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Peligro de muerte

© 2020, Leticia Blanco y Lucía Brisbane


© Corrección: Lucía Brisbane
© Cubierta e interior: Leticia Blanco
© Imagen cubierta: fotolia
ISBN 978-84-09-10742-1
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propiedad intelectual.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Agradecimientos
Sobre las autoras
«I ask for nothing in return but that you are true to
yourself».
No te pido nada a cambio, salvo que te seas fiel a ti.

- Lyndsey Gunnulfsen
Capítulo 1

—Vamos, Mika, hay que darse prisa. La exposición tiene que estar lista
para mañana a primera hora. No quiero que Pattinson se me eche encima
cuando vea que no está todo preparado.
—Claro, Melisa —contestó como un autómata el becario.
No podía creerlo, hacía un mes que trabajaba para una galería de arte en
el Chelsea de Nueva York. ¡Los giros que daba el destino! Apenas ocho
semanas antes habíamos venido mis amigas y yo de viaje a Estados Unidos.
Ninguna de nosotras se imaginaba entonces que Natalia conocería a Ryan,
un guaperas con el que se casaría en Las Vegas en un arrebato de locura con
el que yo no estaba nada de acuerdo.
Su madre se puso histérica, pero mi mejor amiga, pese al enfado de
todos, decidió mudarse con él a Nueva York. Durante mis siguientes
semanas en España se dedicó a llamarme todos los días, insistiéndome e
insistiéndome en que allí, junto a ella, era donde estaba mi futuro. ¡Pero
aquello era de locos! ¿Abandonar todo cuanto conocíamos…, lo poco que
teníamos en España, por la loca idea de permanecer juntas, como cuando
éramos niñas?
—Melisa, me temo que hay un problema —informó con la cabeza gacha
Mikael, al que nada solía preocupar.
—¿Qué? ¿Qué ocurre?
—Todo apunta a que la empresa de transportes que nos trae las obras no
va a llegar a tiempo; los peajes se han colapsado debido al mal clima. —El
becario parecía estar esperando un ataque de ira por mi parte. Siempre
ocurría algún contratiempo y, en esa ocasión, las nevadas que estaban
cayendo eran lo que nos iba a pasar factura.
—Dame el número de la compañía y el nombre del responsable. Me
encargaré yo misma de que la inauguración esté lista a tiempo, así tenga que
poner patas arriba toda Nueva York.
—Claro, cielo, enseguida —dijo Mika al tiempo que se alejaba lo más
rápido que le era posible.
Maldita sea. Llevábamos toda la semana organizando esa importantísima
exposición y ya habíamos realizado toda la publicidad posible. Se
esperaban en torno a unas ciento cincuenta personas y a la semana siguiente
vendrían clases de dos escuelas de arte. El estrés iba a acabar conmigo.
Pero, a pesar de los disgustos, adoraba mi nuevo trabajo. Durante los
momentos tranquilos podía pasarme horas contemplando los cuadros que
teníamos expuestos, era la manera más efectiva que encontraba para
desconectar de lo que me rodeaba. El arte podía transportarme a infinidad
de lugares donde nada importaba.
Aquel pequeño consuelo me estaba ayudando a acostumbrarme a la
caótica ciudad de Nueva York, en la que la afluencia de personas era
magnificada. En el escaso mes que llevaba viviendo allí me habían ocurrido
ya millones de cosas, nada que ver con la pequeña isla del Océano Atlántico
donde había vivido hasta hacía tan poco: Gran Canaria.
Me había dado tiempo incluso a echarla de menos, con sus preciosas
playas y ese calorcito tan agradable que te doraba la piel sin que te dieras
cuenta, con los acogedores rayos de sol acariciándote el rostro. El Atlántico
neoyorquino no era nada parecido al que yo conocía y me faltaba poder
pasar las tardes sentadas en la orilla de la playa escuchando las olas romper
en la arena solo por placer, viendo cómo formaban esa espumita blanca
generada por el salitre.
Y, al final, lo había dejado todo atrás sin vacilar.
Me había despedido de todo por una oferta de trabajo que había surgido
de la nada. A Nati que me ofrecieran ese puesto le vino de perlas. «Me
volveré loca sin ti», me amenazó más de una vez antes de que se acabara
nuestro viaje, «me tiraré del Empire State Building».
Sumida como estaba en mis pensamientos, no me di cuenta de lo tarde
que se había hecho: el sol había caído por completo, oscureciéndolo todo
tras su marcha, y ya eran más de las ocho. La exposición no se abriría al
público hasta la noche del día siguiente, pero se suponía que las obras
debían estar preparadas con un día de antelación.
—Melisa —me devolvió a la realidad Mikael—, aquí tienes el número
de teléfono de los transportistas. El responsable de la entrega es un tal
Aaron Collins, pero no sé si te lo cogerá, teniendo en cuenta la hora que es.
—¡Por supuesto que me lo va a coger! —dije con indignación. No sabía
con qué clase de personas estaba acostumbrado a trabajar Mika, pero la
inauguración se celebraría aquel viernes, como que me llamaba Melisa
Arcos Valverde.
Tras unos cuantos tonos de la llamada, saltó el contestador automático:
«Hola, estás llamando a Aaron Collins. En este momento no te puedo
atender; por favor, deja tu mensaje después del pitido».
Detestaba los contestadores personalizados.
—Buenas tardes, mi nombre es Melisa Arcos, llamo de la Jack King
Gallery. Teníamos acordada la entrega de las obras de Monique Davis para
hace ya… —Miré mi reloj de pulsera—, para hace tres horas. Nadie se ha
puesto en contacto con nosotros y sigo esperando. Llámame lo antes
posible. —Tras decir esto último le di al botón de finalizar llamada bastante
molesta.
Dejar un mensaje no solucionaba nada en absoluto, lo que hacía que me
sintiese una completa incompetente. Más enfadada de lo que me hubiera
gustado, me dirigí a la puerta de salida.
—¿Te marchas ya?
—Voy a por otro café —contesté mientras me ponía el abrigo—. Tú
cierra y vete a casa, que es tarde; ya terminaré yo lo que quede pendiente
para mañana. —Me daba bastante pena que tuviese que quedarse, sabía que
tenía planes.
Cuando acepté el trabajo y se lo conté a Nati, me pidió incontables veces
que me mudase a su lujoso ático del Upper East Side, pero yo me negué.
Sabía que el marido de mi amiga me acogería incluso sin cobrarme alquiler
con tal de hacerla feliz, pero no por eso iba yo a aprovecharme de su dinero.
Además, ¿vivir con una pareja de recién casados? No, gracias. Natalia y
Ryan siempre estaban juntos, siempre, y eran los reyes de las muestras
públicas de afecto. Me daban arcadas solo con pensarlo.
Una mañana, durante nuestro viaje y apenas un par de días antes de
nuestro vuelo de vuelta, decidí ir sola al barrio de Chelsea y explorar todas
esas galerías de arte de las que tanto había oído hablar durante mi etapa en
la universidad. Las chicas habían acudido a un brunch que organizaba Ryan
para nosotras, pero a mí no me apetecía demasiado y me escaqueé. Ese día
descubrí, por casualidad, la Jack King Gallery, en la que pasé horas
hablando con un hombre de lo más versado sobre arte. Dos semanas
después, ya en España, recibí una llamada del mismo tipo, el dueño de la
galería y el hijo de la pintora que había firmado sus cuadros como Jack
King, ofreciéndome el puesto de subdirectora. Atónita como me quedé, me
dijo que había despertado su interés y que había investigado mi historial
académico. Parecía que todo era demasiada casualidad, pero a mí me habían
enseñado que a caballo regalado no se le mira el diente.
Llegué a la cafetería, desierta a tales horas, y pedí un capuchino que me
llevé a la oficina para continuar con el papeleo. Estaba cansada, había sido
un día duro. Pattinson, el director de la galería, había llegado muy temprano
esa mañana, más desquiciado y serio aún que de costumbre. El jefe era un
auténtico experto en arte, pero también un completo imbécil.
—¡Bú! —Cuando volvía a abrir la galería, me sobresaltó al oído una voz
que hubiera reconocido en cualquier sitio—. Hola, darling. He traído
comida tailandesa. Me imagino que no habrás cenado, porque te llamé
cinco veces y no me respondiste ni una.
Mi querida amiga Natalia me sonreía de oreja a oreja mientras me
mostraba una bolsa de papel con el logotipo del restaurante. A su lado, por
supuesto, y como si se tratara de un complemento más, se encontraba su
flamante marido, que la observaba con adoración.
—No sabes lo bien que me viene —confesé, devolviéndole la sonrisa y
dándole un corto abrazo—. Hola, Ryan. ¿Qué tal estás? —Al dirigirme a él
descubrí que había alguien más a su espalda. Ash, su amiga con pintas de
malota con la que siempre iba—. Ah, que tú también estás aquí —añadí sin
disimular lo mal que me caía.
—Hola a ti también, rubia —respondió, con una sonrisa cínica y
mirándome fijamente con esos ojos azules como el hielo.
—Me llamo Melisa —repuse.
—Bueno, he venido a hacerte compañía. —Nati le lanzó a la mujer una
mirada de advertencia al hablar—. Ryan va a irse con Ash y yo me voy a
quedar aquí para lo que necesites, aunque lo que necesites sea que te
sostenga el café.
—Gracias, cielo.
La verdad es que notaba a mi amiga bastante cambiada esos días: aparte
de estar pletórica se le veía segura de sí misma, lo que hacía que Ryan
comenzase a disgustarme un poco menos que al principio. Puede que no
fuera un mal tipo y que intentase ganarse constantemente mi beneplácito,
pero, por favor, ¡que había conseguido que Natalia se casase con él un día
después de conocerse!
Por otra parte, su amiga Ash era… prepotente y mordaz. Cuando te
miraba sentías que te estuviera perdonando la vida. Al principio Natalia
tampoco la soportaba, pero algo debía haber sucedido en aquellos meses, ya
que pasaron de detestarse a ser las mejores amigas. No lo entendía y me
sacaba de quicio.
Cuando desactivé el sistema de seguridad Nati se despidió de su marido.
Las famosas muestras de cariño de la pareja me hacían sentir de lo más
incómoda, siempre despidiéndose de una manera de lo más efusiva, así que,
como ya tenía por costumbre —para darles espacio y no sentirme una
voyeur—, aparté la vista y me alejé con discreción. Aquello provocó que
me topara con los ojos de Ash, que parecía, una vez más, estar
escudriñándome y haciéndome un examen. Aun así, y como siempre que la
veía observándome, no fui capaz de apartar la mirada de esos ojos azules
que debían de dejar a cualquiera paralizado.
—Ash, vete con Ryan y no dejes que haga tonterías —pidió mi amiga
tras su sesión de magreo, haciendo así que apartara de mí la vista.
—Como ordenes, pero no te prometo nada. Ambas sabemos que los
tontos hacen tonterías. —Tras decir esto, y sin dedicarme un último gesto,
se marchó con paso firme.
—No le hagas caso, le encanta provocar a la gente —me dijo mi amiga.
—Es que no soporto los aires de suficiencia con los que me mira. —Se
echó a reír—. ¿Qué te parece tan gracioso?
—¿A mí? Nada, es solo que… para darte tan igual como sueles decirme,
dejas que te afecte bastante. —La fulminé con la mirada.
—Vamos a comer, que aún tengo mucho trabajo por hacer —zanjé.
Una vez en el despacho, mi amiga soltó las bolsas de comida tailandesa
encima de la mesa de escritorio. Ágilmente, preparó la superficie como si se
tratara de un restaurante, nos asignó a cada una su correspondiente cajita
blanca con la comida y descorchó una botella de vino blanco que sirvió en
unas tazas de café limpias que cogió de la estantería.
—Qué glamuroso, ¿no? —dije con sarcasmo. Sabía que a mi amiga le
encantaba una buena copa de cristal; mientras más brillante, mejor.
Sin decirme ni una sola palabra, sacó de su bolso el teléfono móvil, el
monedero y, por supuesto, su kit de maquillaje de emergencia, como ella lo
llamaba. Se acercó despacio hacia mí y con la mirada fija en la mía y
expresión de total seriedad le dio la vuelta a su shopper. Del interior
comenzaron a caer trozos de cristal de entre los que diferencié el pie de, al
menos, una copa. Desde la silla, empecé a reírme de forma escandalosa.
—¿Me estás diciendo que has metido, sin protección alguna, las copas
en el bolso como una quinceañera? —dije, aún entre carcajadas.
—No te lo estoy diciendo, te lo estoy enseñando. —Parecía molesta ante
su propia idea tan poco previsora—. Puedes reírte todo lo que quieras, pero
lo hice con toda la buena intención del mundo. Ahora tendré cristal
pulverizado en el bolso por un mes. —No logré evitar volver a sonreír.
—Ten cuidado cuando metas la mano, no te vayas a cortar —me burlé.
—No tiene gracia.
Con el ordenador encendido a mi derecha y una fantástica cena
tailandesa a la izquierda empecé a contestar correos al mismo tiempo que
cenábamos. Natalia estaba especialmente callada, algo que nunca había sido
demasiado habitual en ella. Era de esas personas que pueden estar hablando
incluso cuando no les das una respuesta. Se entusiasmaba con facilidad,
quería contarte todo su día en un momento, pero siempre hilaba un tema
con otro y se acababa alargando de forma interminable. Aquella noche y
durante los últimos meses, sin embargo, parecía incluso ausente.
—¿Te pasa algo? —pregunté llenándome la boca de pad-thai.
—No, nada —me respondió sin darme una mayor explicación. Sabía que
me mentía.
—¿Todo bien con Ryan? ¿Tengo que volver a pegarle? —Ambas
sonreímos al recordar la vez que me había abalanzado, dominada por la ira,
sobre su enorme marido.
Durante nuestro viaje Nati desapareció un par de días de forma
misteriosa y después de volver no quiso contarnos a ninguna lo que había
sucedido. Dolida, al sentir que no confiaba en mí, me enfadé con ella como
nunca lo había hecho. Y aún no lograba entender que hubiese algo de lo que
no se pudiera sincerar conmigo. Después de que apareciera y en un ataque
de rabia contra Ryan, convencida de que él era el culpable de su
desaparición, me había enfrentado a él llegando incluso a golpearle. Él,
como si me hubiera estado dando la razón, se dejó hacer mientras yo me
desquitaba, a pesar de que en más de una ocasión los golpes le fueran a la
cara y la entrepierna. Solo fui capaz de parar cuando me apartaron de él.
Todos los presentes se quedaron en shock. Nadie se esperaba un impulso
semejante por mi parte. Pero había estado aterrada por la idea de que le
ocurriese cualquier cosa a Natalia y no pude controlarme.
—De verdad que no me pasa nada, Mel —insistió mi amiga al notar que
seguía esperando una respuesta.
—Bueno, tú avísame si es necesario que vuelva a partirle la cara a tu
marido —dije sin apartar la vista del ordenador. Nati terminó por reír.
—Tranquila, no hará falta. Además, Ash me ha enseñado algunas
técnicas. Yo misma podría patearle el culo si me lo propusiera. —Enarqué
una ceja ante su comentario.
—Qué bien se llevan[1] de repente, ¿no? —No fui capaz de disimular el
desdén que había bajo mis palabras y lo poquito que me gustaba esa
floreciente amistad.
—Sí, ya no me resulta tan pedante como al principio. Debajo de esa
capa de tipa dura y fría es buena tía, ¿sabes? Me recuerda un poco a mí
cuando rompí con el gilipollas de Rubén.
—Ni de broma.
—¿Cómo que no? Tampoco te has molestado en conocerla lo suficiente
para formar una verdadera opinión sobre ella. —Mi amiga parecía molesta
por mi comentario. Tras beber un poco de vino, respondí:
—No me hace falta. Si opino así es porque te conozco y estaba contigo
cuando pasó todo lo de Rubén. Tú lo estabas pasando mal y tenías motivos
para querer alejar de ti a todo el mundo, Ash ya es mayorcita para actuar
como semejante cliché.
—Mel, deberías...
—Que no. —Natalia suspiró con resignación—. Entiéndelo, Nati, sabes
que no puedo con la gente que va de prepotente por la vida.
—Ya, bueno. —Se levantó de la silla y se encaminó al baño que había
para las oficinas—. Como si los malotes de la historia no fuesen tu cliché
favorito.
Y con aquel comentario se marchó, por primera vez en más de una
década de amistad, quedándose con la última palabra.
Capítulo 2

El rato que pasé en el despacho con Natalia transcurrió entre


conversaciones de lo más triviales. Mi amiga me contaba cómo le iba en su
matrimonio, que parecía sacado de una película romántica en las que todo
era tan perfecto que te daban ganas de vomitar de lo cursi que resultaba.
Nati tenía suerte y no me importaba reconocer mis celos, sanos, en ese
aspecto.
Hacía casi tres años de mi última relación y las cosas con Álex no
habían terminado particularmente bien. Tardé en darme cuenta de la
situación tan tóxica en la que me había metido, a pesar de que Nati intentara
abrirme los ojos numerosas veces. Nos llegamos a pelear por ello en más de
una ocasión.
Alexandra consiguió alejarme poco a poco de mi familia y de mis
amigas hasta conseguir acapararme por completo. Nuestra relación,
mientras duró, siempre me pareció una de las montañas rusas más
peligrosas del planeta: los días que estábamos arriba era lo mejor que me
había pasado en la vida, pero los que estábamos abajo eran la peor de las
caídas libres. A veces, sin previo aviso, me seguían viniendo a la mente sus
palabras, diciéndome que estaba loca si creía que iba a conseguir que
alguien más me quisiera.
Una tarde, discutimos porque era el cumpleaños de una de las chicas e
iba a ir a la fiesta que celebraba por la noche en una discoteca. Se las apañó
para encerrarme en su habitación, asegurándose de que no tuviera forma de
comunicarme con nadie. Las chicas, que me esperaban, me llamaron al
móvil un millar veces y, al ver que no respondía, creyeron que les estaba
dando de lado una vez más.
Aún me costaba creer que hubiera podido estar tan ciega. No había
querido volver a comprometerme seriamente con nadie desde entonces.
Por suerte, Natalia siempre fue insistente y consiguió ayudarme a
alejarme de un futuro desesperanzador. Con todo el cariño que le fue
posible, y no sin ayuda, consiguió que me diera cuenta de la clase de
situación en la que había acabado. Para entonces ella estaba empezando a
salir con Rubén, quien la engañaría con otra poco antes de su boda.
Álex, sin embargo, no se dio por vencida cuando rompí con ella. Me
acosaba en redes sociales, se mudó a Madrid, donde yo estudiaba, y
comenzó a venir a buscarme a la salida de la universidad, aparecía en los
sitios que frecuentaba… Me esperaba en el portal de mi edificio a las horas
más inusuales del día y de la noche. Me llamaba por teléfono diciéndome
que era el amor de su vida, pidiéndome por favor que no la dejase.
«Eres una puta desagradecida», me recriminó una de las veces que le
dije que no íbamos a volver.
Tuve que cambiar de número para lograr evitar sus constantes delirios.
Fue entonces, al acabar los estudios y tras negarme a volver a casa de mis
padres, cuando Nati y yo comenzamos a vivir juntas, por el miedo que me
causaba estar sola y que ella pudiera aparecer. A partir de entonces nos
volvimos totalmente inseparables.
—¿Mel? —Mi amiga me hizo volver a la realidad—. ¿Qué vas a querer
al final?
—¿Querer? ¿De qué?
—¿Por qué siempre parece que me escuchas y no es así? —A Natalia le
duró poco el enfado—. Te he preguntado que si quieres que vayamos
después a ver una película a mi casa. —Al ver que no contestaba, añadió—:
Tengo helado del bueno.
—Me encanta el plan, cielo —respondí tras haber asimilado la
información—, pero, aunque Ryan se ofrezca a hacerme de chófer por la
mañana, preferiría ir directa a casa. Tengo que estar aquí de nuevo a las
siete y media, además, sabes que no me gusta dejar a Salem solo.
—Llamaré a Ryan. Me quedo contigo.
Enseguida cogió su teléfono móvil. El tono de voz le cambió
completamente cuando su marido contestó, se le volvió incluso más agudo.
Parecía una adolescente de nuevo. Yo me sumergí en los archivos del
historial administrativo del ordenador para tratar de no escuchar sus
carantoñas. Salem y yo íbamos a agradecer la compañía, se nos presentaba
una noche larga.
Escuché por encima cómo había informado a Ryan de sus planes no sin
un «lo sé, yo también te echaré de menos» de por medio, que habría
preferido no oír. Estaba repasando, una vez más, la lista de obras que aún no
habían llegado a la galería cuando fue mi teléfono el que comenzó a vibrar
sobre la mesa.
—Uhh, número desconocido. —Natalia miraba de reojo la pantalla de
mi iPhone— ¿Quién es? ¿Una mujer misteriosa? —Sin avisar, me quitó el
teléfono y respondió—. Galería de arte Jack King, te atiende Natalia ¿En
qué puedo ayudarte? —Me devolvió el móvil antes de susurrarme—:
Siempre he querido hacer eso.
—¿Ocasionarme el despido? —le reproché, fulminándola con la mirada
—. Habla Melisa Arcos.
—Hola, señorita Arcos, soy Aaron Collins. Siento el retraso, ha habido
un accidente de tráfico a la entrada a Elizabeth. Las obras están bien, pero
hemos decidido que lo mejor es hacer noche aquí. Las piezas estarán allí a
primera hora de la mañana. ¿A eso de las seis va bien? —se justificó mi
interlocutor.
—A ver, Collins... —En ese momento necesitaba algo que estrujar con
la mano, pero no tenía nada a mi alcance que me ayudara a tranquilizarme
—. Las obras debían haber llegado hace... cuatro horas y treinta y siete
minutos y ni siquiera habéis tenido la cortesía de llamar para avisarnos del
imprevisto.
—Comprendo el enfado, pero, lo siento, la seguridad de mis
trabajadores es primordial. A las seis tendrás las obras, buenas noches.
Me había colgado el teléfono. El maldito inútil me había colgado.
—Vaya, todo un cretino —comentó mi amiga, que lo escuchó todo a
través del auricular—. Bueno, entonces, ¿nos vamos a tu casa?
Cuando salimos de la galería y cerré con llave la enorme puerta de la
entrada, Nati alzaba una mano a modo de saludo. Su gesto iba dirigido a un
todoterreno del tamaño de un tanque que me resultaba familiar. Tarek estaba
esperándonos a pocos metros. ¿Cómo llegaban siempre tan rápido?
—Señoritas... —El imponente hombre de rasgos árabes abrió la puerta
trasera del inmenso vehículo cuando llegamos a su altura, siempre había
sido muy caballeroso.
—Hola, Tarek —dijo mi amiga con inocencia.
—Sweetheart... —Asintió como saludo y luego me miró con sus
características gafas de sol puestas incluso de noche—. ¿Cómo estás,
Melisa? ¿Cómo marcha la exposición?
—Fatal, aún no ha llegado ninguna de las obras. —Suspiré mientras
rebuscaba en el bolso. Ahí estaban, entre las hojas de mi agenda—. No
estarán aquí hasta mañana por la mañana. Pero te he guardado dos entradas
para la inauguración, estoy segura de que te gustará. —Se las tendí.
Tarek las cogió sin reparos antes de invitarnos a subir al coche.
—Bueno, señoritas, ¿cuál es el destino? ¿Tu casa, Sweetheart?
—Vamos a un sitio mucho menos lujoso que el Upper East Side, Tarek,
a Harlem —respondí. Mi pequeño apartamento no estaba en una de las
mejores zonas de Manhattan, pero seguía siendo el centro, era bastante
barato y mis vecinos eran agradables. Es en Amsterdam Avenue.
—Como ordenéis...
Natalia se sentó en el asiento delantero mientras yo informaba a Tarek
de la dirección exacta. Tal y como estaba el tráfico a esas horas de la noche,
apenas quince minutos después de habernos subido en el tanque llegábamos
al edificio de ladrillo granate en el que vivía desde hacía tan poco.
—No está mal la música —dijo Nati con notable sarcasmo cuando Tarek
se alejaba de nosotras.
Sí, era cierto que a todas horas resonaban los altavoces de alguien.
Habíamos estado tan ocupadas desde que decidimos quedarnos a vivir en
Estados Unidos que Natalia nunca había podido venir a mi piso, así que la
continua acústica debió de impactarle.
—Te acabas acostumbrando —me burlé de ella mientras abría el portal.
La infinidad de sonidos que habíamos escuchado mientras subíamos las
escaleras desaparecieron cuando estuvimos dentro de mi pequeño
apartamento. Las paredes eran más gruesas de lo que parecían. El piso
siempre olía a incienso, con intención de que te relajaras nada más entrar y
te olvidaras del exterior al cerrar la puerta.
—No entiendo cómo prefieres esto, a mi casa —dijo Natalia al mirar el
interior de mi estudio—. Tendrías mucho más espacio.
—¿Y presenciar constantemente cómo se soban tú y tu marido? Ni
muerta. —Además, había conseguido decorar con mis cosas la pequeña
vivienda y hacer de lo que había entre aquellas paredes mi sitio. Me gustaba
mucho—. Antes me vuelvo hetero.
Mi gato Salem, aún medio dormido, deambuló hasta llegar a nuestro
lado para restregarse contra mis piernas, como hacía siempre que llegaba a
casa. Lo cogí en brazos y aproveché su estado de somnolencia para
achucharlo un poco antes de que Nati —que me dio un par de segundos de
margen—, me lo arrebatase para mimarlo ella misma.
—Bueno, yo te había prometido helado en mi casa. ¿Dónde están mis
calorías vacías? —preguntó, divertida.
Me acerqué a la cocina y saqué dos tarrinas de helado de leche de
almendras del congelador; uno de frutos rojos y otro de plátano y chocolate,
nuestros preferidos. Los llevé con las cucharas al sofá que había en la zona
del salón y, cuando los dejé sobre la mesita de café, encendí la televisión.
—¿Tienes alguna mantita? —preguntó Nati—. Hace un poco de frío.
—De hecho, tengo una cosa que compré pensando en ti.
—¿En serio? ¿El qué? —D pronto parecía entusiasmada, y es que a mi
amiga le encantaba una sorpresa, por mínima que fuera.
Me dirigí al área del dormitorio y saqué del ropero un pequeño pijama,
que le había comprado pensando en la posibilidad de que se quedase a
dormir alguna vez, y unas zapatillas de andar por casa de peluchito. En
cuanto Nati descubrió de lo que se trataba, dio un pequeño gritito y saltó
como una niña pequeña del sofá. Enseguida se desvistió para ponérselo,
dándome a mí la oportunidad de hacer lo mismo. Cuando me vio, su alegría
fue en aumento.
—¡¿Tienes uno a juego?! —gritó—. ¡Me muero de amor!
El gato se acomodó en el sofá entre nosotras, pocas cosas le gustaban
más que el calor humano. Fue como si viviéramos juntas de nuevo: las dos
en pijama, viendo una película, sin hacer mucho caso a lo que pasaba en la
pantalla porque estábamos demasiado entretenidas charlando.
Cuando despegué la vista del televisor, eran ya las tres de la madrugada.
—Nati, despierta. —Zarandeé a mi amiga con delicadeza, tratando de no
alterar a Salem—. Vamos a la cama, es tarde.

La mañana siguiente, el despertador cumplió su función y sonó a las cinco y


media. Pero mi cuerpo, ajeno a mi voluntad, no quiso reaccionar hasta
pasadas las seis. Tras percatarme de que llegaba tarde y levantarme,
frenética como lo había hecho, comprobé que tenía varias llamadas perdidas
de un número desconocido.
—Mierda, mierda, mierda… —me decía una y otra vez. Natalia seguía
dormida como un bebé, pese a mis bruscos movimientos.
Me puse los primeros vaqueros que encontré y un suéter negro y ancho
de cuello alto, sin reparar en si estaba limpio o no. Rezaba para que así
fuera, solo me faltaba ir al trabajo con una mancha de kétchup, o algo por el
estilo. El abrigo me lo puse mientras bajaba a toda prisa las escaleras.
Tal y como iba de tiempo, no podía permitirme moverme en metro, así
que paré el primer taxi que pasó por mi calle y dentro del que me dispuse a
devolver las llamadas perdidas. No le di tiempo ni a Collins ni al camionero
para decir ninguna palabra desde que contestó hasta que le colgué.
—Buenos días, señor Collins. Disculpe mi retraso, pero ha surgido un
problema con la empresa encargada del cáterin. He intentado ponerme en
contacto contigo varias veces, pero parece ser que la llamada no salía,
dichosos teléfonos. En cinco minutos estoy abriendo la galería. —Esperaba
que la mentira hubiese sido lo suficientemente creíble.
Jamás me había quedado dormida, ¿por qué tenía que haber sido esa la
primera vez?
El taxista consiguió dejarme en mi destino en tiempo récord. Daba
gracias por lo temerarios que podían ser los conductores de la ciudad.
Un camión blanco, demasiado grande para moverse por la ciudad y en el
que estaba apoyado un hombre con cara de pocos amigos, me esperaba
estacionado en la puerta de la Jack King Gallery. Eché un vistazo a mi reloj
de pulsera, había logrado llegar a las seis y diecinueve minutos.
—Buenos días, perdón por el retraso. Por suerte hemos conseguido
arreglar el problema y nos traerán comida sin gluten. Parece mentira que a
estas alturas se olviden de incluirla —mentí mientras abría las puertas de mi
lugar de trabajo, haciendo caso omiso a las quejas del hombre.
Un par de minutos después le había ofrecido una taza de café, lo que
pareció mejorar un poco su estado de ánimo, a pesar de que no disipara del
todo su mal humor. Tras firmar los albaranes de la entrega, el hombre se
dispuso a marcharse. Otro compañero suyo ya había dejado las obras en el
interior de la galería, amontonadas en un rincón. Tendría que pedirle a Mika
que me ayudase a guardar las pinturas y esculturas que teníamos expuestas
para poner cada una de las nuevas en su lugar correspondiente.
Poco después de que saliera por la puerta el transportista, entró en la
galería una mujer con la cabeza rapada y vestida con un abrigo de lo más
llamativo que lo contemplaba todo a su paso con aire despreocupado.
—Vaya, esto es bastante más grande de lo que me dijo mi representante
—dijo, sin mirar a ningún sitio en particular.
—Disculpa, pero la galería está cerrada para un evento privado. Puedes
venir el lunes a partir de las… —La mujer me interrumpió cuando me
disponía a recitar el horario de apertura.
—Soy Monique Davis, hoy inauguráis una exposición con varias de mis
obras. Me gusta venir antes, por si hace falta echar una mano antes del gran
momento —me respondió con una sonrisa que consiguió desconcentrarme
durante unos segundos.
—Vaya. Melisa Arcos, subdirectora de la Jack King Gallery. —Le tendí
la mano para poder estrechar la suya sin ocultar mi asombro—. Un placer,
señorita Davis.
—Monique, por favor —contestó, carismática—. Lo de señorita Davis
me recuerda a las monjas del colegio al que iba de niña.
A eso de las diez de la mañana apareció Pattinson con una rosquilla
glaseada del Starbucks en la mano, un café en la otra y, cómo no, dando
voces al teléfono. Tardó poco en distraerse con la artista, a la que se llevó a
su despacho, y dejándome a mí sola ante el peligro y el caos que se
comenzaba a formar en la sala. En unas horas debía estar el suelo despejado
y listo para la llegada de la empresa del cáterin con las mesas. ¿Y dónde
estaban los encargados de la seguridad para el evento?
—Haced el favor de colocar esa mesa al fondo. ¡Cuidado, bruto! ¡Ese
cuadro vale lo que tú ganarías en un año! —escuché de pronto a alguien
exclamar en la entrada. Allí vi a Mikael, que les daba indicaciones a los
camareros que acababan de llegar. ¿Qué hacía aquí? No tenía que venir
hasta por la tarde—. ¡Te he dicho que tengas cuidado!
—¿Mika? —le llamé.
—Lo sé, soy tu ángel salvador. —El becario se movía con agilidad,
señalando a los hosteleros dónde deberían estar y cómo deberían colocar
más tarde los aperitivos. Bendito Mikael, había llegado en el momento en el
que más lo necesitaba—. Chica, tienes una cara espantosa. Relájate, ve a
tomarte una tila, ya termino yo de organizar a estos orangutanes.
No sin algunas reticencias, salí de la galería a por un necesitadísimo café
y algo de comida para no acabar por los suelos.
Caminé hasta el Starbucks de la esquina más cercana, en una mañana
algo calurosa para tratarse de marzo y cegada por la luz del sol, que parecía
más clara de lo normal aquel día. La cola en el interior de la cafetería era
inmensa, por lo que tardaría al menos un cuarto de hora en poder pedir. No
disponía de demasiado tiempo, pero aquello me daba la oportunidad de
pensarme lo que complementaría mi desayuno.
Observando la nevera con la repostería, se coló en mi mente lo que me
había dicho Nati la noche anterior, mientras cenábamos en la oficina.
«Como si los malotes de la historia no fuesen tu cliché favorito».
Aquella frase me trajo, sin que pudiera hacer nada por evitarlo, un
recuerdo que llevaba los últimos dos meses intentando borrar sin éxito. El
momento en el que, claramente bajo los efectos del alcohol, besé a Ash en
el baño del pub al que había ido con Natalia, Ryan y Hugh. Durante los
primeros instantes, ella me había devuelto el beso. De manera voraz, como
si besarme fuera lo que más deseara en el mundo. Cuando se apartó de mí,
durante un microsegundo, vi que algo había cambiado en su mirada. Habría
jurado que sus ojos fríos ya no lo parecían tanto, como si hubieran
sucumbido al calor del momento. No tenía muy claro qué era lo que me
había impulsado a besarla, pero lo que siguió a aquel beso me recordó que
precisamente por cosas como aquella no solía beber.
—Vale, rubia, ya has experimentado suficiente; ahora cuando te
despidas de tu amiga le podrás contar tu nueva anécdota y ya no será un
momento tan triste —me dijo.
Así fue como me enteré de que Nati pensaba quedarse en Nueva York y
confirmé que prefería que los malotes de la historia se quedaran en los
libros.
Veinticinco minutos más tarde, tras haber aprovechado la cola de la
cafetería para llamar a la empresa encargada de la seguridad y confirmarlo
todo con ellos, volvía a estar sentada en la silla giratoria de mi despacho
comiéndome un segundo bagel con mermelada, pues no estaba segura de
que fuera a poder almorzar después.
Mika ya lo había gestionado todo fuera y estaba tratando de tontear con
uno de los camareros más atractivos. No podía quejarme, a pesar de lo
ajetreadas que habían sido tanto la noche anterior como la mañana, si todo
parecía bajo control se lo debía a él, así que dejaría que se divirtiera un
poco.
La puerta del despacho de Pattinson se abrió un rato después, dando
paso a Monique y a un hombre desconocido, más que a mi jefe, pues la
expresión relajada que mostraba su rostro resultaba nueva para mí.
¿Estaba… sonriendo?
—Un placer trabajar contigo y con la galería, señor Pattinson —expresó
la artista.
—Llámame Christopher, por favor.
—Muy bien, Christopher, un placer.
—Melisa, espero que esté todo en orden para esta noche —me advirtió
Pattinson mientras volvía a encerrarse y su semblante retornaba a ser el de
siempre.
—Nos vemos esta noche, Melisa —se despidió la llamativa mujer—;
también ha sido un placer conocerte.
Por segunda vez y antes de marcharse, Monique me dedicó una sonrisa
amplia que me resultó de lo más abrumadora y enigmática. En cuanto la vi
desaparecer por la puerta carraspeé, tratando de recobrar la compostura.
¿Me estaba sonrojando?
Capítulo 3

A la hora de comer, tal y como estaba previsto en un principio, pudimos


cerrar la galería al público, lo que me permitió recuperar algo de la calma
que tanto necesitaba. El que Mikael hubiera venido antes de su turno para
ayudarme con la organización le había convertido en un auténtico
salvavidas. Lo cierto era que incluso me quedaba algo de tiempo… libre, el
cual pensaba aprovechar echándome una cabezadita en la oficina.
Mi intento de siesta se vio frustrado cuando, de pronto, vi una
notificación en la pantalla del ordenador que tenía en el despacho: mi madre
estaba intentando localizarme por Skype. Por si se trataba de algo urgente,
ya que sabía que estaba trabajando, le devolví la llamada.
—¿A ti te parece normal estar una semana sin llamar a tu madre cuando
vives en otro país, Melisa? —Mi madre y yo siempre habíamos estado muy
unidas y la separación se le estaba haciendo cuesta arriba. En especial
cuando yo no tenía tiempo para llamarla como había ocurrido la última
semana.
—Hola a ti también, mamá —saludé cuando frenó los reproches.
Tras una hora hablándome de lo insoportables que estaban siendo sus
hermanas, con las que solía discutir todas las semanas, obtuvo el valor que
necesitaba para contarme que había tenido una cita con el hombre que le
gustaba desde hacía un tiempo. Era cierto que mis padres llevaban más de
cinco años divorciados, pero, a pesar de que siempre le habían llovido los
pretendientes, los había rechazado a todos, así que fue inevitable que me
pillara por sorpresa.
—Melisa, cielo, ¿te parece mal?
—No, no, por supuesto que no —conseguí decir, todavía completamente
atónita.
La siguiente hora la dedicó a contarme cómo había pasado todo.
Después de meses de un inocente flirteo que parecía no llevarla a ningún
sitio, su fisioterapeuta se había atrevido y le había pedido que fuera a cenar
con él. La había llevado a su restaurante favorito y, después de una comida
exquisita, se habían besado. ¿Cómo se le había podido ocurrir que fuera a
echárselo en cara? Yo solo quería que mis padres fueran felices, me daba
igual que fuera por separado.
Cuando quise darme cuenta, ya eran las cuatro de la tarde y llevaba sin
comer nada desde el desayuno. Me despedí de mi madre y, al salir del
despacho, me tomé unos segundos para asimilar el bullicio que iba a
formarse en la galería aquella noche. Echándole un vistazo a la sala, vi a
Mikael cerca de la puerta de entrada hablando con un hombre castaño que
me daba la espalda.
—De verdad, Melisa, todos tus amigos son un encanto —dijo el chico en
cuanto reparó en mi presencia.
El hombre se dio la vuelta al escuchar mi nombre y me dirigió la más
sincera de sus sonrisas. Se trataba de Hugh.
—Mika, déjale respirar, parece que lo hayas acorralado para que no
pueda escapar —respondí, bromeando. Verlo resultaba una sorpresa muy
agradable.
—Ganas no me faltan, querida. —Siguió con las bromas echándole un
vistazo deliberado al cuerpo musculoso de Hugh—. De verdad que no.
Mi amigo, sonrojado ante las insinuaciones nada sutiles del becario,
aunque no llevasen verdad en ellas, parecía no saber dónde meterse. Al
recordar que no vivía por la zona pregunté:
—¿Qué te trae por aquí, sargento? ¿Algún caso complicado? —Mika
abrió de par en par los ojos.
—¿Un policía? —se entusiasmó—. Con lo que me gusta a mí un hombre
uniformado.
Hugh se frotó la nuca con nerviosismo, un gesto que hacía sobre todo
cuando no sabía muy bien cómo actuar.
—Mika, ¿tú no tenías que recoger un traje de la tintorería? —intervine
en auxilio del pobre agente de la ley. Tras un pequeño mohín, el
atolondrado estudiante en prácticas se marchó.
—Venía a llevarte a cenar antes del gran momento. Conociéndote, estoy
seguro de que llevas horas sin comer —dijo, de nuevo, con una sonrisa.
Hugh era todo amabilidad y carisma, estaba convencida de que era
imposible que le cayese mal a nadie—. ¿Qué te parece si te llevo a una
hamburguesería que hay por aquí cerca?
El local al que el policía me invitaba era pequeño, pero, sin duda,
popular, ya que estaba abarrotado de gente. Apenas decorado por un par de
pizarras que anunciaban las especialidades del menú, las paredes sin alicatar
y pintadas de blanco ejercían de único elemento decorativo, lo que hizo que
me recordaran a los sitios que solía frecuentar con mis amigos durante la
época universitaria.
Hugh era, sin ninguna duda, la persona con la que más había congeniado
en Nueva York. Aunque no tuviéramos demasiadas aficiones en común,
ambos nos sentíamos como pulpos en un garaje cuando estábamos con
Natalia, Ryan y los demás, por lo que muchas veces acabábamos charlando
juntos, algo apartados del resto. Todas las semanas quedábamos para tomar
algo y él trataba de asegurarse de que me fuera adaptando a la ciudad.
—¿Cómo llevas la presentación? —se interesó antes de darle un gran
bocado a su gigantesca hamburguesa.
—Inauguración —le corregí sin quererlo—, no presentación.
—Bueno… presentan obras al público, ¿no? Para mí viene siendo lo
mismo. —La hamburguesa permanecía milagrosamente sin alterar su
estructura—. Pero parece que todo va bien.
—¿Por? —repuse mientras engullía; estaba muerta de hambre.
—Bueno, de no ser así me habrías echado a patadas de la galería porque
te habría estado haciendo perder el tiempo. —Sonrió de una manera de lo
más tierna antes de seguir comiendo.
—Realmente lleva todo confirmado y organizado más de una semana,
pero hasta hoy no llegaban las obras —contesté, jugueteando con mis aritos
de cebolla—. Te aseguro que no voy a volver a trabajar con la misma
compañía de transporte nunca más.
—Bueno, bueno, ya es suficiente —cortó—, demasiada charla de trabajo
por hoy.
—Has sacado el tema tú. —Sonreí. Pasar tiempo con Hugh se había
convertido en una de mis cosas preferidas.
—Dime, ¿consigues acostumbrarte al metro neoyorquino?
Hugh me acompañó andando hasta la galería, pero me dijo que tenía que
tomar otra dirección, así que nos separamos en la esquina de la manzana.
Era consciente de que me estaba mintiendo, estaba segura de que le
asustaba la posibilidad de volver a verse acosado por Mikael y, en el fondo,
ni yo misma podía asegurar que no estuviese allí esperándolo como un león
que aguarda a una gacela.

Un par de horas antes de que se levantara el telón, me desplacé con rapidez


a mi piso de Harlem para prepararme y darle unos cuantos mimos a Salem.
Hacía unas semanas que me había comprado para la ocasión un vestido
azul, sencillo y de satén, del que me enamoré nada más verlo. Nunca había
sido una chica dada a los escotes, me hacían sentir observada e incómoda,
pero la espalda descubierta de aquella prenda le daba un toque elegante,
además de que no permitía ningún posible desliz. Echándome un último
vistazo en el espejo, sonó la alerta de un mensaje de texto recibido. Era de
mi madre.
»Mucha suerte esta noche, mi niña, ¡Besitos!«.
—¡Melisa, estás divina! —exclamó Mikael desde la distancia cuando
volví a entrar en la Jack King Gallery—. Tú a lo tuyo, guapo —le dijo a
uno de los camareros.
A decir verdad, la inmensa mayoría de los presentes dejaron de hacer lo
que quiera que estuvieran haciendo para dedicarme un vistazo, algunos más
disimuladamente que otros. Como siempre que me pasaba algo parecido, no
sabía dónde meterme y empecé a cuestionarme si mi atuendo era, quizás,
poco profesional.
—Mika, por favor… —me quejé, casi en un susurro.
Los camareros retomaron con avidez sus tareas, colocando todo tipo de
copas en las mesas. En mi ausencia algunos de ellos habían dispuesto una
barra sobre la que lucían cuencos con rodajas de limón y naranja, semillas,
especias e incluso hojas secas que no sabía distinguir demasiado bien, todo
para la coctelería.
Las obras se habían colocado de manera táctica: según la evolución del
color y según la evolución de las formas. Los cuadros que tenían un valor
económico mayor se habían situado al fondo de la galería, donde, sin duda,
se acabarían agrupando las personas con mayor poder adquisitivo que
acudieran al evento. A pesar de lo estético que tenía la composición de la
exposición, todo era una gran estrategia de venta. Mi trabajo esa noche era
hablar con la mayor cantidad de posibles compradores que fuera posible y
mostrarles el valor artístico que tenían las obras.
En la puerta de entrada habría situados dos guardias de seguridad y en el
interior de la sala, de incógnito, dos más. La seguridad de las obras era de
vital importancia tanto para nosotros como para nuestros clientes, los
artistas.
Un rato más tarde, revisando algunos registros finales en el despacho,
me sorprendieron los golpecitos de alguien que llamaba a la puerta de
cristal. »¿Otro imprevisto más?«, pensé. Iba a necesitar unas veinte tilas
para poder sobrevivir a aquella noche. El contraste de las tenues luces
exteriores con las de la oficina no me permitían apenas distinguir nada tras
el vidrio, por lo que toparme de bruces con el marido de mi mejor amiga al
abrir me resultó desconcertante.
—¿Ryan? —Tampoco me esperaba el abrazo que me dio para
saludarme. Iba trajeado y su corbata era del color de la sangre—. Vaya,
estás muy guapo —me sorprendí diciendo.
Él abrió la boca para contestarme, pero Nati no se lo permitió.
—¡Darling! —la escuché gritar desde mi izquierda.
Natalia, con el teléfono en la mano, corría hacia mí desde la entrada,
formando un escándalo considerable con los zapatos. A diferencia de mí
ella lograba correr sin matarse en el intento, a pesar de los tacones. Nunca
había conseguido enseñarme a hacer lo mismo, claro que ella tenía más de
una década de experiencia a sus espaldas. Cuando estuvo lo suficientemente
cerca extendí los brazos para recibirla, pues sabía que el objetivo de esa
carrera era un abrazo enorme, a pesar de que nos hubiéramos visto la noche
anterior.
—¿Necesitas algo? ¿Quieres algo de beber? ¿Está todo listo? ¿Llegamos
tarde? —me bombardeó al separarse de mí.
En la puerta de entrada vi llegar el coche de Pattinson conducido por su
chófer, que se bajó después de estacionar a un lado de la carretera para
abrirle la puerta. Se encaminó hacia nosotros, pero no fue a mí a quien
dirigió sus primeras palabras.
—¡Ryan! ¡No sabía que fueras a venir! Yo mismo te habría dado las
entradas de saber que te interesaba, pero nunca vienes a estas cosas. Si no
hay un casino de por medio, a este tío no le interesa —afirmó mi jefe,
mirando a Natalia con diversión—. Más vale que encierres a este caradura,
o arruinará a familias enteras al póker.
—¿Qué tal, Christopher? —lo saludó Ryan, tendiéndole la mano— Te
presento a mi esposa.
¿Se conocían? Y, lo que era más importante aún, ¿eran colegas? Me
estaba costando mucho trabajo digerir la imagen del estirado de Christopher
Pattinson en un ambiente tan desenfadado como podría ser el círculo de
Ryan.
—Melisa, ¿qué haces ahí parada? —me cuestionó—. Ve a organizar
algo. No quiero ningún error esta noche, van a venir críticos de The New
Yorker.
»Genial«.
Como impulsada por un resorte, me alejé para acatar las órdenes que me
había dado, aunque no tuviera realmente nada más que gestionar. Había
vuelto a ser el jefe seco y tosco de siempre y no necesitaba más presión de
la que tenía encima, ya me encontraba lo suficientemente nerviosa como
para, además, discutir con él y la noticia de los críticos no me ayudaba a
tranquilizarme.
Ya bien entrada la noche vi a Natalia paseándose por el local junto a su
marido, al que parecía estar explicando todo lo que le había contado
minutos antes sobre las obras, y Mika me echaba una mano con algunos de
los invitados a los que yo no podía atender personalmente.
La galería se había llenado, poco después de abrir las puertas, de gente
elegante que rezumaba estatus y dinero, personas con las que me había
acostumbrado a tratar, aunque no fuesen mi compañía predilecta. Pattinson
se había encargado de promocionar el evento en los círculos más
importantes de Nueva York y en el distrito financiero.
La mano de Monique Davis, con la que no había hablado en toda la
noche, me sobresaltó al posarse sobre la zona baja de mi espalda alrededor
de las once de la noche. No me había pasado desapercibida su llegada, pero
estábamos en todo momento rodeadas de gente que, o necesitaba mi ayuda,
o la felicitaba a ella por su trabajo. Sin embargo, habíamos estado toda la
noche observándonos. Desde un rincón de la sala a otro, nuestras miradas
no dejaban de cruzarse… y, cada vez que lo hacían, el nudo que tenía en la
boca del estómago iba creciendo más y más.
—Perdona, no quería asustarte —me dijo algo afligida.
—No, no, tranquila. Temía que fueras un invitado con alguna
sugerencia, pero me alegro de que no sea así —contesté, recobrando la
compostura lo mejor posible y aclarándome la garganta.
—Nadie podría quejarse del trabajo que has hecho, todo el mundo está
encantado. —Me acarició con suavidad la piel de la muñeca con los dedos
—. Y a tu jefe se le ve bastante entretenido, alimentando su ego con esa
pareja tan estirada de ahí. —A lo lejos, Pattinson hablaba con dos hombres
trajeados—. Yo diría que tienes unos minutos de descanso.
—Quizá sí —contesté, con una risa algo nerviosa, antes de darle un
sorbo a mi copa de refresco de manzana.
El resto del evento transcurrió muy deprisa al lado de la artista.
Resultaba refrescante hablar de arte con alguien en un contexto más
desenfadado que al que acostumbraba con los clientes, y el hecho de que se
tratase de una entendida de primera mano consiguió que me sumergiera en
la conversación hasta quedarme sin palabras más de una vez. Me preguntó
si alguna vez me había atrevido con el pincel y pasamos un largo rato
hablando sobre su experiencia como estudiante en el California Institute of
the Arts. Me tenía completamente embelesada.
—¿Sabes? Guardo la última obra en la que he estado trabajando en el
coche. Es una conceptualización de El caminante sobre el mar de nubes de
Caspar David Friedrich. ¿Te apetece verla? —Me preguntó de pronto. La
mención a uno de los románticos alemanes que más me fascinaba despertó,
sin duda, mi curiosidad—. Me gustaría mucho saber lo que opinas.
—¿Estás de broma? —Respondí casi de inmediato—. Pero no creo que
deba salir…, estoy trabajando.
—No te preocupes, yo aviso a Mika. —La voz de Natalia, que habló de
repente por detrás de mí, me hizo dar un brinco. ¿Cuánto tiempo llevaba
escuchando, la muy cotilla?
—Nati, espera... —dije en un burdo intento por detenerla, pero se alejó
de nosotras prácticamente corriendo.
—Parece que ya estás libre —dijo Monique con una mueca divertida—.
¿Vamos?
Antes de encomendar la marcha vi cómo Mika me daba el visto bueno
desde la distancia y a Natalia hablando con su marido y señalando a
Pattinson. Mi amiga, con sus planes infalibles, algún día me acabaría
matando de un ataque al corazón.
En la calle ya había empezado a refrescar, algo a lo que la espalda
descubierta de mi vestido no ayudaba demasiado. Monique, al verme un
tanto incómoda, me rodeó la cintura con el brazo. A pocos pasos de la
galería se encontraba un monovolumen de color azul. La artista abrió el
maletero y, efectivamente, allí estaba, envuelta en tela, una obra
semiabstracta y sin acabar de lo más fascinante. Las nubes ya estaban
pintadas, pero el caminante aún era solo líneas.
—Vaya… —logré decir, antes de inclinarme para poder apreciar mejor
los detalles—. Se nota la influencia de Friedrich, pero, aun así, puede verse
tu estilo con facilidad.
—He querido jugar con las luces, cambiar la hora del día al amanecer —
decía mientras yo permanecía con los ojos fijos en el cuadro—. No sé, ¿qué
opinas?
Decidida a darle una opinión profesional y sincera, mi intención fue la
de incorporarme, aunque mis ojos se resistían a dejar la obra, que
verdaderamente me tenía cautivada. Me giré hacia ella para hablar, pero
Monique no me permitió hacerlo. De improviso, me besó con tal fervor que
hizo que me estremeciera y olvidase por completo que debía estar en la
inauguración.
—Vaya, qué bien se trabaja en el mundo del arte. —Aquella voz llegó a
mí como un bofetón y no me fue necesario mirar para ver quién era la
persona que hablaba—. No pierdes el tiempo, rubia.
No me quedó otra alternativa que separarme de Monique.
—Bueno, depende del día.
Como siempre que Ash me pillaba desprevenida, me erguí antes de
mirarla con suficiencia. Cuando lo hice, sin embargo, por muy dispuesta a
cantarle las cuarenta que estuviera, solo pude quedarme paralizada. Si no
me había esperado en ningún momento verla aquella noche, mucho menos
me esperaba encontrármela arreglada para la ocasión.
Vestía un traje de chaqueta y pantalón ajustado, sin blusa debajo que
dejaba entrever algunos de sus tatuajes. Jamás la había visto con algo que
no fuera ropa cómoda, una camiseta o una camisa, por lo que el escote que
formaba la americana me impactó, sobre todo en una mujer tan atractiva
como ella. Se había puesto tacones de salón y sus labios, pintados,
resaltaban contra el color de su piel y sus ojos azules.
Una vez más, me observaba de aquella manera tan inquisidora que me
sacaba de quicio. Estaba increíblemente guapa, incluso con esa mirada suya
que parecía perdonar vidas.
—Barbie, deja a Melisa en paz —dijo de pronto Tarek.
Anonadada como me había quedado, no fui capaz de reparar en él hasta
aquel momento. Su traje, al que tan habituada estaba ya, parecía incluso
más elegante esa velada. Nati me aseguró semanas atrás que lo había visto
una vez en vaqueros, pero yo no acababa de creérmelo.
—Voy a volver a entrar, por si Mikael necesita algo de ayuda —me dijo
Monique, sin inmutarse demasiado por la tensión que acababa de asentarse
en el ambiente.
—Eh… Sí, vale —le contesté con una sonrisa angosta.
Ash estaba apoyada en la pared, fumándose un cigarrillo con Tarek al
lado. Él debía haberla invitado con las entradas que le di. De haberlo sabido
le habría regalado solamente una.
—¿Se puede saber de qué vas, guapita? —le espeté en cuanto Monique
se alejó lo suficiente.
—Oye, estoy segura de que Tarek pensaba lo mismo —contestó,
encogiéndose de hombros y sin dejar de mirarme con esos ojos de hielo. Si
su acompañante quería defenderse, no le di tiempo a hacerlo.
—No tienes ningún derecho a meterte en mis asuntos. —Traté de
relajarme un poco, al hablar me di cuenta de que estaba alzando la voz—.
Acabas de llegar y ya he tenido suficiente dosis de ti por hoy.
—Bueno, señoritas, deberíais... —comenzó a decir Tarek.
—No —lo interrumpí—, esto es entre ella y yo.
Él, al que no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer, se había
quedado mudo de repente. Sin volver a intervenir, se dirigió hacia la puerta
de la galería.
El pulso comenzó enseguida a acelerárseme. Era consciente de cómo me
iba poniendo cada vez más nerviosa, pero me negaba a reconocer en voz
alta a lo que se debía.
—¿No tienes nada que decir? —le dije a la mujer que tenía enfrente,
esperando una disculpa por su parte.
—Que se te da fatal mentir.
—¿Perdona? —Parecía completamente segura de su acusación y yo no
entendía por dónde quería ir con aquello.
—Sé que te referías a lo que pasó en el baño del bar esa noche, en enero.
No piensas realmente que perdieras el tiempo, te gustó besarme. —Tomó
una última calada, lenta y deliberada, soberbia.
—Vaya, te veo muy segura de ti misma. Quizás estés más necesitada de
aprobación de lo que quieres aparentar —contesté con un resoplido.
Aquel beso en los baños de la sala de conciertos había conseguido que
se me revolucionasen todas las células del cuerpo, pero no podía permitirme
mostrarle lo mucho que realmente me atraía. Ash era una casanova, el
cliché del malote de la historia personificado y hecho fémina. La había visto
acabar con una mujer diferente cada noche que coincidíamos en el Dead
End. Todas caían, sin excepción. Y yo me negaba a ser un número más para
alguien como ella.
—Créeme —respondió con una sonrisa, segura—, tu aprobación sería la
última que necesitase, rubia.
—Me llamo M...
De un momento a otro, sus labios estaban sobre los míos y, como la
primera vez, entonces me sorprendió también la ausencia de sabor a tabaco.
Mi sorpresa le dio vía libre a su lengua, exigente, que se abrió paso hasta
encontrar la mía sin que yo lograse hacer lo más mínimo por evitarlo. Me
agarró de la cintura firmemente con una mano, arrugándome sin cuidado la
tela del vestido, y con la otra, que se aferró a mi nuca, me atrajo hacia ella.
Y yo no pude sino dejarme llevar por aquellos dedos que me tenían sujetada
y esos labios devoradores que arrasaban con todo a su paso. La cabeza me
daba vueltas, me costaba mantenerme en pie y no tenía nada que ver el
hecho de llevar zapatos de tacón.
Poco a poco, los labios de Ash se separaron de los míos y me miró
detenidamente a los ojos. De nuevo, tal y como había sucedido en
Greenwich Village, su mirada no solo había dejado de ser fría, sino que
daba la sensación desprender un calor sobrecogedor.
—Con un beso así no se puede perder el tiempo y eso lo reconozco
incluso yo.
Con esas palabras, Ash se alejó para entrar en la galería y me dejó allí,
plantada como un árbol, inmóvil y sola en medio del asfalto.
Capítulo 4

Habían pasado dos semanas desde la inauguración y yo llevaba desde


entonces excusándome en el trabajo y lo difícil que era volver a ponerlo
todo en orden en la galería para no ver a Natalia y que se diera cuenta de lo
que había ocurrido aquella noche. Porque, conociéndome como lo hacía, me
lo habría visto en la cara de inmediato.
La exposición fue todo un éxito, Pattinson me había felicitado y lo mejor
para mi cordura fue que no volví a encontrarme con Ash en toda la velada.
Al lunes siguiente pudimos enmarcar en nuestros despachos una crítica
excelente de The New Yorker de la que estaba muy orgullosa.
Monique se ofreció a ayudarnos a recoger cuando ya se había ido todo el
mundo y Mika se apresuró a aceptar su propuesta. Si las miradas y los roces
repentinos, que no dejaban de surgir entre ambas cada vez que nos
cruzábamos, no hubieran sido suficiente indicador de que colaborar no era
su principal motivación, los ojitos que me puso Mika al despedirse de
nosotras lo hubieran dicho todo.
—Me gustaría volver a verte fuera de la galería —me dijo la artista al
oído, en el vano de su puerta, a la mañana siguiente.
—A mí también me gustaría —contesté con sinceridad.
—¿Estás libre el martes? ¿Crees que podrás sacar una hora para mí? —
Los hoyuelos que se le formaban al sonreír hacían que me recorriese el
abdomen un cosquilleo que casi me hacía flaquear.
Desde esa noche, Monique y yo comenzamos a pasar juntas bastante
tiempo; trabajando en la gestión de los envíos de las obras que se habían
comprado durante la noche de la inauguración, hablando de arte y…
conociéndonos.
El día en la galería había sido bastante tranquilo. A raíz de la crítica tan
positiva de The New Yorker llevábamos ya más de una quincena llena de
clientes y visitas, pero Mika y yo pudimos disfrutar de un viernes con poco
movimiento. Cuando volvía a casa, incluso el metro parecía menos
abarrotado que de costumbre, los astros se habían alineado a mi favor para
darme algo de espacio.
Al salir de los túneles neoyorquinos decidí pasarme por la frutería que
tenía debajo de casa a por unos plátanos antes de subir al piso. Por suerte
para mí, cerraban tarde.
El local era bastante oscuro y olía a fruta de todo tipo. Morgan, el
tendero, me saludó con amabilidad, como de costumbre. En uno de los
rincones de la frutería, al fondo a la izquierda, como ya había memorizado,
se encontraban las cajas de plátanos, así que fui a tiro hecho.
Ojeando los mangos fuera de temporada, expuestos un par de metros
más allá, se encontraba un hombre alto y delgado, de apariencia descuidada,
cuyos ojos negros me causaron escalofríos al cruzarse conmigo. Con algo
de prisa, cogí la fruta y me dirigí al mostrador.
Sin lograr deshacerme de las pequeñas sacudidas que me recorrían la
espalda, subí las escaleras que llevaban a mi casa. Una figura sentada en los
escalones de mi rellano me bloqueaba el paso. La menuda mujer estaba
jugando con el teléfono móvil, pero alzó la mirada en cuanto me oyó
detenerme delante de ella.
—Mel, ¿se puede saber qué coño te pasa? —Natalia siempre tan
delicada—. ¿Por qué estás evitándome?
En su cara encontré un remolino de emociones de entre las que
diferencié rabia y preocupación. Se levantó de un brinco nada más empezar
a hablar y el ceño fruncido que le enmarcaba el rostro le daba un aire
consternado.
—No te estoy evitando, he estado muy ocupada —contesté, intentando
quitarle importancia y aprovechando el espacio que me dejaba para pasar al
rellano.
—No me mientas. Hablé con Mika esta mañana y me dijo que ya llevan
un par de días tranquilos. ¿Te pasa algo conmigo, Mel?
—¡Claro que no! —respondí con premura. No se me había ocurrido que
pudiese pensar que estaba enfadada con ella—. Solo... han sido unas
semanas duras y necesitaba desconectar. Ya me conoces, Nati.
Mi mejor amiga imitó mi recorrido hacia la puerta del piso y entró detrás
de mí. Salem ronroneaba con entusiasmo, restregándose entre nuestras
piernas, pero, por una vez, no le hicimos caso.
—Creí que la exposición había sido un éxito, al menos eso ponía la New
Yorker.
Me dirigí a la cocina con mi amiga a la retaguardia en todo momento,
era como una garrapata, pegada al lomo de un perro, que no estaba
dispuesta a soltarse. Dejé los plátanos en el frutero y saqué de la nevera dos
fiambreras con la cena que metí a calentar en el microondas.
—Precisamente, hemos tenido que pasar todos los datos a la base
informática y decidir cada una de las obras que va a sustituir a las de
Monique dentro de unas semanas.
—¿Monique? ¿Desde cuándo llamas tú a los artistas por su nombre de
pila? ¿Qué es lo que no me estás contando? —La preocupación que antes
mostraba el rostro de Natalia se transformó enseguida en curiosidad, teñida
de desaprobación.
—Nos estamos… conociendo —respondí, intentando aparentar
indiferencia mientras cogía los cubiertos del cajón.
—¡¿Cómo?! —Abrió los ojos como platos—. ¿Te estás tirando a la
artista? ¿Por qué no me lo has contado antes? —añadió mientras adoptaba
una pose de atención total—. Quiero saberlo to-do.
Le tendí su cena y me senté a la mesita de comedor, en donde me tomé
mi tiempo para prepararlo todo antes de contestar. Ella, en su silla, agitaba
con desesperación una de las piernas. Mientras cenábamos le conté cómo
había evolucionado la relación entre la artista y yo a lo largo de las últimas
semanas sin darle demasiados detalles.
—¿Por qué tengo la sensación de que no me estás contando la mejor
parte de la historia? —Sus ojos se entrecerraron como signo de sospecha.
—Sabes que no te voy a contar lo que hacemos cuando estamos solas.
—No me refiero a eso, Mel.
—¿Enfonces? —intenté preguntar con la boca llena de comida, bebiendo
agua antes de proseguir—. Te lo he contado todo, hasta que durmió aquí
anoche.
—¿Te gusta esa chica? —me preguntó.
¿Que si me gustaba Monique? Pues por supuesto que sí, ¡me estaba
acostando con ella! Era interesante, inteligente, guapa... y había una
química innegable entre nosotras. ¿Estaba lista para una relación seria, que
era lo que me estaba preguntando Natalia en realidad? Eso ya era otro
cantar muy distinto.
Reflexionando, me vino a la mente el recuerdo de nuestro primer beso
junto a su coche, después de habernos pasado horas hablando sobre arte.
Sin embargo, en aquella imagen, las manos que me rodearon la cintura
dejaron de ser las de Monique y el beso se intensificó. Estaba besando a
Ash.
—¿Mel? —Natalia me devolvió a la actualidad.
—¿Eh? —contesté, despistada—. Sí, sí, me gusta. —Sin embargo, mi
amiga no se mostraba muy convencida con esa respuesta.
—Bueno, espero que no te estés cerrando ninguna puerta.
—¿Qué quieres, montar un evento de speed dating para lesbianas en el
Dead End? ¿O que me vuelva a liar con la imbécil de Ash? Tampoco es
para tanto —repuse antes de darme cuenta de las palabras que habían salido
de mi boca. «Mierda. Que lo deje correr, por favor».
—¿Perdona? ¿Puedes repetir esa frase?
—Que si quieres montar un evento de speed dating para lesbianas en el
Dead End o que me lie con la imbécil de Ash —contesté, con toda la
templanza que pude, al levantarme a recoger la mesa.
—Eso no es lo que has dicho. —Su cara había pasado de nuevo a tener
un aspecto grotesco, parecía furiosa—. Perdona un momento. —Sacó su
teléfono del bolsillo y comenzó a enviar un mensaje de audio—. Eres una
bastarda y te voy a patear el culo cuando te vea mañana. —Colgó.
—¿Te ha hecho algo Ryan?
—¿No has oído el bastarda? No llamo cariñosamente así a mi marido.
—Nati parecía decepcionada—. Voy a matar a Ash por no contármelo. Y
ahora voy a matarte a ti por tardar tanto en hacerlo. Bueno, tardar no, que se
te ha escapado. ¡Ni siquiera tenías intención de decirme nada! ¡Que soy tu
mejor amiga, coño!
Mierda, ¿qué iba a decir Ash? Estaba segura de que iba a pensar que me
había puesto a hablar de ella como si fuera una quinceañera. Joder, me
ponía negra y ni siquiera estaba presente. Y encima Natalia no iba a dejarlo
correr, me esperaban una buena bronca y unos cuantos reproches.
—¿Y bien? —exigió.
—¿Y bien qué?
—¡Dios! ¡De verdad que a veces no puedo contigo! —Arrastró la silla
en la que estaba sentada al levantarse—. Vete al carajo, Melisa. —Salió por
la puerta del piso dando un portazo tras de sí.
¿Cómo iba a arreglar aquel malentendido? Bien sabía que a cabezota no
la ganaba nadie, pero a mí tampoco me gustaba demasiado ceder. Si no le
había contado lo que había pasado desde el principio era precisamente por
evitar una situación así.
A pesar de que mi orgullo hizo todo lo que pudo por frenarme, cuando
me desperté a la mañana siguiente decidí que lo mejor sería enviarle un
mensaje de disculpa a mi amiga, mientras Salem se desperezaba y me daba
los buenos días a base de arrumacos.
Nada más levantarme de la cama y dejar el teléfono sobre la mesita del
salón vi cómo se abría una burbuja en la pantalla y me abalancé a
comprobar contenido. Me extrañaba que Natalia me respondiera tan
temprano, con los horarios tan extraños que llevaba últimamente, pero
necesitaba solucionar aquello. Sin embargo, al leer el mensaje comprobé
que no se trataba de ella, sino de Monique.
«Buenos días, ¿has desayunado?».
Tras intercambiar un par de mensajes más, quedamos en tomar algo en
una cafetería cercana a Central Park. Me puse guapa de buena gana, a pesar
de que Natalia seguía sin responder, ya no estaba tan molesta.
Sin gastar más energía en esos pensamientos, me enfundé un vestido de
invierno, medias, unas botas oscuras y mi versátil chaquetón de segunda
mano. Me ahuequé la melena ante el espejo del baño, llené la cabeza de mi
gato negro de besos, cogí el bolso del perchero de la entrada y salí de casa.
Como estaba de mejor humor, decidí dar un paseo hasta nuestro lugar de
encuentro, así que poco después me encontré, al fin, frente una de las
entradas de los majestuosos jardines de Central Park, que estaba abarrotado
de parejas y familias. Ya en la laguna en la que había quedado en
encontrarme con Monique, me senté en un banco dispuesta a esperarla
mientras leía un libro. Por mucho que luchase contra mis instintos, la
hiperpuntualidad podía conmigo.
Mi cita llegó sin que yo me diese cuenta, me sorprendió sentándose, de
pronto, en el mismo banco que yo y colocándome un mechón de pelo tras la
oreja. Tras saludarnos con un beso, me invitó a levantarme y nos pusimos
en marcha. Si tardamos mucho en llegar a nuestro destino, no me di cuenta,
nuestras conversaciones hacían que perdiera la noción del tiempo con
facilidad.
Alrededor de las doce del mediodía estábamos paseando junto al
Jacqueline Kennedy Onassis Reservoir.
—¿Melisa? —interrumpió nuestra charla una voz masculina. Al girarme,
comprobé que se trataba de Hugh—. ¡Vaya, hace tiempo que no te vemos
por el Upper East Side! —comentó con esa sonrisa amplia que le
caracterizaba y que conseguía que hasta yo me derritiese un poco.
—¡Hola, Hugh! —contesté con ánimo. Me alegraba verle, pero no me
atreví a acercarme demasiado a él. Iba vestido con un chándal y parecía
acalorado; estaba haciendo ejercicio—. Esta es Monique. Monique, Hugh
—los presenté.
La mirada de Hugh a la mano de Monique, que agarraba a la mía, le hizo
sonrojarse. Parecía sorprendido por haberme encontrado en una situación de
ese tipo y no supo muy bien cómo proceder. Monique se le adelantó. Me
soltó la mano para tendérsela al policía, que se secó la palma en su pantalón
de chándal antes de devolverle el apretón.
—Encantada de conocerte. —Hugh le dedicó una sonrisa sincera a modo
de respuesta.
—Melisa —dijo al tiempo que volteaba el rostro para mirarme—, esta
noche estaremos en el Dead End, vamos a celebrar mi cumpleaños.
—Oh, ¡felicidades! No tenía ni idea de que fuera hoy —respondí algo
sorprendida.
—Sí… —Se frotó la nuca, en señal de incomodidad—. Yo no lo habría
celebrado, pero Natalia se enteró.
—No me digas más, quiere fiesta y le has dado una excusa —le dije al
mismo tiempo que sonreía.
—Sí, algo así —rio—. Espero verte allí. —Miró hacia mi acompañante
—. Ven tú también, Monique, mientras más, mejor.
—Iremos encantadas —contestó ella antes de que me hubiera dado
tiempo a reaccionar.
¿Monique conociendo a la gente con la que me relacionaba? ¿Y con Ash
y Natalia de por medio? Traté de no entrar en pánico por lo precipitado que
era todo. La noche prometía ser todo un espectáculo y era lo último que me
apetecía, pero Hugh era una de las personas con las que mejor me llevaba
de la ciudad y no podía permitirme hacerle ese feo.
—Sí…, por supuesto —añadí—. Allí estaremos.
—Genial, os veo esta noche. Estaremos allí sobre las diez —dijo antes
de marcharse.
No sabía cómo iba a gestionar aquella invitación, estaba convencida de
que Ash no iba a quedarse de brazos cruzados con tal de burlarse de mí, y si
la amenaza de Natalia había llegado a hacerse efectiva… no sabía cómo
actuaría. ¿Y cómo iba a reaccionar Nati al verme llegar con Monique? Por
más que trataba de buscar algo positivo a la situación, lo único que
encontraba eran contras.
—¿Te encuentras bien? —me distrajo Monique—. Siento haber dicho
que sí sin consultártelo. Sé que no tenemos nada serio, pero me apetecía
salir y acabar esta noche contigo.
—No, no es eso... —respondí mirando mi reloj de pulsera con
nerviosismo—. Encontrarme con Hugh me ha recordado unas cosas que
tenía que hacer hoy.
—Parece majo, ¿de qué os conocéis?
—Mis amigas y yo le conocimos en un bar la primera noche que
pasamos en Nueva York —contesté, poniéndome en marcha hacia la salida
del parque que mejor me venía—. Luego conocimos a sus amigos… y uno
de ellos se casó en Las Vegas con mi mejor amiga.
—Vaya, menuda prisa… —dijo con cierto sarcasmo—. ¿El tipo era rico?
¿Se trataba de dar un braguetazo?
Capítulo 5

Aquel sábado la noche llegó demasiado deprisa para mi gusto. Cuando


volví a mirar el reloj, ya eran las nueve y yo aún no me había arreglado para
salir, intentando posponer el momento todo lo posible. No conseguía disipar
el nudo que tenía formado en la boca del estómago, mezclar a Monique con
los amigos de Natalia me parecía una auténtica locura.
Estaba igual de nerviosa que cuando en el instituto tenía un examen de
matemáticas; no conseguía parar de frotarme las manos. Salem, que
percibía mi estado de ánimo, decidió mantenerse al margen. No era
aconsejable estar cerca de mí cuando me encontraba en una situación así de
estresante.
Sin apresurarme lo más mínimo, escogí la ropa que me pondría y me
duché. Había quedado con la artista en el bar a las once, pensaba que era
mejor volver a acostumbrar al grupo a mi presencia antes de incorporar a la
mujer a la que había estado viendo los últimos días. Además, seguía sin
saber nada de Nati. El reloj daba las nueve y media cuando salí.
Como hacía cuando sabía que me iba a marchar, Salem me perseguía por
la casa maullando. Mientras, yo contemplaba mi modelito en el espejo del
armario: minifalda negra, blusa blanca, con unos ribetes oscuros, tanto en
los puños como en el cuello, y botines metalizados.
Cuando estaba a punto de guardar el teléfono en el bolso, me sobresaltó
una notificación en la pantalla. El mensaje era de Natalia, por fin.
«No llegues tarde».
Me pasé todo el trayecto al Dead End con la sensación de que iba a
expulsar por la boca todo lo que había comido a lo largo de la semana.
Sabía perfectamente, al salir de casa, que no iba a lograr ir por mi propio
pie hasta el local, así que tuve que recurrir al metro. Al entrar al pub que
hacía de tapadera al que mi amiga y compañía solían frecuentar, paré en la
barra para pedir un vaso de agua. Necesitaba serenarme.
Al final del pasillo que conducía hacia los baños, el que estaba forrado
con papel de pared de estampado oscuro, seguía el teléfono antiguo con el
que nos encontramos mis amigas y yo durante nuestra primera noche en
Nueva York. Tras aspirar una bocanada más que profunda de aire, marqué
con toda la seguridad que pude el número 911. La pared se desencajó con
un chasquido seco, como de costumbre.
El Dead End estaba abarrotado de gente, más aún que los días que yo
había parado allí, pero la música era la que solían poner todos los sábados.
Esa noche no habría espectáculo de acrobacias aéreas, eso lo reservaban
para días menos concurridos.
Detrás de la barra y apoyado en la puerta que limitaba su acceso al
personal, se encontraba Tarek, como solía hacer cuando necesitaba un
descanso de su trabajo. Era como tener un flashback de la primera vez que
estuve allí.
Con pies de plomo, me dirigí al fondo del establecimiento, pues la zona
oculta por la barra era el sitio que se había vuelto habitual para el grupo.
Tras un par de sonrisas recíprocas a varios de los camareros que ya me
conocían, aunque no fuese porque estuviese especialmente contenta, los
divisé como los había visto en más de una ocasión, repartidos entre dos
camas que hacían de sofás.
Natalia se ecnontraba junto a Ryan, tan pegados que llegaban a parecer
una sola persona, Hugh en el mismo sillón que ellos, hablándoles con la
más amplia de sus sonrisas y Ash en el colchón opuesto, apoyada en la
pared y con el brazo rodeando los hombros de una mujer con el pelo caoba
a la que al menos yo no conocía. ¿Se había traído a uno de sus ligues a la
mesa? Eso sí que era una novedad.
—Hola, chicos —saludé con cierta timidez, no estaba segura de que me
hubieran escuchado por encima de la música.
Natalia mostró una sonrisa de oreja a oreja y no tardó más de medio
segundo en levantarse a mi encuentro. Hugh, tan gentil como de costumbre,
me cedió su puesto en el sofá y se sentó en el de enfrente. Ryan me dio un
abrazo muy cariñoso, se notaba que mi mejor amiga le hablaba de mí
porque, a pesar de que sabía que a mí no me acababa de convencer, me
tenía bastante aprecio. Ash tan solo hizo un gesto con la cabeza a modo de
saludo. Su cita intentó levantarse, pero el abrazo de la mujer de pelo corto
no le permitió hacerlo, así que me saludó desde su asiento y yo le respondí
con una sonrisa educada.
—¿Qué tal, Melisa? Hacía tiempo que no te veíamos por aquí —dijo por
mi retaguardia Tarek—. Sweetheart, ¿otra bebida? —preguntó a Nati,
indicándole a uno de los camareros que trajese otra ronda.
—Bien, bien, he estado muy ocupada —respondí, en parte con
sinceridad.
—Oye, Melisa, ¿y tu novia? ¿Al final no viene? —preguntó
inocentemente Hugh, consiguiendo con ello que el nudo de mi estómago se
agrandase.
—¿Novia? —intervino enseguida Nati.
—Oh… —contesté con una incomodidad que estaba segura de que todos
podían incluso palpar. No me atreví a corregirlo—. Tenía unas cosas que
acabar en su estudio, vendrá en un rato.
Para mi sorpresa, pasamos el rato como si nada hubiese cambiado, lo
que me hizo creer que le había dado en la cabeza al malentendido con
Natalia proporciones mayores de las reales.
Ryan competía constantemente con Hugh, por el mero hecho de
rivalizar, ya con el tiempo los había visto volverse cada vez más cómplices
y, a su vez, Natalia me contaba sus cosas y me preguntaba por el trabajo.
Tarek pasó un rato con nosotros, pero se volvió a marchar a su puesto
después de que una mujer de corta estatura le instase a ello con una seriedad
pasmosa.
—Es su madre —me informó Ryan cuando vio mi expresión de
desconcierto—. Es la dueña del local.
—Y una auténtica hija de puta —añadió Ash, acrecentando aún más mi
confusión.
—¿Por qué dices eso? —curioseó Natalia mientras su marido le
acariciaba el pelo.
—No quieres saberlo —le contestó él.
—Claro que quiere saberlo —rio Ash—, parece que no conozcas a tu
esposa.
Natalia seguía expectante y, en cierta medida, yo también me preguntaba
qué tenía de extraño aquella mujer. Resultaba complicado imaginar que, tan
menuda como era, hubiera parido a semejante hombre.
—En cualquier caso, no te corresponde a ti contárselo, Ash. —La
mirada que Ryan le dedicó dejaba bien claro cuál era su postura al respecto
y que el tema quedaba zanjado.
En ese momento una mano me sorprendió por detrás. Monique, que esa
noche estaba siendo casi tan puntual como yo, había llegado sin que me
diese cuenta.
El primero que se levantó a saludarla fue Hugh, que nos sorprendió a
todos dándole un cálido abrazo. Le siguieron Natalia, con dos besos a la
española, y Ryan, tratándola con una actitud de lo más amigable. Para mi
sorpresa, Ash también se levantó y la saludó con una sonrisa que a mí
nunca me había dedicado.
Monique se sentó a mi lado, rodeándome cariñosamente la cintura con el
brazo.
—Voy a buscar algo de beber, esta copa ya está caliente —dijo Natalia
mientras se ponía en pie.
—Querrás decir vacía —añadió Ash.
—¿Quieres que vaya yo, preciosa? —preguntó Ryan, agarrándola de la
mano y acariciándosela antes de dejarla marchar.
—No, cariño. Voy bien, gracias.
Una vez desaparecida Natalia, Monique se dispuso a entablar
conversación con los demás. Tan sociable y carismática como era, no le
costó adaptarse al resto. Sin embargo, yo tenía la cabeza en otro sitio y
permanecí ajena a la charla en todo momento. El nudo que tenía en el
estómago no desaparecía y no me permitía prestar atención, así que preferí
observar a la gente que nos rodeaba en aquel local, que aún me parecía
misterioso.
—Toma, te he traído un zumo —me sorprendió Nati, que depositó en la
mesa una bebida verde—. No quedaba de manzana, así que te lo traigo de
kiwi.
A medida que iba progresando la velada, los músculos de mi espalda
fueron relajándose al comprobar, por suerte, que iba a ser una noche
distendida. No parecía que fuese haber ningún tipo de conflicto entre mi
cita y Ash que, afortunadamente, estaba bastante apartada con la mujer que
la acompañaba.
No obstante, y a pesar de haber comenzado incluso a pasármelo bien,
seguía sin lograr concentrarme del todo. Me sentía… fuera de lugar, por
algún motivo que no conseguía descifrar, no las tenía todas conmigo.
Durante un instante, mi mirada se cruzó con la de Ash, que parecía
llevar ya unos minutos con los ojos fijos en mí. De nuevo, una tensión más
que palpable ocupó la distancia que nos separaba y me vi obligada a desviar
la mirada. Nadie pareció darse cuenta de las chispas que, sin aviso, habían
salido de mis ojos. Pero ¿solo de los míos? Un rubor tan inesperado como
inoportuno me subió por las mejillas. ¿Qué demonios me pasaba?
Me levanté con la idea de salir del local para coger algo de aire, por
alguna extraña razón, nunca conseguía respirar con plenitud en el Dead
End.
—Ahora vuelvo, ¿vale? —le susurré a Monique al oído lo más cerca que
pude, aprovechando que me había llegado una notificación al móvil—.
Mika está teniendo una crisis con su novio y necesita apoyo moral —
inventé con una imaginación que no me esperaba.
—¿Quieres que te acompañe? —preguntó enseguida.
—No, no, descuida. No es nada. —Cuando quise darme cuenta, mis
labios estaban sobre los suyos y ella, aunque algo desprevenida, me
devolvía el beso con la misma fogosidad con la que se lo estaba dando yo.
Al separarme de la artista y levantarme en dirección a la salida, tuve que
detenerme un momento y cerrar los ojos. Toda la sala había comenzado a
darme vueltas, como solía ocurrir siempre que me levantaba demasiado
deprisa de mi asiento. Una vez recompuesta, logré salir del local sin dejar
de notar cómo tenía todos los ojos de la mesa puestos en mí.
Frente al bar cosmopolita que encubría el Dead End, en la acera, había
un pequeño banco. Me dirigí hacia él de manera patosa, como si los pies me
pesaran una tonelada, pensando que debía de tratarse del cansancio
acumulado de toda la semana. Una vez llegué a él, mareada, me dejé caer
sin delicadeza alguna; la madera crujió bajo mi peso.
¿Cuánta gente habría hecho lo mismo que yo en ocasiones anteriores?
Aún recordaba cómo, una de las primeras noches, Nati también había salido
del bar porque no se encontraba demasiado bien.
No tenía claro si sentarme había sido una buena idea, pero el aire fresco
que anunciaba la primavera conseguía que los pulmones se me llenasen de
ese oxígeno tan necesitado. Me dejé vencer un momento por el cansancio y
cerré los ojos.
Recuerdos de una noche con Emma en Arinaga invadieron mis
pensamientos. Habíamos ido a cenar justo después de mi ruptura con
Alexandra y yo necesitaba salir desesperadamente. Natalia y las demás
estaban ocupadas, así que salimos las dos solas. Emma, a pesar de ser la
persona más dulce que he conocido en mi vida, ha sabido comportarse
como una completa irresponsable en ciertos momentos. Esa noche me
obligó a meterme en el agua de la playa desnuda junto a ella.
—¡Hagamos una locura! —me había dicho antes de descubrirme la idea.
Sin saber muy bien cómo, consiguió convencerme. Las consecuencias
habían sido un increíble catarro para ambas al día siguiente. Ni siquiera la
sopa de mi madre consiguió calmarnos, pero habíamos creado un fabuloso
recuerdo de ese día que no se nos olvidaría jamás. Sentía que esa noche era
igual de apropiada para hacer tonterías con ella, la echaba de menos.
Al volver a echar un vistazo a la pantalla de mi iPhone, me percaté de
que ya llevaba fuera casi quince minutos por lo que, despacio y con calma,
volví a poner rumbo al Dead End. Sin embargo, antes de pulsar los dígitos
en el teléfono negro del pasillo, tuve la necesidad de comprobar en el espejo
de los lavabos que mi aspecto físico no reflejaba la manera tan horrorosa en
la que me encontraba. Aunque, en el fondo, lo que más me apetecía era
utilizar mi malestar como excusa para salir huyendo. Para mi desgracia, no
lucía tan mal como me había esperado en un primer momento.
Apoyada frente a la puerta del baño, sobre el ajado papel de pared lila y
negro, me encontré a Ash cuando regresé al pasillo. Parecía que hubiese
estado acechándome.
—He venido a comprobar si sigues con vida —me dijo con indiferencia.
Con un gesto de las manos, me señalé de arriba a abajo antes de darle la
espalda para usar el teléfono falso.
—Bueno, ¿estaba muy duro el retrete? —Su pregunta me pilló por
sorpresa. ¿Qué se suponía que estaba insinuando?
—¿Perdona? —respondí, dándome la vuelta—. ¿Qué te hace pensar que
tengo alguna especie de trastorno alimenticio? —espeté, más despacio de lo
que me hubiera gustado. No, no las tenía todas conmigo.
—No creo que tengas ningún tipo de trastorno, al menos alimenticio —
dijo, mirándome de pies a cabeza—. Lo digo porque estás bastante borracha
y no sueles beber.
—¿Cómo voy a estar borracha? —Sus insinuaciones me resultaban hasta
insultantes—. ¿Acaso no has estado en la misma mesa que yo con tu cita
toda la noche? No he bebido. —Por desgracia, la dificultad que me estaba
suponiendo responder con la propiedad con la que estaba acostumbrada a
hacerlo parecía empezar a darle la razón.
—Entonces, ¿por qué te cuesta tanto hablar? Deberías prestar más
atención a lo que te dan de beber, rubia. Tu amiga te la ha jugado —
contestó al tiempo que sonreía de esa forma tan seductora que le salía de
manera natural.
Aunque algo despacio, todo parecía ir encajando poco a poco.
—¿Y a ti qué más te da, tía? No finjas que te preocupa lo que me pueda
pasar cuando las dos sabemos que no nos caemos bien.
—Bueno, si alguien tiene que asegurarse de que estés bien, prefiero ser
yo —contestó acercándose a mí. Me sentía arrinconada y no sabía si para
bien o para mal, pero un subidón de adrenalina me recorrió el cuerpo.
—Pero ¿tú quién te crees, bonita? ¿Te piensas que, simplemente por
estar buena y porque las mujeres suelen caer rendidas a tus pies, puedes
hacer lo que se te antoje? —Ella siguió aproximándose, lo que fue
poniéndome más y más nerviosa. Había cogido la mala costumbre de
acorralarme de esa manera. Y, en el fondo, a mí me gustaba estar entre la
espada y la pared.
—Las dos sabemos que no solo se me antojaría a mí. Yo también te
atraigo, aunque te empeñes en disimularlo —me dijo, casi pegada a mis
labios. Su nariz llegó a rozar la mía durante un instante.
—No he escondido en ningún momento que me pareces atractiva —
respondí, interponiendo las manos entre nosotras para intentar separarla de
mí empujándola—, pero que eres gilipollas no te lo quita nadie.
—Déjate llevar, rubia —siguió, al tiempo que me colocaba un mechón
de pelo tras la oreja. En el fondo, me parecía que ella tampoco pudiera
hacer uso pleno de sus facultades—. Quiero enseñarte lo dulce que puedo
llegar a ser y me gustaría acariciar cada centímetro de tu cuerpo... No
entiendo lo que me pasa contigo… —Sus ojos se depositaron
deliberadamente en mi escote, sin vergüenza alguna, sin pedir permiso y
acortando, una vez más, la distancia entre nosotras.
Durante unos segundos, su mirada subió para reunirse con la mía y volví
a ver en sus ojos un color azul más cálido que el de siempre, cada vez más.
No sabía dónde estaba. No sabía qué hacer. Pero sus palabras, cortantes tras
aquel primer beso, me devolvieron a la realidad de inmediato.
—Déjame en paz, Ash.
Pero no lo hizo. Sus dedos se enredaron en mi pelo y, como aquella
noche ante la galería, me besó sin que le hubiera dado invitación a ello.
Sin embargo, se trataba de un beso distinto al de las otras veces. No
habían disminuido las ganas, ni el ansia, pero se me hizo más delicado que
los anteriores, más lento, con menos prisa. Me lamió y me mordió los labios
y la lengua y, una vez más, yo le devolví el beso en lugar de apartarla. ¿Qué
demonios era lo que me pasaba con ella?
Sus manos, que seguían enredadas en mi melena, me acariciaban la nuca
al mismo tiempo, relajándome e invitándome a seguirla. Sus labios se
movían despacio, su lengua se tomaba el tiempo suficiente para jugar con la
mía, como si su intención fuera llegar a conocer a mi boca hasta el punto de
aprendérsela de memoria.
Acabado el beso, bajó las manos para continuar las caricias en la base de
mi espalda, su frente apoyada en la mía.
—Hueles tan bien... —dijo en un susurro. Por su tono de voz, estaba
segura de que ella también tenía los ojos cerrados—. Tan dulce...
Me flaqueaban las piernas y sabía que no iba a conseguir contestar. Sin
pensarlo dos veces, notando cómo de un momento a otro podía llegar a
desvanecerme, me agarré con fuerza a las solapas de su chaqueta de cuero y
apoyé la cabeza en la pared.
—¿Por qué hueles tan bien, Melisa...? —No parecía esperar una
respuesta. Su voz sonaba perdida, como si tratara de luchar contra las ganas
de volver a besarme, mientras me acariciaba la mandíbula con los labios—.
Me lo estás poniendo tan difícil...
—Mantengo una higiene corporal muy cuidada...
Tras decir esto, una aguda punzada me asaltó en el cuello. ¿Ash... me
había mordido? Y con fuerza. Había dejado de ser delicada.
Capítulo 6

El domingo que siguió a la celebración del cumpleaños de Hugh me


desperté a la una y media del mediodía con un dolor de cabeza
inaguantable. Salem estaba tomando el sol sobre la mesa de escritorio que
había bajo la ventana.
Nada más levantarme, me dirigí a la cocina a por fruta, agua fría e
ibuprofeno; cuando me encontrase mejor pensaba llamar a Natalia y decirle
de todo por haberme mentido de esa forma. Sabía perfectamente por qué no
solía beber y le había dado igual, y lo peor de todo era que emborracharme
había sido su manera de hacerme pagar su enfado.
Apenas recordaba que me había costado más de lo normal moverme del
banco la calle y volver a entrar al Dead End, aunque no tenía muy claro por
qué. Sí que me acordaba, sin embargo, de que, al regresar, de una vez por
todas, con Monique y los demás éramos uno menos en torno a la mesa. No
quedaba ni rastro de la cita de Ash.
No tardé mucho más en decirles a todos que estaba cansada y en
convencer a Monique para que me llevase a casa. Al levantarme de la cama
y verla a mi lado comprobé que se había quedado a dormir.
El agua fría del lavabo me despejó la visión, que seguía algo borrosa,
aunque llevara un rato despierta. Tenía una pinta horrible, mi piel había
cobrado un color algo amarillento e incluso el pelo parecía habérseme
oscurecido ligeramente. Era la primera vez que una resaca me sentaba así
de mal y que llegaba a casa con el cabello tan enredado.
Tras corroborar que la artista que tenía en casa seguía durmiendo, me
encaminé hacia la ducha. Abrí el grifo con el agua tan caliente que el vapor
enseguida envolvió el baño. Me encantaba ver cómo el agua se iba
condensando poco a poco. Una vez duchada me sentiría como nueva.
Me permití a mí misma tardar más de lo necesario bajo el grifo, el agua
corriéndome por la espalda iba relajándome poco a poco todos los músculos
del cuerpo y el peso de mi pelo al inclinar la cabeza hacia atrás me ayudaba
a estirarme.
Me estaba secando la melena con la toalla, frente al espejo, cuando la
puerta entreabierta dejó pasar a mi gato. Al girarme para saludarle, no
obstante, algo en el reflejo me llamó la atención.
Me acerqué despacio al cristal, inclinándome sobre el lavamanos y me
aparté un par de mechones de pelo que me quedaban pegados al cuello. Una
mancha amarillenta se entreveía a través de ellos. Me llevé los dedos de la
mano hacia lo que parecía un hematoma y ejercí una leve presión sobre él,
dolía.
«Qué extraño», pensé.
Jamás se me hubiera ocurrido que Monique pudiera acceder a acostarse
conmigo estando yo borracha, y mucho menos que hubiera querido dejarme
un chupetón. Además de que yo, aunque no pudiera asegurar demasiado
bien nada, tampoco recordaba que lo hubiésemos hecho.
Por suerte, la mancha estaba lo suficientemente atrás como para que no
se me viese con el pelo suelto; no me gustaba la sensación de estar marcada.

—Venga, Melisa —comenzó a decir Natalia—, tampoco creo que haya sido
para tanto, necesitabas relajarte. —Recogió de la mesa de su cocina las
tazas que habíamos utilizado para tomar café y los llevó hasta el fregadero.
—¿Perdona, bonita? ¿Te parece bien haberme emborrachado sin mi
consentimiento? —Estaba totalmente boquiabierta—. ¡Esto debería ser
denunciable! —Me giré hacia mi derecha—. ¡Hugh quiero denunciar a
Natalia! —El policía casi escupió su café de la sorpresa—. ¡Y además con
Monique ahí! ¿Pero en qué estabas tú pensando? ¿Tanto te ofendió lo del
otro día que tenías que vengarte de alguna manera?
Hugh, con todo el disimulo que le fue posible, que no fue demasiado, se
levantó de la mesa y decidió escabullirse al salón. No lo culpaba, vernos
discutir no debía de ser muy divertido.
—¿Acaso lo pasaste mal? —Una de sus cejas se había enarcado con
cierto desdén.
—Pues no lo sé, porque no me acuerdo —espeté, levantándome de
sopetón—. Tengo veintiséis años y, por primera vez en mi vida, no me
acuerdo de una puta noche.
—¿Es que te da miedo lo que puedas haber hecho? ¡Ya era hora de que
vivieras un poco, coño!
Terriblemente enfadada, salí de la cocina sin volver a decir nada más.
Era imposible razonar con ella cuando se ponía así. Al acceder al salón me
encontré con Ryan y Hugh viendo un partido de fútbol americano en la
enorme pantalla con un cubo gigantesco de pollo frito; en la habitación no
había ni un solo rayo de luz natural. Tarek estaba al otro lado de la sala de
estar, jugando una partida de billar contra sí mismo.
No tenía demasiado claro qué hacer, me planteaba incluso marcharme.
Natalia había optado por no seguirme y, en el fondo, había sido lo más
sensato. A lo largo del pasillo se escucharon unas zarpas que anunciaban la
llegada de Lua, que más bien parecía un caballo al trote. Hora de comer,
supuse.
Rendida ante mi frustración, me dejé caer sobre uno de los butacones
que había cerca de la televisión. No me interesaban lo más mínimo los
deportes, pero los chicos parecían completamente hipnotizados con el
partido de baloncesto.
—Vaya, Ryan —dije sorprendida. No le había visto al llegar, así que no
me esperaba bajo ningún concepto que su tupé rubio hubiera desaparecido
por completo—. ¿Te has alistado en el ejército? Te sienta bien el nuevo
look.
—Shh… —me chistó y seguidamente se puso una gorra del que, supuse,
sería el equipo de fútbol local.
—¿Todavía no se lo has dicho a Natalia? —preguntó Hugh en voz baja.
—¿Quieres ver el partido tranquilo? —dijo, casi como si la pregunta
fuese innecesaria.
—Ryan, por favor, se te nota un huevo. —Hugh empezó a reír de forma
escandalosa.
—¿Qué se supone que se nota tanto? —alzó la voz Natalia desde la
cocina.
Por una vez, decidí ponerme de parte del marido de mi amiga y no decir
nada. Sabía que a Nati le encantaba su pelo y no quería presenciar una
disputa matrimonial.
—Lo perdidamente enamorado que estoy de ti y las ganas que tengo de
llevarte al dormitorio.
—No cuela, ¿qué has hecho? —Mi amiga, al escuchar desde la otra
habitación la conversación, había decidido quedarse plantada de pie junto al
sofá—. ¿Tengo que preocuparme?
—Me he comprado otra moto —mintió de repente.
—¿Y por eso estás así de raro? Puedes hacer lo que quieras, es tu dinero.
—Ella había comenzado a marcharse de nuevo hacia la cocina.
—Ryan, ¿qué coño haces con una gorra de los Raptors viendo un partido
de los Knicks? —Comentó Tarek, acercándose hacia su amigo.
No entendía nada, la gorra que llevaba puesta Ryan era claramente de
los Knicks. Sin embargo, su amigo no dudó ni un solo momento en
quitársela de la cabeza. Nati, que lo había visto todo por el rabillo del ojo,
dio un giro de ciento ochenta grados. Fui capaz de ver cómo Ryan trataba
de encoger su enorme cuerpo e intentaba desaparecer entre los cojines del
sofá.
—¿Qué? —Había abierto los ojos como platos—. ¿Qué coño le ha
pasado a tu pelo?
—¿Qué pelo? —apuntilló Hugh.
—Nena…
—¿Cómo que nena? Que qué coño le ha pasado a tu pelo.
Tarek había vuelto a la mesa de billar con aire de satisfacción, yo le
seguí y Hugh comprendió que lo mejor era hacer lo mismo. Nadie querría
estar cerca del frente.
—Es una pregunta sencilla, Ryan —logré escuchar. Hasta cierto punto,
el pobrecillo me daba pena—. Encima habrás pagado por esa mierda.
—Me lo ha hecho Ash —trató de defenderse—. Se estaba cortando el
pelo ella y me había echado mano antes de que yo me diera cuenta.
Me giré para ver la reacción de Natalia, parecía estar debatiéndose entre
seguir discutiendo o simplemente gritar.
—A mí me gusta más que ese rollo a lo Elvis Presley que se traía antes
—aporté, tratando de quitarle hierro al asunto—. Te repito que te queda
bien, Ryan.
El susodicho me miró con ojos de estar completamente agradecido.
Natalia, en cambio, le miraba de una manera preocupante. Parecía
neurótica, algo me decía que no iba a dejar correr el asunto tan a la ligera.
—A mí me gustaba… ¿Cuánto tardará en crecerte? —dijo finalmente
con una nota de tristeza en la voz.
—Menos de lo que esperas, preciosa —contestó Ryan abrazándola por la
cintura.
La situación se estaba volviendo algo melosa y no creía que fuera a
sacar nada más de lo que había pasado con Nati la noche anterior.
—Vaya, así no tiene gracia —añadió Tarek—, yo esperaba que al menos
lo insultaras un poco.
—Ya hablaremos tú y yo —amenazó Ryan.
Tal y como se fueron desarrollando los acontecimientos en casa de mi
amiga, al final decidí marcharme. Llevaba un tiempo sintiendo que no
encajaba del todo con el grupito del Dead End, como si hubiese algo de lo
que no formaba parte, un club en el que no me dejaban entrar, así que no me
costó demasiado despedirme de todos y poner rumbo a casa.
Ya en mi pequeño apartamento, me dediqué a poner en orden el pequeño
caos que se había creado por la noche a mi llegada para acabar haciendo
una limpieza a fondo, como hacía muchas veces en las que no tenía la
cabeza demasiado centrada.
Me recogí el pelo en una coleta alta para empezar con las tareas y al
hacerlo comprobé que la mancha amarillenta que había tenido por la
mañana en el cuello apenas se veía y ya ni siquiera me dolía.
La siguiente vez que miré el reloj que había en la zona de estar, las
agujas marcaban las ocho de la noche. El día se me había pasado con una
rapidez pasmosa y, por mucho que lo hubiera intentado, no conseguía
recordar con total claridad la velada anterior.
Cada vez que me ponía a limpiar me entraba un hambre aterradora, así
que fui a prepararme un sándwich de crema de cacahuete y mermelada para
continuar con lo poco que me quedaba por hacer. Al llegar a la cocina vi
que la pantalla de mi iPhone, que había dejado allí cargándose, estaba
iluminada y el teléfono vibraba encima de la mesita. Era un número
desconocido.
—Melisa —me sorprendió la voz de Mika en cuanto descolgué. ¿Qué
querría un domingo por la noche?
—Espero que sea importante, tengo un sándwich a medio devorar —dije
de mejor humor.
—Sé que es domingo, pero tienes que venir a la galería —contestó el
becario casi sin aliento—. Ha saltado la alarma. Nos han robado.
—Voy para allá —respondí sin pensármelo dos veces y colgando de
inmediato.
Con prisa y casi sin pararme a acariciar la cabeza de Salem, cogí el
chaquetón y salí de casa. ¿Qué había podido pasar? ¿Y cómo? Teníamos un
sistema de seguridad buenísimo y de última generación, que lo hubieran
hackeado era prácticamente imposible.
No tenía tiempo de bajar las escaleras con precaución, saltaba los
escalones de dos en dos. Llegando al rellano del primer piso me sobresaltó
una voz que me paralizó por completo.
—Ten cuidado con los escalones, podrías terminar por partirte el cuello.
Apenas logré distinguir la figura que me esperaba en el descansillo, pero
era alargada y delgada y me miraba con unos ojos negros inyectados en
sangre que ya había visto. La barba descuidada le había crecido desde la
última noche: era el tipo que me había perturbado tanto en la frutería de
Morgan.
—Disculpa, pero tengo algo de prisa. —No me seducía demasiado estar
en compañía de ese hombre, y menos en un espacio tan cerrado como era el
hueco de las escaleras de mi edificio.
—Solo era un consejo —siguió sin alejarse de mí—, ve con cuidado,
Melisa.
—¿Cómo sabes mi nombre? ¿Nos conocemos? —Mi expresión de
desconcierto debía ser clara.
—Lo siento de veras. No tenía especial interés en ti, pero eres un daño
colateral sumamente necesario Prometo ser rápido.
¿A qué rayos se refería?
Todo sucedió como un relámpago. En un abrir y cerrar de ojos recorrió
la distancia que aún nos separaba y se posicionó frente a mí.
—Respira hondo, querida.
Colocó las manos en torno a mi cabeza, una en la base de la nuca y otra
en el mentón, y me sujetó con bastante fuerza. Poco después, en cuestión de
segundos, la hizo girar con un movimiento rápido, sin darme tiempo apenas
a reaccionar o a que fuera consciente de lo que hacía.
Solo pude escuchar un crujido.
Capítulo 7

Notaba el continuo impacto de finísimas gotitas de agua sobre el rostro,


estaba rodeada por completo de humedad y no era una sensación
precisamente agradable. ¿Y eso que estaba oyendo eran aspersores?
De golpe, inspirando la mayor bocanada de aire que jamás hubiera
respirado, me incorporé y abrí los ojos. Miré alrededor, no me sonaba ni por
asomo el lugar en el que me encontraba. Parecía un campo de golf y era la
primera vez que veía uno desde que estaba en Estados Unidos.
Todas las luces, que hasta hacía un par de horas debían haber estado a
plena potencia, se encontraban apagadas, por lo que el terreno estaba
sumido en absoluta penumbra. Sin embargo, lograba diferenciar lo que me
rodeaba como si ya me hubiera acostumbrado a la oscuridad. Me
sorprendió, además, el gran número de estrellas que se apreciaban en el
cielo.
Todo a mi alrededor me agobiaba. El olor a tierra mojada y césped
recién cortado me acosaban la nariz hasta producirme un cosquilleo
insoportable. Tenía la garganta seca, me ardía de tal forma que parecía que
llevara décadas sin beber. Me eché un vistazo rápido al cuerpo. Mi ropa era
la misma que llevaba puesta en mis últimos momentos de lucidez, pero
aquello tampoco lograba tranquilizarme.
Rebusqué en los bolsillos de mis vaqueros y la chaqueta, ni rastro del
iPhone por ninguna parte. Mierda, encima estaba incomunicada.
Con torpeza, me incorporé de la fría y húmeda hierba, para contemplar
enormes hectáreas de colinas verdes. No entendía nada.
¿Dónde estaba?
¿Cómo había llegado hasta ahí?
¿Y por qué me quemaba tantísimo la garganta?
Más asustada de lo que me gustaría reconocer, comencé a caminar a
través del campo. Todo aquello parecía de lo más extraño y la situación
gritaba que, a todas luces, algo iba muy mal.
Atravesé, desconcertada, la distancia desmesurada que ocupaba el
recinto hasta alcanzar la alambrada que parecía delimitar el campo y la
seguí durante lo que me parecieron kilómetros. Desesperada porque no
encontraba ninguna maldita salida, me planteé escalar y saltarla. ¿Estaría
electrificada?
Quise probar suerte y lancé una piedra a la reja. Nada. Podía
arriesgarme.
De pronto, una luz a mi izquierda me cegó por completo. Alguien debía
estar apuntándome con una linterna, pero más bien me parecía el foco de un
escenario.
—¿Quién anda ahí? —escuché una voz—. Estás en una propiedad
privada, márchate o llamaré a la policía.
Los ojos, aun estando cerrados, comenzaron a resecárseme.
—Por favor, apaga eso —logré decir, con la voz rasposa.
La intensidad del dolor que sentía en el gaznate se acrecentaba por
momentos. Me llevé las manos a la garganta, que había comenzado a
palpitarme con tal fuerza que comencé a asustarme. Una imperiosa
necesidad de arrancármela me invadió por completo.
—¡Señorita! —exclamó el guardia de seguridad tras bajar la linterna. No
debió verme demasiadas pintas de criminal, con la ropa sucia y mojada—.
¿Te encuentras bien?
En cuanto se me acercó y me agarró del brazo me invadió una rabia que
no conocía. Sentía que aquel inútil no estaba sino complicándome las cosas.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —insistía el hombre.
De repente y sin previo aviso, sentí una oleada de fuego recorrerme de
pies a cabeza. Me molestaba su olor, me molestaba su voz, me molestaba
tenerlo cerca. Solo sentía deseos de hacerlo callar.
Escuché su respiración acelerada y fui capaz de percibir cómo se le
aceleraba el pulso. Cuando quise darme cuenta, todo lo que venían mis ojos
se había teñido de un único color: el rojo.
El dolor de garganta, que me acribillaba, me subió hasta la boca con tal
fuerza que tuve que apretar la mandíbula. ¿Qué me estaba pasando?
Un grito me sacó del estado de trance en el que me encontraba. Al
recuperar los colores normales en la visión, comprobé, alarmada, que tenía
agarrado al guarda por la chaqueta. Lo estaba alzando un palmo por encima
de mí.
¿De dónde había sacado semejante fuerza?
Aterrorizada, lo solté, obligándole a caer de forma aparatosa contra el
suelo. Su expresión al mirarme era de completo horror. En el tiempo que
tardó en recomponerse —y yo en tranquilizarme—, divisé a unos
doscientos metros de nosotros una puerta de salida para coches. Justo a su
lado se encontraba la garita de vigilancia con la luz encendida. El hombre
debía haber venido de allí.
Corrí hacia la carretera. No solo necesitaba salir, sino también alejarme
del hombre que me había encontrado. Me asustaba volver a perder el
control, sobre todo porque no sabía que era lo que estaba pasando.
Por primera vez en mi vida, tuve miedo de mí misma y de lo que pudiera
llegar a hacer. ¿Qué era lo que me había impulsado a actuar de aquella
manera?
No me encontré mejor cuando me alejé del campo de golf. Andando a lo
largo de la carretera, oía coches que no veía, lo que estaba comenzando a
ocasionarme un dolor de cabeza terrible.
Escuchaba el rugido de motores a plena potencia, el chirriar de ruedas e
incluso la grava que salía despedida por el asfalto. Era como tener el
volumen de la televisión a tope durante la retransmisión de una frenética
carrera de Fórmula 1 y ni siquiera estar mirándola. Y cuando algún vehículo
pasaba a mi lado, era capaz de escuchar todas y cada una de las canciones
que provenían de las radios y las conversaciones de los pasajeros.
¿Cómo era posible algo así?
Jamás me había encontrado tan mal, ni tan confundida, ni tan
desorientada que no era capaz de distinguir las luces de las farolas que
alumbraban la calzada. Parecía que me hubiesen metido en un cuadro de
Miró del que, por más que lo intentase, no conseguía salir.
Dispuesta a acabar con la agonía que me invadía, alcé la mano con la
intención de detener un taxi que veía en la distancia y alejarme de allí
cuanto antes.
—Buenas noches, señorita —me saludó el conductor cuando entré, a
trompicones, en el asiento trasero del coche—. ¿A dónde vamos?
¿Adónde íbamos? Durante una fracción de segundo pensé en la
dirección de mi casa en Gran Canaria, donde había crecido y vivido durante
tanto tiempo, pero tardé poco en caer en la cuenta de que no estábamos en
mi isla. El taxista se extrañó ante mi demora.
—¿Señorita? ¿Te encuentras bien?
De nuevo esa maldita pregunta. ¿Cómo iba a estar bien si no sabía qué
demonios estaba pasando o cómo había acabado en medio de la nada?
—¿Señorita?
—Llévame a Harlem —respondí, finalmente, desde el asiento trasero.
El coche partió en cuanto el taxista tuvo una dirección a la que ir. Por su
rostro, me di cuenta de que debíamos encontrarnos bastante lejos de mi
casa, pues fue incapaz de disimular una sonrisa avariciosa al encender el
taxímetro.
—¿Y qué se te ha perdido por Huntington? ¿Trabajo a estas horas? —
charlaba el hombre.
—¿Huntington? ¿Dónde está eso? —pregunté mientras me acomodaba,
como podía, en el sillón del vehículo. La idea de estar en un sitio
desconocido no me asustó tanto como debería haberlo hecho.
—En… el Condado de Suffolk, pasando Nassau. —El tipo parecía
extrañado ante mi sorpresa.
—¿Estamos fuera de la ciudad de Nueva York? —El taxista se rio.
—Menuda juerga has tenido que correrte —comentó.
—La misma que vas a correrte tú como me cabrees, mi niño —dije en
mi español más cerrado.
—¿Qué? —preguntó al no comprender lo que decía.
Decidí ignorar al hombre y este se limitó a la conducción. A lo lejos se
veían preciosas casas de madera pintadas en tonos pastel, carreteras bien
cuidadas que nada tenían que ver con las de la ciudad.
Al llevar la vista a la parte delantera del coche, observé al taxista,
mirándome receloso a través del espejo retrovisor. Se removía, incómodo.
Notaba como… ¿su corazón? bombeaba de manera atropellada.
Me estaba agobiando.
A pesar del frío que debía hacer en el exterior, necesitaba que me diera
el aire, así que bajé la ventanilla que tenía más cerca.
Cuando el viento me golpeó en la cara volví a sentir cómo el ardor de la
garganta, que me había despertado entre los greens del campo de golf con
esa intensidad, aumentaba. La quemazón amenazaba con rajarme el
esófago. Intenté decirle al hombre que detuviera el coche, me costaba
respirar. Entonces vi lo inflamada que tenía la yugular.

Tras cuatro intentos, y tratando de ahorrar al máximo la escasa batería del


móvil del taxista, se oyó una respuesta al otro lado de la línea.
—¿Hola? —Contestó en inglés una voz que no acostumbraba a oír en
ese idioma, al menos no por teléfono—. ¡Sh, para! —Se escucharon unas
risitas por lo bajo.
No sabía por dónde comenzar.
—¿Hay alguien? —El tono de Natalia se volvió alarmado.
—Nati… He matado a alguien. —Al otro lado del teléfono se escuchó
un golpe seco, como si alguien se hubiera caído de la cama. Escuché a Ryan
preocupado, llamando a su mujer, que debía de encontrarse en el suelo.
—¿Melisa? ¿Eres tú? ¿Desde dónde coño me estás llamando? Tu
bromita no tiene ninguna gracia.
—No sé qué hacer —respondí, al borde de las lágrimas—. No sé cómo
ha pasado… No sé dónde estoy. Hay sangre por todos lados...
—¿Dónde estás? —Su voz sonaba determinada.
—No lo sé… —Estaba terriblemente asustada.
—Llama a Hugh —escuché que le decía a Ryan—. No te preocupes,
vamos a buscarte en el deportivo.
—Natalia… —Pero ya no había nadie al otro lado de la línea.

A las tantas de la madrugada la carretera estaba completamente desierta.


Hacía un buen rato que no pasaba nadie y, por suerte, los pocos coches que
lo hacían no reparaban en el taxi d el arcén.
En un intento desesperado por mantener la mente ocupada, rebusqué en
las guanteras del coche algún tipo de papel con el que poder limpiarme,
aunque fuera a nivel superficial. Iba a tener que deshacerme de la ropa.
Dentro de uno de los compartimentos encontré una cajita rectangular de
pañuelos. Tomé uno y lo humedecí con el gel desinfectante que también
había por ahí. Ajusté el retrovisor y me froté con efusividad el rostro y el
cuello hasta casi hacer desaparecer cada uno de los churretes de sangre que
me lo cubrían y me llegaban hasta las cejas.
El conductor seguía en su asiento, manchado, pálido e inerte. Su barriga
cervecera había decrecido un poco. La masacre que le había hecho en el
cuello me provocó tanta impresión que tuve que bajarme del coche.
Completamente aterrorizada, me dirigí, a duras penas, hacia el árbol más
cercano, junto a cuyo tronco me senté.
Como solía hacer de pequeña en situaciones de presión, comencé a
mecerme. No sabía cuánto tiempo llevaba allí sentada cuando escuché un
coche frenar a algunos metros de mí. ¿Serían ellos?
El deportivo del que mi amiga solía presumir tanto brillaba mucho
menos cuando no le daba la luz. Escuché, desde donde estaba, cómo Nati y
su marido discutían antes de que bajase nadie del vehículo.
—¡Pero ¿cómo me voy a quedar aquí dentro?! ¡Que es mi mejor amiga!
¡Sabía que eras estúpido, pero no tanto! —Los oía con total claridad, a
pesar de que tenían las ventanillas subidas.
—Natalia, que te quedes en el coche —dijo tajantemente Ryan al salir.
Cerró la puerta de un portazo tras de sí.
Natalia se bajó medio segundo después que él.
—Que te lo has creído —le soltó. Yo seguía sin ser capaz de moverme
—. ¡Mel! —gritó cuando me distinguió junto al árbol.
Enseguida se apresuró a alcanzarme, aunque no pudo sino dar dos pasos
antes de que el brazo fuerte de su marido la detuviera.
—¿Qué coño haces, Ryan? —dijo Nati, tratando de zafarse de entre los
brazos de su cónyuge.
—Déjame ver la gravedad a mí primero —le pidió, suplicante—, no
sabemos con qué puedes encontrarte.
—Ryan… —No permitió que su mujer continuase.
—Por favor —insistió, mirándola a los ojos—. No tardaré más de dos
minutos, te lo prometo.
—No me moveré de aquí. Asegúrate de que Mel está bien, por favor —
acabó por ceder.
Ryan se acercó a mí con precaución.
—¿Qué ha pasado, Melisa? —quiso saber, arrodillándose a mi lado.
Con suavidad, me agarró de las muñecas y me separó los brazos del
cuerpo. Me estaba examinando.
—No entiendo nada, Ryan… Me desperté en medio de la nada, no sé
cómo he llegado hasta aquí… —Él me miraba con atención, incluso con
comprensión. Parecía tranquilo, cosa que me extrañaba, teniendo en cuenta
que acababa de confesar un asesinato—. Estaba… intentando volver a casa.
Cuando recuperé la razón ya estaba muerto.
—¿Qué es lo último que recuerdas antes de despertarte? —preguntó con
cierta nota de preocupación.
Con cuidado, me ayudó a levantarme y me agarró la cara con las manos.
Daba la impresión de estar intentando determinar el tamaño de mis pupilas.
—No lo sé, estaba con vosotros. —Intenté hacer memoria y poco a poco
la mente se me fue llenando de imágenes borrosas—. Iba a la galería…, me
habían llamado del trabajo. Pero no recuerdo que llegara a salir de mi
edificio. Joder, me duele muchísimo la cabeza… —Tuve que llevarme las
manos a las sienes.
—Es completamente normal —trató de tranquilizarme—. Es importante
que trates de pensar, a pesar del dolor, Melisa. Intenta recordar cómo has
llegado hasta aquí. Quiero ayudarte.
Sentía que el cerebro me iba a explotar de un momento a otro, pero
intenté hacer lo que me pedía.
—Yo… —Suspiré, intentando que de esa manera se me aclarase todo—.
No llegué a salir porque alguien se metió en mi camino. —Noté, a través de
las manos de Ryan, cómo se ponía tenso—. Un tipo alto, muy delgado y
extraño, con los ojos negros… me llamó por mi nombre…
Ryan, en un ataque repentino de ira que me pilló desprevenida, golpeó el
árbol que teníamos a nuestro lado. La corteza se hundió y tomó la forma de
sus nudillos.
—¡Joder! —gritó.
—¿Ryan? ¿Qué pasa? —preguntó Natalia, dando un paso hacia
nosotros.
—Quédate ahí, Nati, por favor.
—¡Quédate ahí, quédate ahí! ¡¿Se cree que soy Lua?! ¡Se va a quedar
ahí quien yo te diga, guapito! ¡Y encima yo voy y le hago caso, que es lo
peor!
—¡Nati, por favor, cállate! —Su constante farfullar en español hacía que
los pinchazos que sentía en las sienes se volviesen más y más intensos.
Haciéndome caso, todo quedó en silencio absoluto.
—Ryan, no he dicho nada… —Fue lo único que alcanzó a decir antes de
llevarse las manos a la boca.
El trayecto en la parte trasera del Infiniti de Nati no era más que una
mancha borrosa en mi memoria. Antes de poner rumbo a Nueva York, Ryan
se llevó el taxi y al taxista a un lugar que no nos contó a ninguna de las dos.
Natalia, sin decir una sola palabra, había corrido, entre tropiezos, hacia el
árbol en cuanto su marido se alejó de nosotras para acunarme entre sus
brazos.
—¿Cómo ha podido pasar esto, Ryan…? —le preguntó, desde el asiento
delantero, con un hilo de voz.
—Cuando he ido a quemar el taxi he llamado a Tarek. Vamos a Tribeca
y Mel se quedará allí unos días —contestó él en un tono igual de bajo—. Al
menos hasta que… se acostumbre.
—No me has contestado…
—Lo hablaremos allí, es mejor que estemos todos.
Dentro de la ducha del loft de Tarek me imaginé a Natalia, unos meses
antes, en el mismo lugar que yo. Fue allí a donde la llevaron tras su
desaparición, así que era más que probable que también hubiese utilizado
aquel baño. Ella sin haber asesinado a nadie.
Abrí los grifos a máxima presión para tratar de acallar la conversación
que los demás mantenían en el piso de abajo, pero aún lograba distinguir
sus voces. Lo último que escuché con total claridad fue a Natalia en un
ataque de histeria, hacía años que no la notaba así.
Una vez dentro de la inmensa bañera, me froté con energía cada
centímetro de la piel. Me sentía sucia, repugnante, y aún olía el miedo del
taxista pegado a mi cuerpo. La imagen de su cadáver acudía una y otra vez
a mi mente. Estaba convencida de que saldría de la ducha con la piel en
carne viva.
Me dejé caer por la pared de la bañera hasta sentarme. Lloraba sin poder
hacer nada por evitarlo. Las lágrimas me caían desbocadas por las mejillas
y se mezclaban con el agua de la ducha. ¿Cómo había podido ocurrir algo
así? Apenas tenía imágenes coherentes del suceso.
Me permití quedarme unos minutos más en la posición en la que estaba
antes de terminar de enjabonarme.
En el piso inferior, los demás seguían hablando entre susurros, aunque a
mí me parecían gritos Con intención de bloquear todos los ruidos exteriores
comencé a cantar mentalmente una de mis canciones preferidas mientras
me vestía con la muda limpia que me había traído Natalia. Era ropa de
andar por casa, así que, a pesar de la diferencia de altura que había entre las
dos, era grande y no me quedaba corta.
Tardé unos cuantos minutos en conseguir el valor suficiente para bajar
las modernas escaleras hacia el salón. Todos estaban tan enfrascados en su
discusión que nadie pareció reparar mi presencia.
—¿Nati…? —logré llamar a mi amiga, provocando que todos los
presentes se girasen para mirarme.
—Mel... —Había cierta nota de compasión en su voz—. ¿Cómo estás?
—Se notaba que mi amiga quería acercarse a mí, pero se estaba resistiendo.
—Como si me hubiesen tirado por un barranco y no quedase de mí más
que el cuerpo —contesté, abatida, sin atreverme a avanzar hacia ellos.
—¿Tienes alguna idea de lo que te ha pasado? —preguntó Tarek—. ¿De
cómo o con qué mataste al taxista? ¿Lo has pensado?
—Intento… pensar en ello, pero solo veo sangre. Rojo y más rojo, nada
más. —Suspiré, sentándome en el sofá y frotándome las sienes con las
manos, el dolor de cabeza no cesaba. Me sorprendía la naturalidad con la
que trataban el tema, aunque agradecía que no me juzgaran—. Todo fue
muy rápido…
—¿Ninguna teoría? —insistió. Los ojos de todos los presentes e incluso
los de Hugh, a través de la pantalla del ordenador, estaban pendientes de mí.
—No, nada. —dije, más bien para mí misma—. No veo nada.
—Le mordiste para alimentarte —soltó Ash, la única presente que
parecía estar enfadada.
—Barbie… —comenzó Tarek.
—No ganáis nada tratándola con tanto cuidado —cortó ella—. Lo mejor
es decírselo sin rodeos.
—¿Incluso en una situación así tienes que ser tan gilipollas, Ash? —Esta
vez la miré directamente a los ojos sin reparos, se había pasado de la raya.
Sin embargo, y por primera vez, me apartó la mirada—. ¿Y además me
estás soltando el rollito Crepúsculo?
—Melisa… es verdad —añadió Tarek, cauteloso.
—Te has convertido en… una vampira —dijo Ryan haciendo que me
estallara la risa.
—A ver, señores —me aclaré la garganta—. ¿Qué tipo de droga creéis
que me he tomado para tragarme algo así?, ¿eh? ¿Esto es cosa tuya, Nati?
—¡Vamos, por favor! —exclamó Ash—. Tarek agárrala.
En cuestión de segundos me vi atrapada por los enormes brazos de aquel
hombre, aprisionada de tal forma que era incapaz de mover un solo
músculo. Ash se acercó con rapidez a Natalia, la agarró de la muñeca y se la
mordió sin remilgos. Al deshacerse el contacto, sobre la piel de mi amiga
quedaron dos gruesas gotas de color rojo oscuro.
—¡¿Qué coño haces?! —gritamos al unísono Ryan y yo.
De repente, volvía a encontrarme en el taxi de Huntington, viendo cómo
los latidos del corazón del taxista se le reflejaban en la piel del cuello. El
sonido estridente de los latidos del corazón desbocado de Nati me invadió
la cabeza, haciendo que la garganta volviera a quemarme.
Necesitaba aquello que había sobre la muñeca de Natalia como nunca
había necesitado nada. Me moriría si no lo conseguía, así que comencé a
retorcerme para escapar del agarre de Tarek.
En el taxi, el motor del coche seguía rugiendo bajo el capó mientras yo
me abalanzaba sobre el conductor, que llevó precipitadamente el vehículo al
arcén. Todos mis instintos me llevaron a colocarme sobre él y, con todas
mis fuerzas, clavarle los colmillos en aquel cuello sudoroso.
Beber de su sangre me devolvió la cordura que acababa de perder...
hasta que comprobé que debajo de mí lo que había era un cadáver.
—Lleva a tu mujer a casa, Ryan —ordenó Tarek—. No debería haber
visto a su amiga así…
Escuché su voz porque estaba justo a mi lado, pero no volví a poder
respirar con relativa tranquilidad hasta que oí cerrarse la puerta blindada del
loft. Entonces me encontré libre, pero apenas era capaz de moverme.
—Creo que voy a desconectarme, voy a empezar la investigación —dijo
Hugh, a través de la pantalla, entre bostezos—. Os avisaré si encuentro
algo.
El monitor se tornó negro. Una vez estuve sentada en el comedor, la
mano de Tarek se posó sobre mi hombro. Me estaba ofreciendo un termo de
café.
—Bebe, te calmará —me dijo con voz suave.
Cuando agarré el termo con las manos y noté lo frío que estaba mi
cabeza hiló. Debía ser sangre que, por algún extraño motivo, tendría en
casa. Haciendo acopio de fuerza de voluntad, cerré los ojos, inspiré
profundamente y me llevé el vaso a los labios. Como Tarek bien había
asegurado, el dolor y la quemazón fueron disminuyendo casi hasta
desaparecer. Ash se paseaba, nerviosa, por todo el vestíbulo.
—¿Ocurre algo, Barbie?
—Joder, no sé cómo he podido perder el control… —hablaba la vampira
para sí.
—¿Tienes algo que ver? —inquirió su amigo.
—¿Cómo ha pasado? —interrumpí, aún desconcertada—. ¿Qué me ha
ocurrido para que me pase… esto?
Todavía seguía sin entender nada y sus rostros denotaban una lástima
que me agobiaba. Tarek se sentó a mi lado, en una de las numerosas sillas
del comedor, pero Ash se quedó apoyada en una de las paredes que unían el
vestíbulo y la zona de la cocina sin dirigirnos la mirada.
—Entiendo perfectamente por lo que estás pasando —comenzó a decir.
¿Que lo entendía? ¿Cómo diablos iba a entenderlo?
—No tienes ni idea, preferiría estar muerta… —respondí, segura de la
elección de mis palabras.
—Esa sensación no durará mucho, Muharaba. Yo también prefería
verme muerto, pero después de una década todo se calma.
—¿Una década? ¿Tú...? —Sin duda, estaban siendo unas horas que me
iban a costar asimilar. ¿Tarek también era un… vampiro?
—Sí, yo también soy como tú. —Asintió, cogiendo con sus enormes
manos una de las mías.
Ash suspiró, aún alejada de nosotros. Con el rabillo del ojo vi cómo,
finalmente, se sentaba al otro lado de la gran sala, en el sofá, y se pasaba
con cierta aprehensión las manos por el pelo. Parecía cada vez más alterada.
—¿Y Hugh? ¿Y Ryan?
—Ryan también. Hugh fue un tropiezo que surgió por el camino —
respondió, con una sonrisa amable.
—¿Y Nati? ¿Qué pinta Natalia en todo esto? Ella sigue siendo humana,
¿no? No entiendo cómo ha sobrevivido… a …
—Sí, puedes decirlo. A nosotros.
—Ya no sé ni qué pronombres personales usar... —¿Cómo iba a lograr
asimilar todo esto? Me estaba mareando.
—Con el tiempo controlas la sed. Nuestra Sweetheart no corre ningún
peligro con nosotros —prosiguió—. Y menos aún con Ryan enamorado de
ella. Mataría, sin duda, a cualquiera de los nuestros por esa mujer. Ya ha
estado a punto de hacerlo.
—¿A punto? ¿Qué quieres decir? —No sabía si su intención era
distraerme, pero consiguió que dejara de darle vueltas a la cabeza.
—Hace unos meses, Natalia estuvo varios días en manos de James. —
Los días que había desaparecido en enero...
—¿Y quién es James?
—La persona que creemos que te ha hecho esto. —Esperó hasta ver mi
reacción antes de continuar hablando—. Fue el marido de la hermana de
Ryan, Róisín y lo odia por encima de todas las cosas. Quiere vengarse de él
por… Bueno, es una larga historia. Natalia era la mejor opción que tenía
para hacerlo y creemos que quizás ahora te haya elegido a ti, ya que ella no
está sola ni un minuto...
Entonces recordé cómo había empezado la conversación, le había
preguntado al vampiro cómo había acabado condenada.
—¿Y cómo me lo ha hecho, Tarek? —volví a insistir, con notas de
angustia en mi voz.
—Para convertirte tienes que morir. —Carraspeó con seriedad antes de
proseguir—. Y antes de morir… tiene que morderte un vampiro.
¿Morderme? A medida que progresaba la charla, iba recuperando los
recuerdos de la noche anterior. Aunque las imágenes seguían un poco
borrosas, cada vez me acordaba mejor del hombre de las escaleras, de cómo
me había dicho algo de daños colaterales y me había agarrado con las
manos. Pero juraría que no me había mordido.
—Pero él no me... —comencé a decir, mientras recapitulaba todas las
escenas.
—Ha sido por mi culpa —dijo Ash. Seguía sin mirarme—. Yo te mordí.
—Joder, Barbie… Ken va a matarte por diversas razones —habló Tarek
—, y yo no pienso impedírselo.
De forma inconsciente, me llevé la mano al cuello, a donde la mañana
anterior me había visto un hematoma amarillento sobre la piel en el espejo
del baño. Ash me había mordido. En el pasillo de los baños que llevaba al
Dead End. Después de que nos hubiéramos besado.
—¡¿Toda esta mierda es culpa tuya?!
Justo después de mi estallido, sonaron los pitidos que precedían la
apertura de la puerta de entrada. Ryan acababa de volver y su cara denotaba
un enfado de proporciones considerables.
—¡Es culpa de Hugh, por llevarnos al maldito Dead End aquella noche!
¡Culpa tuya, por haberte metido en la vida de Natalia! —proseguí,
señalando a Ryan con crudeza—. ¡De Nati, por haberse dejado embaucar!
—Conseguí frenarme unas milésimas de segundo para hablarle a Tarek—.
Tú te salvas, por ahora, pero algo habrás hecho. ¿Pero tú? —Mi mirada
había regresado a Ash y esta vez era más fría de lo que había sido nunca la
suya—. Eres… Eres... Eres la peor de todos. No te basta con jugar conmigo
y con mis sentimientos. Tenías que destrozarme la vida.
—¿Qué? ¿De qué te culpa a ti? —preguntó, confuso, Ryan.
Tarek, impasible ante lo que se estaba comenzando a desencadenar a su
alrededor, se sentó en su amplio sofá y se puso cómodo. Me miró y palpó el
hueco que quedaba a su lado con su gran mano.
—Siéntate y disfruta del espectáculo, Melisa. Ryan —le llamó—, Ash
fue quien la mordió.
Capítulo 8

Ryan se sostenía sobre la ceja una bolsa casi descongelada de guisantes,


mientras que Ash tenía sobre el labio inferior una de minizanahorias. Era
cierto que había sido un espectáculo verlos pelearse. Hubo un momento de
la discusión en el que apenas parecían recordar por qué se golpeaban. No
obstante, no cabía ninguna duda, de que lo que más había molestado a Ryan
era haber expuesto a su mujer al peligro.
¿Peligro? Me costaba asimilar que fuera capaz hacerle daño a mi mejor
amiga. Una parte de mí quería creer que eso no podría suceder jamás, aun
con mi nueva condición, pero lo cierto era que no podía estar segura al cien
por cien.
Mientras Ash y Ryan se atizaban como animales y se gritaban toda clase
de improperios, Tarek me había explicado las diferentes formas que tiene de
morir un vampiro. A golpes no solía ser una de ellas, podrían haber
continuado así hasta Nochevieja.
También me habló de ciertos mitos sobre los vampiros que no eran del
todo ciertos. Me confesó que era un gran amante de las patatas al ajillo, por
lo que eran capaces de alimentarse de algo más que de sangre, y que los
crucifijos no les hacían arder.
Sin embargo, sí que eran fotosensibles, hasta el punto de poder morir
abrasados bajo el sol. Tampoco se convertían en murciélagos para viajar.
Me explicó que teníamos la habilidad de leer las mentes, de ahí que Natalia
hubiera adivinado parte de lo que me había ocurrido junto a la carretera.
Me explicó también que era mucho más fácil leer las mentes de personas
que piensan más alto que el resto, personas que, por lo general, solían ser
más escandalosas cuando hablaban.
—Ryan, yo… —comenzó a decir Ash, a duras penas, con la boca
magullada.
—Resérvatelo, Ash, por ahora no me interesa —contestó, levantándose a
dejar la bolsa de guisantes de nuevo en el congelador.
Según parecía, también se curaban bastante antes de lo normal. La piel
de alrededor del ojo del vampiro rubio apenas era un par de tonalidades más
oscura que el resto y el pequeño corte que había tenido hacía apenas unos
minutos ya no estaba. Una canción de Queen comenzó a sonar del bolsillo
del pantalón de Tarek. Era su teléfono.
—Dime, Sweetheart.
—¿Está bien? —su voz, que escuché con claridad, sonaba abatida—. ¿Y
por qué no me coge Ryan el teléfono?
—Sí, está bien, no te preocupes por ella. Tu marido no te cogía el
teléfono porque se estaba partiendo la cara con Barbie. —Nati suspiró.
—¿Y por qué esta vez?
—Tenían ciertas discrepancias. Tú trata de dormir, no te preocupes. La
cuidaré. —Colgó—. Era tu mujer —le dijo a Ryan.
—Creo que debería ir a casa con ella —respondió este—, me imagino
que esto no es fácil para ella tampoco. Mel, ¿estarás bien?
—Sobreviviré. O más bien no.
—No puede morir dos veces en el mismo día —dijo Tarek con tono de
burla—, y menos en mi casa.
—¿De verdad me tengo que quedar aquí? —pregunté, preocupada por
Salem—. Soy una persona a la que se le da bastante bien lo de no salir.
—En cuanto tengas sed… querrás hacerlo —respondió Tarek.
Ryan se despidió de su amigo y se dirigió a mí con una sonrisa antes de
marcharse y palmearme la espalda. Insistió, una vez más, en que Tarek me
mantendría a buen recaudo y en que nada iba a faltarme mientras me
quedase donde estaba. Ash se marchó junto a él, pero ninguno de ellos se
dirigió la palabra al hacerlo.
Al quedarnos solos, Tarek me explicó dónde estaba todo y me dio
libertad para hacer cuanto quisiese. Era casi tan organizado como yo, lo
que, en unos momentos en los que no sabía muy bien cómo debía sentirme,
me resultó tranquilizador. Me dijo que tendría que salir a la noche siguiente
para trabajar, pero que los tres vampiros se irían turnando para no dejarme
sola en ningún momento, porque no tenían muy claro lo que era capaz de
hacer.
—Y, bueno —comencé a preguntar, algo incómoda—, ¿dormimos en
ataúdes o se usan las camas?
—Tranquila, puedes dormir en el dormitorio.
—¿Y tú? —No pude evitar que me supiese mal robarle la cama a
alguien, aun en tales circunstancias.
—En algún momento tenía que estrenar el sofá cama. —Sonrió—. Pero,
de todas maneras, es probable que no sientas la necesidad de dormir hasta
pasados al menos dos días. Estás a pleno rendimiento.
—¿Qué quieres decir?
—Te costará adaptarte a tu nueva condición, estarás alerta y expectante.
Pasado ese tiempo de adaptación, tendrás un poco más de control sobre ti
misma y sobre tu cuerpo. Entonces te enseñaré a leer mentes con calma, sin
que quieras que te explote la cabeza.
Tras unos minutos de charla, mi acompañante me dejó en el piso inferior
con la televisión encendida mientras él iba a ducharse. Lo cierto es que el
sofá era bastante cómodo y acolchado, pero, por muchos canales que
cambiase con el mando a distancia, a tales horas solo emitían anuncios de la
teletienda de aparatos de lo más extraño y empezaba a subirme por las
paredes.
Apagué el gran televisor y me decidí a echar un vistazo a los cuadros
que decoraban las paredes de la entrada.
Tarek poseía una gran colección de obras de arte. Sus paredes estaban
cubiertas de cuadros de lo más diferentes entre sí, pero no había ninguno
que desentonase. De entre ellos distinguí una de las piezas que tenía cerca
de lo que supuse que eran las ventanas cubiertas. Era un pedazo de los
Nenúfares de Claude Monet. ¿Estaba viendo visiones?
Monet era de los más famosos impresionistas del mundo, sus obras se
guardaban en los más prestigiosos museos y aquella en concreto había sido
devorada por las llamas en el famoso incendio de 1958 del Museum of
Modern Art… A medida que me iba acercando al fragmento del cuadro,
veía cómo los dibujos se iban difuminando y las figuras desaparecían para
dejar paso a cada una de las minúsculas pinceladas al óleo.
Me vi completamente sobrecogida. Todos los instintos tan aterradores
que me habían superado horas antes en el taxi, y que casi lo hicieron cuando
Ash mordió a Natalia, se vieron aparcados por completo por la imperiosa
necesidad de acariciar el lienzo y sentir el volumen de la pintura seca bajo
la yema de mis dedos. Pero no podía arriesgarme a estropear una obra de
semejante valía.
—¿Te gusta? —me sorprendió la voz de Tarek detrás de mí—. Fue un
gran cuadro, ahora solo queda ese pedazo.
Por primera vez desde que le conocía, vi a Tarek sin el traje negro con el
que acostumbraba a verle. Vestía solo un pantalón de franela, lo que me
permitió contemplar sus musculosos pectorales. En uno de ellos llevaba
tatuado el ojo de Horus.
Se había colocado a mi lado y tenía los brazos cruzados por detrás de la
espalda. Contemplaba la obra con cierto aire de nostalgia dibujado en el
rostro.
—Monet es mi pintor preferido —contesté, volviendo a mirar la pintura.
—Era todo un honor observar cómo lo pintaba.
—¿Perdona? —Confusa, me di la vuelta de nuevo. El dorado de los ojos
de Tarek brillaba cuando me devolvió la mirada. ¿Ver pintar a Monet?
¿Cuántos años tenía?
—Me convertí en 1873. Nací en el treinta y seis, así que he vivido ya
casi dos siglos —respondió, todavía contemplando la obra.
—¿Cómo has…? Ah, sí, los pensamientos —pregunté y respondí al
mismo tiempo—, me va a costar acostumbrarme a eso.
—Lo harás.
Tarek me confesó que había sido un buen amigo de Monet,
prácticamente se criaron juntos cuando su madre y él emigraron a Francia
desde Egipto. Perdió su amistad con el pintor cuando ocurrió su conversión.
Percibí cierto recelo en su voz cuando llegó a esa parte de la historia,
supuse que sabía que aquello me haría pensar en mi amistad con Natalia y
las demás chicas, que seguían en España.
¿Qué pasaría con el tiempo?
Si se podía vivir tantos años siendo lo que era ahora, todas las personas
que conocía irían… muriendo. Mi padre, mi madre, mis amigas…
El sentimiento de tristeza me invadió por completo y ni siquiera el
pedacito de obra de Monet consiguió levantarme el ánimo. Tras unos pocos
segundos más, Tarek se acercó a la pequeña mesa en la que descansaba un
ajedrez con una partida empezada. Colocó las fichas de nuevo en su lugar
de origen y me invitó a sentarme en una de las sillas para comenzar una
partida.
—No sé jugar —dije, sin darle la oportunidad de abrir la boca. Sonrió.
—Tienes tiempo para aprender.
Después de que me humillase por completo al ajedrez, el hombre, que
más que mi acompañante parecía mi niñera, decidió enseñarme a utilizar la
televisión por cable para que no me aburriera cuando él se fuera a dormir.
Me explicó que en el dormitorio podría ver lo que quisiera, ya que tenía
otro plasma allí que podría utilizar sin problema. Insistió también en
preparar unas costillas para cenar, lo que estuvo a punto de provocarme una
arcada. Le dije que era vegana y él se partió de la risa.
—¿Qué te parece tan gracioso? —comenté con indignación. La verdad
era que estaba harta de que todo el mundo sacase conversación a costa de lo
que comía o dejaba de comer.
—Pues lo cierto es que me parece irónico.
—¿Qué tiene de irónico? No como productos animales, tampoco es que
sea poco común. —Me ofendía su risa.
—Para poder sobrevivir, a partir de ahora, es probable que mates más de
una vez. Al menos hasta que sepas parar, ya lo has comprobado. Los
humanos también son animales. —Me tomé un minuto de reflexión antes de
animarme a decir nada, no me gustaba hablar sobre el tema sin asegurarme
bien de lo que iba a decir primero.
—Tú lo has dicho, Tarek, para sobrevivir los... vampiros... necesitamos
sangre. ¿Pero de verdad necesita cualquiera en un país tan desarrollado
como Estados Unidos un chuletón de ternera, unas botas de cuero o ver a un
oso haciendo el pino en el circo? No sé yo, creo que la gente se merece algo
de su propia medicina y ser la comida para variar.
«Por lo menos la mayoría de ellos tienen la suerte de no sufrir maltrato y
abusos desde que nacen. No se les hormona, ni se les preña para luego
apartarles de sus crías, ni tampoco se les fuerza a comer, cebados por un
tubo que les llega hasta la garganta, para que su carne sepa mejor. No, hasta
para eso los humanos tienen suerte.
—Tienes convicciones firmes y legítimas. Me recuerdas a Louise
Michel, siempre luchó mucho por sus principios. Te llevarías bien con
Barbie si aprendieseis a dialogar.
El buen humor que Tarek había conseguido brindarme, se fue por el
desagüe tras aquellas palabras.
—Cualquier oportunidad que tuviera Ash de llevarse bien conmigo se
fue al traste cuando me hizo esto.
—Melisa…
—No, Tarek —le corté con mordacidad—. La vida me ha cambiado por
completo por su culpa. Todo se me ha puesto patas arriba porque Ash no
tenía nada mejor que hacer que tratarme como si fuera un juguete al que,
queriéndolo o no, hubiese roto y con el que ya no se pudiera jugar.
No me contestó, se limitó a dejar frente a mí un bol de fruta y a sentarse
con un generoso plato de costillas en la mesa del comedor. No me había
dado cuenta de que me estaba preparando algo mientras hablábamos.
—No deberías ser tan dura con ella —se atrevió a hablar—. A fin de
cuentas, tú misma has experimentado la necesidad de alimentarte. Con el
tiempo, verás que la sangre de ciertos humanos te atrae más que otra.
Además, gracias a ella no estás muerta, deberías recordar eso.
—No creo que tuviera necesidad de alimentarse de mí —seguí,
cabezota, sin dejarle ver que sus últimas palabras habían conseguido
descolocarme y que comenzaba a sentirme incómoda—. Por muy atrayente
que resulte la sangre, hasta ahora la he visto siempre con mucho
autocontrol. —Quería dar por finalizada la conversación, pues comenzaba a
molestarme—. En fin, imagino que querrás dormir, subiré a la habitación
para que puedas hacerlo.
—Buenas noches, Muharaba —se despidió en un tono cariñoso.
Una vez en el dormitorio, encendí el televisor. No quería que Tarek
pudiera escuchar mis pensamientos e intuí que con ruido de por medio sería
más difícil leerlos.
¿De verdad pensaba que tenía que agradecerle a Ash lo que me había
pasado? ¿A alguien que, desde que me conocía, había hecho del juego de
cazar al ratón conmigo su pasatiempo favorito? Sin duda alguna, acababa
de descubrir que el origen de mi inexplicable atracción por aquella mujer
fatal se debía a algún tipo de truquito vampírico. No podía ser de otra
forma.
Al fin, la venda se me había caído de los ojos. Suspiré con tranquilidad,
aliviada al saber que no volvería a caer en sus redes. Cómo hacerlo, si era
ella quien me había condenado, sin permiso, a una vida en la que realmente
no estás viva.
Capítulo 9

A las seis de la mañana apenas había movimiento alguno en las calles


principales de Harlem, pero probablemente no fuese así en los callejones. A
esas horas siempre sucedía algo en los rincones más oscuros de Nueva
York, sobre todo de mano de drogadictos y ladrones.
Yo lo sabía de primera mano.
Tardé más de media hora en decidirme a bajar del coche, pero el reloj
del salpicadero me avisaba de los escasos minutos que faltaban para el
amanecer y no podía arriesgarme a que me pillara volviendo a casa.
La cerradura del portal que llevaba al interior del piso de Melisa me
resultó fácil de forzar, tarea de niños. Subí por las escaleras los tres pisos
que había para llegar hasta el apartamento deteniéndome a echar un vistazo
en cada rellano, tratando de averiguar el lugar exacto en el que había sido
asesinada. Era más que probable que el asesino, James, hubiese borrado
cualquier tipo de rastro, pero nada tenía que perder por intentarlo.
Una señora con cara de pocos amigos se detuvo delante de la puerta
situada enfrente del piso de Melisa. Me miraba con recelo, desconfiada,
algo a lo que estaba acostumbrada. La saludé con mi sonrisa más descarada,
lo que hizo que se metiera en su casa con prisa.
Traté de abrir la puerta lo más rápido posible, sabía que aquella mujer
afroamericana me estaría observando a través de la mirilla. El clic se
escuchó enseguida y, tras atravesar el umbral me recibió el gato del que ya
había oído hablar, maullándome con desconfianza.
Me quité la chupa de cuero y la dejé sobre la mesa e inmediatamente
busqué el cuenco de agua del animal para cambiarlo por uno fresco y
limpio. Acaricié al felino para intentar ganármelo, ya que sus ojos me
miraban con desconfianza y no parecía que le agradaran las visitas.
Tras ponerle agua, abrí una lata de paté para alimentarlo. Debía de tener
hambre, llevaba más de un día sin comer. En cuanto el ruido de la lata al
abrirse sonó, el gato comenzó a frotarse enérgicamente entre mis botas.
—Ya vamos, bicho —le dije.
Vertí la comida sobre un plato cualquiera, no creía que a Melisa le
importara demasiado si no era del todo escrupulosa con esas cosas. Lo
importante era que el animal comiera, ¿no?
En la habitación había dos ventanas y las cortinas no eran del todo
tupidas, así que busqué entre la ropa de cama hasta encontrar dos edredones
que utilicé a modo de persianas, sumiendo el salón en la oscuridad.
El gato, una vez satisfecho, se subió sobre la mesa de escritorio, donde
solo había un portátil cerrado. Sus ronroneos me sirvieron para saber que
había bajado la guardia y que comenzaba a tolerar mi presencia.
¿Qué se suponía que iba a hacer durante todo el día en esa casa?
¿Cotillear? Lo cierto era que sentía algo de curiosidad por las cosas de
Melisa. ¿Qué secretos podría esconder? No podía ser tan perfecta como
aparentaba, algún defecto debía de tener. Tal vez me encontrara con una
esvástica que me demostrara que doña repipi no era más que una extremista
nazi.
«Todavía no he encontrado nada. Parece que ha aprendido a esconderse
mejor. Ten mucho cuidado, Ash, sabemos que te busca a ti». Hugh nos
mandó un mensaje a todos.
Eché un vistazo rápido a la estancia; era pequeña, pero tenía algo
acogedor. Se notaba el cariño que se había depositado en colocar cada cosa
en cada lugar.
A la izquierda una, pequeña estantería aguantaba tres marcos de fotos
con los rostros felices y sonrientes de Melisa y sus amigas. En una de las
imágenes estaban vestidas para un acontecimiento que parecía importante.
Al fijar un poco más la vista, comprobé que Melisa sostenía en la mano una
banda de graduación.
Curiosear lo que me rodeaba me llevó poco tiempo, pero era lo que tenía
que el pisito fuera más bien un estudio. Pero, el no encontrar nada jugoso
que desmintiera la perfección de su habitante, no me hizo perder el interés.
La mesa del escritorio, desde donde el gato negro había comenzado a
observarme con atención, estaba cerca de la cama. En el lado opuesto de la
estancia había unos sofás, enmarcando un televisor que no tenía pinta de
usarse a menudo, por limpio que estuviese.
Adentrándome un poco más, encontré un pequeño vestidor al que se
llegaba a través del baño. Además de eso, solo estaban el recibidor y la
cocina. Todo estaba perfectamente ordenado.
Después de examinarlo todo, me quité las botas y me tumbé
cómodamente en la cama. Al fin y al cabo, no iba a poder salir hasta el
anochecer.
Sobre la única mesita de noche que flanqueaba el colchón había varios
libros, todos a medio leer, un reloj de pulsera y una cajita de cartón
empapelada.
Nada de la caja llamaba especialmente la atención, pero la cogí y la abrí.
Dentro había una infinidad de trozos de papel doblados, de todos los colores
y de todas las texturas. ¿Acaso era una cajita de los deseos?
Tomé entre mis manos el primer papelito que encontré y desdoblé los
pliegues de este hasta que quedó totalmente estirado; era un tique de la
compra. ¿Quién diablos se tomaba tantas molestias por un tique?
Cuando volví a depositarlo, más bien a tirarlo al interior de la caja, me di
cuenta de que por la cara exterior había trazos de bolígrafo. Estaba
dibujado. Volví a cogerlo para observarlo con curiosidad.
El dibujo iba acompañado de un texto en español, que no me molesté en
traducir, y una fecha: veinte de enero. Las líneas, curvas y azules, se unían
para formar un boceto del deportivo de Ryan.
¿Veinte de enero? Recordaba ese día, fue cuando Natalia consiguió que
Ryan le cediese de forma definitiva las llaves del coche. Así que lo que
había encontrado era una especie extraña de diario artístico. Había hallado
oro en la mina, oro que podía brindar una información muy valiosa.
El siguiente era un trocito de postal tras el que encontré el retrato de un
hombre cuyo parecido con Melisa era innegable. «Papá. 31/07/2015».
Las que lucían tinta más reciente lucían trazos más descuidados. En un
post-it sin pegamento se adivinaban las olas del mar rompiendo contra una
estatua. «Echo de menos mi mar».
El siguiente era papel de carta. Y fue mi rostro el que encontré plasmado
en la celulosa, algo borroso al tratarse, seguramente, de tinta líquida sobre
la que Melisa había apoyado sin querer el dorso de la mano.
La fecha databa de enero, era la de la noche que Melisa me había
besado. Recordaba perfectamente aquel beso y me iba a costar bastante
olvidarlo. Me había quedado mirándola alguna vez mientras hablaba con
Natalia, observando su actitud fría con todos los demás, por eso me
sorprendió que fuera ella la que se lanzara. En especial porque, por aquel
entonces creía que era hetero. Fue una sorpresa… agradable.
De pronto, la cajita salió disparada hacia mi izquierda, vertiendo sobre el
colchón la mitad de los papelitos. El gato se subió a la cama para hacérseme
un ovillo encima de la barriga. Era suave y, además de a animalillo, olía a
su dueña.
Sin atreverme a apartar de mi regazo al felino cuyo nombre no conocía,
encendí la luz de la mesita, recogí los papeles, devolví la cajita a su sitio y
cogí uno de los libros que tenía a mano: una novela de Hemingway. Con
intención de hacer pasar las horas, lo abrí y comencé a leerlo.
Apenas había logrado leer dos páginas cuando mi canción favorita de
Wire comenzó a sonar a todo volumen en mi teléfono. El gato, que se llevó
un buen susto, saltó de mi regazo y corrió hasta la mesa del escritorio.
Parecía ser el rincón que más le gustaba.
—¿Qué pasa, enana, no puedes dormir? ¿Ryan no te ha agotado aún? —
dije tras descolgar el teléfono.
—Dime que Ryan me está mintiendo.
—Por lo que veo, ha corrido como un chiquillo a contarte su versión de
la historia. —Me senté, incorporándome sobre la cama, y encendí un
cigarrillo. Sabía que pronto necesitaría calmarme—. ¿Qué es lo que te ha
dicho exactamente?
—¿Fuiste tú quien la mordió?
—No era consciente de lo que hacía, Nati. —Di una profunda calada al
pitillo y me tomé mi tiempo para soltar el humo.
—Mira, Ash... —Escuché, a través del auricular, cómo la humana
tomaba aire con lentitud—. Te he visto irte con muchas mujeres en estos
últimos meses y siempre has sido totalmente consciente de lo que estabas
haciendo. —Hubo una pausa—. Melisa es como mi hermana.
—Eso ya lo sé.
—No juegues con ella, por favor.
—Nadie ha dicho que fuera a hacerlo. —Las acusaciones de todos
estaban empezando a molestarme.
—Pensaba que tenías dos dedos de frente, ¿sabes? Cuidado con dónde te
metes y con quién. —Colgó.
Pero ¿quién se creía que era esa mujer para hablarme de ese modo?
No podía estar más equivocada, ¿cómo iba a perder el tiempo con
alguien como Melisa? Estábamos hablando de alguien que siempre quería
tener la situación bajo control y lo planificaba todo hasta el punto de que
rozaba lo enfermizo.
¿Cómo se podía vivir así? ¡Un poco de espontaneidad, joder!
Era consciente de que me parecía muy atractiva, sí. Y había sido incapaz
de contenerme y la había mordido, vale. Pero ¿Melisa y yo? Éramos tan
difíciles de mezclar como el agua y el aceite. Aquello no iba a volver a
pasar. Además, ¿después de las consecuencias que había tenido mi desliz?
Sin embargo, mi subconsciente me llevó por derroteros muy distintos y
antes de que me diera cuenta me estaba imaginando a la rubia en esa misma
cama, encima de mí e intentando ser la que llevase la voz cantante. Las
caricias, los besos y los forcejeos se convirtieron enseguida en una guerra
de poder en la que nos pasaríamos horas enzarzadas.
Pero era mejor no ponerse a pensar en esas cosas, el tabaco no siempre
me hacía todo el bien que debía. Me acabé el cigarrillo y miré la hora en el
móvil; lo mejor sería que intentase dormir un poco.

Cuando por fin me desperté, horas más tarde, tenía al gato de Melisa hecho
un ovillo junto a mí en la cama. Ni se inmutó cuando me levanté, pero
faltaba poco para el anochecer y yo necesitaba una ducha.
Sin preocuparme mucho por dónde caían mis cosas, dejé la ropa sobre el
colchón y me encaminé desnuda al baño. Mi reflejo en el espejo destacaba
frente a todo lo que me rodeaba. Todo tan limpio, tan monocromático y
perfecto, contrastaba con mis coloridos tatuajes y hacía que me sintiera
totalmente fuera de lugar. Era como ver a un dibujo animado en la vida real.
Tras examinar con detalle mi imagen, percibí que uno de los dibujos del
brazo izquierdo empezaba a perder color; pronto tendría que acudir a Luke
para que me lo repasara.
La ducha de Melisa era amplia, lo suficiente como para que entraran dos
personas en ella, aunque quizás un poco pegadas. El agua ardiendo que
salió del cabezal me sentó de maravilla, relajándome los músculos que tanto
se me tensaban al intentar dormir.
El champú olía bien, a lavanda. Al salir, dejando que el agua corriera por
mi cuerpo sin reparos, ví al gato esperándome sentado dentro del lavabo.
Cogí una toalla y me dispuse a secarme cuando, de pronto, sonó el timbre.
Extrañada, me cubrí el cuerpo y salí hasta la entrada del piso sin hacer el
más mínimo ruido. Melisa llevaba casi dos días sin comunicarse con nadie
y los contactos que tenía en Estados Unidos eran bastante limitados, así que
podía tratarse del mismo James, que venía a asegurarse de que todo salía
acorde con su plan. Pero ¿se molestaría un tipo como él en tocar el timbre?
Me vino bien haber dejado la chaqueta en la cocina junto a la entrada.
Con precaución, me acerqué a la puerta con mi Ruger de nueve milímetros
en la mano, lista para enfrentarme a ese hijo de puta si se trataba de él. Eché
una ojeada por la mirilla, pero era la artista a la que Melisa había llevado al
Dead End hacía unas noches, que volvía a tocar el timbre con insistencia.
¿Monica?
Irritada, guardé el arma bajo la chaqueta.
—¿Sí? —Abrí y me apoyé en el marco de la puerta. La confusión
invadió el rostro de la mujer y su tez oscura se tornó pálida.
—¿Dónde está Melisa? —preguntó, tratando de ver el interior del
apartamento por encima de mí.
—No está —respondí sin más preámbulos. Me miró directa a los ojos.
—No te he preguntado si está, sino dónde. —Sin duda, la mujer tenía
valor, pero carecía de sentido común.
—Pues… aquí no. —Al ver que le devolvía la mirada con frialdad,
retrocedió un paso sin darse cuenta.
—¿Y qué haces tú en su casa? —En su expresión percibí un atisbo de
inseguridad. Estaba claro que pensaba que me había acostado con Melisa.
¿Debía desmentirlo?
«No me puedo creer que me haya dejado de contestar porque se está
tirando a esta...».
Sí, sin duda, se estaba cuestionando las cosas y sus pensamientos se
convirtieron en un millar de preguntas que se atropellaban las unas a las
otras. A cada segundo que pasaba sin responder, su enfado se acrecentaba.
El corazón comenzaba a palpitarle de forma acelerada y el nerviosismo le
recorría la piel hasta erizársela. Incluso podía oler su decepción.
—El gato tenía que comer.
—¿Salem? —Monica parecía no entender nada—. ¿Pero cuánto tiempo
lleva Melisa fuera?
—Eso no es importante. Ha tenido que volver a su país y le estoy
cuidando la casa.
«¿Sin decirme nada…?», se preguntó.
—Entiendo… —dijo cabizbaja.
—Una amiga suya tuvo un accidente de coche —dije, tratando de
suavizar el golpe—. No sobrevivió.
La artista sacó a relucir todo su orgullo y, tras pedirme que le dijese a
Melisa que sentía lo de su amiga, se marchó. Sus ideas eran una mezcla de
compasión y enfado.
Cerré la puerta con llave cuando se fue. No lamentaba en absoluto
haberle creado dudas, me divertía que en algún momento hubiera pensado
que estaba compitiendo conmigo.
Me vestí y, al hacerlo, se me ocurrió que quizás a Melisa le resultaría
agradable tener su propia ropa, con la que estar cómoda en casa de Tarek.
Entré al pequeño vestidor y tomé de él lo primero que vi. Unos pantalones
vaqueros, una camiseta de punto y una chaqueta, aunque era consciente de
que esto último no lo necesitaba. Los vampiros no apenas sentíamos frío.
Ventajas de estar… muertos. Lo metí todo en una mochila negra y me
dispuse a atrapar al gato, pues era hora de irse.

Insertar el código de seguridad de la puerta de Tarek fue complicado con la


mochila en una mano y el gato retorciéndose debajo de uno de mis brazos.
Recibí en el proceso como doscientos arañazos.
Nada más cerrar el portón de seguridad, dejé que el dichoso felino se
escapara de mis brazos y corriera a esconderse debajo del enorme sofá de El
Egipcio.
No había nadie ni en el salón, ni en la cocina, pero se escuchaba una
conversación en el piso superior del loft oscuro. Las persianas de domótica
se habían subido a la puesta del sol, así que por los ventanales se
contemplaban todos los rascacielos de Tribeca. Cuando subí, vi a Melisa —
a quien, al parecer, la casa ya había comenzado a quedársele pequeña—
dando vueltas por toda la habitación. Tarek descansaba con parsimonia
sobre la cama al tiempo que cambiaba una y otra vez de canal.
—Lleva así un par de horas —dijo, respondiendo a mi pregunta muda.
—¡¿Y qué se supone que voy a hacer aquí encerrada?! —le gritó ella.
—La otra parte del tiempo la pasa así, por fin he conocido el otro lado
de Melisa —añadió, divertido.
—¿Podrías dejar de hablar de mí como si no estuviera?
—Bueno… —comencé a decir. Melisa me miró de manera fulminante
—, te he traído algo de ropa. —Lancé a la cama la mochila, donde rebotó
dos veces antes de quedarse quieta al borde del colchón. Ella se puso rígida
al reconocerla.
—¿Has estado en mi casa? —No alzó la voz ni una octava al dirigirse a
mí, lo que hacía que su enfado fuese más alarmante de lo que podría serlo si
me gritase.
—Creí que querrías algo tuyo.
—¿Cómo has entrado? —Se me ponía el vello de punta con su tono de
voz impasible.
—Por la puerta —traté de bromear.
—Pero ¿cuál es tu puto problema? —preguntó llevándose la mochila
hasta su lado, como si haciendo eso pudiese alejarse de mí—. ¿No
entiendes el concepto de privacidad? —El volumen de sus palabras
comenzaba a aumentar, pero su manera de hablar seguía siendo
escalofriante.
—Rubia... — quise continuar hablando, pero me interrumpió.
—¿Y Salem? ¿Cerraste la puerta cuando estabas dentro? ¿Abriste alguna
ventana? ¡Se habrá escapado! —Sí, por fin había empezado a gritar—.
¿Cómo has podido hacer algo así? —continuó soltando veneno por la boca,
cuando de pronto se paró en seco—. ¿Qué ha sido eso?
Como si de un sedante se tratase, comenzaron a escucharse maullidos
uno detrás de otro. El gato debía de haberla oído desde su escondite.
—¿Salem?
Sin decir ni una palabra más, se precipitó como un resorte escaleras
abajo y me dispuse a seguirla. El gato aumentó el volumen de sus llamadas
al verla. Melisa lo agarró con fuerza entre sus brazos y comenzó a frotar el
rostro contra el cuerpecillo negro del animal.
La imagen, sin duda, era entrañable, se notaba lo mucho que quería a su
mascota. Entonces sucedió algo que no había previsto: de los ojos de Melisa
comenzaron a brotar lágrimas.
—¿Estás bien? —pregunté, confusa. No entendía por qué lloraba. ¿No
estaba contenta?
—Salem… —le decía al gato, ignorándome—. Mi pequeño, yo también
te he echado de menos.
Minutos más tarde, Melisa aún seguía absorta abrazando al animal y no
parecía que tuviera intención alguna de separarse de él. Aquella imagen, la
de ella colmando de atenciones a su gato y el bicho ronroneando y
mirándola con adoración, me tenía hipnotizada.
Los ojos de Melisa, que ya no lloraban, se giraron para clavarse en mí,
pillándome infraganti.
—Gracias —dijo en un susurro apenas audible.
—Pensé que te haría bien —contesté, sintiéndome de pronto incómoda.
No estaba acostumbrada a verla tan frágil ni a que me tratase así.
Se encaminó, con el animal aún en brazos hacia la cocina. Al girarme
con la intención de ir a buscar los cuencos del gato, que seguían en la
mochila, me encontré con la mirada divertida de Tarek, apoyado en las
escaleras.
—¿Qué te hace tanta gracia, idiota? —le dije, al tiempo que comenzaba
a subir los peldaños.
—Es curioso, Barbie, nunca pensé que te fueran las mascotas.
—Y no me van —respondí, tajante—, pero era lo menos que podía hacer
después de haberle hecho esto.
—Mmm… —Se llevó la mano a la barbilla en un gesto pensativo.
—¿Ahora qué? —Me exasperaba cuando se ponía de esa forma.
—Nada, tan solo me sorprende tu nueva faceta.
—No tengo ninguna nueva faceta —respondí, bastante más molesta de
lo que esperaba—. Si tienes algo que decir, dilo de una maldita vez. No te
andes por las ramas. —Quería acabar con la conversación cuanto antes, el
gato necesitaba sus cosas.
—Solo digo que te conozco. No sueles mostrarte empática con nadie y
te estás tomando muchas molestias por Melisa… —Alargó las palabras
finales.
—Esas gilipolleces puedes soltárselas a Ryan, que ha perdido el culo
porque se ha enamorado, Egipcio —respondí al pasar por su lado—. Yo no.
Con eso, di por terminada la conversación. Las insinuaciones de Tarek
no me hacían ninguna gracia. Tras coger las cosas del gato, volví a bajar al
vestíbulo. Dejé de manera brusca los cacharros sobre la gran mesa de
comedor y salí de la casa dando un portazo.
Capítulo 10

El golpe que dio la puerta blindada del loft al cerrarse me sobresaltó. Tener
a Salem de nuevo junto a mí había logrado que se me anulasen por
completo todos los sentidos, solo estábamos mi pequeño y yo. Al levantar
la vista y, tras atreverme a soltar a mi gato, comprobé que solo quedábamos
dos personas en la casa.
—Tengo que confesar que antes he curioseado los armarios de la cocina
y he visto que tenías atún —le dije a Tarek, que acababa de sentarse en la
silla más alejada con el semblante enrarecido. La luz de la cocina creaba
sombras oscuras en su rostro—. ¿Te importa que le dé una?
Me sentía mucho más relajada ahora que no estaba del todo sola. Por
mucho que Tarek intentara que me encontrase cómoda en todo momento,
me seguía sintiendo una extraña. En aquel momento, sin embargo, el que
parecía a disgusto era él. Y me daba la sensación de que era la presencia de
Salem la causa de su malestar.
—¿No te gustan los gatos? —pregunté al ver que cambiaba de postura
cada vez que el animal se acercaba a él o tomaba un nuevo rumbo de
exploración—. No serás supersticioso, ¿no?
Me costaba mucho trabajo imaginarlo, teniendo en cuenta que era un
vampiro.
—Digamos que soy yo quien no le gusta a ellos. —Estallé en carcajadas.
Era tan divertido imaginarse a un hombre de las dimensiones de Tarek
huyendo de una criaturita tan pequeña y dócil como Salem. Era como la
historia que te contaban cuando tenías unos cinco años, aquella en la que el
majestuoso elefante tenía miedo del diminuto ratón.
—Muharaba —me llamó Tarek. No era la primera vez que se refería a
mí con ese nombre. ¿Qué significaba?—. Tengo que salir.
—¿Por qué has empezado a llamarme así? Hasta ahora, siempre has
usado mi nombre.
—Es un apelativo cariñoso —respondió.
—¿En tu idioma? —Sonaba a árabe.
—Sí, en mi idioma natal. Significa guerrera.
Aunque extrañada, el tan repentino mote de Tarek consiguió
emocionarme. Le escuchaba llamar a los otros por sobrenombres todo el
rato.
—Ash parece haberse enfadado, por algún motivo, y no consigo
contactar con Ryan. ¿Estarás bien sola? —preguntó—. ¿Puedo confiar en
que no harás ninguna tontería?
—Claro —respondí de manera sincera—. Ve tranquilo, trataré de leer
algo.
Poco después, mi niñera se había ido y yo estaba viendo una película
con Salem ovillado a mi lado en el sofá. Tarek me dijo que solo estaría
fuera un par de horas. Habían surgido algunas complicaciones en el Dead
End, aunque nada de suma importancia, pero tenía la obligación de
personarse para arreglarlas. A lo lejos se encendían y apagaban luces
constantemente tras los ventanales.
La película no era muy buena, una comedia hollywoodiense, pero por
fin llevaba puesta la ropa que me había traído Ash y me sentía un poco más
cerca de volver a ser yo misma.
Apenas llevaba media hora acurrucada en el sofá cuando escuché los
pitidos que producían los dígitos del código de desbloqueo de la puerta.
Con cuidado para no mover a Salem de su sitio, me levanté y, al acecho, me
situé en un lugar desde el que poder observar la entrada. La gran puerta
comenzó a abrirse, con demasiada lentitud para mi gusto, y a través de ella
fue asomando poco a poco una cabellera castaña que dio paso al rostro de
mi mejor amiga.
—¿Te apetece salir a dar un paseo? —preguntó, cautelosa—. ¡A la
mierda!
Tras gritar esa maldición, entró corriendo al loft en mi dirección y se
abalanzó sobre mí. Me abrazó con fuerza y yo le devolví el abrazo con la
misma emoción e intensidad, a pesar del amargor que empecé a sentir en la
garganta. Nati me miró directa a los ojos después de que nos soltáramos.
—Confío en ti, sé que no me harás daño. —La seguridad que reflejaba
su mirada era asombrosa—. Vamos a dar un paseo, tenemos cosas de las
que hablar.
La enorme avenida en la que estaba el edificio de Tarek se encontraba
desierta, apenas pasaba algún que otro coche y ya no quedaba ni rastro del
bullicio que se escuchó durante el día en el loft.
Natalia caminaba junto a mí, algo recelosa y en silencio. La brisa de la
noche refrescó de manera automática mis mejillas. No me había dado
cuenta de la falta que me hacía salir hasta que puse un pie sobre el asfalto.
Me sentía extraña, aunque sabía, en cierta medida, que seguía siendo la
misma persona de siempre. El único cambio era el remolino de voces
mezcladas que sonaban en mi cabeza. Entre todas las voces que mi
agudizado oído llegaba a escuchar —confesiones impronunciables,
conversaciones de prostitutas que ofrecían a desconocidos sus servicios y el
jaleo causado por alguna que otra borrachera—, diferencié con claridad la
voz de mi mejor amiga.
«¿Está bien? No parece diferente …No entiendo por qué Ryan no quería
dejarme venir».
—Sigo siendo la misma, Nati. —Suspiré—. Aunque ahora sea capaz de
cometer atrocidades, mi cerebro no ha cambiado…
—No me importa lo que puedas hacer, estoy segura de que podría
ganarte igualmente en fuerza. —Esperaba mi reacción con las cejas alzadas
y una sonrisa burlona en el rostro.
Comenzamos a caminar sin un rumbo fijo, disfrutando de la compañía
que nos brindábamos la una a la otra sin necesidad de nada más.
—¿Qué sabes de la persona que te atacó? —preguntó de pronto. «¿Lo
sabe? ¿Cuánto me están ocultando los chicos?».
—Poco. ¿Qué me puedes contar tú al respecto? —contesté con retintín.
Mi mejor amiga me había escondido su secuestro y el mundo en el que
llevaba viviendo meses. No sabía si estar enfadada o decepcionada.
Natalia tardó en dignarse a hablar. La información que empecé a
recopilar acerca de lo que le había ocurrido fue gracias a sus rápidos y
caóticos pensamientos, que pasaban de su cautiverio y el terror que había
vivido a varias imágenes de gatitos con ojos saltones. Trataba, sin éxito, de
bloquearme de sus pensamientos. El esfuerzo se le veía en el rostro.
—Así solo vas a conseguir que me maree —dije, frotándome la sien con
la yema de los dedos. Era cierto, la mente empezaba a zumbarme como un
abejorro—. Sí, me han contado que te tuvo secuestrada en enero.
—Es algo que no me gusta recordar. —Trataba de sonar convincente, a
pesar de que se la notaba incómoda. Al ver que me detenía, esperando una
respuesta, continuó—: Como has podido comprobar, James… es un mal
nacido.
—Sí, me he dado cuenta.
—Me retuvo en un sótano, quería… —Parecía estar tratando de recordar
algo en concreto—. Quería una especie de venganza morbosa.
—¿Hacia ti? ¿Por qué? —Decidí que lo mejor era dejar que me contase
la historia desde el principio.
—No, hacia... Ryan. Ese tío era su cuñado. Maltrataba a su hermana.
Ryan consiguió apartarla de su lado una noche, tras una de las palizas, pero
fue demasiado tarde.
—¿Y cuándo coño pensabas contarme las cosas, Natalita? —Mis
sentimientos hacia ella empezaban a aclararse, estaba enfadada.
—¿Ibas a creerme, acaso? ¡Vamos, Mel! —Se abrazó a sí misma, como
buscando su propio consuelo—. Me habrías encerrado en un manicomio.
—¡¿Tú eres tonta?! ¡Estamos hablando de un secuestro, Natalia!
—Entiéndeme… No quería… No sabía…
—Claro que lo entiendo, pero has tenido tiempo. —Estaba frustrada, me
sentía traicionada—. Estamos hablando de tu vida. ¿Sabes que le prometí a
tu madre que te cuidaría? Me estás dejando fatal con ella.
—Bueno…, no habrá que preocuparse mucho por eso cuando… sea una
de ustedes.
¿Que Natalia quería qué? El alma se me cayó al suelo. Sabía que
siempre había fantaseado con vampiros, pero estábamos hablando de la vida
real.
—¿Tú te has vuelto loca?
—¿Por qué? —Se detuvo frente a un puesto ambulante de perritos
calientes y le dio al tendero un par de dólares a cambio de uno—. Espera.
Tras hacerse con su pedazo de pan con restos de un pobre cerdo,
seguimos nuestro camino. Al habernos alejado lo suficiente, volvió a
dirigirse a mí:
—¿No lo ves lógico?
—¡Es una condena!
Estaba claro, mi amiga había perdido la cabeza. Era una fantasía lógica,
romántica hasta cierto punto, pero la realidad implicaba ver marchitarse a
todo aquello a lo que querías.
Siempre me había asustado la idea de la muerte, pero la había asumido
como algo natural, como el final necesario de un proceso. Era algo con lo
que todos contábamos, con volvernos un recuerdo. Yo no quería ser una
realidad para siempre.
—¿Prefieres verme morir? Yo creía que… podríamos… No importa —
dijo al final —. Veo que no lo vas a hacer.
—¡¿Perdona?! —Los ojos casi se me salieron de las órbitas—. ¿Que se
te había ocurrido que yo qué?
Sin poder controlar del todo mis emociones, comencé a reírme. Quizás
era yo la que se había vuelto loca. Natalia, parada frente a mí, me miró de
tal forma que parecía que fuese el caso. Caminamos algo más y, sin darnos
cuenta, llegamos hasta el Wall Street Trade Center y nos encontramos
delante del monumento que homenajeaba a las personas fallecidas en el
trágico atentado a las Torres Gemelas.
No dijimos nada. Contemplamos en silencio aquella fuente que, aunque
su función fuera conmemorar a las personas, lo único que traía consigo era
tristeza.
Natalia, de pronto, sacó su teléfono. Con la pantalla iluminada, se notaba
el cansancio que la preocupación había ido depositando en sus rasgos.
Alguien la estaba llamando. Tras comprobar en la pantalla el remitente,
volvió a meterse el móvil en el bolsillo trasero del pantalón.
—¿Quién era? —pregunté con curiosidad. La tensión que habíamos
vivido momentos atrás se había disipado.
—Ryan.
—¿Y no se lo coges?
—Creo que no. —Se encogió de hombros—. Me va a matar de todos
modos por estar contigo, así que, que lo haga más tarde.
—¿Y no crees que, estando libre tu secuestrador…, deberías, al menos,
decirle que estás bien?
—No había pensado en eso.
Al fondo de la plaza en la que nos encontrábamos distinguí una cabeza,
ahora rapada, cubierta de cabello de color rubio. Ryan se nos aproximaba de
manera acelerada y Natalia todavía no se había percatado. No me dio
tiempo a avisarla.
—¿Se puede saber por qué nunca haces caso a nada de lo que te digo?
—preguntó el vampiro, exasperado y resignado a la vez. Parecía que aún no
había aprendido que Nati era una mujer a la que no se podía controlar.
—Es mi amiga —respondió ella, irguiendo la espalda en un intento por
ponerse a su altura.
—Lo sé, pero necesita un tiempo para acostumbrarse a lo que es. —La
miraba con preocupación, acercándose a ella hasta abrazarla y acariciándole
con delicadeza las mejillas—. Melisa no quiere hacerte daño, pero sé, por
experiencia, que puede haber algún desliz, cariño.
—No con Mel —dictaminó.
—Eres tan testaruda... —le dijo sonriendo.
Tal y como solía pasarme cada vez que me quedaba a solas con la pareja,
comencé a sentirme incómoda ante su… conexión, enamoramiento, lo que
fuera. Mi amiga le devolvió la sonrisa con ternura, a lo que yo no pude
evitar carraspear.
Natalia fue la primera de los dos en girar la cabeza para mirarme, se
notó en su semblante la preocupación ante mi gesto.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí, solo… —¿Podía decirle que me resultaban empalagosos o estaba
siendo pesada?—. Deberíamos volver, Salem está solo en una casa que no
conoce. —Quizá fuera una excusa, pero era cierto.

Cuando llegamos al loft de Tarek no era su dueño quien nos esperaba


dentro. La puerta blindada no era lo suficientemente gruesa como para que
mis agudizados sentidos no distinguiesen el olor que desprendían los
cigarrillos de Ash desde el rellano.
Tal vez, un par de horas antes hubiera detestado solo la idea de pensar en
estar en la misma habitación que ella, pero había ido a mi casa en busca de
Salem y eso había cambiado mi postura.
Sabía que aquello había sido una suerte de disculpa por su parte y
también que era poco probable que algo así se repitiese. Con Ash allí, era
hora del cambio de niñera.
Natalia y yo entramos y nos dirigimos directamente a la cocina, parecía
que mi amiga se había quedado con hambre después del perrito caliente.
Salem tardó unos cuantos minutos en desperezarse y venir con nosotras,
pues estaba plácidamente dormido en el sofá en el que se encontraba la
vampira.
—Ya era hora de que volvierais del paseo —dijo la mujer, sin abrir los
ojos, sentada en el sofá y con un pitillo encendido entre los dedos.
—Creí que Mel necesitaría tomar un poco de aire fresco —respondió
Natalia, que salía de la cocina con un trozo a saber de qué a medio
mordisquear.
Ash miró de reojo a mi amiga y se incorporó un poco sobre el sofá.
—¿Ha sido idea tuya? —le preguntó—. Ryan, ¿no le has explicado a tu
mujer lo que puede pasar?
—Estoy aquí, puedo hablar —respondió ella antes de que pudiera
hacerlo su marido—. Además, estoy acostumbrada a estar con
chupasangres. —Le sacó la lengua con descaro.
—¿Eso es lo que piensas de mí? —le dijo su marido, al mismo tiempo
que la abrazaba por la espalda.
—Joder, ¿aquí también? —Ash se puso en pie y se dirigió a mí—.
Vámonos, rubia, no creo que quieras ser espectadora de esta repetitiva
película romántica.
—¡Oye! —se quejó Natalia.
El plan no me convencía demasiado, pero tampoco me seducía la idea de
ser testigo de las carantoñas de la parejita, así que seguí a Ash por la casa
mientras. Salem, a su vez, vino tras nosotras. Si era como su dueña, a él
también debía de resultarle excesiva aquella escena. Subimos las escaleras
hacia el dormitorio.
Ash se tumbó sin cuidado en la cama de Tarek, poniendo sus pesadas
botas militares sobre las sábanas tan delicadas. Esperaba que no se hubiera
comportado así en mi pequeño piso.
El gato, para mi sorpresa, se tumbó junto a ella, lo que me forzaba a
tener que sentarme cerca de los dos si quería acariciarlo. El animalillo
comenzó a ronronear en cuanto empecé a frotarle la cabecita. Por el rabillo
del ojo, vi cómo Ash sonreía disimuladamente. Salem comenzó a retorcerse
y se pegó más a ella, frotando su peludo cuerpecito negro contra el costado
de Ash.
—Parece que le caigo bien —dijo.
—No suele confiar en los extraños, así que me sorprende —confesé—.
Es cierto que no conoce a demasiada gente, pero no suele actuar así con
nadie, además de conmigo.
—Es mi magnetismo natural —fanfarroneó, sonriente, mostrando su
reluciente dentadura.
—Sí, será eso —contesté con sarcasmo.
—Por lo menos a él le caigo bien.
—Tampoco es que te hayas portado demasiado bien conmigo, Ash —la
miré sin rencor al responderle. Sin rencor, pero con sinceridad.
—Siento mucho lo que te ha pasado y que haya sido por mi culpa —
comenzó a decir—, pero, antes de eso no hice nada que tú no quisieras
hacer. Me pareces una mujer atractiva, ya deberías haberlo notado, y yo no
te obligué a besarme. De todos modos, puedes estar tranquila, no volveré a
tocarte si no me lo pides primero.
—Esa no es la cuestión y lo sabes. —Trataba de ser todo lo tajante que
podía, pero sabía que, en parte, tenía razón—. Pero, si tantas ganas me
tienes, ¿por qué me rechazaste cuando te besé yo la primera vez?
—Porque no me lo esperaba. —Esperó a ver mi reacción antes de
proseguir—: Pensé que estabas borracha. Que eras la mejor amiga de la
mujer de mi mejor amigo y que, si alguna vez teníamos algo, quería que
fueras plenamente consciente de ello. Joder, ni siquiera se me había
ocurrido que pudieras ser lesbiana.
La intensidad de su mirada me perturbaba. Sus palabras parecían
sinceras y el ambiente comenzó a cargarse con ellas.
—¿Acaso eres la única vampira que no puede leer las mentes? —Me
costaba creerla, pero era cierto que cuando se trataba de Ash todo me
confundía bastante.
—Ya deberías haberte dado cuenta de la cantidad de voces que se
pueden escuchar al mismo tiempo en un bar… Además, creí que solo
querías experimentar. —No pude evitar reírme, por primera vez con ella,
sin sorna.
—Experimentar sería más bien que me acercase a un tío, ¿sabes?
Me sorprendió que Ash hiciera el mismo gesto de disgusto que hacía yo
cada vez que me imaginaba liándome con un hombre. Ambas nos miramos
con complicidad y nos desternillamos.
Era un alivio vivir una emoción distinta a las que sentía normalmente
con ella, noté incluso una especie de camaradería. Quizá sí que podríamos
llegar a ser amigas.
—¿Cómo llevas el dolor en la garganta? —preguntó de pronto—. Veo
que has podido controlarte con Natalia, es un gran paso.
—Pues… la verdad es que bien. —Me sorprendió su pregunta, pero era
cierto—. Siento… una especie de picor constante, como cuando estás
empezando a enfermar. Pero supongo que estoy bien.
—Por eso es importante que tus primeros días estés con nosotros, somos
quienes vamos a saber lo que necesitas en todo momento.
Sus comentarios técnicos hicieron que el aire distendido que había
llegado a tener la conversación por nuestras risas desapareciera por
completo, aunque me hablase con amabilidad. Estaba segura al doscientos
por cien de que nunca dejaría de estar confusa cuando se trataba de ella.
No sabía cómo sentirme cuando estábamos en la misma habitación. Y
menos aún si estábamos a solas. Unos golpecitos dados a la pared me
distrajeron.
—Mel, cielo —me habló Natalia—, Ryan y yo tenemos que irnos,
¿necesitas algo? ¿Quieres que te traiga algo de tu piso?
—El ratoncito de peluche de Salem —contesté casi sin pensármelo—.
Bueno, también me vendría bien un libro para distraerme, con las gafas que
tengo junto a la mesilla de noche.
—No te harán falta —dijo Ash.
—¿Cómo?
—No te van a hacer falta las gafas, todos aquellos defectos que tuvieras,
han desaparecido. Enhorabuena, ahora tendrás ojos de halcón.
—Me gustaba cómo me quedaban las gafas —dije con pesar.
Mi amiga y su marido se marcharon poco después, Ryan tenía cosas que
hacer y, por lo pronto, quería seguir manteniendo a Natalia a una distancia
prudente de mí. Desconocía lo que le habría dicho para convencerla de que
debía quedarse al margen, pero estaba segura de que no le habría resultado
una tarea sencilla.
Ash los acompañó hasta la puerta y Salem optó por irse con ella. Me
quedé sola sobre la enorme cama de Tarek, tirada y pensativa. Me sentía
como una intrusa en aquel dormitorio.
Miré a mi alrededor y me pregunté, por primera vez desde que estaba en
el loft, por qué era esa la única habitación en la que no había arte en las
paredes. Sobre una ancha cómoda de vinilo negro había una escultura
abstracta de tamaño pequeño y sobre el cabecero de la cama un espejo.
La única otra pared que quedaba, estaba forrada con papel negro y de
rayas doradas. Se notaba que la estancia no había sido decorada para pasar
en ella excesivo tiempo.
—Bueno —dijo Ash, sorprendiéndome desde la entrada—, ya se han
ido, ¿qué te apetece hacer?
—Irme de aquí —dije, levantándome.
Me detuve unos instantes a mirar mi reflejo sobre la cama. La ropa que
Ash había elegido era una buena combinación, casi podría decirse que era
algo que yo misma hubiese escogido. Hacía tiempo que no me ponía esos
vaqueros rotos por las rodillas.
—Puedes llevarme a donde quieras, pero sácame de aquí.
—Bueno…, siempre me ha gustado llevarle la contraria a Ryan, así que
vámonos, rubia. —Cogió de encima de la cama su cazadora de cuero—.
¿Tienes hambre?

Sin saber muy bien el motivo, me encontraba junto a la puerta lateral de un


hospital que parecía cerrada a cal y canto y cuya única iluminación
consistía en el cartel verde de salida de emergencia que estaba justo encima
de esta. Habíamos salido del Mustang vintage de Ash y nos habíamos
detenido junto a los contenedores de la basura. Mi acompañante se disponía
a jugar con la cerradura externa del portón metálico.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunté, extrañada. «¿Allanamiento? ¿En
serio?».
—Vamos a por un poco de sangre. —Tras decir aquella palabra, resurgió
la sensación de quemazón en mi garganta. Sin duda, sangre era la palabra
que activaba mis instintos asesinos—. A mí, en particular, me gusta más la
de donantes vivos, pero entiendo que tu prefieras esto.
—No quiero esto.
—Te acostumbrarás —me respondió, sonando a su vez un clic que
dejaba la puerta abierta.
—No me refiero a eso. —Ash me miró con curiosidad—. No quiero
alimentarme así.
—¿Y qué sugieres? —me preguntó, apoyándose en la pared que estaba
junto a la puerta donde nadie, al parecer, se había dado cuenta de que
estábamos.
—Enséñame a hacerlo como lo haces tú.
—¿Estás segura de que quieres hacer eso? —No parecía disgustada, más
bien sorprendida.
—Tarde o temprano tendré que aprender, ¿no? —Inspiré con
profundidad al mirarla a los ojos—. No quiero que vuelva a ocurrir algo
como lo del taxista.
Al volver esas imágenes a mi cabeza, todo mi alrededor comenzó a
perder nitidez y volvió a invadirme el maldito dolor de cabeza. Tuve que
respirar varias veces para lograr recobrar la compostura. Para cuando lo
hice y abrí los ojos, Ash me sujetaba por los hombros.
—Es probable que mates a la persona que escojas —dijo, poniéndome a
prueba—. Se tarda bastante tiempo en aprender a parar.
—Lo que quiero no es que sea compasivo, sino que sea limpio.
Ash estalló en una sonora carcajada.
—Muy bien, rubia, vámonos de caza.
Capítulo 11

—¿Ves? Te dije que, si te colocabas de esa forma, apenas te mancharías —


me decía Ash cuando las puertas del ascensor se abrieron.
La puerta de la entrada al loft de Tarek no me parecía ya la entrada a una
prisión. La noche había transcurrido con la velocidad de un rayo y la verdad
era que, a pesar de las circunstancias, de las cosas que habíamos hecho, me
había divertido.
Entramos sin cuidado alguno al salón, tanto que no nos dimos cuenta de
que junto al sofá se encontraban Ryan y Tarek con la expresión de estar
dispuestos a actuar como verdaderos carceleros.
Ryan era el que mayor expresión de enfado mostraba: tenía los brazos
cruzados sobre el pecho y su ceño, fruncido al mirarme, le formaba
pequeñas arrugas a los lados de los ojos. Tarek no parecía tan dispuesto a
disfrutar de un buen sermón, como solía hacerlo, la expresión de su rostro
era completamente impasible.
Era la primera vez que lo veía tan serio sin estar trabajando. Ambas
miradas fulminantes se enfocaron en Ash y me ignoraron por completo.
—¡¿Te la has llevado de caza?! —La voz de la pareja de mi mejor amiga
resonó por toda la estancia como un rugido—. ¡¿Estás loca?! ¡Es una
neonata, solo lleva tres días siendo vampira!
—Tranquilízate, Ryan —respondió la aludida—. Tampoco ha sido para
tanto, necesitaba salir de aquí, aunque fuera un poco. —Ash dirigió su
mirada ahora a Tarek en busca de un aliado.
—Esta vez estoy con Ken, Barbie —dijo él—. Sabes lo peligroso que es.
—Has sido una inconsciente, Ashley.
¿Ashley? ¿Como las Ashleys de La banda del patio? ¿Se estaba
refiriendo a quien yo creía que se estaba refiriendo?
—¡Como vuelvas a llamarme así te parto las piernas!
El calor que invadía la sala, saliendo de los cuerpos enfadados,
comenzaba a resultar sobrecogedor. No obstante, y a pesar del nivel de ira
que se gestaba, no me sentía incómoda ni nerviosa, como podría haber
sucedido en otra ocasión. Quizá me estaba empezando a acostumbrar a mi
nueva condición, o a ellos.
—¡Te llamaré como me dé la gana mientras sigas haciendo estupideces
así!
—Ryan... —quise contribuir a la conversación, pero nadie me hizo ni el
más mínimo caso.
—Sabes por experiencia propia lo que puede ocurrir con un vampiro
recién transformado, ya fuiste la niñera de Ken —aportó Tarek. Resultaba
extraño verle participar en una conversación de ese tipo.
—¿De verdad vas a comparar a un mastodonte como Ryan con una
muñequita como Melisa? —repuso ella.
—Perdona, ¿muñequita? —De nuevo, mis palabras cayeron en el olvido.
—Parece que te hayas olvidado, no solo de lo duro que fue para ti
mantenerme sereno, sino de lo difícil que fue para mí no volverme loco.
¿Realmente quieres eso para ella?
—¡¿Me quiere escuchar alguien, joder?! —grité, harta de que no me
prestaran atención.
Todas las cabezas de la habitación se giraron y las miradas se centraron
en mí. Ryan perplejo, Tarek algo confundido y Ash con una ligera sonrisa
en los labios. Pasaron unos segundos, tal vez minutos, antes de que supiese
qué era lo que quería decir de verdad.
—¿Es que a nadie le importa mi opinión? —pregunté.
—¿De verdad estás de acuerdo con matar personas? —dijo Tarek con la
sorpresa pintada en la cara, como si la conversación que habíamos
mantenido el día anterior no fuera más que una mera mentira.
—¿Por qué no? ¿No nos alimentamos de sangre humana? ¿Es que hay
alguna alternativa que no me hayáis contado?
—¿Te has parado a meditar en lo que puede pensar Natalia? —preguntó
Ryan con notable desacuerdo.
—Al contrario de lo que hemos hecho los seres humanos a lo largo de la
historia, yo no estoy hablando de erradicar ninguna especie ni de masacrar a
ninguna etnia. No voy a proporcionarle a nadie, durante el tiempo en el que
no me pueda controlar, una muerte insufrible como aquellas en las que tan
expertos somos. Y sí, soy consciente de que yo soy la que más en contra
debería estar, porque no me parece que ninguna muerte para obtener
beneficio esté justificada. Pero será por un periodo de tiempo breve porque
tendré quien me ayude. —Paré a coger aire mientras señalaba, entre todos
mis gestos con las manos, a Ash—. Y, según me habéis explicado, ni un
solo vampiro está libre de varias muertes. No pienso convertirme en una
asesina en serie, no lo haré por placer, pero he aceptado que es algo que va
a pasar sin que yo pueda evitarlo.
—Muy bien —contestó Ryan—, pues, si esa es tu decisión, no volverás
a ver a Natalia. —Se marchó de manera precipitada, dando un sonoro
portazo tras de sí.
Unos segundos que se me hicieron eternos sucedieron a su salida.
—Creo que no sabe quién es la mujer con la que se ha casado —dijo
Tarek, haciendo que la tensión en el ambiente se disipase casi por completo.
—Se le pasará —dijo Ash, al mismo tiempo que se dejaba caer de
manera aparatosa sobre el sofá, apoyando las piernas en la mesita de café
que tenía justo delante—. No te preocupes, es un poco calzonazos cuando
se trata de Natalia. —Se sacó el tabaco del bolsillo de la cazadora de cuero
y comenzó a liarse un cigarrillo.
—No entiendo por qué se pone de esa manera —refunfuñé—, ni que
hubiese vuelto a matar a nadie.
—¿No lo has hecho? —preguntó, confuso, Tarek.
—Supo parar —respondió Ash con cierto grado de orgullo, o al menos
eso percibí.
—Sorprendente, Muharaba.
—Supongo... que ha sido cuestión de suerte —dije, intentando que la
aprobación de aquellos dos vampiros no se me subiera a la cabeza—. La
próxima vez puede que no sea igual.
—La próxima vez irás conmigo —contestó Tarek.
—¡Oh, venga ya! —se quejó Ash—. ¿Por qué quieres ir tú ahora?
—Porque, si las cosas se ponen feas, tú partes cuellos y yo borro
recuerdos. Si tiene que morir gente, prefiero que solo sea una persona —
respondió, tajante, dejando claro que su postura no permitía discusiones—.
Si quiere volver a salir, será así.
—De verdad, me fascina la capacidad que tenéis para hablar de mí como
si no estuviera presente —añadí yo, más por tener la última palabra que por
cualquier otra cosa.
—Estás presente —dijo Tarek—, y tienes oídos, ahora más agudos. —
No sabía a dónde quería llegar con ese aporte—. Si tienes que replicar algo,
lo harás.
De la nada, Salem apareció de un brinco por detrás del sofá y aquel
hombre de proporciones descomunales dio un pequeño saltito al verlo. Ash
extendió el brazo y el minino enseguida acudió a restregarse contra sus
nudillos.
—Ven, colega —le dijo esta—, no le caes bien al tío Tarek.
De pronto, las persianas del lujoso apartamento comenzaron a bajarse.
Se me hacía extraño, no lograba acostumbrarme a eso. Sin duda alguna, lo
que más me iba a costar aceptar era la idea de no poder volver a ver la luz
del sol.
Pasamos las siguientes horas los tres juntos y el silencio resultó bastante
perturbador. Las horas avanzaban con lentitud desmesurada y el
aburrimiento era más que notable en el loft.
Tarek miraba sin observar realmente el gran plasma que tenía en el
salón, Ash jugaba de manera distraída con Salem y yo me entretenía con un
libro, no tanto como me gustaría.
El teléfono de Ash captó por completo nuestra atención cuando, de
forma escandalosa, comenzó a sonar y la melodía del aparato retumbó por
la estancia.
—¿Qué ocurre, Hugh? —contestó.
—Le he localizado merodeando el edificio de Melisa, anoche, a las
cuatro treinta y siete. —¿Estaban hablando del hombre de la escalera? El
cuerpo de Tarek se tensó al otro lado del sofá—. Lo más probable es que
estuviese buscando el rastro de Ryan, o incluso el de Natalia, pero no parece
haber detectado el tuyo.
—¿Tienes alguna idea de a dónde se dirigió después? ¿Iba en coche? —
le interrogó Ash. Toda mi atención se centró en la conversación, el libro
cayó en el olvido.
—Sí, había bastante gente en la calle, así que era la única forma
prudente de huida. Perdí la señal a la altura del JFK, parece que esta vez no
se ha quedado por Brooklyn.
—¿Qué diablos ha ido a hacer al aeropuerto?
—No lo sé, ¿quieres venir conmigo esta noche a ver si averiguamos
algo?
—Claro.
—Yo tengo que ir al Dead End —dijo Tarek.
—Claro, no te preocupes —contestó Ash—, nos apañaremos.
¿Me dejarían sola con Ryan o iría la inseparable pareja a investigar? Sin
embargo, fueron otras ideas las que me trajo la conversación. Necesitaba un
teléfono. Llevaba días sin hablar con mi madre y, si había intentado ponerse
en contacto conmigo y mi iPhone no daba señal, debía estar volviéndose
loca.
—Y… bueno, ¿cómo está? —preguntó Hugh, a través del aparato, en un
tono bastante más bajo del que había estado usando hasta entonces—.
¿Se… adapta?
—De maravilla —respondió—, lo lleva muy bien. Incluso ha dejado de
ser una pija estúpida. —Me sacó la lengua con sorna.
—Eh…, vale. Te veo esta noche. —Colgó tras la despedida.
Tarek perdió el interés por la conversación y se marchó a la cocina así
que, una vez que Ash hubo colgado el teléfono, me dispuse a seguir sus
pasos, sobre todo porque el único ser vivo que había en la vivienda, me
ignoraba por completo.
El imponente hombre rebuscaba en el frigorífico e iba sacando uno a
uno distintos ingredientes. Parecía tener intención de preparar una buena
ración de rosbif.
—Tarek, ¿tienes un ordenador que pueda usar? Perdí el móvil la otra
noche y me gustaría avisar a mi familia. No me parece bien que se
preocupen por mí más de lo normal.
—Sí, claro. Hay un portátil arriba, en la mesilla.
Subí las escaleras que llevaban hasta el dormitorio una vez más.
Empezaba a estar un poco harta de ellas y echaba de menos mi pequeño
apartamento, extrañaba la calidez y sencillez de mi pobre piso en Harlem.
Me había costado mucho trabajo tenerlo tal cual lo tenía y no estaba
dispuesta a deshacerme de él o a estar recluida por mucho más tiempo.
Llegué hasta la habitación y, tras encontrarlo, tomé el portátil entre mis
manos y me dispuse a encenderlo. Iba a una velocidad increíble, nada que
ver con mi viejo ordenador. En cuestión de segundos se había encendido y
ya estaba entrando en el correo electrónico para enviarle un mail a mis
padres.
No quise dar demasiados detalles, me inventé una excusa para justificar
el hecho de estar sin teléfono. Relaté que me había dejado el bolso en el
metro y, obviamente, cuando fui a recuperarlo ya no estaba. La compañía
telefónica había tardado una eternidad en cancelarme el terminal y todavía
no me habían procurado uno nuevo.
Sin que me diera cuenta, mientras escribía cosas tan triviales, las
lágrimas empezaron a caerme por el rostro. Me dolía tanto pensar que no
volvería a verla, o que no podría estar a su lado. Me sentía terriblemente
abatida por todo lo que estaba sucediéndome. Quizás había llegado a
asimilar que era una vampira, pero pensar en la pérdida que la condición me
generaba conseguía derrumbarme.
—¿Estás bien? —escuché decir a Ash desde la barandilla. Centrada en
mis pensamientos, no la había escuchado llegar.
—Sí, sí —respondí mientras trataba de secarme las lágrimas con el
dobladillo de la manga de la camiseta—. Estaba escribiéndole un mail a mi
madre, tiene que estar preocupada.
—Natalia habló con ella, le dijo que estabas organizando una gran
exposición y que te habías despistado para llamarla. También dijo que te
habían robado el teléfono. —Por suerte no había hecho clic en enviar el
mensaje.
—Podría haberme avisado —espeté.
—Creo... que eso es culpa mía, me pidió que lo hiciera. —Me miraba
apoyada en la barandilla metálica—. Me olvidé.
Solté un suspiro que no ocultó mi cansancio. Me pesaba el cuerpo como
si me hubiesen atado a los tobillos varios bloques de hormigón y me
hubiesen lanzado al mar. Corregí rápidamente los correos y cerré el
ordenador después de darle al botón de enviar. Ash seguía en el mismo
sitio, observándome con sus penetrantes ojos azules.
—Gracias.
—¿Por qué? —Igual que el día anterior, no parecía saber cómo sentirse
ante un comentario de ese tipo.
—Por esta noche. Por ayudarme. —Su expresión se relajó al instante, no
me había dado cuenta de hasta qué punto se había puesto rígida—. Y por
Salem.
—Es lo mínimo que podía hacer... después de todo.
—Me gustaría estar en mi apartamento, ¿por qué no podéis hacer de
niñera allí? —Ash estalló en carcajadas.
—Tarek no va a dejar que te vayas, rubia. —Esperó hasta ver mi
reacción—. Y soy buena en las fugas, pero… El Egipcio es como mi
hermano. —Me desanimé por completo ante aquel comentario.
Se acercó hasta el borde de la cama y se sentó junto a mí. En el poco
tiempo que habíamos pasado en compañía la una de la otra y durante las
últimas cuarenta y ocho horas, nuestra relación había cambiado. Ya no me
resultaba tan prepotente y estaba convencida de que yo a ella tampoco le
parecía tan… lo que quiera que le hubiera parecido hasta entonces.
Sin darme cuenta de lo que estaba haciendo hasta que había acabado de
hacerlo, rebusqué en uno de los cajones de la cómoda de Tarek hasta dar
con una camiseta. De espaldas a Ash, me quité las botas y la ropa y me puse
la prenda que había tomado prestada para que me hiciera de pijama. Con
uno de esos suspiros que eran tan propios de mí, me dejé caer sobre el
colchón y las sábanas y cerré los ojos unos segundos.
—Gracias por las vistas —me dijo, a medias en tono de broma.
—Impresionantes, lo sé —sonreí—. ¿Sabes? Tarek podrá tener un
colchón viscoelástico, pero no hay nada como mi cama.
—¿Sinceramente? No me había tumbado aquí hasta hoy, pero la verdad
es que sí que es bastante cómoda —respondió. Acto seguido se mordió el
labio inferior y no pude evitar fijarme en aquel gesto con el pensamiento de
ser yo misma quien se lo mordiera. «No, Melisa, ¡no!», me corregí
inmediatamente.
—Cuéntame algo, Ash —le pedí.
—¿Qué? ¿El qué? —Una vez más, mis palabras parecían desconcertarla.
—Lo que sea. Puede ser verdad, o puede ser mentira.
—Mmm… —Meditativa, se recostó en el colchón a mi lado,
colocándose las manos tras la cabeza—. ¿Has pensado alguna vez en
hacerte un tatuaje?
—Ya tengo uno —confesé.
Para poder enseñárselo sin tener que incorporarme tuve que acercarme
un poco más a ella y tumbarme de lado. Con la mano que más movilidad
tenía de las dos, debido a mi postura, me levanté la gigantesca camiseta casi
hasta la altura del pecho, dejando a la vista el pequeño dibujo que me
adornaba la parte más baja del esternón.
Cuando tenía diecisiete años me di cuenta de que las pequeñas pecas que
tenía en esa zona del cuerpo formaban una silueta muy similar a la
constelación de la cabeza de la serpiente de Hércules, la serpens caput, si se
trazaba entre ellas una línea. Con veintiuno había decidido grabármela en la
piel.
—¿Eso es… la serpens caput? —preguntó, acercando los dedos hasta el
dibujo y acariciándolo de manera casi imperceptible unos segundos que me
parecieron insuficientes.
—¿La conoces? —Me sorprendió que lo supiera.
—Sí. Alguien, supongo que mi madre o mi padre, me abandonó en un
convento cuando era un bebé y me criaron las monjas… Eran unas arpías,
pero te hacían aprender de todo.
—¿Nunca los conociste?
—Solo a mi madre. Logré localizarla cuando tenía doce años, estaba
enferma de cáncer y solo llegué para verla morir. En aquella época aún no
se había desarrollado la quimioterapia. Nunca fue consciente de que yo
estaba allí, a su lado.
Que Ash, una mujer que en ningún momento desde que la conocía se
había mostrado sino reservada, me contase de repente cosas tan importantes
sobre su vida me pilló desprevenida. Parecía haber tenido una infancia y
una juventud difíciles, pero ahora solo mostraba rasgos de fuerza, lo que
intentó hacer que cierto grado de compasión se me colase bajo la piel.
De pronto, mi mente comenzó a trabajar como una máquina. La
quimioterapia no empezó a popularizarse hasta los años cuarenta, así que,
¿de qué año hablaba Ash? Todavía me costaba trabajo acostumbrarme al
hecho de que pudieran tener incluso más de cien años. Días atrás habría
pensado que era algo completamente ficticio.
—¿Cuándo naciste? —pregunté queriendo resolver aquella duda que me
había surgido.
—No sé la fecha con exactitud.
—¿Y el año? —La curiosidad que me picaba era enorme.
—La monja que me crio, Mary Agnes me dijo que me encontraron en
1911.
Me quedé parada por un momento, tratando de asimilar toda aquella
información. Sentía que me estaba acercando un poco más a Ash, parecía
que se había rasgado la coraza que llevaba encima y le arrojaba, al fin, algo
de luz a su historia.
—No aparento la edad que tengo, ¿verdad? —dijo, sonriendo y
sacándome por completo de mis pensamientos—. Una de las grandes
ventajas de ser vampiro.
—O desventajas —dije, revolviéndome sobre el colchón.
Estaba cansada y me dolía el cuerpo, creía que después de haberme
alimentado el malestar que sentía desaparecería, pero, al parecer, no era así.
—Ventajas, rubia, sin duda —dijo mientras me colocaba detrás la oreja
un mechón de pelo que me caía por el cuello—. Ser vampiro te intensifica
los sentidos y los sentimientos. Puedes percibirlo todo con mayor fuerza.
Y, como para mostrar que lo que decía era cierto, me deslizó con
suavidad una mano por el brazo, provocándome un enorme cosquilleo por
todo el cuerpo.
El tacto que me transmitía su respiración, pausada y tranquila, me hacía
sentir segura. Comenzó a acariciarme suavemente el antebrazo, lo que hizo
que el cosquilleo se convirtiese casi en electricidad.
Los ojos que casi relampagueaban y su color azul, una vez más, se había
vuelto más similar al del cielo veraniego que al del invierno. Me miraba
directamente y parecía que pudiera ver a través de ella un sinfín de cosas.
Sin darme cuenta, había alzado una de las manos y le estaba acariciando
el contorno de la mandíbula. Al principio, la sentí tensar todos los músculos
del rostro, pero su reacción solo duró unos segundos. Con cada movimiento
de mis dedos, se fue relajando hasta que se atrevió a cerrar los ojos.
Parecía tan inocente, allí tumbada, con los ojos cerrados, tan
desprotegida, que era como si estuviera contemplando a otra persona. Sin
poder contenerme, acerqué mis labios a los suyos, queriendo retener aquella
imagen en mi memoria y aportar su sabor al recuerdo.
Fue un beso nuevo, distinto a todos los anteriores. El contacto de
nuestros labios apenas era tangible al principio, pero, poco a poco,
comenzaron a moverse como si se estuvieran entrelazando los unos con los
otros.
A medida que el roce de nuestras lenguas se iba profundizando, subí la
mano de la mandíbula a su pelo y la suya, que aún me acariciaba el brazo,
me agarró por la cintura, como pidiéndome que me acercara aún más hacia
ella. Lo que hice sin contemplación alguna.
El sonido producido por nuestras lenguas en movimiento y el que
emitían nuestras respiraciones era todo lo que se podía escuchar en aquella
habitación. Las sábanas de seda de Tarek resultaban increíblemente suaves
y, acompañada de las caricias de Ash, me vi envuelta en un mundo de
confort y comodidad del que no se podía escapar.
Su mano, quizás algo temerosa, pero aventurera, comenzó a descender
hasta mi trasero, acariciándomelo con delicadeza y encendiéndome como
ningún otro roce lo había hecho hasta entonces.
Un jadeo involuntario escapó de entre mis labios, unidos a los de ella,
haciendo que percibiese cómo sonreía contra mí. Agarrando con cierta
fuerza su pelo, invadida por las ganas, el ápice de descontrol que se apoderó
de mí me impulsó a morderle el labio inferior, del que fui tirando con
lentitud hasta que nuestras bocas se separaron.
—Buenas noches, Ash —dije, haciendo acopio de la poca fuerza de
voluntad que me quedaba para darme la vuelta y quedarme de espaldas a
ella.
Ella parecía confusa, pero tardó pocos segundos en reponerse.
—Querrás decir buenos días, rubia. —Se giró hasta quedar tumbada
boca arriba sobre la cama, encendió la televisión y se puso lo más cómoda
que pudo a mi lado.
Yo cerré los ojos, satisfecha.
Capítulo 12

Jamás había odiado el verano tanto como lo hice aquel mes de junio. Los
días cada vez eran más largos y eso significaba que el tiempo que podía
pasar en la calle se reducía a medida que pasaban las semanas.
Y echaba de menos a Natalia. El imbécil de Ryan me estaba castigando
por estar dispuesta a vivir una vida que él no se atrevía a tener y no me
dejaba verla.
Por más que las dos lo hubiéramos intentado, no daba su brazo a torcer y
la perseguía a donde quiera que iba, sin contar con los guardaespaldas que
estaban siempre acechándome a mí.
Teníamos que conformarnos con conversaciones telefónicas a
escondidas, como cuando teníamos quince años y nos castigaban por hacer
algo malo como saltarnos el toque de queda.
Las facturas de la luz habían aumentado de manera notable desde mi
conversión, aunque mi salario no hubiese hecho precisamente lo mismo.
Había tenido que dimitir de mi puesto en la galería y el apartamento se
había transformado en otro muy distinto al que era hacía unas semanas. Ya
nada quedaba de la luz blanca que entraba por las ventanas y atravesaba las
cortinas. Ahora era todo mucho más… amarillo, a raíz de la luz de las
bombillas.
Tarek había acondicionado mi piso para que ni el más mínimo rayo de
sol entrase. Y, joder, cómo lo echaba de menos. En ocasiones, cuando
estaba sola, dejaba que una ínfima línea de luz se colase a través de las
persianas nuevas y observaba, embelesada, cómo brillaba y exponía las
motas de polvo que había en el ambiente.
Una mañana de mayo estuve a punto de tocarla. Permanecí un buen rato
acercando y alejando la mano de aquel pequeño rayo, con reticencia, miedo
y curiosidad, con un nudo en el estómago que se asemejaba bastante a los
que me habían provocado en su día los exámenes.
Pasaron varios días hasta que me atreví a hacerlo y, cuando lo hice, volví
a sentirme viva de verdad. El dolor que la quemadura me ocasionó en los
dedos fue como comprobar que, en el fondo, no había muerto del todo.
Miré las manecillas del reloj, apenas quedaban quince minutos para que
el sol acabara de ponerse. Los últimos quince minutos y los más odiosos del
día.
Llevaba todo el día de un humor horrible. Cuando volví a instalarme en
Harlem, uno de mis vecinos me anunció que la familia que vivía en el piso
contrario al mío se acababa de mudar y los golpes de los muebles del nuevo
inquilino moviéndose no habían cesado en todo el día.
Tal y como me había acostumbrado a hacer las últimas semanas, después
de echar un vistazo al de pared, miré mi reloj de pulsera. Aún quedaban
cinco malditos minutos para poder salir y estaba muerta del asco, esperando
con ansia a que el tiempo pasara, sin que se me ocurriese nada que hacer
que no hubiera hecho ya.
Golpeteaba con el pie el suelo, impaciente, o me recorría una y otra vez
el pequeño salón como un depredador enjaulado al que no le daban comida
desde hacía a saber cuánto. El timbre de llamada de mi teléfono me pilló a
punto de tirarme del pelo.
—Hola, Nati... —respondí con un suspiro—. ¿Me das permiso ya para
pegarme un tiro?
—No —respondió, tajante como todas las veces que le repetía lo mismo.
La escuché a la perfección gracias a mi nuevo agudizado oído, pero sabía
que estaba hablando en susurros—. No tengo mucho tiempo. Ryan va a
salir, tiene que tratar no sé qué asuntos con Tarek. En veinte minutos en la
Rockefeller Plaza. —Colgó.
¡Por fin iba a poder verla! Me extrañaba que no hubiese intentado dar
esquinazo a su marido antes, Natalia nunca había sido muy de seguir las
normas. En aquel momento, lo agradecía. Necesitaba a mi amiga para no
arrancarme todos y cada uno de los pelos de la cabeza. Las ocho y media.
Al fin.
Me calcé y me dispuse a huir de entre aquellas paredes. La noche
anterior me había alimentado a base de las suficientes bolsitas como para no
tener ningún problema, tanto si salía a la calle, como si decidía permanecer
encerrada durante días. Aunque me conocía y sabía que sería incapaz de
hacerle daño a Natalia, el ardor de la garganta podía suponer una verdadera
molestia.
Cerré la puerta con llave justo cuando, detrás de mí, se abrió la del
apartamento trescientos cuatro. Sin poder evitarlo, sucumbí a la curiosidad
de ver a mi nuevo vecino, el que tanto ruido había generado en los últimos
días.
—Buenas noches —me saludó el hombre moreno, esbelto y de
penetrantes ojos negros que tenía delante. Algo en su rostro me resultaba
familiar, aunque no terminaba de descifrar qué exactamente—. Espero que
no te haya molestado demasiado el ruido de estos días —continuó,
dedicándome una sonrisa cautivadora y ofreciéndome su mano derecha para
que se la estrechara—. Me mudé el lunes, soy Brody.
Al estrecharle la mano me recorrió una sensación extraña que me hizo
ponerme en alerta máxima, como si su simple contacto fuera una amenaza.
Fue entonces, analizándole, cuando me di cuenta de que, dentro del pecho,
el corazón le latía tan despacio que, de haber sido humano, hubiera tenido
que tratarse de un enfermo terminal. Era un vampiro.
—Melisa, un placer —dije de manera cordial.
—Me alegra comprobar que no soy el único nocturno que hay por aquí
—respondió, dejando claro que ambos teníamos clara la condición del otro
—. Creí que estaría solo eternamente.
—Siento no poder quedarme a charlar… —corté la conversación con
cierta desconfianza, pues era el primer vampiro que conocía que no fuera
Ryan, Ash o Tarek—, pero lo cierto es que me están esperando.
—¡Ya nos veremos! —me gritó cuando me alejaba por las escaleras.
No quería parecer desagradable, pero aún no estaba segura de si podía
controlar por completo mis pensamientos y, a decir verdad, no me apetecía
que un completo desconocido supiera lo que se me pasaba por la cabeza. Ya
me molestaba bastante que Tarek indagara en mi mente, como para que lo
hiciera también otra persona.

Llegué a la plaza y no encontré a Natalia por ningún sitio. ¿La habría


pillado Ryan y no habría podido venir? Durante todos nuestros años de
amistad, Nati había aprendido que conmigo no podía permitirse el lujo de
llegar tarde, así que me extrañaba que hubiese recaído en la impuntualidad
de la época en la que la conocí. Eran las nueve y estaba preocupada.
Me saqué el teléfono del bolsillo trasero de los vaqueros. Nada, ni una
sola notificación que se me hubiera escapado. No obstante, segundos
después se detuvo junto a uno de los laterales de la plaza el coche rojo de
mi amiga. Natalia me abrió desde dentro la puerta y me invitó a entrar en el
vehículo.
—Nos vamos de excursión.
—¿Perdón? —pregunté una vez dentro, dubitativa.
Mi amiga, sonriente, me envolvió en un fuerte abrazo antes de
contestarme.
—Conozco un sitio en el que ni a Ryan ni a Tarek se les pasará por la
cabeza buscarnos.
—Miedo me das —dije, tratando de asimilar, sin éxito, que mi amiga
estaba como una completa cabra.
Sin dejar de sonreír, Natalia pisó el acelerador. Siempre le había gustado
la velocidad.
Ambas íbamos en silencio en el interior del coche. A ella le gustaba
conducir tranquila y a mí mirar por la ventanilla. Observé cómo dejábamos
atrás Nueva York y nos introducíamos por el Túnel Holland.
¿Jersey City? ¿Ese era el lugar que ni Ryan ni Tarek podrían imaginarse
jamás?
—Ryan no me ve capaz de abandonar Nueva York —dijo, como si
hubiese podido escuchar mis pensamientos, antes de soltar un bufido
exagerado—. Me conoce más bien poco. —Sonrió para sí misma.
—Tiene que estar encantado contigo, siempre desobedeciéndole —le
dije. De repente, una pregunta me cruzó la cabeza—. Nunca me lo había
planteado, pero…, ¿cuántos años tiene Ryan?
—Hm… —Natalia frunció los labios sin despegar los ojos de la
carretera, haciendo memoria o, quizá, cálculos mentales—. Ciento tres. Es
el más joven de todos. Bueno…, ahora lo eres tú. ¿Por qué me lo preguntas?
—Me preguntaba cómo sería vivir en una sociedad que cambia tanto.
¿Te has dado cuenta de todos los avances tecnológicos a los que han tenido
que acostumbrarse? —Ella se encogió de hombros con indiferencia y sin
despegar los ojos de la carretera.
Cuando quise darme cuenta, nos estábamos deteniendo frente a la puerta
de lo que parecía ser una discoteca. Vi a Natalia dejarle a un joven
muchacho las llaves del coche mientras me miraba sonriente.
—Nos vamos de copas.
—Estarás de coña, ¿no? —pregunté, sin lograr entender en qué diablos
pensaba mi amiga.
—Llevamos prácticamente un mes y medio sin poder estar las dos solas,
Mel —me respondió bajándose del vehículo. Se acercó hasta mi puerta y la
abrió para obligarme a bajar—. Nos merecemos un respiro. Lejos de los
chicos y de toda esta mierda.
—Un respiro sería ir a la playa, Nati —contesté de mala gana,
bajándome del coche con resignación—, no a un garito cutre de Jersey City
como si tuviéramos dieciséis años.
—En primer lugar, no es cutre, tiene aparcacoches —respondió, algo
molesta—, y, en segundo lugar, si lo que quieres es playa, podemos ir a
pasar la resaca a una casa de los Hamptons. Lo mismo da que me quede de
día contigo, Ryan me matará igualmente por la noche, cuando vuelva a
casa.
—Lo que quiero no es playa, Natalia, es sol.
—Yo te dibujo uno después. —Se rio. A veces no la soportaba—. Ahora
no seas niña pequeña y vamos. Que, si tú no quieres, al menos yo sí me lo
merezco. Ryan está insoportable desde que te… convertiste.
Acompañé a Nati a regañadientes. Ir tras ella sería mejor que dejar que
montara una escenita en medio de la calle, cosa que estaba segura de que
haría si no le hacía caso.
El local apestaba a humo artificial y a sudor, y las luces parpadeantes de
colores hicieron que tuviese que entrecerrar los ojos durante unos instantes.
No sabía cómo había descubierto mi amiga aquel garito, pero tenía que
haber investigado mucho para encontrar uno que estuviese abierto a las diez
un martes. Era su don.
Nati se encaminó con decisión hacia la gran barra, que abarcaba la pared
del fondo del local casi por completo, y a mí no me quedó otra alternativa
que ir tras ella. Tardé poco en comenzar a sentirme bastante incómoda.
En mis salidas nocturnas con Ash había aprendido a controlar hasta
cierto punto la sed, pero en aquel lugar, atestado de gente, estaba
resultándome de lo más complicado.
Millones de olores me llenaban la nariz, era capaz de olfatear todos los
tipos de grupos sanguíneos —había aprendido a diferenciarlos— y la
quemazón de la garganta hizo acto de presencia casi desde el momento en
el que entramos en el local.
Nunca había estado con tantos humanos en un lugar cerrado desde mi
vuelta a la vida.
—Nati, deberíamos irnos —le pedí casi como un ruego.
—Tonterías. —Llamó al camarero y le indicó las bebidas—. Tienes que
relajarte.
Estaba empezando a agobiarme y no sabía muy bien dónde meterme.
Mirase a donde mirase, no veía más que cuerpos y más cuerpos moviéndose
al compás de la música sin letra. El camarero, que la miró de arriba a abajo,
dejó frente a Natalia dos copas de cóctel.
A medida que el bajo de la música me iba perforando el cerebro, sentía
cómo, poco a poco, las piernas me comenzaban a temblar hasta el punto de
que tuve que agarrarme a la barra. Pocas veces había estado tan mareada.
—Lo… Lo digo en serio, no me encuentro bien.
—¿Qué te pasa? —En su rostro se reflejó la preocupación, como si se
acabara de dar cuenta de mi malestar.
—Tengo sed.
—Pues bebe. —«Perfecto», escuché que pensaba—. Toma. —Cuando
comenzó a acercarme la copa, fue cambiando de expresión—. Ah…, ya
entiendo. Vamos.
Mi amiga permaneció unos segundos pensativa, pero enseguida se bebió
de un solo trago la bebida que había pedido. Con la misma decisión con la
que había entrado al local, me agarró de la mano y me llevó a la calle.
Junto a la puerta de la discoteca había una cola de alrededor de unas
veinte personas, pero Nati, en vez de hacer un comentario respecto a la lo
exclusivísimo que era el lugar, como hubiera hecho en cualquier otro
momento, me llevó a un sitio un poco más apartado.
—¿Estás mejor aquí? —me preguntó, abanicándome la cara con un
panfleto que debía de haber cogido sin que yo me enterase.
—Me siento como si fuera a desmayarme. —Suspiré, sentándome en el
bordillo de la acera—. Aunque estoy segura de que ese no sería el resultado
final.
—Ven —dijo, tendiéndome la mano—. Vamos a dar un paseo, verás
como poco a poco te encuentras mejor. A Ryan el aire fresco suele ayudarle,
sobre todo últimamente.
—Yo no soy Ryan —señalé.
—Lo sé —afirmó—, pero también sé que, incluso desde antes de ser
vampira, odias las aglomeraciones de gente. Así que…, déjate de tonterías y
caminemos.
Decidí que hacerle caso. Nada tenía de malo, y lo peor que podía pasar
es que viéramos un barrio sucio y escandaloso de Nueva Jersey.
—¿Va todo bien con Ryan, Nati? —pregunté, tratando de despejar la
cabeza, mientras andaba junto a ella
—Sí. Es solo que… está preocupado.
—¿Y por eso se altera? —A medida que me iba despejando, más claro
me quedaba que no me lo estaba contando todo.
—¿Sabes algo de Ash? —Su pregunta me pilló fuera de juego y me hizo
ignorar por completo la falta de respuesta por su parte.
No entendía qué relación tenía ella con lo que estábamos hablando. Tal
vez, solo intentara distraerme para que no ahondara en sus problemas, pero
también parecía preocupada por aquello.
—No..., hace por lo menos una semana que no sé nada de ella —
reconocí. Al hacerlo en voz alta me di cuenta de sí que había pasado
bastante tiempo—. ¿Se ha ido algún sitio?
«¿Qué si se ha ido? Se ha largado y me ha dejado sola, la muy puta».
Los pensamientos de Natalia me eran tan claros que casi podía
percibirlos como míos propios. Con ella se podía utilizar perfectamente la
expresión: «eres como un libro abierto».
«Tal vez, no debería contarle nada», la escuché pensar.
—¿Qué no me quieres contar? —Aquel pensamiento atrajo como un
imán mi atención—. Sabes que puedes confiar en mí.
—Sí, lo sé —respondió, parándose en seco en mitad de una calle llena
de edificios residenciales, pero sin añadir nada más.
La miré, expectante. Sin embargo, se dio cuenta de que le estaba
hurgando en la cabeza pues, como por arte de magia, su mente se llenó de
pequeños duendecillos saltarines. No era la primera vez que hacía algo así,
supuse que Ryan le habría enseñado algún que otro truco para evitar que
supieran en todo momento lo que estaba pensando.
—¿Entonces? —Me impacientaba.
—No sabemos nada de Ash desde hace días, Hugh y Tarek no logran dar
con James y Ryan tiene miedo de que… puedas hacerme algo —dijo de
forma atropellada. Me quedé en silencio, frustrada con su marido porque
siguiera sin confiar en mí—. No te preocupes, terminará por aceptarlo. El
único problema es que me desespera que tarde tanto. —Me miró y me
dedicó una media sonrisa Más que reafirmarme a mí, parecía querer darse
fuerza ella misma—. Ven, se me ha ocurrido una cosa.
Unos pocos minutos después volvíamos a estar en el coche de Nati y lo
único que teníamos delante era la carretera. Ninguna de las dos había vuelto
a sacar el tema, a apenas a hablar; desde que Nati le pidió al aparcacoches
de la discoteca que le devolviese su vehículo.
Aunque me había bloqueado sus pensamientos, percibía su angustia.
Sabía que Ryan se había convertido en un pilar fundamental en su vida y
probablemente toda aquella situación la estaba estresando mucho. Nunca se
le había dado bien tener que elegir y Ryan parecía estar forzándola,
inconscientemente o no, a decidir entre él o yo.
En el fondo, no podía culparlo. Solo velaba por el bienestar de su
esposa. Era muy probable que, si me hubiese enterado antes de que él era
un vampiro, yo hubiese actuado de la misma forma.
Sin embargo, aunque entendía su actitud, me molestaba que no tuviera
algo más de confianza en mí. Vale que no hacía demasiado tiempo que nos
conocíamos, pero llevaba semanas demostrando que tenía más autocontrol
que la mayoría de los vampiros después de su conversión. Tarek y Ash
estaban asombrados conmigo.
En ese momento, decidí que debía mantener una charla seria con él. No
podíamos alargar durante más tiempo toda aquella situación, sobre todo por
el bienestar de Nati, a la que, aunque no me lo había dicho, le afectaba
mucho más de lo que quería aparentar.
No mucho más tarde, durante el trayecto preferí no fijarme en el
velocímetro del coche, estábamos entrando en los Hamptons. No sabía muy
bien cómo debía interpretar aquella visita a la playa. Había dejado muy
claro que lo que quería no era precisamente mar y arena. Era sol. Algo que
no volvería a tener nunca más en la vida.
Natalia metió el coche por un camino entre dos imponentes mansiones y
no frenó hasta estar a un metro de distancia de la playa. Bajó del vehículo y
avanzó sin dirigirme la palabra. Se había quitado los tacones para poder
andar por la arena sin dificultad.
Me sentía bastante confundida, pero la acompañé y anduve a su lado
hasta la orilla. Junto al mar, la brisa nocturna comenzó a revolvernos el
pelo.
El océano, aunque diera a otras vistas, olía igual que siempre y me
invadió por completo la nostalgia.
—Vas a hacerme un favor —dijo mi amiga. Pero Natalia tenía una
habilidad especial para hacer que sus favores fueran más bien órdenes—.
No sé cuánto voy a tardar, pero tú no te puedes mover de aquí hasta que
vuelva.
Se puso frente a mí y, mirándome directamente a los ojos, me agarró de
los hombros. Hizo fuerza hasta conseguir que me sentara en la arena.
—Pero ¿adónde vas a ir? —le pregunté, asombrada porque se atreviera a
sugerir que me iba a dejar sola—. ¿No pensarás dejarme aquí tirada?
—No seas exagerada —me reprendió—. No será durante demasiado
tiempo. —Tras decir esto último, desapareció.
Casi me parecía una maldad por parte de Natalia llevarme a aquel lugar,
sabiendo que pensar en el sol me traía tanto pesar.
«Ojalá nada de esto hubiese ocurrido. Tendríamos que haber vuelto a
España, nada de esto habría pasado si lo hubiésemos hecho. Ahora,
estaríamos en la Playa de las Canteras, bañándonos y con un moreno
envidiable a ojos de los peninsulares», pensé sin poder evitarlo.
Tratando de hacer algo de tiempo hasta que Nati volviera, me puse a
hacer dibujitos en la arena, como solía hacer de niña, cuando iba a la playa.
Aunque, lo que menos me apetecía era recordar lo feliz que me hacían esas
nimiedades, no podía evitarlo estando allí.
Frustrada, sin saber qué hacer y con un gruñido, me dejé caer de
espaldas sobre la arena húmeda de la orilla. Al fin y al cabo, no iba a
ponerme enferma ni, aunque quisiera.
Llevaba meses sin dejar de repetirme lo muchísimo que echaba de
menos el sol. Sus rayos amarillos dándome calor en el rostro mientras la
brisa marina me refrescaba con sutileza las mejillas. Me sentía tan
impotente en aquella playa, de noche, que creí que iba a explotar. Así que,
cogiendo una gran bocanada de aire, intenté meditar.
De pronto, era de nuevo invierno y no estaba ni en Village Beach ni en
Las Canteras. Me encontraba en una de las playas de Gran Canaria que más
veces había visitado cuando era niña, la del Puerto de Mogán.
Durante las vacaciones de Navidad del colegio, mientras mi madre
seguía trabajando, mi padre solía llevarme a pasar allí la mañana, estuviese
el cielo despejado o completamente encapotado.
Recordaba, en concreto, un día en que la playa estaba vacía en su
totalidad, solo estábamos él y yo. Siendo ambos parcos en palabras, nos
limitamos a estar sentados el uno junto al otro. Casi podía sentir el calorcito
de aquella mañana sonrosándome las mejillas, con el sonido de las olas en
la orilla, y el tener que cerrar los ojos por la claridad que me daban los
rayos de sol en las retinas.
Seguía haciendo frío, el típico de un día de invierno que no había dejado
de llover más que un par de horas, pero los rayos ultravioletas siempre me
habían calentado de una manera muy especial.
En la oscuridad de la noche neoyorquina, me llevé la mano al cachete,
pues el recuerdo era tan real que casi creí que se me estaba poniendo rojizo
por el calor. Era curiosa la forma en la que el subconsciente era capaz de
hacernos revivir las sensaciones, aun sin estar experimentándolas
realmente.
—Abre los ojos —escuché.
Al hacerlo, me encontré con el rostro sonriente de mi amiga por encima
de mí. Era un poco siniestro, si lo pensabas bien, pero cuando mis ojos se
acostumbraron a una claridad poco común en las noches, me di cuenta de
que Natalia había colocado de forma estratégica un foco y, junto a él, una
estufa.
No era mi memoria. De ahí era de donde provenían la sensación de
calorcito que sintiéndome bañaba la cara y la luz intensa que me cegaba.
—Sé que no es lo mismo, pero es lo más parecido que he conseguido al
sol. Quería que tuvieras un trocito de casa —me dijo sin cesar de sonreír—.
Tengo maquillaje, por si quieres simular que estás morena.
Invadida por un brote de ternura superior a mí, abracé a Natalia con casi
todas mis fuerzas.
—¿Eso es que te gusta mi sorpresa? ¿Ha valido la pena esperarme? —
preguntó casi sin aliento, estrujada como estaba.
—Mucho, cielo —susurré—. Mucho.
Capítulo 13

—¡No te atrevas a levantarme el tono, Ryan! ¡No soy ninguna niña


pequeña!
El hecho de que en el loft de Tarek los únicos tabiques que había fueran
los que separasen los dos baños del resto de la casa, no ayudaba demasiado
a amortiguar la monumental discusión que la pareja estaba teniendo en la
cocina.
El Egipcio, como tantas veces había escuchado llamar a mi niñera
principal, estaba sentado en el sofá viendo una película en blanco y negro
que no fui capaz de reconocer. Su capacidad de permanecer impasible me
alucinaba. Envidiaba su templanza, pues yo no sabía dónde meterme para
no escucharlos.
—¡Entonces deja de portarte como tal! ¡Se trata de tu seguridad! —
gritaba él.
—¿Cómo lo haces? —le pregunté a Tarek.
—Llevo medio siglo soportando sus discusiones con Ashy con ella suele
acabar a golpes —respondió, encogiéndose de hombros—, así que terminas
acostumbrándote. Por lo menos con Sweetheart no me rompe ningún
mueble.
—Yo no sé si podría acostumbrarme a algo así.
—Deberías. Te quedan siglos de sufrimiento escuchando a esta pareja.
—¿Siglos? —respondí, enarcando una ceja—. No pienso permitir que
mi amiga acabe así, si es lo que estás insinuando.
«Si quieres creer que tu amiga seguirá siendo humana para siempre, tú
misma».
No lo verbalizó, no le hizo falta, pero su opinión sobre la existencia de
mi amiga era bastante clara. Los dos sabíamos que Nati no pararía hasta
convertirse. No pensaba permitirlo bajo ningún concepto, por mucho que
ella me odiara al hacerlo.
—No me hagas elegir, Ryan —oí decir a mi amiga—. Porque puede que
no te guste lo que elija.
—¿Qué estás insinuando? —El cambio en su tono de voz fue más que
evidente.
—No puedo estar con alguien que no confía en mí.
La puerta del loft se abrió de pronto y por ella entró Ash, haciendo que
tanto Tarek como yo olvidáramos la discusión que estaba teniendo lugar a
escasos metros. La vampira examinó con la mirada el escenario; su ceño
fruncido denotaba confusión e intriga a partes iguales.
—¿Qué coño está pasando aquí? Se oyen los gritos desde el ascensor.
Ryan y Natalia, que habían vuelto a mi campo de visión cuando me giré
para mirar la puerta, parecían dirigir ahora toda su furia hacia ella. Parecía
que ambos habían llegado a un punto en común.
Sin darse cuenta, los dos suspiraron, resignados, al apoyarse en la mesa
del comedor con tanta sincronización como si lo hubieran ensayado. El
brazo de uno rozaba el del otro ya que, a pesar de sus diferencias, no podían
permanecer separados.
—¿Se ha muerto alguien? —bromeó Ash.
—Mira por dónde, pensé que el invierno[2] se había marchado —
comentó Ryan con sorna, rodeando los hombros de Natalia con el brazo—.
Ashley Rose Winter ha vuelto a Nueva York, ¡dichosos los ojos!
La vampira, haciendo caso omiso a los comentarios de Ryan, avanzó por
el loft hasta dejarse caer en el sofá como si la última vez que lo hubiera
hecho fuera el día anterior. Parecía completamente ajena al hecho de que
hubiesen estado tan preocupados por ella como me había contado Natalia.
—He estado fuera algunos días, no sabía que tuviera que rendirte cuenta
de mis vacaciones —dijo.
—¿Pero tú estás mal de la cabeza? —habló, esta vez Natalia—. ¿Sabes
lo preocupados que estábamos por ti?
Ash suspiró y se sacó el teléfono del bolsillo de la chaqueta, sin mirarla
al contestar.
—Tengo un total de ciento treinta y cuatro llamadas perdidas en diez
días. Creo que sí que me habéis echado de menos.
Natalia se aproximó a ella con una expresión en el rostro de total
austeridad, amenazante. Le quitó a Ash de la mano el teléfono y, sin que
ninguno de los presentes lo viera venir, lo estampó contra el suelo,
reventándole la pantalla y dejándonos a todos pasmados.
—Ahora que está roto sí que tienes una excusa para no contestar cuando
te llamen, imbécil —le soltó. Ash se limitó a levantarse para recoger el
aparato destrozado y tirarlo a la basura.
—Necesitaba despejarme. Sabéis que me agobio cuando paso demasiado
tiempo acompañada —dijo al volver al sofá—. Una amiga me dijo hace
unos años que podía usar su casa de campo siempre que me apeteciese y
aún tenía la llave. He estado en Rhode Island.
—¿Y cuándo has dejado tú de contestar al teléfono por tener a una tía en
la cama? —volvió a espetar Ryan.
La conversación, aparte de ser acusatoria, estaba comenzando a
incomodarme. Oír hablar de las conquistas de Ash nunca había formado
parte de mis pasatiempos preferidos.
Aún menos cuando Ryan, sin saber lo que había pasado entre nosotras,
le lanzaba a su amiga alguna indirecta sobre la manera en la que se deshacía
de sus ligues por la mañana.
Yo solía tratar de ignorarlo, pero en aquella ocasión su comentario
resultó demasiado directo. Ash debió de notarlo, pues tenía los ojos fijos en
mí.
—Te estás pasando, Ryan —advirtió.
—¿Te estás quedando conmigo? —continuó apostillando él—. Siempre
has dicho que la familia va antes que cualquier tía.
—¡Ya estoy harta! —exclamó mientras se ponía en pie—. Si le dejaras
más espacio a la gente, tal vez, tu mujer no tendría que escaparse. ¡No me
extrañaría que la próxima vez que lo haga, no volviese!
Un silencio sepulcral se adueñó del loft. Todos nos quedamos
boquiabiertos con aquellas palabras. Busqué a mi amiga con la mirada para
comprobar que estaba bien. Su rostro se mostraba el más asombrado de
todos los que estaban allí.
—Vete —rompió el silencio Ryan—. No quiero verte. —Avanzó, rumbo
a las escaleras, chocando con el hombro de Ash al hacerlo. Natalia le dedicó
una mirada reprobatoria antes de desaparecer tras su marido.
—¿Y por qué se pone así? —le preguntó a Tarek.
—Creo que es mejor que te vayas, Barbie. —Ash abrió los ojos con
incredulidad—. Deja que se calmen las cosas.
—¿En serio? —la vampira bufó, como si estuviera despechada, y cogió
con brusquedad su chaqueta del sofá—. Por mí podéis iros todos a la
mierda. —Salió por la puerta principal dando un portazo ruidoso.
Tarek se levantó y se dirigió a la cocina sin inmutarse, por lo que yo, sin
saber muy bien qué hacer en una situación como en la que me encontraba,
también cogí mi chaqueta y salí en busca de Ash. La encontré en la entrada
del edificio, fumándose un cigarrillo apoyada en su coche. Soltaba por lo
bajo todo tipo de improperios.
—¿Y tú qué haces aquí? —me soltó nada más verme.
—Pensaba hacerte compañía, pero creo que me voy a ir a casa, no estás
de humor.
—Perdona —suspiró—. Ryan consigue sacar lo peor de mí.
—Y de mí, y de Natalia, y de todo el mundo, según parece. —Tratando
de tantear el terreno, me senté junto a ella sobre el capó del vehículo—.
Bueno, menos de Tarek. —Ash sonrió.
—Es difícil sacar de quicio a El Egipcio —respondió—. Y es mejor no
estar delante si eso llega a pasar. —La vampira se apagó el cigarrillo en la
suela de una de las botas antes de volver a dirigirse a mí—: Vamos, te llevo
a casa.
—Puedo ir en taxi.
—Vaya, ¿te apetece rememorar tu conversión? —se burló de mí.
Con el tiempo, y a base de pasar el rato con ella, había llegado a
diferenciar cuando se trataba de una burla o cuándo estaba hablando en
serio. Cuando nos conocimos, había sido del todo imposible. Y Ash
disfrutaba picándome.
Me subí en su coche y pusimos rumbo a mi apartamento en Harlem.
Estaba cansada, no me había dado cuenta del agotamiento que me había
provocado el cúmulo de emociones hasta después de abandonar el loft de
Tarek. Adoraba a mi amiga, pero lograba agotar a cualquiera, incluso a un
vampiro. Además, no habíamos tenido una noche precisamente tranquila.
Ash estacionó el coche en la acera junto a mi edificio. Apenas había
movimiento en la calle, salvo por unos cuantos chicos que fumaban —
probablemente marihuana—, en una de las escaleras de emergencia del
bloque de apartamentos contiguo. Harlem, a pesar de su mala reputación,
no era tan mal barrio una vez lo conocías.
Nos quedamos calladas en el interior del vehículo, como si nos
hubiéramos olvidado de que lo que venía a continuación normalmente era
despedirse y bajarse del coche. Antes de que se marchara de la ciudad nos
habíamos hecho... quizás incluso amigas. O eso me había parecido a mí,
aún no estaba segura de si debía arriesgarme a decir aquello en alto. Gracias
a ella podía evitar el tener niñera las veinticuatro horas.
—¿Qué tal tus vacaciones? —pregunté en un desesperado intento por
romper el momento incómodo que se había instalado entre nosotras—. ¿Es
bonito Rhode Island?
—Sí, bueno… —Parecía no saber qué decir, algo poco común en ella—.
Mucho calor —finalizó, frotándose la nuca.
Me chocaba la actitud tan extraña que mantenía conmigo. Hubiera
jurado que la distancia que nos solía separar se había acortado antes de que
se marchara, pero en ese momento la sentía más lejana que nunca.
Los silencios eran bastante frecuentes entre nosotras, no sentíamos la
necesidad de llenarlos con charla insustancial y ambas parecíamos estar a
gusto siempre con ellos. En aquel coche, sin embargo, entre las dos había
un muro de hormigón.
—¿Tú qué tal has estado en mi ausencia? ¿Te ha molestado mucho
Ryan? —preguntó con cierto sarcasmo.
—Apenas me dirige la palabra si no es necesario. —Me encogí de
hombros como acompañamiento a mi respuesta—. Creo que sobreviviré. El
que ha pasado bastante tiempo conmigo ha sido Hugh.
—Hugh, siempre salvando a las damiselas en apuros —se rio—. Es, sin
duda, una de las mejores personas que conozco.
Sonrió con algo parecido a la ternura al hablar del policía. Aún no
conocía todos los detalles de la dispar pandilla a la que me había visto
forzada a unirme, pero era fácil de apreciar el vínculo tan curioso que
compartían aquellos dos. Podría incluso compararse al que tenía la vampira
con Ryan.
—Sí, es mi preferido.
—Melisa. —Me giré para mirarla cuando habló y mi mirada se topó con
sus ojos azules—. Lo que ha dicho Ryan antes… No estuve con nadie en
Rhode Island. Estuve sola.
Sus palabras me pillaron completamente desprevenida. No me esperaba
ningún tipo de justificación por su parte, no me debía ninguna y no solía ser
lo habitual que las diera.
—No… No te lo preguntaba por eso. —Carraspeé al hablar, tratando de
sonar impasible sin éxito alguno.
—Lo sé, pero… quería aclararlo. Mierda —dijo cuando miró al cielo—.
Va a amanecer en muy poco tiempo. Vete a casa, yo me buscaré un hostal
cerca de aquí. —Sacó su teléfono y comenzó a buscar en internet.
—Puedes subir conmigo, ¿sabes? No voy a comerte. —Ella enarcó una
ceja.
—En caso de que alguien se comiese a alguien aquí, sería yo quien lo
hiciera, rubia. —Ash sonrió ante mis muecas infantiles al imitarla y le vi los
colmillos al hacerlo—. ¿De verdad no te importa que me quede?
—Vamos —dije, saliendo del coche—. Comprueba lo cómodo que es mi
sofá.
—Vale. En ese caso, ¿hay algún sitio donde pueda comprar cigarrillos?
—preguntó al salir, mientras yo abría, con las llaves, el portal.
—En esa esquina. —Señalé con la cabeza—. Te espero arriba, ya sabes
qué piso es.
Al llegar al rellano del tercero, me encontré a mi nuevo vecino
forcejeando con su cerradura mientras intentaba que no se le cayera del
hombro una bolsa de gimnasio. Se giró al escuchar que me aproximaba y
me saludó con una sonrisa perfecta enmarcándole los labios. Cada vez que
me sonreía, a pesar de lo amable que era siempre conmigo, me recorría un
escalofrío la columna vertebral.
—¿Qué tal, vecina? —me dijo con jovialidad.
—Bien… —contesté, algo desubicada—. ¿Te ayudo?
Tal y como me habían enseñado desde pequeña a hacer si alguien iba
cargado, enseguida le quité la bolsa de gimnasio para que tuviera mejor
movilidad. Por supuesto, volvió a sonreírme, y en cuestión de segundos la
puerta de su apartamento estaba abierta de par en par. El olor a vainilla que
salió de ella me perforó de inmediato las fosas nasales y me produjo un
cosquilleo que a punto estuvo de hacerme estornudar.
Eché un vistazo rápido a lo que se podía ver a través de la puerta, el
pasillo que distribuía la casa estaba decorado con acuarelas enmarcadas en
madera oscura y el suelo era de moqueta color vino. No había cambiado la
que tenían mis anteriores vecinos.
—¿Quieres pasar a tomar un café? ¿Un capuchino, quizás? —Me
sorprendió una invitación tan específica y tan sumamente acertada.
—Tal vez en otra ocasión. Hoy tengo compañía. —Ambos giramos las
cabezas al escuchar las pisadas que venían de las escaleras. Sabía que se
trataba de Ash por el aroma tan característico que desprendía su tabaco.
—Pues en otra ocasión será —respondió. Se metió tan rápido en el
interior del apartamento que no tuve tiempo siquiera de despedirme.
—¿Con quién hablabas? —me preguntó la vampira cuando alcanzó el
rellano—. Mierda, no te he preguntado si en tu casa puedo fumar.
—Eh… Sí, no te preocupes. —Me apresuré a meter la llave en la
cerradura—. Era… mi nuevo vecino, Brody.
Cuando abrí la puerta, mi gato nos esperaba sentado junto al perchero de
los abrigos. Enseguida se acercó a saludarme, pero, tras unos breves
restregones, me abandonó para reclamar la atención de Ash y cruzarse una
y otra vez entre sus piernas.
—De verdad, me sorprende lo bien que le caes —le dije—. No suele
hacer eso con nadie.
—Yo le caigo bien a todo el mundo, rubia. —Enarqué una ceja de forma
exagerada.
—A mí no me caíste nada bien la primera vez que te conocí. —Ash me
dedicó una de esas sonrisas que te hacían sentir como si hubieses dicho la
mayor estupidez del mundo.
—Y mírate ahora, invitándome a pasar el día en tu piso.
—No hagas que me arrepienta —le dije, adentrándome en el
apartamento—. Ponte cómoda, estás en tu casa.
Tras aquellas palabras, deposité el bolso encima de la mesa de escritorio
antes de encender la luz de la mesilla para darle un poco de iluminación
tenue a la habitación.
Fui hasta el sofá y me dejé caer en él, deshaciéndome enseguida de los
incómodos zapatos con los que había salido. Me froté con calma los
talones, ya que los tenía ligeramente doloridos. Ash se colocó justo a mi
lado y me agarró uno de los tobillos, su gesto me pilló desprevenida.
—Trae —me dijo—. Vas a flipar con mis masajes.
—¿Das masajes? Si encima sabes cocinar, te pido matrimonio.
—El cocinillas es Tarek —respondió, apretándome ligeramente el
puente del pie—. Hugh es el hacker, yo arreglo cosas y Ryan... se encarga
de romperlas.
No pude evitar sonreír, pero poco a poco fui cerrando los ojos y
dejándome caer sobre el respaldo del sofá. Las manos de Ash eran mágicas
y estaban logrando deshacer, no solo la tensión de mis piernas, sino,
además, relajarme los músculos de la espalda sin ni siquiera tocármela.
—Déjame el otro pie. —Obedecí casi de manera automática, pues
necesitaba de aquel contacto que tan agradable se me presentaba—.
¿Siempre supiste que te gustaban las mujeres? —preguntó de repente,
logrando con ello que abriera los ojos con brusquedad. Al darse cuenta de
mi reacción, aclaró—: Solo tengo curiosidad. Hay quien… experimenta
primero.
—¿Tú lo supiste desde el principio? —indagué yo también—. ¿Siempre
lo tuviste claro?
—Siempre. Pero, sigo esperando una respuesta.
—Bueno —confesé—, una vez tuve novio.
—Qué traviesa —se burló—. ¿Y qué se siente? ¿Son todos los hombres
tan idiotas como Ryan? —Se rio—. Hablando en serio, ¿llegaste hasta el
final o solo fueron unos besos tontos para probar?
—Tienes demasiada curiosidad, me parece a mí.
Recordé a Jonay, el que había sido mi novio cuando apenas tenía quince
años. Todas las chicas del instituto me envidiaban por haber conseguido que
se interesase por mí un chico como él, aunque yo siempre me sentí…
aburrida sin tener muy claro el porqué. Poco después me di cuenta de que,
en realidad, a mí la que me gustaba era su hermana.
Tal y como me había preguntado Ash, siempre me había sentido
diferente al resto de mis amigas. Mientras ellas se empeñaban en disfrutar
del recreo siendo el séquito de los chicos más populares del instituto, yo
prefería pasar el tiempo con las chicas mayores, las que me veían como una
hermana pequeña.
Sin embargo, cuando el chico más guapo del centro, el surfista rubio y
de ojos azules por el que todas estaban coladas, se te acercaba y te decía
que le gustabas… ¡no podías rechazarlo!
—Estuvimos juntos todo un curso cuando estaba en el instituto, pero
siempre me las arreglé para no quedarme a solas con él demasiado tiempo.
Siempre me había sentido muy culpable por haberle dejado hacerse
ilusiones. Jonay era el novio que cualquier chica hubiera deseado, y no solo
por lo guapo que era. Era atento, cariñoso y divertido, y yo había estado con
él… porque mis amigas me dijeron que estaba loca si le decía que no.
—Así que te gustan los ojos azules. —Noté cómo el calor acudía a mis
mejillas y, sin poder disimularlo, fijé la vista en el suelo—. A mí siempre
me gustaron rubias.
Capítulo 14

Joan Fontaine irrumpió en la engalanada habitación, la falda de su vestido


blanco parecía volar a su alrededor.
—La observé cuando bajaba, como a ella hace un año —decía impasible
la señora Danvers en la pantalla de mi pequeño televisor.
Habíamos decidido poner una película antes de irnos a dormir. Yo seguía
con las piernas encima de las rodillas de Ash, ella me acariciaba las
pantorrillas de forma distraída mientras veíamos aquel clásico del cine de
Hitchcock. Salem ronroneaba en el hueco que me quedaba entre los muslos
mientras se dejaba acariciar.
Si me hubiesen preguntado hacía unas semanas si una situación como
aquella podría llegar a darse, me hubiera reído. Pero ahí estábamos, las dos
en el sofá de mi casa como dos amigas que se entendían... bien.
—De verdad, nunca he aguantado a ese personaje —comentó Ash por lo
bajini.
—¿La habías visto? —pregunté extrañada.
—Tengo más de cien —respondió como si nada—. La vi incluso cuando
aún se consideraba moderna.
—Eres la anciana mejor conservada que conozco —dije—, pero sigues
teniendo el mal genio de una octogenaria —me burlé.
—Y eso que tu solo has conocido la parte dulce y amable de mi carácter
—aseguró con aquella sonrisa que me arrebataba el aliento. Me guiñó el ojo
y me dio un ligero codazo en el costado que no me esperaba.
Salem, que se despertó con mi sobresalto, se levantó para estirarse y
marcharse a otro rincón del pequeño piso donde no pudiéramos molestarlo.
En la televisión, la señora Danvers y la señora de Winter, de Rebecca,
estaban inmersas en una conversación de lo más tensa a la que, de pronto,
había dejado de prestar atención.
—¿Te he hecho daño? —preguntó Ash con una nota de preocupación en
la voz—. Perdona, no era mi intención. —Se me acercó un poco más y
examinó de cerca el lugar en el que me había dado el golpe.
—No ha sido nada... —dije, siendo muy consciente de su repentina
cercanía.
El corazón, cuyos latidos eran más lentos que los humanos porque
nuestros cuerpos no necesitaban el mismo flujo de sangre, me bombeaba
con fuerza, sin duda, nervioso, por el contacto de la mano de la vampira
sobre mis costillas.
Impulsada por mi subconsciente, me levanté casi de un salto y me dirigí
hacia la cama. Allí saqué el pijama de debajo de una de las almohadas.
—Voy a cambiarme, ¿vale? —informé mientras rebuscaba en uno de los
cajones de mi mesita de noche sin saber muy bien qué era lo que pretendía
encontrar.
Encendí la luz del espejo del baño y no me preocupé por cerrar la puerta,
ya que era imposible que ni Ash ni yo alcanzáramos a vernos desde ese
ángulo. Me agarré al lavabo para soltar un inmenso suspiro.
Estaba siendo ridícula. Me había puesto así de nerviosa por un simple
codazo.
Cuando me miré al espejo, me percaté de que los colmillos se me habían
afilado y de que la encía me palpitaba debido a la ansiedad que, de pronto,
se me arremolinaba en el cuerpo.
No sabría decir qué sensación era más poderosa, si el deseo de la sangre
cuando me alimentaba o lo que quiera que fuese que estuviera
experimentando en aquel momento.
Con intención de despejarme, me quité la camiseta para mojarme con
libertad la cara y el cuello; el agua fría siempre lograba serenarme o, por lo
menos, lo había hecho hasta ese momento. Un par de respiraciones después
ya me había deshecho de los vaqueros y me estaba tratando de recoger el
pelo en un moño.
Incliné la cabeza hacia abajo para poder agarrarme bien toda la melena,
pero, al erguirme para hacerme bien la coleta, me detuve cuando vi
reflejada en el espejo a Ash. Estaba junto al marco de la puerta, mirándome
como si fuera a la primera mujer que había visto en toda su vida en ropa
interior. Como si fuera la primera vez que me veía a mí.
Con pies de plomo, mientras yo seguía con los dedos enredados en el
pelo, se me acercó para agarrarme de las muñecas con suavidad y obligarme
a bajar los brazos.
—Déjatelo suelto —me dijo, apenas en un susurro.
Colocó sus manos en mis caderas para irlas subiendo, poco a poco, a lo
largo mis costados. Nuestras miradas no se apartaban la una de la otra sobre
el cristal del espejo.
Estábamos sumidas en un silencio absoluto, observándonos la una a la
otra sin sentir la necesidad de adornar aquel momento con palabras
insignificantes.
Con suma lentitud, como si estuviera dudando sobre lo que hacía, Ash
alzó una mano y agarró con timidez un mechón de cabello que se me había
quedado sobre la mejilla. Se lo enredó entre los dedos, jugueteando con él
antes de colocármelo detrás de la oreja.
Inconsciente, giré el rostro, como si quisiera retener aquella simple
caricia sobre él. Ella, tratando de complacer mis deseos, llevó los nudillos
hasta mi mejilla y me la acarició con suavidad.
Las piernas me temblaban, pero aún eran capaces de sostenerme. Una de
las manos de Ash me acariciaba la nuca mientras con la otra me sostenía
por la cintura y la distancia que nos separaba me parecía un océano entero.
Los gestos sucedían a cámara lenta, como si apenas nos moviéramos.
Sin poder aguantarlo un segundo más, me di la vuelta para quedar frente
a ella, nuestros rostros apenas a escasos centímetros. No fui consciente de
quién se acercó a quién, ni de cuándo moví las manos, pero cuando volví a
ser consciente de lo que pasaba, me aferraba con los dedos a su pelo corto y
sus manos me agarraban de la cintura en mitad de un beso.
Sin exigencias, sin premuras y carente de toda dominación, se trataba de
una auténtica exploración de la otra, sin querer que el momento se
terminara.
Las caricias de Ash me recorrieron la espalda mientras que las mías
pasaron a su abdomen. Aunque me costaría reconocerlo más adelante, me
había imaginado un momento como aquel muchas veces durante las últimas
semanas, pero la realidad superaba con creces a mi imaginación. Mis
manos, desesperadas, se colaron bajo la tela de su camisa y le repasé con las
yemas de los dedos la piel de sus caderas, suave y firme.
Dejándonos llevar por el desenfreno, tiré de su blusa hacia arriba con
intención de deshacerme de ella. Al hacerlo, los pechos de Ash quedaron al
descubierto. Ella aprovechó mi sorpresa para volver a besarme, mis manos
sobre su piel, y llevarme durante el beso hasta la cama.
Sin apartar su mirada azul de la mía, con lentitud, se deshizo de las botas
y de los pantalones antes de acompañarme sobre el colchón, donde nuestros
labios volvieron a unirse en el beso más lento que había experimentado
jamás.
Minutos después, y tras pasar lo que me pareció demasiado poco tiempo
besándonos, acariciándonos y lamiéndonos cada centímetro del cuerpo,
devorándonos, ambas estábamos desnudas.
Cuando Ash subió el rostro de entre mis piernas para volver a besarme,
estábamos tan pegadas la una a la otra que podríamos haber sido una sola.
El corazón me latía desbocado y el cuerpo entero parecía palpitarme.
Cuando menos me lo esperaba, Ash llevó los colmillos hasta mi
garganta, acariciándome despacio el cuello con ellos. El gesto me erizó la
piel hasta el punto de llegar a dolerme.
—Siempre hueles tan bien... —dijo en un susurro contra mi cuello,
aspirando por completo mi fragancia—. Quiero volver a saborearte...
—Hazlo... —exigí sin pensármelo dos veces—. Muérdeme.
Como si de una orden se hubiera tratado, me hundió los colmillos en la
garganta. Fue intenso, quizás algo doloroso al principio, pero, poco a poco,
cada succión fue convirtiéndose en una sensación de lo más placentera.
Sus manos se deslizaron por mi cintura hasta que llegaron a la unión de
mis muslos y comenzó a acariciarme aquella zona que reclamaba con
urgencia su atención mientras se hundía aún más en mi cuello.
Un gruñido salió de su garganta cuando deslizó los dedos en mi interior
y notó con ello lo húmeda que estaba. Llevé una mano hasta la suya,
ayudando a que se introdujera aún más en mí y anhelando sentir su contacto
junto al mío.
Sus colmillos se separaron de mi garganta y subieron a acariciarme el
labio inferior con ligereza. Ash me miraba fijamente, aumentando el ritmo
con el que movía los dedos y deleitándose al comprobar cómo se me
aceleraba cada vez más la respiración. El azul de sus ojos se había
oscurecido por el deseo.
Un pequeño hilo de sangre le corría por el labio inferior, al que me
quedé mirando, hipnotizada. Levanté la cabeza de la almohada y, como si
fuera la más exquisita delicatessen, lamí aquel rastro sujetándola de la base
la su nuca y atrayéndola aún más hacia mi lengua.
Me detuve tan solo unos segundos para volver a mirarla a aquellos ojos
adictivos e hipnóticos para, justo después, clavarle los colmillos en el labio.
La mordí con ansia y dejé que la herida que le acababa de provocar
sangrara sobre mi lengua en una explosión de sabor.
—Joder… —gimió la vampira contra mis labios.
Mis jadeos la habían llevado a colocarse de manera que uno de mis
muslos quedara entre sus piernas, y había comenzado a rozarse contra mi
piel. Percatarme de aquello me hizo perder la cabeza de tal forma que a
punto estuve de arrancarle el labio. Sin embargo, traté de no concentrarme
en mi propio placer y me las arreglé para soltarme de su cintura y llevar la
mano hasta su entrepierna.
Cuando introduje los dedos en su interior, ella dejó de mover los suyos,
lo que me dio algo de tiempo para recobrar el aliento que había perdido casi
por completo. Bajando el ritmo, sin ninguna prisa, comenzamos a movernos
las dos a la vez mientras volvíamos a devorarnos entre besos y mordiscos la
una a la otra.
El mundo pareció haberse parado a nuestro alrededor, o quizás todo daba
vueltas, no lo sé, solo era capaz de concentrarme en nuestras bocas,
nuestros besos, nuestros gemidos y nuestras caderas moviéndose con total
sincronía.
Entre temblores tan intensos que podían llegar a considerarse
convulsiones, llegó mi orgasmo el primero. El de Ash lo siguió poco
después y la vampira se dejó caer a mi lado con la respiración tan agitada
como la mía.
Pasados unos minutos, ambas nos habíamos recompuesto casi por
completo, pero parecía que ninguna de las dos se atrevía a decir nada, como
si tuviéramos miedo de romper aquella burbuja que había acabado por
envolvernos.
—Voy… Voy a ir a fumarme un cigarrillo al salón —habló Ash la
primera—. Enseguida vuelvo. —Me depositó un suave beso sobre los
labios y se dispuso a levantarse.
—No me molesta que fumes aquí... —dije, retorciéndome sobre las
mantas, cuando ya había comenzado a recoger su ropa para vestirse. Se
detuvo con mis palabras—. Si lo haces por eso... no te preocupes.
—¿Estás segura? —preguntó, dubitativa.
—Tengo un cenicero de cristal en la estantería de la entrada —respondí,
metiéndome bajo las sábanas, estaba agotada.
No alcancé a ver cómo se alejaba, llevaba más de cuarenta y ocho horas
sin dormir y el cansancio empezaba a pasarme factura, así que se me
cerraban los ojos de forma involuntaria.
Sin embargo, cuando estaba cayendo en los brazos del sueño más
profundo, volví a notar un peso en el colchón y cómo un cuerpo desnudo y
caliente se pegaba al mío y me abrazaba.

Las vibraciones incesantes de mi iPhone a las ocho y media de la tarde me


obligaron a desperezarme. Al alargar el brazo para ver quién diablos me
estaba llamando, comprobé en la pantalla que se trataba de un número de
teléfono desconocido. Descolgué el móvil y me lo llevé a la oreja.
—¿Diga?
—Hola, buenas tardes, señorita. ¿Es usted la titular de la línea? —me
preguntó un joven al otro lado del auricular—. Le llamo de CloseCall
America para ofrecerle unas mejores condiciones de contratación.
—¿En serio? —dije, incrédula ante lo que estaba escuchando. ¿Por qué
coño me despertaba un teleoperador?
—¡Como lo oye, señorita! Le estamos ofreciendo…
Sin darle un solo segundo más al muchacho, di por finalizada la llamada.
No tenía el cuerpo como para andarme con sutilezas y tener que aguantar la
charla incesante de un vendedor agresivo.
Fue entonces cuando me percaté de que el otro lado de la cama estaba
vacío. Miré a mi alrededor, por si la vampira pudiera estar fumando en otro
lugar para no molestarme, pero en la habitación no se encontraba. Me
levanté de la cama y la busqué en la cocina y en el baño.
Nada. Mi casa estaba en el más absoluto silencio y no había indicios de
que Ash anduviera por ninguna parte. ¿Se había marchado sin decirme
nada?
No es que me sorprendiera demasiado, pero no por eso dolía menos.
Tenía que haber sido más inteligente y haber escuchado a mi cabeza
cuando me advirtió de que acostarme con ella era un error. Había estado en
el Dead End las suficientes noches como para saber cómo se las gastaba
Ash. Me conocía su modus operandi.
Tras una ducha que no me relajó lo más mínimo, cogí un trapo y me
puse a limpiar el polvo de las estanterías con tal de tener la mente ocupada
y pensar en lo que había pasado la noche anterior.
Sin embargo, a pesar de que traté centrarme en manchas inexistentes en
los muebles, la rabia y la impotencia me subían por la garganta hasta el
punto de que, cuando me di cuenta, tenía el ceño completamente fruncido.
Llevaba a saber cuánto tiempo frotando la mesita de café.
—¿En qué coño estaba pensando? —me dije—. ¡¿Y por qué coño es tan
guapa?! ¡Aggghhh, la odio! —grité al mismo tiempo que lanzaba la bayeta
al sofá sin contemplación.
Al deshacerme de aquella manera del trapo, pude ver que la pantalla de
mi teléfono, que no paraba de vibrar, se iluminaba sobre el sillón. Me
acerqué con premura, deseando que fuese de nuevo aquel estúpido
vendedor. Así al menos podría desahogarme con alguien.
—¡¿Qué?! —le espeté, iracunda, al interlocutor tras descolgar.
—¡Oye, a mí no me chilles! —me sorprendió Nati al otro lado de la
línea.
—¿Nati? —dije extrañada—. Perdona, creí que eras otra persona.
—¿Y quién era el pobre al que ibas a recibir así? —De fondo se oía la
voz de Ryan, que le preguntaba qué quería desayunar. Por fin, entendía los
horarios tan extraños de mi amiga—. ¿Qué te pasa?
—¿No le pides huevos con beicon? —me burlé—. No sueles resistirte a
las ofertas de carroña.
—¿Ya empiezas a evitar mis preguntas? Pues mal vamos. —Mi amiga,
que me conocía mejor que nadie, se había percatado de mis tácticas de
evasión hacía años—. Que qué te pasa, pesada.
—Que tu amiguita Ash es una gilipollas.
—¿Ash? ¿Y ahora qué ha pasado con ella? —preguntó—. Creí que
anoche se había pirado de la casa de Tarek la primera. ¿Cuándo la has visto
para que te haya hecho nada?
—Me acosté con ella, Nati —confesé, quitándome con ello un peso
enorme de encima—. Y, a pesar de que sepa que va a volver a verme, se
piró a primera hora como si nada. Si en realidad la gilipollas soy yo, por
haberme dejado enredar.
Me mordí la lengua al dejarme caer sobre el sofá y oí cómo Natalia
arrastraba una silla en su casa para sentarse. Pasaron unos segundos, aunque
me parecieron minutos, antes de que mi amiga se decidiera a responderme.
Yo esperaba a que Natalia me dijese lo ingenua que había sido, o lo mal
de la cabeza que estaba por haberme dejado engañar. Que me llamara
inconsciente o, incluso, que se riera de mí por inocente.
—Voy a patearle el culo a esa maldita vampira —dijo, arrastrando cada
una de las letras con cansancio—. ¡Ya se ha pasado!
Una repentina sensación de alivio me invadió con las palabras de mi
mejor amiga. Lo último que necesitaba en aquel momento era una bronca,
porque perfectamente podría echarme a llorar.
—Voy a tu casa. Ryan lo entenderá y, si no, me da igual que no lo haga
—volvió a hablar mientras la oía ponerse el abrigo y coger las llaves.
—Lo ha escuchado todo, ¿no? —pregunté, sonriendo, pues ella ya debía
de ser consciente de que los vampiros teníamos muy buen oído—. Gracias,
Nati.
Capítulo 15

Nati llegó al apartamento cargada de tabletas de chocolate y tarrinas de


helado, como si estuviéramos en una comedia romántica. Me obligó a
ponerme el pijama y ella se puso el que le había comprado a juego.
En la calle, escuché alejarse la moto de Ryan, pues dudaba que nadie
más hubiese salido de Harlem en una que sonase así a esas horas. Del bolso
mágico de mi amiga salieron varios cartuchos con películas.
—A ver —dijo con uno en cada mano—. Tengo Desayuno con
diamantes y Lo que el viento se llevó.
—No estoy de humor para clásicos, Nati, por favor. —Suspiré,
recordando a regañadientes el día anterior—. Sé que te encanta Rhett
Butler, pero hoy no es un buen día para verlo.
Como un autómata, cogí una cuchara sopera de la cocina y la hundí en el
helado de chocolate con la esperanza de ahogar mis penas en él.
—Menos mal que ya sabes que te compro los helados veganos, porque,
chica, ni has mirado la etiqueta —se rio mi amiga de mí—. Podría haber
sido el mío.
—Sé que tus helados son más de frutas que de dulces —contesté, con la
boca llena y moviendo su contenido de un lado otro por el frío que me
generaba—. He invertido mucho tiempo en esta relación como para que no
me conozcas lo suficiente.
—¿Has hablado con tu madre últimamente?
—¿Has venido a deprimirme más o a ayudarme? —dije con sarcasmo.
Mi amiga avanzó hasta recostarse en mi cama con su helado en la mano
y me invitó a unirme a ella. Con resignación, agarré el balde de casi cuatro
litros de capacidad —Nati y sus exageraciones— y me senté a su lado.
—¿No lo había más grande? —pregunté señalando el helado—. Creo
que me voy a quedar con ganas de más.
—Posiblemente, si me empeño, lo consiga —dijo con convicción.
—No lo pongo en duda, mi niña.
—Bueno, yo he cumplido con mi parte —comenzó a decir mi amiga—.
He traído cantidades industriales, literalmente, de helado y chocolatinas. —
Sacó un puñado de su bolso—. Ahora cuéntame con todo lujo de detalles
qué fue lo que sucedió entre ustedes.
Tardé al menos una hora y media en contarle todo lo que había ocurrido
a Natalia, los cubos de helado estaban ya medio derretidos.
En algunos momentos me resultó imposible del todo el contener las
lágrimas, recordando la sensación que me invadió al despertarme y
descubrir que estaba sola, sin ningún mensaje ni ninguna nota, después de
haber alcanzado con Ash una intimidad y una conexión que me habían
parecido tan reales.
Pero todo había resultado ser producto de mi burda imaginación.
Mi amiga me pasó una mano por el brazo, dándome ligeros apretones
mientras me consolaba con caricias. En sus ojos se reflejaba la compasión y
no me gustaba. Detestaba la sensación de vulnerabilidad que te daba ser el
centro de atención, y más cuando de cuestiones del corazón se trataba.
—Que le den por culo, Mel, ella se lo pierde —me dijo antes de
abrazarme—. Jamás encontrará a nadie que te llegue ni a la suela del
zapato.
—Me consolaría mucho más si pudieras darle una patada en el culo.
—Pienso hacer algo más que eso con ella cuando la tenga delante —
sentenció—. Ni te atrevas a dudar que lo haré. Por ti le pateaba el culo hasta
a Ryan. —No pude evitar echarme a reír.
—Me siento una completa idiota, ¿sabes? Me he dejado embaucar como
cualquiera aun conociéndola —suspiré, apoyando la cabeza en el hombro
de mi mejor amiga.
—No podías estar segura —respondió, acariciándome con delicadeza la
cabellera—. Además, la idiota es ella.
—Ya podía tener Ryan amigas feas —bromeé tratando de
recomponerme.
—Ya podría tener amigas inteligentes.
Entre bromas y más helado, fueron pasando las primeras horas de la
noche y acabé por encontrarme mejor. Lo suficiente como para dejarme
engatusar por Nati, que había insistido en ir al Dead End a bebernos cinco
rondas de chupitos de tequila.
Tan rápida como de costumbre, y para no darme tiempo a que me
arrepintiera, se vistió en un abrir y cerrar de ojos, como si lo hubiese tenido
todo planeado desde el principio.
Me dejé maquillar y peinar por ella, no tenía fuerzas para discutir y sabía
que iba a insistir tanto que terminaría por explotarme la cabeza. Tampoco
iba a hacerme daño dejarme llevar por ella, una noche. Además, ahora era
mucho más resistente en todos los sentidos.
Nati me miraba con los ojos entrecerrados, como me imaginaba a
Aivazovsky cada vez que terminaba una obra y observaba el resultado. Me
sentí como un simple objeto ante su mirada por lo que, con temor, traté de ir
a verme al espejo, pero mi amiga no me lo permitió. En menos de lo que
dura un caramelo en la puerta de un colegio, había cogido todas nuestras
cosas y se las arregló para llevarme de la mano hasta la calle.
Como si los astros se hubiesen alineado por ella, un taxi pasó justo por
delante de la puerta de mi edificio. Natalia tardó exactamente medio
segundo en alzar la mano y gritar la palabra mágica a pleno pulmón,
logrando así que se detuviera de inmediato.
Llegamos a la dirección indicada en menos de veinte minutos, y como si
supiera que necesitaba un poco de tiempo antes de meternos en el interior
del Dead End, Natalia pidió dos chupitos en aquel bar que lo precedía. Me
pareció curioso que llamara al camarero por su nombre.
—¿Cuántas veces te has parado en este bar? —le pregunté.
—Más de las que me gustaría reconocer —respondió—. A veces, Ryan
se pone muy pesado y necesito estar sola.
El tal David nos puso dos chupitos de color azul. No tenía ninguna
intención de preguntar qué era lo que llevaban, pues si llegaba a descubrir
de lo que estaban hechos probablemente no tomaría ni una sola gota. Cogí
el vasito y me lo coloqué delante de los labios; me tapé la nariz para evitar
inhalar el fuerte olor a alcohol que desprendía y me lo bebí de un solo trago.
Natalia me miraba, sonriendo, disfrutando de que no opusiese resistencia
a sus caprichos. Tomó su chupito e imitó mis movimientos salvo por el
gesto de apretarse la nariz.
—¡En marcha! —me animó—. Y si está quien no debe ser nombrada,
como si no estuviera.
Nos abrimos hueco entre el gentío del interior del Dead End, que estaba
extrañamente lleno para ser un miércoles cualquiera.
Natalia me llevaba de la mano, andaba con rumbo fijo hacia la barra. Me
extrañó no ver la inmensa figura de Tarek por los alrededores, ya que
divisarlo, fuera en la parte del local que fuera, era bastante sencillo.
A medida que nos acercábamos a la barra del fondo, Nati fue saludando
a todos y cada uno de los camareros como si ella misma fuera la propietaria
del local. Teniendo en cuenta la cantidad de horas que pasaba allí desde que
se había mudado a Nueva York, bien podría serlo.
Meneando las caderas a medida que íbamos avanzando, mi amiga se
abrió hueco entre la multitud hasta llegar a su destino. Una vez allí se dejó
caer sobre la encimera y le hizo gestos al camarero para que se acercara.
—¿Qué tal, Nati? —le preguntó este—. ¿Quién es tu amiga?
—Hola, Jamie —respondió con alegría—. Esta es Melisa y… hoy
necesitamos uno de esos chupitos que sirven para olvidar quién eres.
Las rondas de bebidas se sucedieron una detrás de otra, interrumpidas
por alguna escapada forzada por Natalia a la pista en la que, aun sabiendo
que lo odiaba, me obligó a bailar.
—¡Chupito! —gritó mi amiga, con la lengua algo espesa, al llegar de
nuevo a la barra—. Jamie…, ¡chupito! ¿Te lo estássss pasannndo —la
interrumpió un hipido— bien? —preguntó con dificultad.
—¿Estás bien, Nati? —pregunté, entre preocupada y divertida, al ver
que sus ojos se habían convertido en dos finas ranuras.
—Peerrrrrfectamente.
Había quedado claro con el paso del tiempo en el local que mi nueva
condición de vampiro me permitía tolerar mejor el alcohol y era la primera
vez desde que nos conocíamos que, con diferencia, Natalia estaba más
borracha que yo.
—Jamie, ¿está por aquí Ryan? —le consulté al camarero.
—Está dentro, en la oficina, con Tarek. —Señaló la puerta que había
detrás de él—. Si quieres, puedes venir después de dejar a Nati con él. Te
invito a otro chupito, o a lo que tú quieras.
Si siempre me había costado darme cuenta de cuando alguien flirteaba
conmigo, en aquella ocasión estaba más claro que el agua.
—Puede que te tome la palabra —contesté.
Me dirigí hasta la puerta que me señaló el camarero y la atravesé,
llevando a Natalia agarrada del brazo, que había dejado caer su peso sobre
mí sin darse cuenta. Al entrar, las cabezas de Ryan y Tarek se giraron en
nuestra dirección. El marido de mi amiga se puso en pie tan raudo como un
rayo al verla.
—¿Nati? ¿Estás bien? —le preguntó con preocupación.
—Solo está borracha —respondí.
Mi amiga, que parecía estar algo más perjudicada de lo que yo pensaba,
levantó la cabeza enseguida al darse cuenta de quién había hablado.
—¡Mi aaaamoooooor! —chilló, abalanzándose sobre él. Ryan la agarró
antes de que se tropezara con la mesita que tenía delante.
—Hola, cariño —dijo su marido con una sonrisa de lo más dulce en el
rostro—. Ven aquí, mi borrachilla.
Entonces fue cuando me di cuenta de que ya había estado en aquella
sala. Nuestra segunda noche en la ciudad, cuando a Natalia y a mí nos
habían intentado violar. La primera vez que la vi a ella. De golpe, todo el
alcohol que había ingerido se me subió a la boca del estómago y tuve que
sentarme para no vomitar.
Recordé con toda claridad aquella noche, la que, de una forma u otra,
había cambiado nuestras vidas. Ryan y Ash nos habían salvado de aquellos
dos tipejos que quisieron propasarse con nosotras e incluso nos cuidaron y
llevaron a casa después.
Nunca imaginé que acabaríamos de la forma que lo habíamos hecho: mi
amiga casada con él y yo… ¿Qué diablos sentía yo por ella? ¿Odio?
No, no se trataba de eso. Aunque se me retorciera el estómago cuando la
tenía en la cabeza, aunque me sacara de quicio cuando me miraba, aunque
sintiera deseos de matarla cuando se empeñaba en contradecir todo lo que
decía.
Tenía que ser otra cosa, pero ¿el qué?
El estómago se me encogió de pronto al caer en ello. Todo me daba
vueltas y los ojos se me habían abierto por completo de manera
involuntaria.
Estaba enamorada de ella.
Maldita sea, me había enamorado de Ash.

Ryan y Natalia llevaban un buen rato haciéndose carantoñas en el sofá. Su


marido la acunaba como si fuera una niña pequeña. Tarek había salido para
atender no sé qué cosa a la que no había estado atenta. Yo llevaba
exactamente quince minutos sin despegar los ojos de una diana que había
en la pared, en estado de shock. Decidiendo tomar el control sobre lo que
me estaba pasando, me levanté y salí de aquella sala.
—Jamie, ¿dónde está el chupito que me prometiste? —Vi cómo el
barman miraba algo que había por encima de mí, por lo que, sin poder
remediarlo, quise saber qué era lo que llamaba su atención.
—¿Estás bien, Muharaba? —me preguntó con una caja de refrescos
entre las manos Tarek.
—Sabes perfectamente lo que me está pasando por la cabeza, Tarek, así
que no preguntes —le contesté, intentando contener mi frustración.
—¿Quieres que te enseñe a bloquear tus pensamientos de otros? —
preguntó. Enfadada como estaba, en lo único en lo que pude pensar fue en
mandarlo a la mierda—. Te dejaré sola, no estás… de humor. —Perfecto,
seguía metido en mi cabeza.
El enorme hombre dejó la caja sobre la barra y volvió a entrar.
—Bueno, ¿y mi chupito?
—¿Un chupito? ¿No sueles decir que no bebes? —Ash apareció frente a
la barra en el momento menos oportuno—. ¿Y qué haces aquí sola?
«Perritos, arcoíris, flores, purpurina...»; traté de enumerar las primeras
chorradas que se me pasaban por la cabeza con el fin de que no descubriera
qué era realmente lo que estaba pensando. No quería darle el poder de
averiguar lo que tan amargamente había descubierto yo hacía apenas unos
minutos.
Jamie satisfizo mis deseos y me sirvió un chupito transparente. A saber
de qué era.
—Aquí tienes, preciosa.
—¿Rubia? —volvió a dirigirse a mí Ash.
—¿Qué? —contesté después de tragarme el líquido de sopetón—. Creo
que no te dejaste nada en mi casa, si es eso lo que te preocupa.
Jamie, que no me había quitado ojo de encima, pareció confuso ante mi
comentario.
—¿A qué viene eso, Melisa?
—Ah, ¿ahora soy Melisa? —me mofé. Pocas eran las veces que se
dirigía a mí por mi nombre.
—Creo que nunca has dejado de ser Melisa —respondió, burlona con
una sonrisa, como si nada hubiese ocurrido entre nosotras el día anterior.
—Vete a la mierda de una vez por todas, Ash, estoy harta de ti. —Me
giré. dispuesta a largarme de allí lo antes posible, pero la vampira me agarró
del brazo con firmeza, casi obligándome a volverme de inmediato—. ¿Qué
haces? Suéltame —espeté.
—¿Se puede saber qué cojones te pasa? —me preguntó con el ceño
fruncido.
—¿De verdad no lo sabes? —dije con sarcasmo—. Nunca te había
hecho especialmente inteligente, pero… siempre logras sorprenderme un
poco más. —Tras mis palabras, Ash me soltó el brazo y se alejó un palmo
de mí.
—Vaya —dijo. Parecía dolida—. Para que después digan que las rubias
son dulces.
—Me sorprende que no te hayas dado cuenta todavía. ¿Te molestas en
dejarles una nota alguna vez? —solté—. Sería un detalle, por si quieres
apuntártelo para tu próxima conquista.
—Me fui porque tenía que trabajar, Melisa, estabas dormida y no quise
despertarte. ¿Realmente crees que eres una de mis conquistas, como tú las
llamas? —soltó con rabia.
Debía ser fuerte, tenía claro que toda aquella palabrería no era más que
una treta para que rebajase las defensas.
—Dudo que sepas lo que es algo diferente a eso.
—¿De verdad piensas que dejaría que cualquiera me mordiese? —
Avanzó un paso, despacio, acortando la distancia que nos separaba—.
Piénsalo, rubia. Si ayer fue todo tan intenso es porque las dos sentíamos lo
mismo, porque tus pensamientos se fusionaban con los míos. Tuviste que
notar que cuando alguien te muerde entre las sábanas… —Me acarició el
cuello con los nudillos, uno de los múltiples sitios donde me había mordido
el día anterior—. Es algo especial.
Súbitamente, el recuerdo del sabor de su sangre consiguió que me
empezase a recorrer el vientre un cosquilleo y que los colmillos se me
alargasen, pidiéndome más de aquello que anhelaban.
—Sí —dijo, llevando las caricias a la parte baja de mi mentón—, a eso
me refiero.
Mentalmente exhausta, no pude evitar cerrar los ojos y suspirar. Estaba
cansada de tantas discusiones, de tanto tira y afloja y de tanto orgullo.
—No entiendo por qué me pasa esto contigo —confesé con resignación.
—Yo tampoco lo entiendo —respondió, dejando sus labios a escasos
centímetros de los míos y haciendo que todo mi cuerpo temblara—, pero no
quiero resistirme más.
Entonces, me besó.
Capítulo 16

Natalia iba a volverme loca.


Quedaba una semana para Halloween y aquello para mi amiga no
significaba otra cosa que nervios, preparativos, frenesí y más preparativos.
Ryan había accedido a dejar que nos viéramos sin ningún tipo de
vigilancia, más que por confianza en mi autocontrol, por no tener que estar
al frente de las órdenes de su mujer.
Halloween era una fiesta sagrada para ella, su preferida sin ninguna
duda. La vivía con tal intensidad que, de no haberla conocido bien, hubiera
pensado que estaba para llevarla a un psiquiátrico. Y su sueño siempre
había sido vivirlo en Estados Unidos.
Estábamos en el ático en el que mi mejor amiga vivía colocando telas de
araña por las paredes y esquinas de la casa y sangre por algunos rincones
que bien podrían hacerte creer que había muerto alguien. Había escondidos
bichos de plástico por vasos, cubiertos ¡e incluso en el tubo de la pasta de
dientes de Ryan!
Natalia había comprado tantos caramelos que la Asociación Americana
de la Diabetes estaría enfurecida con ella. Colocó candelabros negros por
casi todas las superficies que encontró, además de calderos de peltre como
los que usaban las brujas en las películas.
—¿Vas a ponerle una capa a Ryan y dirás que es el Conde Drácula? —
me burlé.
—No digas tonterías —respondió algo molesta—. Él va a ir de Danny y
yo de Sandy.
—Oh, por favor, ¿cómo pueden ser tan cursis? —dije, llevándome los
dedos hacia la boca como si fuera a provocarme el vómito—. Dan mucho
asco.
—¿Qué? Tengo que aprovechar que vuelve a tener tupé. —Se encogió
de hombros, sonriente—. Toma —Mi amiga me dio una caja en la que no
quise mirar bien, pues lo único que alcancé a ver fueron un montón de ojos
viscosos y arañas de plástico que parecían demasiado reales—. Ayúdame a
llevar esto a la entrada.
Dubitativa, pero obediente, llevé los bártulos de Natalia hasta la puerta
del ático, donde ella llenó un cuenco de cristal con los globos oculares. Eran
tan realista que tuve que contener una arcada. No sabía de dónde se había
sacado semejante parafernalia digna de una película gore, pero tampoco iba
a preguntar.
—¿Realmente es necesario prepararlo todo con tanta antelación? —
protesté cuando hubimos terminado—. Eres consciente de que la gente
normal, decora su casa el mismo día de Halloween, ¿no?
Nati no se dignó a contestarme y alzó una de sus perfectamente
definidas cejas como única respuesta. Sobre el sofá, Lua soltó un pequeño
ruidito al cambiar de postura durante su siesta. Por lo demás, el ático estaba
desierto, algo que se me hacía extraño. Por lo general, el grupo de vampiros
se movía en manada y nunca dejaban excluida a mi amiga.
—¿Y te han dicho los chicos qué era lo que tenían que hacer en la casa
de Brooklyn?
—No, la verdad que no. —Se encogió de hombros—. Ryan solo me dijo
que le apetecía una noche de colegas. Aunque, si te soy sincera, creo que
solo quería perderme de vista un rato.
«Ya, lo entiendo perfectamente. Me habría gustado poder unirme a ellos
y escapar de… esto», pensé tocando con la punta de los dedos y por la cola
lo que parecía ser una rata disecada.
—Bueno, creo que podemos dejarlo por hoy —dictaminó con los brazos
en jarras y mirando el trabajo que había hecho con la decoración—. ¿Qué te
apetece que hagamos ahora?
—No sé… —Me distrajo una notificación del WhatsApp.
Era Mikael; hacía un par de meses que habíamos recuperado el contacto
y de que le contara que tuve que volver a España precipitadamente por
asuntos familiares, aunque no fuera cierto.
—¿Ir a una fiesta en casa de Mika? Es el cumpleaños de su novio —
sugerí. Me hacía ilusión volver a verle
—¡Síííííí! —gritó dando palmitas.
En Little Italy, Mika nos abrió la puerta con una amplia sonrisa en la cara.
Después de varios sonoros y estridentes gritos por parte de mi antiguo
ayudante y mi amiga, pudimos entrar en el apartamento.
El piso era de todo menos sencillo. Siempre había tenido su propio estilo
y la decoración de su hogar no iba a ser una excepción. En el recibidor, una
alfombra redonda de color marrón reinaba en el centro de la sala, sobre esta,
una mesa caoba con una escultura.
Los sofás de estilo victoriano se encontraban uno en la izquierda y el
otro al fondo, ambos mirando de manera indirecta a la televisión. Estaba
segura con totalidad de que todo era de segunda mano. A Mika le encantaba
que todas sus cosas tuvieran una vida anterior.
La música apenas se escuchaba por debajo del barullo de toda la gente
que había. Algunas de las caras que rondaban por allí me resultaban
familiares, las había visto en la galería.
Una extraña sensación de melancolía me sobrecogió al pensar en mi
antigua vida, aquella en la que no estaba condenada a vivir de noche, la
misma que me obligaba a vivir entre las sombras.
Nos encontrábamos sumergidas en un ambiente a partes iguales
intelectual y ecléctico en el que sabía que Natalia no se sentía del todo
cómoda. Era cierto que la conocía y no hacía falta que me lo dijese, pero lo
escuché claramente a través de sus pensamientos.
No obstante, en cuanto uno de los amigos de Mika se acercó a ella para
admirarla y felicitarla por su maquillaje, se le iluminó el rostro.
Daba gracias a que Tarek me hubiese enseñado a controlar los
pensamientos de los demás, porque, con la cantidad de personas que había
en casa de Mika, me podía haber vuelto loca.
Una vez se dominaba la técnica, no era tan difícil. Era como almacenar
la música por partes, dentro de cajitas, y centrar toda tu concentración en las
notas que querías escuchar, así el resto de la melodía no te molestaría.
—¿Cómo estás? —me preguntó mi amigo cuando a Nati la acaparó un
grupito de maquilladores, según había logrado escuchar.
«Qué hija de puta, está más guapa que nunca», escuché que pensaba.
—Bien, bien —disimulé como pude—. Mi madre está yendo a un buen
psicólogo y parece que va superando la adicción. Gracias a Dios, llegué a
España antes de que se hubiera gastado todos sus ahorros en las apuestas —
mentí. Fue la trola más rápida que se me había ocurrido en su momento. Y
la que menos preguntas iba a acarrear.
—¿Y no vas a volver a la galería? —siguió—. El nuevo subdirector está
súper bueno… pero es gilipollas y me cae fatal. Te echo de menos —
finalizó, poniéndome morritos.
—No lo sé —respondí—. No he pensado en eso todavía. No quiero
comprometerme por si tuviera que volver a marcharme, así que estoy con
algo temporal.
—¿Y no era mejor quedarte en España con tu madre? —me preguntó de
repente—. No sé cuántos ahorros tendrás, pero…
—Se está quedando en mi casa —dijo Nati, que había vuelto a donde
nos encontrábamos—. Hay que darle el espacio suficiente a Bego para que
se recupere y tanto tú como yo sabemos que Melisa iba a estar encima de
ella todo el tiempo.
—¡Oye! —me quejé. Mikael rio.
—Bueno —dijo Mika, poniéndome la mano sobre el hombro—. Me
tienes aquí para cualquier cosa que necesites. No lo olvides.
A medianoche. estábamos todos los presentes alrededor de Henry, el
novio de Mika, cantándole el cumpleaños feliz. Todos sus amigos
vitoreaban y, enseguida, lo envolvieron en abrazos y regalos, a lo que Nati y
yo nos quedamos algo más rezagadas.
—¡No puede ser! ¡¿Cómo las habéis conseguido?! —gritó Mika
emocionadísimo.
—¡Gracias, gracias, gracias! —Henry compartía su entusiasmo
besuqueando a una chica con los labios pintados de azul.
—¡Llevan meses agotadas! —Mikael estaba a punto de rozar la histeria.
Nati y yo nos miramos, confusas.
¿Qué era eso que le habían regalado que tanta ilusión le hacía?
—¿Qué es? —preguntó finalmente Nati, llena de curiosidad y sin poder
remediarlo.
Mi amiga se había puesto, sin darse cuenta, de puntillas, tratando de ver
qué era lo que tenía Henry entre las manos. Parecía un trozo de papel, pero
lo estaba sujetando con tanta fuerza que me resultaba imposible alcanzar a
verlo, no dejaba de agitarlo.
—¡Son entradas para la mejor fiesta del año! —gritó—. Es en el hotel
Royal Blythe, ¡va a ser increíble! Pero, chica, ¿cómo es que no has oído
hablar de ella? ¡Todo el mundo va a estar allí!
De haber sido posible, habría escuchado un cortocircuito en el cerebro
de mi amiga. Decirle aquellas palabras a ella había sido como un puñal
directo en su corazón.
—¿Quién la organiza? —preguntó, arrebatándole las entradas de las
manos—. No entiendo cómo no me he enterado. —Estaba enfadada, lo que
no sabía si era por culpa de Mika o, sin embargo, lo estaba consigo misma.
—Pff... —bufó—. Nadie sabe quién es ese tío.
—Nadie le ha visto nunca. En realidad, todo empezó como una fiesta
indie clandestina —contó un amigo de la pareja—. Ahora todo el mundo
quiere estar en la fiesta de ese tío.
Mi amiga le devolvió la entrada a Mika y se marchó con indignación a
por una copa.
La fiesta acabó por ser agotadora para Natalia, a la que los
maquilladores no cesaron de pedir que actuase como modelo para ellos en
no sé qué evento. Terminamos por marcharnos cada una por su lado, no sin
que mi amiga me insistiera veinte veces en hacer una fiesta de pijamas en
su ático.
Estaba preparándome algo de comer a las dos de la madrugada cuando
escuché varios golpes en la puerta de mi piso. ¿Qué podría querer
cualquiera a semejantes horas? Me acerqué con cautela a la puerta, tratando
de no hacer ningún ruido, y agudicé el oído para intentar averiguar quién
era la persona que estaba al otro lado.
—Soy yo Melisa —me dijo—, Brody.
Abrí la puerta algo confundida porque se tratara de él. Tal vez, se había
dejado las llaves de su casa dentro y quería que lo ayudase, pero ¿cómo iba
a poder hacerlo?
El vampiro me esperaba en el rellano con aspecto totalmente
desenfadado: una camiseta algo raída y vaqueros bastante desgastados. Sus
chispeantes ojos negros y su encantadora sonrisa no debían dejar a nadie
indiferente.
—¿Sucede algo? —Se encogió de hombros antes de contestarme.
—No, no. Simplemente venía a insistir con respecto al capuchino. —
Cada vez que nos cruzábamos en el rellano y charlábamos, nos invitábamos
el uno al otro a un café, pero el plan nunca culminaba—. Hace tiempo que
no coincido con nadie por las noches y…, no sé, me pareces una chica
agradable. —Esperó unos segundos antes de añadir algo más—: No
importa, déjalo. No quería molestarte, ha sido una mala idea.
Sin tener muy clara la razón, decidí darle una oportunidad.
—¿Tienes leche de soja?
Lo cierto era que el capuchino que me preparó mi vecino fue uno de los
mejores que había probado nunca. Espolvoreó cacao por encima y le dio
cierto toque a canela, dejando que se mezclaran entre ellos. Olía tan
delicioso como sabía.
—Tienes que decirme cómo lo preparas —le pedí.
Entre sorbos de café y bocaditos a galletas Lotus, la conversación fluyó
de lo más distendida e incluso acabé contándole algunos detalles de la fiesta
a la que había acudido horas antes.
—Es que se puso como una fiera —confesé entre risas—. Parecía una
niña a puntito de sufrir un berrinche. Y todo porque no tiene entradas para
la fiesta de ese tal Preston. —Una de las cejas de Brody se alzó ante mi
comentario.
—¿Hablas de J. C. Preston? —preguntó con curiosidad.
—Sí… Creo que sí. —Debía admitir que mientras mi amiga seguía
sacando información a los otros invitados sobre la gran fiesta de Halloween
yo había estado a otra cosa—. En el Royal Blythe.
La sonrisa de mi vecino vampiro se amplió.
—Pues es tu día de suerte. —Cogió el teléfono móvil que había sobre la
encimera de la cocina y envió un mensaje que no logré ver—. Resulta que
J. C. Preston y yo tenemos contactos en común. Puedo conseguirte dos
entradas…, si quieres.
¿Estaba de broma? ¡Natalia iba a dejar a Ryan para casarse conmigo!
—¿De verdad harías eso? —quise cerciorarme.
—Claro, no me cuesta nada, mujer. Mañana te las doy. —Se acercó al
fregadero a dejar las tazas y volvió a sentarse con el entrecejo fruncido—.
¿Has pensado de qué vas a disfrazarte? No puedes ir sin disfraz —me
advirtió.
—Eso no es un problema, Natalia decidirá por mí.

—¡Aaaaaah! ¡Me quiero moriiiiiiiiir! —La voz de Nati resonó por todo el
ático y hasta Lua alzó la cabeza de su cama, preocupada—. ¿Tú sabes lo
glamurosas que son esas fiestas? ¡Va a ser lo mááááás!
—Ayer no tenías ni idea de que existían. Te das cuenta, ¿no?
Pero mi amiga hizo caso omiso a mis palabras y se puso a enseñarme
fotos de ediciones pasadas del evento en su teléfono.
—Mira. —Me señaló las fotos como una posesa—. Mira qué glamur.
Tenemos que llevar disfraces a juego, no podemos ir de cualquier manera.
—¿Disfraces a juego? —escuché preguntar a Ryan.
Natalia y yo habíamos cogido la costumbre de comunicarnos en inglés
siempre que los demás estaban presentes, a no ser que no quisiéramos que
se enterasen de nada en particular, aunque a Hugh, que hablaba un español
bastante fluido, era poco lo que se le escapaba.
—Cariño, cambio de planes —le informó—. Me voy a una fiesta con
Mel. Danny y Sandy tendrán que esperar.
—Lástima —respondió, aunque en su cara se vio que se sentía aliviado
por la noticia. No parecía sentir especial ilusión por disfrazarse—. Espera,
¿una fiesta? ¿Qué fiesta? —quiso saber una vez su cerebro procesó bien lo
que le había dicho.
—Es una a la que van mi amigo Mika y su novio, en no sé qué hotel —
respondí sin darle demasiada importancia.
—Bueno, no es una fiesta, cariño, es la fiesta. En el Royal Blythe.
Tenemos que derrochar presencia, ser las más divinas.
—No estoy seguro de que sea buena idea, chicas —suspiró el vampiro
—. Al menos no con James sin aparecer.
Al escuchar el nombre de aquel miserable se me revolvió el estómago.
Fue entonces cuando me planteé si acudir a aquella fiesta sería lo más
sensato. Natalia, al percatarse de mis dudas y ver la expresión de
desaprobación en el rostro de su marido, empezó a palidecer.
—Vamos, no me jodáis… —se quejó—. Mel, ese tío no se va a acercar a
nosotras, créeme.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque… —miró a Ryan, buscando desesperadamente su ayuda—.
No va a arriesgarse a hacer nada con tantos humanos alrededor, ¿verdad? El
aforo es de cientos de personas.
—No me parece bien —dijo él poniéndose en pie.
—Por favor… —suplicó mi amiga.
—¿Por qué siempre me lo pones tan difícil? —le dijo, rodeándola por la
cintura—. Vas a tener que ir de compras.
—Claro, a por el disfraz —respondió ella inocentemente, tratando de
seducirlo con una sonrisa.
Estaba más que claro que mi amiga estaba disfrutando de su victoria. Se
notaba que Ryan había cedido ante sus encantos, aunque no lograba
entender muy bien a qué se debía aquel cambio, si tan solo unos segundos
antes la idea de que a Nati pudiera pasarle algo parecía haberle puesto las
pelotas de corbata.
—Y seguro que te pongas lo que te pongas estarás para comerte, pero no
me refiero a eso. —Puse los ojos en blanco y quise clavarme una estaca en
el pecho ante tanta cursilería—. Tienes que ir a una platería, a por una
navaja de plata.
Nati, que me había pillado fingiendo arcadas una vez más, me lanzó una
mirada recriminatoria. Ryan, por otro lado, decidió ignorarme y continuó
hablando:
—Además de la luz del sol, la plata es la otra debilidad que tenemos. La
combinación de sus isótopos no permite que se regeneren nuestros tejidos
como lo harían tras el contacto con otro material. Un corte superficial te
dejará una cicatriz algo fea, pero la puñalada de un arma de plata es mortal.
Por un momento, me pareció incluso irónico haber llevado siempre
pendientes de plata. Me llevé las manos a los lóbulos de las orejas, vacíos.
Hacía mucho tiempo que me los había quitado.
—¿No podemos tocar la plata? —pregunté, curiosa.
—No sin una capa de separación de por medio —respondió—, guantes o
ropa. Su contacto es abrasador.
—De acuerdo —sentenció Natalia—. ¿Conoces alguna?
—En la Décima Avenida.
Capítulo 17

Las cosas con Melisa iban de maravilla. Desde que ambas habíamos dejado
de resistirnos la una a la otra, todo parecía fluir de manera natural, tanto que
incluso llegaba a asustarme lo cómoda que me sentía con ella. Pero no iba a
permitir que el miedo me privase de aquello de lo que estaba disfrutando
tanto.
Hacía un par de días que no lográbamos quedarnos a solas, pero las
caricias y pellizcos bajo la mesa o tras los cojines del sofá, para que nadie
pudiera vernos, resultaban muy divertidas. En especial para mí, porque ella
tenía que evitar ponerse roja como un tomate cuando, a escondidas,
acercaba la mano a aquellas partes de su cuerpo que tanto me gustaban.
Como su culo, por ejemplo.
Tenía la extraña sensación de que Tarek sabía que algo se cocía entre
nosotras. Pero, de todos los del grupo, él era la persona que menos me
importaba que lo supiera. El Egipcio siempre había sido lo suficientemente
reservado como para no decir nada al respecto si nadie sacaba el tema,
siempre y cuando no le apeteciera meter cizaña.
Ryan era otro cantar. Era consciente de que estaba vigilando todos los
movimientos de Melisa, pero era siempre tan inocente que dudaba que
lograra siquiera sospechar lo nuestro.
Estaba deseando que llegara la noche, pues habíamos quedado todos
para desayunar en casa de Tarek y allí, donde escaseaban los tabiques, era
mucho más fácil hacer rabiar a Melisa.
Sin embargo, llevaba algunas semanas con una sensación extraña en el
cuerpo. Cada vez que me pasaba por el pequeño apartamento de Harlem, el
entorno me decía que algo no iba bien. Me sentía vigilada y era algo que no
me gustaba ni un pelo.
Pero, por más que intentase averiguar el motivo…, nada. No oía, veía ni
encontraba nada fuera de lo normal. Era como darse contra una pared y eso
me sacaba de quicio.
A las cinco de la tarde estaba tumbada sobre la cama de mi amplio
estudio con un cigarrillo entre los labios y tratando, una vez más sin
conseguirlo, de analizar las señales que me decían que algo no marchaba
cómo tenía que hacerlo. Apagué el pitillo en el cenicero que tenía en la
mesita de noche y me pasé las manos por el pelo, frustrada.
Saqué una cerveza de la nevera y me la tomé antes de dirigirme hacia la
ducha, a pesar de que sabía que aún era pronto para empezar a beber.
Los chorros de agua caliente me sacudieron el sueño por completo e
hicieron que mi espalda se relajase, aunque fuera de manera efímera, pues
la sensación de peligro seguía presente en mi cuerpo.
Pensé en la última vez que Melisa y yo habíamos estado juntas, había
sido precisamente en esa ducha. El recuerdo de su cuerpo desnudo, pegado
al mío bajo el agua y rodeadas de vapor, era como la más nítidas de las
imágenes.
Aunque ambas teníamos aproximadamente la misma estatura, solía
sentirla pequeña y frágil bajo mis manos, como si de un momento a otro
fuera a partirse por la mitad.
Sin embargo, me había demostrado en numerosas ocasiones que era una
mujer sumamente fuerte, y eso era algo que me gustaba mucho, quizá
demasiado. Como durante aquella ducha.
Había adquirido la costumbre de arrinconarla contra la pared, pero en
aquella ocasión fue ella la que me acorraló a mí. El recuerdo de sus labios
bajando a lo largo de mi cuello y las clavículas hasta llegar a mis pechos
hizo que me comenzase a arder la garganta.
Sentí cómo se me alargaban los colmillos al pensar en el sabor de su
sangre, pero también al seguir recordando cómo los besos habían seguido
bajando a lo largo de mi cuerpo.
Por un momento, cuando llegó a besar el lugar donde se unían mis
piernas, me flaquearon las rodillas y, al mirarla lamerme, vi cómo me
agarraba con una sonrisa.
Me enjaboné el cuerpo con aquella imagen y por un momento me
pareció que mis manos eran las suyas. Fue una ducha de lo más placentera.
Una vez estuve completamente vestida, cogí las llaves del Mustang y
salí por la puerta de la nave industrial en la que vivía para dirigirme a casa
de Tarek. Poco después, aparqué el coche en una de las plazas de garaje de
la torre de Tribeca y, tras mirar la hora en el móvil, me subí en el ascensor.
Llegaba tarde, como casi siempre.
Tras subir los veintinueve pisos, en el recibidor apenas se oía ruido
alguno; era extraño salir del ascensor y no escuchar el griterío que se había
vuelto tan común siempre que iba a aquella casa.
Al abrir la puerta, el olor a pan quemado me inundó las fosas nasales.
Aquello era una clara indicación de que Ryan había estado intentando
ayudar con la comida, así que me acerqué a saludar.
—¡Pero ¿cómo?! Es pan, Ryan, ¿te das cuenta? —le decía Natalia, entre
enfadada y sorprendida—. Si hace dos noches los huevos fritos te salieron
bien.
—La culpa es de Tarek, el olor de las tortitas de patata me ha distraído.
—¡Eso no es excusa! —repuso ella con los brazos en jarras. Tarek, que
me había visto, me saludó con un movimiento de cabeza.
—¡Es que tengo hambre! —se apresuró a responder—. Me llevas a
comer a sitios de esos de comida gurmé… ¡Sesenta pavos por medio
solomillo de buey! ¿Tú sabes la de chuletones que me podía haber
comprado yo con eso?
—¿Desde cuándo te importa lo que nos cueste un almuerzo? —le
preguntó Nati indignadísima.
—No es el dinero lo que me importa, ¡es la cantidad de comida! —
Enseguida se escuchó una carcajada de Tarek, a quien los dos le dedicaron
una mirada furibunda.
Le di un beso en la mejilla a Nati, aun a riesgo de que me comiera, y
dejé mi chaqueta de cuero sobre una de las sillas del comedor antes de
inspeccionar el resto de la casa con la vista.
Hugh estaba en el salón viendo un partido de los Lakers contra los
Timberwolves, pero no había ni rastro de Melisa. ¿No era ella la reina de la
puntualidad?
Disimulando mi decepción, me senté al lado del humano, que parecía
entretenidísimo con el partido.
—¿Qué hay, Ash?
Le devolví el saludo con un codazo y fue entonces cuando oí a alguien
trajinando en la planta superior. Agudicé el oído y escuché el sonido de
distintas cosas siendo colocadas sobre la encimera del lavabo.
Objetos pequeños, de plástico, de madera, cristal… Pero, mientras
estaba concentrada tratando de averiguar qué era lo que estaba pasando allí
arriba, se abrió de golpe la puerta del baño y vi a Melisa asomarse por la
barandilla del dormitorio.
—¡Estarás de broma, ¿no, Natalia?! —gritó para que su amiga la
escuchara.
Rauda, la aludida corrió hasta las escaleras que daban al piso superior
antes de dirigirse a Melisa:
—¿Por? —En sus labios se veía una sonrisa traviesa. Me preguntaba qué
era lo que tramaba, pues aquella mueca solo le salía cuando, como un niño
travieso, sabía lo que había hecho.
—No pienso disfrazarme de vampira —contestó la rubia, agitando en el
aire un paquetito de sangre falsa y unos colmillos de porcelana—. Ni de
coña.
—El disfraz de vampira victoriana es el mío —respondió entre risotadas
—. A ti solo te he vestido… de época. —Estalló en una sonora carcajada.
—Estás mal de la cabeza. Que vaya Ryan contigo yo paso. —Melisa
miró a su amiga con mala cara y volvió a dirigirse al baño.
Todos, incluido Hugh, miramos a Natalia con ojos inquisidores sin
entender demasiado.
—¿Qué pasa? —trató de defenderse—. Quiero sentirme parte del
grupito. Como no estáis dispuestos ninguno de vosotros… tendré que
conformarme con esto.
—Siento decirte que unos colmillos de plástico…
—Son de porcelana —me cortó.
—Bueno, de porcelana, no te hacen tan guay como nosotros.
—Nunca lo sabré… —En su voz se distinguió un hilo de amargura.
En el fondo, sentía cierta lástima por ella. La postura de Ryan respecto a
la posibilidad de que Natalia se convirtiera era firme. El día en el que saqué
el tema a relucir casi nos cuesta la amistad. Desde esa vez, no se había
vuelto a nombrar el tema.
De pronto, pensé en Melisa. Ahora que parecía que empezábamos a
tener algo más que una simple aventura, me pregunté qué habría pasado si
el desafortunado accidente que la convirtió en vampira no hubiera ocurrido.
¿Habríamos conseguido llevarnos bien? Al fin y al cabo, éramos las
mismas personas que antes. Y, de ser así, ¿habría sido capaz de mantener
una relación con una humana? ¿Y dejar que la vida poco a poco la fuera
consumiendo?
En el pasado solo había mantenido una relación seria con una humana,
Kendra, pero mis sentimientos por ella no crecieron lo suficiente como para
que me llegase a plantear aquellas preguntas.
Sin embargo, no compartía en absoluto el pensamiento de Ryan con
respecto a ello. Si mi luaidh fuera humana, la querría siempre conmigo y no
solo por unos escasos años. Pero Tarek me sacó de mi ensimismamiento.
—¿No habíais invadido mi casa para desayunar? —se quejó, desde la
zona del comedor, mientras vaciaba una sartén de beicon crujiente sobre
una fuente.
Un par de minutos después estábamos todos sentados a la mesa.
Cualquiera se negaba ante El Egipcio, pero en el fondo todos lo hacíamos
con gusto. Al fin y al cabo, estábamos en familia, por extraña que pudiese
parecer.
Durante unos instantes, me dediqué a pensar en los que estábamos
sentados. Todos, de algún modo u otro, habíamos perdido a nuestra familia.
Ryan, aparte de Róisín, nunca llegó a averiguar lo que había ocurrido
con sus padres y yo me había criado en la calle, sin nadie que me guiase en
ningún sentido.
Tarek tenía a su progenitora, sí, pero esa señora no podía considerarse
madre de nadie, aunque la lealtad que él le profesaba escapaba a mi
entendimiento.
Hugh y Natalia tenían parientes, pero estaban a miles de kilómetros.
Solo nos teníamos los unos a los otros y para mí, al menos, era más que
suficiente.
Poco después, se nos unió Melisa con una notable expresión de mal
humor en el rostro.
—¿Qué te pasa, rubia? ¿La pintura de labios no era la que esperabas? —
me mofé de ella.
Melisa me dedicó una mirada furibunda, cosa que no hizo sino
indicarme que no estaba de humor para bromas. Lo que quiera que Natalia
hubiese traído en la bolsa de los disfraces la había hecho enfurecer.
—La de labios no, pero la pintura de uñas que ha traído Nati se parece
mucho a la negra que usas tú y no querría ir yo de matona por la vida. —
No, definitivamente, no estaba de humor.
—Ay, Melisa, siempre igual de borde —se quejó Natalia—. Sabes que
me hace mucha ilusión esa fiesta, podrías intentar entusiasmarte por mí.
—Yo la entiendo —dijo Hugh, a punto de llenarse la boca de huevos
revueltos y beicon—. He visto lo que se supone que tiene que ponerse y…
no sé si va a ser más fácil ponérselo, o quitárselo.
—Ya te gustaría a ti entretenerte con todos esos lazos —respondió,
jocosa Natalia.
Ahora era yo la que no estaba de humor. Sabía que lo que sentía Hugh
por Melisa era solo amistad, pero las bromas sobre desnudarla no me hacían
la menor pizca de gracia.
Me revolví en la silla cuando noté que Natalia centraba los ojos en mí.
Para ser una simple humana, era muy avispada y no quería que sospechara
nada; Melisa no quería que lo supiera.
—Nadie va a tocar esos lazos —finalizó Melisa—, porque ni de coña
pienso ponerme el corsé, Nati.
—¡Pero si eso es lo que realza el vestido! —protestó.
—He dicho que no. —Natalia fue a decir algo más, pero Melisa la cortó
—: Un no rotundo.
Como era habitual en la mujer de mi amigo cuando algo no salía como
ella esperaba, miró a su plato haciendo pucheritos. Según mi experiencia,
aquella técnica solo le funcionaba con Ryan. A Melisa, en cambio, si decía
que no a algo, no había quién la hiciera cambiar de opinión.
Se hizo un ligero silencio que, aunque resultó algo incómodo al
principio, desapareció con un chiste malo de Tarek. El Egipcio tenía
muchas cualidades, pero la de bromista no era una de ellas.
El desayuno transcurrió en armonía tras dejar atrás la conversación de
los polémicos disfraces. Hugh nos contó que tenía su examen para sargento
en un par de días y me alegré por él. Era un gran policía.
A partir de entonces, el desayuno fue como la seda y, cuando
terminamos, los chicos y yo nos quedamos charlando mientras Melisa y
Natalia iban a vestirse.
En cuanto escuchamos la puerta del baño cerrarse, cambió el tema de
conversación y el ambiente se ensombreció. Ninguno de nosotros estaba
tranquilo, nuestra búsqueda de James no progresaba ni un solo ápice.
—No entiendo que no tengamos ni una sola pista. —Ryan suspiró,
frustrado—. Es imposible no dejar rastro alguno, sobre todo cuando usas
esa puta colonia.
—En la comisaría no ha vuelto a haber ninguna denuncia que nos lleve a
los combates clandestinos, James no ha vuelto a relacionarse con la gentuza
del gimnasio en el que estuvimos en enero —contestó Hugh, frotándose la
nuca—. Si sigue metido en el negocio, debe haber cambiado de círculo y de
socios. Puede que incluso de ciudad.
—¿Y dejar a Ryan tranquilo? —Esta vez intervino El Egipcio—. No, no
me lo trago, estaba demasiado obsesionado con él. Con él y después contigo
—dijo mirándome a mí.
—A mí no me va a poner ni un solo dedo encima —dije al tiempo que
me recostaba en la silla—. Que venga y lo intente si quiere.
—Sigo sin entender cómo esa rata ha logrado ocultarse —insistió Ryan
—. En esta maldita ciudad no ocurre nada sin que lo sepa Anubis y no te ha
dicho nada, ¿no, Tarek? —preguntó, esta vez mirando a El Egipcio.
—Nada, por eso creo que no se ha marchado. Ha tenido que
atrincherarse en algún lugar y por eso no hemos dado con él.
—Ha tenido que salir, Tarek —intervine—. Por mucho aguante que
tengamos, los vampiros necesitamos tomar sangre de vez en cuando —
añadí—, y tú lo sabes.
—Es posible que haya secuestrado a alguien —habló Hugh—. Sabemos
que eso se le da bastante bien, y son tantas las desapariciones que recibimos
en comisaría, que puede que alguna de ellas corra de su cuenta.
—Tiene lógica —coincidió Ryan—. Pero... ¿a qué está esperando?
—A que no miremos. —Todos nos centramos en Tarek cuando habló,
pues ninguno lográbamos entender a qué se refería—. James es un
ilusionista, juega con nosotros y calcula todos nuestros movimientos. Se
anticipa. En cuanto bajemos la guardia, saldrá de su cloaca.
—Y, entonces, ¿qué hacemos? —protestó Ryan—. ¿Esperamos, sin más,
a que ataque de nuevo? ¿Tengo que quedarme de brazos cruzados hasta que
vuelva a llevarse a mi mujer? —Su voz sonaba cada vez más enfurecida y,
al escucharlo, un escalofrío me recorrió, pues por instante pensé que eso
podría pasarle a Melisa.
—No seas estúpido, Ken —me atrajo a la realidad Tarek—. Juguemos
con él para variar. Hagámosle creer que hemos bajado la guardia.
En el piso superior se abrió la puerta del baño, así que dimos la
conversación por zanjada sin necesidad de tener que decirlo abiertamente,
al menos por el momento.
—Yo lo traigo —escuchamos todos a Melisa, que seguía de lo más
irritada; nadie creía que se lo fuese a pasar bien esa noche—. Pero no me lo
voy a poner. Si quieres te lo pones tú.
—¡¿Pero por qué no te vas a poner un tocado, antipática?! —chilló Nati.
Melisa la ignoró, porque apenas un segundo después todos pudimos oír
el golpeteo de unos tacones bajando por las escaleras con paso firme.
Cuando llegó al pie de la escalera, no sabía si estaba más asombrada por lo
que llevaba puesto o por lo bien que le quedaba. Los demás parecían opinar
lo mismo que yo, pues ninguno pronunció palabra alguna y Hugh se
atragantó con lo que estaba bebiendo.
—Cuidadito con lo que se os ocurra decir —amenazó ella en cuanto vio
que todos los presentes estaban mirándola fijamente.
—Estás muy guapa —comentó finalmente Ryan con una sonrisa sincera
—. ¿Cómo vais a ir a la fiesta? ¿Os llevo?
—¿Puedes conseguir que Nati deje de querer ir? Sedúcela o algo por el
estilo.
—Ni comprándole la tienda entera de Sephora dejaría de ir —dijo,
llevándose un trozo beicon ya frío a la boca—. Lo siento.
—Tenía que intentarlo. Pensaba que tu tupé era mágico —respondió,
encogiéndose de hombros mientras Ryan le daba las llaves del coche—.
Bueno, voy a por el dichoso tocado antes de que Nati me reclame.
—Te acompaño —le dije, poniéndome en pie para no dar lugar a una
negativa por su parte. Tarek me dedicó una sonrisa apenas perceptible.
«Capullo».
A sabiendas de que Ryan y Hugh estaban atentos a mis movimientos,
hice la silla a un lado y seguí a Melisa para salir del loft. Una vez fuera,
llamó al ascensor y hasta que este llegó estuvimos en completo silencio.
Aproveché ese momento para echar un mejor vistazo a su aspecto.
El vestido que Natalia había elegido para ella dejaba lo justo a la
imaginación, pues el corsé le apretaba el torso, realzando de manera notable
sus redondos pechos.
Miré con detenimiento el lazo que unía cada pieza de aquella prenda
femenina y me imaginé, por un momento, desanudándolo con calma,
viendo cómo lentamente aquel cordón cedía y liberaba sus encantos. La
falda de pliegues se levantaba por detrás, dándole un aspecto respingón a su
culo.
—¿Sabes que no me hace falta ni leerte el pensamiento? Se te van a salir
los ojos —me dijo con cierto aire de autosuficiencia al entrar al habitáculo.
—No puedo evitarlo —reconocí—. Eres preciosa.
Satisfecha, Melisa sonrió, y cuando ambas estuvimos dentro del
ascensor y con las puertas completamente cerradas fue cuando se permitió
mirarme. Llevé las manos hasta las suyas y le rocé los dedos, queriendo
tocarla, pero sin llegar a hacerlo del todo, como si las puertas del ascensor
aún continuaran abiertas.
Era consciente de que aquel juego de amor prohibido era algo que la
hacía sentir segura, y verla sonreír y feliz era lo único que quería. La miré
sin reparos. Estaba increíble y, sin duda alguna, era la mujer más hermosa
que había conocido en más de cien años.
Me asombraba la entereza con la que había afrontado su nueva
condición de vampira y lo rápido que se había adaptado a esta. De todos
nosotros, era la que más eficiente había sido para alimentarse, ninguno
había tenido jamás el control suficiente como para hacer una vida normal en
tan poco tiempo.
La admiraba.
Vi que un tirabuzón le colgaba de la frente e, inconscientemente, se lo
aparté, colocándoselo por detrás de la oreja. Al hacerlo percibí la corriente
eléctrica que nos invadía a las dos.
Depositó en mí sus ojos color caramelo y no pude evitar el acercarme a
ella para besarla. Fue un beso lento, delicado, en el que apenas los labios de
la una rozaban los de la otra, como aquellos que nos dábamos cuando
estábamos tiradas sobre la cama y no teníamos ninguna preocupación.
Solo con sentir su lengua húmeda sobre mi boca pude advertir la
reacción de mi cuerpo. Una ola intensa de placer me recorría de pies a
cabeza con el simple hecho de aspirar su aroma. Melisa era la peor de las
drogas que había consumido jamás.
La estreché con fuerza contra mí y sentí en mi pecho las duras costuras
del corsé que llevaba puesto. Acaricié despacio los bordados, subiendo
lentamente la mano hasta recorrer por completo sus costados. Tocarla me
volvía loca.
Quise subir las manos y tocar la piel que la tela separaba de mí, pero era
como encontrarme con una coraza. Así que pasé los dedos por encima del
escote, en el lugar donde me permitía acariciarla su estúpido atuendo. Joder,
quería arrancárselo. Me imaginé cómo, bajo aquella cárcel, sus pezones
debían haberse endurecido.
No conforme con aquella sensación, llevé los labios hasta la zona que
justo segundos antes estaba acariciando y le recorrí el canalillo con la
lengua. Noté cómo la respiración de Melisa se volvía más agitada, jadeante,
y, que se había abstraído de todo lo que sucedía a nuestro alrededor. Ni
siquiera se había dado cuenta de que las puertas del ascensor estaban
abiertas.
—¿Te apetece que nos perdamos? —la tenté, mordiéndole el labio y
tirando de él.
—Natalia me mataría —respondió aún con dificultad y sin separar las
manos de la piel de mi cintura. Durante el beso las había colado bajo mi
camiseta, pues sabía que me encantaba que se agarrase a mí.
Aproveché aquel estado de frenesí para cogerle el culo y estrujar
aquellas prietas y perfectas nalgas que tanto me gustaban. La atraje una vez
más hacia mí y la besé con pasión justo antes de separarme de ella y
comenzar a andar, dejándola detrás de mí.
Capítulo 18

—¡Dos cosmopolitans! —le gritó mi amiga al camarero. Él hizo caso


omiso, no la escuchaba—. Por el amor de Dios… ¡Dos cosmopolitans!
Natalia llevaba al menos diez minutos intentando pedir nuestras copas,
por no hablar de la cola tan inmensa que tuvimos que atravesar para poder
llegar hasta la barra.
El salón de fiestas del hotel, como también el vestíbulo e incluso la
calle, estaba a reventar de gente y resultaba de lo más complicado moverse
en su interior. Daba gracias por haberme alimentado justo antes de salir,
pues la cantidad de olores que se me mezclaban en la nariz podrían haber
supuesto un peligro.
La música estaba mucho más alta de lo que me esperaba y, aunque se
negara a reconocerlo, Nati no estaba disfrutando de su fiesta. Al principio,
cuando habíamos llegado, entró con la boca abierta por el asombro, pues, a
decir verdad, la decoración era una auténtica pasada. Las fiestas del Gran
Gatsby debían de quedarse, en comparación con el lujo que desprendía
aquel recibidor. Todo estaba más abarrotado que el Baile en el Moulin de la
Galette de Renoir.
—¡Mira esa chica! —Traté de distraer a mi amiga de la única manera en
la que se me ocurrió. Lo cierto era que las fiestas se me daban fatal—. ¡Va
vestida de Britney Spears en los noventa!
Nati sonrió con fingido entusiasmo.
—Y esas de las Spice Girls —contestó, señalando a un grupo de cinco
chicas—, como nosotras cuando estábamos en tercero de la ESO para
carnavales.
—Sí… —reconocí—. Odiaba tener que ser siempre una de las Mel. Y sí,
lo sé —dije, antes de que mi amiga pudiera interceder—, Victoria era solo
para ti. —Aquello logró sacarle una sonrisa algo más sincera.
Sin embargo, le duró poco, pues el barman volvió a ignorarla por
completo.
—¡Pero ¿qué tengo que hacer para que me sirva alguien una puta copa?!
—se quejó, exasperada.
Con un suspiro, hice de toda mi fuerza de voluntad una gran bola para
ser yo la que pidiese esa vez. Algo me decía que aquel chico moreno, que
no dejaba de pensar en lo puteado que estaba aquella noche, a mí sí que iba
a hacerme caso.
—Perdona —dije, apoyándome sobre la barra—, ¿podrías ponernos dos
cosmos, por favor?
El joven, cuyo rostro estaba parcialmente cubierto por un antifaz negro,
me dedicó tal sonrisa que llegó hasta a agobiarme.
—Por supuesto, preciosa. —Natalia me miró, indignada—. Aquí tienes.
—Me acercó las dos copas con sus posavasos. En uno de ellos había escrito
su número.
—No es justo, te ha hecho caso solo porque eres rubia.
—No, cariño —negué—. Ser vampiresa tiene ciertas ventajas.
—Ya… —Su rostro se mostró aún más apenado de lo que lo había
estado al tratar de pedir las copas—. Eso es algo que nunca comprobaré.
—Anda, guapo —volví a llamar la atención del camarero después de
beberme mi cóctel de un solo trago. Tenía la sensación de que me esperaba
una conversación larga e intensa—, ponme otros dos.
—¿Por qué se niegan todos a convertirme? —quiso saber—. De verdad
que no lo entiendo, ¿acaso no me quieren lo suficiente como para querer
que estemos juntos toda la eternidad?
—¿Me puedes explicar por qué diablos quieres esta vida?
—¿Y por qué no? —respondió, encogiéndose de hombros—. ¿Por qué
no iba a querer estar con mi marido y mi mejor amiga para siempre? ¿Por
qué no ser joven eternamente?
La primera copa de Nati permanecía intacta en su mano, indicación de
que el tema en cuestión era algo que le importaba de verdad. Cogí las otras
dos y le hice un gesto con la cabeza, pidiéndole que me siguiese hacia uno
de los salones periféricos.
—Porque nada te asegura que nosotros vayamos a estar para siempre,
cielo. Y porque, además, vas a ver cómo evolucionan y cambian las vidas y
los cuerpos de todos los demás. —Suspiré, sentándome en un sillón con ella
a mi lado—. Porque los voy a perder a todos. A mis padres, a las chicas…
—A mí —añadió con retintín.
—A ti —afirmé—. Y nuestros días de verano tostándonos al sol en tetas,
eso también lo he perdido ya. Nati, tú lo adoras casi tanto como lo adoraba
yo.
—Renunciaría a todo eso por no perderles —dijo, apesadumbrada—. No
me importan el sol, ni la playa, ni los días, siempre y cuando las noches
pueda pasarlas con ustedes.
—¿Y qué me dices de la sed de sangre? —pregunté—. ¿Estás dispuesta
a matar a personas inocentes para alimentarte? Controlarse no es nada fácil,
¿y si matas a alguien a quien quieres?
La pareja que estaba hablando a nuestro lado nos miraba con una
expresión la mar de extraña y optaron por cambiarse de sillón.
«Vaya dos friquis, qué en serio se han tomado sus disfraces», escuché en
sus pensamientos a la chica vestida de novia cadáver. Por lo general, me
resultaba más chocante escuchar a la gente pensar en español, no era muy
común en Nueva York.
—Tú lo has hecho bien, ¿por qué iba a ser diferente conmigo? —insistió
con el tema.
—¿De verdad me lo preguntas? —dije, riendo—. Nati, ya eres caótica
siendo humana, ¿cómo crees que serías de vampira?
Se cruzó de brazos y se dejó caer contra el respaldo del sillón, bastante
molesta. Sin embargo, no hizo ademán de responderme, pues era consciente
de que llevaba razón y no tenía argumentos con los que rebatirme. Agarró
su copa y se la terminó casi de un solo trago.
—Puedo entender que tú no quieras hacerlo —volvió al tema—. Pero no
que Ryan ni siquiera se lo plantee. En veinte años me dejará y estaré sola,
vieja y gorda. Dentro de diez la gente pensará que es mi hijo en lugar de mi
marido o, peor aún, que es mi toy boy y que yo soy una vieja verde con
pasta.
—Pero la pasta la tiene él —dije, tratando de restarle importancia.
—¡Peor me lo pones! —Parecía que aquello la había animado, aunque
fuera de manera efímera—. Hasta eso se lo lleva. Joven eternamente, guapo
y con dinero, ¿qué me queda a mí? Podría cambiarme por otra fácilmente.
—Nati… Ryan te adora. —Mi amiga sabía que era así, pero su rostro
continuó mostrándose apenado.
Aun así, conseguí que cambiáramos de tema. Nos pasamos la siguiente
hora bebiendo y riéndonos de todas las cosas que habíamos vivido en
Nueva York. También hablamos de lo mucho que echábamos de menos a
las chicas y lo poco que hablábamos con ellas. De hecho, llegamos a la
decisión de llamarlas por Skype en cuanto llegáramos al apartamento, a
pesar de lo borrachas que estuviéramos.
—¡Melisa! —escuché que decía alguien que se acercaba a la mesa—.
¿Qué haces aquí? Las entradas que te di te dan acceso a la zona VIP. —
Supe entonces que se trataba de Brody, aunque la máscara de Erik en El
fantasma de la ópera que llevaba le cubría casi la totalidad de la cara y me
dificultaba el reconocerle.
—¿Zona VIP? —dijo Natalia, incorporándose—. ¿Hay zona VIP y me
tienes aquí con la chusma? —preguntó, indignada, antes de dirigirse a mi
vecino—. Soy Nati, encantada.
Mi amiga se levantó y le dio dos besos, como mandaba la tradición
española. No siempre éramos fieles a esa costumbre en Estados Unidos,
pero los cosmos ya empezaban a sacar las prácticas que teníamos más
arraigadas.
—Nati, este es Brody, mi vecino y el hombre que ha conseguido que
estemos aquí —se lo presenté—. Brody, Nati es la amiga que te dije que iba
a adorarte por darnos las entradas.
Mi vecino, que, al parecer, no estaba solo, se acercó algo más a nosotras
y se sentó entre Natalia y yo. A su lado había otro hombre que parecía ir
disfrazado de gánster, con su sombrero, su traje negro y el abrigo de paño,
por no hablar del atrezo que utilizaba: un puro que, a pesar de estar
apagado, apestaba a mil demonios. Ambas nos quedamos mirando al
extraño a la espera de que se presentara o que Brody lo hiciera por él.
—Chicas —comenzó el segundo—. Este es el anfitrión de la fiesta. Os
presento a John Preston.
De pronto, me costó seguir la conversación que hubo justo después. En
mi cabeza solo se escuchaban los incesantes pensamientos de Natalia, que
repetían una y otra vez lo mismo como si de un mantra se tratase. «¡Madre
mía, madre mía! ¡Dios, pero que guapo es!».
«Joder, Nati», me dije.
Traté de hacer a un lado la voz de mi mejor amiga y centrarme en lo que
estaba ocurriendo o, de lo contrario, iban a pensar que era una maleducada.
Me consolaba pensar, hasta cierto punto, que Brody pudiera llegar a
entenderme, aunque, a decir verdad, me incomodaba un tanto que él
también pudiera escuchar los pensamientos de mi amiga.
Observé con detenimiento al tal John, pues por mi mente se cruzó la
posibilidad de que él también fuera un vampiro. Tras estudiar bien los
latidos de su corazón e intentar indagar en su mente, descubrí que,
efectivamente, se trataba de otro.
Me revolví, perturbada, en mi asiento, pues comencé a temer por la
seguridad de mi amiga, que estaba expuesta a tanto depredador.
—Puedes estar tranquila —me susurró Brody al oído, impidiendo con la
mano sobre mi hombro que me pusiera en pie—. No va a rebanarle el cuello
a tu amiga. Es de fiar.
Aunque algo reticente, me quedé en el sitio, pues no quería que Natalia
se alarmara más de lo necesario. Estaría alerta yo por las dos. Había algo en
aquel vampiro que me ponía los pelos de punta y hacía que confiar en él
fuera del todo imposible. Por fortuna, Tarek me había enseñado a bloquear
mis pensamientos, así que estaba segura de que no conseguirían leer lo que
se me pasaba por la cabeza.
Era nueva en el mundo de los vampiros, pero a lo largo de mi vida había
leído lo suficiente como para saber que eran traicioneros y que, , cuando
menos lo esperabas, te podían dar una puñalada por la espalda.
Ash y los demás eran la excepción que confirmaba la regla, pero estaba
completamente segura de que no era habitual que los vampiros fueran como
ellos.
A fin de cuentas, éramos depredadores que tenían siempre sed de sangre.
No todos decidíamos controlar nuestros más oscuros instintos de la misma
forma.
No sabía nada de aquellos extraños.
La risa exagerada de mi amiga, con aquel matiz que utilizaba cuando
quería flirtear con alguien, me sacó de mis pensamientos.
—Pero, Mel, ¿cómo es que no me has presentado antes a estos hombres?
—dijo, más que encantada de encontrarse junto a alguien con rasgos tan
característicos como John Preston.
Por Dios, su cara era tan simétrica que me ponía incluso nerviosa. Era
tan perfecto que parecía sacado de una revista o un catálogo de perfumes.
Hasta Ryan se habría puesto celoso si llegaba a estar presente.
—Bueno, Melisa —me llamó el desconocido—. Natalia me ha
comentado que acaba de comenzar a estudiar veterinaria. ¿Tú a qué te
dedicas?
—¿Yo? —Me extrañaba que a alguien que te miraba como si te estuviera
perforando el alma le interesase la charla insustancial—. Me dedico a la
compraventa de obras de arte —contesté. Tarek, comprendiendo lo
complicado que me iba a resultar encontrar otro trabajo como el que había
tenido en la galería, me había puesto en contacto con algunos colegas suyos
que necesitaban a alguien que ejerciese de marchante. Lo había hecho solo
un par de veces, pero Preston no tenía por qué saberlo—. ¿Y tú? ¿Eres
organizador de eventos o haces algo más?
El vampiro me dedicó una más que resplandeciente sonrisa antes de
contestarme, aunque en sus ojos pude ver que no le había gustado ni una
pizca mi condescendencia mal disimulada. Era escalofriante lo bien que
ocultaba sus pensamientos.
—Soy uno de los dueños de la cadena hotelera a la que pertenece este
hotel —respondió con suficiencia—, Blythe Hotels & Resorts, aunque me
gusta permanecer en el anonimato de la socialité. —Hizo un gesto con la
mano y uno de los camareros se nos acercó presto—. Hazme el favor de
traernos una botella de Salon Blanc des Blancs y unos aperitivos, pero
llévalo todo a la terraza.
El chico asintió y se esfumó tan rápido como había venido.
Preston enganchó uno de sus brazos con el de Natalia y nos dirigió con
paso seguro hasta la zona a la que se refería, en la que la afluencia de gente
era mucho menor y, a pesar de que pudiera resultar imposible, el nivel de
sofisticación incluso mayor.
El aire en la terraza era bastante frío, pero, por fortuna, los vestidos
victorianos que Nati había elegido estaban hechos de tela lo suficientemente
gruesa como para que no lo traspasase.
Eché un vistazo a las personas que estaban a nuestro alrededor. Sin duda,
eran los más esnobs y narcisistas que había en todo el hotel. Se miraban los
unos a los otros por encima del hombro y, cuando nos vieron llegar del
brazo del anfitrión, todos aquellos ojos llenos de desdén se dirigieron hacia
nosotras.
John tenía una presencia que atraía todas las miradas y quedaba claro
con su postura que era algo que le gustaba y que llevaba con naturalidad.
Nos guio hasta una zona apartada de la multitud donde había sofás. Allí
unos enormes guardias de seguridad evitaban el paso a todo aquel que no
estuviera autorizado.
—Si no estuviera casada, te diría que cuándo estás libre para la
ceremonia —le soltó mi amiga a John, sin pensar muy bien en lo que decía
—. Me encantan las vistas.
No me había detenido a contemplar lo que teníamos delante, pues estaba
mucho más pendiente de los movimientos del vampiro que llevaba a mi
amiga del brazo, pero era cierto que la visión de toda Nueva York desde
aquella azotea era una auténtica maravilla.
El edificio no era de los más altos que había a los alrededores, pero
estaba situado de una forma tan estratégica que podías ver toda la isla de
Manhattan sin que nada te lo impidiera. A lo lejos, se contemplaba parte de
Central Park, lo que le daba un aire embaucador a todo el escenario.
—Hay una zona desde donde son mucho mejores —le comentó John,
atrayéndome de nuevo a la realidad—. Puedo enseñártelo luego, si
prometes que tu marido no me asesinará después.
Nati sonrió y se sonrojó a partes iguales, pues, aunque había querido ser
sutil a la hora de nombrar a Ryan, había algo en ella que deseaba atraer a
John. Y parecía haberlo conseguido. Me sentó fatal la forma en la que se la
comía con los ojos, en especial porque no sabía si era solo una mirada
carnal.
—Quizá después podamos verlo —intervine, antes de que mi amiga
pudiera acceder por sí sola—. Ahora necesito una copa.
Me estaba poniendo cada vez más y más nerviosa en presencia de aquel
tipo y, por más que trataba de disimularlo, necesitaba que nos marcháramos
cuanto antes. Natalia, sin embargo, se mostraba más que dispuesta a ir con
él hasta el fin del mundo, y eso no hizo, sino que me enfureciera más.
Aunque Ryan no era siempre santo de mi devoción, sabía que haría
cualquier cosa por ella y me molestaba que solo por ver una cara bonita y
unos bíceps algo más grandes se olvidara de él.
—Pareces molesta —me dijo Brody cuando John y Nati comenzaron a
andar hacia los sofás—. ¿Celosa de tu amiga? ¿Tan poca cosa supone mi
compañía?
—No me gusta cómo la mira tu amigo —admití—. No es un postre.
—Preston no hará nada que ella no quiera. —Lo fulminé con la mirada
—. Pero, si llega a querer ser un postre, ni tu ni yo podremos hacer nada al
respecto.
—Está casada —repetí, tajante.
—¿Felizmente? —Al percatarse de mi mirada furiosa, alzó las manos en
señal de rendición—. No me malinterpretes, solo lo digo porque parece
estar más que complacida con la compañía de John. Tal vez no te lo haya
contado todo.
—Es más que feliz.
—Entonces no tienes por qué andar preocupada por ella.
Me senté sobre el sofá con las piernas y los brazos cruzados. Era
consciente de que Brody me observaba, a pesar de que mi vista estuviera
fija en Natalia y aquel individuo del que tan poco me fiaba. Estaban
disfrutando del horizonte juntos.
Saqué mi teléfono y le mandé un mensaje a Ryan. No me gustaba tener
que recurrir a aquellas artimañas, pero sabía a ciencia cierta que la única
manera de lograr que mi amiga quisiera marcharse de aquella fiesta era que
su marido le ofreciera un plan más atractivo. Eso, o que se presentara allí
para levantar pasiones entre los invitados y que así ella se viera obligada a
defender lo que era suyo, como le gustaba decir.
¿Sería capaz de conseguir una entrada para la velada?
Podría haberle pedido que usara sus recursos vampíricos para poder
entrar, pero, viendo quién era el anfitrión, comenzaba a dudar que los
porteros de la entrada no fueran también vampiros.
—Toma, anda —me distrajo mi vecino. Al mirarle, vi que sostenía una
copa de champán en una de las manos—. No te preocupes por tu amiga, te
prometo que John no la tocará. Yo mismo me encargaré de ello —prometió,
tras ver que aún seguía dudosa.
Inspirando con profundidad, decidí tratar de no fastidiarle la fiesta a mi
amiga y ser algo más positiva que de costumbre, por lo que acepté la
bebida.
—Gracias, Brody —le contesté, acercando mi copa a la suya para
brindar en señal de paz.
—Chinchín.
Capítulo 19

Sentía una fuerte y dolorosa punzada taladrándome la cabeza. Traté de abrir


los ojos, pero el simple hecho de intentarlo me produjo aún más dolor en la
sien. Parpadeé varias veces hasta que, por fin, logré diferenciar una lámpara
en el techo que me alumbraba directamente, tal vez fuera una de las razones
por las que me estaba costando tanto abrir los ojos.
Intenté incorporarme, pero, al tratar de hacerlo, me di cuenta de que no
podía. Había algo que me sujetaba de pies y manos. Alcé la cabeza para ver
de qué se trataba y vi que estaba sobre una especie de camilla, atada.
Presa del pánico, traté de zafarme de los grilletes que me mantenían
atrapada, pero, cuando use la incontrolable y reciente fuerza que tenía como
vampira, lo único que logré fue causarme un dolor descomunal, como si
hubiese puesto las muñecas sobre el fuego de una hoguera.
—Veo que ya estás despierta —escuché desde mi izquierda, por lo que
dirigí la mirada hacia mi interlocutor.
Brody estaba sentado en una silla en la esquina.
—¿Qué pasa? —pregunté, nerviosa—. ¿Por qué estoy maniatada? ¿Y
por qué me duele tanto la cabeza? Brody…, ¿por qué no me sueltas…? —
Poco a poco, mi cerebro fue asimilando la posibilidad de que el responsable
de que me encontrara en aquella situación fuera precisamente él—. ¡¿Dónde
coño está Natalia?! —grité, sacando los colmillos debido a la rabia que me
invadía.
—Deja que me presente como es debido —comenzó a decir mi vecino
mientras se ponía en pie—. Mi verdadero nombre es James, James
Broderick Harris. —Sentí cómo la poca sangre que me corría por las venas
se me helaba de inmediato—. Aunque diría, por tu expresión, que ya has
oído hablar de mí.
—¿Qué coño me has hecho? —le exigí que me contara.
—Verás, los grilletes que te sujetan están hechos de plata. —Traté sin
pensarlo, una vez más, de zafarme de ellos, pero con cada movimiento me
quemaba aún más—. Te aconsejaría que no hicieras eso si no quieres perder
las manos. No fue fácil conseguir drogarte para traerte hasta aquí.
¿Drogarme? ¿Qué cojones me había dado aquel loco?
—La belladona es una planta sumamente mortal para los humanos
cuando la ingieren, pero para nosotros, querida, no es más que un potente
sedante —relató—. Algo muy útil, como habrás podido comprobar —
explicaba con los brazos cruzados en la parte baja de la espalda—. Aunque
su efecto ingerido es mucho más sutil que si te lo hubiera inyectado en
vena.
Consciente al fin, empecé a hilar todas las cosas que habían sucedido
desde la llegada de mi nuevo vecino al edificio. Lo entendí todo, incluido el
fatídico día en el que perdí la vida. Como si hubiese sido un archivo que
tenía oculto en la mente, la imagen nítida de James en el rellano de la
escalera se presentó ante mí, aquella misma imagen que, en su momento,
había sido tan difusa. Aquel día tenía un aspecto diferente, me había
parecido más bien un vagabundo, pero, sin duda, el hombre que tenía
delante era quien me había asesinado.
Por unos instantes, siguió mirándome fijamente, esperando una
respuesta o, tal vez, dándome algo de tiempo para que asimilara lo que me
estaba contando. Fuera como fuere, se cansó de esperar.
Agarró un vaso que contenía un líquido denso y ambarino y, agitándolo
de un lado para otro hasta conseguir que diera vueltas, comenzó a andar por
la habitación donde me tenía retenida.
—¿Te arrepientes? —inquirió de repente.
—¿Arrepentirme? ¿De qué? —sentí la curiosidad de preguntar.
—De haberte quedado en Nueva York. ¿No echas de menos a tu madre?
Begoña, ¿me equivoco? —Algo en mi sistema nervioso debió de activarse,
pues un sudor frío me recorrió la espalda al escuchar el nombre de mi
madre salir de sus asquerosos labios—. Es una lástima que se haya quedado
tan solita... en aquella casa tan vacía en Don Zoilo. Qué hija tan
desagradecida tiene.
—Serás… ¡Deja a mi madre en paz! —grité, tratando con todas mis
fuerzas de no moverme, a pesar de la ira—. ¿Qué es lo que quieres de mí?
—Al principio no quería nada, solo eras un daño colateral para lograr un
fin —relató—. Por desgracia, tenías una resaca tan monumental la noche
que nos conocimos que tu mente no me mostró que vuestra puñetera
amiguita había tenido la osadía de morderte. Como comprenderás, no podía
arriesgarme a que me descubrieras una vez volviste a nacer.
»Después de eso, el juego fue divertido, ganarme tu confianza como
Brody hasta el punto de que pudieras llegar a sentirte… cómoda conmigo.
O casi. Deberías haber seguido esos instintos que te llamaban a no fiarte de
mí, rubita.
—¡Hijo de puta!
—No he terminado, querida, no me interrumpas —me cortó, levantando
el dedo índice para mandarme a callar—. Mis planes no podían haber ido
mejor —continuó con su morboso monólogo—, porque la zorra y tú os
acabasteis enamorando. Me ha venido como anillo al dedo que vuestra
relación haya sido tan… fructífera, pues a quien quiero realmente es a ella.
Y tú vas a ser mi moneda de cambio.
—Ni por un momento creas que voy a contribuir a tus planes —dije,
presa de una rabia que me carcomía por dentro—. Además, Ash no será tan
estúpida como para dejarse engañar.
—Te sorprendería lo estúpida que se vuelve la gente cuando está
enamorada. Por no hablar del vínculo que se crea cuando has encontrado a
tu luaidh, ya deberías saber de qué te estoy hablando.
—¿Cuando encuentras tu qué?
—Tu luaidh —repitió—. Tu ser amado, la persona a la que más quieres,
tu verdadero amor, tu media naranja. Llámalo como quieras, pero es un
vínculo tan irracional y primitivo que, cuando lo sientes, nada ni nadie
puede frenarte para estar con esa persona. Y, cuando lo siente un vampiro,
esa unión transciende más allá de lo que la mente humana es capaz de llegar
asimilar.
»Es algo sobrenatural, místico y lleno de misterios. —Sus ojos se
perdieron en algún lugar recóndito de su mente, lo que me hizo
preguntarme si verdaderamente había sentido eso de lo que hablaba por
alguien—. Es algo de lo que, simplemente, no puedes escapar.
Medité por un momento lo que estaba diciendo, tratando de encontrarle
sentido a sus palabras. ¿Estaba hablando en serio? Al fin y al cabo, aquella
noche en el Dead End sí que me había dado cuenta de que estaba
enamorada de Ash, pero ¿realmente hasta aquel punto?
El corazón, que hacía meses que apenas llegaba a latirme, comenzó a
bombear de forma mucho más precipitada. Abrí los ojos de par en par al
darme cuenta de aquello a lo que hacía alusión, de cómo mi cuerpo me
advertía de los sentimientos que se agolparon dentro de mí, en mi pecho.
La imagen de Ash, una y otra vez, acudía de diferentes formas y en
diferentes momentos a mi mente: ella sonriendo, ella fumando, ella
hablándome con aires de suficiencia, ella en el Dead End, ella en el piso…
En todas partes.
Y, poco a poco, todo aquello que sentía dejó de contenerse en un solo
sitio de mi cuerpo y empecé a sentirme más viva de lo que me había sentido
incluso antes de morir.
Como si ya no pudiese contener nada dentro de mí, como si fuese a
estallar de un momento a otro. Como si, sin ella, me faltase el aire, como si
cada célula de mi cuerpo entrase en ebullición solo de pensarlo. Como si,
con ella, el todo y la nada se unieran en uno solo.
—Ahí la tienes —me hizo volver a la realidad James con una carcajada
ahogada—, vuestra mayor condena.
—Eso no quiere decir que ella sienta lo mismo. ¿Lo has pensado?
—Créeme, lo siente.
—¿Qué tienes, un detector?
A mi interlocutor pareció molestarle el comentario, pero solo pude
notarlo durante una milésima de segundo.
James se bebió el contenido del vaso que sostenía y lo depositó sobre
una mesilla que tenía frente a él. Cruzó los brazos a la espalda y continuó
con su paseo por la estancia, acercándose lentamente hacia mí.
Sentía que los colmillos se me clavaban en los labios, ya que el estado
de nerviosismo en el que me encontraba me impedía retraerlos. Odié
profundamente al cabrón que tenía delante y al cual dejé de ver por unos
instantes cuando pasó por detrás de mi cabeza.
—De todos modos… —pensó en voz alta, o tal vez por fin se estaba
dirigiendo directamente a mí—, tendré que aprovechar que te tengo aquí
mientras tanto.
Cuando, finalmente, inclinó la cabeza sobre la mía, sentí una fuerte y
única punzada en la yugular, como si me hubiera inyectado algo.
Lentamente, la tétrica habitación en la que me encontraba comenzó a
oscurecerse y el rostro de James, que seguía mirándome con fijeza, se
convirtió en otro. En el de Ash.
Tenía claro que debía ser parte de mi subconsciente, de mi imaginación,
pues sabía a ciencia cierta que ella no estaba en aquella habitación,
sonriéndome. Involuntariamente, quise acariciarla con la mano, aun siendo
consciente de que era una imagen falsa. Al hacerlo, la plata que las recubría
me ardió en las muñecas.
Todo me daba vueltas. ¿Qué era realidad y qué era producto de mi
imaginación? Decidí que no me importaba, que lo único que quería hacer
era dormir.
Estaba tan cansada...

Acabé por volver a abrir los ojos, pero no porque quisiera hacerlo, sino
porque sentía que varias manos, y no las de una única persona, me
zarandeaban de un lado para otro. Cuando por fin fui plenamente consciente
de lo que estaba sucediendo, ya me habían vestido por completo.
—¿Quién coño sois? ¿Y qué me estáis haciendo? —balbuceé, pues aún
sentía la boca pegajosa debido a la droga que me había dejado inconsciente
—. Eh, tú —insistí a la mujer, que me ignoraba deliberadamente—, te estoy
hablando.
Miré en derredor, tratando de averiguar dónde me encontraba, pero lo
que vi no me ayudó en absoluto. Lo único que había a mi alrededor eran
cuatro paredes, un banco frío e incómodo —lugar en el que me estaban
cambiando— y una puerta.
Al parpadear con fuerza, me percaté de que había unas taquillas azules,
algo desgastadas, en la pared de la derecha, en el rincón más alejado a mí.
Un fuerte olor a humedad y sudor me abordó la nariz y, al agudizar un
poco más el sentido del oído, llegué a apreciar unas gotas que caían
irregulares.
Debía de tratarse un gimnasio.
Queriendo confirmar mi teoría, levanté la cabeza para mirar mi aspecto.
Llevaba puestos unos pantalones cortos negros de poliéster con la cintura
elástica de color rojo, un top ajustado a juego, botines de… ¿boxeo? Las
personas que me rodeaban se estaban encargando de vendarme los puños.
—¿Qué hacéis? ¿Por qué me ponéis esto? —insistí, intentando zafarme
de ellos.
—Siéntate para hacerte la coleta —dijo, autoritaria y tajante, la mujer.
El chico, que había estado ayudando a aquella mujer sin escrúpulos, se
hizo a un lado y no tardó mucho más en desaparecer del escenario.
—Te he dicho que te sientes —me repitió, esta vez obligándome a
hacerle caso mientras me daba un tirón desde los hombros.
Intenté levantar los brazos para apartarla de mí con todas mis ganas,
pero parecían pesarme un quintal, al igual que las piernas. Me sentía débil y
sin fuerzas. Pronto, la mujer se hizo con mi cabellera y me estaba
recogiendo el pelo en una coleta alta, ocasionándome algún que otro jalón
en el intento. Cuando hubo terminado, se posicionó delante de mí.
—Siento hacerte esto, niña —me dijo al mismo tiempo que se inclinaba
para que sus ojos quedaran a la misma altura de los míos—. Más te vale ser
fuerte, o no durarás aquí ni una semana.
—¿Fuerte por qué? ¿Dónde estoy? —quise saber.
La mujer abrió la boca para responderme, pero la puerta metálica que
había visto hacía unos minutos se abrió de pronto, dándole paso a James y
su amigo que tanta mala espina me había dado, John.
Mi cuerpo se puso en alerta y me tensé de pies a cabeza, de manera que
todo aquel entumecimiento que había sentido minutos antes desapareció por
completo.
Presa de una ira que no podía controlar, y la cual no era consciente de
que poseía, me levanté y corrí hacia él dispuesta a matarlo con mis propias
manos. No supe con exactitud qué ocurrió primero, si el golpe que me dio
en la nuca el hombre que estaba detrás de él y al cual no había visto en mi
histeria, o las risas de James mientras se apartaba de mi camino.
—Guarda esa energía para el ring, querida —me dijo, aún con una
sonrisa de medio lado.
Traté de recomponerme, pues el golpe de aquel monstruo me había dejó
sin respiración. Me giré, despacio, tratando en todo momento de no vomitar,
y fue entonces cuando vi que, con ellos, había entrado un tercer hombre.
El acompañante de mis captores era incluso más alto y grande que el
vampiro que se había convertido en mi amigo, Tarek, y se le parecía tanto
que podía haber sido su hermano.
Aquello me causó escalofríos, pues, si la primera impresión que había
tenido de Tarek había sido imponente, con este individuo era mucho peor. A
diferencia de mi colega, esta bestia no llevaba gafas de sol y tampoco
parecía tener ningún tipo de recelo a la hora de mostrar las cicatrices que le
adornaban el rostro. De hecho, las lucía con orgullo, altanero y soberbio.
—No creerías que me estaba marcando un farol cuando dije que me
serías útil, ¿verdad? —Descorazonada como estaba, volví a sentarme en el
banco antes de poder siquiera poder hablar—. Verás, Melisa, tengo algunos
negocios que requieren de la colaboración de ciertas personas, de entre esas
personas te...
—No me digas que te has preparado otro monólogo —le interrumpí con
todo el sarcasmo que pude, teniendo en cuenta la situación en la que me
encontraba.
En la conversación anterior que habíamos tenido descubrí que, que le
interrumpiera era algo que lo exasperaba e iba a aprovecharme de ello. Con
eso conseguiría, o bien, que perdiera los estribos y así ganar una
oportunidad para huir, o que me matara. Cualquiera de las dos opciones me
parecía viable.
La mujer, que aún continuaba en la habitación se puso tensa con las dos
nuevas presencias en el vestuario, pero más aún al presenciar cómo me
atrevía a plantarles cara.
A John, por otro lado, pareció gustarle mi respuesta. Pues su expresión,
imperturbable desde su entrada, se transformó en una ligera sonrisa con mis
palabras.
Tan rápido como un rayo que cae sobre la tierra, James se había
posicionado por detrás de la asustada mujer y le había inclinado la cabeza
hacia un lado, dejando al descubierto su cuello.
Sin darme tiempo a reaccionar, o tan siquiera a pensarlo, le clavó los
colmillos en el pescuezo de forma brutal y violenta. Y, aunque mi
racionalidad me pedía que gritase, pidiendo ayuda, y la socorriese, la sed de
sangre despertó de mi interior. Los colmillos se me alargaron tanto que
incluso llegó a dolerme la boca.
Luché contra mi instinto más primario para no abalanzarme sobre ella y
convertirla, no solo en la víctima de James, sino también en mi desayuno.
No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente, o quizás fuera un efecto
secundario de la belladona, pero mi cuerpo necesitaba alimento y el frenesí
que me generaba aquel líquido carmesí estaba nublándome el juicio por
completo.
—Vamos, querida —oí que me decía James tras separarse de la yugular
de la mujer—, pruébala. No es de mis favoritas, pero no está del todo mal.
Vas a necesitar un chute de energía para el combate y, además, a Myriam le
encanta.
Observé cómo el dedo índice de James recorría el cuello de Myriam
desde la mandíbula hasta la base y viceversa, tiñéndoselo todo con las gotas
de sangre que emanaban de la herida abierta y haciendo el olor más y más
fuerte. Casi abrasador.
Inspiré una bocanada profunda de aire, intentando tranquilizarme, pero
eso no consiguió sino empeorarlo. Como si los pies que me obligaron a
andar fueran los de otra persona, o como si alguien me estuviera
empujando, acabé a escasos centímetros de la mujer, que, con aquellos ojos
marrones surcados de lágrimas, me miraba despavorida.
—Lo siento… —fue todo lo que le pude decir antes de hundirle los
colmillos en la yugular y succionar con todas mis ganas.

Los gritos arrolladores de centenares de personas me perforaban los


tímpanos, aunque los que más resonaban eran los de los hombres y debido a
su potencia, resultaban ensordecedores para mis sensibilizados oídos.
Los focos que colgaban sobre el ring me cegaban, por no hablar de la
sangre que me brotaba de la ceja, ahora partida, y me imposibilitaba la
visión del ojo derecho.
No quería estar allí y, por supuesto, no quería estar haciendo lo que
estaba haciendo, pero James había sido muy convincente en sus
negociaciones. No sabía cómo lo había conseguido, pero tenía una
fotografía de mi madre con quien me había afirmado que era un buen amigo
suyo.
No podía arriesgarme a ponerla en peligro, así tuviera que ponerme yo
en su lugar.
Esquivé un golpe que me venía desde la izquierda sin saber muy bien
qué me había impulsado a evitarlo, si el pavor que sentía, o la adrenalina,
que había tomado el control de mi cuerpo. Mi rival, una mujer de
complexión media, cabellera castaña y mirada perdida, se movía con
torpeza, al igual que yo.
Supuse que sería una novata que se encontraba en la misma situación
que yo, pero con motivantes mayores a los mías, pues era, sin duda, mucho
más decida a la hora de golpear. Tan pronto como había esquivado su
izquierda, me asestó un derechazo en la mandíbula, un golpe rotundo hacia
arriba que a punto estuvo de hacerme caer.
El caos, los gritos y los focos, sumados al cansancio y la extenuación,
iban a lograr que me desvaneciera. Me dolían las sienes, la mandíbula y las
costillas por los puñetazos y las piernas y las caderas a causa de las patadas;
incluso comenzaba a pensar que la cara interna del muslo se me infectaría
por el mordisco que me había dado aquella tipa.
—¡Túmbala! —escuché que le gritaba una mujer a mi contrincante,
prácticamente desgañitándose—. ¡Túmbala ya, maldita sea! ¡He apostado
una fortuna por ti!
Por acto reflejo, quise mirar a la mujer, que gritaba como una posesa, y
aquello fue mi mayor error. Un gancho, que me pilló desprevenida, me
golpeó con tanta fuerza que me tiró de inmediato contra el suelo.
Todo me daba vueltas y un constante y molesto pitido se me instaló en el
oído. Me costaba respirar. Tirada, boqueando como un pez, supuse que no
faltaría mucho para que perdiera la consciencia. Casi lo hubiera preferido,
así no habría notado cómo mi rival se me colocaba encima y me molía a
golpes.
No sabría decir cuánto tiempo tardé en quedarme inconsciente, pero sí
supe el momento exacto en el que dejé de sentir dolor. Fue cuando noté
cómo se me rompía una de las costillas y me rasgaba el pulmón.
Capítulo 20

Hacía rato que estaba despierta sobre la cama, aunque aún no podía salir a
la calle, ya que todavía no había anochecido del todo. Me sorprendió que
Melisa no viniera directa a mi casa después de la fiesta, tal y como
habíamos acordado en el portal del loft de El Egipcio, pero supuse que
Natalia se lo habría puesto imposible.
Estaba ansiosa por verla y, sin duda, le iba a pedir que volviera a ponerse
aquel corsé que no quería ponerse por nada del mundo. Estaba
increíblemente sexy con él. Crucé las manos tras la nuca, impaciente porque
el maldito día terminara para poder ir hasta Harlem.
Aburrida de estar con mis propios pensamientos, cogí el móvil y marqué
su número, pero, tal y como me había sucedido durante la pasada noche, el
teléfono de Melisa continuaba apagado.
—Qué raro —dije, mirando la pantalla del móvil como si este pudiera
comprenderme.
Me levanté de una vez por todas y me dirigí al cuarto de baño; mataría el
tiempo poniéndome los ungüentos que Luke me había dado para el tatuaje
que por fin me había repasado hacía apenas una noche y al que, además, le
había añadido un detalle nuevo. Ahora las flores que me cubrían el brazo
izquierdo estaban atravesadas por una serpiente verde. Había quedado muy
bien.
El móvil comenzó a sonar sobre mi cama en cuanto cerré el bote de
vaselina, así que, con calma, sin querer que se me notase que llevaba
bastante rato esperando esa llamada, contesté.
—¿Qué tal la resaca?
—Fatal, Nati lleva casi una hora en el baño vomitando —me respondió
mi mejor amigo.
¿Ryan? Efectivamente, tal y como comprobé, era su nombre el que me
mostraba la pantalla.
—Vaya, en el Dead End suele mostrar bastante más aguante —repliqué,
intentando disimular el desconcierto en mi voz.
—¡Ryaaaan! —escuché a Natalia desde la distancia—. ¡Quiero
morirme!
—¿Tanto bebió? —pregunté—. Bueno, vaya pregunta. Deberías
enseñarle a tu mujer que no debe intentar ponerse a la altura de los
vampiros. No es sano para su cuerpo, al menos que quieras perderla joven.
—No te pases, Ash —me advirtió.
—Bueno, ¿qué quieres? —fui al grano—. Supongo que no me habrás
llamado para hablarme de la resaca de tu señora esposa.
—No he querido decirle nada Nati —comenzó entre susurros, para
evitar que esta pudiera oírlo—, pero creo que algo no va bien. —Sentí un
escalofrío recorrerme la espina dorsal, pues, desde que me había despertado
había experimentado la misma sensación—. No me quedaba tranquilo con
la fiesta de anoche, así que mandé a Hugh a vigilar el piso de Melisa.
—¿Y te hizo caso? —comenté, divertida, ¿o sería por los nervios?—. ¿Y
por qué en el piso de Melisa y no en la fiesta?
—Déjame terminar, maldita sea —se quejó—. Melisa me envió un
mensaje anoche —escuchar aquello me tranquilizó—. Decía que en la fiesta
había vampiros y que uno de ellos parecía realmente interesado en Natalia,
así que salí corriendo a buscarla. Cuando llegué estaba con un tipo que se la
comía con los ojos y…
—Y montaste un numerito, cómo no —le interrumpí.
—Que me dejes terminar, joder —me cortó—. Bueno, después de
haberla arrancado del lado de ese mac soith[3] y de pelearnos durante una
hora, conseguí que se tranquilizase, pero no había ni rastro de Melisa por
ninguna parte. Nati cree que se fue con su vecino, porque, según ella, había
montado una escenita, pero esta mañana Hugh confirmó mis sospechas. No
volvió a casa.
—¿Y por qué me cuentas esto a mí? —Con todas mis fuerzas, traté de
sonar indiferente, aunque lo único que quisiera fuese arrancarle las manos a
aquel hijo de puta que se había ido con ella.
—El Egipcio ha insistido en que debías saberlo.
—Vale —respondí, parca en palabras—. Ve a ayudar a tu mujer, creo
que te necesita —colgué.
Me enfurecí. Estaba claro que aquel maldito niñato del que me había
hablado Melisa en alguna ocasión quería ser algo más que su vecino. ¿Qué
diablos era lo que quería con ella? Le habría dejado claro que no estaba
interesada, ¿no?
Me revolví de un lado para el otro encima de la cama, más impaciente
de lo que había estado jamás, contando los segundos que faltaban para el
anochecer.

Después de resolver unos asuntos que tenía pendientes con uno de mis
clientes, apenas tardé unos minutos en llegar al rellano de Melisa hecha un
manojo de nervios. Según me había dicho Hugh, que a duras penas
consiguió disimular su extrañeza ante mis preguntas, él había tenido que
marcharse a las diez de la mañana para la comisaría.
Desde esa hora no sabía nada, pero, teniendo en cuenta las horas de sol y
que no escuchaba ningún ruido dentro de los dos apartamentos, allí no había
nadie.
Estaba frente a la puerta del apartamento trescientos dos, mirando aquel
trozo de madera como si el hecho de atravesarlo fuera la peor decisión que
pudiera tomar en toda mi existencia. Sabía que forzar la cerradura de aquel
piso no me iba a suponer ningún problema, pero me estaría comportando
como una histérica.
Nunca les hice demasiado caso a las mujeres que se habían presentado
en mi casa pidiendo algún tipo de explicación cuando nunca nos habíamos
comprometido a nada —fue entonces cuando dejé de llevarlas allí—, y
odiaba que me montaran pollos injustificados. Pero ahí me encontraba yo,
actuando igual que ellas. Sin la escenita, al menos.
Sin embargo, no logré resistirme. Por fortuna, llevaba conmigo el juego
de ganzúas que solía utilizar en el trabajo. La cerradura de aquel pisucho
era vieja y no me iba a suponer ningún reto. En menos de treinta segundos
escuché cómo cedía.
Entré.
El potentísimo olor a vainilla estuvo a punto de hacerme vomitar. Estaba
por todas partes y la peste impregnaba incluso las paredes. Miré a mi
alrededor, todo estaba colocado con sumo cuidado, ni una mota de polvo se
veía en ninguna superficie. Eso me indicó que debería tener cuidado con lo
que tocaba, pues parecía ser un tío muy escrupuloso con el orden.
A simple vista, nada se salía de lo normal. El salón, el pasillo, el baño y
la cocina parecían haberse limpiado hacía apenas unas horas. No había nada
fuera de su sitio, pero tampoco nada resaltaba a la vista. Todas las ventanas
de la casa tenían persianas metálicas, cerradas a cal y canto, lógico si
teníamos en cuenta que se trataba de un nocturno.
Despacio, me dirigí hacia uno de los dormitorios, al apreciar su amplitud
supuse que sería el principal. Lo que vi allí poco distaba del resto de la
casa; la cama estaba pulcramente hecha, sin una sola doblez o arruga en la
superficie y los colores eran monocromáticos. Todo era tan corriente que
parecía que el apartamento estuviese bajo el cuidado de una inmobiliaria
que estaba dispuesta a todo para vender.
El primer lugar que se me ocurrió mirar fue bajo la cama, donde solo
había una bolsa de deporte negra que guardaba en su interior… ropa de
deporte; unas zapatillas, pantalones y una camiseta.
Los cajones de las mesillas de noche no contenían nada de interés, un
libro y calcetines hechos una pelota. Detrás de los cuadros encontré un
sobre con dinero, nada de cantidades desorbitadas. La cajonera parecía más
de lo mismo, contenía ropa, pero, al apartar con precaución las almohadas y
levantar el colchón, encontré un sobre amarillo algo acartonado.
Lo cogí, cuidándome de colocarlo todo en su sitio antes de abrirlo. Un
pasaporte, un carné de conducir y el contrato de arrendamiento del piso.
—Joder… —maldije al abrir el pasaporte y ver la fotografía del dueño.
El nombre del inquilino del piso era, obviamente, falso, pero la imagen
no mentía. Era James. El tipo con el que había estado tratando Melisa era el
hijo de perra de James. Delante de nuestras putas narices.
¿Cómo no pude verlo?
Tuve que sentarme durante unos instantes en la cama para intentar
procesarlo, mientras cobraba sentido aquel cosquilleo que me recorría la
nuca cada vez que entraba en el apartamento de mi chica. Me había estado
sintiendo vigilada con motivos fundados.
¿Cómo coño se nos podía haber escapado algo así? ¿Cómo se me podía
haber escapado a mí? Por un momento, me vi tentada a avisar a Ryan y a
los demás, pero estaba convencida de que tenía que haber algo más en aquel
puto piso que tanto apestaba a vainilla.
Con algo más de desesperación y con mucho menos cuidado del que
había tenido hasta el momento, comencé a rebuscar en todos los rincones
que se me ocurrieron. Llegué incluso a deshacer la cama, por si fuera a
encontrar algo oculto bajo las sábanas.
Presa de la angustia, mezclada con la rabia, abrí de par en par el armario
empotrado. Al hacerlo, lo que me encontré me dejó completamente
paralizada.
Pegados al fondo del ropero había un millar de recortes de todo tipo. La
imagen principal y que destacaba entre todas era un enorme mapa de la
ciudad de Nueva York con decenas de sitios resaltados en rojo.
Había lugares que me resultaban obvios, como el piso de Melisa y la
galería donde solía trabajar, el loft de Tarek, el ático Ryan y Nati, la casa de
Hugh en Chinatown, la mía, el Dead End…y otros conocidos, pero menos
familiares, como la casa junto al cementerio de la Sagrada Cruz donde
James había tenido retenida a Natalia. Había un par de direcciones que no
me sonaban de nada y estaban resaltadas en negro.
A aquel macabro cuadro había que añadirle un sinfín de fotografías de
todos nosotros, incluso de algunas personas que no conocía y las cuáles me
preguntaba si eran víctimas o compinches.
Aprecié con facilidad a una mujer, a pesar del poco tiempo que había
pasado con ella: Jessica, la exuberante pelirroja con la que había estado en
el cumpleaños de Hugh.
Observé con rapidez todas y cada una de las fotografías que estaban
colgadas en aquel tablón y me di cuenta de que se trataba, principalmente,
del círculo de personas que frecuentábamos.
Reconocí de pasada al antiguo ayudante de Melisa, a su jefe, a la mujer
con la que había estado. Me llamó especialmente la atención encontrarme
con una fotografía de Ryan hecha jirones, completamente destrozada tras
haberla rayado una y otra vez con un bolígrafo rojo. Fue difícil distinguirle
cuando me atreví a quitar el cuchillo que la sostenía sobre el corcho.
—Joder… —dejé que se me escapara—. Este tío realmente te odia,
Ryan.
Por el suelo se habían esparcido más fotografías, pero no quise darles
mayor importancia. Volví a cerrar la puerta de aquel horrible armario y me
fui directa a la cama, sobre la que me dejé caer como si el mundo se me
hubiera echado encima. A fin de cuentas, así era cómo me sentía.
¿Debía contárselo a los demás?
Tal vez Ryan tuviera derecho a saberlo, era muy posible que su mujer
estuviera en peligro. ¿Cómo se lo iba a tomar Natalia? Su mejor amiga
estaba en manos de un ser enfermo y no estaba segura de cómo iba a poder
explicarles por qué lo sabía sin contar la relación que mantenía con Melisa,
ni tampoco iba a ser capaz de decirle por qué no había sido capaz de
impedirlo. Me llevé la mano a la frente y me la masajeé con los dedos,
exhausta. Cogí el móvil y marqué el número de Hugh.
—¿Sí? —La voz al otro lado sonaba confusa, tal vez precavida—. ¿Todo
bien, Ash?
—Estoy en el edificio de Melisa, Hugh. Tienes que ver esto.
—¿Qué ha pasado? —insistió.
—Tienes que verlo tú mismo. No tardes. —Colgué.
Cuando llegó el policía le estaba esperando sentada en las escaleras del
recibidor. Se había dado toda la prisa que había podido y todavía llevaba la
placa metálica del cuerpo colgándole del cuello. Su presencia consiguió
reconfortarme durante unos instantes.
—¿Estás bien? —me preguntó, tras saludarme con un abrazo—. Parece
que hayas visto un fantasma, y no es que tú seas especialmente fácil de
sorprender. —No pude responder, tan solo me limité a mirarlo a los ojos.
¿Cómo iba a decírselo?—. ¿Ash? Me estás acojonando.
Le señalé la puerta abierta del apartamento que había estado utilizando
James y aprecié cómo el policía arqueaba una ceja. Si pensó que lo que
estaba haciendo iba más allá de la ley, no lo dijo. Se encaminó hacia la
entrada con paso firme y en el más absoluto de los silencios.
Entramos en la vivienda con paso cauto, aunque pude darme cuenta de
que la mano de Hugh estaba preparada para desenfundar el arma si era
necesario. Debía de ser un acto involuntario, porque mi amigo sabía que, de
haber un auténtico peligro allí dentro, ya me habría ocupado de él.
Una vez en el interior, en el pequeño salón, Hugh miró con detenimiento
la estancia y me di cuenta de que en su rostro comenzaba a brotar la
incertidumbre. En aquel espacio no había nada.
Le apreté el hombro con la mano y le animé a que caminara junto a mí,
rumbo al dormitorio en el que estaba el armario con las pruebas que
necesitábamos. Hugh parecía no entender nada de lo que estaba pasando y
mucho menos por qué lo había hecho venir con tanta urgencia, pero estaba
completamente segura de que, cuando abriera las puertas de aquel armario,
iba a entenderlo todo.
—¿Qué ocurre, Ash? ¿Por qué me has traído aquí? —preguntó al final,
sin ser capaz de contener las preguntas que lo invadían por más tiempo—.
¿Qué hacemos en el piso del vecino de Me...?
Se quedó mudo de pronto, en cuanto abrí las puertas del armario y vio
con sus propios ojos aquello por lo que le había hecho venir.
Sus ojos viajaban de una a otra de las fotografías con tal rapidez,
desorbitados, que parecía que fueran a salírsele de un momento para otro.
La boca se le había quedado abierta, como si al estar hablando y ver aquella
escena no hubiese podido volver a cerrarla.
Lo comprendía. A mí me había sucedido algo parecido.
Claro que él no estaba enamorado de la persona que corría peligro.
Se me encogió el estómago al darme cuenta de aquella verdad, esa que
había estado reprimiendo prácticamente desde el día en que había conocido
a Melisa. Una verdad que con tanto celo había estado escondiendo de todos,
principalmente de mí misma.
Si hubiese sido una mujer de lágrima fácil, bien podría haberme
encontrado en aquel momento llorando, pero, en lugar de eso, la rabia
creció dentro de mí y me juré en silencio que mataría a ese maldito hijo de
puta.
—¿Qué cojones… es esto? —pudo articular al fin Hugh.
—Parece un tablón de investigación con todo nuestro círculo social,
sobre todo del de Ryan.
—¿Quién coño haría algo así? —dijo perplejo—. Mierda… ¿Es posible
que haya sido…?
—James —le corté—. Me temo que sí —confirmé, enseñándole los
papeles que había encontrado debajo del colchón. El policía cogió los
documentos que le tendí—. Creo que tiene a Melisa.
Antes de poder evitarlo, todos los papeles quedaron esparcidos por el
suelo, ya que, tras mi suposición, Hugh no fue capaz de sostenerlos. Vi el
terror asomar a través de sus ojos. No me hizo falta leerle la mente para
saber que se estaba poniendo en lo peor.
«Si ha caído en manos de ese hijo de puta… Dios…, espero que no esté
muerta», pensó. Aquella idea me hizo más daño que cualquier palabra que
pudiera haber dicho.
—Tenemos que avisar a los demás —consiguió decir tras recomponerse
—. Hay que dejarlo todo exactamente como estaba y sacarle al tablón de
investigación todas las fotos que podamos.
—¿Crees que volverá al piso? —pregunté. Aunque mi voz pudo sonar
temerosa, lo que realmente ansiaba era poder encontrarme con él para así
matarlo.
—No lo sé, pero no podemos desaprovechar esta oportunidad —se
apresuró a decir—. Vamos, quita —me apartó con brusquedad y comenzó a
hacer fotografías del tablón desde su Smartphone.
Hugh se movía realmente rápido, observé con admiración cómo se
desenvolvía con profesionalidad por la habitación. Pasó un paño por todas
aquellas superficies que habíamos estado manipulando, e incluso por
muchas que ni siquiera habíamos tocado. Recogió del suelo todos los
documentos que se habían caído y los amontonó entre sus manos antes de
mirarme.
—¿Dónde estaban? —preguntó.
Le señalé el colchón y le indiqué que los había encontrado bajo este.
Guardó todo tal y cómo le dije que había estado e hicimos la cama después.
Revisó el suelo en busca de restos de asfalto o huellas notables en la
moqueta y, antes de marcharnos, colocó hábilmente un micrófono en el
hueco del palo de cortina que había en la habitación, otro en la base de la
campana extractora de la cocina y, por último, uno detrás del televisor.
Había sido especialmente meticuloso a la hora de colocar los micros,
con la esperanza de que James no los encontrara y pudiéramos sacar algo de
información valiosa. Antes de que me diera cuenta, se encontraba hablando
por teléfono.
—Ryan, ¿estáis en casa? —Por la otra línea, mi amigo contestó,
extrañado—. Tenemos que reunirnos todos, incluida Natalia.
—¿De qué coño me estás hablando, poli? —escuché a Ryan empezar a
alarmarse—. ¿Y por qué tiene que estar mi mujer?
—Ash ha descubierto algo sobre James. —Al otro lado del teléfono solo
había silencio—. Ha estado delante de nuestras narices todo este tiempo.
—¿Dónde está? —Se notó el esfuerzo que el vampiro estaba haciendo al
contener la rabia que lo invadía.
Le quité con brusquedad el teléfono al policía, el cual me miró,
sorprendido por mi arrebato.
—Ryan —dije con notable angustia, sin importarme nada más—, él es el
vecino de Melisa.
Capítulo 21

Empezaba a sentirme mareada de ver cómo Ryan se movía de un lado para


el otro del salón. Estaba rojo de furia y su mujer tenía prácticamente la
misma expresión en el rostro. Natalia estaba sentada sobre el sofá mientras
Ryan se paseaba, ansioso, por todos lados.
—¡No me puedo creer que no te dieras cuenta de que era él! —le
gritaba. Hugh y Tarek habían decidido apartarse de su camino lo suficiente
como para que no pudiera tropezar con ellos en un arranque de ira—.
¡Joder, Nati! ¡Has estado en una puta fiesta con él! ¡No puedo creérmelo!
Cada vez que ella trataba de abrir la boca, Ryan acometía con otra tanda
de verborrea que se lo impedía.
—¡¿Cómo quieres que esté tranquilo?! —continuó—. ¿Te das cuenta del
peligro al que te has expuesto? ¡Maldita sea, Nati! ¡Que es el tipo que te
torturó, que te usó como fuente de sangre, joder! —Movía las manos,
exasperado, alrededor de la cabeza—. ¿Cómo has podido ser tan estúpida?!
—Ryan Eoghan Knight… —le contestó ella al mismo tiempo que se
ponía en pie, con el tono de voz impasible, a pesar de la ira que le cruzaba
la mirada.
—¡Es que no puedo creerme que me hayas hecho esto! ¿Te das cuenta
de que me estás obligando a dejarte encerrada? —El rostro de Natalia
pareció desfigurarse—. ¡No volverás a salir sola de esta casa nunca más!
De pronto, el sonido de la bofetada que le asestó Natalia a su marido
resonó como un trueno en aquella habitación, haciendo que las voces que
había estado dando Ryan quedaran sumidas a un silencio casi igual de
ensordecedor.
Mi amigo se llevó una de las manos a la mejilla que le habían golpeado
con los ojos abiertos como platos y en completo estado de shock. A Tarek
se le escapó una carcajada que trató de disimular como pudo, convirtiéndola
en un carraspeo.
—Te estaba avisando —comentó Hugh en apenas un susurro.
—Yo… yo…. —balbuceó—, solo me preocupo por ti.
—No puedes tratarme como si fuera una niña pequeña a la que hay que
reprender cuando hace algo que no te gusta. No soy ningún trofeo que
puedas poner en la repisa y exhibir a tu antojo, al que puedas encerrar
dentro de una vitrina. Soy tu esposa, Ryan, pero eso no te da derecho a
decirme lo que puedo o no puedo hacer.
»Sé que te preocupas por mí, pero no puedes convertir esa preocupación
en la excusa para controlarme, porque no pienso permitir que lo hagas.
Somos un equipo, dos personas que caminan juntas, no una por delante de
la otra. Juntas.
—Pero…
—Nada de peros, Ryan. Te quiero, pero si pretendes ponerme una
correa, más vale que esperes sentado, porque eso no va a ocurrir. Vampiro o
no, no podrás conmigo. —Natalia hablaba con una templanza que nos dejó
a todos, no solo a su marido, boquiabiertos—. Entiendo que la situación te
dé miedo, y no te atrevas a hacerte el valiente conmigo, porque te conozco,
pero esto nos concierne a todos. Tú mismo lo has dicho, James me torturó y
me usó como a un brik de leche y, si te crees que me voy a quedar de brazos
cruzados viendo cómo le hace lo mismo a mi mejor amiga, es que no sabes
con quién te has casado.
»Esto es personal. Y si algo he aprendido de vivir entre vampiros… es a
defenderme, ¡coño!
Había algo que todos los presentes teníamos que admitir, y era que
Natalia tenía más valor que todos nosotros juntos. No solo había encajado a
la perfección la noticia de que éramos vampiros, sino que había aprendido a
hacerse notar entre ellos aun siendo humana.
Ryan desapareció por una de las puertas del ático sin mediar palabra
alguna. Era mejor dejarle su espacio hasta que lograra calmarse del todo.
Natalia se quedó con nosotros y, con una determinación más que palpable
en la mirada, dijo:
—¿Qué vamos a hacer para coger a ese hijo de puta?

Habían pasado cerca de dos horas y no teníamos ninguna señal de los


micros que Hugh había instalado en la nueva tapadera de James.
Era exasperante aquel maldito silencio. No teníamos ni la más remota
idea de lo que podría estar haciendo aquel cabrón, tampoco sabíamos si
Melisa seguía o no con vida. Con cada minuto que pasaba, las
probabilidades disminuían y estar en aquella casa, sin hacer nada, me estaba
consumiendo.
—¿No recuerdas nada de la fiesta? —preguntó Hugh a Natalia—. ¿Algo
que pudiera servirnos de ayuda?
—Lo único que recuerdo es a John —respondió—, dijo que era el dueño
de la cadena hotelera Blythe Hotels & Resorts. No dijeron gran cosa,
apenas hablaron entre ellos, estaba más interesado en llevarme a ver el hotel
que en otra cosa.
—Ya…, el hotel —refunfuñó Ryan, que había vuelto con los demás y se
había disculpado con Natalia.
—No empieces —le reprendió ella antes de continuar—: Pero hay algo
que no entiendo. James me tuvo toda la noche a su merced, estuvimos
hablando como si nada durante horas… Si realmente se ha llevado a Melisa,
si la ha secuestrado…, ¿por qué ella y no yo? Si lo que quiere es hacerle
daño a Ryan…
—Parece haber cambiado de estrategia —intervino Tarek, críptico—.
Tampoco sabemos por qué se tomó la molestia de alquilar un piso en el
edificio de Melisa, pero el contrato de arrendamiento es de apenas un par de
días después de que la convirtiera. ¿Cuál podría ser ahora su objetivo?
—Creo que… —dijo Ryan, mirándome—. Tal vez… La última vez
quería…
—Me quiere a mí —zanjé.
Los cuatro presentes me miraron de inmediato. Parecían estar esperando
a que dijera algo más, pero no me sentía ni con fuerzas, ni con ánimos como
para hacerlo. Comprobé que en los labios de Tarek se tensaban en una
finísima línea.
—¿Y por qué se lleva a Melisa, entonces? —preguntó Ryan con el ceño
fruncido—. ¿Qué tiene que ver ella contigo? —Como si, de pronto, se
hubiese encendido una bombilla en su cerebro, Ryan abrió los ojos por
completo—. No puede ser. ¿En serio?
«Pero… ¿desde cuándo? Si no os aguantáis. —Mi amigo parecía estar
haciendo cálculos mentales y, por su expresión, las cuentas no debían estar
saliéndole—. Dios mío, el mundo se ha vuelto loco.
—Entonces, a ver que me entere yo bien. No solo eres la responsable de
que mi amiga sea ahora una vampira, sino que, además —enumeró,
levantándose y posicionándose delante de mí—, eres la culpable de que
ahora esté en peligro. —Antes de que me diera tiempo a parpadear, me dio
un empujón y se le transformó el rostro.
—Natalia está volviendo a transformarse en Mística… —le dijo Hugh
por lo bajini a El Egipcio, quien se rio ante su comentario.
—Vas mejorando, poli, vas mejorando, pero yo diría que es más como
Fénix Oscura[4].
—Yo no quería que pasara esto —me defendí.
—Tú nunca quieres que ocurra nada —espetó—. Pero siempre pasa algo
cuando estás tú involucrada. A nadie más que a ti se le hubiera ocurrido
aprovecharse de Melisa en una situación tan vulnerable como en la que está.
No eres más que una carroñera, eres la manzana podrida de este árbol, Ash.
—No sabes de lo que estás hablando—afirmé con cierto desasosiego.
—Claro que lo sé, aquí todos te conocemos —se reafirmó—. Creo que
será mejor que te vayas. No estás siendo de mucha ayuda. —Ignorándome
por completo, se giró y se puso a buscar entre los papeles que había sobre la
mesa.
La lengua de Natalia podía ser como el más afilado de los puñales y
apenas eras capaz de esquivar sus viperinas palabras. Era consciente de que
eran la preocupación y el enfado quienes hablaban por ella, pero no por eso
me molestaba menos.
Ryan y Hugh se removían, incómodos en sus asientos, sin querer
intervenir en la discusión, no sabía si por miedo a ser la nueva fuente de la
ira de Nati, o por no echar más leña al fuego.
—Sweetheart —comenzó Tarek, el cual se había acercado hacia ella sin
que nos diéramos cuenta. Para ser un hombre tan grande, se movía con
sumo silencio—. Vas a tener que calmarte.
—¿Calmarme? —repitió con sarcasmo—. ¿Perdona?
—Has oído bien —dijo, sin dar lugar a réplicas—. Ha sido precisamente
Barbie quien ha descubierto que James estaba detrás de todo esto y deberías
recordar quién fue tu mejor aliada para rescatar a Ryan. No te olvides de
quiénes son tus amigos.
Natalia pareció dudar por un instante y gran parte de la ira que
mostraban sus ojos se disipó. A su mente acudieron los recuerdos de aquella
noche en la que casi perdemos a Ryan a manos de James. De no haber sido
por su obstinación y por mi instinto, no habría sobrevivido.
Debía reconocer que sí, al principio la llevé conmigo pensando que sería
una fuente de energía para él, pero al verlos juntos, comprendí realmente el
tipo de conexión de la que se trataba. La misma que había entre Melisa y
yo. Y no iba a permitir que el maníaco de James me arrebatara eso.
De pronto, Hugh se inclinó sobre su ordenador, entrando en posición de
alerta máxima. Llevaba los cascos que estaban ligados al sistema de sonido
de los micrófonos puestos, así que él era el único que podía oír lo que
quiera que fuese y, a juzgar por su expresión, parecía que hubiese
escuchado algo.
—¿Qué está pasando, Hugh? —Mi amigo levantó la mano,
indicándonos que guardásemos silencio.
—Qué frustrante es esto de esperar sentados… —añadió Nati.
Si no fuera porque sabía que no podía ocurrir, habría pensado que me
podría haber muerto de un infarto en aquel momento. El corazón me latía
más rápido de lo que lo había hecho en los últimos cien años.
Pronto descubrimos que Hugh estaba tratando de conectar el altavoz
para que todos pudiéramos oír lo que sucedía al otro lado, pues la voz de
alguien al que jamás había escuchado resonó por el ático.
—¿Es que no me has oído antes? —dijo el interlocutor desconocido—.
Los combates llevan más de un año sin generar beneficios, James, no
podemos seguir adelante con esto.
—¿Y te crees que a mí me importa la rentabilidad? Si quieres dinero
limítate a dedicarte a jugar con tus hotelitos de mierda —le respondió
James con condescendencia—. Te recuerdo que esto no lo hacemos por la
pasta.
—Es él —susurró Natalia, como si estuviera intentando evitar que
aquellos a quienes estábamos espiando nos oyeran—, ese es John Preston.
—De todos modos —continuó James—, ya te he dicho que todo
cambiará en cuanto consigamos a mi luchadora estrella. Dame veinticuatro
horas y tendremos a esa perra llenándonos la caja.
—Llevas meses hablando de tu luchadora estrella y aún no has
conseguido nada. —El tal John Preston parecía cansado, hablaba entre
suspiros, hastiado—. Mucho ruido y pocas nueces. ¿Realmente ha
cambiado algo para que puedas conseguir en veinticuatro horas lo que no
has logrado en meses?
—Ah, querido e ignorante Preston… —La sonrisa maquiavélica de
James se le notaba incluso en el tono de voz—. Ahora tenemos a su rubita.
—¡Hijos de puta! —gritó Natalia, alarmándonos a todos de golpe—.
Perdón… —se disculpó en cuanto se dio cuenta de su reacción.
—Necesito que vayas al hospital a por algunas bolsas de sangre, o a
donde te dé la gana, mientras me las traigas —continuó James—. No vaya a
ser que esa mujer se muera antes de que me haga con mi campeona.
—¿Y por qué no vas tú mismo? —respondió el otro con un atisbo de
desprecio en la voz.
—¿Tengo que recordarte quién sufriría las consecuencias si no me haces
caso? —Al otro lado no se escuchó respuesta alguna, al menos ninguna que
no fuera una especie de gruñido—. Sé un buen chico y haz lo que te digo.
Cuando las tengas, nos vemos en el centro.
Después de aquella última intervención se escuchó un portazo, y el
silencio que le prosiguió parecía indicar que aquel piso se había quedado
vacío. A mi alrededor, los rostros de todos y cada uno de los presentes
habían empalidecido.
—Si albergábamos alguna esperanza de que Melisa se hubiese ido de
viaje exprés a Bora Bora… acabamos de ver cómo se esfuma. La tiene. —
Hugh fue el primero que se atrevió a hablar.
—En algún momento va a intentar ponerse en contacto contigo, Barbie
—dijo Tarek—. Si lo que quiere es hacer una especie de intercambio, tendrá
que darnos alguna señal.
Los demás habían empezado a hablar, a trazar algún plan con el que
consiguiésemos volver a tener a Melisa con nosotros, pero yo no era capaz
de centrarme en lo que quiera que estuvieran diciendo. La cabeza no dejaba
de darme vueltas cual atracción de feria y todo lo que había comido los
últimos días parecía estar concentrándoseme en la boca del estómago,
peleando por salir.
Sentí como si una parte del pecho se desgarrara por dentro, como si
todos los huesos de la caja torácica estuvieran partiéndoseme lentamente.
De haber podido moverme, me habría tenido que sujetar a lo primero que
tuviera delante, pues sentía que podía desmayarme y que empezaba a
faltarme el aire.
De pronto, nada tenía sentido, todo carecía de importancia y era como si
el planeta Tierra hubiese dejado de girar, como si el mundo no fuera nada si
no podía ir tras ella. Me dolía la cabeza, tanto que me daba la sensación de
que el cerebro acaba de empezar a derretírseme.
No quería siquiera imaginar qué era lo que podían estar haciéndole a
Melisa. En el fondo, Natalia tenía razón. Todo aquello era por mi culpa,
única y exclusivamente por mi culpa.
—Yo… Esto… Necesito coger aire —dije, sin estar muy segura del por
qué, pero con la certeza de que tenía salir de aquella habitación lo antes
posible—. Me estoy asfixiando.
—¿Cómo que te vas a ir? —preguntó, atónita, Nati—. Estarás de coña,
¿no?
No me molesté en responderle, pero pude escuchar cómo Tarek trataba
de volver a intermediar antes de cerrar la puerta de entrada al ático.
Apenas me había dado tiempo a encenderme un cigarrillo en la calle, le
estaba dando la primera calada, cuando Ryan apareció a mi lado. Erguí los
hombros y me preparé para el discursito que seguramente tenía preparado
para mí. Sin embargo, cuando estuvo lo suficientemente cerca de mí, me
palmeó el hombro con suavidad.
—Te entiendo —fue lo único que me dijo.
—No creo que me entiendas —rebatí—. No puedes entenderme.
—Cuando James se llevó a Nati... —comenzó a relatar mirando hacia el
cielo encapotado, como si con aquel gesto le ayudase a ahondar en su
memoria—, lo único que quería era estar solo. Me sentía impotente y en lo
único que pensaba era en coger la moto y conducir como un kamikaze por
toda la ciudad. Quería matar a James y a cualquiera que se interpusiera en
mi camino —suspiró.
—Tú no le has arruinado la vida a Nati.
—Ah, ¿no? —preguntó, sarcástico—. Sino me hubiese fijado en ella, si
hubiese sido lo suficientemente fuerte como para dejarla ir… ahora tendría
una vida normal.
—Ella te adora, Ryan —le respondí—. Y sabes tan bien como yo que le
encantaría ser una de nosotros. Melisa, en cambio, odia en lo que la he
convertido, vive con ello porque no tiene alternativa. Ni siquiera le he dicho
lo que siento.
—Yo tardé menos que tú en darme cuenta de lo que sentía por ella y
decírselo, pero, créeme, Ash, habérselo confesado no iba a suponerte
ningún consuelo. Y a ella tampoco, así que no te fustigues por ello. Vete a
casa, fuma, bébete un par de cervezas. Desconecta, lo necesitas. Nosotros la
buscaremos y, cuando estés preparada, vuelve.
—No puedo quedarme de brazos cruzados, Ryan —le dije apartando su
mano de mi hombro—. No. Solo necesito pensar un poco, no puedo hacerlo
con tanta gente revoloteando a mi alrededor —zanjé.
—Lo que tu digas.
Sin molestarme en responderle, me encaminé hacia el coche. Lo primero
que haría sería ir a mi casa, sí, pero allí tenía todo lo necesario para
emprender la búsqueda. Agradecía la ayuda que los demás pudieran
brindarme, pero siempre había trabajado mejor sola.
Metí la llave en el contacto y arranqué, dispuesta a armarme hasta los
dientes. James no sabía con quién estaba tratando y estaba más que
dispuesta a hacérselo saber. A través del retrovisor vi cómo Ryan iba
quedando atrás mientras el Mustang cogía velocidad.
Cuando llegué a la pequeña nave industrial de Gowanus que había
comprado hacía años para habilitarla como casa, llovía a cántaros. En esos
momentos agradecía que El Egipcio hubiese insistido tanto en que asfaltara
la entrada, de no haber sido por él, habría estado encharcada cada vez que
llovía.
Pulsé el código de seguridad que había instalado en la puerta y abrí la
cerradura posterior. Entré en mi casa mientras encendía la luz de la estancia
cuando sentí que algo se me quedaba pegado a la bota. Me agaché para ver
de qué se trataba y distinguí que no era más que un sobre.
Lo alcé hacia la luz para tratar de ver el contenido sin llegar a abrirlo. Lo
único que parecía haber dentro era una nota escrita con rotulador negro.
Desgarré el envoltorio sin el más mínimo cuidado para confirmar lo que
creía que estaba viendo. Era un número de teléfono.
Capítulo 22

Abrí los ojos, hinchados, con tanta dificultad que creí que no sería capaz de
ver absolutamente nada a través de las finísimas ranuras que logré mantener
abiertas. Por fortuna, notaba cómo las células de mi cuerpo se regeneraban
con facilidad, aunque la escasez de sangre ralentizaba el proceso de forma
considerable.
Ser vampira tenía sus ventajas; y sus inconvenientes, pues en aquel
instante habría deseado poder estar muerta. Sin embargo, y por más que mi
mente lo quisiera, mi cuerpo se empeñaba en mantenerse a flote.
Me incorporé, despacio, más que por miedo a desvanecerme, por el
dolor que sentí en el hombro cuando traté de moverlo. No estaba segura al
cien por cien de cuántos días llevaba encerrada en aquella celda llena de
mugre y humedad, tan solo sabía que las noches y los días pasaban casi del
mismo modo: cuando no estaba en aquel maldito cuadrilátero, lo estaba en
lo que se había convertido en mi residencia habitual.
La primera vez que tuve que convivir con el cadáver de una prostituta
fue la más dolorosa. No poder remediar el impulso natural que el cuerpo me
exigía de saciar la sed de sangre y ser testigo de cómo los seres humanos se
descomponen a tu lado fue una experiencia grotesca.
El olor a orín de las víctimas que yacían a mi lado era casi tan penetrante
como el de la putrescina que los estaba devorando por dentro. Ya apenas los
miraba, ya que observar aquellos pálidos rostros sin vida, con el horror de
lo último que vieron grabado en los ojos, no era la mejor de las imágenes.
Con los días, aprendí a ignorarlos.
Lo peor, sin embargo, eran los momentos en los que me encontraba sola
y aislada del todo. Ni siquiera la oscuridad de la habitación podía competir
con la desolación que sentía cuando me quedaba a solas con mis
pensamientos. Aquellos que, en un principio, se habían preguntado por qué
estaba allí, cuáles eran los planes del hijo de puta que me había capturado y
cuándo sería el día que me matase. O si mis amigos lograrían encontrarme.
Pero comencé a evitar preguntarme nada de eso.
Me limitaba a esperar, como todos los días, a que me trajeran el pan
mohoso con la carne rancia, como si estuvieran alimentando a un perro
callejero, o me sacasen a entrenar.
Mi cuerpo era algo que tampoco quería detenerme a observar, ya que, al
dejar la bandeja metálica que me daban intacta y alimentarme únicamente
de la sangre de los que cadáveres, estaba famélica.
Los únicos momentos en los que se podría decir que encontraba cierto
alivio eran aquellos en los que, por desgracia o por fortuna, entablaba
conversación con John. Aquel vampiro, del que tantísimo había
desconfiado, pero frente al que acabé cediendo por miedo a terminar
volviéndome loca. De vez en cuando, venía a mi celda y hablaba de lo que
ocurría fuera. Era el único que me trataba como si fuera una persona y no
un perro de pelea.
Aparte del hombre montaña, que venía a llevarme a las contiendas o a lo
que él denominaba entrenar, era la única persona que me dirigía la palabra.
A veces parecía, incluso, que los subordinados de James tuviesen prohibido
comunicarse conmigo o con las demás mujeres que iban y venían.
John venía a verme, o a vigilarme, casi todos los días desde que me
raptaron y empezó a curarme las heridas cuando dejé de forcejear con él.
No entendía por qué lo hacía, pero aquel contacto era lo único que tenía allí
dentro. A James, no obstante, solo le veía antes de que me subieran al ring,
cuando me recordaba que debía ganar si quería vivir.
Por suerte, aquella vez estaba sola, lo único que me acompañaba eran los
ruidos exteriores que amortiguaban la puerta blindada de aquella habitación
y que nunca conseguía descifrar hasta que la abrían.
El gorila de James, aquel cuyo parecido con Tarek me había llegado a
asustar, entró y dejó caer la bandeja ruidosamente en el suelo, haciendo que
la comida medio podrida acabase tirada en el hormigón.
—¡Levanta, puta! —escuché que me gritaba aquella voz que comenzaba
a volverse tan familiar—. ¡Es hora de entrenar! Si es que puedes, claro. —
Su perversa risa lograba sacarme de quicio.
Traté de moverme, pero el latigazo que sentí en las costillas me produjo
tanto dolor que lo único que fui capaz de hacer fue emitir un extraño sonido
que gorjeó a través de mi garganta. Intenté ponerme en pie por segunda vez,
pero la punta de una de las botas de mi desagradable compañero impactó
contra mi dolorido costado, logrando con ello que girase sobre mí misma y
quedase boca arriba sobre el suelo.
—¡Es para hoy, zorra! —vociferó.
Con un tirón de pelo, aquel animal me forzó a levantarme, alzándome en
peso. A empujones, llegamos a la nave en la que se encontraba el
cuadrilátero y a la que me llevaban todos los días.
Con todas mis fuerzas, logré subirme al ring, no sin sentir el dolor en
cada uno de los huesos rotos que no habían acabado de soldárseme.
Me habría curado mucho más rápido de haberme alimentado mejor,
pero, en el fondo, solo esperaba a que aquella tortura acabara finalmente
conmigo. El dolor era la confirmación de que todo era real, de que no
estaba inmersa en una fatídica y fétida pesadilla. No, desde luego que no.
Aquel hijo de puta era muy real.
—Bueno. —Me sacó de mis cavilaciones—. ¿Crees que hoy podrás
esquivar más de un golpe seguido? Anoche te dieron una buena paliza, nos
hiciste perder mucho dinero —dijo, crujiéndose los dedos. Traté de
contestarle con firmeza.
—Si no me dierais malditos cadáveres para alimentarme —carraspeé
mientras esquivaba un golpe que se aproximaba por mi izquierda, me había
acostumbrado a que empezara aquello mientras hablaba—, podría
mantenerme en pie mucho más tiempo.
Traté de posicionarme de forma que la mayor parte de las zonas vitales
quedaran protegidas, pero estaba tan cansada y tenía los músculos tan
agarrotados que apenas era capaz de inclinarme lo suficiente como para
conseguirlo.
Mi contrincante sonreía, ya que encontraba un morboso placer
provocarme dolor. Lo había visto con otras de las mujeres que había allí
conmigo, pero la expresión de excitación que mostraba su rostro al
golpearlas a ellas no se asemejaba, ni remotamente, a la que reflejaba
cuando las agresiones iban dirigidas a mí.
—¡Joder! —gritó, molesto tras asestarme un par de golpes—, ¡lucha
como es debido! —Traté de darle un puñetazo en la boca. Lo intenté con
todas mis fuerzas, pues lo único que quería era hacerlo callar a base de
golpes, pero, por más que intenté golpearlo, mi brazo apenas se levantó lo
suficiente como para llegarle al hombro. Estaba exhausta—. Así no vale la
pena. No me hagas perder el tiempo.
Tras decir esto último se marchó por la única puerta que había en la
estancia. Escuché el sonido de la cerradura al dar la llave, desapareciendo
con ella cualquier posibilidad de fuga, aunque fuera incapaz de llevarla a
cabo. Me dejé caer sobre el suelo acolchado, queriendo dejar descansar a
mis fatigados músculos.
Sentí cada parte de la espalda rozarse contra la fría lona del cuadrilátero,
los calambres que me daban en la parte posterior de los muslos habían
aumentado hasta alcanzarme los talones y parte de las nalgas. Dudaba que
fuera capaz de volver a levantarme. El palpitar del corazón cada vez era
más débil. No había ni una sola parte que no sintiera inflamada y latente.
Noté cómo una lágrima me recorría las mejillas al mismo tiempo que
dejaba escapar el hondo suspiro que había estado reteniendo durante días y,
por primera vez desde que estaba cautiva, comencé a dar rienda suelta al
llanto.
Sin embargo, apenas tuve tiempo para soltar todos los sollozos que me
hubiera gustado, pues unos minutos más tarde escuché los pasos del gorila y
las llaves en la cerradura. De un empujón, obligó a entrar en aquel
destartalado gimnasio a la mujer de la que me había alimentado antes de la
primera pelea.
Casi parecía otra persona, carente de la seguridad que me había podido
mostrar los instantes en los que estuvimos a solas aquella noche. Al lado de
aquel hombre, encogida por el miedo, era diminuta.
—¡Nasra! —pidió—. ¡Por favor, no seas bruto! —Una sonora bofetada
le obligó a torcer el gesto.
—No tienes derecho a dirigirte a mí por mi nombre —le susurró,
agarrándola con fuerza por el mentón y obligándola a mirarlo a la cara—.
No eras más que una puta, así que... ¡cállate y haz tu trabajo!
El tal Nasra le dio tal empujón a la mujer que acabó de rodillas en el
suelo, frenando su caída con las manos. A pesar de que quería mostrarse
fuerte, fue inevitable ver cómo las lágrimas le brotaban de los ojos y
arrastraban consigo la máscara de pestañas que llevaba.
Su corazón palpitaba enloquecido.
La boca comenzó a hacérseme agua al escuchar el bombeo de aquel
órgano, vital no solo para la persona que tenía frente a mí, sino también
para mí misma. Involuntariamente, olfateé el aroma que desprendía su
sangre, estremeciéndome y comenzando a temblar de súbito placer y
anticipación.
—Tu comida.
Aunque mi vista estaba fija en la carótida de aquella pequeña mujer, fui
capaz de apreciar cómo se torcían los labios de Nasra en una tenue sonrisa,
tan maquiavélica como su propio aspecto. De habernos conocido en otras
circunstancias, tal vez, me habría atrevido a matarlo.
La mujer, Myriam, se levantó y se acercó a mí, temerosa. Escuchaba su
hilo de interminables pensamientos, rezándole a Dios que no la matasen.
Con manos temblorosas, colocó la muñeca de forma que quedara ante mi
rostro, con la palma hacia arriba. Al contemplarla, noté cómo latía la vena.
Presa de un frenesí que me controlaba por completo la aparté de un
empujón. Le agarré la cabeza y el hombro con las manos, despejando la
zona del cuello y llevé colmillos hasta la arteria que tan extasiada me tenía.
Mordí con un hambre atroz, desgarrándola al succionar. El espesor de su
sangre me envolvió. Era amarga, pero ni siquiera eso me importó.
Sabía que Myriam estaba gritando, aunque mis oídos lo único que
escuchaban eran los latidos de su corazón, aquellos que lentamente iban
quedándose sin vida, pues cada vez eran más lentos y débiles. No quería
parar, no podía.
Unos instantes después, lo único que se escuchaba era la risa
amortiguada de mi torturador personal, que se acercó a mí para apartar el
cuerpo de la mujer con el pie, como si le diera asco.
—Bueno, zorra —se dirigió a mí con una tétrica expresión en el rostro
—, habrá que ponerte guapa, me han dicho que nos vamos de paseo.
—¿Qué? —Fue todo lo que alcancé a decir antes de que algo duro y
metálico me impactara contra la nuca.

El ruido de los coches en el exterior me hizo sentir como aquellas mañanas


en las que me despertaba después de que Natalia me obligase a salir de
fiesta, y la sirena de la policía que sonaba a lo lejos no ayudaba a que me
encontrase mucho mejor.
Era la primera vez en noches que escuchaba ruido alguno proveniente de
la calle.
Los olores que me envolvían también habían cambiado, había dejado de
oler a humedad y putrefacción, y mis fosas nasales estaban saturadas de
incienso. El suelo, sin embargo, sí que seguía siendo el duro y frío de
siempre. O eso creí, hasta que conseguí incorporarme un poco más.
—Pero ¿qué…? —Sin remedio, tuve que llevarme las manos a la
cabeza. Parecía estar siendo presa de una resaca de campeonato.
El golpe que me había dado aquel tipo debía haberme causado algún tipo
de conmoción cerebral, pues, cuando abrí finalmente los ojos, lo que vi a mi
alrededor fue mi piso, con las cortinas y las persianas abiertas de par en par.
Miré a mi alrededor, todo parecía estar igual que siempre.
«Un momento, ¿y Salem?», me pregunté, medio inconsciente.
Me levanté del suelo asumiendo, poco a poco, que sí, que de verdad
estaba en mi casa. Me agarré al mueble que había en el recibidor para no
caerme, ya que parecía que las piernas me fueran a fallar de un momento a
otro.
¿Cómo demonios había llegado ahí? ¿Y qué hacía tirada en la entrada?
—¿Salem…? —verbalicé a duras penas, con la garganta reseca, mientras
avanzaba, dando tumbos, hacia el salón.
Sentía la boca pastosa y la visión no era la más aguda que había tenido
en los últimos meses. De hecho, la sensación que me embriagaba era
idéntica a la que había experimentado cuando me había despertado en mi
cautiverio. Debían de haberme drogado para traerme de vuelta, pero ¿por
qué me habían traído?
—¿Salem, dónde estás? Ven… —volví a llamarle cuando me dejé caer
en el sofá, arañando la tela de este para producir aquel sonido que siempre
le sacaba de cualquiera de sus escondites, pero ni así.
No había ni rastro de él.
Agarré el teléfono inalámbrico con la intención de llamar a Natalia, pero
al hacerlo me di cuenta de que la línea telefónica estaba cortada. Caminé
hacia la puerta y traté de abrirla sin lograrlo.
Seguía cautiva, salvo que, esta vez, lo estaba en mi propia casa.
Miré a mi alrededor en busca de mis agresores, pero no lograba
divisarlos por ninguna parte. Me dirigí hacia la ventana y la abrí, dejando
que el aire fresco de la ciudad me golpeara en la cara y sintiendo tal alivio
que, por un momento, pensé que no estaba pasando por aquella situación.
Busqué en la lejanía, en las calles, callejones y cada rincón del asfalto,
en busca de Nasra o de James. Sin embargo, ninguno parecía estar por allí.
Pero yo sabía que no andaban lejos, no podía ser tan sencillo. Volví a cerrar
la ventana una vez el aire frío otoñal me despejó un poco y entré
nuevamente en la habitación.
¿Por qué diablos me habían traído a casa? ¿Y dónde estaban?
Capítulo 23

Estaba viva, Melisa estaba bien y viva.


Había desconfiado tanto de la rata de James que, por un momento dudé de
lo que veían mis ojos, pero no, allí estaba. Viva.
—¿Ya has dejado de dudar de mi palabra? —escuché que me
preguntaba, con esa voz tan repelente—. ¿Puedes cumplir con tu parte del
trato?
Me giré para mirarlo con desprecio y la sensación de asco se acrecentó
aún más al comprobar que estaba sonriendo, satisfecho consigo mismo.
Toda su postura rebosaba seguridad, una seguridad que me habría
encantado arrebatarle a golpes de no haber sido porque tras la puerta de
Melisa se encontraba uno de sus secuaces.
Era poco el tiempo que había pasado con aquel tipo, pero había sido el
suficiente como para saber que no tendría reparos en estrangularla si se le
presentaba la ocasión. Solo de pensar en ello, se me puso la carne de
gallina.
Jamás había experimentado tanto miedo como el que sentía de pensar en
que pudiera sucederle cualquier cosa a aquella vampira, ni siquiera cuando
había vivido en la calle y tenido que pelear por unas migajas de pan para
comer. Ni siquiera en el momento en el que supe que me estaba muriendo.
Nada se podía comparar al pavor que me producía la idea de perder a
Melisa. Prefería cualquier otro tormento al que había vivido en los últimos
días.
—¿Cómo sé que vas a dejarlos a todos en paz? —pregunté, con un nudo
en la garganta que amenazaba con no dejarme respirar.
Cerré los ojos y repetí, una vez más en mi mente, la imagen de Melisa
sana y salva en el vano de la ventana que acababa de ver. Mi Melisa, ajena a
lo que estaba sucediendo a su alrededor, parecía incluso en paz consigo
misma.
Aquella era la imagen que quería llevarme conmigo a mi destino, pues
era la única que lograba tranquilizarme; saberla a ella y a los demás a salvo.
—Tendrás que fiarte de mí —respondió—. No te queda otra alternativa.
—¿Y si eso no me basta?
—Tu rubita volverá a la celda de la que salió.
Sus amenazas me crispaban la sangre, pero era cierto que no tenía más
remedio que confiar en su palabra. James había prometido que dejaría a
Melisa y a mis amigos vivir una vida tranquila si me entregaba, una vida
libre de él.
Si no cumplía, me las ingeniaría para matarlo de la forma más cruel que
se me ocurriera.
Antes de darme la vuelta, dirigí una última mirada a Melisa, que estaba
sentada en su sofá. Parecía tan cansada….
—De acuerdo —dije—. Vamos.
—¡Maravilloso! —gritó James, eufórico, al mismo tiempo que daba
rápidas palmadas generadas por la excitación—. Oh, querida, ni te imaginas
la de cosas que vamos a hacer juntos, empezaremos con un combate sin
importancia, para darte a conocer al mundo. Después…
—Iré contigo —le corté—, pero no tengo porque escuchar tu verborrea.
—Pasé junto a él dándole un fuerte empujón en el hombro.
—Como quieras —respondió, con una ligera sonrisa que hizo que me
pusiera en alerta—, pero ahora eres mía, zorra.
—Trabajo para ti, pero jamás seré tuya —le corregí.
—¿Eso crees? —El tono sarcástico que empleó me erizó la piel—. Tal
vez tenga que ser un poco más claro con respecto a nuestro acuerdo.
—No hay nada que aclarar —dije al tiempo que me posicionaba frente a
él. Aunque medía al menos un palmo más que yo, no me amedrentaba—.
No te pertenezco —afirmé, desafiándolo.
—Nasra —pronunció—. Sujétala.
Como si hubiese estado esperando la orden antes de que la diera, las
manos de aquel miserable desgraciado que permanecía a las sombras me
apresaron en cuestión de segundos. Traté con todas mis fuerzas de soltarme
de su agarre, pero era como si lo que me atrapase fuera un bloque de
hormigón.
Me sorprendió no solo la agilidad que mostraba aquel vampiro, sino la
fuerza descomunal que poseía. Eran pocos los que había conocido con
semejante poder.
—¡¿Qué es lo que quieres?! —grité mostrando los colmillos—. ¿Qué es
esto? ¿Una muestra de poder?
—Un recordatorio, querida —dijo, mientras se daba la vuelta. Escuché
cómo se prendía la llama de un mechero y enseguida capté el olor a
quemado. ¿Qué estaba haciendo aquel loco? Cuando se giró de nuevo frente
a mí, sostenía un anillo de oro, con el sello en plata que, estaba al rojo vivo
por el calor de las llamas—. Me perteneces.
Nasfra o, como quiera que se llamara, me estiró con fuerza el brazo. Al
darme cuenta de lo que pretendían hacer traté de impedirlo con empellones.
James, me remangó la chaqueta y, como un acosador perturbado, me
olisqueó las venas de la muñeca antes de hundirme el sello en la carne,
marcándome como si fuera ganado.
El olor a quemado que desprendía mi piel me inundó las fosas nasales al
mismo tiempo que sentía cómo la carne se fundía despacio. Desde mi
conversión, había estado en contacto con la plata en numerosas ocasiones,
pero jamás se había tratado del metal caliente.
El dolor era insoportable, desgarrador, y apenas logré contener algunos
quejidos. A pesar de ello, intenté moverme lo menos posible. No iba a darle
la satisfacción de verme sufrir ni, aunque fuera lo más mínimo.
Cuando parecía que la carne dejaba de latir y que comenzaba a menguar
la angustia, con una sonrisa enfermiza, James vertió sobre la herida un
puñado de sal. Esa vez, el grito fue inevitable.
—Me preguntaba cuándo ibas a reaccionar —escuché que decía el
bastardo—. Deja que respire, Nasra, no creo que nuestra chica se arriesgue
a hacer nada estúpido.
Llegamos a la nueva guarida de James sin que lograse adivinar dónde
estaba, pues me había llevado a ciegas hasta allí. Suponía que, por muy
voluntaria que fuera mi cautividad, esa rata no iba a arriesgarse a que
descubriera el lugar del que se trataba.
Tras el larguísimo trayecto en coche, entramos en una especie de nave
industrial y atravesamos un pasillo lleno de celdas. El olfato me permitió
adivinar que allí había encerradas tanto vampiras como humanas y, si el
hedor decía algo más, era que parecían convivir con sus propios
excrementos. El olor de los cadáveres mezclado con los desechos era
repugnante. Aun así, traté de no mostrar el horror que todo aquello me
generaba.
Pensé en Melisa, en lo que habría tenido que vivir las semanas que había
estado encerrada allí y me estremecí al imaginar lo que habría tenido que
hacer para sobrevivir.
Durante el camino, me crucé con algunos compinches de James, que
llevaban a empujones a dos mujeres a sus habitáculos. Se notaba cuál de las
dos llevaba allí más tiempo. No le quedaba ningún resto de brillo en los
ojos y, abatida, se dejaba llevar, avanzando a trompicones. La más novata se
resistía y gritaba pidiendo ayuda.
El enorme tipo que acompañaba a James, y que no había pronunciado
una sola palabra desde nuestro primer encuentro, me hizo avanzar hasta uno
de los portones metálicos.
—Esta va a ser tu suite a partir de ahora —dijo mi enemigo, mientras su
secuaz abría con una carcajada seca—. Pero, por supuesto, no tiene que ser
así para siempre. Si te portas bien, esta relación puede ser muy fructífera
para ambos. Aprenderás a apreciar tu nuevo trabajo. Mis mejores
luchadoras viven más… cómodamente, ¿sabes? Siempre que…
—Ahórrate el discurso de jefe comprensivo, James. —No me
interesaban sus ofertas de tregua, ambos sabíamos cómo iba a funcionar
aquel trato: los dos tendríamos que soportarnos el uno al otro, pero no iba a
ser bonito—. ¿Y ahora qué? —quise saber—. ¿Cuándo pelearé y contra
quién?
—Ponte cómoda —contestó con sorna antes de que su gorila me
agarrase por la nuca y me obligase a entrar en la celda. Sus siguientes
palabras me las dijo mirándome fijamente a través de la rendija que tenía el
portón, ya cerrado, a la altura de los ojos—. Cuando sea la hora vendremos
a por ti. —La ranura se cerró de golpe, produciendo un sonido seco.
Observé el habitáculo en el que me encontraba; era una celda pequeña,
de dos por tres metros. El espacio justo para que pudieras moverte, pero sin
sentirte cómodo en ningún momento.
Las paredes eran de hormigón y, por lo que se podía apreciar, lo
suficientemente duras como para que no se descascarillasen con facilidad,
pues los restos de sangre, aunque apenas perceptibles para el ojo humano,
se encontraban aún entre sus poros.
La falta de ventanas lo sumía todo en la oscuridad y, por supuesto, la
ventilación era prácticamente nula. Veía bien gracias a la visión que te
otorgaba el ser vampira, pero no tenía manera de ver el exterior.
El suelo era idéntico a las paredes de la celda, salvo por la erosión que
habían ocasionado los miles de pasos que se habrían dado sobre este. Me
dejé caer por la pared y permanecí sentada con la espalda apoyada, tratando
de pensar en la mejor manera de sobrellevar la que sería mi nueva vida.
Resultaba irónico pensar en la eternidad cuando te encontrabas en una
situación así, cuando sabías que, día tras día, serías esclava del destino.
Había pasado la adolescencia en las calles, peleando, y, al final, moriría
haciendo lo mismo, como un perro callejero. Pero valdría la pena, con tal de
que Melisa estuviera a salvo.
Sabía que Ryan estaría bien cuando se enterara de lo que había hecho,
tenía a Natalia para aplacar su ira. Tarek, aunque me odiara por ello,
respetaría mi decisión y trataría de evitar que Ryan hiciera cualquier
estupidez.
Melisa… ¿Llegaría a perdonarme alguna vez por todo? Había dado
instrucciones detalladas en una carta a Hugh para que cuidara de ella, él me
entendería. Debería tratar de hacerle comprender que todo aquello lo hacía
por ella. Quería que fuera feliz y que viviera la vida que se merecía. Ya
había perdido mucho por mi culpa, lo mínimo que podía hacer por ella era
intentar devolverle su libertad.
¿Qué otra opción me quedaba?
Ninguna.
¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Habría amanecido ya? No lo sabía, pero
escuché que la puerta de la celda que estaba a mi lado se abría. Aquel
sonido era todo lo que había percibido del exterior desde mi llegada, ni
lamentos, ni pasos, ni voces.
No estaba segura de si era porque así lo deseaba la rata de James y se lo
hacía saber a sus cautivas o, sin embargo, porque aquellas paredes
estuvieran de algún modo insonorizadas.
Aburrida de estar en el suelo sin hacer nada, me dirigí hacia la puerta
metálica que me mantenía presa y la estudié con detenimiento. Se trataba de
una cerradura de cilindros de pernos con una función de bloqueo de perillas
eléctrico. James había invertido una buena cantidad de dinero en aquella
cerradura.
No era fácil de abrir y, posiblemente si tratara de hacerlo, saltaría alguna
alarma que delataría mis movimientos, así que ni lo intenté. Estaba claro
que James sabía dónde me había encerrado y que esperaba que intentara
fugarme.
Pero no lo haría. Al menos, no todavía.
Primero tenía que estar segura de que todo había acabado y de que
James cumplía su parte del trato. No estaba segura de si iba a ser capaz de
sobrevivir el tiempo suficiente como para poder verlo con mis propios ojos,
pero, de existir realmente un dios, por ella le juraría que iba a intentarlo.
Un atisbo de esperanza me invadió al pensar en la posibilidad de poder
salir de allí con vida y reencontrarme con Melisa. Al fin y al cabo, la
eternidad tenía ciertas ventajas, aunque ahí dentro pareciera todo lo
contrario.
Me pregunté, de pronto, si la puerta podría estar electrificada de algún
modo. Con suma cautela, acerqué la mano para comprobarlo. Un
corrientazo solo me haría un poco de daño, pero no me mataría. Por fortuna,
no sucedió nada.Un grave error por parte de James. Eso me facilitaría las
cosas cuando tratase de escapar.
Volví al rincón en el que me había sentado la primera vez y esperé.
Esperé y esperé a que alguien apareciera por la puerta y me diera
indicaciones de lo que tenía que hacer. ¿Me llevarían a pelear directamente?
¿Y acabaría muerta mi contrincante?
Pensar en aquello me provocó una gran desazón. James me conocía, y
yo le conocía a él. Sabía que me haría enfrentarme a gente de lo más
despiadada, pues dudaba que solo me utilizase contra sus cautivas, y era
probable que acabase con alguna muerte a mis espaldas.
Pero ¿y si alguna de mis víctimas era una persona inocente? Según el
trato, no podía perder salvo cuando él me lo dijera, costara lo que costase.
Volví a la celda con el aliento de un secuaz de James pegado a la nuca.
Tenía el tobillo dolorido, gracias a al mordisco que me había pegado aquella
vampira en un lamentable intento por sobrevivir en el cuadrilátero.
Apenas me había costado vencerla y, por un momento, llegué a creer que
estaba muerta, pero no había sido así. Justo antes de que aclamaran mi
ferviente victoria ante el público, al que solo le faltaba echar espuma por la
boca, me mordió en el tobillo, desgarrándome parte de los tendones.
Apenas me había producido una pequeña cojera, pero sabía que, si no
me alimentaba pronto, sería algo que arrastraría durante días. Todavía podía
curarme con facilidad, pues había acudido a James bien alimentada, por si
tenía que enfrentarme a él, pero el efecto que la sangre humana tenía sobre
los vampiros no iba a durarme mucho si los combates, tal y como presentía,
se sucedían uno detrás de otro. Por lo demás, no tenía más que un par de
arañazos y el labio reventado.
James no me había quitado el ojo de encima durante toda la pelea y
aquella sonrisa perversa, tan característica suya, tampoco se le había
borrado del rostro. Al bajar del cuadrilátero, escoltada por su hombre, que
parecía que iba convertirse en mi guardaespaldas, me dio su aprobación con
un asentimiento.
Las siguientes noches fueron iguales a aquella: durante el día me
alimentaban a base de yonquis y prostitutas y por la noche me acababan
llevando a un par de combates de los que siempre salía victoriosa.
La gente empezaba a apostar cada vez más por mí, así que, según la ley
de las peleas clandestinas, tenía claro cómo se iba a desarrollar la próxima.
Para que James ganase más dinero, tendría que dejar que me tumbaran.
Capítulo 24

Abrí los ojos, sintiendo que la cabeza me iba a explotar y me di cuenta de


que me sentía embotada, como si todo el cerebro se me hubiese vuelto
papilla y estuviera tratando de recomponerse a sí mismo.
—Creí que no te ibas a despertar —escuché que decía una voz
distorsionada a mi lado—. Despacio —me dijeron mientras unas manos me
ayudaban a incorporarme—, no tengas prisa o vomitarás.
No tuve más remedio que hacer caso a la voz que me hablaba con
dulzura, ya que todo me daba vueltas como si estuviera en un tiovivo. A
pesar de ello, como bien me habían advertido, acabé por vomitar.
—De verdad que lo siento, Melisa —se disculpó mi acompañante—.
Nasra se ha excedido con la dosis. Le dije que no tenía que haberte dado
tanta belladona.
Poco a poco, fui recuperando la lucidez y, con el paso de unos pocos
minutos, recordé a quién pertenecía la voz que me hablaba. John.
Sentí cómo con las manos me frotaba delicadamente la espalda mientras
el estómago, involuntariamente, se me contraía una y otra vez, quejándose
porque no le quedaba nada más que pudiera expulsar.
Quise apartarme, pero mi cuerpo no estuvo de acuerdo y no conseguí
que se moviera, por más que el cerebro le ordenara otra cosa. Tras unos
instantes que me parecieron eternos, pude, al fin, mirar a John a los ojos.
—De verdad que lo siento —me dijo, y casi podría habérmelo creído—.
Me gustaría mucho que las cosas fueran diferentes. —No dije nada—.
¿Estás mejor? Te he traído algo de comida —comentó, señalando una
pequeña bandeja que tenía a su lado—. No es comida gurmé, pero, al
menos, no es la basura que suele traerte Nasra.
En la bandeja de plástico, similar a aquellas en las que servían el
almuerzo en los colegios, había un muslo de pollo con guarnición de
guisantes y zanahoria y unas pocas papas horneadas. Sin embargo, ni
siquiera la verdura me pareció apetecible, teniendo en cuenta cuál era el
estado de mi sistema digestivo después de haber echado casi toda la bilis.
—Si ahora mismo pruebo cualquier cosa volveré a vomitar —dije,
frotándome las sienes con los dedos.
—Te ayudará, créeme —contestó él—. Aunque ahora no te lo parezca.
—¿Por qué haces esto? —le pregunté con desconfianza.
Sí, gracias a sus visitas había conseguido no volverme loca en mi
cautiverio, pero su comportamiento me parecía cada vez más sospechoso,
más desconcertante.
—Eso es lo de menos. Tú come.
Agarré el plato y el olor de las zanahorias hizo que me rugiera la tripa
revuelta. Apenas lograba recordar con claridad cuándo había sido la última
vez que me había llevado algo a la boca que no fuera pan mohoso. El
primer bocado apenas me supo a nada, pero fue cuando llegó a mi estómago
y noté el calor que me embargaba cuando me entró un hambre atroz.
Engullí tan rápido como pude cada papa y cada verdura que había sobre el
plato, dejando intacto a un lado el muslo de pollo mientras me planteaba si
comérmelo o no. Al fin y al cabo, estaba débil.
—¿No te lo comes? —preguntó John—. Te aseguro que está bien
cocinado. A mí no me gusta que se quede crudo por dentro.
El hastío que me produjo tener que contestarle tanto a él como a todo
aquel que me preguntaba sobre mi dieta era algo que no creía que fuera a
superar nunca.
—Hace mucho que dejé de comer carne, John —respondí con cansancio,
aún dudosa—. Y sí, sé que soy un vampiro y blablablá, pero lo que es
esencial para mi supervivencia es la sangre humana y no el pollo, así que ni
se te ocurra preguntarme por las putas proteínas.
—Me parece bien —contestó, sonriéndome, incluso, a la vez que
recogía la bandeja del suelo—. De haberlo sabido, te habría traído otra cosa.
—Gracias —le dije con sinceridad, apoyándome en la pared y aspirando
el aroma a humedad del zulo que se había convertido en mi hogar—. He
soñado que volvía a estar en casa, ¿sabes? Que era libre.
Mis palabras no parecieron causar en él emoción alguna, pero salieron
de mi boca antes de que pudiera hacer nada por evitarlo, como si mi cerebro
hubiera decidido que era hora de dejar de hacerse la fuerte.
Estaba cansada de luchar, de tener que andar con pies de plomo con todo
lo que sucedía a mi alrededor. Era hora de aceptar lo que me había tocado
vivir y de asumir que no iba a salir de aquel lugar jamás. Al menos, no con
vida.
Mi acompañante se levantó, tras dedicarme una mirada prolongada, para
comprobar junto a la puerta que no había moros en la costa y podía salir de
mi celda.
John venía a menudo a visitarme, pero siempre lo había hecho con
precaución, en distintos momentos del día, y nunca se marchaba sin
asegurarse de que Nasra, o cualquiera de los otros matones de James, no
estuviera por los alrededores. Su actitud era de lo más confusa.
—¿Cuándo me vas a contar por qué vienes a verme? —le pregunté
cuando ya tenía la mano sobre el tirador de la puerta—. No lo entiendo.
—¿Qué no entiendes? ¿Que venga a verte? Me gusta hablar contigo.
—Que te pongas en peligro al hacerlo, porque no parece que James sepa
de tus visitas —dije y, al hacerlo, comprobé por su expresión que había
dado en el clavo—. No vale la pena que te expongas por mi culpa.
—Tal vez sí —respondió y antes de que pudiera decir nada al respecto,
salió por la puerta.
Las cuatro noches que siguieron a aquella visita de John y al sueño en el
que me encontraba de nuevo en casa, fueron caras nuevas las que se
acercaron a traerme la comida.
Ya no se trataba de pan mugriento, sino de una especie de pasta de
avena, y también dejaron de traerme cadáveres para que me alimentase de
ellos, sino que me daban bolsitas de hospital como las que Tarek y Ryan
guardaban en sus casas.
Tampoco me llevaron a ninguna pelea, ni vino Nasra para llevarme de la
coleta a que intentase esquivar sus puños un rato. Me entrené con una de las
pocas luchadoras que estaba allí por voluntad propia. Todo parecía diferente
y, aunque estaba contenta con aquel cambio, no podía evitar pensar que algo
malo se avecinaba. Siempre se había dicho que antes de la tormenta, todo
estaba en calma.
Trataba de no pensar demasiado en ello, pues, si lo hacía, iba a terminar
por volverme loca, pero sabía con toda seguridad que algo se estaba
guisando ahí fuera.
¿De qué se trataba? Creí que sería mejor no darme prisa para
averiguarlo.
Eché en falta las visitas clandestinas de John, al menos era alguien con
quien conversar, pues, aunque el menú había mejorado y mis músculos se
habían recuperado por completo por la falta de peleas, la soledad era igual
de devastadora.
Estar día tras día sola con tus propios pensamientos era de lo más
perturbador y no solo te conducía al delirio, sino que, además, te sumía en
un profundo abatimiento.
Tras el segundo día sin las visitas de Nasra, comencé a entrenar unos
minutos extras haciendo algunas flexiones en la celda por miedo a lo que
pudiera suceder. Suponía que siempre sería mejor estar preparada y que,
aunque la violencia nunca había formado parte de mi vida, tendría que
aprender a vivir con ella.
Una de aquellas noches —había aprendido cuándo llegaba el ocaso
porque el frío se agarraba tanto a las paredes que le daba un aire glacial a la
celda—, escuché cómo la puerta se abría y emitía un pequeño chirrido. Los
tímidos ojos de John parpadearon a través de la apertura y, tras comprobar
como hacía siempre que no venía nadie, entró.
—Hola —lo saludé.
—Hoy te he traído algo mejor que pollo. —Sonrió—. Tengo tallarines
de arroz con verduras en salsa de anacardos y jengibre.
—Vaya —exclamé, sorprendida—, te has lucido.
—No te creas —respondió humildemente—, lo he pedido por teléfono.
—Me reí.
Me tendió el paquetito que portaba mi suculenta comida y me dispuse a
devorar con ansia. Sin duda, en aquel momento me pareció la mejor comida
que había degustado en mi vida. Casi, pero solo casi, parecía que hubiese
sido una invitada y no una reclusa.
Una vez sacié parte de mis necesidades biológicas y mis órganos vitales
comenzaron a funcionar con normalidad, me atreví a hacerle a mi visitante
la pregunta que llevaba días evitando hacerme a mí misma.
—¿Qué está pasando, John? —pregunté, dejando la cajita de comida
para llevar en el suelo—. ¿Por qué no estoy peleando y por qué Nasra ha
dejado de torturarme?
El vampiro me miraba en completo silencio, mostrándome, sin querer, a
través de la mirada, una respuesta clara, pese a que sus pensamientos
estuvieran bloqueados para mí.
Ambos nos mantuvimos callados, conscientes de que, ni él quería darme
la explicación, ni yo quería saberla, en el fondo. Mi acompañante desvió la
mirada antes de responder, como si le fuera insoportable ver mi reacción
cuando hablase.
—Quieren que tengas fuerzas —comenzó—, mañana volverás a pelear.
—¿Contra quién? —quise saber, ya que, si estaban dejando que cogiera
fuerza, debía de tratarse de alguien realmente imponente—. ¿Contra Sylvia?
—pregunté al recordar a la rusa que no había perdido un solo combate
desde su llegada.
—Me tengo que ir —dijo, de pronto, John. poniéndose nervioso
mientras se ponía en pie—. Es tarde y James se preguntará dónde estoy.
—¿Contra quién? —insistí, aferrándome a la tela de su pantalón—.
Dímelo, John —le exigí.
—Lo siento, Melisa. No puedo. —Fue todo lo que me respondió antes
de soltarse de mi agarre y marcharse por la puerta.
El golpe que dio el portón metálico contra el hormigón me dijo todo lo
que necesitaba saber. No sabía luchar, aunque hubiera ido aprendiendo a
defenderme con cada pelea.
El resto de las mujeres —tanto humanas, como vampiras— a las que me
había enfrentado tenían técnica y destreza. Y siempre habían sido las de
menor categoría de peso. Era rara la noche que no acababa con más de una
fractura, o incluso inconsciente.
Sin embargo, otras no habían corrido la misma suerte que yo. De vez en
cuando, mientras hacían las rondas de guardia o nos repartían la comida,
escuchaba a los secuaces de James contarse los unos a los otros cómo
alguna de las mujeres, cegada por la adrenalina, se había ensañado con su
oponente hasta llegar a matarla, desconocía cómo. De ahí era de donde
salían algunos de los cuerpos que nos daban a las vampiras.
Así que, si en tan buena forma necesitaba estar, si tan bien me estaban
alimentando y tanto había mejorado la calidad de mis entrenamientos…,
aquel iba a ser mi último combate.
Perdiendo de repente cualquier resquicio de energía que me quedaba en
el cuerpo, me dejé caer sobre el suelo. Había perdido las ganas de
intentarlo. Recordé, de pronto, a mi padre, que me había aconsejado tantas
veces que no me rindiera nunca, aunque la situación pareciese estar al
límite. Pero ¿cómo seguir su consejo cuando eres consciente de que solo
sería un gasto de energía estúpido?
Las lágrimas me rodaron desbocadas por las mejillas al pensar en mis
seres queridos. En mi madre, a la que jamás iba a volver a ver. Ni tan
siquiera volvería a escuchar sus reproches por no llamarla más a menudo.
En Natalia, a la que sabía que mi muerte causaría un dolor inmensurable,
aunque, por fortuna, contara con Ryan para consolarla. En mi padre, que
siempre que podía me recordaba lo bien que me hacía las coletas antes de ir
al colegio cuando era niña.
Sin apenas darme cuenta, me fui haciendo un ovillo sobre el suelo y,
cuando me percaté de ello, me abrazaba las rodillas contra el pecho. Jamás
me había parado a pensar en el momento en el que moriría.
Sabía que la muerte era algo inevitable y había llegado incluso a
aceptarla, pero todas aquellas cosas que tan asumidas tenía en mi mente no
me habían preparado para el instante en el que tendría que enfrentarme a
ella.
Y había llegado ese momento.

Pasé las siguientes veinticuatro horas a aquel encuentro con John como una
autómata. Nada en mi rutina cambió con respecto a los primeros días: comí,
sacié la sed de sangre, entrené con una de las chicas de categoría superior a
la mía y me dediqué a mirar a un punto fijo en la pared de la celda el resto
del día. Ya debía ser de noche cuando, finalmente, Nasra volvió a por mí.
—Vamos, puta. —Fue su saludo nada más abrir la puerta—. Te espera el
combate de tu miserable vida. —Sin decir ni una sola palabra, anduve hacia
el exterior de la celda, dispuesta a ir al que sería mi funeral, cuando, de la
nada, Nasra me detuvo y me agarró del brazo con fuerza—. He apostado
por ti, zorrita —soltó con una macabra sonrisa—, espero que no me
decepciones. Teniendo en cuenta que nadie más lo ha hecho..., me harías
muy rico si ganaras.
—¿Y eso se supone que son palabras de ánimo? —pregunté con
sarcasmo—. ¿Es así como me alientas a que gane? —Bufé—. Prefiero
morirme antes que hacerte un puñetero favor. —Comprobé cómo el rostro
de Nasra se contraía por la ira y sentí sus dedos apretándoseme más a la
carne del brazo.
—De un modo u otro, eso será lo que ocurra. Si pierdes, mueres. Y, si
ganas, querrás matarte —Se rio—. Verás qué sorpresa te espera.
En un par de empujones estaba en el vestuario casi en ruinas donde nos
obligaban a ducharnos y vestirnos para cada combate. Era irónico que
tuviésemos que hacerlo antes de acabar como desechos, pero debíamos
estar decentes para que el público disfrutase más del espectáculo.
—Toma, escóndete esto bajo el guante —me dijo, arrojándome algo
metálico que chocó con el banco de madera en el que estaba calzándome—.
Una pequeña ayudita. —Me guiñó un ojo con camaradería.
—¿Qué es esto? —pregunté, alzando el objeto para mirarlo mejor.
—¿En serio no sabes lo que es, niña pija? —dijo entre sorprendido y
divertido al mismo tiempo.
—No —respondí, molesta. Me quedaban pocas ganas de reaccionar por
nada, pero aquel imbécil me estaba tocando las narices.
—Es un rompemandíbulas —anunció—. Es todo lo que necesitas saber.
Escóndelo bien, las reglas no te permiten ninguna ayuda.
—¿Y qué pasa si me lo encuentran? ¿Si digo que me lo diste tú?
—Antes de que puedas decir de dónde ha salido, te habrán matado —
aseguró—. Si lo escondes bien, quizá puedas sobrevivir. Créeme, zorrita, lo
vas a necesitar, yo que tú no me cuestionaría ninguna ayuda extra.
Harta de cuestionarme lo que me ordenaban constantemente, me recogí
el pelo en una trenza alta, me enfundé la ropa de boxeo que me habían dado
para la ocasión y traté de apañarme para hacer lo que Nasra me había
pedido una vez me explicó cómo colocármelo bajo el guante. La presión
que ejercía el metal contra mis nudillos me resultaba de lo más
desagradable.
Los gritos del público, cuando uno de los seguritas abrió la puerta de
acceso a la nave donde se encontraba el cuadrilátero, eran más
ensordecedores que nunca. Me recordaron a los chillidos de los fans,
enloquecidos, al encontrarse con su famoso favorito.
Anduve por el pasillo que se formaba entre el gentío hasta el ring
escoltada por dos esbirros de James, Nasra y otro cuyo nombre desconocía,
pero al que había visto varias veces.
A lo lejos, junto a James, divisé a John, en cuya mirada diferencié un
matiz de preocupación cuando se cruzó con la mía.
¿Tan peligrosa era mi rival?
Traté de escudriñar con la mirada el centro de la pista, intentando,
inútilmente, echarle un vistazo a mi adversaria. Lo único que alcancé a ver
fue a una mujer cubierta por una capucha que le tapaba por completo el
rostro.
Daba pequeños saltos y jugaba a dar golpes al aire, calentando, tal y
como me había enseñado Rosa los días previos al combate.
A raíz de la falta de ideas que no fueran la absoluta certeza de que iba a
morir en pocos minutos, el corazón me latía desbocado en el pecho, lleno de
adrenalina.
Luchaba contra los pensamientos negativos que me habían acaparado la
mente y trataba de buscar las endorfinas que me ayudaran a querer
sobrevivir.
Cuando llegué al borde del cuadrilátero, mi rival estaba de espaldas.
Parecía importarle un bledo que su contrincante estuviera llegando, daba
por hecho con su postura que era mejor que yo. Y seguro que no le faltaba
razón.
Por la megafonía, el tipo de todas las noches daba a la audiencia nuestras
características físicas, aunque yo no fuera capaz de oírlas, con la sangre
bombeándome en los tímpanos. Estaba tan nerviosa que no fui capaz de
escuchar siquiera cuando decía nuestros nombres, o los que ellos nos
hubieran puesto, ni cómo el réferi se subía al ring para dar comienzo a la
pelea.
Veía mi alrededor dar vueltas como si me encontrase en un tiovivo e
incluso creí que estaba a punto de vomitar. Hasta que, de pronto, todo mi
mundo se paró en seco y noté el momento en el que mi corazón volvió a
dejar de latir.
Fue el mismo momento en el que mi oponente se dio la vuelta. Aquel en
el que los gélidos ojos que se clavaron en mí fueron los de la vampira de la
que estaba enamorada.
Capítulo 25

No. No podía ser.


Tenía que estar tratándose de una puta broma.
La mente, aturdida por cualquier droga que me hubieran podido meter
en la comida de mierda que me daban, debía estar jugándome una mala
pasada. Lo que veían mis ojos no podía ser real. No, desde luego que no.
Melisa no podía ser la que estaba frente a mí.
James había prometido que la liberaría.
¡Joder! Sí yo misma la había visto, sana y salva en su casa.
Atónita y sin creerme del todo lo que estaba ocurriendo, traté de
acercarme a la mujer que tan jodidamente se le parecía a mi chica. El
bullicio del público, que clamaba, sediento de violencia, y me repiqueteaba
en los oídos, apenas me dejaba pensar con claridad.
«¿Melisa? ¿Realmente eres tú?».
Era capaz de sentir su miedo, su confusión, e incluso llegaba a oler el
sudor del presentador, que gritaba las palabras que daban inicio al combate.
La respiración de Melisa era agitada, apretaba los puños a los costados,
como si quisiera reprimir de alguna manera la tensión que sentía y que
luchaba por bullir hacia el exterior.
James nos estaba mirando. Percibía su sonrisa a mi espalda.
—¿Ash…? —escuché que pronunciaba Melisa en un susurro—. ¿Qué...
qué haces aquí? —Sus ojos viajaban entre la multitud y yo, de un lado para
el otro, como si trataran de buscar una salida a aquella situación.
—Todo va a ir bien —traté de tranquilizarla, pero sin acercarme a ella,
pues sabía que, si lo hacía, una de las dos sufriría las consecuencias de que
no estuviéramos peleando—. Ahora —continué—, tienes que pegarme.
—¡¿Qué?! —casi exclamó—. ¡No!
Me partió el alma ver su expresión de horror. Me habría gustado poder
consolarla cuando las lágrimas comenzaron a brotarle de los ojos. Estaba
más delgada y sus antes delicadas facciones ahora lucían magulladas y
embrutecidas.
Intenté descartar las imágenes que se sucedieron en mi mente de todo
aquello por lo que había tenido que pasar, lo que habría tenido que hacer
para sobrevivir allí. Miré a mi alrededor y todo era caos, desorden.
—¿Me has oído? —insistió, arrastrándome de mis pensamientos, que
amenazaban con dejarse llevar por la emoción—. No voy a hacerlo, no
pienso pegarte.
Se notaba que estaba tratando de recomponerse y decidí que yo debía
hacer lo mismo. Las consecuencias si nos quedábamos quietas, sin duda,
iban a ser peores que las de la pelea, así que debíamos empezar a movernos
si no queríamos asumirlas.
«Melisa, rubia, escúchame», dije, tratando de averiguar si conseguía
llegar a ella a través de todo el griterío. «Tenemos que hacerlo».
—¡Vamos! —me distrajo un tipo de entre la multitud—. ¡Hemos venido
a ver una maldita pelea!
—¡Eso! —gritaba otra—. ¡Pártele la cara a esa Barbie!
Desesperada por todo lo que estaba pasando, y tratando de ganar algo de
tiempo antes de que alguno de los matones de James interviniera, me
acerqué a Melisa y la agarré tan fuertemente de los hombros como me
permitieron los guantes de boxeo.
—Pégame —le insistí al oído, y entonces la empujé.
La multitud gritó, enloquecida, al pensar que, por fin, iba a empezar el
espectáculo. Melisa pareció sorprenderse por un instante, pero segundos
después su rostro se mostró impasible. Su expresión, lentamente, se
transformó en la de un animal feroz. De haber sido otra la situación, incluso
me habría podido excitar.
Sin apenas darme cuenta de cómo sucedió, Melisa se posicionó a la
defensiva, preparada para luchar, aunque aún no parecía segura del todo.
Me cuadré frente a ella, a pesar de que no tenía ninguna intención de
defenderme. Si queríamos que aquello saliera bien, tendríamos que fingir.
Me sorprendió ver la agilidad y la gracia con la que se movía, y aquello
me hizo recordar que esa no era la primera pelea a la que se enfrentaba.
Había tenido que recibir unas cuantas palizas para poder cubrirse como lo
estaba haciendo.
Lanzó el primer puñetazo, tal y como le había pedido que hiciera, pero
mis reflejos, ajenos a mi voluntad, me alejaron del impacto con tal rapidez
que los vítores de los asistentes fueron inevitables. Aquello pareció
molestar a Melisa, pues noté que fruncía el ceño con enfado.
No pude evitar torcer el gesto en una especie de sonrisa que tardó poco
en desaparecer. No solo porque no quería que sintiera que me burlaba de
ella, sino porque, además, su izquierda me golpeó de tal forma que no tuve
más remedio que borrarla.
Mi rubia pegaba más duro de lo que me había imaginado.
Me limpié con el antebrazo la sangre que comenzó a brotarme del labio
inferior y aproveché para girar la cabeza en busca de James. Sabía que
estaría detrás de mí y logré divisarlo en una especie de palco privado,
sentado, soberbio, sobre un butacón como si fuera el jefe del hampa.
A su lado, un hombre de complexión normal fumaba como si no le
importara lo que ocurría en el ring. No pude ver nada más, pues el puño de
Melisa se me clavó en el costado derecho, atrayéndome de nuevo al
combate.
«No quiero hacerlo», escuché que me decía a través del pensamiento.
Me limité a asentir en lugar de responder. Tenía que entender que era lo
que debíamos hacer. Dudaba mucho que James quisiera que nos matáramos
en un primer combate, sin duda, querría jugar con nosotras un poco más,
por lo que solo tendríamos que hacer el paripé un poco antes de trazar un
plan para salir de aquel maldito agujero.
«Pero, Ash, tú también tienes que golpearme», me pidió.
«Ni de coña». Me golpeó con rabia. Enfurecida por mi rápida negativa,
o quizá tratando de provocarme algún tipo de reacción física, pero no me
importó, no pensaba tocarle ni un solo pelo, mucho menos pegarle.
«O lo haces tú, o Nasra lo hará por ti, y él no va a contenerse. Ya está
relamiéndose detrás de James».
Mierda. No había caído en eso.
Miré de soslayo al gorila de James y tuve la sensación de vivir un déjà
vu. Aquella miserable rata de cloaca, a quien por primera vez veía a la luz,
era jodidamente parecida a Tarek. De no haber estado segura de que El
Egipcio jamás trabajaría para un basura como James, de lejos habría
apostado todo mi dinero a que se trataba de él.
Y era cierto. Aquel tipo no le quitaba el ojo de encima a Melisa, a la
espera de su oportunidad para cebarse con ella si el resultado de la pelea no
era satisfactorio. Así que tenía razón.
Inspiré profundamente mientras veía cómo mi chica, a la que creía haber
salvado al intercambiarme con ella, seguía con los ojos fijos en mí y
esperaba a que me moviese. Hice acopio de valor y me decidí por el golpe
que creía que sería menos doloroso para ella, pero también más creíble. Sin
embargo, logró moverse y esquivarlo, así que mi puño, que iba dirigido a su
mandíbula, le impactó en el hombro.
Aquel estaba siendo, sin duda, el combate más duro al que me había
enfrentado durante aquella semana. Los golpes comenzaron a volar de la
una a la otra y lo cierto era que me estaban comenzando a causar más dolor
del que había supuesto en un principio. Y con cada impacto que lograba
darle sentía que una parte de mí se rompía.
Nunca me imaginé que una pelea pudiera llegar a dolerme tanto, y no
por los rasguños que pudieran ocasionarme, los labios inflamados o la
sangre que me pudiera brotar de una ceja partida. No, sin duda nada de eso
me dolía tanto como tener que causarle sufrimiento a la persona a la que
más quería.
Escuchaba el vitoreo del público, sediento de sangre, que clamaba cada
vez que una de las dos asestaba un puñetazo. Y, además, se permitían
quejarse cuando, por el contrario, alguna de las dos lo esquivaba.
Tenía que reconocer que Melisa tenía mucho aguante y, una vez más,
admiré con tristeza lo fuerte que era. La conocía, sabía que era una guerrera
desde el principio, pero odiaba que tuviera que serlo de una manera tan
literal.
Y todo era por mi culpa.
James me quería a mí y si hubiese sido lo suficientemente valiente para
mantenerme alejada de ella, nada de aquello habría pasado. Tal vez Melisa
todavía estaría viva, sería humana y se pasaría las tardes riéndose con
Natalia y programando su futuro con sus seres queridos.
No tendría que haber vivido el dolor y el desconcierto de la adaptación a
la vida nocturna que los vampiros nos vemos obligados a tener, ni siquiera
se habría cruzado en el camino de James. Nunca se habría convertido en un
objetivo si no hubiera sido importante para mí.
Sentí que una mano me agarraba del tobillo y me giré con brusquedad en
su búsqueda. Un maldito fanático me aferraba del pie tratando, inútilmente,
de tirarme al suelo.
—¡Suéltame, despojo!
—He apostado mucho dinero en tu contra, puta. ¡Tienes que perder!
Me deshice de él con facilidad, pero, aunque me habría gustado decirle
que estaba de acuerdo con él, no podía hacerlo. El espectáculo tenía que
seguir, porque Melisa tenía que salir adelante.
A mí no me importaba la idea de acabar mi existencia, ya había vivido
lo suficiente, pero ella aún tenía mucho tiempo por delante, muchas cosas
que conocer, que sentir, que experimentar.
Por ella haría lo que fuera necesario.
Melisa me golpeó.
Su puño me impactó en la mandíbula con la rapidez de un rayo,
consiguiendo que me centrara de nuevo en la realidad, aunque se tratara de
una que me aterraba y de la que no quería formar parte. Volvió a darme con
la derecha, para volver a pegarme de forma casi automática con la
izquierda.
Tenía que reaccionar.
El público vitoreaba, frenético, dejando claro cuál de las dos se había
convertido en su favorita. Melisa parecía decidida a luchar sin importarle
quién tenía delante y por un momento admiré su determinación, aunque el
cúmulo de golpes estaba comenzando a dolerme de verdad. El combate se
me estaba haciendo eterno.
«Reacciona, joder. Pégame de una maldita vez o será peor», escuché que
me decía.
Haciendo todo el esfuerzo que mis sentimientos por ella me permitieron,
me puse en posición defensiva y comencé a estudiar a mi oponente como lo
hubiera hecho con cualquier otro. Busqué sus flaquezas, sus zonas frágiles y
sin protección. Traté de analizar cada uno de sus movimientos, buscando el
momento oportuno para asestarle el golpe que me diera la ventaja.
Era hora de dar todo lo que sabía. Aunque con ello obtuviera más dolor
que con cualquier golpe que pudiera recibir aquella noche.
Con un ágil movimiento, me deslicé, agachada por el lateral, y arrastré
un pie hasta colarlo entre las piernas de Melisa. Veloz, me enganché a uno
de sus tobillos y tiré hacia mí de él hasta conseguir que la rubia se
tambaleara y perdiera el equilibrio. Aproveché aquel momento de
distracción, en el que se estaba cayendo, para asestar un golpe desde abajo
que a punto estuvo de noquearla.
El público enloqueció tras lo que pareció un repentino e inaudito
silencio, y los aplausos y clamores fueron entonces redirigidos hacia la rival
que parecía haber estado perdiendo hasta el momento.
Furtiva, le dediqué una rápida mirada al trono en el que estaba la rata de
cloaca de James. Parecía más que complacido con el cambio de actitudes en
el escenario, y se regodeaba con sus compinches de lo que ocurría en el
cuadrilátero.
Melisa se incorporó con rapidez y, tras volver a dirigir la mirada hacia
ella, pude apreciar cómo dedicaba un vistazo lleno de rabia. Apretó la
mandíbula y se tensó hasta el punto de que se veía cómo se le marcaban los
trapecios a través de la ropa.
Y yo que creía que la pelea ya había comenzado.
Mis sentidos se pusieron en guardia, a sabiendas de que era el momento
de olvidarme de todo lo que pudiera ocurrir a nuestro alrededor. Era
consciente de que Melisa no iba a tener piedad, aunque no creía que me
fuera a costar demasiado mantenerla a raya, y descarté de inmediato la idea
de volver a comunicarme con ella mentalmente. No quería distraerla.
Anduve con pasos firmes a lo largo y ancho del ring, marcando algún
que otro golpe para alejar a la vampira de mi espacio vital. Estudiaba sus
movimientos y me alegré de que siguieran siendo predecibles y prematuros,
a pesar de hubiera mejorado tantísimo.
Con rápidas acciones, acorté la distancia que nos separaba y me preparé
para asestarle un golpe desde abajo, cuando, de pronto, me sorprendió un
fuerte puñetazo desde su derecha que me obligó a retroceder hasta las
cuerdas. Confusa por no haberlo visto venir, maldije el dolor que acababa
de atravesarme la nariz.
«Mierda, creo que me la ha roto», mascullé para mí.
El instante en el que, como acto reflejo, fui a llevarme los puños hacia la
nariz fue el mismo en el que noté que no era capaz de coger aire ni siquiera
por la boca.
Los sentidos de la vista y el oído comenzaron a fallarme. El bullicio de
la gente gritando en el recinto no era más que un eco vago en mi cabeza y la
habitación empezó a ennegrecerse, a excepción del rostro de Melisa, el cual
veía como una bruma difuminada frente a mí.
Después dejé de escuchar lo que sucedía a mi alrededor para solo oír un
sonoro y agudo pitido. Constante y molesto, como cuando se ha estropeado
un electrodoméstico. El calor que se me expandía en la parte baja de la
espalda se convirtió rápidamente en fuego bajo mi piel. Notaba cómo se me
empapaba cada vez más la camiseta con lo que, sin ninguna duda, era mi
sangre.
Quise mirar hacia atrás y comprobar quién había sido el hijo de perra
que me había apuñalado, pero todo lo que logré hacer fue coger una
bocanada de aire, para sentir, justo en ese instante, cómo la carne se me
desgarraba por dentro.
El dolor era insoportable, a pesar de que era consciente de que volvería a
curarme sin problemas. No obstante, hasta que eso sucediera iba a estar
jodida.
Poco a poco, tras parpadear una y otra vez, volví a ver con normalidad,
pero de nada me sirvió. Cuando conseguí distinguir, por fin, el rostro de
Melisa con claridad, esta me noqueó de un golpe. Su rostro, afligido al
verme caer, fue lo último que contemplé desde el suelo del ring antes de
desmayarme.
Capítulo 26

Las lágrimas no dejaban de salirme de los ojos sin que pudiera evitarlo.
Estupefacta en medio del ring observé, sin ser consciente de nada más,
cómo se llevaban a rastras el cuerpo de Ash al mismo tiempo que alguien
me levantaba el brazo para proclamarme campeona del combate.
Pero yo no me sentía vencedora de nada.
Con prisa, me colocaron una toalla sobre los hombros y me sacaron de
allí. Apenas había puesto un pie en el suelo de cemento, cuando las nuevas
luchadoras ya se subían al cuadrilátero. Tenía la mente demasiado alterada
como para ser consciente de lo que estaba ocurriendo y todo me llevaba una
y otra vez a Ash.
¿Estaba bien? ¿Qué había sucedido? ¿A dónde se la llevaban?
Recordaba claramente la sangre en el suelo, pero sin entender ni de
dónde provenía, ni cuándo había sucedido, ni cómo había pasado algo así.
Ash había perdido el poco color que le caracterizaba el rostro y yo no me di
cuenta hasta después de alzar el puño y golpearla. Sentía la angustia y el
dolor apoderarse de mi pecho, a duras penas lograba respirar.
Nasra continuaba tirándome del brazo para obligarme a andar, pero yo
seguía dirigiendo la mirada hacia el gentío. La buscaba a ella. Sin embargo,
no tardaron en sacarme de allí y pronto dejé de ver lo que ocurría. Me
condujeron por los largos pasillos que ya me sabía de memoria hasta mi
celda. En el fondo, lo agradecía. Aquello me permitiría llorar sin
reprimirme.
Aquel golpe tan bajo era para el que me habían estado preparando los
últimos días. Me habían estado reservando y entrenando para que me
pelease con ella y me enfrentase a la experiencia más difícil de mi vida. Y
lo peor de todo no era que hubiera sido capaz de golpearla, sino a lo que
había tenido que recurrir para hacerlo.
Después de los primeros golpes que conseguí asestarle con éxito, fue
comenzando a nublárseme el juicio. La cabeza comenzó a llenárseme de
pensamientos desproporcionados que llevaba meses sin tener.
«Todo esto es culpa suya, ella es la que te ha metido en esto». Pero esa
voz interior tenía un matiz nuevo. No se refería a que hubiera perdido mi
vida como humana, sino a que estaba secuestrada y formaba parte de una
red ilegal de trata y peleas que podían llegar hasta la muerte. Era la primera
vez, desde que estaba cautiva, que pensaba así de ella.
Una vez en la oscuridad de mi celda dejé, al fin, que todas las emociones
que me embargaban brotaran sin ningún ápice de pudor. Los ojos acabaron
por resecárseme y el pecho terminó por dejar de dolerme. Me abracé a las
rodillas en un rincón de la celda, el más alejado de la puerta, y me permití
dejarme llevar por el desasosiego.
¿Qué iba a ser de mí? ¿Sabrían los demás que James nos tenía a las dos?
Muy a mi pesar, y conociendo a Ash, aunque solo fuera un poco, supuse
que no tendrían ni idea de que la vampira hubiera acabado allí. Todos
sabíamos que no era muy dada a revelar sus planes a nadie, ni a sus más
allegados. Además, yo me había empeñado en que no supieran nada de lo
nuestro y ella, en su momento, no puso objeción alguna. La discreción solo
nos estaba causando más complicaciones.
Me froté los ojos con el dorso de las manos —tenía la derecha
completamente molida de la pelea, los nudillos enrojecidos del contacto con
el metal— y miré el techo de hormigón con resignación. Ya no me quedaba
nada que hacer, cualquier ápice de esperanza se había ido por el sumidero
de las duchas asquerosas en las que nos hacían asearnos. Poco después de
llegar allí acabé descartando la opción de la huida No iban a encontrarme.
Apenas fui consciente del ruido del portón de la celda al abrirse, me
había acostumbrado tanto a los ruidos de aquel lugar que ya apenas hacía
distinción entre ellos. Hubo un sonido en particular, no obstante, que sí
captó mi atención y fue el que emitieron dos manos al aplaudir de manera
pausada. Alcé ligeramente el rostro por encima de los brazos para
encontrarme con James. Solo pude mirarlo llena de odio, pero no pronuncié
palabra alguna.
—¡Bravo, querida! —exclamó—. Jamás pensé que fueras capaz de
atacar a tu amorcito tan salvajemente. Cuéntame, ¿qué se siente? ¿Te ha
gustado?
Me abstuve de contestar. En mi mente le estaba provocando toda clase
de sufrimientos. Me imaginaba un sinfín de maneras de matarlo, lentamente
y con todo el dolor que fuera capaz de producirle. Merecía morir de la
forma más cruel posible.
—Vaya…, veo que no estás especialmente habladora. —Por un
momento, tanteé la posibilidad de abalanzarme sobre él, pero la sombra de
Nasra me mantuvo en mi sitio—. ¡No importa! Estoy tan contento por el
dinero que me has hecho ganar que pasaré por alto tu falta de educación. —
No pude evitar hacer una mueca de desprecio que traté de borrar cuando
James me agarró del mentón—. Sí, es cierto que te dieron una ayudita desde
el público, pero cuando no hay reglas todo vale, ¿no?
¿Una ayudita? Alguien del público la había atacado. Me vino a la mente
la expresión en el rostro de Ash, antes de que le asestase el último golpe,
como si no pudiera respirar.
—¿Cómo? —hablé por fin—. ¿Qué le habéis hecho?
—Oh —dijo con fingido asombro—, ¿no te diste cuenta? —Esperó unos
segundos para ver mi reacción, segundos que me parecieron eternos. Al
comprobar que no comprendía del todo lo que quería decirme, continuó—:
Un pobre desgraciado que me debía mucho dinero trató de asegurarse la
victoria. Por supuesto, no ha visto ni un solo dólar y su deuda… Bueno, no
solo sigue pendiente, sino que, además, va a tener que pagarle también una
buena suma de dinero a su médico.
—No creo que vuelva a andar —añadió Nasra entre risas.
—¡Cállate! —le ordenó James—. No vuelvas a interrumpirme. —Ver
cómo aquel enorme vampiro agachaba la cabeza era digno de admiración.
Me preguntaba qué hacía James para infundir tanto miedo pues, a fin de
cuentas, no era más que una tercera parte del tamaño de Nasra—. Hemos
confiscado el cuchillo con el que la apuñaló, ¿quieres verlo? —Lo fulminé
con la mirada—. ¿No? Bueno, no importa. Descansa, querida, mañana te
esperan más batallas. —Tras decir esto último, salió por la puerta y me
volvió a dejar sola.
Me quedé pensando en sus palabras. Así que eso era lo que había
sucedido. Alguien había apuñalado a Ash. En aquel momento, agradecí que
la gentuza que acudía de público a esas veladas no fueran vampiros, al
menos no en su mayoría, porque, de lo contrario, la habrían apuñalado con
total seguridad con un cuchillo de plata.
Me puse en pie, nerviosa, y caminé por el habitáculo en el que apenas
podía dar tres pasos sin toparme con una pared. Si me equivocaba, y el
asaltante era un vampiro…, lo más probable era que estuviera muerta.

¿Cuánto tiempo habría pasado?


No estaba segura de si me había dormido durante unos minutos o, sin
embargo, durante horas, pero de lo que sí que estaba segura era de que
alguien estaba abriendo la puerta de la celda de nuevo. Mi cuerpo reaccionó
de manera automática y se preparó para defenderse si fuera necesario, por si
Nasra hubiera venido a desquitarse de cualquier cosa conmigo. Fruncí el
ceño al percatarme de que la persona que había al otro lado de la puerta
intentaba entrar sin hacer ruido y no llegaba a cerrarla.
«Melisa, ¿puedes levantarte?». La luz exterior no me permitía ver más
que su silueta, pero se trataba de John, que, por primera vez desde que nos
conocíamos, se comunicaba conmigo mentalmente.
—¿Qué pasa? —susurré.
«Nos vamos. Por tu vida, no hagas ruido».
Mi cerebro tardó una milésima de segundo en darse cuenta de las
palabras que había dicho John y, por primera vez desde hacía días en
aquella ratonera, me atreví a albergar cierta esperanza. Sin detenerme a
pensar por qué me estaba ayudando, o si debía fiarme de él, me puse en pie
tan rápido como pude, tratando de ser lo más silenciosa posible. Con un
gesto de la mano, John me indicó que me acercara y, a pesar de que la
habitación estaba a oscuras, logré ver premura en sus ojos. Anduvimos por
los pasillos despacio, el uno junto al otro.
«¿Por qué me ayudas?», quise saber una vez que me hube tranquilizado
lo suficiente. «No es que no te lo agradezca, es que supongo que esto a
James no le sentará muy bien». Los corredores que atravesábamos estaban
desiertos, algo que me figuré que era inusual. «¿Dónde está todo el
mundo?», pregunté cuando vi que no me contestaba.
«He buscado una distracción», respondió.
«¿Qué clase de distracción?». John ignoró la pregunta, pero vi en sus
ojos que posiblemente se tratara algo con lo que no estuviera de acuerdo.
«¿Qué distracción?», insistí.
«No quieres saberlo, Melisa». Asentí con la cabeza, comenzando a
enfadarme, pues sus evasivas me ponían cada vez más furiosa. Con un
sonoro suspiro, respondió: «He soltado a dos presas, eso nos dará, al menos,
quince minutos para poder irnos».
«¿Qué pasará con ellas?», quise saber, agarrándolo fuertemente por el
brazo. Aunque sabía cuál iba a ser la respuesta, John la pronunció.
«Las matarán».
Aquella confesión me sentó como un jarro de agua fría, pero era
consciente de que se trataba de mi única oportunidad. Cuando me quise dar
cuenta, estábamos en una especie de despacho improvisado con mesas de
camping que parecía dar a la calle. Me precipité hacia el portón de salida,
pero John me lo impidió sujetándome con fuerza de la muñeca.
«No te muevas. Quédate completamente quieta y no respires», indicó,
señalando la puerta que acabábamos de atravesar con un movimiento de la
cabeza.
Se escuchaban andares apresurados a lo largo del pasillo, pero los
secuaces de James pasaron de largo. Después de que John comprobase que
no había moros en la costa, abrió la salida.
No tenía ni la más mínima idea de dónde estábamos, era una especie de
descampado y estábamos saliendo de una nave industrial gigantesca, el
paraje típico de una película de mafiosos. Como si toda la realidad del
momento me atropellara, me acordé de Ash. No podía marcharme de allí
sin ella. Joder, ni siquiera sabía si estaba viva. Me giré, dispuesta a buscarla,
aunque tuviera que hacerlo habitación por habitación.
—Pero ¿qué es lo que haces? —me preguntó John, entre molesto y
alarmado—. Tenemos que irnos.
—Ash —fue todo lo que dije. John me dio un tirón del brazo, tratando
de hacerme volver. Me deshice de su agarre de un empellón—. No pienso
irme sin ella. —A un par de metros de nosotros nos esperaba un coche en
marcha.
—No me jodas..., sube al coche. —John se detuvo a mitad de camino,
notablemente irritado.
—No —respondí.
—Joder, Melisa —protestó—. Si te digo que vayas al puto coche, ¡es
para que vayas! —Pude notar en su voz más miedo que enfado. Y verlo
desquiciado, mirando de un lado para otro con los ojos llenos de pavor, me
hizo recapacitar.
Tal vez pudiera convencerlo de volver a por ella más tarde o quizá Tarek
y Ryan pudieran ayudarme, incluso Hugh, que ahora tenía más recursos de
la policía a su disposición.
Hecha un manojo de nervios, me subí en el sedán, aunque casi no fui
capaz de cerrar bien la puerta. John cerró la suya de un golpe que hizo
rebotar toda la carrocería, lo que provocó que un quejido llegase a nosotros
desde los asientos traseros. Sobresaltada, por si nos hubieran pillado, me
giré. Por un momento pensé que el mundo se había detenido cuando mis
ojos encontraron a Ash tumbada en aquellos asientos.
—Está aquí —dije, como si no hubiera sido John el que la hubiera
traído.
Mi acompañante no contestó, pisó el acelerador a fondo mientras yo
trataba de encaramarme al sillón para tratar de sentarme con ella. Sin
importar la velocidad a la que íbamos, John me bloqueó el paso con el
brazo, impidiendo que me desplazara a los asientos traseros y, sin apartar la
vista de la carretera, acompañó aquel gesto con una negación con la cabeza.
—Está sedada —informó para tranquilizarme—. Es mejor que la dejes
descansar, el trayecto es largo.
—¿Cómo que largo?
—¿Dónde crees que estamos? —preguntó, volviendo a colocar ambas
manos en el volante—. James no iba a dejar que tus amigos os encontraran.
Confusa, pregunte:
—¿Dónde estamos?
—Acabamos de salir de Mississauga. —Me miró de reojo—. Canadá.
—Sé dónde está Mississauga.
John sonrió de medio lado, lo que me hizo pensar que solo me estaba
tomando el pelo. Tras unos minutos en la carretera, sin los nervios de la
huida y el desasosiego de estar cautiva, me permití observar detenidamente
a John. La luz de la luna entraba a través de los cristales del coche y se
proyectaba directamente sobre las zonas de su rostro que la barba oscura no
ocultaba, dándole un aura de lo más misteriosa. A decir verdad, John era un
hombre tan atractivo que me costaba hasta procesarlo. De haber sido
mínimamente bisexual, estaba segura de que habría perdido la cabeza por
él.
A nuestro alrededor no había prácticamente nada, la carretera era
amplísima y apenas se veía ningún vehículo. El asfalto lindaba con
arboledas y no se distinguía más que alguna edificación industrial. Llovía a
mares y el aire empezaba a oler a invierno. ¿Cuánto tiempo habría pasado
secuestrada?
—¿Cuál es tu plan, John? —apenas me atreví a preguntar. No tenía muy
claro querer saberlo.
Sin molestarse en responderme, abrió la guantera del coche y de su
interior sacó lo que parecían unos pasaportes.
—Aquí tienes la documentación que he preparado para vosotras —dijo
—. Tendréis que iros de Estados Unidos si queréis que James tarde en
encontraros. Oslo es un buen sitio, he oído que los vampiros pueden salir
durante más tiempo porque las noches son más largas en ciertas épocas del
año. —Me dediqué a escuchar todo lo que tuviera que decirme antes de
responderle, pero algo tenía claro: no tenía ninguna intención de huir—. Sé
que no quieres empezar de cero, pero, créeme, es la única forma.
—Suenas como si hubieras pasado por ello.
—Fui libre un tiempo —divagó. Se hizo un silencio algo más largo de lo
normal—. Después, me encontró James.
—No parecías un prisionero de James cuando nos conocimos —dije al
recordar la fiesta de Halloween. John me miró de soslayo desde el asiento
del conductor.
—No siempre fui así —respondió, volviendo a centrar la mirada en la
carretera—. Los años con James me han vuelto… frío. Llevo demasiado
tiempo viéndolo trazar planes para destruir a tu amigo Ryan, viendo día tras
día cómo la obsesión por su mujer le hacía perder la cabeza. Aunque no
solo se dedicaba a planear, también se ha dedicado a destrozar la vida de
más personas.
—Entre ellas la tuya, ¿no?
—Hace mucho que no hablo de ello —suspiró—. Digamos que todo
empezó siendo mutuamente beneficioso. Pero, al final, a mí me acabó
consumiendo. Al principio no fueron más que simples negocios. Mi familia
no era precisamente pobre, pero la adicción al juego me hizo perderlo todo
poco antes de que mi esposa diera a luz a una niña preciosa. —Pareció
sonreír al recordarla—. Le debía dinero a gente muy peligrosa y James
parecía… tan sofisticado que jamás pensé que fuera el tipo de persona que
resultó ser.
»Las primeras deudas las trató como si no fueran nada, como si
fuéramos grandes amigos, y eso me brindó la confianza en él como para no
tenerle miedo. Me metió en su círculo personal y, bueno, las primeras veces
solo veía cómo sus matones reclamaban lo que era suyo con los puños, nada
que no pudieras prever. Pero nunca lo hizo conmigo. Con el tiempo terminé
haciendo de matón para él y, sin darme cuenta, me había metido de lleno en
su negocio.
»Llegué a pensar que había tenido suerte. —Rio con ironía—. Menudo
ignorante era. Me había perdonado todas las deudas y había comenzado a
pagarme por los trabajos que hacía, ya fuera partirle las piernas a alguien o,
llevar mercancía a los lugares pactados. Pero mi mujer enfermó y ahí
comenzaron los problemas.
Hizo una pausa, a la espera que le hiciera alguna pregunta si la tenía. Al
comprobar que seguía callada en mi asiento, continuó.
— Quise dejarlo. Tenía el suficiente dinero para poder retirarme y pasar
el resto de mi vida con mi esposa y mi hija. Para aquel entonces Claire ya
era toda una señorita.
Pasaron unos pocos minutos antes de que volviera a hablar. Su mirada
clara se oscureció más aún, parecía que se le atragantaban las palabras.
—Discutimos una de las noches, había llegado a mi límite. No recuerdo
demasiado bien cómo, pero fue entonces cuando James me convirtió. Ya…
sabes cómo es, por experiencia propia. Lo siguiente que recuerdo es estar
en casa, con el cuerpo sin vida de mi esposa sobre mi regazo. La… —Una
vez más, pareció no poder seguir—. Había bebido de ella hasta consumirla.
»El dolor que sentí al darme cuenta de lo que había hecho era más
grande que el que me producía la sed que me había hecho abalanzarme
sobre ella. Traté, inútilmente, de reanimarla. No sé muy bien por qué, el
color de su piel dejaba claro que no le quedaba un ápice de vida en el
cuerpo. No sé exactamente qué expresión tendría en el rostro, si de mí
dependiera, diría que, de desesperación, pero Claire entró en el dormitorio,
alarmada por el ruido, y nos vio. —No pude evitar sobrecogerme al
imaginar cómo se habrían sentido ambos—. Aún recuerdo el horror en sus
ojos, que me miraban, no como a su padre…, sino como a un animal. No
tuve más remedio que acudir a James de nuevo. Él se encargó de borrar los
recuerdos de mi hija a cambio de mi fidelidad y prometió dejar en paz a mi
descendencia si no hacía ninguna tontería.
—¿Y qué les pasará ahora? —pregunté al pensar en las consecuencias
de lo que había hecho por mí—. ¿Estarán a salvo?
—Vamos a hacer una parada —cambió de tema de repente. El coche se
desvió de la carretera principal para dirigirse a un motel que bien podía
parecer un estercolero—. Pronto amanecerá y tu amiga necesita una cama,
además de curas.
Capítulo 27

John me obligó a quedarme en el coche mientras él se acercaba a pedir una


habitación en la recepción del motel de carretera. El sitio tenía pinta de ser
un tugurio de mala muerte —poca luz, poca higiene—, pero, teniendo en
cuenta cuáles habían sido mis condiciones en las últimas semanas…, no iba
a quejarme.
Volvió con una llave en la mano y, sin dedicarme más que una mirada,
abrió una de las puertas traseras para sacar a Ash en volandas. La vampira
tenía un aspecto penoso, desmadejada y sucia como estaba, y se me hundía
el corazón en el pecho al mirarla. Subimos a una de las habitaciones de la
planta superior y, tras dejarla con cuidado en una de las camas gemelas,
John volvió a dirigirse a la salida.
—Nos hemos desviado un poco de la ruta principal, como comprenderás
—me informó, colocándose un sombrero similar al que llevaba puesto la
primera vez que le vi—, pero voy a esconder el coche, solo por prevenir.
Asentí mientras me sentaba con cuidado en la cama en la que Ash aún
dormía. Durante el trayecto no había sino emitido algún que otro quejido
sin llegar a despertarse en ningún momento, por lo que había dos
posibilidades. O estaba bastante malherida y necesitaba descansar para
poder recuperarse, o el sedante que le había administrado John era
demasiado potente.
Permanecí a su lado, contemplándola y viendo cómo su pecho subía y
bajaba por la respiración, hasta que John regresó a la habitación minutos
más tarde. Me tranquilizaba, en cierta manera, seguir con la mirada aquel
movimiento que indicaba que seguía con vida.
—He traído algo de comida —habló—. No es que sea el menú del Royal
Blythe…, pero bastará para saciarnos. —Dejó caer sobre la cama vacía
varios sándwiches envasados y alguna que otra chocolatina—. El postre —
dijo al darse cuenta de que lo que más me había llamado la atención era a
una barrita de Snickers—. Incluso los vampiros necesitamos azúcar.
—¿Por qué no se ha despertado todavía? —pregunté, preocupada por
Ash.
—Perdió mucha sangre antes de que le administrara el sedante y no se
ha alimentado desde antes del combate —aclaró—. En cuanto anochezca
buscaré alguna fuente de sangre para que podamos irnos.
—¿Por qué esperar a que anochezca? —Con expresión de incredulidad,
me miró como si me hubiera vuelto completamente loca—. A ver, sé
perfectamente que no podemos salir —esperó a que acabase de explicarme
—, pero eso no implica que los humanos no puedan entrar, ¿no?
—¿Y qué sugieres? —cuestionó—. No creo que quieras que se alimente
de la limpiadora, no te garantizo que no lleve consigo un extra de hepatitis.
—Podríamos pedir una pizza. —John arrugó la nariz ante mi idea—.
Quienes las reparten suelen ser adolescentes, ¿no? Sangre fresca y juvenil.
—Forcé una sonrisa con la esperanza de que me hiciera caso.
—Como quieras —respondió, lanzándome sin cuidado un móvil—. Pero
que sea una llamada rápida.

En lo que tardaron en traernos las pizzas, me dio tiempo a ducharme con


decencia y sin que nadie me mirara por primera vez en semanas. También
fue la primera vez que pude mirarme en un espejo. Tenía el cuerpo lleno de
hematomas amarillentos y rasguños a medio curar, pero dudaba que las
secuelas físicas que pudieran quedarme fueran a ser comparables con las del
daño psicológico al que me había visto sometida durante el cautiverio.
Tras peinarme a duras penas, me puse un chándal gris algo desgastado,
que me había traído John, mientras en la habitación se escuchaba el ruido
de la televisión. Estaba secándome el pelo con una toalla, sin quitarle los
ojos de encima a Ash, cuando, al fin, llamaron a la puerta.
—Pizzería D’Avella —dijo una vocecilla algo más aguda de lo que me
esperaba.
John fue a levantarse, pero me adelanté a él. Si queríamos que un chico
inocente y despistado entrase en la habitación, yo iba a ser más eficiente
que un hombre de metro ochenta y cinco en pantalón ejecutivo y camisa.
—Dos pizzas de pepperoni y una vegetariana, ¿verdad? —dijo el
repartidor carraspeando y mirándome de arriba a abajo.
—Exacto —le respondí con mi mejor sonrisa—. Mis amigas se han ido
a la sauna, como tarden mucho tendré que comérmelas yo sola. —Abrí la
puerta un poco más con el pie, mientras seguía encargándome de secarme el
pelo con las manos y di las gracias porque la habitación estuviera medio a
oscuras—. ¿Te importa dejarlas sobre esa mesa?
El pobre repartidor, que no tenía ni idea de lo que se le venía encima,
entró en la habitación con una sonrisa pintada en la cara que no fue capaz
de disimular. Al entrar, estaba completamente ruborizado, así que traté con
todas mis fuerzas evitar escuchar sus pensamientos, pues estaba segura de
que me estaba desnudando mentalmente de mil formas diferentes. La
escena parecía sacada de una película malísima.
—¿Dónde me habías dicho que las dejara? —preguntó, distraído,
mirando hacia la cama.
Aquel chico estaba tan metido en sus fantasías que no se había dado
cuenta de que había una mujer dormida en la otra y un hombre apoyado en
el marco de la puerta del baño.
—Dámelas a mí —lo intentó sacar de sus posibles fantasías John. Cerré
la puerta de la habitación con un golpe seco.
—¿Eh? —balbuceó el chiquillo, aún en la inopia—. Vale, vale —
contestó con un tono algo más seco, supuse, al darse cuenta de que no
estábamos solos—. Son veintiocho dólares con cincuenta centavos. —
Estaba claro que el que John le hubiese truncado sus sueños no le había
hecho ni pizca de gracia. Pobre.
El vampiro se acercó al chico y le arrebató las pizzas con la mano
izquierda antes de darle un puñetazo con la derecha, que lo dejó
inconsciente, sin apenas despeinarse. Gracias a un acto reflejo, me dio
tiempo de agarrar al repartidor antes de que se desplomase.
—No pierdes la elegancia ni comportándote como un imbécil, ¿no?
—¿Imbécil yo? —preguntó, simulando estar ofendido—, ¿por qué?
Ignoré sus burlas y, con cuidado de no chocarme con ningún mueble,
acerqué el cuerpo inerte del adolescente hasta la cama procurando no
ocasionarle mayores daños de los necesarios.
—Bueno, ¿cómo vamos a conseguir que Ash beba mientras está
inconsciente? —le pregunté.
—Eso es fácil —respondió—. Tú solo asegúrate de que no se derrame la
sangre sobre la cama. —Sin entender, fruncí el ceño. John agarró al
repartidor por la cabeza, sin ninguna delicadeza y lo arrastró hacia Ash.
Dándome cuenta de lo que pretendía, corrí hacia donde estaban y sustituí
sus manos por las mías—. No quiero tener que darle explicaciones a la
policía. —terminó—. Gira la cabeza hacia ti o salpicará.
—¿Por qué hacia mí? —me quejé—. ¿Es necesario que lo mire a los
ojos cuando lo rajes?
—¿No lo haces con tus víctimas? —preguntó, jocoso—. Que poca
consideración —se mofó. —Los invitarás a algo antes al menos, ¿no?
—Vete a la mierda —maldije.
Sin dilatar más la situación, John, aún con una sonrisa ladeada en los
labios, me mostró los colmillos. A decir verdad, si ya de por sí parecía tener
el rostro de una escultura griega, verle los largos y relucientes caninos hizo
que me replantease durante unos segundos mi orientación sexual. Al fin y al
cabo, ya había tenido novio una vez, ¿no?
Consciente de mis pensamientos —sin darme cuenta, no había hecho
nada por bloquearlos—, John amplió aún más la sonrisa antes de hincarle
los colmillos en la yugular al muchacho. Cuando se separó de él, se pasó la
lengua lentamente por los labios y dejó que el líquido carmesí rodara hasta
caer, gota a gota, en la boca medio abierta de Ash.
—Sepárale los labios más para que pueda entrar mejor la sangre —
ordenó.
Obedecí sin pensármelo dos veces y vi cómo, al contacto con la sangre,
a la vampira se le alargaban los colmillos a la vez que emitía un leve
quejido. Poco a poco, comenzó a abrir los ojos, aún sin que fuera
plenamente consciente de lo estaba haciendo. El instinto de supervivencia
era superior a sus fuerzas. Tan rápidamente que incluso me sobresaltó, Ash
se aferró al joven repartidor con las manos con tal fuerza que pensé que
podría llegar a partirle el cuello.
«Está bien», pensé, aliviada.
Los labios de Ash se pegaron a la piel del cuello del chico con hambre,
succionaba de tal forma que casi éramos capaces de oírlo.
—¿Cómo conseguiremos que pare? —pregunté tras unos minutos,
nerviosa al darme cuenta de que el color empezaba a abandonar el rostro del
pobre repartidor.
—¿Realmente te importa que muera? —quiso saber John.
—No es ninguna asesina.
Se encogió de hombros ante mi respuesta. Una de las cosas que más
claras me había quedado durante las últimas semanas era que no todos los
vampiros tenían tanto respeto por los humanos como mis amigos. Me
sorprendió, sin embargo, que John tuviera esa actitud.
Se levantó de la cama en la que estaba sentado y agarró al muchacho por
los hombros para separarle de las fauces de la vampira cuando ella, de
repente, trató de impedirlo. Mi compañero de fuga, que ya estaba más que
preparado, esquivó el ataque y la inmovilizó con un solo brazo, haciéndole
presión con él en el cuello.
—Ahora mismo no es consciente de lo que hace —me dijo, al mismo
tiempo que apartaba al repartidor, como si tratara de tranquilizarme—. Aún
no está lo suficientemente consciente y el instinto puede con ella.
Ash lo miraba con ira asesina que no había visto siquiera en un animal.
Me quedé inmóvil, sin saber muy bien cómo debía proceder. ¿Debía
acercarme a ella?
Después de que la respiración de Ash comenzara a calmarse, John se
atrevió a soltarla. Algo más consciente, aunque muy confundida, comenzó a
mirar a su alrededor de forma errática, intentando averiguar dónde se
encontraba. Fue entonces cuando su mirada se encontró con la mía y todo
dejó de importarme.
Con los ojos llenos de lágrimas me abalancé sobre ella y la besé sin
guardar la compostura porque estuviéramos acompañadas, sin siquiera
plantearme si era lo que ella quería. Necesitaba sentir sus labios contra los
míos, sentir su cálido aliento contra mi boca una vez más.
Aquella era la mejor manera que teníamos de comunicarnos, no
solíamos transmitirnos lo que sentíamos con palabras, y con ese beso traté
de decirle que estaba con ella, que estábamos a salvo y que todo iría bien.
Aunque no tenía muy claro que fuera cierto.
Sentí cómo se dejaba llevar por el beso y me acariciaba el costado con
una de las manos. El roce era tenue y débil, a pesar de que acababa de
alimentarse y de que aún podía sentir el sabor de la sangre del repartidor de
pizzas en sus labios.
—Siento interrumpir, parejita —intervino John—, pero ¿qué hacemos
con esto? Se despertará en unos minutos. —Señaló con la cabeza al chico,
que había acabado tirado sobre la moqueta de la habitación.
—Hg… —Ash trató de decir algo, pero no conseguía terminar de
vocalizar. Me apresuré a acercarme a ella, no quería que se esforzara
demasiado—. Hu…
—¿Qué? —pregunté, preocupada—. ¿Qué ocurre?
—Hugh… —tosió—. Llama a Hugh.
—¿Para qué? —Me molestó, en cierta medida, que sus primeros
pensamientos conscientes estuvieran dirigidos hacia él—. ¿Qué tiene que
ver él con esto? —cuestioné, sonando, quizás, algo más enfadada de lo que
me hubiera gustado.
—Hugh puede encontrarnos —sentenció.
—¿Quién coño es Hugh? —espetó John, a lo que Ash le dedicó una
mirada más que hostil—. No podemos estar llamando a todo el mundo, se
trata de pasar desapercibidos, Melisa.
De pronto, me vi en medio de dos vampiros que no parecían estar
dispuestos a ponerse de acuerdo. Conociendo tanto a Ash como a John,
estaba más que segura de que ninguno iba a dar su brazo a torcer. Ambos
habían tomado poses tensas, amenazantes, incluso Ash, que seguía
recostada en la cama. Parecían dos leones a punto de echarse a pelear.
Verlos así me hizo más consciente que nunca de los instintos depredadores
que poseíamos.
Me di cuenta en ese momento de que Ash no tenía ni idea de que John
nos había ayudado a escapar, y de que, para ella, muy posiblemente seguía
siendo un desgraciado que trabajaba para James.
No sabía muy bien cómo explicarle la situación y lo distinta que era la
persona que tenía delante de lo que creíamos. Pero conocía a Ash, por
mucho que le dijera que podría estar ante el mismísimo Jesucristo
reencarnado, no iba a confiar en él. Así que guardaría las explicaciones para
más tarde, teníamos problemas más urgentes que atender.
—No podemos llamar a Hugh —le dije. Ash parecía bastante
confundida por la respuesta, como si la estuviera traicionando, por lo que
sentí que debía explicarme—: Estamos a kilómetros de Nueva York, para
cuando llegue ya habrá anochecido.
—Entonces, ¿qué? —volvió a preguntar John tras un quejido del
repartidor, que parecía estar recobrando la consciencia.
—¡No lo sé! —exclamé, frustrada.
—Podemos usar el control mental —se le ocurrió.
—¿El qué? —pregunté confusa—. ¿De qué hablas?
—No —fue todo lo que dijo Ash. Me giré para mirarla. Había vuelto a
tumbarse, no parecía tener demasiada fuerza—. Si sale mal, puedes dejar
idiota al chaval, y creo que eso es peor que matarlo.
—No parecía muy listo, de todos modos —respondió John,
encogiéndose de hombros.
—¿Por qué no lo haces tú? —le pregunté.
—¿Yo? —Rio, señalándose a sí mismo con el dedo—. Nunca he tenido
la necesidad de usarlo, no estoy seguro de que saliera bien. Ella está
demasiado débil para hacerlo, vas a tener que ser tú, Melisa.
—Payaso… —escuché que murmuraba Ash. Sabía que John lo había
escuchado, pero lo dejó correr esta vez.
—Pero… ¿de qué demonios estáis hablando?
—Es una habilidad muy útil, pero peligrosa, que tenemos los vampiros
—respondió—. El poder leer el pensamiento te permite mirar a través de las
conexiones mentales de los humanos para… intervenir en lo que cree o
quiere hacer. Puedes hacerles creer que son una babosa si quieres, o puedes
decirles que hagan algo dentro de tres días. Las conexiones neuronales son
fascinantes.
—O sea…, que hacen lo que nosotros queramos… —repetí con mis
palabras. John asintió—. Ahora entiendo muchas cosas. —Miré a Ash de
soslayo.
—No lo he… usado contigo —se defendió, molesta, intentando
incorporarse.
—No lo decía por eso —la tranquilicé—, pero las idioteces que hacía
Natalia debían tener alguna explicación. —John parecía fuera de lugar,
escuchando con cautela nuestra conversación.
—Siento decirte, rubia, que Ryan jamás utilizaría el control mental con
ella —siguió—. De hecho, para hacerlo se requiere una gran concentración.
Solo he visto a Tarek hacerlo sin dejar a la gente… imbécil.
—Se está despertando —nos distrajo John, al mismo tiempo que se
dejaba caer sobre la cama que estaba libre con resignación.
Escuchamos cómo el repartidor se movía y arrastraba por la moqueta,
emitiendo sonidos que se mezclaban entre el dolor y el desentumecimiento.
Me alarmé ante nuestra falta de recursos y la mente comenzó a funcionarme
a mil por hora. ¿Cómo diablos se suponía que iba a ser capaz de utilizar el
control mental? ¡Si acababa de descubrir que existía! Me estaba poniendo
cada vez más y más nerviosa.
El chaval abrió los ojos y parpadeó varias veces. Parecía confundido, no
entendía por qué estaba tirado en el suelo. Siguiendo un impulso, improvisé
y me apresuré a acercarme a él.
—¿Te encuentras bien? —le ayudé a levantarse—. Me he dado la vuelta
para coger la cartera y te has desvanecido. Vaya susto nos hemos llevado.
—John se rio por lo bajo—. Peter, paga a este chico tan guapo y dejemos
que se vaya a descansar.
«¿En serio?, ¿Peter?», escuché que me decía. «Eres una chica mala,
Melisa. ¿Engañas al pobre chico para robarle su sangre y luego le pagas por
las pizzas?».
«¿Qué coño está pasando aquí?», intervino Ash, pero los ignoré a ambos
y le quité a John la cartera de las manos. El repartidor apenas era capaz de
balbucear dos palabras seguidas con sentido.
—Toma —le dije, sacando un par de billetes más de la cuenta—. Abajo
hay una máquina expendedora, cómprate una chocolatina y un refresco de
mi parte, ¿sí? Te vendrá bien el azúcar. —Sin darle al chico tiempo para
contestarme, le puse el dinero en la mano y lo llevé hasta la puerta—.
Muchas, gracias, guapo, eres todo un cielo.
Después de que le cerrara la puerta en las narices y soltase un suspiro y
el nerviosismo contenido, John empezó a desternillarse de la risa. Le lancé
una mirada cargada de reproches. Incluso Ash pareció reírse, aunque las
muecas de dolor le ayudaron a disimularlo.
—¿A alguno se le ocurría algo mejor? —les espeté con rabia.
—Anda —dijo John, aún con algún atisbo de sonrisa—. Cómete tu pizza
e intenta descansar, en unas horas tendremos que partir. —Se recostó sobre
los almohadones y cojines de la desgastada cama, sin desvestirse o quitarse
los zapatos siquiera—. Nos espera un viaje bastante jodido. Para cuando sea
de noche, James habrá puesto el distrito patas arriba buscándonos.
—Buenas noches, John —le deseé al comprobar que cerraba los ojos
sobre la cama después de acabarse su pizza, haciendo acopio de su ejemplo,
me relajé sobre la cama. Ash ya se había quedado profundamente dormida.
—Buenas noches, Melisa.
Suspiré. Deseaba, con todas mis fuerzas, que todo aquello acabase si no
quería acabar consumida.
Capítulo 28

Me despertaron unas leves sacudidas en el hombro, acompañadas de la voz


de Ash dentro de mi cabeza. «Rubia, despierta». Sus palabras me sacaron
de un mal sueño en el que volvía a estar encerrada. Estuve a punto de
suspirar, aliviada, cuando confirmé que no era así, pero Ash me calló con
un gesto de la mano. «No hagas ruido. Tenemos que irnos de aquí, vamos».
«¿Cómo? No digas tonterías». Traté de disuadirla de cualquiera que
fuera su plan, pero me obligó a levantarme de la cama.
«Está dormido y yo estoy casi recuperada, es nuestra única
oportunidad», insistió. «No entiendo qué quiere de nosotras, pero si
pretendía mantenernos retenidas debería habernos atado con algo de plata».
Agarrándome de la muñeca, tiró de mí hasta arrastrarme con ella hacia la
puerta.
«¿Pero tú te das cuenta de lo que estás diciendo?». Creyendo que lo
mejor iba a ser tratar de hablar las cosas con ella a solas y con calma, fui yo
quien abrió la puerta y la obligó a salir tras de mí. «Ash, John nos ha
ayudado a escapar». Una vez estuvimos separadas de él y al aire libre, la
agarré de las muñecas y la forcé a mirarme. «Y me ha estado ayudando a mí
durante todo el tiempo que me han tenido encerrada».
Sin avisar, Ash se detuvo delante de la habitación y zafó una de sus
manos de mi agarre para posármela sobre la mejilla. Me acarició, despacio,
al mismo tiempo que me contemplaba con ternura. Advertí en sus ojos la
alegría y el alivio causados porque al fin estuviéramos juntas.
—Te quiero, Melisa —confesó en un susurro que me pilló desprevenida.
Sus palabras causaron una corriente eléctrica que me recorrió el cuerpo y
me paralizó allí donde me encontraba. El corazón comenzó a latirme
desbocado en el pecho y mi cerebro se dispuso a procesar aquella
información que no esperaba recibir, mucho menos en un momento como
ese. Porque había escuchado bien, ¿verdad?
No supe muy bien qué responder, ni qué hacer. Tan solo pude quedarme
quieta frente a ella, memorizando en mi mente cada rasgo de su precioso
rostro, intentando retener en la memoria cada aspecto de aquel instante,
cada detalle, cada segundo que transcurría.
—¿Estás bien? —preguntó Ash, preocupada—. Te has quedado pálida.
—¿A qué viene esto ahora? —inquirí, saliendo de mis cavilaciones. Ash
no expresaba sus sentimientos ¿y si se trataba de una treta para que le
hiciera caso?
Algo en mi fuero interno comenzó a sabotear esa sensación de felicidad
que se había adueñado de mí. Deseaba fervientemente lanzarme a sus
brazos y profesarle todo el amor que también sentía por ella, pero era Ash.
Nunca le habíamos puesto normas ni límites a lo nuestro en el tiempo que
habíamos estado juntas. Sabía que a ella ni siquiera se le había pasado por
la cabeza. ¿Quererme? No creía que fuera consciente de lo que estaba
diciendo.
—¿Y por qué no ahora? —Se encogió de hombros—. ¿Por qué esperar?
—No es lo que necesito escuchar, Ash —justifiqué su reacción—. No te
preocupes, soy mayorcita. Deberías saber que no voy a tomar peores
decisiones porque no me correspondas de esa manera.
—¿Estás de coña? —inquirió cuando me giré para marcharme, ya que
no estaba dispuesta a dejar que me viera al borde de un colapso nervioso—.
Melisa, date la vuelta —me ordenó con voz autoritaria.
En lugar de obedecer, me detuve. No porque realmente estuviera
dispuesta a hacerle caso, sino porque mis piernas flaquearon y no estaba
segura de que fuera a poder continuar. Quería ser fuerte, quería mostrarme
indiferente ante ella, pero no podía.
No sabía cómo, después de que James me abriera los ojos a lo que
significaba el luaidh. Aunque lo que sentía por Ash se hubiera convertido
en lo que me daba fuerza, también ella era mi mayor debilidad.
—Melisa, mírame —me habló con voz calmada a mi espalda. Entonces
sentí su mano sobre el hombro, apretándomelo ligeramente, tratando de
reconfortarme. Cerré los ojos con más fuerza—. Por favor…
No supe en qué momento, pero Ash se colocó de nuevo frente a mí y
rozó con los suaves labios la comisura de los míos. Sus manos tenían mi
rostro aferrado con firmeza. Mantuve los párpados cerrados no sabría decir
durante cuánto tiempo, mientras Ash me recorría las mejillas con tiernos
besos.
—No lo digo porque crea que necesites oírlo, Melisa —habló al mismo
tiempo que continuaba besándome—. Lo he dicho porque yo necesitaba
hacerlo. —Me besó fugazmente, en los labios esta vez—. Y ya sabes que
soy algo egoísta. —No pude evitar que se me escapara una sonrisa ante
aquel comentario—. Cuando… desapareciste me di cuenta de que no te lo
había dicho antes, a pesar de que ya lo sintiera. Creí que no volvería verte
nunca más. —Abrí los ojos y, por un segundo, me pareció que Ash contenía
las lágrimas—. No sé qué habría hecho sin ti, rubia. Lo eres todo para mí,
todo. —Me besó fervientemente, acallando cualquier réplica que pudiera
darle.
Tras aquel beso devastador, lo único que pudimos hacer fue suspirar
entrecortadamente, tratando de llenar nuestros pulmones de nuevo del aire
que nos faltaba. Cuando, por fin, fui capaz de respirar con normalidad,
volví a mirarla. Sus ojos, de un azul tan frío como el del hielo, irradiaban
tanto calor que me daba la sensación de que fuera a derretirme allí mismo.
—Sí que tuve que darte fuerte —logré decir, acariciándole la mandíbula
con los nudillos. La sonrisa que me dedicó casi me provocó un paro
cardíaco. Mayor.
—Estás hecha toda una fiera —contestó, guiñándome el ojo.
—Te quiero —le confesé, por fin, y noté cómo un peso que no me había
dado cuenta de que tenía en el pecho desaparecía por completo.
—Lo sé.
Estuvimos allí, en el pasillo oscuro y sucio del motel, unos minutos más
sin decirnos nada. Me costó separarme de ella y dejar de abrazarla, pero no
podíamos perder más tiempo.
—¿Volvemos dentro? —pregunté, finalmente, cuando me atreví a hablar.
A ella no pareció hacerle la más mínima gracia la sugerencia—. Confío en
él, Ash. ¿Confías tú en mí?
De nuevo dentro de la habitación del motel, fuimos conscientes de que
John ya se había levantado por el sonido del agua corriendo del interior del
baño. No había salido a buscarnos, así que lo más probable es que nos
hubiera oído en el exterior.
—¿Y qué se supone que pretende este tipo que hagamos? —preguntó
Ash dejándose caer, una vez más, sobre la cama, llevándose la mano allí
donde tenía la herida con un ligero gesto de dolor.
No me atreví a contestarle. La noche anterior John me había contado que
su plan, lo que a él más prudente le parecía que hiciésemos, era que nos
fugáramos, pero algo me decía que aquella no era la jugada ganadora.
Tenía que haber algo que pudiéramos hacer para librarnos de James de
una vez por todas, sobre todo porque sabía que, aunque huyéramos,
centraría su objetivo en nuestros amigos, e incluso en nuestras familias con
tal de llegar a nosotras. No podía permitir que eso sucediera, no podía poner
en peligro al resto para poder vivir.
Eso era de cobardes.
—¿Y bien? —insistió Ash al ver que no decía nada, pues, sin darme
cuenta me había quedado absorta pensando en todo aquello—. ¿Cuál es el
superplán de tu amiguito? ¿Quedarnos aquí a tomar el té?
—No seas condescendiente —la reprendí—. Por supuesto que no nos
vamos a quedar aquí.
—De hecho, deberíamos irnos ya —intervino John, que salió del cuarto
de baño con una toalla enrollada en la cintura al mismo tiempo que se
pasaba otra por la cabeza—. No tardarán en encontrar nuestro rastro.
—¿No tenías nada que ponerte? —preguntó Ash con el ceño fruncido.
¿Estaba celosa?—. Vas a pillar un resfriado.
—¿En serio? —contestó el vampiro enarcando una de sus cejas—. ¿Un
muerto, resfriado? ¡Sería increíble! —Ash se puso de pie, desafiante, por lo
que no pude evitar soltar un exasperado suspiro—. ¿Queréis daros una
ducha antes de irnos? Creo que aún tenéis algo de tiempo —concluyó,
ignorando la amenazante mirada de mi luaidh.
—Creo que yo sí quiero tomar esa ducha —confirmé. Quizá me había
duchado al llegar al motel, pero no tenía ganas de más enfrentamientos.
—De acuerdo —asintió—. Entonces, de aquí a cinco horas estaremos en
el aeropuerto de Detroit.
Una vez en el baño me permití relajarme un poco tras lo que me parecía
que habían sido años. No es que estuviéramos completamente a salvo, pero
el simple hecho de saber que Ash estaba bien, y conmigo, me daba la
tranquilidad necesaria para poder sobrellevarlo.
A pesar de ello, había algo que no conseguía sacarme de la cabeza. John
se había portado muy bien conmigo, pero, a pesar de la estrecha relación
que comenzábamos a forjar, todavía me preguntaba qué le había llevado a
cambiar de opinión con respecto a James. Me había contado cómo terminó
trabajando para él, pero no el porqué de la repentina decisión de
traicionarle.
Bajo el agua de la ducha, no obstante, hice todo lo posible por comenzar
a urdir un plan alternativo. Quizá los dos vampiros con los que me
encontraba no iban a ser los mejores para apoyarme en mis ideas, pero sabía
de alguien que, por mucho que se pudiese preocupar por mí, iba a tenderme
su mano sin cuestionarlo, sin hacer preguntas. Necesitaba encontrar la
manera de ponerme en contacto con Natalia.
Aproveché el que Ash también decidiera ducharse, pues aún tenía la
sangre emanada de su herida pegada a la piel, y le dije a John que
necesitaba un poco de aire en el aparcamiento. El motel estaba lo
suficientemente apartado de las carreteras principales como para que no se
plantease que nos hubieran localizado tan fácilmente, así que —
entendiendo que, tras haber pasado tanto tiempo encerrada en una celda,
necesitase estar sola—, no me acompañó.
En el lobby cutre del motel, el recepcionista, aburrido y desinteresado
totalmente en lo que pudiera querer decirle, me señaló el teléfono que había
en un rincón de la sala cuando le pregunté por él. Cogiendo una bocanada
de aire en la que intenté retener todo el valor que me quedaba en el cuerpo,
llamé al único número que sabía que Ryan no tendría controlado y que me
sabía de memoria como si fuera el mío propio: el móvil español de Natalia.
—¿Sí…? —respondió mi amiga tras un par de tonos. Su voz, aunque
extrañada por estar recibiendo una llamada de un número estadounidense,
además de desconocido, casi consiguió que me deshiciese en un mar de
lágrimas—. ¿Hola? —dijo esta vez en inglés.
—Nati, necesito que, por favor, si estás con Ryan, no reacciones —
contesté en un susurro. No quería que su marido consiguiera escucharme
con su oído refinado.
—¿Melisa, eres tú? —preguntó con voz temblorosa.
—¡No digas mi nombre!
—¡Oh, Dios mío! —chilló al otro lado, haciendo que tuviera que
separarme el teléfono unos centímetros de la oreja—. ¡¿Dónde estás?!
¡¿Estás bien?! ¡Voy a buscarte! —Escuché cómo caían cosas al suelo sin
control en dondequiera que estuviese.
—Natalia, respira —le indiqué—. Tienes que ser discreta. No quiero que
Ryan se entere.
Se hizo un corto silencio al otro lado del aparato, pero tras unos
instantes, mi amiga habló:
—Ryan no está —noté cierta angustia en su voz—, ha estado
buscándoos a ti y a Ash desde que desaparecisteis. Apenas ha dormido o
comido. Ni yo tampoco. ¿Dónde estás, Mel?
—Estamos en un motel en Ontario, creo que cerca de la frontera con
Estados Unidos —le conté. Iba a tratar de darle toda la información que me
fuera posible en la menor cantidad de tiempo necesaria.
—¿Estamos?
—Ash está conmigo —añadí—, y John Preston.
—¡Ese hijo de la gran puta! —respondió, enfurecida—. Qué guapo es,
¡pero qué hijo de puta!
—Nos ha ayudado a escapar —continué, pero Nati no me dio tiempo a
seguir mucho más.
—¿A escapar? ¿De dónde? —me interrumpió—. Mel, me estás dando la
información a cuentagotas.
—Natalia Pérez Rodríguez —intenté conseguir que se centrase usando
su nombre completo—, has dicho que vendrías a buscarme, ¿no? Pues
necesito que dejes todo lo que estás haciendo y me reserves la primera plaza
que encuentres en un vuelo de Detroit a Newark para dentro de cinco horas
y treinta minutos. Envíame la información al correo que utilizaba en el
instituto. ¿Lo recuerdas?
—¿Tu Messenger? ¡Claro! Vale —respondió sin vacilar—. ¿Qué más
necesitas, darling?
—Hazlo ya, Nati, y ve a recogerme allí. Y, por Dios, que Ryan no te
pille.
Tras colgar la llamada, volví a la habitación tratando de descartar de mi
mente cualquier pensamiento relacionado con Natalia. Si quería disimular
bien, no podía bloquear ni a John ni a Ash de mi cabeza. Sin apenas mediar
palabra alguna más que para decir que debíamos ponernos en marcha,
volvimos al coche y pusimos rumbo al aeropuerto. Con disimulo, miré la
hora del reloj de la radio que había en el salpicadero.
—Cuando lleguemos os acercaréis a uno de los mostradores y pediréis
dos billetes para el primer vuelo a Londres —nos informó John—. Son siete
horas, pero es el vuelo más corto a Europa que podréis hacer sin escala.
Haréis todo el recorrido de noche. Tendréis que hacer día allí y después
podréis volar a Oslo.
Se notaba aun a leguas de distancia que Ash no se fiaba del vampiro,
pero no replicó. Sabía que John, sin embargo, tampoco confiaba en ella y
me estaba hablando más bien solo a mí.
—Tendréis que fingir que os vais de luna de miel sorpresa o algo así —
añadió.
—¿Cómo? —le pregunté, fingiendo que iba a seguir su plan.
—Es la manera más disimulada en la que podréis comprar un billete así,
de improviso.
—Estás de coña, ¿no? —bufó Ash desde el asiento trasero—. ¿Por qué
diablos tenemos que irnos? James nos ha perdido a Melisa y a mí y sabe
que no estamos solas. Debería ser él quien huyese, no al revés.
—James tiene toda una red de imbéciles que le siguen la corriente por
toda Nueva York, antes de que pongáis un pie allí, él ya lo sabrá. Lo mejor
es que empecéis una nueva vida en Oslo. Una vez allí, tengo un contacto
que puede daros documentación de transito legal europeo, aunque será
falsa.

Estábamos parados frente al mostrador de Delta Air Lines, mientras Ash se


hacía con nuestros billetes. Por enésima vez, volví a mirar las manecillas
del enorme reloj que decoraba la pared del fondo, sintiéndome un poco
culpable por lo que estaba a punto de hacer.
Apenas quedaban cuarenta minutos para que embarcara en el avión que
me reuniría con mi amiga. Había aprovechado para imprimir el billete en la
recepción del motel cuando aún hablábamos por teléfono.
Estaba nerviosa, sobre todo porque no podía dejar de pensar en que
estaba traicionando a Ash y a John cuando ellos habían hecho todo lo
posible por mantenerme a salvo. Les iba a pagar marchándome sin avisar,
pero lo hacía por una buena razón.
Iba a matar a James.
No sabía cómo, no sabía cuándo, ni tenía ni idea de la manera en la que
lo iba a hacer, pero tenía clara una cosa: ese hijo de puta moriría pronto.
Ash volvió junto a mí con una amplia sonrisa, alzando los billetes por
encima de la cabeza, como si aquel viaje fuera lo más emocionante que
fuéramos a hacer en décadas.
—Aquí va nuestra luna de miel, cielito —dijo con marcada ironía,
aunque sin cesar de sonreír—, lo que siempre soñaste.
Con resignación, ignoré sus comentarios sarcásticos y busqué a John con
la mirada. Permanecía a un par de metros de distancia, apoyado en una
columna con fingida calma. Dada la situación en la que nos encontrábamos,
sabía que todos sus sentidos, al igual que los de Ash y los míos, estaban
alerta.
—Vuestros allegados no tienen que volver a saber nada de vosotras —
dijo en cuanto nos volvimos a acercar a él—. Será lo mejor si queremos que
James no se ensañe más de la cuenta con ellos.
—¿Más de la cuenta? —pregunté, al darme cuenta de aquel matiz.
Era consciente de que nuestra huida tendría consecuencias que James
trataría de cobrarse con los demás, y esa era la principal razón por la que se
suponía que iba llevar a cabo aquella absurda escabullida.
—Los chicos sabrán cuidar de Natalia —me dijo Ash, sabiendo que mi
amiga era por la que más temía—. Ryan no permitirá que vuelva a
sucederle nada semejante a la última vez… Tienes que ser capaz de no
mirar atrás.
—Lo sé, lo sé —respondí, tratando de sonar convincente, pero contando
los segundos que me separaban de mi escasamente elaborado plan de huida
—. Es solo que… me habría gustado despedirme. Bastante ha sufrido ya al
no poder vernos.
—Marchaos ya, no podéis perder más tiempo —sentenció John,
mirándome a los ojos y dándome un apretón en el hombro—. Suerte,
Melisa.
Incapaz de decir nada más, a raíz del semejante conflicto de emociones
que me acosaba, me despedí de él con un simple asentimiento y, junto a
Ash, atravesé el control de seguridad. Ella, que parecía confundir la
ansiedad que me provocaba escaparme, con la desazón porque nos íbamos y
lo dejábamos todo atrás, me dirigió una mirada esperanzadora, acunándome
la cara con las manos.
—Vamos a salir de esta, rubia, te lo prometo. Cuando estemos lejos de
aquí trazaremos un plan. Vamos a volver —dijo antes de entrelazar sus
dedos con los míos y tirar de mí—. Venga, vamos.
—Eh…, espera. —Decidida, aunque lo cierto era que estaba a punto de
desmayarme, permanecí inamovible—. Tengo que ir al baño, Ash. Estoy
histérica, necesito darme agua en la cara o voy a acabar vomitando delante
de toda esta gente.
—Vale, voy contigo —respondió, buscando con la mirada el aseo, que
yo ya tenía localizado.
—No, tú averigua dónde está la puerta de embarque. —Tratando de
dejar que el estómago revuelto se me viese en el rostro, me agarré a los
bolsillos de sus pantalones antes de separarme de ella y le di un beso corto
—. No podemos perder más tiempo, vuelvo enseguida.
Capítulo 29

Tras las puertas de salida del aeropuerto de Newark, descubrí el rostro de


mi amiga, que me recibía con una amplia sonrisa y dando pequeños saltitos
de impaciencia que estaba convencida de que le salían inconscientemente.
No llevaba equipaje, ni siquiera un bolso, y la documentación la guardaba
en el bolsillo trasero del pantalón, por lo que correr a su encuentro no me
resultó difícil.
Nos dimos un abrazo tan fuerte, cuando nos
alcanzamos la una a la otra, que parecía que nos
fuéramos a fusionar. Por un momento temí que
pudiera hacerle daño, ya que las últimas semanas
había aprendido a dar rienda suelta a mi fuerza.
—¡Ay, darling! —suspiró en cuanto me soltó, con
las mejillas cubiertas de lágrimas. Yo también lloraba
y estaba segura de que todos los ojos de la sala de
llegadas se encontraban puestos en nosotras, pero
poco nos importaba—. ¡Que estás aquí! ¡Y de una
pieza! —Se separó unos palmos de mí para poder
examinarme bien—. Bueno, aunque esas pintas que
me llevas… —dijo, refiriéndose al chándal que me
había dado John y aún llevaba puesto.
—Creo que, por primera vez desde que te
conozco, me da absolutamente igual que critiques mi
ropa —respondí, secándome los cachetes.
—No te preocupes, tengo un par de mudas en el
maletero del coche —continuó, ignorando mi
comentario y dando rienda suelta a su incesante hilo
de pensamientos—. Supuse que en el tugurio donde
te tuviera James retenida no te habrían dado nada
decente. ¿Dónde has estado, Mel? ¿Qué te ha hecho?
¿Y Ash? —No me dio oportunidad alguna de
responder—. No, no. No me contestes aquí, el
apartamento que he alquilado para un par de noches
será mucho más discreto. Vamos, que con las prisas y
los nervios dejé el coche aparcado en doble fila.

El apartamento era bastante modesto, cosa que me sorprendió, viniendo de


mi amiga a la que tantísimo le gustaba su enorme ático del Upper East Side.
Natalia debió de notar mi extrañeza, pues se apresuró a aclarar:
—Este piso llamará menos la atención de Ryan si
decide buscarnos —dijo—. No siempre he sido una
estirada, te recuerdo que en Gran Canaria vivíamos
en un pisito de cuarenta metros cuadrados, y tan a
gusto. —Sonrió—. Si has traído un móvil contigo,
apágalo y dámelo o Hugh tardará menos de un
minuto en localizarnos.
—Un día de estos matarás a ese vampiro de un
disgusto —le dije, pensando en su pobre marido, el
cual empezaba a darme pena—. Y, siento
comunicarte, que, ya viviendo en cuarenta metros
cuadrados, eras una estirada. ¡Eso se lleva en la
sangre, guapita!
—¡Oye! —se quejó—. Pues ahora tendrás que
quedarte con ese chándal roñoso, porque no pienso
darte la ropa tan bonita que te he traído.
—No voy a poder dormir con lo que me has
dicho. —Natalia frunció el ceño, de haber sido
posible, le habría salido humo por las orejas—. ¡No
me hagas esto! ¡¿Cómo voy a vivir con este
chándal?! —exclamé, dramática.
Tras emitir un pequeño, pero sonoro bufido, se
marchó al lavabo. Me reí inevitablemente de mi
amiga, que, pese a haber dejado todo por venir a
buscarme en una situación tan peligrosa, no podía
evitar ser tan inocente como de costumbre.
En realidad, el apartamento no estaba tan mal, si
lo comparábamos con el lugar en el que había vivido
las últimas semanas; se podría incluso decir que
estaba lo suficientemente limpio como para que no
tuviera que volver a convivir con las cucarachas.
Pero precisamente las circunstancias en las que nos
encontrábamos me habían pedido que tratase de
distender un poco el ambiente.
Aquel piso me recordó a la primera vez que
Natalia y yo vinimos a la ciudad, con las chicas,
cuando habíamos decidido alquilar un apartamento
en East Harlem para alojarnos. Este era mucho más
pequeño y la madera de las puertas estaba bastante
más desgastada, pero su esencia era la misma.
—¿Dónde has estado, Mel? —Nati me sacó de
mis cavilaciones de un plumazo. Se sentó junto a mí
en el sofá al salir del baño sin que yo me diese cuenta
—. ¿Qué te ha hecho James? No quiero ni
imaginarme el infierno por el que has tenido que
pasar...
Sin tener muy claro por dónde empezar, traté de
relatarle a mi amiga todo. Ella me agarró la mano en
señal de apoyo y me miraba, paciente, hasta que tuve
fuerzas para contarle toda la historia sin
derrumbarme. Para mi sorpresa, fui capaz de hablar
sin detenerme, sin congoja, pena, ni temor.
Hablé y hablé sin parar, desde el miedo que había
sentido el primer día de cautiverio, hasta las
clandestinas conversaciones con John. Le relaté las
visitas de James, que trataba de hacerme creer que
nadie se preocupaba por mí, aunque yo sabía que eso
no era cierto. Le conté que, aun así, había perdido la
esperanza de que me encontrasen. Mientras hablaba,
me di cuenta de que en mi interior se iba alimentando
una rabia que jamás había experimentado, pues, al
recordar cada detalle, iba odiándolo más y más.
Le confesé que había sido él quien me mató.
Aunque eso ya lo sabían tanto ella como los otros.
James era, sin duda alguna, quien más dolor me había
causado en la vida; no solo por lo que me había
hecho a mí, sino también por a aquellos a quienes yo
más quería.
Primero secuestrando a Natalia, que estaba viva
de milagro. Conociendo a James de todas las veces
que había tenido contacto con él durante mi
cautiverio, me costaba entender que la hubiera dejado
escapar, siendo una humana tan frágil e inútil, tal y
como los describía él.
Después me condenó a la eternidad en contra de
mi voluntad, arrebatándome la posibilidad de hacer
una vida normal, quitándome los días a la luz del sol
y obligándome a vivir en las sombras sin poder ver a
mi familia.
Y, por último, había cometido el error de
amenazarme con hacerle daño a la persona que más
quería en el mundo: a mi madre.
James Broderick Harris era un ser que no se
merecía ni la más mínima compasión o empatía por
parte de nadie. Llevaba haciendo daño décadas a
todos los que le rodeaban. A John, a la hermana de
Ryan, a decenas, puede que incluso a cientos de
mujeres… Y a Ash.
No, aquel vampiro solo era digno de asco, odio y
desprecio.
—¿Entonces Ash…? —preguntó Nati, cuyos ojos
parecían a punto de salírsele de las órbitas tras recibir
tanta información.
—Trató de intercambiarse por mí, pero James le
estaba tendiendo una trampa —aclaré—. Nos hizo
pelearnos la una contra la otra —dije, llevándome la
mano al hematoma que, aunque sabía que el golpe le
dolió más a ella, me había causado en el pómulo
izquierdo, antes de seguir contándole el plan de huida
de John—. No creo que haya cogido el avión a
Londres sin mí, supongo que habrá tratado de
ponerse en contacto con los chicos.
—Si es así, tenemos que lla… —La interrumpí,
cogiéndola de las manos y obligándola a mirarme.
—No, Nati —dije con convicción—. James ya
sabe cómo trabajan ellos, pero no cómo lo hacemos
nosotras. Sí, quizás ellos tengan más experiencia,
más armas e incluso tecnología policial, pero somos
nosotras las que vamos a acabar con él. Se ha metido
con las amigas equivocadas.
—¿Qué tienes pensado? —preguntó—. ¿Cómo
puedo ayudar?
—Lo cierto es que, por primera vez en mi vida, no
tengo ningún plan —reconocí—. Tenemos que trazar
uno.
Natalia fue incapaz de contener una sonrisa, pues
la idea de conspirar, planear y llevar a cabo
venganzas terribles —como ella misma las llamaba—
siempre fue su debilidad. Aunque esta vez nuestras
vidas dependiesen de ello y no lo estuviésemos
haciendo solo porque nos hubieran robado a la
persona que nos gustaba.
—Podríamos tenderle una emboscada —dijo,
sacándome de mis pensamientos—. Solo necesitamos
un señuelo. Ryan nos dijo que la plata les hace
mucho daño a los vampiros.
—No estoy segura de que sea buena idea
exponerte —reculé un poco—. Creo que quizás sea
mejor que tú solo intervengas en el cerebro de todo
esto y no te enfrentes cara a cara con él.
—¡¿Estás de coña?! —expresó, molesta—. ¿De
verdad te crees que voy a dejar que pases por esto tú
sola?
—Es demasiado peligroso, Nati. Eres humana.
—También me ha hecho daño a mí, Mel. Y ha
sido el causante del sufrimiento de Ryan durante años
—expuso—. Quiero ver a ese desgraciado muerto
tanto como tú, y si para conseguirlo tengo que poner
mi vida en peligro, lo haré.
Si Natalia participaba en todo aquello corría un
grave peligro, pero tenía razón y no podía negárselo.
Ella también tenía derecho a vengarse de James y yo
no era quién para privarla de la sua vendetta.
—De acuerdo. Entonces, primero tenemos que
poner en común todo lo que sabemos de James —
respondí, quizás algo resignada, antes de dejar que mi
cerebro empezase a trabajar a cientos de kilómetros
por hora—. Yo no tenía contacto directo con él todos
los días, porque había mucha gente bajo su mando, y
cuando lo tenía se dedicaba a torturarme
psicológicamente —continué cuando el origen de un
plan comenzó a formárseme en la cabeza—. Este
parece un James más frío y menos pasional que el
que me asesinó y el que te tuvo a ti retenida. Parece
mucho más seguro de sí mismo y de lo que hace,
como si no le quedara absolutamente nada de
humanidad en el interior.
Para poder enfrentarnos a aquel vampiro
indeseable debíamos tratar de encontrar un punto
débil en su sistema de trabajo y, al mismo tiempo,
algo que nos permitiese alejarle de su red de
secuaces. Pensar solo en la posibilidad de que Nasra
pudiera llegar a alcanzar a Natalia me ponía nerviosa.
Sabía cómo era y estaba completamente convencida
de que no dudaría a la hora de matarla.
No podía estar segura de cuántas personas
trabajaban para James, pues la mayor parte de mi
cautiverio, los que estuvieron a mi cargo fueron John
y el imbécil de Nasra. Pero estaba segura de que
contaba con un buen equipo en las calles ya que, de
otra forma, era imposible que estuviera tan bien
informado. ¿Cómo lo haría?
—¿Cómo crees que se entera de todo James? —le
pregunté a Natalia, pues tal vez a ella se le ocurriera
algo—. Es imposible que esté en tantos sitios a la vez
y, aun así, es como si estuviera en todas partes.
—Tendrá espías por toda la ciudad de Nueva York
—respondió, encogiéndose de hombros—.
¿Recuerdas a los vaqueros que nos asaltaron aquella
noche? —Se me revolvió el estómago al pensar en
ellos—. Trabajaban para él.
—O sea, que no fue casualidad —palidecí.
—La verdad es que eso en concreto no lo sé —me
dijo, dejándome más confusa aún—. No estoy segura
de si ya trabajaban para él entonces o de si su alianza
comenzó después. Piensa que no conocíamos a los
chicos cuando nos atacaron; de hecho, gracias a esos
bastardos estoy casada —continuó con una tenue
sonrisa, mirando de reojo su anillo—. Fuera como
fuere, tengo que darles las gracias a esos cabrones.
—¡Putos camellos! —maldije al recordar que los
habían encerrado por contrabandistas—. Espera… —
cavilé apenas unos segundos—, ¡eso es!
—¿Qué? ¿Ahora quieres drogas? No creo que sea
momento de empezar a probarlas, por muy vampira
que se…
—¡Shhh! —chisté—. La forma más rápida de
enterarse de todo lo que ocurre en las calles es en las
propias calles.
—¿No me digas? —dijo con sarcasmo—. ¿Lo has
deducido de repente?
—No seas impertinente, Natalia y déjame
terminar —la reprendí—. ¿Y si tiene comprados a los
drogadictos y camellos de Nueva York? Ellos están
siempre en las calles, y lo tienen mucho más fácil
para saber todo lo que ocurre en todo momento.
»Además, no levantarían sospechas. Si creyeras
que te están espiando, ¿de quién desconfiarías más?
¿De un tío siniestro que está parado delante de tu
casa o de un vagabundo que está pidiendo una
limosna junto a la puerta?
—¿Por qué tiene que ser siniestro? Podría ser un
guapísimo hombre trajeado.
—En ese repararías más —respondí sin pensar—,
pero esa no es la cuestión. Dime que no te parece
lógico lo que te digo. —Natalia frunció el ceño y
miró hacia el techo, pensativa.
—Vale, y ahora, que sospechamos de todos los
pobres sintechos de la ciudad, ¿qué sugieres? —quiso
saber—. ¿Cómo nos movemos sin que nos vean?
—No lo sé —respondí, frustrada. Natalia arqueó
la ceja—. Piensa tú también, bonita —me quejé—.
Que lo estoy haciendo yo todo.
—Vale, lo que los chicos harían sería ir al lugar
donde estuviste retenida —explicó—. Se creen que
no los oigo cuando hablan, pero sí que los escucho.
Así que, conociendo cómo funciona mi apestoso
concuñado, esa idea debemos descartarla.
—¿Tú crees?
—Estoy segura. James se mueve rápido, apenas
tardó unas horas en borrar cualquier rastro suyo del
zulo donde me tuvo encadenada. Ya no estará allí.
Lo que decía tenía sentido, sabiendo que dos de
sus prisioneras se habían fugado, y que uno de sus
lacayos era el causante —porque ya debía de saberlo
—, lo razonable habría sido desmantelar aquel lugar
antes de que nadie pudiera encontrarlo.
—¿Recuerdas si te nombró algún lugar? —me
distrajo con una pregunta—. Cuando me encerró en
aquel sótano estuvo casi todo el tiempo hablándome
de Róisín, de su historia. Prácticamente era lo único
que hacía, hablarme de ella y de lo mucho que iba a
sufrir Ryan cuando me matara.
»Al principio estaba aterrada, aunque, con el paso
de los días, me di cuenta de que realmente, si Ryan
no me encontraba…, no estaba en auténtico peligro.
Mantenerme viva no era garantía de que su plan,
fuera cual fuera, funcionara, pero necesitaba que mi
marido fuera tras él.
—No, ya te lo he dicho —insistí—. Cuando
James venía a verme lo que hacía era hablarme de
ustedes, de que, por mucho que quisiera, jamás
vendrían buscarme y que, de hacerlo, irían a por mi
madre.
—¡Dios, es verdad! ¡Begoña! Tenemos que
comprobar que está bien.
—Ya lo hice antes de coger el avión —la
tranquilicé—. Por suerte o por desgracia estaba en
casa de… de su rollete el fisioterapeuta —dije con
retintín, pues no me hacía demasiada gracia que
estuviera quedándose en casa del que era
prácticamente un desconocido.
—Mejor —respondió—. Un problema menos.
Entonces, ¿por dónde podemos empezar?
—¿Qué es lo que te contaba a ti de Róisín? —
pregunté.
—Uf… —Suspiró antes de animarse a hablar—.
Si ya me resultaba escalofriante oír cómo hablaba de
ella de una manera tan obsesiva y enfermiza, del
amor que decía profesarle y que lo hacía parecer un
lunático, averiguar después que la había matado a
golpes y que se permitía decir que la veneraba así…
me horrorizaba.
—¿A golpes? —pregunté, ya que creía que no
podíamos morir así—. Tarek me dijo que las palizas
no nos mataban. De ser así habría muerto hace días.
—Súmale no alimentarte durante meses y ese será
el resultado —dijo—. Róisín llevaba mucho tiempo
deprimida. Había dejado de alimentarse con la
esperanza de secarse y así poner fin a su vida. Por eso
Ryan se culpa de no haber actuado antes. —En su
rostro se reflejó casi tanto dolor como el que podría
sentir su marido—. En fin.
»Se pasaba horas contándome lo felices que,
según él, habían sido juntos: los viajes que habían
hecho por el país, la época que estuvieron planeando
irse a vivir a París, los picnics que hacían todos los
domingos en el parque con un arroyo grande de un
pueblo que se llamaba… creo que Camel, o algo así,
lo recuerdo porque era igual que una marca de
cigarrillos.
—¿Camel? —inquirí, algo confusa.
—Bueno, Camel creo que no, pero otra —siguió
sin darle más vueltas—. Me contó incluso que habían
intentado adoptar y que eso fue lo que hizo que su
amada esposa se distanciase de él, influenciada por
Ryan. Que él no quería que tuvieran hijos porque no
soportaba que Róisín fuera feliz. Pobre criatura, me
pregunto qué habría ocurrido con ella si llegan a
adoptar… En fin, que lo único que hacía era
hablarme de su historia, pero entre los golpes, el
agotamiento y la desesperación, no pude enterarme
de demasiado.
—No soy capaz de imaginarme a James como un
devoto esposo que se va de picnic los domingos…
—Ahora que lo pienso… —dijo, dubitativa—, sí
que mencionaba mucho aquel lugar. Hablaba de él
con nostalgia y lo describía con demasiado detalle
como para que fuera un simple recuerdo más.
—¿Qué lugar? ¿El pueblo de la tabaquera?
—Que no, que no había ninguna tabaquera —
repuso—. Se llamaba Winstontown, o algo así. Era
como su lugar de culto, el típico sitio al que los
psicópatas de las películas van una y otra vez, como
las moscas a la miel.
—No sé, Nati, poco podemos tirar por ahí si no
recuerdas nada más concreto —suspiré, hundiéndome
en el sofá y apretándome las sienes con los dedos.
La cabeza estaba empezando a dolerme de tanto
darle vueltas a James y no tenía muy claro que
fuésemos a llegar a ninguna conclusión, al menos no
esa noche.
—¡Big Brook Park! —exclamó mi amiga de
pronto, causándome un sobresalto—. No se trataba
de un parque con un arroyo grande, ¡es que se
llamaba así!
—¿Y eso está en el pueblo de la tabaquera?
—¡Que no hay ninguna tabaquera, plasta! —dijo
molesta—. Espera, voy a buscarlo por internet. —
Sacó un teléfono móvil del bolso.
—¿Y no has dicho que nos encontrará Hugh si lo
utilizas? —pregunté confusa.
—Este no, es de prepago —respondió, como si
con eso fuera suficiente explicación—. ¡Aquí está! —
Colocó la pantalla de manera que pudiera verla—.
Marlboro Township, y está a tan solo cuarenta y
cinco minutos de aquí, tal vez a veinte, si conduzco
yo —dijo con una sonrisa de medio lado.
—No seas fantasma —intenté frenarla—, que
tampoco nos corre tanta prisa y aún tenemos que
pensar en qué hacer si nos encontramos cara a cara
con James.
—Está bien, aguafiestas —se quejó—. Dudo
mucho que, si logramos dar con él, esté solo, pero no
creo que se haya llevado a cualquiera a aquel lugar.
Si estoy en lo cierto, por tal y como hablaba de él,
significaba mucho.
Si encontrábamos a James en aquel pueblo y las
sospechas de Natalia eran infundadas, creía saber con
quién estaría. Y, si era así, debíamos estar bien
preparadas.
Capítulo 30

«Maldita hija de la gran… Voy a matarla. Juro que cuando la encuentre,


porque tengo clarísimo que no voy a parar hasta hacerlo, la mataré. Y no
será una muerte lenta».
¡¿Cómo cojones se atrevía escabullirse como lo había hecho?!
Estaba furiosa, ¡joder que si lo estaba! Jamás, en toda mi vida, me
habían humillado como lo había hecho Melisa. Había atravesado todo el
puto país para encontrarla, me ofrecí al psicópata de James para tratar de
salvarla, moví cielo y tierra con tal de mantenerla con vida, ¿y para qué?
¡Para que se pirase con su maldita amiguita!
Volví a leer por vigésima vez la nota que tan cautelosamente me había
metido en el bolsillo del vaquero. Había sido tan jodidamente sutil al
hacerlo, que no creía que ni yo misma lo hubiera logrado. No podía creerme
lo imbécil que estaba siendo. Y Ryan cuando se enterase iba a divorciarse,
de eso estaba segura.
¿En qué coño estaban pensando? ¿Quiénes se creían que eran? ¿Batman
y Robin? ¡Joder! Iban directas al suicidio y aquello me exasperaba mucho,
¡no iba a poder matarla yo!
Resignada, e incluso quizás algo avergonzada, le eché un vistazo a la
cartera que nos había dejado el nuevo amigo de Melisa. En su interior
encontré tanto billetes como monedas, así que pude acercarme al teléfono
público que había en una esquina y recé para que funcionase. Una parte de
mí pedía a cualquier fuerza divina que no contestasen a aquella llamada.
—¿Natalia, eres tú? —gruñó, más que respondió, en un tono que dejaba
a claras cuál era su estado de ánimo.
—Por lo que veo, a ti también te han dejado tirado.
—¿Ash? —Su tono se suavizó—. ¿Eres tú de verdad?
—Claro, imbécil. ¿Quién iba a ser si no?
—Joder, menos mal. Me alegro de que estéis bien —suspiró—. Ponme
con Natalia, anda, que voy a decirle un par de cosas.
—¿Qué? —Fruncí el ceño al responder—. No está conmigo, idiota.
Thelma y Louise se han pirado juntas. —Se hizo un silencio intenso al otro
lado del auricular.
—¿Cómo que no está contigo? —Su voz sonaba contenida—. ¿Qué es
eso de que se han pirado juntas? ¿Hablas de Melisa? —De haber estado al
otro lado, estaba segura de que Ryan no estaría respirando y de que los
músculos de la espalda se le habrían contraído tanto que estaría incluso
arqueado.
—¿Por quién más crees que te dejaría tu mujer?
—¡Joder, Ash! —gritó—, ¡no estoy para putas bromas! —Esperé a que
mi amigo se calmara, pero no parecía que fuera a suceder—. ¡¿Dónde coño
has estado?! ¡¿Y por qué sabes dónde está Natalia?!
—Si lo supiera, no estaría llamándote, eso para empezar —respondí—.
Me entregué a cambio de Melisa y la jugada no salió como esperaba. —
Decidí que resumir sería lo mejor—. Conseguimos escapar, aún no sé muy
bien cómo, ya que estuve a punto de palmarla por culpa de un hijo de puta.
—Me llevé la mano a la puñalada, que, pese a que estaba sanado a gran
velocidad, continuaba doliéndome—. Y ahora han decidido entre las dos
vengarse.
—¡¡¡¡¡¿Cómo?!!!!! —exclamó—. ¡Estás de coña! ¿No? Sí, eso es, tiene
que ser una puta broma, una de muy mal gusto, pero una puta broma. —
Podía escuchar los pasos nerviosos de Ryan, que se movían de un lado
hacia otro.
—No estoy de broma y estoy tan cabreada como tú. Si no las mata
James, lo haré yo.
—Mira, no puedo con esta mierda, tengo el corazón a doscientos —dijo
—. Toma el puto teléfono, habla tú con ella, que yo estoy a punto de
vomitar.
—¿Cómo estás, Barbie? —escuché preguntar a Tarek—. Habéis liado
una buena.
—¿Hemos? —inquirí—. Han sido Scooby y Shaggy, son un peligro
cuando están juntas y lo sabes.
—¿Dónde estás? Lo primero es que nos juntemos para ir a buscarlas.
—En el aeropuerto de Detroit. Llevo aquí unas dos horas, por si acaso a
la rubia se le encendía una bombilla y se daba cuenta de que su plan es una
auténtica locura —respondí, buscando alguna salida con la mirada. Iba a
tener que volver a comprar otro billete de avión más—. Intentaré llegar a
Nueva York lo antes posible. Os avisaré cuando llegue a mi casa, ¿de
acuerdo? Nos vemos allí.

El retumbar del puño de Ryan en la puerta metálica de mi estudio me pilló


poniéndome, por fin, mi propia ropa. Joder, nunca me imaginé que se
pudiera echar tanto de menos la ropa limpia. No obstante, los golpes no
daban tregua y el material del que estaba hecho la puerta no ayudaba
demasiado.
Hacía unos años había comprado y restaurado
como vivienda una nave industrial en Gowanus y, en
su momento, mantener el portón me pareció lo más
apropiado. Después de enfundarme unos vaqueros y
ponerme una camiseta blanca, pero aún descalza,
abrí, dejando con ello que la humedad del canal que
se situaba a escasos metros me golpease la cara.
—Joder, Barbie, estás horrible. —Tarek, a la espalda de Ryan, fue el
primero en hablar. Y, como era costumbre, también el primero en burlarse.
—Tú casi pareces de clase media con esos vaqueros —contraataqué—.
Por lo que veo, se te han pegado más cosas de Ryan de las que imaginabas.
Abrí del todo el portón para darles paso y, una vez entraron, cerré
provocando un ruido ensordecedor, solo por el placer de seguir
atormentando a mis visitantes. Ryan había estado infinidad de veces en mi
casa, pero para Tarek era la primera vez; vi cómo El Egipcio escudriñaba
con atención toda la estancia. No estaba segura de que si lea gradaba lo que
veía o no, porque, como era habitual, su semblante no se alteró en absoluto.
Aguardé en silencio cualquier crítica que pudiera brindarme con respecto a
lo modesto que era el lugar, pero, sin embargo, tanto sus palabras como sus
gestos me pillaron por sorpresa.
—Nos alegramos de que estés bien —dijo, envolviéndome en un abrazo
que a poco estuvo de partirme en dos.
—Joder, Tarek. Es la primera vez que me abrazas, casi pareces humano
—solté, ciertamente sorprendida—. Tú, por otro lado, pareces un puto
fantasma.
Ryan no paraba de dar vueltas, con la cara desfigurada por la rabia y la
preocupación y pálido como una sábana. Apenas había mirado en mi
dirección y, por supuesto, no se había molestado en hablar cuando llegó, por
lo que no me sorprendió que no respondiera a mis burlas. Estaba angustiado
y no podía culparle por ello, yo me sentía igual, solo que era más fácil para
mí afrontarlo de aquella manera.
—Lleva así todo el camino —dio respuesta a mis pensamientos Tarek—.
Espero que Natalia esté bien. Si no, no sé cómo…
—Va a estar bien —gruñó Ryan para nuestra sorpresa—. Tiene que
estarlo —continuó, algo más suave.
Me entristeció ver aquel temor en los ojos de mi amigo y me pregunté
cómo me habría visto yo cuando encontré a Melisa encima de aquel
cuadrilátero.
Maldita sea, ahora que sabía lo que era encontrar a tu luaidh, entendía
que uno pudiera volverse loco al perderlo. Era una sensación que te corroía
por dentro, te envenenaba hasta sacar a la bestia que, sin duda, éramos.
Acababa poco a poco con el raciocinio que te quedaba y que te permitía
parecer más humano. Te embargaba un sentimiento de protección hacia esa
persona que te hacía capaz de destruir a cualquiera que se interpusiera en tu
camino, incluso tratándose de tu familia.
Quizá lo mejor, al menos hasta que acabase todo aquello, sería que
dejara de meterme con Ryan.
—Sinceramente —comenzó Tarek, tratando de apaciguar los ánimos y
de llevarse a Ryan al sofá—, estamos más a ciegas que nunca. —Mi mejor
amigo lo fulminó con la mirada—. Lo bueno es que sabemos que son
fuertes y, a pesar de lo mucho que te has burlado siempre de ellas al
respecto, bastante inteligentes.
—¿Y eso de qué nos sirve? —me quejé—. No se están presentando a
senadoras, ni están yendo a clases de krav magá, están yendo a por un puto
lunático enfermo, que nos la ha colado no una, sino dos veces. ¡¿Qué
cojones crees que van a conseguir?!
—Solo digo —comenzó, algo molesto—, que es una ventaja. Tenemos
más probabilidades de encontrarlas vivas que si no fueran todo eso. Estoy
seguro de que las subestimamos; y James lo hará también.
—Hugh ha intentado localizar el teléfono de Natalia. —Quise cambiar
de tema, no me encontraba con ánimos para decirle lo que pensaba al
respecto—. ¿Por qué no está aquí?
—Lo ha intentado —fue Ryan quién respondió—. Pero la última señal
de localización que emitía el móvil de mi mujer era en nuestra casa. Debe
de haberlo apagado y el teléfono no está allí, créeme, lo he buscado.
—Deberías implantarle un chip localizador a tu esposa —dije más
enserio de lo que me había esperado—. Me extraña que Natalia haya sido
capaz de apagar su móvil. —Aquella mujer vivía pegada a su Smartphone.
—Os he dicho que no son tontas —intervino Tarek—, y Natalia nos ha
visto actuar más veces de las que hemos sido conscientes. Si no quieren que
las encontremos, no lo vamos a hacer.
—¿Y qué sugieres que hagamos entonces, Sherlock? —espeté. Sin
darme cuenta, había empezado a hacer lo mismo que Ryan hacía unos
minutos, dar vueltas en la habitación.
—Lo que debimos hacer desde el principio y no lo que hemos estado
haciendo mal. Tenemos que dejar de buscar a esa rata... —Lo miré con
recelo—. Y tenemos que conseguir que el hijo de puta de James venga a por
nosotros.
—Claro, como es tan fácil... —ironicé.
—Tengo una idea —intervino Ryan.
—¿Cuál? —preguntó Tarek. En los labios de Ryan se dibujó una
malévola sonrisa.
—Vamos a quemarle la puta casa.
Capítulo 31

—¿No te parece que ir en tu deportivo es echar por tierra la discreción? —


Traté de hacerla entrar en razón por enésima vez—. Natalia, de nada sirve
dormir en un apartamento mundano si después te pavoneas con un coche de
más de cincuenta mil dólares.
—Pero es mi coche.
—Y seguirá siendo tu coche cuando hayamos terminado. Pero si Ryan
no nos ha encontrado ya, tu queridísima Holly Golightly[5] va a ser la que
nos delate. Es un milagro que no lo hayan hecho todavía.
—Agh, está bien —cedió—. Odio que tengas siempre razón. Pero hay
un problema.
—¿Cuál?
—No he traído suficiente dinero en metálico para alquilar otro y si hago
cualquier movimiento con la tarjeta, Ryan podrá encontrarnos.
—Pues vamos en guagua, Nati —sentencié después de unos instantes—,
que cuando tú no tenías coche en Gran Canaria la usábamos para ir al sur y
no se nos acababa el mundo. —Mi amiga me miró con cara de pena,
exhalando un suspiro de desánimo.
—De verdad, yo no nací para ser de la plebe —bromeó.
Nos habíamos pasado el día entero descansando y atiborrándonos de
comida china en aquel apartamento de Newark, pero, con la llegada del
anochecer, había llegado también la hora de poner rumbo al pueblo del que
mi amiga me había hablado. No teníamos del todo claro qué era lo que
íbamos a encontrar allí, pero teníamos la certeza de que James acabaría
apareciendo por aquel parque del que tanto hablaba, tarde o temprano,
aunque fuera tan solo para velar a su difunta esposa.
Después de recoger las pocas cosas que Nati había traído e irnos del
apartamento, nos encontrábamos en su queridísimo coche, estacionando en
un aparcamiento privado en el que mi amiga consideró que sería seguro
dejar a su pequeña durante unos días. Estaba a punto de abrir la puerta del
copiloto cuando la voz de Natalia me frenó, más seria de lo que la había
escuchado en mucho tiempo.
—Mel —me llamó, sin apartar la vista del BMW que teníamos delante
—. Voy a proponerte una cosa y vas a aceptar. —No tenía muy claro cómo
tomarme aquellas palabras, pero decidí no interrumpirla si no era capaz de
mirarme—. Si vamos a enfrentarnos a James, sobre todo si vas a hacerlo tú,
tienes que estar en tu mejor forma. Tienes que beber de mí.
—Eso no es viable, Nati. Lo haré de cualquier otro que se ponga a tiro.
—Me miró, exasperada debido a mi negación—. Además, si me alimento
de ti, tú estarás débil y no podemos arriesgarnos a que James nos coja con
la guardia baja.
—No podemos esperar a que se te aparezca alguien y que, además, te
parezca bien, que seguro que eres tan selectiva como lo eras con la comida
cuando eras humana. —Frenó mi intento de réplica levantando el dedo en
señal de silencio—. Hay tiempo de sobra para que me recupere en la
guagua, no es la primera vez que hago esto. —Aquellas palabras me
alarmaron—. Así que no tienes elección.
—¿Dónde quieres hacerlo? —accedí, sabiendo que sería imposible
hacerla cambiar de opinión.
—Podemos hacerlo aquí mismo. Está oscuro y nadie se dará cuenta.
Estaba más nerviosa de lo que había estado la primera vez que me
alimenté. No obstante, al mirar a la arteria que latía del cuello de mi amiga,
me di cuenta de lo mucho que había mejorado a la hora de alimentarme,
pues, en lugar de sentir un hambre atroz que me habría hecho lanzarme
hacia su cuello como un animal, la miraba con cierto desagrado.
Era mi amiga y no un trozo de pizza al que pudiera hincarle el diente.
Ella se apartó el pelo y alargó el cuello, haciéndome la tarea más
sencilla, o, al menos, intentándolo. La miré como si estuvieran tratando de
hacerme tragar un trozo de carne, prácticamente sentía náuseas al
imaginarlo. Cerré los ojos y aguanté la respiración mientras me acercaba.
Y la mordí.
El sabor de su sangre era dulce, demasiado dulce para mi gusto. Mi
amiga apenas se movió y no emitió sonido alguno cuando mis colmillos se
hundieron en la carne. Succioné rápido, tratando de pasar por aquel mal
trago lo más rápido posible. Sentí la mano de mi amiga sobre la nuca y me
aparté de inmediato.
—¿Te he hecho daño? —pregunté llena de angustia.
—No, sigue —ordenó—. Aún falta para que tengas todas tus fuerzas.
Esta vez obedecí sin protestar y la mano de mi amiga me trazó suaves
caricias sobre el cabello, queriendo darme ánimos. Me sorprendió que
Natalia tuviera tanta consciencia sobre las necesidades de los vampiros y
supiera hasta qué punto era necesario llegar, pero por fortuna, acabaríamos
pronto.
—Por cierto —balbuceó mientras succionaba, haciendo que estuviera a
punto de frenar de nuevo—, ¿tenías pensado decirme en algún momento
que seguías tirándote a Ash? —Me despegué de su cuello de golpe, casi
atragantándome con la sangre que aún no había terminado de succionar.
—¿Perdón? —Natalia se mostraba con el ceño fruncido, podría decir
que parecía incluso indignada.
—Ya me has oído. Después dices de mí y que si Las Vegas. ¡Tú eres
peor!

Las horas que duró el trayecto en guagua hasta la parada junto a la iglesia
de Marlboro Township le habían dado a Nati tiempo más que de sobra para
reponerse después de haber perdido sangre al alimentarme. A mí, sin
embargo, el camino se había hecho largo, tedioso y de lo más agotador con
ella durmiendo a mi lado y con un plasta empeñado en flirtear conmigo.
Solo dejó de hablarme cuando empecé, convencidísima, a insistirle en que
Donald Trump iba a salvar a Estados Unidos de los reptilianos como Barack
Obama.
—Natalia, despierta, ya hemos llegado —dije, sacudiéndole con
suavidad el hombro antes de que nos bajáramos.
Marlboro Township era uno de esos pueblos de Estados Unidos que en
España solo veíamos en las películas, con carreteras anchísimas
flanqueadas por árboles y en los que solo hay un instituto al que van todos
los adolescentes de la zona. Cuarenta mil habitantes, decía el cartel a la
entrada del pueblo.
—Pues es bonito —dijo Natalia de pronto, frotándose los ojos—. Según
el mapa, tenemos que ir por allí —afirmó señalando un sendero poco
asfaltado.
—No es por ahí —desmentí mientras observaba de reojo el mapa que
sostenía mi amiga—, tienes el sentido de la orientación en el culo.
Habíamos llegado a aquel lugar a las once de la noche y en pleno
diciembre, así que las calles estaban desiertas, a lo que, además, la
incesante lluvia que caía no ayudaba en lo más mínimo. Los negocios
estaban cerrados a cal y canto y las farolas de luz amarilla apenas
iluminaban el asfalto que pisábamos. Aun así, Nati tenía toda la razón y al
pueblo lo envolvía un aire de lo más pintoresco hasta de noche.
—Menos mal que he traído paraguas —dijo Nati, abriendo sobre
nuestras cabezas, uno lo suficientemente grande como para cubrirnos a
ambas sin problema—. Me he acostumbrado a llevarlo siempre encima,
Ryan es muy pesado en cuanto a mi salud y no quiere que enferme —bufó.
Nos encontrábamos a unos doscientos metros del hostal en el que
teníamos pensado hospedarnos cuando una camioneta se cruzó por nuestro
camino y, al pasar sobre un charco, nos empapó casi por completo.
—¡Joder! —exclamé al sentir cómo se me pegaba la ropa al cuerpo—.
¡Mira por dónde vas!
Llegamos al establecimiento empapadas, cansadas y sin saber cómo
íbamos a buscar a James. A decir verdad, habíamos acudido a aquel pueblo
perdido de Jersey guiadas por una corazonada y no por pistas sólidas y, al
hacerlo, no solo nos habíamos puesto en peligro a nosotras mismas, sino
que, además, habíamos puesto en una situación difícil a los chicos.
Cuando llegamos a la recepción del hostal, nos dimos cuenta de que
estaba vacía y que la campanilla que colgaba del techo para avisar de que
entraban clientes, apenas cumplía con su función, pues era casi inaudible.
Esperamos durante unos pocos minutos, pero nadie acudió, por lo que, harta
de esperar, Natalia comenzó a tocar el timbre que había sobre el mostrador
con fervor.
—¡¿Qué haces?! —espeté—, vas a despertar a todo el mundo.
—Me da igual —respondió—, podría haber sido un ladrón, en lugar de
nosotras, ¿es que no atiende nadie aquí?
Apenas medio minuto después bajó de la planta superior una mujer con
unas gafas de culo de botella, forrada con un jersey grueso algo desgastado
por el uso. Estaba despeinada, aunque había intentado organizar la maraña
que tenía de pelo en una austera coleta. Parecía resfriada.
—Buenas noches, queremos una habitación —dijo Natalia, sin darle
tiempo apenas a que llegara hasta el mostrador. La señora no se molestó en
disimular la mirada de desaprobación que le dirigió—. Disculpe la hora,
pero es que se nos ha averiado el coche y la grúa ha tenido que llevárselo al
taller. Íbamos camino a Ohio y no tenemos dónde dormir.
—Por supuesto —respondió la mujer en tono amable—. En esta época
del año no solemos tener muchos huéspedes, así que hay habitaciones de
sobra.
—Nos han dicho que hay unas vistas muy bonitas que dan al arroyo. —
La mujer arqueó una ceja, dubitativa—. Al menos, eso nos aseguró el dueño
del taller. —Se frotó la nuca con nerviosismo.
—¿Bill? —inquirió la mujer—. ¿Eso os dijo?
En la mente de Natalia se formó por combustión espontánea una guerra
entre lo que debía decir y lo que no. Se acababa de dar cuenta de que la
había cagado, para su consternación, y estaba luchando por salvaguardar de
alguna manera nuestra coartada sin parecer que fuéramos unas locas a las
que había que encerrar en la cárcel.
—No recuerdo su nombre de pila, ¿el dueño del Taller Parker & Son? —
Los pensamientos de aquella mujer eran de lo más tranquilos, pero el
nombre del taller había salido a la luz de entre ellos con suma rapidez.
Decidí aprovechar la información e intervenir de forma apresurada, así que
puse mi mejor cara de asombro y le di un codazo a mi amiga—. ¿Crees que
lo diría con segundas, Nati?
—Bueno —añadió la mujer—, no voy a preocuparme de las intenciones
que tuvieran las palabras de un mecánico viejo y cascarrabias si me ha
enviado a dos huéspedes, ¿no creéis? —Se dio la vuelta con una sonrisa y
cogió una de las llaves que tenía colgada a su espalda—. La habitación
ciento seis es vuestra, os acompaño. —La hostelera subió las escaleras con
parsimonia y nos condujo hasta la puerta amarillenta que había al final del
pasillo—. Es la estancia libre que mejores vistas al arroyo tiene. Ah, y el
desayuno se sirve a las siete. —Con una última sonrisa amable, abrió la
habitación y le dejó a Natalia las llaves antes de marcharse.
La estancia era sencilla, pero tenía cierto encanto rural que conseguía
que me resultase acogedora y relajante casi al instante de entrar. Los
pensamientos de Nati contaban una historia totalmente distinta. La cama de
matrimonio parecía algo antigua, la madera del cabecero lucía bastante
desgastada y el colchón lo cubría un edredón floral. El resto del mobiliario
estaba igual de desgastado, aunque no parecía en exceso estropeado.
Me preocupó un poco que la gran ventana estuviera vestida tan solo con
una cortina de visillo, la cual, sin duda alguna, iba a dejar traspasar la luz en
cuanto amaneciera. Natalia avanzó por la estancia sin atreverse a tocar
nada, como si no se fiara del trabajo de limpieza que hubieran realizado
aquel día, hasta acercarse a ellas. Asió la tela blanquecina con delicadeza y
me dedicó una mirada preocupada.
—Esto no va a ayudarnos mucho a tapar el sol —dijo, soltando el visillo
y sacudiéndose las manos.
—Coge esa silla de ahí y ayúdame a enganchar el edredón en la barra de
las cortinas —contesté mientras despojaba la cama de su cobertor, que
pesaba tanto que me planteé que dentro hubiese piedras y no plumón.
Nati, encaramada en la silla de madera, que era tan delicada que si
hubiese sido su marido el que se sentase en ella se habría roto, colgó la
gruesa tela de uno de los lados de la barra mientras yo hacía lo propio con
el otro lado. Con cada movimiento nuestro, la silla emitía un chirrido
alarmante que nos hacía estar en guardia ante una posible caída.
—Entonces —comenzó Nati cuando la ventana estuvo lo
suficientemente tapada—, ¿crees que le encontraremos?
—Según lo que me contaste, vino a este pueblo las veces suficientes
como para que alguien se acuerde de él —cavilé—. Quizás incluso viviera
aquí con Róisín. ¿Sabes cuándo murió?
—La fecha exacta no la sé, a Ryan no le gusta rememorar aquel
momento y a mí no me entusiasma entristecerlo. —No pude evitar
apenarme, tanto por él como por el hecho de que no tuviéramos alguna pista
—. Lo único que sé es que ocurrió hace seis años. Es relativamente
reciente.
—¿Reciente? —me sorprendí—. Bueno, supongo que la línea temporal
vampírica es diferente a la humana, aún no consigo hacerme a la idea.
—Lo que para mí es mucho tiempo, para ustedes, los vampiros, no lo es
—me dio la razón.
—Además, aunque se tratase de una relación que acabó mal —seguí
argumentando, mis pensamientos ensombreciéndose a medida que hablaba
—, de un amor tóxico incluso, seguimos hablando del vínculo de un
vampiro con su luaidh. Probablemente James no supere esa pérdida nunca.
—¿Qué se siente?
—¿Cómo? —me distrajo.
—¿Qué se siente con el luadhadh? —insistió.
—¿Que qué…? —La pregunta de mi amiga me pilló completamente
desprevenida—. ¿Y por qué se supone que tengo yo que saberlo? No llevo
siendo vampira ni un año. —Traté de disimular, pero Nati me conocía y
sabía leerme como si fuera un libro.
—¿Quién soy, tu madre? —inquirió con una ceja enarcada—. No me
engañaste cuando todo el instituto creía que Jonay y tú eran la pareja del
siglo y tampoco me vas a engañar ahora, Melisa.
—Bueno, deberías dormir algo, que todavía tienes que reponer fuerzas
—cambié de tema—. He pensado que, tal vez, por la mañana puedas buscar
información sobre si James vivía por la zona, o si lo conocen.
—¿Por qué por la mañana?
—Es seguro —afirmé—. Y así, si averiguas algo más, podemos dar el
siguiente paso, en lugar de esperarlo aquí.
—Vale, vale. Dejaré que te salgas con la tuya y no me contestes, pero no
engañas a nadie.
A regañadientes, pero dando la batalla por perdida, Nati entró al baño,
del que salió enfundada en su pijama y con el pelo recogido. Yo, algo
menos remilgada, decidí darme una ducha antes de ponerme cómoda.
Cuando salí, oliendo a jabón como tanto me gustaba, mi amiga ya se había
dormido.
Capítulo 32

Por más que lo intenté, no fui capaz de dormir nada en absoluto. Me pasé
las horas, hasta que Natalia se despertó, dando vueltas sobre el colchón,
enredada entre las sábanas de franela a cuadros de la cama del hostal.
No podía evitar estar nerviosa y que me invadiera un mal
presentimiento, por no hablar de que era incapaz de dejar de pensar en Ash.
Sabía que me iba a matar cuando me encontrara, si es que no lo hacía James
antes. Me mordí el labio al pensar en lo que le podría decirle para calmarla.
Natalia se marchó después de desayunar, en torno a las ocho de la
mañana, tal y como le dije que hiciera, para buscar cualquier información
posible sobre James, si es que alguien en el pueblo era capaz de recordarlo.
Quisimos pensar que no sería una persona fácil de olvidar, pues, aunque me
produjese arcadas solo pensarlo, James era bastante atractivo y, conociendo
al marido de mi amiga, me imaginaba que Róisín habría sido una mujer
impresionante.
Marlboro Township era un pueblo relativamente pequeño, de esos en los
que todo el mundo se conoce, por lo esperábamos tener éxito al preguntar
por él.
No sabía qué hacer en la habitación del hostal, pero sentía que, si seguía
tumbada sobre el colchón, dando vueltas, terminaría por romper las
sábanas. Tenía que distraerme como fuera.
La televisión fue mi único consuelo, a pesar de que tampoco es que
tuviera un número excesivo de canales. De los distintos programas que vi a
medida que iba zapeando, me quedé con un maratón de Friends que estaban
poniendo. Según parecía, había reposiciones en todos los países. No tenía
muy claro cuántos episodios me había tragado, pero, cuando Nati volvió,
cargada con unas cuantas bolsas que desprendían olor a sándwiches recién
hechos, Ross le estaba gritando a Rachel su famosísima frase: “¡estábamos
tomándonos un descanso!”.
—¿Has averiguado algo? —pregunté, levantándome como un resorte de
la cama.
—Tranquilízate, Mel —me regañó—. Vamos a comer y te cuento. ¿Eso
es Friends?
A la par que engullíamos los bocadillos, Nati me fue contando lo que
había conseguido indagar por la zona. Según me informó, había ido por ahí
diciendo que era la sobrina de James Harris y venía al pueblo a comunicarle
que su hermano, el supuesto padre de Natalia, había fallecido, pero que, al
parecer, la dirección que tenía su familia no era la correcta.
—La cajera del supermercado —relató, mirándome con fijeza— me dijo
que sabía de quién le hablaba: del solitario propietario de una de las
mansiones del pueblo, que hacía unos años que era viudo. —Le dio un buen
mordisco a su bocadillo de atún con aguacate antes de proseguir—: para
asegurarme de que hablábamos de la misma persona, le pedí que me lo
describiera. Y adivina qué.
—¿Bingo? —contesté, esperanzada.
—Exacto —afirmó ella con una sonrisa—. Me contó que apenas se le
veía por el pueblo desde entonces, que pasa alguna que otra temporada
fuera, pero sigue viviendo aquí. De vez en cuando hace la compra por
internet para que se la envíen a domicilio —continuó—. La verdad es que
ha sido fácil dar con él, la cajera estaba más que dispuesta a darme la
dirección. Me pregunto si eso no viola la ley de protección de datos… —
divagó, alzando la vista al techo y encogiéndose de hombros—. No
entiendo cómo Ryan no ha pensado en esto, ha estado chupado.
—A lo mejor no saben que sigue viviendo ahí —traté de justificarlo.
—Really? —Me miró como si fuera tonta—. La cajera me lo ha dicho a
la primera, si hubiese sido Ryan el que preguntara, no habría tardado ni un
segundo en responderle.
—Tal vez —empecé—, y solo tal vez, tu marido no ha podido hacer el
mismo tipo de investigación que tú, ya que él, y solo lo digo por decirlo —
quise burlarme—, no puede salir de día, Nati. ¿A quién iba a preguntarle, de
noche, en un pueblo en el que cierra todo al caer el sol? —Ella bufó.
—Me lo podía haber pedido a mí. —Fue entonces cuando estallé en
carcajadas—. ¿De qué te ríes?
—Cariño, si de tu marido dependiera, no saldrías de su cama nunca.
Mucho menos te iba a poner en peligro.
Natalia, ignorando mis palabras, se levantó y recogió los envoltorios de
los sándwiches para tirarlos a la basura. Si pensaba algo diferente a lo que
le había dicho, no lo mostró. Miré el reloj y me di cuenta de que todavía
quedaba bastante para que anocheciera, por lo que aún teníamos tiempo
para intentar trazar un plan cuyo desenlace no incluyera nuestras muertes.
—¿Nati, tienes miedo? —le pregunté de pronto a mi amiga—. Aún
puedes echarte atrás si quieres. No podría vivir si te pasara...
—No, no lo tengo. —Sabía que me mentía, no solamente porque pudiera
escuchar sus pensamientos, sino porque se lo veía reflejado en los ojos—.
Solo quiero acabar con él, de una vez por todas para que podamos vivir
tranquilamente.
—Pero no tienes por qué formar parte directa de ello —insistí.
Quería que Natalia tuviera claro que podía parar, que no tenía por qué
arriesgarse y, que, si lo deseaba, podía marcharse. La mirada que me dirigió
al sentarse a mi lado demostraba, aun así, que lo sabía. Si algo había en su
rostro, además de temor, eran coraje y determinación. No logré controlar las
emociones y me abalancé sobre ella, envolviéndola en un abrazo y
tirándonos a ambas sobre el colchón.
—Te quiero muchísimo —le dije mientras la estrujaba entre mis brazos
—. Lo sabes, ¿verdad?
—… Tía —respondió entrecortadamente—, que me aplastas.
Al darme cuenta de que la estaba abrazando con más fuerza de la que era
mi intención, la liberé del lazo en lo que me secaba la lágrima que se me
había escapado con la emoción del momento.
—En serio, Nati, eres la mejor amiga que podría querer cualquier chica
—insistí, viendo cómo también se le agolpaban a ella los sentimientos en la
garganta—. Humana o vampira.
—¡Joder! —exclamó mientras trataba de evitar las lágrimas,
abanicándose los ojos con las manos—, ¡que con las prisas para salir de
Nueva York el rímel que cogí no es waterproof!
—Quién te ha visto y quién te ve… —traté de aligerar el ambiente.
—Calla, anda. Mel —dijo, acallando las risitas que le había provocado
el comentario—, todo esto va a salir bien. Con tu inteligencia y mi ingenio
no hay quien nos pare.
Pasamos las horas que precedieron al anochecer hablando de
nimiedades, como cuando compartíamos piso y las fiestas a las que Natalia
solía arrastrarme eran tan intensas que no nos permitían movernos del sofá
hasta pasados tres días.
La verdad era que hablar de tonterías nos ayudó a tranquilizarnos. Para
cuando la noche había caído, los miedos habían desaparecido prácticamente
por completo.
—Es hora de movernos —me dijo—. Nos toca separarnos.

Esperaba que mi amiga supiera lo que hacía. Por más que confiara en ella y
en sus dotes para no dejarse pescar por James, no podía evitar tener la
sensación de que, si él lo deseaba, se haría con su precioso cuello en menos
de un segundo. De no ser porque era más que consciente de mi respiración,
habría jurado que estaba hiperventilando.
Caminaba de un lado para el otro entre los arbustos, nerviosa, tratando
de buscar la manera de tranquilizar a mis locos pensamientos y de evitar, a
la vez, que las pisadas me traicionasen haciendo más ruido del que debían
contra la hierba húmeda. Tenía que concentrarme, pero hacerlo era mucho
más difícil que decirlo. Con cada vuelta que le daba el plan, más imposible
me parecía lo que estábamos haciendo.
Me dije que no sabía por qué estaba tan nerviosa, que no era una certeza
que James fuera a aparecer. Ni siquiera podíamos estar seguras al cien por
cien de que estuviera en el pueblo. Sabíamos que acudía con frecuencia,
pero ¿con cuánta? Por poder, podía estar en cualquier maldita parte del
mundo.
Nos lo estábamos jugando todo a una corazonada.
Para amainar los nervios, decidí quedarme quieta y cerrar los ojos. Era
necesario que me familiarizase con el lugar que me rodeaba, pues debía
estar alerta ante cualquier imprevisto y la intolerancia al sol no me había
permitido explorar el terreno durante el día.
Apenas se escuchaba nada a mi alrededor salvo por el viento entre las
ramas de los árboles, el correr del agua del riachuelo y algún que otro coche
que atravesaba la carretera más cercana. En cuanto a seres vivos, solo era
capaz de oír alguna lechuza pululando a lo lejos.
El enorme claro que había delante de mí, y del que me separaban escasas
filas de árboles y el arroyo, estaba vacío salvo por una mesa de picnic a la
que malamente daba luz una farola. Me encontraba, sin duda alguna, ante el
merendero que frecuentaron James y Róisín durante los años previos a la
fatal paliza que había terminado con la existencia de la vampira.
Por un momento, quise imaginarme cómo habría sido la vida de Róisín
antes del fatídico día. ¿Habría sido feliz? ¿Cómo era James con ella al
principio? Me costaba imaginármelo como alguien enamorado, pero él
decía que Róisín era su luaidh. Era muy poco probable que la hubiese
seducido sin tratarla bien, al menos al principio. Sin poder evitarlo, me
abarcaron enseguida dos sentimientos: el de pena por ella y el de compasión
por Ryan.
De la nada, un fuerte aroma a vainilla me acució desde el oeste,
activando todos y cada uno de mis sentidos. Después de semanas y semanas
de cautiverio, había aprendido a reaccionar a la fragancia que desprendía
James.
Agudicé la vista, tratando de encontrarlo en la lejanía, pero me resultó
imposible. Pese a mis reparos y quejas mentales, me froté contra el cuerpo
toda la vegetación que tenía a mi alcance; si yo era capaz de oler su
perfume, él podría percibir el mío si no lo camuflaba lo suficiente.
El tiempo que tardase el vampiro en aparecer iba a hacérseme eterno.
—Buenas noches, querida —habló James—. Espero que te haya dado
tiempo a disfrutar del pintoresco Marlboro Township antes de esta noche.
Quizás has descubierto qué es lo que hace de él un lugar tan especial.
Aquellas palabras hicieron que un escalofrío me recorriese la columna
vertebral. Sabía que no se trataba más que de palabrería y que estaba
intentando dejar clara cuál era su posición de superioridad, pero su actitud
me ponía enferma. Acababa de entrar en el claro y la farola comenzaba a
iluminarle. Andaba sereno y altivo; aunque sabía a la perfección que no lo
era, también parecía un auténtico caballero.
—También espero que no hayas tenido la osadía de pensar que, porque
estás en el lugar favorito de mi Róisín, voy a ser… ¿Cómo decirlo? Más
clemente contigo —continuó. Su tono de voz sonaba distinto al que había
empleado conmigo durante el secuestro, más inestable. Se notaba que,
aunque mantenía el control sobre sí mismo, no tenía el de la situación—.
Solo a ti se te ocurriría semejante estupidez, humana tenías que ser.
Desde donde estaba se escuchaban los alterados pensamientos de
Natalia, que, aunque trataba de mostrarse tan altanera e impasible como él,
no lograba esconder lo que su subconsciente le gritaba. Estaba tan aterrada
que no era capaz siquiera de responderle.
James la miró de arriba abajo, examinándola como quien comprueba una
mercancía que está en mal estado. Haciéndolo debió de reparar en el
cuchillo de plata que Nati tenía medio escondido en el cinturón, porque le
dirigió una sonrisa ladeada que aprovechó para enseñarle los colmillos.
A pesar de la distancia que me separaba de ella, sentía cómo mi amiga
temblaba bajo las capas de ropa y a James, que también era capaz de
percibirlo, aquello comenzó a hacerle sentirse invencible.
Esperaba, impaciente, la señal que Natalia debía darme, pero comenzaba
a dudar si sería capaz de moverse antes de que James la apresara. Mi temor
era no conseguir llegar hasta ella a tiempo, aunque ahora fuera bastante más
rápida que cuando era una humana. Ojeé con rapidez el perímetro; Nasra no
parecía estar por ninguna parte.
El vampiro, con ese aire de dominancia y entereza que tanto le
caracterizaba, alcanzó a Nati en apenas un par de zancadas y la levantó del
suelo, agarrándola por el cuello.
—¿Dónde está tu marido? ¿Eh? —le preguntó, acercándosela al rostro
tanto que parecía estar incluso olisqueándola—. Dudo que te haya dejado
venir sola, no es taaaaaaaan imbécil. Después de todo lo que te hice cuando
fuiste mi muñequita de trapo, ¿no tiene miedo de que acabe lo que empecé?
—Aunque Natalia hubiese querido responderle, no podía, incluso sus
pensamientos eran incapaces de centrarse en otra cosa que no fuera tratar de
volver a respirar. Con la fuerza que teníamos los vampiros, si no distraía a
James iba a terminar por ahogarla en cuestión de segundos.
Sin pensármelo dos veces, me aferré a la rama que tenía más cerca y la
quebré de un tirón. James, sorprendido por el ruido y seducido por la idea
de que se tratase de Ryan, giró la cabeza en mi dirección, aflojando así su
agarre del pescuezo de Nati. Ella, tras inhalar fuertemente, y aprovechando
la situación, se sacó rápidamente del bolsillo del abrigo la jeringuilla con
belladona que llevaba escondida y se la clavó con todas sus fuerzas en la
hendidura entre el trapecio y la clavícula.
Corrí tan rápido como pude, pero me fue del todo imposible alcanzarles
antes de que a James le diera tiempo a reaccionar. Todo lo que sucedió
después transcurrió ante mi mirada como a cámara lenta y sin que yo
pudiera remediarlo. A James se le transformó el rostro, que había pasado de
mostrar condescendencia a reflejar, si cabía la posibilidad, algo de temor.
Sin embargo, aquel sentimiento le duró apenas unos segundos y sus ojos
se tornaron entonces en acusadores. A la par que se arrancaba la jeringuilla
de forma tan violenta que se hizo una herida, estampó a Nati contra el nogal
más cercano de un manotazo.
James se agarró, tambaleante, a la mesa de picnic y fue entonces cuando
me di cuenta de que luchaba por mantenerse en pie. La fuerza del golpe que
había recibido Natalia fue tal que aún daba la sensación de que tuviera la
mano de James contra la garganta, pues no conseguía coger aire y parecía a
punto de perder la consciencia. Confiando en que la belladona contenida en
la jeringuilla hiciera efecto, me acerqué a mi amiga para asegurarme de que
no hubiera sufrido ninguna lesión grave. Nati trataba de respirar con
dificultad, pero poco a poco fue recobrando el aliento, aunque continuaba
sin poder articular palabra alguna.
—¿Estás bien? —quise asegurarme. Ella asintió.
Tras el minuto más largo de mi vida, Natalia se recuperó del todo y
logró hablar. Cuando lo hizo, su voz sonó tan áspera como la de un
enfermo:
—Mel. —Tosió ligeramente y señaló con el dedo detrás de mí.
Llevada por el instinto de supervivencia y, pensando que iba a sufrir las
consecuencias de haber drogado a James, me giré de golpe.
—Hijo de puta… —balbuceó mi amiga.
No quedaba ni rastro de aquel cerdo.
Capítulo 33

La noche siguiente a que a Ryan se le despertasen los instintos de pirómano,


y a tan solo unos pocos kilómetros de la desviación de la carretera que
llevaba a Marlboro Township, el estruendo de mi teléfono nos sobresaltó a
todos los ocupantes del coche de Tarek.
—¿Qué pasa Hugh? —respondí—. Estás en manos libres.
—Tengo buenas y malas noticias. —Me recorrió la espalda un doloroso
escalofrío al que siguió un silencio de lo más incómodo.
—Dispara de una puñetera vez, poli —espetó Ryan, dando voz a mis
pensamientos—. Dime que las has encontrado.
—Casi.
—¿Cómo que casi? —Podíamos sentir cómo se iba crispando—. ¿Qué
coño significa eso?
—Deja que hable, Ryan —acometí. El Egipcio conducía, cómo no, sin
apenas inmutarse.
—He localizado el deportivo. —Un sonoro suspiro salió de los labios de
mi amigo, ¿o fue de los míos?—. Está en un parquin de Newark, en la
Decimoséptima Avenida. Lo registraron hace apenas veinticuatro horas.
—¿En Nueva Jersey? —pregunté confusa—. ¿Qué coño hacen en
Jersey?
—Me da igual a lo que hayan ido —zanjó Ryan—. Tarek da la vuelta. —
El aludido apenas le dedicó una ligera mirada por el espejo retrovisor—. Te
digo que des la vuelta.
—Bueno, veo que la princesa va a empezar con el berrinche, así que te
dejo —y colgó.
—Te juro que algún día mataré a ese maldito poli —me amenazó—. Da
la puta vuelta, Tarek. —Aunque no había gritado, algo poco habitual en él,
su tono no dejaba lugar a dudas.
—¿Crees que deberíamos volver? —le pregunté a El Egipcio.
—¡¿Estás de coña?! —Ahora sí que gritaba.
—Puede que ya no estén allí —argumenté, a lo que Tarek se limitó a
encogerse de hombros—. Es decir, ¿cuáles son las probabilidades de que
hayan ido a buscar a James a Jersey?
—Claro, a Natalia le han robado el coche y los ladrones han tenido la
cortesía de dejarlo en un recinto de estacionamiento privado, por supuesto
—siguió Ryan, empezando con las ironías.
—Piénsalo un momento, Ken. No seas cabezota. —continué. A Tarek se
le dibujó una ligera sonrisa—. Se han tomado las suficientes molestias
como para no utilizar sus líneas de teléfono ni tarjetas de crédito. No
quieren que las encontremos. ¿De verdad crees que van a estar
esperándonos sentadas junto al coche a que las vayamos a recoger?
—¿Y si lo están? —insistió, más por pura cabezonería que por sentido
común.
—No van a estar —volví a negar.
—Tarek, da la vuelta —continuó ordenándole—. ¡Da la vuelta o me bajo
aquí mismo del puto coche!
El Egipcio, sin perturbarse demasiado, frenó su inmenso todoterreno en
el arcén de la desierta carretera.
—Pues bájate, Ken —concedió—. Quizás el fresco te ayude a pensar un
poco.
Ryan, tan orgulloso como era, abrió la puerta del Conquest y se bajó
dando un portazo, sin decir ni una palabra. Tarek, que siempre había sido
incluso más cabezota que el mismísimo Ryan, retomó la marcha y lo dejó
en la lejanía. Al principio, vi al imbécil de mi mejor amigo sorprenderse,
pero tardó poco en comenzar a caminar en sentido contrario a nosotros.
—Joder, ¿se puede ser más necio? —Acompañé las palabras con un
golpe al salpicadero por el que Tarek me dirigió una mirada fulminante—.
Perdón, perdón.
—¿Voy a tener que pedirte a ti también que te bajes?
—No podemos dejar que Ryan vaya solo —sentencié—. Al menos, no
en el estado en el que está.
—Ya es mayorcito, Barbie —afirmó, aunque yo no estaba del todo
convencida de que su edad fuera indicativa de su capacidad para cuidarse
—. Tenemos un plan, ¿no? Por una vez, lo que ha propuesto Ryan tiene algo
de sentido, así que yo opino que debemos llevarlo a cabo.
Quizás el tono de Tarek era jocoso, y también tenía razón al insinuar que
no todas las ideas de Ryan llegaban a buen puerto, pero no me parecía que
dejarle colgado fuera lo más indicado. ¿Y si, finalmente, tenía razón y las
chicas estaban en Nueva Jersey?
—Creo que deberíamos ir con él —dije, arrepintiéndome casi de
inmediato.
—Si de verdad es lo que quieres… daré la vuelta —dijo tras echarme un
vistazo y comprobar que me asaltaban las dudas.
El Egipcio cambió de dirección, aprovechando lo desierta que se
encontraba la carretera, y no tardamos demasiado en dar alcance a nuestro
amigo. A lo lejos, seguía avanzando con paso seguro por el arcén. La
estampa que se presentaba ante nosotros resultaba casi cómica. Ryan, que
cada vez que se enfadaba tendía a levantar los hombros, deambulaba como
un troglodita sin percatarse de que el coche avanzaba a su lado. Tarek bajó
la ventanilla antes de dirigirse a él:
—¿Qué tal, guapa? —le dijo, a lo que Ryan le dedicó un aspaviento—.
¿Cuánto cobras por una noche? —El aludido respondió con una peineta sin
dejar de avanzar—. ¿Y por una hora? Puedo ser muy cariñoso.
—Vete a la mierda —habló.
Continuaron así durante al menos un par de minutos más, Tarek
lanzándole besos volados desde el coche y Ryan encendiéndose cada vez
más. Yo no pude reprimir la risa en más de una ocasión, pero, transcurrido
un tiempo que estimé más que suficiente, me vi obligada a ponerle fin a
aquello.
—Déjalo ya, anda —le pedí a Tarek—. Ryan, venga, deja de hacer el
idiota y sube.
—¿Por qué iba a hacer eso? —No aminoró el paso, cabreado como
estaba.
—Porque a pie vas a tardar mucho más que si vamos en coche. —
Finalmente, El Egipcio detuvo el vehículo, obligando con ello a nuestro
amigo a pararse.
—¿Y se puede saber qué es lo que os ha hecho cambiar de idea? —
inquirió con las cejas levantadas. Íbamos a tener que hacerle la pelota si
queríamos que se le bajasen los malos humos—. Hace menos de cinco
minutos os parecía ridículo y una pérdida de tiempo volver a Newark.
—Pensamos que es mejor que alguien cuide de ti —le respondió El
Egipcio, echando por tierra así mis planes de adular al obstinado vampiro
—. No es que a ti se te dé demasiado bien hacerlo. —Le dedicó una amplia
sonrisa en la que mostró sus relucientes caninos.
—Se me daba bastante bien antes de que tú aparecieras —reprochó.
—¡Oh, por el amor de Dios! —me quejé—. Sois dos putos críos.

Llegamos a Newark en torno a las once de la noche, por lo que aún


teníamos unas cuantas horas por delante, antes del amanecer, para
investigar en el aparcamiento qué era lo que se les había perdido a las
chicas en Newark y adónde podían estar tratando de ir desde allí. Entrar al
parking con el mastodonte que era el todoterreno de Tarek resultó ser
misión imposible, así que El Egipcio tuvo que quedarse en la calle mientras
Ryan y yo bajábamos a hablar con el personal de turno.
Si anteriormente había creído que Ryan estaba nervioso, me había
equivocado. Notaba la tensión que el cuerpo de mi amigo estaba soportando
y, en cierta medida, sentí lástima por él. Por mucho que me hubiese
encantado la idea de encontrarnos con nuestras dos descerebradas mujeres
en aquel mugriento aparcamiento, era plenamente consciente de que no iba
a ser así.
Las chicas estarían, más que posiblemente, a kilómetros de nosotros,
pero al menos de aquella forma podíamos buscar alguna pista que nos
llevara hasta ellas. Y, con suerte, algo que nos dijese que se encontraban a
salvo.
La mayoría de las plazas de aparcamiento estaban ocupadas y el cuartito
de recepción en la entrada estaba vacío. Por mucho que nos esforzamos en
buscar a un maldito vigilante, no encontramos a ninguno en aquella planta,
al menos no en su puesto.
—Seguro que han puesto a un maldito niñato a vigilar —gruñó Ryan—.
Habrá ido a fumarse un porro.
—Pareces un abuelo quejica —me burlé—. Tal vez el chaval está
haciendo una ronda, o puede que ni siquiera se trate de un... ¿Cómo has
dicho? Ah, sí, niñato.
—¡Eh, tú! —gritó en cuanto vimos a un tipo uniformado doblando la
esquina hacia nosotros. El hombre se apagó en la suela de una de las botas
el cigarrillo que estaba fumándose antes de acercarse.
—¿Sí? —contestó con una especie de gruñido. Era bastante corpulento,
más o menos del mismo tamaño de Ryan, y sus pensamientos reflejaban
que estaba bastante de vuelta de todo. Acababa de colgar una llamada con
su esposa en la que habían discutido por cuarta o quinta vez ese día. El
hombre se frotó los ojos con los dedos antes de volver a hablar—: ¿Puedo
hacer algo por vosotros? Las máquinas de pago son automáticas.
—Estoy buscando mi coche —dijo Ryan sin más.
El rostro del hombre apenas se inmutó, pero sus pensamientos bien que
reflejaron lo desconfiado que se sentía de nosotros. Escuché cómo se decía
a sí mismo: «¿acaso no sabe cuál es y dónde lo dejó?».
—Es un Infiniti Q50 Eau Rouge, matrícula KNR 1914 —prosiguió.
—¿Y tengo que saber dónde se encuentra porque…? —La
condescendencia del guardia de seguridad era cada vez más notable—.
Mire, si estaba tan borracho cuando lo aparcó como para no acordarse de en
qué plaza lo hizo, no es mi problema. —El hombre chasqueó la lengua y se
dio la vuelta con intención de marcharse, así que decidí decirle a Ryan por
dónde tirar. Estaba bastante claro que el tío era un misógino, así que a mí no
iba a hacerme ni caso.
«Su mujer».
«¿Qué?», me preguntó al no entender nada.
«Ha discutido con su mujer».
«Y yo pronto lo haré con la mía».
«No, zoquete, háblale de tu mujer, dile lo enfadado que estás y úsalo a
nuestro favor». Joder, como no lo entendiera era yo la que iba a empezar a
ponerse nerviosa.
—¡Ah! —respondió Ryan, esta vez dando voz a sus pensamientos. El
guardia de seguridad, al escucharlo, se dio la vuelta.
—¿Has dicho algo? —preguntó.
—No, nada —contestó Ryan, al cual me dieron ganas de asesinar en
aquel momento—. ¡Joder! —volvió a gritar, llamando aún más la atención
del hombre—. Te juro que voy a matar a esa mujer en cuanto la encuentre
—me decía, esta vez a mí, ignorando al guarda que se había quedado
mirándonos—. Cuando te casas nadie te advierte de que te van a quitar la
casa, el puñetero coche o, ya si me pones, la maldita vida. —Hizo un gesto
exasperado con la mano—. De esta me divorcio.
—¿No tienes un duplicado de la llave? —intervine para darle
credibilidad a sus palabras.
—Claro que la tengo —espetó—, pero primero tengo que encontrar el
coche. Lo último que sé es que pagó con la tarjeta de crédito aquí.
—¿Tiene los datos de la tarjeta? —preguntó, esta vez el guarda—. O
dígame el nombre de su mujer, al menos, y veré qué puedo hacer.
—No sabe cuánto se lo agradezco —peloteó Ryan—. Llevo horas
buscando. Ella se llama Natalia Knight, es posible que viniera con una
amiga, una rubia más o menos igual de alta que ella —acompañó las
palabras con un gesto en el que me señalaba—, y con cara de perdonar
vidas.
—Sí que miraba de esa forma —confirmó—. Mire, puedo decirle dónde
está su coche y le comprendo perfectamente, a mí mi mujer también me
quita el mío cuando le viene en gana. Y cuando se lo reprochas, encima, se
enfada. Mujeres, ¿quién las entiende?
La especie de camaradería que se había formado entre ellos a raíz de una
conversación en la que despotricaban, no solo de Melisa y Nati, sino de las
mujeres en general, no me estaba haciendo nada de gracia, a pesar de que
hubiera sido idea mía. No obstante, lo ignoré y fui testigo de cómo el
guardia nos acompañaba hasta su cuartito, en el que Ryan le repitió, una vez
más, la matrícula del coche para que la buscase en el registro.
—Planta menos tres, plaza P1 —nos informó.
Y, efectivamente, ahí estaba. El coche rojo que mi amigo solía cuidar
con casi tanto mimo como a su moto antes de que se lo regalase a Natalia.
—¿Sabes una cosa? —dijo cuando me estaba sacando del bolsillo las
ganzúas, que siempre llevaba encima, para abrirlo y que pudiéramos
rebuscar dentro—. Si lo llego a saber, no se lo doy.
—Siempre me sorprendió la rapidez con la que se lo diste —expresé
justo antes de abrir la puerta con un gesto triunfal—. Voilà.
Me separé del coche y dejé que fuera mi amigo quién iniciara la
búsqueda de alguna pista que pudiera llevarnos hasta las chicas, pero Ryan
parecía dudar. Su actitud me sorprendía. No sabía si estaba más deseoso de
encontrar algo o de no encontrarlo, ante el temor de que les hubiera podido
pasar cualquier cosa.
No hallamos demasiadas pistas que nos dijeran sus planes futuros, pero
sí que nos contaran cómo habían acabado allí. Junto a un par de envoltorios
de piruletas de cereza, en la guantera, estaba la tarjeta de embarque con la
que Melisa había viajado desde Detroit hasta Newark, un par de recibos de
gasolineras y dos teléfonos móviles. Tras echarles un vistazo identifiqué
uno de ellos, el de Natalia, el otro era de prepago.
En los asientos traseros no se veía nada fuera de lo normal, por lo que
Ryan decidió abrir el maletero para echar un último vistazo. Tras el sonoro
clic que emitió el sistema de cierre del vehículo, salimos para revisarlo.
Detrás había una gran maleta.
—¿La reconoces? —le pregunté, aunque el ceño fruncido de Ryan ya me
daba la respuesta.
—Es de Natalia.
—¿Y vas a abrirla? —Me impacientaba que no hiciera otra cosa salvo
observarla como si intentara desintegrarla con la mirada.
Al ver que Ryan no se movía, fui yo quien lo hizo. Había poco más que
ropa y zapatos, tanto de Natalia como de Melisa.
—Melisa debió de ponerse en contacto con ella cuando estábamos en el
motel con el socio de James. Le pediría a tu mujer que le sacase un billete
de avión y le trajese algo de ropa y se reunieron aquí —cavilé, rebuscando
entre las prendas por si encontraba algo más—. Si han dejado aquí todas sus
cosas, o no están muy lejos, o pretenden volver.
—Hay una tercera opción —balbuceó, apenas sin fuerza—. Puede que…
—No pienses en eso —lo corté—, de ser así, no estaría todo aquí, sino
desperdigado y mal puesto.
—Necesito coger aire.
Perseguí a Ryan por todo el aparcamiento, que se dirigía a paso firme
hacia la salida, más ofuscado incluso que antes de que llegáramos allí.
Estaba tan tenso que apenas se dio cuenta del gesto de despedida que le
hizo su colega el guarda de seguridad al salir.
Pasó de largo junto a Tarek, que me miró, interrogante, sin entender qué
puñetas había pasado en aquel subterráneo. Me apoyé en su coche junto a él
y me encendí un cigarrillo tanto para esperar que se calmaran los ánimos
tanto de Ryan, como los míos.
—Hemos encontrado todas sus cosas en el coche —le expliqué tras dar
una calada—; ropa, zapatos, sus móviles… Todo salvo sus carteras y
cualquier pista que nos indique a dónde coño han podido ir. —El Egipcio
sonrió.
—Y, entonces, ¿por qué está Ken así? —preguntó—. Que solo falten sus
carteras significa que están bien.
—Se teme lo peor —suspiré—. Y yo ya tampoco sé qué cojones
esperarme.
Tras lo que parecieron los minutos más largos de toda mi existencia,
Ryan volvió algo más calmado, pero no demasiado. De pronto, sonó su
teléfono.
—Joder, otra vez este puto número —espetó, poniendo la llamada en
silencio—. Me ha llamado ya tres veces.
—¿Tres veces? —quise cerciorarme—. ¿Y qué haces que no contestas?
—Seguro que es algún comercial pesado. No tengo humor para ser
diplomático.
—¿Un comercial a la una de la madrugada? —solté con sarcasmo—.
¡Cógelo, imbécil! —Aunque me dedicó una mirada hostil, obedeció.
—¿Quién coño es? —preguntó con brusquedad.
—A mí no me hables... en ese tono. Y… ¿por qué has tardado tanto en
responder? —Escuchamos la voz de Natalia, que parecía seria, aunque
cansada, al otro lado de la línea—. ¿Hola? Ryan… —dijo al no obtener
respuesta.
—¡¿Nati?! —El tono de Ryan, aunque tardó unos segundos en
contestarle, denotaba a partes iguales ira y alivio—. Estás bien, joder.
¡¿Dónde cojones estás?!
—Primero tranquilízate —respondió—. Estoy en Marlboro Township —
tosió—, el pueblo en el que vivía James con Róisín.
A Tarek se le escapó una sonora carcajada que no acalló, a pesar de la
mirada asesina que le dirigimos.
—¿Qué? —contestó El Egipcio, tratando de reprimir una sonrisa—.
Tiene gracia.
—¿Y qué diablos haces allí? —volvió a la conversación Ryan, haciendo
acopio de toda su fuerza de voluntad para no estallar—. ¿Por qué no te has
llevado el móvil?
Al darme cuenta de que mi amigo iba a hacer poco más que reprocharle
a Natalia las cosas que había hecho desde que se marchó con Melisa, traté
de quitarle el teléfono. Pero no tuve éxito, pues Ryan me frenó con el
antebrazo. Ambos nos perdimos parte de la conversación con el forcejeo, y
lo único que alcanzamos a escuchar tras el auricular fue:
—Casi lo teníamos.
—¿Qué? —respondió, perplejo.
—Pon el manos libres, Ryan —pidió—. No quiero repetirme cuando
hable y sé que estás con los demás. —Su marido obedeció—. Siento
haceros pasar por esto, pero Melisa me necesitaba —se excusó—. Fuimos a
por él y casi lo logramos.
—¿Cómo que casi? —pregunté—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está
Melisa?
—Conseguimos engañarlo, averiguamos cómo encontrarle y le hicimos
creer que estaba sola. La idea era drogarlo lo suficiente para poder matarle,
yo sería el cebo. —Paró para coger aire forzosamente, por lo que deduje
que no se encontraba bien, aunque no quise hacerlo latente para no alertar
más a mi amigo—. Quizás la dosis no fue suficiente, porque consiguió huir.
Ash —se dirigió esta vez a mí—, ha ido ella sola a por él. Le metió un
localizador en la jeringuilla sin que yo lo supiera, para no que no se lo
revelara con los pensamientos. No sé dónde está, supongo que ese cabrón
habrá huido a su casa, no creo que pudiera ir muy lejos. Yo estoy en el
hostal del pueblo, me he hecho daño, pero estoy bien. Daos prisa —colgó.
Nos miramos los unos a los otros sin decir nada durante unos instantes,
ninguno se atrevió a pronunciar palabra. Tampoco hizo falta. Solo
esperábamos llegar a tiempo.
Capítulo 34

Me dolió dejar a Natalia sola en el hostal, malherida como estaba, pero no


podía desperdiciar aquella oportunidad. No podía permitir que James
tuviera oportunidad de escapar y recuperar las fuerzas, o de que se diera
cuenta del chip localizador que le habíamos puesto. Por primera vez desde
que había empezado aquello, era yo quien tenía la ventaja y no pensaba
perderla. Iba a asegurarme de que esa noche acabara todo.
La tormenta que comenzó apenas salí del hostal me dificultaba el ver
con claridad. Tenía que detenerme cada vez que quería mirar el localizador
desde el teléfono de prepago que me había dado Natalia nada más llegar a
Newark. El punto en el mapa que era James llevaba un rato sin moverse,
pero lo similares que resultaban todas las calles por las que iba pasando,
sumadas al olor de la lluvia, que camuflaba el rastro de la vainilla, me
complicaban aún más el avanzar.
Tenía que encontrar la manera de acortar la distancia que nos separaba
con más rapidez, pues, aunque Marlboro Township fuera un pueblo de
pocos habitantes, su superficie era extensa. Por suerte, aún me quedaban
bastantes horas para el amanecer, así que disponía de tiempo para encontrar
a James sin tener que preocuparme de que la luz del sol me pillase en la
calle.
Necesitaba activar mis instintos de cazadora, esos de los que siempre
había oído hablar de que poseíamos los vampiros, los que te vendían en
todas las novelas y películas. Algo de verdad debía de haber en ellas, ¿no?
Pero me estaba resultando imposible concentrarme.
Durante los primeros meses como vampira Ash me había estado
enseñando cómo hacerlo, pero desde mi cautiverio apenas había probado
algo de sangre fresca y, tras la huida, me había alimentado solo del
repartidor de pizzas y de Natalia, Además, en ambas situaciones lo había
hecho de manera escasa, por miedo a no poder parar, así que estaba
desentrenada.
Tal vez, si me alimentaba como era debido podría utilizar todos mis
sentidos vampíricos para encontrar a James sin tener que detenerme a cada
instante. Pero ¿debía arriesgarme a que se recuperara del todo y se largase
mientras lo hacía?
Sabía, por experiencia propia, que la belladona tardaba al menos un par
de horas en desaparecer del organismo, pero no estaba del todo segura de
que el proceso no se acelerase si el vampiro se alimentaba. Ni de si
habíamos utilizado la dosis adecuada, no era algo que pudiéramos encontrar
en Google. No, no me atrevía. Iba a tener que trabajar con lo que ya tenía.
Así que traté con todas mis fuerzas de concentrarme, de aislarme todo lo
que había a mi alrededor y centrarme solo en aquel olor dulzón a vainilla.
Cerré los ojos e inspiré profundamente, dejando a un lado mis miedos y
preocupaciones, hasta que lo sentí. Me aparté de los caminos y las calles y
comencé a atravesar los jardines de la zona, aprovechando que las casas se
iban espaciando cada vez más y que los vecinos confiaban tanto en su
comunidad que nadie vallaba sus propiedades.
Tras bordear casas, matorrales, arbustos y jardines durante a saber
cuánto tiempo, me detuve, finalmente, ante un caserón colonial cuyo
aspecto lucía bastante descuidado. Parecía que nadie habitaba aquella
mansión desde hacía tiempo, pero el puntito verde del GPS me decía todo
lo que necesitaba saber: James estaba ahí dentro.
Era consciente de que, si estaba vigilando la entrada, me habría visto
llegar. No había forma alguna de acercarse hasta la edificación sin entrar en
el campo de visión de alguna de las múltiples cámaras que estaban
repartidas por la fachada. De todos modos, quería que supiera que estaba
allí, que iba a por él y que daría fin a la venganza aun si llegaba a costarme
la existencia.
Eché un rápido vistazo a la estructura, localizando todas las entradas y
salidas posibles que estuvieran a simple vista. Dudaba que James tuviera
fuerzas para saltar a través de las ventanas en aquel momento, por lo que
descarté que pudiera escaparse por alguna de ellas.
La puerta principal parecía robusta, así que forzarla tal vez no fuera tarea
sencilla, pero Ash me había enseñado a jugar con las cerraduras y,
afortunadamente, desde que era adolescente siempre llevaba horquillas en
el bolsillo. Antes de abrir la puerta cogí aire para insuflarme la valentía que
tanto necesitaba, pues, a pesar de mi determinación, estaba aterrorizada.
El interior de la casa se me presentó igual que el exterior, a pesar de lo
grandiosa e imponente que era la decoración clásica y señorial. Todo estaba
descuidado, lleno de polvo y con un envolvente aroma a tabaco de puro
viejo que había impregnado las alfombras y las cortinas. La luz de una de
las estancias, que resultó ser la cocina, estaba encendida.
Parecía que aquella habitación corría con mejor suerte que el resto de lo
que había visto de la casa. Lucía mejor cuidada y en las superficies se
notaba el ajetreo del día a día. Quizá no estuviese impoluta, pero la
suciedad no se amontonaba en los rincones, lo que me sirvió para darme
cuenta de que debía ser uno de los lugares en los que James pasaba más
tiempo mientras estaba en la casa. Decidí, entonces que debía investigar la
estancia a fondo.
Tenía que andar con cautela si no quería que el vampiro me escuchase y
escapara antes de que le encontrara, pero, a la vez, debía darme la suficiente
prisa como para que no se le pasase el efecto de la droga. Al fin y al cabo,
de ello dependía todo el plan.
La idea me la había dado uno de los episodios bíblicos que tantas veces
había inspirado el arte cristiano del Renacimiento y el Barroco, dos de las
épocas que más difíciles me resultaron de estudiar: Judith decapitando a
Holofernes. Había visto aquel motivo plasmado en lienzos incesantes veces,
por Caravaggio, Botticelli, Artemisa Gentileschi… En todos, Judith salía
aprovechándose de la embriaguez de Holofernes para degollarlo y evitar,
así, la destrucción de la ciudad de Betulia. Quizá mis motivos fueran más
egoístas que los de la heroína bíblica, más mundanos, pero no iba a echarme
atrás por ello. Yo también quería proteger a mi gente y no pensaba parar
hasta conseguirlo.
Una vez más, traté de volver a concentrarme. El aroma a vainilla
apestaba toda la casa, haciéndome cosquillas en la nariz, pero en aquella
estancia era tan fuerte que a punto estuvo de provocarme un estornudo. Por
un momento pensé que, a la memoria del olor de James, en el que tan
concentrada estaba, pudiese estar superponiéndosele el auténtico aroma de
la especia. Al fin y al cabo, me encontraba en una cocina. Pero, después de
rebuscar en la alacena, descarté que se tratase de las vainas o de polvos de
repostería abiertos. Allí dentro, además, el olor a tabaco se acrecentaba.
¿Acaso James pasaba sus ratos libres en la despensa?
Al salir del cuartito, sin embargo, algo más captó mi atención. Había una
especie de hendidura en uno de los laterales, como si hubieran cortado un
pedazo de la madera. Me acerqué con cautela para mirar a través de la
rendija, a través de la que se colaba la luz, para apreciar un doble fondo.
Probé a tirar con los dedos del hueco que quedaba libre en la hendidura
para tratar de abrirla, pero me resultó imposible abrir nada. Busqué por los
alrededores, acariciando la madera con las yemas, algún sistema de apertura
escondido. Durante el poco tiempo que había conocido a James, me había
dado cuenta de que todo lo que tuviera que ver con él tenía algo oculto.
Nada era lo que parecía. Y justo en la zona superior de los estantes, a la
derecha, palpé algo sutil y casi imperceptible. El tacto de la madera
cambiaba ligeramente: había encontrado el mecanismo.
Pulsé el interruptor con cierta reticencia, pues no tenía demasiado claro
qué era lo que podría encontrarme al otro lado, ni tampoco estaba del todo
convencida de que quisiera verlo realmente. Aun así, respiré hondo y me
arriesgué. De forma automática, la hendidura se separó por completo de la
pared, dando acceso a lo que estuviera detrás.
Abrí la compuerta y se encendió la luz del techo. Me encontré frente una
cámara refrigeradora en la que había filas y más filas de bolsas de sangre.
Debía de haber cientos de ellas.
Las observé con detenimiento y me di cuenta de que James las tenía
ordenadas por grupo sanguíneo y calidad de su contenido.
En cada una de las bolsitas había anotaciones sobre los… donantes.
Mujer - heroinómana - apenas 50 kilos, varón - atlético - 86 kilos y así con
un sinfín de etiquetas. Pero nada de eso me servía.
Abandoné la cocina, frustrada, y seguí mi búsqueda, descartando la
posibilidad de alimentarme con alguna de aquellas bolsas, por miedo a que
pudieran contener algo más aparte de sangre.
Un aseo, el comedor, una sala de estar… Nada sospechoso en ninguna
de aquellas habitaciones; todo estaba tan lleno de polvo que era imposible
que James las utilizase. La última estancia de la planta inferior era la que
más alejada se encontraba del recibidor y su imponente escalinata. Tras
unas puertas de doble hoja, al fondo del salón de té, encontré un despacho
de lo más señorial.
Con la lluvia golpeando los cristales de las ventanas, no fui capaz, hasta
entonces, de escuchar el zumbido del ordenador portátil que había sobre la
mesa de madera maciza. Y que estuviera encendido solo podía significar
una cosa: James.
Había papeles, distintas clases de documentos, repartidos por todas las
superficies, carpetas y ficheros que databan de fechas de lo más dispares. A
simple vista, se notaba que había estado rebuscando con prisas entre todos
aquellos papeles. Agarré la primera carpeta que me llamó la atención de
entre el montón del escritorio, ignorando los folios que tenía bajo los pies y
los que cayeron al suelo cuando lo hice. Se trataba de una ficha que
recopilaba toda clase de datos sobre la persona cuyo nombre presidía la
página: Nasra Al Jamil. Fecha de nacimiento, de conversión, datos de
propiedades, familiares… Contenía, por lo menos, diez páginas y la
cantidad de información que había sobre ellas era abrumadora. Copias,
documentos oficiales sellados, hojas manuscritas, otras impresas…
La siguiente carpeta era similar, pero debajo de la fecha de conversión
destacaba, en rojo, la de deceso. Al dejarla de nuevo sobre la mesa se me
cayó, esparciéndose por el suelo todo su contenido. Me agaché a recoger las
hojas, tratando así de no dejar demasiado rastro de mi presencia, pero junto
a la licencia de matrimonio del desconocido hallé otro documento cuyo
encabezado me hizo olvidar lo que estaba haciendo. John Calvert Preston.
Tuve que sentarme y parpadear varias veces para cerciorarme de que lo
que estaba viendo era real. Al igual que en la hoja que había visto minutos
antes, bajo el día, mes y año de conversión, en esta también destacaba un
número rojo. La fecha era del día anterior.
Aquel dato fue un jarro de agua fría y que estuvo a punto de hacerme
vomitar. Antes de que me diera cuenta, una gota de agua me recorrió la
mejilla. Tenía los ojos empañados y comenzaban a picarme por contener las
lágrimas. No podía creerme que hubiese muerto, que James —pues estaba
segura de que había sido él— le hubiera dado caza hacía tan solo una
noche.
¿Cómo habría sido? No quise pensar demasiado en ello para no hacerme
daño a mí misma, pero supliqué para mis adentros que su muerte hubiese
sido rápida e indolora. El sentimiento de culpabilidad que me invadió me
hizo estremecerme. Si John no hubiese tenido la osadía de ayudarme, tal
vez, aún continuaría con vida.
Tras unos pocos minutos, que me permití para estabilizarme ante la triste
noticia, me puse en pie y me hice una promesa. La muerte de John, de mi
amigo no iba a quedar impune.
Con la determinación de cumplir con lo que le acababa de prometer al
vampiro gracias al que había salido adelante, fui hasta la despensa. Estaba
decidida a tomar todas aquellas bolsitas para ganar energía y sin
importarme que pudieran o no estar adulteradas con otras sustancias.
Necesitaba reunir toda la fuerza que me fuera posible.
Ya había consumido en torno a unas diez y tenía otra en la mano cuando
me di cuenta de algo que se me había escapado antes. El diseño del suelo de
la cámara frigorífica no era inverosímil, un cuadrado ocupaba casi toda la
planta y el color del acero que lo componía no era el mismo que el de su
borde.
Me alejé unos pasos para poder observarlo con detenimiento, segura de
que había un motivo detrás de ese dibujo, y al apoyarme en el marco de la
falsa puerta lo percibí. Otro botón camuflado. Con la seguridad que me
proporcionaba el arma que me había llevado de la habitación que compartía
con Natalia, y con el pulso acelerado por la adrenalina y la ingesta
compulsiva de sangre, lo pulsé.
La compuerta inferior se abrió con un chasquido mecánico y dio paso a
unas escaleras que, de inmediato, reflejaron la luz de las bombillas que las
flanqueaban. El hueco era estrecho, pero me aventuré a bajar. Mis pasos,
lentos, pero firmes, me llevaron a una especie de cámara acorazada metálica
muy iluminada, pero vacía.
Antes de que pudiera tener cualquier tipo de reacción, sentí que un brazo
se cernía sobre mis hombros, mientras, a su vez, el filo de un cuchillo se
situaba junto a mi garganta.
—Con que tú y la fulana de tu amiga —me sorprendió la voz de James
—. ¿Os creíais que un poco de belladona podría conmigo? —Pese a sus
esfuerzos por disimularlo, se le notaba aún bajo los efectos de la droga.
Traté de zafarme de su agarre, pero me fue del todo imposible—. ¡No te
muevas, maldita zorra, o te rajo la puta garganta! —amenazó. Y surtió
efecto, pues me quedé muy quieta.
Noté cómo el arma que tenía oculta me era arrebatada y, aunque no
podía verlo, oí que James vaciaba el cargador en el suelo. Sentía su cuerpo
pegado al mío, tenso y a la defensiva, que se aferraba a mí con tal fuerza
que me costaba respirar. James me olfateó con ímpetu el lado izquierdo de
la cara, desde el mentón hasta la sien, emitiendo un ligero rugido al hacerlo.
—¿Te ha gustado mi reserva de sangre? —Me pasó la lengua por la
mejilla, haciendo que me estremeciese—. Veo que te has llevado las
mejores...
—No iba a beberme la de los drogadictos, ¿no? —Apenas pude inhalar
algo más que el aire que necesité para contestarle.
—Me sorprende el autocontrol que tienes después de haber pasado tanto
tiempo encerrada —señaló—, otro en tu lugar habría matado a la humana.
—Volví a moverme, pero esta vez no hubo amenaza, sino que me hundió el
filo del cuchillo en la carne, cuya hoja abrasadora me produjo un ligero
corte a modo de advertencia. Chistó varias veces—. Ya te dije que no te
movieras, la próxima vez no seré tan sutil. La hoja es de plata, ¿no querrás
que te queden algo más que marcas?
Me sentía acorralada, como una liebre que se esconde en su madriguera
ante la inminente amenaza de una comadreja. No sabía cómo actuar, ni lo
que iba a suceder, pero, una vez más, James parecía tener la ventaja.
Teniéndole a mi espalda, altivo y amenazante, recordé la ficha de John y
algo en mi interior me dio la fuerza para reaccionar. Sobreviviría a aquello
tal y cómo había sobrevivido durante las últimas semanas de mi vida.
Flexioné el brazo con rapidez y lo alcé para propiciarle un fuerte codazo
en el costado. Por fortuna, James no se lo esperaba y, tras el golpe, el
cuchillo se le cayó. Me giré sin perder tiempo y me abalancé sobre él antes
de que pudiera volver a hacerse con el arma. A horcajadas sobre su cuerpo,
comencé a golpearlo una y otra vez. La rabia cegaba y no podía parar.
Quería que sufriera por todo lo que nos había hecho, que pagara por la
muerte de John y que sintiera todo el daño que había padecido por su culpa.
Frenética como estaba, tampoco vi venir el empujón de James, que me
desplazó hacia atrás y me hizo caer de espaldas contra el duro suelo.
Me arrastré con rapidez para hacerme con una de las armas, antes de que
pudiera hacerlo él, y tuve la suerte de coger a tiempo tanto la pistola como
el cargador. Con la misma agilidad que podría tener un soldado, introduje el
cargador y apunté a mi oponente, solo que, cuando alcé el arma, James
había vuelto a escabullirse.
—Hijo de la gran puta —mascullé, apresurándome a subir los escalones
de dos en dos. No podía permitir que ese maldito cerdo volviera a
escapárseme.
Tuve que salir de la cámara frigorífica y la alacena para darme cuenta de
que no quedaba ni rastro de James en la cocina. ¿Cómo era posible que
huyera tan deprisa? Volví al recibidor de la casa, donde la inmensa escalera
de caoba coronaba la estancia y entonces me percaté de que los primeros
indicios del amanecer decoraban el horizonte y empezaban a colarse por
algunas de las ventanas. Como si la casa hubiera sido consciente al mismo
tiempo que yo, las persianas automáticas comenzaron a descender. James y
yo estábamos encerrados en la mansión, pues dudaba que hubiera sido tan
estúpido como para salir con el alba tan cercana.
La venganza se había convertido en una cacería en la que sabía que el
enemigo contaba con ventaja, y aquella casa se había transformado en el
laberinto que tendría que desentramar para encontrarlo. Tocaba jugar al
ratón y al gato, solo me faltaba decidir cuál de los dos quería ser: el cazador
o la presa.
Capítulo 35

Sin duda, si aquel maldito hijo de puta había vuelto a esconderse no me lo


iba a poner fácil. Allí, parada en el recibidor, me sentía como si fuera a
adentrarme en el pasaje del terror de un parque de atracciones. Tras la
puerta de cada habitación en la que entrase podía encontrarme una sorpresa.
La primera en la que me adentré fue una que se me había escapado antes
y a la que se accedía por detrás de la escalera. Se trataba de un dormitorio
auxiliar de la planta baja donde, acongojada, me llevé la mano al pecho.
Sobre la cama individual, probablemente para el servicio, colgaba un
cuadro cuya imagen ni siquiera llegaba a apreciarse. La acumulación de
capas de humedad, la falta de limpieza y el paso del tiempo habían
oscurecido el dibujo del paisaje, que a duras penas conseguí adivinar. Ya no
era más que un borrón. Quizá no se tratase de una pintura valiosa, pero no
por eso me dolía menos su estado.
Con todos los sentidos activados como los tenía, a la espera del más
mínimo ruido, aprecié un sonido distinto al de la madera vieja y el goteo de
algún grifo averiado de la planta superior.
«James, James…, ¿dónde te has metido?».
El ruido provenía del otro lado de la casa, donde se encontraban las
habitaciones de ocio. Fue como un golpe seco, pero no parecía ser el de una
puerta que se cierra, sino como dos muebles que chocaban entre sí. A
medida que me acercaba —con todo el sigilo que me era posible—,
diferencié el chirriar de una silla arrastrándose por el suelo. ¿Qué estaba
tramando?
Despacio, apunté el arma en dirección a la puerta entornada del
despacho, aquel en el que había encontrado la información de los cómplices
de James, el mismo donde descubrí que John había muerto y el lugar del
que provenía el ruido que acababa de escuchar.
Hasta aquel día, nunca había sostenido un arma, ni siquiera había sido de
esas niñas que jugaban con pistolas de agua en las piscinas, por lo que,
cuando traté de apuntar, el pulso me bailaba tanto que me hubiera resultado
imposible acertarle a nadie.
Me detuve durante un segundo antes de continuar avanzando, pues sentí
la necesidad imperiosa de respirar hondo y tratar de calmarme. No me
asustaba la idea de matarlo, ya había matado antes, pero hasta entonces
siempre había sido sin querer, cuando estaba aprendiendo a controlarme al
beber. Aquello iba a ser a sangre fría y, hasta cierto punto, me daba miedo
que pudiera afectarme, que me cambiase e incluso hasta que me gustase.
Me situé junto a la hoja de la puerta y la empujé con la boca de la pistola
para tratar de ver algo más, pero tan solo se llegaba a apreciar la pared,
forrada de estanterías y libros viejos. No me quedó más opción que
arriesgarme y abrir.
La habitación, antes a oscuras, estaba iluminada por una lamparita de
escritorio que le daba a la piel de James, sentado en el gran butacón de
cuero, un tono amarillento casi enfermizo. Me miraba con un aire de
diversión y desprecio a partes iguales, sus labios curvados en esa sonrisa
pérfida que tanto había llegado a aborrecer. Para él todo aquello no era más
que un juego.
—Me he cansado jugar al escondite —me dijo con tono lúgubre. Alcé el
arma y traté de apuntarle a la cabeza, a lo que él respondió ensanchando aún
más la sonrisa—. ¿De verdad crees que acertarás? —preguntó—. Quizá
deberías ponerte más cerca, ahora mismo no alcanzarías a darle a nada que
no fuera al techo o el suelo. ¡Mírate! Si no paras de temblar. —Rio.
—Siempre puedo vaciar el cargador, alguna de las balas acabará por
alcanzarte. —No sonaba demasiado segura, pero sabía que debía
tranquilizarme si quería salir de allí victoriosa—. Llámame dramática,
James, pero vas a tener que acabar conmigo esta noche de una vez por
todas.
—Pero ¡qué valiente eres! —contestó riéndose, agarrándose a la mesa
para contener las carcajadas—. Voy a proponerte otra alternativa. ¿Qué te
parece si hacemos un trato? —Bufé. Él enarcó una ceja, molesto con mi
reacción—. En fin, como te decía, ¿qué tal si tú dejas el arma y yo, a
cambio, no hago que maten a tu amiga?
—¿Y cómo se supone que funciona eso? —le presioné, sarcástica.
—¡Nasra! —gritó. A través del altavoz del teléfono que estaba sobre el
escritorio, hubo un gruñido por parte del aludido como repuesta. Hasta ese
momento no me había dado cuenta de que estaba escuchando—. Explícale a
Melisa qué le ocurrirá a Natalia si escuchas un solo disparo.
—Estoy deseando hacerme con ella. Parece muy dulce y hace
demasiado tiempo que no juego con ninguna humana —contestó el esbirro,
con la voz ronca, antes de proseguir—: Ahora mismo está en la ducha. La
pobre estaba muy magullada después de su encuentro con James en el
parque. Ha sido muy considerada al dejar la televisión encendida para que
no me aburra. Solo espero que no se asuste demasiado al verme en su cama
cuando salga. —De fondo se escuchaba el correr del agua y la cabecera del
programa CNN World Sport, que había aprendido a distinguir de tanto
escucharlo en casa de Ryan y Tarek.
—Hijos de puta… —mascullé, abatida. Hiciera lo que hiciera, James
siempre iba a ir un paso por delante de mí—. ¿Qué pasará si dejo el arma?
—Que tendremos una conversación de lo más reveladora en mi
habitación favorita de la casa. Aquí —dijo señalando al escritorio—. Como
comprenderás, hay muchos papeles que no me gustaría que se estropeasen.
—Se encogió de hombros ante mi gesto compungido—. Supongo que eres
lo suficientemente inteligente como para adivinar lo que sucederá después.
Al fin y al cabo, tú misma lo has dicho: voy a tener que acabar contigo esta
noche.
Por fortuna, las incesantes veces que Ash me había entrenado para que
nadie fuera capaz de leer mis pensamientos habían dado sus frutos. James ni
siquiera sospechaba que le hubiese calado; sabía con total seguridad que
Nasra no estaba con Natalia y que todo aquello no había sido más que un
farol.
Después del tiempo que había convivido con su marido, mi amiga había
llegado a adquirir ciertos gustos similares a él. En el ático de la pareja había
que respetar ciertas costumbres y una de ellas era que los deportes se veían
en la CNN. Nati, fiel a ella, cuando volvió, la mañana anterior, de investigar
en el pueblo y me descubrió viendo Friends, se aferró al mando a distancia
de la tele del hostal e intentó enterarse del resultado del último partido de
los Giants. Pero no lo consiguió. Por algún motivo que escapaba a nuestro
conocimiento, en aquella televisión no se sintonizaba aquel canal.
El hecho de que James quisiera llevarme a su habitación del pánico
había sido una ventaja. Tan solo tendría una oportunidad para defenderme,
pues recordaba el lugar en el que se había caído el cuchillo, y esa iba a ser
la única vía de escape que tendría de la situación en la que estaba a punto de
ponerme. Y pensaba defenderme con uñas y dientes.
Con aplomo y prudencia, bajé el cañón de la pistola y me acerqué hasta
la mesa, sobre la que me atreví a depositarla, todavía apuntando hacia él.
No estaba dispuesta a ponérselo tan fácil.
—Trato hecho —accedí.
—Siempre supe que eras una chica lista.
James tomó la pistola y me apuntó, mientras, al mismo tiempo hacía un
gesto con ella para que me diera la vuelta. No estaba del todo segura de que
no fuera disparar en cuanto me girase, pero obedecí. Sentí el cañón del arma
presionándome la espalda, incitándome a andar.
—Después de ti, querida —dijo a mi retaguardia.
Recorrí las habitaciones que me separaban de la cocina y su despensa a
trompicones, con James clavándome la pistola de vez en cuando para
meterme prisa. Estaba tan ansiosa que tampoco me hacía falta fingir
desazón. Sí, había elaborado un plan en mi cabeza, pero a la vez era
consciente de las pocas posibilidades que tenía de salir de aquella cámara
acorazada con vida. James me ganaba no solo en fuerza, sino también en
experiencia.
Me detuve ante el primer peldaño de las escaleras sintiendo que el
tiempo se me agotaba y mi subconsciente me traicionaba cada vez más al
decirme que no sería capaz de llevarlo a cabo. Todo aquello había sido un
error, iba a morir en cuestión de minutos. El pánico amenazaba con
quitarme de un plumazo la poca valentía que me quedaba.
—Baja —me ordenó, pero mis pies no se movieron—. He dicho que
bajes. —En lugar de obedecer, quizás siguiendo mis propias órdenes, o
quizás en un intento desesperado por aferrarme a la existencia, mi cerebro
me obligó a agarrarme con fuerza al marco de la puerta—. ¡Que bajes,
joder! —vociferó James, a la vez que me pateaba la espalda con tanta
fuerza que salí propulsada.
Aproveché el impacto de mi cuerpo contra el suelo, del que me costó
recomponerme más de lo que había calculado, para agarrar el cuchillo y,
con avidez, ocultármelo junto a un costado. Tuve que cuidarme de que la
hoja no me tocase la piel. Fingí no tener la suficiente fuerza como para
levantarme cuando escuché los pasos de James, bajando las escaleras con
parsimonia, uno por cada gota de sangre que comenzó a caer de mi frente…
Aunque no había sido consciente de ello hasta entonces, me percaté de que
se me había formado una pequeña brecha en la frente de la que emanaba un
hilo de sangre.
—Disculpa mis modales —escuché al vampiro—, no era mi intención
hacerte sufrir más de lo necesario. Ahora, levántate. —Continué tendida
sobre el suelo, de manera que James no fuera capaz de ver el arma—.
¿Tenemos que repetir la escena? Querida, no me gusta ponerme violento. —
Emití un leve quejido cuando me agarró del pelo y me tiró de él para
ponerme en pie. Me apreté el cuchillo contra el abdomen con la esperanza
de que no lo viera—. Me obligas a ser cruel, Melisa. A mí, que quería que
murieras con algo más de dignidad —me reveló al oído.
—Hoy no voy a morir —balbuceé, lo que provocó en James un estallido
de carcajadas—, lo harás tú.
Sintiendo el dolor que me generó el girarme hacia él mientras me
sujetaba de la coleta, le hundí el cuchillo en el costado, con la mayor fuerza
que fui capaz de reunir. Intenté dar uso a los escasos conocimientos de
anatomía que había aprendido en el instituto, pues, al incrustar el metal
sobre la carne, me encargué de hacerlo con la hoja apuntando hacia arriba
para tratar de llegar a los pulmones o algún otro órgano importante.
Todo sucedió muy deprisa. Los ojos de James se abrieron de forma
desorbitada llevados por la sorpresa del ataque y su mirada se dirigió al
lugar en el que, llevado por el dolor de la puñalada, había dejado caer la
pistola. Traté de alcanzarla antes que él y, por un instante, llegué a tocar con
la yema de los dedos el material rugoso de la culata.
El golpe que me propició por detrás me desestabilizó e hizo que la
pistola se alejara aún más del lugar en el que estábamos. Volvió a pegarme,
haciéndome caer de frente al suelo. Me protegí la espalda contra la moqueta
y me preparé para el ataque de James, que se abalanzó sobre mí con
desesperación.
Aunque forcejeé con él todo lo que estuvo en mi mano, una de las zarpas
de mi agresor se enroscó en torno a mi garganta, dejándome sin aire el
tiempo más que suficiente como para sacarse de la carne el cuchillo que aún
mantenía clavado. Paré la trayectoria con las manos y sentí cómo la sangre
me brotaba de las palmas, la plata provocándome una quemazón
arrolladora. El filo se me hundía tanto en la carne, al tratar de evitar que me
degollara, que pronto me vería obligada a apartar las manos si no quería
perderlas.
Recordé lo que había aprendido de Nasra la única vez que conseguí
derribarlo y acabar a horcajadas sobre su abdomen. Al notar que James
tenía las piernas aferrándome los costados, llevé el talón hasta su tobillo
derecho y presioné hasta inmovilizárselo. Entonces, con un giro de cadera,
me deshice de él. James salió disparado y chocó con la pared. Sin esperar,
estiré el brazo hasta hacerme con la pistola y, antes de darme cuenta de lo
que realmente estaba haciendo, apunté y disparé en la dirección en la que
había caído mi agresor.
El impacto fue certero y la bala de plata le perforó la frente.
No fue hasta pasados unos segundos, que un surco de sangre comenzó a
recorrerle el rostro. Su mirada se había quedado congelada y las pupilas,
dilatadas, estaban fijas en mí. Taquicárdica como me encontraba, observé la
salpicadura que el disparo había provocado sobre la pared.
Me incorporé lo suficiente para quedar sentada y me arrastré todo lo que
pude para alejarme de él, hasta que mi espalda chocó con el otro extremo de
la habitación. Fue entonces cuando mi mente, enajenada por los
acontecimientos, me permitió desahogarme. Lloré. Y lo hice durante horas.
Capítulo 36

Abrazada a mis propias rodillas, me mecía una y otra vez sin poder apartar
la vista del cuerpo de James. Pensaba en todo lo que me había hecho sufrir
durante las últimas semanas y sabía que se merecía el final que había
tenido. Pero una parte de mí, aquella que me hacía sentir que seguía siendo
humana, no podía evitar pensar que había cometido un asesinato a sangre
fría. Que, pese a que se tratase de un sociópata peligroso, no era yo quien
debía haberle arrebatado la vida.
Desgarrada, oculté mi rostro de los ojos del cadáver apoyando la frente
en mis antebrazos y dejé que las lágrimas me continuaran rodando sin
control por las mejillas. Todo había acabado, al fin éramos libres, pero una
parte de mí se sentía aún prisionera. Dudaba que alguna vez fuera capaz de
superar lo que había ocurrido durante los últimos meses.
Entre los sollozos, sentí que unas manos me agarraban de los brazos y
tiraban de mí hasta ponerme en pie. Sin fuerzas para continuar luchando,
levanté ligeramente la vista y me encontré con Ash, que se aferraba a mí
con tanta fuerza que parecía que temiera que me fuera a desplomar.
Nuestras miradas se cruzaron sin intercambiar palabras, ninguna de las dos
estaba en posición de hablar. Me atrajo hasta que escondí la cara en el
hueco de su cuello y me envolvió en un abrazo que, aunque trataba de
reconfortarme, estaba segura de que la consolaba más a ella misma que a
mí.
El tiempo permanecimos así me pareció insuficiente, abrazadas, con Ash
acariciándome el pelo y ocultándome el cadáver que tanto me había estado
perturbando. A regañadientes y temerosa de que me desvaneciera, se separó
de mí, me sostuvo el rostro con las manos y pegó sus labios a los míos.
—¿Estás bien? —se aventuró a preguntar una vez ambas estuvimos
saciadas la una de la otra—. Ven, salgamos de aquí. —Me ofreció la mano
con la palma hacia arriba para guiarme escaleras arriba.
Todavía algo anestesiada ante lo que tenía a mi alrededor, me dejé llevar
hasta el aseo. Me sentó sobre la tapa del inodoro y comenzó a rebuscar
entre las cosas que había guardadas en el armarito que hacía las veces de
espejo. Se hizo con unas cuantas gasas, hilo, aguja y vendas. Se arrodilló
frente a mí, empapó algunas gasas con alcohol y se dispuso a limpiar las
heridas de mis manos. La plata no había permitido que empezaran a
cicatrizar. Apenas sentí una picazón tras cada pinchazo de la aguja, ni me
enteré de cuándo terminó de vendarme.
Lo siguiente que escuché, pues el cuerpo de Ash de pie frente al lavabo
no me permitía ver lo que hacía, fue el agua del grifo corriendo. Con una
toalla, húmeda me limpió la herida de la frente, o lo que quedara de ella, y
se deshizo de la sangre seca de la que debía de tener manchado todo el
rostro.
—Lo he matado —fue lo primero que tuve la capacidad de pronunciar.
—Me he dado cuenta —respondió, mientras continuaba limpiándome
las mejillas.
—He matado a James. —En aquel momento todavía no era capaz de
procesar que la vampira estuviera tomándome el pelo.
—No pienses en eso, Melisa —me pidió, apartándome con delicadeza
un mechón de cabello de entre los ojos. Aquel movimiento me hizo
cosquillas—. Ya ha pasado todo.
—¿Y qué voy a hacer ahora? —pregunté, aunque tenía cientos de
cuestiones en mi cabeza a las cuales no me veía capaz de dar voz todavía—.
¿Qué pasa con el cuerpo? ¿Cómo voy a deshacerme de él?
—Tranquila —trató de calmarme. Su voz era suave y dulce, como si
quisiera relajarme con el tono que había escogido—. No estás sola, estoy
contigo. Deja que yo me ocupe.
Asentí con la cabeza y me permití, aunque solo fuera un instante,
relajarme. Me deslicé lo suficiente sobre el inodoro para apoyar la cabeza
en la pared y dejé, por fin, que los músculos de mi espalda se destensaran.
—Lo siento. —De pronto, las palabras empezaron a salirme una tras
otra, deprisa y de forma atropellada—. Siento mucho haberme ido de
Detroit sin decirte nada, pero no podías saberlo. No podía dejar que te
pasara nada y Nati era la única que podía ayudarme, porque necesitaba a
alguien que no pudiera leerme el pensamiento y ahora ella está herida y…
—Eh, Melisa —me cortó—. Para, mírame. —Ash se había arrodillado
frente a mí y me estaba cogiendo las manos—. Ya está. Sí, fue estúpido que
te marcharas, pero ya está. Todo ha salido bien, Natalia está bien y Ryan
está con ella en el hostal. Fue ella quien nos llamó y nos dijo dónde
encontrarte. Solo está magullada.
—¿Está bien? —Ash asintió, secándome las lágrimas que se me volvían
a escapar. Aquella noticia me quitó un peso enorme de encima—. ¿Y no
estás enfadada conmigo?
—Por supuesto que lo estoy, créeme —respondió, algo más seria—, y no
soy la única, pero ya habrá tiempo de hablar de eso.
—Me lo merezco —admití, avergonzada, bajando la mirada.
Permanecí mirando a la nada mientras Ash ponía algo de orden en el
cuarto de baño. No supe exactamente cuántos minutos transcurrieron hasta
que alguna de las dos volvió a decir algo, pero cuando Ash volvió a hablar
no fue conmigo.
—Tarek —escuché que decía por teléfono—. Necesito que vengas.
—¿Cómo está Melisa? —quiso saber él. Habría jurado que parecía
preocupado.
—Estamos bien. Ella… —Me miró de soslayo antes de continuar, como
si quisiera cerciorarse de que realmente estuviera consciente—. Sigue un
poco conmocionada, pero está bien.
—¿Estáis en la casa de James?
—Sí, en el 241 de Spring Valley Road.
—Voy para allá. —Colgó tras las palabras a modo de despedida.
Una de las cosas que más me gustaba de Tarek era que no solía pedir
explicaciones, era de esas personas que actuaban antes de preguntar y que
albergaba una fe ciega en sus seres queridos. Agradecí que Ash no le
informase por teléfono de la muerte de James, pues, teniendo en cuenta lo
difícil que se me había hecho hablar del tema con ella, aún no estaba lista
para rememorar lo que había pasado.
Después de esa conversación telefónica, Ash me acompañó hasta el
salón de estar, donde me pidió que me quedase una vez Tarek llegó a la
casa. Desde aquella habitación no se veía la entrada, ya que estaba separada
del recibidor por una enorme puerta, por lo que no llegué a ver al vampiro
hasta un rato más tarde.
Ninguno de los dos emitió ni una sola palabra, debían estar
bloqueándome de su conversación telepática. Ash volvió conmigo y Tarek
se adentró en la vivienda. Solo fui capaz de escuchar un par de ruidos
sordos que provenían, más que seguramente, de la cámara donde se
encontraba el cuerpo de James.
Poco después, asomó la cabeza y le dedicó a Ash un simple
asentimiento. Echó un ligero y rápido vistazo hacia el lugar en el que me
encontraba sentada, pero sin dirigirme la palabra.
—He hablado con Ryan, dice que te lleves el deportivo —le dijo—. Yo
los recogeré a ellos y los llevaré a casa. —Tras aquellas palabras, se
marchó.
El camino hasta el coche lo hicimos en silencio, igual que la mayoría del
trayecto en el vehículo. Aquel mutismo tardó poco en convertirse en algo
más que un mero silencio reparador, estaba resultando incómodo y no sabía
muy bien cómo romperlo. Ash me había confirmado en el baño de James
que estaba enfadada y parecía que había transcurrido el tiempo suficiente,
sabiéndome a salvo, como para aquel sentimiento comenzara a salir a la
superficie.
Por otro lado, a mí también me había dado tiempo a serenarme, así que
ya era capaz de pensar con la cabeza más fría. Solté un suspiro sonoro antes
de atreverme a hablar, dispuesta a asumir la hecatombe que pudieran
desencadenar mis palabras:
—Puedes reprochármelo todo lo que quieras —comencé—, pero ya me
he disculpado, así que no voy a volver a hacerlo.
—Claro que no lo vas a volver a hacer, ya no hay ningún James tras el
que hacerte la valiente y correr a enfrentarte.
—No, lo que no voy a hacer es volver a disculparme —aclaré—. ¿Acaso
pretendes, pretendéis que os pida perdón una y otra vez hasta que me
perdonéis?
—Creo que todavía no te has dado cuenta del peligro al que te has
sometido —dijo, mostrando al fin su enfado—, ni de lo mal que nos lo has
hecho pasar a todos. De lo mal que lo he pasado yo. —Se aferró al volante
con fuerza, tratando de refrenar el impulso de gritarme—. Podías haber
muerto y podías haber matado a Natalia en el proceso.
—¿Que no me he dado…? —Me frené, intentando no ser yo la que
alzara la voz—. Claro que me he dado cuenta, no tengo tres puñeteros años,
pero tenía que hacerlo y Natalia fue la que decidió venir. Yo traté de que se
quedara al margen, pero odiaba a James casi tanto como yo y tenía derecho
a formar parte.
»Te crees el centro del universo, solo tú lo has pasado mal. A mí me han
humillado, me han privado de mi libertad, me han dado cientos de palizas y
me han alimentado lo justo para que pudiera seguir recibiéndolas. He
pasado por un infierno por culpa de ese hijo de puta, que lo primero que
intentó hacer conmigo fue matarme. Quería que pagara por ello. —Ash
escuchaba toda mi verborrea sin apenas pestañear mientras aparcaba el
coche frente a su casa—. Ha jugado conmigo, con mi paciencia, con mi
orgullo. Deseé tantas veces estar muerta, cuando me tenía encerrada, que no
sería capaz ni de contarlas. Así que no me digas que lo habéis pasado mal
estas semanas por mi culpa, porque yo lo he pasado mil veces peor que
todos vosotros juntos. —No contestó, se limitó a abrir la cerradura de la
puerta y pasó a través de esta—. ¿No piensas decir nada? —espeté,
siguiéndola.
—No puedes imaginarte siquiera lo que he pasado —respondió con un
hilo de voz—. Creí que estabas muerta, rubia, me volvía loca solo de
pensarlo. Habría dado lo que fuera, mil veces y una más, por ser yo la que
pasara por todo lo que estabas viviendo y que así hubieras estado a salvo.
—Vi cómo se sacaba la pitillera del bolsillo y se encendía un cigarrillo.
—Puedes echarme todo eso en cara las veces que quieras, porque tienes
derecho y sí que lo entiendo. —Estaba agotada en todos los sentidos y de lo
que tenía ganas era de dejar de discutir, además de desplomarme sobre la
cama y dormir durante días. Así que me acerqué a ella—. Pero no va a
cambiar nada. —Traté de consolarla, llevando la mano hasta su hombro y
acariciándola. Haciéndolo me di cuenta de que Ash estaba temblando de
arriba abajo.
Me tomé un minuto para analizar su postura: continuaba tensa y
agarrotada, sus ojos mostraban una preocupación tan grande que se notaba a
mil leguas que estaba luchando por no derrumbarse. Mi vampira, siempre
tan dura y fuerte, parecía vulnerable, a punto de llorar.
—Ash. —La agarré de la barbilla cuando trató de apartar de mí la
mirada—. Estoy aquí. Sí, tengo las manos hechas un cuadro y seguramente
mi cara haya visto mejores días, pero estoy bien, aquí, contigo. —
Sosteniéndole el rostro entre las manos vendadas y, ayudándome de estas,
alcé el mentón para darle un beso en la frente—. No voy a irme a ningún
lado. —Dio una calada de su pitillo y yo, incapaz de proseguir con aquella
tensión, llevé los labios hasta su boca.
El humo del cigarrillo me hizo cosquillas en el paladar y, pese a que no
me gustara especialmente el gusto del tabaco, aquel intercambio de sabores
me llevó al mismísimo cielo. Los labios de Ash dejaron paso a mi lengua y
la suya, ansiosa por recorrer cada espacio de mi boca, me devolvió con
fervor el pulso.
Temblorosa aún, llevó las manos hasta mis caderas y me atrajo con
fuerza hasta ella, apretándome contra sí con salvaje deseo. Me recorrió la
espalda con la palma de la mano, en una tórrida caricia que mostraba más
anhelo que lujuria. Y aquello me gustaba, me gustaba sentirme suya y que
ella era mía.
Consciente de que era lo que ambas necesitábamos después de lo que
habíamos vivido, me separé de mi vampira apenas lo indispensable para
llevarla hasta la cama a medida que nos íbamos deshaciendo de nuestras
chaquetas y zapatos. El tacto de su piel bajo la yema de mis dedos cada vez
que me deshacía de una prenda de ropa parecía ir cicatrizándome cada una
de las heridas que llevaba semanas acumulando. Como si me hubiera leído
el pensamiento y quisiera deshacerse de ellas a base de besos, fue llevando
los labios hasta ellas una a una. Pero la frené cuando llegó al abdomen.
En lugar de permitirle continuar, la obligué a ponerse en pie y, con
suavidad, la tumbé sobre el colchón. Quería ser yo la que le demostrase lo
que sentía, que supiera lo mucho que la había echado de menos y, sobre
todas las cosas, que fuera consciente de lo mucho que la quería.
Encaramándome sobre ella, volví a besarla con calma y ternura. Ash
trataba de tocarme, de volver a ser ella la que llevara las riendas, pero con
cada movimiento me deshacía de su dominio y le aferraba los labios,
inmovilizándola. Le mordisqueé el lóbulo de la oreja y le deslicé la lengua
por el cuello, deleitándome justo después con besos en la clavícula.
Le quité con movimientos ágiles la camiseta y la tiré a un lado, sin
importarme dónde caía, maravillándome con la visión de sus pechos. Nunca
usaba sujetador y me encantaba, era arrebatador observar cómo sus pezones
se endurecían bajo la fina capa de tela que los cubría cuando la tocaba.
Me centré en darles afecto a cada uno de ellos, lamérselos,
succionárselos, mordérselos, y permití que los dedos de Ash se me
enredaran en el pelo cuando le liberé las muñecas. Comencé a deshacerme
de sus vaqueros y con ellos me llevé también su ropa interior, lo que me dio
vía libre para acariciarle con los colmillos la cara interna de los muslos tras
situarme entre sus piernas. El primer jadeo se le escapó cuando, finalmente,
hinqué el diente y la mordí en aquella zona.
Aún con el regusto de su sangre en los labios, le separé las piernas y me
hundí entre ellas, succionando el punto nervioso que se escondía entre los
pliegues y torturándola con la lengua. La saboreé todo cuanto quise y,
deseando proporcionarle un placer aún mayor, introduje un dedo en su
interior, acariciando así la zona más cálida de su cuerpo, ignorando el dolor
que me provocaba aquello en la mano malherida.
Desde donde estaba, vislumbré cómo se aferraba a las sábanas y se
retorcía, resistiéndose a dejarse llevar por el éxtasis que la invadía poco a
poco. Llevé la mano libre hasta una de sus nalgas y, arañándosela, la alcé
ligeramente para que me permitiese hundirme aún más en su interior
mientras la devoraba con devoción.
La imagen de Ash a mi merced, moviendo las caderas, con los ojos
cerrados y mordiéndose el labio, resultaba abrumadora. Sin poder resistirme
durante más tiempo, la obligué a llegar al orgasmo.
Dejando que recobrase el aliento y viendo cómo el pecho le subía y le
bajaba de manera sofocada, me separé de ella con intención de besarla, pero
cuando alcancé sus labios, me giró y quedé aprisionada bajo su cuerpo. Mi
cara de sorpresa le provocó una sonrisa de satisfacción que hizo que el
corazón me diera un vuelco y, antes de que tuviera tiempo siquiera a
replicarle, me llenó el rostro de besos.
La unión que existía entre ambas, dos mujeres tan diferentes la una a la
otra, era difícil de explicar. Jamás me había sentido tan conectada a alguien
como lo estaba con ella. Era como si aquello, lo que había entre nosotras,
fuera algo que tenía que suceder. Como si toda mi vida hubiera estado
destinada a vivir los momentos e instantes que me llevarían al lugar en el
que nos encontrábamos. Tenía mucha suerte de haberla conocido.
Ash me distrajo de mis pensamientos acariciándome las mejillas y
mirándome como si fuera la primera vez que lo hacía. En cierto modo, así
lo sentía, era la fuera la primera vez que podíamos contemplarnos sin
restricciones desde que todo había acabado.
Estaba recorriéndole el brazo izquierdo con las uñas, después de que
descubriera la marca que le había hecho James en la muñeca, cuando me
percaté, sorprendida, de un tatuaje que no le había visto antes. Me
sorprendí, pues me había aprendido de memoria todos los que tenía.
—¿Y esto? —curioseé, incorporándome un poco para apreciar mejor la
serpiente verde que se enroscaba entre las flores que ya conocía.
—¿Hm? —Se miró por encima del hombro, sin entender mi pregunta—.
Es nuevo.
—Eres tonta —me quejé ante su parquedad en palabras, dándole un
ligero empujón. Ella rio.
—No te enfades —dijo, aún con un atisbo de burla—. Quería tener algo
que me recordara a ti.
—¿Y por qué una serpiente? —pregunté, pues no encontraba la relación
sin pensar en ello como un insulto—. ¿Tan víbora te parezco?
—Un poquito, pero no —respondió, jocosa, acariciándome con uno de
los nudillos el tatuaje que tenía en el esternón—. Tú también tienes una.
Pasamos las siguientes horas hablando, besándonos y dándonos placer
apartadas del mundo, sin que nos importara absolutamente nada más. No
fuimos conscientes de la hora en la que llegó el día, ni tampoco de cuándo
volvió a caer la noche, solo nos percatamos de lo mucho que había
transcurrido el tiempo cuando el móvil de Ash sonó dos veces seguidas.
—¿Quién te llama? —quise saber, al ver que Ash no lo cogía la segunda
vez.
—Tarek.
—¿Y por qué no respondes?
—No quiero que nos molesten —explicó, acurrucándose a mi lado—,
llevo mucho tiempo queriendo estar así contigo.
—Podría ser importante —insistí, a lo que ella resopló con resignación
antes de contestar.
—Espero, por tu bien, que no me llames para ninguna gilipollez —fue
su saludo.
—Os hemos dado un día de margen —dijo El Egipcio con un tono que
nunca le había escuchado—. Ahora mueve tu maldito culo hasta casa de
Ryan y trae a Melisa contigo. Tenemos mucho que hablar con ella. —Tras
aquella nada sutil amenaza, acabó la conexión.
Miré a Ash con cierto grado de preocupación. Sabía que había
escuchado la conversación, ya que estábamos lo suficientemente juntas
como para que no se me hubiera escapado ni aun siendo humana.
—Está muy enfadado, ¿verdad? —quise asegurarme.
—Te dije que no era la única —dijo tras ponerse los pantalones—, y con
ellos no te va a servir desnudarte.
Capítulo 37

Había estado millones de veces en aquel ático, no sabía ni cuántas noches


habría dormido allí. Pero la distancia que el ascensor debía recorrer hasta la
última planta, en la que estaban mis amigos —porque sí, a esas alturas ya
los consideraba a todos como tales—, se me estaba haciendo desmesurada
desde el zaguán.
Miré una vez más las puertas abiertas del elevador, dudosa de lo que
estaba obligada a hacer, pero agradecida porque Ash no me forzara a
moverme. Se mantenía detrás de mí, sin decir ni una palabra, pero dándome
su apoyo. Una vez en el interior y subiendo, a punto estuve de abalanzarme
sobre el botón de parada de emergencia.
Sí, con James me había sentido intimidada, pero el temor que hacía que
el estómago me pesase doscientos kilos allí dentro era completamente
diferente y le daba un millón de vueltas. Tanto era así, que el ding que sonó
antes de que se abrieran las puertas que daban paso a la casa de Ryan y
Natalia me hizo dar un brinco.
A pesar de que tenía la vista fija en el salón de la pareja, no fui capaz de
visualizar nada en concreto hasta que, de pronto, me vi envuelta en un
fuerte abrazo.
—¡Darling! —gritó Natalia, estrujándome—. Estás bien —afirmó para
sí, como si hubiese temido que le hubieran mentido con respecto a mi buen
estado.
Le devolví el apretón y sentí cómo la camiseta que llevaba puesta se me
humedecía por las lágrimas de mi amiga. Por supuesto, aquello me hizo
incapaz de contener las mías. No solo me alegraba de volver a verla, sino
que aproveché aquellas lágrimas para liberar parte de la tensión que había
estado acumulando desde la llamada de Tarek.
En medio del abrazo, una bola de pelo negro comenzó a ronronear a mis
pies. Ya me habían contado que Salem había pasado mi cautiverio en
buenas manos, pero comprobarlo con mis propios ojos fue reconfortante.
Me di cuenta, con él en brazos, de que de fondo sonaba la cabecera de
CNN World Sport y sonreí. Nunca me había alegrado tanto de que el marido
de Nati tuviera unas costumbres tan arraigadas. Ryan alzó la vista al oírnos
llegar, pero se notaba que el programa deportivo le exigía atención a partes
iguales.
Me alivió comprobar que me había preocupado por nada, ninguno de los
dos parecía realmente enfadado. Hugh apareció por el pasillo y me saludó,
animado, con un abrazo fraternal y palabras amables.
—Cómo me alegro de que estés bien, Melisa —dijo con sonrisa que le
era tan propia.
El único que aún no se había pronunciado era Tarek. Se encontraba en el
salón, junto a la mesa de billar, mirándome con la misma severidad con la
que lo hacía mi padre si le daba un disgusto.
Ni siquiera el día que le dije a mi madre que me gustaban las mujeres
me había sentido tan aterrorizada.
—Os dejaremos solos —dijo Natalia, como si supiera lo que se
avecinaba—, vamos a la cocina.
—Un minuto —pidió Ryan—, van a dar el resultado de…
—Ahora —le interrumpió su mujer.
Todos, incluida Ash, obedecieron y aquello no hizo que me tranquilizara
en absoluto. Estaba segura de que agradecería no tener público cuando
Tarek se dispusiera a decirme todo lo que pensaba, pero sentía auténtico
pánico de lo que podría decir.
Tras mi conversión, Tarek y yo nos habíamos hecho buenos amigos.
Habíamos conectado a nivel intelectual más de lo que me habría esperado
en un principio, por ello, disgustarlo me ocasionaba tanto pesar. Y sabía que
estaba furioso.
Como una niña que es consciente de la regañina que se le viene encima,
me senté frente a él con los ojos clavados en los zapatos. Era incapaz de
mirarle a la cara. Quizá me hubiera atrevido si se hubiese dejado las gafas
de sol puestas, pero se las quitó antes de hablarme:
—¿Te has parado a pensar en lo que podría haber significado tu muerte
para todos nosotros? —fue lo primero que preguntó—. ¿En lo que habría
pasado después?
—No quería preocuparos.
—Responde a la pregunta.
—No puedo… tomar todas mis decisiones pensando en lo que supondría
para los demás —respondí.
—Veo que no —dijo—. Déjame que te lo cuente yo. En primer lugar,
eres la luaidh de Ash. Aunque os hayáis pasado meses tratando de ocultar
lo vuestro y ella sea demasiado cobarde como para admitirlo en voz alta,
puedo oler las feromonas que desprendéis al estar juntas. De haber pasado
lo peor, o la habrías condenado a terminar como James o la habrías
empujado al suicidio.
»Sé que es difícil para ti entenderlo, llevas poco tiempo siendo vampira,
pero cuando tu luaidh se va es como si el mundo se volviese algo gris y sin
emoción. Se supone que la conoces, sabes que no habría podido soportarlo.
—Fui a decir algo, pero su índice alzado me cortó—. En segundo lugar,
¿qué habría sido de Natalia sin ti? Por muy humana que ella sea y por muy
vampira que seas tú, os une algo especial. Aunque cuente con Ryan, una
parte de ella se habría marchitado sin ti. Has sido una inconsciente, te has
puesto en peligro a ti misma y has puesto en peligro a tu amiga. No me
digas que es mayorcita —me reprochó tras leer mis pensamientos—, era tu
deber mantenerla al margen. ¿Cómo te habrías sentido si hubiese muerto y
tú hubieras vivido?
»Y, por último, ¿acaso no somos tú y yo lo suficientemente amigos
como para que me hubieras pedido ayuda, Muharaba? Entiendo que no
avisaras a los descerebrados de Ryan y Ash, porque se habrían negado en
banda, pero yo podría haberos mantenido a salvo a las dos. Joder, ¡que te
habría ayudado sin hacer preguntas, deberías saberlo!
Las palabras de aquel enorme hombre al que había llegado a admirar
tanto me dolieron bastante más que si me las hubiera dicho cualquier otro.
Las cosas habían acabado por salir bien, con James muerto y la gente a la
que quería a salvo, pero era consciente de que tenía toda la razón y podía no
haber sido así.
Quise responderle y decirle que lo sentía, que lamentaba todo lo que les
había hecho pasar, pero las palabras se me amontonaron en la garganta y
salieron en forma de quejido. Sin poder remediarlo, comencé a llorar, una
vez más. La presión de los últimos días, sumada al sentimiento de
desasosiego que me invadía, acabaron por pasarme factura.
—No llores, Muharaba —me pidió al mismo tiempo que envolvía con
los brazos—. Lamento ser duro, pero me daba miedo perderte. —Aquello
me hizo llorar aún más—. ¿Con quién iba a hablar de arte si no? ¿Con Ken?
—No pude evitar reírme ante la idea.
—Lo siento —fue lo primero que fui capaz de pronunciar, después de
lograr contener algunos de los sollozos—. Sé que podría haberlo pensado
todo un poco más, pero tenía que actuar. No podía arriesgarme a que
volviera a escaparse.
—Espero que, al menos, le patearas el culo a ese hijo de perra —apuntó,
separándome de él y mirándome, estoico, con aquellos ojos tan curiosos que
le caracterizaban.
—Todo lo que pude. —Le enseñé las palmas de las manos vendadas
como quien muestra, con orgullo, sus cicatrices de guerra—. De lo único
que me arrepiento es de que haberle dado una muerte rápida.
—Quizá sea mejor así —sentenció—. De esa forma no cargarás con
remordimientos. Puedes decirle a los demás que vuelvan, aunque lo más
probable es que hayan estado escuchando todo lo que decimos y no haga
falta.
Miré hacia la puerta de la cocina y, al concentrarme, vi que lo que decía
Tarek era cierto. La respiración de mi amiga, apoyada en la puerta, era fácil
de percibir y junto a ella destacaba también la de Hugh.
—Panda de cotillas —dije.
La hoja se abrió y comprobé que Natalia estaba ligeramente ruborizada
por la vergüenza. Siempre había sido muy chismosa, pero era rara la vez en
la que la pillaban, por lo que no estaba acostumbrada. Salieron de la
habitación en manada y me resultó curioso el grupo tan variopinto que
éramos: un policía honrado, una tipa dura, un ilustrado impenetrable, una
diva atolondrada y un yanqui irlandés con buen corazón. A pesar de
nuestras diferencias, estábamos muy unidos y, después de todo lo
acontecido, tenía claro que la piña que habíamos formado iba a ser muy
difícil volver a dividirla.
Todos los presentes, incluidos los vampiros, parecían ajenos a las
reflexiones que me rondaban la cabeza. Tarek y Hugh habían comenzado a
preparar una partida de billar, Ryan había vuelto a poner la CNN, Ash lo
acompañó y Natalia había ido a por unos aperitivos. Medité, para mis
adentros, que aquella vida que tanto había odiado al principio, la que me
había obligado a vivir en la oscuridad, podía no estar tan mal si la vivía
junto a ellos.
Fui hasta la cocina para comprobar si Natalia necesitaba ayuda y la
encontré de puntillas, tratando de llegar a un cuenco que se encontraba en lo
más alto de la estantería. Me estiré y se lo alcancé en cuanto llegué a su
lado.
—Gracias —expresó antes de curiosear—. ¿Y cómo os va? —Agudicé
el oído para cerciorarme de que nadie había puesto sus pensamientos en
nuestra conversación—. Tranquila, cuando hay fútbol, ya puede haber un
incendio en el edificio que no hacen caso a nada.
—Bien —comencé, escueta. Nati me dedicó una mirada reprobatoria,
pero lo cierto es que me daba incluso algo de vergüenza hablar de Ash.
—Te recuerdo que estoy casada con un vampiro —me recordó—. Sé que
no son para nada sosos, son salvajemente apasionados, así que haz el favor
de ser más precisa. ¡Quiero detalles!
—¿Y quién te dice que son todos así?
—¿Ash no lo es? —cuestionó, incrédula.
—Sabes que no me refería a eso. —Le di un ligero codazo,
reprendiéndola—. Me produce los mejores orgasmos que he tenido en mi
vida.
—¡Eso está mejor, así sí! —exclamó, dando ligeros aplausos por la
emoción—. Continua. ¿Cómo te sientes cuando estás con ella? ¿Te hace
feliz?
—Mucho —confesé, tratando de no sonreír como una adolescente
estúpida—. Me hace sentir en casa cuando estoy a miles de kilómetros de la
mía.
—Qué bonito… —me interrumpió—. Perdona, sigue.
—Me siento completa cuando estoy con ella, me satisface como nadie lo
ha hecho nunca, y no me refiero solo al ámbito sexual —aclaré—. No te
voy a decir que ha llenado un vacío en mí que llevara toda la vida
esperando a que se llenara, porque no es así. Más bien… se ha ido haciendo
su propio hueco ahí dentro con el tiempo, poco a poco y sin que me diera
cuenta.
—Como si se hubiera adentrado en tu corazón hasta hacerlo
completamente suyo —concluyó Nati con un suspiro. Siempre había sido
una mujer independiente, pero en el fondo también era toda una romántica
—. Sí, sé de lo que me hablas.
Después de más confesiones, muchas risas y alguna que otra lágrima
más, mi amiga y yo acabamos por volver a unirnos al resto antes de que nos
echaran demasiado en falta. El partido estaba bastante avanzado y los
chicos eran incapaces de apartar la mirada del televisor, pero eso no impidió
que Ryan, como impulsado por una fuerza superior a él, le pasara a Nati el
brazo sobre los hombros y la atrajera hacia sí cuando se sentó a su lado.
Ash despegó la vista de la tele y me miró antes de levantarse para venir
hasta mi lado. Me besó en los labios con ternura, como si fuera de lo más
natural hacerlo delante del resto. Aunque me encantaban sus muestras de
afecto, aún se me hacía raro no ocultárselas a los demás.
—Necesito aire —suspiré.
—¿Te apetece dar una vuelta y luego volvemos a mi casa? —me
preguntó.
—No me parece bien que nos vayamos ya y los dejemos tirados a todos.
—Podemos ir al balcón, si quieres —Se encogió de hombros y tiró de mí
hacia las puertas de cristal—. Ryan no ha parado de presumir de sus vistas
desde que se compró la casa. A mí no me impresionan demasiado, pero…
El aire frío neoyorquino de diciembre era algo que hacía unos meses
atrás me habría costado más soportar, pero era probable que con aquellas
vistas se me hubiese olvidado un poco. Nos encontrábamos en primera línea
del Río Este y lo único que nos separaba de Queens era Roosevelt Island.
—Tienes razón —bromeé—, las vistas desde tu casa son muchísimo
mejores.
—Me gusta mi casa —se defendió—. No es pretenciosa.
—A mí también me gusta —aclaré—, y prefiero mil veces las vistas a tu
techo antes que estas.
—Ya te he dicho que podemos…
—Tenemos todo el tiempo del mundo para pasarlo allí, literalmente. —
Ash entrecerró los ojos, mostrándome así su protesta—. Después de los días
que les he dado a todos, creo que se merecen que les regale un poco de mi
tiempo.
—Está bien —dijo, acariciándome la mejilla—, pero después eres toda
mía.
Atraje su rostro para sellar aquel pacto con un beso y me permití
fusionarme con ella en una vorágine de sensaciones. Tras aquella silenciosa
promesa, volví a ver en la mirada de Ash aquello que el día que la conocí
había comenzado a adivinar. Tenía los iris del azul más frío que había visto
nunca, un azul que, como el del hielo, podía llegar a quemar.
Mirar a Ash a los ojos sabiendo todo lo que sentía por ella era como
contemplar un acantilado a cuyo pie el mar cristalino te invita a saltar El
sentido común, la distancia que te separa del agua y la idea del salto casi a
ciegas te aterrorizan tanto que apenas eres capaz de moverte. Resulta
complicado sacar el valor para lanzarte al vacío, pero, cuando lo haces, es
porque confías en que todo saldrá bien. Luego, una vez en el aire, la euforia
que te invade hacía que todo lo demás deje de importarte.
En aquel momento, junto a ella en el balcón de Ryan, supe que ese era el
sentimiento que equivalía a encontrar a tu luaidh y entendí que no distaba
mucho de lo que significaba estar enamorado en el mundo humano.
También puede implicar ese temor a perderte en la oscuridad, a que te
hagan sufrir o que todo se desvanezca como por arte de magia y no tengas
tiempo de disfrutarlo.
Al final, los humanos y los vampiros no éramos tan distintos. Ambos —
seres nocturnos y personas corrientes—, tendemos a pensamientos fatalistas
en los que nos aterra perder aquello que nos da la felicidad. Pero había algo
en lo que éramos diferentes y que nos hacía a los vampiros mucho más
temerarios o, quizás, afortunados: nosotros sabemos cuándo arriesgarnos a
saltar.
Agradecimientos

Para empezar, nos gustaría dedicar esta historia al colectivo LGBT, ya que
consideramos que no obtienen la representación que se merecen en la
literatura. Todas las personas deberíamos leer a personajes con los que
sentirnos identificadas, alguien que se nos parezca y que nos dé voz,
seamos quienes seamos, y esperamos, de todo corazón, que Melisa y Ash
hayan podido ser un referente para alguien.
Queremos dar gracias a nuestras familias, que siempre nos han apoyado
en nuestros proyectos, y en especial a nuestra Mirna, que nos ha instado a
que continuáramos la historia un millar de veces. Siempre has confiado en
nosotras con fe ciega y por eso, y mil motivos más, te queremos tanto.
Debemos confesar, también, que Peligro de muerte es una historia con la
que hemos disfrutado mucho. Nos hemos reído y, ¿por qué no admitirlo?,
hasta nos hemos emocionado. Por eso queremos agradecerte a ti, lector, que
nos hayas escogido y les hayas dado una oportunidad a nuestras
protagonistas. Nos hace muchísima ilusión pensar que te haya podido hacer
sentir a ti tantas cosas como a nosotras. Por eso y por mucho más: ¡gracias!
Sobre las autoras

En este mundo hay tantos tipos de amigas como de mujeres. Hay unas que
hablan todos los días y otras que pueden pasarse semanas sin hablar sin que
su relación cambie en lo más mínimo. Las hay que comparten armario y las
hay que tienen estilos completamente distintos. Algunas salen de fiesta
juntas todos los fines de semana, otras prefieren quedarse en casa y hacer
fiestas de pijama tengan la edad que tengan. Las hay que casi parecen la
misma persona o que, como Melisa y Natalia, no pueden ser más diferentes.
Ese último es nuestro caso, el de Leticia y Lucía, pero, al igual que las
protagonistas de la novela, nosotras también tenemos muchas cosas en
común. Fue en nuestra ciudad natal, Las Palmas de Gran Canaria, donde
descubrimos el gran amor que ambas compartíamos desde pequeñas por la
literatura y donde, de la mano, nos embarcamos en el proyecto que fue
nuestra primera novela: Callejón sin salida.
Si quieres leer más historias nuestras, bajo el seudónimo de L. White
encontrarás algunas otras de las refrescantes historias de Leticia, como
Tequila, sal… ¡y pimienta! y su secuela Nunca digas de este vodka ¡no
beberé! Y no te pierdas la próxima novela de Lucía, su debut en solitario,
La mujer del vestido amarillo.
[1]

Nota de las autoras: Las protagonistas son de las Islas Canarias, así que no utilizan la segunda
persona del plural «vosotros», sino el plural de cortesía «ustedes». Siempre que aparezca una
segunda persona del plural será cuando los personajes hablen en inglés, por equivalencia al «you».
[2]
Juego de palabras: winter significa invierno y, es a su vez, el apellido de Ash.

[3]
Nota de las Autoras: mac soith, del irlandés, hijo de perra.

[4]
Nota de las Autoras: tanto Mística como Fénix son personajes de la serie de cómics X-Men, de la
editorial Marvel Comics.

[5]
Nombre de la protagonista de Desayuno con diamantes, novela de Truman Capote, y con el que
Natalia ha bautizado a su coche.

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