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La suspensión de los derechos políticos.

Consideraciones generales sobre sus fundamentos, su uso y abuso

Moisés Moreno Hernández

I.- DELITO Y REACCIÓN ESTATAL. Fundamentos del Estado democrático de derecho.

Que el hombre es un ser libre, es un postulado que pueda constatarse o no en la


realidad, está hace tiempo fuera de toda discusión,1 pues se trata de una idea
congruente con las bases teóricas de una democracia. Pero en contrapartida, el hombre
es también un ser eminentemente social, un fenómeno que ha sido ampliamente
estudiado desde los tiempos de Aristóteles y desde muchos ángulos del conocimiento,
sólo que, según se observa a lo largo de la historia, la convivencia constante de los
humanos genera conflictos, lo que los obliga a renunciar a algunas de sus libertades
para poder vivir en grupo y hacer posible la vida social. Esta es la esencia de la tesis de
Rousseau conocida como “El Contrato Social”.2

De esta forma, los individuos pueden contar con suficientes libertades dentro del grupo
social, y ejercer lo que suele llamarse libre albedrío para satisfacer sus necesidades,
logrando así el adecuado y libre desarrollo de su personalidad.

Una herramienta fundamental para el logro de este fin es sin duda la propia ley, que
establece algunos principios fundamentales para organizar el tejido social y sienta las
bases para el funcionamiento del grupo hacia el futuro, limitando el poder de la
autoridad estatal en favor de los gobernados, en la solución de conflictos mediante su
adecuada interpretación y aplicación sistemática.3

Evidentemente no siempre se consigue materializar tan elevados propósitos puesto que


los seres humanos poseen múltiples personalidades y muy variados intereses y porque
además, con frecuencia crean alianzas que se convierten en fuerzas sociales con las
que pueden llegar a afectar a otros individuos del grupo, más débiles y desorganizados.

Cuando un individuo lesiona o pone en peligro algún bien jurídico fundamental,


contemplado en un tipo penal, trastoca el orden social cometiendo un delito, entonces,
una buena parte del sistema de justicia penal (por lo menos los subsistemas judicial y
ejecutivo) se pone en marcha y al sujeto involucrado se le aplican una o varias penas.
Desde luego el estado no reacciona de esta forma (al menos no debería hacerlo) frente

1
Cfr., Spinoza, Baruch, “Ética, Tratado Teleológico-Político”, 5ª. ed., trad. Francisco Larroyo. México,
1999, Edit. Porrúa, pág. 161.
2
Cfr., Rousseau, Juan Jacobo, “El Contrato Social”, trad. María José Villaverde, España 1993, Edit.
Altaza, pág. 14.
3
Véase sobre esto, con mayor amplitud, Moreno Hernández, Moisés, “Política Criminal y Reforma Penal.
Algunas bases para su democratización en México”, México, 1999, Edit. Ius Poenale, págs. 34 y ss.
2
a cualquier comportamiento humano sino sólo frente a los ataques más intolerables
contra los bienes jurídicos esenciales para la vida social ordenada.4

El delito es extendidamente entendido en la doctrina como una estructura que parte de


un comportamiento humano que luego transita o es objeto de diferentes valoraciones
jurídicas que permiten calificarlo de típico (si se acomoda perfectamente a la
descripción legal) antijurídico (en el caso de que al lesionar o poner en peligro el bien
jurídico contravenga todo el orden normativo general) y culpable (si es posible que con
base en él se pueda formular un reproche a su autor).

La reacción penal estatal (ius puniendi), se desencadena cuando ese comportamiento


infringe gravemente el orden social al atacar los bienes jurídicos tutelados por los tipos
penales y desde luego, el agente es acreedor al reproche con base en su culpabilidad.5
Por ello como se ha dicho, en el plano teórico sustantivo, se afirma que un delito es un
comportamiento humano típico, antijurídico y culpable6 contra el cual el Estado, a
nombre de la propia sociedad reacciona mediante la imposición de una o más penas.

La reacción estatal se generaliza en razón de que en la convivencia cotidiana no se


comete sólo un delito sino muchos y de muy variada naturaleza y deben controlarse
(tanto la incidencia delictiva como la reacción estatal), esto da lugar a una herramienta
que puede considerarse de control social conocida como política criminal que como
objeto de estudio abarca el conjunto de estrategias y medidas (reacciones) que el
estado adopta (y orienta) en su lucha contra el fenómeno de la criminalidad.7 La política
criminal para poder diseñarse y luego implementarse requiere de la participación o
actuación conjunta de diversas autoridades de la organización estatal tanto de ámbito
legislativo, como del ejecutivo, y por supuesto del judicial, es decir, se requiere de todo
el sistema de justicia penal.

Pero la política criminal que puede seguir un determinado Estado es diversa y depende
en gran medida del propio tipo de Estado de que se trate, sin embrago,
fundamentalmente se suelen reconocer a los Estados como autoritarios, democráticos y
mixtos. El Estado mexicano por supuesto se caracteriza al menos en el plano teórico
como un estado democrático de derecho8.

Entre las características fundamentales de un Estado democrático de derecho, se


reconoce a una población que vive en un plano de igualdad bajo normas jurídicas
previamente establecidas, donde el estado respeta y da plena vigencia a las garantías

4
Cfr., Moreno Hernández, Moisés, “Las Transformaciones de la legislación penal mexicana (Los vaivenes
de la política criminal mexicana)”, en comentarios en torno al NUEVO CÓDIGO PENAL PARA EL
DISTRITO FEDERAL, pág. 12.
5
Cfr., Welzel Hans, “Derecho Penal Alemán”, Chile, 1993. Edit. Jurídica de Chile, trad. Juan Bustos
Ramírez y Sergio Yañez Pérez, págs. 57 y ss.
6
Ídem.
7
Véase sobre esto, Zaffaroni, Eugenio Raúl, “Sistemas penales y derechos humanos en América Latina,
Primer Informe del Instituto Interamericano de Derechos Humanos”, Argentina, 1984, Edit. Depalma.
Moreno Hernández Moisés, Op cit nota 3, págs. 76 y ss.
8
Sobre esto, Moreno Hernández, Moisés, Op. Cit. nota 3, págs. 34 y ss.

2
3
individuales y todos observan la ley general, se cumple con la división de poderes, hay
plena autonomía del poder judicial y por ende, es posible abatir la impunidad y se
garantiza la justicia.9

En consecuencia, su política criminal debe hallarse imbuída de la filosofía que


emana de la propia Constitución y de las ideas democráticas, de ahí que el hombre sea
considerado como un fin en sí mismo, y se respeten plenamente sus derechos
humanos observándose los principios de legitimidad, intervención mínima, bien jurídico,
jurisdiccionalidad, principio de acto de culpabilidad y sobre todo el principio de
aplicación racional de las penas y medidas de seguridad.10

II.- LAS CONSECUENCIAS JURÍDICAS DEL DELITO. Los fines de la pena.

Las consecuencias jurídicas que se siguen de la comisión de un delito con base en el


principio de legalidad, serán las estrictamente establecidas en las leyes. Pero por
descontado que se trate de un asunto pacífico en el que no exista mayor discusión, por
el contrario, son tantas las posibilidades que plantean los casos de la vida real y tantas
las posibles interpretaciones legales, que para evitar tratos desiguales (con base en la
misma ley) y en general, para evitar arbitrariedades, se requiere de una elaboración e
interpretación sistemática de la materia jurídico penal para resolver cada caso y aplicar
adecuadamente la ley, pues como lo afirmó Welzel “…sólo la comprensión de las
conexiones internas del Derecho liberan a su aplicación del acaso y la arbitrariedad…”11

Sin embargo, es indudable que en la solución de un caso concreto, y en el tema de la


imposición de una o varias penas o en general, algunas consecuencias jurídicas, no
sólo entran en consideración las razones estrictamente jurídico-normativas, sino que
también se ponderan algunas otras razones de justicia material y cuestiones político
criminales en general. Estos aspectos que a veces no se consideran, han llevado a
Roxín a preguntarse por ejemplo: ¿Para qué sirve la solución de un problema jurídico
que, a pesar de su hermosa claridad y uniformidad, es desde el punto de vista
políticocriminal erróneo?12

Cuando el Estado y su sistema de justicia penal se enfrentan por ejemplo, al problema


del homicidio culposo de un ser querido, al delito de falsificación documental cometido
por motivos loables, la fijación de la naturaleza y la medida de la pena, no se puede fiar
enteramente a la sistemática jurídico penal, pues ahí entran en juego sin duda,
consideraciones político-criminales que también deben considerarse para solucionar
adecuadamente el caso y en especial para individualizar la pena. Tales consideraciones

9
Íbidem, págs. 39 y ss.
10
Íbidem, pág. 79.
11
Op. Cit, nota 5, Welzel Hans, pág. 1
12
Roxin Claus, “Política criminal y Sistema de Derecho Penal”, traducción Francisco Muñoz Conde, Edit.
Bosch, Barcelona España,1972, pág. 20.

3
4
deben hacerse igualmente en la tarea de elaborar una buena regulación sobre las
consecuencias jurídicas del delito.

En torno a esto último, se ha desarrollado un área del conocimiento científico jurídico-


penal que se conoce como “teoría de los fines de la pena”,13 dentro del cual se abordan
problemas aún más fundamentales como el de la propia naturaleza de la pena, que
desde luego se remonta muy atrás en el tiempo. Esto indica que el fenómeno mismo de
la existencia de las penas y su aplicación merece examinarse un poco más
detenidamente.

En torno a la naturaleza de la pena sobresalen dos aspectos; el de la connotación


personal de quien la sufre por sí y por sus allegados y el del Estado que es el
encargado de establecerla, imponerla y luego ejecutarla. De ahí que en la doctrina
tradicionalmente se hayan planteado por lo menos dos problemas en torno a la pena; el
problema del sentido y el problema de la impresión de la pena.14

En cuanto al estado actual de la cuestión relativa al problema de la impresión de la


pena, se observa que continúa privado la idea de que ésta debe ser vivida en tanto mal
que es, por el hombre a fin de inhibir su inclinación a transgredir la ley, al paso que
toma conciencia de las bondades de una vida ordenada y productiva.

Respecto al problema del sentido de la pena y desde luego sus finalidades, han existido
tradicionalmente dos posiciones teóricas con sus respectivas variantes. Las teorías
absolutas que mantienen un sentido idealista y cuyo lema podría ser “la realización de
un ideal de justicia a través de la retribución” se apoyan claramente las ideas de
Emmanuel Kant y W. Hegel.

Las teorías relativas de manufactura mucho menos ideal, fueron un producto del
iluminismo, la pena es por tanto una medida práctica con la cual se persigue inhibir la
comisión de más delitos. Desde luego, que éstas teorías más que explicar el sentido de
la pena, argumentan sobre la justificación de la necesidad de su aplicación, salvo que
se crea fielmente que el fin justifica los medios, pues en rigor, su explicación pasa en
efecto por las penas, pero se extiende inevitablemente a la medida de seguridad. Sin
duda que estas posiciones por su utilitarismo, coinciden con las ideas de J. Bentham.

Dentro de las posiciones relativas, se distinguen las teorías preventivas generales que
ponen de relieve el efecto general de la pena en toda la sociedad lo que puede ser de
dos maneras (que se aprecian casi como dos caras de una misma moneda)
fomentando la tendencia de respeto a la ley (positivo) o bien, inhibiendo o desalentando
su infracción (negativo). Lo mismo puede decirse de las teorías preventivas especiales,
pues también persiguen inhibir la repetición delictiva, sólo que en este caso, sus efectos
se dirigen a una persona en particular e iguamente por la vía de fomentar el buen
comportamiento e inhibir los malos.

13
Íbidem, pág. 67
14
Welzel Hans, op cit, nota 1, pág. 281.

4
5
Muchas y muy agudas son las críticas que respecto a todas éstas teorías se han
formulado15 pero para los efectos de este trabajo se resaltarán principalmente sus
bondades, sin perjuicio de puntualizar alguna crítica que se estime directamente
pertinente según el caso.

III.- EL SISTEMA DE PENAS.

En un sistema de doble vía, es decir, uno que abarca en su aplicación a los


imputables y a los inimputables permanentes, el proceso puede culminar con la
imposición de una pena o bien de una medida de seguridad, según las características
del agente. La diferencia más notoria entre pena y medida de seguridad es su
fundamento pues mientras aquella presupone la culpabilidad, esta se basa en la
peligrosidad personal.16

En general, la mayoría de los estados del mundo, ante la culpabilidad revelada


por el agente en el delito, reaccionan mediante la imposición de una pena de prisión. La
prisión como pena constituye por tanto, la médula de casi todos los sistemas penales,
aunque es bien conocido que también se la utiliza como medida cautelar, en México,
por desgracia con inusitada frecuencia. En realidad, aunque pueda llamársele de otra
forma, es incuestionable que desde el punto de vista material la prisión es la misma
antes o después del pronunciamiento de una sentencia pues en ambos casos apareja
la cancelación de la libertad individual, de ahí que sea una de las debilidades de
nuestro sistema procesal y uno de los más criticados aspectos. Con base en sus
características la prisión puede considerarse como una pena genérica no específica,
una pena específica sería por ejemplo, la suspensión de la licencia de conducir en los
delitos cometidos en tráfico de vehículos.

No se trata de la antigua prisión (la mejor versión de las medidas absolutas),


desprovista del fin de resocialización que se impuso todavía durante la Edad Media y
que sólo se suavizó después del siglo XVII17 y más tarde, a finales del siglo XVIII, con la
labor del inglés John Howard. No obstante, la prisión continúa siendo hoy el centro de
gravedad en un sistema de penas antiguo y basado en gran medida en la idea de
retribución por el delito cometido.

La Constitución Mexicana ofrece algunos de los rasgos generales para el tema


de la pena pues por ejemplo, en el párrafo tercero del artículo 14 establece la
prohibición de aplicar una pena que no esté decretada por una ley “exactamente”
aplicable al delito de que se trate, la fracción I, del apartado B del artículo 20, recoge
ahora el principio de presunción de inocencia que impediría la aplicación de una pena a
quien no ha sido sentenciado y el artículo 22 prohíbe algunas penas que existieron en
el pasado y dispone que la pena sea proporcional al delito y al bien jurídico afectado.

15
Cfr. Op. cit., Welzel Hans, págs. 285 y ss y Roxin Claus, “Problemas Básicos del Derecho Penal”,
traducción de Diego Manuel Luzón Peña, Madrid, 1976, Edit. Reus, S. A., págs. 12 y ss.
16
Welzel Hans, op cit, nota 1, pág. 289.
17
Íbidem, pág. 192

5
6
En la normatividad penal federal mexicana (conforme al artículo 24 del capítulo I,
Título Segundo, del Código Penal Federal), el sistema de penas se integra por a)
Prisión, b) Tratamiento en libertad, semilibertad y trabajo a favor de la comunidad, c)
Confinamiento, ch) Prohibición de ir a lugar determinado, d) Sanción pecuniaria, e)
Decomiso de instrumentos, objetos y productos del delito, f) Amonestación, g)
Apercibimiento, h) Caución de no ofender, i) Suspensión o privación de derechos, j)
Inhabilitación, destitución o suspensión de funciones o empleos, k) Publicación especial
de sentencia, l) Vigilancia de la autoridad, y; m) Suspensión o disolución de sociedades.

El artículo 45 del Código Penal Federal, precisa que la suspensión de derechos es de


dos clases: I. la que por ministerio de ley resulta de una sanción como consecuencia
necesaria de ésta, -esta redacción abre necesariamente el debate sobre si en este caso
la suspensión es o no una pena-. pues la siguiente fracción hace la distinción al indicar
“la que se impone como sanción”, y II. La que por sentencia formal se impone como
sanción. En el primer caso, la suspensión comienza y concluye con la sanción de que
es consecuencia. Esta dualidad propia de la suspensión y privación de derechos
aunque está prevista no sólo para los derechos políticos sino también para la tutela,
curatela, para ser apoderado, defensor, albacea, perito, depositario o interventor
judicial, síndico, árbitro, etc., es uno de los aspectos legales con los cuales se temina
casi por oscurecer la naturaleza de la suspensión de derechos que se considera por un
lado como pena y por otro, como consecuencia de una pena.

En torno a la justificación de la pena, en especial la de prisión, como ya se


adelantaba, la idea dominante es la que estima que estas responden en su calidad y
cantidad a la culpabilidad del agente, en ese sentido se detecta que subyace la idea de
retribución y ello se sostiene aun y cuando existe conciencia del problema de la
“libertad” en que se fundamenta la propia culpabilidad,18 como un asunto indemostrable.

Pero si bien, la culpabilidad como fundamento de la pena resulta cuestionada, la


mayoría de la doctrina admite que esta categoría sirve para limitar político-
criminalmente el poder del Estado. Si alguien que infringe la ley no estuvo en posición
de conocerla, no puede ser estimado culpable y por ende, no es posible imponerle una
pena, o bien, aunque a juicio del juez alguien merezca (bajo la idea de la retribución)
una pena elevada por que el monto del daño es muy cuantioso, si el delito es culposo
cometido en tráfico vehícular (art. 62) no se impone sino multa. Estas normativas a
pesar de que continúan partiendo de la idea de la retribución, sin duda la atemperan, al
considerar criterios garantistas y hasta de utilidad para todos y lo mismo se deduce de
ciertos parámetros que normalmente son incluídos en las leyes, la gravedad del hecho y
el grado de culpabilidad del agente19 y que no hacen sino reconocer el objetivo de
protección a la paz social, que se basa tanto en el agente como en la víctima y la
sociedad en general y la prevención del delito, más que el deseo de compensar un mal.

18
Cfr., Roxin, Claus, “Culpabilidad y Prevención en Derecho Penal”, trad. Francisco Muñoz Conde,
España 1981, Edit. Reus, pág. 42
19
Véanse sobre esto los artículos 51, 52 y 53 del Código Penal Federal.

6
7
Todo esto revela que (además de esa idea retribucionista) existen necesidades
estatales de naturaleza político-criminal que también se tratan de satisfacer con la pena
y el modo en que se idean y aplican, de donde podría derivarse la necesidad de la
adecuada y justa imposición de una pena atemperada conforme a fines. Así ocurre
también con los bajos montos en delitos dolosos que prevén algunas legislaciones, por
ejemplo la excusa absolutoria y la disminución de penas previstas para los supuestos
del artículo 248 del Código Penal Distrital, todos son límites al poder del Estado en su
tarea de establecer y aplicar pena y todas funcionan como garantías individuales que
posibilitan o privilegian el desarrollo de la personalidad pese a alguna desviación de la
norma.

Existe el problema de que al no ser cosas o cuestiones equivalentes, no se


puede medir la culpabilidad con relación a la pena, pero la verdad es que la teoría de la
determinación de la pena está en desarrollo, tal vez en el futuro se logren identificar
parámetros precisos de equivalencia que contribuyan a materializar el principio de
proporcionalidad al que ahora se refiere la última parte del artículo 22 Constitucional
que dice “Toda pena deberá ser proporcional al delito que sancione y al bien jurídico
afectado”.

Es entonces bastante claro el interés del Estado en que con la pena, no sólo se
retribuya la acción culpable del agente del delito dentro de los límites legales, sino que
además se busca que con su aplicación, incluso con su sólo anuncio legislativo, se
logren ciertos efectos preventivos generales y otros fines. Desde luego, lo deseable es
que con el mínimo de intervención se logre un mayor grado de libertad para todos, en
tanto que con aquella pena adecuada y proporcional, se reafirme la idea de respeto a la
ley y al orden social.

En este esfuerzo el juez cuenta con cierto margen de libertad para decidir el
cuantum de la pena para una culpabilidad dada, lo que se ha llamado teoría del margen
de libertad que se basa en el rango de pena que existe entre el mínimo y el máximo
aunque en contra de esa idea existe otro criterio doctrinal llamado teoría de la pena
exacta.20

Pero más allá del tema relativo a la determinación judicial de la pena con base en
sus finalidades, aparece el aspecto de la determinación legislativa de la naturaleza y los
límites mínimo y máximo de las penas, una labor en la que sin duda debe echarse
mano de las enseñanzas de la ciencia en general y particularmente de la política
criminal.

En este sentido, (como ocurre en la determinación judicial) la pena, debe servir a varios
fines como la prevención general de los delitos, la prevención especial. El legislador
parte de que la pena debe ser la adecuada a la culpabilidad es decir, la merecida por el
autor y que sea la óptima para la prevención general, pero deja un cierto espacio de
libertad al aplicador de la ley, con base en consideraciones preventivas a la hora de

20
Op. cit., nota 18, Roxin, Claus, págs. 95 y ss.

7
8
determinar la magnitud judicial de la pena. Se consideran características del hecho, las
de las víctimas, incluso, la vida futura del reo en sociedad. 21

Pero el legislador, acostumbrado a lidiar con las manifestaciones de poder de


diversos grupos (más que con los problemas de la sistemática jurídico penal o la
justicia) toma también en cuenta esos aspectos y en ocasiones termina apartándose de
los ideales democráticos y de derecho que deben privar en sus actividades y en sus
elaboraciones jurídicas, en especial con las relativas a las consecuencias jurídicas del
delito que por definición tienen que ser adecuadas y proporcionales a la naturaleza del
delito que se trate, y más aún en la tarea legislativa tratándose de un tema tan delicado
como el de las consecuencias jurídicas del delito debe privar el orden y la racionalidad,
lo que se viene cuestionando desde hace tiempo en tratándose de la suspensión de
derechos incluso en el nivel constitucional.

No obstante si en verdad deseara el legislador ajustarse a los principios que


orientan una democracia, tendría que considerar los postulados fundamentales de
igualdad, libertad, no discriminación o pluralismo, en especial el político a que se refiere
expresamente la Constitución Mexicana en los artículos 1, 2 y 4 y tácitamente casi
todos los dispositivos de la parte dogmática del pacto fundamental.

En efecto, la libertad en todas sus manifestaciones es el derecho humano más


apreciado y protegido, tanto es así que el propio artículo 1º prohíbe por ejemplo toda
actividad que atente “…contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o
menoscabar los derechos y libertades de las personas.” El artículo 4º entre muchas
otras protecciones a la libertad, puntualiza que las personas tienen derecho a un medio
ambiente adecuado para su desarrollo y bienestar, el artículo 5º que también es rico en
disposiciones de tutela a la libertad, conmina al Estado para que no permita la
celebración de acuerdo alguno que resulte en el sacrificio de la libertad de las personas
y refiriéndose a los convenios de trabajo prohíbe que se pueda renunciar a los derechos
políticos. En suma, la constitución Mexicana conmina al Estado y a sus autoridades,
para que promuevan las condiciones necesarias para hacer posible el adecuado y libre
desarrollo de la personalidad individual.

Estos fundamentos, aparejan para la materia punitiva que se respeten y


observen algunos principios fundamentales que son expresión también del infaltable
respeto a la libertad que debe privar a la hora de ejercerse el máximo poder del Estado
el ius puniendi. Consecuentemente, al legislar penas se debe tener el cuidado de no
incurrir en excesos innecesarios contra las personas.22

Igualmente se deben observar otros principios como el de mínima intervención23


o última ratio o fragmentariedad del Derecho Penal, que no son sino el reclamo de que

21
Íbidem, pag. 121.
22
Cfr., Carbonell Mateu, Juan Carlos, “Derecho Penal: Conceptos y Principios Constitucionales”, 3ª. ed.,
Valencia, 1999, Edit. Tirant lo blanch, pág.199.
23
Ferrajoli, Luigi, “Derecho y Razón. Teoría del Galantismo Penal”, trad. P. A. Ibáñez, Edit. Trotta,
Madrid, 1998.

8
9
se mantenga incólume la libertad individual y que no sea afectada sino sólo en los
casos extremos en que hayan fracasado cualquier otra estrategia para solventar un
conflicto que altere la paz social e involucre la lesión o puesta en peligro de bienes
jurídicos. En este sentido, el principio de bien jurídico se perfila entonces como otra
importante exigencia de libertad pues el Estado debe reaccionar penalmente sólo
cuando se trate de lesiones o puesta en peligro de bienes de un elevado valor jurídico,
aquellos que sean esenciales para hacer posible la vida en comunidad, de lo contrario,
se produciría una violación a ese principio y con ello un indebido menoscabo a la
libertad.

Un aspecto que resulta importante destacar en torno a las debidas


consecuencias jurídicas del delito es el llamado principio de proporcionalidad pero
entendido en sentido amplio y no sólo como un criterio fundamental de equivalencia
entre culpabilidad y pena, es decir en sentido estricto. Así entendido a este principio, la
doctrina suele denominarlo también principio de prohibición de exceso dentro del cual
se engloban a su vez los llamados principios de adecuación, necesidad de la pena y
proporcionalidad (stricto sensu). 24

Conforme a estos principios de corte democrático (y desde luego en muchos otros),


resulta claro que no sólo es relevante el momento de la imposición judicial de la pena,
sino que también debe moderarse el poder normativo del Estado al momento de crear
figuras típicas y penas. Bajo este concepto que resulta complejo, se contiene la idea por
ejemplo, de que la pena resulte apta para los efectos de la protección del bien jurídico y
además sea cual fuere esa pena, debe ser cualitativamente relacionada a la conducta
que se dirige, así por ejemplo, no parecería muy adecuado o congruente suspender o
cancelar una licencia de conducir si se trata de un delito sexual, de hecho resultaría
desconcertante incluso si el evento hubiese tenido lugar a bordo de un vehículo.
Tampoco parece adecuado pensar en imponer la pena de la pérdida de los derechos
civiles si se trata del delito de fraude por ejemplo y no exista alguna relación de
parentesco. En el mismo sentido la pena debe resultar necesaria, es decir, que se
legisle una pena sólo si esto es ineludible en razón del bien jurídico a tutelar y sólo en la
medida imprescindible para conseguir los efectos deseados.

En la práctica es notorio el abuso en que incurre el Estado en un afán de


aparentar dar respuesta al aumento del fenómeno delictivo pues se tiende a
incrementar y generalizar las penas dando así a la apariencia de que se hace algo para
combatir el crimen cuando en realidad es sólo un espejismo de justicia que trasgrede
entre otras cosas, los principios antes precisados.

De todo lo anterior, puede concluirse que estos y otros principios que establecen
límites al ius puniendi estatal, operan no sólo al individualizar judicialmente la pena sino
también al momento en que el subsistema legislativo dispone las consecuencias
jurídicas para cada delito. En ese sentido se insiste que la pena debe resultar adecuada
en orden a la tutela del bien jurídico específico de que se trate y además que persiga

24
Op. cit. nota 22, págs. 206 y ss.

9
10
como última finalidad, el logro de la máxima libertad posible con un mínimo de sacrificio
para los derechos de una persona.

Otro efecto del principio de la pena adecuada sobre el que también se insiste es
que ésta se encuentre relacionada con la conducta del delito de que se trate, de donde
resulta bastante obvio que una pena (siendo específica, como el caso de la suspensión
de derechos) no puede aplicarse a conductas de muy diferente naturaleza y
trascendencia.

En ese orden de ideas resulta difícil compaginar éstos postulados democráticos


con la suspensión de los derechos políticos pues si bien, una pena específica es
adecuada a una cierta clase de delitos, es muy probable que no resulte adecuada para
otro y menos aún para todos, y con esto mismo es claro que se genera una disminución
general de libertad.

En efecto, la suspensión generalizada de los derechos políticos contraviene


todos estos principios porque tratándose por ejemplo del principio de pena adecuada,
es difícil explicar en qué forma una suspensión de derechos políticos tutela
directamente la libertad sexual (en el caso del delito de violación), o cómo es que tutela
el patrimonio en el caso del delito de robo y como es sabido, en todos ellos se ordena
dicha suspensión; es decir, que fuera del caso de los delitos electorales en donde el
bien jurídico en juego está sin duda relacionado con el tema de los derechos políticos,
no se podría explicar la razón de la imposición de esa pena específica.

Por otra parte, no contribuye mucho a lograr la máxima libertad general posible
para una sociedad, que es una de las finalidades de la aplicación de una pena, el hecho
de que casi en cualquier supuesto se suspendan los derechos políticos que como ya se
ha dicho forman parte del conjunto de derechos humanos. Tampoco se acomoda muy
bien al principio de la pena necesaria pues desde luego que existen muchas otras
formas para conseguir la protección de bienes jurídicos e inhibir la repetición delictiva
sin que tenga que ordenarse necesariamente la suspensión de los derechos políticos.

IV.- EL DELITO ELECTORAL

Es sabido que el derecho electoral abarca tanto al conjunto de normas jurídicas


que regulan las elecciones (latu sensu), como lo relativo al sufragio (stricto sensu), o
mejor, en él se enmarca lo atinente a la dignidad de la persona del elector en tanto vota
y es votado y también lo referente a las elecciones luego, es un tema muy dinámico; al
respecto es conocida la frase de Carmenin: “mientras la Constitución es la sociedad en
reposo, la ley electoral es la sociedad en marcha”.25

Es obvio que en el negocio comisal, es decir, en el proceso de elegir a quien


representa y por tanto ejerce poderes públicos, los ánimos se caldean y los conflictos

25
Hernández, María del Pilar, “Derecho Electoral”, Diccionario Jurídico Mexicano, México, Porrúa-UNAM,
2005 D-H, pág 1176.

10
11
suben de tono. Después de todo, muchos intereses se ponen en juego. De ahí que el
Derecho Penal le interese regular algunos aspectos sustanciales de esta cuestión pero
esto debe hacerlo sin olvidar sus propias bases rectoras.

No se trata de un asunto menor, por el contrario, de lo que se trata es de


organizar al menos dos aspectos fundamentales para la vida social, la democracia
haciendo efectiva la soberanía popular26 y la dignidad humana y derechos del votante –
votado.

Es por las razones anteriores que los asuntos electorales se encuentran


regulados por diversas disposiciones fundamentales o de rango constitucional, por
ejemplo, así el inciso a), de la fracción II, del artículo 3° (democracia), el párrafo primero
del artículo 4 (costumbres indígenas), el párrafo cuarto del artículo 5, el 6, 7,8 y 9
(obligatoriedad de cargos y funciones electorales), el párrafo noveno del artículo 16
(prohibición de intervención en comunicación privada electoral), los artículos 34, 35, 36,
37 y 38 (derechos ciudadanos y ser votado y asociarse políticamente y los supuestos
de suspensión y pérdida), y más de treinta disposiciones posteriores que incluyen el
artículo 130 con temas diversos, pero todos ellos relacionados a la materia electoral.

Para los efectos de este desarrollo, resulta especialmente importante lo


establecido en los artículos 35 fracciones I y II, la fracción II del 36 y el 38
Constitucional. El aspecto sobre el que se intenta llamar la atención es lo que puede ser
un desatino y un abuso en la reacción estatal frente al fenómeno delictivo con base en
razones de derecho penal que puedan configurar un menoscabo a la libertad individual
que afecta al final la propia dignidad humana, tratándose de la suspensión de los
derechos políticos.

El delito electoral, en tanto delito, es como ya se dijo una estructura que implica
ciertas valoraciones jurídicas, apareja también consecuencias jurídicas que variarán
según la calidad del autor o partícipe, pone el énfasis en reprimir las conductas contra la
función pública en material comisial pero aún más sobre la libre manifestación del voto.
Esto no es novedoso en realidad pues aunque en México, con algunos antecedentes en
1963 y 1972, no fue sino hasta 1977 y 1988 que en realidad, la materia electoral fue
tomando forma y vigencia y sólo con la reforma de 15 de agosto de 1990 se incluyeron
los delitos electorales en el Código Penal Federal Título Vigésimo Cuarto; lo cierto es
que ya los griegos castigaban con la pena capital a quien votara dos veces en el mismo
proceso o a quien negociaba su voto y otro tanto hacían los romanos al castigar
severamente conforme a su ley Julia de Ambitu, el fraude electoral. Como se aprecia la
preocupación principal era las indebidas negociaciones del voto y en general al fraude
electoral.

La actual legislación penal federal puntualiza los delitos electorales en el título


vigésimo cuarto y concretamente en los artículos 403, 404, 405, 406, 407, 408, 411 y
412 del Código Penal Federal. Entre los rasgos generales de estos tipos penales se

26
Cfr., Bobbio, Norberto, “El futuro de la democracia”, 2ª. ed. Trad. José Fernández Santillán, México,
Fondo de Cultura Económica, 1999, pág. 23.

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12
advierte la doble votación, la coacción del voto, entorpecer las tareas electorales, la
indebida negociación del voto, la violación del secreto del voto, la inducción del voto por
ministros religiosos, la alteración o destrucción de documentos de la organización
partidista, la negativa injustificada a desempeñar el cargo de elección y la alteración de
los registros de electores, entre otras.

Como puede verse también México sigue la tendencia mundial de enfatizar el


tema de la libertad del voto para diseñar sus tipos penales relativos a la materia. Ahora
bien, las penas dispuestas para estos delitos conforme los propios dispositivos
indicados son, como para la mayoría de los delitos la prisión, también se dispone la
multa y el artículo 408, de la codificación en cita establece suspensión de los derechos
políticos hasta por seis años al candidato a diputado o senador electo que no presente
sin causa de justificada a desempeñar el cargo.

En suma, se disponen como penas para estos delitos la prisión, la multa y la


suspensión de derechos políticos. En este caso, la suspensión de tales derechos se
estima congruente considerando la propia naturaleza de los delitos de que se trata.

Así, considerando que el bien jurídico que se tutela con los llamados delitos
electorales, más que la actividad del Estado en materia de comisios es la libertad en la
manifestación de la voluntad de los ciudadanos al elegir a sus representantes, es
bastante lógico y aceptable que en caso de una defraudación a esa libertad por el
motivo que sea, se genere la pérdida de los derechos políticos. En tal caso se atiende al
principio de pena adecuada pues entre otras cosas, la sanción se halla en relación
directa con el bien jurídico que se intenta proteger.

No es posible considerar esto mismo si, como desafortunadamente ocurre, se


extiende la sanción de suspensión de derechos políticos a otros delitos de muy diversa
naturaleza y menos aún si se extiende a todos los delitos.

V.- LA SUSPENSIÓN DE LOS DERECHOS POLÍTICOS.

Los derechos políticos son considerados como un sector de los derechos


humanos;27 ese conjunto de prerrogativas o libertades que se reconocen al hombre en
cuanto tal. Conforme a estos derechos, el individuo participa en la construcción de la
estructura estatal ejerciendo su derecho al voto. Los derechos políticos presuponen sin
embargo conforme a la propia Constitución Mexicana, a la ciudadanía. Es conocida la
opinión de Hans Kelsen en cuanto a que la esencia de estos derechos es dar al
individuo un lugar en la formación de la voluntad social. Se distinguen de los derechos
civiles en que mientras estos se refieren a los asuntos privados, los derechos políticos
aluden a los asuntos públicos de los seres humanos.

27
Rodríguez y Rodríguez, Jesús, “Derechos Humanos”, Diccionario Jurídico Mexicano, Op. cit., nota 25,
pág. 1268.

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Una de las nobles características de los derechos humanos consiste en que se
reconocen a todos los seres humanos sin distinción de origen, credo, nacionalidad,
orientación sexual, ni ningún otro criterio que le discrimine. En ese sentido los derechos
políticos no se acomodan muy bien al concepto en razón de que estos son ejercidos
sólo por los ciudadanos de un estado y vedados a quienes no lo son, lo que se
desprende del propio texto del artículo 33 Constitucional, que prohíbe tajantemente a
los extranjeros tomar parte en los asuntos políticos del país.

Pese a esta limitación, que se impone al menos por ahora (y que podría variar
según el grado de globalización que se alcance a nivel mundial, sobre todo con la
formación de comunidades continentales que poco a poco abracen a varios países); es
posible observar que los llamados derechos políticos como parte de los derechos
humanos, toman carta de naturalización a escala mundial, basta ver el contenido por
ejemplo de los artículos 21 de la propia Declaración Universal de los Derechos
Humanos, el artículo 25 del pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos o el
artículo 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

La idea fundamental que en ellos se establece es que estos derechos deben


asegurarse y protegerse contra restricciones o suspensiones indebidas aún por motivos
de edad, residencia, nacionalidad, capacidad civil o psíquica y a causa de una condena
penal. Es justamente este último aspecto sobre el que versan las siguientes reflexiones.

Casi la cuarta parte de los postulados constitucionales se refieren a los derechos


humanos que básicamente aparecen divididos según su naturaleza en civiles, políticos
y sociales, pero su profusa regulación constitucional y legal no garantiza
necesariamente que esta sea adecuada, tal como ha ocurrido con otros aspectos
normativos.

En la normatividad Constitucional y legal en torno a la suspensión de los


derechos políticos se observa una sistematización confusa y un uso que puede resultar
excesivo y por lo tanto contrario a los ideales democráticos que inspiran su existencia.
Ya adelantábamos que a nivel constitucional, los artículos 34 y 38 regulan los requisitos
para ser ciudadano de la república, los derechos ciudadanos o políticos como el votar o
ser votado y las obligaciones inherentes, así como las causas que motivan la pérdida o
suspensión de tales derechos.

Dispone el artículo 34 Constitucional básicamente que son ciudadanos los


mexicanos que cuenten con 18 años cumplidos y tengan un “modo honesto de vivir”,
este último requisito además de que en rigor no es reconocido entre los criterios
democráticos universales, donde por ejemplo, según el texto del artículo 23 de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos (en vigor desde marzo de 1981), los
Estados quedan autorizados para reglamentar los derechos políticos; precisa que será
“exclusivamente por razones de edad, nacionalidad, residencia, idioma, instrucción,
capacidad civil o mental o condena, por juez competente en proceso penal”, luego es
claro que aún considerando el rango de esta disposición, tal requisito resulta como
mínimo cuestionable y más aún si se toma en cuenta que la expresión puede dar lugar
a interpretaciones subjetivas que aparejen un trato desigual a los iguales.

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Pero aún soslayando éstos aspectos, se aprecia que el artículo 35 Constitucional


como la primera de las prerrogativas que otorga al ciudadano, dispone su derecho a
votar en las elecciones populares (fracción I) y en la fracción II su derecho a ser votado
para cualquier cargo de elección popular. Sin embargo, el numeral 36 fracción III estima
que el voto es una obligación ciudadana de modo que también en México y desde la
Constitución se plantea el antiguo debate en torno al cuál es la naturaleza del voto, ya
lo debatían los franceses en su Asamblea Constituyente de 1791 y aquí en México y tal
vez para no prolongar la polémica, se estableció en el artículo 4° del COFIPE, que votar
constituye al mismo tiempo un derecho y una obligación.

No es nuestro propósito participar en una polémica que además de compleja,


resulta ajena al área del derecho penal, sin embargo, es claro que para los efectos de la
suspensión de los derechos políticos como sanción resultaría al menos importante
conocer su naturaleza, pues es bastante claro que como pena no es lo mismo que a
una persona “se le prive de un derecho” a que “se le releve de una obligación”.

Entre las teorías que intentan explicar la naturaleza del voto, figura la llamada
voto-prerrogativa que bajo esta expresión intenta englobar al voto como un derecho y
como una obligación. 28 Otra es el voto derecho natural del individuo y una tercera es la
del voto-función pública sostenida por Carré de Malberg, para quien si la función de
votar se deduce de la soberanía estatal, luego antes del Estado no hay soberanía y en
consecuencia tampoco hay derecho de votar, posteriormente este autor se muestra
más conciliador y admite con Jellineck que “el derecho de elección es sucesivamente
un derecho individual y una función estatal…”29 es ésta la teoría del voto-derecho
función.

Desde luego, que igual que ocurre con la idea del libre albedrío como
fundamento de la culpabilidad, en este tema podríamos estimar que aunque no sea
posible (al menos en este momento), determinar plenamente la naturaleza del voto, la
idea que mejor se acomoda a las bases democráticas es la que lo estima como un
derecho natural del individuo ciudadano, y en realidad, sólo con tal criterio se puede
entender que su privación sea considerada como una pena.

Esta concepción toma forma con J. J. Rousseau y por lo tanto, es sin duda un
producto más del iluminismo, según Rousseau, los miembros del Estado al ser origen
del poder público, poseen una parte de soberanía, de ahí que luego tienen el derecho
de ejercerla, consecuentemente, se trata de un derecho natural inherente a la persona
ciudadana e incluso anterior al acto constitutivo mismo. Rousseau defiende con tanto
calor esta idea que dice “Tendría que hacer aquí muchas reflexiones sobre el simple

28
Arenas Bátiz, Carlos y Orozco Henríquez, José, “Derecho Electoral”, Enciclopedia Jurídica Mexicana,
Edit., especial, México, Porrúa-TSJDF-UNAM, dos mil ocho 2008, pág. 91.
29
Carré de Malberg, R. “Teoría General del Estado”, 2ª. ed. trad. José Lión de Petra, México, Fondo de
Cultura Económica, 1998, pág. 1143.

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derecho de voto… derecho que nadie puede quitar a los ciudadanos, así como sobre el
de opinar, proponer… discutir…”30

Tal vez parezca una exageración comparar el derecho de votar con el derecho
de expresión o mejor, que el Estado como parte del ius puniendi pudiera llegar a
cancelar el derecho de alguno a opinar, proponer o discutir como lo hace y con mucha
facilidad con los derechos políticos, no obstante, es claro que ésta forma de proceder es
contraria a la tendencia democrática de incluir al voto como un derecho humano tal
como ocurre en los diversos tratados internacionales suscrito por nuestro país, ya
reseñados.

En suma, si se considera que los derechos políticos (y concretamente, el derecho


de votar y ser votado), son justamente derechos, más que obligaciones, y que se trata
de derechos humanos del ciudadano; sería manifiesto el exceso en que incurre el
Estado mexicano al disponer por lo menos su suspensión en casi cualquier supuesto y
no reservar su uso a situaciones concretas y excepcionales, esto redunda en perjuicio
de diversos instrumentos internacionales como la propia Convención Americana sobre
Derechos Humanos que en su artículo 23 autoriza a los estados firmantes a
reglamentar y por tanto restringir los derechos políticos, pero textualmente -dice-, por
razón de una condena por juez competente y no simplemente por la existencia de una
causa penal contra un ciudadano.

De acuerdo con lo dispuesto en el artículo 38 Constitucional los derechos


ciudadanos o políticos se suspenden (en materia penal) cuando el individuo está
prófugo de la justicia al dictarse una orden de aprehensión (fracción V). Evidentemente
se trata de un supuesto que cubre momentos previos a la iniciación del proceso.

También se suspenden los derechos políticos por estar sujeto el individuo a un


proceso criminal por delito que merezca pena corporal a partir de que se dicta el auto
de formal prisión (fracción II). Ocurre pues que se produce la suspensión
invariablemente durante el desarrollo del proceso, cualquiera que sea la naturaleza del
delito con tal que apareje pena corporal.

Igualmente se suspenden estos derechos cuando en la sentencia se impone


como pena (fracción VI). Cabría esperar que esto ocurriera sólo en los casos en que la
ley lo estableciera para esos delitos. Empero, sucede que conforme a la fracción III,
también se suspenden los derechos durante la extinción de una (cualquier) pena. En
conclusión, desde el nivel constitucional está echada la suerte sobre el uso de esta
estrategia, que casi bajo cualquier criterio resulta como mínimo, generoso.

El Código de Procedimientos Federales en el inciso 12 del artículo 24, establece


en carácter de pena la suspensión de derechos y en el artículo 45, precisa que la
suspensión de derechos puede ser de dos clases a saber; la que por sentencia se
impone como sanción (fracción II) y la que por ministerio de la ley resulta de una
sanción como consecuencia necesaria de ésta, en cuyo caso dice, tal suspensión,

30
Op. cit., nota 2, pág 105

15
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comienza y concluye con la propia sanción de que es consecuencia. En este supuesto
cabría preguntarse si conserva su calidad de pena o se trata de una diversa
consecuencia jurídica del delito que presupone a una pena. El artículo 46 reitera que la
pena de prisión produce la suspensión de los derechos políticos, entre otros.

De las anteriores disposiciones se aprecian numerosos supuestos de suspensión


de los derechos políticos, quizá, con mejor técnica legislativa y sólo desde el plano
formal, resultaría mejor y sobre todo, más económico, señalar en que casos no se
suspenden estos derechos. A nivel constitucional casi en cualquier etapa del
procedimiento es posible su suspensión, incluso antes de que se dicte un auto de
formal prisión pues basta que se emita un mandamiento de captura para que el
individuo sea considerado un prófugo de la justicia y en esas condiciones, procede la
suspensión de derechos políticos. No se distingue si se trata de delitos considerados
como graves o no graves o si se trata de un delito doloso o culposo o si se trata de un
delito electoral o no, quizá el único requisito es que se trate de una pena corporal, y si la
ley no distingue desde luego no lo hacen los juzgadores.

Lo mismo ocurre con el auto de formal prisión pues tampoco distingue la


naturaleza del delito con tal que prevea pena corporal. En estos dos supuestos (en caso
de órdenes de aprehensión o del dictado de auto de formal prisión), sin embargo,
resulta evidente que la suspensión de derechos políticos no posee la naturaleza o
mejor, la denominación de sanción penal formal, no podría denominársele así supuesto
que aún no existe una sentencia del caso pero por supuesto que sus dramáticos
efectos son los mismos. Es claro no obstante que materialmente causa exactamente los
mismos efectos, al menos para el votante-votado.

El que una consecuencia jurídica delictiva sea al mismo tiempo utilizada con
otros propósitos no es un asunto nuevo, sucede lo mismo por ejemplo con la pena de
prisión a lo que se le llama prisión preventiva y es usada antes de que exista una
sentencia condenatoria, sólo que al menos en este caso su utilización se justifica bajo el
argumento de que se trata de una medida cautelar para asegurar la presencia del
justiciable durante el proceso. Esto no podría decirse por ejemplo tratándose de la
suspensión de derechos políticos. En otras palabras, para los efectos de un proceso
penal ¿que sería lo que intentáramos garantizar o afianzar con la suspensión de los
derechos ciudadanos de voto? Y es que resulta evidente que las medidas cautelares
son instrumentos jurídicos que se utilizan (debida o indebidamente) para los efectos o
finalidades procedimentales, pero la suspensión de derechos en definitiva no tiene esa
utilidad.

Otro aspecto que debe considerarse es el principio de presunción de inocencia


que rige en todo proceso penal, ahora recogido expresamente en el artículo 20 de la
Constitución. Una consecuencia natural de este principio es la imposibilidad estatal para
imponer una pena, cualquiera que esta sea, a un individuo a quien no se ha definido su
situación jurídica en definitiva, es decir, en una sentencia ejecutoria.

Sin embargo, si intentamos aplicar este principio al tema de los derechos


políticos, su elusiva naturaleza y su opacidad conceptual (la de los derechos políticos

16
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propiamente y la de la suspensión) generada por la normatividad mexicana representan
el primer obstáculo, uno que parece insuperable a menos se modifiquen los términos de
la propia norma fundamental y se logre congruencia con la reglamentación secundaria.

En efecto, si alguien argumentara que durante el proceso no es posible y sobre


todo no es legal, suspender sus derechos políticos en virtud de que eso contravendría
el principio de presunción de inocencia, bastaría con hacerle notar que esa suspensión
no se le impone en vía de pena sino como una especie de medida cautelar o para
decirlo en los términos resueltos por la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de
la Nación “…no debe confundirse la suspensión que se concretiza con la emisión de
dicho auto (formal prisión) con las diversas suspensiones que como pena prevé el
numeral 46 aludido (del Código Penal federal) como consecuencia de la sentencia
condenatoria…”.

Arguye la Corte que la primera suspensión tiene efectos sólo temporales –y


podríamos agregar mientras se dicta la sentencia- y que en el segundo caso son
definitivos. Así que –como lo solicita la Corte-, no nos confundamos, pues no se trata de
lo mismo, de ahí que no sea posible que prospere el criterio de la ampliación de
garantías.

Sin duda alguna que una farragosa o al menos complicada e inconexa regulación
normativa, impide dar vigencia adecuada a los principios y garantías de derecho penal,
pero no por ello debe olvidarse que una es la ley legislada, con toda su carga de errores
y virtudes y otra la ley interpretada la que para bien o para mal, puede alejarse de su
texto literal. Desde luego que lo deseable sería que estas interpretaciones resultaran en
fortalezas para los derechos del hombre y no en su desdoro y para ello lo aconsejable
es que en forma sistemática se intente ajustar los textos, a los principios de derecho
penal y desairar las interpretaciones letrísticas o aún peor, aquellas en las que se puede
dar cabida a una opinión de conveniencia momentánea.

VI.- SUMARIO

Si deseáramos simplificar el planteamiento esencial de este trabajo tendríamos que


empezar diciendo que conforme a las bases teóricas de una democracia y pese a que
no pueda demostrarse científicamente, el hombre es un ser libre y por tanto, el Estado
debe proveer las condiciones necesarias para el adecuado desarrollo de su
personalidad tal como se deduce del contenido de múltiples dispositivos
constitucionales, pero en especial del 1º, 4º, y 5º. Consecuentemente, la autoridad debe
mesurar su poder, en especial el ius puniendi, para intervenir en forma racional al
solucionar los conflictos interpersonales y sólo en el mínimo necesario para evitar la
venganza privada y hacer posible la vida social.

El principio de mínima intervención y del bien jurídico, son formulaciones de corte


democrático que señalan que el Estado sólo puede participar en la vida de relación
particular si el ataque resulta intolerable y se dirige contra un bien jurídico esencial para
la vida común, pero también lo son la prohibición de exceso, el principio de
proporcionalidad (stricto sensu), y la adecuación que subrayan que la actividad de la

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autoridad debe reducirse al mínimo indispensable y en materia de penas que éstos
sean proporcionales al delito cometido y más concretamente a la culpabilidad del
agente y desde luego, que esa pena tenga relación o sea adecuada para la protección
del bien jurídico concreto y a la acción descrita en el tipo penal.

En esa tarea, el derecho penal, la ley en general, la política criminal, el sistema de


justicia y el Estado mismo, son instrumentos al servicio del hombre y no a la inversa,
por lo tanto, todas las actividades del Estado Mexicano deben dirigirse a satisfacer las
necesidades de sus habitantes y para ello, el sistema de justicia, concretamente el
penal, debe organizarse en forma congruente e integral y lo mismo la ley penal que
luego debe ser interpretada y aplicada racionalmente y con la finalidad de alcanzar las
mayores libertades posibles.

No debe perderse de vista que los derechos políticos, son un sector de los llamados
derechos humanos, tal como lo sostuvo Rousseau al examinar su naturaleza y como ha
sido reconocido y regulado en diversos instrumentos internacionales suscritos por
nuestro país, destacando por su importancia el contenido del artículo 23 de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos, en donde para su adecuada
protección, se autoriza a los Estados poder restringirlos, pero acotando los supuestos
en que eso sea posible. Entre esos casos destaca el de la existencia de una condena
penal. Debe subrayarse el hecho de que se trata de una “condena” y no una simple
causa penal como ocurre en México.

Así pues, si el hombre es libre y el Estado, por mandato constitucional, debe establecer
las condiciones necesarias para hacer posible esa libertad, moderando su poder e
interviniendo lo mínimo indispensable; es bastante claro que se aparta y contraviene las
bases teóricas de una democracia, al disponer en sus leyes la suspensión de derechos
políticos sólo por “causa” penal y no por “condena” penal y en casi todos los supuestos
procesales, es decir, por orden de aprehensión, por auto de formal prisión y por
consecuencia de una pena corporal, pues con ello además puede transgredirse lo
dispuesto en el numeral 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos que
sólo se refiere a la condena penal.

No es deseable ni adecuado (por que eso transgrede el principio democrático de la


mínima intervención), que el Estado intervenga como autoridad ejerciendo el ius
puniendi, suspendiendo o cancelando a título de pena o consecuencia jurídica del delito
(o incluso bajo otras denominaciones) los derechos políticos, cuando en realidad,
tratándose de un sector de los derechos humanos requieren protección especial. Debe
reconocerse entonces que son otras las razones por las cuales existe tanto interés por
ordenar esa suspensión, razones que pueden ser justificadas pero en términos
económicos o políticos y no por razones de carácter penal donde sólo se advierte la
necesidad de su aplicación, tratándose de los delitos electorales por transgredirse
justamente esos derechos al coaccionarse o negociarse indebidamente.

Sería oportuno distinguir (y también uniformar) el uso de la estrategia de suspender los


derechos políticos como pena, como consecuencia de una pena y como una medida
procesal o incluso adelantada al proceso para lograr congruencia sistemática y evitar

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autoritarismo. Al respecto, conviene hacer notar que como medida procesal, a la
manera de la prisión preventiva, que es una medida cautelar que asegura la presencia
del justiciable en el proceso; no es posible afirmar que con tal suspensión se consigan
esos resultados. En otras palabras, la suspensión de derechos políticos no sirve para
asegurar algo en el proceso, en cambio, sí puede estar sirviendo calladamente para
asegurar otros intereses que rebasan el ámbito penal. Por lo demás, su uso como
consecuencia de una pena hace cuestionar su naturaleza pues no es una pena “formal”
pero tampoco queda muy lejos de ella. La interpretación jurisprudencial señala que en
este caso se trata de una pena accesoria.

Tampoco puede soslayarse que la naturaleza misma de la suspensión queda


oscurecida con la propia redacción de los artículos 35 versus 36 de la Constitución,
pues se le reputa a la vez derecho y obligación, lo que por necesidad, impediría decidir
adecuadamente si su suspensión puede (en ambos caso) ser materia de una pena en
el sentido fuerte de la expresión, es decir, en el sentido retributito o como castigo, pues
desde luego no es lo mismo que en vía de pena se suspenda o cancele un derecho a
que se releve de una obligación.

En cuanto a la regulación de la medida en la legislación mexicana, como ya se ha


dicho, por un lado parece excesiva, supuesto que en términos del artículo 38
Constitucional procede en casi cualquier supuesto procesal y por otro lado, también se
advierte cierta antinomia con el artículo 45 del Código Penal Federal que la limita al
momento de la condena (con lo que resultaría más acorde con la regulación
internacional). Sin embargo, la propia Suprema Corte de Justicia de la Nación canceló
la posibilidad de dar congruencia o al menos interpretar sistemáticamente el tema, que
por vía de interpretación judicial que se intentaron por los Tribunales Colegiados, al
resolver (la Corte), que no se trata de una ampliación de garantías y que debe
ordenarse la suspensión dada la supremacía constitucional y el diverso momento
procesal.

Finalmente, como pena, debe seguir también los principios de una política crimina
propia de un Estado de derecho de ahí por tanto que deba tener una utilidad en orden a
la vida en comunidad y no ser sólo retributiva de culpabilidad. Consecuentemente,
deben observarse también tanto en su formulación legislativa como en su aplicación, los
principios pertinentes, destacando el de necesidad y el de adecuación según el hecho
cometido y el bien jurídico a proteger y en ese sentido, es obvio que la suspensión de
los derechos políticos es adecuada cuando se hace mal uso de ellos según los tipos
penales ya legislados en materia electoral, sea por existir coacción o negociación de
ellos, pero no parece adecuada para muchos otros tipos que tutelan la vida, la
integridad física, el patrimonio, la libertad sexual, etc. y menos aún para todos.

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