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- Lyndsey Gunnulfsen
Capítulo 1
—Vamos, Mika, hay que darse prisa. La exposición tiene que estar lista
para mañana a primera hora. No quiero que Pattinson se me eche encima
cuando vea que no está todo preparado.
—Claro, Melisa —contestó como un autómata el becario.
No podía creerlo, hacía un mes que trabajaba para una galería de arte en
el Chelsea de Nueva York. ¡Los giros que daba el destino! Apenas ocho
semanas antes habíamos venido mis amigas y yo de viaje a Estados Unidos.
Ninguna de nosotras se imaginaba entonces que Natalia conocería a Ryan,
un guaperas con el que se casaría en Las Vegas en un arrebato de locura con
el que yo no estaba nada de acuerdo.
Su madre se puso histérica, pero mi mejor amiga, pese al enfado de
todos, decidió mudarse con él a Nueva York. Durante mis siguientes
semanas en España se dedicó a llamarme todos los días, insistiéndome e
insistiéndome en que allí, junto a ella, era donde estaba mi futuro. ¡Pero
aquello era de locos! ¿Abandonar todo cuanto conocíamos…, lo poco que
teníamos en España, por la loca idea de permanecer juntas, como cuando
éramos niñas?
—Melisa, me temo que hay un problema —informó con la cabeza gacha
Mikael, al que nada solía preocupar.
—¿Qué? ¿Qué ocurre?
—Todo apunta a que la empresa de transportes que nos trae las obras no
va a llegar a tiempo; los peajes se han colapsado debido al mal clima. —El
becario parecía estar esperando un ataque de ira por mi parte. Siempre
ocurría algún contratiempo y, en esa ocasión, las nevadas que estaban
cayendo eran lo que nos iba a pasar factura.
—Dame el número de la compañía y el nombre del responsable. Me
encargaré yo misma de que la inauguración esté lista a tiempo, así tenga que
poner patas arriba toda Nueva York.
—Claro, cielo, enseguida —dijo Mika al tiempo que se alejaba lo más
rápido que le era posible.
Maldita sea. Llevábamos toda la semana organizando esa importantísima
exposición y ya habíamos realizado toda la publicidad posible. Se
esperaban en torno a unas ciento cincuenta personas y a la semana siguiente
vendrían clases de dos escuelas de arte. El estrés iba a acabar conmigo.
Pero, a pesar de los disgustos, adoraba mi nuevo trabajo. Durante los
momentos tranquilos podía pasarme horas contemplando los cuadros que
teníamos expuestos, era la manera más efectiva que encontraba para
desconectar de lo que me rodeaba. El arte podía transportarme a infinidad
de lugares donde nada importaba.
Aquel pequeño consuelo me estaba ayudando a acostumbrarme a la
caótica ciudad de Nueva York, en la que la afluencia de personas era
magnificada. En el escaso mes que llevaba viviendo allí me habían ocurrido
ya millones de cosas, nada que ver con la pequeña isla del Océano Atlántico
donde había vivido hasta hacía tan poco: Gran Canaria.
Me había dado tiempo incluso a echarla de menos, con sus preciosas
playas y ese calorcito tan agradable que te doraba la piel sin que te dieras
cuenta, con los acogedores rayos de sol acariciándote el rostro. El Atlántico
neoyorquino no era nada parecido al que yo conocía y me faltaba poder
pasar las tardes sentadas en la orilla de la playa escuchando las olas romper
en la arena solo por placer, viendo cómo formaban esa espumita blanca
generada por el salitre.
Y, al final, lo había dejado todo atrás sin vacilar.
Me había despedido de todo por una oferta de trabajo que había surgido
de la nada. A Nati que me ofrecieran ese puesto le vino de perlas. «Me
volveré loca sin ti», me amenazó más de una vez antes de que se acabara
nuestro viaje, «me tiraré del Empire State Building».
Sumida como estaba en mis pensamientos, no me di cuenta de lo tarde
que se había hecho: el sol había caído por completo, oscureciéndolo todo
tras su marcha, y ya eran más de las ocho. La exposición no se abriría al
público hasta la noche del día siguiente, pero se suponía que las obras
debían estar preparadas con un día de antelación.
—Melisa —me devolvió a la realidad Mikael—, aquí tienes el número
de teléfono de los transportistas. El responsable de la entrega es un tal
Aaron Collins, pero no sé si te lo cogerá, teniendo en cuenta la hora que es.
—¡Por supuesto que me lo va a coger! —dije con indignación. No sabía
con qué clase de personas estaba acostumbrado a trabajar Mika, pero la
inauguración se celebraría aquel viernes, como que me llamaba Melisa
Arcos Valverde.
Tras unos cuantos tonos de la llamada, saltó el contestador automático:
«Hola, estás llamando a Aaron Collins. En este momento no te puedo
atender; por favor, deja tu mensaje después del pitido».
Detestaba los contestadores personalizados.
—Buenas tardes, mi nombre es Melisa Arcos, llamo de la Jack King
Gallery. Teníamos acordada la entrega de las obras de Monique Davis para
hace ya… —Miré mi reloj de pulsera—, para hace tres horas. Nadie se ha
puesto en contacto con nosotros y sigo esperando. Llámame lo antes
posible. —Tras decir esto último le di al botón de finalizar llamada bastante
molesta.
Dejar un mensaje no solucionaba nada en absoluto, lo que hacía que me
sintiese una completa incompetente. Más enfadada de lo que me hubiera
gustado, me dirigí a la puerta de salida.
—¿Te marchas ya?
—Voy a por otro café —contesté mientras me ponía el abrigo—. Tú
cierra y vete a casa, que es tarde; ya terminaré yo lo que quede pendiente
para mañana. —Me daba bastante pena que tuviese que quedarse, sabía que
tenía planes.
Cuando acepté el trabajo y se lo conté a Nati, me pidió incontables veces
que me mudase a su lujoso ático del Upper East Side, pero yo me negué.
Sabía que el marido de mi amiga me acogería incluso sin cobrarme alquiler
con tal de hacerla feliz, pero no por eso iba yo a aprovecharme de su dinero.
Además, ¿vivir con una pareja de recién casados? No, gracias. Natalia y
Ryan siempre estaban juntos, siempre, y eran los reyes de las muestras
públicas de afecto. Me daban arcadas solo con pensarlo.
Una mañana, durante nuestro viaje y apenas un par de días antes de
nuestro vuelo de vuelta, decidí ir sola al barrio de Chelsea y explorar todas
esas galerías de arte de las que tanto había oído hablar durante mi etapa en
la universidad. Las chicas habían acudido a un brunch que organizaba Ryan
para nosotras, pero a mí no me apetecía demasiado y me escaqueé. Ese día
descubrí, por casualidad, la Jack King Gallery, en la que pasé horas
hablando con un hombre de lo más versado sobre arte. Dos semanas
después, ya en España, recibí una llamada del mismo tipo, el dueño de la
galería y el hijo de la pintora que había firmado sus cuadros como Jack
King, ofreciéndome el puesto de subdirectora. Atónita como me quedé, me
dijo que había despertado su interés y que había investigado mi historial
académico. Parecía que todo era demasiada casualidad, pero a mí me habían
enseñado que a caballo regalado no se le mira el diente.
Llegué a la cafetería, desierta a tales horas, y pedí un capuchino que me
llevé a la oficina para continuar con el papeleo. Estaba cansada, había sido
un día duro. Pattinson, el director de la galería, había llegado muy temprano
esa mañana, más desquiciado y serio aún que de costumbre. El jefe era un
auténtico experto en arte, pero también un completo imbécil.
—¡Bú! —Cuando volvía a abrir la galería, me sobresaltó al oído una voz
que hubiera reconocido en cualquier sitio—. Hola, darling. He traído
comida tailandesa. Me imagino que no habrás cenado, porque te llamé
cinco veces y no me respondiste ni una.
Mi querida amiga Natalia me sonreía de oreja a oreja mientras me
mostraba una bolsa de papel con el logotipo del restaurante. A su lado, por
supuesto, y como si se tratara de un complemento más, se encontraba su
flamante marido, que la observaba con adoración.
—No sabes lo bien que me viene —confesé, devolviéndole la sonrisa y
dándole un corto abrazo—. Hola, Ryan. ¿Qué tal estás? —Al dirigirme a él
descubrí que había alguien más a su espalda. Ash, su amiga con pintas de
malota con la que siempre iba—. Ah, que tú también estás aquí —añadí sin
disimular lo mal que me caía.
—Hola a ti también, rubia —respondió, con una sonrisa cínica y
mirándome fijamente con esos ojos azules como el hielo.
—Me llamo Melisa —repuse.
—Bueno, he venido a hacerte compañía. —Nati le lanzó a la mujer una
mirada de advertencia al hablar—. Ryan va a irse con Ash y yo me voy a
quedar aquí para lo que necesites, aunque lo que necesites sea que te
sostenga el café.
—Gracias, cielo.
La verdad es que notaba a mi amiga bastante cambiada esos días: aparte
de estar pletórica se le veía segura de sí misma, lo que hacía que Ryan
comenzase a disgustarme un poco menos que al principio. Puede que no
fuera un mal tipo y que intentase ganarse constantemente mi beneplácito,
pero, por favor, ¡que había conseguido que Natalia se casase con él un día
después de conocerse!
Por otra parte, su amiga Ash era… prepotente y mordaz. Cuando te
miraba sentías que te estuviera perdonando la vida. Al principio Natalia
tampoco la soportaba, pero algo debía haber sucedido en aquellos meses, ya
que pasaron de detestarse a ser las mejores amigas. No lo entendía y me
sacaba de quicio.
Cuando desactivé el sistema de seguridad Nati se despidió de su marido.
Las famosas muestras de cariño de la pareja me hacían sentir de lo más
incómoda, siempre despidiéndose de una manera de lo más efusiva, así que,
como ya tenía por costumbre —para darles espacio y no sentirme una
voyeur—, aparté la vista y me alejé con discreción. Aquello provocó que
me topara con los ojos de Ash, que parecía, una vez más, estar
escudriñándome y haciéndome un examen. Aun así, y como siempre que la
veía observándome, no fui capaz de apartar la mirada de esos ojos azules
que debían de dejar a cualquiera paralizado.
—Ash, vete con Ryan y no dejes que haga tonterías —pidió mi amiga
tras su sesión de magreo, haciendo así que apartara de mí la vista.
—Como ordenes, pero no te prometo nada. Ambas sabemos que los
tontos hacen tonterías. —Tras decir esto, y sin dedicarme un último gesto,
se marchó con paso firme.
—No le hagas caso, le encanta provocar a la gente —me dijo mi amiga.
—Es que no soporto los aires de suficiencia con los que me mira. —Se
echó a reír—. ¿Qué te parece tan gracioso?
—¿A mí? Nada, es solo que… para darte tan igual como sueles decirme,
dejas que te afecte bastante. —La fulminé con la mirada.
—Vamos a comer, que aún tengo mucho trabajo por hacer —zanjé.
Una vez en el despacho, mi amiga soltó las bolsas de comida tailandesa
encima de la mesa de escritorio. Ágilmente, preparó la superficie como si se
tratara de un restaurante, nos asignó a cada una su correspondiente cajita
blanca con la comida y descorchó una botella de vino blanco que sirvió en
unas tazas de café limpias que cogió de la estantería.
—Qué glamuroso, ¿no? —dije con sarcasmo. Sabía que a mi amiga le
encantaba una buena copa de cristal; mientras más brillante, mejor.
Sin decirme ni una sola palabra, sacó de su bolso el teléfono móvil, el
monedero y, por supuesto, su kit de maquillaje de emergencia, como ella lo
llamaba. Se acercó despacio hacia mí y con la mirada fija en la mía y
expresión de total seriedad le dio la vuelta a su shopper. Del interior
comenzaron a caer trozos de cristal de entre los que diferencié el pie de, al
menos, una copa. Desde la silla, empecé a reírme de forma escandalosa.
—¿Me estás diciendo que has metido, sin protección alguna, las copas
en el bolso como una quinceañera? —dije, aún entre carcajadas.
—No te lo estoy diciendo, te lo estoy enseñando. —Parecía molesta ante
su propia idea tan poco previsora—. Puedes reírte todo lo que quieras, pero
lo hice con toda la buena intención del mundo. Ahora tendré cristal
pulverizado en el bolso por un mes. —No logré evitar volver a sonreír.
—Ten cuidado cuando metas la mano, no te vayas a cortar —me burlé.
—No tiene gracia.
Con el ordenador encendido a mi derecha y una fantástica cena
tailandesa a la izquierda empecé a contestar correos al mismo tiempo que
cenábamos. Natalia estaba especialmente callada, algo que nunca había sido
demasiado habitual en ella. Era de esas personas que pueden estar hablando
incluso cuando no les das una respuesta. Se entusiasmaba con facilidad,
quería contarte todo su día en un momento, pero siempre hilaba un tema
con otro y se acababa alargando de forma interminable. Aquella noche y
durante los últimos meses, sin embargo, parecía incluso ausente.
—¿Te pasa algo? —pregunté llenándome la boca de pad-thai.
—No, nada —me respondió sin darme una mayor explicación. Sabía que
me mentía.
—¿Todo bien con Ryan? ¿Tengo que volver a pegarle? —Ambas
sonreímos al recordar la vez que me había abalanzado, dominada por la ira,
sobre su enorme marido.
Durante nuestro viaje Nati desapareció un par de días de forma
misteriosa y después de volver no quiso contarnos a ninguna lo que había
sucedido. Dolida, al sentir que no confiaba en mí, me enfadé con ella como
nunca lo había hecho. Y aún no lograba entender que hubiese algo de lo que
no se pudiera sincerar conmigo. Después de que apareciera y en un ataque
de rabia contra Ryan, convencida de que él era el culpable de su
desaparición, me había enfrentado a él llegando incluso a golpearle. Él,
como si me hubiera estado dando la razón, se dejó hacer mientras yo me
desquitaba, a pesar de que en más de una ocasión los golpes le fueran a la
cara y la entrepierna. Solo fui capaz de parar cuando me apartaron de él.
Todos los presentes se quedaron en shock. Nadie se esperaba un impulso
semejante por mi parte. Pero había estado aterrada por la idea de que le
ocurriese cualquier cosa a Natalia y no pude controlarme.
—De verdad que no me pasa nada, Mel —insistió mi amiga al notar que
seguía esperando una respuesta.
—Bueno, tú avísame si es necesario que vuelva a partirle la cara a tu
marido —dije sin apartar la vista del ordenador. Nati terminó por reír.
—Tranquila, no hará falta. Además, Ash me ha enseñado algunas
técnicas. Yo misma podría patearle el culo si me lo propusiera. —Enarqué
una ceja ante su comentario.
—Qué bien se llevan[1] de repente, ¿no? —No fui capaz de disimular el
desdén que había bajo mis palabras y lo poquito que me gustaba esa
floreciente amistad.
—Sí, ya no me resulta tan pedante como al principio. Debajo de esa
capa de tipa dura y fría es buena tía, ¿sabes? Me recuerda un poco a mí
cuando rompí con el gilipollas de Rubén.
—Ni de broma.
—¿Cómo que no? Tampoco te has molestado en conocerla lo suficiente
para formar una verdadera opinión sobre ella. —Mi amiga parecía molesta
por mi comentario. Tras beber un poco de vino, respondí:
—No me hace falta. Si opino así es porque te conozco y estaba contigo
cuando pasó todo lo de Rubén. Tú lo estabas pasando mal y tenías motivos
para querer alejar de ti a todo el mundo, Ash ya es mayorcita para actuar
como semejante cliché.
—Mel, deberías...
—Que no. —Natalia suspiró con resignación—. Entiéndelo, Nati, sabes
que no puedo con la gente que va de prepotente por la vida.
—Ya, bueno. —Se levantó de la silla y se encaminó al baño que había
para las oficinas—. Como si los malotes de la historia no fuesen tu cliché
favorito.
Y con aquel comentario se marchó, por primera vez en más de una
década de amistad, quedándose con la última palabra.
Capítulo 2
—Venga, Melisa —comenzó a decir Natalia—, tampoco creo que haya sido
para tanto, necesitabas relajarte. —Recogió de la mesa de su cocina las
tazas que habíamos utilizado para tomar café y los llevó hasta el fregadero.
—¿Perdona, bonita? ¿Te parece bien haberme emborrachado sin mi
consentimiento? —Estaba totalmente boquiabierta—. ¡Esto debería ser
denunciable! —Me giré hacia mi derecha—. ¡Hugh quiero denunciar a
Natalia! —El policía casi escupió su café de la sorpresa—. ¡Y además con
Monique ahí! ¿Pero en qué estabas tú pensando? ¿Tanto te ofendió lo del
otro día que tenías que vengarte de alguna manera?
Hugh, con todo el disimulo que le fue posible, que no fue demasiado, se
levantó de la mesa y decidió escabullirse al salón. No lo culpaba, vernos
discutir no debía de ser muy divertido.
—¿Acaso lo pasaste mal? —Una de sus cejas se había enarcado con
cierto desdén.
—Pues no lo sé, porque no me acuerdo —espeté, levantándome de
sopetón—. Tengo veintiséis años y, por primera vez en mi vida, no me
acuerdo de una puta noche.
—¿Es que te da miedo lo que puedas haber hecho? ¡Ya era hora de que
vivieras un poco, coño!
Terriblemente enfadada, salí de la cocina sin volver a decir nada más.
Era imposible razonar con ella cuando se ponía así. Al acceder al salón me
encontré con Ryan y Hugh viendo un partido de fútbol americano en la
enorme pantalla con un cubo gigantesco de pollo frito; en la habitación no
había ni un solo rayo de luz natural. Tarek estaba al otro lado de la sala de
estar, jugando una partida de billar contra sí mismo.
No tenía demasiado claro qué hacer, me planteaba incluso marcharme.
Natalia había optado por no seguirme y, en el fondo, había sido lo más
sensato. A lo largo del pasillo se escucharon unas zarpas que anunciaban la
llegada de Lua, que más bien parecía un caballo al trote. Hora de comer,
supuse.
Rendida ante mi frustración, me dejé caer sobre uno de los butacones
que había cerca de la televisión. No me interesaban lo más mínimo los
deportes, pero los chicos parecían completamente hipnotizados con el
partido de baloncesto.
—Vaya, Ryan —dije sorprendida. No le había visto al llegar, así que no
me esperaba bajo ningún concepto que su tupé rubio hubiera desaparecido
por completo—. ¿Te has alistado en el ejército? Te sienta bien el nuevo
look.
—Shh… —me chistó y seguidamente se puso una gorra del que, supuse,
sería el equipo de fútbol local.
—¿Todavía no se lo has dicho a Natalia? —preguntó Hugh en voz baja.
—¿Quieres ver el partido tranquilo? —dijo, casi como si la pregunta
fuese innecesaria.
—Ryan, por favor, se te nota un huevo. —Hugh empezó a reír de forma
escandalosa.
—¿Qué se supone que se nota tanto? —alzó la voz Natalia desde la
cocina.
Por una vez, decidí ponerme de parte del marido de mi amiga y no decir
nada. Sabía que a Nati le encantaba su pelo y no quería presenciar una
disputa matrimonial.
—Lo perdidamente enamorado que estoy de ti y las ganas que tengo de
llevarte al dormitorio.
—No cuela, ¿qué has hecho? —Mi amiga, al escuchar desde la otra
habitación la conversación, había decidido quedarse plantada de pie junto al
sofá—. ¿Tengo que preocuparme?
—Me he comprado otra moto —mintió de repente.
—¿Y por eso estás así de raro? Puedes hacer lo que quieras, es tu dinero.
—Ella había comenzado a marcharse de nuevo hacia la cocina.
—Ryan, ¿qué coño haces con una gorra de los Raptors viendo un partido
de los Knicks? —Comentó Tarek, acercándose hacia su amigo.
No entendía nada, la gorra que llevaba puesta Ryan era claramente de
los Knicks. Sin embargo, su amigo no dudó ni un solo momento en
quitársela de la cabeza. Nati, que lo había visto todo por el rabillo del ojo,
dio un giro de ciento ochenta grados. Fui capaz de ver cómo Ryan trataba
de encoger su enorme cuerpo e intentaba desaparecer entre los cojines del
sofá.
—¿Qué? —Había abierto los ojos como platos—. ¿Qué coño le ha
pasado a tu pelo?
—¿Qué pelo? —apuntilló Hugh.
—Nena…
—¿Cómo que nena? Que qué coño le ha pasado a tu pelo.
Tarek había vuelto a la mesa de billar con aire de satisfacción, yo le
seguí y Hugh comprendió que lo mejor era hacer lo mismo. Nadie querría
estar cerca del frente.
—Es una pregunta sencilla, Ryan —logré escuchar. Hasta cierto punto,
el pobrecillo me daba pena—. Encima habrás pagado por esa mierda.
—Me lo ha hecho Ash —trató de defenderse—. Se estaba cortando el
pelo ella y me había echado mano antes de que yo me diera cuenta.
Me giré para ver la reacción de Natalia, parecía estar debatiéndose entre
seguir discutiendo o simplemente gritar.
—A mí me gusta más que ese rollo a lo Elvis Presley que se traía antes
—aporté, tratando de quitarle hierro al asunto—. Te repito que te queda
bien, Ryan.
El susodicho me miró con ojos de estar completamente agradecido.
Natalia, en cambio, le miraba de una manera preocupante. Parecía
neurótica, algo me decía que no iba a dejar correr el asunto tan a la ligera.
—A mí me gustaba… ¿Cuánto tardará en crecerte? —dijo finalmente
con una nota de tristeza en la voz.
—Menos de lo que esperas, preciosa —contestó Ryan abrazándola por la
cintura.
La situación se estaba volviendo algo melosa y no creía que fuera a
sacar nada más de lo que había pasado con Nati la noche anterior.
—Vaya, así no tiene gracia —añadió Tarek—, yo esperaba que al menos
lo insultaras un poco.
—Ya hablaremos tú y yo —amenazó Ryan.
Tal y como se fueron desarrollando los acontecimientos en casa de mi
amiga, al final decidí marcharme. Llevaba un tiempo sintiendo que no
encajaba del todo con el grupito del Dead End, como si hubiese algo de lo
que no formaba parte, un club en el que no me dejaban entrar, así que no me
costó demasiado despedirme de todos y poner rumbo a casa.
Ya en mi pequeño apartamento, me dediqué a poner en orden el pequeño
caos que se había creado por la noche a mi llegada para acabar haciendo
una limpieza a fondo, como hacía muchas veces en las que no tenía la
cabeza demasiado centrada.
Me recogí el pelo en una coleta alta para empezar con las tareas y al
hacerlo comprobé que la mancha amarillenta que había tenido por la
mañana en el cuello apenas se veía y ya ni siquiera me dolía.
La siguiente vez que miré el reloj que había en la zona de estar, las
agujas marcaban las ocho de la noche. El día se me había pasado con una
rapidez pasmosa y, por mucho que lo hubiera intentado, no conseguía
recordar con total claridad la velada anterior.
Cada vez que me ponía a limpiar me entraba un hambre aterradora, así
que fui a prepararme un sándwich de crema de cacahuete y mermelada para
continuar con lo poco que me quedaba por hacer. Al llegar a la cocina vi
que la pantalla de mi iPhone, que había dejado allí cargándose, estaba
iluminada y el teléfono vibraba encima de la mesita. Era un número
desconocido.
—Melisa —me sorprendió la voz de Mika en cuanto descolgué. ¿Qué
querría un domingo por la noche?
—Espero que sea importante, tengo un sándwich a medio devorar —dije
de mejor humor.
—Sé que es domingo, pero tienes que venir a la galería —contestó el
becario casi sin aliento—. Ha saltado la alarma. Nos han robado.
—Voy para allá —respondí sin pensármelo dos veces y colgando de
inmediato.
Con prisa y casi sin pararme a acariciar la cabeza de Salem, cogí el
chaquetón y salí de casa. ¿Qué había podido pasar? ¿Y cómo? Teníamos un
sistema de seguridad buenísimo y de última generación, que lo hubieran
hackeado era prácticamente imposible.
No tenía tiempo de bajar las escaleras con precaución, saltaba los
escalones de dos en dos. Llegando al rellano del primer piso me sobresaltó
una voz que me paralizó por completo.
—Ten cuidado con los escalones, podrías terminar por partirte el cuello.
Apenas logré distinguir la figura que me esperaba en el descansillo, pero
era alargada y delgada y me miraba con unos ojos negros inyectados en
sangre que ya había visto. La barba descuidada le había crecido desde la
última noche: era el tipo que me había perturbado tanto en la frutería de
Morgan.
—Disculpa, pero tengo algo de prisa. —No me seducía demasiado estar
en compañía de ese hombre, y menos en un espacio tan cerrado como era el
hueco de las escaleras de mi edificio.
—Solo era un consejo —siguió sin alejarse de mí—, ve con cuidado,
Melisa.
—¿Cómo sabes mi nombre? ¿Nos conocemos? —Mi expresión de
desconcierto debía ser clara.
—Lo siento de veras. No tenía especial interés en ti, pero eres un daño
colateral sumamente necesario Prometo ser rápido.
¿A qué rayos se refería?
Todo sucedió como un relámpago. En un abrir y cerrar de ojos recorrió
la distancia que aún nos separaba y se posicionó frente a mí.
—Respira hondo, querida.
Colocó las manos en torno a mi cabeza, una en la base de la nuca y otra
en el mentón, y me sujetó con bastante fuerza. Poco después, en cuestión de
segundos, la hizo girar con un movimiento rápido, sin darme tiempo apenas
a reaccionar o a que fuera consciente de lo que hacía.
Solo pude escuchar un crujido.
Capítulo 7
Cuando por fin me desperté, horas más tarde, tenía al gato de Melisa hecho
un ovillo junto a mí en la cama. Ni se inmutó cuando me levanté, pero
faltaba poco para el anochecer y yo necesitaba una ducha.
Sin preocuparme mucho por dónde caían mis cosas, dejé la ropa sobre el
colchón y me encaminé desnuda al baño. Mi reflejo en el espejo destacaba
frente a todo lo que me rodeaba. Todo tan limpio, tan monocromático y
perfecto, contrastaba con mis coloridos tatuajes y hacía que me sintiera
totalmente fuera de lugar. Era como ver a un dibujo animado en la vida real.
Tras examinar con detalle mi imagen, percibí que uno de los dibujos del
brazo izquierdo empezaba a perder color; pronto tendría que acudir a Luke
para que me lo repasara.
La ducha de Melisa era amplia, lo suficiente como para que entraran dos
personas en ella, aunque quizás un poco pegadas. El agua ardiendo que
salió del cabezal me sentó de maravilla, relajándome los músculos que tanto
se me tensaban al intentar dormir.
El champú olía bien, a lavanda. Al salir, dejando que el agua corriera por
mi cuerpo sin reparos, ví al gato esperándome sentado dentro del lavabo.
Cogí una toalla y me dispuse a secarme cuando, de pronto, sonó el timbre.
Extrañada, me cubrí el cuerpo y salí hasta la entrada del piso sin hacer el
más mínimo ruido. Melisa llevaba casi dos días sin comunicarse con nadie
y los contactos que tenía en Estados Unidos eran bastante limitados, así que
podía tratarse del mismo James, que venía a asegurarse de que todo salía
acorde con su plan. Pero ¿se molestaría un tipo como él en tocar el timbre?
Me vino bien haber dejado la chaqueta en la cocina junto a la entrada.
Con precaución, me acerqué a la puerta con mi Ruger de nueve milímetros
en la mano, lista para enfrentarme a ese hijo de puta si se trataba de él. Eché
una ojeada por la mirilla, pero era la artista a la que Melisa había llevado al
Dead End hacía unas noches, que volvía a tocar el timbre con insistencia.
¿Monica?
Irritada, guardé el arma bajo la chaqueta.
—¿Sí? —Abrí y me apoyé en el marco de la puerta. La confusión
invadió el rostro de la mujer y su tez oscura se tornó pálida.
—¿Dónde está Melisa? —preguntó, tratando de ver el interior del
apartamento por encima de mí.
—No está —respondí sin más preámbulos. Me miró directa a los ojos.
—No te he preguntado si está, sino dónde. —Sin duda, la mujer tenía
valor, pero carecía de sentido común.
—Pues… aquí no. —Al ver que le devolvía la mirada con frialdad,
retrocedió un paso sin darse cuenta.
—¿Y qué haces tú en su casa? —En su expresión percibí un atisbo de
inseguridad. Estaba claro que pensaba que me había acostado con Melisa.
¿Debía desmentirlo?
«No me puedo creer que me haya dejado de contestar porque se está
tirando a esta...».
Sí, sin duda, se estaba cuestionando las cosas y sus pensamientos se
convirtieron en un millar de preguntas que se atropellaban las unas a las
otras. A cada segundo que pasaba sin responder, su enfado se acrecentaba.
El corazón comenzaba a palpitarle de forma acelerada y el nerviosismo le
recorría la piel hasta erizársela. Incluso podía oler su decepción.
—El gato tenía que comer.
—¿Salem? —Monica parecía no entender nada—. ¿Pero cuánto tiempo
lleva Melisa fuera?
—Eso no es importante. Ha tenido que volver a su país y le estoy
cuidando la casa.
«¿Sin decirme nada…?», se preguntó.
—Entiendo… —dijo cabizbaja.
—Una amiga suya tuvo un accidente de coche —dije, tratando de
suavizar el golpe—. No sobrevivió.
La artista sacó a relucir todo su orgullo y, tras pedirme que le dijese a
Melisa que sentía lo de su amiga, se marchó. Sus ideas eran una mezcla de
compasión y enfado.
Cerré la puerta con llave cuando se fue. No lamentaba en absoluto
haberle creado dudas, me divertía que en algún momento hubiera pensado
que estaba compitiendo conmigo.
Me vestí y, al hacerlo, se me ocurrió que quizás a Melisa le resultaría
agradable tener su propia ropa, con la que estar cómoda en casa de Tarek.
Entré al pequeño vestidor y tomé de él lo primero que vi. Unos pantalones
vaqueros, una camiseta de punto y una chaqueta, aunque era consciente de
que esto último no lo necesitaba. Los vampiros no apenas sentíamos frío.
Ventajas de estar… muertos. Lo metí todo en una mochila negra y me
dispuse a atrapar al gato, pues era hora de irse.
El golpe que dio la puerta blindada del loft al cerrarse me sobresaltó. Tener
a Salem de nuevo junto a mí había logrado que se me anulasen por
completo todos los sentidos, solo estábamos mi pequeño y yo. Al levantar
la vista y, tras atreverme a soltar a mi gato, comprobé que solo quedábamos
dos personas en la casa.
—Tengo que confesar que antes he curioseado los armarios de la cocina
y he visto que tenías atún —le dije a Tarek, que acababa de sentarse en la
silla más alejada con el semblante enrarecido. La luz de la cocina creaba
sombras oscuras en su rostro—. ¿Te importa que le dé una?
Me sentía mucho más relajada ahora que no estaba del todo sola. Por
mucho que Tarek intentara que me encontrase cómoda en todo momento,
me seguía sintiendo una extraña. En aquel momento, sin embargo, el que
parecía a disgusto era él. Y me daba la sensación de que era la presencia de
Salem la causa de su malestar.
—¿No te gustan los gatos? —pregunté al ver que cambiaba de postura
cada vez que el animal se acercaba a él o tomaba un nuevo rumbo de
exploración—. No serás supersticioso, ¿no?
Me costaba mucho trabajo imaginarlo, teniendo en cuenta que era un
vampiro.
—Digamos que soy yo quien no le gusta a ellos. —Estallé en carcajadas.
Era tan divertido imaginarse a un hombre de las dimensiones de Tarek
huyendo de una criaturita tan pequeña y dócil como Salem. Era como la
historia que te contaban cuando tenías unos cinco años, aquella en la que el
majestuoso elefante tenía miedo del diminuto ratón.
—Muharaba —me llamó Tarek. No era la primera vez que se refería a
mí con ese nombre. ¿Qué significaba?—. Tengo que salir.
—¿Por qué has empezado a llamarme así? Hasta ahora, siempre has
usado mi nombre.
—Es un apelativo cariñoso —respondió.
—¿En tu idioma? —Sonaba a árabe.
—Sí, en mi idioma natal. Significa guerrera.
Aunque extrañada, el tan repentino mote de Tarek consiguió
emocionarme. Le escuchaba llamar a los otros por sobrenombres todo el
rato.
—Ash parece haberse enfadado, por algún motivo, y no consigo
contactar con Ryan. ¿Estarás bien sola? —preguntó—. ¿Puedo confiar en
que no harás ninguna tontería?
—Claro —respondí de manera sincera—. Ve tranquilo, trataré de leer
algo.
Poco después, mi niñera se había ido y yo estaba viendo una película
con Salem ovillado a mi lado en el sofá. Tarek me dijo que solo estaría
fuera un par de horas. Habían surgido algunas complicaciones en el Dead
End, aunque nada de suma importancia, pero tenía la obligación de
personarse para arreglarlas. A lo lejos se encendían y apagaban luces
constantemente tras los ventanales.
La película no era muy buena, una comedia hollywoodiense, pero por
fin llevaba puesta la ropa que me había traído Ash y me sentía un poco más
cerca de volver a ser yo misma.
Apenas llevaba media hora acurrucada en el sofá cuando escuché los
pitidos que producían los dígitos del código de desbloqueo de la puerta.
Con cuidado para no mover a Salem de su sitio, me levanté y, al acecho, me
situé en un lugar desde el que poder observar la entrada. La gran puerta
comenzó a abrirse, con demasiada lentitud para mi gusto, y a través de ella
fue asomando poco a poco una cabellera castaña que dio paso al rostro de
mi mejor amiga.
—¿Te apetece salir a dar un paseo? —preguntó, cautelosa—. ¡A la
mierda!
Tras gritar esa maldición, entró corriendo al loft en mi dirección y se
abalanzó sobre mí. Me abrazó con fuerza y yo le devolví el abrazo con la
misma emoción e intensidad, a pesar del amargor que empecé a sentir en la
garganta. Nati me miró directa a los ojos después de que nos soltáramos.
—Confío en ti, sé que no me harás daño. —La seguridad que reflejaba
su mirada era asombrosa—. Vamos a dar un paseo, tenemos cosas de las
que hablar.
La enorme avenida en la que estaba el edificio de Tarek se encontraba
desierta, apenas pasaba algún que otro coche y ya no quedaba ni rastro del
bullicio que se escuchó durante el día en el loft.
Natalia caminaba junto a mí, algo recelosa y en silencio. La brisa de la
noche refrescó de manera automática mis mejillas. No me había dado
cuenta de la falta que me hacía salir hasta que puse un pie sobre el asfalto.
Me sentía extraña, aunque sabía, en cierta medida, que seguía siendo la
misma persona de siempre. El único cambio era el remolino de voces
mezcladas que sonaban en mi cabeza. Entre todas las voces que mi
agudizado oído llegaba a escuchar —confesiones impronunciables,
conversaciones de prostitutas que ofrecían a desconocidos sus servicios y el
jaleo causado por alguna que otra borrachera—, diferencié con claridad la
voz de mi mejor amiga.
«¿Está bien? No parece diferente …No entiendo por qué Ryan no quería
dejarme venir».
—Sigo siendo la misma, Nati. —Suspiré—. Aunque ahora sea capaz de
cometer atrocidades, mi cerebro no ha cambiado…
—No me importa lo que puedas hacer, estoy segura de que podría
ganarte igualmente en fuerza. —Esperaba mi reacción con las cejas alzadas
y una sonrisa burlona en el rostro.
Comenzamos a caminar sin un rumbo fijo, disfrutando de la compañía
que nos brindábamos la una a la otra sin necesidad de nada más.
—¿Qué sabes de la persona que te atacó? —preguntó de pronto. «¿Lo
sabe? ¿Cuánto me están ocultando los chicos?».
—Poco. ¿Qué me puedes contar tú al respecto? —contesté con retintín.
Mi mejor amiga me había escondido su secuestro y el mundo en el que
llevaba viviendo meses. No sabía si estar enfadada o decepcionada.
Natalia tardó en dignarse a hablar. La información que empecé a
recopilar acerca de lo que le había ocurrido fue gracias a sus rápidos y
caóticos pensamientos, que pasaban de su cautiverio y el terror que había
vivido a varias imágenes de gatitos con ojos saltones. Trataba, sin éxito, de
bloquearme de sus pensamientos. El esfuerzo se le veía en el rostro.
—Así solo vas a conseguir que me maree —dije, frotándome la sien con
la yema de los dedos. Era cierto, la mente empezaba a zumbarme como un
abejorro—. Sí, me han contado que te tuvo secuestrada en enero.
—Es algo que no me gusta recordar. —Trataba de sonar convincente, a
pesar de que se la notaba incómoda. Al ver que me detenía, esperando una
respuesta, continuó—: Como has podido comprobar, James… es un mal
nacido.
—Sí, me he dado cuenta.
—Me retuvo en un sótano, quería… —Parecía estar tratando de recordar
algo en concreto—. Quería una especie de venganza morbosa.
—¿Hacia ti? ¿Por qué? —Decidí que lo mejor era dejar que me contase
la historia desde el principio.
—No, hacia... Ryan. Ese tío era su cuñado. Maltrataba a su hermana.
Ryan consiguió apartarla de su lado una noche, tras una de las palizas, pero
fue demasiado tarde.
—¿Y cuándo coño pensabas contarme las cosas, Natalita? —Mis
sentimientos hacia ella empezaban a aclararse, estaba enfadada.
—¿Ibas a creerme, acaso? ¡Vamos, Mel! —Se abrazó a sí misma, como
buscando su propio consuelo—. Me habrías encerrado en un manicomio.
—¡¿Tú eres tonta?! ¡Estamos hablando de un secuestro, Natalia!
—Entiéndeme… No quería… No sabía…
—Claro que lo entiendo, pero has tenido tiempo. —Estaba frustrada, me
sentía traicionada—. Estamos hablando de tu vida. ¿Sabes que le prometí a
tu madre que te cuidaría? Me estás dejando fatal con ella.
—Bueno…, no habrá que preocuparse mucho por eso cuando… sea una
de ustedes.
¿Que Natalia quería qué? El alma se me cayó al suelo. Sabía que
siempre había fantaseado con vampiros, pero estábamos hablando de la vida
real.
—¿Tú te has vuelto loca?
—¿Por qué? —Se detuvo frente a un puesto ambulante de perritos
calientes y le dio al tendero un par de dólares a cambio de uno—. Espera.
Tras hacerse con su pedazo de pan con restos de un pobre cerdo,
seguimos nuestro camino. Al habernos alejado lo suficiente, volvió a
dirigirse a mí:
—¿No lo ves lógico?
—¡Es una condena!
Estaba claro, mi amiga había perdido la cabeza. Era una fantasía lógica,
romántica hasta cierto punto, pero la realidad implicaba ver marchitarse a
todo aquello a lo que querías.
Siempre me había asustado la idea de la muerte, pero la había asumido
como algo natural, como el final necesario de un proceso. Era algo con lo
que todos contábamos, con volvernos un recuerdo. Yo no quería ser una
realidad para siempre.
—¿Prefieres verme morir? Yo creía que… podríamos… No importa —
dijo al final —. Veo que no lo vas a hacer.
—¡¿Perdona?! —Los ojos casi se me salieron de las órbitas—. ¿Que se
te había ocurrido que yo qué?
Sin poder controlar del todo mis emociones, comencé a reírme. Quizás
era yo la que se había vuelto loca. Natalia, parada frente a mí, me miró de
tal forma que parecía que fuese el caso. Caminamos algo más y, sin darnos
cuenta, llegamos hasta el Wall Street Trade Center y nos encontramos
delante del monumento que homenajeaba a las personas fallecidas en el
trágico atentado a las Torres Gemelas.
No dijimos nada. Contemplamos en silencio aquella fuente que, aunque
su función fuera conmemorar a las personas, lo único que traía consigo era
tristeza.
Natalia, de pronto, sacó su teléfono. Con la pantalla iluminada, se notaba
el cansancio que la preocupación había ido depositando en sus rasgos.
Alguien la estaba llamando. Tras comprobar en la pantalla el remitente,
volvió a meterse el móvil en el bolsillo trasero del pantalón.
—¿Quién era? —pregunté con curiosidad. La tensión que habíamos
vivido momentos atrás se había disipado.
—Ryan.
—¿Y no se lo coges?
—Creo que no. —Se encogió de hombros—. Me va a matar de todos
modos por estar contigo, así que, que lo haga más tarde.
—¿Y no crees que, estando libre tu secuestrador…, deberías, al menos,
decirle que estás bien?
—No había pensado en eso.
Al fondo de la plaza en la que nos encontrábamos distinguí una cabeza,
ahora rapada, cubierta de cabello de color rubio. Ryan se nos aproximaba de
manera acelerada y Natalia todavía no se había percatado. No me dio
tiempo a avisarla.
—¿Se puede saber por qué nunca haces caso a nada de lo que te digo?
—preguntó el vampiro, exasperado y resignado a la vez. Parecía que aún no
había aprendido que Nati era una mujer a la que no se podía controlar.
—Es mi amiga —respondió ella, irguiendo la espalda en un intento por
ponerse a su altura.
—Lo sé, pero necesita un tiempo para acostumbrarse a lo que es. —La
miraba con preocupación, acercándose a ella hasta abrazarla y acariciándole
con delicadeza las mejillas—. Melisa no quiere hacerte daño, pero sé, por
experiencia, que puede haber algún desliz, cariño.
—No con Mel —dictaminó.
—Eres tan testaruda... —le dijo sonriendo.
Tal y como solía pasarme cada vez que me quedaba a solas con la pareja,
comencé a sentirme incómoda ante su… conexión, enamoramiento, lo que
fuera. Mi amiga le devolvió la sonrisa con ternura, a lo que yo no pude
evitar carraspear.
Natalia fue la primera de los dos en girar la cabeza para mirarme, se
notó en su semblante la preocupación ante mi gesto.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí, solo… —¿Podía decirle que me resultaban empalagosos o estaba
siendo pesada?—. Deberíamos volver, Salem está solo en una casa que no
conoce. —Quizá fuera una excusa, pero era cierto.
Jamás había odiado el verano tanto como lo hice aquel mes de junio. Los
días cada vez eran más largos y eso significaba que el tiempo que podía
pasar en la calle se reducía a medida que pasaban las semanas.
Y echaba de menos a Natalia. El imbécil de Ryan me estaba castigando
por estar dispuesta a vivir una vida que él no se atrevía a tener y no me
dejaba verla.
Por más que las dos lo hubiéramos intentado, no daba su brazo a torcer y
la perseguía a donde quiera que iba, sin contar con los guardaespaldas que
estaban siempre acechándome a mí.
Teníamos que conformarnos con conversaciones telefónicas a
escondidas, como cuando teníamos quince años y nos castigaban por hacer
algo malo como saltarnos el toque de queda.
Las facturas de la luz habían aumentado de manera notable desde mi
conversión, aunque mi salario no hubiese hecho precisamente lo mismo.
Había tenido que dimitir de mi puesto en la galería y el apartamento se
había transformado en otro muy distinto al que era hacía unas semanas. Ya
nada quedaba de la luz blanca que entraba por las ventanas y atravesaba las
cortinas. Ahora era todo mucho más… amarillo, a raíz de la luz de las
bombillas.
Tarek había acondicionado mi piso para que ni el más mínimo rayo de
sol entrase. Y, joder, cómo lo echaba de menos. En ocasiones, cuando
estaba sola, dejaba que una ínfima línea de luz se colase a través de las
persianas nuevas y observaba, embelesada, cómo brillaba y exponía las
motas de polvo que había en el ambiente.
Una mañana de mayo estuve a punto de tocarla. Permanecí un buen rato
acercando y alejando la mano de aquel pequeño rayo, con reticencia, miedo
y curiosidad, con un nudo en el estómago que se asemejaba bastante a los
que me habían provocado en su día los exámenes.
Pasaron varios días hasta que me atreví a hacerlo y, cuando lo hice, volví
a sentirme viva de verdad. El dolor que la quemadura me ocasionó en los
dedos fue como comprobar que, en el fondo, no había muerto del todo.
Miré las manecillas del reloj, apenas quedaban quince minutos para que
el sol acabara de ponerse. Los últimos quince minutos y los más odiosos del
día.
Llevaba todo el día de un humor horrible. Cuando volví a instalarme en
Harlem, uno de mis vecinos me anunció que la familia que vivía en el piso
contrario al mío se acababa de mudar y los golpes de los muebles del nuevo
inquilino moviéndose no habían cesado en todo el día.
Tal y como me había acostumbrado a hacer las últimas semanas, después
de echar un vistazo al de pared, miré mi reloj de pulsera. Aún quedaban
cinco malditos minutos para poder salir y estaba muerta del asco, esperando
con ansia a que el tiempo pasara, sin que se me ocurriese nada que hacer
que no hubiera hecho ya.
Golpeteaba con el pie el suelo, impaciente, o me recorría una y otra vez
el pequeño salón como un depredador enjaulado al que no le daban comida
desde hacía a saber cuánto. El timbre de llamada de mi teléfono me pilló a
punto de tirarme del pelo.
—Hola, Nati... —respondí con un suspiro—. ¿Me das permiso ya para
pegarme un tiro?
—No —respondió, tajante como todas las veces que le repetía lo mismo.
La escuché a la perfección gracias a mi nuevo agudizado oído, pero sabía
que estaba hablando en susurros—. No tengo mucho tiempo. Ryan va a
salir, tiene que tratar no sé qué asuntos con Tarek. En veinte minutos en la
Rockefeller Plaza. —Colgó.
¡Por fin iba a poder verla! Me extrañaba que no hubiese intentado dar
esquinazo a su marido antes, Natalia nunca había sido muy de seguir las
normas. En aquel momento, lo agradecía. Necesitaba a mi amiga para no
arrancarme todos y cada uno de los pelos de la cabeza. Las ocho y media.
Al fin.
Me calcé y me dispuse a huir de entre aquellas paredes. La noche
anterior me había alimentado a base de las suficientes bolsitas como para no
tener ningún problema, tanto si salía a la calle, como si decidía permanecer
encerrada durante días. Aunque me conocía y sabía que sería incapaz de
hacerle daño a Natalia, el ardor de la garganta podía suponer una verdadera
molestia.
Cerré la puerta con llave justo cuando, detrás de mí, se abrió la del
apartamento trescientos cuatro. Sin poder evitarlo, sucumbí a la curiosidad
de ver a mi nuevo vecino, el que tanto ruido había generado en los últimos
días.
—Buenas noches —me saludó el hombre moreno, esbelto y de
penetrantes ojos negros que tenía delante. Algo en su rostro me resultaba
familiar, aunque no terminaba de descifrar qué exactamente—. Espero que
no te haya molestado demasiado el ruido de estos días —continuó,
dedicándome una sonrisa cautivadora y ofreciéndome su mano derecha para
que se la estrechara—. Me mudé el lunes, soy Brody.
Al estrecharle la mano me recorrió una sensación extraña que me hizo
ponerme en alerta máxima, como si su simple contacto fuera una amenaza.
Fue entonces, analizándole, cuando me di cuenta de que, dentro del pecho,
el corazón le latía tan despacio que, de haber sido humano, hubiera tenido
que tratarse de un enfermo terminal. Era un vampiro.
—Melisa, un placer —dije de manera cordial.
—Me alegra comprobar que no soy el único nocturno que hay por aquí
—respondió, dejando claro que ambos teníamos clara la condición del otro
—. Creí que estaría solo eternamente.
—Siento no poder quedarme a charlar… —corté la conversación con
cierta desconfianza, pues era el primer vampiro que conocía que no fuera
Ryan, Ash o Tarek—, pero lo cierto es que me están esperando.
—¡Ya nos veremos! —me gritó cuando me alejaba por las escaleras.
No quería parecer desagradable, pero aún no estaba segura de si podía
controlar por completo mis pensamientos y, a decir verdad, no me apetecía
que un completo desconocido supiera lo que se me pasaba por la cabeza. Ya
me molestaba bastante que Tarek indagara en mi mente, como para que lo
hiciera también otra persona.
—¡Aaaaaah! ¡Me quiero moriiiiiiiiir! —La voz de Nati resonó por todo el
ático y hasta Lua alzó la cabeza de su cama, preocupada—. ¿Tú sabes lo
glamurosas que son esas fiestas? ¡Va a ser lo mááááás!
—Ayer no tenías ni idea de que existían. Te das cuenta, ¿no?
Pero mi amiga hizo caso omiso a mis palabras y se puso a enseñarme
fotos de ediciones pasadas del evento en su teléfono.
—Mira. —Me señaló las fotos como una posesa—. Mira qué glamur.
Tenemos que llevar disfraces a juego, no podemos ir de cualquier manera.
—¿Disfraces a juego? —escuché preguntar a Ryan.
Natalia y yo habíamos cogido la costumbre de comunicarnos en inglés
siempre que los demás estaban presentes, a no ser que no quisiéramos que
se enterasen de nada en particular, aunque a Hugh, que hablaba un español
bastante fluido, era poco lo que se le escapaba.
—Cariño, cambio de planes —le informó—. Me voy a una fiesta con
Mel. Danny y Sandy tendrán que esperar.
—Lástima —respondió, aunque en su cara se vio que se sentía aliviado
por la noticia. No parecía sentir especial ilusión por disfrazarse—. Espera,
¿una fiesta? ¿Qué fiesta? —quiso saber una vez su cerebro procesó bien lo
que le había dicho.
—Es una a la que van mi amigo Mika y su novio, en no sé qué hotel —
respondí sin darle demasiada importancia.
—Bueno, no es una fiesta, cariño, es la fiesta. En el Royal Blythe.
Tenemos que derrochar presencia, ser las más divinas.
—No estoy seguro de que sea buena idea, chicas —suspiró el vampiro
—. Al menos no con James sin aparecer.
Al escuchar el nombre de aquel miserable se me revolvió el estómago.
Fue entonces cuando me planteé si acudir a aquella fiesta sería lo más
sensato. Natalia, al percatarse de mis dudas y ver la expresión de
desaprobación en el rostro de su marido, empezó a palidecer.
—Vamos, no me jodáis… —se quejó—. Mel, ese tío no se va a acercar a
nosotras, créeme.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque… —miró a Ryan, buscando desesperadamente su ayuda—.
No va a arriesgarse a hacer nada con tantos humanos alrededor, ¿verdad? El
aforo es de cientos de personas.
—No me parece bien —dijo él poniéndose en pie.
—Por favor… —suplicó mi amiga.
—¿Por qué siempre me lo pones tan difícil? —le dijo, rodeándola por la
cintura—. Vas a tener que ir de compras.
—Claro, a por el disfraz —respondió ella inocentemente, tratando de
seducirlo con una sonrisa.
Estaba más que claro que mi amiga estaba disfrutando de su victoria. Se
notaba que Ryan había cedido ante sus encantos, aunque no lograba
entender muy bien a qué se debía aquel cambio, si tan solo unos segundos
antes la idea de que a Nati pudiera pasarle algo parecía haberle puesto las
pelotas de corbata.
—Y seguro que te pongas lo que te pongas estarás para comerte, pero no
me refiero a eso. —Puse los ojos en blanco y quise clavarme una estaca en
el pecho ante tanta cursilería—. Tienes que ir a una platería, a por una
navaja de plata.
Nati, que me había pillado fingiendo arcadas una vez más, me lanzó una
mirada recriminatoria. Ryan, por otro lado, decidió ignorarme y continuó
hablando:
—Además de la luz del sol, la plata es la otra debilidad que tenemos. La
combinación de sus isótopos no permite que se regeneren nuestros tejidos
como lo harían tras el contacto con otro material. Un corte superficial te
dejará una cicatriz algo fea, pero la puñalada de un arma de plata es mortal.
Por un momento, me pareció incluso irónico haber llevado siempre
pendientes de plata. Me llevé las manos a los lóbulos de las orejas, vacíos.
Hacía mucho tiempo que me los había quitado.
—¿No podemos tocar la plata? —pregunté, curiosa.
—No sin una capa de separación de por medio —respondió—, guantes o
ropa. Su contacto es abrasador.
—De acuerdo —sentenció Natalia—. ¿Conoces alguna?
—En la Décima Avenida.
Capítulo 17
Las cosas con Melisa iban de maravilla. Desde que ambas habíamos dejado
de resistirnos la una a la otra, todo parecía fluir de manera natural, tanto que
incluso llegaba a asustarme lo cómoda que me sentía con ella. Pero no iba a
permitir que el miedo me privase de aquello de lo que estaba disfrutando
tanto.
Hacía un par de días que no lográbamos quedarnos a solas, pero las
caricias y pellizcos bajo la mesa o tras los cojines del sofá, para que nadie
pudiera vernos, resultaban muy divertidas. En especial para mí, porque ella
tenía que evitar ponerse roja como un tomate cuando, a escondidas,
acercaba la mano a aquellas partes de su cuerpo que tanto me gustaban.
Como su culo, por ejemplo.
Tenía la extraña sensación de que Tarek sabía que algo se cocía entre
nosotras. Pero, de todos los del grupo, él era la persona que menos me
importaba que lo supiera. El Egipcio siempre había sido lo suficientemente
reservado como para no decir nada al respecto si nadie sacaba el tema,
siempre y cuando no le apeteciera meter cizaña.
Ryan era otro cantar. Era consciente de que estaba vigilando todos los
movimientos de Melisa, pero era siempre tan inocente que dudaba que
lograra siquiera sospechar lo nuestro.
Estaba deseando que llegara la noche, pues habíamos quedado todos
para desayunar en casa de Tarek y allí, donde escaseaban los tabiques, era
mucho más fácil hacer rabiar a Melisa.
Sin embargo, llevaba algunas semanas con una sensación extraña en el
cuerpo. Cada vez que me pasaba por el pequeño apartamento de Harlem, el
entorno me decía que algo no iba bien. Me sentía vigilada y era algo que no
me gustaba ni un pelo.
Pero, por más que intentase averiguar el motivo…, nada. No oía, veía ni
encontraba nada fuera de lo normal. Era como darse contra una pared y eso
me sacaba de quicio.
A las cinco de la tarde estaba tumbada sobre la cama de mi amplio
estudio con un cigarrillo entre los labios y tratando, una vez más sin
conseguirlo, de analizar las señales que me decían que algo no marchaba
cómo tenía que hacerlo. Apagué el pitillo en el cenicero que tenía en la
mesita de noche y me pasé las manos por el pelo, frustrada.
Saqué una cerveza de la nevera y me la tomé antes de dirigirme hacia la
ducha, a pesar de que sabía que aún era pronto para empezar a beber.
Los chorros de agua caliente me sacudieron el sueño por completo e
hicieron que mi espalda se relajase, aunque fuera de manera efímera, pues
la sensación de peligro seguía presente en mi cuerpo.
Pensé en la última vez que Melisa y yo habíamos estado juntas, había
sido precisamente en esa ducha. El recuerdo de su cuerpo desnudo, pegado
al mío bajo el agua y rodeadas de vapor, era como la más nítidas de las
imágenes.
Aunque ambas teníamos aproximadamente la misma estatura, solía
sentirla pequeña y frágil bajo mis manos, como si de un momento a otro
fuera a partirse por la mitad.
Sin embargo, me había demostrado en numerosas ocasiones que era una
mujer sumamente fuerte, y eso era algo que me gustaba mucho, quizá
demasiado. Como durante aquella ducha.
Había adquirido la costumbre de arrinconarla contra la pared, pero en
aquella ocasión fue ella la que me acorraló a mí. El recuerdo de sus labios
bajando a lo largo de mi cuello y las clavículas hasta llegar a mis pechos
hizo que me comenzase a arder la garganta.
Sentí cómo se me alargaban los colmillos al pensar en el sabor de su
sangre, pero también al seguir recordando cómo los besos habían seguido
bajando a lo largo de mi cuerpo.
Por un momento, cuando llegó a besar el lugar donde se unían mis
piernas, me flaquearon las rodillas y, al mirarla lamerme, vi cómo me
agarraba con una sonrisa.
Me enjaboné el cuerpo con aquella imagen y por un momento me
pareció que mis manos eran las suyas. Fue una ducha de lo más placentera.
Una vez estuve completamente vestida, cogí las llaves del Mustang y
salí por la puerta de la nave industrial en la que vivía para dirigirme a casa
de Tarek. Poco después, aparqué el coche en una de las plazas de garaje de
la torre de Tribeca y, tras mirar la hora en el móvil, me subí en el ascensor.
Llegaba tarde, como casi siempre.
Tras subir los veintinueve pisos, en el recibidor apenas se oía ruido
alguno; era extraño salir del ascensor y no escuchar el griterío que se había
vuelto tan común siempre que iba a aquella casa.
Al abrir la puerta, el olor a pan quemado me inundó las fosas nasales.
Aquello era una clara indicación de que Ryan había estado intentando
ayudar con la comida, así que me acerqué a saludar.
—¡Pero ¿cómo?! Es pan, Ryan, ¿te das cuenta? —le decía Natalia, entre
enfadada y sorprendida—. Si hace dos noches los huevos fritos te salieron
bien.
—La culpa es de Tarek, el olor de las tortitas de patata me ha distraído.
—¡Eso no es excusa! —repuso ella con los brazos en jarras. Tarek, que
me había visto, me saludó con un movimiento de cabeza.
—¡Es que tengo hambre! —se apresuró a responder—. Me llevas a
comer a sitios de esos de comida gurmé… ¡Sesenta pavos por medio
solomillo de buey! ¿Tú sabes la de chuletones que me podía haber
comprado yo con eso?
—¿Desde cuándo te importa lo que nos cueste un almuerzo? —le
preguntó Nati indignadísima.
—No es el dinero lo que me importa, ¡es la cantidad de comida! —
Enseguida se escuchó una carcajada de Tarek, a quien los dos le dedicaron
una mirada furibunda.
Le di un beso en la mejilla a Nati, aun a riesgo de que me comiera, y
dejé mi chaqueta de cuero sobre una de las sillas del comedor antes de
inspeccionar el resto de la casa con la vista.
Hugh estaba en el salón viendo un partido de los Lakers contra los
Timberwolves, pero no había ni rastro de Melisa. ¿No era ella la reina de la
puntualidad?
Disimulando mi decepción, me senté al lado del humano, que parecía
entretenidísimo con el partido.
—¿Qué hay, Ash?
Le devolví el saludo con un codazo y fue entonces cuando oí a alguien
trajinando en la planta superior. Agudicé el oído y escuché el sonido de
distintas cosas siendo colocadas sobre la encimera del lavabo.
Objetos pequeños, de plástico, de madera, cristal… Pero, mientras
estaba concentrada tratando de averiguar qué era lo que estaba pasando allí
arriba, se abrió de golpe la puerta del baño y vi a Melisa asomarse por la
barandilla del dormitorio.
—¡Estarás de broma, ¿no, Natalia?! —gritó para que su amiga la
escuchara.
Rauda, la aludida corrió hasta las escaleras que daban al piso superior
antes de dirigirse a Melisa:
—¿Por? —En sus labios se veía una sonrisa traviesa. Me preguntaba qué
era lo que tramaba, pues aquella mueca solo le salía cuando, como un niño
travieso, sabía lo que había hecho.
—No pienso disfrazarme de vampira —contestó la rubia, agitando en el
aire un paquetito de sangre falsa y unos colmillos de porcelana—. Ni de
coña.
—El disfraz de vampira victoriana es el mío —respondió entre risotadas
—. A ti solo te he vestido… de época. —Estalló en una sonora carcajada.
—Estás mal de la cabeza. Que vaya Ryan contigo yo paso. —Melisa
miró a su amiga con mala cara y volvió a dirigirse al baño.
Todos, incluido Hugh, miramos a Natalia con ojos inquisidores sin
entender demasiado.
—¿Qué pasa? —trató de defenderse—. Quiero sentirme parte del
grupito. Como no estáis dispuestos ninguno de vosotros… tendré que
conformarme con esto.
—Siento decirte que unos colmillos de plástico…
—Son de porcelana —me cortó.
—Bueno, de porcelana, no te hacen tan guay como nosotros.
—Nunca lo sabré… —En su voz se distinguió un hilo de amargura.
En el fondo, sentía cierta lástima por ella. La postura de Ryan respecto a
la posibilidad de que Natalia se convirtiera era firme. El día en el que saqué
el tema a relucir casi nos cuesta la amistad. Desde esa vez, no se había
vuelto a nombrar el tema.
De pronto, pensé en Melisa. Ahora que parecía que empezábamos a
tener algo más que una simple aventura, me pregunté qué habría pasado si
el desafortunado accidente que la convirtió en vampira no hubiera ocurrido.
¿Habríamos conseguido llevarnos bien? Al fin y al cabo, éramos las
mismas personas que antes. Y, de ser así, ¿habría sido capaz de mantener
una relación con una humana? ¿Y dejar que la vida poco a poco la fuera
consumiendo?
En el pasado solo había mantenido una relación seria con una humana,
Kendra, pero mis sentimientos por ella no crecieron lo suficiente como para
que me llegase a plantear aquellas preguntas.
Sin embargo, no compartía en absoluto el pensamiento de Ryan con
respecto a ello. Si mi luaidh fuera humana, la querría siempre conmigo y no
solo por unos escasos años. Pero Tarek me sacó de mi ensimismamiento.
—¿No habíais invadido mi casa para desayunar? —se quejó, desde la
zona del comedor, mientras vaciaba una sartén de beicon crujiente sobre
una fuente.
Un par de minutos después estábamos todos sentados a la mesa.
Cualquiera se negaba ante El Egipcio, pero en el fondo todos lo hacíamos
con gusto. Al fin y al cabo, estábamos en familia, por extraña que pudiese
parecer.
Durante unos instantes, me dediqué a pensar en los que estábamos
sentados. Todos, de algún modo u otro, habíamos perdido a nuestra familia.
Ryan, aparte de Róisín, nunca llegó a averiguar lo que había ocurrido
con sus padres y yo me había criado en la calle, sin nadie que me guiase en
ningún sentido.
Tarek tenía a su progenitora, sí, pero esa señora no podía considerarse
madre de nadie, aunque la lealtad que él le profesaba escapaba a mi
entendimiento.
Hugh y Natalia tenían parientes, pero estaban a miles de kilómetros.
Solo nos teníamos los unos a los otros y para mí, al menos, era más que
suficiente.
Poco después, se nos unió Melisa con una notable expresión de mal
humor en el rostro.
—¿Qué te pasa, rubia? ¿La pintura de labios no era la que esperabas? —
me mofé de ella.
Melisa me dedicó una mirada furibunda, cosa que no hizo sino
indicarme que no estaba de humor para bromas. Lo que quiera que Natalia
hubiese traído en la bolsa de los disfraces la había hecho enfurecer.
—La de labios no, pero la pintura de uñas que ha traído Nati se parece
mucho a la negra que usas tú y no querría ir yo de matona por la vida. —
No, definitivamente, no estaba de humor.
—Ay, Melisa, siempre igual de borde —se quejó Natalia—. Sabes que
me hace mucha ilusión esa fiesta, podrías intentar entusiasmarte por mí.
—Yo la entiendo —dijo Hugh, a punto de llenarse la boca de huevos
revueltos y beicon—. He visto lo que se supone que tiene que ponerse y…
no sé si va a ser más fácil ponérselo, o quitárselo.
—Ya te gustaría a ti entretenerte con todos esos lazos —respondió,
jocosa Natalia.
Ahora era yo la que no estaba de humor. Sabía que lo que sentía Hugh
por Melisa era solo amistad, pero las bromas sobre desnudarla no me hacían
la menor pizca de gracia.
Me revolví en la silla cuando noté que Natalia centraba los ojos en mí.
Para ser una simple humana, era muy avispada y no quería que sospechara
nada; Melisa no quería que lo supiera.
—Nadie va a tocar esos lazos —finalizó Melisa—, porque ni de coña
pienso ponerme el corsé, Nati.
—¡Pero si eso es lo que realza el vestido! —protestó.
—He dicho que no. —Natalia fue a decir algo más, pero Melisa la cortó
—: Un no rotundo.
Como era habitual en la mujer de mi amigo cuando algo no salía como
ella esperaba, miró a su plato haciendo pucheritos. Según mi experiencia,
aquella técnica solo le funcionaba con Ryan. A Melisa, en cambio, si decía
que no a algo, no había quién la hiciera cambiar de opinión.
Se hizo un ligero silencio que, aunque resultó algo incómodo al
principio, desapareció con un chiste malo de Tarek. El Egipcio tenía
muchas cualidades, pero la de bromista no era una de ellas.
El desayuno transcurrió en armonía tras dejar atrás la conversación de
los polémicos disfraces. Hugh nos contó que tenía su examen para sargento
en un par de días y me alegré por él. Era un gran policía.
A partir de entonces, el desayuno fue como la seda y, cuando
terminamos, los chicos y yo nos quedamos charlando mientras Melisa y
Natalia iban a vestirse.
En cuanto escuchamos la puerta del baño cerrarse, cambió el tema de
conversación y el ambiente se ensombreció. Ninguno de nosotros estaba
tranquilo, nuestra búsqueda de James no progresaba ni un solo ápice.
—No entiendo que no tengamos ni una sola pista. —Ryan suspiró,
frustrado—. Es imposible no dejar rastro alguno, sobre todo cuando usas
esa puta colonia.
—En la comisaría no ha vuelto a haber ninguna denuncia que nos lleve a
los combates clandestinos, James no ha vuelto a relacionarse con la gentuza
del gimnasio en el que estuvimos en enero —contestó Hugh, frotándose la
nuca—. Si sigue metido en el negocio, debe haber cambiado de círculo y de
socios. Puede que incluso de ciudad.
—¿Y dejar a Ryan tranquilo? —Esta vez intervino El Egipcio—. No, no
me lo trago, estaba demasiado obsesionado con él. Con él y después contigo
—dijo mirándome a mí.
—A mí no me va a poner ni un solo dedo encima —dije al tiempo que
me recostaba en la silla—. Que venga y lo intente si quiere.
—Sigo sin entender cómo esa rata ha logrado ocultarse —insistió Ryan
—. En esta maldita ciudad no ocurre nada sin que lo sepa Anubis y no te ha
dicho nada, ¿no, Tarek? —preguntó, esta vez mirando a El Egipcio.
—Nada, por eso creo que no se ha marchado. Ha tenido que
atrincherarse en algún lugar y por eso no hemos dado con él.
—Ha tenido que salir, Tarek —intervine—. Por mucho aguante que
tengamos, los vampiros necesitamos tomar sangre de vez en cuando —
añadí—, y tú lo sabes.
—Es posible que haya secuestrado a alguien —habló Hugh—. Sabemos
que eso se le da bastante bien, y son tantas las desapariciones que recibimos
en comisaría, que puede que alguna de ellas corra de su cuenta.
—Tiene lógica —coincidió Ryan—. Pero... ¿a qué está esperando?
—A que no miremos. —Todos nos centramos en Tarek cuando habló,
pues ninguno lográbamos entender a qué se refería—. James es un
ilusionista, juega con nosotros y calcula todos nuestros movimientos. Se
anticipa. En cuanto bajemos la guardia, saldrá de su cloaca.
—Y, entonces, ¿qué hacemos? —protestó Ryan—. ¿Esperamos, sin más,
a que ataque de nuevo? ¿Tengo que quedarme de brazos cruzados hasta que
vuelva a llevarse a mi mujer? —Su voz sonaba cada vez más enfurecida y,
al escucharlo, un escalofrío me recorrió, pues por instante pensé que eso
podría pasarle a Melisa.
—No seas estúpido, Ken —me atrajo a la realidad Tarek—. Juguemos
con él para variar. Hagámosle creer que hemos bajado la guardia.
En el piso superior se abrió la puerta del baño, así que dimos la
conversación por zanjada sin necesidad de tener que decirlo abiertamente,
al menos por el momento.
—Yo lo traigo —escuchamos todos a Melisa, que seguía de lo más
irritada; nadie creía que se lo fuese a pasar bien esa noche—. Pero no me lo
voy a poner. Si quieres te lo pones tú.
—¡¿Pero por qué no te vas a poner un tocado, antipática?! —chilló Nati.
Melisa la ignoró, porque apenas un segundo después todos pudimos oír
el golpeteo de unos tacones bajando por las escaleras con paso firme.
Cuando llegó al pie de la escalera, no sabía si estaba más asombrada por lo
que llevaba puesto o por lo bien que le quedaba. Los demás parecían opinar
lo mismo que yo, pues ninguno pronunció palabra alguna y Hugh se
atragantó con lo que estaba bebiendo.
—Cuidadito con lo que se os ocurra decir —amenazó ella en cuanto vio
que todos los presentes estaban mirándola fijamente.
—Estás muy guapa —comentó finalmente Ryan con una sonrisa sincera
—. ¿Cómo vais a ir a la fiesta? ¿Os llevo?
—¿Puedes conseguir que Nati deje de querer ir? Sedúcela o algo por el
estilo.
—Ni comprándole la tienda entera de Sephora dejaría de ir —dijo,
llevándose un trozo beicon ya frío a la boca—. Lo siento.
—Tenía que intentarlo. Pensaba que tu tupé era mágico —respondió,
encogiéndose de hombros mientras Ryan le daba las llaves del coche—.
Bueno, voy a por el dichoso tocado antes de que Nati me reclame.
—Te acompaño —le dije, poniéndome en pie para no dar lugar a una
negativa por su parte. Tarek me dedicó una sonrisa apenas perceptible.
«Capullo».
A sabiendas de que Ryan y Hugh estaban atentos a mis movimientos,
hice la silla a un lado y seguí a Melisa para salir del loft. Una vez fuera,
llamó al ascensor y hasta que este llegó estuvimos en completo silencio.
Aproveché ese momento para echar un mejor vistazo a su aspecto.
El vestido que Natalia había elegido para ella dejaba lo justo a la
imaginación, pues el corsé le apretaba el torso, realzando de manera notable
sus redondos pechos.
Miré con detenimiento el lazo que unía cada pieza de aquella prenda
femenina y me imaginé, por un momento, desanudándolo con calma,
viendo cómo lentamente aquel cordón cedía y liberaba sus encantos. La
falda de pliegues se levantaba por detrás, dándole un aspecto respingón a su
culo.
—¿Sabes que no me hace falta ni leerte el pensamiento? Se te van a salir
los ojos —me dijo con cierto aire de autosuficiencia al entrar al habitáculo.
—No puedo evitarlo —reconocí—. Eres preciosa.
Satisfecha, Melisa sonrió, y cuando ambas estuvimos dentro del
ascensor y con las puertas completamente cerradas fue cuando se permitió
mirarme. Llevé las manos hasta las suyas y le rocé los dedos, queriendo
tocarla, pero sin llegar a hacerlo del todo, como si las puertas del ascensor
aún continuaran abiertas.
Era consciente de que aquel juego de amor prohibido era algo que la
hacía sentir segura, y verla sonreír y feliz era lo único que quería. La miré
sin reparos. Estaba increíble y, sin duda alguna, era la mujer más hermosa
que había conocido en más de cien años.
Me asombraba la entereza con la que había afrontado su nueva
condición de vampira y lo rápido que se había adaptado a esta. De todos
nosotros, era la que más eficiente había sido para alimentarse, ninguno
había tenido jamás el control suficiente como para hacer una vida normal en
tan poco tiempo.
La admiraba.
Vi que un tirabuzón le colgaba de la frente e, inconscientemente, se lo
aparté, colocándoselo por detrás de la oreja. Al hacerlo percibí la corriente
eléctrica que nos invadía a las dos.
Depositó en mí sus ojos color caramelo y no pude evitar el acercarme a
ella para besarla. Fue un beso lento, delicado, en el que apenas los labios de
la una rozaban los de la otra, como aquellos que nos dábamos cuando
estábamos tiradas sobre la cama y no teníamos ninguna preocupación.
Solo con sentir su lengua húmeda sobre mi boca pude advertir la
reacción de mi cuerpo. Una ola intensa de placer me recorría de pies a
cabeza con el simple hecho de aspirar su aroma. Melisa era la peor de las
drogas que había consumido jamás.
La estreché con fuerza contra mí y sentí en mi pecho las duras costuras
del corsé que llevaba puesto. Acaricié despacio los bordados, subiendo
lentamente la mano hasta recorrer por completo sus costados. Tocarla me
volvía loca.
Quise subir las manos y tocar la piel que la tela separaba de mí, pero era
como encontrarme con una coraza. Así que pasé los dedos por encima del
escote, en el lugar donde me permitía acariciarla su estúpido atuendo. Joder,
quería arrancárselo. Me imaginé cómo, bajo aquella cárcel, sus pezones
debían haberse endurecido.
No conforme con aquella sensación, llevé los labios hasta la zona que
justo segundos antes estaba acariciando y le recorrí el canalillo con la
lengua. Noté cómo la respiración de Melisa se volvía más agitada, jadeante,
y, que se había abstraído de todo lo que sucedía a nuestro alrededor. Ni
siquiera se había dado cuenta de que las puertas del ascensor estaban
abiertas.
—¿Te apetece que nos perdamos? —la tenté, mordiéndole el labio y
tirando de él.
—Natalia me mataría —respondió aún con dificultad y sin separar las
manos de la piel de mi cintura. Durante el beso las había colado bajo mi
camiseta, pues sabía que me encantaba que se agarrase a mí.
Aproveché aquel estado de frenesí para cogerle el culo y estrujar
aquellas prietas y perfectas nalgas que tanto me gustaban. La atraje una vez
más hacia mí y la besé con pasión justo antes de separarme de ella y
comenzar a andar, dejándola detrás de mí.
Capítulo 18
Acabé por volver a abrir los ojos, pero no porque quisiera hacerlo, sino
porque sentía que varias manos, y no las de una única persona, me
zarandeaban de un lado para otro. Cuando por fin fui plenamente consciente
de lo que estaba sucediendo, ya me habían vestido por completo.
—¿Quién coño sois? ¿Y qué me estáis haciendo? —balbuceé, pues aún
sentía la boca pegajosa debido a la droga que me había dejado inconsciente
—. Eh, tú —insistí a la mujer, que me ignoraba deliberadamente—, te estoy
hablando.
Miré en derredor, tratando de averiguar dónde me encontraba, pero lo
que vi no me ayudó en absoluto. Lo único que había a mi alrededor eran
cuatro paredes, un banco frío e incómodo —lugar en el que me estaban
cambiando— y una puerta.
Al parpadear con fuerza, me percaté de que había unas taquillas azules,
algo desgastadas, en la pared de la derecha, en el rincón más alejado a mí.
Un fuerte olor a humedad y sudor me abordó la nariz y, al agudizar un
poco más el sentido del oído, llegué a apreciar unas gotas que caían
irregulares.
Debía de tratarse un gimnasio.
Queriendo confirmar mi teoría, levanté la cabeza para mirar mi aspecto.
Llevaba puestos unos pantalones cortos negros de poliéster con la cintura
elástica de color rojo, un top ajustado a juego, botines de… ¿boxeo? Las
personas que me rodeaban se estaban encargando de vendarme los puños.
—¿Qué hacéis? ¿Por qué me ponéis esto? —insistí, intentando zafarme
de ellos.
—Siéntate para hacerte la coleta —dijo, autoritaria y tajante, la mujer.
El chico, que había estado ayudando a aquella mujer sin escrúpulos, se
hizo a un lado y no tardó mucho más en desaparecer del escenario.
—Te he dicho que te sientes —me repitió, esta vez obligándome a
hacerle caso mientras me daba un tirón desde los hombros.
Intenté levantar los brazos para apartarla de mí con todas mis ganas,
pero parecían pesarme un quintal, al igual que las piernas. Me sentía débil y
sin fuerzas. Pronto, la mujer se hizo con mi cabellera y me estaba
recogiendo el pelo en una coleta alta, ocasionándome algún que otro jalón
en el intento. Cuando hubo terminado, se posicionó delante de mí.
—Siento hacerte esto, niña —me dijo al mismo tiempo que se inclinaba
para que sus ojos quedaran a la misma altura de los míos—. Más te vale ser
fuerte, o no durarás aquí ni una semana.
—¿Fuerte por qué? ¿Dónde estoy? —quise saber.
La mujer abrió la boca para responderme, pero la puerta metálica que
había visto hacía unos minutos se abrió de pronto, dándole paso a James y
su amigo que tanta mala espina me había dado, John.
Mi cuerpo se puso en alerta y me tensé de pies a cabeza, de manera que
todo aquel entumecimiento que había sentido minutos antes desapareció por
completo.
Presa de una ira que no podía controlar, y la cual no era consciente de
que poseía, me levanté y corrí hacia él dispuesta a matarlo con mis propias
manos. No supe con exactitud qué ocurrió primero, si el golpe que me dio
en la nuca el hombre que estaba detrás de él y al cual no había visto en mi
histeria, o las risas de James mientras se apartaba de mi camino.
—Guarda esa energía para el ring, querida —me dijo, aún con una
sonrisa de medio lado.
Traté de recomponerme, pues el golpe de aquel monstruo me había dejó
sin respiración. Me giré, despacio, tratando en todo momento de no vomitar,
y fue entonces cuando vi que, con ellos, había entrado un tercer hombre.
El acompañante de mis captores era incluso más alto y grande que el
vampiro que se había convertido en mi amigo, Tarek, y se le parecía tanto
que podía haber sido su hermano.
Aquello me causó escalofríos, pues, si la primera impresión que había
tenido de Tarek había sido imponente, con este individuo era mucho peor. A
diferencia de mi colega, esta bestia no llevaba gafas de sol y tampoco
parecía tener ningún tipo de recelo a la hora de mostrar las cicatrices que le
adornaban el rostro. De hecho, las lucía con orgullo, altanero y soberbio.
—No creerías que me estaba marcando un farol cuando dije que me
serías útil, ¿verdad? —Descorazonada como estaba, volví a sentarme en el
banco antes de poder siquiera poder hablar—. Verás, Melisa, tengo algunos
negocios que requieren de la colaboración de ciertas personas, de entre esas
personas te...
—No me digas que te has preparado otro monólogo —le interrumpí con
todo el sarcasmo que pude, teniendo en cuenta la situación en la que me
encontraba.
En la conversación anterior que habíamos tenido descubrí que, que le
interrumpiera era algo que lo exasperaba e iba a aprovecharme de ello. Con
eso conseguiría, o bien, que perdiera los estribos y así ganar una
oportunidad para huir, o que me matara. Cualquiera de las dos opciones me
parecía viable.
La mujer, que aún continuaba en la habitación se puso tensa con las dos
nuevas presencias en el vestuario, pero más aún al presenciar cómo me
atrevía a plantarles cara.
A John, por otro lado, pareció gustarle mi respuesta. Pues su expresión,
imperturbable desde su entrada, se transformó en una ligera sonrisa con mis
palabras.
Tan rápido como un rayo que cae sobre la tierra, James se había
posicionado por detrás de la asustada mujer y le había inclinado la cabeza
hacia un lado, dejando al descubierto su cuello.
Sin darme tiempo a reaccionar, o tan siquiera a pensarlo, le clavó los
colmillos en el pescuezo de forma brutal y violenta. Y, aunque mi
racionalidad me pedía que gritase, pidiendo ayuda, y la socorriese, la sed de
sangre despertó de mi interior. Los colmillos se me alargaron tanto que
incluso llegó a dolerme la boca.
Luché contra mi instinto más primario para no abalanzarme sobre ella y
convertirla, no solo en la víctima de James, sino también en mi desayuno.
No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente, o quizás fuera un efecto
secundario de la belladona, pero mi cuerpo necesitaba alimento y el frenesí
que me generaba aquel líquido carmesí estaba nublándome el juicio por
completo.
—Vamos, querida —oí que me decía James tras separarse de la yugular
de la mujer—, pruébala. No es de mis favoritas, pero no está del todo mal.
Vas a necesitar un chute de energía para el combate y, además, a Myriam le
encanta.
Observé cómo el dedo índice de James recorría el cuello de Myriam
desde la mandíbula hasta la base y viceversa, tiñéndoselo todo con las gotas
de sangre que emanaban de la herida abierta y haciendo el olor más y más
fuerte. Casi abrasador.
Inspiré una bocanada profunda de aire, intentando tranquilizarme, pero
eso no consiguió sino empeorarlo. Como si los pies que me obligaron a
andar fueran los de otra persona, o como si alguien me estuviera
empujando, acabé a escasos centímetros de la mujer, que, con aquellos ojos
marrones surcados de lágrimas, me miraba despavorida.
—Lo siento… —fue todo lo que le pude decir antes de hundirle los
colmillos en la yugular y succionar con todas mis ganas.
Hacía rato que estaba despierta sobre la cama, aunque aún no podía salir a
la calle, ya que todavía no había anochecido del todo. Me sorprendió que
Melisa no viniera directa a mi casa después de la fiesta, tal y como
habíamos acordado en el portal del loft de El Egipcio, pero supuse que
Natalia se lo habría puesto imposible.
Estaba ansiosa por verla y, sin duda, le iba a pedir que volviera a ponerse
aquel corsé que no quería ponerse por nada del mundo. Estaba
increíblemente sexy con él. Crucé las manos tras la nuca, impaciente porque
el maldito día terminara para poder ir hasta Harlem.
Aburrida de estar con mis propios pensamientos, cogí el móvil y marqué
su número, pero, tal y como me había sucedido durante la pasada noche, el
teléfono de Melisa continuaba apagado.
—Qué raro —dije, mirando la pantalla del móvil como si este pudiera
comprenderme.
Me levanté de una vez por todas y me dirigí al cuarto de baño; mataría el
tiempo poniéndome los ungüentos que Luke me había dado para el tatuaje
que por fin me había repasado hacía apenas una noche y al que, además, le
había añadido un detalle nuevo. Ahora las flores que me cubrían el brazo
izquierdo estaban atravesadas por una serpiente verde. Había quedado muy
bien.
El móvil comenzó a sonar sobre mi cama en cuanto cerré el bote de
vaselina, así que, con calma, sin querer que se me notase que llevaba
bastante rato esperando esa llamada, contesté.
—¿Qué tal la resaca?
—Fatal, Nati lleva casi una hora en el baño vomitando —me respondió
mi mejor amigo.
¿Ryan? Efectivamente, tal y como comprobé, era su nombre el que me
mostraba la pantalla.
—Vaya, en el Dead End suele mostrar bastante más aguante —repliqué,
intentando disimular el desconcierto en mi voz.
—¡Ryaaaan! —escuché a Natalia desde la distancia—. ¡Quiero
morirme!
—¿Tanto bebió? —pregunté—. Bueno, vaya pregunta. Deberías
enseñarle a tu mujer que no debe intentar ponerse a la altura de los
vampiros. No es sano para su cuerpo, al menos que quieras perderla joven.
—No te pases, Ash —me advirtió.
—Bueno, ¿qué quieres? —fui al grano—. Supongo que no me habrás
llamado para hablarme de la resaca de tu señora esposa.
—No he querido decirle nada Nati —comenzó entre susurros, para
evitar que esta pudiera oírlo—, pero creo que algo no va bien. —Sentí un
escalofrío recorrerme la espina dorsal, pues, desde que me había despertado
había experimentado la misma sensación—. No me quedaba tranquilo con
la fiesta de anoche, así que mandé a Hugh a vigilar el piso de Melisa.
—¿Y te hizo caso? —comenté, divertida, ¿o sería por los nervios?—. ¿Y
por qué en el piso de Melisa y no en la fiesta?
—Déjame terminar, maldita sea —se quejó—. Melisa me envió un
mensaje anoche —escuchar aquello me tranquilizó—. Decía que en la fiesta
había vampiros y que uno de ellos parecía realmente interesado en Natalia,
así que salí corriendo a buscarla. Cuando llegué estaba con un tipo que se la
comía con los ojos y…
—Y montaste un numerito, cómo no —le interrumpí.
—Que me dejes terminar, joder —me cortó—. Bueno, después de
haberla arrancado del lado de ese mac soith[3] y de pelearnos durante una
hora, conseguí que se tranquilizase, pero no había ni rastro de Melisa por
ninguna parte. Nati cree que se fue con su vecino, porque, según ella, había
montado una escenita, pero esta mañana Hugh confirmó mis sospechas. No
volvió a casa.
—¿Y por qué me cuentas esto a mí? —Con todas mis fuerzas, traté de
sonar indiferente, aunque lo único que quisiera fuese arrancarle las manos a
aquel hijo de puta que se había ido con ella.
—El Egipcio ha insistido en que debías saberlo.
—Vale —respondí, parca en palabras—. Ve a ayudar a tu mujer, creo
que te necesita —colgué.
Me enfurecí. Estaba claro que aquel maldito niñato del que me había
hablado Melisa en alguna ocasión quería ser algo más que su vecino. ¿Qué
diablos era lo que quería con ella? Le habría dejado claro que no estaba
interesada, ¿no?
Me revolví de un lado para el otro encima de la cama, más impaciente
de lo que había estado jamás, contando los segundos que faltaban para el
anochecer.
Después de resolver unos asuntos que tenía pendientes con uno de mis
clientes, apenas tardé unos minutos en llegar al rellano de Melisa hecha un
manojo de nervios. Según me había dicho Hugh, que a duras penas
consiguió disimular su extrañeza ante mis preguntas, él había tenido que
marcharse a las diez de la mañana para la comisaría.
Desde esa hora no sabía nada, pero, teniendo en cuenta las horas de sol y
que no escuchaba ningún ruido dentro de los dos apartamentos, allí no había
nadie.
Estaba frente a la puerta del apartamento trescientos dos, mirando aquel
trozo de madera como si el hecho de atravesarlo fuera la peor decisión que
pudiera tomar en toda mi existencia. Sabía que forzar la cerradura de aquel
piso no me iba a suponer ningún problema, pero me estaría comportando
como una histérica.
Nunca les hice demasiado caso a las mujeres que se habían presentado
en mi casa pidiendo algún tipo de explicación cuando nunca nos habíamos
comprometido a nada —fue entonces cuando dejé de llevarlas allí—, y
odiaba que me montaran pollos injustificados. Pero ahí me encontraba yo,
actuando igual que ellas. Sin la escenita, al menos.
Sin embargo, no logré resistirme. Por fortuna, llevaba conmigo el juego
de ganzúas que solía utilizar en el trabajo. La cerradura de aquel pisucho
era vieja y no me iba a suponer ningún reto. En menos de treinta segundos
escuché cómo cedía.
Entré.
El potentísimo olor a vainilla estuvo a punto de hacerme vomitar. Estaba
por todas partes y la peste impregnaba incluso las paredes. Miré a mi
alrededor, todo estaba colocado con sumo cuidado, ni una mota de polvo se
veía en ninguna superficie. Eso me indicó que debería tener cuidado con lo
que tocaba, pues parecía ser un tío muy escrupuloso con el orden.
A simple vista, nada se salía de lo normal. El salón, el pasillo, el baño y
la cocina parecían haberse limpiado hacía apenas unas horas. No había nada
fuera de su sitio, pero tampoco nada resaltaba a la vista. Todas las ventanas
de la casa tenían persianas metálicas, cerradas a cal y canto, lógico si
teníamos en cuenta que se trataba de un nocturno.
Despacio, me dirigí hacia uno de los dormitorios, al apreciar su amplitud
supuse que sería el principal. Lo que vi allí poco distaba del resto de la
casa; la cama estaba pulcramente hecha, sin una sola doblez o arruga en la
superficie y los colores eran monocromáticos. Todo era tan corriente que
parecía que el apartamento estuviese bajo el cuidado de una inmobiliaria
que estaba dispuesta a todo para vender.
El primer lugar que se me ocurrió mirar fue bajo la cama, donde solo
había una bolsa de deporte negra que guardaba en su interior… ropa de
deporte; unas zapatillas, pantalones y una camiseta.
Los cajones de las mesillas de noche no contenían nada de interés, un
libro y calcetines hechos una pelota. Detrás de los cuadros encontré un
sobre con dinero, nada de cantidades desorbitadas. La cajonera parecía más
de lo mismo, contenía ropa, pero, al apartar con precaución las almohadas y
levantar el colchón, encontré un sobre amarillo algo acartonado.
Lo cogí, cuidándome de colocarlo todo en su sitio antes de abrirlo. Un
pasaporte, un carné de conducir y el contrato de arrendamiento del piso.
—Joder… —maldije al abrir el pasaporte y ver la fotografía del dueño.
El nombre del inquilino del piso era, obviamente, falso, pero la imagen
no mentía. Era James. El tipo con el que había estado tratando Melisa era el
hijo de perra de James. Delante de nuestras putas narices.
¿Cómo no pude verlo?
Tuve que sentarme durante unos instantes en la cama para intentar
procesarlo, mientras cobraba sentido aquel cosquilleo que me recorría la
nuca cada vez que entraba en el apartamento de mi chica. Me había estado
sintiendo vigilada con motivos fundados.
¿Cómo coño se nos podía haber escapado algo así? ¿Cómo se me podía
haber escapado a mí? Por un momento, me vi tentada a avisar a Ryan y a
los demás, pero estaba convencida de que tenía que haber algo más en aquel
puto piso que tanto apestaba a vainilla.
Con algo más de desesperación y con mucho menos cuidado del que
había tenido hasta el momento, comencé a rebuscar en todos los rincones
que se me ocurrieron. Llegué incluso a deshacer la cama, por si fuera a
encontrar algo oculto bajo las sábanas.
Presa de la angustia, mezclada con la rabia, abrí de par en par el armario
empotrado. Al hacerlo, lo que me encontré me dejó completamente
paralizada.
Pegados al fondo del ropero había un millar de recortes de todo tipo. La
imagen principal y que destacaba entre todas era un enorme mapa de la
ciudad de Nueva York con decenas de sitios resaltados en rojo.
Había lugares que me resultaban obvios, como el piso de Melisa y la
galería donde solía trabajar, el loft de Tarek, el ático Ryan y Nati, la casa de
Hugh en Chinatown, la mía, el Dead End…y otros conocidos, pero menos
familiares, como la casa junto al cementerio de la Sagrada Cruz donde
James había tenido retenida a Natalia. Había un par de direcciones que no
me sonaban de nada y estaban resaltadas en negro.
A aquel macabro cuadro había que añadirle un sinfín de fotografías de
todos nosotros, incluso de algunas personas que no conocía y las cuáles me
preguntaba si eran víctimas o compinches.
Aprecié con facilidad a una mujer, a pesar del poco tiempo que había
pasado con ella: Jessica, la exuberante pelirroja con la que había estado en
el cumpleaños de Hugh.
Observé con rapidez todas y cada una de las fotografías que estaban
colgadas en aquel tablón y me di cuenta de que se trataba, principalmente,
del círculo de personas que frecuentábamos.
Reconocí de pasada al antiguo ayudante de Melisa, a su jefe, a la mujer
con la que había estado. Me llamó especialmente la atención encontrarme
con una fotografía de Ryan hecha jirones, completamente destrozada tras
haberla rayado una y otra vez con un bolígrafo rojo. Fue difícil distinguirle
cuando me atreví a quitar el cuchillo que la sostenía sobre el corcho.
—Joder… —dejé que se me escapara—. Este tío realmente te odia,
Ryan.
Por el suelo se habían esparcido más fotografías, pero no quise darles
mayor importancia. Volví a cerrar la puerta de aquel horrible armario y me
fui directa a la cama, sobre la que me dejé caer como si el mundo se me
hubiera echado encima. A fin de cuentas, así era cómo me sentía.
¿Debía contárselo a los demás?
Tal vez Ryan tuviera derecho a saberlo, era muy posible que su mujer
estuviera en peligro. ¿Cómo se lo iba a tomar Natalia? Su mejor amiga
estaba en manos de un ser enfermo y no estaba segura de cómo iba a poder
explicarles por qué lo sabía sin contar la relación que mantenía con Melisa,
ni tampoco iba a ser capaz de decirle por qué no había sido capaz de
impedirlo. Me llevé la mano a la frente y me la masajeé con los dedos,
exhausta. Cogí el móvil y marqué el número de Hugh.
—¿Sí? —La voz al otro lado sonaba confusa, tal vez precavida—. ¿Todo
bien, Ash?
—Estoy en el edificio de Melisa, Hugh. Tienes que ver esto.
—¿Qué ha pasado? —insistió.
—Tienes que verlo tú mismo. No tardes. —Colgué.
Cuando llegó el policía le estaba esperando sentada en las escaleras del
recibidor. Se había dado toda la prisa que había podido y todavía llevaba la
placa metálica del cuerpo colgándole del cuello. Su presencia consiguió
reconfortarme durante unos instantes.
—¿Estás bien? —me preguntó, tras saludarme con un abrazo—. Parece
que hayas visto un fantasma, y no es que tú seas especialmente fácil de
sorprender. —No pude responder, tan solo me limité a mirarlo a los ojos.
¿Cómo iba a decírselo?—. ¿Ash? Me estás acojonando.
Le señalé la puerta abierta del apartamento que había estado utilizando
James y aprecié cómo el policía arqueaba una ceja. Si pensó que lo que
estaba haciendo iba más allá de la ley, no lo dijo. Se encaminó hacia la
entrada con paso firme y en el más absoluto de los silencios.
Entramos en la vivienda con paso cauto, aunque pude darme cuenta de
que la mano de Hugh estaba preparada para desenfundar el arma si era
necesario. Debía de ser un acto involuntario, porque mi amigo sabía que, de
haber un auténtico peligro allí dentro, ya me habría ocupado de él.
Una vez en el interior, en el pequeño salón, Hugh miró con detenimiento
la estancia y me di cuenta de que en su rostro comenzaba a brotar la
incertidumbre. En aquel espacio no había nada.
Le apreté el hombro con la mano y le animé a que caminara junto a mí,
rumbo al dormitorio en el que estaba el armario con las pruebas que
necesitábamos. Hugh parecía no entender nada de lo que estaba pasando y
mucho menos por qué lo había hecho venir con tanta urgencia, pero estaba
completamente segura de que, cuando abriera las puertas de aquel armario,
iba a entenderlo todo.
—¿Qué ocurre, Ash? ¿Por qué me has traído aquí? —preguntó al final,
sin ser capaz de contener las preguntas que lo invadían por más tiempo—.
¿Qué hacemos en el piso del vecino de Me...?
Se quedó mudo de pronto, en cuanto abrí las puertas del armario y vio
con sus propios ojos aquello por lo que le había hecho venir.
Sus ojos viajaban de una a otra de las fotografías con tal rapidez,
desorbitados, que parecía que fueran a salírsele de un momento para otro.
La boca se le había quedado abierta, como si al estar hablando y ver aquella
escena no hubiese podido volver a cerrarla.
Lo comprendía. A mí me había sucedido algo parecido.
Claro que él no estaba enamorado de la persona que corría peligro.
Se me encogió el estómago al darme cuenta de aquella verdad, esa que
había estado reprimiendo prácticamente desde el día en que había conocido
a Melisa. Una verdad que con tanto celo había estado escondiendo de todos,
principalmente de mí misma.
Si hubiese sido una mujer de lágrima fácil, bien podría haberme
encontrado en aquel momento llorando, pero, en lugar de eso, la rabia
creció dentro de mí y me juré en silencio que mataría a ese maldito hijo de
puta.
—¿Qué cojones… es esto? —pudo articular al fin Hugh.
—Parece un tablón de investigación con todo nuestro círculo social,
sobre todo del de Ryan.
—¿Quién coño haría algo así? —dijo perplejo—. Mierda… ¿Es posible
que haya sido…?
—James —le corté—. Me temo que sí —confirmé, enseñándole los
papeles que había encontrado debajo del colchón. El policía cogió los
documentos que le tendí—. Creo que tiene a Melisa.
Antes de poder evitarlo, todos los papeles quedaron esparcidos por el
suelo, ya que, tras mi suposición, Hugh no fue capaz de sostenerlos. Vi el
terror asomar a través de sus ojos. No me hizo falta leerle la mente para
saber que se estaba poniendo en lo peor.
«Si ha caído en manos de ese hijo de puta… Dios…, espero que no esté
muerta», pensó. Aquella idea me hizo más daño que cualquier palabra que
pudiera haber dicho.
—Tenemos que avisar a los demás —consiguió decir tras recomponerse
—. Hay que dejarlo todo exactamente como estaba y sacarle al tablón de
investigación todas las fotos que podamos.
—¿Crees que volverá al piso? —pregunté. Aunque mi voz pudo sonar
temerosa, lo que realmente ansiaba era poder encontrarme con él para así
matarlo.
—No lo sé, pero no podemos desaprovechar esta oportunidad —se
apresuró a decir—. Vamos, quita —me apartó con brusquedad y comenzó a
hacer fotografías del tablón desde su Smartphone.
Hugh se movía realmente rápido, observé con admiración cómo se
desenvolvía con profesionalidad por la habitación. Pasó un paño por todas
aquellas superficies que habíamos estado manipulando, e incluso por
muchas que ni siquiera habíamos tocado. Recogió del suelo todos los
documentos que se habían caído y los amontonó entre sus manos antes de
mirarme.
—¿Dónde estaban? —preguntó.
Le señalé el colchón y le indiqué que los había encontrado bajo este.
Guardó todo tal y cómo le dije que había estado e hicimos la cama después.
Revisó el suelo en busca de restos de asfalto o huellas notables en la
moqueta y, antes de marcharnos, colocó hábilmente un micrófono en el
hueco del palo de cortina que había en la habitación, otro en la base de la
campana extractora de la cocina y, por último, uno detrás del televisor.
Había sido especialmente meticuloso a la hora de colocar los micros,
con la esperanza de que James no los encontrara y pudiéramos sacar algo de
información valiosa. Antes de que me diera cuenta, se encontraba hablando
por teléfono.
—Ryan, ¿estáis en casa? —Por la otra línea, mi amigo contestó,
extrañado—. Tenemos que reunirnos todos, incluida Natalia.
—¿De qué coño me estás hablando, poli? —escuché a Ryan empezar a
alarmarse—. ¿Y por qué tiene que estar mi mujer?
—Ash ha descubierto algo sobre James. —Al otro lado del teléfono solo
había silencio—. Ha estado delante de nuestras narices todo este tiempo.
—¿Dónde está? —Se notó el esfuerzo que el vampiro estaba haciendo al
contener la rabia que lo invadía.
Le quité con brusquedad el teléfono al policía, el cual me miró,
sorprendido por mi arrebato.
—Ryan —dije con notable angustia, sin importarme nada más—, él es el
vecino de Melisa.
Capítulo 21
Abrí los ojos, hinchados, con tanta dificultad que creí que no sería capaz de
ver absolutamente nada a través de las finísimas ranuras que logré mantener
abiertas. Por fortuna, notaba cómo las células de mi cuerpo se regeneraban
con facilidad, aunque la escasez de sangre ralentizaba el proceso de forma
considerable.
Ser vampira tenía sus ventajas; y sus inconvenientes, pues en aquel
instante habría deseado poder estar muerta. Sin embargo, y por más que mi
mente lo quisiera, mi cuerpo se empeñaba en mantenerse a flote.
Me incorporé, despacio, más que por miedo a desvanecerme, por el
dolor que sentí en el hombro cuando traté de moverlo. No estaba segura al
cien por cien de cuántos días llevaba encerrada en aquella celda llena de
mugre y humedad, tan solo sabía que las noches y los días pasaban casi del
mismo modo: cuando no estaba en aquel maldito cuadrilátero, lo estaba en
lo que se había convertido en mi residencia habitual.
La primera vez que tuve que convivir con el cadáver de una prostituta
fue la más dolorosa. No poder remediar el impulso natural que el cuerpo me
exigía de saciar la sed de sangre y ser testigo de cómo los seres humanos se
descomponen a tu lado fue una experiencia grotesca.
El olor a orín de las víctimas que yacían a mi lado era casi tan penetrante
como el de la putrescina que los estaba devorando por dentro. Ya apenas los
miraba, ya que observar aquellos pálidos rostros sin vida, con el horror de
lo último que vieron grabado en los ojos, no era la mejor de las imágenes.
Con los días, aprendí a ignorarlos.
Lo peor, sin embargo, eran los momentos en los que me encontraba sola
y aislada del todo. Ni siquiera la oscuridad de la habitación podía competir
con la desolación que sentía cuando me quedaba a solas con mis
pensamientos. Aquellos que, en un principio, se habían preguntado por qué
estaba allí, cuáles eran los planes del hijo de puta que me había capturado y
cuándo sería el día que me matase. O si mis amigos lograrían encontrarme.
Pero comencé a evitar preguntarme nada de eso.
Me limitaba a esperar, como todos los días, a que me trajeran el pan
mohoso con la carne rancia, como si estuvieran alimentando a un perro
callejero, o me sacasen a entrenar.
Mi cuerpo era algo que tampoco quería detenerme a observar, ya que, al
dejar la bandeja metálica que me daban intacta y alimentarme únicamente
de la sangre de los que cadáveres, estaba famélica.
Los únicos momentos en los que se podría decir que encontraba cierto
alivio eran aquellos en los que, por desgracia o por fortuna, entablaba
conversación con John. Aquel vampiro, del que tantísimo había
desconfiado, pero frente al que acabé cediendo por miedo a terminar
volviéndome loca. De vez en cuando, venía a mi celda y hablaba de lo que
ocurría fuera. Era el único que me trataba como si fuera una persona y no
un perro de pelea.
Aparte del hombre montaña, que venía a llevarme a las contiendas o a lo
que él denominaba entrenar, era la única persona que me dirigía la palabra.
A veces parecía, incluso, que los subordinados de James tuviesen prohibido
comunicarse conmigo o con las demás mujeres que iban y venían.
John venía a verme, o a vigilarme, casi todos los días desde que me
raptaron y empezó a curarme las heridas cuando dejé de forcejear con él.
No entendía por qué lo hacía, pero aquel contacto era lo único que tenía allí
dentro. A James, no obstante, solo le veía antes de que me subieran al ring,
cuando me recordaba que debía ganar si quería vivir.
Por suerte, aquella vez estaba sola, lo único que me acompañaba eran los
ruidos exteriores que amortiguaban la puerta blindada de aquella habitación
y que nunca conseguía descifrar hasta que la abrían.
El gorila de James, aquel cuyo parecido con Tarek me había llegado a
asustar, entró y dejó caer la bandeja ruidosamente en el suelo, haciendo que
la comida medio podrida acabase tirada en el hormigón.
—¡Levanta, puta! —escuché que me gritaba aquella voz que comenzaba
a volverse tan familiar—. ¡Es hora de entrenar! Si es que puedes, claro. —
Su perversa risa lograba sacarme de quicio.
Traté de moverme, pero el latigazo que sentí en las costillas me produjo
tanto dolor que lo único que fui capaz de hacer fue emitir un extraño sonido
que gorjeó a través de mi garganta. Intenté ponerme en pie por segunda vez,
pero la punta de una de las botas de mi desagradable compañero impactó
contra mi dolorido costado, logrando con ello que girase sobre mí misma y
quedase boca arriba sobre el suelo.
—¡Es para hoy, zorra! —vociferó.
Con un tirón de pelo, aquel animal me forzó a levantarme, alzándome en
peso. A empujones, llegamos a la nave en la que se encontraba el
cuadrilátero y a la que me llevaban todos los días.
Con todas mis fuerzas, logré subirme al ring, no sin sentir el dolor en
cada uno de los huesos rotos que no habían acabado de soldárseme.
Me habría curado mucho más rápido de haberme alimentado mejor,
pero, en el fondo, solo esperaba a que aquella tortura acabara finalmente
conmigo. El dolor era la confirmación de que todo era real, de que no
estaba inmersa en una fatídica y fétida pesadilla. No, desde luego que no.
Aquel hijo de puta era muy real.
—Bueno. —Me sacó de mis cavilaciones—. ¿Crees que hoy podrás
esquivar más de un golpe seguido? Anoche te dieron una buena paliza, nos
hiciste perder mucho dinero —dijo, crujiéndose los dedos. Traté de
contestarle con firmeza.
—Si no me dierais malditos cadáveres para alimentarme —carraspeé
mientras esquivaba un golpe que se aproximaba por mi izquierda, me había
acostumbrado a que empezara aquello mientras hablaba—, podría
mantenerme en pie mucho más tiempo.
Traté de posicionarme de forma que la mayor parte de las zonas vitales
quedaran protegidas, pero estaba tan cansada y tenía los músculos tan
agarrotados que apenas era capaz de inclinarme lo suficiente como para
conseguirlo.
Mi contrincante sonreía, ya que encontraba un morboso placer
provocarme dolor. Lo había visto con otras de las mujeres que había allí
conmigo, pero la expresión de excitación que mostraba su rostro al
golpearlas a ellas no se asemejaba, ni remotamente, a la que reflejaba
cuando las agresiones iban dirigidas a mí.
—¡Joder! —gritó, molesto tras asestarme un par de golpes—, ¡lucha
como es debido! —Traté de darle un puñetazo en la boca. Lo intenté con
todas mis fuerzas, pues lo único que quería era hacerlo callar a base de
golpes, pero, por más que intenté golpearlo, mi brazo apenas se levantó lo
suficiente como para llegarle al hombro. Estaba exhausta—. Así no vale la
pena. No me hagas perder el tiempo.
Tras decir esto último se marchó por la única puerta que había en la
estancia. Escuché el sonido de la cerradura al dar la llave, desapareciendo
con ella cualquier posibilidad de fuga, aunque fuera incapaz de llevarla a
cabo. Me dejé caer sobre el suelo acolchado, queriendo dejar descansar a
mis fatigados músculos.
Sentí cada parte de la espalda rozarse contra la fría lona del cuadrilátero,
los calambres que me daban en la parte posterior de los muslos habían
aumentado hasta alcanzarme los talones y parte de las nalgas. Dudaba que
fuera capaz de volver a levantarme. El palpitar del corazón cada vez era
más débil. No había ni una sola parte que no sintiera inflamada y latente.
Noté cómo una lágrima me recorría las mejillas al mismo tiempo que
dejaba escapar el hondo suspiro que había estado reteniendo durante días y,
por primera vez desde que estaba cautiva, comencé a dar rienda suelta al
llanto.
Sin embargo, apenas tuve tiempo para soltar todos los sollozos que me
hubiera gustado, pues unos minutos más tarde escuché los pasos del gorila y
las llaves en la cerradura. De un empujón, obligó a entrar en aquel
destartalado gimnasio a la mujer de la que me había alimentado antes de la
primera pelea.
Casi parecía otra persona, carente de la seguridad que me había podido
mostrar los instantes en los que estuvimos a solas aquella noche. Al lado de
aquel hombre, encogida por el miedo, era diminuta.
—¡Nasra! —pidió—. ¡Por favor, no seas bruto! —Una sonora bofetada
le obligó a torcer el gesto.
—No tienes derecho a dirigirte a mí por mi nombre —le susurró,
agarrándola con fuerza por el mentón y obligándola a mirarlo a la cara—.
No eras más que una puta, así que... ¡cállate y haz tu trabajo!
El tal Nasra le dio tal empujón a la mujer que acabó de rodillas en el
suelo, frenando su caída con las manos. A pesar de que quería mostrarse
fuerte, fue inevitable ver cómo las lágrimas le brotaban de los ojos y
arrastraban consigo la máscara de pestañas que llevaba.
Su corazón palpitaba enloquecido.
La boca comenzó a hacérseme agua al escuchar el bombeo de aquel
órgano, vital no solo para la persona que tenía frente a mí, sino también
para mí misma. Involuntariamente, olfateé el aroma que desprendía su
sangre, estremeciéndome y comenzando a temblar de súbito placer y
anticipación.
—Tu comida.
Aunque mi vista estaba fija en la carótida de aquella pequeña mujer, fui
capaz de apreciar cómo se torcían los labios de Nasra en una tenue sonrisa,
tan maquiavélica como su propio aspecto. De habernos conocido en otras
circunstancias, tal vez, me habría atrevido a matarlo.
La mujer, Myriam, se levantó y se acercó a mí, temerosa. Escuchaba su
hilo de interminables pensamientos, rezándole a Dios que no la matasen.
Con manos temblorosas, colocó la muñeca de forma que quedara ante mi
rostro, con la palma hacia arriba. Al contemplarla, noté cómo latía la vena.
Presa de un frenesí que me controlaba por completo la aparté de un
empujón. Le agarré la cabeza y el hombro con las manos, despejando la
zona del cuello y llevé colmillos hasta la arteria que tan extasiada me tenía.
Mordí con un hambre atroz, desgarrándola al succionar. El espesor de su
sangre me envolvió. Era amarga, pero ni siquiera eso me importó.
Sabía que Myriam estaba gritando, aunque mis oídos lo único que
escuchaban eran los latidos de su corazón, aquellos que lentamente iban
quedándose sin vida, pues cada vez eran más lentos y débiles. No quería
parar, no podía.
Unos instantes después, lo único que se escuchaba era la risa
amortiguada de mi torturador personal, que se acercó a mí para apartar el
cuerpo de la mujer con el pie, como si le diera asco.
—Bueno, zorra —se dirigió a mí con una tétrica expresión en el rostro
—, habrá que ponerte guapa, me han dicho que nos vamos de paseo.
—¿Qué? —Fue todo lo que alcancé a decir antes de que algo duro y
metálico me impactara contra la nuca.
Pasé las siguientes veinticuatro horas a aquel encuentro con John como una
autómata. Nada en mi rutina cambió con respecto a los primeros días: comí,
sacié la sed de sangre, entrené con una de las chicas de categoría superior a
la mía y me dediqué a mirar a un punto fijo en la pared de la celda el resto
del día. Ya debía ser de noche cuando, finalmente, Nasra volvió a por mí.
—Vamos, puta. —Fue su saludo nada más abrir la puerta—. Te espera el
combate de tu miserable vida. —Sin decir ni una sola palabra, anduve hacia
el exterior de la celda, dispuesta a ir al que sería mi funeral, cuando, de la
nada, Nasra me detuvo y me agarró del brazo con fuerza—. He apostado
por ti, zorrita —soltó con una macabra sonrisa—, espero que no me
decepciones. Teniendo en cuenta que nadie más lo ha hecho..., me harías
muy rico si ganaras.
—¿Y eso se supone que son palabras de ánimo? —pregunté con
sarcasmo—. ¿Es así como me alientas a que gane? —Bufé—. Prefiero
morirme antes que hacerte un puñetero favor. —Comprobé cómo el rostro
de Nasra se contraía por la ira y sentí sus dedos apretándoseme más a la
carne del brazo.
—De un modo u otro, eso será lo que ocurra. Si pierdes, mueres. Y, si
ganas, querrás matarte —Se rio—. Verás qué sorpresa te espera.
En un par de empujones estaba en el vestuario casi en ruinas donde nos
obligaban a ducharnos y vestirnos para cada combate. Era irónico que
tuviésemos que hacerlo antes de acabar como desechos, pero debíamos
estar decentes para que el público disfrutase más del espectáculo.
—Toma, escóndete esto bajo el guante —me dijo, arrojándome algo
metálico que chocó con el banco de madera en el que estaba calzándome—.
Una pequeña ayudita. —Me guiñó un ojo con camaradería.
—¿Qué es esto? —pregunté, alzando el objeto para mirarlo mejor.
—¿En serio no sabes lo que es, niña pija? —dijo entre sorprendido y
divertido al mismo tiempo.
—No —respondí, molesta. Me quedaban pocas ganas de reaccionar por
nada, pero aquel imbécil me estaba tocando las narices.
—Es un rompemandíbulas —anunció—. Es todo lo que necesitas saber.
Escóndelo bien, las reglas no te permiten ninguna ayuda.
—¿Y qué pasa si me lo encuentran? ¿Si digo que me lo diste tú?
—Antes de que puedas decir de dónde ha salido, te habrán matado —
aseguró—. Si lo escondes bien, quizá puedas sobrevivir. Créeme, zorrita, lo
vas a necesitar, yo que tú no me cuestionaría ninguna ayuda extra.
Harta de cuestionarme lo que me ordenaban constantemente, me recogí
el pelo en una trenza alta, me enfundé la ropa de boxeo que me habían dado
para la ocasión y traté de apañarme para hacer lo que Nasra me había
pedido una vez me explicó cómo colocármelo bajo el guante. La presión
que ejercía el metal contra mis nudillos me resultaba de lo más
desagradable.
Los gritos del público, cuando uno de los seguritas abrió la puerta de
acceso a la nave donde se encontraba el cuadrilátero, eran más
ensordecedores que nunca. Me recordaron a los chillidos de los fans,
enloquecidos, al encontrarse con su famoso favorito.
Anduve por el pasillo que se formaba entre el gentío hasta el ring
escoltada por dos esbirros de James, Nasra y otro cuyo nombre desconocía,
pero al que había visto varias veces.
A lo lejos, junto a James, divisé a John, en cuya mirada diferencié un
matiz de preocupación cuando se cruzó con la mía.
¿Tan peligrosa era mi rival?
Traté de escudriñar con la mirada el centro de la pista, intentando,
inútilmente, echarle un vistazo a mi adversaria. Lo único que alcancé a ver
fue a una mujer cubierta por una capucha que le tapaba por completo el
rostro.
Daba pequeños saltos y jugaba a dar golpes al aire, calentando, tal y
como me había enseñado Rosa los días previos al combate.
A raíz de la falta de ideas que no fueran la absoluta certeza de que iba a
morir en pocos minutos, el corazón me latía desbocado en el pecho, lleno de
adrenalina.
Luchaba contra los pensamientos negativos que me habían acaparado la
mente y trataba de buscar las endorfinas que me ayudaran a querer
sobrevivir.
Cuando llegué al borde del cuadrilátero, mi rival estaba de espaldas.
Parecía importarle un bledo que su contrincante estuviera llegando, daba
por hecho con su postura que era mejor que yo. Y seguro que no le faltaba
razón.
Por la megafonía, el tipo de todas las noches daba a la audiencia nuestras
características físicas, aunque yo no fuera capaz de oírlas, con la sangre
bombeándome en los tímpanos. Estaba tan nerviosa que no fui capaz de
escuchar siquiera cuando decía nuestros nombres, o los que ellos nos
hubieran puesto, ni cómo el réferi se subía al ring para dar comienzo a la
pelea.
Veía mi alrededor dar vueltas como si me encontrase en un tiovivo e
incluso creí que estaba a punto de vomitar. Hasta que, de pronto, todo mi
mundo se paró en seco y noté el momento en el que mi corazón volvió a
dejar de latir.
Fue el mismo momento en el que mi oponente se dio la vuelta. Aquel en
el que los gélidos ojos que se clavaron en mí fueron los de la vampira de la
que estaba enamorada.
Capítulo 25
Las lágrimas no dejaban de salirme de los ojos sin que pudiera evitarlo.
Estupefacta en medio del ring observé, sin ser consciente de nada más,
cómo se llevaban a rastras el cuerpo de Ash al mismo tiempo que alguien
me levantaba el brazo para proclamarme campeona del combate.
Pero yo no me sentía vencedora de nada.
Con prisa, me colocaron una toalla sobre los hombros y me sacaron de
allí. Apenas había puesto un pie en el suelo de cemento, cuando las nuevas
luchadoras ya se subían al cuadrilátero. Tenía la mente demasiado alterada
como para ser consciente de lo que estaba ocurriendo y todo me llevaba una
y otra vez a Ash.
¿Estaba bien? ¿Qué había sucedido? ¿A dónde se la llevaban?
Recordaba claramente la sangre en el suelo, pero sin entender ni de
dónde provenía, ni cuándo había sucedido, ni cómo había pasado algo así.
Ash había perdido el poco color que le caracterizaba el rostro y yo no me di
cuenta hasta después de alzar el puño y golpearla. Sentía la angustia y el
dolor apoderarse de mi pecho, a duras penas lograba respirar.
Nasra continuaba tirándome del brazo para obligarme a andar, pero yo
seguía dirigiendo la mirada hacia el gentío. La buscaba a ella. Sin embargo,
no tardaron en sacarme de allí y pronto dejé de ver lo que ocurría. Me
condujeron por los largos pasillos que ya me sabía de memoria hasta mi
celda. En el fondo, lo agradecía. Aquello me permitiría llorar sin
reprimirme.
Aquel golpe tan bajo era para el que me habían estado preparando los
últimos días. Me habían estado reservando y entrenando para que me
pelease con ella y me enfrentase a la experiencia más difícil de mi vida. Y
lo peor de todo no era que hubiera sido capaz de golpearla, sino a lo que
había tenido que recurrir para hacerlo.
Después de los primeros golpes que conseguí asestarle con éxito, fue
comenzando a nublárseme el juicio. La cabeza comenzó a llenárseme de
pensamientos desproporcionados que llevaba meses sin tener.
«Todo esto es culpa suya, ella es la que te ha metido en esto». Pero esa
voz interior tenía un matiz nuevo. No se refería a que hubiera perdido mi
vida como humana, sino a que estaba secuestrada y formaba parte de una
red ilegal de trata y peleas que podían llegar hasta la muerte. Era la primera
vez, desde que estaba cautiva, que pensaba así de ella.
Una vez en la oscuridad de mi celda dejé, al fin, que todas las emociones
que me embargaban brotaran sin ningún ápice de pudor. Los ojos acabaron
por resecárseme y el pecho terminó por dejar de dolerme. Me abracé a las
rodillas en un rincón de la celda, el más alejado de la puerta, y me permití
dejarme llevar por el desasosiego.
¿Qué iba a ser de mí? ¿Sabrían los demás que James nos tenía a las dos?
Muy a mi pesar, y conociendo a Ash, aunque solo fuera un poco, supuse
que no tendrían ni idea de que la vampira hubiera acabado allí. Todos
sabíamos que no era muy dada a revelar sus planes a nadie, ni a sus más
allegados. Además, yo me había empeñado en que no supieran nada de lo
nuestro y ella, en su momento, no puso objeción alguna. La discreción solo
nos estaba causando más complicaciones.
Me froté los ojos con el dorso de las manos —tenía la derecha
completamente molida de la pelea, los nudillos enrojecidos del contacto con
el metal— y miré el techo de hormigón con resignación. Ya no me quedaba
nada que hacer, cualquier ápice de esperanza se había ido por el sumidero
de las duchas asquerosas en las que nos hacían asearnos. Poco después de
llegar allí acabé descartando la opción de la huida No iban a encontrarme.
Apenas fui consciente del ruido del portón de la celda al abrirse, me
había acostumbrado tanto a los ruidos de aquel lugar que ya apenas hacía
distinción entre ellos. Hubo un sonido en particular, no obstante, que sí
captó mi atención y fue el que emitieron dos manos al aplaudir de manera
pausada. Alcé ligeramente el rostro por encima de los brazos para
encontrarme con James. Solo pude mirarlo llena de odio, pero no pronuncié
palabra alguna.
—¡Bravo, querida! —exclamó—. Jamás pensé que fueras capaz de
atacar a tu amorcito tan salvajemente. Cuéntame, ¿qué se siente? ¿Te ha
gustado?
Me abstuve de contestar. En mi mente le estaba provocando toda clase
de sufrimientos. Me imaginaba un sinfín de maneras de matarlo, lentamente
y con todo el dolor que fuera capaz de producirle. Merecía morir de la
forma más cruel posible.
—Vaya…, veo que no estás especialmente habladora. —Por un
momento, tanteé la posibilidad de abalanzarme sobre él, pero la sombra de
Nasra me mantuvo en mi sitio—. ¡No importa! Estoy tan contento por el
dinero que me has hecho ganar que pasaré por alto tu falta de educación. —
No pude evitar hacer una mueca de desprecio que traté de borrar cuando
James me agarró del mentón—. Sí, es cierto que te dieron una ayudita desde
el público, pero cuando no hay reglas todo vale, ¿no?
¿Una ayudita? Alguien del público la había atacado. Me vino a la mente
la expresión en el rostro de Ash, antes de que le asestase el último golpe,
como si no pudiera respirar.
—¿Cómo? —hablé por fin—. ¿Qué le habéis hecho?
—Oh —dijo con fingido asombro—, ¿no te diste cuenta? —Esperó unos
segundos para ver mi reacción, segundos que me parecieron eternos. Al
comprobar que no comprendía del todo lo que quería decirme, continuó—:
Un pobre desgraciado que me debía mucho dinero trató de asegurarse la
victoria. Por supuesto, no ha visto ni un solo dólar y su deuda… Bueno, no
solo sigue pendiente, sino que, además, va a tener que pagarle también una
buena suma de dinero a su médico.
—No creo que vuelva a andar —añadió Nasra entre risas.
—¡Cállate! —le ordenó James—. No vuelvas a interrumpirme. —Ver
cómo aquel enorme vampiro agachaba la cabeza era digno de admiración.
Me preguntaba qué hacía James para infundir tanto miedo pues, a fin de
cuentas, no era más que una tercera parte del tamaño de Nasra—. Hemos
confiscado el cuchillo con el que la apuñaló, ¿quieres verlo? —Lo fulminé
con la mirada—. ¿No? Bueno, no importa. Descansa, querida, mañana te
esperan más batallas. —Tras decir esto último, salió por la puerta y me
volvió a dejar sola.
Me quedé pensando en sus palabras. Así que eso era lo que había
sucedido. Alguien había apuñalado a Ash. En aquel momento, agradecí que
la gentuza que acudía de público a esas veladas no fueran vampiros, al
menos no en su mayoría, porque, de lo contrario, la habrían apuñalado con
total seguridad con un cuchillo de plata.
Me puse en pie, nerviosa, y caminé por el habitáculo en el que apenas
podía dar tres pasos sin toparme con una pared. Si me equivocaba, y el
asaltante era un vampiro…, lo más probable era que estuviera muerta.
Las horas que duró el trayecto en guagua hasta la parada junto a la iglesia
de Marlboro Township le habían dado a Nati tiempo más que de sobra para
reponerse después de haber perdido sangre al alimentarme. A mí, sin
embargo, el camino se había hecho largo, tedioso y de lo más agotador con
ella durmiendo a mi lado y con un plasta empeñado en flirtear conmigo.
Solo dejó de hablarme cuando empecé, convencidísima, a insistirle en que
Donald Trump iba a salvar a Estados Unidos de los reptilianos como Barack
Obama.
—Natalia, despierta, ya hemos llegado —dije, sacudiéndole con
suavidad el hombro antes de que nos bajáramos.
Marlboro Township era uno de esos pueblos de Estados Unidos que en
España solo veíamos en las películas, con carreteras anchísimas
flanqueadas por árboles y en los que solo hay un instituto al que van todos
los adolescentes de la zona. Cuarenta mil habitantes, decía el cartel a la
entrada del pueblo.
—Pues es bonito —dijo Natalia de pronto, frotándose los ojos—. Según
el mapa, tenemos que ir por allí —afirmó señalando un sendero poco
asfaltado.
—No es por ahí —desmentí mientras observaba de reojo el mapa que
sostenía mi amiga—, tienes el sentido de la orientación en el culo.
Habíamos llegado a aquel lugar a las once de la noche y en pleno
diciembre, así que las calles estaban desiertas, a lo que, además, la
incesante lluvia que caía no ayudaba en lo más mínimo. Los negocios
estaban cerrados a cal y canto y las farolas de luz amarilla apenas
iluminaban el asfalto que pisábamos. Aun así, Nati tenía toda la razón y al
pueblo lo envolvía un aire de lo más pintoresco hasta de noche.
—Menos mal que he traído paraguas —dijo Nati, abriendo sobre
nuestras cabezas, uno lo suficientemente grande como para cubrirnos a
ambas sin problema—. Me he acostumbrado a llevarlo siempre encima,
Ryan es muy pesado en cuanto a mi salud y no quiere que enferme —bufó.
Nos encontrábamos a unos doscientos metros del hostal en el que
teníamos pensado hospedarnos cuando una camioneta se cruzó por nuestro
camino y, al pasar sobre un charco, nos empapó casi por completo.
—¡Joder! —exclamé al sentir cómo se me pegaba la ropa al cuerpo—.
¡Mira por dónde vas!
Llegamos al establecimiento empapadas, cansadas y sin saber cómo
íbamos a buscar a James. A decir verdad, habíamos acudido a aquel pueblo
perdido de Jersey guiadas por una corazonada y no por pistas sólidas y, al
hacerlo, no solo nos habíamos puesto en peligro a nosotras mismas, sino
que, además, habíamos puesto en una situación difícil a los chicos.
Cuando llegamos a la recepción del hostal, nos dimos cuenta de que
estaba vacía y que la campanilla que colgaba del techo para avisar de que
entraban clientes, apenas cumplía con su función, pues era casi inaudible.
Esperamos durante unos pocos minutos, pero nadie acudió, por lo que, harta
de esperar, Natalia comenzó a tocar el timbre que había sobre el mostrador
con fervor.
—¡¿Qué haces?! —espeté—, vas a despertar a todo el mundo.
—Me da igual —respondió—, podría haber sido un ladrón, en lugar de
nosotras, ¿es que no atiende nadie aquí?
Apenas medio minuto después bajó de la planta superior una mujer con
unas gafas de culo de botella, forrada con un jersey grueso algo desgastado
por el uso. Estaba despeinada, aunque había intentado organizar la maraña
que tenía de pelo en una austera coleta. Parecía resfriada.
—Buenas noches, queremos una habitación —dijo Natalia, sin darle
tiempo apenas a que llegara hasta el mostrador. La señora no se molestó en
disimular la mirada de desaprobación que le dirigió—. Disculpe la hora,
pero es que se nos ha averiado el coche y la grúa ha tenido que llevárselo al
taller. Íbamos camino a Ohio y no tenemos dónde dormir.
—Por supuesto —respondió la mujer en tono amable—. En esta época
del año no solemos tener muchos huéspedes, así que hay habitaciones de
sobra.
—Nos han dicho que hay unas vistas muy bonitas que dan al arroyo. —
La mujer arqueó una ceja, dubitativa—. Al menos, eso nos aseguró el dueño
del taller. —Se frotó la nuca con nerviosismo.
—¿Bill? —inquirió la mujer—. ¿Eso os dijo?
En la mente de Natalia se formó por combustión espontánea una guerra
entre lo que debía decir y lo que no. Se acababa de dar cuenta de que la
había cagado, para su consternación, y estaba luchando por salvaguardar de
alguna manera nuestra coartada sin parecer que fuéramos unas locas a las
que había que encerrar en la cárcel.
—No recuerdo su nombre de pila, ¿el dueño del Taller Parker & Son? —
Los pensamientos de aquella mujer eran de lo más tranquilos, pero el
nombre del taller había salido a la luz de entre ellos con suma rapidez.
Decidí aprovechar la información e intervenir de forma apresurada, así que
puse mi mejor cara de asombro y le di un codazo a mi amiga—. ¿Crees que
lo diría con segundas, Nati?
—Bueno —añadió la mujer—, no voy a preocuparme de las intenciones
que tuvieran las palabras de un mecánico viejo y cascarrabias si me ha
enviado a dos huéspedes, ¿no creéis? —Se dio la vuelta con una sonrisa y
cogió una de las llaves que tenía colgada a su espalda—. La habitación
ciento seis es vuestra, os acompaño. —La hostelera subió las escaleras con
parsimonia y nos condujo hasta la puerta amarillenta que había al final del
pasillo—. Es la estancia libre que mejores vistas al arroyo tiene. Ah, y el
desayuno se sirve a las siete. —Con una última sonrisa amable, abrió la
habitación y le dejó a Natalia las llaves antes de marcharse.
La estancia era sencilla, pero tenía cierto encanto rural que conseguía
que me resultase acogedora y relajante casi al instante de entrar. Los
pensamientos de Nati contaban una historia totalmente distinta. La cama de
matrimonio parecía algo antigua, la madera del cabecero lucía bastante
desgastada y el colchón lo cubría un edredón floral. El resto del mobiliario
estaba igual de desgastado, aunque no parecía en exceso estropeado.
Me preocupó un poco que la gran ventana estuviera vestida tan solo con
una cortina de visillo, la cual, sin duda alguna, iba a dejar traspasar la luz en
cuanto amaneciera. Natalia avanzó por la estancia sin atreverse a tocar
nada, como si no se fiara del trabajo de limpieza que hubieran realizado
aquel día, hasta acercarse a ellas. Asió la tela blanquecina con delicadeza y
me dedicó una mirada preocupada.
—Esto no va a ayudarnos mucho a tapar el sol —dijo, soltando el visillo
y sacudiéndose las manos.
—Coge esa silla de ahí y ayúdame a enganchar el edredón en la barra de
las cortinas —contesté mientras despojaba la cama de su cobertor, que
pesaba tanto que me planteé que dentro hubiese piedras y no plumón.
Nati, encaramada en la silla de madera, que era tan delicada que si
hubiese sido su marido el que se sentase en ella se habría roto, colgó la
gruesa tela de uno de los lados de la barra mientras yo hacía lo propio con
el otro lado. Con cada movimiento nuestro, la silla emitía un chirrido
alarmante que nos hacía estar en guardia ante una posible caída.
—Entonces —comenzó Nati cuando la ventana estuvo lo
suficientemente tapada—, ¿crees que le encontraremos?
—Según lo que me contaste, vino a este pueblo las veces suficientes
como para que alguien se acuerde de él —cavilé—. Quizás incluso viviera
aquí con Róisín. ¿Sabes cuándo murió?
—La fecha exacta no la sé, a Ryan no le gusta rememorar aquel
momento y a mí no me entusiasma entristecerlo. —No pude evitar
apenarme, tanto por él como por el hecho de que no tuviéramos alguna pista
—. Lo único que sé es que ocurrió hace seis años. Es relativamente
reciente.
—¿Reciente? —me sorprendí—. Bueno, supongo que la línea temporal
vampírica es diferente a la humana, aún no consigo hacerme a la idea.
—Lo que para mí es mucho tiempo, para ustedes, los vampiros, no lo es
—me dio la razón.
—Además, aunque se tratase de una relación que acabó mal —seguí
argumentando, mis pensamientos ensombreciéndose a medida que hablaba
—, de un amor tóxico incluso, seguimos hablando del vínculo de un
vampiro con su luaidh. Probablemente James no supere esa pérdida nunca.
—¿Qué se siente?
—¿Cómo? —me distrajo.
—¿Qué se siente con el luadhadh? —insistió.
—¿Que qué…? —La pregunta de mi amiga me pilló completamente
desprevenida—. ¿Y por qué se supone que tengo yo que saberlo? No llevo
siendo vampira ni un año. —Traté de disimular, pero Nati me conocía y
sabía leerme como si fuera un libro.
—¿Quién soy, tu madre? —inquirió con una ceja enarcada—. No me
engañaste cuando todo el instituto creía que Jonay y tú eran la pareja del
siglo y tampoco me vas a engañar ahora, Melisa.
—Bueno, deberías dormir algo, que todavía tienes que reponer fuerzas
—cambié de tema—. He pensado que, tal vez, por la mañana puedas buscar
información sobre si James vivía por la zona, o si lo conocen.
—¿Por qué por la mañana?
—Es seguro —afirmé—. Y así, si averiguas algo más, podemos dar el
siguiente paso, en lugar de esperarlo aquí.
—Vale, vale. Dejaré que te salgas con la tuya y no me contestes, pero no
engañas a nadie.
A regañadientes, pero dando la batalla por perdida, Nati entró al baño,
del que salió enfundada en su pijama y con el pelo recogido. Yo, algo
menos remilgada, decidí darme una ducha antes de ponerme cómoda.
Cuando salí, oliendo a jabón como tanto me gustaba, mi amiga ya se había
dormido.
Capítulo 32
Por más que lo intenté, no fui capaz de dormir nada en absoluto. Me pasé
las horas, hasta que Natalia se despertó, dando vueltas sobre el colchón,
enredada entre las sábanas de franela a cuadros de la cama del hostal.
No podía evitar estar nerviosa y que me invadiera un mal
presentimiento, por no hablar de que era incapaz de dejar de pensar en Ash.
Sabía que me iba a matar cuando me encontrara, si es que no lo hacía James
antes. Me mordí el labio al pensar en lo que le podría decirle para calmarla.
Natalia se marchó después de desayunar, en torno a las ocho de la
mañana, tal y como le dije que hiciera, para buscar cualquier información
posible sobre James, si es que alguien en el pueblo era capaz de recordarlo.
Quisimos pensar que no sería una persona fácil de olvidar, pues, aunque me
produjese arcadas solo pensarlo, James era bastante atractivo y, conociendo
al marido de mi amiga, me imaginaba que Róisín habría sido una mujer
impresionante.
Marlboro Township era un pueblo relativamente pequeño, de esos en los
que todo el mundo se conoce, por lo esperábamos tener éxito al preguntar
por él.
No sabía qué hacer en la habitación del hostal, pero sentía que, si seguía
tumbada sobre el colchón, dando vueltas, terminaría por romper las
sábanas. Tenía que distraerme como fuera.
La televisión fue mi único consuelo, a pesar de que tampoco es que
tuviera un número excesivo de canales. De los distintos programas que vi a
medida que iba zapeando, me quedé con un maratón de Friends que estaban
poniendo. Según parecía, había reposiciones en todos los países. No tenía
muy claro cuántos episodios me había tragado, pero, cuando Nati volvió,
cargada con unas cuantas bolsas que desprendían olor a sándwiches recién
hechos, Ross le estaba gritando a Rachel su famosísima frase: “¡estábamos
tomándonos un descanso!”.
—¿Has averiguado algo? —pregunté, levantándome como un resorte de
la cama.
—Tranquilízate, Mel —me regañó—. Vamos a comer y te cuento. ¿Eso
es Friends?
A la par que engullíamos los bocadillos, Nati me fue contando lo que
había conseguido indagar por la zona. Según me informó, había ido por ahí
diciendo que era la sobrina de James Harris y venía al pueblo a comunicarle
que su hermano, el supuesto padre de Natalia, había fallecido, pero que, al
parecer, la dirección que tenía su familia no era la correcta.
—La cajera del supermercado —relató, mirándome con fijeza— me dijo
que sabía de quién le hablaba: del solitario propietario de una de las
mansiones del pueblo, que hacía unos años que era viudo. —Le dio un buen
mordisco a su bocadillo de atún con aguacate antes de proseguir—: para
asegurarme de que hablábamos de la misma persona, le pedí que me lo
describiera. Y adivina qué.
—¿Bingo? —contesté, esperanzada.
—Exacto —afirmó ella con una sonrisa—. Me contó que apenas se le
veía por el pueblo desde entonces, que pasa alguna que otra temporada
fuera, pero sigue viviendo aquí. De vez en cuando hace la compra por
internet para que se la envíen a domicilio —continuó—. La verdad es que
ha sido fácil dar con él, la cajera estaba más que dispuesta a darme la
dirección. Me pregunto si eso no viola la ley de protección de datos… —
divagó, alzando la vista al techo y encogiéndose de hombros—. No
entiendo cómo Ryan no ha pensado en esto, ha estado chupado.
—A lo mejor no saben que sigue viviendo ahí —traté de justificarlo.
—Really? —Me miró como si fuera tonta—. La cajera me lo ha dicho a
la primera, si hubiese sido Ryan el que preguntara, no habría tardado ni un
segundo en responderle.
—Tal vez —empecé—, y solo tal vez, tu marido no ha podido hacer el
mismo tipo de investigación que tú, ya que él, y solo lo digo por decirlo —
quise burlarme—, no puede salir de día, Nati. ¿A quién iba a preguntarle, de
noche, en un pueblo en el que cierra todo al caer el sol? —Ella bufó.
—Me lo podía haber pedido a mí. —Fue entonces cuando estallé en
carcajadas—. ¿De qué te ríes?
—Cariño, si de tu marido dependiera, no saldrías de su cama nunca.
Mucho menos te iba a poner en peligro.
Natalia, ignorando mis palabras, se levantó y recogió los envoltorios de
los sándwiches para tirarlos a la basura. Si pensaba algo diferente a lo que
le había dicho, no lo mostró. Miré el reloj y me di cuenta de que todavía
quedaba bastante para que anocheciera, por lo que aún teníamos tiempo
para intentar trazar un plan cuyo desenlace no incluyera nuestras muertes.
—¿Nati, tienes miedo? —le pregunté de pronto a mi amiga—. Aún
puedes echarte atrás si quieres. No podría vivir si te pasara...
—No, no lo tengo. —Sabía que me mentía, no solamente porque pudiera
escuchar sus pensamientos, sino porque se lo veía reflejado en los ojos—.
Solo quiero acabar con él, de una vez por todas para que podamos vivir
tranquilamente.
—Pero no tienes por qué formar parte directa de ello —insistí.
Quería que Natalia tuviera claro que podía parar, que no tenía por qué
arriesgarse y, que, si lo deseaba, podía marcharse. La mirada que me dirigió
al sentarse a mi lado demostraba, aun así, que lo sabía. Si algo había en su
rostro, además de temor, eran coraje y determinación. No logré controlar las
emociones y me abalancé sobre ella, envolviéndola en un abrazo y
tirándonos a ambas sobre el colchón.
—Te quiero muchísimo —le dije mientras la estrujaba entre mis brazos
—. Lo sabes, ¿verdad?
—… Tía —respondió entrecortadamente—, que me aplastas.
Al darme cuenta de que la estaba abrazando con más fuerza de la que era
mi intención, la liberé del lazo en lo que me secaba la lágrima que se me
había escapado con la emoción del momento.
—En serio, Nati, eres la mejor amiga que podría querer cualquier chica
—insistí, viendo cómo también se le agolpaban a ella los sentimientos en la
garganta—. Humana o vampira.
—¡Joder! —exclamó mientras trataba de evitar las lágrimas,
abanicándose los ojos con las manos—, ¡que con las prisas para salir de
Nueva York el rímel que cogí no es waterproof!
—Quién te ha visto y quién te ve… —traté de aligerar el ambiente.
—Calla, anda. Mel —dijo, acallando las risitas que le había provocado
el comentario—, todo esto va a salir bien. Con tu inteligencia y mi ingenio
no hay quien nos pare.
Pasamos las horas que precedieron al anochecer hablando de
nimiedades, como cuando compartíamos piso y las fiestas a las que Natalia
solía arrastrarme eran tan intensas que no nos permitían movernos del sofá
hasta pasados tres días.
La verdad era que hablar de tonterías nos ayudó a tranquilizarnos. Para
cuando la noche había caído, los miedos habían desaparecido prácticamente
por completo.
—Es hora de movernos —me dijo—. Nos toca separarnos.
Esperaba que mi amiga supiera lo que hacía. Por más que confiara en ella y
en sus dotes para no dejarse pescar por James, no podía evitar tener la
sensación de que, si él lo deseaba, se haría con su precioso cuello en menos
de un segundo. De no ser porque era más que consciente de mi respiración,
habría jurado que estaba hiperventilando.
Caminaba de un lado para el otro entre los arbustos, nerviosa, tratando
de buscar la manera de tranquilizar a mis locos pensamientos y de evitar, a
la vez, que las pisadas me traicionasen haciendo más ruido del que debían
contra la hierba húmeda. Tenía que concentrarme, pero hacerlo era mucho
más difícil que decirlo. Con cada vuelta que le daba el plan, más imposible
me parecía lo que estábamos haciendo.
Me dije que no sabía por qué estaba tan nerviosa, que no era una certeza
que James fuera a aparecer. Ni siquiera podíamos estar seguras al cien por
cien de que estuviera en el pueblo. Sabíamos que acudía con frecuencia,
pero ¿con cuánta? Por poder, podía estar en cualquier maldita parte del
mundo.
Nos lo estábamos jugando todo a una corazonada.
Para amainar los nervios, decidí quedarme quieta y cerrar los ojos. Era
necesario que me familiarizase con el lugar que me rodeaba, pues debía
estar alerta ante cualquier imprevisto y la intolerancia al sol no me había
permitido explorar el terreno durante el día.
Apenas se escuchaba nada a mi alrededor salvo por el viento entre las
ramas de los árboles, el correr del agua del riachuelo y algún que otro coche
que atravesaba la carretera más cercana. En cuanto a seres vivos, solo era
capaz de oír alguna lechuza pululando a lo lejos.
El enorme claro que había delante de mí, y del que me separaban escasas
filas de árboles y el arroyo, estaba vacío salvo por una mesa de picnic a la
que malamente daba luz una farola. Me encontraba, sin duda alguna, ante el
merendero que frecuentaron James y Róisín durante los años previos a la
fatal paliza que había terminado con la existencia de la vampira.
Por un momento, quise imaginarme cómo habría sido la vida de Róisín
antes del fatídico día. ¿Habría sido feliz? ¿Cómo era James con ella al
principio? Me costaba imaginármelo como alguien enamorado, pero él
decía que Róisín era su luaidh. Era muy poco probable que la hubiese
seducido sin tratarla bien, al menos al principio. Sin poder evitarlo, me
abarcaron enseguida dos sentimientos: el de pena por ella y el de compasión
por Ryan.
De la nada, un fuerte aroma a vainilla me acució desde el oeste,
activando todos y cada uno de mis sentidos. Después de semanas y semanas
de cautiverio, había aprendido a reaccionar a la fragancia que desprendía
James.
Agudicé la vista, tratando de encontrarlo en la lejanía, pero me resultó
imposible. Pese a mis reparos y quejas mentales, me froté contra el cuerpo
toda la vegetación que tenía a mi alcance; si yo era capaz de oler su
perfume, él podría percibir el mío si no lo camuflaba lo suficiente.
El tiempo que tardase el vampiro en aparecer iba a hacérseme eterno.
—Buenas noches, querida —habló James—. Espero que te haya dado
tiempo a disfrutar del pintoresco Marlboro Township antes de esta noche.
Quizás has descubierto qué es lo que hace de él un lugar tan especial.
Aquellas palabras hicieron que un escalofrío me recorriese la columna
vertebral. Sabía que no se trataba más que de palabrería y que estaba
intentando dejar clara cuál era su posición de superioridad, pero su actitud
me ponía enferma. Acababa de entrar en el claro y la farola comenzaba a
iluminarle. Andaba sereno y altivo; aunque sabía a la perfección que no lo
era, también parecía un auténtico caballero.
—También espero que no hayas tenido la osadía de pensar que, porque
estás en el lugar favorito de mi Róisín, voy a ser… ¿Cómo decirlo? Más
clemente contigo —continuó. Su tono de voz sonaba distinto al que había
empleado conmigo durante el secuestro, más inestable. Se notaba que,
aunque mantenía el control sobre sí mismo, no tenía el de la situación—.
Solo a ti se te ocurriría semejante estupidez, humana tenías que ser.
Desde donde estaba se escuchaban los alterados pensamientos de
Natalia, que, aunque trataba de mostrarse tan altanera e impasible como él,
no lograba esconder lo que su subconsciente le gritaba. Estaba tan aterrada
que no era capaz siquiera de responderle.
James la miró de arriba abajo, examinándola como quien comprueba una
mercancía que está en mal estado. Haciéndolo debió de reparar en el
cuchillo de plata que Nati tenía medio escondido en el cinturón, porque le
dirigió una sonrisa ladeada que aprovechó para enseñarle los colmillos.
A pesar de la distancia que me separaba de ella, sentía cómo mi amiga
temblaba bajo las capas de ropa y a James, que también era capaz de
percibirlo, aquello comenzó a hacerle sentirse invencible.
Esperaba, impaciente, la señal que Natalia debía darme, pero comenzaba
a dudar si sería capaz de moverse antes de que James la apresara. Mi temor
era no conseguir llegar hasta ella a tiempo, aunque ahora fuera bastante más
rápida que cuando era una humana. Ojeé con rapidez el perímetro; Nasra no
parecía estar por ninguna parte.
El vampiro, con ese aire de dominancia y entereza que tanto le
caracterizaba, alcanzó a Nati en apenas un par de zancadas y la levantó del
suelo, agarrándola por el cuello.
—¿Dónde está tu marido? ¿Eh? —le preguntó, acercándosela al rostro
tanto que parecía estar incluso olisqueándola—. Dudo que te haya dejado
venir sola, no es taaaaaaaan imbécil. Después de todo lo que te hice cuando
fuiste mi muñequita de trapo, ¿no tiene miedo de que acabe lo que empecé?
—Aunque Natalia hubiese querido responderle, no podía, incluso sus
pensamientos eran incapaces de centrarse en otra cosa que no fuera tratar de
volver a respirar. Con la fuerza que teníamos los vampiros, si no distraía a
James iba a terminar por ahogarla en cuestión de segundos.
Sin pensármelo dos veces, me aferré a la rama que tenía más cerca y la
quebré de un tirón. James, sorprendido por el ruido y seducido por la idea
de que se tratase de Ryan, giró la cabeza en mi dirección, aflojando así su
agarre del pescuezo de Nati. Ella, tras inhalar fuertemente, y aprovechando
la situación, se sacó rápidamente del bolsillo del abrigo la jeringuilla con
belladona que llevaba escondida y se la clavó con todas sus fuerzas en la
hendidura entre el trapecio y la clavícula.
Corrí tan rápido como pude, pero me fue del todo imposible alcanzarles
antes de que a James le diera tiempo a reaccionar. Todo lo que sucedió
después transcurrió ante mi mirada como a cámara lenta y sin que yo
pudiera remediarlo. A James se le transformó el rostro, que había pasado de
mostrar condescendencia a reflejar, si cabía la posibilidad, algo de temor.
Sin embargo, aquel sentimiento le duró apenas unos segundos y sus ojos
se tornaron entonces en acusadores. A la par que se arrancaba la jeringuilla
de forma tan violenta que se hizo una herida, estampó a Nati contra el nogal
más cercano de un manotazo.
James se agarró, tambaleante, a la mesa de picnic y fue entonces cuando
me di cuenta de que luchaba por mantenerse en pie. La fuerza del golpe que
había recibido Natalia fue tal que aún daba la sensación de que tuviera la
mano de James contra la garganta, pues no conseguía coger aire y parecía a
punto de perder la consciencia. Confiando en que la belladona contenida en
la jeringuilla hiciera efecto, me acerqué a mi amiga para asegurarme de que
no hubiera sufrido ninguna lesión grave. Nati trataba de respirar con
dificultad, pero poco a poco fue recobrando el aliento, aunque continuaba
sin poder articular palabra alguna.
—¿Estás bien? —quise asegurarme. Ella asintió.
Tras el minuto más largo de mi vida, Natalia se recuperó del todo y
logró hablar. Cuando lo hizo, su voz sonó tan áspera como la de un
enfermo:
—Mel. —Tosió ligeramente y señaló con el dedo detrás de mí.
Llevada por el instinto de supervivencia y, pensando que iba a sufrir las
consecuencias de haber drogado a James, me giré de golpe.
—Hijo de puta… —balbuceó mi amiga.
No quedaba ni rastro de aquel cerdo.
Capítulo 33
Abrazada a mis propias rodillas, me mecía una y otra vez sin poder apartar
la vista del cuerpo de James. Pensaba en todo lo que me había hecho sufrir
durante las últimas semanas y sabía que se merecía el final que había
tenido. Pero una parte de mí, aquella que me hacía sentir que seguía siendo
humana, no podía evitar pensar que había cometido un asesinato a sangre
fría. Que, pese a que se tratase de un sociópata peligroso, no era yo quien
debía haberle arrebatado la vida.
Desgarrada, oculté mi rostro de los ojos del cadáver apoyando la frente
en mis antebrazos y dejé que las lágrimas me continuaran rodando sin
control por las mejillas. Todo había acabado, al fin éramos libres, pero una
parte de mí se sentía aún prisionera. Dudaba que alguna vez fuera capaz de
superar lo que había ocurrido durante los últimos meses.
Entre los sollozos, sentí que unas manos me agarraban de los brazos y
tiraban de mí hasta ponerme en pie. Sin fuerzas para continuar luchando,
levanté ligeramente la vista y me encontré con Ash, que se aferraba a mí
con tanta fuerza que parecía que temiera que me fuera a desplomar.
Nuestras miradas se cruzaron sin intercambiar palabras, ninguna de las dos
estaba en posición de hablar. Me atrajo hasta que escondí la cara en el
hueco de su cuello y me envolvió en un abrazo que, aunque trataba de
reconfortarme, estaba segura de que la consolaba más a ella misma que a
mí.
El tiempo permanecimos así me pareció insuficiente, abrazadas, con Ash
acariciándome el pelo y ocultándome el cadáver que tanto me había estado
perturbando. A regañadientes y temerosa de que me desvaneciera, se separó
de mí, me sostuvo el rostro con las manos y pegó sus labios a los míos.
—¿Estás bien? —se aventuró a preguntar una vez ambas estuvimos
saciadas la una de la otra—. Ven, salgamos de aquí. —Me ofreció la mano
con la palma hacia arriba para guiarme escaleras arriba.
Todavía algo anestesiada ante lo que tenía a mi alrededor, me dejé llevar
hasta el aseo. Me sentó sobre la tapa del inodoro y comenzó a rebuscar
entre las cosas que había guardadas en el armarito que hacía las veces de
espejo. Se hizo con unas cuantas gasas, hilo, aguja y vendas. Se arrodilló
frente a mí, empapó algunas gasas con alcohol y se dispuso a limpiar las
heridas de mis manos. La plata no había permitido que empezaran a
cicatrizar. Apenas sentí una picazón tras cada pinchazo de la aguja, ni me
enteré de cuándo terminó de vendarme.
Lo siguiente que escuché, pues el cuerpo de Ash de pie frente al lavabo
no me permitía ver lo que hacía, fue el agua del grifo corriendo. Con una
toalla, húmeda me limpió la herida de la frente, o lo que quedara de ella, y
se deshizo de la sangre seca de la que debía de tener manchado todo el
rostro.
—Lo he matado —fue lo primero que tuve la capacidad de pronunciar.
—Me he dado cuenta —respondió, mientras continuaba limpiándome
las mejillas.
—He matado a James. —En aquel momento todavía no era capaz de
procesar que la vampira estuviera tomándome el pelo.
—No pienses en eso, Melisa —me pidió, apartándome con delicadeza
un mechón de cabello de entre los ojos. Aquel movimiento me hizo
cosquillas—. Ya ha pasado todo.
—¿Y qué voy a hacer ahora? —pregunté, aunque tenía cientos de
cuestiones en mi cabeza a las cuales no me veía capaz de dar voz todavía—.
¿Qué pasa con el cuerpo? ¿Cómo voy a deshacerme de él?
—Tranquila —trató de calmarme. Su voz era suave y dulce, como si
quisiera relajarme con el tono que había escogido—. No estás sola, estoy
contigo. Deja que yo me ocupe.
Asentí con la cabeza y me permití, aunque solo fuera un instante,
relajarme. Me deslicé lo suficiente sobre el inodoro para apoyar la cabeza
en la pared y dejé, por fin, que los músculos de mi espalda se destensaran.
—Lo siento. —De pronto, las palabras empezaron a salirme una tras
otra, deprisa y de forma atropellada—. Siento mucho haberme ido de
Detroit sin decirte nada, pero no podías saberlo. No podía dejar que te
pasara nada y Nati era la única que podía ayudarme, porque necesitaba a
alguien que no pudiera leerme el pensamiento y ahora ella está herida y…
—Eh, Melisa —me cortó—. Para, mírame. —Ash se había arrodillado
frente a mí y me estaba cogiendo las manos—. Ya está. Sí, fue estúpido que
te marcharas, pero ya está. Todo ha salido bien, Natalia está bien y Ryan
está con ella en el hostal. Fue ella quien nos llamó y nos dijo dónde
encontrarte. Solo está magullada.
—¿Está bien? —Ash asintió, secándome las lágrimas que se me volvían
a escapar. Aquella noticia me quitó un peso enorme de encima—. ¿Y no
estás enfadada conmigo?
—Por supuesto que lo estoy, créeme —respondió, algo más seria—, y no
soy la única, pero ya habrá tiempo de hablar de eso.
—Me lo merezco —admití, avergonzada, bajando la mirada.
Permanecí mirando a la nada mientras Ash ponía algo de orden en el
cuarto de baño. No supe exactamente cuántos minutos transcurrieron hasta
que alguna de las dos volvió a decir algo, pero cuando Ash volvió a hablar
no fue conmigo.
—Tarek —escuché que decía por teléfono—. Necesito que vengas.
—¿Cómo está Melisa? —quiso saber él. Habría jurado que parecía
preocupado.
—Estamos bien. Ella… —Me miró de soslayo antes de continuar, como
si quisiera cerciorarse de que realmente estuviera consciente—. Sigue un
poco conmocionada, pero está bien.
—¿Estáis en la casa de James?
—Sí, en el 241 de Spring Valley Road.
—Voy para allá. —Colgó tras las palabras a modo de despedida.
Una de las cosas que más me gustaba de Tarek era que no solía pedir
explicaciones, era de esas personas que actuaban antes de preguntar y que
albergaba una fe ciega en sus seres queridos. Agradecí que Ash no le
informase por teléfono de la muerte de James, pues, teniendo en cuenta lo
difícil que se me había hecho hablar del tema con ella, aún no estaba lista
para rememorar lo que había pasado.
Después de esa conversación telefónica, Ash me acompañó hasta el
salón de estar, donde me pidió que me quedase una vez Tarek llegó a la
casa. Desde aquella habitación no se veía la entrada, ya que estaba separada
del recibidor por una enorme puerta, por lo que no llegué a ver al vampiro
hasta un rato más tarde.
Ninguno de los dos emitió ni una sola palabra, debían estar
bloqueándome de su conversación telepática. Ash volvió conmigo y Tarek
se adentró en la vivienda. Solo fui capaz de escuchar un par de ruidos
sordos que provenían, más que seguramente, de la cámara donde se
encontraba el cuerpo de James.
Poco después, asomó la cabeza y le dedicó a Ash un simple
asentimiento. Echó un ligero y rápido vistazo hacia el lugar en el que me
encontraba sentada, pero sin dirigirme la palabra.
—He hablado con Ryan, dice que te lleves el deportivo —le dijo—. Yo
los recogeré a ellos y los llevaré a casa. —Tras aquellas palabras, se
marchó.
El camino hasta el coche lo hicimos en silencio, igual que la mayoría del
trayecto en el vehículo. Aquel mutismo tardó poco en convertirse en algo
más que un mero silencio reparador, estaba resultando incómodo y no sabía
muy bien cómo romperlo. Ash me había confirmado en el baño de James
que estaba enfadada y parecía que había transcurrido el tiempo suficiente,
sabiéndome a salvo, como para aquel sentimiento comenzara a salir a la
superficie.
Por otro lado, a mí también me había dado tiempo a serenarme, así que
ya era capaz de pensar con la cabeza más fría. Solté un suspiro sonoro antes
de atreverme a hablar, dispuesta a asumir la hecatombe que pudieran
desencadenar mis palabras:
—Puedes reprochármelo todo lo que quieras —comencé—, pero ya me
he disculpado, así que no voy a volver a hacerlo.
—Claro que no lo vas a volver a hacer, ya no hay ningún James tras el
que hacerte la valiente y correr a enfrentarte.
—No, lo que no voy a hacer es volver a disculparme —aclaré—. ¿Acaso
pretendes, pretendéis que os pida perdón una y otra vez hasta que me
perdonéis?
—Creo que todavía no te has dado cuenta del peligro al que te has
sometido —dijo, mostrando al fin su enfado—, ni de lo mal que nos lo has
hecho pasar a todos. De lo mal que lo he pasado yo. —Se aferró al volante
con fuerza, tratando de refrenar el impulso de gritarme—. Podías haber
muerto y podías haber matado a Natalia en el proceso.
—¿Que no me he dado…? —Me frené, intentando no ser yo la que
alzara la voz—. Claro que me he dado cuenta, no tengo tres puñeteros años,
pero tenía que hacerlo y Natalia fue la que decidió venir. Yo traté de que se
quedara al margen, pero odiaba a James casi tanto como yo y tenía derecho
a formar parte.
»Te crees el centro del universo, solo tú lo has pasado mal. A mí me han
humillado, me han privado de mi libertad, me han dado cientos de palizas y
me han alimentado lo justo para que pudiera seguir recibiéndolas. He
pasado por un infierno por culpa de ese hijo de puta, que lo primero que
intentó hacer conmigo fue matarme. Quería que pagara por ello. —Ash
escuchaba toda mi verborrea sin apenas pestañear mientras aparcaba el
coche frente a su casa—. Ha jugado conmigo, con mi paciencia, con mi
orgullo. Deseé tantas veces estar muerta, cuando me tenía encerrada, que no
sería capaz ni de contarlas. Así que no me digas que lo habéis pasado mal
estas semanas por mi culpa, porque yo lo he pasado mil veces peor que
todos vosotros juntos. —No contestó, se limitó a abrir la cerradura de la
puerta y pasó a través de esta—. ¿No piensas decir nada? —espeté,
siguiéndola.
—No puedes imaginarte siquiera lo que he pasado —respondió con un
hilo de voz—. Creí que estabas muerta, rubia, me volvía loca solo de
pensarlo. Habría dado lo que fuera, mil veces y una más, por ser yo la que
pasara por todo lo que estabas viviendo y que así hubieras estado a salvo.
—Vi cómo se sacaba la pitillera del bolsillo y se encendía un cigarrillo.
—Puedes echarme todo eso en cara las veces que quieras, porque tienes
derecho y sí que lo entiendo. —Estaba agotada en todos los sentidos y de lo
que tenía ganas era de dejar de discutir, además de desplomarme sobre la
cama y dormir durante días. Así que me acerqué a ella—. Pero no va a
cambiar nada. —Traté de consolarla, llevando la mano hasta su hombro y
acariciándola. Haciéndolo me di cuenta de que Ash estaba temblando de
arriba abajo.
Me tomé un minuto para analizar su postura: continuaba tensa y
agarrotada, sus ojos mostraban una preocupación tan grande que se notaba a
mil leguas que estaba luchando por no derrumbarse. Mi vampira, siempre
tan dura y fuerte, parecía vulnerable, a punto de llorar.
—Ash. —La agarré de la barbilla cuando trató de apartar de mí la
mirada—. Estoy aquí. Sí, tengo las manos hechas un cuadro y seguramente
mi cara haya visto mejores días, pero estoy bien, aquí, contigo. —
Sosteniéndole el rostro entre las manos vendadas y, ayudándome de estas,
alcé el mentón para darle un beso en la frente—. No voy a irme a ningún
lado. —Dio una calada de su pitillo y yo, incapaz de proseguir con aquella
tensión, llevé los labios hasta su boca.
El humo del cigarrillo me hizo cosquillas en el paladar y, pese a que no
me gustara especialmente el gusto del tabaco, aquel intercambio de sabores
me llevó al mismísimo cielo. Los labios de Ash dejaron paso a mi lengua y
la suya, ansiosa por recorrer cada espacio de mi boca, me devolvió con
fervor el pulso.
Temblorosa aún, llevó las manos hasta mis caderas y me atrajo con
fuerza hasta ella, apretándome contra sí con salvaje deseo. Me recorrió la
espalda con la palma de la mano, en una tórrida caricia que mostraba más
anhelo que lujuria. Y aquello me gustaba, me gustaba sentirme suya y que
ella era mía.
Consciente de que era lo que ambas necesitábamos después de lo que
habíamos vivido, me separé de mi vampira apenas lo indispensable para
llevarla hasta la cama a medida que nos íbamos deshaciendo de nuestras
chaquetas y zapatos. El tacto de su piel bajo la yema de mis dedos cada vez
que me deshacía de una prenda de ropa parecía ir cicatrizándome cada una
de las heridas que llevaba semanas acumulando. Como si me hubiera leído
el pensamiento y quisiera deshacerse de ellas a base de besos, fue llevando
los labios hasta ellas una a una. Pero la frené cuando llegó al abdomen.
En lugar de permitirle continuar, la obligué a ponerse en pie y, con
suavidad, la tumbé sobre el colchón. Quería ser yo la que le demostrase lo
que sentía, que supiera lo mucho que la había echado de menos y, sobre
todas las cosas, que fuera consciente de lo mucho que la quería.
Encaramándome sobre ella, volví a besarla con calma y ternura. Ash
trataba de tocarme, de volver a ser ella la que llevara las riendas, pero con
cada movimiento me deshacía de su dominio y le aferraba los labios,
inmovilizándola. Le mordisqueé el lóbulo de la oreja y le deslicé la lengua
por el cuello, deleitándome justo después con besos en la clavícula.
Le quité con movimientos ágiles la camiseta y la tiré a un lado, sin
importarme dónde caía, maravillándome con la visión de sus pechos. Nunca
usaba sujetador y me encantaba, era arrebatador observar cómo sus pezones
se endurecían bajo la fina capa de tela que los cubría cuando la tocaba.
Me centré en darles afecto a cada uno de ellos, lamérselos,
succionárselos, mordérselos, y permití que los dedos de Ash se me
enredaran en el pelo cuando le liberé las muñecas. Comencé a deshacerme
de sus vaqueros y con ellos me llevé también su ropa interior, lo que me dio
vía libre para acariciarle con los colmillos la cara interna de los muslos tras
situarme entre sus piernas. El primer jadeo se le escapó cuando, finalmente,
hinqué el diente y la mordí en aquella zona.
Aún con el regusto de su sangre en los labios, le separé las piernas y me
hundí entre ellas, succionando el punto nervioso que se escondía entre los
pliegues y torturándola con la lengua. La saboreé todo cuanto quise y,
deseando proporcionarle un placer aún mayor, introduje un dedo en su
interior, acariciando así la zona más cálida de su cuerpo, ignorando el dolor
que me provocaba aquello en la mano malherida.
Desde donde estaba, vislumbré cómo se aferraba a las sábanas y se
retorcía, resistiéndose a dejarse llevar por el éxtasis que la invadía poco a
poco. Llevé la mano libre hasta una de sus nalgas y, arañándosela, la alcé
ligeramente para que me permitiese hundirme aún más en su interior
mientras la devoraba con devoción.
La imagen de Ash a mi merced, moviendo las caderas, con los ojos
cerrados y mordiéndose el labio, resultaba abrumadora. Sin poder resistirme
durante más tiempo, la obligué a llegar al orgasmo.
Dejando que recobrase el aliento y viendo cómo el pecho le subía y le
bajaba de manera sofocada, me separé de ella con intención de besarla, pero
cuando alcancé sus labios, me giró y quedé aprisionada bajo su cuerpo. Mi
cara de sorpresa le provocó una sonrisa de satisfacción que hizo que el
corazón me diera un vuelco y, antes de que tuviera tiempo siquiera a
replicarle, me llenó el rostro de besos.
La unión que existía entre ambas, dos mujeres tan diferentes la una a la
otra, era difícil de explicar. Jamás me había sentido tan conectada a alguien
como lo estaba con ella. Era como si aquello, lo que había entre nosotras,
fuera algo que tenía que suceder. Como si toda mi vida hubiera estado
destinada a vivir los momentos e instantes que me llevarían al lugar en el
que nos encontrábamos. Tenía mucha suerte de haberla conocido.
Ash me distrajo de mis pensamientos acariciándome las mejillas y
mirándome como si fuera la primera vez que lo hacía. En cierto modo, así
lo sentía, era la fuera la primera vez que podíamos contemplarnos sin
restricciones desde que todo había acabado.
Estaba recorriéndole el brazo izquierdo con las uñas, después de que
descubriera la marca que le había hecho James en la muñeca, cuando me
percaté, sorprendida, de un tatuaje que no le había visto antes. Me
sorprendí, pues me había aprendido de memoria todos los que tenía.
—¿Y esto? —curioseé, incorporándome un poco para apreciar mejor la
serpiente verde que se enroscaba entre las flores que ya conocía.
—¿Hm? —Se miró por encima del hombro, sin entender mi pregunta—.
Es nuevo.
—Eres tonta —me quejé ante su parquedad en palabras, dándole un
ligero empujón. Ella rio.
—No te enfades —dijo, aún con un atisbo de burla—. Quería tener algo
que me recordara a ti.
—¿Y por qué una serpiente? —pregunté, pues no encontraba la relación
sin pensar en ello como un insulto—. ¿Tan víbora te parezco?
—Un poquito, pero no —respondió, jocosa, acariciándome con uno de
los nudillos el tatuaje que tenía en el esternón—. Tú también tienes una.
Pasamos las siguientes horas hablando, besándonos y dándonos placer
apartadas del mundo, sin que nos importara absolutamente nada más. No
fuimos conscientes de la hora en la que llegó el día, ni tampoco de cuándo
volvió a caer la noche, solo nos percatamos de lo mucho que había
transcurrido el tiempo cuando el móvil de Ash sonó dos veces seguidas.
—¿Quién te llama? —quise saber, al ver que Ash no lo cogía la segunda
vez.
—Tarek.
—¿Y por qué no respondes?
—No quiero que nos molesten —explicó, acurrucándose a mi lado—,
llevo mucho tiempo queriendo estar así contigo.
—Podría ser importante —insistí, a lo que ella resopló con resignación
antes de contestar.
—Espero, por tu bien, que no me llames para ninguna gilipollez —fue
su saludo.
—Os hemos dado un día de margen —dijo El Egipcio con un tono que
nunca le había escuchado—. Ahora mueve tu maldito culo hasta casa de
Ryan y trae a Melisa contigo. Tenemos mucho que hablar con ella. —Tras
aquella nada sutil amenaza, acabó la conexión.
Miré a Ash con cierto grado de preocupación. Sabía que había
escuchado la conversación, ya que estábamos lo suficientemente juntas
como para que no se me hubiera escapado ni aun siendo humana.
—Está muy enfadado, ¿verdad? —quise asegurarme.
—Te dije que no era la única —dijo tras ponerse los pantalones—, y con
ellos no te va a servir desnudarte.
Capítulo 37
Para empezar, nos gustaría dedicar esta historia al colectivo LGBT, ya que
consideramos que no obtienen la representación que se merecen en la
literatura. Todas las personas deberíamos leer a personajes con los que
sentirnos identificadas, alguien que se nos parezca y que nos dé voz,
seamos quienes seamos, y esperamos, de todo corazón, que Melisa y Ash
hayan podido ser un referente para alguien.
Queremos dar gracias a nuestras familias, que siempre nos han apoyado
en nuestros proyectos, y en especial a nuestra Mirna, que nos ha instado a
que continuáramos la historia un millar de veces. Siempre has confiado en
nosotras con fe ciega y por eso, y mil motivos más, te queremos tanto.
Debemos confesar, también, que Peligro de muerte es una historia con la
que hemos disfrutado mucho. Nos hemos reído y, ¿por qué no admitirlo?,
hasta nos hemos emocionado. Por eso queremos agradecerte a ti, lector, que
nos hayas escogido y les hayas dado una oportunidad a nuestras
protagonistas. Nos hace muchísima ilusión pensar que te haya podido hacer
sentir a ti tantas cosas como a nosotras. Por eso y por mucho más: ¡gracias!
Sobre las autoras
En este mundo hay tantos tipos de amigas como de mujeres. Hay unas que
hablan todos los días y otras que pueden pasarse semanas sin hablar sin que
su relación cambie en lo más mínimo. Las hay que comparten armario y las
hay que tienen estilos completamente distintos. Algunas salen de fiesta
juntas todos los fines de semana, otras prefieren quedarse en casa y hacer
fiestas de pijama tengan la edad que tengan. Las hay que casi parecen la
misma persona o que, como Melisa y Natalia, no pueden ser más diferentes.
Ese último es nuestro caso, el de Leticia y Lucía, pero, al igual que las
protagonistas de la novela, nosotras también tenemos muchas cosas en
común. Fue en nuestra ciudad natal, Las Palmas de Gran Canaria, donde
descubrimos el gran amor que ambas compartíamos desde pequeñas por la
literatura y donde, de la mano, nos embarcamos en el proyecto que fue
nuestra primera novela: Callejón sin salida.
Si quieres leer más historias nuestras, bajo el seudónimo de L. White
encontrarás algunas otras de las refrescantes historias de Leticia, como
Tequila, sal… ¡y pimienta! y su secuela Nunca digas de este vodka ¡no
beberé! Y no te pierdas la próxima novela de Lucía, su debut en solitario,
La mujer del vestido amarillo.
[1]
Nota de las autoras: Las protagonistas son de las Islas Canarias, así que no utilizan la segunda
persona del plural «vosotros», sino el plural de cortesía «ustedes». Siempre que aparezca una
segunda persona del plural será cuando los personajes hablen en inglés, por equivalencia al «you».
[2]
Juego de palabras: winter significa invierno y, es a su vez, el apellido de Ash.
[3]
Nota de las Autoras: mac soith, del irlandés, hijo de perra.
[4]
Nota de las Autoras: tanto Mística como Fénix son personajes de la serie de cómics X-Men, de la
editorial Marvel Comics.
[5]
Nombre de la protagonista de Desayuno con diamantes, novela de Truman Capote, y con el que
Natalia ha bautizado a su coche.