un mayor descontento social, aislamiento, y los mayores índices
de depresión de las últimas décadas. Como afirma Olga Guinot [2002], “asistimos a una nueva
era marcada por las posibilidades de la genómica, la cirugía y la informática por un lado, y por
la manipulación, la creación de información “virtual” y las vivencias inducidas, por otro. Nada
de esto ha servido para ensanchar los horizontes de la felicidad humana”. Cada vez son más las
personas que deciden acudir a jornadas de “desconexión” de todo tipo de gadgets conectados
a Internet con el fin de reducir sus niveles de estrés. ¿Qué ocurriría si estos aparatos
estuvieran implantados permanentemente en el interior de nuestros cuerpos? Somos seres
tecnológicos, de acuerdo, pero ¿es necesario diluir la barrera entre el cuerpo y la herramienta
para continuar el progreso?
El capitalismo quiere convertir al cuerpo en un objeto de consumo más, continuamente
obsoleto y por lo tanto actualizable mediante tecnología que se vende y se compra. A día de
hoy, tendemos a seguir asumiendo el discurso de aquellos que consideran inevitable la fusión
del cuerpo con la máquina; al fin y al cabo parece el siguiente paso lógico al teléfono móvil que
llevamos en el bolsillo a lo largo de todo el día. Pero la hibridación cuerpo‐máquina no es un
hecho inevitable sino algo que depende de nosotros materializar. Quizás las actuales
circunstancias económico‐sociales sean el punto de inflexión necesario para reflexionar y
consensuar el rumbo al que nos dirigimos, para detenernos y pensar en el tipo de cuerpo y de
sociedad que queremos en el futuro. La crisis social a la que nos enfrentamos es el resultado
de una lucha de dominación entre el hombre y el capital, la culminación de una sociedad
deshumanizada que se rige anteponiendo los intereses del capitalismo al bienestar social. Es el
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momento de revelarse contra la lógica del capital que nos ha traído hasta aquí. No es el
momento de “diseñar cuerpos que encajen en nuestras máquinas” como demanda Stelarc,
sino el momento de volver a crear un mundo más humano, a la escala del hombre y su cuerpo.
El mejor arma de resistencia contra el modelo corporal que nos impone la actual organización
social y económica, es la reivindicación sin complejos del cuerpo humano sin modificar, con
todas sus imperfecciones.
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