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EN EL MANANTIAL DE LA ESPERANZA

Vicente Borragan mata


CAPÍTULO 1
El hombre en camino
La vida humana es desesperadamente breve. Apenas hemos nacido, ya nos
acecha la muerte, apenas hemos comenzado nuestra aventura, ya nos cortan
la trama. El mundo parece como la sala de un aeropuerto para viajeros en
tránsito. Somos como forasteros que viven durante una temporada en una
tierra que no es la suya. Para llegar a la meta donde Dios nos espera tenemos
que recorrer un camino. Cada paso que damos nos acerca más y más hacia
esa bendita tierra en la que no se conocen las leyes del deterioro, ni de la
fatiga, ni de la enfermedad, ni de la muerte. Por eso caminamos llenos de
coraje y de esperanza, porque al frente de la gran caravana humana marcha
Jesús. Él es el camino que recorremos, la senda por la que andamos, el aguaa
que nos refresca, la nube que nos protege y el pan que nos vivifica. Él es
quien fortalece a los débiles, consuela a los abatidos, anima a los rezagados
y templa a los intrépidos. Quien le sigue, jamás se extraviará'.

1. El hombre

Es probable que no haya existido ni un solo hombre que, antes o después, en


un momento o en otro, no se haya preguntado: ¿Qué soy yo? ¿Quién soy yo?
¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Soy un ser venido por puro azar a la
tierra? ¿O alguien me ha creado? ¿Terminará todo con la muerte? ¿O hay
todavía alguna esperanza?
Si todo terminara con la muerte, no habría nada más que decir. Pero el
hombre de todos los tiempos no se ha resignado a una eterna desaparición,
sino que ha soñado siempre con un más allá dichoso y sin fin. Parece que en
su código genético hay recuerdos de otras tierras, como si alguien le
susurrara en su interior: «Si hay sed, tiene que haber Fuente».
El hombre no es creador, sino criatura; no se ha hecho a sí mismo, sino que
ha sido hecho. No sabemos riada de lo que ha pasado antes de nosotros, ni
de lo que nos va a suceder después. Nadie nos consultó si queríamos nacer y
nadie nos consultará si queremos morir. No pudimos elegir ni el momento ni
el lugar de nuestro nacimiento. Podríamos haber nacido en este o en otro
tiempo, en este o en otro lugar, de estos o de aquellos padres, ser blancos o
negros, altos o bajos, sabios o ignorantes, hablar español o chino. Nuestra
vida es corta y se nos escapa en cada momento. ¿Qué somos en realidad?
Una pequeña criatura. Hemos sido creados, dependemos de los demás para
vivir y dependemos en grado sumo del que nos hizo. Sin Él, la vida más

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bella en la tierra no sería propiamente vida'.
Los autores sagrados contemplaron con asombro esta pequeña criatura
humana, poderosa y desesperadamente débil, imagen y semejanza de Dios,
pero hecha del polvo de la tierra. El hombre es como una flor que brota y se
marchita, como una sombra que declina, como un rocío que se evapora,
como una hoja que cae, como un leño carcomido que se deshace apenas se lo
roza, como un vestido roído por la polilla; carne que gime y se estremece,
carne débil y caduca. Su vida es como un suspiro; su vigor, si lo tiene, es
pasajero. Es un vaso maravilloso, pero hecho de arcilla: apenas lo tocamos,
se resquebraja. Sus días, apenas iniciados, se encaminan hacia la muerte. Se
va y no retorna. Muere, se descompone y se mineraliza.
El hombre es un ser hecho de polvo y de agua, es decir, de barro. El barro es
el símbolo de lo débil y de lo frágil. Pero ese barro fue animado y vivificado
por la presencia del Espíritu de Dios. En cuanto carne, el hombre no es más
que un ser de paso; pero en cuanto espíritu, ha sido puesto en relación con el
mundo celestial. El cuerpo humano, animado por esa chispa divina, está
destinado a ser templo de Dios y santuario del Altísimo, está ordenado a una
vida sin fin.
Eso es el hombre: barro de la tierra y aliento divino, cielo estrellado y noche
oscura, nada y todo; polvo, pero con infinitas posibilidades; un ser a caballo
entre el ángel y la bestia, entre la eternidad y el tiempo, celestial y terreno,
de allá y de acá, con una mano que toca a Dios, pero con sus pies metidos en
el corazón de la tierra, atraído por el ángel que es y por la materia que no
deja de ser, amante de todo lo que ve y toca y con nostalgias del paraíso del
que salió un día. ¡Tan pasajero y efímero, tan hermoso y adorable!
Comparado con Dios es nada, comparado con la creación, tiene la majestad
de un rey. Si se mira a sí mismo puede tener la impresión de una cierta
grandeza, si pone sus ojos en Dios se descubre como el tamo de la era. Pero
ese hijo de la tierra es objeto de una atención apasionada. El Creador y la
criatura, el Todo y la nada, se dan cita en el amor. La vida del hombre se
halla envuelta en la misericordia de Dios desde su nacimiento hasta su
muerte. Para él ha proyectado una vida eterna y feliz en su propia casa.
«Cada uno de nosotros está destinado a brillar por toda la eternidad más que
diez mil soles juntos».

2. El hombre, un ser en camino

El hombre nace, crece, se desarrolla y muere. Lo mismo que aparece,


desaparece. Es un ser que está de camino de una parte a otra. ¿Hacia dónde?
¿Hacia quién? Santo Tomás de Aquino dice que «el movimiento propio de

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un ser que procede de la nada se dirige a la nada», pero resulta que el que
nos sacó de la nada es el Dueño de la vida, y por eso lo sacado de la nada
puede estar orientado desde ese momento hacia el que es la vida.
En la Biblia se utiliza el término ger para designar al extranjero que residía
en una tierra que no era la suya, pero cuya vida estaba ya más o menos
asociada a las gentes del lugar donde vivía. El ger era considerado como una
especie de invasor o como una cuña metida dentro de otro país. Se le miraba
con malos ojos, y sufría con frecuencia toda clase de malos tratos. Ni se le
amaba ni se le necesitaba. Para evocar la soledad y la indigencia en la que se
halla alguien que está lejos de su hogar, bastaría recordar una carta que un
hombre llamado Ammón escribió a su madre: «Me encuentro en tierra
extranjera, no tengo a nadie conmigo, ni hermana, ni hermano, ni pariente, ni
nadie, solamente a Dios. Reza para que no muera en tierra extraña,
desprovisto de todo».
El ser humano es carne mortal y perecedera, pero es también aliento vivo
que piensa, crea y domina el mundo; por eso experimenta una rara
ambigüedad dentro de su ser, porque sabe que es de la tierra y que a ella le
unen lazos de sangre y, al mismo tiempo, sabe que procede de otra tierra y
que se encamina hacia ella. Dos fuerzas tiran de su alma: una que le invita a
gozar de todo y a pasarlo bien, «porque la vida dura dos días»; otra que le
arrebata con una pasión desconocida y enciende en su alma deseos de
inmortalidad. Está como dividido entre el amor por la tierra y el deseo de
aquella patria que le anuncia la palabra de Dios, entre el más acá y el más
allá: o adora esta tierra o la desprecia; o cede a su encanto o cae en el desdén
de todo aquello que toca con sus manos. Pero el deseo de otra patria no debe
llevarle a menospreciar esta vida ni esta tierra. La tierra está bendecida por
el Dios que la creó. Pero sabemos que este no es el lugar definitivo para
nosotros. Vivimos en este pequeño planeta azul y lo amamos, pero no lo
adoramos; lo queremos, pero no lo idolatramos. La tierra es hermosa, pero
relativamente hermosa. Ella nos procura todos los bienes que necesitamos
para vivir: nos da el pan y el agua, el vino y el aceite y mil posibilidades de
gozo y de placer. Pero la palabra de Dios es el bien supremo que ilumina
nuestra vida. Y esa palabra nos invita a vivir con los ojos mirando hacia
arriba, aunque sin perder el contacto con la tierra. El deseo de aquella patria
no nos desliga de esta tierra ni de los hombres que en ella gozan y sufren,
viven y mueren. Pero la belleza de las cosas no puede saciar la capacidad
infinita de felicidad que tiene el hombre. Hay algo en las cosas que le
agrada, y en ellas rastrea el rostro querido que anda buscando. Pero las cosas
no son el rostro ansiado. Hay huellas de Él, Él está allí, por ellas ha pasado,
en ellas se ha mirado y en ellas ha dejado su perfume inconfundible, pero ni

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su rastro ni su perfume nos dicen cómo es Él.
El hombre no se sacia con nada de lo que ve, toca o experimenta, porque su
alma es devoradoramente insaciable. Necesita de bienes que no sean tan
pasajeros como él, necesita de Dios. Por eso ningún cielo es posible en la
tierra, ningún paraíso puede construirse sobre estos escombros. El hombre
está aquí, pero es de allá; vive aquí, pero con vocación de «más allá de las
estrellas». Eso es lo que genera una mística del camino y una concepción
muy especial del hombre y de la vida, porque si la tierra fuera un fin en sí
misma, entonces habría que disfrutar de todos sus atractivos hasta hundirse
en el fondo de ella. Por eso, lo primero que debemos saber es que somos
seres de paso, y que nuestro camino no es un girar continuo sobre nosotros
mismos, sino que nos conduce hacia las puertas de la ciudad celestial. Eso es
lo que la palabra de Dios nos recuerda sin cesar. No es bueno que olvidemos
que estamos de camino y que lo mejor está aún por llegar. Sólo allí el
cansancio dejará paso al reposo, la soledad a la compañía, lo pasajero a lo
eterno, la muerte a la vida.
San Pablo habló de los cristianos como ciudadanos del reino de los cielos:
«Nuestra patria está en los cielos, de donde esperamos al Salvador y Señor
Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo lleno de miserias conforme a
su cuerpo glorioso en virtud del poder que tiene para someter a sí todas las
cosas» (Flp 3,20-21; cf 2Cor 5,1-8; l Pe 1,1). El cielo es considerado como
una ciudad que tiene su soberano, sus leyes y su constitución propia. En esa
ciudad, no se trata a los cristianos como huéspedes ni como extranjeros de
paso, sino como ciudadanos de pleno derecho. Los que caminan hacia esa
ciudad tienen que vivir, ya desde ahora, según el espíritu, las leyes y las
normas que rigen en el Reino al que pertenecen. Como quien habita en tierra
extraña, los cristianos no pueden estar dominados por el afán de acumular
bienes de esta tierra, ni asimilar los gustos y las costumbres de los que tienen
aquí su residencia. Esta vida es un regalo de Dios y vale la pena vivirla bien,
pero la palabra de Dios nos dice que hay algo más allá de todo esto y ese
algo es lo que andamos buscando con pasión, incluso sin saberlo. En ese
algo más está el fin de toda nuestra peregrinación. Asumimos las realidades
de esta tierra como algo maravilloso, porque han salido de las manos de
Dios, pero seguimos nuestra marcha hacia la tierra que mana leche y miele.
«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por el lugar en que
viven, ni por su lenguaje, ni por su modo de vida. Ellos, en efecto, no tienen
ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida
distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y
especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza
basada en autoridad de hombres. Viven en ciudades griegas y bárbaras,

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según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país,
tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan
muestras de tener un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble.
Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como
ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es
patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que
todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que
conciben. Tienen la mesa en coniún, pero no el lecho. Viven en la carne,
pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el
cielo. Obedecen las leyes establecidas y con su modo de vivir superan estas
leyes. Los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo. El alma
inmortal habita en una tienda mortal; también los cristianos viven como
peregrinos en moradas corruptibles, mientras esperan la incorrupción
celestial».
«Que ninguna adversidad pueda alejarnos del júbilo de la solemnidad
interior, puesto que cuando alguien desea de verdad ir a un lugar, las
asperezas del camino, cualesquiera que sean, no pueden impedírselo... Que
tampoco ninguna prosperidad, por sugestiva que sea, nos seduzca, pues no
deja de ser estúpido el caminante que, ante el espectáculo de una campiña
atractiva en medio de su viaje, se olvida de la meta a la que se dirigía».

3. El sentido de la vida

El hombre de todos los tiempos se ha planteado una larga serie de


interrogantes: ¿Qué es la vida? ¿Por qué he sido creado? ¿Para qué he sido
creado? ¿Qué sentido tiene todo lo que digo y hago, lo que vivo y lo que
pienso, lo que amo y lo que odio? ¿Qué puedo hacer? ¿Qué tengo que hacer?
¿Por qué se me obligó a existir? ¿Por qué tengo que morir una vez nacido?
¿Alguien me echará de menos cuando muera? ¿Qué tengo por delante?
¿Puede haber alguna esperanza? ¿Alguien se interesa por mí? ¿Hay alguien
que pueda responder a todas mis preguntas?
El hecho de que el hombre se haga esas preguntas pone en evidencia sus
limitaciones, porque si supiera responderlas, no se las plantearía. Pero no
formula preguntas al aire, sino que espera obtener una respuesta a esos
interrogantes, es decir, quiere llegar hasta donde no le quede nada por saber
ni por preguntar.
Para el ateo, las preguntas eternas de la vida humana, esas que nadie puede
sofocar, quedan sin respuesta. Muchos pensadores definen la vida como algo
vacío. El hombre es un «ser para la nada» o «una pasión inútil»; la existencia
es un absurdo y la condición humana es una «broma siniestra». No vale la

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pena vivir.
Pero, ¿no es la felicidad lo que busca el hombre? ¿Hay uno solo, se pregunta
san Agustín, que no la quiera? La realidad es que la hemos buscado en un
amplio abanico de cosas de la tierra: en la riqueza o en el poder, en el placer,
en los hijos o en el trabajo. Bossuet decía: «El origen de todo bien es situar
la felicidad en el lugar en que se encuentra; el origen de todo mal es buscarla
donde no está». Se ha dicho que la felicidad se parece a un camaleón, que se
adapta a todas las necesidades que obsesionan a los hombres. Pero muchos
hombres suspiran, acaso sin saberlo, por una felicidad que no pueden
alcanzar en ninguna de las cosas que están al alcance de sus manos o de sus
sentidos. En el fondo de su alma anhelan algo que pueda llenarlos
plenamente.
¿De dónde procede la vida? De Dios. Existo porque Dios lo ha querido,
existo por su voluntad. El hecho de haber sido creado significa que llevo sus
huellas en mi alma y que, con toda probabilidad, he sido creado por alguna
razón y para algún fin. Y nosotros creemos que Dios ha creado al hombre
para hacerle eternamente feliz. Se diría que la Biblia no es el libro de Dios,
sino del hombre, es decir, que no es un libro de teología, sino de
antropología. Dios sabe por qué y para qué ha creado al hombre; es el
hombre el que debe averiguar por qué y para qué ha sido creado. La palabra
de Dios nos dice que el hombre no puede encontrar la felicidad en ninguno
de los bienes creados, porque ninguno reúne las condiciones requeridas para
saciarnos plenamente: van y vienen, aumentan y disminuyen, se ganan y se
pierden; por eso, ni pueden dar la felicidad ni la vida sin fin. Sólo Dios reúne
las condiciones para que el hombre sea feliz, sólo en Él puede encontrar la
felicidad que ansía. Sólo Dios basta. Esta existencia, por más breve que sea,
nos encamina hacia la felicidad sin fin. Dios nos ha regalado la vida en el
Hijo de su amor. En él nos ha abierto de par en par las puertas de la
inmortalidad. El destino del mundo ya está resuelto. Todo está contenido en
ese proyecto amoroso, concebido desde toda la eternidad. Las preguntas
sobre el sentido de la vida nos salen del alma, pero el que murió en una cruz
ha vencido al mal y a la muerte. Nuestra vida es una marcha hacia lo infinito
y lo ilimitado, «porque lo más grande, lo más bello y lo más santo no es
bastante grande ni bello ni santo para nosotros» (L. Boros). «Estamos
hechos para el cielo», decía Juan Pablo II. La existencia humana, que parece
desembocar inevitablemente en la muerte, se abre a una vida sin fin. En la
resurrección de Jesús, el Padre comprometió de lleno su poder y su gracia en
favor de los hombres. Jesús es el sentido de la vida; él sabe por qué y para
qué hemos sido creados, cuál es nuestro origen y nuestro fin. Él tiene
respuesta a todos nuestros interrogantes. La esperanza nos hace soñar con lo

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imposible. ¿Qué va a ser de mí? Jesús nos lo ha dicho: después de la muerte,
la vida; después del cansancio del camino, el reposo eterno; después de la
soledad, la compañía sin fin. Allí veremos y descansaremos, amaremos y
alabaremos por toda la eternidad.

4. El hombre, un ser que espera

Si el hombre no es un ser echado a la nada y destinado a desaparecer; si la


vida humana tiene un sentido pleno en Dios, entonces la esperanza es la que
le sostiene durante su camino. De él se ha dicho que es «un creador de
futuro», «una pura esperanza», «un ser eternamente insatisfecho e
insaciable». Pero, ¿hasta dónde podemos esperar? ¿Hasta dónde pueden
llegar nuestras ansias y nuestros sueños? ¿Podemos poner límites a nuestra
esperanza? ¿Podemos esperarlo todo? ¿Podemos esperar el triunfo de la vida
sobre la muerte?
La etimología de la palabra esperanza es incierta, pero tiene que ver con la
espera y la expectación, dos conceptos semejantes, pero no completamente
sinónimos. La espera, tal como se expresan la mayoría de los escritores, se
refiere a algo que el hombre puede alcanzar con una cierta facilidad por sus
propias fuerzas; la expectación, sin embargo, se refiere a un bien que sólo
puede alcanzar con la ayuda de otro, porque no está a su alcance. Por eso,
«de lo que podemos conseguir por nosotros no hay, propiamente hablando,
expectación, sino espera. En la espera somos protagonistas, en la
expectación somos sujetos pasivos; en la espera actuamos, en la expectación
recibimos. Hay espera y esperanza, es decir, hay algo que esperamos
conseguir y algo que esperamos recibir. La espera nos remite, por decirlo de
algún modo, al ámbito de lo trivial y, en todo caso, de lo no decisivo; la
esperanza se orienta hacia el sustrato último de todas las esperas; si se
frustran las esperas, no pasa nada grave; si se pierde la esperanza llega la
desesperación. La esperanza está tan vinculada a la vida, que el hombre
sufre daños irreparables cuando desaparece o es destruida». La esperanza es
algo que está clavado en la hondura del corazón del hombre, de tal manera
que, si se la arrancasen, sería como matarlo. En ese sentido, la esperanza «es
la función primaria y más esencial de la vida» (Ortega y Gasset). Se ha dicho
que el hombre puede vivir sin fe o con poca fe, sin amor o con poco amor,
pero no sin esperanza. Estamos obligados a esperar, porque sin alguna
esperanza en el corazón, nadie puede vivir. Vivir es esperar, esperar es vivir;
el que vive, ansía y espera; el que ansía y espera, vive (Olegario González de
Cardenal). «La esperanza es para el hombre lo que el oxígeno para el
pulmón: si le falta se produce la muerte por asfixia... El pájaro necesita aire

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para volar, el pez, agua para nadar, pero el hombre no se halla sujeto a
ningún medio ambiente determinado, sino que es un ser abierto al mundo.
No obstante, existe un elemento y un medio ambiente sin los cuales le es
imposible vivir como hombre: la esperanza. Ella es como su aliento de vida,
como su respiración. Por eso, cuando falta ese ambiente de esperanza, el
hombre se desahucia a sí mismo»'o
Eso es lo que han expresado tan bellamente muchos pensadores. El hombre,
en efecto, siempre tiene la esperanza de conseguir alguna cosa o de lograr
algún deseo, por ejemplo, ver a los que ama, recuperar la salud si está
enfermo, aprobar unas oposiciones, establecerse en la sociedad, casarse y de
tener hijos, conseguir un buen puesto de trabajo y vivir bien; el niño desea
ser hombre, la niña, mujer, el hombre maduro, ser padre; esperamos tener
compañeros y amigos, disfrutar de la familia, gozar de libertad, amar y ser
amados... (Olegario González de Cardenal). Ninguna obra humana, sea
grande o pequeña, se emprende sin esperanza: el campesino siembra en la
esperanza, el artista trabaja en la esperanza, el investigador estudia en la
esperanza, el escritor escribe en la esperanza, la madre da a luz en la
esperanza. Toda obra se hace pensando que merece la pena. No se habría
introducido una azada en la tierra, no se habría tomado una aguja, una sierra
o un cincel, si no se creyera que con ello se consigue algo. Pero cuando se
consigue lo esperado, nacen nuevas esperanzas y nuevas posibilidades. Por
eso, la esperanza natural es el gran resorte que mueve cada día los brazos de
la humanidad al trabajo y a la conquista. Matad la esperanza, y la vida
humana se paralizará por completo".
Pero el hombre es devoradoramente insaciable. Nunca dice: ¡basta ya!
Conseguimos un sueño y surge otro, rcalizamos un deseo y aparece otro.
Nada nos llena. Ni la persona que más amamos, ni el sueño que más
ambicionarnos. Todas las cosas se pierden sin llegar a la infinita profundidad
de nuestro espíritu. La esperanza implica el sentimiento de estar incompletos
e inacabados, como si nos faltara algo, y hasta que no llegue ese algo o
alguien distinto a nosotros, no estaremos plenamente satisfechos. «El
hombre espera ser feliz a través de los sucesivos algos a los que tienden sus
proyectos, pero está como proyectado hacia algo más allá, porque el bien
que espera es el Sumo Bien. Pero esa esperanza no nos llega desde fuera
como algo violento, sino como algo natural que responde a las aspiraciones
más profundas del corazón».
Se podría decir, en cierto sentido, que el hombre no tiene esperanza, sino
que es esperanza, porque ha salido de las manos del Creador, y donde hay
vinculación con él, la esperanza florece como la hierba en un prado. Desde
esa esperanza nacen las demás esperanzas y, sin ella, todas estarían privadas

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de valor. Parece que no hay nada más allá de lo que vemos y tocamos, pero
la esperanza verdadera no nace de análisis científicos, sino de la fe en el
Dios vivo; en Él hunde sus raíces, de Él procede y hacia Él regresa; Él es su
origen y su objeto. Creemos y esperamos en el Dios que, en lesús, ha
convertido todas sus promesas en realidad: en Él, el pecado se ha perdonado,
la muerte se ha vencido y las puertas del cielo se han abierto de par en par.
Por eso, la pequeña esperanza, como la llamaba Péguy, debe recuperar su
puesto en la vida cristiana. Pase lo que pase, suceda lo que suceda, todo
terminará bien para nosotros. No podemos temer un final trágico para la gran
familia humana, porque Dios está a nuestro lado para darnos la esperanza de
una vida sin fin. No le vemos ni le oímos; no nos entra ni por el tacto ni por
el olfato, pero vivimos tranquilos porque nos sostienen unas manos
amorosas. Si Jesús ha vencido a la muerte, entonces la esperanza no tiene
límites". La brújula puede ir girando de la esperanza a la desesperanza, pero
la semilla está plantada y, antes o después, dará su fruto. El hombre creyente
sabe que está abierto hacia la vida y que puede contar en todo momento con
el Señor. «Por eso, en el punto de partida de nuestra esperanza está le fe
inconmovible de que Dios existe, de que Él nos ha creado y de que Él es
nuestro principio y nuestro fin; la fe en que no nos ha dejado solos y
abandonados, sino que ha salido en todo momento a nuestro encuentro y que
nos solicita a un diálogo de amor. Si prescindimos de esa certeza, entonces
todo lo que digamos serán meras palabras, destinadas a caer en el olvido. El
cristianismo vive el misterio de la venida real de Dios hacia el hombre, y de
esta realidad palpita y late constantemente»

CAPÍTULO 2
La esperanza amenazada
En un mito recogido por Hesíodo se cuenta que Júpiter, para castigar a
Prometeo por haber robado el fuego a los dioses, mandó a Vulcano, el dios
de la fragua y de las artes, que modelase una mujer de barro tan bella y
encantadora que causase la desdicha de los hombres. Vulcano le dio las
facciones de las diosas y la facultad para hablar, Minerva le dio sus armas y
Mercurio su astucia y atrevimiento. Los dioses le dieron el nombre de
Pandora, palabra que significa todos los dones. Pandora trajo del cielo a la
tierra una caja muy especial, en la que estaban contenidos los dones que los
dioses reservaban a los hombres, pero cuando la destapó todos salieron y
huyeron volando. Pero lo peor de todo fue que la caja se cerró en el
momento en el que la esperanza estaba a punto de salir. La humanidad se
quedó llena de males y calamidades, y sin esperanza alguna.
Se ha observado que la palabra esperanza (elpis, en griego) no figura entre

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los términos técnicos de los estoicos. La consideraban «una pasión tan
deplorable como cualquier otra»; era «una vana ilusión, un soñar despierto,
una sugestión peligrosa que exalta el alma para dejarla luego más deprimida
ante el fracaso». La escultura del siglo primero de nuestra era refleja a
menudo «una especie de embotamiento desesperado». El epitafio del
paganismo podría ser este: «Aquí yace un hombre sin esperanza». San Pablo
se lo dijo a los fieles de Tesalónica: «Los demás no tienen esperanza».
Entonces, ¿sobre qué edificar el mundo? Péguy afirmó que «sin esperanza
todo sería un cementerio». Pero, de hecho, frente a la más hermosa de las
palabras, algunos se encogen de hombros y otros sonríen. Sólo pueden
hablar de esperanza, dicen, los que han cerrado los ojos ¿mtc el inundo. Pero
basta abrirlos para ver que no hay remedio para el mal de los hombres y de
los pueblos. La esperanza se ve acosada por todas partes. El futuro del
hombre se presenta bastante sombrío. Parece que Dios no tiene cabida en
este mundo, y las ideologías, que habían suscitado tantas expectativas, se
han venido abajo. Las guerras y las injusticias están enterrando las
esperanzas de los hombres, y la globalización, que parecía motivo de una
esperanza exultante, está provocando que las diferencias entre ricos y pobres
sean cada vez más profundas, «como si en ella no estuviera contemplada la
dignidad de la persona humana».

1. El progreso y su desencanto

La crisis de la esperanza es aguda. Tal vez lo ha sido siempre, pero en


nuestros días se ha hecho muy densa. La esperanza se ha puesto bajo
sospecha, porque la desesperanza ha ido construyendo su nido en el corazón
de los hombres. Después de las dos guerras mundiales del siglo pasado y de
tantas guerras pequeñas en los últimos años, después de Hiroshima y de
Auschwitz, y después del fracaso de todas las ideologías, la esperanza está
acosada y amenazada de extinción.
La humanidad ha conocido momentos de entusiasmo gracias a los progresos
científicos desarrollados desde el siglo XVIII hasta nuestros días. La tesis
fundamental del progreso es que «el hombre puede dominar todas las cosas
por encima de las resistencias que le salen al paso». Tenemos en nuestras
manos los instrumentos para controlar y someter al mundo. Algún día, la
ciencia resolverá todos los problemas y responderá a todas las preguntas, la
humanidad avanzará hacia un mundo nuevo y el futuro será mejor que el
presente. Lo que hoy es todavía objeto de esperanza, mañana será una
gozosa realidad: la mayoría de las enfermedades serán vencidas, la vida se
alargará, conquistaremos el espacio, la justicia se establecerá en la tierra. La

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técnica y la economía alimentan la esperanza de un futuro glorioso para la
humanidad. De hecho, en los últimos años hemos avanzado más que en
cientos de miles de años de historia. Lo que nos parecía imposible se ha
hecho realidad'.
Pero la fe en el progreso ha llevado a poner los ojos en el hombre más que
en Dios. Los progresistas de los siglos XVIII y XIX creían que el hombre
era capaz de alcanzar su plenitud sin necesidad de ninguna ayuda exterior.
Fue una época de ideales y de utopías. La revolución industrial prometió el
bienestar, y la revolución democrática y socialista proclamó la libertad, la
igualdad y la fraternidad para todos los hombres: ricos y pobres, sanos y
enfermos. Todos iguales, todos hermanos, viviendo en una sociedad sin
clases, en el reino de la libertad. Por eso, la esperanza cristiana, concebida
como algo caído del cielo, comenzó a palidecer frente a esa esperanza
humana, porque lo que el hombre proyecta y construye le hace vibrar más
que lo que recibe pasivamente.
El estallido de la I Guerra mundial quebró la utopía del progreso, y se vio
que la esperanza que este había engendrado no estaba muy bien
fundamentada. La llegada de la II Guerra mundial la hizo saltar
definitivamente en pedazos. La vida ya no era un camino de rosas. La tierra
se llenó de cadáveres y volvimos a darnos de bruces con el mundo cruel de
siempre. Los diez millones de muertos de la I Guerra mundial y los cuarenta
millones de la II nos hicieron sonrojar a todos.
En el siglo XX aparecieron las armas de destrucción masiva y se extendieron
los campos de concentración y de exterminio, donde millones de hombres
murieron en trabajos forzados y sus cadáveres fueron amontonados sin
enterrar. Nunca se había conocido una época de tantos delitos contra la
humanidad. Pero los conflictos bélicos han seguido y, desde la II Guerra
mundial, se calcula que unos 80 millones de hombres han muerto en
pequeñas guerras. Hemos asistido a los genocidios y a las limpiezas étnicas,
al nacimiento del terrorismo y de la represión cruel. La ciencia no ha
resuelto el enigma de la vida humana, ni ha traído más amor ni más perdón
entre los hombres. Ahí están, en efecto, las guerras, las drogas, las
injusticias, el hambre, la agresión al medio ambiente, el aumento de la
desigualdad entre los países ricos y los pobres, pues los ricos son cada día
más ricos y los pobres cada día más pobres. Así hemos pasado del
entusiasmo por el progreso al miedo por la catástrofe. Los ilustrados
imaginaban que la historia nos iba a conducir hacia un paraíso en la tierra,
pero la vida está amenazada por todas partes. La fe en el progreso no nos ha
llevado por caminos de esperanza, sino que ha puesto un nudo de miedo en
nuestras gargantas, porque el hombre tiene tantas armas en sus manos como

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para destruir cien humanidades enteras. ¿Qué nos ha quedado de la
esperanza de los siglos anteriores? L. González-Carvajal ha dicho que «el
siglo XX ha resultado ser un inmenso cementerio de esperanzas», un
tanatorio de todos nuestros ideales, porque «a esta gran máquina le falta el
corazón y los sentimientos». «La enfermedad principal del hombre -decía la
madre Teresa- no es la pobreza o la guerra, es la falta de amor, la esclerosis
del corazón». ¿Hasta dónde puede llevarnos la fe en el progreso? ¿Colmará
algún día nuestras esperanzas? ¿Dará solución al problema de la muerte?

2. La esperanza marxista

La esperanza conoció un momento de esplendor con la aparición del


marxismo. Llegará un día, escribió Ernst Bloch, en que cesará toda
explotación y nacerá una humanidad nueva, cuando sean superadas todas las
contradicciones actuales con la llegada del reino de la libertad, de la nueva
Jerusalén, de la patria de la identidad. Pero ya no será el reino de Dios, sino
el reino del hombre, porque el mundo tiene sentido por sí mismo y en sí
mismo. Ni existe Dios ni lo necesitamos para construir ese nuevo mundo.
No hace falta ser muy lúcido para poder constatar que esa esperanza, que ha
cautivado a tantos millones de hombres, plantea muchos interrogantes.
Todos los que han estudiado el comunismo se preguntan: ¿Quién garantiza
el éxito de esa marcha imparable hasta alcanzar un final feliz? Si esa
plenitud tardara mucho en llegar, ¿cuántos serán los sacrificados? El
comunismo tiene que contar con el sacrificio de millones de hombres por el
camino, pero la plenitud de vida que promete sólo podrá ser disfrutada por
una parte insignificante de la gran familia humana. Y si algún día llegara ese
reino, ¿cuánto durará? ¿Será para siempre? ¿Quién garantiza ese futuro
glorioso si eliminamos a Dios? «Ese futuro -parece decir Bloch- es posible,
porque yo lo pienso así, porque yo lo quiero así, porque yo lo propongo así,
porque yo lo deseo así, porque yo creo en él y así tiene que ser». Pero,
¿serán algún día felices los hombres? Y, por encima de todo, ¿seré yo algún
día feliz? ¿Conoceré algún día la felicidad? La esperanza comunista es más
utópica que la esperanza cristiana que ha tratado de negar. Ofrece una
solución relativa al sentido de la sociedad, pero deja sin solucionar el destino
del individuo.
Parecía que el comunismo iba a llenar de esperanza la vida de los hombres,
pero los que lo han abrazado y seguido han muerto aplastados en aras de la
nada más absoluta. Sólo el cristianismo sigue abriendo caminos nuevos a la
esperanza sobre la base del amor y la misericordia, de la palabra y de las
promesas de ese Dios a quien se ha querido eliminar de la historia. El odio

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sólo sirve para fomentar el odio, pero no convierte a nadie en un hombre
mejor. Lo que se consigue a base de sangre, sólo puede ser sostenido a base
de violencia. El odio no es la solución, sino el amor, el amor que Dios nos
tiene y que nosotros debemos tener hacia todos los hombres.

3. Los filósofos contra la esperanza

Los ilustrados del siglo XVIII no negaron a Dios, pero lo redujeron a un ser
bastante impersonal y lejano que, después de haber creado el mundo, se
había limitado a contemplarlo desde fuera. Pero en muy poco tiempo, ese
Dios ocioso fue convertido en un Dios inexistente. Así se le hacía
desaparecer de la escena y su lugar era ocupado por el hombre.
A partir de ese momento, los llamados maestros de la sospecha (Feuerbach,
Marx, Nietzsche, Comte, Freud) comenzaron a arrojar una desconfianza
sistemática sobre las creencias religiosas, sometiendo la esperanza cristiana
a una crítica furiosa. Muchas de sus afirmaciones han sido injustificadas,
pero en algunas ocasiones han puesto el dedo en la llaga, y eso hay que
reconocérselo. Nos han hecho un gran favor, porque nos han obligado a
desempolvar a Dios, a quien teníamos ahogado en un mar de prácticas, de
leyes y de ritos.
La sospecha, en palabras de Nietzsche, es que detrás del telón no hay nada.
Dios no existe, murió de vejez, como las viejas ilusiones. Ahora la antorcha
está en nuestras manos, tenemos que salvarnos por nosotros mismos. El
hombre ha ocupado el puesto de Dios, «el mundo del más allá se ha
convertido en el mundo del más acá, el más arriba se ha cambiado en el más
abajo, la mirada se ha vuelto del cielo a la tierra; excluido el arriba, sólo
queda el abajo; borrado el más allá, sólo queda el más acá; eliminado el
cielo, sólo queda la tierra: en realidad Dios está muerto, y sólo queda este
mundo, nuestro mundo». Por consiguiente, no hay lugar para las esperanzas
religiosas, sino sólo para las terrenas; la salvación no está en manos de los
dioses, sino en nuestras manos. Hay que matar a Dios para liberar al hombre
de sus cadenas y para darle una vida nueva. El grito de guerra de F
Nietzsche fue precisamente ese: «¡Dios ha muerto!... Ya no rezarás nunca,
ya no adorarás nunca, ya no descansarás nunca más con una confianza
absoluta. Ya no hay culpa ni gracia. El hombre es libre. Adiós a toda
esperanza en un futuro feliz para el hombre en el más allá, porque ni Dios ni
ese más allá existen ni han existido jamás. Si Dios ha muerto, entonces el
hombre es autónomo, ya no tiene a nadie enfrente, ya no hay interlocutor, se
acabaron los miedos. Ya podemos dedicarnos plenamente a la tierra; por fin,
pueden navegar nuestras naves hacia cualquier peligro y se permite toda

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osadía al entendimiento; el mar, nuestro mar, se ha abierto de nuevo, y acaso
nunca hubo un mar tan abierto». Con Dios murió también nuestra esperanza.
No sólo los maestros de la sospecha han atacado al cristianismo, sino que,
desde diversos frentes, la esperanza ha sido definida como una ilusión, como
una huida, como una enfermedad o como una aspiración sin sentido. Goethe
la situó entre «los máximos enemigos del hombre», porque le engaña
respecto a sus verdaderas posibilidades; Camus decía que era «una ilusión
peligrosa». Pero con Sartre se dio el paso de la esperanza a la desesperanza:
«La vida no tiene sentido. No sé dónde estoy ni a dónde voy. No hay salida
para el hombre... Si Dios existe, el hombre no es nada. ¡Dios no existe!
¡Felicidad, lágrimas de alegría! ¡Aleluya! Ya no hay cielo. Ya no hay
infierno. No hay nada más que la tierra... Estoy solo. Yo suplico, envío al
cielo mensajes, pido un signo: ninguna respuesta. El cielo ignora hasta mi
nombre. Me pregunto a cada momento qué puedo ser a los ojos de Dios.
Ahora ya conozco la respuesta: nada. Dios no me ve, no me oye, no me
conoce. ¿Tú ves ese vacío por encima de nuestras cabezas? Es Dios. El
silencio es Dios. La ausencia es Dios. Dios es la soledad de los hombres. No
hay nadie más que yo: sólo yo decido del mal, sólo yo invento el bien... yo el
que me acuso y el que puede absolverme... La vida es una derrota, nadie sale
victorioso, todo el mundo resulta vencido; todo ha ocurrido para mal
siempre y la mayor locura del hombre es la esperanza... La dignidad del
hombre está en su desesperanza»s.
El hombre, en definitiva, no es un ser destinado a vivir, sino a morir, un ser
para la muerte, un ser sin proyecto alguno, ni antes de su nacimiento ni
después de él. La existencia humana es náusea y asco, un existir sin un para
qué. El hombre ha sido arrojado a una existencia que no ha elegido ni
deseado; por eso, no puede escapar a su propia nada. Comamos y bebamos,
que mañana moriremos.
El ateísmo nos ha llevado al olvido y a la negación de Dios, pero lo único
que ha conseguido es desvalorizar por completo al hombre. Al cortar el
cordón umbilical que le unía con el Creador, le han condenado a una muerte
sin remedio. Si el hombre es el dios del mundo, nada es eterno. Y si no hay
nada eterno, entonces no hay ninguna esperanza eterna para él, sino la eterna
desesperanza.
¿Qué cree y qué espera el hombre después de la pérdida de esas ilusiones tan
queridas? Nadie puede responder a esas preguntas. Pero lo cierto es que ni la
filosofía ni los filósofos han pronunciado la última palabra. También ellos
tienen que escuchar. Porque si los cristianos nos vemos obligados a dar
razón de nuestra esperanza, también ellos están obligados a dar razón de sus
críticas y sospechas. Y los interrogantes se les acumulan desde todos los

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frentes: ¿Es Dios un fantasma inútil? ¿Es la esperanza un sueño ingenuo?
¿Es el hombre el único dueño de este mundo y de esta historia? ¿Por qué
esta tierra no acaba de convertirse en nuestro hogar? ¿Por qué no llega el
reino de la igualdad y de la fraternidad? ¿Podrá el hombre acabar con la
injusticia, con las guerras y con los asesinatos? ¿Será posible curar todas las
enfermedades y alargar la vida hasta el infinito? ¿Conoceremos algún día un
futuro feliz? ¿No acabará el progreso destruyendo todos nuestros planes?
¿Se basta el mundo a sí mismo? ¿No habrá nada que esperar más allá de la
muerte? ¿Podemos contentarnos con la fácil solución de que todo eso es un
absurdo? ¿Será verdad que Dios no existe, que Jesús es un mito y que todo
se acaba aquí? ¿Tendremos que decir adiós a toda esperanza?

4. El triunfo del mal

Pero hay algo tal vez peor que la pérdida del entusiasmo y que las críticas
furiosas de los filósofos. Algo que es una amenaza permanente contra la
esperanza: el triunfo del mal.
El problema del mal es inquietante. De nuevo, los interrogantes nos salen a
raudales del corazón y de los labios. ¿Por qué existe el mal? ¿Por qué tanto
mal? ¿Por qué tanta absurda maldad? ¿Por qué tantos asesinatos, tantas
guerras, tantas injusticias? ¿Por qué el dolor de los inocentes? ¿Por qué calla
Dios? ¿Por qué se oculta?
Cómo seguir creyendo y esperando en él? Es como si Dios no viera nada, o
como si no prestara atención a lo que está pasando en la tierra. Los gritos de
los humildes y de los explotados no le llegan. Sólo se oye su silencio, sólo se
siente su ausencia. Se ha dicho que el mal es la roca del ateísmo. Porque si
Dios existe, ¿cómo puede ver impasible tanto dolor?
A todos nos inquieta el famoso dilema de Epicuro: «O Dios puede y no
quiere evitar el mal, y entonces no es bueno; o quiere y no puede, y entonces
no es todopoderoso; o ni quiere ni puede, y entonces ni es Dios ni es nada».
Ahí se juega la esencia de la esperanza cristiana. O damos una respuesta
adecuada, o Dios ya no tendrá nada que decirnos. Porque el sufrimiento del
mundo es lan excesivo, que apenas puede conjugarse con la idea de un Dios
Padre todopoderoso.
No sé cómo plantear el problema correctamente ni cómo conjugar todas las
contradicciones. No sé nada o casi nada. Lo mejor sería apelar al silencio y a
la adoración. Sé en quién he puesto mi confianza y estoy seguro de que no
me va a fallar jamás. Si negando la existencia de Dios resolviéramos todos
los problemas del mundo, entonces habríamos encontrado la verdadera
solución. Pero los males del mundo no se resuelven destronando a Dios,

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porque el mal y el pecado siguen ahí. Se podría responder que para la
enfermedad, el dolor y la injusticia, existen causas concretas, pero el mayor
desafío que debe afrontar la esperanza es la muerte. La fe cristiana sólo
conoce a un Dios que ama a su creación y se preocupa de ella. No podemos
creer en otro Dios. Y ese Dios, dice san Juan, es amor. Nos ha creado por
amor. Todo lo que se opone a nuestro bien se opone a él. Por consiguiente, si
hay mal en el mundo no es porque Dios lo quiera, sino porque no puede ser
de otra manera. «Dios no deja de ser Dios, es decir, no deja de ser
omnipotente ni bondadoso porque nosotros enunciemos que no puede hacer
un hierro de madera o un círculo cuadrado. El mal no es un problema de
Dios, sino de la criatura; no del Ser, sino del ente: el mundo es finito. Por
eso, la existencia del mal no puede destruir nuestra esperanza».
La existencia del mal ha suscitado una cascada de interrogantes en los
hombres de todos los tiempos. «¿Dónde estabas, Señor, cuando Caín alzó la
mano contra su hermano Abel? ¿Dónde estabas cuando Lamec entonó el
canto de venganza más horrible? ¿Dónde estabas cuando se decidió hacer la
primera guerra entre familias, entre tribus o entre pueblos? ¿Dónde estabas
cuando comenzaron a correr los primeros ríos de sangre humana? ¿Dónde
estabas cuando los poderosos comenzaron a oprimir a los débiles, y cuando
se desencadenaron las dos grandes guerras mundiales? ¿Dónde estabas
cuando la guerra de Vietnam y la de Bosnia, la del Golfo y la de Irak?
¿Dónde estabas cuando desaparecían miles de hombres en Chile o en
Argentina y cuando los campos de Siberia se tragaban a millones de
deportados? ¿Dónde estabas cuando se produjeron las horribles matanzas de
Burundi? ¿Dónde estás, Señor, cuando mueren los niños de hambre y
desnutrición, cuando caen las aguas que todo lo arrasan y los terremotos que
destruyen ciudades enteras y los tsunamis que se llevan a más de quinientas
mil personas?». El papa Benedicto XVI visitó el campo de concentración de
Auschwitz el 28 de mayo de 2006, y ante el muro de la muerte pronunció
estas palabras: Tomar la palabra en este lugar de horror, de crímenes contra
Dios y contra el hombre sin parangón en la historia, es casi imposible y es
particularmente difícil para un Papa que procede de Alemania. En un lugar
como este faltan las palabras; en el fondo, sólo hay espacio para un atónito
silencio, un silencio que es un grito interior hacia Dios: ¿Por qué te callaste?
¿Por qué has querido tolerar todo esto?».
J. Moltmann escribió, a propósito de su visita al campo de concentración de
Maidanek, en Polonia «En aquel momento habría deseado que la tierra me
tragara de pura vergüenza e infamia, si no hubiera creído. Algunos visitantes
habían escrito palabras como estas en el libro de visitas: "Nunca jamás
deberá volver a ocurrir algo parecido. Lucharemos para que algo así no

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vuelva a suceder jamás". Dinos, Señor, ¿dónde estabas en el momento en
que una mano soltó la bomba de Hiroshima? ¿Qué hacías? ¿Estabas tan
ocupado en tus cosas que no tenías tiempo para echar una ojeada a la tierra?
¿O estabas tan despreocupado de nosotros que ni le has enterado de lo que
ha pasado? ¿O es que te has olvidado de nosotros? ¿O es que ya no te
importan tus propios hijos? Si has mandado a tu Hijo para salvarnos, por qué
no nos salvas? ¿Por qué nos haces contemplar este espectáculo? ¿Puedes
imaginarte cómo se ve esto con nuestros ojos? ¿Puedes hacerte una idea de
cómo quedas ante nosotros? Tú podrías hacernos tantas preguntas al revés.
Pero no sería lo mismo, porque tú eres Dios y nosotros somos un poco de
arcilla. Tú tienes el poder en tus manos, tú escrutas todos los corazones, tú
sabes cómo va a terminar toda esta historia que tú mismo has puesto en
marcha. Pero nosotros vivimos de fe y de esperanza. Pero, ¿qué fe y qué
esperanza podemos tener cuando vemos lo que vemos? ¿Qué resquicio
queda abierto a la esperanza cuando nos haces contemplar un espectáculo
tan aterrador? ¿Cómo podemos seguir esperando? Si hubiera sido, Señor, un
acto aislado, un enfado repentino, una guerra solitaria, por más cruel que
hubiera sido, tal vez podríamos entenderlo. Pero este es el pan de cada día de
nuestra tierra. Nos salpica cada día la sangre derramada de tantos hermanos
nuestros, la marginación y el rechazo, el desprecio, la insolidaridad y la
mentira. Y después, Señor, la enseñanza que hemos recibido sobre la
condenación de tantos hombres, tal vez de la mayoría, los tormentos de un
infierno sin fin, sin posibilidad de rescate ni de recuperación. Es demasiado
para nosotros. El mal nos desborda por todas partes: unas veces lo
provocamos, otras lo sufrimos. Las fauces del mal y de la muerte se abren y
se cierran sobre nosotros, tragándose toda nuestra esperanza. Entramos en la
vida sin saber muy bien para qué hemos nacido ni por qué tenemos que
morir. Tal vez nos estés haciendo un guiño para que volvamos los ojos hacia
la cruz, donde tu Hijo fue colgado, derramando su sangre por nuestra
salvación. Tal vez ahí esté el secreto de todo: la cruz y la resurrección».
Dios ha asumido nuestra condición humana para salvarnos del mal, del
pecado y de la muerte, no por su omnipotencia, sino por la cruz. Es el Dios
de los doloridos y de los desposeídos, de los oprimidos y de los esclavos, un
Dios que ama y perdona, el Dios que nos acompaña en la noche de nuestro
caminar. Ese es el fundamento de nuestra esperanza. De él viene y hacia él
se dirige; en él se apoya y en él se consuma.

5. La atonía de nuestros días

Para algunos pensadores, la sociedad se ha quedado sin horizonte ni

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orientación. En nuestros días estamos asisi icndo al nacimiento de un
hombre light, como un café descafeinado o como una leche descremada. La
vida se está convirtiendo en algo pesado y aburrido. Por eso, cuando no hay
nada que esperar, lo más razonable es disfrutar del momento presente. Se ha
creado un vacío difícil de colmar. Se ha dicho que «la mayoría de los
hombres se han dedicado a cultivar los deseos cortos, es decir, que han
concentrado su vida en intereses y en objetivos inmediatos, y por eso la
esperanza ha perdido casi toda su importancia». Todo parte del yo, todo gira
en torno lal yo, y todo conduce al yo, sin ninguna referencia a los demás y,
sobre todo, sin ninguna referencia a Dios. Se acabó el tiempo de la espera,
ha llegado el de la desesperanza y el hastío.
Pero el hombre se está dando cuenta de que no puede vivir bien solo, sino
que necesita de algo o de alguien que dé sentido al trabajo y al descanso, a la
compañía y a la soledad, a la alegría y a la tristeza, a la salud y a la
enfermedad, a la vida y a la muerte. Pero, ¿existirá ese algo o ese Alguien
que pueda cambiar la desesperanza por la esperanza? ¿Existirá ese Alguien
que pueda vencer a la muerte y terminar con el dolor y las injusticias, con el
hambre y con la sed del mundo? ¿Qué le queda al hombre si no es
destinatario de una vida eterna? ¿Qué sería de él si la muerte fuera la palabra
final sobre su destino?'.

6. Crisis en la iglesia

La crisis de esperanza no sólo ha afectado al mundo en general, sino también


al cristianismo y a la iglesia católica en particular. El problema no es de
nuestros días, pero tal vez se ha agudizado en los últimos tiempos.
En efecto, el cristianismo ha corrido muchos peligros a lo largo de la
historia. Durante más de 300 años vivió amenazado y perseguido, hasta que
el emperador Constantino le concedió la libertad en el año 313. Pero
entonces, por expresarlo de algún modo, la iglesia se convirtió en una
religión de Estado, y de perseguida pasó a ser perseguidora. Cuando el
Imperio romano desapareció, parecía que el cristianismo iba a desaparecer
con él, pero en ese momento la Iglesia emprendió la evangelización por
medio de los conquistadores. En menos de tres siglos los bárbaros fueron
ganados para Cristo. El cristianismo se insertó en la vida de los pueblos,
pero corrió otro peligro: los grandes de la tierra enriquecieron a la iglesia y
los obispos fueron convertidos en príncipes temporales. La iglesia fue
domesticada. Poco tiempo después, libre del Estado, el poder y la autoridad
del papa fueron creciendo cada día más: él era, por decirlo de alguna
manera, el soberano del mundo entero. Así se creó una situación muy

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ambigua y dolorosa, en la que el mensaje evangélico salió malparado. A
partir del siglo XIV el poder del Estado recuperó su autonomía. La iglesia
fue convertida en un mecanismo del Estado y domesticada de nuevo. En los
días del Renacimiento, los escándalos, incluso en el seno mismo del papado,
sembraron un descrédito inmenso hacia ella. Era necesaria una reforma, pero
esa reforma vino desde fuera, más que desde dentro. En los dos últimos
siglos, la iglesia ha corrido un nuevo peligro: el de alejarse del mundo y de
sus problemas y el de encerrarse en sus sacristías. Así es como ha perdido a
gran parte del mundo: a los jóvenes y a la clase obrera. En lugar de
proclamar su esperanza, se dedicó a condenar todos los errores de la época.
Así ha sido su historia: unas veces demasiado comprometida con las
estructuras políticas, otras veces encerrada y replegada sobre sí misma; unas
veces esclava del poder temporal, otras dominadora; unas veces demasiado
metida en el tiempo, otras ausente del tiempo; unas veces fuerte, otras veces
débil. La iglesia tendría que haberse extinguido por cansancio y
aburrimiento8.
Pero la iglesia está pasando por el desierto también en nuestros días.
Millones de creyentes la han abandonado de hecho, piensan y viven como
los demás, sin fe y sin conversión, sin Jesús y sin experiencia del Espíritu
Santo; en una palabra, viven un cristianismo de nombre, sin ninl;ún relieve.
Se llaman cristianos, pero no son cristianos. Para muchos, el cristianismo ha
quedado reducido a una ideología con la cual se puede estar más o menos de
acuerdo. La mayoría de los cristianos creen en un Cristo de papel o de
recuerdos, de yeso o de pintura, en un Cristo de devociones, de flores y de
rezos, pero no en un Cristo resucitado y glorioso, vencedor del pecado y de
la muerte, con quien se puede tener una relación personal. Millones de
cristianos han pasado, casi sin darse cuenta, de la práctica religiosa a una
indiferencia casi total. A pesar del número de los que se confiesan cristianos,
el cristianismo se bate en retirada. En la iglesia católica se ha producido una
desbandada masiva. La mayoría de los que han sido bautizados la han
abandonado, y no pisan por ella más que con ocasión de algún acto social,
siempre deseando que todo termine cuanto antes, porque no les dice nada, ni
agarra su corazón. La esperanza no reina en la Iglesia en general, ni en las
comunidades ni en las instituciones religiosas.

7. Signos de esperanza

Pero, ¿está muerta nuestra esperanza? La tierra está tan reseca que parece
que el manantial de la esperanza ha dejado de manar. Sin embargo, hay
muchos síntomas de un nuevo despertar en la Iglesia y fuera de la Iglesia. Se

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dice que estamos viviendo tiempos de invierno, pero, ¿algún momento ha
sido más esperanzador y más atractivo que el nuestro?
Un proverbio asiático dice que «hay mil soles más allá de las nubes». El loto
es una flor muy apreciada entre los pueblos de Asia. El hecho de que
florezca en el fondo fangoso de las aguas es el símbolo de las cosas
hermosas que surgen de la indigencia y de la aflicción. Tal vez la gran
enfermedad del mundo es la falta de esperanza para nacer y renacer cada día,
para soñar con horizontes infinitos y para descubrir las zonas luminosas que
cada uno de nosotros lleva en el corazón. El mundo no es malo ni está mal,
es como es y está como está, abierto a todas las posibilidades de la acción de
Dios, que puede hacer nuevas todas las cosas. Mientras Dios no nos
abandone, hay motivos de esperanza para el hombre. Ni todo el mal del
mundo puede impedir que la hierba siga creciendo de noche, en la oscuridad
más absoluta, sin que nadie la vea ni la oiga crecer. Del fondo doloroso de la
pobreza y de la aflicción brota el loto de la esperanza cristiana: de la muerte,
la vida, de la crucifixión, la resurrección. El angel de la esperanza susurra
sin cesar en nuestros oídos que todo eso es posible y que estamos llamados a
ver y a gozar de Dios por toda la eternidad. «En este vasto Mundo -dice
Martín Descalzo-, hay millones de flores que nadie verá nunca jamás, y que
crecerán y morirán ,in que hayan servido para nada, pero que se sentirán
orgullosas por el mero hecho de haber vivido y de haber sido hermosas». El
mal parece cubrir con su manto todo el bien latente en tantos millones de
hombres que aman y rezan en silencio, que no aparecen en los periódicos,
pero que sostienen el mundo con su presencia. Por eso, frente a todos los
males del mundo, hay que seguir prodamando un mensaje de esperanza. La
Escritura nos lo enseña: los tiempos de desierto suelen ser preludio de las
grandes renovaciones y de un avivamiento de la fe y de la esperanza; los
tiempos de desesperanza suelen ser tiempos en los que el Señor susurra a
nuestros oídos palabras ardientes y consoladoras.

7. 1. Brotes de esperanza en el mundo

Es verdad que muchos francotiradores han tratado de matarla, pero la


realidad es que en el mundo hay muchos signos de esperanza. Frente a tantas
fuerzas de destruc~ ción, han surgido en los últimos años, por no
remontarnos a un pasado más lejano, una serie de organismos
internacionales, nacionales y comunitarios que tratan de equilibrar la acción
del mal. Ahí está, por ejemplo, la ONU, es decir, la Organización de las
Naciones Unidas, fundada en junio de 1945. Sus resultados no han sido
demasiado brillantes, pero es un foro donde se puede dialogar sobre todos

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los problemas que aquejan al mundo. Hace unos años apenas habríamos
podido imaginar lo que se ha conseguido: eliminación de la distinción de
clases y de toda discriminación racial y religiosa... Muy relacionadas con la
ONU están la UNESCO, un organismo al servicio de la educación, la ciencia
y la cultura, y la FAO, un organismo para la ayuda alimenticia y la
agricultura, especialmente en los países del tercer mundo. Ahí está Amnistía
Internacional, un organismo que denuncia las prácticas antihumanas que se
ejecutan en las naciones: las torturas en sus diversas formas y las técnicas de
degradación. A estos organismos internacionales habría que añadir la OMS,
es decir, la Organización Mundial de la Salud, que vela por la salud pública
del mundo entero.
Ahí está también el Movimiento Ecologista, que se ha dedicado a
sensibilizar a la humanidad ante el deterioro terrible del medio ambiente en
el que vivimos. En el campo de la ayuda humanitaria destaca la Cruz Roja,
que se dedica a ayudar a las víctimas de la guerra, sean amigos o enemigos.
En el año 1907 incluyó en sus estatutos la ayuda a los náufragos del mar; en
1929 extendió su ayuda a los prisioneros de guerra, y en 1949 a todos los
civiles... Habría que añadir el Movimiento Feminista, que lucha contra la
violencia y la discriminación de las mujeres; Pax Christi, que trabaja a favor
de la paz, y Cáritas, que trabaja por la promoción social dentro de las
comunidades cristianas.
No debemos olvidar los grandes foros internacionales en materia de
derechos y de justicia, el Tribunal de La Haya, las alianzas democráticas, la
Comunidad Económica Europea, los Estados Unidos de América, la Unión
los pueblos árabes. Existe un sinfín de formas de asistencia social para los
más necesitados, y la iglesia
Y los Estados trabajan o colaboran en muchos de esos organismos: Ayuda a
la Iglesia necesitada, Misereor, Missio, adveniat, Oxfam, Manos Unidas.
Son las llamadas ONG, Organizaciones no Gubernamentales, que ayudan a
millones de necesitados de nuestra tierra. Existen innumerables servicios
voluntarios, individuales o comunitarios, a las perrsonas ancianas, centros
para los disminuidos, para niños abandonados, para los alcohólicos, los
drogadictos los enfermos de sida... Todos estos organismos nos recuerdan la
dignidad de la persona humana y son una fuente gozosa de esperanza para el
mundo.
Es verdad que la cultura de la violencia se ha extendido por todas partes,
pero también existe un clamor por la paz. Cientos de millones se
manifestaron en el mundo entero en contra de la guerra en Irak, y van en
aumento los que dedican su vida a luchar por la paz y por la naturaleza, por
la solidaridad y la justicia, por el diálogo y la unidad, por la escucha y la

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acogida, por el amor y la reconciliación. Hay muchos hombres que levantan
su voz contra los sistemas políticos y económicos que olvidan, soslayan o
someten a los pobres de la tierra, científicos que se dejan la vida en el
laboratorio para vencer al cáncer o al sida. A pesar de tantos signos de
muerte, hay muchos destellos de vida. En muchas partes ha habido una
mejora de la sanidad y de la alimentación, de la cultura y de la
escolarización. La esperanza cristiana tiene que detectar todos estos signos
de vida presentes en nuestro mundo. «La mayoría absoluta de los hombres
están más cerca de la bondad que de la maldad, de la justicia que de la
injusticia, de la verdad que del engaño, de la paz que de la guerra, de la vida
que de la muerte. La muerte aún no ha encontrado la manera de aniquilar a
la vida, mientras que el hombre siempre encuentra energías para seguir
caminando y conseguir la victoria sobre la muerte. Crecen los voluntariados
y aumenta sin cesar el número de los comprometidos con la causa de la paz,
de la justicia y de los derechos humanos; hay hombres limpios en el mundo
de la política y de la economía, de las artes y del deporte, con un sentido
ético muy desarrollado»". junto a la tiniebla brilla la luz, en los campos de
batalla aparece la paloma de la paz y en medio de nuestro barro crece la flor
de la esperanza, como la flor del loto surge de las profundidades del lodo de
una charca. No podemos darnos por vencidos, porque el Señor camina a
nuestro lado.

7.2. Brotes de esperanza en la Iglesia

El mundo ha conocido siempre grandes catástrofes. Y lo mismo le ha


sucedido al cristianismo. Después de tantas crisis, debidas a la impotencia de
los hombres, la iglesia debería estar muerta, pero la realidad es que existe y
que, una y otra vez, encuentra fuerza para reformarse y para salir de ellas.
Nadie ha podido ahogar la esperanza que lleva en su seno. En todos los
momentos el Espíritu ha suscitado una legión de santos y testigos que la han
mantenido viva. Tal ha sido el caso, en nuestros días, de Juan XXIII, el
profeta suscitado por el Espíritu para introducir a la iglesia en el corazón
mismo del mundo.
Este papa estaba convencido de que la Iglesia «no era una ciudadela, sino un
jardín que no deja de florecer». La iglesia no podía permanecer aislada, sino
que tenía que entrar en diálogo con el mundo, porque existe para e1 mundo.
Juan XXIII convocó el concilio más ecuménico de toda la historia, que en
cuatro sesiones (1962-1965) efectuó la operación de reforma más vasta que
haya conocido jamás la Iglesia. No hubo gritos ni condenas, sino un estilo
amoroso, que envolvió al mundo entero en un abrazo. Estábamos tan

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acostumbrados a una Iglesia encerrada en sus sacristías, que nos cogió de
improviso verla con sus puertas y ventanas abiertas, vestida de blanco como
una novia, con la mejor de sus sonrisas y con su rostro más resplandeciente.
El concilio ha despertado en la iglesia el deseo de la presencia de Jesús y de
una manifestación poderosa de su Espíritu, es decir, de un nuevo
Pentecostés, y ha puesto a la iglesia católica en diálogo con las otras Iglesias
y con el mundo entero. Ha sido una gracia para nuestro tiempo, con la cual
ninguna otra se puede comparar. ¿Quién habría podido imaginar hace
algunos años el diálogo con los judíos, con el budismo, con el islamismo o
con el hinduismo? ¿Quién habría podido imaginar a un papa pidiendo
perdón por todos los errores cometidos en la Iglesia? Ha sido un cambio de
mentalidad casi total. Los ecos del concilio resonaron inmediatamente en
encíclicas como Evangelü nuntiandi (Pablo VI, 1975), Laborem exercens
(Juan Pablo 11, 198 1) y Sollicitudo re¡ socialis (Juan Pablo II, 1987); fueron
creados el Consejo para la familia y el Consejo para la cultura, el
movimiento litúrgico, el movimiento ecuménico, la renovación bíblica, la
renovación de la teología, los sínodos de obispos, nuevas formas de vida
consagrada, renovación de las antiguas órdenes y congregaciones, el
despertar de los seglares, la vitalidad de las Iglesias jóvenes, la presencia de
tantos santos y pensadores cristianos, que han abierto caminos a la
esperanza. El posconcilio conoció el nacimiento y el desarrollo de las nuevas
realidades de la iglesia: el Camino Neocatemenal, la Renovación
carismática, Comunión y Liberación, los Focolares, las Comunidades de San
Egidio y del Arca, y así hasta más de doscientas comunidades y
movimientos nuevos en la iglesia. En el informe sobre la fe, Benedicto XVI,
siendo aún cardenal, escribió estas palabras: «Lo que resuena a lo largo y
ancho de la Iglesia universal con tonos de esperanza es la floración de
nuevos movimientos que nadie planea ni convoca y surgen de la intrínseca
vitalidad de la fe. Encuentro maravilloso que el Espíritu sea, una vez más,
más poderoso que nuestros proyectos y encamine todo de una manera muy
distinta a lo que imaginábamos. Nuestro quehacer -sobre todo el de los
ministros y teólogos- es mantener abiertas las puertas y prepararle el lugar».
El 3 de junio de 2006, el papa convocó a las nuevas realidades de la Iglesia a
celebrar la Vigilia de Pentecostés en la Plaza de San Pedro de Roma. Unos
350.000 representantes de todos los nuevos movimientos acudieron a la cita.
La Iglesia viva estaba allí. Era estremecedor contemplar aquel espectáculo.
La característica de todos estos movimientos y comunidades nuevas es el
descubrimiento del Espíritu Santo, de la palabra de Dios, de la oración, de la
necesidad de la evangelización, de la presencia entre los más pobres. No, el
hombre no está condenado a la atonía ni a la indiferencia, sino que está

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llamado a volver sus ojos hacia lesús. Él es el manantial de nuestra
esperanza. Él es el Viviente y el que puede llenar nuestra da de gracia y de
amor. No todo es negro en nuestro mundo, ni siquiera la mayoría de las
cosas son oscuras. No sólo hay violencia y opresión, sino también muchos
hombres que trabajan por la paz y aman la vida. Pero ese no es más que el
principio de la gran esperanza, porque nosotros nos atrevemos a esperarlo
todo, absolutamente todo, de Dios".
8. El milagro de la esperanza

La esperanza cristiana es siempre un don de Dios, un don verdaderamente


extraño en el mundo en que vivimos. Charles Péguy se asombraba ante el
milagro de la esperanza, porque es una virtud difícil de entender: «Es una
maraviIla, un misterio, un rayo inesperado de luz en medio del inundo». La
esperanza es la virtud más frágil y vulnerable, pero es la más necesaria para
el hombre, sobre todo cuando el sol se oscurece y la vida presenta su aspecto
más sombrío. Pero la esperanza se alza siempre para tirar de nosotros y para
hacernos confiar en el triunfo de la gracia y de la vida sobre el pecado y la
muerte. Porque en Jesús tenemos la respuesta a todos nuestros interrogantes:
él es el Sí de Dios a todas sus promesas. Veinte siglos después de su
nacimiento, de su pasión, de su muerte y resurrección, millones de hombres
seguimos creyendo en él como el Mesías del Señor, y en él hemos puesto
nuestra esperanza. El horizonte está despejado, el éxito final del camino está
garantizado. El cristianismo vive el presente lleno de gozo, pero mirando
hacia el futuro, esperando al que vino, al que viene y vendrá. Nuestra
esperanza nace de la fe que hemos depositado en el Dios de la vida. Lo que
parecía imposible se ha hecho realidad en Jesús. Su muerte y su resurrección
nos han abierto una esperanza ilimitada. En él espero yo, en él esperas tú, en
él esperamos nosotros, en él esperan todos. No espero unos dones, no
esperas unos dones, sino que todos le esperamos a él. La esperanza está
abierta a todos los hombres. Es una esperanza total y universal. Muchas de
nuestras esperanzas no se realizarán en esta vida, pero siguen naciendo
nuevas flores, las primaveras siguen al invierno y la esperanza a la
desesperanza.

CAPÍTULO 3
En las fuentes de la esperanza
Un ansia nos empuja y nos guía en la búsqueda de nuestra esperanza más
honda. Pero, ¿tiene sentido la vida? ¿Hay, en realidad, alguna esperanza para
nosotros? ¿No se acabará todo con el último suspiro? ¿Quién nos salvará?
Una cosa parece evidente: que el hombre no puede salvarse a sí mismo. Si

24
pudiera vencer a la enfermedad, el pecado y a la muerte, nunca acudiría a un
ser superior. Pero la victoria sobre la muerte no es algo que esté a nuestro
alcance, sino algo que nos tienen que regalar. Todas las religiones son una
expresión de esa aspiración profunda a una existencia más feliz que la
presente, donde no haya sufrimientos ni dolores, ni odios ni muerte. Pero yo
voy a poner mis ojos en la esperanza ilimitada que se abre para el hombre en
las páginas reveladas, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

1. El vocabulario de la esperanza en el Antiguo Testamento

El pueblo elegido expresó su esperanza en Dios con varios términos hebreos


(qawah, yahal, hikkaGt, sibber, batah, etc.) que corresponden, de una manera
muy general, a nuestro verbo esperar'. Con ellos expusieron los diversos
matices de la actitud del que espera. Esperar es aguardar, contar con alguien,
confiar en él, estar en seguridad, abrigarse o refugiarse en él. Cuando se
aplica a la esperanza propiamente dicha, entonces el hombre es el que espera
y el que se refugia en Dios; en él se siente seguro, él es su amparo y su
seguridad, en él se apoya y se sostiene, en él confía y de él se fía: en su
palabra y en sus promesas, en su amor y en su misericordia, en su gracia y
en su fidelidad. Sólo el Señor goza de un crédito ilimitado; por eso, de él se
puede esperar todo: la salud y la paz, la liberación y la salvación, el éxito y
la victoria, el amor y el perdón. Los hombres de Israel lo repitieron sin cesar:
«Tú eres mi esperanza; tú, esperanza de Israel; en ti esperaron nuestros
padres; en ti espero todo el día; mi alma espera en su palabra...». La
esperanza lleva consigo el compromiso de una relación personal e íntima, y
así se convierte en un elemento central en la relación del hombre con el
Señor.
2. La promesa de Dios a la casa de Israel

En la Sagrada Escritura aparece una concepción lineal del tiempo, lo que


quiere decir que no estamos condenados a la rueda de un eterno retorno, sino
que caminamos hacia el cumplimiento de una palabra y de una promesa, es
decir, hacia la salvación total y definitiva. En ella encontramos respuesta a
todos nuestros interrogantes e inquietudes. Hemos sido creados a imagen y
semejanza de Dios y hemos sido destinados a vivir en comunión con él. Pero
la creación se vio afectada desde el principio por un desorden que no
respondía a la intención del Creador. El mal se introdujo en la humanidad en
forma de enfermedad y de dolor, de conflictos y de injusticias, de guerras y
de muerte. Dios podría haber reducido al hombre a la nada, pero respondió a
nuestra rebelión con una exhibición de gracias. Lo que comenzó siendo una

25
historia de muerte, se convirtió en una historia de salvación (Gén 3,15).
Cuando el diluvio estuvo a punto de hacer regresar la creación a la nada,
Dios ofreció al hombre la paloma de la paz (Gén 6,5-8.22). La vida humana
no podrá ser ahogada por ninguna catástrofe, porque está envuelta en un
manto de amor.
La esperanza de una salvación universal se fue centrando en un pueblo
insignificante. ¿Por qué eligió Dios a ese pueblo? ¿Por qué esa tierra, ese
tiempo, esos hombres, esa lengua, ese espacio? No lo sabemos, pero Israel
llevó en su seno la esperanza del mundo entero.
La historia de la promesa comenzó de la manera más sencilla. Un buen día
Dios salió al encuentro de un beduino llamado Abrahán, le llamó por su
nombre y le dijo: «Sal de tu tierra y de la casa de tu padre y vete a la tierra
que yo te indicaré... De ti haré una nación grande, y te bendeciré... Por ti se
bendecirán todos los linajes de la tierra» (Gén 12,1-3). Abrahán creyó en
aquella palabra y en aquella promesa y esperó, contra toda esperanza, que el
Señor le daría una tierra y una descendencia más numerosa que las arenas de
la playa o que las estrellas del mar. Pero, por encima de la promesa de una
tierra y de una descendencia, Dios se prometió a sí mismo: «Yo seré tu
recompensa»: no la tierra, sino Él; no una larga vida, sino la vida sin fin.
Los descendientes del viejo patriarca se vieron obligados a bajar a Egipto
para huir del hambre, y allí fueron sometidos a una cruel servidumbre. Pero
Dios se reveló a Moisés con un nombre que lo decía todo: Yavé, es decir.
«Yo soy el que soy, yo soy el que era, yo seré el que seré»; o, dicho con
otras palabras: «Yo soy el Dios de los tiempos remotos, de los tiempos
presentes y de los tiempos futuros», el «Eterno y el Novísimo», «el Primero
y el último», «el Alfa y la Omega». Dios liberó a su pueblo de la esclavitud,
le abrió el mar de par en par, le llevó por el desierto, le dio pan para su
hambre, agua para su sed, calzado para sus pies, esperanza para su
desánimo.
Desde entonces Dios fue llevando a su pueblo de una promesa a otra y lo
hizo mirar siempre hacia el cumplimiento definitivo de la palabra empeñada.
Dios se vinculó a su destino con una alianza de amor y de sangre. El término
alianza viene del latín ligare o alligare, que significa atar, unir o ligar lo que
está separado. Si Dios se ligó a su pueblo fue para ser su Dios y para estar
con él. La alianza se convirtió así en la garantía de todas las promesas,
porque si Dios estaba con él nada de lo que había prometido podría quedar
sin realizarse. Era una relación íntima la que unía a Dios con su pueblo. Eran
el uno para el otro. Dios podía decir de él: «Es mi pueblo», e Israel podía
decir de Yavé: «Es mi Dios». Israel era la propiedad personal de Dios, un
reino de sacerdotes, una nación santa, es decir, separada por entero para él,

26
dedicada en exclusiva a su servicio. Entonces, ¿qué tendría que pasar para
que Dios abandonara a su pueblo o para que se rompiera lo que había sido
unido de una vez para siempre? Dios era el punto de partida y el término de
llegada de todas las promesas. Por eso, nada que no fuera Dios podía
satisfacer plenamente al hombre.

3. La esperanza en el más allá

La Sagrada Escritura habla de palabras, de promesas y de alianzas pactadas,


no de reflexiones humanas ni de leyendas. Pero la predicación de los
profetas no contempló todavía el destino final del hombre después de la
muerte. sin embargo, si no había una vida más allá de esta, ¿para qué la
elección, la alianza y las promesas? ¿Todo lo que lenía que ofrecer Dios al
hombre era una vida larga y una descendencia numerosa?
El fundamento de toda esperanza es la fidelidad de Dios, porque él dice y
hace, anuncia y realiza, promete y cumple, es persistente en sus promesas y
constante en sus elecciones. No elige hoy un pueblo y mañana otro; no es un
Dios caprichoso y veleidoso. La historia de Israel fue como una encarnación
de la esperanza: unas promesas sostenían a otras e iban siempre en aumento,
porque las promesas parciales no agotaban nunca el contenido de la
verdadera promesa. Alguien tiraba de aquel pueblo, llevándolo hacia la
plenitud y hacia la vida sin fin. Podría haberse temido lo peor a causa de sus
infidelidades, pero la esperanza de un futuro más glorioso que el presente se
asomaba sin cesar a sus pupilas. Israel fue viviendo de pequeñas esperanzas,
sin imaginar el final glorioso que le esperaba. Pero la promesa fue
adquiriendo cada vez contornos más precisos y la vida se fue abriendo como
un abanico ante los ojos de Israel. De Dios se podía esperar más que unos
hijos y una vida larga y feliz, más que la salud y el bienestar, la honra y la
fama: se podía esperar lo inesperado y lo inimaginable, el gozo de estar a su
lado y de ver su rostro, la vida sin fin. Su esperanza se hacía así invencible.
¿Invencible? ¿Hay alguna esperanza de poder sobrevivir a la muerte? La
experiencia universal nos dice que nadie ha regresado de ese viaje y que
nadie regresará. Los que entran en la muerte dicen adiós a toda esperanza.
Los muertos son designados en hebreo con el término refairn, que contiene
la idea de debilidad y de falta de fuerza. Cuando la vida se acababa, los
muertos des cendían al sheol, una región situada debajo de la tierra, de la
cual ya nadie podía salir, ni regresar al mundo de los vivos. «El que muere
es como el agua derramada en la tierra, que no puede volver a recogerse». El
sheol era como la residencia indiscriminada de todos: hombres y mujeres,
niños y ancianos, ricos y pobres, señores y esclavos. Era la región del

27
silencio, del olvido y de la soledad más total. Ese era el aspecto más
insoportable y la consecuencia más dolorosa de la muerte. Ese era el gran
desafío contra la esperanza. ¿Dónde alimentarla, si todo se acababa con la
muerte? Si, por otra parte, el destino último era idéntico para todos, ¿cómo
recompensaba el Señor a los justos y cómo castigaba a los pecadores? La
relación del hombre piadoso con Dios, ¿no exigiría una continuidad más allá
de la muerte? Por eso era necesaria la resurrección, porque la muerte parecía
poner fin a la relación plena del hombre con Diosa.
Durante varios siglos el pueblo de Dios no conoció más que un tipo de
retribución: si el hombre era fiel a la alianza, Dios le bendecía con toda clase
de bienes; si era infiel, sobre él descendían como una lluvia toda clam, dk
males. Esa era la alternativa: salud, larga vida, numerosos hijos, riquezas,
honor, renombre... si la alianza era ohser vada; pobreza, enfermedad, muerte
prematura, deshonor, esterilidad... si la alianza era quebrantada. Todo lo que
Dios tenía que ofrecer al hombre se agotaba en los días de su paso por la
tierra. Pero, ¿y después de esta vida? ¿Sólo la nada? ¿Dejaría morir el Señor
a sus hijos? ¿Los dejaría reducirse a polvo para siempre? ¿Dónde estarían
Abrahán, Isaac y Jacob, Moisés, David y los grandes hombres del pueblo de
Dios? ¿Habrían desaparecido para siempre? Pero los hombres de Israel
podían ver que no todos los buenos eran recompensados ni todos los malos
eran castigados; que la riqueza de muchos ricos, construida a base del
pisoteo de los derechos de los pobres y de los débiles, no podía ser un regalo
de Dios, ni la pobreza de muchísimos pobres podía ser un castigo. Jeremías
se lo había planteado ya al Señor: «Por qué prosperaban los malos?». ¿Por
qué tantos hombres honestos eran pisoteados? ¿Con qué criterios distribuía
el Señor bienes y males, castigos y recompensas? (Jer 12,1-3; Hab 1,13; Mal
3,14-15).
El autor del libro del Eclesiastés llevó la crisis a su culrnen. Para él todo era
una pura vanidad, como un correr tras el viento. Eso era lo que convertía la
vida en algo sin sentido, en una pura monotonía, un repetirse de cosas y
acontecimientos: ni la sabiduría ni el placer, ni la virtud ni la vida más rica y
feliz podían satisfacer plenamente al hombre. Y, en definitiva, ¿para qué la
virtud y la fidelidad a la alianza, si, al final, buenos y malos, ricos y pobres,
sabios e ignorantes iban a parar al mismo sheof? El Ecle siastés abrió el
corazón de los hijos de Israel hacia una retribución que estaba ya contenida
en la promesa y en la alianza: «Yo seré tu recompensa». Si todo terminara
aquí, Dios sería totalmente irrelevante para el hombre. ¿Para qué
necesitaríamos a un Dios que nos dejara en el momento de la muerte? El
corazón del hombre es devoradoramente insaciable. Necesita de bienes que
no se acaben aquí, necesita de inmortalidad.

28
El paraíso fue maravilloso no por sus árboles ni por sus aguas, sino porque
allí estaba el Señor. Si Dios hubiera estado en la estepa, el hombre habría
vivido feliz en ella. La nostalgia de estar con Dios se reflejó constantemente
en los hombres de Israel. Los primeros destellos en torno a una vida más allá
de esta aparecen en tres salmos, que los especialistas denominan salmos
místicos (Sal 16; 42; 73). En ellos, la relación del hombre con Dios alcanza
un alto grado de exaltación religiosa: «Como la cierva busca corrientes de
agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; mi alma tiene sed de Dios, del
Dios vivo: ¿cuándo podré ir a ver el rostro del Señor?» (Sal 42,2-3; 63,2).
«No abandonarás mi alma en la fosa, ni dejarás a tu fiel conocer la
corrupción. Me enseñarás el camino de la vida, me saciarás de gozo en tu
presencia» (Sal 16,10-1 1). La presencia de Dios era sentida con tal
intensidad que debería continuar por siempre. Porque, ¿sería Dios fiel hasta
el final si dejase que el diálogo y la relación se terminaran con la muerte?
Pero la espe~ ranza no se rendía ni siquiera ante la tumba. Porque si el
hombre no podía resignarse a vivir lejos de Dios, ¿por qué habría de
resignarse él a perder el contacto con sus criaturas? Así se fue llegando a ese
momento decisivo, presentido desde siempre: la resurrección de los muertos.
La soberanía de Dios no se ejerce sólo sobre los vivos, sino también sobre
los muertos. Él es el que da la salud
y la enfermedad, hace vivir y morir, hace bajar a a tumba y hace salir de ella
(Os 6,1-2). Por eso, la religión de Israel fue una religión de esperanza.
Alguien podía derrotar a la muerte: Aquel que dio la vida al mundo entero,
el quu es la vida de todas las vidas. Eso es lo que anunciaron, al final del
Antiguo Testamento, los libros de Daniel, de los Macabeos y el de la
Sabiduría. Los muertos despertarán un día del polvo, saldrán del sheol que
los retenía y entrarán en un universo transfigurado e incorruptible, donde no
habrá ya peligro de morir. No podemos decir más, no tenemos palabras ni
imaginación para llegar más allá. Era la revelación de una vida sin fin. La
vida no termina aquí, a dos metros debajo de la tierra, sino en los brazos del
Señor: «Las almas de los justos están en las manos de Dios y no les
alcanzará tormento alguno. A los ojos de los insensatos parece que han
muerto... pero ellos están en la paz» (Sab 3,1-3). Ese era el testimonio
precioso con el que concluía la revelación de Dios en el Antiguo
Testamento, porque una esperanza que no llegara a una comunión de vida
eterna con Dios se quedaría eternamente en la categoría de espera.
La fe en la resurrección no surgió de una reflexión, sino de una revelación
del Señor. Podría haberse manifestado de una vez y para siempre, pero Dios
fue levantando poco a poco el velo que le ocultaba a nuestros ojos hasta que
se descubrió por entero en el Hijo de su amor. Hubo avances y retrocesos,

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idas y venidas, luces y noches oscuras, pero Dios fue cavando en el aama un
ansia de inmortalidad, que nada ni nadie pudo Porque el hombre no puede
contentarse con nada de lo que ve y siente, gusta o prueba. Necesita de
bienes que no acaben aquí, necesita de eternidad. Denada nos serviría gozar
de todos los placeres si la muerte pronunciara la última palabra sobre
nosotros. Pero aquel pueblo siguió esperando. Para el hombre de Israel vivir
fue creer y esperar. Lo que Dios prometió a su pueblo no fue una serie de
bienes materiales, sino Él mismo. Más allá de la tierra, siempre expuesta a
ser perdida o a ser contaminada, comenzó a latir una esperanza insospechada
que ninguna de las cosas que en ella existen podía satisfacer. No le bastaba
al hombre poseer casas y tierras, parras e higueras, ni beber el agua limpia
de los más puros manantiales. La tierra le gustaba, pero no le llenaba; por
eso, no podía ser el lugar definitivo para su reposo. La tierra es el escenario
del encuentro, pero lo importante no es el escenario, sino el encuentro con
Dios. El pueblo que había oído la voz del Dios vivo no podía conformarse
con nada que no fuera él: o verle cara a cara, o morir y desaparecer para
siempre. La verdadera felicidad del hombre no se realizará aquí, sino allá; no
con estos bienes, sino con bienes eternos; no lejos de Dios, sino cerca de él;
no en la tierra, sino en el cielo; allí es donde está la verdadera tierra y la
verdadera herencia que Dios ha prometido a los suyos. Él es nuestra
herencia; Él es lo que nos ha tocado en suerte.

4. La esperanza en el Nuevo Testamento

Los hombres del Antiguo Testamento se quedaron al borde del abismo.


Porque sólo el misterio de la muerte y resurrección de Jesús nos ha dado la
clave para comprender el destino del mundo y de cada hombre. Parecía que
la muerte tenía la última palabra, pero Dios se ha empeñado en que no sea
así. Por eso, tenemos que seguir avanzando y dar el salto de las promesas a
la realidad, de las palabras a los hechos. «Al principio ya existía la Palabra, y
la Palabra era Dios, y la Palabra estaba junto a Dios... Y la Palabra se hizo
carne y puso su morada entre nosotros...» (Jn l,1-14). Aquel que era Dios se
hizo hombre, el Altísimo se rebajó, el Trascendente se hizo condescendiente,
la Eternidad se hizo historia humana. El que era «Dios de Dios, luz de luz,
Dios verdadero de Dios verdadero... se hizo hombre por nosotros y por
nuestra salvación». Eso es lo que ha cambiado el aspecto de nuestra
esperanza. Ya no se apoya en palabras y en promesas, sino en un hecho
histórico y verificable: la vida, la muerte y la resurrección de lesús. Con la
certeza de la resurrección en nuestras manos, caminamos de esperanza en
esperanza, pase lo que pase, aunque se tambaleen los cimientos de la tierra.

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En el Nuevo Testamento, el verbo esperar y el sustantivo esperanza (elpidso
y elpis) aparecen un total de 56 veces, pero a esos términos habría que añadir
otros afines como hypornenein, que expresa la perseverancia, la constancia y
la permanencia de la esperanza en medio de las dificultades y de los
tormentos de la vida.
Pero, ¿qué es la esperanza? ¿Qué esperamos? ¿Por qué esperamos? ¿En
quién esperamos? ¿Cuáles son los motivos, las razones y la base de nuestra
esperanza? ¿Cuál es el bien que el hombre espera y no puede menos de
esperar? ¿Qué es lo que espera, en definitiva? Detrás de todos los proyectos,
deseos y preguntas, es posible detectar una esperanza de vida y de felicidad
común en todos los seres humanos, aunque en cada uno se exprese de forma
distinta.
Para acercarnos a la esperanza en el Nuevo Testamento sería muy
interesante leer de un tirón todos los textos que hablan de ella, la mayoría
tomados de san Pablo, con los que se podría establecer una descripción muy
sencilla: «La esperanza es la espera confiada y paciente de la salvación
eterna y de la gloria en Cristo»:

-«Y tengo en Dios la misma esperanza que estos tienen, de que habrá una
resurrección, tanto de los justos como de los pecadores» (He 24,15);
-«Por esperar la resurrección de los muertos se me juzga» (He 23,6);
-«Y si ahora estoy aquí procesado es por la esperanza que tengo en la
Promesa hecha por Dios a nuestros padres... Por esta esperanza, oh rey, soy
acusado por los judíos. ¿Por qué tenéis vosotros por increíble que Dios
resucite a los muertos?» (He 26,6-8);
-«Por la esperanza de Israel llevo yo estas cadenas» (He 28,20);
- «El cual (Abrahán) esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho
padre de muchas naciones» (Rom 4,18);
- «Habiendo, pues, recibido de la fe nuestra justificación, estamos en paz con
Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido también,
mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos
gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos hasta
en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la
paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no
falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por
el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,1-5); «Porque nuestra
salvación es objeto de esperanza, y tina esperanza que se ve, no es
esperanza, pues, ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Pero esperar
lo que no vemos, es aguardar con paciencia” (Rom 8,24-25);
«Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación, perseverantes

31
en la oración, compartiendo las necesidades de los santos, practicando la
hospitalidad» (Rom 12,12~13);
«En efecto, todo cuanto fue escrito en el pasado, se escribió para enseñanza
nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras,
mantengamos la esperanza» (Rom 15,4);
«El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta
rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rom 15,13); «Ahora
subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas
ellas es la caridad» (1 Cor 13,13);
«Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo,
somos los más desgraciados de todos los hombres» (1 Cor 15,19);
«Teniendo, pues, esta esperanza, hablamos con toda valentía» (2Cor 3,12);
«Iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la
esperanza a la que habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria
otorgada por él en herencia a los santos ... (Ef 1,18);
- «Estabais a la sazón lejos de Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel y
extraños a las alianzas de la Promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo»
(Ef 2,12);
- «Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis
sido llamados» (Ef 4,4);
- «Conforme a lo que aguardo y espero, que en modo alguno seré
confundido» (Flp 1,20);
- «A causa de la esperanza que os está reservada en los cielos y acerca de la
cual fuisteis ya instruidos por la Palabra de la verdad de la Buena Nueva que
llegó hasta vosotros» (Col 1,5);
«Con tal de que permanezcáis sólidamente cimentados en la fe, firmes e
inconmovibles en la esperanza del Evangelio que oísteis, que ha sido
proclamado a toda criatura bajo el cielo y del cual yo, Pablo, he llegado a ser
ministro» (Col 1,23);
«A quienes quiso dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este
Misterio entre los gentiles, que es Cristo entre nosotros, la esperanza de la
gloria» (Col 1,27); «Tenemos presente ante nuestro Dios y Padre la obra de
vuestra fe, los trabajos de vuestra caridad y la paciencia en el sufrir que os
da vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor» (1Tes 1,3); «Hermanos,
no queremos que estéis en la ignorancia respecto de los muertos, para que no
os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza» (ITes 4,13);
«Nosotros, por el contrario, que somos del día, seamos sobrios; revistamos
la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de la
salvación» (1 Tes 5,8);
«Que el mismo Señor nuestro Jesucristo y Dios, nuestro Padre, que nos ha

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amado y que nos ha dado gratuitamente una consolación eterna y una
esperanza dichosa, consuele vuestros corazones y los afiance en toda obra y
palabra buena» (2Tes 2,16-17); «Pablo, apóstol de Cristo Jesús, por mandato
de Dios nuestro Salvador, y de Cristo Jesús nuestra esperanza» (1Tim 1,1);
«Si nos fatigamos y luchamos es porque tenemos puesta la esperanza en
Dios vivo, que es el Salvador de todos los hombres, principalmente de los
creyentes» (1Tim 4, 10);
«Con la esperanza de la vida eterna, prometida desde toda la eternidad por
Dios que no miente» (Tit 1,2); «Aguardando la feliz esperanza y la
manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (Tit
2,13);
«Por eso, Dios, queriendo mostrar más plenamente a los herederos de la
Promesa la inmutabilidad de su decisión, interpuso el juramento, para que
mediante dos cosas inmutables por las cuales es imposible que Dios mienta,
nos veamos más poderosamente animados los que buscamos un refugio
asiéndonos a la esperanza propuesta, que nosotros tenemos como segura y
sólida ancla de nuestra alma y que penetra más allá del velo, adonde entró
por nosotros como precursor Jesús, hecho a semejanza de Melquisedec,
Sumo Sacerdote para siempre» (Heb 6,17-20); «Ya que la Ley no llevó nada
a la perfección, pues no era más que introducción a una esperanza mejor, por
la cual nos acercamos a Dios» (Heb 7,19); «Mantengamos firme la
confesión de la esperanza, pues fiel es el Autor de la Promesa» (Heb 10,23);
«Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor ]esucristo, quien, por su gran
misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos,
nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible,
inmaculada e inmarcesible, revelada en los cielos para vosotros» (l Pe 1,3-
4); «Los que por medio de él creéis en Dios, que lo ha resucitado de entre los
muertos y le ha dado la gloria de modo que vuestra fe y vuestra esperanza
esten en Dios» (1Pe 1,21);
«Para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en
esperanza, de vida eterna» (Tit 3,7);
«Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra,
en los que habite la justicia» (2Pe 3,13);
«La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se
ven» (Heb 11, 19), etc.

San Pablo no habló mucho de la virtud de la esperanza en sí misma, sino de


su objeto y de sus frutos; no puso en evidencia al hombre que espera, sino al
Dios en quien esperamos y la vida que esperamos. La situación había
cambiado por completo: el reino de Dios había llegado, lo prometido se

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había cumplido y lo futuro se había hecho presente. Jesús, con su victoria
sobre la muerte, había abierto de par en par las puertas del paraíso. Por eso,
la esperanza lleva en su seno una certeza incondicional, que hace que no esté
expuesta a vaivenes ni a cambios. No hemos llegado al fin del camino ni a la
posesión de lo que esperamos; todavía no vemos ni tocamos, pero ya
tenemos un pregusto de la eternidad. La vida presente es el reino de la
esperanza.
Los teólogos han descrito la esperanza con estos términos: «Es una virtud
sobrenatural por la cual esperamos de Dios la gracia en este mundo y la vida
eterna en el otro» o, dicho con otras palabras, «la esperanza es la virtud
teologal por la cual esperamos con firmeza y seguridad que Dios nos dará
los bienes que él mismo nos ha prometido: la gracia, la gloria, la herencia de
los santos, la resurrección y la vida eterna». La esperanza se funda en Dios,
en su amor y en su poder, en su veracidad y en su fidelidad. Eso es lo que
engendra en nosotros la seguridad de que todo lo que esperamos se realizará,
porque el Dios de las promesas no cambia ni puede cambiar jamás. Por eso,
podemos vivir confiados, incluso cuando lo que vemos y tocamos es una
continua negación de lo que esperamos. Porque el fundamento de la
esperanza no soy yo, ni mi fuerza, ni lo que yo creo, ni lo que sienlo, ni lo
que a mí me parece, sino sólo Dios. En él nos apoyamos. ¿Qué más
garantías podemos exigir? ¿Qué mayor seguridad podemos pedir? Él lo ha
dicho así, y así ;erá por los siglos de los siglos.
Hablando de la esperanza cristiana, los teólogos han señalado cuatro notas
características: es la espera de un bien (y en eso se diferencia del temor); de
un bien futuro, es decir, de un bien que no se posee todavía (y en eso se
diferencia del gozo que nace de un bien presente); de un bien arduo, es decir,
no fácil de conseguir, porque si fuera fácil lo tendríamos al alcance de la
mano; de un bien posible de alcanzar, porque lo que se considera imposible
no se desea. El que espera es un ser indigente: espera algo que no tiene y que
le gustaría tener; por eso, vive volcado hacia el futuro, es expectación y
deseo. Porque conseguir la vida eterna no es sólo difícil, sino imposible para
nosotros. Sólo podemos alcanzarla por pura gracia de Dios. Por eso
hablamos de la esperanza como de una virtud infundida por Dios en el alma'.
La esperanza, sin embargo, ha sido considerada como una virtud de segundo
orden en el tratado de las virtudes teologales. Charles Péguy lo expresó
poéticamente al calificarla de «la pequeña esperanza que avanza entre sus
dos hermanas mayores (la fe y la caridad) y nadie se preocupa de ella». Y,
sin embargo, decía, «la esperanza es la que arrastra a la fe y a la caridad, la
que Dios más ama y admira».

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5. ¿Qué esperamos? El contenido de la esperanza

El sujeto afectado por la esperanza es el hombre en camino, es decir,


nosotros, los que vivimos en esta tierra. Los bienaventurados ya no esperan.
Sólo el hombre que vive en esta tierra puede esperar lo que Dios le ha
prometido. Estamos hechos para un destino sobrenatural y hacia él
caminamos en esperanza durante toda nuestra vida.
Pero, ¿qué es lo que Dios nos ha prometido? ¿Qué es lo que esperamos
alcanzar?
Santo Tomás, y los teólogos en general, como ya he indicado, hacen una
distinción para tratar de clarificar cuál es el objeto y el contenido de la
esperanza. Distinguen entre espera y esperanza, o, dicho con palabras
latinas, entre speratio y expectatio. La espera supone que el objeto hacia el
que se tiende no supera la capacidad del esperante y, por consiguiente, no
necesita de la ayuda de otro para conseguirlo; la expectación, o la esperanza,
por el contrario, supone la necesidad de una ayuda que procede de otro,
porque lo esperado no puede conseguirse por las propias fuerzas. Lo propio
y peculiar de la expectación no es, pues, el impulso hacia lo que se espera,
sino hacia Aquel de quien se recibe la ayuda o auxilio. Lo que sucede es que,
en el caso de la esperanza cristiana, el sujeto y el objeto coinciden, es decir,
que «Dios es el esperado, Aquel a quien se ansía por encima de todo, y aquel
de quien se espera la ayuda»". Nuestra esperanza tiene a Dios como origen y
a Dios como destinatario, de Él parte y a Él regresa.
En los textos de san Pablo aparece expresado, en mil formas diferentes, el
contenido de lo que esperamos:
Ser salvados de la muerte, vivir una vida sin fin junto a Dios, morar
eternamente en su casa, verle cara a cara por toda la eternidad, la entrada en
el descanso, la salvación eterna, la bienaventuranza, el reino de los cielos, el
gozo pleno y colmado, la resurrección de los cuerpos, la redención plena y
perfecta. Si muriéramos como los animales, nuestra esperanza sería vana.
Pero nuestra vida está puesta bajo la mirada y el designio salvador de Dios.
Todo es posible en Jesús. Él es, en realidad, la única esperanza de todos,
porque es el Salvador del inundo. Por eso, la esperanza está vinculada a su
venida gloriosa: un día vendrá y nos introducirá en la gloria por la que
suspiramos.
Podríamos decir, en una palabra, que Jesús es el objeto de nuestra esperanza,
porque todo lo que esperamos está unido inseparablemente a él. En la
medida en que estamos incorporados a su cuerpo, formamos ya parte de ese
nuevo mundo que se abre ante nosotros. De él no sólo podemos esperar
cosas pequeñas, sino todo, y todo quiere decir todo: no un bien, ni una suma

35
de bienes, por más grandes que sean, sino el Sumo Bien. Todo lo que
esperamos mira hacia ese fin. Porque no lo poseemos, lo deseamos; porque
no está a nuestro alcance, lo esperamos con expectación. Y, sin embargo, lo
que ya vivimos nos hace entrever lo que un día viviremos. Esperamos en
medio de la oscuridad, pero no en la nada, porque ya poseemos las primicias
y el sello del Espíritu, su amor y su gracia. Lo demás vendrá cuando tenga
que llegar. Si sólo tuviéramos esperanza en las cosas de esta vida seríamos
los más desgraciados y miserables de todos los hombres.

6. ¿Por qué esperamos? Razones para la esperanza

¿En qué se funda, en realidad, nuestra esperanza? ¿Cuáles son sus bases o
sus puntos de apoyo? ¿Dónde encontrar motivos para esperar lo que
esperamos? ¿En quién podemos esperar? ¿Por qué podemos esperar?
Todo parte de un plan concebido por Dios para salvar al hombre, mantenido
oculto desde toda la eternidad, pero revelado por medio del Hijo de su amor.
Ese es el punto de partida de todo: Dios quiere salvar a todos los hombres.
La esperanza cristiana sólo se apoya en la palabra y en las promesas, en la
fidelidad y en el amor de Dios. Todos esos motivos se fusionan y se
entrelazan: omnipotencia y amor, misericordia y fidelidad. Pero el Nuevo
Testamento pone de relieve lo que Dios ha hecho por nosotros en su Hijo
amado. La esperanza se funda en la acción de Dios manifestada ya en la
vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús. Porque resucitando a Jesús,
Dios nos ha mostrado la fidelidad a sus promesas. Por eso, lo prometido se
realizará. No podemos imaginar que el Señor nos engañe, haciendo
promesas y dejándolas incumplidas. Dios no es sólo amoroso y poderoso,
sino también fiel y fiable: en él se puede poner
toda la confianza. Dios no puede fallar ni a su palabra ni a sus juramentos,
porque sería un perjuro. Nadie le forzó a hacer promesas al hombre, sino que
las hizo por propia iniciativa. Y lo hizo con la mano alzada, como se hacían
los juramentos en la antigüedad, es decir, hizo tina promesa jurada. Por eso
podemos esperar con una seguridad absoluta la salvación, la gloria y la vida
sin fin; podemos esperar confiados, incluso cuando parece que todo tiende a
matar nuestra esperanza; nos fiamos de él porque sabemos que nuestra
esperanza no nos sacará los colores a la cara.
Esa es la prueba que Dios nos ha dado: cuando estábamos muertos, él murió
por nosotros; cuando éramos esclavos del pecado, nos perdonó; cuando
éramos hijos de ira, nos hizo hijos adoptivos; cuando éramos débiles, nos
llamó a su Reino (Rom 5,1-11; 8,17ss). La gloria y la vida sin fin no son
más que la conclusión de ese derroche de gracias en favor nuestro. Por eso,

36
en cualquier dirección que nos movamos nos topamos siempre con Dios, con
su Hijo y con el Espíritu Santo. La esperanza no descansa en el vacío, sino
en roca firme. Cuando todo falla a nuestro alrededor, Dios permanece fiel a
sí mismo. Ninguna noche oscura puede anular su palabra y su promesa.
Podemos encontrarnos con el pecado, la enfermedad y el mal por todas
partes, pero nada de eso importa demasiado; el horizonte puede oscurecerse,
la vida puede presentar un aspecto sombrío, pero nada de eso es definitivo,
porque el sol luce más allá de todas las nubes. Dios no nos ha hecho
promesas condicionales, sino promesas absolutas. Y lo que ha prometido lo
mantendrá hasta el final. Por eso, la esperanza, vista desde Dios, es infalible;
por eso no puede defraudar ni decepcionar al hombre.
En la Carta a los hebreos (6,17-20) la esperanza se compara con un ancla
que, en medio de las olas del mar, fija la nave o el barco a la roca. Santo
Tomás hace notar que así como el ancla está agarrada a las rocas en la
profundidad del mar, así nuestra esperanza está amarrada a Dios, como a
nuestro mar. Lo mismo que el ancla es echada hacia delante del barco, así
nosotros, por la esperanza, estamos ya donde todavía no hemos llegado.
Estamos tan bien amarrados a Dios, que nadie podrá movernos de él. Es
verdad que sólo estamos salvados en esperanza, pero el ancla ya está clavada
en el trono de Dios, y por eso esperamos confiadamente nuestra salvación.
En Jesús resucitado tenemos la certeza de que la muerte no pronunciará la
última palabra sobre el hombre, sino la vida. El futuro no será una repetición
del pasado, sino algo realmente glorioso. Nunca quedaremos avergonzados
de haber puesto nuestra confianza en él.

7. El Dios de la esperanza

Tenemos contraída una deuda de gratitud con los sabios, con los científicos
y con todos los que han trabajado por hacer un mundo más sano y agradable.
Pero ni todos ellos en conjunto, ni cada uno de ellos en particular, han
podido darnos una sola razón para alimentar nuestra esperanza más allá de la
muerte. Cuando una mano piadosa cierre nuestros ojos, ¿qué pasará? ¿Quién
estará más allá de la cortina? ¿Alguien nos esperará? ¿Alguien podrá darnos
una vida nueva? ¿Alguien nos mantendrá en vida? La respuesta cristiana es
sencilla: sí, hay esperanza, hay alguien que tiene poder para dar vida y para
resucitar a los muertos. Dios no sólo nos acompaña en esta vida, sino que
nos abre las puertas de la otra. El Dios en quien hemos puesto nuestra
confianza es el Dios de la creación, el que lo hizo todo de la nada y de la
muerte puede sacar la vida. Creemos en el Dios que da vida a los muertos y
llama a lo que no es para que sea (Rom 4,17). Dios no conocerá el reposo

37
hasta que sea «todo en todos y para siempre». Mientras tanto todo se
encuentra en camino, viviendo en esperanza, esperando la acción salvadora
de Dios, esperando la vida sin fin.
Dios de la esperanza es el verdadero nombre de Dios, no sólo porque puso
en marcha la vida, sino porque resucita en cada momento lo que está muerto,
porque anima al desesperanzado y al cansado da vigor.
Apenas podemos imaginar lo que decimos cuando pronunciamos el nombre
de Dios. El que cree en Dios sabe que lo ignora, y el que no cree lo ignora
más todavía. Pero la realidad es que la imagen de Dios, excepto en raras
ocasiones, no ha gozado de muy buena prensa en la tradición cristiana de los
últimos siglos. La mayoría de nosotros hemos recibido de nuestros padres,
de nuestros sacerdotes y de nuestros catequistas la imagen de un Dios más
justiciero que misericordioso, más temible que amable, que espía cada uno
de nuestros actos y que amenaza con la condenación eterna a los que se
oponen a su voluntad, un Dios «burgués, mezquino e indecoroso», un Dios
frío, con pocos encantos como para revolucionar nuestra vida. Nuestros ojos
no se han abierto a la fe en el Dios verdadero, sino a una serie de
informaciones transmitidas de generación en generación. Se ha dicho, en
efecto, que el Dios de la cultura suele tener la apariencia de un señor feudal,
que ordena y manda, que se impone y casi in, y que en él dominan los rasgos
de la ley y del orden, del infierno y de la condenación eterna. Si ese es el
Dios en quien creemos, entonces nuestra relación con él será de haber y
debe, de lejanía y de temor.
Pero, ¿de qué Dios hablamos? ¿Del Dios que premia y castiga? ¿Del Dios
que no nos deja pasar ni una sola? ¿Del Dios terrible del juicio final? ¿En
qué Dios hemos puesto nuestra esperanza? ¿En el Dios de la muerte y del
infierno, o en el Dios de la vida sin fin? A mí tampoco me gusta ese Dios de
ritos y de costumbres, de prohibiciones y de castigos, de rostro demasiado
severo, en cuyo nombre se ha amenazado y condenado a la mayoría de los
hombres.
Pero el Dios que se ha revelado en nuestra historia es totalmente distinto al
de nuestras caricaturas. Es un Dios clemente y compasivo, lento a la cólera y
rico en piedad, que no se complace en acusar ni se querella eternamente, que
no guarda rencor perpetuo, sino que siente una inmensa ternura por sus
criaturas, que las mece entre sus brazos y las acaricia con sus manos, que
cuando piensa en el castigo se le revuelven las entrañas; un Dios que lleva
tatuado al hombre en las palmas de sus manos y que lo considera como algo
precioso a sus ojos; un Dios que todo lo perdona y todo lo olvida, que arroja
al fondo del mar los pecados y las rebeldías de sus hijos; un Dios fiel y leal,
que mantiene eternamente su palabra, que nunca se desdice de sus promesas

38
ni se contradice en lo que ha prometido; un Dios sanador y consolador, que
está cerca de los atribulados y salva a los abatidos; que cuando dialoga con
el hombre lo hace como un padre o como una madre lo hacen con sus hijos,
o como el esposo lo hace con su esposa, o como un enamorado con su
amante; un Dios que podría destruir a la criatura con el soplo de su boca,
pero que prefiere amarla y darle vida.
Es cierto que en el Antiguo Testamento se habla del Dios de los ejércitos,
del Dios terrible y justiciero que es como un fuego devorador y en cuyas
manos es horrible caer. Pero si a los autores inspirados sólo les hubiera
importado poner de manifiesto su justicia, sería muy difícil explicar la
insistencia en su misericordia, en su fidelidad y en su amor a toda prueba.
Pero Yavé es celebrado como el Dios de los amores y de los perdones,
entrañable como un padre y tierno como una madre, clemente y
misericordioso, que se echa a la espalda los pecados de los hombres, los
arroja al fondo del mar, los disipa como una nube de verano, los pasa por
alto, los cubre, los pisotea, los lava, los purifica, los quita. Ese es el estribillo
más repetido en la vida del pueblo de Dios: «¡Eterna es su misericordia!». El
perdón es el rasgo más característico de la conducta de Dios con el hombre:
«Pero de ti procede el perdón y así infundes respeto» (Sal 130,4). Dios no se
impone al hombre castigando, sino perdonando. Él ofrece a sus hijos «la
dulce esperanza de que, en el pecado, hay lugar para el perdón». El amor es
el único motivo del perdón: porque ama, perdona; perdona, porque ama. El
pecado lo estropea todo, pero el perdón está ahí, ofrecido y regalado a manos
llenas. Dios fue celebrado como «el que olvida el pecado», el que no sabe
«guardar un rencor perpetuo», el que «no pone mala cara para siempre». La
ofensa del hombre parece infinita, pero, ¿cómo podría estar enojado
eternamente con sus hijos? El Dios ofendi(lo es el que toma la iniciativa de
tender las manos hacia el hombre para perdonarle y salvarle9. Porque la
realidad es que cuando la justicia se pone su manto severo, la misericordia
pone una sonrisa en el rostro del Padre. Tal vez por eso Dios no sólo
manifestó con palabras su deseo y su voluntad de salvar a todos los hombres,
sino que en la plenitud de los tiempos hizo un gesto asombroso: el Altísimo
se convirtió en un puñado de músculos, en una carne ensangrentada y
dolorida como la nuestra. Se hizo uno de nosotros en la figura del Hijo de su
amor, nuestro Señor Jesucristo (Jn 1,1-14). Eso significa que Dios ama
apasionadamente al hombre y que el ratito de tiempo que dura su vida en la
tierra cuenta más a sus ojos que los millones de años de las estrellas. Por
eso, jamás podrá despreciar ni condenar su propia carne humana. Él ha
convertido nuestra historia en algo maravilloso. Ese es el corazón de la fe
cristiana: que el Creador se ha hecho criatura; ese fue el último invento del

39
amor de Dios en favor de los hombres. clI'anto amó Dios al mundo que
envió a su propio Hijo, no para condenar al mundo, sino para salvar lo» (In
3,16-17). Cuando Dios se reveló definitivamente nos encontramos con el
rostro del amor. Por consiguiente, la situación del hombre no es
irremediable: donde abundó el pecado, ha sobreabundado la gracia. En la
cruz de Jesús ha sido saldada la deuda que teníamos contraída con Dios. Sin
la presencia y la acción del Salvador estaríamos perdidos para siempre, pero
por medio del perdón «venció el hechizo de la culpa y aseguró el triunfo del
amor». El pecado ha sido vencido: un Rey ha sucedido al otro, la Vida ha
sucedido a la muerte. Jesús nos ha ofrecido el amor y el perdón de Dios.
«Ese es nuestro Dios: un Dios benévolo con el hombre, digno de todo amor
y de toda confianza. No un objeto infinito y silencioso, anónimo y frío, sino
un Dios que habla y actúa, que irrumpe en nuestra historia y que se
encuentra cara a cara con el hombre; no un Dios indiferente, sino amable y
cariñoso; no un Dios tan lejano que no le importen sus criaturas, sino
próximo y accesible, a quien le preocupan nuestras dolencias; no un Dios
que se mantiene e al margen de todo, sino que participa en nuestra historia;
no un Dios apático, sino simpático; no un Dios impasible, sino compasivo;
un Dios que respeta la libertad del hombre, que le deja, incluso, irse de su
casa, pero que le espera siempre con los brazos abiertos y le perdona sin
condiciones: el Dios de los débiles, de los perdidos, de los condenados. Es el
Dios que se solidariza con el hombre; que no pide, sino que da; que no
humilla, sino que levanla; que no hiere, sino que cura; que no condena, sino
que perdona; que en lugar de ejercer el derecho, ejercita la gracia sin límites;
el Dios que siente una predilección especial por los pecadores, que prefiere
el publicano al fariseo, el hijo pródigo al que se quedó en casa, la adúltera a
sus acusadores, los sin ley a los guardianes del orden». Esa es la voz que
podemos oír en medio de todos los dolores y de todas las tragedias del
mundo: Dios es amor. No es que tenga amor, sino que es amor; no es que
ame mucho a los hombres, sino que no puede dejar de amarlos. Por
consiguiente, si Dios es Padre y es Amor, si es todopoderoso y está de
nuestra parte, ¿quién podrá estar contra nosotros? ¿Quién podrá hacernos
daño? ¿Qué tendría que pasar para que dejara de amarnos? Un Dios que
odiara a su creación y que la condenara eternamente no podría ser un Dios
para el hombre. Por eso, esa imagen no es negociable; no es más o menos
así: es así; no es una entre tantas ni la mejor de todas: es la única. Ese Dios,
dice A. Pronzato, no tiene libreta alguna para anotar nuestros deslices y para
calcular todo el tiempo y todo el dinero que hemos gastado fuera de su casa.
Tiene, por el contrario, un corazón de padre, que espera y espera, casi sin
esperanza, el retorno del hijo.

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Así es Dios: roca y salvador, uno y único, fuerte como un padre, tierno como
una madre, que perdona y salva. Si sólo fuera un ser duro e intratable, un
contable perfecto que llevara cuentas de entradas y salidas, que exigiera y
reclamara sin cesar, entonces no habría esperanza alguna de salvación para
nosotros. Pero nosotros contamos en todo momento con el amor de nuestro
Padre. Entonces, ¿podrá condenar a sus propios hijos, aunque no hayan sido
buenos hijos? No podemos creer en un Dios que juega con el hombre como
con una marioneta, que lo trae y que lo lleva, que lo crea y lo destruye, que
le manda hacer cosas y le castiga si no las hace. Creemos en el Dios
revelado en Jesús que vino por nosotros y por nuestra salvación. Todo se
estrella contra esa voluntad divina de salvarnos a toda costa. Ese es el
principio de donde parte esta bella historia. Si Dios quisiera destruirnos y
condenarnos, ya lo habría hecho desde el momento de nuestra llegada a la
tierra. Ese es el Dios que conozco. Miro a Jesús y ya sé cómo es Dios. No un
Dios iracundo y horrible, sino un Dios con rostro humano; no el Dios
Altísimo, sino el Dios que me amó y se entregó por mí... Ese es mi Dios: no
el que pide, sino el que da; no el que castiga, sino el que perdona, no el Dios
inmisericorde, sino el Dios misericordioso.
La imagen de un Dios que es todo poder o todopoderoso me estremece.
Siento que ante él sólo puedo doblar las rodillas y hacer genuflexión tras
genuflexión. Si creo en un Dios que juzga, que reparte premios y castigos,
tendré que hacerlo todo por interés, sin sentido de la gratuidad; no habrá
acción de gracias, ni alabanr,i, ni adoración en mi vida, sólo sometimiento y
sumisión, sólo hacer cosas para agradarle y para que no descargua, ,obre mí
su vara castigadora. Si Dios es sólo todopoderoso, me siento continuamente
amenazado y condenado, porque yo soy demasiado pequeño para tanta
grandeza. Si lo que importa es amarle por encima de todas las cosas,
entonces voy a terminar por no amarle de ninguna manera. No, ese no es un
Dios para mí. Puedo servirle, pero no amarle; puedo rendirle tributo, pero no
adoración; puedo hacer alguna pequeña cosa por él, pero no alabarle por lo
que él ya ha hecho por mí. No puedo creer en ese Dios. Y no lo siento,
verdaderamente no lo siento.
Sólo puedo creer en el Dios que se ha revelado en Jesús, un Dios hecho
carne y debilidad como yo, un Dios que no se defiende, sino que se deja
crucificar, que se acerca a los pobres y a los pecadores, que lava los pies de
sus discípulos, que se acerca a los enfermos y los cura, un Dios que lo puede
todo, menos una cosa: castigar a sus propios hijos.

«¿Quién eres tú, Dios mío?


¿Cuál es tu verdad, tu Nombre? ¿Eres tan poderoso? ¿Tan justo?

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¿Eres juez? ¿Repartes premios y castigos? ¿Tienes una cárcel espantosa?
¿Eres el gran silencio? ¿Eres sólo un nombre? ¿Existes?
¿Te enteras de lo nuestro? ¿Te interesa? ¿Eres la razón que necesitamos para
no volvernos locos?
¿Eres inmutable e impasible? ¿No has llorado nunca? ¿Te enfadas muchas
veces? ¿Has sentido el amor? ¿Te sientes solo? ¿Quién eres tú, Dios mío?
"Yo soy.
Yo soy el Sí victorioso.
Yo soy siempre más.
Siempre más alto y más profundo;
siempre más abajo y más adentro;
siempre más antiguo y más nuevo.
Soy canto de libertad y gemido doloroso,
herida abierta y aceite perfumado.
Soy danza ininterrumpida y no dejo de llorar.
Soy lluvia de besos y caricias.
Soy exigencia y piropo.
Yo soy.
Soy abrazo de amistad y alegría de comunión, hoguera viva,
soy familia.
Yo soy la Fuente.
Vives porque soy, porque te amo.
Tú ya no morirás, porque te amo.
Soy el Amor, te estoy diciendo. Si amas, allí estoy.
Si vives en el amor, sabrás mi Nombre"»".

Todo nos recuerda que somos finitos y, sin embargo, seguimos esperando;
siendo mortales, tenemos ansias de inmortalidad; siendo perecederos,
aspiramos a lo imperecedero. ¿Puede crear un ciego destino esas ansias de
inmortalidad? ¿Quién las ha plantado? ¿Quién ha sembrado la flor de vida
en este cementerio humano? Nadie se resigna a desaparecer para siempre,
nadie acepta su finitud, porque en ella está sembrada la flor de la
inmortalidad.
Habrá alguien que pueda darnos esa vida por la que suspiramos todos los
hombres? ¿Alguien podrá saciar esa an,o infinita, cavada en nuestra alma?
La esperanza cristiana no se abre hacia algo, sino hacia Alguien; no hacia
sueños e ilusiones, sino hacia Aquel que puede convertir todos los sueños en
realidad, hacia Aquel que nos ha convertido de mortales en inmortales, de
pasajeros en eternos, de nómadas en ciudadanos de la ciudad de Dios. Es la
esperanza en el Dios de las promesas lo que nos hace meter la cabeza en ese

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mundo que ilumina todas las oscuridades; la esperanza que penetra hasta el
corazón mismo de Dios en aquellos que creemos y esperamos en él. ¿Cómo
no vamos a esperar en un Dios que nos quiere incondicionalunente y que nos
ama sin razones ni motivos?

8. Jesús, nuestra esperanza

La esperanza cristiana tiene su cimiento y su punto de apoyo en Dios. Él es


la Roca donde está amarrada nuestra ancla. Y Jesús es el Amén y el Sí de
Dios a todas sus promesas y juramentos (2Cor 1,20). Así pues, todo lo que
esperaron los hombres del pueblo de Dios, todo lo que han esperado y
esperan los siglos, se ha hecho realidad en Jesús. Ya no aspiramos sólo a
vivir una larga vida, ni a tener una descendencia numerosa, sino que
suspiramos, por penetrar hasta el trono de Dios. Porque con la venida de
Jesús al mundo se ha producido algo absolutamente nuevo. Lo que ahora
constituye el motivo específico de nuestra esperanza es la resurrección de
Jesús, prenda y garantía de nuestra propia resurrección.

8.1. El hecho de la resurrección de Jesús

El día de viernes santo parecía que los discípulos de Jesús lo habían perdido
todo. Si él había muerto, ¿qué esperanza podrían tener en su mensaje? Pero
en la mañana del domingo sucedió lo que parecía imposible: su resurrección.
Todas las promesas hechas a lo largo de los siglos se hicieron realidad
aquella mañana, la más radiante de toda la historia de la humanidad, en la
que Jesús salió victorioso del sepulcro y venció definitivamente a la muerte.
El cielo poderoso bajó a la tierra y el hombre se estremeció de gozo. El
Espíritu del Padre sopló sobre aquel cuerpo muerto y la vida retornó a él.
Pero, ¡qué vida! Fue la vida de todas las vidas, fue la inmortalidad lo que se
apoderó de aquella carne que había sido la morada del Hijo de Dios en la
tierra. Uno de nuestra raza había vencido a la muerte. Ese fue el grito que
rasgó todas las tinieblas y encendió todas las luces del mundo: «¡Ha
resucitado! ¡No está aquí! ¡No busquéis entre los muertos al que vive!». Una
era definitivamente bella ama~ neció para la humanidad. Este es el
acontecimiento que ha cambiado la faz de la tierra y que, desde entonces, no
ha dejado de ser proclamado en el mundo".
Pero, ¿cómo entender la resurrección? ¿Fue un hecho real? ¿Un hecho
histórico? ¿Alguien fue testigo de ella? ¿Podría haberla fotografiado un
testigo presencial? Demasidas preguntas, a las que no podemos contestar
como nos gustaría. Pero eso es ya lo de menos. Lo decisivo es que Jesús ha

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resucitado y que la muerte ha sido vencida. Ese es el corazón de la fe y de la
esperanza cristiana. Los evangelios nos han transmitido el relato de algunas
apariciones de Jesús: a las mujeres, a María Magdalena sola, a Pedro, a
Santiago, a los once, a más de quinientos her,nanos juntos y a los dos
discípulos de Emaús; se apai,,ció en Jerusalén y en Galilea (Mc 16,1-8; Mt
28,1-8; Lc 1,1-12.13~35). No es fácil combinar todos los datos que iparecen
en esos relatos, pero en ellos hay algo que se impone a nuestra fe y que
enciende nuestra esperanza: I(,sús ha resucitado de entre los muertos.
Ningún evangelista describió el hecho, porque nadie fue testigo de él. Nadie
vio lo que pasó, nadie supo cómo fue. Por eso tuvo que manifestarse y dar
signos y señales inequívocos de su presencia y de su identidad. La mención
del sepulcro vacío no fue una prueba de la resurrección. Fueron las
apariciones lo que condujo a la certeza de que Jesús había vencido a la
muerte. Pero, ¿cómo imaginar esas apariciones? ¿Como encuentros
objetivos o como visiones de tipo subjetivo? Cuando se habla de las
apariciones, el término más utilizado por los autores bíblicos fue el verbo
orao, que significa ver, en su forma pasiva ophze, que habría que traducir
por fue visto o se dejó ver, pero jamás el término hórama, que designa
propiamente las visiones Habría que añadir, además, que el término
testimonio o dar testimonio sólo se utiliza con respecto a lo que se ha visto u
oído externamente, pero nunca con respecto a impresiones subjetivas. Los
relatos de las apariciones, pues, nos sitúan ante una realidad misteriosa, pero
el hecho testimoniado es siempre el mismo: Jesús ha resucitado. No es fácil
creer en él, pero es imposible negar que algo maravilloso ha sucedido en
nuestra historia. «La esperanza de los cristianos es la resurrección de los
muertos; porque creemos en ella somos cristianos» (Tertuliano)13

8.2. El testimonio sobre la resurrección

La resurrección de Jesús ha sido discutida y negada sin cesar. Los evangelios


no ofrecen pruebas históricas de un hecho que, a todas luces, no pertenece al
campo de la experiencia ordinaria. «Los discípulos fueron testigos del
Resucitado, no de la resurrección. No dieron testimonio de la resurrección,
sino del Resucitado». Nos gustaría saber cómo fue, pero lo que nos afecta no
es el cómo, sino el hecho mismo de su resurrección. La entendamos como la
entendamos, todo se reduce a lo mismo: Jesús ha resucitado y ha vencido a
la muerte.
¡Resucitó! Ese fue el mensaje del día de pascua. Las palabras desfallecen
para describir lo que pasó aquel día. El Crucificado se manifestó como vivo
y como el Viviente. Hay divergencias en los relatos, como ya hemos

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apuntado, pero la coincidencia es plena: Jesús aparece y desaparece, se
identifica, se deja ver, se hace sentir, se hace el encontradizo; sus discípulos
experimentan dudas, miedo o perplejidad, alegría o temor, sobresalto o
incre~ dulidad; Tomás mete la mano en sus llagas, Pablo oye su voz, los
discípulos de Emaús le reconocen en la fracción del pan... Eso es lo que
aparece en todos los relatos. Pero ellos no crearon el acontecimiento, sino
que fueron invadidos por él. La certeza acerca de la resurreccióti fue tan
profunda que sus vidas fueron transformadas por completo. Por eso, su
predicación tuvo como punto de partida y como contenido casi único el
hecho de la resurrección de Jesús. Si ese hecho es real y auténtico, entonces
en nuestra tierra ha sucedido algo tan revolucionario que nos obliga a
volvernos hacia Aquel que ha vencido a la muerte. Las cosas ya no son
como eran, ni pueden ser como eran. La resurrección es el testimonio de que
el Crucificado ha resucitado y vive por los siglos de los siglos. Y eso es algo
que nos afecta por entero a todos los hombres.

8.3. Nuestra esperanza en la resurrección

La esperanza de la que hablamos tiene un nombre con~ creto: se llama lesús.


Si Jesús se hubiera quedado en la tumba, nuestra esperanza en él sería
totalmente vana. ¿De qué nos serviría un Cristo muerto? Pero nuestra
esperanza contra toda esperanza es que Jesús ha vencido a la muerte. A
partir de su resurrección podemos vivir esperanzados, porque en ella se han
abierto las puertas de la inmortalidad para nosotros. Porque su victoria sobre
la muerte no fue un triunfo meramente personal, sino el triunfo de la raza
humana, un triunfo corporativo: «Dios, que resucitó a Jesús de entre los
muertos, también no,, resucitará a nosotros por su fuerza» (1Cor 6,14). Lo
que, pasó en su humanidad ha sido decisivo para cada uno de nosotros. La
humanidad está ya bajo el signo de la resurrección y de la vida. No hay
cuerpo sin cabeza ni cabeza sin cuerpo. Donde está la Cabeza tienen que
estar también los miembros. No es posible concebir un cuerpo sin cabeza ni
una cabeza sin miembros. Si la Cabeza ha resucitado, los miembros también
tienen que resucitar.
El planteamiento de san Pablo no parece muy lógico, porque Cristo podía
haber resucitado sin que nosotros tuviéramos que resucitar también. Pero su
pensamiento no se movió en el terreno de la lógica, sino en el de la fe. Jesús
nació, vivió, murió y resucitó por nosotros y por nuestra salvación, y así
estableció un vínculo inquebrantable entre su destino y el nuestro, entre su
resurrección y la nuestra. Jesús ha resucitado como el primero de una serie,
es decir, que su resurrección ha abierto el camino por el que seguirán todos

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los hombres, como la cosecha sigue a las primicias. Como fuimos solidarios
en la muerte con Adán, lo seremos en la resurrección con Jesús. Esa es la
lógica de la fe y de la esperanza cristiana. Si Cristo no hubiera resucitado, la
predicación sería inútil, la fe vana, la esperanza terminaría en esta vida,
seguiríamos en nuestros pecados, seríamos unos falsos testigos de Dios.
Pero, al llegar a este punto, Pablo interrumpe su reflexión. Pero, ¡no! Jesús
ha resucitado de entre los muertos. La humanidad entera está ya colocada
bajo el signo de la victoria. Por eso, la llama de la esperanza no puede ser
apagada por nada ni por nadie. Si no hubiera resurrección, el cristianismo
sería falso de arriba abajo, y todo lo que dijéramos serían palabras y teorías.
Si los muertos no resucitan, nosotros seríamos los más desgraciados de todos
los hombres: creeríamos en algo que no ha sucedido, esperaríamos algo que
nunca ha de llegar.
Con la resurrección de Jesús se ha introducido en la historia del hombre algo
totalmente nuevo, que ha revolucionado todas las expectativas humanas. Al
margen de Jesús corre la muerte, a su lado se desborda la vida.
Gracias a su resurrección, la esperanza se ha cimentado en bases
inconmovibles para nosotros. No vemos ni tocamos lo anunciado, pero su
luz ya se proyecta sobre el presente. La muerte ha sido derrotada y vencida.
Ya no es la reina inmortal, sino una reina destronada. El Rey es Jesús, el
Viviente por los siglos de los siglos. La muerte nos tenía presos como a un
animal en la jaula. Pero hace ya casi dos mil años que Jesús nos llenó de
esperanza al romper todas las ataduras que nos ligaban a la muerte. Al
remover la piedra de su sepulcro nos hizo saltar de gozo. Esa es la roca sobre
la que se basa nuestra esperanza: lo que ha sucedido en Jesús, sucederá en
nosotros. La Vida engendra la vida, el Resucitado a los resucitados, el
Primogénito al resto de sus hermanos, la Cabeza a los miembros. Por su
muerte fue sustraído del mundo de los vivos, por su resurrección fue
sustraído del mundo de los muertos. En la resurrección de Jesús, el orden
antiguo fue perturbado y se introdujo un elemento con el que no
contábamos. En la tierra se ha producido una intrusión o intromisión divina.
Todo marchaba de acuerdo con una lógica: la muerte era el final para el
hombre. Pero la lógica ha sido quebrada. El mundo entero se estremeció y
comenzó a temblar, porque ni siquiera la muerte era ya algo seguro. El
mundo iba por un camino y, de repente, comenzó a caminar en otra
dirección. La historia humana dejó de ser lo que era. Es un acontecimiento
que ha afectado al pasado, al presente y al futuro, y que nos afecta a todos
los hombres en nuestro cuerpo y en nuestra alma, en esta vida y en la otra.
Es preciosa la intuición de la iglesia ortodoxa: en sus iconos, la resurrección
de Jesús comienza en la región de los muertos. El Resucitado lleva en su

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mano derecha a Adán y en la izquierda a Eva, y con ellos a toda la
humanidad, sacándola de la región de la muerte para conducirla al mundo de
la vida.
La resurrección ha sido como una explosión atómica en nuestra tierra. Si
Jesús ha resucitado, entonces hay esperanza incluso en los momentos más
oscuros y terribles de la historia humana y de cada hombre en particular; si
ha resucitado, entonces el final de la muerte está ya a la vista de todos. La
esperanza se transforma en un grito triunfal: ¿Dónde está, muerte, tu
victoria? ¿Dónde está tu aguijón? Te creías invencible, pero has sido
derrota~ da. Hay esperanza incluso donde toda esperanza parece cerrada, en
todos los horrores y en todas las tragedias, en todos los Hiroshima y en todos
los Auschwitz... porque el que ha vencido al infierno y a la muerte está con
nosotros. Misteriosamente, el que se hizo solidario con nosotros en la
encarnación, nos ha asociado a su triunfo en su resurrección. El que ha
vencido a la muerte para sí, la ha vencido también para nosotros. Nuestra
esperanza se basa en ese hecho, gracias al cual toda la historia humana ha
quedado iluminada y modificada. En él podemos ya entrever lo que va a
suceder: la historia humana no se encamina hacia la muerte y la nada, sino
hacia la resurrección y la vida. Eso es lo que genera en nosotros una
esperanza que nos mantiene vivos. La muerte parece el final de todo, pero la
esperanza cristiana anuncia al hombre que lo mejor está todavía por venir: la
vida ganará la partida a la muerte, la alegría a la tristeza, la ilusión a la
desilusión, la esperanza a la desesperanza. En la resurrección de Jesús están
cimentados todos los sueños, todos los ideales y todas las esperanzas. En él,
por él y con él la humanidad entera es llamada a participar en su vida
gloriosa. La apuesta de Dios por el hombre ha sido total. Tenemos todas las
razones y todos los motivos
para esperar, porque en Jesús lo imposible se ha hecho posible. Todo está
cumplido. Si Dios pudo sacar con una sola palabra las cosas de la nada, con
una Palabra puede resucitar a todos los muertos. No podemos hablar de
catástrofes, sino de un final feliz para la raza humana, porque Jesús es
nuestra esperanza. Sólo podemos fiarnos de alguien que ha vencido a la
muerte. Con él podemos ir hasta el fin del mundo.

8.4. Fe, esperanza y caridad

El hombre no es sólo un ser que nace, crece, se desarrolla y muere, sino un


ser que nace, crece, se desarrolla, muere... y resucita a una vida eterna. Ese
es el corazón de la revelación que Dios ha hecho al hombre. El Altísimo se
ha rebajado hasta nuestra pequeñez y se ha puesto en contacto con nosotros.

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Lo hizo de muchas maneras en el Antiguo Testamento por medio de los
patriarcas y de los profetas, de los escribas y de los sacerdotes inspirados. Y,
en la plenitud de los tiempos, ese Dios que se había manifestado como por
entregas y a plazos, lo hizo por medio de su Hijo. Todo lo que tenía que
decir al hombre nos lo dijo en esa Palabra única que es Jesús. En él Dios se
reveló a cara descubierta, nos mostró sus planes y sus designios, nos dijo
cuál era nuestro fin y nos abrió de par en par las puertas del paraíso, después
de haber vencido al pecado y a la muerte. Fue una exhibición de amor y de
misericordia. Su presencia ha iluminado la tierra c<~n resplandores divinos
y ha disipado todas las noches curas que se cernían sobre ella.
Los hombres entramos en contacto con ese mundo divino por medio de la fe,
de la esperanza y de la caridad. Estas tres virtudes están unidas tan
íntimamente, que forman el entramado de la vida cristiana.
La fe nos pone en una relación vital con Dios Padre y con el Hijo de su
amor. Por eso, creemos y aceptamos que todo lo que Dios ha hecho en él y
por medio de él lo ha hecho por nosotros y por nuestra salvación. La fe no es
la aceptación intelectual de un catálogo de verdades abstractas, sino la
entrega de todo el ser al Señor que se ha revelado como el Camino, la
Verdad y la Vida, y un encuentro personal y concreto con ese Tú que se ha
manifestado a nosotros como Señor y como Salvador. Si no hubiera
encuentro, entonces no habría nada que creer, ni que esperar, ni que amar;
pero si no hubiera entrega, el encuentro resultaría baldío y la fe se
convertiría en una pura fórmula.
Creer en Dios implica una adhesión incondicional, donde toda duda es
excluida. Si la fe se apoyara en nuestras pobres palabras estaría expuesta a
todos los vaivenes de la vida; pero se apoya en Dios, y por eso es
inconmovible. Y ahí es donde comienza el deseo y el ansia, la espera y la
expectación de alcanzar todos aquellos bienes en los que creemos, porque Él
nos los ha prometido.
Así, la fe nos lleva de la mano a la esperanza. Por la fe nos mantenemos
unidos al Señor que nos ha salvado, por la esperanza nos mantenemos firmes
en todo lo que creemos por la fe. Sin la fe, la esperanza sería como un sueño,
porque no habría nada en qué esperar; pero sin la esperanza la fe perdería su
vitalidad. La fe impide que la esperanza se convierta en una ilusión, y la
esperanza evita que la fe se convierta en una idea. Por eso, san Agustín dice
que la fe y la esperanza son «dos buenas ,)nffigas», porque están unidas de
tal manera que son
«como dos hermanas siamesas»: el que cree, espera; el que espera, cree; no
espera, sino el que cree, pero el que cree siempre espera.
La fe y la esperanza se dan la mano en la caridad. El amor sin la fe no

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tendría contenido, y la fe sin amor nos dejaría fríos. Pero tampoco la
esperanza podría subsistir sin el amor. «La esperanza debe dejarse coger en
la trampa del amor», dijo Maritain. Si el hombre no se siente amado, no
puede esperar nada bueno de nadie. Sólo porque somos amados podemos
esperar que Dios nos conceda el don de la vida sin fin. En el amor
encontramos la fuerza para vencer todas las desesperanzas que nos asaltan
en el camino. Si Dios nos ama, entonces somos inmortales. Así, el Amor es
la plenitud de la esperanza.
Fe, esperanza y caridad están tan íntimamente unidas que, si falta una, el
edificio cristiano se viene abajo. «El que no ama, en vano cree, aunque sea
verdad lo que cree; en vano espera, aunque sea cierto que lo que espera
pertenece a la verdadera felicidad» (san Agustín). «En unos casos, a fuerza
de creer, se espera y se ama; en otros, a fuerza de esperar, puede llegarse a
creer y amar. Frente a cualquier realidad, el hombre, lo quiera o no lo quiera,
cree o no cree, espera o no espera, ama u odia»".
Pues bien, eso es lo que creemos y eso es lo que esperamos. Creemos en un
solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo
visible y lo invisible; creemos en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único du
Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, que por nosotros y por
nuestra salvación bajó del cielo; creemos en el Espíritu Santo, señor y dador
de vida; creemos en la comunión de los santos, en el perdón de los pecados y
en la vida sin fin. Y porque creemos, esperamos que Dios cumpla su palabra
y sus promesas; esperamos en Jesús como Señor y como Salvador de todos
los hombres; esperamos en el Espíritu Santo que intercede por nosotros con
gemidos inenarrables; esperamos que el Señor nos resucitará y nos dará la
vida sin fin y que el cielo será el hogar de todos los hombres por la eternidad
sin fin.

CAPÍTULO 4
La esperanza de una salvación universal
Para el cristianismo hay un acontecimiento único e irrepetible en el que Dios
ha desvelado su rostro por entero: es la vida, la muerte y la resurrección de
Jesús. En él llegó la plenitud de los tiempos: lo viejo pas(5, ahora todo es
nuevo. Jesús no sólo ha resucitado, sino que es el principio de toda la vida.
Los hombres, sus hermanos, hemos sido trasladados del reino de las
tinieblas al reino de la luz. Sólo esperamos la consumación de lo que ya ha
comenzado. Por eso, le esperamos hasta que vuelva.
Pero, todo lo que estamos diciendo, ¿no choca frontalmente con la triste
realidad de la muerte? ¿Dónde alirnentar nuestra esperanza si morimos y
desaparecemos? ¿No será una proyección hacia el infinito de todo lo que

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desearíamos ser y no somos en realidad? La esperanza se enfrenta al reto de
la muerte. ¿Hacia dónde camina el hombre? ¿Cuál es su fin? ¿Para qué ha
sido creado? ¿Terminará todo con el último suspiro? ¿Existe la resurrección?
¿Es inmortal el alma? ¿Hay premios y castigos? ¿Hay cielo e infierno?
¿Cuántos se salvarán? ¿Cuántos se condenarán? ¿Qué habrá más allá de la
muerte? ¿Qué nos ha revelado Dios sobre el más allá? ¿Qué sabemos?
El hombre desea desvelar el misterio del más allá.
Por eso, cuando quiere agarrarse a una esperanza, no le queda más remedio
que mirar fuera de él mismo, porque él no tiene fuerza ni medios para vencer
a la muerte. Si hubiera alguna posibilidad de que pudiera vencerla, ahora o
en el futuro, no necesitaría mirar hacia otra parte. Pero el hombre sabe que la
victoria sobre la muerte no está a su alcance, que la muerte le ha derrotado y
le derrotará siempre, y que todos sus esfuerzos e investigaciones no podrán
nunca con ella. Lo único cierto es que somos mortales. El hombre nace y
muere: en un momento no era, en otro es, en otro deja de ser. El arco de la
existencia es muy breve, aunque uno llegue a cumplir los cien años. El
hombre conseguirá victorias parciales sobre la enfermedad, logrará alargar la
vida unos años, pero la batalla la tiene perdida. Pero los que creemos en el
Señor sabemos que él es más fuerte que la muerte. Por eso, el punto de
partida de esta reflexión es la doctrina de la inmortalidad del alma y de la
resurrección de los cuerpos. Si no hubiera nada más allá de la muerte, todo
lo que dijéramos sería en vano.

1. La muerte, ¿fin de la esperanza?

La vida es desesperadamente breve. El hombre es como una flor que hoy es


y mañana ya no existe. Apenas nacemos ya nos encaminamos hacia el ocaso.
Todos nos vamos por el camino de nuestros padres, y todos dejamos de
ocupar un día u otro nuestro puesto en esta tierra. La muerte es el fin del
camino del hombre y el momento de la entrada en el misterio del más allá.
Ningún otro acontecimiento tiene una incidencia tan decisiva para él. La
muerte no es sólo la negación de la vida, sino el fin del hombre en cuanto
tal. Morir significa dejar de ser.
Nadie ha podido forjarse la idea de que él no morirá. De I,i misma manera
que hemos aparecido en la tierra nos iremos de ella. Cada instante que pasa
vamos dejando a ictazos nuestra existencia. Se ha dicho que continuamente
nos estamos despidiendo, que vamos muriendo poco a poco, todos por igual,
que vamos muriendo a plazos, y que cada segundo y oda minuto es un trozo
de vida gastada y pasada. No hay seguro de vida contra la muerte. «Muero
yo -decía Unamuno-, ese yo que me soy y me siento ser. Nadie muere por

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mí. No me consuela demasiado saber que la humanidad ,,igue existiendo,
porque yo ya no formaré parte de ella. Mi tiempo se pasó. Se acabó para
siempre. De nada me sirve que la humanidad siga, porque mi yo es
irrepetible e insustituible. Nadie puede vivir por mí. No puedo dejar ini vida
en herencia para nadie». En la muerte, el hombre experimenta la impotencia
más absoluta para salvarse. Por eso, sólo puede esperar que el don de una
existencia nueva, como la que recibió al nacer, le sea regalado de nuevo al
morir.
¿Qué puede pasar en el instante mismo de la separación del alma del cuerpo?
¿Qué habrá más allá de la inuerte? ¿Qué será del hombre? ¿Será el fin de
todo? . Habrá alguien esperándonos, o la muerte será la última palabra
pronunciada sobre el hombre? ¿Es el fin de todo, o el comienzo de una vida
nueva y sin fin?
La primera respuesta a estos interrogantes es muy sencilla para muchos:
después de la muerte no hay nada, absolutamente nada. Todo se acaba con
ella. El hombre muere como un animal. Nadie ha regresado de ese viaje sin
retorno para contarnos su historia y calmar nuestro corazón. El hombre ha
sido definido como un ser-parala-muerte, pero si somos para la muerte,
entonces no hay nada que esperar más allá. No hay nada en el ser humano
que pueda exigir o reclamar, en cuanto tal, su inmortalidad ni su eternidad.
La muerte sería el punto final a todas las esperanzas.
Sin embargo, en todos los pueblos han estado muy extendidas las creencias
sobre la supervivencia del alma después de la muerte: desde el animismo
hasta la doctrina de la inmortalidad. Si el alma fuera inmortal, tal como lo
enseñó Platón y sus discípulos, el problema de la muerte quedaría resuelto
de una manera muy sencilla. La muerte no afectaría para nada al hombre. El
hombre perdería el lastre del cuerpo, al cual habría estado encadenado
durante toda la vida, para entrar en la vida verdadera. Sólo su cuerpo
material sería presa de la muerte, el alma volaría al mundo del que salió. La
muerte sería la libertad, pero en ese caso el cuerpo humano perdería todo su
valor.
En algunas culturas y religiones se habla de reencarnación o de
reencarnaciones sucesivas del hombre. Según algunas estadísticas, un 20%
de los europeos de nuestros días cree en la reencarnación. La reencarnación
sería una nueva oportunidad para el hombre. Después de la muerte, el ser
humano volvería a la vida terrena, pero en otro cuerpo, en un proceso que
podría repetirse una y otra vez, en un número de veces imposible de
determinar. El hombre tendría una nueva oportunidad de rehacer su vida.
El cristianismo habla de resurrección. La muerte no significa el final del ser
humano, sino que este continúa viviendo cerca del Señor, con un cuerpo

51
glorificado, una vida sin fin. Lo que nuestra naturaleza humana no podría
imaginar ni exigir nos ha sido concedido por obra y gracia de Dios. Desde
hace dos mil años el cristianismo proclama a voz en grito que Jesús ha
vencido a la muerte.
Ahí están sus palabras y ahí está, aunque sea muy difuminado, todo lo que él
hizo y todo lo que él puso en marcha. Si todo acabara aquí no habría,
propiamente hablando, ninguna esperanza para el hombre.
Pero, ¿cómo es posible que no nos haya llegado ningún rayo de la
resurrección de los que nos han precedido? ¿Cómo entender la resurrección
de los cuerpos después de cien años, de mil años, de cientos de miles de
años? No lo sabemos, pero el Resucitado está ahí, asegurándonos el triunfo
de la vida. Por eso, en la fe cristiana la muerte ha sido celebrada como el
dies natalis, o el día del nacimiento del hombre. Se ha dicho que la muerte
no es algo que sucede, sino Alguien que llega. «Me voy hacia Muel que
viene», dijo Teilhard de Chardin en las horas previas a su muerte. Gobineau
pone esta bella confesión en boca de Miguel Ángel: «¿Estáis cansados de
vivir?... Yo, por el contrario, estoy ávido de vida. Querría dejar de mi
naturaleza real las ataduras carnales que me molestan. Tengo sed de libertad
completa de mi ser; tengo hambre de lo que adivino; tengo prisa por
contemplar lo que comprendo. Si, durante mi estancia aquí abajo, he
comprendido algo y he podido expresar una parte de las verdades que siento,
¿qué no llegaría a realizar una vez que las murallas de rocas estériles que me
oprimen se hayan derrumbado para siempre en las rocas del pasado? ¡No,
no! No es la muerte lo que yo siento venir, es la vida, de 'la que aquí abajo
únicamente se puede percibir la sombra, y que voy a poseer pronto toda
entera»-'.
Según la doctrina tradicional de la iglesia, en el momento de la muerte se
decidirá para siempre nuestro destino. La muerte es el momento en que
nuestra existencia puede bifurcarse en una doble dirección: o cielo o
infierno, o vida eternamente dichosa o eternamente desgraciada.

2. La resurrección, renacimiento de la esperanza

El punto más brillante de nuestra fe es la resurrección: ella nos abre a la vida


junto a Dios. Todo lo que dijéra~ mos acerca de la esperanza cristiana serían
ideas, si no hubiera resurrección más allá de la muerte. Si muriéramos
definitivamente, nada tendría un valor excesivo para nosotros. Pero la
resurrección no es objeto de ciencia ni de experiencia, sino de fe y de
esperanza que arranca de la resurrección de Jesús: «Yo soy la resurrección y
la vida... El que crea en mí, aunque haya muerto, vivirá, y todo el que vive y

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cree en mí, no morirá para siempre» (Jn 11,25-26). En la resurrección de
Jesús ha sucedido lo inimaginable: el amor ha sido más fuerte que la muerte.
Su resurrección ha sido no sólo mi resurrección, sino la de la humanidad
entera, unida misteriosamente a él. Esa es la esperanza que nos protege de la
desesperación cuando todo lo humano parece derrumbarse. El último
momento de nuestra vida en la tierra se convierte en el primero de una vida
sin fin. Lo que parecía un fracaso se transforma en una victoria gloriosa.
Gracias a su triunfo, la existencia del hombre ha sido transformada de ser
para la muerte en ser para la vida. Si no hubiera resurrección, la vida
humana no conocería un final feliz, pero entonces, ¿para qué habría creado
Dios al hombre? ¿En qué se convertiría el cristianismo si quitáramos la
resurrección? Si Cristo no ha resucitado no sería el primogénito de entre los
muertos, ni las primicias de los que duermen. Pero ,omo en Adán todos
morimos, en Jesús todos resucitaremos. Jesús ha asumido la responsabilidad
de llevar esta caravana humana hasta el final. Con su resurrección fia
comenzado una movida impresionante para el hombre: liemos pasado del
reino del pecado al reino de la gracia, del dominio de la muerte al señorío de
la vida. En todo salimos victoriosos por aquel que nos ha amado. Este
cuerpo, mortal y corruptible, se transformará en inmortal e incorruptible
como el del Señor.
Si la resurrección no nos hace estremecer, entonces ya no podemos añadir
nada más. No hablamos de pruebas ni de evidencias, sino de fe y de
esperanza. No somos especialistas en funerales y en anuncios de castigos,
sino heraldos gozosos de la resurrección y de la vida sin fin. La muerte no es
el fin de todo, sino el principio de una aventura grandiosa, porque Dios es
amor y no nos dejará morir eternamente. Eso es lo que la fe cristiana
proclama ante el mundo: que el hombre ha sido creado para un destino feliz,
situado más allá de las fronteras de la tierra, y que la vida y la muerte sólo
adquieren un sentido pleno si en ellas hay «una semilla de eternidad», como
dice la constitución Gaudium et spes. Sólo cuando el Padre resucitó a Jesús
comprendimos que la muerte es el tránsito para la vida. «Muriendo destruyó
nuestra muerte, y resucitando restauró nuestra vida» (Plegaria eucarística
IV). «Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros
mediante su poder» (1 Cor 6,14). La esperanza está enclavada en el corazón
mismo del proyecto de Dios sobre el hombre. Jesús ya ha cruzado la galería
oscura y nos ha abierto el camino hacia la inmortalidad. Con su resurrección
en nuestras manos somos invencibles. Eso es lo que nos hace vivir una vida
ilusionada y esperanzada. «Si Dios es el que dice ser -dice Juan Luis Ruiz de
la Peña-, si ha creado al hombre por amor, si lo ha creado para la vida, ese
Dios no puede contemplar impasible la muerte de sus hijos». La resurrección

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es la demostración de que el amor es más fuerte que la muerte y que todos
los poderes que destruyen al hombre. En Jesús ha sido restaurado el destino
perdido por nuestra parte. Nuestro pecado no ha cambiado ni ha podido
cambiar los planes de Dios. No hemos sido creados para la muerte eterna,
sino para la vida eterna. Desde entonces, lo que ocurre con la muerte del
hombre no representa ningún término absoluto de la vida.
Pero, ¿resucitaremos todos o sólo los destinados a la vida? ¿Cuándo
resucitaremos? ¿En el momento mismo de la muerte? ¿Al final de los
tiempos? ¿Cómo resucitaremos? ¿Con qué cuerpo resucitaremos? ¿Cómo
será el cuerpo resucitado? ¿Cómo vivirán las almas sin el cuerpo? ¿Nos
identificaremos plenamente con nosotros mismos?
No es malo que la teología trate de reflexionar sobre estas cosas, aunque los
resultados a los que llega sean tan modestos. Según la opinión de los santos
padres y de los teólogos, todos resucitaremos en la plenitud de la vida.
Nuestro cuerpo miserable se transformará en cuerpo glorioso (Flp 3,21). El
cuerpo resucitado tendrá una identidad básica con el cuerpo que ahora
tenemos. «No habrá cambio de personalidad. No seré otro. Continuaré
siendo yo, me identificaré perfectamente con el hombre que fui. Seré el
mismo, pero no lo mismo. Resucitará lo mejor de mí... Resucitaré yo, yo
mismo, me dentificaré como yo, no seré otro, sino yo... No muere ini cuerpo,
sino yo; por tanto, no resucita mi cuerpo, , omo tal, sino yo; soy yo el que
resucito; la misma persona que muere es la que resucita. Yo resucitaré, yo
viviré eternamente, yo veré a Dios, yo estaré con él por toda la eternidad».
Cada uno será él mismo, con su individualidad inconfundible. Pero no
podemos ni imaginar cómo seremos de resucitados. Ciertamente, el hombre
resucitado no será transformado en un ángel, sino que seguirá siendo un
hombre verdadero, aunque sin límites ni decadencia, sin enfermedad ni
dolor, sin pecado y sin muerte. La Iglesia ha hablado no sólo de la
resurrección de los muertos, sino de la resurrección de la carneó. La fe
cristiana reposa sobre esa seguridad: el hombre no termina a dos metros
debajo de la tierra, sino que Dios lo resucitará. Más allá de la nada está la
vida. No sabemos ni cómo ni cuándo, pero tampoco nos preocupa
demasiado: al final de los tiempos, el último día, el día de su venida.
Llevamos oculta la vida del Resucitado, pero la llevamos verdaderamente; la
llevamos en pobreza, pero vivimos de ella. Tenemos que pasar por el trago
amargo de la muerte, pero sabemos que no moriremos para siempre, sino
que viviremos eternamente con el Señor. Morir, dice san Pablo, no será una
pérdida, sino una ganancia: morir será vivir. Por eso, la resurrección de los
muertos es el dogma por excelencia de la esperanza cristiana. Es la buena
noticia para todos los hombres. No es la simple afirmación de la

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inmortalidad del alma, sino el éxito del hombre por entero. Si la materia no
fuera glorificada no habría un triunfo verdadero del hombre sobre la muerte.

3. El juicio, crisis de la esperanza

La muerte pone fin a la vida del hombre en la tierra. Pero, cuando se abra la
puerta de la muerte, ¿qué pasará? ¿Quién nos estará esperando? ¿Qué será de
nosotros? ¿Cómo nos acogerá el Señor? ¿Con qué rostro nos encontraremos?
¿Será nuestro padre o nuestro fiscal? ¿Qué criterios aplicará? ¿Seremos
juzgados por la estricta justicia o por la misericordia? ¿Cómo verá nuestra
vida? ¿Nos condenará? ¿Nos salvará? Eso es lo que nos hace temblar. Si
somos condenados, ¿qué pasará? ¿A dónde iremos? Si salimos bien parados
del juicio, ¿cómo se nos recompensará?
En cuanto al hombre, ¿cómo se presentará ante Dios? ¿Con sus obras buenas
en las manos, esperando que Dios le recompense por todo lo que ha hecho
por él? ¿Con sus manos manchadas, temiendo que Dios le castigue
eternamente? ¡Qué sorpresa se llevarán los que no han creído en Dios! ¡Qué
sorpresa los que han creído en Él! ¡Qué sorpresa los que le han imaginado de
una manera! ¡Qué sorpresa los que le han imaginado de la manera contraria!
¡Qué sorpresa los que esperaban un Dios que pusiera las cosas en su lugar!
¡Qué sorpresa los que no esperaban nada de Él!
Ante nosotros se abre, al menos en principio, una doble posibilidad: vida o
muerte, salvación o condenación.
Es el momento decisivo. El juicio es un elemento básico de la fe cristiana,
pero la buena noticia es, por encima de iodo, el anuncio del triunfo de la
gracia sobre el pecado, de la misericordia sobre la justicia, de la bondad y
del amor sobre el espíritu de revancha.
En la doctrina de la iglesia se habla de dos juicios: uno particular, en el
momento mismo de la muerte, otro universal, al final de los tiempos. El
juicio particular se efectuará inmediatamente después de la muerte. La
tradición cristiana ha descrito ese juicio en términos de ira y de arreglo de
cuentas, de amargura y de desolación. Pero habría que purificar, de una vez
para siempre, esa imagen terrible que nos hemos hecho del juicio. Porque no
nos vamos a encontrar ante un tribunal ni ante un juez, sino ante el rostro
paterno de Dios. Si Dios fuera sólo juez nos juzgaría como un juez, y
entonces me temo que estaríamos todos perdidos, hayamos hecho lo que
hayamos hecho, porque ante Él «todas nuestras obras justas son como un
paño inmundo» (Is 64,5).
Pero lo mejor de todo este asunto, se ha dicho, es que no vamos a ser
juzgados por un juez implacable, sino por Dios, nuestro Padre, y por Jesús,

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nuestro hermano. Estamos bajo el juicio, pero también bajo el amor de Dios.
Desde el primer momento pondrá en evidencia, no lo que nosotros hayamos
hecho por Él, sino lo que Él ha hecho por nosotros. Por eso, el juicio no será
el momento del ajuste de cuentas, sino el del encuentro y el del abrazo sin
fin. En el fondo, la salvación es la parte más pequeña de toda la empresa.
Porque si, siendo enemigos, Dios ya nos reconcilió consigo por 1,i muerte
de su Hijo, ¿qué podemos esperar en el monic,n to del juicio, sino gracia y
perdón? Nos situaríanios fuera del Evangelio si en ese momento no
prevaleciera la confianza sobre la angustia, y la alegría sobre el miedo. Por
eso, no hablamos del dies trae, es decir, del Día de la ira, sino de un
encuentro con el Padre que nos espera desde toda la eternidad.
Si hemos sido absueltos y perdonados en el juicio particular, lo que se
refiere al juicio universal ya queda completamente relativizado. Pero si en
ese juicio resultáramos condenados, entonces se abriría ante nosotros, según
la doctrina común de la iglesia, el destino más horroroso que jamás
habríamos podido imaginar: el infierno.

4. El infierno, o el adiós a la esperanza

¿Qué puede suceder después de la muerte y del juicio final? Si la muerte


parece ya el fin de la esperanza, el infierno sería la desesperación más
absoluta. Por eso, escribir sobre el infierno es redactar la página más negra
de la historia del hombre. Es fácil decir que lo hemos creado nosotros, pero,
lo queramos o no, la existencia del infierno «parece un atentado contra el
amor y la misericordia de Dios y un insulto terrible contra la dignidad
humana». Se ha dicho, tal vez con toda la razón del mundo, que «la
existencia del infierno, tal como ha sido propuesta, ha convertido al
cristianismo en la religión más sangrienta y mortífera que haya existido
jamás». Ese castigo tan horroroso, ¿puede ser compatible con el amor de
Dios por sus hijos, y con la vida y la misión salvadora de Jesús? ¿Cómo
entender las palabras de san Pablo de que nada ni nadie podrá separarnos del
amor de Dios? Por más explicaciones que demos, no hay proporción entre
los actos del hombre y el castigo eterno que recibe, ya que un mal finito
recibe un castigo infinito.
Lo menos que podemos decir es que el infierno es una anomalía suprema.
Podemos hablar de un rechazo de Dios por parte del hombre, pero,
¿podemos imaginar un rechazo del hombre por parte de Dios? «Si el infierno
existe, se ha licho, Dios echaría un océano sobre sí mismo». ¿Cómo
podríamos hablar de un amor eficaz y victorioso si la mayoría de los
hombres se condenaran?. Ese es el drama y el escándalo de nuestra

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existencia. ¿Por qué ese destino tan trágico para una criatura tan preciosa?
¿Por qué tendrán tantos hombres que pagar un tributo tan caro a su paso por
la vida? Si Dios no quiere salvar a todos, ¿dónde queda su amor infinito?; si
no puede salvarlos, ¿dónde queda su poder?; si quiere y puede, entonces, por
qué no los salva?
Sin embargo, en la Sagrada Escritura parece que se contempla la posibilidad
de un fracaso absoluto del hombre. En el Nuevo Testamento hay una serie
de textos que hablan de la justicia y de la ira de Dios, de penas y castigos, de
heredar o no heredar el Reino, de entrar o de ser excluidos de él, del llanto y
crujir de dientes, del gusano que no muere, de las tinieblas exteriores, del
fuego inextinguible... ¿No son suficientes esos textos para probar la
existencia y la eternidad del infierno y la condenación de muchos hombres?.
Pero, ¿cómo habrá que leer e interpretar todos esos textos? ¿Hablan siempre
de lo mismo? ¿Qué pensaría Jesús al pronunciar algunas de esas palabras?
¿Qué trataría de expresar con ellas? ¿Entenderían sus oyentes lo mismo que
entendemos nosotros ahora? Lo mínimo que se puede decir es que Jesús no
fue un predicador del infierno, sino del reino de Dios; que no fue un
mensajero de noticias terribles, sino del perdón y del amor.
En efecto, otra serie de textos ofrece un testimonio impresionante a favor de
la salvación. En ellos se dice que Dios quiere que todos los hombres se
salven, que Jesús se ha entregado en rescate por todos, que Dios mandó a su
Hijo al mundo para que ninguno perezca, que la deuda del hombre con Dios
ya ha sido saldada por la pasión y muerte de Jesús en la cruz, que la palabra
de la reconciliación ya ha sido pronunciada, que Dios encerró a todos en el
pecado para tener misericordia de todos, que la gracia de Dios ha aparecido
para la salvación de todos los hombres, que si en Adán todos fuimos
condenados al pecado y a la muerte, en Jesús todos hemos recibido el don de
la gracia y de la vida. Eso es lo que engendra y sostiene nuestra esperanza en
una salvación universal.
La doctrina sobre el infierno comenzó a conocer una escalada desde los
primeros siglos del cristianismo. Los sacerdotes de los siglos posteriores lo
describieron con las imágenes más terribles. Algunos santos y escritores
contemplaron un infierno donde en cada instante caían miles y miles de
hombres, como caen las gotas de la lluvia sobre la tierra o como las hojas de
los árboles en otoño. Los predicadores de los siglos XVII y XVIII tenían
carta blanca para describir los tormentos del infierno, y siempre tenían la
impresión de que se quedaban muy cortos. Cada año, durante el tiempo de
Cuaresma, retumbaba en todas las iglesias el anuncio del infierno, como si
fuerara el destino final de la mayoría de los fieles y de todos los infieles que
habían muerto fuera de la Iglesia".

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Pero hay que decirlo con toda la claridad del mundo: Hablar del infierno no
es lo mismo que hablar del cielo, hablar de la condenación eterna no es lo
mismo que hablar de la salvación eterna. Cielo e infierno, condenación y
salvación no se sitúan al mismo nivel, como si el cristianismo fuese una
especie de doctrina de dos caminos. Mientras que el triunfo de Cristo y de
los suyos es «una certeza absoluta, la condenación es una posibilidad,
factible tan sólo en casos particulares». Lo que Dios ha puesto en marcha no
es una historia de salvación o de condenación, sino de vida sin fin. Por eso,
debemos insistir infinitamente más en la salvación que en la condenación.
Lo único que importa al hombre es la salvación: ese es su destino. Entre
salvación y condenación hay mucha más distancia que entre probabilidad y
posibilidad.
Por eso, no se puede hablar del infierno como lo han hecho tantos escritores
y predicadores de la iglesia, aunque para ello tengan que conmoverse los
cimientos inismos del amor y de la misericordia de Dios y los efecios de la
redención universal realizada por Jesús. ¿Acaso necesita Dios que le demos
razones para condenar a a mayoría de los hombres? Si se tratara de un
castigo temporal, la cuestión no tendría demasiada importancia, pero
tratándose de un castigo eterno adquiere una dimensión infinita. ¿Puede
cometer el hombre, en pleno uso de sus facultades, acciones que puedan
conducirle a una muerte eterna? «Las decisiones del hombre, por más
absolutas que parezcan, conservan siempre su carácter humano» (K.
Rahner). Para que el hombre fuera castigado eternamente por un pecado
debería ser plenamente consciente de lo que hace y no sólo en cierta manera.
Pero para ser plenamente consciente de lo que hace debería saber
perfectamente quién es el Dios contra quien peca. «Si eso fuera posible, se
ha dicho con frecuencia, entonces sería posible el infierno». El triunfo de
Dios y de la obra de Jesús es la salvación; el fracaso es la condenación. Si
tenemos que optar por algo, optamos por el triunfo y por la salvación, no por
la condenación y el fracaso". ¿Qué dirá a todo esto el Hijo del hombre, que
ha venido por nosotros y por nuestra salvación?".
Pero, ¿hay certeza de la condenación de algún hombre? La experiencia de
cada día nos dice que hay vidas y muertes aparentemente horribles, pero ni
la Sagrada Escritura, ni la madre iglesia han dicho, ni dirán jamás, que un
solo hombre haya sido condenado. Tampoco han dicho, ni dirán jamás, que
todos se salvarán. Pero hay una cosa que llama poderosamente la atención:
la Iglesia ha canonizado a miles de hombres, cuya historia está ya escrita en
el reino de los cielos, pero lo que es imposible es escribir una historia de las
almas que han llegado al infierno, porque no nos consta de ninguna. Podría
haber condenado a los grandes criminales de la historia y a todos los que han

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vivido una vida escandalosa, pero la iglesia sabe que el juicio es una
prerrogativa exclusiva de Dios. Su silencio ha sido impresionante. Por eso,
nadie debería pronunciar ni una sola palabra sobre la condenación de los
hombres".
En el concilio Vaticano 11, uno de los Padres conciliares pidió que se
introdujera una sentencia en la que constara que existen, de hecho,
condenados en el infierno, para que se viera que la condenación no es una
mera hipótesis. Pero la Comisión encargada del caso no juzgó necesario
introducirla, ya que los textos evangélicos que hablan de é1 están redactados
en futuro, es decir, que en ellos no se dice que estén o que están, sino que
irán, que suponen que algunos irán. La Comisión tuvo una buena ocasión
para haber afirmado que ciertamente irán, que irán con seguridad, pero
mantuvo el religioso silencio de la mejor tradición de la iglesia. Porque si
hay base para decir que irán, que se supone que irán, hay más razones para
afirmar que, mientras no se pruebe lo contrario, se supone que no irán.
Admitir la suposición como real implica, de hecho, conceder la condenación
de los hombres, que es precisamente lo que hay que probar.
Entonces, ¿cómo conciliar ese silencio de la iglesia con sus definiciones
dogmáticas sobre el infierno? Yo no sé si alguien podrá dar una respuesta
adecuada a ese interrogante. Si se me forzara a responder, yo diría que el
infierno no ha sido creado para el hombre, cuya historia se remonta apenas a
un puñado de años, sino, según la enseñanza de la Iglesia, para Satanás y los
ángeles rebeldes. Si el hombre pudiera hacer un acto tan lúcido como ellos,
es decir, plenamente voluntario y consciente contra Dios, entonces se podría
decir que el infierno también habría sido creado para él. Pero la Iglesia sabe
que es casi imposible que el hombre pueda hacer un acto así. Por eso
advierte a todos los hombres del peligro que corren, pero guarda silencio
sobre la condenación de ninguno.
La verdad es que parece que estamos ante un dilenia insoluble para nosotros.
Por una parte, si hay un infierno eterno, ¿cómo explicar la voluntad salvífica
de Dios? Y si no se condenara nadie, ¿cómo se salvaría el dogma de la
iglesia sobre la existencia del infierno? O dicho con otras palabras: Si fuera
necesaria una salvación universal, ¿cómo explicar la existencia del infierno?
Pero si el infierno existe, ¿qué podemos pensar de la voluntad salvífica
universal de Dios? Porque si Dios quiere salvar a todos los hombres, todos
se salvarán, y entonces el infierno se desintegraría; pero si hay infierno es
que Dios no quiere salvar a todos. Y en medio de todo esto está la libertad
humana. Si Dios quiere salvar a todos, ¿hasta dónde llega nuestra libertad?
¿Hasta dónde somos libres? ¿Podrá Dios salvar a alguien contra su
voluntad?". ¿Podrá realizar la gracia su obra en el hombre sin su

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colaboración? Habría que responder negativamente: la gracia no puede hacer
nada si el hombre se niega a aceptarla. Pero si eso fuera verdad, la
omnipotencia de Dios se toparía con unos límites que no podría franquear. Y
eso también parece inadmisible, porque Dios puede hacerse de tal manera
presente en el hombre que, sin forzar su libertad, pueda quebrantar su
corazón. ¿Puede tener algún acto de nuestra vida una decisión de eternidad?
¿Qué sabe el hombre de Dios? ¿Qué saben la mayoría de los hombres del
Dios verdadero? ¿Quién podría rechazar a Dios si le conociera de verdad?
18 . No se podría negar la posibilidad, al menos en principio, pero en
realidad eso debe ser infinitamente improbable. Dios debe tener miles de
posibilidades para penetrar en esa libertad, sin forzarla, y
orietarla definitivamente hacia él. ¿Qué sucede en cada unade las
conversiones que se producen al cristianismo? ¿Qué sucedió, por ejemplo,
en las grandes conversiones? Fue cuestión de un instante, de una luz que se
encendió, en medio de la noche, de un toque en el alma. No fueron
violentados ni forzados, sino iluminados en un
momento por Dios. Esa luz bastó para cambiar su vida. ¿Cómo entró el
Señor en la libertad de los profetas? ¿Cómo les obligó a pronunciar su
palabra? ¿Cómo pudo mover físicamente la voluntad de los autores
inspirados, sin forzar su libertad? Porque Dios conoce perfectamente el
camino para llegar al corazón del hombre sin violentarle. Por eso es
infinitamente improbable que alguien sea condenado.
Se podría decir, con Juan A. Ruiz de Gopegui, que desde la revelación es
posible pensar en la posibilidad real de la muerte eterna como consecuencia
del rechazo del amor gratuito de Dios, pero no es posible pensar que alguien
haya incurrido en esa situación. La fe cristiana cree en la libertad y en la
responsabilidad del hombre. Pero, ¿puede llegar a pecar mortalmente, es
decir, cometer un pecado que pueda llevar consigo una sentencia de muerte
eterna? Si la respuesta fuera afirmativa, entonces sería posible el infierno y
la posibilidad de un desenlace fatal de la vida. Pero que se dé el salto de la
posibilidad a la realidad es mi duda y mi esperanza: mi duda, que se dé; mi
esperanza, que no se dé. Que las criaturas puedan rechazar al Creador es
algo horrible, pero que el Creador pueda rechazar a sus propias criaturas es
algo monstruoso. ¿Hablamos del amor y de la misericordia de Dios pura
llegar a la conclusión de que muchos, si no la mayoría, se condenarán de
hecho? Si fuera capaz de dejar de amarnos, entonces sería capaz de
condenarnos. Pero, ¿dejará de amarnos en algún momento?`. El mensaje
bíblico fundamental es que por la muerte y resurrección de Jesús todos los
hombres están salvados: la deuda está pagada, el pecado ha sido perdonado.
Eso es lo que deja abierta la puerta a una esperanza sin límites en la

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salvación de todos los hombres. Lo decisivo es que Dios nos ha amado hasta
el punto de haber enviado a su propio Hijo para salvarnos de la perdición
eterna. «El cristiano cree en Dios, confía en Dios, espera en Dios..., pero no
cree, ni confía, ni espera en el infierno, porque este ni es, ni puede ser,
objeto de fe ni de esperanza». Santa Teresa del Niño Jesús dijo: «El infierno
existe, pero está vacío». La Iglesia, como ya hemos apuntado, ha canonizado
a miles de hombres y de mujeres, pero no ha emitido nunca un veredicto de
que alguien haya sido condenado. Esperar la salvación de todos es un deber
de todo cristiano, aunque no sepamos cómo conseguirá el Señor que todos
entren en su Reino`.
«¿A dónde me enviarás, Señor -se pregunta Carlos G. Vallés-, cuando me
despida yo de esta existencia que es la única que conozco, por miserable que
sea? ¿Me enviarás al país del olvido? ¿Será mi existencia un tránsito de la
nada a la nada? ¿Seré yo menos que los pájaros del cielo, menos que las
flores del campo, que tienen, al menos, un día de gloria? ¿No cuento nada
ante ti? ¿No soy nada para ti? ¿Cómo me juzgarás? ¿Cómo me verás, aunque
haya sido malo? ¿Y por qué he sido malo? ¿Pero tan malo, Señor, como para
arrojarme a un infierno sin fin? ¿Tan malo como para que no puedas tener
misericordia de mí? ¿Tan malo como para que ya no me reconozcas como
criatura tuya, como tu hijo? ¿Te puedes quedar tranquilo viendo la agonía de
todo mi ser, viéndome en un horrible infierno, viendo el fracaso de todos tus
planes? ¿Serás tú así, Señor? ¿Serás así de inmisericordioso, tal como
aparece incluso en algunos textos de tu palabra revelada, tal como con
frecuencia nos han enseñado, tal como te hemos recibido de nuestros
mayores? ¿Qué será de mí si me juzgas con todo el rigor de tu justicia? Pero,
qué puede ser de mí si me miras con misericordia?».

5. El cielo, consumación de la esperanza

L.a muerte, el juicio y el infierno son las grandes amenazas contra la


esperanza del hombre. Si todo acabara con la muerte o en un juicio
condenatorio, el final de la existencia humana sería desastroso. ¡Más nos
valdría no haber nacido! Pero ni la muerte ni el infierno serán la última
palabra sobre el destino de la raza humana, porque Dios no creó al hombre
para la muerte y la condenación, sino para la vida y la felicidad eterna. La
cuestión es así de clara: «O hay cielo o no lo hay; o hay un final feliz para
nuestra peregrinación o todo acaba con la muerte. Si no hay cielo, entonces
creemos en fábulas y el cristianismo es falso de arriba abajo. Nosotros
seríamos los más desgraciados de todos los hombres. Si todo termina aquí,
comamos y bebamos, que mañana moriremosO. Pero lo imposible para el

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hombre lo ha hecho posible Dios: el cielo nos espera al final de nuestra vida.
Por eso, el cielo es la cara alegre del destino final del hombre. En él fuimos
concebidos y hacia él nos encaminamos.
En el momento en que una mano piadosa cierre nuestros ojos, ¿dónde se
abrirán de nuevo? ¿Qué nuevo amanecer nos espera? ¿Quién nos acogerá?
¿Cómo será el encuentro con Dios? ¿Cómo será la vida durante esa
eternidad inacabable? ¿Qué haremos durante ese tiempo sin fin? Nuestra
única actividad consistirá en glorificar a Dios por los siglos de los siglos: «Y
en la visión oí la voz de una multitud de ángeles alrededor del trono, de los
Seres y de los Ancianos. Su número era de miríadas de miríadas y millares
de millares, y decían con fuerte voz: "Digno es el Cordero degollado de
recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la
alabanza". Y toda criatura del cielo, de la tierra, de debajo de la tierra y del
mar, todo lo que hay en ellos, oí que respondía: 'Al que está sentado en el
trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y potencia por los siglos de los
siglos". Y los cuatro Seres decían: 'Amén"; y los Ancianos se postraron para
adorar” (Ap 5,11-14; 19,1-7; cf 4, l -11; 7,9-16).
Las imágenes bíblicas hablan del cielo como de una ciudad, de un reino, de
la casa del Padre, del palacio de Dios, de un banquete de bodas, de un festín,
de una visión cara a cara de Dios; el cielo es la gloria y la vida, un día sin
ocaso, luz y armonía, sonidos, olores y colores. Todo será
inimaginablemente bello en esa casa donde, al final de nuestro viaje, el
Padre nos esperará con sus brazos abiertos. Así entramos en un mundo
donde oímos las más dulces melodías, interpretadas por miríadas y miríadas,
es decir, por millares y millares de ángeles, y por una muchedumbre
innumerable de redimidos, vestidos de blancas vestiduras, con palmas en las
manos, que aclaman al Dios tres veces santo y al Cordero degollado. Al coro
celestial unen sus voces todos los seres de la tierra, del mar y de cuanto en él
existe, y sus cantos resuenan sin cesar en los espacios celestes. Es un mar
infinito de alabanzas. Allí no hay ni una sola voz que desentone, ni minorías
que se opongan. Todo es armonía, repique de campanas, voces de
aclamación del coro celestial. Todos cantan con una sola voz y alaban con
todas sus fuerzas al que vive por los siglos. La alabanza es su oficio y su
única ocupación. Allí, la alabanza será total en extensión, total en intensidad,
total en duración; allí iremos de asombro en asombro y de gloria en gloria,
alabando más y más, y todavía más y más; allí sólo nos ocuparemos en ver,
amar, cantar y alahar por toda la eternidad. Contemplaremos su grandeza v
su belleza, su santidad y su omnipotencia, su amor, su aracia y su
misericordia. Nuestra alma será arrebatada por la visión de Dios. Y, al
mismo tiempo, nuestro cuerpo disfrutará de una gloria indecible: los ojos

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contemplarán su belleza, los oídos percibirán las más dulces melodías, el
olfato gozará con suavísimos perfumes, el gusto tendrá iodos los deleites, el
tacto gozará de todas las cosas"; Allí no habrá rupturas ni separaciones, ni
enfermedades ni cansancios, ni odios ni guerras, ni hambre ni sed, ni miedos
ni amarguras. Todo aquello a lo que el hombre aspiró en vida y no realizó se
convertirá en realidad. Todo lo que pudo ser y no fue, todo lo que quiso ser y
no pudo, todo lo que se le escapaba de entre las manos, lo tendrá para
siempre. El cielo será el fin de todas las búsquedas y de todos los sueños.
Allí seremos amados por Dios y le amaremos con todas las fuerzas del alma
y del cuerpo, de tal manera que no podremos dejar de amarle. Un gozo
intensísimo y una paz inalterable será nuestro lote por toda la eternidad.
Pero todos los placeres y todos los deleites no tendrían ningún valor si allí
no estuviera Dios. El cielo será un éxtasis de amor y de adoración suscitado
por el encuentro y la posesión del Bien infinito. ¡Ver al Dios vivo! «Sus ojos
me verán y los míos le verán. Sus labios me hablarán y le oiré, mis pobres
manos le tocarán y mi corazón se estremecerá de gozo al oír su voz»". El
cielo no puede ser otra cosa que el regalo del mismo Dios y el encuentro con
el Hijo de su amor, lesús, nuestro Señor. ¿Cómo será ese encuentro? ¿Podrá
haber algo más entusiasmante que conocerle y estar para siempre con él? El
cielo es cielo porque allí veremos por toda la eternidad el rostro querido del
Señor.
Y el cielo será, finalmente, la fiesta de toda la familia humana reunida en
torno a Jesús. No estaré yo solo, sino que a mi lado se hallarán todos los que
hemos formado esta gran caravana humana. La contemplación de Dios no
suprimirá el amor de los padres por los hijos, ni de los hijos por los padres,
ni del esposo por la esposa, ni de los amigos por los amigos. Sentiremos un
placer inmenso en estar con los que hemos amado, sin peligro de volver a
perderlos. No estaremos tan absorbidos en Dios como para no darnos cuenta
de todo aquello que tuvimos y amamos en la tierra. En el cielo estaremos
todos juntos, como hermanos, como amigos. Allí nos encontraremos a
cuantos amamos y a cuantos nos amaron, a los que nos ayudaron y a los que
nos enseñaron, a los cercanos y a los que nunca vimos ni conocimos, a los
que vivieron antes que nosotros y a los que vivirán después. Si expresamos
nuestra esperanza en una salvación universal de todos los hombres, el cielo
es el final para toda esta caravana humana, amada por Dios y redimida por
su hijo. Aunque ahora tengamos que caminar en la oscurikid, la fe ilumina el
camino y la esperanza agita nuestros corazones. No sabemos cómo será
aquella tierra, pero sabemos que allí está Dios, la vida sin fin. La muerte no
será el fin de esta bella historia que Dios ha preparado para el hombre. Esa
es la esperanza que brota en nuestro espíritu y que alumbra todas las

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jornadas de nuestra peregrinación. Una nube de testigos nos alienta durante
la marcha y nos da coraje para que podamos llegar hasta el final, porque no
tenemos derecho de ciudadanía en esta tierra, sino más allá de las estrellas.
El cielo es nuestra tierra natal y será nuestra tierra de descanso por toda la
eternidad. La existencia del cristiano se mueve entre la felicidad y la noche
tenebrosa, pero, en medio de la «noche del corazón», brilla la luz de la
esperanza. Lo que inuere, resucita en gozo; lo provisional se convierte en
definitivo. No me salvo solo, me salvo en comunidad. Cada uno de nosotros
estamos incluidos en el destino universal. Lo que acontece a cada uno
repercute en el conjunto de la humanidad, lo que se da en la humanidad se
da en cada uno. Estamos destinados a estar con Dios y a vivir una vida sin
fin en su gloria. Eso es lo que llena nuestro corazón de esperanza.

6. El problema de la salvación

Existen, al menos en teoría, dos posibles salidas a la existencia del hombre


más allá de la muerte: salvación o condenación, cielo o infierno, una vida
para siempru feliz o eternamente desastrosa. Por eso nos plantearnos tantos
interrogantes: ¿Cuántos se salvarán? ¿Se salvarán pocos, se salvarán
muchos, se salvarán todos? ¿Cuantos se condenarán? ¿Se condenarán
algunos, se condenarán muchos, se condenarán todos? ¿Habrá alguna salida
esperanzada para los hombres? ¿Habrá esperanza de que la mayoría o todos
se salven?.
La resurrección de Jesús, como ya hemos dicho, es la prenda y la garantía de
la nuestra. No hemos sido creados para ser destruidos ni condenados, sino
para ver y alabar al Señor por toda la eternidad. Pero hemos oído hablar
tantas veces del infierno que hemos llegado a creer que sólo conseguirán la
salvación un puñado de héroes, es decir, aquellos que han colaborado con
sus buenas obras a la acción de Dios. Pero esa formulación puede tener unas
consecuencias desastrosas, apenas demos un cierto protagonismo al hombre
y dejemos en segundo plano la obra maravillosa que Dios ha realizado por
nosotros. En efecto, si Dios quiere salvarnos, pero espera nuestra
colaboración, la obra de la salvación, ¿de quién es? ¿De Dios o del hombre?
¿Más de Dios que del hombre o más del hombre que de Dios? La salvación,
¿hay que ganarla o es gratuita? Si hay que ganarla, entonces dependemos de
nuestros esfuerzos y, en ese caso, me asalta el temor de que la mayoría de
los hombres se condenen sin remedio. Si es gratuita, entonces tiene que ser
universal, es decir, destinada a todos, porque no sería justo que Dios salvara
a unos y condenara a otros. La gratuidad de la salvación es el fundamento de
nuestra esperanza. Porque, ¿dejará Dios el negocio de la salvación en

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nuestras manos, a merced de nuestras fuerzas? ¿Correrá el riesgo de que
podamos perdernos? ¿Se quedará frío e impasible viendo cómo sus hijos se
precipitan en el infierno? Si la condenación fuera más común que la
salvación y el infierno estuviera más poblado que el cielo, ¿qué habría hecho
Jesús por nosotros?
Hablando de la historia de un fracaso más que de una historia de salvación.
Entonces, ¿se salvarán pocos? ¿Se salvarán muchos? ¿Se salvarán todos?
¿Se condenará alguno? ¿Nos salvaremos por nuestras obras o seremos
salvados por pura gracia? Ese es el terreno por donde vamos a movernos:
Dios y el hombre, la gracia y el pecado, la fe y las obras, el cielo y el
infierno, la salvación y la condenación. Es nuestro destino el que está en
juego: o vida o muerte, o esperanza o desesperanza.
Seguramente no es fácil mantener el equilibrio entre la gratuidad de la
acción de Dios y el esfuerzo del hombre, entre lo que Dios ya ha hecho y lo
que el hombre debe hacer. Si acentuamos la acción del hombre dejamos en
la penumbra la acción de Dios; si sólo hablamos de gratuidad, entonces
podemos sacar la conclusión de que todo está permitido y de que podemos
vivir a nuestro aire. Si lo dejamos todo en manos de Dios, ¿dónde queda
nuestra libertad?; si lo dejamos todo en nuestras manos, qué será de
nosotros? La verdad es que el hombre ha querido hacerse valer ante Dios en
todo momento, y eso nos ha llevado a desplazar el acento de la gratuidad a
las obras. Así nos hemos convertido en los protagonistas de nuestra
salvación, pero hemos dejado totalmente abierta la puerta hacia nuestra
propia condenación. En la vida de cadaa día hemos aprendido que hay que
ganarlo todo con el propio esfuerzo, y eso es lo que hemos trasladado a
nuestras relaciones con Dios. En lugar de una relación filial, de hijo a padre,
ha surgido una relación laboral, es decir, de obrero a empresario, regulada
por el trabajo y la paga. Es absolutamente necesario hacer el camino en
sentido inverso: recuperar la gratuidad, sin olvidar que las obras son el
resultado de la acción de Dios en nosotros. Tenemos que reformular en
términos de gracia y de misericordia lo que ha sido formulado en términos
de estricta justicia y de esfuerzo humano. Porque lo que está en juego no es
una idea, sino la salvación eterna de todos los hombres, tu salvación y mi
salvación. A lo largo de los siglos han resonado sin cesar palabras como
obras, méritos, sacrificios, pecado, justicia, infierno, condenación. Pero la
palabra de Dios nos invita a abrir los oídos y el corazón a una dulce melodía
en la que se habla de amor y de perdón, de gracia y de reconciliación, de
salvación y de cielo. Ese es el lenguaje de la gratuidad. Dios no sólo nos ha
prometido la salvación, sino que nos ha salvado ya por medio de Jesús. Lo
que él ha hecho por nosotros va por delante de todo lo que nosotros podamos

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hacer por él. La gratuidad de la salvación es algo tan fascinante que no nos
lleva a vivir a nuestro aire, como algunos temen, sino en la alabanza y en la
gratitud más absoluta. Esa es la fuente de donde mana una esperanza sin fin.
Todo ha sido un milagro de la gracia. Dios podría haber creado o no haber
creado, haber creado así o de otra manera; podría haber creado al hombre
para la nada, pero le creó para la vida; podría haberlo aniquilado cuando el
pecado apareció en la tierra, pero en su lugar puso en marcha un plan de
rescate y de salvación que culminó en el envío de su propio Hijo. Jesús, al
hacerse hombre, se ha vinculado a nosotros en un pacto de amor eterno y ha
asumido la responsabilidad de llevarnos a la casa del Padre.
7. ¿Quién se salvará?

El hombre nace, crece, se desarrolla y muere. ¿Qué es, en realidad, esta


criatura tan preciosa que contemplamos con nuestros ojos? ¿Quién soy yo?
¿De dónde he venido? ¿Hacia dónde camino? ¿Se acaba todo con la muerte?
¿No hay nada más que esperar? ¿Alguien podrá responder a estos
interrogantes? La fe cristiana, como hemos visto, lo hace. Ante nosotros se
abre la esperanza ilimitada de una vida sin fin.
Pero, ¿de qué hombre hablamos? Cuando abordamos el tema de la salvación
o de la condenación tengo la impresión de que hablamos de un hombre que
no existe. Definimos al hombre como un animal racional, donde la
racionalidad se lo lleva casi todo, cuando, en realidad, no es más que una
parte, aunque sea muy importante, de él. Porque el hombre es razón, pero es
también sensaciones y emociones, afectos e impulsos, nervios y tejidos, un
ser traído y llevado por mil cosas. Cuando hablamos del hombre no
hablamos de la naturaleza humana, sino del hombre en particular: de ese
hombre que tiene una educación y un ambiente concreto, unos hijos y una
profesión; que es blanco o negro, español o japonés, de un hombre que
camina en la luz o en la noche más oscura, que abunda en bienes o carece de
casi todo, que marcha sin alegría y sin esperanza. No hablamos del hombre,
sino de este hombre, del hombre de todos los tiempos, del hombre que ama y
odia, que lucha y se desespera, que se siente frustrado y pisoteado. ¿Quién
colmará sus sueños y esperanzas? ¿Qué será de los seis mil millones que
vivimos ahora? Esos son los hombres a quienes Jesús ha venido a salvar:
cristianos y no cristianos, musulmanes y budistas, blancos y negros, ricos y
pobres, sabios e ignorantes, sanos y enfermos. Lo que domina en la palabra
revelada es la impresión masiva de la gracia y de la vida derramada. Por eso
es tan apasionante la historia que nos ha tocado vivir.
Los autores del Antiguo Testamento utilizaron tres palabras para designar la
realidad de la salvación: yesuah (200 veces), yasá (38 veces), y yesá (78

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veces). En su sentido más general esas palabras significan: estar a gusto,
respirar bien, estar a sus anchas; pero en su sentido más concreto son
traducidas en nuestras lenguas por salud, salvación, auxilio, liberación,
victoria, socorro, ayuda, protección, prosperidad, ventura, bienestar. Es muy
importante notar que el sujeto del verbo salvar es siempre Dios, excepto en
algunas ocasiones en las que el sujeto es un hombre, pero siempre como
instrumento de Dios. Por eso, cuando hablamos de salvación, sobre todo
cuando hablamos de la salvación eterna, sólo Él aparece en escena. La
salvación no se consigue con el esfuerzo humano, sino que se recibe como
un regalo. Ese es el punto de partida en el que no puede hacerse ninguna
concesión. Sólo Dios puede salvar. Si el hombre pudiera salvarse por sí
mismo del pecado y de la muerte no necesitaría nada de Dios. Pero la
gratuidad de la salvación, como la de la creación, es absoluta.
La mayoría de los teólogos y escritores eclesiásticos hablan de la salvación
en un sentido activo, es decir, «hay que hacer esfuerzos para salvarse, hay
que trabajar para salvarse». Han distinguido entre lo que llaman la salvación
objetiva y la salvación subjetiva. La salvación objetiva expresa lo que Dios
ya ha hecho por el hombre. Él ha enviado a su Hijo para salvarnos y ha
puesto a nuestra disposición todos los medios que el hombre necesita para
salvarse: la Iglesia, la fe, los sacramentos... La salvación subjetiva expresa lo
que el hombre tiene que hacer para apropiarse de todo ese capital que el
Señor ha puesto a su alcance. Por parte de Dios todo está hecho; por parte
del hombre todo está por hacer. Es el tiempo del esfuerzo, de hacer méritos y
de ganarse a pulso la salvación que el Señor le ha prometido.
Pero ese lenguaje es, lo digo con todo respeto, inadecuado, equívoco y
excluyente: inadecuado, porque, como ya hemos dicho, el único sujeto del
verbo salvar es Dios; equívoco, porque esa distinción inclina la balanza
hacia una salvación que se conquista por medio del esfuerzo y de los
méritos; excfuyente, porque sólo puede ser aplicado al pueblo cristiano y, en
ese caso, la mayoría absoluta de los hombres quedarían al margen de la
salvación. ¿Cómo podrán aplicarse la gracia de Cristo los que no le conocen
ni creen en él? ¿Qué tendrán que hacer para salvarse? ¿Qué habrá sido de los
millones y millones de hombres que vivieron antes de su llegada a la tierra?
¿Qué será de los que vendrán en el futuro? ¿Serán condenados por no
haberse aplicado subjetivamente lo que Dios hizo objetivamente por ellos?
¿Serán excluidos de la salvación?
No hay más que una solución: Dios es el que salva. Pero si Dios es el que
salva, entonces la salvación es gratuita, y si es gratuita, tiene que ser
universal; entonces no nos salvamos, sino que somos salvados; no
conseguimos la salvación, sino que la recibimos; no la conquistamos a base

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de esfuerzos y de méritos, sino que la acogemos con las manos abiertas. La
salvación no es una tarea que realizar, sino un don para recibir. Nada le
preocupa tanto a Dios como la salvación de sus hijos. Si eso es así, entonces
podemos hablar de la esperanza de una salvación universal. Dios, por el
honor de su nombre, no puede permitir que los hombres se pierdan. Para eso
precisamente envió a su Hijo al mundo. Si la mayoría de los hombres se
condenaran, la obra de Jesús no habría tenido demasiada incidencia en la
historia humana. Pero sobre el fondo tenebroso del pecado resplandece por
entero la obra de la redención y de la salvación realizada por Jesús. En
nuestra tierra se ha producido como una intrusión o intromisión divina que
ha vencido al pecado y nos ha regalado una vida sin fin. Por consiguiente, no
sería normal que después de haber hecho tantas cosas por el hombre le
dejara correr hacia la perdición, ni que él mismo pronunciara una sentencia
de condenación eterna contra sus propias criaturas. Lo normal es la
salvación del hombre, lo anormal sería su condenación. Esa es la conclusión
de un buen planteamiento del problema: en el primer caso, la condenación es
una amenaza para casi todos los hombres; en el segundo, la salvación se abre
ante nosotros como un mar infinito de luz. ¿Preferimos ganar el cielo con
nuestro esfuerzo a recibirlo como un regalo precioso? Si Jesús se ha hecho
hombre entonces son posibles todas las utopías. La salvación universal es la
primera de esas posibilidades.
Tendríamos que decir que la salvación es un deber de Dios. Pero, ¿cómo
entender esa afirmación? Algunos teólogos han formulado una proposición
en estos términos: «Que Dios tenga que salvar a todos los hombres parece
que contradice a la soberana libertad de su justicia, pero que Dios no pueda
salvar a todos parece que contradice plenamente a su amor y su
misericordiaO. Entonces, ¿estará Dios obligado a salvarnos? Se debería
responder que no, pero habría que decir, ¿se me permite?, que si Él nos ha
creado sin nosotros, puede salvarnos sin nosotros. Pero, ¿es razonable que
nos salve? Sí lo es, porque no puede abandonarnos a nuestro libre albedrío.
Nos ha creado libres, es verdad, pero con una libertad relativa, en la que Él
pueda pronunciar, como ya hemos indicado, la última palabra. El problema
de nuestra salvación no puede quedar a expensas de nuestra voluntad, tan
debilitada, ni de esta carne que tira de nosotros sin que nosotros sepamos por
qué ni podamos hacer casi nada por impedirlo. Eso es lo que le ha hecho
tomar la iniciativa de esta grandiosa obra de salvación. Podría habernos
abandonado, pero se ha vinculado a nosotros en un pacto de amor eterno.
Esa es la baza del hombre, esa es nuestra esperanza.

8. ¿Cuántos se salvarán?

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¿Hacia dónde se dirige esta inmensa caravana humana? ¿Hacia dónde nos
dirigimos tú y yo? ¿Cuántos se salvarán a lo largo de los cientos de miles de
años que puede durar la historia humana? ¿Cuántos verán el rostro del Padre
por toda la eternidad? ¿Se salvarán todos? Seguramente nadie se atreverá a
responder positivamente a esa pregunta, porque la respuesta no está a
nuestro alcance; pero yo tampoco me arriesgaría a responder negativamente,
porque eso supondría que admitiría la condenación de algunos o de muchos,
y eso está fuera de mi esperanza más profunda.
Pero se podría hacer la pregunta de otra forma: ¿Se condenarán todos? Ahí
la respuesta unánime sería negativa. Pero, ¿se condenarán muchos? ¿Se
condenarán algunos? ¿Se condenará uno solo? ¿Quién se atreverá a
responder positivamente? La Iglesia, como ya hemos visto, no ha dicho ni
dirá jamás que un solo hombre haya sido condenado al infierno. Parece más
seguro esperar que todos se salven que afirmar la condenación de uno solo.
En la Biblia no se dice nada acerca del número, y la Iglesia no ha definido ni
definirá nada sobre esta cuestión. Sólo algunos se han atrevido a afirmar que
todos se salvarán. Pero el sentir más común de los predicadores, de los
teólogos y de los escritores eclesiásticos ha sido y es que la mayoría de los
hombres, católicos o no, creyentes o infieles, se condenarán. La proporción
entre los salvados y los condenados es de pocos a muchos, es decir, que son
pocos los que se salvan, muchos los que se condenan. Algunos optan,
finalmente, por una vía intermedia entre el optimismo de los primeros y el
pesimismo de los segundos, y hablan en términos de un optimismo
moderado, o de ser moderadamente optimistas en cuanto al número de los
que se han de salvar. Pero lo menos que se puede decir es que se trata de un
lenguaje sorprendente. ¿Qué significa ser optimista o moderadamente
optimista? ¿Que pueden ser salvados un 20, un 30, un 40, un 50 o un 60% de
los hombres? ¿Y ese optimismo vale también para los no creyentes, para los
alejados, para los hombres que vivieron antes de Cristo y para todos los que
vendrán? ¿Por qué moderar el optimismo cuando hay tantas razones para la
esperanza más ilimitada? ¿No es él el Dios de lo imposible? Si la
misericordia de Dios es infinita, y si Jesús vino para salvarnos, ¿por qué
tantas reservas y temores? El número de los salvados no depende ni de mi
optimismo ni de mi pesimismo, de lo que yo crea o de lo que a mí me
parezca, sino de la mi~ sericordia de Dios. Mi esperanza no se basa en
cálculos humanos, sino en su gracia y en su amor. La salvación no está
destinada sólo a una raza de esforzados, o a un grupo de elegidos, o a unos
niños que no han conocido el pecado. ¿Quién puede atreverse a afirmar que
en los planes de Dios esté contemplado que se pierdan la mayoría de los

69
hombres?
Si Jesús vino para salvarlos, ¿cómo se van a perder? «Es cierto -dice el P
Royo- que la victoria de Cristo sobre el demonio se salvaría de algún modo
aunque sólo le arrebatara alguna de sus presas con el precio infinito de su
sangre. Pero, ¿no es cierto que la dignidad misma del Redentor parece
reclamar una victoria no sólo cualitativa, sino también cuantitativa y en
proporción inmensa contra Satanás?». Ese es exactamente el corazón de la
cuestión: una victoria no sólo de proporciones inmensas, sino, ¿nos
atrevemos a decirlo?, absoluta y definitiva. Decir que la victoria de Jesús
sobre el demonio ya se saldaría favorablemente aunque sólo le arrebatara
alguna de sus presas es una auténtica barbaridad. ¿Podría sentirse lesús
orgulloso de su obra si sólo hubiera salvado a unos cuantos hombres?
Tendríamos que intentar expresarlo exactamente al revés, diciendo que la
redención no sería completa si Satanás lograra retener a un solo hombre
como cautivo, a pesar del precio infinito de la sangre de Cristo. ¿Qué tendría
que suceder para que perdiéramos nuestra dignidad de hijos y de herederos
de Dios? Si la salvación dependiera de nosotros podríamos tememos lo peor.
Pero si la salvación viene de Dios, como un don gratuito, entonces podemos
esperarlo todo. Si pensamos que la salvación es imposible, o que son pocos
los que se salvan, es que no hemos planteado bien la cuestión. No puedo
afirmar que todos los hombres serán salvados, pero me atrevo a expresar
abiertamente mi esperanza en el triunfo de la raza humana. Porque también
esa es la voluntad de lesús: «Que ninguno de los que me has dado perezca,
sino que tengan vida eterna» (In 6,39).

9. ¿Salvación por las obras?

Todo nos lleva hacia un Dios que nos ha creado y que quiere la salvación de
todos. Pero, ¿cómo conseguirla? ¿Es una pura gracia de Dios o un trabajo
esforzado del hombre? ¿Es un asunto de Dios con la colaboración del
hombre o es un negocio del hombre con la ayuda de Dios? Si la salvación es
gratuita tiene que ser universal, es decir, destinada a todos los hombres; si no
es gratuita entonces hay que ganarla a base de esfuerzos; si hay que ganarla,
entonces sólo se salvarán los que se hayan afanado por lograrla, los demás se
condenarán. Así es como ha sido expuesta la doctrina tradicional por los
teólogos y escritores de todos los tiempos. La salvación es concebida como
una especie de contrato bilateral: Dios ha señalado el camino y el hombre
debe esforzarse por entrar en él. El hombre ha sido creado libre: puede elegir
entre la vida y la muerte, la salvación y la condenación. Al final, Dios
emitirá su veredicto sobre su comportamiento: o cielo para siempre o

70
infierno para toda la eternidad. Todo es así de sencillo.
Pero en ese planteamiento se han invertido, a mi juicio, los términos. En
efecto, de nada servirían todos nuestros esfuerzos si Dios, por medio de su
Hijo, no nos hubiera salvado ya. El sujeto de la salvación es Dios, el hombre
es el que se beneficia de ella. Si admitimos, tal como suena, la distinción
entre salvación objetiva y subjetiva, el hombre asumiría un protagonismo
decisivo
en la consecución de la salvación. Él decidiría, de una manera u otra, si
quiere o no quiere salvarse, si acepta o no acepta la obra que Dios ya ha
hecho por él. Con su esfuerzo y con su trabajo conseguiría los méritos para
ganarse la entrada en el cielo, con su pecado y su negativa a la gracia se
precipitaría para siempre en el infierno. Además, esa distinción sólo es
aplicable a los fieles cristianos, es decir, a una minoría. Pero la fe cristiana
proclama a voz en grito que sólo Jesús es el salvador, fuera del cual no hay
ni puede haber ningún otro. Por consiguiente, nadie se salva por las obras
que haga, ni por seguir el dictamen de su conciencia, sino sólo por él.
¿Cómo podríamos condenar eternamente a más de cuatro mil millones de
hombres que, en nuestros días, no conocen a]esús? Incluso entre los fieles
cristianos, la vida en el Espíritu se ha quedado en mantillas. En la mayoría
de los casos se trata de hombres buenos y honrados, pero que sólo tienen
unas cuantas ideas religiosas, vacías de una experiencia de encuentro con
Dios. La enseñanza tradicional ha desgajado la moral del dogma y ha
insistido más en lo que tenemos que hacer que en lo que tenemos que ser. La
insistencia en el esfuerzo y en las obras nos ha alejado de la gratuidad y nos
ha echado en brazos de la ley. Si el hombre tuviera que salvarse por sus
obras la mayoría estaríamos condenados sin remedio.
La ley supone unas relaciones bilaterales basadas en haberes y en deberes,
en premios y en castigos, en esfuerzos y en acciones. La ley desconoce la
gratuidad. Ordena al hombre cumplir una serie de mandatos, pcro le deja a
merced de sus propias fuerzas. El principio fundamental de la ley de Dios
fue muy claro y sencillo: Ante ti tienes vida o muerte, felicidad o desgracia,
salvación o condenación; si cumples y pones en práctica la alianza pactada,
tendrás éxito, vivirás una larga vida, tendrás numerosos hijos y riquezas; si,
por el contrario, no cumples lo que en ella está prescrito, la pobreza, la
enfermedad y la esterilidad se ceñirán a tu cuerpo. La ley orientó al pueblo
de Dios en su camino, pero fue también como una mano amenazante en todo
momento. El hombre se movía por puro interés, tratando de hacer un capital
aceptable de obras buenas para ser recompensado por Dios. La ley era la
hoja de ruta por donde tenían que caminar los hijos de la alianza. Así se
comprende el amor de los fariseos por la ley del Señor. Pero las relaciones

71
con Dios fueron concebidas en términos de justicia. Cada obra buena que
hacían o cada obra mala que evitaban quedaba contabilizada para siempre,
de tal manera que en el momento de la muerte, Dios sólo tenía que poner en
un platillo de la balanza las obras buenas y en el otro las obras malas; si las
obras buenas pesaban más que las malas, el destino era la vida sin fin; si las
obras malas pesaban más que las buenas, el destino era la condenación
eterna. Dios se limitaba a levantar acta de lo que había ocurrido en la vida y
a emitir su veredicto: premio o castigo, vida eterna o vida desgraciada. Por
eso mismo, el fariseo creía que no era él el que debía algo a Dios, sino Dios
quien le debía una recompensa por todo lo que había hecho por Él. Las obras
eran su capital ante Dios. El fariseísmo no conoció la gratuidad, sino que
fue, en grado sumo, una religión de esfuerzos y de obras, de méritos y
deméritos, de haberes y deberes, donde Dios no estaba presente como Padre,
sino como juez". El fariseo ha personificado o encarnado a todos los que han
hecho de la observancia de la ley un fin y de su propia santidad el objetivo
de su vida.
La aparición de Jesús supuso el fin de la ley judía. El corazón de su mensaje
fue la proclamación del reino de Dios y con él la inauguración de un año de
gracia del Señor. Las relaciones del hombre con Dios entraron en una nueva
dinámica, no de haber y debe, sino de gracia y de amor. Jesús inauguró el
reino de la gratuidad más absoluta, en el que Dios asumió el papel de Padre
y el hombre el de hijo. La gracia ocupó el lugar de la acción humana. Desde
la llegada de Jesús, ya no se trata de hacer esfuerzos desesperados para
salvarse, sino de acercarse al salvador. «La ley ponía al hombre ante las
obras, Jesús lo puso ante el don de Dios; la ley aspiraba al mínimo, el
Evangelio al máximo. El Evangelio no ofreció una ley para observar, sino
una gracia para vivir. Jesús no dijo: "Haz esto y vivirás", sino "Vive, y haz
esto"; no estableció unas relaciones comerciales de haber y debe, sino
filiales, de padre a hijo; no ofreció una ley, sino un amor desbordanteO. Así
se abrió ante nosotros el reino de la gratuidad, en el que sólo se entra por
pura misericordia de Dios.
Si la observancia de la ley judía hubiera podido salvar al hombre, Jesús
habría venido en vano a la tierra. Por eso, hay que hacer una elección
decisiva: o la ley o Jesús. No hay posibilidad de caminar por los dos
caminos al mismo tiempo. Si la ley es la que salva, Jesús debe retirarse; si
Jesús es el que salva, la ley debe desaparecer. Nadie puede salvarse a sí
mismo, sino que la salvación es un regalo de Dios. La aparición de Jesús
supuso cl fin del mundo antiguo. La gracia suplantó a la ley y a las obras del
hombre. En las relaciones del hombre con Dios, el centro ya no es el hombre
y sus obras, sino Dios y su obra.

72
El cristianismo que hemos recibido no ha conocido la gratuidad. Hemos
predicado y enseñado a nuestro pueblo una religión de haberes y deberes, de
obligaciones y de imperativos. El resultado ha sido que el pueblo cristiano se
ha acostumbrado a ese estilo y encuentra escandalosa y provocativa la
predicación de la gratuidad de la salvación. Los fieles cristianos han sido
catequizados de alguna manera, pero no han sido evangelizados. Creen en
ideas y en dogmas que no dicen nada a su corazón ni les afecta en su vida
más íntima. Pero el cristianismo no es una idea, sino una persona: lesús; no
es una religión de obras, sino del Espíritu. Puede haber una ética o un
comportamiento de estilo cristiano, pero si Jesús no está presente, no hay
hombres nuevos y renovados. No son las obras las que nos salvan, sino
Jesús. Sólo en él podemos poner nuestra confianza. Las obras que hagamos
o los esfuerzos que realicemos sólo serán un apéndice de esa vida que mana
del corazón. San Pablo lo dijo de una vez para siempre: la justificación no
procede de las obras de la ley, sino de la fe en lesús, no de lo que el hombre
hace por Dios, sino de lo que Dios ya ha hecho por el hombre.
Si el hombre fuera capaz de justificarse por sus obras, podría gloriarse ante
Dios, y la salvación le sería debida como un salario. Pero la justificación no
se alcanza por el rendimiento y por el hacer, sino por pura gracia de Dios. En
la muerte y resurrección de Jesús la relación del hombre con Dios ha sido
cambiada por completo. Ahora ya no avanzamos hacia el Padre cargados de
un montón de buenas obras, sino cubiertos con la justicia y la santidad de
Jesús. Por medio de él todos somos ahora santos y agradables a sus ojos. La
obra de la salvación ha sido gratuita y, si gratuita, universal. Cualquier
concesión en ese terreno sería fatal para la suerte de la humanidad. La
realidad es que la obra de Jesús ha afectado vitalmente a todos los hombres,
creyentes o no creyentes. Por eso, hay que decirlo con claridad: no son las
obras, ni siquiera la fe, la que salva, sino Jesús. La fe abre los ojos y el
corazón, pero el salvador es Jesús. En la cruz de Jesús todos hemos sido ya
justificados y salvados. Unos caminan hacia el cielo iluminados por la fe,
otros caminan en la oscuridad, pero todos marchamos en la misma dirección.
Por consiguiente, ni el que la tiene es más, ni el que no la tiene es menos; ni
el que la tiene puede gloriarse, ni el que no la tiene quejarse". ¿Cómo se
efectuará ese designio de una salvación universal? ¿Cómo lo realizará el
Señor? ¿Cómo llegará al alma de los que nunca han oído hablar de él? No lo
sabemos, pero todos, creyentes o no creyentes, somos salvados por Jesús.
Fuera de él no hay salvación ni salvador. Él es la barca salvadora y la tabla
de salvación. Él no sólo ha depositado un gran capital en el banco para que
cada uno de nosotros vaya a recogerlo, sino que él es nuestro capital"`.
«Jesús ha puesto fin, de una vez para siempre, a ese horrible sistema de

73
trueque entre el hombre y Dios. Jesús dio su vida sin pedir un precio por
ella, sin un contrato de permuta, sin pasarnos factura alguna. La dio por
nosotros, se entregó por nosotros, resucitó por nosotros». Por eso, sólo por
eso, esperamos una salvación para todos los hombres.
Lo ridículo es que el hombre crea que con sus obras puede conseguir la
salvación eterna, y que lo poco que hace le dé derecho a tanto. ¿Cuántas
obras buenas tendríamos que hacer para ganar nuestra salvación? Ninguno
de nosotros hace ni la centésima parte de obras buenas que podría hacer. Si
Él no nos salvara, todos nuestros esfuerzos, por más desesperados que
fueran, estarían destinados al fracaso. La salvación es la coronación de su
obra en nosotros.
La relación de justicia se ha convertido en una relación de gracia y de
perdón. Hemos sido justificados, no en virtud de nuestras obras, sino por la
obra que Dios ha hecho por nosotros. Por eso, el hombre «va de gracia en
gracia antes de ir de obra en obra». La gracia precede, suscita y acompaña a
las obras. La mística precede a la ascética, el don a la exigencia y la gracia al
esfuerzo. Eso es lo que da un carácter de total gratuidad a la vida del
hombre, eso es lo que le rompe en su propia justicia y en sus propios
méritos. «No vamos de las obras a la fe, sino de la fe a las obras; no
caminamos por las obras hacia la justificación, sino de la justificación a las
obras; no se llega por la ley al Espíritu, sino por el Espíritu a la ley. No hay
dos caminos que sean válidos al mismo tiempo: el de la ley y el de la gracia.
Sólo hay un camino: el camino de la acción salvadora de ]esús»31. No son
nuestras obras las que nos llevan a vivir una vida en Cristo, sino la vida de
Jesús en nosotros la que se expresa en un estilo de vida maravilloso. Las
buenas obras no son el comienzo de nuestra aventura con Dios, sino la
manifestación exterior del amor que ha abrasado el corazón. Lo que importa
no es tanto la conducta del hombre, como la conducta de Dios; no lo que el
hombre haya hecho o pueda hacer, sino lo que Dios ya ha hecho por el
hombre. En Jesús hay una llamada hecha al corazón del hombre para aceptar
la gracia de la justificación, pero la responsabilidad no puede caer por entero
sobre él, porque es incapaz de llevar el peso de su propia salvación. La
buena noticia de lesús no consistió en un montón de avisos y de amenazas de
condenación, sino en el anuncio de que Dios ha creado al hombre para la
vida y no para la muerte. Jesús no fue enviado al mundo para arrasar todo lo
que se oponía a Dios, sino para cargar con el pecado y la maldición de los
hombres. ¡Gracias a Dios que nos ha dado la victoria en Jesucristo nuestro
Señor! Esa es nuestra única esperanza. Por eso, todo lo que hagamos tiene
que ser como un eco de esa acción de Dios en nosotros, todo tiene que
moverse en la línea de la acción de gracias, de la alabanza y de la adoración.

74
10. ¿Salvación universal?

La gran mayoría de nosotros sólo pensamos en nuestra propia salvación.


Pero hay que abrir el corazón hacia una esperanza universal, porque lo que
está en juego es el destino de la raza humana. Pero, ¿estamos seguros de que
Dios quiere salvarnos? ¿Tenemos datos y pruebas que avalen nuestra
esperanza? Si las tenemos, ¿por qué moderar nuestro optimismo? ¿Quiénes
somos nosotros para poner límites al amor y a la misericordia de Dios?`.
10. 1. La voluntad salvífica de Dios

Dios quiere que todos los hombres se salven (1Tim 2,4). Esa es la madre de
todas las razones para fundar y alimentar nuestra esperanza. No se trata sólo
de un deseo, sino de una voluntad decidida. Los hombres no somos unos
seres que se haya topado por casualidad en su camino, sino que somos sus
hijos. Dios quiere la salvación de todos, porque Él es el Dios de todos, y
porque Jesús, su Hijo, fue enviado para salvar a todos los hombres. Esa es la
voluntad de Dios. Eso es lo que dice el texto sagrado, por más distinciones
que queramos introducir en él. Lo que Dios quiere, desea y le agrada es la
salvación de todos. Podría inclinarse hacia la muerte y la destrucción del
hombre, pero ese no es su deseo ni su agrado, sino todo lo contrario". Dios
no nos ha creado para condenarnos, sino para darnos una vida sin fin. Por
eso, la esperanza de la salvación universal no es un lujo, sino un deber.
Nosotros no podemos esperar nunca demasiado de Dios, porque su amor y
su misericordia, su fidelidad y su misma justicia nos llevan a una confianza
ilimitada en Él.
La historia de la salvación sólo tiene una explicación: Dios es amor. Si Dios
no amara a sus criaturas no las habría creado; si las odiara, las destruiría sin
remedio (Sab 11,24). Nosotros podemos amarle o no, vivir en su casa o
alejarnos de ella, pero su amor nos persigue sin cesar.
Por parte del hombre es un amor inmerecido e inmotivado, porque Dios debe
de tener un montón de razones para no amarle, puesto que le ha abandonado
y traicionado. Pero si, a pesar de todo, nos ama, entonces estamos salvados.
Amar a uno significa decirle: «Tú no morirás».
Alguien ha dicho que cuando se trata de la salvación de sus hijos, Dios
pierde la razón, ignora el juicio, comete locuras, se olvida de todos los
pecados, cierra los ojos a todas las traiciones. «Todo procede del amor, todo
está ordenado a la salvación del hombre, Dios no hace nada que no sea con
ese fin»34. «Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al
mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,17; Rom 5,8; 1Jn 4,9-

75
10). Dios no baja hacia nosotros con su espada en la mano, sino con su
amor; no se acerca hacia nosotros para destruirnos, sino para salvarnos. Por
eso, la condenación de los hombres es prácticamente imposible. Esa es la
certeza en la que se apoya nuestra esperanza. «Ante esto, ¿qué diremos? Si
Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó ni a su
propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con
Él graciosamente todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios?
Dios es quien justifica. ¿Quién conde~ nará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que
murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que
intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La
tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?,
¿los peligros?, ¿la espada?... Pero en todo esto salimos vencedores gracias a
Aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los
ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la
altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de
Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom 8,3 1-39).
¿Qué más podemos decir? Si Dios está por nosotros, ¿quién se levantará
para acusarnos? ¿Quién aportará pruebas de culpabilidad contra nosotros? Es
Dios quien nos ha justificado, ¿quién nos condenará? ¿Lo hará Cristo? El
que murió por todos nosotros, ¿se va a convertir ahora en nuestro verdugo?
El que resucitó por nosotros, ¿nos va a condenar a una muerte sin fin? El que
está a la derecha del Padre para interceder por nosotros, ¿se va a alzar como
nuestro acusador? Que el hombre sea bueno o malo es algo relativo. Lo
único absoluto es que Dios está de nuestra parte: no es un fiscal que nos
acusa, sino el Padre que nos perdona. Por eso, nada ni nadie podrá
separarnos de su amor: ni la vida ni la muerte, ni el presente ni el futuro, ni
lo grande ni lo pequeño, ni la tierra ni el abismo, ni todos nuestros pecados
juntos podrán arrancarnos de las garras de ese amor formidable. ¿Qué
tendría que suceder para que dejara de amarnos? Pero si nos ama, ¿cómo
podrá castigarnos eternamente? ¿Se puede condenar a un infierno sin fin a
alguien a quien se ama? Si ya ha hecho lo más, ¿cómo no hará lo menos?".
Y junto al amor, la fidelidad de ese Dios que nunca retira la palabra
empeñada. Dios es constante en sus amores y en sus elecciones, en sus
apegos y en sus sentimientos. Si dice, hace; si promete, cumple. La fidelidad
de Dios no se gasta con el uso ni envejece con el paso de los años. Nosotros
hemos hecho lo posible y lo imposible por romper el amor pactado, hemos
quebrantado todos los juramentos y anulado todas las alianzas, pero Dios no
nos ha abandonado. Sus promesas no han sido revocadas, su amor jamás ha
sido vencido por ninguna infidelidad. Entre Él y nosotros existe un lazo
indestructible. Desde toda la eternidad hemos sido elegidos para vivir

76
eternamente en su presencia. Dios mantendrá su palabra, porque Él es fiel
hasta el final.
Los autores sagrados no sólo cantaron el amor y la fidelidad de Dios, sino
también su misericordia inñnita3ó. El estribillo más repetido en toda la
Biblia es precisamente ese: «Eterna es su misericordia. El Señor es
celebrado como un Dios clemente y compasivo; por eso, no puede
querellarse eternamente contra nosotros ni mantener un rencor perpetuo
contra nuestras ofensas. Dios es un océano de ternura, cuyas aguas no se
agotan jamás. «Pero, según nuestros rabinos, su clemencia perdona a toda
hora del día y su justicia que castiga, no sopla cada día más que durante la
milésimaa parte de un instante». «Poned a prueba a Dios, no una, ni cien, ni
mil veces, sino mil millones de veces... y no dará nunca un paso haciaa atrás,
no habrá perdido la sonrisa ni habrá disminuido su amor»37. «Como no se
cansa el aire de girar, ni los ríos de fluir, ni los amantes de amar, así la
misericordia de Dios es incansable, insaciable, incontenible. El Señor rebosa
de compasión»38. Miremos hacia donde miremos, siempre nos
encontraremos con el rostro misericordioso de Dios. Todo lo que se pueda
decir acerca de la salvación se refiere, de una manera próxima o remota, a la
misericordia. ¿Quién podrá poner límites a Dios en el ejercicio de su
misericordia? Si él mismo no se los pone, no se los vamos a poner nosotros.
Finalmente, y por más que nos extrañe, la misma justicia de Dios es un
motivo de esperanza para los hombres39. Se ha dicho que, en el momento
del encuentro cara a cara, Dios dejará de ser el padre misericordioso y bueno
para convertirse en el juez más frío y severo, despiadado e inexorable que
jamás habríamos podido imaginar. Pero, ¿de qué Dios estamos hablando?
Imaginar que desterrará de su corazón la misericordia es una monstruosidad,
porque con la llegada de Jesús la severidad de la justicia ha dejado paso a la
misericordia entrañable. Dios mismo se ha hecho uno de nosotros y se ha
atado las manos para siempre, de tal manera que condenar a los hombres
sería como condenarse a sí mismo. Nosotros no somos ni justos ni santos, no
tenemos nada en qué apoyarnos, pero Dios le ha hecho sabiduría, justicia,
santificación y redención por nosotros (1Cor 1,30): su justicia es nuestra
justicia, su santidad es nuestra santidad. Su sangre preciosa ya ha satisfecho
todas las exigencias de la justicia: la deuda ha sido pagada, estamos en paz
con Dios. Lo normal sería que exigiera una paga del que le ha ofendido, pero
no puede olvidar que somos sus hijos. No es la justicia la que dicta la última
palabra, sino la misericordia. Entre el castigo y el juicio se interpone el
Amor que perdona y transige.
Así, podemos decir que Dios es justo, pero también misericordioso; más
misericordioso, si cabe, que justo. Porque allí donde la justicia había dicho

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que sí, la misericordia le lleva a decir que no. No es la justicia la que templa
a la misericordia, sino la misericordia a la justicia. Entre castigo, juicio y
amor, la balanza se inclina de parte del amor. Dios se salta todas las normas
de la justicia, para que el amor triunfe en todo momento. Si planteamos el
tema de la salvación en el terreno de la estricta justicia tenemos todas las de
perder; si lo planteamos en el de la misericordia tenemos todas las de ganar.
Si fuéramos juzgados por el principio de la justicia estricta, ¿quién de
nosotros se salvaría? ¿Quién sería hallado justo a los ojos de Dios? Es muy
duro tener que oír que la mayoría de aquellos por quienes Jesús derramó su
sangre pueden perderse eternamente. ¿Para qué habría venido al mundo?
Pero, ¿se va a condicionar el Señor cuando se trata de la salvación de sus
propios hijos? El amor rebaja las exigencias de la justicia y hace posible lo
que parecía imposible. El asunto no es que nosotros le queramos o no; lo
extraordinario es que, aunque no~ sotros no le queramos, Él sí nos quiere a
nosotros. Eso es lo que alimenta hasta el infinito nuestra esperanza de ser
salvados. Así es como el amor, la fidelidad y la misericordia de Dios
aparecen como el punto de apoyo de nuestra esperanza. Hemos sido creados
en el amor, por el amor y para el amor. Por eso, nuestra vida no está abocada
a un abismo tenebroso y angustioso, sino que se abre a la esperanza gozosa
de un final glorioso para la raza humana.

10.2. Jesús, salvador y redentor de todos los hombres

Cuenta la leyenda -dice Carlos G. Vallés- que, en un país sin nombre y sin
mapa, se declaró una enfermedad mortal que se fue extendiendo, poco a
poco, sin que nadie supiera cómo curarla. Las noticias fueron llegando a los
grandes países del mundo, pero nadie se inquietó porque aquel país estaba
muy lejos y la raza era distinta. Pero un día se detectó la enfermedad en un
país de Europa y, al día siguiente, en los Estados Unidos. Las alarmas se
dispararon y el pánico cundió por todas partes. Había que evitar a toda costa
la expansión de aquella epidemia que ponía en peligro de extinción a la raza
humana. Todos los laboratorios del mundo dedicaron todos sus esfuerzos a
encontrar algún remedio contra aquella enfermedad. Por fin se averiguó que
en la sangre humana existía un antídoto contra aquella plaga, pero no se
sabía de ninguna persona que lo poseyera. La población entera del mundo
fue examinada y, al fin, se encontró un niño cuya sangre tenía el remedio
salvador. Pero se necesitaba el permiso del padre para que el hijo pudiera
donar su sangre. El padre ofreció su colaboración, y preguntó a los doctores
cuánta sangre sería necesaria para fabricar la vacuna. Los médicos se
miraron en silencio, hasta que uno de ellos le dijo con una voz muy suave,

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pero muy clara: «Toda». El Padre mira al Hijo, el Hijo mira al Padre. Y los
ángeles recogieron la sangre del Calvario. El mundo fue salvado.
En la plenitud de los tiempos, después de una larga etapa de tanteos y
oscuridades, y otra de promesas y juramentos, Dios envió a su Hijo, nacido
de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a todos los que vivían bajo la ley y
para que recibiéramos la filiación adoptiva (Gál 4,4-5). Lo envió al mundo
con una misión de rescate para todos los que gemían bajo el yugo del pecado
y de la muerte, y para convertir a estos incluseros en sus pro~ pios hijos. No
envió a un mensajero cualquiera, sino a su único Hijo. El Padre puso en
marcha el proyecto salvador y Jesús lo rea lizó41. En él, los alejados se
acercaron, los perdidos hallaron el camino, los enfermos recuperaron la
salud, el pecado fue perdonado, la muerte vencida, el Reino abrió sus puertas
de par en par y la humanidad entera, salvada y redimida, retornó al paraíso.
Por eso, la salvación no podía ser selectiva, es decir, destinada sólo a
algunos, sino inclusiva, es decir, destinada a todos. Habría sido una
vulgaridad por parte de Dios salvar a unos cuantos y dejar perder a la
mayoría. Desde ese momento ya no tenemos que hacer esfuerzos
desesperados por salvarnos, porque entre nosotros está el Salvador universal.
Todos estamos destinados a la vida. Dios no ha dejado en nuestras manos el
asunto más decisivo, sino que se lo ha encomendado a su Hijo. Nadie le
pidió que viniera, nadie le obligó a hacerlo, no nos preguntó si queríamos ser
salvados o no, si necesitábamos de salvación o no; no vino para unos sí y
para otros no, sino para salvar a todos los hombres. «No hay otro nombre
bajo el cielo dado a los hombres en el que podamos ser salvados» (He 4,12).
Eso es lo que sus discípulos proclamaron ante el mundo entero. No sólo se
atrevieron a decir que Jesús salva, sino que sólo Jesús salva. Si el pecado y
la muerte estaban contemplados en el proyecto de Dios, también estaba
prevista la solución.
Para expresar la obra salvadora de Jesús a favor de todos los hombres, los
autores del Nuevo Testamento, san Pablo de una manera muy especial,
acudieron al lenguaje de su tiempo y utilizaron imágenes de la vida de cada
día. Hablaron de salvar y de salvación, de redención, rescate y compra, de
reconciliación y de expiación, etc. Cada una de esas palabras expresa un
aspecto del cambio que se ha producido en nosotros con la llegada y la obra
de Jesús: estábamos condenados y hemos sido perdonados, éramos esclavos
y hemos sido liberados, estábamos como muertos y hemos recibido una
nueva vida; o, dicho con otras palabras, hemos pasado de la esclavitud a la
libertad, de la enemistad a la amistad, del pecado y de la muerte a la gracia y
a la vida; la deuda ha sido cancelada, de hijos de ira hemos sido convertidos
en hijos del amor. En Jesús, Dios abrazó al mundo entero y nos perdonó para

79
siempre. En ese acto, los hombres no hicimos ni pudimos hacer nada: sólo
contemplar atónitos lo que estaba pasando ante nuestros ojos, la
manifestación desbordante del amor de Dios". El gesto de Jesús fue por
delante de nuestra aceptación o rechazo, de nuestro saber o ignorar, de
nuestro querer o no querer. La redención nos ha llegado a todos desde fuera
y nos ha afectado hasta las entrañas mismas de nuestro ser 43. En la cruz
quedó clavado todo nuestro historial delictivo. ¿Habría valido la pena una
muerte en cruz para salvar a un puñado de hombres?
Nosotros no podemos darnos una vida más allá de la muerte. O alguien nos
socorre o es el fin para siempre. Eso es lo que ha hecho Jesús por nosotros.
Su presencia ha producido un revolcón infinito en nuestra historia y en
nuestro destino: Jesús ha venido a salvar lo que era suyo desde toda la
eternidad. Esa es la esperanza ilimitada e infinita que se abre ante todos los
hombres. Lo que la muerte quería destruir, la Vida lo ha resucitado para
siempre. El Salvador ha vencido a la muerte y ha abierto el camino de la
esperanza a los desesperados y a los que vivían fuera de la ley, a los pobres y
a los desamparados. Si hubiera muerto sólo por los justos y por los buenos,
no habría esperanza para la mayoría de los hombres: estaríamos condenados
sin remedio. Pero, gracias a Jesús, lo odiable se trocó en amable, los
esclavos fueron hechos hijos, el pecado fue perdonado, la maldición de la
ley abolida y el amor derramado en el corazón de los hombres. Así es como
ha nacido la esperanza para todos los hombres.
En Jesús estamos salvados. Su muerte ha sido nuestra muerte y en su
resurrección todos hemos resucitado. Pero lo más extraordinario es que todo
eso nos ha sucedido cuando éramos débiles, impíos y pecadores, y no
teníamos méritos de ninguna clase (Rom 5,1-1 1). Jesús rompió todos los
moldes de lo razonable. Ese ha sido el milagro del amor: a los que no
merecían nada les fue regalado todo, lo imposible fue hecho posible, el
pecado fue perdonado, la reconciliación fue efectuada. Él lo hizo todo por
nosotros. Esa es nuestra esperanza.
Los efectos de la obra redentora de lesús han sido asombrosos. Aunque
parezca que todo sigue igual, en la condición humana se ha producido un
cambio inimaginable. En efecto, la redención tiene tantos aspectos como
tiene el pecado: «Si el pecado es una deuda, la redención es una paga; si el
pecado es una caída, la redención es un levantamiento; si el pecado es una
enfermedad, la redención es un remedio; si el pecado es una falta, la
redención es una expiación; si el pecado es una servidumbre, la redención es
una liberación; si el pecado es una ofensa, la redención es una
reconciliación; si el pecado es un alejamiento, la redención es un
acercamiento; si el pecado es una muerte, la redención es una resurrección;

80
si el pecado lleva a la condenación eterna, la redención a la gloria sin fin.
¿Qué más podemos decir? El rescate ha sido pagado: estamos libres,
estamos salvados: «Él nos ha obtenido con su sangre la redención, el perdón
de los pecados, según la riqueza de su gracia» (Ef 1,7; Col 1,13-14). Jesús
tomó sobre sí el pecado de todos los hombres y lo clavó en la cruz de una
vez para siempre. Sobre las cenizas del hombre viejo Dios ha construido un
hombre nuevo, una nueva criatura. Desaparecido el pecado, reina la vida.
En Jesús, Dios avanzó hacia el hombre con los brazos extendidos y con una
palabra amistosa en sus labios: «¿Amigos otra vez? ¿Amigos de verdad?
¿Amigos para siempre?». Estamos en paz con Dios, estamos a buenas con él
(Rom 5,10-1 I; 2Cor 5,18-20; Ef 2,14-18; Col 1,20-22). La justificación nos
ha llegado de una manera gratuita, por eso ha afectado por entero y por igual
a todos los hombres: a los de antes y a los de ahora, a los de hoy y a los de
mañana, a los buenos y a los malos, a todos en conjunto y a cada uno en
particular. Todos hemos entrado en ese mar infinito de amor y de perdón.
Hemos sido elevados a la categoría de hijos adoptivos de Dios. La adopción
ha creado entre nosotros una relación que, en cuanto tal, no puede ser ni
revocada ni modificada. Un hijo puede vivir una vida de relación íntima con
su Padre o puede vivir alejado de él, pero en ningún momento deja de ser su
hijo. Por eso, nada podrá hacernos perder nuestra condición de hijos45. Y si
somos hijos, también herederos (Rom 8,17; Gál 4,4-7). Todo lo que Dios ha
realizado por nosotros en su Hijo sólo tenía como punto de mira darnos la
herencia que nos había preparado desde toda la eternidad. Si no
consiguiéramos esa herencia, nosotros no seríamos, en verdad, sus hijos.
Para comprender la obra salvadora de Jesús tal vez no haya nada tan
impresionante como la comparación que hace san Pablo entre la obra
devastadora de Adán y la restauradora de Jesús (Rom 5,12-21). En efecto,
cuando Adán se apartó de Dios, la ruptura no sólo le afectó a él personal e
individualmente, sino que el pecado y la muerte se adueñaron del mundo y
del hombre; de la misma manera, por medio de lesús, la gracia y la vida han
alcanzado a toda la humanidad 46 . Lo que Adán fue en negativo, Cristo lo
fue en positivo, pero en grado sumo, es decir, que entre Adán y jesús existe
la misma diferencia que hay entre la abundancia y la superabundancia, entre
lo mucho y lo excesivo. No sólo se restableció el equilibrio, sino que fue
profundamente superado. Lo que uno destruyó para todos, el otro lo
reedificó para todos. Así como las consecuencias del pecado fueron
universales, es decir, que afectaron a todos los hombres, así las
consecuencias de la obra redentora de Jesús han afectado a todos, sin peros
ni condicionamientos. Por la caída de uno, llegó la muerte para todos; por la
justicia de uno, la vida para todos; si en Adán todos fuimos hechos solidarios

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para mal, en Jesús todos hemos sido hechos solidarios para bien; así como
en Adán todos, incluso los justos, fueron alcanzados por la muerte, así en
Iesús, todos, incluso los pecadores, serán alcanzados por la vida. Las huellas
del paso de uno fueron borradas por las del otro.
¿Hasta dónde puede llevarnos el contraste entre Adán y Jesús? Hasta una
esperanza ilimitada en la salvación universal. Porque si fuimos solidarios
hasta las últimas consecuencias en Adán, nuestro representante, ¿por qué no
habríamos de serlo en la reparación efectuada por Jesús? Lo que se dice del
padre se dice también de los hijos: si somos descendientes de un hombre
sacado de la tierra, nosotros seremos terrestres como él; pero si somos
descendientes del que vino del cielo, entonces seremos invencibles como él.
Para aceptar que la obra de Jesús ha sido infinitamente superior a la de
Adán, la única conclusión posible es la de una salvación univer~ sal. Su
victoria sobre la muerte no se limitó a un triunfo personal, sino que fue el
triunfo de toda la humanidad. Entonces, ¿podemos atrevernos a esperar que
todos los hombres sean salvados? No sólo podemos, sino que debemos
atrevernos a esperar que así sea. Esa es la esperanza más grandiosa de una
salvación universal.
En realidad todo converge en este punto: somos solidarios con Cristo, en su
vida, en su muerte y en su resurrección. Algo ha pasado en nuestra tierra que
lo ha trastocado todo. En Jesús, el cielo y la tierra, la divinidad y la
humanidad se han unido con lazos de amor eterno e indestructible. Dios se
ha hecho uno con el hombre y el hombre se ha hecho uno con Dios. Él se ha
hecho so~ lidario de nosotros y nosotros solidarios con Él. Su destino es
nuestro destino. Él es la cabeza de este cuerpo inmenso que formamos la
humanidad. Ni la Cabeza sin el cuerpo, ni el cuerpo sin la Cabeza. Donde
esté la Cabeza tienen que estar también los miembros. Él no tomó la carne y
la sangre de unos cuantos, sino la de todos los hombres. Dejar a la mayoría
de los hombres fuera del cuerpo místico sería amputar su eficacia a la
redención llevada a cabo por Jesús. Nosotros somos el cuerpo de Jesús. No
puede haber condenación para los miembros de su raza y de su familia. El
Salvador ha venido para salvar y no conocerá el reposo hasta que haya
salvado a sus hermanos de carne y de sangre. Es estremecedor pensar que
miles y miles de millones de hombres puedan estar condenados a unas penas
horribles, eternamente separados del Dios que los creó y del Señor que los
salvó. «O Dios no existe, y entonces todo es posible; o Dios existe, y
entonces eso es imposible».
No es presuntuoso creer que todos los hombres puedan salvarse, pero sí es
injurioso para Dios afirmar que muchos o que la mayoría puedan
condenarse. La realidad más dulce es saber que Dios es nuestro Padre y que

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nosotros somos sus hijos. Yo, el hombre concreto que soy ahora, con todo lo
que tengo por naturaleza y por adquisición, he sido elegido por Dios desde
siempre; yo, este hombre, sano o enfermo, alto o bajo, rico o pobre, sabio o
ignorante, blanco o negro, he sido amado desde toda la eternidad. Él me ha
hecho santo e irreprochable ante sus ojos por puro amor, Él me ha revestido
de la santidad y de la justicia de su propio Hijo, en Él me mira y me ama, en
Él me ha regalado gracia sobre gracia. ¿Con qué ojos mirará el Padre a los
que se presentan ante Él revestidos de la santidad y de la inocencia de su
propio Hijo? Con los mismos ojos con que mira al Hijo nos mira a nosotros.
¿Podrá olvidarnos o despreciarnos? La gracia ha ocupado el lugar del pecado
y la vida el lugar de la muerte. Hemos sido elevados a la categoría de hijos
de Dios. No somos los incluseros de Dios, sino su propia familia, sus hijos
queridos. Eso significa que todos los derechos y todos los privilegios de los
hijos son nuestros. El Dios que todo lo hizo y que todo lo puede, el que todo
lo llena y todo lo transciende, es mi Padre; el Dios de los dioses ante quien
se dobla toda rodilla, ante quien los mismos querubines se cubren el rostro,
es mi Padre; Aquel que existe desde siempre, que es el origen y el
sustentador de todo lo creado, y(a vida de todas las vidas, es mi Padre. El
Padre de nuestro Señor Jesucristo es también mi Padre. ¿Cómo podrá
condenarnos? (K. Barth).
Si el hombre pudiera vencer a la muerte, Dios podría retirarse de la escena.
Pero, ¿quién podrá vencerla? ¿Quién podrá asegurarnos que la muerte no es
el final del camino, sino el comienzo de una vida sin fin? ¿Dónde alimentar
nuestra esperanza? ¿A quién acudir? Jesús es la respuesta a todos los
interrogantes. Él es la suprema bendición de Dios para el hombre, el chaleco
salvavidas que el Señor nos ha lanzado desde el cielo a los que bregamos
contra la muerte en la tierra. Él es la vida de todas las vidas y la esperanza
contra toda desesperanza. Todo podrá fallarnos, menos Él. Esa es la fuente
de donde mana una esperanza sin fin.
«La más alta verdad moral y religiosa de que el hombre ha de dejarse
penetrar es que la salvación individual es imposible. Mi salvación presupone
la del otro, la de mi prójimo, la salvación universal, la salvación de todo el
mundo y su transformación» (Nicolás Berdiaeff).

11. Gratuidad de la salvación

Gratuidad es un término que procede de la raíz latina gratia, que significa


don gratuito e inmerecido, algo que no se gana con el esfuerzo propio, sino
que se recibe; gratuito significa de balde o de gracia, es decir, sin esperar
nada a cambio; gratuitamente significa sin interés y sin mirar de reojo. Así

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ha sido la acción de Dios en nuestro favor: gratuita, de balde, sin mirar de
reojo, como si su
alegría fuera sólo dar sin esperar. La gracia es la reina de este mundo.
Justicia, por el contrario, es dar a cada uno lo que es suyo, es decir, aquello a
lo que tiene derecho. Si tengo derecho a algo entonces me lo tienen que dar
porque me pertenece. Pero cuando entramos en el terreno de las relaciones
del hombre con Dios, esas categorías de derecho y de justicia comienzan a
desfallecer. El hombre es una criatura de Dios. ¿Tenía derecho a la vida?
¿Tiene algún derecho a ser salvado el que ha pecado contra Él? La creación
y la salvación nos llevan al terreno de la gracia, no al de la justicia. Dios no
le debe nada al hombre. Si lo ha creado ha sido por pura gracia; y si lo ha
creado por gracia, por gracia también puede salvarle. Si nos sacó de la nada
a la existencia, no es de recibo que nos reduzca a la nada por capricho. Si
hemos sido creados por amor, por amor seremos salvados. Se diría que la
gratuidad de la creación reclama la gratuidad de la salvación, y la gratuidad
de la salvación requiere su universalidad. Porque no entenderíamos bien que
si la salvación es gratuita fuera concedida a unos sí y a otros no. Si el
hombre pudiera merecer la salvación, Dios se la debería como un salario,
pero, ¿a qué le dan derecho todas sus obras? La desproporción entre lo que
hace y la salvación eterna es tan absoluta que no puede hablarse en ningún
caso de derecho del hombre ni de obligación de Dios. En ningún tribunal del
mundo se le podría condenar si no diera al hombre una vida sin fin, porque
el hombre no tiene derecho a ella.
Para muchos, hablar de la gratuidad de la salvación significa llevar las cosas
demasiado lejos: ¿Salvarse todos? ¿Salvarse los grandes pecadores y los
grandes criminales de la historia de la humanidad? ¿Salvarse los que han
pisoteado todos los derechos de Dios y de los hombres? ¿Salvarse todos los
que le han negado, los que le han combatido y los que se han burlado de Él?
¿Salvarse los asesinos, los adúlteros, los lujuriosos, los avaros, los soberbios,
los ladrones? ¿Salvarse los que han vivido siempre en pecado mortal?
¿Cómo es posible que alguien se atreva a hablar de una salvación universal?
¿Cómo es posible que los que viven a su aire, como si Dios no existiera,
puedan recibir la misma recompensa que los que se han sacrificado por Él?
Dios sería totalmente injusto si obrara así. Si se salvaran todos, o al menos la
mayoría, ¿qué sentido podrían tener la virtud y la honradez? ¡Sería preferible
aprovechar esta vida para pasarlo lo mejor posible! La justicia divina tiene
que po~ ner a cada uno en su lugar.
¡Cuántos interrogantes suscita el mensaje de la gratuidad de la salvación,
pero qué peligroso es tener que depender de nosotros mismos para
salvarnos! En la gratuidad de la acción de Dios tenemos todas las de ganar,

84
en la salvación por nuestro propio esfuerzo tenemos todas las de perder. Sólo
podemos entonar un canto emocionado a la misericordia de Dios, que se ha
empeñado en salvarnos gratuitamente y en darnos una vida sin fin.
Según los textos de la Escritura, parece que el camino de la salvación se
bifurca en dos direcciones: la senda que conduce hacia la perdición y la que
conduce a la vida. Por una parte, parece que las tinieblas han sofocado a la
luz; por otra, es la presencia de la luz la que ha disipado todas las tinieblas.
Pero el pecado y la gracia, la salvación y la condenación no están en una
proporción de igual a igual, sino que existe una desproporción infinita, como
del todo a la nada, a favor de la gracia, de la vida y de la salvación. Si se
pusieran en una balanza los estragos del pecado, por una parte, y los efectos
grandiosos de la acción de Dios, por otra, la balanza se rompería del lado de
Dios. Todo el pecado del mundo no pesaría ni lo que un granito de arena
comparado con una inmensa cordillera. Que se pueda comparar la acción
destructiva del pecado con la obra reconstructora de la gracia me parece una
barbaridad; pero que se ponga por encima la condenación a la salvación me
parece una monstruosidad. ¿Es que tenemos algún interés en condenarnos a
nosotros mismos? ¿Quién nos ha nombrado abogados de la causa de Dios?
Él sabe defenderse perfectamente sin nosotros. La salvación de los hombres
está en sus manos y no en las nuestras. Nos hemos encontrado con la
salvación sin mover ni un solo dedo y sin haber hecho ningún esfuerzo,
porque Dios lo ha hecho todo por nosotros.
¿Qué catástrofe tendría que suceder para que Dios dejara de amarnos? En
nuestra tierra ha sucedido una cosa maravillosa: éramos esclavos y hemos
sido liberados, estábamos vendidos y hemos sido comprados, estábamos en
tinieblas y hemos sido sacados a la luz, estábamos muertos y hemos sido
resucitados, éramos enemigos de Dios y hemos sido reconciliados con Él,
éramos pecadores y hemos sido perdonados, éramos hijos de ira y hemos
sido convertidos en hijos adoptivos, estábamos privados de la gloria de Dios
y hemos sido revestidos de honor y de majestad, estábamos desheredados y
hemos recibido como herencia la vida sin fin. Sobre estos huesos resecos y
calcinados se ha abatido en tromba el Espíritu del Resucitado y nos ha
llenado de esperanza. Hasta tal punto esto es así, que no puedo admitir de
ningún modo que el pecado sea más poderoso que la gracia, que la muerte
sea más victoriosa que la vida, que el infierno esté más poblado que el cielo
y que el diablo haya sido más fuerte que Jesús. No puedo creer en un Dios
que proyectó desde toda la eternidad un plan de salvación para todos los
hombres, pero que se ha visto obligado a condenar a la mayoría de sus
propios hijos. No puedo aceptar que a Dios le haya salido tan mal el hombre,
que ho le quede más remedio que condenarle a un infierno horrible. No

85
puedo admitir que su libertad, su malicia o su debilidad sean más fuertes que
la voluntad de Dios por salvarle. No puedo creer en un Dios tan inflexible y
severo que no pueda perdonar ni a sus propios hijos, aunque hayan sido
malos hijos.
El hombre no puede imaginar la hondura que supone una ruptura total con
Dios, ni calibrar la magnitud de las consecuencias de su pecado. Si el
hombre pudiera hacer una elección diáfana entre lo que elige y lo que
abandona, jamás elegiría lo que ha elegido ni dejaría lo que ha dejado. No
estáá tan loco como para hacer una cosa así. Y si está loco, entonces habría
que salvarlo también, porque sería totalmente inconsciente de lo que hace. El
pecado es como una falsa nota en la sinfoníaa de la creación, pero no la nota
dominante de esa sinfonía. Lo impresionante no es el pecado, sino la gracia.
La historiaa del hombre sólo durará un ratito. Lo mismo que un día llegó a la
tierra, otro día desaparecerá de ella. No puede dejar como recuerdo de su
paso una historia salpicada de pecados y un infierno en el que la mayoría
arderá por toda la eternidad. La historia del hombre es, por encima de todo,
unaa historia de salvación, porque la voluntad de Dios es que todos los
hombres se salven. Dios, al enviar a su Hijo al mundo, ha dado un paso tan
decisivo a favor de los hombres que ya no puede desdecirse sin perder toda
su credibilidad. En Jesús se ha atado las manos para siempre; en él se ha
solidarizado con nosotros hasta tal punto que se ha hecho uno de nuestra
carne y de nuestra sangre, uno de nuestra familia. La sangre de Jesús ha sido
derramada por todos los hombres: por los buenos y por los malos, por los
cercanos y por los alejados, por los que le han aceptado y por los que no le
han aceptado, por los que le conocen y por los que viven sin conocerle, por
los que le aman y por los que nunca le amarán, por los que hacen esfuerzos
por seguir sus caminos y por los que nadan a contracorriente de esa gracia.
Lo que Dios ha hecho va por delante de todo lo que el hombre pueda hacer
por Él. En eso consiste la gratuidad. No pudimos hacer nada por merecer la
salvación, ni podemos hacer nada por ganarla. Sólo aceptarla como un
regalo que se nos ofrece y tratar de vivir en una acción de gracias y en una
alabanza sin fin. Ya no hay condenación alguna contra los que están en
Cristo Jesús. Si Dios ha perdonado, ¿quién condenará? ¿Quién acusará a los
hijos de Dios? ¿Quién pleiteará contra el Señor? La justicia divina ya ha sido
satisfecha. El hombre no le debe nada a Dios, porque Jesús ya le ha pagado
todo lo que le debíamos.
Si fueran verdad todas las cosas que nos han enseñado, el aspecto del cielo
sería desolador, porque la mayoría de los hombres no habrían sacado billete
para asistir al espectáculo más maravilloso. Pero no puedo aceptar que
muchos o que la mayoría de los hombres estén condenados a arder

86
eternamente en el infierno. Mi único argumento es la misericordia de Dios y
mi fe en Jesús como Señor y como Salvador. Con ese me basta y me sobra.
Porque el hombre, esté como esté, es su hijo. El pecado afea un poco su
rostro, pero, ¿le condenará el Señor por uno o por muchos pecados?
Nosotros somos capaces de condenar a la mayoría para salvar el honor
herido de Dios, pero Él, ¿será capaz de condenar a sus hijos? Si la justicia ha
sido herida, la solución no es la condenación, sino el perdón. Por eso,
podemos mantener el corazón abierto a una esperanza ilimitada en el triunfo
de Dios sobre todas las fuerzas del mal. Sólo podemos-creer en el Dios de
los perdidos, de los alejados, de los pobres, de los humildes, de los
derrotados, de los vencidos. Ese es nuestro Dios, el que se mancha las manos
con el barro de esta tierra y el que se hace una carne dolorida y
ensangrentada como la nuestra; ese es un Dios creíble y aceptable, «hecho a
medida de nuestra debilidad sin perder ni un átomo de su grandeza y de su
belleza». Si las cosas no fueran así estaríamos condenados a la
desesperación. Ninguno de nosotros puede presentarse ante Dios con un
capital suficiente de obras buenas como para conseguir la salvación eterna.
Pero es ahí donde Él entra en escena para regalarnos esa vida sin fin que no
podemos lograr con nuestros esfuerzos. Por medio de su Hijo ya nos ha
hecho justos y agradables a sus ojos. En su cruz, Él ha tomado sobre sí las
consecuencias del pecado.
La gratuidad es «la acción de Dios por la que, en su inescrutable sabiduría,
visita a los hombres con independencia de sus esfuerzos y sus méritos y los
impulsa amorosamente hacia el bien» (san Agustín). Por eso, la gran jugada
de Dios, para desenmascarar al hombre, ha sido la salvación gratuita por la
sangre de su propio Hijo. El hombre no se salva ni por sus esfuerzos ni por
sus obras, por más grandes y buenas que sean. Ninguno de nosotros puede
imaginar que el bien que hacemos no sea tenido en cuenta por Dios, pero
cuando hablamos de gratuidad le devolvemos a Dios la iniciativa que le
habíamos robado por el pecado. Ni la observancia más escrupulosa de la ley
puede salvarnos, porque Dios no le ha encargado ese cometido. Sólo lesús,
con su muerte y resurrección, nos ha hecho justos, es decir, agradables y
santos a los ojos de Dios: justos con su justicia, no con la nuestra; santos,
con su santidad, no con la nuestra. La gracia es gracia precisamente porque
nadie la puede merecer; por eso, está fuera de todo comercio: ni se compra
ni se vende. No hay cambio de gracia por obras. Dios no tiene deudas que
saldar con nadie, porque a nadie le debe nada. Si tratamos de hacernos justos
y agradables a los ojos de Dios en el cumplimiento de la ley, hacemos inútil
la sangre de Jesús. Esa es la forma más sutil de matar la gratuidad y de
despreciar todo lo que Jesús ha hecho por nosotros. No nos salvamos

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mirándonos a nosotros mismos, sino mirándole a Él. ¡Qué alivio sentirse
salvado por gracia, y no tener que depender de uno mismo para conseguir la
salvación! En Jesús, Dios nos mira y nos ama, nos perdona y nos da la vida
sin fin. Todo es gracia.
Todos queremos justificarnos ante Dios, es decir, hacer algo por Él para que
nos acepte. Pero su amor por nosotros no depende de lo que hagamos por Él,
sino que es anterior a todas nuestras obras e independiente de ellas. No es un
amor condicionado, sino gratuito e inmerecido. Es Él quien nos justifica y
quien, al poner su amor en nosotros, nos hace agradables a sus ojos. Sólo
cuando somos alcanzados por ese amor podemos hacer algo por Él para
expresarle nuestro agradecimiento y nuestra alabanza. En el fondo se trata de
una cosa muy sencilla: de pasar de ver a Dios como juez a verlo como Padre.
Porque cuando uno se sabe divinamente amado, no necesita hacer muchas
obras para hacerse valer ante Dios, sino que actúa y obra porque se siente
amado y justificado por Él.
Eso es lo más hermoso y decisivo: que nuestra justicia no está en nosotros,
sino en Él: que Él es justo por mí y santo por mí. No quiero ninguna justicia
conseguida con mi propio esfuerzo, no quiero ser bueno desde mí mismo y
por mí mismo, sino que quiero ser justo con su justicia y santo con su
santidad. No aspiro a tener méritos personales, ni un capital aceptable de
obras buenas. Sólo deseo que mi bondad y mi justicia, mi gracia y mi mérito
sean siempre Jesús`.
Todo se acaba aquí, en el silencio y en la adoración, en la alabanza y en la
acción de gracias sin fin. Esperamos el triunfo de la raza humana sobre el
pecado y la muerte, sobre el infierno y la condenación eterna. jamás
habríamos podido imaginar lo que nos aguarda, si Alguien no hubiera
entrado en nuestra historia, rompiendo todas las reglas del juego, y nos
hubiera salvado de la nada y del abismo que se abrían ante nosotros. Pode~
mos vivir y morir llenos de esperanza porque al final de nuestra marcha nos
esperan los brazos de la Vida y del Amor.

CAPÍTULO 5
La Iglesia, signo de esperanza para el mundo
Dios no puede abandonar al hombre, porque en Jesús se ha unido a él con un
lazo de amor eterno e inquebrantable. Lo que ha hecho por nosotros va por
delante de todo lo que nosotros podamos hacer por Él. El ancla de nuestra
esperanza está firmemente amarrada en el corazón de Dios. La historia
humana está preñada de esperanza, hasta que sea consumada en Él y en el
triunfo final en su Reino.

88
1. La Iglesia, testigo de la esperanza

Observando nuestro mundo podemos tener la impresión de que el pesimismo


prevalece sobre la esperanza. Los profetas de catástrofes aparecen
constantemente en escena. Todo está mal. No me gusta este mundo. Pero el
mundo sigue adelante, sin hacernos demasiado caso. Los creyentes sabemos
«que la vida no es un cuento narrado por un idiota» y seguimos esperando en
la salvación de todos y de cada uno de los hombres, de todos en general y de
cada uno en particular. Lo que nosotros podemos ofrecer a los hombres, por
encima de cualquier otra cosa, es Jesús. Nadie podrá suplantarle, porque
nadie ha vencido a la muerte, sino él. Los hombres hemos conseguido
victorias parciales sobre la enfermedad, pero la victoria final sobre la muerte
no está a nuestro alcance. La resurrección de Jesús es el acontecimiento que
ha producido un inmenso revolcón en la historia humana, y lo que ha dado
un sentido pleno al pasado, al presente y al futuro. Que el hombre lo admita
o no lo admita, lo crea o no lo crea, lo sepa o no lo sepa, el acontecimiento
está ahí: Alguien ha vencido a la muerte. Eso es lo que ha generado una
esperanza infinita en el corazón de esta vieja humanidad. Si en Adán todos
morimos, en Jesús todos resucitaremos. Por eso, nuestra esperanza no es una
verdad ni una doctrina, sino una persona: Jesús; no esperamos algo, sino a
Alguien. La esperanza engendra una relación personal y nos arrastra hacia
un compromiso amoroso con Jesús, y hacia una nueva relación con todos los
hombres, nuestros hermanos.
La palabra iglesia significa reunión o congregación. La Iglesia es la
asamblea de los llamados o convocados en el nombre de Jesús, el grupo de
los que creen en él y esperan su retorno glorioso. La esperanza corre por sus
venas como un torrente que fluye sin cesar, y se alimenta de la certeza de
que el Señor está presente en ella y que la guía en su camino. De la
resurrección de Jesús ha nacido una nueva humanidad, que es como su
prolongación en la tierra, de tal manera que se podría decir que la Iglesia «es
Jesús esparcido y comunicado». La Iglesia nos une y nos reúne en torno a él,
hasta que Dios sea todo en todos.
La Iglesia vive en estado de esperanza, es decir, en una espera ardiente de la
salvación traída por Jesús. Pero, por encima de todo, le espera a él: «El
Espíritu y la esposa dicen: "¡Ven, Señor!"» (Ap 22,17). Esperamos su
regreso, cuando él quiera, como él quiera. Le esperamos con el alma en vilo,
con las lámparas encendidas, aunque, a veces, se nos cierren los ojos por el
cansancio del camino. Nosotros somos un pueblo de peregrinos, un grupo
que camina y avanza. No nos hemos juntado ni por nuestra raza ni por

89
nuestra lengua, ni por nuestra cultura ni por nuestros gustos, ni por nuestra
condición social o sexo, sino porque hemos creído en la noticia más alegre
de todas las noticias: que él ha vencido a la muerte y que, en su resurrección,
todos hemos resucitado. Así hemos entrado en la historia de un pueblo que
camina iluminado por una promesa y una esperanza. Por eso, el pueblo
cristiano es distinto de todos los demás. Lo que creemos y esperamos supera
todas las esperanzas que limitan al hombre a este mundo. No esperamos un
paraíso en la tierra, sino una vida sin fin en el reino de Dios; no tenemos
aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la venidera; tenemos
los ojos puestos en el presente, pero abiertos y proyectados hacia el futuro;
no perdemos de vista la tierra, pero miramos siempre hacia el horizonte,
hacia algo que está todavía oculto a nuestros ojos. Esperamos a Alguien que
está viniendo sin cesar. La vida es una peregrinación y la esperanza cristiana
nos sostiene durante la marcha.
La Iglesia vive de la esperanza en Jesús. Ese es su patrimonio y su tesoro.
Pero no puede guardarlo para sí misma, sino que está destinada a avivar y a
mantener la esperanza para todos los hombres. Por eso, la primera
responsabilidad de la iglesia es despertar al mundo con el anuncio de las más
alegres noticias, y hacerle volver los ojos hacia el que es el Camino, la
Verdad y la Vida'.
Por ella, todos los hombres esperan en )esús, lo sepan o no lo sepan, lo
acepten o no lo acepten, porque todos estamos misteriosamente unidos en él.
La iglesia no se hace creíble cuando llena el mundo de denuncias, sino
cuando lo llena de esperanza. No es un organismo al servicio de la moral ni
de las buenas costumbres, sino al servicio de Dios y de la vida. La Iglesia es
la depositaria de la esperanza universal. Todo lo que en ella se diga o se
haga debería ser un signo de esperanza para el mundo. La Iglesia corre el
riesgo de permanecer encerrada sobre sí misma, preocupada por miles de
cosas que no cambian la vida de nadie, pero la esperanza en el Resucitado
debería llevarla en volandas para anunciar a todos los hombres que el
inmensamente Real es amor. Una Iglesia que se replegara sobre sí misma se
moriría sin remedio. Pero ella tiene algo en lo que nadie puede hacerle la
competencia: Jesús. El cristianismo es la única religión en la que Dios se ha
encarnado y la única en la que el hombre ha sido tan amado como para
salvarse gratuitamente.
Pero lo que creemos en el corazón debe hacerse visible en nuestra vida. El
hombre de nuestros días tiene que ver con sus ojos que ese hombre nuevo ya
existe, que lo tiene a su lado y que es su compañero de camino. El
cristianismo no es una doctrina ni una ideología, sino un mensaje de
salvación que compromete, por igual y por entero, al anunciador y al oyente.

90
Los frutos del paso del Espíritu por la vida de los hombres deberían ser
detectados en la vida de cada día. El espectáculo de hombres y mujeres que
han sido conquistados por el Evangelio y han arriesgado su vida por el Señor
es algo que no debería faltarle nunca al mundo. Eso es lo que los hombres
necesitan ver: testigos del amor y de la entrega a los demás, hombres nuevos
y renovados, abiertos hacia todos. Los santos son los grandes testigos de la
esperanza, porque han creído en las promesas de Dios hasta sus últimas
consecuencias; ellos son los que la hacen visible y audible, los que la
alientan y la alimen~ tan. La Iglesia necesita de santos y santas para ofrecer
al mundo lo que lleva en su seno. La vida de cada uno de los cristianos
debería manifestar el esplendor de la gloria que se refleja en su rostro. ¿Qué
sería del mundo si todos los miembros del pueblo de Dios fuéramos
realmente santos? Si la Iglesia viviera el Evangelio, el mundo estaría bañado
por una luz divina que lo envolvería por entero. Eso es lo que todos deberían
ver: vidas santas, vidas cambiadas, vidas provocativas, vidas atractivas.
Alguien lo ha formulado de una manera fantástica: «Lo que tú eres habla tan
alto, que no puedo oír lo que tú dices». La vida de los fieles cristianos
debería inspirar una esperanza infinita en todos los hombres. Si nuestra vida
brillase así, no sería necesario exponer la doctrina: los ejemplos tendrían la
elocuencia de las palabras. Si la vida cristiana brillara en todo su esplendor,
no sería muy necesaria la predicación. La vida es la palabra que penetra
hasta las profundidades del alma. Gandhi decía de sí mismo: «Yo debería
pasar sin ninguna predicación. Una rosa no necesita hablar, simplemente
esparce su fragancia. La fragancia es su sermón».
Pero, ¿cómo podemos hacer de nuestras vidas maltre~ chas una semilla de
esperanza para los demás? No sabría responder a esa pregunta, pero nosotros
creemos en el Dios de lo imposible y en la posibilidad de recomenzar cada
día; creemos que el hombre es bueno y que puede ser mejor todavía;
creemos que el proyecto de Dios sobre él se va haciendo realidad y que el
Reino avanza cada día un poco, aunque sólo sean unos centímetros; creemos
que el mal y la muerte se van retirando y que es posible que todos los
hombres podamos formar algún día una gran familia, en la que el amor
venza al odio, y la injusticia y la opresión sean erradicadas, y que los dé~
bi(es y los encorvados puedan levantar su cabeza, y que los hambrientos
puedan saciar su hambre, y que el Reino vaya creciendo como un árbol
grande, bajo cuyas ramas puedan cobijarse todos los pueblos.
Sin embargo, las deficiencias y los errores de la Iglesia han sido numerosos
y graves a lo largo de los siglos. Los pecados de sus miembros la han
convertido en una piedra de tropiezo. «Hay que aplastar a la Infame», decía
Voltaire. La Iglesia está llamada a ser fuente de esperanza, pero se ha

91
convertido, con frecuencia, en motivo de desesperanza y de confusión. Lo
que está en juego aquí es algo muy profundo: la humanidad de la iglesia. En
efecto, la iglesia no está sólo constituida por Dios, por Jesús y por su
Espíritu, sino por hombres. No es solamente invisible, sino visible, es decir,
una realidad histórica que vive y sigue la suerte de todo lo humano. A todos
nos gustaría una Iglesia limpia y pura, pero está compuesta por ti y por mí,
que no somos ni puros ni limpios, y por todos los que la juzgan desde fuera,
como si ellos no fueran hombres. Cada uno aportamos a ella nuestra
impotencia y nuestro pecado. La Iglesia no es la congregación de los puros y
de los santos, sino de los que tenemos necesidad de perdón. Está formada
por hombres y llevada por hombres. Pero, seguramente, el mal que hay en la
iglesia se encuentra balanceado por tanto bien como hay en ella. Tal vez no
haya ninguna otra institución que sea tan consciente de sus faltas y de la
necesidad de su propia renovación. Pero, a pesar de los pesares, no ha
cesado nunca de anunciar que el Resucitado es la verdadera esperanza para
el hombre. I.a Iglesia ha sido, a pesar de sus manchas y arrugas, el hogar de
los que esperan y la pregonera de esperanza para el mundo entero'.
La iglesia está ahí. Es un fenómeno sociológicamente visible. Lleva
existiendo casi dos mil años y ha pasado por todas las vicisitudes: ha sido
atacada furiosamente y ha cometido innumerables barbaridades; ha servido a
los grandes y se ha vendido a los poderosos. Pero ha gritado, como nadie, en
favor de los hombres y de los derechos de Dios. Atacada justa e
injustamente, justa e injustamente vilipendiada, la Iglesia sigue estando en
su puesto. Los falsos profetas del fin del cristianismo han pronunciado
muchas veces la elegía sobre ella, pero la iglesia está más viva que nunca, tal
vez más pura que nunca. Su existencia es un puro milagro de la gracia de
Dios. Los hombres hemos hecho casi todo lo posible por destruirla: los de
fuera, con sus ataques; los de dentro, con nuestro pecado y debilidad. Pero la
iglesia sigue produciendo frutos magníficos de santidad. Y su presencia llena
de esperanza al mundo. Porque ella es la única que, con su palabra, sigue
anunciando un final feliz para la caravana humana y un futuro infinitamente
mejor que el presente. Sólo ella proclama que el Resucitado nos ha
conseguido la victoria final. Ni todas las estupideces de los creyentes ni
todos los ataques procedentes del exterior lograrán eclipsar esa luz que brilla
sobre el mundo. Si la Iglesia se alejara del mundo, sería infiel a su misión de
sembrar la esperanza en el corazón de los hombres.

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2. La Iglesia, comprometida en su esperanza

¿Cómo testimoniar nuestra esperanza? ¿Cómo ser testigos de todo aquello


que creemos y esperamos? ¿Cómo compartir nuestra esperanza con los
hombres que viven alejados de Jesús, con los que no le conocen y nunca han
oído hablar de él? ¿Cómo podemos sembrar en el mundo entero la esperanza
cristiana? ¿Cómo aprender nosotros mismos a esperar?
La Iglesia está animada por una esperanza ilimitada en la presencia y en la
acción de Dios. Pero a fuerza de hablar del cielo, nos hemos olvidado que
esta es la tierra de Dios, la tierra en la que él vivió y murió, la que él quiere
transformar en una tierra nueva, donde la justicia y la paz se besen. En la
historia de la iglesia se han producido reacciones de fuga y de huida, de tal
manera que se ha dicho que «el cristianismo anestesia el corazón y las
manos para hacer frente a todas las necesidades de este mundo».
Ya desde el siglo III, muchos cristianos se dedicaron a una vida
contemplativa, lejos del mundo. Con la llegada del emperador Constantino,
a comienzos del siglo IV, la Iglesia se estableció en el seno de la sociedad
romana y llegó hasta las altas esferas. El cristianismo dejó de ser perseguido
para convertirse en la religión oficial del Imperio romano, y la iglesia
comenzó a instalarse. Pero muchos fieles cristianos reaccionaron contra esa
instalación. La aparición de los monjes fue una novedad en la vida de la
iglesia. La palabra monje procede del latín monacus, que significa solo,
solitario. Los monjes se retiraron a vivir a la soledad, al desierto o hacia una
montaña, e incluso cuando vivían juntos lo hacían alejados de la gente. El
monje dejaba su familia, sus bienes y su tierra, para consagrarse por entero
al Señor. La soledad y el desprecio del mundo fueron elogiados sin cesar.
San Gregorio Magno definió a los monjes como los separati, es decir, los
que vivían fuera del mundo, los que vivían en esta tierra, pero como si
vivieran ya en el cielo'. Poco a poco se propagó la idea del monje
peregrinante, sin morada estable, siempre viajando y viviendo de limosna.
La pequeña celda de su monasterio le recordaba que era un extranjero y que
no poseía un espacio propio. El monje estaba dispuesto a vivir aquí sin
patria, porque esperaba la verdadera patria que es el cielo. Así se
convirtieron en los testigos por excelencia de la ciudad de Dios, los que
hacían volver los ojos de todos los hombres hacia el cielo, los que apuntaban
con sus dedos hacia la patria definitiva.
Pero la espera del cielo oscureció la realidad de la tierra. Las realidades
terrenas fueron minusvaloradas y despreciadas. Se produjo una huida de este
mundo, como si fuera algo despreciable en comparación con el mundo de

93
arriba. De hecho, en algunas oraciones de la iglesia ha quedado reflejada esa
postura frente a la tierra. En la Salve, por ejemplo, decimos: «A ti llamamos
los desterrados hijos de Eva, a ti suspiramos, gimiendo y llorando, en este
valle de lágrimas...». La tierra sería para nosotros como un destierro, donde
gemimos y lloramos, de donde esperamos salir cuanto antes, porque no es
nuestra casa natural.
En la tradición cristiana ha habido muchas cosas humanas que han sido
despreciadas o pasadas por alto. La Iglesia no ha sido nunca maniquea, pero
una especie de maniqueísmo se ha apoderado de la cultura cristiana. Todo lo
que se refiere al sexo se ha mirado con malos ojos. Una sola mirada o un
pensamiento deshonesto podían costar al hombre la condenación eterna. El
cuerpo era un mal compañero de existencia, a quien había que dominar,
porque era un instrumento al servicio del pecado. De una manera u otra,
todos hemos sido amenazados con el temor del fuego eterno y se nos ha
enseñado a percibir las cosas de la tierra como malas, o al menos como
peligrosas, en comparación con la ciudad celestial. Eso es algo que no
podemos ocultar ni callar. La vida era considerada como el tiempo de la
prueba y de la tentación. Sólo existía el reino de Dios en el futuro. La
enseñanza sobre el cielo degeneró en una serie de visiones terroríficas y
angustiosas sobre el infierno para intimidar a los hombres, sobre todo a los
pecadores, y para hacerlos entrar en razón.
No es extraño que el cristianismo haya sido atacado despiadadamente por
muchos pensadores de los últimos siglos. Sus críticas han causado mucho
dolor en el alma cristiana, pero nos han obligado a repensar el verdadero
sentido de la esperanza. Freud, por ejemplo, concibió la religión en términos
de una antítesis entre esta vida y la vida futura, entre la vida sobre la tierra y
la vida celestial. La técnica de la religión, dice, consiste «en rebajar el valor
de la vida» en este mundo; por eso, se quejó amar~ gamente de la poca
estima que la doctrina cristiana tenía a la vida terrena. Según Feuerbach, la
fantasía humana creó un mundo sobrenatural, pero el hombre tiene que
volver a la realidad. «El objeto de mis conferencias y mis libros es
transformar a los teólogos en antropólogos, a los amantes de Dios en
amantes de los hombres, a los defensores del mundo futuro en miembros de
este mundo, a los lacayos religiosos y políticos de los monarcas y señores
celestiales y terrenales en ciudadanos libres y responsables de la tierra».
Nietzsche afirmó que el hombre puede ser fiel al cielo o a la tierra, pero no a
los dos. «Os conjuro, hermanos, a que os mantengáis fieles a la tierra, y no
creáis a quienes os hablan de esperanzas supraterrestres... Desprecian la
vida, atrofiando y envenenando a los hombres a quienes la tierra parece
fastidiosa, ¡que se vayan, pues! En otro tiempo la blasfemia contra Dios era

94
la mayor blasfemia, pero Dios murió... La blasfemia contra la tierra es ahora
la más terrible ofensa...». «El cielo fue descubierto por aquellos a quienes la
tierra no les ofrecía nada más... ¡Qué gloriosa religión la que ayudó a la raza
humana dolorida, derramando en su cáliz amargo algunas gotas dulces,
soporíferas, el opio espiritual, unas gotas de amor, esperanza y fe!»
(Heinrich Heine). «No sois ciudadanos leales de esta tierra, la organización
del mundo no os interesa, el cristianismo ha desvirilizado al hombre, le ha
quitado la esperanza humana, le ha hecho un extraño a la tierra, un fugitivo
en busca de otro mundo». «Si no les gusta este mundo, que se vayan, que se
vayan». «El cristiano es extranjero al trabajo de la tierra; su conversación
está en los cielos; ahora, bien, cuando se sitúa el centro de la vida en el más
allá, se quita a esta vida el centro de gravedad, la vida pierde su finalidad allí
donde comienza el reino de Dios». Karl Marx se quejó amargamente de la
inoperancia social del cristianismo y de su incapacidad para transformar al
mundo. El cristianismo, dijo, lleva ya más de 1.800 años en la historia. Ha
tenido tiempo para cambiar el mundo, pero no ha hecho nada por él: justificó
la esclavitud en la antigüedad y la servidumbre en la Edad media; sólo ha
tenido ojos para un cielo vacío y no se ha preocupado de la tierra. La sangre
ha salpicado al mundo y las injusticias han sido escandalosas, pero el
cristianismo no sólo no se ha enterado, sino que se ha montado en el carro
del poder, apoyando a las clases poderosas contra las humildes,
abandonando a los pobres de la tierra. El cristianismo lleva dos mil años
proclamando el reino de Dios y exhortando al amor, pero el odio y la
violencia siguen llenando la tierra. ¿Qué ha conseguido después de tantos
años? ¿Ha dado algún paso hacia delante el reino de Dios? ¿Lo ha notado el
mundo? El cristianismo se ha refugiado en sí mismo y se ha quedado en
nada. Su fracaso parece evidente'.
La realidad es que, durante muchos siglos, el cristia~ nismo no se ha
presentado como un impulso para luchar por un mundo más fraterno, sino
como una preocupación angustiosa por la salvación personal. No ha centrado
su interés en las realidades de este mundo, sino en el mundo del más allá. La
Iglesia no ha estado preocupada por los pobres y los humildes, sino
encerrada dentro de su propia fortaleza. La esperanza cristiana parecía una
evasión de la tierra hacia el cielo. Pero, ¿cómo puede vivir tranquilamente la
Iglesia de Jesús con su mirada y su esperanza puesta en el más allá, mientras
vive en un mundo cargado de injusticias y de guerras, de dolor y de miseria,
de pobreza y de hambre? ¿Cómo conciliar la promesa de un cielo feliz
después de la muerte con la violación de los derechos de los pobres?
Nuestra esperanza ha sido desfigurada y empobrecida. Muchos cristianos
han pensado que este mundo está destinado a la nada y que no vale la pena

95
esfuerzo alguno por eternizar algo que se muere sin remedio. Lo único que
cuenta es el Reino que viene de lo alto. La verdadera vida está allí. Todo lo
demás es pasajero. Un catecismo del siglo XVIII hacía la siguiente pregunta:
«¿Qué debemos tener por relación al mundo?». Y la respuesta era: «Un
horror profundo». Eso es lo que ha provocado esa cascada de acusaciones
contra la Iglesia. La esperanza se ha asociado con el más allá, como si el más
acá no importara nada o casi nada, como si la vida no valiera la pena, como
si fuéramos enemigos de la tierra. El marxismo no ha hecho más que recoger
la antorcha que nosotros hemos dejado caer en la tierra y se ha quedado con
los hombres a quienes nosotros no hemos sido capaces de llenar de ilusión y
de esperanza. «Tal vez sea cierto -dice ]. M. Cabodevilla- que el comunismo
no habría existido si la iglesia católica se hubiese dedicado a desentrañar las
palabras de Jesús: "Vende cuanto tienes y dalo a los pobres", las mismas
energías que ha consagrado a estudiar aquel otro texto: "Tú eres Pedro y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia". Tal vez el marxismo ha sido el
castigo por nuestra ausencia».
Pero estamos aprendiendo, por fin, a contemplar y a vivir todas las cosas de
esta tierra como realidades que tienen sentido en el plan divino de la
creación y de la salvación. Si, por una parte, Karl Barth afirmó que «el
cristianismo que en su integridad no sea totalmente escatología, en absoluto
tiene nada que ver con Cristo»; por otra, el concilio Vaticano 11 ha afirmado
sin cesar que «la esperanza escatológica no merma la importancia de las
tareas temporales, sino que más bien apoya su cumplimiento en nuevos
motivos» (Gaudiurn et spes, 20). «El mensaje cristiano no aparta a los
hombres de la edificación del mundo, ni los lleva a despreocuparse del bien
de la humanidad, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo»
(Gaudium et spes, 34). «Se apartan de la verdad quienes, sabiendo que no
tenemos aquí una ciudad permanente, pues buscamos la futura, juzguen que
por tanto pueden desdeñar sus obligaciones terrestres, sin percatarse de que
por su misma fe están más obligados a cumplirlas» (Gaudium et spes, 43).
«Los cristianos, peregrinantes hacia la ciudad celeste, han de buscar y gustar
las cosas de arriba; lo que en nada disminuye, antes por el contrario
incrementa, la importancia de su misión de trabajar junto con todos los
hombres para la edificación de un mundo más humano» (Gaudium et spes,
57). «La espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar
la preocupación de perfeccionar esta tierra donde crece el cuerpo de la nueva
familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del
siglo nuevo». La esperanza en la meta final «ofrece al cristiano motivaciones
sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la
realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios»s.

96
La atención prestada al mundo y al futuro de los hombres ha abierto una vía
de diálogo con toda la familia humana. Pero, ¿cómo hemos podido olvidar
un rasgo tan irrenunciable de nuestra fe y de nuestra esperanza? ¿Cómo
hemos podido considerar la fe y la esperanza como una fuga del mundo?
Agradecemos a los maestros de la sospecha que nos hayan hecho descubrir
lo más auténtico de nuestra esperanza y que nos hayan obligado a
desempolvarla para poder presentarla limpia ante todos los hombres.
Aceptamos de la manera más sencilla esa crítica, porque hemos leído mal el
evangelio y, con frecuencia, sólo hemos tenido ojos para el cielo y nos
hemos olvidado de los hombres y de sus problemas. Pero tenemos que
confesar que esa fuga del mundo no ha sido resultado de nuestra esperanza,
sino de nuestra propia torpeza, porque Jesús nos llevó a Dios como Padre y a
los hombres como hermanos. La esperanza cristiana no es un mal, sino una
fuerza que anima la vida, vence a la muerte y abre a la plenitud al hombre.
En medio de un mundo dividido entre las espe~ ranzas de un reino en la
tierra y la desesperanza total, brilla la luz de la verdadera esperanza de los
que creen en Jesús.

3. Esperanza y acción temporal

Pero, ¿es el cristianismo extraño al mundo? ¿Es el mundo extraño al


cristianismo? ¿Es compatible la gratuidad del Reino con el compromiso a
favor de todos los hombres? ¿O acaso se oponen cielo y tierra, reino de Dios
y tierra de los hombres? Nuestra fe y nuestra esperanza, ¿nos dejarán
impasibles frente a nuestros hermanos y sus sufrimientos? ¿Qué mundo
podemos construir si Dios no aparece por ninguna parte? ¿Cómo
compaginar esperanza y compromiso?
Los cristianos no caminamos en solitario, sino unidos codo con codo con
todos los hombres. Sus gozos son nuestros gozos, sus penas son nuestras
penas. No podemos abandonarlos ni olvidarlos. Formamos parte de la misma
caravana. Somos hijos de Dios y, por consiguiente, hermanos. Amamos la
vida y nos gusta esta tierra. Es verdad que el panorama del mundo, azotado y
destrozado por el hambre y las guerras, no es lo más agradable que podemos
contemplar, pero la causa del hombre no está perdida. No sólo no está
perdida, sino que está en una situación de esperanza maravillosa. Para
nosotros no existe más mundo que este: en él tenemos que estar presentes y
llenarlo de esperanza. No podemos renunciar al compromiso de hacer que la
tierra sea habitable para todos los hijos de Dios, que reine la paz y que nadie
sea atropellado, que se respete la vida, los derechos y la dignidad de todos y
de cada uno de los seres humanos, hombres y mujeres, ancianos y niños, de

97
cualquier raza y lugar, color y religión. Los cristianos tenemos que entrar en
el mundo como un fermento de esperanza para todos, porque nuestro trabajo
responde al proyecto creador de Dios. La esperanza no sólo nos hace mirar
hacia el cielo, sino también hacia la tierra. Los hombres no son unos
extraños, sino los miembros de nuestra familia. No podemos desentendernos
de sus problemas e inquietudes: su dolor es nuestro dolor y su hambre es
nuestra hambre. La esperanza es una pasión por hacer posible lo que parece
imposible: un mundo donde todos podamos vivir como hermanos, unidos en
el amor, un amor que se dirige a unos y a otros, a estos y a aquellos, a los
blancos y a los negros, a los sanos y a los enfermos, a los buenos y a los
malos, a los altos y a los bajos, a los creyentes y a los no creyentes, a los que
piensan como yo y a los que piensan distinto, a los amigos y a los enemigos.
Esa es la revolución del amor. Los que han combatido al cristianismo no se
han percatado de que la esperanza cristiana, a pesar de sus fallos, no es un
tranquilizante, sino un detonante. La esperanza nos mete en el corazón
mismo del mundo. «Dondequiera que se decida la suerte de los hombres, en
los grandes parlamentos o en los pequeños círculos, allí tenemos que estar
para hacer presente al único Salvador; dondequiera
que se pueda dar un paso por la causa de los pobres, por quebrar los cerrojos
y abrir las cárceles, por dar la libertad a los oprimidos y pan a los
hambrientos y esperanza a los desesperanzados; allí donde haya que acallar
el ruido o el estruendo de las armas y hacer resonar un canto de esperanza,
allí donde pueda florecer la vida, allí tenemos que estar»". Creemos en el
más allá, pero tenemos los ojos abiertos hacia los que viven a nuestro lado.
No nos sentiremos plenamente felices mientras muchos de nuestros
hermanos sufran toda clase de injusticias, estén perseguidos o sean
despreciados o asesinados por los poderosos de este mundo. En nombre de
Dios y en su nombre levantamos nuestra voz para ser oídos en medio del
ruido que hace el dinero al caer sobre las mesas, y de las máquinas que no
cesan de crear injusticias. Esperamos en el amor, no en el odio; en la alegría,
no en la tristeza; en la vida, no en la muerte; en la gracia, no en el pecado.
Esperamos que el reino de Dios avance victoriosamente por toda la tierra y
que vaya ganando el corazón de todos los hombres. A pesar de lo que
nuestros ojos ven, no dejaremos que la esperanza se turbe ni se nos vaya del
alma.
La relación con Dios no puede construirse con el desprecio a los hombres,
porque estamos comprometidos los unos con los otros. La salvación no es
algo que acontece entre Él y yo, sino algo que afecta al género humano por
entero. Se puede acusar a los cristianos de vivir una esperanza pasiva, pero
no al cristianismo. El Señor no nos mandó huir de la tierra, sino dominarla y

98
transformarla. En todo caso, la esperanza cristiana proporciona fundamentos
más sólidos a la acción social y una esperanza mayor a este mundo que el
marxismo, porque para el cristianismo el hombre tiene un valor
infinitamente mayor. En relación con Dios es hijo; en relación con los
hombres es hermano. Por eso, nuestra esperanza no puede apartarnos de los
hombres ni de las tareas de la tierra, sino que es una fuente de solidaridad sin
fin. No deberíamos poder vivir tranquilos sabiendo que millones de
hermanos nuestros sufren y padecen tantas necesidades. Agradezco de
corazón que nos critiquen y nos sacudan de nuestra comodidad cuando no
seamos consecuentes con lo que creemos, es decir, cuando creemos una cosa
y hacemos otra. El cristianismo debería ser el primero en luchar contra todas
las condiciones que hacen al hombre un ser degradado.
No podemos admitir que esta tierra se convierta en una jungla donde el
hombre sea un lobo para el hombre, ni donde la ley del más fuerte sea la
mejor, si no la única. En nombre de nuestra esperanza en el Resucitado no
podemos tolerar que el hombre sea maltratado por los poderosos, ni que sea
despreciado por su raza, por su color o por su religión, porque todos somos
iguales, hijos del mismo Padre. El cristianismo es lo que Jesús quiso que
fuera, y no lo que nosotros, sus pobres discípulos, hemos hecho de él.
Resulta estremecedor considerar cómo de unas premisas tan poderosas
hemos sacado unas conclusiones tan pobres. La esperanza del Reino que
viene nos urge a meternos en el corazón de este mundo. El cielo comienza
ya en la tierra. Esta es la tierra que el Señor ama, estos son los hombres que
Él ha venido a salvar. Por eso, nadie puede obligarnos a elegir entre el cielo
y la tierra, porque nos quedamos con los dos. Tenemos que aprender, de una
vez para siempre, a armonizar lo humano con lo divino, el más acá con el
más allá, la esperanza terrena y la esperanza ultraterrena, la responsabilidad
histórica y la gratuidad de la salvación. La postura cristiana es muy clara:
«Ni mirar sólo a Dios, olvidándonos de la tierra; ni mirar sólo a la tierra,
olvidándonos de Dios. Hay que mirar a Dios y a los hombres. Si se pone el
acento sólo en el más allá, corremos el riesgo de dejar tirados en el camino a
la mayoría de nuestros hermanos, pero si ponemos los ojos sólo en esta tierra
entonces perdemos la perspectiva del más allá, y dejamos de ser caminantes
para construir un reino en la tierra. Pero en la misma medida en que nos
sentimos amados y salvados, sentimos el deseo de amar y salvar a todos los
hombres. La fe en la resurrección no es alienante, sino estimulante, porque
supone el triunfo sobre todas las fuerzas del mal»8. Por eso, seguimos
esperando que un día todo sea mejor y que el reino de Dios vaya avanzando
hasta transformar por completo a la creación entera.
Existe, de hecho, una tensión entre la esperanza cristiana y las expectativas

99
humanas. Jesús anunció el reino de Dios, pero no en una tierra sin cielo; no
vino a traer el pan para saciar el hambre de los hombres por unos días, sino
el pan de la vida eterna; no vino a darnos la esperanza de una vida más larga
y mejor, sino de una vida infinita; no vino a quitar unos dolores, sino a
darnos la salud que no se pierde, la vida que no pasa, el amor que no se
acaba. Muchos ponen su esperanza en los éxitos científicos, pero la ciencia
no puede dar la felicidad ni destruir la muerte. La medicina ha cosechado
éxitos espectaculares, pero vivir unos años más o menos no puede satisfacer
plenamente al hombre si sabe que tiene que morir. Los científicos podrán
construir un mundo más sano y más hermoso, pero nunca podrán darnos
razones para aceptar el mal, el pecado y la enfermedad. Todas las
esperanzas, por más bellas que sean, se estrellan ante la realidad de la
muerte. Y si no hay nada que esperar más allá de la muerte, todo resulta
poco para las ansias del hombre. Si eliminamos la esperanza de un más allá,
entonces amputamos al hombre lo mejor de su destino y lo reducimos a
polvo y ceniza. Sólo la esperanza cristiana, que no se apoya en nosotros ni
sobre nosotros, es capaz de llevarnos hacia el Bien infinito. La esperanza de
una vida más allá de esta es algo irrenunciable en el cristianismo. Si se
eliminara esa esperanza del corazón del hombre mutilaríamos lo mejor de su
existencia y caeríamos en la desesperanza más absoluta.
La tierra nos gusta, pero no es el fin de nuestra existencia; nos sentimos bien
en nuestra ciudad terrestre, pero Jesús nos urge a seguirle más allá; él está en
este mundo y en estos hombres, pero la vida que nos ha prometido no puede
dárnosla en plenitud en esta tierra. Por eso, aspiramos, suspiramos y
esperamos por esa tierra en la que un día nos encontraremos con él cara a
cara por toda la eternidad.

4. Esperanza encarnada en signos concretos

No podemos conformarnos con palabras y afirmaciones generales, sino que


hay que aportar pruebas a favor de nuestra esperanza en Dios. Lo que
decimos y lo que esperamos debe ser visto y comprobado. Porque lo que
está en tela de juicio es la fuerza del cristianismo para hacerse presente en el
mundo y para transformarlo. Lo que los hombres desean contemplar no son
convicciones subjetivas, sino realizaciones concretas y puntos de apoyo para
afirmar que la salvación prometida a todos no es sólo una promesa para el
más allá, sino una realidad en el más acá; signos visibles de que el reino de
Dios avanza, aunque sea lentamente, y que va conquistando el corazón de
los hombres.

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4. 1. Las curaciones, signo de la llegada del Reino

Los cristianos vivimos la esperanza en el seguimiento de Jesús, que «pasó


haciendo el bien y curando a los oprimidos porque Dios estaba con él» (He
10,38). Sus curaciones y milagros fueron un signo de la llegada del Reino.
Los evangelistas resumieron su actividad con estas palabras: «Recorría Jesús
toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la buena nueva del
Reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mt 4,23;
9,35; Mc 1,39; Lc 6,17-19). «Él tomó nuestras flaquezas y cargó con
nuestras enfermedades» (Mt 8,17). «El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena
Nueva, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para
dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc
4,18~ 19). « Id y anunciad a Juan lo que oís y lo que veis: los ciegos ven, los
cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos
resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Lc 7,22).
Jesús anunció la llegada del reino de Dios con palabras y con hechos;
hablaba de Dios y curaba a los enfermos. Su palabra entraba por los oídos,
sus signos por los ojos. No eran sólo palabras, sino palabras poderosas. San
Marcos dedicó 209 versículos, sobre un total de unos 660, a narrar milagros
de Jesús. La curación de los enfermos ocupó un lugar muy importante en su
ministerio, de tal manera que si elimináramos de los evangelios los milagros
de sanación, los mutilaríamos por completo. Un hombre tan poco
sospechoso como A. Harnack, dijo: «No es posible eliminar los milagros del
evangelio sin destruirlo hasta la base».
Pero Jesús no vino a mostrarnos su poder, sino a proclamar la salvación de
los hombres. Los milagros fueron los signos sensibles y visibles que
presentó para mostrar que el Reino había llegado: «Si expulso a los
demonios por el dedo de Dios, es que el Reino ha llegado a vosotros» (Lc
11,20; Mt 12,19). Un Reino ha suplantado a otro reino, un Rey a otro rey, el
más Fuerte ha vencido al Fuerte, Dios a los que se oponen a la salvación de
los hombres, planeada desde toda la eternidad. La presen~ cia del dedo de
Dios o del Espíritu de Dios lo dice todo: la enfermedad es vencida, el pecado
perdonado, la muerte huye ante la llegada de la vida. Los milagros son, dijo
santo Tomás, el sello que el Rey puso a su mensaje. Pero lo importante no
fue el sello, sino lo que se ocultaba detrás de él. Más allá de la curación de
los cojos y de los ciegos, de los paralíticos y de los leprosos, estaba el Señor
de la gracia y del perdón, de la enfermedad y de la muerte. Los milagros no
trataban de provocar el asombro y la admiración, sino mostrar el rostro
amable y salvador de Dios. El Reino había llegado y con él el fin de todos

101
los males que afectan al corazón y a la vida de los hombres. Una fuerza
divina bondadosa y misericordiosa había entrado en acción, dando signos de
que el mal y la enfermedad, el pecado y la muerte no tendrían la última
palabra sobre el hombre.
Jesús asoció a sus discípulos a su misión sanadora, concediéndoles poder de
curar a los enfermos: «Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre
los espíritus inmundos para expulsarlos, y para sanar toda enfermedad y toda
dolencia» (Mt 10,1). «Id proclamando que el reino de los cielos está cerca.
Sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios»
(Mt 10,7-8). «Los envió a proclamar el reino de Dios y a sanar» (Lc 9,2).
«Curad los enfermos que haya en la ciudad y decidles: el reino de Dios está
cerca de vosotros» (Lc 10,9). «Y yéndose de allí, predicaban que se
convirtieran; expulsaban a muchos demonios y ungían con aceite a muchos
enfermos y los curaban» (Mc 6,12-13). «Estas son las señales que
acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán
en lenguas nuevas, tomarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno
no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán
bien» (Mc 16,17-18)...
La Iglesia continuó la obra de Jesús. El anuncio del Reino fue acompañado
de signos y de sanaciones hechas sobre los enfermos. El libro de los Hechos
narra algunas curaciones realizadas por los apóstoles (3,1-10; 9,32-35; 9,36-
43; 14,8-10; 28,8), y hace alusiones a curaciones en general: «Por manos de
los apóstoles se realizaban muchas señales y prodigios en el pueblo... hasta
tal punto que incluso sacaban a los enfermos a las plazas y los colocaban en
lechos y camillas, para que al pasar Pedro, siquiera su sombra cubriese a
alguno de ellos. También acudía la multitud de las ciudades vecinas a
Jerusalén trayendo enfermos y atormentados por espíritus inmundos; y todos
eran curados» (He 5,12.15-16; 8,7, etc). Muchos cristianos de la primera
hora debieron de gozar del carisma de curación o de sanación. Se diría que
se trataba de un don ordinario al servicio de los enfermos, con el que se
contribuía a la edificación de la comunidad (1 Cor
12,9-10.28-30).
¡Sanad a los enfermos! Esa es una de las tareas más preciosas que la Iglesia
ha recibido del Señor. Porque creemos en su presencia en medio de nosotros,
creemos que sigue siendo médico y medicina para todos. Por eso, el don de
curación o de sanación debería ser del todo normal en la iglesia de nuestros
días. No fue sólo una promesa para las primeras generaciones, sino también
para todas las venideras. ¿Por qué hemos dejado caer en el olvido este
carisma? ¿Por qué nuestra palabra no va acompañada de signos? La promesa
del Señor es una orden para nosotros: «Sanad enfermos, limpiad leprosos,

102
expulsad demonios, resucitad muertos». La sanación es una misión que el
Señor nos ha confiado. No es algo optativo, sino algo que hay que hacer. Es
verdad que las curaciones pueden alimentar el gusto por lo espectacular y lo
llamativo, pero también es verdad que la proclamación de la palabra, sin la
fuerza de los signos, puede quedarse en meras ideas religiosas. Los milagros,
en cuanto tal, no tienen mucha entidad, pero son una señal o un signo del
paso de Dios entre nosotros. La curación es siempre algo pasajero, pero el
Reino hacia el que remite es de siempre y para siempre. El carisma de
sanación tiene la misión de anunciar la llegada del reino de Dios a la tierra,
la de fortificar la fe de la comunidad y la de abrir los ojos de todos hacia el
Médico divino que ha cargado con todas nuestras dolencias.
La predicación del Evangelio se ha limitado prácticamente a la palabra.
Hemos llenado el mundo de ideas religiosas, de exhortaciones y de consejos.
Hemos hablado sobre Dios y sobre Jesús, pero no hemos hablado desde él.
Los signos no han acompañado a nuestra palabra, por eso se ha quedado, con
mucha frecuencia, en meras ideas. Pero la acción debería estar unida a la
proclamación, porque Dios dice y hace, anuncia y realiza. La Iglesia tiene la
promesa de una palabra poderosa, que puede meter por los ojos y por los
oídos la llegada del Reino. Porque la presencia de esos signos nos abren a la
esperanza de un mundo en el que la enfermedad será vencida, el pecado
perdonado y la muerte derrotada para siempre. Así es como la iglesia se hace
creíble y como puede convertirse en una fuente inagotable de esperanza. Si
no podemos mostrar en nuestros gestos algunos de los signos de la llegada
del Reino, ¿cómo hablar de él?, ¿cómo hacerlo entender?, ¿cómo hacerlo
desear?
Pero no se trata sólo de hacer algunos signos llamativos, sino también de
poner signos sencillos que calen hasta el fondo del alma de todos. Entre los
más signi~ ficativos y visibles para la mayoría de los hombres, el P
Felicísimo Martínez señala los siguientes: mirar al mundo con optimismo y
con misericordia, la fuerza de la palabra, la fuerza de la comunidad, la lucha
por la justicia y la solidaridad, la celebración y la fiesta. Esos signos
deberían hacerse presentes entre nosotros, porque si no nos entran por los
ojos la esperanza tiende a desaparecer en una noche oscura'.

4.2. Mirar al mundo con optimismo, con amor y compasión

Una de las primeras tareas de los cristianos de hoy para avivar la esperanza
consiste en mirar al mundo y a la humnanidad con optimismo y aprender a
ver el lado positivo de tantas cosas buenas como hay en él. Lo que queremos

103
decir es muy sencillo. El problema del mal es algo que nos inquieta y
desazona, pero seguimos creyendo que la creación es buena y muy buena.
La existencia del mal en el mundo no puede terminar con nuestra esperanza,
porque Dios ha puesto en marcha una historia de salvación. Lo que sucede
es que los hombres nos hemos hecho expertos en contemplar la vida desde
los ángulos más tenebrosos. Cada día nos levantamos con el anuncio de
noticias desagradables. Sólo oímos hablar de accidentes, de guerras y
asesinatos, de corrupción y de injusticias. Tenemos la impresión de que todo
va mal y de que el mundo está poblado sólo por hombres corrompidos. Pero
los que creemos en el Resucitado no podemos perder la esperanza y
seguimos apostando por el futuro de esta gran caravana humana que, a
trancas y barrancas, marcha hacia la tierra de la promesa, guiada por el
Señor. Unos ojos limpios, como ya hemos visto, pueden descubrir los signos
de esperanza que iluminan este mundo. La fe cristiana profesa que la última
palabra de esta historia no será la muerte, sino la vida; no la condenación,
sino la salvación. Ese será el triunfo final de nuestra esperanza.
Dios, al encarnarse en Jesús, se ha hecho un poco de carne dolorida y
ensangrentada como la nuestra. Sólo ese hecho debería bastarnos para mirar
al mundo con amor. Nada de lo que sucede a los hombres debería
resultarnos extraño ni dejarnos fríos e indiferentes, porque lo que afecta a
cada uno de ellos nos afecta a todos: sus alegrías son mis alegrías y sus
éxitos son mis éxitos, pero su dolor es mi dolor, su sufrimiento es mi
sufrimiento, en mi propia carne sufro la sed y el hambre del mundo entero.
¿Quién dará a la iglesia y a cada uno de nosotros una mirada compasiva
sobre todos los males que afligen a los hijos de los hombres? ¿Quién nos
dará un corazón que sea capaz de compadecerse de todos los que sufren?
Tenemos que aprender a colocarnos en el lugar exacto, es decir, allí donde
están los que sufren, los que tienen hambre y sed, los que padecen violencia
y muerte, injusticias y vejaciones. Nuestras entrañas deberían conmoverse
ante tanto dolor. Sólo una Iglesia volcada sobre los que sufren puede ser una
fuente de esperanza.

4.3. La fuerza de la palabra

La fuerza de la palabra es uno de los signos más preciosos para avivar la


esperanza. Es verdad que la palabra aparece devaluada en la mayoría de los
casos, pero sigue siendo el medio privilegiado de comunicación entre los
hombres. Mientras seamos capaces de dialogar hay esperanza para nosotros.
Pero sólo la palabra de Dios puede generar una esperanza infinita en el
hombre. El Evangelio es una noticia, una buena noticia, una noticia decisiva

104
que nos afecta en el alma y en el cuerpo, ahora y después, en esta vida y en
la otra. Nosotros creemos en esa palabra de Dios que dice y hace, promete y
cumple, anuncia y realiza. Creemos que en Jesús la muerte ha sido vencida y
se ha abierto para nosotros una esperanza ilimitada. Esa es la Palabra que
anunciamos y afortunadamente para nosotros, su eficacia no depende del que
la proclama, sino de aquel de quien procede. Esa Palabra debe transmitirse
en el mundo sin imponerla a nadie, dejando que vaya produciendo con
paciencia su fruto. Esa es la deuda que tenemos contraída con la humanidad.
Tenemos que devolver a los hombres la esperanza perdida, porque nosotros
la hemos recibido del Señor y la tenemos para compartirla, no para guardarla
para nosotros. El anuncio de Jesús, muerto y resucitado, puede llenar de
esperanza a millones de corazones desesperanzados.

4.4. La fuerza de la comunidad

También la fuerza de la amistad y de la comunidad es un signo muy especial


para avivar la esperanza. La vida es una peregrinación y no es posible
hacerla en solitario. Por eso, en esa larga caminata, es tan importante el amor
y la amistad, la familia y la comunidad. Cuando una persona se encuentra
con alguien que le acoge y le escucha, se quita de encima la mitad de sus
pesos y pesares. Deberíamos cultivar los contactos personales en todo
momento: de día y de noche, en la calle y en las casas, en público y en
privado. Afortunadamente, se vuelve a hablar en nuestros días de la «cultura
del corazón». Los movimientos religiosos que han surgido en la Iglesia en
los últimos tiempos están cultivando el calor personal y comunitario. Pero la
mayoría de los cristianos viven todavía su fe aisladamente, porque las
parroquias no les ofrecen acogida y cariño. La Iglesia debería ser un
escaparate donde todos los hombres pudieran contemplar comunidades que
creen, esperan y aman. Es urgente recuperar las relaciones de persona a
persona, donde todos podamos conocernos y amarnos y sentir el calor de
alguien cercano a nosotros. La esperanza renace en el corazón de los que se
sienten amados. Los grupos donde renace la esperanza se convierten en
signos del Reino que avanza. Así, la Iglesia atraería la mirada de todos los
hombres. ¡Ved cómo se aman y se acogen, cómo se aceptan y se perdonan!

4.5. La práctica de la justicia

La práctica de la justicia y de la solidaridad es un signo que se impone a


todos los hombres para avivar la esperanza. La opción por los pobres sigue
siendo el rasgo distintivo de la llegada del reino de Dios. La Iglesia sólo será

105
creíble si se hace presente en el mundo de los desposeídos. El compromiso
con la justicia y los derechos humanos es esencial para que todos puedan ver
la compasión y la misericordia. La iglesia debería ser la vanguardia en la
defensa de los derechos humanos. Los cristianos tenemos que hacernos
presentes en las organizaciones que luchan por la justicia y por la paz. Por
duro que sea oírlo, no es posible ser cristiano y no estar a favor de la causa
de los más desvalidos de la sociedad. Aunque muchos de los esfuerzos que
se están haciendo estén destinados al fracaso, la esperanza cristiana debe
marchar erguida en todo momento, porque, como dice Felicísimo Martínez,
no es «una virtud de luces cortas, sino de deseos largos, que no se deja
atrapar por lo inmediato y que implica paciencia y mirar a lo lejos». El
cristiano no debería resignarse en ningún momento a la injusticia y a la
violación sistemática de los derechos de los pobres, ni ante el hambre de
millones de hombres. Si la esperanza, como ya hemos visto, es inseparable
de le fe, lo es también de la caridad y del amor por los humildes de la tierra.
Cuando los hombres ven que optamos por la misericordia en lugar del juicio,
por la paz en lugar de la violencia, por la justicia en lugar de la injusticia,
por la libertad en lugar de la opresión, por el amor en lugar del odio...,
entonces la esperanza resplandece como el sol en pleno día.
La esperanza tiene que hacernos sensibles a todas las situaciones de
injusticia y de opresión que existen en el mundo, porque nuestros ojos
pueden ver que todavía hay señores y siervos, ricos y pobres, amos y
esclavos, opresores y oprimidos, fuertes y débiles, hombres que disfrutan de
todo y hombres que carecen de todo, hombres oprimidos, sin derechos y sin
dignidad, que no son sólo un poco inferiores a los ángeles, sino muy poco
su~ periores a las bestias. Si permanecemos fríos e insensibles a los gemidos
de los doloridos y al clamor de los más pobres... la esperanza será una
palabra vacía de sentido. El Reino se hace presente en la medida en que los
pobres son evangelizados y consolados. No podemos vivir tranquilos
mientras haya millones de hombres que mueren de hambre y que son
humillados y asesinados. Los cristianos deberíamos sentirnos obligados a
entrar en ese mundo del hambre y del dolor, allí donde viven la mayoría de
nuestros hermanos. Lejos de alienarnos de nuestra misión de transformar el
mundo, la esperanza cristiana nos estimula en la tarea de estar al lado de los
hombres. El fracaso puede rondarnos en cada momento, pero no podemos
abandonar ni al mundo ni a los hombres, precisamente porque esperamos en
el Dios del amor y de la vida.

106
4.6. La celebración y la fiesta

Finalmente, para reavivar la esperanza es necesario recuperar la fiesta y la


celebración. La vida entera nos ofrece muchos motivos de fiesta, pero la
Iglesia tiene que avivar los momentos de encuentro con el Señor, es decir, la
celebración de los sacramentos, del culto, de la liturgia y de la oración. La
celebración de los sacramentos, por ejemplo, debería hacernos saltar de gozo
en el corazón, porque son un encuentro con la vida divina en el bautismo,
con una efusión desbordante de su Espíritu en la confirmación, con Jesús
hecho pan en la eucaristía, con el Padre que nos perdona y abraza en la
penitencia, con el Médico divino que nos conforta y nos sana en la unción,
con el Amor de los amores en el matrimonio, con el Sumo Sacerdote que
consagra el alma de sus sacerdotes y les da poder para bautizar, consagrar y
perdonar. Los que se quieren provocan los encuentros y se gozan en ellos.
Pero la realidad es que apenas se nota la alegría en nuestros rostros cuando
tomamos el cuerpo y la sangre del Señor o recibimos el perdón de los
pecados. Todo es bastante sombrío en nuestras celebraciones, como si ni el
celebrante, ni los que reciben el sacramento, ni los que participan en la
ceremonia se sintieran afectados en su corazón por lo que están haciendo.
Pero la liturgia debería ser la fiesta de un encuentro con Jesús y con los
hermanos, porque si no hay encuentro con él entonces sólo habría ritos y
prácticas, pero todo resultaría vacío. ¿Cómo recuperar el carácter festivo de
la celebración de los sacramentos, que haga saltar de gozo el corazón? La
Iglesia tiene un gran reto por delante. Si quiere reavivar la esperanza de sus
fieles y la de los que nos contemplan, debería llenar de sonrisas nuestros
labios. Así mostraría un rostro brillante y atractivo: el rostro de la alegría y
de la fiesta.
Esos son algunos de los signos que pueden avivar la esperanza de los
hombres. Pero la iglesia, a pesar de tantos fallos, ya ha dado muchos signos
de la llegada del reino de Dios entre nosotros. Nadie ha hecho tanto por los
enfermos a lo largo de los siglos como ella. ¡Cuántas vidas entregadas y
sacrificadas en hospitales y leproserías, cuánto amor derramado a favor de
los pobres, cuánta dedicación a la proclamación de la palabra de Dios! Las
protestas de Marx sólo fueron posibles porque existía el cristianismo y
porque sólo él ha puesto en evidencia el valor de la persona humana y la
preocupación por los pobres y los desvalidos. Ni el comunismo, ni los
maestros de la sospecha ni el progreso han conseguido que los hombres se
amen más, sean más felices y tengan una esperanza dichosa. Cuando todos
han perdido la esperanza, nosotros seguimos marchando alegres en medio de
la oscuridad y continuamos proclamando el triunfo de la vida sobre la

107
muerte. Estamos de parte de Dios y de parte de los hombres. Entre fracasos
y derrotas, Él va haciendo crecer la semilla del amor. Pero el Señor nos
solicita en esa tarea de ir extendiendo su Reino por el mundo, nos llama a un
compromiso por la justicia y por la paz, nos urge al amor por todos los
hombres. Es poco lo que podemos hacer, porque el Reino es obra suya, pero
estamos llamados a hacer ese poco, sembrando la esperanza en el corazón de
todos los hombres. Un día no muy lejano le veremos cara a cara, tal cual es,
sin velos ni enigmas.
La esperanza no es monopolio de los cristianos, pero los cristianos estamos
en mejores condiciones que nadie para mantenerla, porque creemos en la
victoria final de la vida sobre la muerte. Por eso es una esperanza
esperanzada.

CAPÍTULO 6
Vivir de esperanza
Juan Pablo II dijo que «el hombre vive cada vez más en el miedo», porque
se siente amenazado por lo que él mismo ha hecho. El armamento nuclear,
las armas químicas y bacteriológicas y el deterioro del medio ambiente
amenazan a la humanidad con una posible destrucción. Por otra parte, las
utopías de los siglos XVIII-XIX se han pasado. Por eso, si Dios no estuviera
de nuestra parte todo nos conduciría hacia la desesperanza. Pero la niña
esperanza nos sostiene en todo momento, porque nuestro camino no es un
vagabundeo sin sentido, sino que tiene un principio y un fin: hemos salido
de Dios y regresamos a Él. Los cristianos vivimos esperando el encuentro
con el Señor, aunque miles de voces nos digan lo contrario. «La esperanza
no está en los montes», decía san Agustín, sino que se apoya en Dios, en su
palabra y en su promesa, y en la presencia de Jesús resucitado y glorioso en
medio de nosotros. Él es nuestra esperanza encarnada.

1. El riesgo de la esperanza

La esperanza es siempre arriesgada, porque se apoya en una palabra y en una


promesa, es decir, en algo que está oculto a nuestros ojos, en algo que no
vemos y de lo que no podemos disponer. Por eso, pueden aparecer la duda,
la angustia y la desesperanza, e incluso la desesperación. La duda ha sido
llamada «el cáncer de la esperanza», porque introduce en ella la sospecha en
las promesas o en el poder de Dios. ¿Será verdad todo lo que Él ha dicho y
prometido? ¿No será todo un espejismo, aguas no verdaderas, un torrente
engañador? ¿No será todo una mera proyección de nuestros sueños? ¿Existe

108
realmente Dios? ¿Ha resucitado Jesús de entre los muertos? ¿Hay alguna
esperanza más allá de la muerte? ¿Quién nos lo puede asegurar? ¿Quién ha
venido desde el otro mundo para confirmarlo? La fe nos dice que la vida del
hombre no termina a dos metros debajo de la tierra, pero la experiencia nos
asegura que la muerte es el punto final. Esa es la confrontación: la palabra de
Dios contra nuestra experiencia, lo que Dios dice contra lo que nuestros
sentidos contemplan. Hablar de una vida más allá de esta nos parece una
ilusión. En todo caso, todos tenemos un cierto miedo a esperar algo tan
grandioso como lo que la fe cristiana propone. Tenemos la impresión de que
todo eso es «demasiado bueno para ser real». Sen~ timos un cierto vértigo
en la esperanza. ¿Hasta dónde nos puede llevar? ¿Hasta dónde puede
acompañarnos? Por otra parte, tenemos la impresión de que todo sigue igual,
como si Dios hubiera hablado en el vacío, como si no hubiera hecho nada
por nosotros, como si Jesús no hubiera resucitado. ¿En qué ha cambiado el
aspecto de la tierra?
El cansancio del camino puede ser una acechanza continua para nosotros.
Los hombres de la Edad media decían que «el desesperado es el que se
queda sin pies», y así pierde la capacidad para seguir adelante. Pero si hemos
puesto nuestra confianza en el Resucitado, la esperanza no es sólo una virtud
para los momentos en los que todo va bien y la vida presenta su rostro más
amable, sino que florece y se hace fuerte en las noches oscuras, cuando nos
sentimos asaltados por el miedo y la duda, cuando la cruz se hace demasiado
pesada, cuando apenas vemos nada en el claroscuro en el que se desarrolla
nuestra vida. Si uno se deja llevar por la noche oscura puede caer en la
desesperación, es decir, en la desesperanza en estado puro.

2. Esperar cada día

La vida cristiana es una espera del Señor que vino, que viene y que vendrá
de una manera definitiva para darnos una vida sin fin. Esperar cada día es
vivir con las manos tendidas hacia el Señor, «es -dice santo Tomás- aguardar
a Dios solo». El que lo tiene todo, no espera nada. Pero nosotros no
sabríamos vivir sin Él, porque somos unos indigentes. Por eso le esperamos,
en tensa espera, cada día y en cada momento; esperamos a Aquel que ha
ven~ cido a la muerte y puede darnos una vida sin fin. Si sólo tuviéramos
esperanza para esta vida, seríamos unos desgraciados. Pero nosotros hemos
puesto en Él nuestra esperanza. Por eso, la esperanza nos afecta por entero:
en el alma y en el cuerpo, en el pasado, en el presente y en el futuro; en la
vida, en la muerte y más allá de la muerte. Esperamos al Señor, que se nos
va dando en pequeñas dosis en esta vida y que un día se dará en plenitud. En

109
la fragilidad humana podemos festejar ya la fuerza y el poder de Dios, su
amor y su fidelidad. El Señor ha vencido a la muerte, el alba ilumina ya
nuestra tierra; no es pleno sol, pero ya es de día, la enfermedad ha sido
sanada, el pecado ha sido perdonado, la muerte ha sido vencida. Entre las
penumbras del presente se vislumbra ya la realidad última y definitiva, el
Reino avanza hacia su plenitud y consumación. En el presente ya brilla la
luz que un día resplandecerá gloriosa por toda la eternidad.

3. La seguridad de la esperanza

La esperanza se apoya en Dios: en sus promesas y juramentos, en su


misericordia y su fidelidad, en su poder y en su bondad. Cuando nosotros
éramos débiles, Dios ya nos amó y nos libró de la muerte eterna por medio
de su Hijo amado. Jesús es la seguridad de nuestra esperanza. Nadie puede
salvarnos, sino Él. Todos los que hemos muerto en Adán hemos sido
resucitados en Jesús. Antes éramos hijos de ira, ahora hijos de gracia; antes
vivíamos en las tinieblas, ahora en la luz; antes estábamos desnudos, ahora
hemos sido revestidos de un manto de gloria. ¿Quién podrá invalidar esta
historia de amor? Si esa esperanza no se hiciera realidad, dejaría de ser
esperanza. Pero el Señor es fiel: nunca se desdice ni retira la palabra
empeñada. La esperanza cristiana está marcada por el sello de la certeza y la
seguridad; por eso, no puede quedar defraudada. Esa es nuestra seguridad:
que Dios no falla ni puede fallar, es decir, no es que no falle, es que es
metafísicamente imposible que pueda fallar. El verbo griego kat-aisjynein
expresa el deshonor y la vergüenza que resulta de una empresa que se ha
comenzado y no se ha llevado a feliz término. La esperanza que hemos
puesto en Jesús jamás nos dejará avergonzados. «Sé en quién he puesto mi
confianza». Todo hombre que jura se compromete a respetar la palabra
jurada. El hombre, tan voluble y débil, olvida fácilmente sus juramentos,
pero en Dios el olvido es imposible. Lo prometido se cumplirá, lo que
esperamos se realizará. No podemos imaginar a Dios jurando y no
cumpliendo, prometiendo y olvidando. Su palabra y sus promesas son
irrevocables. Esa es la seguridad de nuestra esperanza.

4. Firmes en la esperanza

Los caminantes de ahora vivimos en la misma situación que los israelitas


durante los años de la marcha por el desierto. La tentación del cansancio es
inevitable: pesa el viaje, pesan las desilusiones, las incomprensiones y los
fracasos. Se entorpece la marcha y se produce el desánimo, se empaña la

110
vista y se seca la fuente de las energías. La vida es una marcha dura. Si fuera
una carrera de cien metros lisos sería fácil soportar el esfuerzo, pero la
largura del camino pone a prueba nuestra fe y esperanza, nuestra fortaleza y
perseverancia. Donde hay fe puede aparecer la incredulidad, donde hay vida
puede aparecer la muerte, donde está Jesús puede aparecer el poder del mal,
donde hay esperanza puede aparecer la crisis de la esperanza. La fidelidad
está constantemente amenazada.
La vida cristiana es comparada a una prueba deportiva, que se desarrolla
ante testigos. Por eso exige de todos una preparación minuciosa y una gran
resistencia.
Todo atleta profesional sabe que tiene que renunciar a muchas cosas para
poder obtener un premio. San Pablo describió a los cristianos como soldados
bien equipados para la pelea, armados de pies a cabeza: armas defensivas,
como la coraza, el escudo y el yelmo, y ofensivas, como la espada y la lanza
(1 Cor 9,24-27; Ef 6,10-17; 2Tim 2,1-5; 1Tes 5,8). En los textos de Qumrán
se dice a los hijos de la luz: «Sed fuertes y animosos. Sed bravos. No tengáis
miedo ni temor, que vuestro corazón no se debilite; no os asustéis, no os
espantéis ante ellos. No os volváis atrás ni reculéis».
En griego existe un verbo (hypomenein) y un sustantivo (Gtypornone) que
expresan perfectamente las características de la esperanza cristiana. El verbo
significa permanecer, quedarse, aguantar, resistir, soportar; el sustantivo
pone en evidencia la constancia, la resistencia y el coraje con el que el
soldado se mantiene en su puesto y la firmeza para soportar toda clase de
males de la vida de cada día, sin dejarse acobardar ni por el dolor ni por la
adversidad'. El hombre atraviesa un mundo en el que hay alegrías y
lágrimas, avances y retrocesos. Miles de voces nos gritan que no vale la pena
seguir y que es mejor echarse a la sombra del primer árbol que encontremos.
Pero el Señor sigue incitándonos al camino y urgiendo nuestra marcha. Él
nos obliga a levantar los ojos y a mirar hacia delante. Allí, al frente de la
caravana, marcha Jesús. Él nos indica con su dedo la dirección en la que hay
que caminar. El Espíritu nos da el coraje y la fuerza para resistir durante
nuestra marcha. Lo prometido está todavía en el horizonte, pero nosotros
creemos y esperamos que un día no muy lejano todo lo que Jesús ha hecho
por nosotros estará a nuestro alcance: la resurrección, la vida eterna, la
felicidad sin fin. Si Dios está a nuestro lado, aunque tiemblen los montes y
bramen las olas del mar, no tememos. «Más aún; nos gloriamos hasta en las
tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la
paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no
falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por
el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,3-5). Con Dios estamos

111
seguros, porque nada ni nadie podrán separarnos de su amor. Si no existiera
más que esta vida, sería inútil poner la esperanza en el más allá. Pero la
esperanza nos estimula a soportar todas las dificultades, porque los
padecimientos del tiempo presente son como nada en comparación con la
gloria que un día se ha de revelar (Rom 8,18). Este tiempo de oscuridad es
ya tiempo de victoria. Puede haber atardeceres sombríos, pero el sol sigue
despuntando cada mañana. En el Resucitado, Dios nos ha dado todas las
garantías de un triunfo de la vida sobre la muerte. Por eso, en el fondo de
nuestro corazón late la esperanza de un futuro feliz. Dios mismo es quien
nos infunde ese «plus» de energía que necesitamos para el camino. Él es
quien nos asegura que todo terminará bien, a pesar del cinismo y de la
desesperación. La esperanza es el nervio de la carrera, lo que sostiene a los
caminantes. «Canta y anda», dijo san Agustín. Hay que andar, pero andar
cantando. El andar puede ser difícil, pero el canto alegra el camino. Hay que
dar pasos hacia esa tierra que nos espera. No la vemos con nuestros ojos,
pero ya estamos gozando anticipadamente de ella. Si el cuerpo tiende hacia
el reposo, las canciones tiran de los pies y los arrastran. Cada paso que
damos nos acerca hacia la tierra prometida. Ya comienza a oler a leche y a
miel, ya oímos el murmullo del agua de sus arroyos. ¡Canta y anda! No te
detengas nunca, aunque muchos te digan que la marcha es estéril y que no
hay nada más allá de lo que ves o de lo que tocas. Pero hay que seguir
esperando en lo que no tocamos y creyendo en lo que no vemos. La palabra
de Dios nos conforta y nos impide resignarnos a nuestro cansancio. ¡Hay que
perseverar hasta el final! ¡Hay que hacer el último esfuerzo! La tierra está ya
ahí. ¡Unos pasos más! Un caminante jamás abandona la caravana con la que
hace su viaje. Ese es el coraje que nos da la esperanza.

5. Esperar contra toda esperanza

Pero, ¿cómo encontrar todavía razones para poder vivir y esperar? ¿Dónde
encontrar ese punto de apoyo en un mundo que parece alejarse
desesperadamente de Dios? ¿Dónde encontrar la luz en una noche tan densa
como la nuestra? ¿Cómo atravesar este desierto sin perder la esperanza?
¿Cómo acoger la noche y vivir en el desierto? (E. Leclerc). ¿Cómo puede
sostenerse la esperanza, cuando nos invaden el sinsentido del mundo, del
dolor y de la desilusión, de las guerras y de las injusticias?

5. 1. Esperar en medio del mal del mundo

El misterio del mal es la prueba más terrible, porque parece cuestionar el

112
amor y el poder de Dios y destruir el fundamento de nuestra esperanza.
¿Cómo es compatible la existencia del mal con todas las promesas hechas
por Dios? ¿Cómo se puede compaginar la idea de un Dios bueno y
todopoderoso con la existencia del mal en el mundo? ¿Cómo explicar la
injusticia y la opresión, las guerras y los asesinatos, la pobreza y la miseria?
La presencia del mal provoca un rechazo frontal de Dios. La esperanza
cristiana tiene que hacer frente a ese problema que puede destruirla por
entero. El mal, se ha dicho, es la roca del ateísmo. Contra ella chocamos de
alguna manera todos los hombres, sin que lo podamos evitar.
¿Por qué existe el mal? Los pensadores nos han puesto ante un dilema que
parece que no tiene escapatoria: «O Dios quiere eliminar el mal, y no puede,
y entonces no es todopoderoso; o puede y no quiere, y entonces no es bueno;
o no puede ni quiere, y entonces ni es Dios ni es nada». Resulta
desagradable la imagen de un Dios presentado como amor y, a la vez,
permitiendo todos los horrores que hay en el mundo. Pero la esperanza
cristiana es una luz para acercarnos de puntillas a ese misterio impenetrable,
aunque no podamos desgarrarlo del todo. El mal que existe en el mundo,
incluida la muerte, no tendrá la última palabra sobre el hombre. Lo que sería
terrible es que todo estuviera dicho y que no hubiera un más allá. Pero la
promesa es necesaria precisamente porque el mal existe. La clave para
iluminar el misterio del mal no es el poder de Dios, sino su amor. Si Dios
usara su poder para suprimir el mal del mundo violentaría a la creación. El
mar es como es y, siendo como es, siempre habrá maremotos; la tierra es
como es, y siempre habrá terremotos. La creación perfecta no existe, porque
si fuera perfecta sería como Dios. Lo propio de la criatura es ser imperfecta
y defectible. Y lo mismo se debe decir del hombre. La única manera de
haber evitado sus fallos habría sido no haberlo creado, porque siendo
criatura el mal es connatural a él. Pero Dios lo ha recapitulado todo en lesús.
En su humanidad ha vencido el hechizo del pecado y ha instaurado la gracia
salvadora. El pecado ha sido perdonado, la muerte vencida. La resurrección
de Jesús es la clave de nuestra esperanza. En ella se unen y entrelazan todas
las razones y motivos para creer y esperar en el amor de Dios y en su
voluntad de salvarnos. El destino del mundo ya está resuelto. La caravana
humana está en marcha y nadie podrá detenerla. Después de la resurrección
de Jesús la vida ya no puede fracasar, porque ha sido enderezada de una vez
para siempre. Ninguna muerte podrá matarnos definitivamente. El
sufrimiento nos asalta, pero en medio del dolor alguien ya nos ha llenado de
esperanza. Si el mal sigue formando parte del mundo no es porque Él lo
quiera, sino debido a su propia finitud. Pero sobre la finitud del mundo se ha
abierto una posibilidad insospechada. El poder del amor es lo único que

113
puede trocar la finitud del mundo en infinitud infinita. El mal está ya de
retirada. Las víctimas no serán siempre aplastadas. El último enemigo del
hombre, la muerte, ya ha sido vencido. Por eso, podemos vivir en esperanza.
A los pequeños triunfos que la humanidad va consiguiendo sobre el mal, se
suma la firme promesa de la victoria final. Por eso, aunque parezca que todo
va mal, nosotros mantenemos una esperanza contra toda esperanza. Si el
problema del mal nos sitúa frente a un desafío que parece insuperable, la
resurrección nos sitúa frente a una esperanza sin límites. En ese paisaje de
gritos y gemidos que es la tierra se oye un clamor de esperanza sin fin; si el
mal y el pecado ensombrecen el horizonte, la luz de la resurrección proyecta
sobre él una luz radiante. El mal no podrá vencer jamás esa esperanza nacida
de la resurrección. Podemos vivir una vida dolorosa, pero no hay nada ni
nadie que pueda separarnos del amor de Dios.

5.2. Esperar, a pesar de todas las pruebas

Como el pueblo de Dios, nosotros tenemos que aprender a vivir en medio de


la oscuridad, sabiendo que «en medio de un paisaje desolado, la rama florida
del almendro luce ya como el alba en medio de la noche, anunciando el
triunfo de la primavera sobre el invierno y de la vida sobre la muerte» (Jer
1,11-12). Por eso, debemos aprender a acoger la noche no como una
catástrofe, sino como un tiempo cargado de esperanza. Tal vez Dios está
más cerca que nunca de nosotros en los momentos en que nos sentimos
abandonados y alejados de Él.
El Antiguo Testamento ha recogido la historia de un pueblo sometido a
todas las pruebas, pero cuya esperanza no fue matada por ninguna catástrofe,
sino que supo esperar, como el viejo patriarca Abrahán, «contra toda
esperanza».
¿Qué pasó para que aquella bella historia de amor, puesta en marcha por
Dios, se viniera abajo en un momento determinado? El profeta jeremías lo
expresó con palabras dramáticas. Si una doncella jamás olvida su cinta, ni
una joven su aderezo, si las grullas conocen la época de sus migraciones; si
las olas del mar jamás traspasan los límites que Dios les ha asignado, ¿cómo
fue posible que el pueblo elegido pudiera abandonar a Dios y cambiarlo por
la nada? ¿Cómo fue posible que cambiara el Manantial de aguas vivas por el
agua de una cisterna fangosa?
Pero eso fue lo que sucedió desde su entrada en la tierra de la promesa. Su
historia estuvo salpicada de idolatrías e infidelidades. Aquella tierra, flor de
las heredades de Israel, tierra de promesas y de juramentos divinos, fue
convertida en tierra maldita por el pecado de sus habitantes. La alianza fue

114
quebrantada sin cesar, la palabra empeñada cayó en el olvido. Israel fue
como un novillo indómito, que cabeceó sin cesar. «No han querido escuchar,
nadie ha querido escuchar, nunca han querido escuchar. Esta es la nación
que no ha querido escuchan. Jeremías emitió un diagnóstico de incurabilidad
del mal de Israel. «Puede un cusita (un hombre de color) cambiar el color de
su piel? ¿Puede un leopardo cambiar las man~ chas de su piel? Pues así, mi
pueblo, no puede cambiar de conducta» (Jer 13,23).
También Ezequiel describió la historia de Israel con colores muy negros (Ez
16; 23). Sus orígenes, en efecto, no podían ser más oscuros: su padre era un
arameo, su madre una hitita. Pero Dios prodigó toda clase de cuidados hacia
aquella criatura que, al nacer, fue abandonada, chapoteando en su propia
sangre. Dios la lavó, la frotó con sal y la envolvió en pañales. Y aquella
criatura se fue haciendo grande y hermosa. Le crecieron los senos, su
cabellera se hizo espléndida, se adornó con joyas, se puso collares en su
cuello y anillos en su nariz, pendientes en sus orejas y una diadema en su
cabeza. ¡Parecía una reina! Pero aquellaa hermosa mujer aprovechó su
atractivo para prostituirse con todos los que pasaban por el camino. Era la
ingratitud personificada.
Los profetas tuvieron que asumir la misión de enderezar el rumbo de aquella
historia que caminaba de nuevo hacia la nada. Todos anunciaron un castigo
para la casa de Israel: hambre y sed, destierro y matanzas horribles. «Ni una
más le voy a pasar», anunció el profeta Amós; «Ya no es mi pueblo», dijo
Oseas; «No voy a tener ni una sola mirada de piedad hacia ellos, proclamó
Ezequiel. «Espada, espada, afilada está, bruñida está, para la matanza está
afilada, para la matanza está bruñida. Ha sido puesta en manos de matador».
Nabucodonosor, rey de Babilonia, fue el instrumento de Dios para arrancar
unas lágrimas de los ojos de aquellos hombres que habían quebrantado la
alianza pactada un día en el Sinaí. La ciudad santa fue salvajemente
arrasada: las murallas destruidas, el templo y el palacio convertidos en un
montón de piedras, los tesoros del templo saqueados, y una buena parte del
pueblo fue llevada al destierro. El pueblo de Dios estaba clínicamente
muerto. Todo hacía suponer que era el fin de los sueños nacionales y de las
promesas, y que ya no quedaba nada por esperar. Así entró en la noche más
oscura de su historia. Con la destrucción de la ciudad y del templo fueron
aniquiladas todas las esperanzas. ¿Dónde estaba el Señor? ¿Se había
retirado? ¿O también había sido aniquilado y vencido por los dioses de
Babilonia? La antorcha de la esperanza estaba apagada: «Ya todo se acabó,
ya nuestra esperanza es vana.. Se han secado nuestros huesos, se ha
desvanecido nuestra esperanza, todo ha acabado para nosotros» (Ez 37, I ~ 1

115
1). El pueblo de Dios era como un montón de huesos resecos y calcinados,
para quien se había pasado la oportunidad de vivir.
El autor del libro de las Lamentaciones lloró desconsoladamente la ruina y la
destrucción de Jerusalén:
¡Ay!, cómo yace solitaria la ciudad bien poblada; se ha quedado como una
viuda, llora que llora por las noches, las lágrimas caen sin cesar por sus
mejillas, no hay nadie que la consuele; sus amigos la han traicionado, las
calles están enlutadas, no hay fiestas ni solemnidades, sus niños han partido
al cautiverio, se ha marchitado todo su esplendor, los enemigos se burlan de
ella, ha sido saqueada por completo, Dios ha pisado a su pueblo como se
pisotea el vino, se ha portado como un enemigo y ha destruido sin piedad, ha
sido como un oso en acecho, como un león en su escondite, se ha arropado
en una nube para que no pasara la oración, han cesado los cantares, ha caído
la corona de nuestra cabeza... Sus palabras tocaban a muerto.
Pero los profetas tuvieron palabras de esperanza para su pueblo. Jeremías no
sólo tuvo la misión de destruir y de derrocar, sino también la de reconstruir y
plantar. Sobre los escombros de Jerusalén y sobre la muerte de todos los
ideales comenzaron a resonar palabras de esperanza para aquel pueblo
destrozado. «Escribe estas palabras, escríbelas, que quede constancia de
ellas, para que todos sepan que no son palabras que se lleva el viento» (Jer
30,2). Las promesas no se habían desvanecido, el destierro no era la última
palabra, todo seguía en pie: «Haré que tengas alivio, de tus llagas te curaré,
la repudiada será recogida, haré volver a los cautivos, de sus mansiones me
apiadaré, la ciudad será reedificada, el alcázar restablecido, los multiplicaré
y no serán pocos, los honraré y serán como antes..., con amor eterno te he
amado, he reservado gracia para ti, volveré a edificarte y serás reedificada,
aún volverás a adornarte, virgen de Israel, aún saldrás a bailar entre gente en
fiesta, aún volverás a plantar viñas, cambiaré su duelo en regocijo,
los consolaré y alegraré de su tristeza, habrá paga para tu trabajo, lo mismo
que anduve presto para extirpar y destruir así andaré para reconstruir y
replantar, pactaré con la casa de Israel una alianza nueva, pondré mi ley en
su interior, sobre los corazones la escribiré, seré su Dios, serán mi pueblo,
todos me conocerán, del más chico al más grande, perdonaré su culpa, de su
pecado no volveré a acordarme...» (Jer 30-33). El paisaje del pueblo de Dios
se animaba después de la muerte del destierro, la vida retornaba, se volvían a
oír las voces, reaparecía el trabajo y la actividad, la alianza era renovada...
Más allá de todas las noches volvía a brillar la luz de la esperanza.
En la visión de Ezequiel (Ez 37) aparece ocho veces la palabra huesos y
ocho la palabra espíritu. Por una parte, la fuerza y el aliento de Dios; por
otra, lo inerte del hombre; el todo y la nada, la vida y la muerte. Sólo hay

116
huesos secos en el valle, un resto perdido del hombre que se fue. El profeta
mira, y cuando comienza a hablar los huesos comienzan a juntarse y a
unirse, les crece la piel y se tensan, hasta el momento triunfal de ponerse en
pie. Para que la vida entre en los sepulcros tiene que romper las losas que
cubren los huesos muertos. El diálogo es impresionante. Ellos dicen: «Ya
todo se acabó», pero Dios dice: «Yo voy a abrir vuestros sepulcros, yo os
voy a sacar de vuestros sepulcros y os voy a dar una vida nueva. Yo soy la
vida de todas las vidas, el sol de todos los soles, la luz de todas las luces y la
esperanza contra toda esperanza. Yo hago reventar todas las tumbas, rompo
todas las cadenas, quebranto todas las muertes y doy verdor a todos los
desiertos. Todavía hay futuro para tu esperanza».
Todo será cambiado por el aliento vivificante de Dios: la vida llegará a los
miembros muertos, la esperanza a los corazones abatidos, el consuelo a los
descorazonados, la alegría a los tristes; en el páramo será derramado el
aliento de Dios y todo será rehecho. Cuando la esperanza desfallece y la vida
se debilita, entonces el Espíritu entra en acción y se derrama, como una
lluvia, para hacer florecer todos los desiertos. Dios daba a su pueblo una
segunda oportunidad de vivir, una vida más allá de la muerte, una esperanza
contra toda esperanza. Cuando el hombre ya no puede apuntarse tantos ni
colgarse entorchados, entonces el Espíritu entra en esa región de muerte,
donde no hay nada más que huesos calcinados, y en ellos siembra la vida.
Con Dios siempre hay esperanza. Pero era necesario acabar con un mundo
viejo, para poder construir un pueblo nuevo.
También el profeta del destierro, conocido con el nombre de Segundo Isaías,
habló en términos magníficos en esos momentos de crisis de la esperanza. El
pueblo se decía: «Mi suerte está oculta al Señor, mi Dios ignora mi causa»
Qs 40,27); «Pero, ¿acaso olvida una mujer a su hijo de pecho sin
compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas lleguen a olvidar,
yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuado» (Is
49,15-l6). «No temas, no te angusties, que yo soy tu Dios, que yo te
sostengo y te auxilio con mi diestra victoriosa..., no temas, que yo te he
rescatado, te he llamado por tu nombre, tú eres mío. Si pasas por las aguas,
yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te
quemarás, ni la llama prenderá en ti... dado que eres precioso a mis ojos, y
yo te amo. No temas, que yo estoy contigo» (Is 43,2-3.5). ¿Podrá dejar Dios
de querer? ¿Podrá olvidarse de sus hijos de pecho? ¿Podrá dejarlos morir a
la intemperie?
«Hay algo que traigo a la memoria, y que me da esperanza: que la
misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión; antes bien, se
renuevan cada mañana: ¡qué grande es tu fidelidad! El Señor es mi lote, me

117
digo, y espero en Él. El Señor es bueno para los que en Él esperan y lo
buscan; es bueno esperar en silencio la salvación del Señor» (Lam 3,17~26).
Cuando yo digo: se me acabaron las fuerzas, empieza a actuar Él; cuando
siento que me han arrancado la paz del corazón y que ya ni me acuerdo de lo
que es la dicha, cuando estoy envuelto en amargura y mi vestido es la
aflicción, cuando estoy abatido y no hay esperanza alguna, entonces es
cuando brota un manantial de esperanza. Eso es lo que el pueblo de Dios
nunca pudo olvidar: Que el amor del Señor no tiene fin: ni por arriba ni por
abajo, ni hacia la izquierda ni hacia la derecha, ni ahora ni después, ni en
esta vida ni en la otra. Más allá de la tragedia, los ancianos volverán a
sonreír, los jóve~ nes y las doncellas volverán a cantar, las ciudades serán
reedificadas, las tierras producirán pan en abundancia, la ciudad será
repoblada y los cautivos volverán... Eso es lo que el Señor recordó sin cesar
a su pueblo en los momentos más trágicos de su historia: «Vosotros suponéis
que ya está todo dicho, y que no hay nada que añadir, pero yo os digo que
hay esperanza, que voy a hacer nue~ vas todas las cosas, y que vais a asistir
a un milagro más grande que el de la misma creación. Yo voy a reventar
todos los sepulcros para que los muertos regresen a la vida; voy a daros un
corazón nuevo y un espíritu nuevo; voy a entrar en ese cementerio donde
han sido enterradas todas vuestras esperanzas y voy a daros una vida nueva...
Perdonaré todos los pecados, sanaré todas las enfermedades, me olvidaré de
todas las infidelidades, seréis mi pueblo, seré vuestro Dios, concluiré con
vosotros una alianza eterna, volveré a poner mi templo en medio de
vosotros, mi morada junto a la vuestra...».
En La balada del caballo blanco, de G. K. Chesterton, aparece Alfredo el
Sajón, sentado y entristecido, en una isla del río Támesis, lamentando la
derrota de su ejército por los invasores daneses. Y entonces se le aparece la
Virgen María. Él le pide un signo o una señal de que su lucha no ha sido en
vano. Pero la Virgen le contesta que no recibirá ningún signo. «Los hombres
que han sido marcados con la cruz de Cristo caminan alegres en la
oscuridad... para que estén contentos sin ningún mo~ tivo y tengan fe sin una
esperanza». Alfredo el Sajón se levantó, prendió al cinto su espada y
continuó su lucha. De eso se trata precisamente: de marchar alegres en la
oscuridad y de estar contentos sin ningún motivo, porque los tenemos todos
para vivir esperanzados. El Señor camina a nuestro lado y conduce nuestra
historia para bien, aunque nuestros ojos nos digan lo contrario. Nosotros
seguimos confiando en la llegada del Reino y en el triunfo del Resucitado.
La esperanza florece en el desierto y en medio de las noches más oscuras.
No nos apoyamos en nuestro bastón ni en nuestras fuerzas para caminar. El
mundo no se construye sobre nuestra ciencia ni sobre nuestra técnica, sino

118
sobre el Señor. Nosotros tenemos la gran seguridad de que el amor triunfará
sobre el odio, la gracia sobre el pecado, la justicia sobre la injusticia y la
esperanza sobre la desesperanza. Es verdad que, al menos aparentemente,
nuestras esperanzas se frustran con frecuencia, y que nuestros sueños no se
convierten en realidad. La fe no es un tranquilizante que nos dispense del
sufrimiento, pero la esperanza despliega todo su encanto en las situaciones
límites. Hay momentos terribles en la vida, cuando parece que todas las
luces se apagan y todos los proyectos se vienen abajo, cuando se pierde todo
lo que uno ha amado con pasión y cuando la enfermedad y el fracaso rondan
a la entrada del corazón. Pero en esos momentos de oscuridad y de desierto
es cuando la esperanza se hace fuerte. Job lo expresó de una manera
estremecedora: «Aunque me quitase la vida esperaré en Él» (lob 13,15).
«En el reino de los cielos, dice el Señor, ocurre a veces como le pasó a aquel
hombre que, en llegando el otoño y viendo que los árboles perdían sus hojas
y que en su jardín no había ya flores, se desesperó y lloró amargamente. La
muerte era el único inquilino de la naturaleza, según él, y la muerte se
apoderó de su interior. En su pesimismo no supo ver que bajo las hojas
muertas del jardín crecían sabrosas setas, y no quiso reconocer que la
apariencia helada del invierno sólo era fecundidad silenciosa que
engendraría una nueva primavera». No hay, en efecto, ninguna situación tan
desesperada que no esté abierta a la esperanza, precisamente porque no se
apoya en nuestras fuerzas, sino en Dios. Por eso, la esperanza es la virtud
«que sabe plantar cara a la adversidad», la que nunca pierde la sonrisa, la
que se adelanta a todas las noches oscuras, la que penetra osadamente hasta
el mismo trono donde está sentado el que ha vencido a la muerte 6 . El
mundo entero podrá conmoverse, pero nada ni nadie podrá apartarnos de esa
esperanza que hemos anclado en el corazón mismo de Dios. Nuestra
experiencia nos dice que todos morimos y que todo se acaba con el último
suspiro. Pero Jesús ha hecho germinar en nuestro corazón una esperanza
contra toda esperanza, la esperanza de una vida sin fin. Cuando a nuestro
alrededor todos han perdido la esperanza, nosotros seguimos marchando
alegres en medio de la oscuridad, proclamando el triunfo de la vida sobre la
muerte y del amor sobre el odio. No podemos tomar otra opción en la vida.
Nunca podemos dar las cosas por perdidas, porque la desesperanza jamás
podrá ganar la partida a la esperanza. El reino llegará, gracias al poder
amoroso de Dios. Entre fracasos, derrotas y debilidades, Él va haciendo
crecer esa semilla del amor, que dará una cosecha inimaginable para
nosotros. La esperanza no es monopolio de los cristianos, pero el cristiano
está en mejores condiciones que nadie para mantenerla, porque cree en la

119
victoria final de la vida sobre la muerte. La esperanza es una consecuencia
necesaria de nuestra fe en el Señor glorioso y resucitado.

5.3. Emaús, la hoja de ruta de los desesperanzados

Muchos de nosotros vivimos como unos eternos decepcionados. La palabra


esperanza está como borrada de nuestro diccionario. Somos como aquellos
discípulos que en la mañana de Pascua (Lc 24,13-35) abandonaron la
comunidad, incluso después de haber recibido el anuncio de la resurrección
de Jesús. La despedida había sido entrañable, pero llena de tristeza. Habían
vivido juntos días de amor y de plenitud. Pero, de repente, el sol se había
puesto sobre su vida. Todo parecía acabado. ¿Quién habría podido imaginar
un final tan terrible para el Maestro querido? Había muerto de la manera más
vulgar y horrorosa, como un maldito, clavado en una cruz. La ley decía:
«Maldito el que cuelga de un madero». Tres días y no había pasado nada.
Pero, ¿qué podía pasar más allá de la muerte?
Abandonaron la comunidad y se pusieron en camino. Iban hacia Emaús, un
pueblecito no muy distante de Jerusalén. Uno de ellos se llamaba Cleofás, el
otro es desconocido. Caminaban sin ilusión, tristes y desesperanzados, sin
presentir lo que les podía ocurrir. Estaban como rotos, llenos de
interrogantes sobre Jesús. ¿Dónde buscar de nuevo la esperanza perdida?
Pero la realidad es que no podían borrar de un plumazo todo lo que habían
vivido. Había sido demasiado fuerte como para poder olvidarlo en un
instante. El Maestro había pronunciado palabras que no habían oído nunca
de labios humanos. No hablaba de un Dios lejano, sino del Padre que ama y
perdona hasta el final. La relación con Él ya no era de haberes y deberes,
sino de padre a hijo. El Reino que anunciaba tenía como destinatarios a los
pobres y a los enfermos, a los marginados y a los sin ley. ¡Cuántos
recuerdos! ¿Te acuerdas de aquel día que curó al leproso? ¿Te acuerdas de
aquellas palabras pronunciadas sobre la montaña? ¿Te acuerdas cuando se
presentó como el pan de vida? Pero..., ¿te acuerdas también cómo fue
condenado y colgado en una cruz? ¿Cómo compaginar las maravillas de su
vida con el horror de su muerte? Habían esperado muchas cosas, pero no una
cruz. Todo, menos eso. Ya no había nada que esperar. La cruz se había
llevado todos los sueños y esperanzas. No eran capaces de arrancar a Jesús
de su mente, pero el madero de la cruz proyectaba sobre él una sombra
terrible.
A medida que avanzaban se iban alejando de la esperanza. Pero, al llegar a
un recodo del camino donde se perdía ya de vista la ciudad santa, se
volvieron como para despedirse de ella. «¡Adiós, Jerusalén amada, ya nada

120
volverá a ser como antes!». En ese momento divisaron a una cierta distancia
a un peregrino que, con su bastón en la mano, caminaba ligero, como si
tuviera prisa. De pronto los alcanzó, mientras ellos seguían sumidos en su
conversación, y su rostro reflejaba una tristeza sin límites. El Resucitado
estaba a su lado para llenar su corazón de esperanza, pero sus ojos fueron
incapaces de reconocerle. Veían al peregrino, pero en él no reconocieron a
Jesús. La desilusión se había apoderado de su alma. Pero el peregrino no los
dejó en su tristeza. Entró en conversación con ellos: «¿De qué vais
hablando? ¿De qué discutís? ¿Por qué estáis tan tristes? ¿Ha sucedido alguna
catástrofe?».
¿De qué podían hablar? De lo que había pasado en Jerusalén la víspera de la
fiesta de la pascua. ¿Es que no lo sabía? ¿Es que no se había enterado?
¿Había llegado tarde su caravana? Y comenzaron a contarle la historia de
lesús, un profeta poderoso en obras y en palabras, a quien los jefes del
pueblo habían colgado en una cruz, matando así todas las esperanzas puestas
en él. Ellos esperaban que librara a su pueblo del poder de los romanos y que
inaugurase el reino de Dios en la tierra. Pero una cruz había puesto el punto
final a todo. El caso es que algunas mujeres del grupo se habían sobresaltado
con el anuncio de su resurrección. Pero, ¿sabes?, cosas de mujeres. No había
nada que esperar. Era el momento de regresar a casa. ¡Se acabó la aventura!
Entonces el peregrino comenzó a hablar y les dio un repaso por toda la
Escritura, recordando figuras y acontecimientos, profetas y sabios. ¡Dios,
cómo la conocía! ¡Aquel sí que era un buen profesor de Sagrada Escritura!
¡Cómo manejaba los textos! ¡Cómo sonaban a nuevas las palabras que decía!
¿Quién era, en realidad? ¿Sería algún rabino famoso? Era un placer oírle
hablar, despertaba ansias y esperanzas ocultas. Todos los textos decían lo
mismo: «El Mesías tenía que padecer para entrar en la gloria». Lo que un día
había de suceder en nuestra tierra estaba anunciado veladamente. Isaías ya
había descrito la pasión del varón de dolores, que iba a cargar con todo el
pecado y ser llevado como un cordero al matadero. Era necesario, era
absolutamente necesario. Para entrar en la gloria tenía que morir. Él mismo
tenía que entrar personalísimamente en ese reino infernal donde la muerte
reinaba como soberana, y matarla para siempre. Ya no bastaban las palabras
ni las promesas: alguien tenía que vencerla.
En el corazón de aquellos dos discípulos comenzó a despertarse la
esperanza. Aquel peregrino sabía lo que decía. Hasta la muerte en la cruz
adquiría sentido y un resplandor jamás imaginado. Aquellas palabras eran
como fuego que abrasaba el corazón. Escuchaban y callaban por fuera,
mientras ardían por dentro. ¿De dónde sacaba el peregrino aquella sabiduría?
¿Quién se la había enseñado? ¿En qué escuela la habría aprendido? Lo que

121
decía lo habían oído mil veces en las Escrituras, pero en sus labios tenía
sabor a pan recién hecho. La Palabra iba aclarando todas sus dudas e
inquietudes.
Así llegaron hasta la bifurcación de los caminos. El peregrino hizo ademán
de despedirse para seguir adelante, pero, ¿cómo dejarle marchar cuando la
llama de la esperanza acababa de encenderse? Sus palabras habían sido
como un bálsamo en su corazón. Entonces le rogaron encarecidamente:
«¡Quédate con nosotros! Descansa a nuestro lado, haznos compañía. Seas
quien seas, quédate con nosotros. No te vayas, por favor. No pases de largo,
porque es probable que si nos dejas el sol vuelva a ponerse sobre nuestra
vida. Nuestra casa está abierta. Te la ofrecemos de todo corazón. ¿Qué sería
de nosotros sin ti? Mira que te necesitamos, y cómo te necesitamos».
El peregrino no se hizo rogar demasiado y aceptó su hospitalidad.
Seguramente le lavaron los pies y las manos. La tarde cayó conversando con
él. Y cuando se sentó por el suelo para cenar con ellos, sucedió algo
inimaginable: tomó el pan, lo partió y lo repartió entre todos los de la casa.
Y, de repente, aquellas manos les resultaron conocidas, porque cayeron las
escamas de sus ojos y se abrieron a la realidad. ¡Era él! ¡Era Jesús! Aquel
peregrino era el mismo Jesús. Luego todo era verdad. Lo que habían contado
las mujeres era verdad. ¡Había resucitado! ¡Estaba vivo! Todas las
esperanzas se habían cumplido.
Había que volver a Jerusalén. Se pusieron las sandalias y cogieron el bastón.
El corazón se les salía del pecho. Y mientras regresaban a la comunidad, de
la que nunca deberían haber salido, comentaban: «¿No ardía nuestro corazón
mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?». Algo
había pasado en su vida que tenían que comunicar. Salieron tristes y
decepcionados, ahora regresaban llenos de vida. El encuentro con Jesús los
había transformado. Ya no podían guardar en su corazón lo que habían
vivido. Tenían que compartirlo con los hermanos. Pero cuando regresaron a
Jerusalén, Jesús ya les había precedido y se había aparecido a Pedro. La
comunidad estaba desbordante de alegría. Ellos les contaron cómo habían
visto a Jesús en el camino y cómo le habían reconocido en la fracción del
pan.
Ese fue su itinerario: de la decepción a la esperanza, de la huida al regreso,
de la cruz a la resurrección, del maldito del Gólgota al Señor resucitado.
Hasta que cada uno de nosotros no llegue ahí, no habrá entendido nada de lo
que le sucede en el camino de la vida. Todo nos habla de muerte. La cruz se
ha lle~ vado toda nuestra esperanza. Pero el Señor nos sale al encuentro y
nos habla al corazón con palabras amables y ardientes y nos explica el
misterio de nuestra vida. En la mesa de la palabra y de la eucaristía se

122
entrega a nosotros y nos devuelve la esperanza. Emaús es el camino que
tenemos que recorrer todos los desilusionados, los que todavía no hemos
descubierto a Jesús como el Re~ sucitado. Incluso los que tratan de huir son
atrapados por él hasta que lleguen a reconocerle como el que vive y el que
da la vida. ¿Quién, sino él, puede poner al rojo vivo nuestro corazón cuando
la desesperanza nos rodea? ¿Quién, sino él, puede iluminar todas las noches
oscuras y consolarnos de todas nuestras tristezas? Sal a buscar~ nos al
camino de nuestra vida, quédate con nosotros, llena de esperanza nuestro
corazón. No nos dejes solos, parte el pan con nosotros, entra en nuestra casa,
no pases de largo...'.

6. Esperando por todos

La esperanza cristiana es una virtud personal, es decir, una gracia divina que
ha echado sus raíces en el hombre. Por consiguiente, es el hombre concreto
el que espera conseguir ese bien arduo y difícil que Dios le ha prometido.
Decir que espero significa, ante todo, que espero algo del Señor para mí, que
espero que me va a dar algo de lo que carezco, algo que yo no puedo
conseguir por mí mismo, ni siquiera los demás pueden conseguir para mí.
Esa esperanza es la que ha atraído siempre la atención de los teólogos hasta
épocas muy recientes. Sin embargo, en nuestros días se ha comenzado a
hablar del carácter comunitario de la esperanza. Pero, ¿cómo puede tener la
esperanza un carácter colectivo? ¿Cómo podemos esperar socialmente?
¿Puedo esperar la salvación y la vida sin fin para los demás? ¿Puedo
esperarla para todos? Cuando hago un acto de esperanza, ¿están asociados a
mí todos los hombres? ¿Estoy asociado a su esperanza cuando ellos
esperan?».
Es preciso reconocer que la esperanza cristiana vive en una cierta tensión
entre lo individual y lo comunitario, porque no es ni estrictamente individual
ni puramente colectiva. Una esperanza colectiva sólo alcanzaría como de
rebote a cada hombre concreto, una esperanza individual no afectaría por
entero a la comunidad humana. Pero el hecho es que la esperanza cristiana
afecta por entero al hombre y a la comunidad. Se diría que, propiamente
hablando, la esperanza es una virtud personal infundida por Dios en el alma
para esperar lo inesperado, pero es al mismo tiempo universal, porque no ha
habido un solo hombre o mujer que no haya sido creado y amado por Dios.
Por eso, yo no espero sólo por mí y para mí, sino también por los demás. No
sólo espero mi salvación personal, sino la salvación de todos; no aspiro a
llegar solo al cielo, sino acompañado de todos los hombres, mis hermanos.
Nadie camina en solitario ni va por libre. En Jesús estamos tan unidos y

123
hermanados, que ya no podemos entendernos los unos sin los otros. No
somos Dios y yo, sino que somos Dios y todos, incluido yo. Esperamos para
todos la plenitud del gozo y de la paz.
La comunidad es esencial en la vida de esperanza. Todos juntos marchamos
mejor que por separado. Hoy yo, con mi fuerza, te sostengo a ti, que eres
débil; mañana tú, con la tuya, me sostendrás cuando yo vacile. En
comunidad todos somos fuertes y todos somos débiles, cada uno llevamos la
carga de los otros. El hombre no puede ser contemplado aisladamente, sino
como parte de una comunidad. «Todos los hombres, decían los rabinos,
descendemos del mismo padre». Desde el punto de vista de Dios no hay
españoles ni americanos, ni indios ni japoneses, ni iraquíes ni australianos,
sino que todos juntos formamos una gran familia. No hay distinción de razas
ni de colores, ni de lenguas ni de culturas. Jesús no vino a salvar a los
españoles con exclusión de los americanos, ni a los blancos con exclusión de
los negros, ni a los buenos con exclusión de los malos. Vino a salvar a la
Humanidad, a todos y cada uno de los hombres. Nadie puede quedar al
margen de la salvación. Es el universo entero el que debe ser salvado. No yo
solo, ni tú y yo solos; no sólo yo, tú y el círculo de mis amigos y conocidos,
sino todos los hombres, los de antes, los de ahora y los que vendrán. Jesús ha
vencido a la muerte y con él todos la hemos vencido. Todos formamos un
solo cuerpo con él. Somos solidarios de este universo y nuestra esperanza es
que todos los hombres estemos unidos a Dios y a Jesús ya desde ahora,
viviendo como hijos en su casa, unidos por el amor, los unos iguales que los
otros, los obreros con los patrones, los blancos con los negros, los sabios con
los ignorantes, los chinos con los españoles, iguales como hijos del mismo
Padre. Todo lo que nos separe o ponga a los unos por encima de los otros
tiene que ser eliminado, porque todos formamos el cuerpo glorioso del
Resucitado. Los unos somos responsables de los otros, todos de todos, todos
de cada uno, cada uno de todos. Por eso, el creyente no espera sólo para sí,
sino para toda la comunidad y para cada uno de sus miembros. Si estamos
unidos en Dios como hijos, estamos unidos en la misma esperanza como
hermanos. En Jesús todos hemos sido amados de una ma~ nera tan especial
que vivimos envueltos en el amor y en la gracia. Esa es la esperanza que
Dios ha insertado en el corazón de estas pequeñas criaturas. No esperamos
en lo que podemos conseguir con nuestras fuerzas, sino en lo que el Señor
nos ha prometido y regalado antes de que nosotros pudiéramos hacer nada.
«El objeto de la esperanza es, en rigor, el destino total del mundo y de la
humanidad» (J. Daniélou).
El hombre espera con todos y por todos porque se sabe hermano de todos.
Yo no puedo esperar por otro a menos que lo considere como otro yo, es

124
decir, a menos que le ame de verdad. Lo que espero para mí lo espero para
los demás. ¿Qué puedo esperar para esos otros yo? Espero la salvación y la
vida eterna. La esperanza cristiana acepta la aventura del amor fraterno, del
«ser para los demás», porque nadie puede guardar para él su esperanza. Sus
gozos son mis gozos, sus alegrías mis alegrías, sus tristezas mis tristezas, sus
tribulaciones mis tribulaciones, sus dolores mis dolores, porque son como mi
propia carne. Desde el momento en que miro hacia el Señor, allí contemplo
reflejado el rostro de todos mis hermanos. No puedo separarlos de mí;
aunque quisiera no podría hacerlo. No puedo pensar en mi salvación
personal, sin imaginar a mis hermanos a mi lado. No podría vivir sin ellos.
Si sólo me salvara yo, ¿qué haría en el cielo, habiéndolos dejado tirados en
el camino? Con el mismo deseo y la misma intensidad con que espero mi
salvación, espero la salvación de todos. Muchos de ellos están doloridos y
atribulados, despreciados o enfermos. Me gustaría estar al lado de todos,
luchando a favor de la paz donde hay guerra, de la justicia donde hay
injusticia, del hambre donde no hay un trozo de pan, de la libertad donde
están oprimidos, de la salud donde están enfermos, del amor donde están
solos. Me gustaría dar a todos una palabra de ánimo y de consuelo, de paz y
de sosiego.
Así es como la esperanza fluye y refluye sin cesar de lo personal a lo
comunitario y de lo comunitario a lo personal. Pablo VI pronunció estas
bellas palabras: «Dios nos habla, se nos acerca, nos salva como personas
particulares; cada uno de nosotros tiene su propio destino. Pero Dios no nos
habla, no se nos acerca, no nos salva aisladamente. Dios nos coloca en un
orden, en una sociedad, en una organización unitaria, en un cuerpo místico.
Dios nos coloca en una comunidad, en un círculo de caridad, en un sistema
religioso organizado para nuestra salvación; nos coloca y nos quiere dentro
de la Iglesia»9. No podemos sacrificar ni lo individual ni lo colectivo. Pero,
aunque, tal vez, la esperanza sea más personal que comunitaria, el aspecto
social debe anteponerse al aspecto personal. Así, la esperanza ha sido
rescatada de su olvido y de su apatía. Por eso, puedo esperar todo para mí y
todo para todos. Por eso creemos en la comunión de los santos, de los que
vivimos con los que ya están en el cielo, y de los que están en el cielo con
nosotros, porque todos estamos misteriosamente herrnanados10. Ni el
hombre sin comunidad, ni la comunidad sin el hombre; ni yo sin comunidad,
ni la comunidad sin mí. A un Dios-Padre corresponde la unidad de la gran
familia humana y la misma salvación para todos. Así es como la niña
esperanza se ha colocado en el centro del escenario y nos llena de coraje
para seguir nuestro camino hasta el final.

125
7. El resto, cargado con la esperanza del mundo entero

En la actualidad somos unos seis mil cien millones de hombres los que
vivimos en esta tierra. El 52% son mujeres y el 48% hombres; el 30% son
blancos, el 8% negros y el resto de un color de piel más oscuro; el 57% son
asiáticos, el 21 % europeos y el 4% son personas del hemisferio (norte o
sur); el 30% son cristianos y el 60% no cristianos...
Según las estadísticas, esta sería la pertenencia a las religiones más
numerosas: católicos: 1.070 millones; musulmanes: 920; hindúes: 705;
protestantes: 669; budistas: 323; confucianos: 321; ortodoxos: 200; judíos:
18. En la Agenda Latinoamericana 2003 se presenta esta panorámica:
cristianos: 1.999 millones (33%); musulmanes: 1.118 millones (19,6%);
hindúes: 881 millones (13,4%); budistas: 360 millones (5,9%); religiones
indígenas: 228 millones (3,8%); judíos: 14 millones (0,2%); nuevas
religiones: 102 millones (1,7%); no creyentes: 778 millones (12,7%). Los
datos pueden variar un poco, pero son suficientemente orientativos.
La situación del cristianismo de cara al mundo es bastante dramática después
de dos mil años: de cada tres niños que nazcan dos no conocerán nunca a
Jesús, so pena de que se haga un esfuerzo misionero impresionante, que no
es fácil de prever. Pero en el corazón mismo de la iglesia católica la
situación no es mejor. En la actualidad somos aproximadamente unos mil
setenta millones de católicos. Pero, ¿cuántos cumplen en realidad con la
iglesia, con sus mandamientos, con lo que ella enseña, predica y expone?
Más de un 80% de los católicos del mundo viven al margen de ella y,
frecuentemente, en oposición a ella. Son cristianos de nombre, pero no de
vida; se llaman cristianos, pero no lo son; se confiesan católicos, pero viven
como ateos prácticos. Incluso de ese 20% que está en relación con la iglesia,
que cumple con ella, ¿cuántos viven realmente como cristianos? Apenas nos
quedaría un 3% de cristianos que podríamos llamar adultos. ¿Esperamos que
los siglos venideros sean mejores que los pasados? ¿Que los hombres que
nos sigan sean más creyentes que nosotros y que los que nos han precedido?
¿Se convertirán los hombres del futuro a Dios? ¿Avanzará su Reino por toda
la tierra? Si la mayoría viven al margen de la esperanza en el Resucitado,
¿quién cargará con el peso de llevar la esperanza a toda la humanidad?
La doctrina del resto puede ser ilustrativa para nosotros. La mayoría de los
cristianos no saben qué se esconde detrás de esa palabra, que aparece
frecuentemente en las páginas del Antiguo Testamento. Pero lo que con ella
queremos decir es muy claro. La idea de resto procede de las experiencias de
la vida de cada día. Cuando una nación, una tribu, un clan o una familia
hacía la guerra contra la otra siempre tendían hacia la aniquilación de todos

126
sus miembros, porque si quedaba uno solo, él tenía la obligación de vengar
la sangre derramada de su familia, de su clan, de su tribu o de su nación.
Pero casi nunca se lograba el exterminio total de una tribu o de una familia,
porque siempre había alguno que escapaba a la tragedia. Sobre él o sobre
ellos descansaba la esperanza de su reconstrucción.
En el Antiguo Testamento se habla con frecuencia de castigos de Dios
contra la casa de Israel por su infidelidad a la alianza. Dios debería haber
destruido por completo a su pueblo, pero nunca lo hizo. Como al varear el
olivo siempre queda una aceituna, como al vendimiar siempre queda un
racimo, como al segar siempre queda alguna espiga, como al cortar un árbol
vuelve a brotar la vida... así el pueblo de Dios sobrevivió a todas las
catástrofes, es decir, siempre quedó un sobrante, un resto. Una espiga, un
racimo, una aceituna, un tocón son signos de esperanza para el futuro. El
castigo no fue nunca aniquilador. El resto salvado fue el heredero y el
depositario de todas las promesas y de todas las esperanzas. Por eso, la
doctrina del resto constituye un elemento esencial de la esperanza bíblica.
El aniquilamiento de los vencidos, tan frecuentemente practicado por los
asirios, era una tendencia normal. Pero la aniquilación del pueblo elegido
planteaba un problema muy grave, porque si Dios lo destruía, ¿dónde
quedarían sus promesas? Podría buscarse otro pueblo, es verdad, pero las
promesas se las había hecho a ese pueblo y no a otro pueblo. Israel sabía que
podía fallar, pero creía que Dios no podía fallar. Aunque el Señor lo
castigara siempre, quedaría un resto. Pero si quedara un resto su memoria
nunca sería borrada de la tierra. Eso fue lo que alimentó su esperanza hasta
el infinito. Los que vieron viva la esperanza fueron un puñado, es decir, el
pequeño resto que sobrevivió a todas las catástrofes. Ese resto, perdonado
por el paso de la misericordia divina, se convirtió en el origen de un nuevo
pueblo de Dios".
Ahora, ese resto es la iglesia, portadora de la esperanza de todos los pueblos
de la tierra. Gracias a ese resto, el cristianismo ha superado milagrosamente
todas las crisis que han tratado de ahogarlo: del judaísmo, del Imperio
romano, de la época medieval, del peligro del poder, de las apatías, de la
impotencia y del escándalo del mal. La crisis actual se inscribe en esos
momentos de decadencia, de los que saldrá una iglesia renovada, más fiel y
creyente. Las semillas portadoras de la esperanza están ahí, como un
almendro en flor, anunciando el triunfo de la vida sobre la muerte y de la
esperanza sobre el cinismo y la desesperación. Dentro de un mundo
desencantado aparece el encanto del nuevo día que amanece. En tiempos del
Imperio romano el cristianismo tuvo que enfrentarse al paganismo; ahora, a
los hombres que se han alejado del Señor y a los que todavía no le conocen.

127
Las ascuas no están apagadas, la Iglesia sigue más viva, tal vez, que nunca.
El Espíritu sigue soplando sobre los huesos resecos de esta inmensa llanura,
renovando lo que está viejo, enderezando lo que está torcido, resucitando lo
que está muerto. El Resucitado está con nosotros y su Espíritu nos alienta.
La esperanza se mantiene viva. Pase lo que pase, esta caravana humana está
en marcha hacia la tierra de la promesa. Todo terminará bien, porque con
nosotros está el Señor. Nada ni nadie podrá separarnos de Él ni romper los
lazos que le unen a nosotros. Nada ni nadie podrá dar por terminada esta
historia maravillosa de salvación. Entre dolores y alegrías se está gestando
ya un futuro glorioso...

8. Esperando la vida sin fin


Esperar es la actitud de los que creen en el Señor, que puede llegar en
cualquier momento, sin avisar de su llegada. Pero la espera puede ser larga e
incierta la hora. La vida cristiana recibe de la esperanza su estilo y su
impulso. El cristiano vive el presente con toda la intensidad, mientras espera
la hora del encuentro. Ese será el momento en el que la esperanza dejará de
ser espera para convertirse en abrazo y en vida sin fin. Toda la historia de la
salvación ha sido una cadena de gracias, de gracias sin medida, de gracias
individuales, de gracias para todos, de gracias para esta vida, de gracias para
el final.
La resurrección de Jesús es el fundamento de toda nuestra esperanza y la
prueba definitiva de que el hom~ bre no termina a dos metros debajo tierra,
porque la muerte ya ha sido vencida. Sólo desde ella se iluminan todas las
noches oscuras de nuestra vida. Esa es la clave de nuestra esperanza. Ni el
hambre ni la injusticia, ni las metralletas ni los tanques, ni la misma muerte
tendrán la última palabra, sino ]esús. La resurrección es la última posibilidad
que Dios nos ofrece. Por eso, la esperanza es una virtud para la vida y para
la muerte. Pueden llegar momentos malos, pero el hombre que ha puesto su
esperanza en Jesús no se desmorona, sino que se
renueva sin cesar. La vida es una marcha con final feliz. Por eso esperamos,
incluso cuando vemos lo que vemos, porque nada de lo que vemos, sufrimos
o padecemos es comparable con la gloria que un día ha de manifestarse en
nosotros. Todo acabará bien. Detrás de todas las esperanzas parciales de esta
vida está la esperanza de una salvación definitiva. La esperanza nos asegura
que la muerte no es el final del camino, sino el principio de una vida sin fin
en la intimidad con el Señor. Ese es el aspecto más entusiasmante del
cristianismo. No es posible separar a Dios de su criatura ni a la criatura del
Creador. Nuestra esperanza no se basa en sueños ni en especulaciones, sino
en el acontecimiento más grandioso acaecido en nuestra historia: la

128
resurrección de Jesús. En ella, Dios ha realizado todos los juramentos y
promesas hechas a favor nuestro. Nuestras pequeñas esperanzas son una
llamada a la gran esperanza. Ese es el secreto de la esperanza cristiana: que
la humanidad entera está abierta a un futuro eterno y feliz.
Sin la existencia del cielo, la tierra sería totalmente insuficiente para
nosotros. No podemos describir lo que sucederá en el momento de la muerte.
Pero, ¿quién no se estremece ante la posibilidad de ver a Dios y de estar con
Él por toda la eternidad? Allí, como ya hemos dicho hablando del cielo, no
habrá llantos ni gemidos, ni dolor ni enfermedad, ni separaciones ni
rupturas, ya no se morirá lo que amamos, ni perderemos lo que poseemos.
Santa Teresa del Niño Jesús se sintió impresionada por este texto del Abbé
Arminjon: «Y el Dios agradecido dice: Ahora estoy de turno. Al don con
que mis amigos se han ofrecido a sí mismos, ¿de qué otra manera puedo
responderles si no es haciendo donación de mí mismo sin medida? Sería
mucho que yo pusiese el cetro de la creación en sus manos, que los revistiera
con los raudales de mi luz; sería mucho más de lo que ellos se hubiesen
atrevido a desear o esperar. Pero no sería el postrer impulso de mi corazón.
Les debo más que el paraíso, más que todos los tesoros de la ciencia. Les
debo mi vida, mi naturaleza, mi ser eterno e infinito. Por eso es necesario
que yo sea el alma de su alma, que penetre a través de ellos y los imbuya de
mi divinidad, así como el fuego penetra a través del hierro. Mientras me
muestro a ellos sin disimulo, tengo que unirme con ellos en una eterna
confrontación, cara a cara, de tal modo que mi gloria los ilumine, penetre a
través de ellos e irradie de todos los poros de su existencia, para que ellos
conozcan, como yo los conozco, y así ellos se conviertan en dioses». Sólo
entonces sabremos que lo invisible, lo inaudible y lo inimaginable se ha
hecho realidad. Tocaremos a Dios en toda su grandeza. Todo aquello a lo
que el hombre aspiró en su vida y realizó a medias, todo lo que quiso ser y
no pudo, todo lo que pudo ser y no quiso, todas sus posibilidades, todos sus
deseos, todas sus ansias, todos sus apetitos, todos sus afanes, todas sus
ilusiones, todos sus pensamientos se harán realidad. Ese es el porvenir de
nuestra esperanza.
Se ha encontrado una carta de la época del Nuevo Testamento, en la que se
dice: «Irene a Taonnophris y Filón, confortaos. Estaba tan apenada que lloré
por vues~ tro hijo muerto, tanto como lo hice por Dídimo. Todo lo que podía
hacerse, se ha hecho. Pero, lo mismo que siempre, frente a estas cosas, nadie
puede hacer nada». Frente a «estas cosas», es decir, frente a la muerte, no se
puede hacer nada. Esa es la desesperanza del hombre. Pero la fe cristiana
profesa a voz en grito que sí se puede hacer algo, que ya ha sido hecho: la
muerte ha sido vencida. Alguien ha entrado en ese castillo infernal, donde

129
ella reinaba indisturbada, y le ha despojado de su poder. Parecía que todo
estaba en orden, y que todo marchaba de acuerdo con un plan establecido: la
muerte era el punto final. No había nada que esperar. ¿Quién, entonces, ha
perturbado ese orden? Una intromisión divina se ha producido en este
mundo. Ha sido lesús, muerto y resucitado. Él es la resurrección y la vida.
La muerte ha sido vencida. Por eso hay esperanza para esta raza de hijos
pródigos. Porque esa muerte y esa resurrección han sido «por nosotros», es
decir, que nos han afectado hasta las raíces de nuestro ser. No ha sido un
espectáculo dramático que se haya desarrollado ante nosotros, sino algo que
ha sucedido en nuestro beneficio. En aquella cruz hemos muerto todos y de
aquella tumba removida hemos salido todos. Gritos de victoria se han oído
en nuestra tierra: «Oh, muerte, ¿dónde está tu victoria? Muerte, ¿dónde está
tu aguijón?». Tú picabas al hombre, como un escorpión, y lo matabas sin
remedio. No había medicina contra tu veneno mortal. Tu llegada ponía fin a
todos los sueños. Tu presencia daba por concluida su peregrinación. Pero,
ahora, Alguien ha quebrado tu cetro poderoso. Y eso significa que hay
remedio contra tu picadura mortal, que hay medicina contra tu veneno, que
hay esperanza para todos aquellos a quienes tenías esclavizados.
Aires de libertad se respiran en esta bendita tierra. La muerte se bate en
retirada. La historia humana ya no es lo que parece, sino que está afectada
por esa presencia amorosa del Señor. Alguien nos ha amado y se ha
entregado por nosotros y por nuestra salvación. Dios ha apostado tan
descaradamente a favor del hombre que nuestras tinieblas han sido
iluminadas por miles desoles. Ya sólo nos queda la esperanza de verle y de
vivir con Él por toda la eternidad. El reino de Dios avanza sobre la tierra
inundándola de vida. Todo lo prometido se ha cumplido. Ya hemos metido
la cabeza en el cielo. Todo llegará como fruta madura para nosotros. Dios
nos ha perdonado, justificado y santificado. Un año de gracia ha sido
proclamado en nuestra tierra para todos los hombres. En la tierra se
desarrolla el drama de la esperanza cristiana, que tendrá su final feliz en el
reino de los cielos. Mañana será mejor que hoy, el futuro mejor que el
presente. «Maranatha: Ven, Señor, Jesús». «Mi locura consiste en esperar»,
dijo santa Teresa del Niño Jesús.
Cualquier reflexión que se haga sobre la esperanza debe partir de esa
preciosa realidad: esperamos contra todos los males que nos envuelven y
contra todas las voces que nos dicen que no hay esperanza. Porque creemos
en la resurrección y en la vida sin fin somos capaces de soportar todas las
tribulaciones. Si no esperamos la locura de la Resurrección, entonces es que
no esperamos en nada. Si la esperanza en la resurrección fuera sólo un
consuelo, no sería ningún consuelo. Pero la vida del Resucitado está ya

130
presente entre nosotros. Por eso, la esperanza no sólo florece en los
momentos de alegría, sino que nos acompaña en el dolor y en la noche
oscura de nuestra vida; por eso, no está expuesta al vaivén de los
sentimientos ni de las dificultades. No somos nosotros quienes llevamos las
riendas del mundo en el que vivimos, lleno de conflictos y de oscuridades,
sino el Señor. ¡Qué terrible desilusión si no hubiera nada que esperar más
allá de la muerte! ¡Habría que borrar de nuestro vocabulario y de nuestro
corazón la palabra esperanza! Porque ella es la que suscita en nosotros
sueños imposibles y nos hace ver torrentes de agua donde no hay ni una sola
gota de rocío. Si todo lo que creemos no se cumpliera, si todo lo que nos han
anunciado no se realizara, si no existiera una vida más allá de esta, si el cielo
fuera un sueño creado por nuestra fantasía, si la vida eterna fuera una
quimera, ¡qué estrepitoso fracaso el de nuestra peregrinación!
En una viñeta de José Luis Cortés aparece una muchacha danzando y
corriendo con la cabellera ondeando al viento, que grita con todas sus
fuerzas: «¡Estás loco, Dios!». Es la Virgen María. Sí, Dios debe de estar loco
por hacer lo que ha hecho por nosotros: por habernos dado a su Hijo, por
haberse hecho carne y sangre humanas, por haberse confiado a las manos de
los hombres, por habernos elegido para la gloria y para una vida sin fin, por
habernos perdonado sin medida, por haberse quedado en un trozo de pan y
en unas gotas de vino... Dios tiene que estar loco para hacer todas esas cosas
con nosotros, un día y otro día, hasta el fin de los siglos".

9. El Espíritu Santo, animador de la esperanza


Esperanza es la gran palabra. Pero, ¿de dónde podrá llegarnos? ¿Quién podrá
alimentarla? ¿Nos queda alguna salida para la esperanza? La respuesta es
afirmativa: sí, nos queda el Espíritu Santo.
La Iglesia confiesa al Espíritu Santo como «señor y dador de vida». ¿Qué
sería una Iglesia sin el Espíritu? ¿Qué sería de los fieles cristianos sin Él?
¿Qué sería del mundo si le faltara el Espíritu? ¿Qué podríamos decir de
Jesús si no tuviéramos su Espíritu? ¿A quién volver nuestros ojos? El
Espíritu ha sido el gran olvidado y el gran desconocido. Si preguntáramos a
la mayoría de los cristianos, ¿qué nos dirían de Él?
El Espíritu aparece desde la primera página de la Biblia como un viento de
Dios que aleteaba por encima de las aguas, dando vida a las cosas. Él fue el
que convirtió el caos, es decir, lo caótico y lo desordenado, en cosmos, es
decir, en lo bello y lo ordenado, haciendo una creación maravillosa. Al
conjuro de la palabra y del Espíritu fueron apareciendo el sol y la luna, los
noches y los días, los mares y las montañas..., y el hombre, como corona de
la creación. Así ha sido desde entonces: por donde Él pasa florece la vida, se

131
endereza lo torcido y lo desordenado es ordenado. Cuando no tenemos más
horizonte que la muerte, el Espíritu pasa por esta llanura inmensa de huesos
secos y resecos, devolviendo la vida a los que yacen sin esperanza.
Pero el Espíritu tiene una misión especial que cumplir a favor nuestro. No ha
sido enviado a la tierra para proponer una nueva revelación, sino para grabar
a Jesús en el corazón de todos los hombres y para conducirnos a Aquel que
es el camino, la verdad y la vida. Él es el Maestro interior que susurra y
enseña, gime e intercede, suplica y sana, renueva y rejuvenece, santifica y
vivifica; Él está, mora y habita dentro de nosotros; Él nos consuela y nos
conforta, es nuestro abogado y auxiliador; Él es el que nos recuerda, sin
cesar, las palabras y los gestos de Jesús, lo que él dijo e hizo en los días de
su paso por la tierra; Él impedirá que su figura caiga en el olvido o que sea
confundida con la de cualquier otro personaje; Él nos hará ver siempre, en
los humildes rasgos del carpintero de Nazaret, al Señor y al Salvador de
todos los hombres; Él iluminará nuestros ojos para que podamos descubrir
en el acontecimiento escandaloso de su muerte el triunfo sobre Satanás y el
pecado; Él nos revestirá de una fuerza poderosa para anunciarle ante el
mundo entero.
El Espíritu es gracia y poder, fuerza arrolladora y abrazo en el alma; no es
sólo un agente de expansión, sino de conversión; no es sólo un río que fluye
y avanza, sino también una fuerza misteriosa que fortifica al hombre. El
Espíritu está ahí, trabajando a unos niveles que nos sobrepasan,
reconstruyendo en nosotros la imagen del Hijo, tan deteriorada por el
pecado, y haciendo una obra maravillosa. El día que veamos su acción en
nosotros caeremos de rodillas en un acto de alabanza y de adoración sin fin.
«El Espíritu me trae la secreta convicción de que soy amado como un hijo
único, de que la condena de muerte que pesaba sobre mí ha sido cambiada
por una sentencia de vida eterna. Todo eso me parece demasiado grande,
pero Él susurra en mi interior palabras que me alientan y me llenan de vida:
"Tú eres hijo de Dios, eres amado, eres heredero de todos sus bienes. El
Dios que ha creado el universo entero es tu Padre. El Dios indecible e
infinito es tu Padre". Por consiguiente, todo lo suyo es mío, porque en una
familia los bienes son comunes. Míos son los espa~ cios y la tierra, los ríos y
los mares, los montes y los valles y los abismos, las aguas de todos los
mares, las hierbas de todos los campos, las flores de toda la tierra, las
auroras y las puestas del sol. Mía toda la gracia, todos los dones, toda la
riqueza de Dios» .
Eso es lo que atestigua el Espíritu en lo más profundo de nuestro corazón:
Dios nos ama inconteniblemente, irresistiblemente, no porque seamos
buenos o malos, altos o bajos, ricos o pobres, sabios o ignorantes, blancos o

132
negros, sino porque somos sus hijos. Por eso, nada ni nadie podrá separarnos
de su amor: ninguna catástrofe, angustia o enfermedad, disgusto o desgracia,
por más grandes que sean, podrán separarnos de Él; ni el cielo ni la tierra, ni
el pasado ni el presente, nada de lo que fue, es o será podrá impedir que Dios
siga amándonos hasta el fin. El Espíritu está en las fuentes mismas de
nuestra vida, animando y regando esta flor insignificante que somos cada
uno de nosotros. Está ahí, como la más dulce de las presencias, como la más
agradable de las compañías, como el más tierno de los abrazos, como el
manantial de todas las gracias, de todas las virtudes y de todos los dones. Su
presencia en nosotros nos llena de vida y de amor. Estamos envueltos en un
mundo de misterio y de asombro.
El Espíritu es suave brisa o vendaval que todo lo arrasa, pero sigue
planeando sobre nosotros con entera libertad. No podemos decir dónde y
cuándo vendrá, cómo ha de actuar, cuáles son las obras más urgentes que
tiene que hacer. Tenemos que esperarlo en todo momento. Y con~ tinuar
siendo fieles a nuestras tareas y estar allí donde tenemos que estar, activos y
esperanzados, aunque el mundo que contemplan nuestros ojos marche por
caminos de desesperanza. El Espíritu puede infundir la vida en el reino de la
muerte y cambiar nuestro fracaso y frustración en un éxito maravilloso.
El Espíritu Santo estimula nuestra esperanza. Él nos asegura que si hay
esperanza es porque hay una realidad detrás de ella, que si hay huellas en la
playa es porque alguien ha pasado por allí, que si hay sed tiene que haber
una fuente para calmarla, que si hay deseos de inmortalidad es que existe la
inmortalidad. No puede haber un desajuste tan total entre nuestros deseos y
su realización. No es posible que haya un ansia infinita de vida y que sea
apagada por la muerte. ¿Cómo no va a ser sólida nuestra esperanza si está
garantizada por el Espíritu de Dios? ¿Cómo no ha de engendrar en nosotros
una esperanza firme y dichosa, alegre e inconmovible? ¿Cómo podrá el
pecado anular tantas y tan bellas promesas? ¿Estará toda la obra de Dios a
merced del cansancio de los caminantes? ¿Podrá, acaso, su infidelidad
vencer la fidelidad de Dios? ¿Acaso es más fuerte el pecado que la gracia, la
arcilla que el alfarero, la criatura que el Creador? Nada ni nadie puede hacer
fracasar el plan de Dios. Porque si nosotros nos empeñamos en destrozarlo
todo, Él se empeña en llevarlo todo hacia delante. Esa es la fuente inagotable
de toda nuestra esperanza: que el amor de Dios es invencible, que su afán
por nosotros es más desmesurado que el nuestro por abandonarle, que su
fidelidad es la cosa más segura con la que podamos contar. Por eso podemos
marchar confiados. Ni todas nuestras estupideces juntas podrán invalidar el
plan concebido a favor nuestro desde toda la eternidad.

133
Hay esperanza precisamente porque el mundo fantástico que se avecina no
es algo que hayamos concebido nosotros, sino que es obra suya. Si el
resultado de nuestro camino dependiera de nuestros esfuerzos, nuestra
esperanza sería vana. Pero ahí está la palabra de Dios. Ha sido pronunciada
para nosotros. Parece demasiado buena para ser real, tan buena que no
acabamos de creerla. ¿Es posible que Dios sea así? ¡Si todo va a
contracorriente de sus planes, de su providencia y de su amor! ¡Pero su
palabra no queda anulada por ninguno de nuestros raciocinios, ni por el
desmentir continuo de nuestra experiencia! Sigue ahí, llamando a nuestro
corazón, esperando una respuesta. Y esa palabra de Dios tiene un nombre
concreto: se llama Jesús. Él es el cami~ no, la verdad y la vida. Nuestra
esperanza tiene ojos de hombre y habla nuestro lenguaje. Él es la vida de
todas las vidas y el amor de todos los amores. Él es la resurrección de los
que han muerto. Con él jamás quedaremos confundidos ni avergonzados.
¿Cómo no estar llenos de esperanza?
Dios podía haber permanecido silencioso e infinitamente alejado de sus
criaturas, pero lo que hizo fue precisamente lo contrario: se rebajó y habló
con nosotros. Y en la plenitud de los tiempos su Palabra se hizo carne por
nosotros y por nuestra salvación. En Jesús, Dios nos ha bendecido con toda
clase de bienes espirituales y celestiales; en él nos ha elegido, desde toda la
eternidad, para ser santos e irreprochables. Eso significa que desde toda la
eternidad hemos sido pensados y amados por Dios en Jesús, el Hijo de su
amor. Yo, el hombre concreto que soy ahora, con todo lo que tengo por
naturaleza y por adquisición, con todo lo que he sido, soy y seré, he sido
elegido por Dios desde el origen de todo origen; yo, este hombre, sano o
enfermo, alto o bajo, rico o pobre, sabio o ignorante, blanco o negro,
pecador o santo; yo, el hombre de esta tierra, que ríe y goza, sufre o padece,
he sido creado entre un sinfín de posibilidades y soy amado sin mérito
alguno por mi parte, y fui amado desde la eternidad, antes de que yo pudiera
hacer o decir algo por Dios. Apenas lo puedo creer. Me miro y no me
identifico. Yo soy un pecador, merecedor de todos los reproches; no soy
inocente, sino culpable. Pero, por más vueltas que le dé, por más excusas
que ponga siempre me encuentro con la misma realidad: soy santo e inma~
culado a los ojos de Dios, no por mis méritos, sino por puro amor. Dios ha
hecho de la santidad de Jesús mi propia santidad, sus méritos son mis
méritos, su justicia es mi justicia, todo lo suyo es mío, soy hijo en el Hijo.
¿Con qué ojos mirará el Padre a los hijos de la tierra que se presentan ante Él
revestidos de la santidad y de la inocencia de su propio Hijo? ¿Con qué ojos
podrá mirar Dios al hombre después de haber asumido Él mismo la carne
humana? ¿Con qué ojos mirará al Hijo resucitado y glorioso, que está

134
sentado a su derecha en los cielos? Pues con los mismos ojos con que mira
al Hijo nos mira a nosotros. ¿Podrá olvidarnos o despreciarnos? Ese es el
milagro que se ha producido en nosotros desde toda la eternidad. El precio
de nuestro pecado ha sido pagado con la sangre del Hijo. Él murió para que
nosotros viviéramos. ¡Su sangre a cambio de nuestra vida! La gracia ha
ocupado el lugar del pecado y la vida el lugar de la muerte. Hemos sido
elevados a la categoría de hijos de Dios. No somos los incluseros de Dios,
sino su propia familia, sus hijos queridos. Eso significa que todos los
derechos y todos los privilegios de los hijos son nuestros". De eso da
testimonio el Espíritu en nosotros. En el fondo sin fondo de nuestro ser, Él
susurra estas palabras: ¡Padre!, ¡Hijo! ¿Qué más podemos desear?

10. Devolvedme mi esperanza

La vida está llena de inseguridades y peligros. Todas las voces nos dicen que
no hay esperanza para el hombre. Todo nos habla de un final desastroso para
nuestra existencia. Todo parece indicarnos que la vida se agota con el último
suspiro, que no hay nada más allá, que la muerte termina con todos nuestros
deseos e ilusiones. Todo está contra la esperanza de los que caminan. Un
gemido de pesar se oye en nuestra tierra: ¿Por qué? ¿Para qué esta vida?
¿Qué fin tiene nuestra existencia? ¿Quién nos hizo? ¿Por qué se nos obligó a
existir? ¿Por qué ahora nos lo arrebatan todo? ¿Por qué Dios no nos ayuda
precisamente cuando más le necesitamos?". Pero en lo más hondo de nuestro
ser se hace oír una Voz que nos incita a seguir esperando contra toda
esperanza. Hay algo en nosotros que se resiste a todos los fracasos, algo que
nada ni nadie puede ahogar. Una ola va y viene trayendo a nuestra alma la
respuesta: Sí, la vida tiene sentido. Dios nos ama, y eso significa que somos
indestructibles. Si nuestro principio estáá en Dios, en Él tiene que estar
nuestro final. Eso es lo que está inscrito en nuestro código genético. Porque
con Jesús se ha abierto una salida a nuestra situación desesperanzada. No
caminamos hacia la nada y el vacío, sino hacia el Todo y hacia la ida. ¡Qué
espantoso sería si esta aventura terminase a dos metros debajo de la tierra!
Se cuenta de un hombre que, narrando su vida ante un grupo de compañeros,
interrumpió, de repente, su relato para hacer esta confesión: «Aviso al
público que he perdido mi joya más preciosa: la esperanza. La he perdido en
el trayecto que va de los treinta a los cuarentaa años. Pido a cualquiera que
la encuentre que la devuelva a su legítimo propietario... Mi esperanza es
fácil de reconocer: mide 1,74 como yo. Es imposible confundirla con otra.
Su forma recuerda mucho a la del corazón humano. Mi esperanza saltaba y
brincaba. Verdaderamente se parecía a un corazón vivo. Así era el mío en el

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trayecto entre los treinta y cuatro a los cuarenta años, cuando súbitamente, y
sin saber cómo, lo perdí todo. A quien la encuentre, sea quien sea, hombre o
mujer, casado o soltero, niño o enfermo, le suplico que me la dé..., es mi
esperanza y no puede servirle a nadie más que a mí. Le abrazaré como
abracé a mi madre cuando terminó la guerra. Os lo pido: buscadla, estaba
acostumbrado a mi esperanza. Me acompañaba siempre... Mirad por ahí,
para ver si la encontráis» (Bernard Bro).
¿Qué ha pasado con nuestra esperanza? ¿La hemos perdido en el camino?
¿Se ha venido todo abajo? Pero la esperanza es como un sol que se alza
sobre el mundo. Cada amanecer la luz vence a las tinieblas; cada día nos trae
una nueva esperanza, que se filtra por nuestros ojos como un rayo de luz;
cada aurora se abre un nuevo horizonte para el hombre; cada momento está
más cerca la llegada del Señor, que dará su plenitud a toda nuestra
expectación. Por encima de todos los males, de todos nuestros interrogantes
e inquietudes, nosotros esperamos en ese Dios que se ha hecho carne de
nuestra carne y solidario de todos nuestros pecados, en el Dios que nos
alienta y nos conforta en la debilidad y nos guía en la oscuridad. Creemos en
el Dios de las promesas, que nos ha salvado ya y que nos ha abierto de par
en par las puertas de su reino. Si no hubiera un final feliz en vano creeríamos
y esperaríamos en Él.
Cuando abrimos nuestros ojos sobre el mundo, podemos sentir la tentación
del desánimo. Pero Jesús ha muerto y resucitado por estos hombres que
pisotean todas las flores y oscurecen todos los amaneceres, que confunden la
música con el ruido y la poesía con la prosa vulgar. En este mundo el Señor
ha sembrado la semilla del amor y del bien, de la paz y de la justicia, de la
vida y del perdón. Mañana será mucho mejor que hoy, en el presente ya se
alumbra un futuro esplendoroso. La historia del hombre ha quedado
iluminada para siempre desde que Dios salió de su silencio y nos dio su
Palabra. Eso es lo que nos hace temblar de gozo. Porque si Dios nos ha
visitado y redimido, entonces las puertas del mundo entero están abiertas a la
esperanza. Con un Dios así, nosotros nos atrevemos a esperarlo todo, has~ ta
la vida sin fin. «Esperar no es un lujo, sino un deber; esperar no es soñar,
sino el medio para transformar el sueño en realidad», dijo un día el cardenal
Suenens. Una esperanza que no traspasara los lindes de la muerte, sino que
se agotara en el espacio de este mundo, nos dejaría completamente
insatisfechos. Pero la promesa del Señor responde a algo que es
irrenunciable por parte del hombre: la felicidad y la vida sin fin.
La resurrección de Jesús de entre los muertos es la respuesta de Dios a todos
nuestros interrogantes. Al final no está la nada ni el silencio infinito, sino los
brazos del Padre esperando a sus hijos. En ellos va escribiendo, día a día,

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una hermosa página de la historia de la salvación, en la que el pecado y la
muerte no tendrán la palabra úh tima y definitiva. Por eso seguimos soñando
y esperando contra toda esperanza. Nos gozamos y alegramos con todos los
esfuerzos que los hombres están haciendo en favor de los pobres y de los
débiles de la tierra, pero la esperanza en lo que Dios está haciendo por
nosotros nos hace reventar de alegría. Deseamos y esperamos que un día
pueda ser saciada el hambre de los hambrientos, que desaparezcan las
injusticias y que de las espadas se hagan podaderas, pero seguimos
esperando con un ansia infinita la aparición de unos cielos nuevos y de una
tierra nueva en los que habite el amor, la gracia y la vida sin fin.
«Una vieja fábula oriental cuenta la llegada de un caracol al cielo, hasta
donde había llegado arrastrándose miles de kilómetros por la tierra, dejando
un surco de baba por todos los caminos. Al llegar a las puertas del cielo, san
Pedro le miró con compasión.
“Qué vienes a buscar al cielo, pequeño caracol? -le preguntó.
Y el pequeño caracol le respondió:
-Vengo a buscar la inmortalidad.
San Pedro sonrió con ternura.
¿La inmortalidad? Y, ¿qué harías tú con la inmortalidad?
-No te rías -le replicó el caracol-, ¿acaso no soy yo también una criatura de
Dios, como los arcángeles? Sí, eso soy, el arcángel caracol.
¿Un arcángel eres tú? -le preguntó san Pedro-. Los arcángeles llevan alas de
oro, escudo de plata, espada flamígera, sandalias rojas. ¿Dónde están tus
alas, tu escudo, tu espada y tus sandalias?
El caracol levantó su cabeza y respondió:
-Están dentro de mi caparazón. Duermen. Esperan.
¿Y qué esperan, si puede saberse? -preguntó san Pedro.
Esperan el gran momento.
San Pedro, pensando que el caracol se había vuelto loco, insistió:
-¿Qué gran momento?
-Este -respondió el caracol.
Y, al decirlo, dio un gran salto y cruzó el dintel de la puerta del paraíso, del
cual ya nunca pudieron echarle».
(N. Kazantzakis). Vicente Barragán Mata
Somos débiles como caracoles, y como ellos avanzamos lentamente
llenando de baba el camino por donde avanzamos. Y, sin embargo, bajo
nuestra debilidad están nuestras armas. Apenas las desarmamos durante la
vida, pero allí están. Duermen, pero también esperan. «En el corazón más
amargado todavía ondea la bandera de la esperanza. No se sabe por qué
espera, pero espera. Incluso cuando todo parece perdido, la niña esperanza

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grita allá dentro que, tal vez mañana, todo sea distinto, que todo puede
cambiar. No hay más razón que ese hermoso tal vez, que esa palabra, la más
hermosa de nuestro idioma: todavía. Todavía Dios nos ama, todavía estamos
vivos, todavía alguien puede querernos, todavía alguien puede acercarse,
todavía, todavía. Con esa palabra en la mano el hombre es inmortal e
invencible. Es ese todavía el que nos da fuerzas para arrastrarnos hasta las
puertas del cielo, para llegar hasta ellas como el pequeño caracol y para dar
el salto y meternos en aquella patria de la que nadie nos podrá echar» 16. Lo
importante no es la baba que hemos dejado por el camino, sino el hijo que
somos y que el Padre no se resignará jamás a perder. Si no nos atrevemos a
dar el gran salto, alguien nos empujará para que lo demos. El éxito del
camino está asegurado.
Esa es la realidad más inmensa de nuestra vida: Al~ guíen me quiere,
alguien me ama, alguien me besa, alguien me abraza, alguien me espera,
alguien me echa de menos, alguien me perdona, para alguien soy importante.
Y yo le espero y le espero, oteando cada día el horizonte, hasta que mis ojos
se cansen de tanto esperar..
Conclusión
¡Qué necesidad tenemos todos de esperanza! A veces sentimos que la espera
es demasiado larga. ¡Tantos siglos en los que parece que no ha pasado nada,
en los que los sueños no se han hecho realidad, en los que las fuerzas del mal
y de la muerte parecen haber ganado la partida a las de la gracia y de la vida!
¿Cuándo va a llegar el reino de Dios? El cansancio nos acecha, pero la niña
esperanza sigue susurrando a nuestros oídos: confía y espera, ama y espera,
trabaja y espera sin cansarte jamás. Porque hay esperanza para todos: para el
pobre y para el rico, para el enfermo y para el sano, para los santos y los
pecadores, para los jóvenes y los ancianos, para los hombres y para las
mujeres, para los que creen y para los que no creen, para los de ayer, los de
hoy y los de mañana, para los que no esperan nada porque lo tienen todo, y
para los que todo lo esperan porque no tienen nada. «El hombre se define
mejor por lo que está llamado a ser que por lo que es; no por la semilla, sino
por el fruto; no por el gusano, sino por la mariposa; no por el primer Adán,
sino por el nuevo Adán; no por la muerte que le acecha, sino por la vida que
se anuncia detrás de ella. Aún no sabemos bien lo que seremos, pero en el
Resucitado lo empezamos a entender». Viendo lo que hemos visto y lo que
vemos, comenzamos a entender que hay una mano amorosa y providente
que todo lo conduce para nuestro bien, Alguien que nos quiere y que nos
ama, pase lo que pase y suceda lo que suceda. Porque el hombre no espera
en algo que pueda conseguir por sí mismo, sino en Alguien que le puede
regalar una vida sin fin. La esperanza se apoya en ese Dios que mira al

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mundo con misericordia y que envió a su Hijo para salvarnos y no para
condenarnos. Se ha dicho que la esperanza es «como una lluvia de buenas
noticias que empapan el alma, como el viento favorable que facilita la
navegación, o como el ancla que nos sostiene en medio de la prueba, o como
la tabla a la que nos agarramos cuando la vida nos zarandea, o como el
aroma que perfuma el ambiente en el que vivimos, o como el cariño que nos
sostiene cuando no encontramos ni una palabra de ánimo ...v. Dios camina a
nuestro lado y eso nos llena de esperanza. La situación actual, por más
desesperada que parezca, no es la última palabra. Eso es lo que nos urge a
seguir caminando hasta el fin. Ese Dios que parece que va de incógnito está
presente en lo más cercano y en lo más familiar, en el amor y en la violencia,
en la vida y en la muerte. Ahora le buscamos en la fe y en la esperanza, hasta
que un día le veamos cara a cara. Entonces será la esperanza colmada, la
bienaventuranza sin fin. «En ti, Señor, he confiado, no me veré defraudado
para siempre».

Índice
Introducción 1. El hombre encamino 1. El hombre 2. El
hombre, un ser en camino 3. El sentido de la vida 4. El hombre, un
ser que espera
2. La esperanza amenazada 1. El progreso y su desencanto 2. La
esperanza marxista 3. Los filósofos contra la esperanza 4. El triunfo
del mal 5. La atonía de nuestros días 6. Crisis en la Iglesia 7.
Signos de esperanza
7. 1. Brotes de esperanza en el mundo
7.2. Brotes de esperanza en la iglesia 8. El milagro de la esperanza
3. En las fuentes de la esperanza
1. El vocabulario de la esperanza en el Antiguo Testamento
2. La promesa de Dios a la casa de Israel
3. La esperanza en el más allá
4. La esperanza en el Nuevo Testamento
5. ¿Qué esperamos? El contenido de la esperanza
6. ¿Por qué esperamos? Razones para la esperanza
7. El Dios de la esperanza
8. Jesús, nuestra esperanza
8.1. El hecho de la resurrección de Jesús
8.2. El testimonio sobre la resurrección
8.3. Nuestra esperanza en la resurrección
8.4. Fe, esperanza y caridad

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4. La esperanza de una salvación universal.
1. La muerte, ¿fin de la esperanza?
2. La resurrección, renacimiento de la esperanza .
3. El juicio, crisis de la esperanza
4. El infierno, o el adiós a la esperanza
5. El cielo, consumación de la esperanza
6. El problema de la salvación
7. ¿Quién se salvará?
8. ¿Cuántos se salvarán?
9. ¿Salvación por las obras?
10 ¿Salvación universal?
10. 1. La voluntad salvífica de Dios
10.2. Jesús, salvador y redentor de todos los hombres
10.3. Adán y Jesús frente a frente
11. Gratuidad de la salvación

5. La Iglesia, signo de esperanza para el mundo


1. La Iglesia, testigo de la esperanza
2. La Iglesia, comprometida en su esperanza
3. Esperanza y acción temporal
4. Esperanza encarnada en signos concretos
4.1. Las curaciones, signo de la llegada del Reino
4.2. Mirar al mundo con optimismo, con amor y compasión
4.3. La fuerza de la palabra
4.4. La fuerza de la comunidad
4.5. La práctica de la justicia
4.6. La celebración y la fiesta

6. Vivir de esperanza
1. El riesgo de la esperanza
2. Esperar cada día
3. La seguridad de la esperanza
4. Firmes en la esperanza
5. Esperar contra toda esperanza
5. 1. Esperar en medio del mal del mundo
5.2. Esperar, a pesar de todas las pruebas
5.3. Emaús, la hoja de ruta de los desesperanzados
6. Esperando por todos
7. El resto, cargado con la esperanza del mundo entero

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8. Esperando la vida sin fin
9. El Espíritu Santo, animador de la esperanza .
10. Devolvedme mi esperanza
Conclusión

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