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INTRODUCCIÓN A LA HISTORIA DE LAS IDEAS POLÍTICAS

Juan Pablo Ramis

La historia de las ideas políticas es una disciplina relativamente reciente que ha adquirido un
creciente impulso en las últimas décadas. A través de ella podemos trascender lo meramente fáctico
e introducirnos en el profundo universo de la reflexión sociopolítica. Esta incursión nos da la
posibilidad, no sólo de conocer el pensamiento de determinados autores sino, fundamentalmente,
de aprehender con una amplitud mucho más vasta el proceso histórico que buscamos develar.
Los acontecimientos históricos no pueden comprenderse en toda su dimensión sino se los
contempla a la luz de las ideas que los originaron. A su vez, no es posible captar plenamente el
sentido de estas ideas sin haber indagado en el marco político y cultural en el que fueron
concebidas.
Existen diversas orientaciones con respecto al modo más adecuado de interpretar un
texto político del pasado. Fundamentalmente, las posiciones contrapuestas aparecen a la
hora de discernir cuál es el objeto por analizar y cuál es la forma apropiada de arribar a
dicho objeto. Qué y cómo estudiar la Historia de las ideas políticas son interrogantes que
debe plantearse quien pretenda iniciar un trabajo vinculado a esta temática.
En primer lugar, intentaremos acercarnos al contenido de la expresión Historia de las Ideas
Políticas; en segundo término, realizaremos una breve reseña de algunas consideraciones expuestas
por distintos especialistas acerca de su objeto y de su método de análisis.

Concepto de Historia de las Ideas Políticas

Si por idea entendemos la representación o imagen de una determinada entidad, podemos


aproximarnos a una definición de Historia de las Ideas Políticas afirmando que es una disciplina
que procura estudiar las representaciones que a través del tiempo se han producido sobre ciertas
manifestaciones políticas.
Al intentar definir a nuestra disciplina, sin duda el concepto de política es el que presenta
mayor dificultad. Pese a que el vocablo es de uso cotidiano, constituye un concepto equívoco
debido particularmente a que existe una “densidad variable de lo político” (Sánchez Agesta, 1983:
53): como en la fundición de metales, hay fenómenos políticos puros y otros en los que aparecen
algún o algunos componentes políticos.
La dificultad para definir esta noción es expresada por Mario Justo López al advertir que la
política es una realidad polifacética (1983: 34): presenta una faz estructural que confiere
estabilidad por medio de las instituciones y una faz dinámica que refleja el movimiento propio de la
actividad política. A su vez, la faz dinámica es dividida en una cara agonal, vinculada a la lucha
por el poder y una faz arquitectónica, que alude a la satisfacción de las demandas de la sociedad
una vez obtenido el poder.
En realidad a partir de la Modernidad, iniciada desde la perspectiva que nos compete con
Maquiavelo y Hobbes, la política es identificada con el poder. Esta es la posición asumida por
Bobbio (2002: 1.215) quien define al poder como la relación entre dos sujetos, uno que impone su
voluntad y otro que acata lo establecido por el primero. El politólogo italiano distingue tres tipos de
poder, según los medios de los que se vale el sujeto activo de la relación: el económico, que utiliza
la posesión de bienes materiales, el ideológico, que se basa en la influencia de las ideas y el
político, caracterizado por el monopolio de la fuerza física respecto de otras comunidades que
actúan en una determinada sociedad. Bobbio fundamenta la supremacía de este último al señalar
que algunos grupos han permitido desmonopolizar el poder económico y el ideológico (el Estado
liberal democrático), pero ninguno ha podido permitir la desmonopolización del poder coactivo.
Ahora bien, la idea de política no es intemporal: si bien existen elementos comunes, no es
lo mismo la política para un griego del siglo V a. C. (Sócrates) que para un florentino del siglo XIV
(Dante) o un alemán del siglo XIX (Marx). Para los griegos de la época clásica (quienes ocupan un
lugar destacado en nuestro programa), la política comprendía todo aquello vinculado a la vida de la
polis (palabra griega de la que deriva política). Como advierte Sartori (1992: 207) la noción de
política de los antiguos griegos se halla en un plano horizontal, al estar relacionada con lo que hoy
entendemos por sociedad, en tanto que desde la Edad Moderna se impone una dimensión vertical
por ser identificada con el gobierno y el Estado.
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Objeto de estudio

Cuando procuramos definir el objeto de estudio de nuestra disciplina, lo que hacemos es


intentar determinar qué ideas políticas debemos analizar: ¿las de los grandes pensadores? ¿las de
los políticos que se han destacado a través de la historia? ¿las de toda la sociedad? Ya a mediados
del siglo XX José Antonio Maravall advirtió este problema:

“[...] Heller, en el campo de la Historia de las ideas políticas, distinguía entre la


idea obtenida en un proceso lógico, y como tal elaborada en la mente de un
pensador, de su penetración en amplias zonas, por vía emocional y mezclada con
numerosos elementos alógicos. De esta manera, la idea política asume una imagen
piramidal, en cuya cúspide se la percibe en toda su claridad y pureza poseída por un
pequeño número de inteligencias, mientras que su base es mucho más amplia, a la
vez que sólo se nos muestra en una comprensión confusa y emocional.” (Maravall:
51)
“En el campo de la Historia, junto a las grandes construcciones teóricas en las que
se expresa con máxima luz, debida a la particular capacidad de penetración de los grandes
pensadores, la conciencia de la época, pero no su acción real, hallamos una pululante masa
de pensamientos que, ligados a impulsos, intereses, valoraciones vigentes, ideales, anhelos
de reforma o de restauración, impulsan la marcha de una sociedad [...] Todos esos factores
son pensamiento, viven en la mente humana y desde ella operan. No sólo hay ideas claras,
críticamente elaboradas, sistemáticas; las hay también que florecen en otros terrenos que no
son el de la razón crítica.” (Maravall: 53)

En un excelente estudio Carlos Egües (1999) retoma el planteo de Maravall y distingue


diferentes niveles de reflexión política: existen formas de pensamiento político que poseen un alto
nivel de elaboración mental y son presentadas de modo sistemático (Teorías políticas1); hay ideas
políticas que contienen una menor preocupación por lo cognoscitivo y ponen el acento en lo
programático (Doctrinas políticas); podemos también reconocer ideas totalmente involucradas con
la faz agonal de la política, es decir aquellas destinadas a despertar adhesiones inmediatas y
encender pasiones (Ideologías políticas) y, finalmente, existen representaciones políticas con un
compromiso intelectual mínimo que constituyen una manifestación elemental para explicar una
idea política (Mitos, Símbolos e Imágenes). Nuestro centro de atención puede detenerse en uno o
más de estos planos, siempre y cuando sepamos especificar en cuál o cuáles pretendemos enfocar
nuestro análisis.
Egües advierte que estos diferentes niveles de reflexión política se plasman en las fuentes.
Estas pueden ser documentales (textos) o no documentales (pinturas, monedas, etc.). A las primeras
las clasifica de acuerdo a la intencionalidad de su autor: las fuentes propias poseen la pretensión
explícita de comunicar ideas políticas, en tanto que también podemos hallar fuentes que contienen
ideas políticas de modo implícito: Egües las llama impropias y da el ejemplo de la literatura (a
excepción de la literatura comprometida) y el periodismo.

Métodos de análisis en Historia de las ideas políticas

Con respecto a la metodología de la historia del pensamiento político, el debate se centra en


la relación existente entre texto y contexto (Vallespín, 1990; Egües, 1999). Las diferentes
posiciones asumidas al respecto pueden sintetizarse en dos:

- Enfoque textualista o tradicional: se centra en el análisis del texto mismo y plantea una
lectura filosófica del pensamiento político. Se detiene en el estudio de los autores clásicos, es decir
en aquellos que trascienden su tiempo histórico y que, de acuerdo con este punto de vista, brindan
una respuesta probada a los asuntos perennes de la política. Por lo tanto, según esta orientación los
aportes realizados por los grandes pensadores políticos tienen tanta validez en el momento que

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Egües incluye dentro de esta categoría a la Filosofía política y a la Ciencia política. Sin embargo conviene
hacer una distinción entre ambas disciplinas: en tanto la primera busca conocer la esencia de la política, sus
causas y sus fines últimos; la Ciencia política procura analizar las leyes que rigen la realidad política.
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escribieron como en épocas posteriores.

- Perspectiva contextualista: considera que una idea política aparece en una determinada
circunstancia espacio-temporal para responder a un problema concreto. Por lo tanto, solo podemos
comprender cabalmente dicha idea si analizamos correctamente el contexto en la que apareció.
Según Skinner, para elaborar una Historia de las Ideas Políticas con carácter genuinamente
histórico, es necesario desentrañar la “matriz social e intelectual” desde la que surgen los textos
políticos (1985). Así, el interés se focaliza en descubrir el peso que una noción política tuvo en un
período determinado, más que en la pervivencia de esta noción en épocas siguientes.

Sin embargo, el problema aparece a la hora de definir qué es contexto, el cual ha sido
identificado frecuentemente con la totalidad de las circunstancias que enmarcan la aparición de un
texto, sin la aclaración de los vínculos existentes entre ambos componentes de dicha relación (texto
y contexto).
Por lo tanto, es imprescindible descubrir cuáles son los factores contextuales a los que el autor
busca dar respuesta y el grado de incidencia de los mismos en la producción intelectual de quien
escribe. En definitiva, entendemos que contexto son aquellos aspectos de la situación que rodea al
texto, que inciden de modo decisivo en el mismo (aquellos a los que el autor busca, consciente o
inconscientemente, dar respuesta) y que contribuyen a su comprensión.
Se verá que en nuestra Selección de Fuentes ocupan un espacio los “textos clásicos”,
rechazados en sí mismos por el enfoque contextualista. Por esto, es necesario hacer una doble
salvedad: en primer lugar, en nuestras clases nos proponemos dejar en claro qué elementos del
medio histórico influyeron en la elaboración de los textos aquí transcriptos. Por otra parte, debemos
considerar que en la Antigüedad Clásica y en el Medioevo se conformó el fundamento del
pensamiento de Occidente, lo que explica que las obras de esta época hayan tenido, en más de una
ocasión, una mayor influencia en las etapas posteriores que en el momento en que fueron escritas.
Por lo cual, la presente Selección ha sido realizada con una perspectiva histórica que pueda
contribuir a explicar, no sólo el período en cuestión, sino también el marco intelectual de
momentos históricos ulteriores.

Bibliografía citada:

BOBBIO, Norberto y otros, Diccionario de Política. Madrid, Siglo Veintiuno, 2002.


EGÜES, Carlos A., “Objeto y Método en Historia de las Ideas Políticas”. En: “Investigaciones y
Ensayos”, N° 49. Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1999.
LÓPEZ, Mario Justo, Introducción a los Estudios Políticos (t. I) Buenos Aires, Desalma, 1983.
MARAVALL, José Antonio, “La Historia del pensamiento político, la ciencia política y la
Historia” En: “Revista de Estudios políticos”. Madrid, Instituto de Estudios Políticos, n° 84, 1955.
SKINNER, Quentin, Los fundamentos del pensamiento político moderno (t. I). México, F.C.E.,
1985.
SÁNCHEZ AGESTA, Luis, Principios de Teoría Política. Madrid, Editora Nacional, 1983.
SARTORI, Giovanni, Elementos de Teoría Política. Madrid, Alianza, 1992.
VALLESPÍN, Fernando, “Aspectos metodológicos en la Historia de la Teoría Política”. En:
Vallespín, Fernando (comp.): “Historia de la Teoría Política,” tomo I. Madrid, Alianza, 1990.

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LA HISTORIA DE LAS IDEAS POLÍTICAS
SEGÚN LA PERSPECTIVA DE DIFERENTES AUTORES

Objeto de estudio

“El historiador de las ideas debería, para cada época, preguntarse cuáles eran las ideas políticas
de los campesinos, de los obreros, de los funcionarios, de la burguesía, de la aristocracia, etc. En
1955 se reunieron eminentes especialistas para intentar responder a preguntas de este tipo
respecto a la Francia del siglo XVII. La compilación que ha reunido sus estudios encierra muchas
ideas, pero los responsables de esta publicación, modestamente, están de acuerdo en que, dado el
actual estado de la documentación, hay que limitarse en la mayoría de los casos a emitir hipótesis o
a formular interrogantes [...]
[...] la historia de las ideas políticas nos parece inseparable de la historia de las instituciones y
de las sociedades, de la historia de los hechos y de las doctrinas económicas, de la historia de la
filosofía, de la historia de las religiones, de la historia de las literaturas, de la historia de las
técnicas, etc. [...] Nuestro libro reserva, por consiguiente, bastante espacio a autores que no son
"pensadores políticos", pero cuyas ideas tuvieron una importante difusión en la época en que
fueron emitidas y contribuyeron, según nuestro criterio, a aclarar el estado de una sociedad.
¿Hemos reservado demasiado espacio a los "minores"? Sin duda, algunos lectores lo pensarán
así.” (TOUCHARD, Jean: Historia de las ideas políticas. Madrid, Tecnos, 1998)

“La filosofía política consiste en el intento de adquirir conocimientos ciertos sobre la


esencia de lo político y sobre el buen orden político o el orden político justo.
Es necesario establecer diferencias entre filosofía política y pensamiento político en general.
Actualmente se identifican estos términos con frecuencia; se ha ido tan lejos en la degradación del
nombre de la filosofía que hoy se habla de las filosofías de vulgares diletantes [...] De aquí que toda
filosofía política sea pensamiento político, pero no todo pensamiento político sea filosofía política.
El pensamiento político, como tal, es indiferente a la distinción entre opinión y conocimiento; la
filosofía política, sin embargo, es un esfuerzo consciente, coherente y continuo por sustituir las
opiniones acerca de los principios políticos por conocimientos ciertos.” (STRAUSS, Leo, ¿Qué es
la filosofía política? Madrid. Guadarrama, 1970, p. 14)

“De los siglos V a XI son muy pocos los autores dedicados a exponer doctrinas políticas. No se
escribieron libros, tratados ni panfletos sobre los temas que en todos los tiempos han constituido la
materia prima del pensamiento político. Y ello porque eran los mismos gobernantes, los papas,
reyes y emperadores, quienes a través de medidas de gobierno creaban, informaban y aplicaban las
ideas políticas.” (ULLMANN, Walter, Historia del pensamiento político en la Edad Media.
Barcelona, Ariel, 1999, p. 16)

“Ni en la Argentina ni en el resto de los países hispanoamericanos ha florecido un pensamiento


teórico original y vigoroso en materia política, ni era verosímil que floreciera [...] Aparte que sea o
no original en el plano doctrinario, el pensamiento político de una colectividad posee siempre un
altísimo interés histórico; pero no solamente en cuanto es idea pura, sino también - y acaso más- en
cuanto es conciencia de una actitud y motor de una conducta [...]
Las ideas que el autor ha tratado de precisar y seguir en el hilo del tiempo no son sólo
aquéllas puras y originales en que ha florecido el genio especulativo; son también los remedos
de ideas, cuyas deformaciones constituyen ya un hecho de cultura de profunda significación,
y son ciertos impulsos que entrañan y presuponen una determinada predisposición, con los
que se nutrirán luego las ideas claras y distintas [...]” (ROMERO, José Luis, Las ideas
políticas en Argentina. Buenos Aires, F. C. E., 1996)

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Texto y contexto

“La historia del pensamiento político bien puede considerarse como una disciplina en busca de
su metodología propia [...]
Puede que sea aquí (en el tema del texto y contexto) donde se libra la discusión metodológica
central [...] El problema básico que es preciso aclarar no es otro que el de la dependencia de
pensamiento, las ideas o la teoría en general de los factores sociales presentes en una determinada
época. La cuestión que se suscita es, por tanto, la relativa al grado de autonomía de que gozan los
textos con los que se enfrenta el investigador en nuestro campo. Si no existe tal autonomía ¿es
posible definir cuáles son los factores determinantes en cada caso? ¿Cómo evaluar la importancia
de cada cual? ¿Hay algún factor que merezca un estudio privilegiado o deben estudiarse todos en su
conjunto? En suma, ¿qué pautas hemos de seguir entonces a la hora de estudiar la interrelación del
texto con las contingencias de la época en que fue elaborado?" (VALLESPIN, Fernando: Aspectos
metodológicos en la Historia de la Teoría Política. En: Vallespín (comp.), “Historia de la Teoría
Política”. Tomo 1. Madrid. Alianza, 1990)

“La Historia de las ideas, según Ortega exigía, hay que hacerla no como quien colecciona una
serie de ocurrencias abstractas, intemporalmente surgidas, con la pretensión de tener un sentido en
sí, absoluto, independiente de las circunstancias. Esa Historia, para ser propiamente tal, tiene que
partir de que `la idea es una acción que el hombre realiza en vista de una determinada circunstancia
y con una precisa finalidad. Si al querer entender una idea prescindimos de la circunstancia que la
provoca y del designio que la ha inspirado, tendremos de ella sólo un perfil vago y abstracto... Toda
idea está adscrita irremediablemente a la situación o circunstancia frente a la cual representa su
activo papel y ejerce su función' (MARAVALL, José Antonio, "La Historia del pensamiento
político, la ciencia política y la Historia” En: “Revista de Estudios políticos”, Madrid, Instituto
de Estudios Políticos, n° 84, 1955)

“En la expresión "historia de las ideas políticas" la palabra "historia" nos parece más importante
que la palabra "política". Nos merece poco crédito la "política pura" [...] Aislar algunas doctrinas,
estudiarlas sub especie aeternitatis y confrontarlas con una determinada idea de la ciencia política,
con una especie de arquetipo, es una empresa de indiscutible interés. Sin embargo, hemos intentado
hacer otra cosa y nos hemos preocupado menos de analizar en detalle algunos sistemas políticos
que de situar estos sistemas en la época y en la sociedad correspondiente.” (TOUCHARD, Jean,
Historia de las ideas políticas, Madrid, Tecnos, 1998)

“Es éste un dato que en ningún momento puede perder de vista el historiador de las ideas:
aquéllo de lo que se ocupa -las ideas- no constituye un objeto intemporal. Por más que pueda
hablarse, como veremos, de "cuestiones perennes" de filosofía política con las que en mayor
o menor medida se involucra el pensamiento en todos los tiempos, lo cierto es que la
especulación filosófico-política es siempre un hecho histórico, realizado por un hombre o un
grupo de hombres en determinadas circunstancias, en un contexto dado. La historicidad, por
tanto, no constituye un simple dato de las ideas. Es, como en cualquier otra acción humana,
un componente esencial, constitutivo, que en tanto incorporado al objeto de estudio de
nuestra disciplina, necesariamente condiciona las definiciones sobre el método adecuado
para su conocimiento." (EGÜES, Carlos, "Objeto y método en Historia de las Ideas
Políticas”. En: “Investigaciones y Ensayos”. N° 49, enero-diciembre 1999. Buenos Aires,
Academia Nacional de la Historia.)

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POESÍA LÍRICA ARCAICA

La polis es defendida por los hoplitas


A menudo rehuye alguno el combate y el son de los dardos,
se pone a cubierto, y en casa le alcanza la muerte fatal.
Pero ése no va a ser recordado ni amado por el pueblo,
y al otro, si cae, lo lamentan el grande y el pequeño.
Pues a toda la gente le invade la nostalgia de un bravo
que supo morir. Y si acaso pervive, es rival de los
héroes, porque a su paso le admiran cual si fuera una torre del muro.
Hazañas acomete que valen por muchos, siendo él solo.
(Calino de Efeso, G.G. 1, 1D)

Un bien común a la ciudad y al pueblo entero es


el hombre que, erguido en vanguardia, se afirma
sin descanso, y olvida del todo la fuga infamante,
exponiendo su vida y su ánimo audaz y sufrido;
y enardece con sus palabras al que combate a su lado.
Este es el hombre que resulta valioso en la guerra.
(Tirteo G.G. 5, 9 D)

Cambio de mentalidad
Algún Sayo alardea con mi escudo, arma sin tacha,
que tras un matorral abandoné, a pesar mío.
Puse a salvo mi vida. ¿Qué me importa el tal escudo?
¡Vayase al diantre! Ahora adquiriré otro no peor.
(Arquíloco G. G. 3, 6 D)

Ningún ciudadano es venerable ni ilustre


cuando ha muerto. El favor de quien vive preferimos
los vivientes. La peor parte siempre toca al muerto.
(Arquíloco G. G. 18, 64 D)

La stasis
Hermes, querido Hermes, hijo de Maya, nacido de Cilene,
a ti te suplico, que de modo terrible tirito de frío...
Dale a Hiponacte una capa y una camisilla,
unas sandalitas y unas pantuflillas y unas
sesenta estateras de oro de la casa de enfrente.
...Dale una capa a Hiponacte, que tirito mucho
y me castañean los dientes de frío...
(Hiponacte G. G. 1, 24 D)

Ah, Cirno, ésta es aún nuestra ciudad, pero es otra su gente.


Los que antes no sabían de leyes ni derechos,
los que cubrían sus flancos con pieles de cabras,
y fuera de esta ciudad, como gamos, pastaban,
ahora son gente de bien, Polipaides; y los nobles de antes
ahora son pobres gentes. ¿Quién puede soportar el ver esto?
Unos a otros se engañan burlándose entre sí,
y desconocen las normas de lo bueno y lo malo.
No te hagas amigo de ninguna de estas personas, Polipaides,
de corazón, por grande que sea tu apuro.
Pero de palabra aparenta ser amigo de todos,
y no colabores con nadie en cosas de importancia.
(Teognis G.G. 53-68)
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No puedo descubrir el carácter que tienen las gentes del pueblo;
no consigo agradarles haciendo el bien ni el mal.
Muchos me hacen reproches, de igual modo malos y buenos.
(Teognis 363-370)

La legislación de Solón
No va a perecer jamás nuestra ciudad por designio
de Zeus ni a instancias de los dioses felices.
[…]
Pero sus propios ciudadanos, con actos de locura,
quieren destruir esta gran ciudad por buscar sus provechos,
y la injusta codicia de los jefes del pueblo, a los que aguardan
numerosos dolores que sufrir por sus grandes abusos.
[…]
… Se hacen ricos cediendo a manejos injustos.
… ni de los tesoros sagrados ni de los bienes públicos
se abstienen en sus hurtos, cada uno por un lado al pillaje,
ni siquiera respetan los augustos cimientos de Dike
[…]
Entonces alcanza a toda la ciudad esa herida inevitable,
y pronto la arrastra a una pésima esclavitud,
que despierta la lucha civil y la guerra dormida,
lo que arruina de muchos la amable juventud.
Porque no tarda en agotarse una espléndida ciudad
formada de enemigos, en bandas que sólo los malos aprecian.
Mientras esos males van rodando en el pueblo, hay muchos
de los pobres que emigran a tierra extranjera
[…] (Solón 3, 3 D)

Al pueblo le di toda la parte que le era debida,


sin privarle de honor ni exagerar en su estima.
Y de los que tenían el poder y destacaban por ricos,
también de éstos me cuidé que no sufrieran afrenta.
Me alcé enarbolando mi escudo entre unos y otros
y no les dejé vencer a ninguno injustamente.
...Como mejor sigue el pueblo a sus jefes es cuando
no va demasiado suelto ni se siente forzado.
Pues el hartazgo engendra el abuso, cuando una gran prosperidad
acompaña a hombres cuya mente no está equilibrada.
...En asuntos tan grandes es difícil contentarles a todos.
(Solón G. G. 5, 5D)

[…]
y a otros que aquí mismo infame esclavitud
ya sufrían, temerosos siempre de sus amos,
los hice libres. Eso con mi autoridad,
combinando la fuerza y la justicia,
lo realicé, y llevé a cabo lo que prometí.
Leyes a un tiempo para el rico y el pobre,
encajando a cada uno una recta sentencia,
escribí […] (Solón 18, 24 D)
En:
FERRATE, Juan, Líricos griegos arcaicos. Barcelona, Seix Barral, 1968.
GARCIA GUAL, Carlos, Antología de la poesía lírica griega (siglos VII - IV a. C.). Madrid,
Alianza Editorial, 1980.
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HERODOTO Y LA PRIMERA CLASIFICACIÓN
DE LAS FORMAS DE GOBIERNO

Diálogo de los tres persas

De allí a cinco días, sosegado ya en Susa el público tumulto, los septenviros levantados contra
los magos empezaron a consultar entre sí acerca de la situación y arreglo del imperio persa, y en la
deliberación se dijeron cosas y pareceres que no se harán creíbles a los griegos, pero que no por
esto dejaron realmente de decirse. Aconsejábales Otanes, en primer lugar, que se dejase en manos
del pueblo la suma potestad del Estado, y les hablaba en esta conformidad: “Mi parecer, señores, es
que ningún particular entre nosotros sea nombrado monarca de aquí en adelante, pues tal gobierno
ni es agradable ni menos provechoso a la sociedad avasallada. Bien sabéis vosotros mismos a qué
extremos llegó la suma insolencia y tiranía de Cambises, y no os ha cabido poca parte en la audacia
extremada del mago. Quisiera se me dijese cómo cabe en realidad que la monarquía, a cuyo
capricho es dado hacer impunemente cuanto se le antoje, pueda ser un gobierno justo y arreglado.
¿Cómo no ha de ser por si misma peligrosa y capaz de trastornar y sacar de quicio las ideas de un
hombre de índole la más justa y moderada cuando se vea sobre el trono? Y la razón es porque la
abundancia de todo género de bienes engendra insolencia en el corazón del monarca, juntándose
ésta con la envidia, vicio común nacido con el hombre mismo. Teniendo, pues, un soberano estos
dos males, insolencia adquirida y envidia innata, tiene en ellos la suma y el colmo de todos. Lleno
de sí mismo y de su insolente pujanza, cometerá mil atrocidades por mero capricho, otras mil de
pura envidia, siendo así que un soberano a quien todo sobra debiera por justo motivo verse libre de
los estímulos de tal pasión. Con todo, en un monarca suele observarse un proceder contrario para
con sus súbditos: de envidia no puede sufrir que vivan y adelanten los sujetos de mérito y prendas
sobresalientes; gusta mucho de tener a su lado los ciudadanos más corrompidos y depravados del
Estado; tiene el ánimo siempre dispuesto a proteger la delación y apoyar la calumnia. No hay
hombre más receloso y descontento que un monarca. ¿Es uno parco o contenido en admirar sus
prendas y subirlas a las nubes? Se da él por ofendido de que se falte al acatamiento y veneración
debida al soberano. ¿Es otro, por el contrario, pródigo en dar muestras de su respeto y admiración?
se le desdeña como un adulador falso y vendido. Y no es eso lo peor; lo que no puede sufrírsele de
ningún modo es ver cómo trastorna las leyes de la patria: cómo abusa por fuerza de las mujeres
ajenas; cómo, finalmente, pronuncia sentencia capital sin oír al acusado. Mas, al contrario, un
estado republicano, además de llevar en su mismo nombre de Isonomía la justicia igual para todos
y con ella la mayor recomendación, no da prácticamente en ninguno de los vicios y desórdenes de
un monarca; permite a la suerte la elección de empleos; pide después a los magistrados cuenta y
razón de su gobierno; admite, por fin, a todos los ciudadanos en la deliberación de los negocios
públicos. En resolución, mi voto es anular el estado monárquico y sustituirle por el gobierno
popular, que al cabo, en todo género de bienes, siempre lo más es lo mejor”. Tal fue el parecer que
dio Otanes.
Pero Megabizo, en el voto razonado que dio, se declaró por la oligarquía, favoreciendo a los
grandes por estas razones: “Desde luego, dijo, me conformo con el voto de Otanes, dando por
buenas sus razones acerca de acabar con la tiranía; mas en cuanto a lo que añadió de que pasase a
manos del vulgo la autoridad soberana, en esto, digo, no anduvo acertado. Es cierto que nada hay
más temerario en el pensar que el imperito vulgo, ni más insolente en el querer que el vil y soez
populacho. De suerte que de ningún modo puede aprobarse que para huir la altivez de un soberano
se quiera ir a parar en la insolencia del vulgo, de suyo desatento y desenfrenado, pues al cabo un
soberano sabe lo que hace cuando obra; pero el vulgo obra según le viene a las mientes, sin saber lo
que hace ni por qué lo hace. ¿Y cómo ha de saberlo, cuando ni aprendió de otro lo que es útil y
laudable, ni de suyo es capaz de entenderlo? Cierra los ojos y arremete de continuo como un toro, o
quizá mejor, a manera de un impetuoso torrente lo abate y arrastra todo. ¡Haga Dios que no los
persas, sino los enemigos de los persas dejen el gobierno en manos del pueblo! Ahora debemos
nosotros escoger un Concejo compuesto de los sujetos más cabales del Estado, en quienes
depositaremos el poder soberano. Vamos a lograr así dos ventajas: una, que nosotros mismos
seremos del número de tales consejeros; otra, que las resoluciones públicas serán las más acertadas,
como debe suponerse siendo dictadas por hombres del mayor mérito y reputación”.
Tal fue el voto dado por Megabizo. Darío, el tercero en hablar, votó de esta forma: “Bien me
parece lo que tocante al vulgo acaba de decir Megabizo, pero no me parece bien por lo que mira a
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la oligarquía; porque de los tres gobiernos propuestos, el del vulgo, el de los nobles y el de un
monarca, aun cuando se suponga cada cual en su género, el de un rey opino que excede en mucho a
los demás. Y opino así, porque no veo que pueda darse persona más adecuada para el gobierno que
la de un varón en todo grande y sobresaliente, que asistido de una prudencia política igual a sus
eminentes talentos sepa regir el cuerpo entero de la monarquía de modo que en nada se le pueda
reprender, y que tenga asimismo la ventaja del secreto en las determinaciones que fuere preciso
tomar contra los enemigos de la Corona. Paso, a la oligarquía, en la cual, siendo muchos en dar
pruebas de valor y en granjear méritos para con el público, es consecuencia natural que la misma
emulación engendre aversión y odio hacia los otros, pues queriendo cada cual ser el principal autor
y como cabeza en las resoluciones públicas, es necesario que den en grandes discordias y mutuas
enemistades, que de las enemistades pasen a las sediciones de los partidos, y de las muertes a la
monarquía, dando con este último recurso una prueba real de que es éste el mejor de todos los
gobiernos posibles. ¿Qué diré del Estado popular, en el cual es imposible que no vayan anidando el
cohecho y la corrupción en el manejo de los negocios? Adoptada una vez esta lucrativa iniquidad y
familiarizada entre los que administran los empleos, en vez de odio no engendra sino harta unión
en los magistrados de una misma gavilla que se aprovechan privadamente del gobierno y se
encubren mutuamente por no quedar en descubierto ante el pueblo. De este modo suelen andar los
negocios de la república, hasta tanto que un magistrado les aplica el remedio y logra que el
desorden público cese y acabe. Con esto, viniendo a ser objeto de la admiración del vulgo, ábrese
camino con ella para llegar a ser monarca, dando en esto una nueva prueba de que la monarquía es
el gobierno más acertado.. Y, para decirlo en una palabra, ¿de dónde vino a Persia, pregunto, la
independencia y libertad pública? ¿Quién fue el autor de su imperio? ¿Fue acaso el pueblo? ¿Fue
por ventura la oligarquía? ¿O fue más bien un monarca? En suma, mi parecer es que nosotros, los
persas, hechos antes libres y señores del imperio por un varón, por el gran Ciro, mantengamos el
mismo sistema de gobierno, sin alterar de ningún modo las leyes y fueros de la patria, lo más útil
que contemplo para nosotros”.
Dados los tres referidos pareceres, los cuatro votos que restaban del septenvirato se declararon
por el de Darío. Otanes, que deseaba introducir el gobierno popular y derechos iguales para todos
los persas, no habiendo conseguido su intento, les habló de nuevo en estos términos: “Visto está,
compañeros míos, que alguno de los que aquí estamos obtendrá la Corona, o bien se la de la suerte,
o bien la elección de la nación a cuyo arbitrio la dejemos, o bien por cualquiera otra vía que recaiga
en su cabeza. Pues yo renuncio desde ahora al derecho de pretenderla, ni entro en concurso,
persistiendo en no querer ni mandar como rey ni ser mandado como súbdito. Cedo todo el derecho
que pudiera pretender, pero cedo con la expresa condición de no estar jamás yo ni ninguno de mis
descendientes a las órdenes del soberano”. Hecha tal propuesta, que fue admitida luego por los seis
confederados bajo aquella restricción, salió Otanes del congreso. (Historias III, LXXX-LXXXIII)

Isegoría

Iban por fin los atenienses libres creciendo en poder cada día, pues cosa probada es, no una sino
mil veces, por experiencia, que el Estado por sí más próspero y conveniente es aquel en que reina la
isegoría o derecho y justicia igual para todos los ciudadanos. Vióse bien esto en los atenienses, que
no siendo antes, cuando vivían bajo el yugo de un señor, superiores en la armas a ninguna de las
naciones, sus vecinas, apenas se vieron libres e independientes en un gobierno republicano, se
mostraron los más bravos y sobresalientes de todos en sus negocios y empresas de guerra. De
donde aparece bien claro que cuando trabajan avasallados en pro de un señor despótico, huían de
propósito el hombro a la carga, y que, viéndose una vez libres y señores de sí mismos, se
esforzaban todos cada cual por su parte, en acrecentar sus intereses y ventajas propias: en una
palabra, no podían portarse mejor de lo que lo hacían. (Historias V, LXXVIII)

En:
ARDESI DE TARANTUVIEZ Beatriz, Historia de las ideas políticas y sociales de la
antigüedad clásica. Mendoza, Facultad de Filosofía y Letras, U.N de Cuyo, 1993.

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DOS VISIONES DE LA DEMOCRACIA ATENIENSE

Epitafio de Pericles

La mayoría de los que han pronunciados discursos en este lugar elogian al que añadió a la
costumbre tradicional esta oración fúnebre, por ser hermoso que fuera pronunciada en honor de los
soldados muertos en la guerra que reciben sepultura. A mí, en cambio, me parecería suficiente que,
ya que han sido de hecho unos valientes, les honráramos también de hecho, de la manera que veis
ahora mismo en esta ceremonia fúnebre celebrada públicamente; y que la aceptación del heroísmo
de muchos no dependiera peligrosamente de un solo hombre, que puede hablar bien o menos bien.
Pues es difícil expresarse con justeza en circunstancias en que la creencia en la verdad queda
apenas asegurada. Y es que el oyente que ha sido testigo de los hechos y lleva buena voluntad,
quizá crea que aquel heroísmo es expuesto como inferior a lo que quiere y sabe, mientras que el
que los desconoce puede creer por envidia, al oír algo superior a su natural, que se exagera. Porque
los elogios de otro son soportables en la medida en que cada uno cree que es capaz de hacer algo de
lo que oyó; pero los hombres, por envidia de lo que está por encima de ellos, no lo creen. Mas ya
que los antiguos juzgaron que este discurso era oportuno, es preciso cumplir la ley e intentar
satisfacer en todo lo posible el deseo y la expectación de cada cual.
Comenzaré por nuestros antepasados, pues es justo y hermoso al mismo tiempo que en esta
ocasión se les ofrezca el honor del recuerdo. Porque fueron ellos quienes, habitando siempre este
país hasta hoy día mediante la sucesión de las generaciones, nos lo entregaron libre gracias a su
valor. Son merecedores de encomio y aún más lo son nuestros padres, puesto que se adueñaron, no
sin trabajo, del imperio que tenemos, a más de lo que habían heredado, y nos lo dejaron a nosotros
los hombres de hoy juntamente con aquello. Y el imperio, en su mayor parte, lo hemos
engrandecido nosotros mismos, los que vivimos todavía, y sobre todo los de edad madura; y hemos
hecho a la ciudad muy poderosa en la guerra y en la paz en todos los aspectos. Mas de entre estas
cosas dejaré a un lado las empresas guerreras con que adquirimos cada una de nuestras posesiones
e igualmente el que hayamos rechazado valerosamente a enemigos bárbaros y griegos, pues no
quiero extenderme sobre ello ante gentes que ya lo conocen; y mostraré, en cambio lo primero, la
política mediante la cual llegamos a adquirirlas, y el sistema de gobierno y la manera de ser por los
cuales crecieron, y pasaré después al elogio de nuestros muertos, pues creo que en la ocasión
presente no es inadecuado que estas cosas sean expuestas, y es conveniente que todo este concurso
de ciudadanos y extranjeros las escuche.
Tenemos un régimen de gobierno que no envidia las leyes de otras ciudades, sino que más
somos ejemplo para otros que imitadores de los demás. Su nombre es democracia, por no depender
el gobierno de pocos, sino de un número mayor; de acuerdo con nuestras leyes, cada ciudadano está
en situación de igualdad de derechos en las disensiones privadas, mientras que según el renombre
de cada uno, a juicio de la estimación pública, tiene en algún respecto, es honrado en la cosa
pública; y no tanto por la clase social a que pertenece como por su mérito, ni tampoco, en caso de
pobreza, si uno puede hacer cualquier beneficio a la ciudad, se le impide por la oscuridad de su
fama. Y nos regimos liberalmente no sólo en lo relativo a los negocios públicos, sino también en lo
que se refiere a las sospechas recíprocas sobre la vida diaria, no tomando a mal al prójimo que obre
según su gusto, ni poniendo rostros llenos de reproches, que no son un castigo, pero sí penosos de
ver. Y al tiempo que no nos estorbamos en las relaciones privadas, no infringimos la ley en los
asuntos públicos, más que nada por un temor respetuoso, ya que obedecemos a los que en cada
ocasión desempeñan las magistraturas y a las leyes, y de entre ellas, sobre todo a las que están
legisladas en beneficio de los que sufren la injusticia, y a las que por su calidad de leyes no escritas,
traen una vergüenza manifiesta al que las incumple. Y además nos hemos procurado muchos
recreos del espíritu, pues tenemos juegos y sacrificios anuales y hermosas casas particulares, cosas
cuyo disfrute diario aleja las preocupaciones; y a causa del gran número de habitantes de la ciudad,
entran en ella las riquezas de toda la tierra, y así sucede que la utilidad que obtenemos de los bienes
que se producen en nuestro país no es menos real que la que obtenemos de los de los demás
pueblos.
En lo relativo a la guerra diferimos de nuestros enemigos en lo siguiente: tenemos la ciudad
abierta a todos y nunca impedimos a nadie, expulsando a los extranjeros, que la visite o contemple
-a no ser tratándose de alguna cosa secreta de que pudiera sacar provecho un enemigo al verla-,
pues confiamos no tanto en los preparativos y estratagemas como en nuestro vigor de alma en la
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acción; y en lo referente a la educación, hay quienes desde niños buscan el valor con un fatigoso
entrenamiento, mientras que nosotros, aunque vivimos placidamente, no por eso nos lanzamos
menos a aquellos peligros que estén en relación con nuestra fuerza. He aquí una prueba: los
lacedemonios no organizan expediciones por sí solos contra nuestro territorio, sino en unión de
todos sus aliados, mientras que nosotros, cuando avanzamos contra otros, las más de las veces les
vencemos con facilidad en batalla, aunque son gentes que se defienden luchando por sus bienes; y
con nuestras fuerzas reunidas jamás ha entablado combate ningún enemigo, a causa tanto de la
importancia que damos a la marina, como de que algunos de los nuestros son enviados con varias
finalidades a diversos puntos del imperio; pero si nuestros enemigos luchan en algún sitio con una
parte de nuestras fuerzas, en caso de victoria sobre algunos de nosotros, se jactan de que todos
hemos sido rechazados, y en el de derrota, de que han sido vencidos por la totalidad. Y a pesar de
todo, si queremos correr peligros con tranquilidad de espíritu y no con el ejercicio de trabajos
penosos, y no con leyes, sino con costumbres de valentía, queda a nuestro favor que no sufrimos
con antelación por las contrariedades futuras, que cuando vamos a su encuentro nos encontramos
no inferiores en audacia a los que viven continuamente con dureza, y que por estos motivos y otros
más aún nuestra ciudad es digna de admiración.
Pues amamos la belleza con poco gasto y la sabiduría sin relajación; y utilizamos la riqueza
como el medio para la acción más que como motivo de jactancia, y no es vergonzoso entre nosotros
confesar la pobreza, sino que lo es más el no huirla de hecho. Por otra parte, nos preocupamos a la
vez de los asuntos privados y de los públicos, y gentes de diferentes oficios conocen
suficientemente la cosa pública; pues somos los únicos que consideramos no hombre pacífico, sino
inútil, al que nada participa en ella, y además, o nos formamos un juicio propio o al menos
estudiamos con exactitud los negocios públicos, no considerando las palabras daño para la acción,
sino mayor daño el no enterarse previamente mediante la palabra antes de poner en obra lo que es
preciso. Pues tenemos también en alto grado esta peculiaridad: ser los más audaces y reflexionar
además sobre lo que emprendemos; mientras que a los otros la ignorancia les da osadía, y la
reflexión, demora. Sería justo, por el contrario, considerar como los de ánimo más esforzado a
aquellos que mejor conocen las cosas terribles y las agradables, y que no por ello rehuyen los
peligros. Y en cuanto a nobleza de conducta, diferimos de la mayoría en que no adquirimos amigos
recibiendo beneficios, sino haciéndolos; pues el que ha hecho el favor está en situación más firme
para mantenerlo vivo por la amistad que le debe aquél a quien se lo hizo, mientras que el que lo
debe tiene menos garantía, ya que sabe que ha de devolver el buen comportamiento no como
haciendo un beneficio, sino como pagando una deuda. Y somos los únicos que sin poner reparos
hacemos beneficios no tanto por cálculo de la conveniencia como por la confianza que da la
libertad.
En resumen, afirmo que la ciudad entera es la escuela de Grecia, y creo que cualquier ateniense
puede lograr una personalidad completa en los más distintos aspectos y dotada de la mayor
flexibilidad, y al mismo tiempo el encanto personal. Y que esto no es una exageración retórica, sino
la realidad, lo demuestra el poderío mismo de la ciudad, que hemos adquirido con este carácter;
pues es Atenas la única de las ciudades de hoy que va a la prueba con un poderío superior a la fama
que tiene, y la única que ni despierta en el enemigo que la ataca una indignación producida por la
manera de ser de la ciudad que le causa daños, ni provoca en los súbditos el reproche de que no son
gobernados por hombres dignos de ello. Y como hacemos gala con pruebas decisivas de una fuerza
que no carece de testigos, seremos admirados por los hombres de hoy y del tiempo venidero sin
necesitar para nada como panegirista a Homero ni a ningún otro que con sus epopeyas produzca
placer de momento, pero cuya exposición de los hechos desmienta la verdad, sino teniendo
suficiente con obligar a todos los mares y tierras a ser accesibles a nuestra audacia, y con fundar en
todas partes testimonios inmortales de nuestras desgracias y venturas. Fue por una ciudad así por la
que murieron éstos, considerando justo, con toda nobleza, que no les fuera arrebatada, y por la que
todos los que quedamos es natural que queramos sufrir penalidades. (Tucídides II, 35-46)

En:
TUCÍDIDES, Historia de la guerra del Peloponeso. Traducción de Francisco Rodríguez
Adrados. Madrid, Editorial Hernando, 1969.

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Pseudo Jenofonte: La Constitución de los atenienses

Sobre la república de los atenienses, no alabo el hecho de elegir este sistema, porque, al
elegirlo, eligieron también el que las personas de baja condición estén en mejor situación que las
personas importantes. Así pues, no lo alabo por eso. Mas como ellos lo han decidido así, voy a
mostrar lo bien que mantienen su régimen y llevan las demás cuestiones que al resto de los griegos
les parecen un fracaso.
En primer lugar diré, pues, que allí constituye un derecho que los pobres y el pueblo tengan más
poder que los nobles y los ricos por lo siguiente: porque el pueblo es el que hace que las naves
funcionen y el que da fuerza a la ciudad, y también los pilotos, y los cómitres, y los comandantes
segundos, y los timoneles, y los constructores de naves. Ellos son los que rodean a la ciudad de
mucha más fuerza que los hoplitas, los nobles y las personas importantes. Puesto que así es
realmente, parece justo que todos participen de los cargos por sorteo y por votación a mano alzada
y que cualquier ciudadano pueda hablar. Además el pueblo no exige, en absoluto, participar de
todos aquellos cargos de los que depende la seguridad o son un peligro para todos según que estén
bien o mal desempeñados – no creen que deban participar en el sorteo de los cargos de estrategos ni
de jefe de caballería – Efectivamente, el pueblo opina que es mucho más ventajoso para él no
desempeñar esos cargos, sino dejar que los desempeñen los más poderosos. Mas el pueblo busca
todos aquellos cargos que aportan un sueldo y beneficio para su casa. Asimismo, los verás
manteniendo la democracia en eso mismo que sorprende a algunos, que otorga, en toda ocasión,
más poder a los de baja condición, a los pobres y a los partidarios del pueblo que a las personas
importantes. Pues, lógicamente, si se favorece a los pobres, a los partidarios del pueblo y a las
personas débiles, como son mucho más favorecidos de esa forma, engrandecen la democracia. Mas
si se favorece a los ricos y a las personas importantes, los partidarios fomentan una fuerte oposición
contra ellos mismos. En todo el mundo la clase privilegiada es contraria a la democracia.
Efectivamente, en las personas privilegiadas hay muy poca intemperancia e injusticia, pero la
máxima exactitud para lo importante, en el pueblo, al contrario, la máxima ignorancia, desorden y
bajeza, pues la pobreza los lleva cada vez más hacia lo vulgar, y también la incultura e ignorancia
causadas por la falta de recursos de algunas personas.
Podría decir alguno que no se les debería permitir a todos hablar en la Asamblea por turno ni ser
miembro del Consejo, sino a los más capacitados y a los hombres mejores. Pero incluso en este
punto, toman la mejor decisión permitiendo que hablen también personas de baja condición.
Naturalmente, si las personas importantes hablaran y fueran miembros del Consejo, sería bueno
para los de su misma clase, mas no lo sería para los partidarios del pueblo. Al hablar, en cambio,
ahora cualquiera que se levante, una persona de baja condición, procura lo bueno para si y para los
de su misma clase. Se podría argumentar: “Pero ¿qué bien puede proponer para sí o para el pueblo
semejante persona?” Con todo, ellos opinan que la ignorancia, la bajeza, y la buena intención de
ese hombre les es más ventajosa que la excelencia, la sabiduría y la malevolencia del hombre
importante. Realmente el país no será el mejor con semejante instituciones, pero la democracia se
mantendrá así mejor. En efecto, el pueblo no quiere ser esclavo, aunque el país sea bien gobernado,
sino ser libre y mandar, y poco le importa el mal gobierno, pues de aquello por lo que tú piensas
que no está bien gobernado, el propio pueblo saca fuerza de ello y es libre. Mas si buscas un buen
gobierno, verás, primero, a los más capacitados establecer las leyes; después, a las personas
importantes reprimiendo a los de baja condición, decidiendo en consejo sobre el país y no
permitiendo hombres exaltados ser miembros del Consejo ni hablar ni celebrar asambleas. Como
consecuencias de estas excelentes medidas, muy pronto el pueblo se verá abocado a la esclavitud.
Por otra parte, la intemperancia de los esclavos y metecos en Atenas es muy grande, y ni allí
está permitido pegarles ni el esclavo se apartará a tu paso. Yo te voy a explicar la causa de este mal
endémico: si fuera legal que el esclavo o meteco o el liberto fuese golpeado por una persona libre,
muchas veces pegarías a un ateniense creyendo que era un esclavo. Efectivamente allí el pueblo no
viste nada mejor que los esclavos y metecos, ni son mejores en absoluto en su aspecto exterior.
Asimismo, puede uno sorprenderse también de que allí permitan a los esclavos vivir
desordenadamente e, incluso, a algunos llevar una vida regalada, pero también es evidente que esto
lo hacen intencionadamente; pues, donde existe una fuerza naval, se ven forzados a servir a los
esclavos a causa del dinero, para recibir las aportaciones que consiguen, y dejarlos libres, y donde
hay esclavos ricos, allí ya no hay ninguna ventaja en que mi esclavo respete tu presencia. Aunque
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en Lacedemón mi esclavo lo habría respetado. Y si tu esclavo sintiera temor ante mi presencia,
sería probable que entregara sus bienes para no arriesgar su persona. En consecuencia, por eso
concedemos a los esclavos libertad de palabra con respecto a los libres, y a los metecos con
respecto a los ciudadanos, porque el estado necesita metecos, debido al gran número de profesiones
y debido también a la flota. Por estas razones, pues, lógicamente otorgamos también a los metecos
libertad de palabra.
Allí el pueblo ha acabado con los que se ejercitan en los gimnasios y cultivan las artes
musicales, porque consideran que ello no es bueno después de haber reconocido que no pueden
cultivar estas actividades. Al contrario, en las coregías, gimnasiarquías y trierarquías reconocen
que son coregos los ricos, pero que el pueblo se beneficia de los coregos, y que son gimnasiarcos y
trierarcos los ricos, pero que el pueblo se beneficie de los trierarcos y gimnasiarcos. Así, el pueblo
considera positivo cobrar dinero por cantar, correr, danzar y andar en las naves para tener dinero él
mismo y que los ricos se empobrezcan. Y en los tribunales no les importa una sentencia justa, sino
mucho más su propia conveniencia.
[...]
En cuanto a sacrificios, santuarios, festines y recintos sagrados, como el pueblo reconoce que
cada pobre, individualmente, no tiene medios para hacer sacrificios, celebrar banquetes, erigir
santuarios y habitar una ciudad grande y hermosa, encontró así la forma de tener estas cosas. En
consecuencia, la ciudad hace muchos sacrificios públicos, pero es el pueblo quien disfruta de los
banquetes y reparte las víctimas. También algunos ricos poseen gimnasios, baños y vestuarios
privados, mas el propio pueblo construye para uso propio muchas palestras, vestuarios y baños
públicos, e incluso la multitud los disfruta mucho más que el pequeño número de afortunados.
Por otra parte, ellos son los únicos capaces de apoderarse de la riqueza de helenos y
bárbaros, pues si un país es rico en madera adecuada para la construcción de barcos, ¿a qué otro
país le podrá exportar, si no se somete al que domina el mar? ¿Qué ocurriría si un país es rico en
hierro, cobre o lino? ¿A dónde los podrá exportar si no se somete al que domina el mar?
Naturalmente, de estos mismos productos se hacen mis naves: de un país la madera; de otro, el
hierro; de otro, el cobre; de otro, el lino; de otro, la cera. Además, no permitirán llevar los
productos a otro lugar donde haya adversarios nuestros o no podrán utilizar el mar. Ciertamente,
yo, sin hacer nada, tengo todos estos productos de la tierra gracias al mar, mientras ninguna otra
ciudad tiene dos de tales productos, ni una misma tiene madera y lino, sino que, por el contrario, la
zona donde hay lino en abundancia es descubierta y carece de árboles. Igualmente, cobre y hierro
no vienen de la misma ciudad, ni una sola tiene dos o tres de los demás productos, sino que una
ciudad tiene éste y otra ciudad, aquel.
[...]
Sobre la república de los atenienses no alabo su sistema, mas como ellos decidieron
gobernarse democráticamente, me parece que mantienen bien la democracia empleando los medios
que yo mostré.
Pero veo que algunos critican también a los atenienses por lo siguiente: por que muchas
veces uno no puede gestionar allí los asuntos en el Consejo ni en la Asamblea del pueblo, ni
aunque espere sentado un año entero. Y eso pasa en Atenas únicamente, porque no son capaces de
atender y despachar a todos, debido al elevado número de trámites. En efecto, ¿cómo pueden ser
capaces ellos que, en primer lugar, tienen que celebrar más fiestas que otra ciudad griega
cualquiera (y en ellas es más imposible aún que alguien atienda los asuntos de la ciudad), y que,
además, tienen que dirimir tantos procesos públicos y privados y rendición de cuentas, como no
dirimen todos los demás en conjunto, mientras el Consejo resuelve muchos asuntos de guerra y
económicos, muchos sobre la promulgación de leyes, muchos sobre los acontecimientos diarios de
la ciudad, muchos, en fin, de los aliados, aparte de recaudar el tributo y atender los arsenales y
santuarios? Naturalmente, si hay tantos asuntos, ¿es extraño que no puedan atender a todos?
Algunos replican que, si se presenta uno en el Consejo con dinero o en la Asamblea del pueblo,
será atendido. Por cierto, yo estoy de acuerdo con ellos, en que con dinero se tramitan muchos
asuntos en Atenas y que se tramitarían muchos más incluso, si dieran dinero muchas más personas,
pero doy por seguro que la ciudad no tiene capacidad para atender a todos los solicitantes por
mucho oro o plata que se le dé.
[...]
Se podría replicar que nadie, por supuesto, ha sido privado injustamente de los derechos
políticos en Atenas. Yo sostengo que hay algunos que han sido privados de ellos injustamente, pero
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realmente son pocos. Aunque no son pocos los que se necesitarían para atacar la democracia de
Atenas, y, además, la realidad es que los hombres no se preocupan, en absoluto, de las personas que
son justamente privadas de los derechos, sino de quienes lo son injustamente. Naturalmente, ¿cómo
se podría pensar que la mayoría sea privada injustamente de ellos en Atenas, donde el pueblo es el
que designa los cargos? Mas por no gobernar con justicia ni decir ni practicar lo justo, por tales
cosas hay algunos privados de los derechos en Atenas. Si se tiene en cuenta esto, no se debe pensar
que haya algún peligro procedente de los privados de los derechos de ciudadanía en Atenas.

En:
PSEUDO JENOFONTE, La República de los Atenienses. Traducción de Orlando Guntiñas
Tuñón. Madrid, Gredos, 1984.

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LA DEMOCRACIA ATENIENSE EN EL TEATRO

ESQUILO: Los Persas

LA REINA [...] Sabéis muy bien que si mi hijo regresa vencedor, será un héroe sin par; pero
que si fracasa, ninguna cuenta tiene que dar a su país, y con tal que regrese, continuará como antes
reinando en esta tierra.
[...]
LA REINA. - ¿Y deseaba mi hijo conquistar esa ciudad?
EL CORO. - Tomada Atenas, toda Grecia hubiese obedecido a nuestro rey.
LA REINA. - ¿Tienen, pues, un ejército tan bien provisto de hombres?
EL CORO. - Un ejército que ha causado ya muchos males a los medos.
LA REINA. - ¿y, con él, poseen asimismo en sus casas riquezas suficientes?
EL CORO. - Poseen un manantial de plata, un tesoro que les proporciona la tierra.
LA REINA. - ¿Se ven acaso en sus manos el corvo arco y las flechas?
EL CORO. - No; se arman sólo de espadas para la lucha cuerpo a cuerpo, y arman sus brazos
con escudos.
LA REINA.- ¿Y qué caudillo les conduce y manda en su ejército?
EL CORO.- No son esclavos de ningún hombre; no manda en ellos ningún rey.

En:
ESQUILO, Tragedias. Versión castellana de Jorge Montsiá. Barcelona, Gráficas Diamantes, 1965.

EURÍPIDES: Las Suplicantes

TESEO. [...] - Quiero que todo el pueblo adopte esta decisión. La adoptará si yo lo deseo, pero
si les comunico mi palabra tendré al pueblo mejor dispuesto. Pues yo lo he convertido en soberano
liberando este Estado, dándole sufragio igualitario.
[...]
(Entra un heraldo tebano por la izquierda.) [...]
HERALDO.- ¿Quién es el tirano de esta tierra? ¿A quién tengo que comunicar las palabras de
Creonte, dueño del país de Cadmo, una vez que ha muerto Eteocles ante las siete puertas por la
mano hermana de Polinices?
TESEO. - Forastero, para empezar, te equivocas al buscar aquí un tirano. Esta ciudad no la
manda un solo hombre, es libre.
El pueblo es soberano mediante magistraturas anuales alternas y no concede el poder a la
riqueza, sino que también el pobre tiene igualdad de derechos.
HERALDO. - Como en el ajedrez, en esto nos concedes ventaja: la ciudad de la que vengo la
domina un solo hombre, no la plebe. No es posible que la tuerza aquí y allá, para su propio
provecho, cualquier político que la deje boquiabierta con sus palabras.
Al pronto se muestra blando y le concede cualquier gracia, pero en seguida la perjudica y,
con inventadas patrañas, la oculta sus pasados errores y consigue escapar de la justicia.
Y es que ¿cómo es posible que un pueblo, que no es capaz de hablar a derechas, pueda
llevar derecha a su ciudad?
El tiempo enseña que la reflexión es superior a la precipitación.
Un labrador miserable, aún no siendo ignorante, es incapaz de poner sus ojos en el bien
común, como demuestran los hechos.
Y, en verdad, es dañino para los hombres superiores el que un villano alcance prestigio por
ser capaz de contener al pueblo con su lengua, alguien que antes no era nadie.
TESEO. - Ingenioso es este heraldo, aunque dice palabras que no vienen al caso. Ya que has
iniciado esta disputa, escucha, pues tú has sido el primero en establecer la discusión.
Nada hay más enemigo de un Estado que el tirano. Pues, para empezar, no existen leyes de
la comunidad y domina sólo uno que tiene la ley bajo su arbitrio. Y esto no es igualitario.
Cuando las leyes están escritas, tanto el pobre como el rico tienen una justicia igualitaria.
El débil puede contestar al poderoso con las mismas palabras si le insulta; vence el inferior al
superior si tiene a su lado la justicia.

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La libertad consiste en esta frase: “¿quién quiere proponer al pueblo una decisión útil para
la comunidad?” El que quiere hacerlo se lleva la gloria, el que no, se calla.
¿Qué puede ser más democrático que esto para una comunidad?
Es más, cuando el pueblo es soberano del país, se complace con los ciudadanos jóvenes
que forman su base; en cambio, un rey considera esto odioso y elimina a los mejores y a quienes
cree sensatos por miedo a perder su tiranía.
Y entonces, ¿cómo es posible que una nación llegue a ser poderosa, cuando se suprime la
gallardía y se siega a la juventud como a las espigas de un trigal en primavera?
¿Para qué atesorar riqueza y bienestar para nuestros hijos, si los mayores esfuerzos de
nuestra vida son en beneficio del tirano?
¿Para qué conservar vírgenes en casa a nuestras hijas, si las estamos preparando como
dulce placer de los tiranos -cuando lo deseen- y lágrimas para nosotros?

En:
EURÍPIDES, Tragedias. Traducción de José Luis Calvo Martínez. Madrid, Gredos, 1978.

ARISTÓFANES: Los Caballeros

Crítica a la demagogia

SALCHICHERO. - Dime, ¿cómo, siendo salchichero, me convertiré en un gran personaje?


DEMÓSTENES. - Por eso mismo te harás grande, porque eres vil, salido del mercado, y
temerario.
SALCHICHERO. - Yo no me considero digno de ser grande.
DEMÓSTENES. - ¡Vaya! Me parece que tienes algo bueno adentro. ¿Acaso desciendes de
personas honestas y nobles?
SALCHICHERO. - No, por los dioses; de bribones.
DEMÓSTENES.- ¡Qué suerte la tuya! ¡En que buena disposición te hallas para el gobierno!
SALCHICHERO. - Pero, amigo mío, no tengo ninguna instrucción, sólo conozco las letras, y eso
más mal que bien.
DEMÓSTENES. - Sólo eso te perjudica, conocerlas aunque sólo sea más mal que bien. El arte de
conducir al pueblo no requiere hombres instruidos y de índole honrada, sino ignorantes y pillos.
Vamos, no desdeñes lo que te ofrecen los dioses en sus oráculos.
[...]
SALCHICHERO. - El oráculo me halaga, pero no entiendo cómo puedo ser capaz de gobernar al
pueblo.
DEMÓSTENES. - Es muy simple: sigue haciendo lo que sueles hacer. Revuelve y manipula al
mismo tiempo todos los asuntos públicos como haces con la carne de tus salchichas, y al pueblo
atráetelo siempre acariciándolo con dulces palabras culinarias. Las demás virtudes del conductor del
pueblo ya las tienes: voz de libertino, origen bastardo, modales de mercado. Posees para el gobierno
todo lo que es menester [...]

El demagogo Cleón y el pueblo

CLEÓN. - Pero miserable, Demos no confía en ti, en cambio y me burlo de él cuanto quiero.
SALCHICHERO. - ¡Qué seguro estás de que Demos te pertenece!
CLEÓN. - Es que sé con qué se lo ceba.
SALCHICHERO. - Y además, como las nodrizas, lo alimentas mal, pues al masticar su comida, le
metes un poco en la boca, pero tú ya te has engullido el triple.
[...]
CLEÓN. - Apuesto mi cabeza a que nunca existió un hombre que defendiera más al pueblo (a
Demos) o que te amara más que yo.
SALCHICHERO. - ( A Cleón) ¿Cómo puedes decir que lo amas si estás viendo que vive en
barriles, en nidos de buitres y en chozas desde hace siete años y lejos de compadecerlo lo encierras y
lo exprimes? Y cuando Arqueptólemo trajo propuestas de paz, las echaste al viento y expulsaste de la
ciudad, a patadas en el culo, a los embajadores que proponían una tregua.

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CLEÓN. - Es para que gobierne sobre todos los griegos. Pues dicen los oráculos que algún día él
será heliasta en Arcadia, con un salario de cinco óbolos si persevera.
[...]
CORO. - ¡Oh Demos, qué hermoso es tu dominio! Todos los hombres te temen, como a un tirano.
Pero eres fácil de engañar, te agrada ser adulado y seducido; siempre te quedas boquiabierto ante un
orador y aunque tú estás aquí, tu atención vuela lejos.
DEMOS. - No tenéis nada de inteligencia debajo de vuestras largas cabelleras, si creéis que no soy
sensato: yo me hago el tonto deliberadamente. A mí me gusta, como a los niños, andar pidiendo mi
comida a los gritos cada día, quiero alimentar a un caudillo ladrón y, cuando está lleno, hacerlo a un
lado y golpearlo.

En:
ARISTÓFANES, Los Caballeros. Traducción de Jorge Aragó. Buenos Aires, Centro Editor de
América Latina, 1984.

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SOFÍSTICA

Rol pedagógico

Sócrates. -Eso está muy bien pensado y razonado, Hipias, y soy de tu opinión; porque es
cierto que vuestra ciencia se ha aumentado mucho, puesto que abraza al presente la direc-
ción de los negocios particulares y la de los negocios públicos. Cuando Gorgias el sofista
vino a Atenas en calidad de embajador de los leontinos, se le tuvo en efecto como el más
hábil político que había entre ellos. Además de sus arengas que le honraron mucho para
con el público, ¿no dio en particular lecciones a los jóvenes, que le valieron sumas
considerables? Nuestro amigo Pródico igualmente, después de haber desempeñado muchas
embajadas públicas, últimamente vino a Atenas enviado por los habitantes de Ceos, arengó al
Senado con aplauso general, y además es increíble lo que le valieron las lecciones particulares que
daba a nuestra juventud. por lo que toca a los antiguos sabios, jamás ninguno de ellos quiso poner
su ciencia a precio ni hacer valer públicamente los conocimientos que había adquirido; tan
inocentes eran y tan ignorantes del mérito del dinero, Pero esos dos grandes sofistas de que he
hablado se han hecho más ricos en su profesión que ninguno de los artistas en la suya, y Protágoras
antes que ellos había hecho lo mismo (Platón, Hipias Mayor 281 b-c)

Hipias. -¿Qué son todos esos miserables razonamientos, Sócrates, más que pequeñeces y
sutilezas, como te decía antes? ¿Quieres saber en qué consiste la verdadera belleza, la que es digna
de este nombre? Pues consiste en hablar con elocuencia en el Senado, delante de un tribunal o
de un magistrado cualquiera, hasta producir la convicción y conseguir una recompensa, que
no es pequeña, y sí la mayor de todas, cual es el placer de salvar su vida, su fortuna y la de
sus amigos . A esto es a lo que debes aplicarte seriamente y no a bagatelas y niñerías, pobre
y necia ocupación, que te hará pasar por un i ns e ns a to . (Platón, Hipias Mayor 304 a -b)

Relativismo

También Protágoras sostiene que el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son
en cuanto que son y de las que no son en cuanto que no son, entendiendo por medida la norma y
por cosas lo real; de forma que él podría decir que el hombre es la norma de todo lo real, de lo que
es en cuanto que es, y de lo que no es en cuanto que no es. Y por esta causa él sólo admite lo
fenoménico-subjetivo, introduciendo, en consecuencia, el relativismo. (Sexto Empírico: I, 21 b ss.)

Yo afirmo [habla Protágoras] que la verdad es como he escrito: que cada uno de nosotros
es medida de lo que es y de lo que no es. Y que la diferencia de uno a otro es infinita, ya que a uno
se manifiesta y son unas cosas, y a otro, otras diferentes [...]
Esta doctrina se resuelve en estas palabras: Sobre lo justo y lo injusto, lo santo y lo no
santo, estoy dispuesto a sostener con toda firmeza que, por naturaleza, no hay nada que lo sea
esencialmente, sino que es el parecer de la colectividad el que se hace verdadero cuando se formula
y todo el tiempo que dura ese parecer. (Platón, Teeteto. 166 D ss.)

Sobre los dioses

Protágoras:
Con respecto a los dioses no puedo conocer ni si existen ni si no existen, ni cuál sea su
naturaleza, porque se oponen a este conocimiento muchas cosas: la oscuridad del problema y la
brevedad de la vida humana. (Diógenes Laercio, IX, 51)

Critias:
Hubo un tiempo en que la vida de los hombres era desordenada, bestial y esclava de la fuerza;
en que no había premio para los honestos, ni tampoco castigo para los malvados. Y en seguida,
creo yo, los hombres dictaron leyes que establecían sanciones, con el fin de que la justicia fuera
señora de todos por igual y se sometiera a ella la violencia. Y, si alguien delinquía, era castigado.
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Mas las leyes sólo impedían a los hombres cometer delitos de modo manifiesto y con violencia,
pero no ocultamente, y por ello, creo yo también, un hombre astuto y sabio fue el primero en
introducir entre los hombres el temor a los dioses, para que los malvados temiesen por lo que
ocultamente hicieran, dijeran o pensaran. De ahí la invención de la divinidad, espíritu floreciente de
vida inmortal, que oye, ve y piensa, que gobierna todas las cosas y goza de naturaleza divina. La
cual oirá todo lo que digan los mortales, y podrá ver todo lo que hagan. Si tú meditas en silencio
alguna mala acción, no quedará oculta a los dioses, pues lo conocen todo. Al exponer estas
doctrinas sobre los dioses, introdujo la más dulce de las esperanzas, ocultando la verdad con falsas
palabras. (Sexto Empírico, IX, 54. Fragmento atribuido a Sísifo)

Nomos y physis

Justicia sería no violar ninguna ley del Estado del cual uno es ciudadano. El hombre, por
tanto, podría servirse de la justicia con gran ventaja, si delante de testigos, tuviese en cuenta las
leyes, y cuando no hay testigos, los preceptos naturales. Pues mientras que los de la ley son
artificiales, los de la naturaleza son necesarios. Los de la ley convencionales y no naturales; los de
la naturaleza naturales y no convencionales. Violando, por tanto, las leyes, hasta tanto no se deje
descubrir por los que las han convenido, puede uno pasar sin vergüenza ni penas; pero si se deja
descubrir, no. En cambio, si uno violenta más allá de lo posible una norma verdaderamente natural,
aunque se oculte a todos los hombres, no por ello el mal será menor, y aunque todos le vean, no
será mayor, pues el hombre no es dañado por la apariencia, sino por la realidad.
Y nuestra indagación se refiere justamente a este propósito: que la mayor parte de lo que es
justo de acuerdo a las leyes, se halla en guerra con la naturaleza. Pues ha sido legislado, para los
ojos, qué cosas deben mirar y cuáles no; para los oídos las que deben escuchar y cuáles no; para la
lengua, qué debe decir y qué debe callar; para las manos, qué cosas deben hacer y cuáles no; para
los pies, adónde deben ir y hacia dónde no, y para la inteligencia, qué es lo que debe querer y lo
que no debe desear. Ahora bien, no es más valioso ni más propio a la naturaleza, lo que las leyes
prohiben, que aquello que postulan. (Antifonte, Fragmento I del Papiro Oxirrinco)

Opiniones sobre la democracia

Mito de Protágoras:

Hubo una vez una época en la que ya existían los dioses, pero aún no las especies mortales.
Llegado el tiempo fijado por el destino para el nacimiento de estas últimas, los dioses las
modelaron en el seno de la tierra mediante una mezcla de fuego, de tierra y de aquellos otros
elementos que se combinan con ambos. Y llegado el momento de sacarlas a la luz, ordenaron a
Prometeo y a Epimeteo que distribuyesen entre ellas cualidades de un modo ordenado y adecuado.
Epimeteo pidió a Prometeo que le dejase hacer tal distribución: “Una vez hecha, le dijo, tú
las supervisarás”. Y después que le convenció, inició su tarea. En su reparto dio a unas especies
fuerza sin velocidad, y a las más débiles les otorgó ésta; a otras les concedió defensas naturales, y a
las que carecían de ellas, dióles un medio distinto de seguridad. A las que hizo indefensas por su
pequeñez, les otorgó alas para huir o una morada subterránea. A las que dotó de gran tamaño, con
él les concedió su seguridad. Y así distribuyó equilibradamente todas las cualidades, para que
ninguna especie pudiera ser aniquilada.
[...]
Al final, Epimeteo, que no era muy inteligente, se dio cuenta de que había consumido todas
las cualidades en los seres irracionales, y que había dejado a la especie humana carente de ellas. Y
no sabía qué hacer.
En medio de sus dudas se presentó Prometeo para supervisar la distribución, viendo a los
animales bien provistos de todo, pero que el hombre estaba desnudo, descalzo, privado de abrigo e
inerme. Y era inminente la llegada del día fijado por el destino, en el que el hombre tenía que
emerger del seno de la tierra a la luz.
Apurado por el problema de cómo encontrar para el hombre un medio de conservación,
Prometeo robó a Atenea el secreto de las artes y a Hefaistos el del fuego -pues sin éste aquéllas no
hubieran podido ser adquiridas ni útiles- y los entregó al hombre. Así entró el hombre en posesión

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de las artes necesarias para la vida, excepto una, la política, que no le fue concedida. Pues
Prometeo no pudo entrar en la acrópolis, vivienda de Zeus, defendida por formidables centinelas.
[...] los hombres, pese a estar así de provistos, vivieron en un principio dispersos, sin que
existiera la sociedad. Por eso fueron víctimas de las fieras, al ser más débiles que ellas en todos los
aspectos [...]
Temiendo Zeus que nuestra especie se aniquilara, envió a Hermes para que trajese a los
hombres el sentido del respeto y de la justicia, a fin de que sirviesen en la sociedad de principios
ordenadores y de lazos productores de amistad.
“¿De qué modo, preguntó Hermes a Zeus, he de hacer la distribución entre los hombres del
respeto y la justicia? ¿Acaso tal como se hizo con las artes? Estas se han repartido de tal manera
que un solo médico basta para muchos profanos, e igualmente sucede con las demás profesiones.
¿Debo, pues, distribuir a los hombres el respeto y la justicia con igual criterio o he de repartirlos
entre todos?”
“Entre todos, dijo Zeus, de modo que cada uno tenga su parte, ya que la sociedad no podría
subsistir, si, al modo que sucede en las demás artes, sólo unos pocos participaran de ellos. Y en mi
nombre les dictarás esta ley: que se mate, como a una peste social, al que no pueda ser partícipe del
respeto y de la justicia”. (Platón, Protágoras, 320 C ss.)

La posición de Caliclés:

Pero pienso en que los que escriben las leyes son los débiles y la gran masa y teniendo sólo
en cuenta lo que les puede interesar determinan lo que ha de ser digno de loa y lo que ha de
merecer ser prohibido. Para amedrentar a los más fuertes, que podrían ir más allá de los otros e
impedírselo, dicen que es feo e injusto aventajar en algo a los demás, y que trabajar por hacerse
más poderoso es hacerse culpable de injusticia, porque siendo los más débiles se consideran
demasiado felices de que todos sean iguales ya que ellos son los peores. Tal es la razón por la cual
en el orden de la ley es injusto y feo el querer aspirar a más que la mayoría y por esto se le ha dado
el nombre de injusticia.
Pero me parece que la naturaleza demuestra que no es justo que el que valga más tenga
menos que otro que no valga lo que él y el más fuerte menos que el más débil y prueba en mil
ocasiones que debe ser así tanto en lo que concierne a los animales como a los mismos hombres,
entre los cuales vemos Estados y naciones enteras donde la regla de lo justo es que el más fuerte se
imponga al más débil y esté más beneficiado que él. (Platón, Gorgias)

En:
BARRIO GUTIERREZ, José, Protágoras, Gorgias. Buenos Aires, Hyspamérica, 1980.
ARDESI DE TARANTUVIEZ, Beatriz: Historia de las ideas políticas y sociales de la
antigüedad clásica. Mendoza, F. F. y L., U. N. C., 1993.
PLATÓN, Diálogos Socráticos. Traducción de Juan A. Vázquez. Buenos Aires. Raigal. 1956

21
SÓCRATES

Sócrates según Aristófanes

ESTREPSÍADES: Esto es el Pensadero de los espíritus geniales. Allí dentro habitan hombres
que discursean sobre el cielo y te persuaden de que es un horno que está todo alrededor nuestro y
de que nosotros somos los carbones. A quien pague por ello, estos hombres le enseñan a triunfar en
cualquier pleito, sea justo o injusto.
FIDÍPIDES: ¿Y quiénes son?
ESTREPSÍADES: No conozco a ciencia cierta sus nombres. “Preocupadopensadores”, hombres
de pro.
FIDÍPIDES: [...] La gentuza esa. ¡Si los conozco! Tú te estás refiriendo a esos charlatanes, esos
carapálidas siempre descalzos entre los que se cuentan Querefonte y el desgraciado de Sócrates.
(Las Nubes, 90-100)

ESTREPSÍADES. ¡Sócrates!¡Socratito!
SÓCRATES. ¿Por qué me reclamas, oh ser efímero?
ESTREPSÍADES. Dime tú primero qué es lo que estás haciendo, te lo suplico.
SÓCRATES. Hollo el aire y aprecio el sol.
ESTREPSÍADES. Entonces desprecias a los dioses desde un zarzo para secar quesos y no desde
tierra, ¿me equivoco?
SÓCRATES. No habría nunca descubierto con precisión los fenómenos celestes sin poner en
suspensión mi mente y confundir mi sutil pensamiento con su igual, el aire. Si hubiese hecho en tierra
mis observaciones de las cosas de arriba, desde abajo, no habría podido nunca dar con ellas. Sabido
es que la tierra atrae hacia sí con violencia la humedad del pensamiento. (220-230)

SÓCRATES. ¡Qué es eso de jurar por los dioses! Para empezar, los dioses no son moneda de
curso legal entre nosotros.
ESTREPSÍADES. ¿Y qué usáis para jurar? ¿Monedas de hierro como en Bizancio?
SÓCRATES. ¿Quieres conocer claramente la verdadera naturaleza de los asuntos divinos?
ESTREPSÍADES. Claro, por Zeus, si es que se puede.
SÓCRATES. ¿Y entrar en diálogo con nuestras divinidades, las Nubes? (245-250)

SÓCRATES. Claro: ellas son las únicas diosas. Todo lo demás son paparruchas.
ESTREPSÍADES: ¿Y Zeus Olímpico -dime, ¡por la Tierra!- no es un dios para vosotros?
SÓCRATES. (Con desdén) ¡Pero qué Zeus! No digas tonterías. Zeus ni siquiera existe. (360-365)

Sócrates según Platón

Hipias Menor

Sócrates. -Ya ves, Hipias, con cuánta verdad he dicho que no me canso nunca de interrogar a los
hombres entendidos. Creo que ésta es la única buena cualidad que tengo, porque todas las demás no
llegan a la medianía; porque me engaño acerca de la naturaleza de los objetos y no sé en qué consiste.
La prueba convincente que tengo de esto es que siempre que converso con alguno de vosotros, tan
acreditados por vuestra sabiduría y en quienes todos los griegos reconocen esta cualidad, descubro
que no sé nada, y efectivamente casi en ningún punto soy de vuestro dictamen. ¿Y qué prueba más
decisiva de ignorancia que la de no pensar como los sabios? Pero yo tengo una cualidad admirable
que me salva, y es que no me ruborizo en aprender y que pregunto e interrogo sin cesar, mostrándome
por otra parte muy reconocido al que me responde; de suerte que no he privado jamás a nadie de lo
que le debía en este género de atenciones, porque nunca me ha ocurrido el negar lo que hubiese
aprendido de otros ni el atribuirme descubrimientos ajenos; antes, por el contrario, tributo elogios
al hombre hábil que me ha instruido, y expongo sinceramente lo que de él he aprendido. Pero en el
presente caso no te concedo lo que dices, porque soy de una opinión enteramente contraria.
Conozco que la falta está toda de mi parte, porque soy así como soy, para no decir otra cosa peor
(371 e-372 a)
22
Apología de Sócrates

En efecto, muchos acusadores ha habido antes de ustedes, hace ya muchos años, aunque
tampoco hayan dicho nada cierto. Y a ellos les temo más que a Anito y los suyos, aunque éstos sean
también de temer. Pero aquéllos son más temibles, señores; los que han educado a muchos de ustedes
desde la infancia, acusándome falsamente y convenciéndolos de que hay un tal Sócrates, hombre
sabio, preocupado por las cosas del cielo así como dado a investigar cuanto hay bajo tierra, y
convirtiendo el argumento más débil en el más fuerte. (I, 18 b)

Retomemos entonces desde el principio qué acusación es la que ha originado la imagen de


mí, confiando en la cual, al parecer, Meleto me ha demandado con semejante cargo. Bien. Pero, ¿qué
decían los que forjaron esa imagen falsa? Como si se tratara de acusadores judiciales hay que leer su
testimonio: "Sócrates es culpable de indagar impertinentemente las cosas subterráneas y celestiales, y
de hacer pasar por más fuerte el argumento más débil, y enseñar a otros estas mismas cosas". Tal es,
aproximadamente su testimonio; y, en efecto, ustedes mismos han visto estas cosas en la comedia de
Aristófanes: allí un tal Sócrates da vueltas diciendo que anda por los aires y declarando muchas otras
tonterías, de las cuales yo no se nada, ni mucho ni poco. (II, 19 b-c)

[...] Seguramente han conocido ustedes a Querefonte; éste fue desde joven amigo mío y también
amigo de la mayoría de ustedes; marchó al destierro junto con ustedes, y con ustedes regresó.
Ustedes saben, entonces, cómo era Querefonte, cuánta pasión ponía en lo que emprendía. Pues
bien, en cierta ocasión que fue a Delfos, se atrevió a preguntar al oráculo... pero repito, señores, no
me vayan a interrumpir; preguntó si había alguien más sabio que yo. La pitonisa le respondió que
no había nadie más sabio. Y acerca de estas cosas puede testimoniar su hermano, aquí presente, ya
que Querefonte ha muerto. Dense cuenta ustedes por qué digo estas cosas: les voy a mostrar, en
efecto, de dónde se ha originado la falsa imagen de mí. En efecto, al enterarme de aquello
reflexionaba así: “¿Qué quiere decir el dios y qué enigma hace?”. Porque lo que es yo, no tengo ni
mucha ni poca conciencia de ser sabio [...] (20 e - 21 a)
En efecto, en cada ocasión los presentes creen que yo soy sabio en aquellas cosas en que refuto
a otro; pero en realidad el dios es el sabio, y con aquella sentencia quiere decir esto: que la
sabiduría humana vale poco y nada. Y cuando dice “Sócrates” parece servirse de mi nombre como
para poner un ejemplo. Algo así como [si] dijera: “El más sabio entre ustedes, seres humanos, es
aquel que, como Sócrates, se ha dado cuenta de que en punto a sabiduría no vale en verdad nada”.
Todavía hoy sigo buscando e indagando, de acuerdo con el dios, a los conciudadanos y extranjeros
que pienso que son sabios, y cuando juzgo que no lo son, es para servir al dios que les demuestro
que no son sabios. Y por causa de esta tarea no me ha quedado tiempo libre para ocuparme de
política en forma digna de mención, ni tampoco de mis propias cosas. Antes bien, vivo en extrema
pobreza a causa de estar al servicio del dios. (23 a - 23 c)

[Supongamos] que, en vista de eso, me dijeran “Sócrates, Anito no nos persuadirá ahora, sino
que te absolvemos, sobre esta [base]: nunca pasarás el tiempo en esta investigación ni en filosofar;
pero si eres sorprendido haciéndolo morirás”.
Supuesto tal caso, como he hecho, de que se me absolviera sobre tales [bases], les
contestaría: “Yo los respeto, señores atenienses, y los estimo, pero he de obedecer al dios antes que
a ustedes, y mientras tenga un hálito de vida y [sea] capaz de ello, no cesaré de filosofar, y de
exhortarlos a ustedes, y de explicarle a aquel de ustedes que encontrase, diciéndole cosas como las
que acostumbro: “Querido amigo, que eres ateniense [esto es], de la ciudad más poderosa y de
mayor fama en cuanto a sabiduría y fuerza, ¿no te avergüenzas de preocuparte por tu fortuna, de
modo de acrecentarla al máximo posible, así como a la reputación y a la honra, mientras no te
preocupas ni reflexionas acerca de la sabiduría, de la verdad y del alma, de modo que sea mejor?”.
Y si alguno de ustedes me disputara y afirmara que él se ocupa [de estas cosas], yo no lo soltaré en
seguida y me marcharé, sino que lo interrogaré, lo examinaré, lo refutaré. Y si me parece no estar
en posesión de lo que hace a su perfección, se [lo] diré, y le reprocharé que confiera mucho valor a
lo que es inferior, y poco [valor] a lo que es superior.
Y haré esto con quien sea que encuentre, sea más joven o más anciano, extranjero o
conciudadano, aunque más con mis conciudadanos, desde que me tienen más próximo en la
23
sociedad. Porque esto [me lo] manda el dios, sépanlo bien. Y por mi parte pienso que nada mejor
puede acontecerles en la ciudad que este servicio que presto al dios. En efecto, no hago otra cosa
que ir de un lado al otro persuadiéndolos a ustedes, sean jóvenes o ancianos, de no preocuparse por
[sus] cuerpos ni por [sus] fortunas sin antes atender intensamente a su alma, de modo que llegue a
ser perfecta; diciéndoles que no es de la fortuna que nace la perfección, sino de la perfección que
[nace] la fortuna y todos los demás bienes para los hombres, en forma privada o pública [...] (29 c -
30 b)

En efecto: si me condenan a muerte, no hallarán con facilidad otro [hombre] como yo -por
ridículo que parezca decirlo-, asignado a la ciudad por el dios, como a un grande caballo, perezoso
a causa de su tamaño y necesitado de ser despertado por una especie de tábano. Así me parece que
el dios me ha aplicado a la ciudad de un modo análogo, para que los despierte, persuada y reproche
a cada uno en particular, sin cesar el día entero, siguiéndolos por todas partes. Otro [hombre]
semejante no se les aparecerá fácilmente, señores; pero si me hacen caso, me conservarán. Pero tal
vez ustedes estén molestos como quienes son despertados cuando están medio dormidos, me tire un
golpe y, persuadidos por Anito, con ligereza me condenen a muerte. Después, pasarían el resto del
tiempo durmiendo, a menos que el dios les enviara algún otro, para cuidar de ustedes. Porque de
esto tienen que percatarse: que yo vengo a ser alguien que ha sido donado a la ciudad por el dios
[...] (30 e - 31 a)

Critón

Sócrates- [...] ¿No te parece que está bien decir que no se deben estimar todas las opiniones de
los hombres, sino unas sí y otras no, y las de unos hombres sí y las de otros no? ¿Qué dices tú? ¿No
está bien decir esto?
Critón: Está bien.
Sócrates- ¿Se deben estimar las valiosas y no estimar las malas?
Critón- Sí.
Sócrates- ¿Son valiosas las opiniones de los hombres juiciosos, y malas las de los hombres de
poco juicio?
Critón- ¿Cómo no?
Sócrates- Veamos en qué sentido decíamos tales cosas. Un hombre que se dedica a la gimnasia,
al ejercitarla ¿tiene en cuenta la alabanza, la censura y la opinión de cualquier persona, o la de una
sola persona, la del médico o el entrenador?
Critón- La de una sola persona.

[...]Sócrates- Bien. Pero si no hace caso a ese solo hombre y desprecia su opinión y sus elogios,
y, en cambio, estima las palabras de la mayoría, que nada entiende, ¿es que no sufrirá algún daño?
Critón- ¿Cómo no?
Sócrates- ¿Qué daño es éste, hacia dónde tiende y a qué parte del que no hace caso?
Critón- Es evidente que al cuerpo; en efecto, lo arruina.
Sócrates- Está bien. Lo mismo pasa con las otras cosas, Critón, a fin de no repasarlas todas.
También respecto a lo justo y lo injusto, lo feo y lo bello, lo bueno y lo malo, sobre lo que ahora
trata nuestra deliberación, ¿acaso debemos nosotros seguir la opinión de la mayoría y temerla, o la
de uno solo que entienda, si lo hay, al cual hay que respetar y temer más que a todos los otros
juntos? [...] (47 a-d)
[...]Sócrates -¡Ojalá, Critón, fuera el vulgo capaz de hacer los males mayores, para que
fuera también capaz de los más grandes bienes! Eso sería magnífico. Pero, en realidad, ni
de una ni de otra cosa es capaz. Pues no hay en él poder de hacer a otro ni cuerdo ni
insensato, sino que en todo procede a impulsos del azar. (44 d)

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Sócrates según Jenofonte

Apología de Sócrates

[...] Un día que Querefonte acudió al oráculo de Delfos para interrogarle acerca de mí, en
presencia de muchos testigos le respondió Apolo que ningún hombre era ni más libre, ni más justo,
ni más sabio que yo.
[...] Sin embargo, no por ello tenéis vosotros que creer al dios por las buenas, sino que debéis
examinar cada uno de los elogios que hizo de mí. En efecto, ¿a quién conocéis que sea menos
esclavo que yo de las pasiones del cuerpo?, ¿qué hombre veis que sea más libre que yo, que no
recibo de nadie regalos ni salarios?, ¿a quién podrías considerar razonablemente más justo que a un
hombre que está acomodado a lo que tiene y que no necesita ningún bien ajeno? Y en cuanto a
sabio ¿cómo se podría con razón negar que lo es un hombre como yo, que desde que empecé a
comprender lo que se decía, nunca dejé, en la medida de mis posibilidades, de investigar y aprender
todo lo bueno que pude? [...]

Recuerdos de Sócrates

[...] Les decía [Sócrates], efectivamente, que no había camino más hermoso para la buena fama
que el de llegar a ser tan bueno como uno quería realmente parecerlo, y que con ello decía verdad
lo explicaba de la siguiente manera:
- Reflexionemos, decía [...] si alguien quiere aparentar ser un buen general sin serlo, o buen
piloto, imaginémonos qué podría pasarle. ¿No sería doloroso que en su deseo de parecer capaz de
esa técnica no pudiera convencer a nadie, o, lo que todavía es más penoso, que pudiera
convencerles? Porque es evidente que puesto a pilotar sin saber, o a dirigir una campaña destruiría
a quienes menos deseaba hacerlo, y él mismo saldría del trance avergonzado y perjudicado.
Sócrates demostraba de la misma manera que era perjudicial pretender aparentar ser rico,
valiente y fuerte sin serlo, porque decía que entonces se les impondrían tareas superiores a sus
fuerzas y, al no poder realizarlas aunque aparentaban ser capaces, no tendrían perdón. Se llamaba
estafador y no pequeño, a quien recibiendo dinero o bienes gracias a la confianza luego se quedaba
con ellos, el mayor estafador de todos es el que sin valer nada ha engañado a la gente haciéndola
creer que es capaz de dirigir el Estado [...] (I, 7, 1-5)

No hacía ninguna distinción entre sabiduría y prudencia, sino que juzgaba sabio y sensato al que
conociendo lo que es bueno y bello lo practicaba y a quien sabiendo lo que es feo lo evitaba. Y
cómo insistían en preguntarle si a quienes sabiendo lo que tenían que hacer hacían en cambio lo
contrario los consideraba sabios y continentes, dijo: “No más que a los que son ignorantes e
incontinentes, pues creo que todos los hombres, eligiendo entre las posibilidades que tienen a su
disposición, hacen lo que creen más ventajoso para ellos. Por ello creo que los que no obran
correctamente no son ni sabios ni sensatos”. Decía también que la justicia y las demás virtudes en
general son sabiduría, pues las acciones justas y todo cuanto se hace con virtud es bello y hermoso,
y ni quienes las conocen podrían preferir otra cosa a cambio, ni quienes no las conocen podrían
llevarlas a cabo, sino que errarían aunque lo intentaran. (III, 9, 4-5)

Sócrates según sus acusadores (Jenofonte: Recuerdos de Sócrates)

Pero, ¡por Zeus!, decía su acusador, Sócrates inducía a sus discípulos a despreciar las leyes
establecidas, cuando afirmaba que era estúpido nombrar a los magistrados de la ciudad por el
sistema de haba, siendo así que nadie querría emplear un piloto elegido por sorteo, ni un
constructor, ni un flautista, ni a cualquier otro artesano, a pesar de que los errores cometidos por
ellos hacen mucho menos daño que los fallos en el gobierno de la ciudad. Tales argumentos,
afirmaba el acusador, impulsan a los jóvenes a despreciar la constitución establecida y los hacen
violentos. Yo, en cambio, opino que los que practican la prudencia y se consideran capaces de dar
enseñanzas útiles a los ciudadanos son los que resultan menos violentos, porque saben que las
enemistades y los peligros son propios de la violencia, mientras que con la persuasión se consiguen
las mismas cosas sin peligro y con amistad [...]

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Pero, decía su acusador, al menos dos contertulios que tuvo Sócrates, Critias y Alcibíades,
hicieron muchísimo daño a la ciudad. Pues Critias fue el más ladrón y violento de cuantos
ocuparon el poder de la oligarquía, y Alcibíades, por su parte, fue el más disoluto e insolente de los
de la democracia. Por mi parte, no voy a defenderles, si estos dos hicieron algún daño a la ciudad,
pero explicaré su relación con Sócrates tal como ocurrió. Estos dos hombres fueron por naturaleza
los más ambiciosos de todos los atenienses, querían que todo se hiciera por mediación de ellos y
llegar a ser más famosos que nadie [...]
Se dedicaron a la política, que era la razón por la que habían acudido a Sócrates. En
cambio, Critón era un compañero de Sócrates como Querofonte, Querécrates, Hermógenes, Simias,
Cebes, Fedondas y otros que se reunían con él, no para convertirse en oradores de la Asamblea o
judiciales, sino para llegar a ser hombres de bien y poder tener una buena relación con su familia,
con el servicio, sus parientes y amigos, con la ciudad y sus conciudadanos. Y ninguno de ellos, ni
de joven ni de mayor, hizo mal alguno ni incurrió en ninguna acusación.
[...]
De Homero afirmaba el acusador que Sócrates citaba con frecuencia aquel pasaje en el que
muestra cómo Ulises
Cada vez que encontraba a un rey y a un hombre distinguido,
colocado ante él lo detenía con palabras suaves:
Ilustre, no está bien que sientas miedo como un cobarde,
Antes bien, siéntate y haz que los pueblos se sienten.
Pero cuando veía a un hombre del pueblo y lo encontraba gritando,
golpéale con el cetro y le increpaba con palabras:
¡Desdichado!, siéntate en silencio y escucha las palabras de otros
que son más poderosos que tú. Tú eres pacífico y débil,
no cuentas en la guerra ni en el consejo.
Decía que explicaba este pasaje dando a entender que el poeta elogiaba el que se golpeara a los
hombres pobres del pueblo. Pero Sócrates no quería decir tal cosa, porque en otro caso habría
pensado que él mismo debía ser golpeado. Decía más bien que las personas que no son útiles ni de
palabra ni de obra, incapaces de ayudar al ejército, a la ciudad y al propio pueblo en caso necesario,
sobre todo si encima son atrevidos, deben ser castigados por todos los medios por muy ricos que
sean. Sócrates, por el contrario, era evidentemente un hombre popular y amigable, pues a pesar de
tener numerosos discípulos, extranjeros y ciudadanos, nunca sacó dinero de ese trato [...]

El respeto por las leyes ante la condena a muerte (Platón: Critón)

Sócrates –Considera, pues, lo siguiente. Supongamos que al pretender nosotros escapar de aquí, o como
haya que llamar a eso, llegándose las leyes y el Estado a nosotros, nos preguntaran: «Dinos, Sócrates, ¿qué es
lo que vas a hacer? ¿Qué otra cosa tramas con esta empresa que intentas, si no es arruinarnos a nosotras las
leyes y a la ciudad toda, en lo que de ti depende? ¿Te parece posible que subsista sin arruinarse aquella
ciudad en la que las sentencias pronunciadas nada pueden, sino que son despojadas de su autoridad y
destruidas por los particulares?» (50 a-b)
Y supongamos que las leyes entonces nos dicen: «¿Es esto, Sócrates, lo que se convino entre tú
y nosotras? ¿No fue más bien que respetarías los juicios que pronunciare la ciudad? [...] Pues, entonces, si
gracias a nosotras naciste y fuiste criado y educado, ¿puede caber en ti ni por un momento la idea
de que no seas hijo y aun esclavo nuestro, tú y tus progenitores? Y si es así, ¿crees que tus derechos
pueden ser los mismos que los nuestros? ¿Y que es justo que, a lo que nosotras intentemos hacerte,
pretendas tú responder de igual manera? (50 c-51 a) [...] ¿va a serte lícito con respecto a la patria y a las
leyes que, si nosotras determinamos eliminarte, porque nos parece justo, también tú a tu vez intentes en la
medida de tus fuerzas destruirnos a nosotras las leyes y a la patria? O quizá es que eres tan sabio que se te
oculta que más preciosa que la madre y el padre y que los demás antepasados todos es la patria [...] y que
es fuerza venerarla y obedecer y halagar más a la patria, si se irrita, que al padre [...] y si manda sufrir
algo, sufrirlo con mansedumbre, sea ser azotado, sea ser cargado de cadenas; y si a la guerra te envía para
ser herido o muerto, así ha de hacerse; y eso es justicia.[...] Porque hacer violencia a una madre o a un
padre no es piadoso, pero aún menos a la patria». ¿Qué diremos a esto, Critón? ¿Que dicen verdad las
leyes o no? (51 b-c) [...] Pues no otra cosa vulneras —dirían las leyes— sino esos convenios y
esos acuerdos que con nosotras mismas concertaste, no por necesidad ni con engaños ni
obligado a decidirte en poco tiempo, sino a lo largo de setenta años en los que lícito te era
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marcharte, si no te agradábamos o no te parecían justos los acuerdos. (52 e) [...] Si ahora
dejas la vida, la dejarás víctima de la injusticia, no de nosotras las leyes, sino de los hombres. En
cambio, si huyes, respondiendo tan vergonzosamente con injusticia a la injusticia, al mal con el
mal, y quebrantas tus propios acuerdos y convenios con nosotras, dañando a quienes menos
deberías dañar: a ti mismo y a tus amigos. (54 b-c)
En:
ARISTÓFANES, Las Nubes. Edición de F. Rodríguez Adrados y J. Rodríguez Somolinos.
Madrid, Cátedra, 1995.
PLATÓN, Apología de Sócrates. Traducción de Conrado Eggers Lan. Buenos Aires, Edudeba,
1981.
PLATÓN, Diálogos. Traducción de J. Calonge Ruiz, E. Lledó Iñigo, C. García Gual. Madrid,
Gredos, 1997.
PLATÓN, Diálogos Socráticos. Traducción de Juan A. Vázquez. Buenos Aires. Raigal. 1956
JENOFONTE, Recuerdos de Sócrates. Madrid, Gredos, 1993.

27
PLATÓN

Carta VII

Siendo yo joven, pasé por la misma experiencia que otros muchos; pensé dedicarme a la
política [...] Siendo objeto de general censura el régimen político a la sazón imperante, se produjo
una revolución [...] treinta se instauraron con plenos poderes al frente del gobierno. Se daba la
circunstancia de que algunos de estos eran allegados y conocidos míos, y en consecuencia
requirieron al punto mi colaboración, por entender que se trataba de actividades que me
interesaban. La reacción mía no es de extrañar, dada mi juventud; yo pensé que ellos iban a
gobernar la ciudad sacándola de un régimen de vida injusto y llevándola a un orden mayor, de
suerte que les dediqué mi más apasionada atención, a ver lo que conseguían. Y vi que en poco
tiempo hicieron parecer bueno como una edad de oro el anterior régimen. Entre otras tropelías que
cometieron, estuvo la de enviar a mi amigo, el anciano Sócrates, de quien yo no tendría reparo en
afirmar que fue el más justo de los hombres de su tiempo, a que, en unión de otras personas,
prendiera a un ciudadano para conducirle por la fuerza a ser ejecutado [...] por cierto que él no
obedeció, y se arriesgó a sufrir toda clase de castigos antes que hacerse cómplice de sus iniquidades
[...] No mucho tiempo después cayó la tiranía de los Treinta y todo el sistema político imperante.
De nuevo, aunque ya menos impetuosamente, me arrastró el deseo de ocuparme de los asuntos
públicos de la ciudad [...] los entonces repatriados observaron una considerable moderación. Pero
dio la casualidad de que algunos de los que estaban en el poder llevaron a los tribunales a mi amigo
Sócrates, bajo la acusación más inicua y que menos le cuadraba: en efecto unos acusaron de
impiedad y otros condenaron y ejecutaron al hombre que un día no consintió en ser cómplice del
ilícito arresto de un partidario de los entonces proscritos [...] al mismo tiempo que mi edad iba
adquiriendo madurez, tanto más difícil consideraba administrar los asuntos públicos con rectitud
[...] De esta suerte yo, que al principio estaba lleno de entusiasmo por dedicarme a la política, al
volver mi atención a la vida pública y verla arrastrada en todas direcciones por toda clase de
corrientes, terminé por verme atacado de vértigo, y si bien no prescindí de reflexionar sobre la
manera de poder introducir una mejora en ella, y en consecuencia en la totalidad del sistema
político, sí dejé, sin embargo, de esperar sucesivas oportunidades de intervenir activamente; y
terminé por adquirir el convencimiento con respecto a todos los Estados actuales de que están, sin
excepción, mal gobernados; en efecto, lo referente a su legislación no tiene remedio sin una
extraordinaria reforma, acompañada además de suerte para implantarla. Y me vi obligado a
reconocer, en alabanza de la verdadera filosofía, que de ella depende el obtener una visión perfecta
y total de lo que es justo, tanto en el terreno político como en el privado, y que no cesará en sus
males el género humano hasta que los que son recta y verdaderamente filósofos ocupen los cargo
públicos, o bien los que ejercen el poder en los Estados lleguen por especial favor divino, a ser
filósofos en el auténtico sentido de la palabra.
Este era mi modo de pensar al llegar yo a Italia y a Sicilia cuando fui por primera vez. Y
llegado que hube, en ningún momento ni en modo alguno me gustó la vida, grata al decir de las
gentes, que allí se llevaba, colmada de banquetes al modo itálico y siracusano, consistente en vivir
saciándose de comer dos veces al día y en no dormir sin compañía de noche [...]
[Dión] decidió vivir el resto de su vida de modo diferente que la mayoría de los itálicos y
sicilianos, concediendo mayor estimación a la virtud que al placer y a cualquier otro género de
molicie; en cuya consecuencia, su vida transcurrió odiada especialmente por los que viven
conforme a los hábitos propios del régimen tiránico, hasta que tuvo lugar la muerte de Dionisio2.
Después de este suceso, llegó el convencimiento de que no debían quedar en él solo estas estos
ideales que concibió bajo la influencia de rectas enseñanzas, y viendo que dichos ideales estaban
arraigados en otros, no en muchos desde luego pero sí en algunos, a cuyo número pensó que tal
vez, con ayuda de los dioses, podía llegar a pertenecer el propio Dionisio 3, consideró que, si tal
cosa sucedía, tanto la vida de éste como la del resto de los siracusanos llegaría a ser un dechado de
felicidad. A más de ello, pensó que era preciso que por todos los medios yo acudiera a la mayor
brevedad a Siracusa, como colaborador de sus planes [...]

2
Dionisio el Viejo
3
Dionisio el Joven
28
En esta acertada convicción, Dión persuadió a Dionisio a que me llamara, y él
personalmente me envió un mensaje pidiéndome que pusiera todos los medios para acudir a la
mayor brevedad [...] hablándome de la juventud de Dionisio y del apasionado interés que por la
filosofía y la instrucción tenía; me decía también que sus propios sobrinos y parientes se hallaban
muy bien dispuestos hacia el modo de pensar y género de vida continuamente predicados por mí, y
que eran los más a propósito para atraer a Dionisio, de suerte que entonces mejor que nunca se
podría realizar en su totalidad la esperanza de que llegara a coincidir en idénticas personas la
calidad de filósofos y la de jefes de grandes Estados [...] al reflexionar yo lleno de vacilaciones si
debía ir o qué debía hacer, prevaleció en mí la opinión de que, si alguna vez había que procurar
realizar las ideas concebidas acerca de la legislación y la política, entonces era llegado el momento
de intentarlo; pues con ganar a mi causa a un solo hombre, habría conseguido la cabal realización
de toda clase de bienes.
Con este pensamiento y resolución salí de mi patria [...] impulsado principalmente por un
sentimiento de vergüenza de mí mismo, de que pudiera parecer que yo era hombre solamente de
palabras, pero que no gustaba de poner nunca manos a la obra [...] Acudí, pues, de acuerdo con las
razones más justas que pueden mover a un hombre, y abandonando por ellas mis propias y
honrosas ocupaciones, a colocarme bajo la jurisdicción de un régimen de tiranía que parecía
inadecuado a mi doctrina y a mi persona. [...] cumplí irreprochablemente mi contenido de filósofo,
que hubiera podido ser objeto de censura si yo, haciendo alguna cesión a la comodidad y a la
cobardía, hubiera incurrido en una culpa vergonzosa.
Al llegar [...] me encontré con toda la corte de Dionisio hirviendo en intrigas e intentos de
difamar a Dión ante el tirano. Le defendí cuanto pude, pero mi influencia era escasa y a los tres
meses aproximadamente, Dionisio, acusando a Dión de conspirar contra la tiranía, le embarcó a
bordo de un barquichuelo y le desterró ignominiosamente. A continuación, todos los que éramos
amigos de Dión estábamos invadidos por el temor de que acusara y castigara a cualquiera de
nosotros, como cómplice de la conjuración de aquél [...] Pero él, dándose cuenta de la disposición
en que todos nos hallábamos, temiendo que a consecuencia de nuestros recelos se produjera algún
mal mayor, intentó atraernos a todos por la benevolencia, y desde luego a mí particularmente me
animaba, me exhortaba a tener confianza y me pedía con toda instancia que permaneciera allí. En
efecto, el que yo huyera de él no le hacía ningún favor y sí en cambio el que me quedara, por lo
cual fingía pedírmelo con todo interés. Pero ya sabemos que los ruegos de los tiranos tienen mucho
de imposiciones: Dionisio impidió arteramente mi salida del país, conduciéndome a la acrópolis
[...]Yo por mi parte todo lo soportaba, mirando por los planes que en principio me habían hecho
acudir allí, con la esperanza de que llegara a concebir el deseo de vivir de acuerdo con la filosofía;
pero su resistencia prevaleció.

En:
PLATÓN, Las Cartas. Edición de Margarita Toranzo. Madrid, Instituto de Estudios Políticos,
1970.

Fedón

Teoría del conocimiento

-¿Y qué decir sobre la adquisición misma de la sabiduría? ¿Es o no un obstáculo el


cuerpo, si se le toma como compañero en la investigación? Y te pongo por ejemplo lo
siguiente: ¿ofrecen, acaso, a los hombres alguna garantía de verdad la vista y el oído, o
viene a suceder lo que los poetas nos están repitiendo siempre, que no oímos ni vemos nada
con exactitud? Y si entre los sentidos corporales éstos no son exactos, ni dignos de crédito,
difícilmente lo serán los demás, puesto que son inferiores a ellos [...] Entonces —replicó
Sócrates— ¿cuándo alcanza el alma la verdad? Pues siempre que intenta examinar algo
juntamente con el cuerpo, está claro que es engañada por él. [...] E indudablemente la
ocasión en que reflexiona mejor es cuando no la perturba ninguna de esas cosas, ni el oído,
ni la vista, ni dolor, ni placer alguno, sino que, mandando a paseo el cuerpo, se queda en lo
posible sola consigo mismo y, sin tener en lo que puede comercio alguno ni contacto con
él, aspira a alcanzar la realidad. (65 a-c)

29
¿Y no haría esto de la manera más pura aquel que fuera a cada cosa tan sólo con el mero pensa-
miento, sin servirse de la vista en el reflexionar y sin arrastrar ningún otro sentido en su
meditación, sino que, empleando el mero pensamiento en sí mismo, en toda su pureza, intentara dar
caza a cada una de las realidades, sola, en sí misma y en toda su pureza, tras haberse liberado en
todo lo posible de los ojos, de los oídos y, por decirlo así, de todo el cuerpo, convencido de que éste
perturba el alma y no le permite entrar en posesión de la verdad y de la sabiduría ( 66 a-b)

En:
PLATÓN, Fedón. Traducción de Luis Gil. Buenos Aires. Labor. 1983.

La República

Diferentes naturalezas en el hombre

[...] no hay dos hombres completamente iguales por naturaleza, sino que tienen aptitudes
diferentes, unos para hacer unas cosas y otros para hacer otras. (República II, 11)

Mito de los metales

Los que formáis parte de la ciudad sois pues, hermanos -les diremos continuando la ficción-,
pero el dios que os ha formado hizo entrar oro en la composición de aquellos de vosotros que sois
propios para gobernar a los demás; por tanto, son éstos los más nobles: hizo entrar plata en la
composición de los auxiliares, y hierro y bronce en la de los labradores y demás artesanos. Como
todos tenéis un origen común, vuestros hijos serán semejantes a vosotros, pero puede suceder que
de un ciudadano de la especie del oro proceda un vástago de la especie de la plata, o que uno de la
especie de la plata tenga un descendiente de la del oro, y que lo mismo ocurra con los dos metales
restantes. Ahora bien, el dios ordena ante todo y sobre todo a los gobernantes que presten especial
atención al metal con que se haya forjado el alma de sus descendientes, y si sus propios hijos
tuvieran alguna mezcla de bronce o de hierro deben pues, los gobernantes, sin honrarlos más de lo
que conviene a su naturaleza, obrar sin conmiseración alguna y relegarlos a la condición de los
artesanos o labradores; por el contrario, si de éstos nacen hijos con mezcla de oro o plata, elevarlos
en el primer caso al rango de los destinados a guardianes de la ciudad, y de auxiliares en el
segundo, porque hay un oráculo según el cual la ciudad perecerá cuando sea guardada por el hierro
o el bronce. (República III, 21)

Los filósofos deben gobernar

- En cuanto que los filósofos -expliqué- no reinen en las ciudades, o en tanto que los que ahora
se llaman reyes y soberanos no sean verdaderamente filósofos, en tanto que la autoridad política y
la filosofía no coincidan en el mismo sujeto, de modo que se aparte por fuerza del gobierno a la
multitud de individuos que hoy se dedican en forma exclusiva a la una o a la otra, no habrán de
cesar, Glaucón, los males de las ciudades, ni tampoco, a mi juicio, los del género humano.
(República V, 18)

Alegoría de la Caverna

- Y ahora -proseguí- compara con el siguiente cuadro imaginario el estado de nuestra naturaleza
según esté o no esté esclarecida por la educación. Represéntate a unos hombres encerrados en una
especie de vivienda subterránea en forma de caverna cuya entrada, abierta a la luz, se extiende en
toda su longitud. Allí, desde su infancia, los hombres están encadenados por el cuello y por las
piernas, de suerte que permanecen inmóviles y solo pueden ver los objetos que tienen delante, pues
las cadenas le impiden volver las cabezas. Detrás de ellos, a cierta distancia y a cierta altura, hay un
fuego cuyo resplandor los alumbra, y entre ese fuego y los cautivos se extiende un camino
escarpado a lo largo del cual imagina que se alza una tapia [...]
- Figúrate además, a lo largo de la tapia, a unos hombres que llevan objetos de toda clase y que
se elevan por encima de ella, objetos que representan en piedra o en madera, figuras de hombres y
animales [...]
30
- Es indudable -proseguí- que no tendrán por verdadera otra cosa que no sea las sombras de esos
objetos artificiales.
[...] Si a uno de esos cautivos se lo libra de sus cadenas y se lo obliga a ponerse súbitamente de
pie, a volver la cabeza, a caminar, a mirar la luz, todos esos movimientos le causarán dolor y el
deslumbramiento le impedirá distinguir los objetos cuyas sombras veía momentos antes [...]
- Y en caso de que se lo arrancara por fuerza de la caverna -proseguí- haciéndolo subir por el
áspero y escarpado sendero, y no se lo soltara hasta sacarlo a la luz del sol ¿no crees que lanzará
quejas y gritos de cólera? [...]
necesitará acostumbrarse para ver los objetos de la región superior [...]
- Por último, creo yo, podría fijar su vista en el sol [...]
llegará a la conclusión de que éste produce las estaciones y los años, lo gobierna todo en el
mundo visible y que, de una manera u otra, es la causa de cuanto veía en la caverna con sus
compañeros de cautiverio.
[...]
el antro subterráneo es este mundo visible; el resplandor del fuego que lo ilumina es la luz del
sol; si en el cautivo que asciende a la región superior te figuras el alma que se eleva al mundo
inteligible no te engañarás sobre mi pensamiento [...] En los últimos límites del mundo inteligible
está la idea del bien, que se percibe con dificultad, pero que no podemos percibir sin llegar a la
conclusión de que es la causa universal de cuanto existe de recto y de bueno [...]
- ¿Y no es también probable -repliqué- o, mejor, necesaria consecuencia de cuanto hemos dicho
acerca de que no son aptos para el gobierno de la ciudad los hombres que no han recibido
educación y no tienen conocimiento alguno de la verdad, ni tampoco aquellos que se han pasado
toda la vida en el estudio? Los primeros porque no tienen en la vida un determinado objetivo al que
puedan dirigir todos sus actos, tanto públicos como privados; los segundos porque no consentirán
nunca que se eche sobre ellos semejante carga; creyéndose ya en vida en las islas de los
bienaventurados.
- Es verdad -contestó.
- Nos corresponde, pues, a nosotros, los fundadores de la ciudad -proseguí- obligar a las mejores
naturalezas a que alcancen ese conocimiento que acabamos de reconocer como el más sublime de
todos, contemplen el bien y realicen esa ascensión de la que ya hemos hablado; pero una vez que se
hayan elevado hasta él y lo hayan contemplado por bastante tiempo, guardémonos de permitirles lo
que hoy se les permite.
- ¿Qué es ello?
- Permanecer allí -contesté-, negándose a bajar de nuevo al lado de los cautivos, para tomar
parte en sus trabajos e incluso participar de sus honores, sean éstos de poca o de mucha
importancia.
- En ese caso -observó- ¿no seremos injustos con ellos y los condenaremos a una vida
miserable, cuando podrían gozar de una condición mejor?
- Una vez más olvidas, mi querido amigo -contesté-, que la ley no se propone la felicidad de una
clase de ciudadanos, con exclusión de las otras, sino el bienestar de todos. (República VII, 1-5)

Comunidad de bienes en los guardianes


Rechazo de la riqueza y la pobreza en la ciudad

En primer lugar, ninguno [refiriéndose a los guardianes] tendrá nada que le pertenezca, excepto
los objetos de primera necesidad; en segundo, ninguno tendrá casa o despensa donde no pueda
entrar todo el que quiera. En cuanto a sus alimentos, recibirán de los demás ciudadanos aquellos
que puedan necesitar guerreros atletas, sobrios y valerosos, como recompensa de la defensa que les
prestan, y en cantidad suficiente para un año, sin que nada les sobre ni falte. Harán vida en común y
sus comidas serán colectivas, como soldados en campaña. Se les dirá que han tenido siempre en sus
almas el oro y la plata divinos, que para nada necesitan del oro y la plata de los humanos y que es
impío manchar la posesión del oro divino con la del oro terrestre, que tantos crímenes ha
provocado en forma de moneda común, mientras que el oro de sus almas es puro. Precisamente
ellos, entre todos los ciudadanos, son los únicos que no podrán tocar ni oro ni plata, ni entrar en
casa donde las haya, ni llevarlos sobre sí, ni beber en vasos o manejar utensilios de oro y plata. De
esta manera podrán salvarse ellos y ser la salvación de la ciudad. Pues si adquieren tierras, casas y

31
dinero, de guardianes se convertirán en administradores, labradores, y de defensores de los demás
ciudadanos, en sus tiranos y enemigos [...](República III, 22)

- ¿Y no te parece igualmente sensato -agregué- este otro razonamiento del mismo género?
- ¿Cuál?
- Examinar si las dos cosas siguientes no corrompen a los artesanos hasta volverlos perversos.
- ¿De qué cosa se trata?
- De la riqueza y de la pobreza -contesté.
- ¿Cómo?
- En la siguiente forma. ¿Te parece a ti que un alfarero que se ha vuelto rico querrá continuar
ocupando de su oficio?
- No -contestó.
- ¿No se volverá más ocioso y negligente?
- Sí, mucho más.
- ¿No llegará a ser peor alfarero?
- Sí, mucho peor -contestó.
- Y, por otro lado, si a causa de la pobreza no tiene cómo procurarse herramientas, o cualquier
otro elemento necesario para su arte, ¿no serán sus obras más defectuosas, y sus hijos y los demás
aprendices que forme no serán también menos hábiles?
- No puede ser de otra manera.
- Tenemos, pues, que tanto la riqueza como la pobreza perjudican a las artes y a quienes las
ejercen. (República IV, 2)

Comunidad de familias

- Las mujeres de nuestros guardianes serán comunes para todos ellos; ninguna cohabitará en
particular con ninguno; los hijos serán también comunes, y el padre no conocerá a su hijo, ni el hijo
a su padre.
[...]
a partir del día del casamiento tendrán por hijos a los varones y por hijas a las mujeres que
hayan nacido dentro del séptimo o décimo mes, y ellos los llamarán padres [...] y los nacidos
durante la época en que sus padres engendraban se tendrán por hermanos [...]
- ¿Y puede haber mayor mal para la ciudad que aquello que la divide y hace de ella muchas
ciudades en vez de una sola, y mayor bien que aquello que la une y hace de ella una sola ciudad?
- No.
- ¿Y la comunidad de dolores y de alegrías no es acaso lo que une cuando todos los ciudadanos,
en la medida de lo posible, se regocijan o se afligen igualmente por los mismos sucesos venturosos
y por las mismas desgracias?
[...]
- ¿Y de dónde proviene esta oposición de sentimientos sino de que todos los ciudadanos no
exclaman al unísono “es mío” y “no es mío” y otras expresiones semejantes en relación con lo
ajeno? (República V, 7-19)

Rechazo de los poetas en la educación de los futuros gobernantes

[...] debemos vigilar a los creadores de fábulas, escoger las buenas y rechazar las malas [...] De
las que ahora se cuentan, habrá que desechar la mayoría.
- ¿Cuáles? -preguntó.
[...]
- Los [mitos] de Hesíodo y Homero y los demás poetas. Ellos han compuesto esas fábulas
ficticias que contaron a los hombres, y que se cuentan todavía
[...]
han pintado en esas ficciones de una manera errónea la naturaleza de los dioses y de los héroes,
como un pintor que hace retratos que en modo alguno se parecen a los modelos que intenta
reproducir.
[...]

32
si queremos que los guardianes de nuestra ciudad consideren como la mayor vergüenza el
odiarse unos a otros, y sin mayor motivo, no se les debe contar que los dioses hacen la guerra a los
dioses, que conspiran y riñen entre sí, lo cual, por otra parte, no es cierto [...]
- A mi juicio -dije- será preciso representar siempre a la divinidad tal cual es, ya se la recree en
la épica, en la lírica o en la tragedia.
- Sí, es preciso.
- ¿No es acaso la divinidad esencialmente buena y no es obligación hablar de ella en esa forma?
(República, II, 17-18)

Corrupción de las formas de gobierno

Timocracia

- ¿Y no será esa forma de gobierno -pregunté- un término medio entre la aristocracia y la


oligarquía?
- Sin duda.
- [...] ¿No es evidente que algo conservará de la antigua organización y algo tomará de la
oligarquía, puesto que es un término medio entre ambas, y que además tendrá algo propio y
distintivo?
- En efecto -dijo.
- ¿No conservará del sistema anterior el respeto a los gobernantes, la aversión de la clase
guerrera por la agricultura, las artes manuales y cualquier otra ocupación lucrativa, la costumbre de
comer en común y la práctica de la gimnasia y los ejercicios de guerra?
- Sí.
- Por otra parte, ¿no tendrá esa forma de gobierno, como rasgo distintivo, el temor de elevar al
poder hombres competentes, porque ya no habrá en su seno hombres puros y de una firmeza a toda
prueba, sino caracteres mezclados? ¿No dará la preferencia a los temperamentos irascibles y poco
ilustrados, nacidos para la guerra más bien que para la paz? [...]
- Hombres de esa condición -proseguí- serán ávidos de riquezas, como los de las oligarquías.
Apasionados por el oro y la plata, les rendirán culto en la sombra, manteniendo escondidos sus
tesoros en depósitos particulares [...]
- En verdad -dijo- esa forma de gobierno que describes es una mezcla de bien y mal.
- En efecto -dije-, es una mezcla. Solo hay en ella un rasgo muy característico que se debe al
predominio de la parte pasional: la ambición de triunfo y la sed de honores. (República VIII, III-IV)

Hombre timocrático

- Ahora bien, ¿cuál es el hombre que corresponde a este gobierno? ¿Cómo ha llegado a formarse
y cuál es su carácter?
[...]
Deseoso de elevarse a los honores y a las dignidades, no pretenderá alcanzarlos por la
elocuencia ni por alguna otra aptitud de ese género, sino por hazañas guerreras y ejercicios bélicos,
y tendrá pasión por la gimnasia y la caza. (República VIII, V)

Oligarquía

[...] ¿cuál es el carácter -preguntó- de esta organización política, y cuáles los defectos que le
reprochamos?
- En primer lugar -dije-, la naturaleza del principio en que se funda. Considera, en efecto, lo que
habría de suceder si para gobernar las naves se eligiera a los pilotos de acuerdo con el censo de sus
fortunas y se descartara a los pobres, aunque fuesen los más capaces...
- Que habría una mala navegación -contestó.
- ¿Y no sucederá lo mismo con el gobierno de cualquier otra cosa?
- Yo creo que sí.
[...]
- He aquí, entonces, el primer defecto, y capital, que tendrá la oligarquía.
- Es evidente.
33
- ¡Espera! ¿Es acaso menos grave este otro que voy a señalar?
- ¿Cuál?
- El de que una ciudad semejante no sea una ciudad, sino forzosamente dos, una de pobres y
otra de ricos, que habitan el mismo territorio y conspiran sin cesar los unos contra los otros.
- No es menos grave, ¡por Zeus! -exclamó.
[...]
- Ve ahora si este gobierno no es el primero en sufrir el siguiente vicio, el más grave de todos
ellos.
- ¿Cuál?
- La libertad en que se deja a cada uno para vender sus bienes o adquirir los ajenos y al que los
ha vendido para continuar en la ciudad sin pertenecer a ninguna de sus clases [...]
- En las oligarquías no se piensa, desde luego, en impedir este desorden. Si así fuera, no tendrían
los unos riquezas excesivas y los otros estarían reducidos a la miseria. (República VIII, VI-VII)

Hombre oligárquico

[...] la evolución de su carácter corresponde a la del gobierno en que se originó la oligarquía.


- Veamos, ahora, se parece a ella.
- Veámoslo.
- En primer lugar, ¿no se le asemeja en que pone las riquezas por encima de todo?
- Ciertamente.
- Se le asemeja, también, por su espíritu ahorrativo y laborioso; solo satisface sus deseos
elementales, dominando los demás por considerarlos frívolos, y prohibiéndose a sí mismo cualquier
gasto.
- Es verdad.
- Como es sórdido -agregué- y de todo obtiene dinero, no piensa sino en atesorar; en fin, un tipo
de esos cuya habilidad el vulgo alaba. ¿No será éste el hombre semejante al gobierno oligárquico?
- Al menos -dijo- así me parece: ni uno ni otro consideran nada preferible a las riquezas.
- A mi juicio -proseguí-, ese hombre no ha pensado mucho en instruirse. (República VIII, VIII-
IX)

Democracia

[no hay] ninguna obligación de asumir el gobierno, aunque sea uno capaz de mandar, ni
tampoco de obedecer, si no lo desea uno, o de ir a la guerra, aunque vayan los demás, o si los
demás viven en paz dedicarse uno a la guerra, si la paz no le place; y el que pueda uno, por otra
parte, ser gobernante y juez cuando se le antoje, aunque exista una ley que le prohiba desempeñar
ambas funciones, ¿no son todas ésas, a primera vista, condiciones de vida maravillosamente
agradables?
- Tal vez lo sean a primera vista -contestó.
[...]
- En verdad -dijo-, es un régimen incomparablemente generoso.
- Éstas y otras semejantes -proseguí-, son las ventajas de la democracia. Como puedes ver, es
una forma de gobierno encantadora, anárquica y pintoresca, que establece una especie de igualdad
tanto entre los iguales como entre los desiguales.
- Nadie ignora lo que dices -replicó.
[...]
- Es inevitable, amigo mío -proseguí-, que la anarquía se introduzca secretamente en los
domicilios y acabe por infundirse hasta en los animales.
- ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó.
- Que el padre -expliqué- acostumbra a tratar a su hijo de igual a igual y hasta llega a temerle, y
que el hijo, a su vez, no respeta ni teme a sus padres porque quiere ser libre; y que el meteco es el
igual del ciudadano, y el ciudadano del meteco, y lo mismo sucede con el extranjero.
- En efecto -dijo-, así sucede.
- Y a ello -proseguí- se agregan otros males menores como los siguientes: bajo semejante
gobierno, el maestro teme y adula a sus discípulos, y éstos menosprecian a sus maestros y
preceptores; en general, los jóvenes quieren igualarse a los viejos y medirse con ellos en palabras y
34
obras, y los viejos, a su vez, llenos de condescendencia con las bromas de los jóvenes, afectan un
tono festivo y tratan de imitarlos para no parecer fastidiosos y despóticos. (República VIII, XI y
XIV)

Hombre democrático

- De tal modo -proseguí- pasa cada uno de sus días satisfaciendo el primer deseo que se le
presenta; hoy se embriaga al son de la flauta, mañana solo bebe agua y ayuna; tan pronto se ejercita
en el gimnasio, tan pronto se dedica al reposo sin preocuparse por nada; en ocasiones da la
impresión de vivir entregado a la filosofía; a menudo participa en la política y entonces,
encaramado en la tribuna, dice y hace lo primero que se le pasa por la cabeza; a veces, los hombres
de guerra le inspiran envidia, y entonces se hace guerrero; otras veces, los hombres de negocios, y
entonces se hace negociante. En suma, no hay orden ni sujeción en su conducta y sigue el
caprichoso curso de esta vida que considera agradable, libre y dichosa.
- Has pintado muy bien -dijo- la conducta de un hombre isonómico. (República VIII, XIII)

Tiranía

- Durante los primeros días -dije- y al comienzo de su exaltación al poder, ¿no es verdad que
sonríe y saluda a todos los que encuentra, niega ser un tirano, hace mil promesas, tanto en público
como en privado, condona las deudas, distribuye las tierras entre el pueblo y sus favoritos y simula
ser benévolo y afable con todo el mundo?
- Tiene que ser así -dijo.
- Pero cuando haya terminado con sus enemigos exteriores, celebrando pactos con unos,
aniquilando a otros, y que por ese lado no tenga nada que temer, comenzará a suscitar constantes
guerras para que el pueblo sienta la necesidad de un jefe.
- Es natural.
- Y también para que los ciudadanos, empobrecidos por los impuestos, se entreguen de lleno a
ganar el sustento diario y conspiren menos contra él.
- Evidentemente.
- ¿Y no será su propósito el de hallar un pretexto para deshacerse, entregándolo al enemigo, de
todo aquél de quien sospeche que no está dispuesto, por espíritu de libertad, a permitirle el mando?
¿No son éstas las razones por las cuales un tirano procura siempre fomentar la guerra?
- Lo son en efecto.
- Semejante conducta ¿no acabará por hacerlo odioso?
- ¿Cómo esperar lo contrario?
- Y algunos que contribuyeron a que subiera al poder, ¿no hablarán francamente en su presencia
y entre sí, reprobando lo que pasa, al menos los más valerosos?
- Es natural.
- Por lo tanto, si el tirano quiere seguir gobernando, le será preciso suprimir a todas esas gentes,
sin distinción de amigos o enemigos, hasta no dejar a nadie que tenga algún mérito.
[...]

- Entonces -dije- consideras que el tirano es un parricida y un hijo desnaturalizado que no


respeta la vejez de su padre. Esto, según parece, es lo que todos están de acuerdo en llamar tiranía.
El pueblo, al querer evitar, según se dice, el humo del despotismo de los hombres libres, cae en el
fuego del despotismo de los esclavos y cambia una libertad excesiva y desordenada por la más
cruel y la más amarga de las esclavitudes: la esclavitud bajo los esclavos. (República VIII, XVII)

Hombre tiránico

- Por consiguiente, y aunque no lo parezca, el verdadero tirano es un verdadero esclavo,


sometido a la peor de las servidumbres, pues tiene que adular a los hombres más abyectos. Lejos de
poder satisfacer sus deseos, son tantas las cosas que le faltan, que es en verdad indigente, y aquellos
que sepan leer en el fondo de su alma advertirán que se pasa la vida agobiado por el temor y el
sufrimiento, en todo semejante a la ciudad que gobierna. ¿O crees tú que se parece a ella?
-Ciertamente -dijo.
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-Amen de estos males, ¿no hemos de agregar aún los que hemos señalado precedentemente,
males que estaban en él y que la naturaleza del poder que ejerce desarrolla día a día, volviéndose
más envidioso, pérfido, injusto, falto de amigos, impío, dispuesto a acoger y sustentar toda clase de
vicios, razón por la cual es el más desgraciado de los hombres y hace desgraciados a cuantos se le
acercan? (República IX, VI)

En:
PLATÓN, República. Traducción de Antonio Camarero. Buenos Aires, Eudeba, 1985.

El Político

Extranjero: - Por necesidad, entonces, de entre los regímenes políticos, al parecer, es recto por
excelencia y el único régimen político que puede serlo aquel en el cual sea posible descubrir que
quienes gobiernan son en verdad dueños de una ciencia y no solo pasan por serlo; sea que
gobiernen conforme a las leyes o sin leyes, con el consentimiento de los gobernados o por
imposición forzada, sean pobres o ricos, nada de esto ha de tenerse en cuenta para determinar
ningún tipo de rectitud.
[...] En cuanto a todos los demás de los que hablamos, debe decirse que no son legítimos y que,
en realidad, no son regímenes políticos, sino que imitan a éste; unos, aquellos que decimos que
están regidos por buenas leyes, lo imitan del mejor modo; los otros, en cambio, de la pero manera.
(293 c- e)

Extr. – Por tal motivo, entonces, para quienes, sobre cualquier asunto, instauren leyes y
códigos escritos, se abre una segunda vía, que consiste en no permitir que un individuo ni una
muchedumbre jamás hagan cosa alguna contra ellos.
Joven Sócrates – Correcto.
Extr. – Entonces esas leyes, escritas por hombres que, en la medida de lo posible, poseen el
saber, ¿no serían imitaciones de lo que en cada caso es la verdad? (300c)

Extr. – Lo que quiero decir es solo que la monarquía, el gobierno ejercido por pocos
hombres y el ejercido por muchos son, precisamente, los tres regímenes políticos que mencionamos
al comienzo de este discurso [...] Y si ahora seccionamos en dos cada uno de ellos, tendremos seis,
tras haber discernido al régimen recto y haberlo puesto aparte de éstos como el séptimo.
J. Sóc. - ¿Cómo?
Extr. – De la monarquía resultaban –decíamos- el gobierno real y la tiranía; del gobierno
ejercido por quienes no son muchos, por su parte, proceden la aristocracia, cuyo nombre es de
buenos auspicios, y la oligarquía. Y, finalmente, al gobierno ejercido por muchos lo
considerábamos antes simple, llamándolo “democracia”, pero ahora, en cambio, también a él
debemos considerarlo doble. (302 c- d)

Extr. – La monarquía, entonces, cuando está uncida al yugo de esos buenos escritos a los
que llamamos leyes, es, de los seis regímenes, el mejor de todos; sin ley, en cambio, es la más
difícil y la más dura de sobrellevar.
J. Soc. –Muy posible.
Extr. – En cuanto al gobierno ejercido por quienes no son muchos, así como lo poco se
halla en el medio entre uno y múltiple, lo consideramos, del mismo modo, intermedio entre ambos
extremos. Por su parte, al gobierno ejercido por la muchedumbre lo consideramos débil en todo
aspecto e incapaz de nada grande, ni bueno ni malo, en comparación con los demás, porque en él la
autoridad está distribuida en pequeñas parcelas entre numerosos individuos. Por lo tanto, de todos
los regímenes políticos que son legales, éste es el peor, pero de todos los que no observan las leyes
es, por el contrario, el mejor. Y, si todos carecen de disciplina, es preferible vivir en democracia,
pero si todos son ordenados, de ningún modo ha de vivirse en ella, sino que de lejos será mucho
mejor vivir en el primero, si se exceptúa el séptimo. A éste, en efecto, no cabe duda que hay que
ponerlo aparte –como a un dios frente a los hombres- de todos los demás regímenes políticos.
J. Soc. – Es evidente que así son las cosas; procedamos, pues, del modo que dices.

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Extr. – Por lo tanto, a quienes participan en todos estos regímenes políticos, excepción
hecha del individuo que posee la ciencia, hay que excluirlos, dado que no son políticos sino
sediciosos y, puesto que presiden las más grandes fantasmagorías, son ellos mismos fantasmas y,
por ser los más grandes imitadores y embaucadores, son los más grandes sofistas de entre los
sofistas. (202 d- 203 a- c)

En:
PLATÓN, Político, en Diálogos. Madrid, Gredos, 1992.

Las Leyes

Contra la stasis

Ateniense: ¿Y qué diremos del que ha de poner armonía en la ciudad? ¿Ordenará la vida
más bien mirando a la guerra que se produce una y otra vez dentro de ella, la que se llama
sedición? Guerra que nadie querría que surgiese en su propia ciudad y que, una vez surgida,
querrían todos que acabase cuanto antes.” (628 a-b)

El arte y la política

At. – [...] ¿No es verdad, pues, que el que ha de juzgar sensatamente una imagen en pintura
o en música o en cualquier otro arte debe contar con estas tres cosas: conocer primero la índole del
original; después, la rectitud relativa de la copia y, en tercer lugar, la bondad de cada una de esas
imágenes en palabras, melodías y ritmos? (669 a- b)

At. – [...] los públicos de los teatros, antes silenciosos, se hicieron vocingleros, como si
entendiesen lo que está bien o mal en música, y en lugar de la aristocracia, el mando de los
mejores, se produjo en ese campo una detestable teatrocracia. Y si hubiera sido solo en la música
donde se hubiese producido una cierta democracia de hombres libres, no hubiera sido el hecho tan
terrible; pero lo cierto es que a partir de ella empezó para nosotros la opinión de que todo el mundo
lo sabía todo y estaba sobre la ley, con lo cual vino la libertad. (701 a)

La divinidad

At. – [...] El dios, ciertamente, ha de ser nuestra medida de todas las cosas; mucho mejor
que el hombre, como por ahí suelen decir. El que haya de ser amado por este dios, es necesario que
se haga a sí mismo, hasta donde alcancen sus fuerzas, semejante a él; y conforme a esta razón, el
que de nosotros guarde templanza será amigo del dios, pues es su semejante. (716 c- d)

Necesidad de leyes

At. – [...] es necesario que los hombres se den leyes y que vivan conforme a ellas o que, de
lo contrario, en nada se diferenciarán de los animales más feroces; la razón de esto es que no se da
naturaleza humana alguna que a un tiempo conozca lo que conviene a los hombres para su régimen
político y que, conociendo así lo mejor en ello, pueda y quiera constantemente ponerlo en obra [...]
Es claro que si hubiera en algún caso un hombre que naciese por decreto divino con
capacidad suficiente para tal desempeño, no tendría para nada necesidad de leyes que le rigiesen;
porque no hay ley ni ordenación alguna superior al conocimiento, ni es lícito que la inteligencia sea
súbdita o esclava de nadie, sino que ha de ser señora de todo [...] Pero lo que ocurre es que tal cosa
no se da absolutamente en ninguna parte sin en pequeña proporción, por ello se ha de escoger el
otro término, la ordenación y la ley que miran a las cosas en general aunque no alcancen en
particular a cada uno de ellas. (874 e- 875 d)

En:
PLATÓN, Las Leyes. Edición de José María Pabón y Manuel Fernández Galiano. Madrid,
Instituto de Estudios Políticos, 1960.
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ARISTÓTELES

Ética a Nicómaco

Si existe, pues, algún fin de nuestros actos que queramos por él mismo y los demás por él
[...] es evidente que ese fin será bueno y lo mejor [...] Si es así, hemos de intentar comprender de un
modo general cuál es y a cuál de la ciencias o facultades pertenece. Parecería que ha de ser el de la
más principal y eminentemente directiva. Tal es manifiestamente la política. En efecto, ella es la
que establece qué ciencias son necesarias en las ciudades y cuáles ha de aprender cada uno [...] Y
puesto que la política se sirve de las demás ciencias, de modo que constituirá el bien del hombre;
pues aunque el bien del individuo y el de la ciudad sean el mismo, es evidente que será mucho más
grande y más perfecto alcanzar y preservar el de la ciudad; porque, ciertamente, ya es apetecible
procurarlo para uno solo, pero es más hermoso y divino para un pueblo, para ciudades.
[...] (I, 2)
Volviendo a nuestro tema, puesto que todo conocimiento y toda elección tienden a algún
bien, digamos cuál es aquel a que la política aspira y cuál es el supremo entre todos los bienes que
pueden realizarse. Casi todo el mundo está de acuerdo en cuanto a su nombre, pues tanto la
multitud como los refinados dicen que es la felicidad y admiten que vivir bien y obrar bien es lo
mismo que ser feliz. Pero acerca de qué es la felicidad, dudan y no lo explican del mismo modo el
vulgo y los sabios. (I, 4)
[...] parece cierto y reconocido que la felicidad es lo mejor, y, sin embargo, sería deseable
mostrar con mayor claridad qué es. Acaso se lograría esto si se comprendiera la función del hombre
[...] ¿Y cuál será esta finalmente? Porque el vivir parece también común a las plantas, y se busca lo
propio. Hay que dejar de lado, por tanto, la vida de nutrición y crecimiento. Vendría después la
sensitiva, pero parece que también ésta es común al caballo, al buey y a todos los animales. Queda,
por último, cierta vida activa propia del ente que tiene razón [...] Y si la función propia del hombre
es una actividad del alma según la razón [...] y por otra parte decimos que esta función es
específicamente propia del hombre y del hombre bueno, como el tocar la cítara es propio de un
citarista y de un buen citarista, y así en todas las cosas, añadiéndose a la obra la excelencia de la
virtud [...] siendo esto así, decimos que la función del hombre es una cierta vida, y ésta una
actividad del alma y acciones razonables, y la del hombre bueno estas mismas cosas bien y
primorosamente [...] y, si esto es así, el bien humano es una actividad del alma conforme a la virtud
[...] (I, 7)
En:
ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco. Traducción de María Araujo y Julián Marías. Madrid,
Instituto de Estudios Políticos, 1970.

La Política

Origen de la ciudad. El hombre como zoon politikon

La familia es la comunidad, constituida por naturaleza, para satisfacción de lo cotidiano [...]


La ciudad es la comunidad, procedente de varias aldeas, perfecta, ya que posee, para
decirlo de una vez, la conclusión de la autosuficiencia total, y que tiene su origen en la urgencia del
vivir, pero subsiste para el vivir bien. Así que toda ciudad existe por naturaleza, del mismo modo
que las comunidades originarias. Ella es la finalidad de aquéllas, y la naturaleza es finalidad. Lo
que cada ser es, después de cumplirse el desarrollo, eso decimos que es su naturaleza, así de un
hombre, de un caballo o de una casa. Además, la causa final y la perfección es lo mejor. Y la
autosuficiencia es la perfección, y óptima.
Por lo tanto, está claro que la ciudad es una de las cosas naturales y que el hombre es, por
naturaleza, un animal cívico. Y el enemigo de la sociedad ciudadana es, por naturaleza, y no por
casualidad, o bien un ser inferior o más que un hombre. (Política I, II)

Economía y crematística

Y la riqueza es la suma de instrumentos al servicio de la casa o de la ciudad. Por tanto, resulta


claro que exista un arte adquisitivo para las cosas de la casa y de la ciudad, que es natural.
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Pero existe otro tipo de arte adquisitivo, a lo que se suele llamar generalmente, y es
apropiado llamarlo así, crematística, por el cual parece que no existe límite alguno a la riqueza ni a
la propiedad.
[...] De cada objeto de propiedad resulta posible un doble uso. Uno y otros son usos del
objeto como tal, pero no en un mismo sentido, ya que uno es el propio del objeto, y el otro, no,
como, por ejemplo, el uso de un zapato como calzado y como objeto de cambio. Es decir, tanto uno
como otro son usos del zapato.
[...] Entonces los objetos útiles se truecan por otros útiles, pero nada más; por ejemplo, al
entregar y recibir vino por trigo, y así cada cosa de las similares. Tal tipo de comercio no es
antinatural, ni ninguna forma de crematística, ya que se practicaba para completar la
autosuficiencia natural. Sin embargo, a partir de éste, se desarrolló el otro cambio por un proceso
lógico. Al aumentar la ayuda del exterior en la importación de lo que se carecía y al exportar lo que
les sobraba, se introdujo por necesidad el uso de la moneda.
En efecto, no todos los productos necesarios por naturaleza son de fácil transporte. Así que
para los cambios los hombres acordaron entre sí dar y tomar algo que, siendo por sí mismo uno de
los productos útiles, fuera de uso fácilmente manejable para la vida corriente, como el hierro, la
plata y cualquier cosa semejante; al principio, fijado sencillamente en cuanto a su tamaño y su
peso; al final le imprimieron también una marca de acuñación, para evitarse la medición de cada
caso. Es decir, que la marca de acuñación se le impuso como señal de su valor.
Una vez que se hubo inventado la moneda a causa de los cambios indispensables surgió la
otra forma de la crematística: el comercio de compraventa. Esto quizá se desarrolló al principio de
un modo sencillo, y luego, ya con la experiencia, se hizo más técnico, que variaba de objetos y de
modos, con objeto de conseguir mayor ganancia. Por eso parece que la crematística se mueve sobre
todo en torno a la moneda, y que su función es la capacidad de observar de dónde puede obtenerse
una cantidad de dinero.
[...]
no existe un límite a esta crematística por su objeto final, que no es otro sino la riqueza de este
tipo y la adquisición de dinero. En cambio, hay un límite de la administración doméstica, no de la
crematística. Porque la función de la administración de la casa no es ése (de amontonar dinero).
[...]
Lo que motiva la confusión es la afinidad de ambas formas. Coinciden una y otra forma de
crematística por su mismo objeto. La propiedad tiene en ambos casos idéntica utilidad, pero no en
el mismo aspecto, sino que la finalidad de una es el acrecentamiento, y otra, la de la otra forma.
Con que les parece a algunos que ésa es la función general de la economía, y concluyen con la
convicción de que hay que conservar o aumentar la riqueza monetaria hasta el infinito. La causa de
esta disposición es la preocupación por vivir, pero no por vivir bien.
[...]
Por tanto, en opinión general, la crematística, a partir de los frutos de la tierra y de los animales,
es algo conforme a la naturaleza. Ahora bien: este arte presenta dos formas, como dijimos: la del
comercio de compraventa y la de la administración doméstica. Esta es necesaria y elogiada; la otra,
comercial, es censurada con justicia (Pues no está de acuerdo con la naturaleza, sino que es a costa
de otros). Y con la mejor razón es aborrecida la usura, ya que la ganancia, en ella, procede del
mismo dinero, y no para aquello por lo que se inventó el dinero. Que se hizo para el cambio; en
cambio, en la usura, el interés, por sí solo, produce más. (Política I, VIII-X)

Esclavitud

También el esclavo es una posesión animada, y cualquier subordinación es como un


instrumento previo a otros instrumentos.
Pues si cada uno de los instrumentos pudiera realizar por sí mismo su trabajo [...] de tal
modo las lanzaderas tejieran por sí solas y los plectros tocaran la cítara, para nada necesitarían ni
los maestros de obras de sirvientes ni los amos de esclavos.
Cuál es la naturaleza y cual la función del esclavo resulta claro de lo expuesto. El que
siendo hombre no se pertenece por naturaleza a sí mismo, sino que es un hombre de otro, ése es,
por naturaleza, esclavo.
[...]

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Aquellos cuyo trabajo consiste en el uso de su cuerpo, y esto es lo mejor de ellos, éstos son,
por naturaleza, esclavos, para los que es mejor estar sometidos al poder de otro, como en los
anteriores ejemplos. Así que es esclavo por naturaleza el que puede depender de otro (por eso,
precisamente, es de otro) y el que participa de la razón en tal grado como para reconocerla, pero no
para poseerla.
[...] Pues hay también esclavos y esclavitud por ley. Y esa ley es un cierto acuerdo, según el
cual las conquistas de guerra son posesión de los vencedores.
[...] Por ese motivo no quieren los griegos llamarse a sí mismos esclavos, sino sólo a los
bárbaros. Si bien al hablar de ese modo no pretenden referirse a otra cosa sino a lo esclavo por
naturaleza, a lo que nos hemos referido desde un principio. Ya que afirman que necesariamente hay
quienes son esclavos en cualquier lugar, y otros, que en ningún sitio.
[...] Y el esclavo es una parte del amo, como si fuera una parte animada, y separada, de su
cuerpo. Por eso entre el esclavo y el señor, que por naturaleza son dignos de su condición, existe un
cierto interés común y una amistad recíproca. En cambio, entre los que no se da tal relación, sino
que lo son por convención y forzados, sucede lo contrario. (Política I, IV-VI)

Visión de la propiedad. Crítica a la posición de Platón

Me refiero a la tesis de que lo mejor es que toda ciudad sea lo más unitaria posible. Ese es el
postulado básico que acepta Sócrates. Pues bien, es evidente que al avanzar en tal sentido y
unificarse progresivamente, la ciudad es un cierta pluralidad, y al unificarse más y más, quedará la
familia en lugar de la ciudad, y el hombre en lugar de la familia. Podemos afirmar que la familia es
más unitaria que la ciudad y el individuo más que la familia. De modo que aunque uno pudiera
activar tal proceso, no debería hacerlo, porque destruiría la ciudad.
En conjunto con tal tipo de legislación se obtienen los efectos contrarios a los que deben
producir las leyes bien establecidas, y a la causa por la que Sócrates dice que hay que implantar
estas normas sobre las mujeres y los hijos.
Consideramos, pues, que la amistad es el mayor de los bienes en las ciudades, ya que con
ella se reducirán al mínimo los enfrentamientos civiles.
[...] Pero en la ciudad forzosamente resultará aguada la amistad con una comunidad semejante
en la que llame sólo de modo tan mínimo “mío” el hijo al padre y el padre al hijo. Así como un
poco de dulce mezclado con mucha agua resulta imperceptible en la mezcla, así ocurrirá con el
parentesco mutuo al que se refieren estos nombres, y en un régimen semejante estarán
mínimamente obligados a cuidarse el padre de sus hijos, o el hijo de su padre y los hermanos entre
sí. Pues hay dos motivos, fundamentalmente, para que los hombres se tengan mutuo interés y
afecto: la pertenencia y el amor familiar. Y ninguna de estas cosas puede existir para los sometidos
a tal régimen de gobierno.
Además, aun cuando suprime la felicidad de los guardianes, dice que el legislador debe
hacer feliz a toda la ciudad. Pero es imposible que sea feliz toda, si la mayoría, o no todos sus
miembros, o si algunos de ellos no poseen la felicidad [...]
Pero es preciso que en cierto modo la propiedad sea común, aunque sea en general privada. Así
pues, los intereses, al estar repartidos, no causarán reclamaciones de unos contra otros, y rendirán
más al aplicarse cada uno a lo suyo. Pero, gracias a la virtud, se obrará para su uso conforme al
dicho: “las cosas de los amigos son comunes”. En cuanto a tal sistema, en algunas ciudades está
bastante esbozado ya como para probar que no es imposible [...] Por ejemplo, en el caso de
Lacedemonia, se utilizan los esclavos de unos y de otros como si fueran propios, y también los
caballos y los perros y las provisiones del campo que necesitan en sus excursiones por el país. Por
lo tanto, es claro que es mejor que los bienes sean privados, pero que para su utilización se hagan
comunes. El modo de tal realización, eso es de la competencia propia del legislador. Además,
desde el punto de vista del placer, es indecible la diferencia de considerar algo como propio. Pues
no en vano cada uno se tiene amor a sí mismo, sino que esto es algo natural. Se censura el egoísmo
justamente; pero éste no consiste en amarse a sí mismo, sino en amarse más de lo que se debe, y de
igual modo pasa con el amor al dinero [...]
La legislación que criticamos podrá, pues, parecer atractiva y filantrópica. Porque el que
oye hablar de ella la acoge con buen ánimo, pensando que va a dar lugar a una amistad admirable
de todos con todos; sobre todo cuando a la vez se critican todos los males ahora existentes en las
ciudades, como producidos por el hecho de que la propiedad no es común. Me refiero a los pleitos
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de unos contra otros, y adulaciones a los ricos. Mas nada de esto acontece por falta de comunismo,
sino por maldad [...](Política II, II-V)

Clasificación de las formas de gobierno

Después de haber precisado estas cuestiones se puede examinar a continuación cuántas en


número y cuales son las constituciones políticas; y, en primer lugar, las correctas, puesto que
entonces resultarán claras sus desviaciones, después de haberlas definido. Ya que régimen político
y gobierno significan lo mismo y el órgano de gobierno es lo decisivo y soberano en las ciudades,
forzosamente será soberano o una persona o unos pocos o la mayoría. Cuando el uno o la minoría o
la mayoría gobiernan atendiendo al interés general, esos regímenes serán forzosamente correctos,
mientras que serán desviaciones los que atienden al interés particular del individuo o de la minoría
o de la mayoría [...]
De los gobiernos unipersonales solemos llamar monarquía al que atiende al interés general;
al gobierno de pocos, pero más de uno, aristocracia, bien porque gobiernan los mejores (áristoi) o
bien porque procuran lo mejor (áriston) para la ciudad y los que participan en ella. Cuando es el
mayor número el que gobierna atendiendo al interés general recibe el nombre común a todos los
regímenes políticos: república (politeia). Y es así con buenas razones.
[...]
Las desviaciones de los mencionados son: la tiranía de la monarquía, la oligarquía de la
aristocracia, la democracia de la república. La tiranía, en efecto, es una monarquía orientada hacia
el interés del monarca, la oligarquía hacia el de los ricos y la democracia hacia el interés de los
pobres. Pero ninguna de ellas atiende al provecho de la comunidad. (Política III, VII)

La tiranía es, como se ha dicho, una monarquía que ejerce un poder despótico sobre la
comunidad política. Hay oligarquía cuando dominan el régimen político los poseedores de grandes
fortunas, y, por el contrario, democracia cuando dominan las que no poseen un gran capital, sino
que son pobres. La primera dificultad se encuentra en la definición. Así, pues, si la mayoría
ejerciera el poder en la ciudad y fuera rica, y si, de modo parecido, en algún lugar ocurriera que los
pobres fueran menos que los ricos, pero que por ser más fuertes ocuparan la soberanía de la ciudad,
podría parecer que no están bien definidos los regímenes, al decir que la democracia es la soberanía
de los más y la oligarquía es la de un número pequeño [...]
el hecho es que en todas partes los ricos son pocos y los pobres son muchos. (Por eso sucede
que las mencionadas causas de una posible distinción no se dan en la realidad). Pero lo que
diferencia a la democracia y a la oligarquía entre sí es la pobreza y la riqueza. Así que
necesariamente, cuando gobiernan en virtud de la riqueza los menos o los más, se trata de una
oligarquía, y cuando mandan los pobres, una democracia. (Política III, VIII)

Búsqueda del gobierno perfecto

La ciudad es una asociación de familias y de aldeas para una vida perfecta y autosuficiente. Y
ésta es, como decimos, la vida buena y feliz.
Hay que concluir, por tanto, que la comunidad ciudadana tiene por objeto las buenas
acciones y no sólo la vida en común. Por eso a quienes contribuyen en mayor grado a tal
comunidad les toca una mayor participación en la ciudad que a los que son iguales o superiores en
libertad, o a los que los superan en riqueza, pero les siguen en virtud. (Política, III, X)

Pero en el caso del régimen óptimo se presenta una gran dificultad, no con respecto de una
superioridad en los restantes bienes, es decir, en fuerza y riqueza y múltiples relaciones, sino si
existe alguien que destaque por su virtud, ¿qué hay que hacer entonces? Desde luego no puede
decirse que hay que expulsar y desterrar a un hombre de tal clase. Pero el caso es que tampoco se
puede mandar en él. Casi sería como si los hombres pretendieran mandar en Zeus, repartiéndose
sus poderes. Queda, no obstante, la que parece ser la solución natural: obedecer todos de buen
grado a tal individuo, de modo que los individuos semejantes sean reyes perpetuos en las ciudades.
(Política, III, XIII)

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[...] ¿será más incorruptible el gobernante único o la numerosa mayoría de hombres buenos en
conjunto?
Evidentemente, la mayoría. “Pero éstos se dividirían en bandos opuestos, mientras que el
individuo no puede hacerlo”. Pero a esto hay que replicar que son seguramente gente de espíritu
noble, tanto como el individuo en cuestión. Y si hay que denominar aristocracia al gobierno de una
mayoría compuesta en su totalidad por personas de bien y monarquía al de uno solo, la aristocracia
resultará preferible para las ciudades, tanto si el gobierno se impone por la fuerza como si no, con
tal que sea posible reunir un buen número de hombres de bien. (Política, III, XV)

Puesto que hemos dicho que son tres los regímenes correctos, necesariamente será el mejor
de ellos el que está administrado por los mejores. Tal es aquel en que hay un individuo o toda una
familia, o una multitud que destaca de la totalidad por su virtud, y donde unos son capaces de
obedecer y otros de mandar para lograr la vida más deseable. En nuestros primeros capítulos se
demostró que la virtud del hombre y del ciudadano de la mejor ciudad son necesariamente la
misma. Está claro que del mismo modo y por los mismos medios como se forma un hombre cabal
se puede constituir una ciudad gobernada por un rey. De modo que más o menos serán las mismas
la educación y las restantes costumbres que forman al hombre virtuoso y las que lo hacen apto para
gobernante ciudadano o rey. (Política, III, XVIII)

Cambio de enfoque (Libros IV, V y VI)

[...] también en el terreno de los sistemas políticos corresponde a la misma ciencia examinar el
más perfecto, cuál es y cómo debería ser para ajustarse mejor al ideal [...] además de todo esto debe
descubrir el régimen más idóneo para todas las ciudades, en cuanto que la mayoría de los que se
dedican a investigar sobre los sistemas políticos, aunque en lo demás sus opiniones son correctas,
fallan al menos en su aplicación. Y no sólo hay que examinar el más perfecto, sino también el que
tiene aplicación práctica e igualmente el que está más al alcance y es más común a todas las
ciudades. (Política, IV, I)

¿Cuál es el mejor régimen y cuál el mejor tipo de vida para la mayoría de las ciudades y para la
mayoría de los hombres si no reúnen en virtud la superior a la normal, en educación la que precisa
una naturaleza y unos medios afortunados y en sistema de gobierno el que se ajuste al ideal sino un
modo de vida que está al alcance de casi todos y un sistema de gobierno con el que pueden contar
casi todas las ciudades? (Política, IV, XI)

[...] por qué causas, cuántas y de qué índole cambian los sistemas políticos, cuáles son las
corruptelas propias de cada régimen y a partir de qué tipos, en qué otros principalmente se
convierten; además, con qué medios de salvación comunes y particulares cuenta cada uno y por
cuáles se puede salvaguardar mejor cada régimen, hay que averiguarlo después de lo ya
establecido. (Política, V, I)

No es la tarea más difícil del legislador y de los que se proponen constituir un régimen de este
tipo el fundarlo, ni tampoco la única, sino más bien el tratar de defenderlo, pues uno, dos o tres días
no es difícil que duren los que se gobiernan de cualquier modo. Por consiguiente, a partir de lo que
antes se ha examinado, a saber: cuáles son las defensas y las causas de destrucción de los sistemas
políticos, habría que tratar de preparar su seguridad, evitando lo destructivo y estableciendo tales
leyes -no escritas y escritas- que mantengan casi todo lo que defiende los regímenes [...] (Política,
VI, V)

Búsqueda del mejor gobierno posible

Pues bien, la explicación de que haya varios regímenes es que hay varias partes en toda ciudad
[...] unos son ricos, otros pobres y otros de posición media, y de los ricos y de los pobres, aquéllos
están armados y éstos desarmados. También vemos que una parte del pueblo son campesinos, otra
comerciantes y otra obreros.
Pero sobre todo parece que hay dos, e igual que en el caso de los vientos se habla de los
vientos del norte del Norte y Sur, en tanto que los demás son desviaciones de éstos, así también
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entre los sistemas hay dos, democracia y oligarquía, pues la aristocracia se considera una especie
de la oligarquía, ya que es oligarquía en cierto modo, y la llamada república una especie de
democracia [...] (Política, IV, III)

[...] es la república, sencillamente, una mezcla de oligarquía y democracia. (Política, IV, VIII)

De qué forma nace junto a la democracia y la oligarquía la llamada república y cómo debe
constituirse ésta digámoslo a continuación de lo ya expuesto [...]
Hay tres procedimientos para hacer esta síntesis y combinación: o bien hay que tomar los
dos tipos de medidas que una y otra dispongan, como, por ejemplo, sobre la administración de
justicia (en las oligarquías fijan para los ricos una multa si no administran justicia, y para los pobres
ningún salario, y en las democracias, para los pobres un salario; y para los ricos ninguna multa;
común e intermedio entre ellas es ambas medidas, y, por consiguiente, también propio de la
república, pues es una mezcla de ambas).
Ésta es, en efecto, una forma de combinación, y otra tomar el término medio de lo que unos
y otros disponen, como, por ejemplo, los unos que se pueda asistir a la Asamblea sin ninguna renta
o muy pequeña, y éstos, por una renta elevada; común no es ni lo uno ni lo otro, sino la renta
intermedia entre ambas.
El tercero deriva de medidas correspondientes a ambas: unas, a la legislación oligárquica, y
otras, a la democrática. Por ejemplo, se tiene por democrático que se den por sorteo los cargos, y
que por elección, oligárquico; por democrático, que no dependan de la renta, y oligárquico, que
dependan de la renta. Por tanto, propio de la aristocracia y de la república es tomar los dos tipos de
medidas de uno y otro sistema: de la oligarquía, que se nombren los cargos, y de la democracia que
no dependan de la renta.
Así, pues, ése es el modo de hacer la mezcla, y la clave de que están bien mezcladas
democracia y oligarquía la tenemos cuando se puede calificar al mismo sistema de democracia y
oligarquía, pues, lógicamente, a los que así hacen les ocurre esto porque están bien mezcladas, y
esto le sucede también al término medio, ya que en él afloran ambos extremos. (Política, IV, IX)

En todas las ciudades hay tres elementos propios de la ciudad: los muy ricos, los muy pobres, y
tercero, los intermedios entre éstos. Ahora bien: puesto que se reconoce que lo moderado es lo
mejor y lo intermedio, obviamente, también en el caso de los bienes de fortuna, la propiedad
intermedia es la mejor de todas, ya que es la más fácil de someterse a la razón; y, en cambio, lo
superbello, lo superfuerte, lo supernoble, lo superrico o los atributos contrarios a éstos: lo
superpobre, lo superdébil y lo muy despreciable, difícilmente seguirá a la razón, pues aquellos se
vuelven soberbios y grandes criminales, y éstos malhechores y pequeños criminales, y de los
delitos, unos se cometen por soberbia, y otros, por malicia. Asimismo la clase media es la que
menos rehuye los cargos y la que menos los ambiciona, actitudes ambas fatales para las ciudades
[...]
La ciudad debe estar integrada por personas lo más iguales y semejantes posibles, y ésta
situación se da sobre todo, en la clase media [...] estos ciudadanos, pues ni ambicionan lo ajeno,
como los pobres, ni otros ambicionan su situación, como los pobres la de los ricos, y al no ser
objeto de conspiraciones ni conspirar ellos, viven libres de peligro [...]
De aquí que la mayor felicidad consiste en que los ciudadanos posean una fortuna media y
suficiente, puesto que donde unos tienen mucho en exceso y otros nada, o aparece una democracia
radical o una oligarquía pura o una tiranía, ocasionada por ambos excesos, ya que de la democracia
más vehemente y de la oligarquía nace la tiranía.
Que el régimen intermedio es el mejor es obvio, ya que sólo él está libre de sediciones,
pues donde es numerosa la clase media se originan con menos frecuencia revueltas y discordias
entre los ciudadanos. Las democracias son más sólidas que las oligarquías y más duraderas gracias
a su clase media (pues es mayor y tiene acceso a los puestos de honor más en las democracias que
en las oligarquías). [...] Debe tomarse como prueba el hecho de que los mejores legisladores se
incluyen entre los ciudadanos de la clase media. Solón estaba incluido entre éstos (es evidente por
su poesía), y Licurgo (que no era rey), y Carondas, y, en general, casi todos los otros. (Política, IV,
XI)
En:ARISTÓTELES, La Política. Traducción de Carlos García Gual y Aurelio Pérez García.
Madrid, Editora Nacional, 1981.
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DEMÓSTENES

Tercera Filípica

Discursos sin cuento se pronuncian casi en cada Asamblea, varones atenienses, sobre las
injusticias que Filipo comete desde que ajustó las paces, no sólo contra vosotros sino también
contra los demás; y todos confesamos, como lo tengo sabido (aunque no todos lo externen con sus
palabras), que conviene hablar y proceder en tal forma que aquél cese ya de jactarse y sea
castigado: pero veo al mismo tiempo que nuestros negocios han sido orillados a un grado tan
extremo de abandono, que ya estoy temiendo no vaya a ser de mal agüero decir la verdad. Y ésta es
que si los oradores os hubieran de aconsejar y vosotros hubierais de votar precisamente aquellas
medidas con que nuestros asuntos habrían de ir lo más miserablemente posible, creo que aun así no
andarían peor de lo que andan ahora. Muchas sin duda son las causas; y no por culpa de uno ni de
otros los negocios han venido a situación semejante. Con todo, si bien examináis, encontraréis que
la causa principal son los que prefieren agradaros a deciros lo que mejor os conviene. De éstos,
varones atenienses, los hay que asegurándose las cosas en que reciben honra y ganan poder
político, no tienen a su vez previsión alguna del porvenir; y por lo mismo tampoco creen convenir
que vosotros la tengáis.

Consecuencia de esto es lo que os sucede en las Asambleas; os deleitáis y os aduláis unos a


otros, oyéndolo todo por simple placer [...] mas, si dejando a un lado la adulación, queréis oír lo
que os conviene, yo vengo preparado a decirlo [...] Ahora, no es de la ciudad de quien ha triunfado
Filipo sino de vuestra pereza: vosotros no habéis sido vencidos, sino que ni siquiera os habéis
movido.

Supuesto, pues, que todos convenimos en que Filipo pelea contra la ciudad, y quebranta la
paz, convendría que el orador ya no dijera otra cosa ni aconsejara sino el modo de rechazarlo lo
más fácil y seguramente. Pero, como algunos están en una disposición de ánimo verdaderamente
absurda, hasta el punto de que apoderándose Filipo de las ciudades y apropiándose grandes
porciones de lo que es nuestro y cometiendo injusticias con todos, todavía llegan a soportar que
algunos afirmen en las Asambleas no pocas veces ser nosotros quienes provocamos la guerra, me
parece ser necesario precavernos y rectificar en esto las ideas [...] Por mi parte, yo antes que nada
afirmo y defino: si es que está en nuestra mano deliberar entre estas dos cosas, el vivir en paz o
declarar la guerra. Por el contrario, si alguno entiende una paz tal que por ella Filipo se vaya
apoderando del resto de Grecia, y luego venga a caer sobre nosotros, digo ante todo que ese tal
delira y habla de una paz nuestra para con aquél y no de una paz de aquél para con nosotros. Esto
es lo que Filipo está comprando con tan grandes dispendios de riquezas que tiene ya gastadas:
haceros él la guerra y no ser combatido de vosotros.

Si nos esperamos hasta que él confiese que nos hace la guerra, somos los más simples:
porque ni aunque se presentara aquí mismo en el Ática y en el Pireo, confesaría semejante cosa,
como puede conjeturarse por lo que ha hecho con otros.

Pero, ¡por Zeus!: ¿hay alguien sensato que estime quién observa los tratados de paz y quién
hace la guerra por solas las palabras y no más bien por las obras? ¡Ninguno por cierto! [...] El se
sostiene en que no hace la guerra. Pero yo estoy tan lejos de convenir en que quien así procede
guarda la paz, que por el contrario afirmo que quebranta la paz y os hace la guerra ese que se
apodera de Megara y pone tiranos en Etibea y ahora se presenta en Tracia y mete la mano
fraudulentamente en el Peloponeso: a no ser que vosotros sostengáis que guardan la paz los que
instalan las maquinarias de asalto hasta el momento mismo en que las aplican a los muros.

[...] yo lo declaro en guerra con vosotros desde el día en que arrasó la Fócida. Y digo que si
desde ahora comenzáis a defenderos obráis como prudentes; pero si os descuidáis ahora, cuando lo
intentéis ya no será posible [...]

Es un hecho que Filipo, de principios humildes y despreciables, ha venido a engrandecerse;


y que a los Helenos los trae divididos y desconfiados entre sí [...] yo veo que todos, comenzando
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por vosotros, le van concediendo precisamente aquello que en todos los tiempos motivó las guerras
helénicas. ¿Qué es eso? El proceder arbitriamente, el echarse sobre las ciudades y reducirlas a la
esclavitud.

[...] No me ocuparé de Olinto ni de Metona ni de Apolonia, ni de las 32 ciudades de Tracia, a


todas las cuales tan cruelmente destruyó que no le es fácil a quien se acerque a esos sitios decir si
alguna vez estuvieron habitados. Callaré también lo del numeroso pueblo Focense. Pero, viniendo a
Tesalia, decidme; ¿en qué estado se halla? ¿acaso Filipo no destruyó las democracias ciudadanas e
impuso las tetrarquías a fin de que no sólo ciudad por ciudad sino además familia por familia
sufrieran la esclavitud?. Y las ciudades de Eubea, ¿acaso no son ya tiranizadas y esto en una isla
vecina a la vez de Tebas y del Ática? ¿ no escribe en sus cartas en términos precisos: “yo sólo
tengo paz con los que quieren sujetárseme”? [...] ya ni la Hélade ni la tierra de los bárbaros
alcanzan a contener la ambición de este hombre.

Y viendo y oyendo tales cosas todos los Helenos ni nos enviamos embajadores mutuamente
por este motivo ni nos irritamos; y hasta tal punto nos encontramos en situación perversa y tan se-
parados unos de otros como con fosos, que hasta el día de hoy no hemos podido hacer nada de lo
conveniente ni de lo necesario, ni siquiera enfrentárnosle ni formar una comunidad de mutuos auxi-
lios y amistades; sino que miramos con indiferencia al hombre que se engrandece, convencido
cada pueblo de que es para él una ganancia todo el tiempo durante el cual a otro se le extorsiona
[...] Más aún: sabéis perfectamente que cuantas cosas sufrieron los Helenos de parte de los
Lacedemonios o nuestra, a lo menos las sufrieron, aunque injustamente, pero de hijos legítimos de
la Hélade; de modo que alguno podría tomarlas como si un hijo legítimo, nacido en grande
opulencia administrara menos bien o no rectamente su patrimonio. Porque se diría que por eso es
digno de reprensión y de acusación; pero no se puede decir que lo hace sin ser heredero de los
bienes, ni que éstos no le tocan. Pero si un esclavo o un hijo supositicio destruyera o dañara lo que
no le pertenece, por Hércules, ¡cuánto más terrible y digno de ira diríamos que es eso! Sólo que
Filipo y sus empresas ni siquiera están en ese rango; pues no solamente no es Heleno ni tiene nada
de común con los Helenos, pero ni siquiera es un bárbaro procedente de un país glorioso por su
nombradía, sino un miserable Macedón de Macedonia, región en donde antes no se podía comprar
ni un esclavo decente.

¡Ya nadie venga no digo las cosas que son un insulto para toda la Hélade; pero ni siquiera
aquellas en que cada uno sufre injusticia! ¡Esto es el colmo! [...] ¡Y sufriendo todos tamañas
desventuras, permanecemos indecisos, enervados; y miramos a los vecinos con mutua desconfianza
y no desconfiamos del que tan injustamente procede en contra de todos nosotros! Y por cierto,
quien así de impudentemente abusa de todos, ¿qué pensáis que hará una vez que se adueñe de cada
uno? ¿qué pensáis?

[...] sin duda existe un motivo por el cual los Griegos en otro tiempo estaban tan preparados
para ser libres y lo están ahora para ser esclavos. ¡Había entonces, varones atenienses, había algo
en el pensamiento de los pueblos que ya no hay ahora: algo que superó las riquezas de los persas y
condujo a los Helenos a la libertad y que no fue vencido ni en las batallas por mar ni en los
combates por tierra; algo sin lo cual, porque está destruido, todos los negocios se corrompen y se
han invertido los valores Helenos. ¿Qué era pues eso? Ninguna cosa complicada y que sólo los
sabios alcanzaran. Solamente que todos aborrecían a quienes recibían dineros de aquellos que
deseaban convertirse en tiranos y destruir a Grecia [...] No era entonces posible comprar de los
oradores ni de los estrategas la oportunidad de hacer a tiempo cada una de las empresas; oportu-
nidad que muchas veces la fortuna prepara aun a los perezosos, en contra de los que aplican la
mente y ponen esfuerzo; ni era posible traficar con la mutua concordia ni con la desconfianza para
con los tiranos y los bárbaros; ni, en una palabra, con ninguna de semejantes cosas. Ahora en
cambio, todas ellas se adquieren con la facilidad con que hacemos las compras en el mercado; y se
han importado del exterior en vez de aquellas otras por las que Grecia está destruida y debilitada.

[...] Filipo marcha a donde quiere no porque vaya al frente de sus hoplitas, en falange; sino
porque lleva como adheridos soldados de armadura ligera, caballería, arqueros, mercenarios. Y él
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mismo depende de este ejército. De modo que cae sobre las ciudades ya enfermas interiormente a
la cabeza de sus tropas y nadie le sale al paso a causa de la mutua desconfianza. Coloca entonces
sus máquinas, sitia los poblados y se apodera de ellos. Pasa por alto lo del estío y el invierno,
porque nada le importan; ni hay estación alguna del año exceptuada, en la que tenga determinado
no guerrear.

[...] Lo que conviene es precavernos cuanto antes sea posible activamente mediante los
preparativos oportunos, procurando que Filipo no se pueda mover de su país; y no luchar cuerpo a
cuerpo ferozmente; porque nosotros tenemos muchas ventajas naturales para ir llevando la guerra,
varones atenienses, si es que nos determinamos de hacer lo que conviene, v.g., la naturaleza de la
región de aquél, de la que podemos devastar una buena parte y dañarla; y otras ventajas
innumerables: mientras que para batallas campales aquél está mejor preparado y ejercitado que
nosotros.
Pero no basta conocer esto ni rechazar en las operaciones militares a Filipo. Es menester con la
reflexión y consideración madura aborrecer a quienes de entre vosotros hablen a favor de Filipo;
porque no es posible vencer a los enemigos exteriores de la ciudad antes de que castiguéis a los que
viven dentro de la ciudad y sirven como esclavos a los intereses de aquél. Mas, por Zeus y los
demás dioses: eso es precisamente lo que vosotros ya no podéis hacer; porque habéis llegado a un
punto tal de insensatez o de locura o de no sé qué -pues ya muchas veces me ha ocurrido el temor
de que sea algún ser superior el que viene empujando los asuntos-, que mandáis subir a la tribuna a
hombres asalariados; algunos de los cuales, ellos mismos no negarían ser tales. [...] Lo más terrible
es que habéis puesto en manos de éstos el manejo de los negocios de la república, concediéndoles
de vuestra parte una confianza mayor que a los que os hablan por vuestro bien. Y eso que ya habéis
visto por experiencia cuántas desgracias os prepara el querer escuchar a hombres semejantes.

[...] Yo, por Zeus, lo diré y lo propondré a fin de que si os place lo votéis. Digo en primer lugar
que debemos estar preparados y defendernos con trirremes y recursos y soldados -porque aun en el
caso de que los demás consientan ya en ser esclavos, nosotros debemos luchar por la libertad-; y no
sólo debemos preparar todo esto sino alardearlo y convocar enseguida a todos los pueblos.
[...] Lo que afirmo es que se necesita enviar recursos a los del Quersoneso y todo cuanto ellos
estimen convenir que les preparemos y remitamos o hagamos nosotros mismos; y ser los primeros
en hacer lo que conviene; y entonces, convocar también a los otros Helenos, reunirlos, instruirlos
de todo, exhortarlos. Esto es lo propio de una ciudad que tiene un renombre como el vuestro.

En:
DEMÓSTENES, Discursos Políticos. Traducción de A. Lopez Eire. T. I. Madrid, Ed. Gredos,
1980.

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POLIBIO

Roma y la Constitución mixta

Si sólo se hubiera de tratar de las repúblicas griegas, del acrecentamiento de unas y de la


ruina total de otras, a poca costa se daría cuenta de lo pasado y se juzgaría de lo porvenir. Contar lo
que se sabe, es fácil; y pronosticar lo futuro por conjeturas de lo pasado, no es dificultoso. Pero
habiéndose de hablar de la república romana, no es lo mismo. Porque ni es fácil analizar su estado
presente, por la variedad de gobierno, ni adivinar el futuro, por la ignorancia de las costumbres que,
en general y en particular, usó este pueblo en lo antiguo. Y así, si se han de investigar con precisión
las ventajas que en sí encierra esta república, es empresa de un estudio y atención nada ordinaria.
Los más que escriben con método de política, asignan tres especies de gobierno: real,
aristocrático y democrático. Me parece se les pudiera preguntar con justo motivo si nos las
proponen como solas o como las mejores. Pero sea lo que fuese, a mi entender pecan en uno y otro
extremo. No son las mejores; pues es evidente, y lo comprueba no sólo la razón, sino la
experiencia, que la mejor forma de gobierno es la que se compone de las tres sobredichas, tal como
la que estableció Licurgo el primero en Lacedemonia. No son tampoco las únicas: vemos ciertos
gobiernos monárquicos y tiránicos que se distinguen infinito del real, bien que tengan con éste
alguna semejanza, bajo la cual todos los monarcas y tiranos procuran en lo posible paliar y colorear
el nombre de reyes. Se encuentran también muchos Estados gobernados por un corto número, que
aunque parecen tener alguna conformidad con la aristocracia, es infinita la diferencia que entre
ellos se halla. Lo mismo se debe decir de la democracia. (Historia Universal VI, 3)
Para convencimiento de lo que digo, nótese que no toda monarquía es reino, sino sólo
aquélla que se compone de vasallos voluntarios y que es gobernada más por razón que por miedo y
violencia; ni toda oligarquía merece el nombre de aristocracia, sino aquélla donde se escogen los
más justos y prudentes para que la manden. Igualmente no es democracia aquella en que el
populacho es árbitro de hacer cuanto quiera y se le antoje, sino en la que prevalecen las patrias
costumbres de venerar a los dioses, respetar a los padres, reverenciar a los ancianos y obedecer a
las leyes: entre semejantes sociedades sólo se debe llamar democracia donde el sentimiento que
prevalece es el del mayor número.
Sentemos, pues, que hay seis especies de gobierno: tres que todo el mundo sabe y nosotros
acabamos de proponer, y tres que tienen relación con las antecedentes, a saber: el gobierno de uno
solo, el de pocos y el del populacho. El gobierno de uno solo o monárquico se estableció sin arte,
sólo por impulso de la naturaleza: de éste se deriva y trae su origen el real, si se añade el arte y la
corrección. El real, si degenera en los vicios que le son connaturales, viene a parar en tiranía, y de
las ruinas de ésta y aquél nace la aristocracia. De ésta, que por naturaleza se inclina al gobierno de
pocos, si el pueblo se llega a irritar y vengar las injusticias de los próceres, se origina la
democracia, y si llega a ser insolente y menospreciar las leyes, se engendra la oclocracia o gobierno
del populacho. Que es cierto lo que digo, lo conocerá cualquiera fácilmente, si reflexiona sobre los
principios naturales, origen y alteraciones de cada especie de gobierno. Sólo el que sepa la
constitución natural de cada Estado es el que podrá conocer a fondo sus progresos, su auge, su
mutación, su ruina, cuándo y cómo sucederá y en qué forma se cambiará. Me presumo que si a
alguna república es adaptable este género de examen, con especialidad es a la romana, porque su
primer establecimiento y sus progresos son conformes a la misma naturaleza. (VI, 4)

Hemos dicho antes que el gobierno de la república romana estaba refundido en tres
cuerpos, y en tres tan balanceados y bien distribuidos los derechos, que ninguno, aunque sea
romano, podrá decir con certeza si el gobierno es aristocrático, democrático o monárquico. Y con
razón; pues si atendemos a la potestad de los cónsules, se dirá que es absolutamente monárquico y
real; si a la autoridad del Senado, parecerá aristocrático, y si al poder del pueblo, se juzgará que es
Estado popular. He aquí, con corta diferencia, los derechos propios que tenía en lo antiguo y tiene
ahora uno de estos cuerpos. (VI, 11)

Tal es el poder que tiene cada una de estas potestades para perjudicarse o ayudarse
mutuamente, y todas ellas están tan bien enlazadas contra cualquier evento, que con dificultad se
hallará república mejor establecida que la romana. Sobreviene por parte afuera un terror público
que pone a todos en la precisión de conformarse y coadyuvarse los unos a los otros; es tal el vigor y
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actividad de este gobierno que nada se omite de cuanto es necesario. Todos los cuerpos conspiran a
porfía a un mismo designio. No halla dilaciones lo resuelto, porque todos en general y en particular
cooperan a que tenga efecto lo proyectado. He aquí por qué es invencible la constitución de esta
república, y siempre tienen efecto sus empresas. Por el contrario, sucede que los romanos, libres de
toda guerra exterior, disfrutan la buena fortuna y abundancia que les han procurado sus victorias, y
que el logro de tal dicha, la adulación y el ocio los hace, como es regular, soberbios e insolentes;
entonces principalmente es el ver a esta república sacar de su misma constitución el remedio de sus
males. Porque al instante que una de las partes pretende ensoberbecerse y arrogarse más poder que
el que le compete, como ninguna es bastante por sí misma, y todas, según hemos dicho, pueden
contrastar y oponerse mutuamente a sus designios, tiene que humillar su altivez y soberbia. Y así
todas se mantienen en su estado, unas por hallar oposición a sus deseos, otras por temor de ser
oprimidas de las compañeras. (VI, 18)

En:
POLIBIO, Historia Universal. Traducción de Ambrosio Rui Bamba. Buenos Aires, Ediciones
Solar, 1965.

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CICERÓN

La República

Superioridad de la política sobre la filosofía

Nada han enseñado los filósofos, al menos cuando lo han hecho con rectitud y honradez,
que no haya sido puesto en práctica y confirmado por quienes han regulado el derecho en las
ciudades [...]
Por lo tanto, el ciudadano que consigue, por medio del poder y de las penas impuestas por
ley, que todos realicen aquello para lo que los filósofos apenas si son capaces de convencer a unos
pocos con su palabra, ése ha de ser considerado superior incluso a los propios maestros que
investigan ese tema. Pues, ¿hay algún discurso de ésos, por excelente que sea, que pueda ser
valorado más que una ciudad bien organizada por su derecho público y sus costumbres? (La
República, I)

Roma como modelo de Estado

Lo que sigue es de Catón, ya en su vejez, a quien como vosotros sabéis, he profesado un


gran afecto, y por quien he sentido la mayor admiración [...] Éste solía decir que nuestra república
era superior a las de las demás ciudades por la siguiente razón: porque en las demás fueron
individuos los que de manera independiente constituyeron su propio Estado, dotándolo de leyes e
instituciones; tal es el caso de Minos, en Creta, de Licurgo, en Esparta, o de Atenas, si bien ésta
sufrió muchos cambios [...] Nuestra república, en cambio, no ha sido levantada por el talento de un
solo hombre, sino que el proceso de su constitución duró algunos siglos y varias generaciones [...]
Por esa razón, tal como acostumbraba a hacer aquél, voy a remontarme en mi exposición a
los orígenes del pueblo romano [...] conseguiré más fácilmente mi objetivo si os pongo como
ejemplo a nuestro propio Estado en las distintas fases de su nacimiento, de desarrollo y, por fin, en
la etapa en que llega a obtener seguridad y robustez; más fácilmente, digo, que si lo hiciera como
Sócrates en Platón, esto es, remitiéndome a una ciudad por mí imaginada. (La República, II)

Sobre la mejor forma de gobierno

-Pues bien, república -dijo el Africano- significa “cosa del pueblo”, siendo “el pueblo”, no
cualquier conjunto de hombres reunidos de cualquier manera, sino una asociación numerosa de
individuos, agrupados en virtud de un derecho por todos aceptado y de una comunidad de intereses.
Y la causa primera de agruparse, no es tanto la debilidad como una especie de tendencia natural de
los hombres a asociarse.
[...] y toda república, que significa, como ya dije “la cosa del pueblo”, necesita ser regida por un
determinado proyecto político para que sea duradera. Tal proyecto ha de responder, en primer
lugar, a la causa que dio origen a la ciudad. A continuación, se ha de poner en manos de uno solo o
de unos cuantos elegidos o bien se encargarán de ello todos y cada uno de los miembros de esa
sociedad. Por ello, cuando la totalidad de las responsabilidades están en manos de uno solo, a tal lo
llamamos rey y monarquía a esta forma de gobierno. Cuando está en manos de un grupo selecto, se
dice que tal ciudad se gobierna mediante un régimen aristocrático. En cambio, se trata de una
ciudad democrática -pues éste es el nombre que le dan- aquella en la que todos los poderes
descansan en el pueblo. De estas tres formas, cualquiera que mantuviera aquel vínculo primero que
unió a los hombres entre sí en una comunidad ciudadana, si bien no sería perfecta ni, en mi
opinión, la mejor, resultaría, no obstante, tolerable; y es de esa manera como cada una de ellas por
separado puede resultar superior a las otras dos. En efecto, un rey justo y sabio, o un grupo selecto
de ciudadanos principales, o el propio pueblo, aunque esto es lo menos recomendable, no obstante,
siempre que no medien iniquidades o ambiciones, parece que tiene posibilidad de existir con una
estabilidad no insegura, ciertamente.
Sin embargo, en las monarquías todos los demás ciudadanos están excesivamente excluidos
de la participación jurídica y política; en el gobierno de aristócratas, la gente apenas si puede tomar
parte de la libertad, al estar privada de toda capacidad de decisión en los asuntos públicos, así como
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de todo poder; y, cuando todas las cosas son llevadas directamente por el pueblo, aunque sea justo
y moderado, no obstante, esa misma igualdad resulta injusta, por carecer de grados de dignidad.
[...]
Ante este estado de cosas, de los tres modelos de constitución es preferible con mucho, en
mi opinión, la monárquica. Pero, incluso preferible a la propia monarquía ha de ser un régimen que
consistiera en una combinación bien equilibrada de los tres modelos fundamentales de Estado. Para
mi gusto, en ese Estado debe haber cierta supremacía del elemento regio y que otro tanto sea
concedido al prestigio y autoridad de los más eminentes; y que ciertos asuntos, por fin, se reserven
al criterio y voluntad de la multitud. Esta constitución goza, en primer lugar, de una cierta gran
igualdad; elemento éste del que los hombres libres apenas si pueden verse faltos durante mucho
tiempo; en segundo lugar, de estabilidad, mientras aquellos regímenes que hemos citado en primer
lugar se convierten fácilmente en sus vicios opuestos, de forma que de un rey surge un amo; de los
aristócratas, una facción; del pueblo, la masa y la confusión anárquica. Además esas mismas
formas se cambian frecuentemente en otras distintas; cosa que, en cambio, no sucede con esta
solidaria y equilibrada constitución política de carácter mixto, de no ser que los ciudadanos más
eminentes cometan grandes faltas. En efecto, no hay causa de revolución allí donde cada uno esté
firmemente colocado en su lugar y no tenga debajo dónde precitarse y caer.
[...]
Pues, de esta manera llego a la conclusión, opino y declaro firmemente que, de todos los
modelos de Estado, no hay ninguno que se pueda comparar, ni desde el punto de vista de su
constitución, ni de su organización ni de sus principios fundamentales, con el que nos legaron
nuestros padres, tras haberlo heredado ellos a su vez, de sus mayores [...] Y, una vez que hemos
puesto nuestra república como ejemplo, trataré de ajustar a ella, en la medida de mis posibilidades,
todo lo que en adelante hablaré sobre el mejor de los sistemas políticos. ( La República, I)

Crisis de la República. Necesidad de un Príncipe

El Estado romano se alza firme sobre los cimientos de sus antiguas costumbres y de sus
hombres.
Verso este que por su concisión y veracidad me parece casi expresión de un oráculo. En
efecto, ni los hombres, si su convivencia no se hubiera basado en las costumbres, ni las costumbres,
si no hubieran estado estos hombres a su frente, hubieran podido fundar ni mantener durante tanto
tiempo un Estado tan vasto y con unos dominios tan extensos. Por ello, en épocas anteriores a la
nuestra, la propia costumbre ancestral echaba mano de los hombres más sobresalientes y esos
excelentes varones mantenían a su vez la vieja tradición y las instituciones de los antepasados.
Nuestra generación, en cambio, tras haber recibido una república comparable a una pintura
extraordinaria pero ya desvaída por el paso del tiempo, no sólo no se preocupó de restaurar los
colores originarios que tuvo, sino que ni siquiera se cuidó de conservar, al menos, el dibujo y los
trazos de su contorno. Pues, ¿qué queda ya de aquellas antiguas costumbres sobre las que aquél dijo
que se alzaba firme el Estado romano? Las vemos ya tan desusadas y olvidadas que no es sólo que
no se cultiven, es que ni siquiera son conocidas [...] Pues, por causa de nuestros vicios y no por
alguna desgracia fortuita, conservamos la república en teoría, en la realidad ya hace tiempo que la
hemos perdido...
[...]
- De la misma forma que el objetivo de un piloto es una travesía con éxito; el del médico, la
salud; y el del general, la victoria; así, el objetivo de este moderador de la república al que nos
estamos refiriendo lo constituye el lograr una vida feliz para sus conciudadanos, esto es, conseguir
que sus recursos sea seguros, que haya abundancia en toda clase de bienes, que sea una comunidad
que destaque por su reputación, honorable por sus virtudes; a él le encomiendo la realización
completa de esta empresa, sin duda la más grande y bella de la humanidad
[...] que el primer ciudadano ha de alimentarse de gloria, y que el Estado durará tanto tiempo
cuanto se le rinda honor al primer ciudadano por parte de todos... (La República, V)

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Las Leyes

Concepción del hombre y de la divinidad. Relación con la ley

[...] este animal capaz de prever, sagaz, complejo, sutil, dotado de memoria y pleno de razón y
de capacidad reflexiva, al que llamamos hombre, ha sido engendrado por un dios supremo en
medio de unas condiciones excelentes. En efecto, él es el único de todas las especies animales que
hay en la naturaleza partícipe de razón y con capacidad para reflexionar; todos los demás están
privados de ello. ¿Hay algo, no digo ya en el hombre, sino en todos los cielos y tierras más divino
que la razón?
Y puesto que no hay nada mejor que la razón, y ésta existe tanto en el hombre como en la
divinidad, tenemos que el primer vínculo del hombre con la divinidad es la razón [...]
Es por ello por lo que de todas las especies animales, no hay ninguna, excepto la humana, que
tenga alguna forma de conocimiento de la divinidad; y ya entre los propios hombres, no hay pueblo
ni tan civilizado ni tan salvaje que no crea que ha de haber un dios, aunque ignore cuál ha de
considerarse como tal [...]
Pero de todos los temas sobre los que tratan las discusiones de los sabios, no hay nada que
destaque más que el hecho de comprender claramente que hemos nacido con un objetivo: la
justicia; y que el derecho no ha sido establecido por convención sino por naturaleza. Tal hecho
resultará evidente, si se observa la sociedad y la unión de los hombres entre sí.
En efecto, no existe una sola cosa tan semejante ni tan igual a otra como lo somos todos
nosotros comparados con nosotros mismos. Si la depravación de las costumbres o lo engañoso de
las opiniones no quebraran la debilidad de nuestras almas y la doblegara a cualquier cosa a la que
hubiera comenzado a inclinarse, no habría nadie tan semejante a sí mismo como lo serían todos los
hombres con respecto a los demás. De manera que, cualquiera que sea la definición de hombre, ésa
misma es válida para todos los demás. Lo cual es prueba suficiente de que no hay ninguna
diferencia en el género humano: si la hubiera, una sola definición no podría comprender a todos.
[...] En efecto, a quienes la naturaleza les concedió la razón, también les dio la recta razón y, por
tanto, también la ley, que consiste en la rectitud de la razón en el acto de mandar y en el de
prohibir; y si les dio la ley, también el derecho: y como la razón es para todos, en consecuencia, el
derecho se les ha concedido a todos.
[...]
Pero, éste es ciertamente el estado de la cuestión: vivir de acuerdo con la naturaleza constituye
el sumo bien, esto es, el disfrutar de una vida moderada y conforme a la virtud [...]
En efecto, una vez que el alma, conocidas y experimentadas ya las virtudes, se haya
liberado de la atracción y seducción que sobre ella ejerce el cuerpo y haya reprimido el placer
como si de una mancha indecorosa se tratara, y haya escapado a todo tipo de temores, ya se trate de
la muerte o del dolor, y haya formado con los suyos una sociedad basada en el amor, y haya
reconocido como suyos a todos los que están unidos a ella por naturaleza, y haya asumido el culto a
los dioses y a la religión pura, y haya logrado aguzar tanto su ingenio como su vista que le permita
escoger el bien y rechazar su contrario (virtud esta que recibe el nombre de prudencia porque viene
de prever), ¿podría expresarse o pensarse en alguna situación de mayor felicidad? (Las Leyes, I)

La ley natural

Marco - Veo que ésta fue la opinión de los más sabios: la ley no es algo forjado por el talento
humano, ni por ningún decreto de los pueblos, sino algo de carácter eterno que rige el mundo
entero en virtud de su sabiduría para mandar y para prohibir [...]
Existía, pues, una razón, emanada de la naturaleza universal, que impelía a obrar rectamente y
apartarla de la comisión del delito; la cual no comenzó a ser ley en el momento en que se puso por
escrito, sino cuando nació. Y nació al mismo tiempo que el pensamiento divino. Por tanto, la ley
verdadera y principal, la idónea para mandar y para prohibir, es la recta razón de Júpiter Supremo.
Quinto - Estoy de acuerdo contigo, hermano, en que lo que es justo y verdadero sea la verdadera
ley y en que ésta no nace ni muere con las letras con las que se escriben los decretos.
Marco - Entonces, como el pensamiento divino es la ley suprema, cuando ésta se realiza en su
totalidad en el hombre, también lo hace en la mente de un sabio. En cambio, las que son redactadas

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por los pueblos, en sus distintas formas y adaptadas a las circunstancias particulares, obtienen el
nombre de ley más por aprobación que porque lo sean realmente. (Las Leyes, II)

En:
CICERÓN, La República y las leyes. Edición de Juan María Nuñez González. Madrid, Akal,
1989.

Sobre los deberes

[...] Es de hombres fuertes y constantes no turbarse en las dificultades ni perder la cabeza, como
vulgarmente se dice, sino estar siempre sobre sí y ponderándolo todo bien.
Aunque esto es de gran ánimo, también es propio de un buen ingenio prevenir con el
pensamiento el futuro, determinar con anticipación qué puede suceder por una y otra parte, y lo que
debe de hacerse en cada uno de los casos, y no comportarse de modo que nos expongamos a tener
que decir alguna vez: «no lo había pensado». Éstas son las obras de un ánimo grande y excelso que
sólo se fía y se funda en la razón y prudencia. Pero el combatir y venir a las manos con el enemigo
temerariamente es algo monstruoso y brutal. Más, cuando es el momento necesario, hay que luchar
con la espada y preferir la muerte a la vergüenza de la esclavitud. (I, 80-81)
Los que hayan de gobernar el Estado deben tener siempre muy presentes estos dos preceptos de
Catón: el primero defender los intereses de los ciudadanos de forma que cuanto hagan lo ordenen a
ellos, olvidándose del propio provecho; el segundo, velar sobre todo el cuerpo de la República, no
sea que, atendiendo a la protección de una parte, abandonen a las otras. Lo mismo que la tutela, la
protección del Estado va dirigida a utilidad no de quien la ejerce, sino de los que están sometidos a
ella. Los que se ocupan de una parte de los ciudadanos y no atienden a la otra introducen en la
patria una gran calamidad: la sedición y la discordia, de donde resulta que unos se presentan como
amigos del pueblo y otros como partidarios de la nobleza: muy pocos favorecen el bien de todos. (I,
85)
[...] no hay cosa más loable ni más propia de un hombre verdaderamente noble que la
mansedumbre y la clemencia [...] Pero la mansedumbre y la clemencia son aceptables con tal que
no impidan la severidad a favor de la República, sin la cual no puede administrarse el Estado. Eso
sí, toda la represión y castigo deben aplicarse sin afrenta, no en satisfacción y ventaja de quien
castiga, sino para utilidad del Estado. (I, 88)
Quien está al frente de la República tendrá que cuidar ante todo que cada uno conserve sus
bienes propios y que por la actuación del Estado no disminuyan los bienes de ningún ciudadano
privado. (II, 73)

En:
CICERÓN, Sobre los Deberes. Madrid, Alianza, 2001.

52
EL PRINCIPADO DE AUGUSTO: DOS VISIONES

Augusto: Res Gestae

A la edad de diecinueve años, por mi propia iniciativa y a mis expensas, yo formé un ejército,
por medio del cual yo restituí la libertad de la república, la cual había sido oprimida por la tiranía
de una facción. Por cuyos servicios el Senado, con congratulatorias resoluciones, me enroló en su
orden [...] dándome al mismo tiempo prioridad consular en el voto; también se me dio el
imperiurn. Como propretor me ordenó, junto con los cónsules, “ver que la república no sufriese
dañó”. En el mismo año, más aún, como ambos cónsules habían caído en la guerra, el pueblo me
eligió Cónsul y triunviro para establecer la constitución. (Res Gestae, 1)

Por diez años sucesivos yo fui uno de los triunviros por el restablecimiento de la constitución.
Hasta el día de escribir esto yo he sido princeps senatus por cuarenta años. Yo he sido pontifex
maximus [...] (7)

Mediante la promulgación de nuevas leyes restituí muchas tradiciones de nuestros antecesores


que estaban cayendo en desuso y yo mismo senté precedentes en muchas cosas para que la
posteridad imitase. (8)

En:
Res Gestae divi Augusti. Versión de Raúl Buono-Core Varas. Universidad de
Chile, 1988.

Tácito: Anales del Imperio Romano

Augusto [...] bajo el nombre de príncipe se apoderó de todo el Estado, exhausto y cansado con
las discordias civiles
[...] después de haber halagado a los soldados con donativos, al pueblo con la abundancia y a
todos con la dulzura de la paz, comenzó a levantarse poco a poco, llevando a sí lo que solía estar a
cargo del Senado, de los magistrados y de las leyes, sin que nadie le contradijese. Habiendo faltado a
causa de las guerras y proscripciones los más valerosos ciudadanos; y cayendo los otros nobles en que
cuánto más prontos se mostraban a la servidumbre tanto más presto llegaban a las riquezas y a los
honores, viéndose engrandecidos por este medio, quisieron más el estado presente seguro que el
pasado peligroso. Ni a las mismas provincias fue desagradable esta forma de estado, sospechosas del
gobierno del Senado y del pueblo, a causa de las diferencias entre los grandes y la avaricia de los
magistrados, siéndoles de poco fruto el socorro de las leyes [...]
La ciudad quieta, el mismo nombre de magistrados, la mayoría mozos nacidos después de la
victoria de Accio, y de los viejos muchos durante las guerras civiles, ¿quién quedaba que pudiese
acordarse de haber visto república?
Así, pues, trastornado el estado de la ciudad, no quedando ya cosa que oliese a las antiguas y loables
costumbres, todos, quitada la igualdad, esperaban los mandatos del príncipe sin algún aparente temor de
mayor daño [...]

En:
TÁCITO, Anales del Imperio romano. Madrid, Sarpe, 1985.

53
EL ESTOICISMO EN EL IMPERIO ROMANO

SÉNECA
[...] el sabio es un ser vecino de los dioses, ocupa un lugar próximo al de ellos, y, con excepción
de la inmortalidad, es un dios... El sabio no conocerá los deseos abyectos, ni las lágrimas, antes
secundado por la razón pasará a través de las humanas vicisitudes con ánimo divino [...] si nos
penetramos de esta idea, que la muerte no es un mal [...] soportaremos más fácilmente todas las
demás cosas, daños, dolores, ignominias, destierros, la muerte de nuestros deudos, y las
separaciones de todo género. Si tales calamidades ocurren al sabio, no por eso le anonadan, ni sus
golpes le entristecen. Ahora bien, si soporta con serenidad los ímpetus y achaques de la fortuna
¿con cuánta mayor sufrirá los de los hombres poderosos, sabiendo que solo son los instrumentos de
aquella? (De la constancia del sabio, VII)

¿Por qué acontecen adversidades a los hombres buenos? No hay males para las gentes de bien
[...] Los golpes adversos no alteran el ánimo de un hombre valeroso y fuerte; antes bien, conserva
toda su tranquilidad e imprime el sello de su propia persona a cuanto ocurre, por ser más poderoso
que las cosas externas. No digo que sea insensible, sino que todo lo vence, plácido y tranquilo
yérguese contra cuanto le acomete [...] Todo lo que ocurrirle puede lo toma o lo torna en bien,
porque lo importante es menos el mal mismo que la manera como se le soporta. (De la Divina
Providencia, II)

Los hados nos guían, y desde la primera hora de nuestro nacimiento decídese el resto de la
carrera. Existe una concatenación de causas, que determinan en riguroso orden todos los asuntos
públicos y privados.
Hay, pues, que soportarlo todo con coraje [...] ordenadas están con anticipación las causas
de nuestras dichas y penas, y por variados que sean los hechos que caracterizan las existencias
particulares, el fin o paradero es el mismo: todos poseemos una vida mortal. ¿Para qué
indignarnos? ¿Por qué lamentarnos? Tal es nuestro destino... ¿Qué ha de hacer, pues, el hombre de
bien? Entregarse al destino... El mismo Creador y árbitro del Universo, que fijó las leyes del hado
las obedece; ordenó una vez, pero siempre obedece. (De la Divina Providencia, V)

Aceptando entretanto el sentir común de los estoicos, me conformaré a la naturaleza. No


apartarse de ella, formarse por sus leyes y ejemplos es la esencia de la sabiduría. Será, pues,
bienaventurada la vida que se conformara a su propia naturaleza, lo que no es posible conseguir
sino a condición de tener primeramente sano el espíritu y en perpetua posesión de su salud; que sea
además fuerte, vehemente, noblemente pulcro y sufrido, capaz de amoldarse a las circunstancias
[...] (De la vida bienaventurada, III)

A nadie excluye la virtud: abierta está para todos, a todos admite y convida: nobles, libertinos,
esclavos, reyes y desterrados. No establece distinción alguna de familias ni riquezas, contentándose
con el hombre solo...
Yerra el que piensa que la esclavitud abarca todo el hombre, pues la parte más noble
permanece libre. El cuerpo está sujeto, atado a la voluntad del dueño, pero no el espíritu,
perfectamente soberano [...] El cuerpo del esclavo es, pues, lo único que la fortuna da al dueño: así
lo compra y lo vende; empero escápasele el reino interior cuyas manifestaciones son todas libres;
por donde se ve que ni podemos ordenar todo a los esclavos, ni están estos obligados a obedecernos
en todo. (Los beneficios III, X)
En:
SÉNECA, Obras morales (selección). Versión castellana de Cristóbal Rodríguez. París, Garnier
Hermanos.

MARCO AURELIO

Si la inteligencia nos es común a todos, la razón por la cual somos criaturas racionales nos
es igualmente común; en consecuencia, una misma razón nos prescribe lo que se debe hacer o
evitar. Una ley común nos gobierna [...] el mundo entero no es más que una gran ciudad
(Pensamientos IV, IV)
54
Represéntate siempre el mundo como un solo ser, compuesto de una substancia única y de
un alma común. Considera como todo lo que en él sucede se relaciona con un solo principio; cómo
se halla todo en movimiento por la misma impulsión [...] Admira, pues, su relación y su
encadenamiento. (IV, XL)

[...] la naturaleza ha puesto lo que a cada uno de nosotros nos sucede en el orden que conviene a
la naturaleza universal [...]
En suma, solo hay una armonía; y así como el conjunto de todos los cuerpos forma el
mundo entero tal como existe, del mismo modo el juego de todas las causas produce un efecto
particular que se llama destino [...]
Ejecuta y cumple, como si se tratara de tu salud, aquello que la común naturaleza ha creído
conveniente ordenar...
Procura someterte gustoso a todo lo que te sobrevenga, y por muy rudo que esto te
pareciese, como si se tratara de algo que debe contribuir a la marcha del mundo, al éxito de las
miras de Júpiter y su buen gobierno [...] (V, VIII)

Piensa de cuando en cuando en la indisoluble unión de todas las cosas terrenales y en la


relación íntima que existe entre ellas, porque todas están, por decirlo así, entrelazadas unas con
otras y, por consiguiente, reina entre ellas una estrecha simpatía; la una se inclina hacia la otra por
efecto de la tendencia, del concurso y de la comunión de todas las partes de la materia. (VI,
XXXVIII)

Por mi naturaleza, soy un ser razonable y social. Como Antonino, tengo por cuna y por
patria Roma; como hombre, el mundo. Por consiguiente para mí, no hay más bienes verdaderos que
los que sirven los intereses de ambas patrias. (VI, XLIV)

¿Quiénes son Alejandro, Cayo, César y Pompeyo, en comparación de Diógenes, de


Heráclito y de Sócrates? En efecto, éstos penetraban las cosas a fondo, en sus principios y en su
sustancia, y por nada se trastornaba el equilibrio de su alma. Por el contrario, los primeros ¡cuántos
cuidados! ¡qué esclavitud! (VIII, III)

[...] yo soy una parte del Todo que está regido por la naturaleza universal [...]
Penetrado de este pensamiento que soy una parte del Todo, no recibiré de mala voluntad
nada de cuanto me esté reservado; porque aquello que es útil al Todo no puede ser perjudicial a la
parte [...]
Del mismo modo, recordándome que soy una parte del universo tal como existe, me
someto con gusto a todo cuanto me acontezca; y, puesto que existe cierta afinidad entre mí y las
partes que son de mi especie, no haré nada que sea perjudicial para la sociedad; ¿qué digo? Me
ocuparé particularmente de mis semejantes, dirigiré toda mi actividad hacia todo aquello que
contribuya al bien general, evitando cuanto le sea contrario.
Del cumplimiento del deber, así comprendido, resulta una vida dichosa. Para darte una
idea, figúrate la dulce existencia de un hombre que, en todas sus acciones, no piense sino en el bien
de sus conciudadanos, prestándose con gusto a todo cuanto la ciudad le imponga. (X, VII)

¡Qué alma aquella que está dispuesta a despojarse de las ligaduras del cuerpo, en el mismo
instante, si es preciso, sea para extinguirse o disiparse o bien para subsistir aparte!
Digo dispuesta por una consecuencia de sus reflexiones particulares, no por pura emulación
como los cristianos [...] (XI, III)

Si estás incomodado por alguna cosa, es que has olvidado que todo acontece según el orden
de la naturaleza universal [...] has olvidado el lazo tan estrecho de parentesco que une a cada
hombre con el género humano, no por la sangre y el origen, sino por la participación común en la
misma inteligencia. Tú has olvidado que el espíritu de cada uno de nosotros es un dios, una
emanación de la divinidad [...] (XII, XXVI)
En: MARCO AURELIO, Pensamientos. Traducción de Joaquín Delgado. París, Garnier
Hermanos.
55
PRINCIPADO Y DOMINADO EN ROMA

Plinio: elogio de Trajano

[...] Aunque hubiera podido dudarse hasta ahora si era la suerte y casualidad la que daba a la
tierra sus gobernantes o acaso un cierto designio providencial, ahora al menos resultaría evidente
que nuestro príncipe fue nombrado por decisión divina. Que, no por la oculta fuerza de los hados,
sino por el mismo Júpiter fue hallado y elegido [...] (Panegírico de Trajano 1, 4-5)
[...] Que pueda notarse en nuestros discursos el cambio de los tiempos y que el mismo estilo de
la acción de gracias dé a entender para quién y cuándo se hicieron. Jamás le halaguemos como
dios, jamás como deidad, pues no tratamos ya de un tirano, sino de un ciudadano, no ya de un amo,
sino de un padre. Y lo que más le ennoblece y exalta es que él mismo se considera como uno más
entre nosotros, y se acuerda tanto de que es un hombre como de que está para gobernar a los
hombres. (2, 3-4)
[...]¡Qué distinto, no hace mucho, el paso de otro príncipe! Si es que se le puede llamar paso y no
saqueo, cuando el deshaucio arrancaba por fuerza el hospedaje, y todo, a diestra y siniestra, quedaba
pisoteado e incendiado, como si una calamidad hubiese caído allí, o los mismos bárbaros de que venían
huyendo. Había que explicar las provincias que aquella manera de viajar era la de Domiciano, no la de un
príncipe. Así, no tanto por tu gloria, como por razón del bien común, publicaste en tu edicto el gasto de
uno y otro. Que se acostumbre el emperador a hacer cuentas con el Imperio; salga de Roma y vuelva con
la idea de que ha de rendir cuentas; publique sus gastos. Así no gastará lo que se avergonzaría de publicar.
(20, 4-5)
[...] Nos gobiernas tú ciertamente y te estamos sumisos, pero igual que lo estamos a las
leyes. También ellas moderan nuestras pasiones y caprichos, pero andan con nosotros y
entre nosotros. (24, 4)

Jactábase Egipto de hacer producir y multiplicar sus siembras como si nada debiera a la
lluvia del cielo, pues, constantemente regado el país por su propio río y acostumbrado a no
alimentarse de más aguas que las que él mismo traía, se cubría con tan abundantes mieses,
que rivalizaba con las más ricas tierras, como si nunca hubiese de tener que ceder su
primacía. Pues bien: Egipto se secó con una imprevista sequía, hasta sufrir grave daño por
la esterilidad [...]
Entonces, defraudado el país en la inundación, es decir, en su abundancia, invocó el
auxilio del César, al modo que suele invocar a su río, y el período de adversidades no
duró más que lo que tardó la noticia. Tan rápida ¡oh César! es tu potestad y tan atenta tu
bondad para todo y tan diligente que, bajo tu imperio, basta para remediar y salvar a los
que sufren alguna calamidad, que te enteres de ello.
[...] Desde antiguo corría la opinión de que no podía alimentarse y mantenerse nuestra
ciudad sin la ayuda de Egipto. Se ensoberbecía aquella nación vanidosa e insolente de
alimentar hasta al mismo pueblo que la había vencido y de que de su río y de sus na ves
dependiera nuestra abundancia o nuestra hambre. Hemos devuelto al Nilo sus riquezas:
ya ha recibido el trigo que había enviado, e importado las cosechas que había exportado.
Que aprenda así el Egipto y se cerciore por la experiencia de que no son alimentos los que nos
da, sino tributos; que sepa no es imprescindible para el pueblo romano, y, con todo, permanezca sumiso
[...] Todo habría concluido para aquella tan rica nación, si hubiese sido independiente [...] (30 y 31)

[...] Porque las virtudes tienen ahora, bajo un príncipe, el mismo premio que en la época
de la libertad, y la retribución por las buenas obras no está tan sólo en la conciencia. Tú
amas la firmeza de los ciudadanos y no tronchas y oprimes, como hacían otros, los
caracteres firmes y de genio, sino que los fomentas y elevas. Hay ventajas para los que son
virtuosos, cuando ya basta y sobra que no sufran perjuicio por ello; les ofreces las
dignidades, los cargos sacerdotales, los gobiernos provinciales; y prosperan con el favor de
tu amistad y del buen juicio que te merecen. (44, 6-7)
Y los príncipes anteriores, a excepción de tu padre, y uno o dos más (y ya he dicho
muchos), se alegraban más de los vicios de los ciudadanos que de sus virtudes […]. Tú
sabes que, del mismo modo que tienen naturaleza distinta la dominación y el principado,
56
así también a nadie resulta más grato un príncipe que a los que más pesa un tirano [...] (45,
1-3)
[...] Por eso hay efigies tuyas como las que se dedicaban antiguamente a los particulares por sus
grandes méritos políticos: se ven estatuas del César en la misma materia que las de los Brutos y Camilos.
Y es que la causa es la misma. Expulsaron aquellos de las murallas a los reyes y al enemigo vencedor,
nuestro príncipe impide y expulsa la forma misma de gobierno regio y demás engendros de cautiverio, y
ocupa el sitio de príncipe a fin de que no haya lugar para un soberano [...] Que lo que son arcos y estatuas,
hasta las aras y los templos, los destruye y oscurece el olvido, los desdeña y ridiculiza la posteridad; por el
contrario, el hombre que desprecia la ambición, que sujeta y refrena el poder absoluto, florece con el
transcurso del tiempo y merece más elogio de los que se hallan menos forzados a hacerlo. (55, 6-9)
Y ¡qué propio de la tradición y del oficio consular, el que el Senado, con el ejemplo de tu paciencia,
dedicara tres días enteros de sesión a un asunto, sin que tú hicieras entre tanto nada más que lo que
corresponde a un cónsul! Cada uno preguntó lo que le pareció. <Se pudo> disentir, llevar la contraria y
favorecer con el propio juicio a la república [...] (76, 1-2)

En:
PLINIO EL JOVEN, Panegírico de Trajano. Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1955.

Eusebio de Cesarea: Teología del poder imperial

El emperador, como hace la luz del sol con sus centelleos, ilumina con sus rayos, que son los
Césares, a los habitantes de las regiones más lejanas [...] Estos como antorchas o astros difunden la
luz que emana de él. Después, tras haber enganchado a los cuatro muy valientes Césares como
caballos bajo un mismo yugo a su cuadriga real que él conduce llevando las bridas, los mantiene
unidos por un acuerdo y armonía celestes y les rige desde lo alto como un auriga. De esta forma
realiza una cabalgada a lo largo de toda la tierra que ilumina el sol preocupándose por todos e
inspeccionando todo. Después, henchido de la imagen del reino celeste, con los ojos fijos en alto,
gobierna a los hombres de aquí abajo según el arquetipo ideal y se afirma imitando la soberanía del
monarca divino. He aquí lo que ha sido concedido a un solo hombre sobre la tierra por el Dios
dueño del universo; es esta forma de poder real lo que le atribuye una autoridad única sobre todos.
De hecho, la monarquía es preferible a las constituciones y gobiernos colectivos, pues un
régimen de poliarquía que reposa sobre muchos soberanos de igual rango equivale a la anarquía.
Por la misma razón no hay más que un solo Dios y no dos, tres o más. En efecto, el politeísmo es lo
mismo que el ateísmo. Sólo existe un único Rey celestial y un único Logos y Nomos real que no se
puede explicar con palabras y sílabas y que no se debe perder el tiempo en describir en escritos e
inscripciones [...]
Investido de la imagen de la monarquía celestial, levanta su vista hacia lo alto y gobierna
regulando los asuntos del mundo según la idea de un arquetipo, afianzando por el hecho de que se
entrega a imitar la soberanía del Soberano celeste. Al rey único sobre la tierra corresponde el Dios
único, el rey único en el cielo, el único Nomos y Logos regio [...] (Eusebio de Cesarea: Discurso de
las Tricennales)

En:
TEJA, Ramón, El cristianismo primitivo en la sociedad romana. Madrid, Istmo, 1990.

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FUENTES BIBLICAS

ANTIGUO TESTAMENTO

El es quien ordena los tiempos y circunstancias, pone reyes y quita reyes, da la sabiduría a los
sabios y la ciencia a los entendidos (Dn. 11, 21)

Y habló Dios todo esto, diciendo: “Yo soy Yavé, tu Dios, que te ha sacado de la tierra de
Egipto, de la casa de la servidumbre”.
No tendrás otro Dios que a mí. No te harás esculturas ni imagen alguna de lo que hay en lo alto
de los cielos, ni de lo que hay abajo sobre la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra.
No te postrarás ante ellas, y no las servirás, porque yo soy Yavé, tu Dios, un Dios celoso, que
castiga en los hijos las iniquidades de los padres hasta la tercera y cuarta generación de los que me
odian, y hago misericordia hasta mil generaciones de los que me aman y guardan mis
mandamientos.
No tomarás en falso el nombre de Yavé, tu Dios, porque no dejará Yavé, sin castigo al que tome
en falso su nombre.
Acuérdate del día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás tus obras, pero el
séptimo día es día de descanso, consagrado a Yavé, tu Dios, y no harás en él trabajo alguno, ni tú,
ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el extranjero que está dentro de tus
puertas, pues en seis días hizo Yavé los cielos y la tierra, el mar y cuanto en ello se contiene, y el
séptimo descansó; por eso bendijo Yavé el día del sábado y lo santificó..
Honra a tu padre y a tu madre, para que vivas largos años en la tierra que Yavé, tu Dios, te da.
No matarás.
No adulterarás.
No robarás.
No testificarás contra tu prójimo falso testimonio.
No desearás la casa de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su
buey, ni su asno, ni nada de cuanto le pertenece.
Todo el pueblo oía los truenos y el sonido de la trompeta y veía las llamas y las montañas
humeantes; y atemorizados, llenos de pavor, se estaban lejos.
Dijeron a Moisés: “Háblanos tú, y te escucharemos; pero que no nos hable Dios, no sea que
muramos”. Respondió Moisés: “No temáis, que para probaros ha venido Dios, para que tengáis
siempre ante vuestros ojos su temor y no pequéis”.
El pueblo se estuvo a distancia, pero Moisés se acercó a la nube donde estaba Dios.
(Ex. 20, 1-21)

Yavé suscitó jueces, que los libraron de los salteadores; pero, desobedeciendo también a los
jueces, se prostituyeron, yéndose detrás de dioses extraños, y los adoraron, apartándose bien pronto
del camino que habían seguido sus padres, obedeciendo los preceptos de Yavé; no hicieron ellos
así. Cuando Yavé les suscitaba un juez, estaba con él y los libraba de la opresión de sus enemigos
durante la vida del juez, porque se compadecía Yavé de sus gemidos, a causa de los que los
oprimían y los vejaban. En muriendo el juez, volvían a corromperse más todavía que sus padres,
yéndose tras de los dioses extraños para servirlos y adorarlos, sin dejar de cometer sus crímenes, y
persistían en sus caminos.
Encendióse la cólera de Yavé contra Israel y dijo: “Pues que este pueblo ha roto el pacto que yo
había establecido con sus padres y no me obedece, tampoco seguiré yo arrojando de ante ellos a
ninguno de los pueblos que dejara Josué al morir, para por ellos poner a Israel a prueba, si seguiría
o no los caminos de Yavé, andando por ellos como sus padres”. Y Yavé dejó en paz, sin
apresurarse a expulsarlos, a aquellos pueblos que no había entregado en manos de Josué.
(Jc. 11, 16-23)

58
Samuel, tomando el cuerno de óleo, le ungió a la vista de sus hermanos; y desde aquel
momento, en lo sucesivo, vino sobre David el espíritu de Yavé. Samuel se levantó y se volvió a
Rama.
(1 Sam. 16, 13)

Y tomando Sadoc, sacerdote, el cuerno de óleo del tabernáculo, ungió a Salomón al son de las
trompetas, y gritó todo el pueblo: “¡Viva Salomón, rey!”. Después subió con él todo el pueblo,
tocando las flautas y haciendo gran fiesta, y parecía retemblar la tierra con sus aclamaciones.
(1 Rey. 1, 39-40)

El lobo y el cordero pacerán juntos; el león, como el buey, comerá paja, y la serpiente comerá el
polvo. No habrá mal ni aflicción en todo mi monte santo, dice Yavé.
(Is. 65, 25)

Vienen días, palabra de Yavé, en que yo haré una alianza nueva con la casa de Israel y la casa
de Judá; no como la alianza que hice con sus padres, cuando tomándolos de la mano los saqué de la
tierra de Egipto; ellos quebrantaron mi alianza y yo los rechacé, palabra de Yavé.
Esta será la alianza que yo haré con la casa de Israel en aquellos días, palabra de Yavé: Yo
pondré mi ley en ellos y la escribiré en su corazón, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo. No
tendrán ya que enseñarse unos a otros ni exhortarse unos a otros, diciendo: Conoced a Yavé, sino
que todos me conocerán, desde los pequeños a los grandes, palabra de Yavé; porque les perdonaré
sus maldades y no me acordaré más de sus pecados.
(Jer. 31, 31-34)

NUEVO TESTAMENTO

Entonces los fariseos se fueron y celebraron consejo sobre la forma de sorprenderle en alguna
palabra. Y le envían sus discípulos, junto con los herodianos, a decirle: “Maestro, sabemos que eres
veraz y que enseñas el camino de Dios con franqueza y que no te importa por nadie, porque no
miras la condición de las personas. Dinos, pues, qué te parece, ¿es lícito pagar tributo al César o
no?.” Mas Jesús, conociendo su malicia, dijo: “Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Mostradme la
moneda del tributo.” Ellos le presentaron un denario. Y les dice: “¿De quién es esta imagen y la
inscripción?” Dícenle; “Del César.” Entonces les dice. “Pues lo del César devolvédselo al César, y
lo de Dios a Dios.” Al oír esto, quedaron maravillados, y dejándole, se fueron.
(Mt. 22, 15-22)

Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios,
y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se
rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación. En efecto,
los magistrados no son de temer cuando se obra el bien, sino cuando se obra mal. ¿Quieres no
temer a la autoridad? Obra el bien, y obtendrás de ella elogios, pues es para ti un servidor de Dios
para el bien. Pero, si obras el mal, teme; pues no en vano lleva espada; pues es un servidor de Dios
para hacer justicia y castigar al que obra el mal. Por tanto, es preciso someterse, no sólo por temor
al castigo, sino también en conciencia. Por eso precisamente pagáis los impuestos, porque son
funcionarios de Dios, ocupados asiduamente en ese oficio. Dad a cada cual lo que se le debe; a
quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor.
Con nadie tengáis más deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo, ha cumplido
la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás
preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. (Rom. 13, 1-9)
Por amor del Señor, estad sujetos a toda autoridad humana: ya al emperador, como soberano, ya
a los gobernadores, como delegados suyos para castigo de los malhechores y elogio de los buenos.
Tal es la voluntad de Dios, que obrando el bien, amordacemos la ignorancia de los hombres
insensatos, como libres y no como quien tiene la libertad cual cobertura de la maldad, sino como
siervos de Dios. Honrad a todos, amad la fraternidad, temed a Dios y honrad al emperador.
(1Pe.2,13-17)

59
SAN AMBROSIO

El Obispo de Milán al Emperador Teodosio

LVII. 7. (…) En una crónica de la Historia Tripartita lo que sigue: en cierta ocasión el
emperador Teodosio, dejándose llevar de su indignación, sin hacer distinción entre responsables e
inocentes, mandó matar a casi cinco mil hombres de Tesalónica porque alguno de ellos, durante
una sedición, habían apedreado a los jueces de la ciudad. Poco después de esto, estando el
emperador de paso en Milán, quiso entrar en la catedral, pero San Ambrosio salióle al encuentro y
se lo impidió diciéndole: “Emperador, ¿cómo es posible que te muestres tan presuntuoso después
de haberte dejado llevar de aquel furioso arrebato de ira? ¿Acaso la potestad imperial te ciega hasta
el punto de no reconocer el pecado que has cometido? Procura que la razón guíe tus actos de
gobierno. Cierto que eres príncipe; pero entiende bien esto: príncipe significa el primero, no el
amo. Eres, pues, no el amo de tus semejantes, sino el primero entre ellos, y, si ellos son siervos,
siervo también eres tú y el primero de los siervos. ¿Con qué ojos miras el templo del Señor, que es
Señor de todos y también Señor tuyo? ¿Cómo te atreves a pretender hollar con tus pies este santo
pavimento? ¿Cómo osarías tocar nada con esas manos que chorrean sangre y proclaman tu
injusticia? ¿Cómo puedes llevar tu audacia hasta el extremo de intentar tocar con esa boca tuya que
mandó criminalmente derramar tanta sangre, el cáliz de la sangre santísima del Señor? ¡Anda!
¡Vete! ¡Aléjate de aquí! No se te ocurra aumentar la perversidad de tu pecado anterior con un
segundo pecado de sacrilegio. Acepta esta humillación a la que hoy el Señor te somete, y utilízala
como medicina que pueda devolver la salud a tu alma. El emperador obedeció a San Ambrosio,
renunció a entrar en el templo, y gimiendo y llorando regresó a su palacio; y fue tanta su pena y tan
constantemente prolongado su llanto, que Rufino, uno de sus generales, viéndole un día tras otro y
durante muchos tan afligido, preguntóle por qué estaba tan triste. Entonces el emperador le
contestó:
- Tú no puedes comprender lo mucho que sufro al ver que las iglesias están abiertas a los siervos
y a los mendigos, mientras que a mí se me ha prohibido la entrada en ellas.
Como cada una de las anteriores palabras iban acompañadas de sollozos y suspiros, Rufino le
propuso:
- Señor, si quieres, iré a ver a Ambrosio y le pediré que te levante la prohibición y te libre de
este impedimento.
- Sería inútil -contestó Tedosio-; ni tú ni todo el poder imperial conseguirán apartar a ese
hombre del cumplimiento de la ley de Dios.
- Me presentaré ante él y aceptaré cuantos reproches quiera hacerme, pues los merezco.
Seguidamente entró el emperador a ver al santo y le suplicó que le levantase la censura que
sobre él pesaba. San Ambrosio nuevamente le intimó la prohibición de mancillar con su presencia
la santidad de los lugares sagrados, y luego le preguntó:
- ¿Qué penitencia has hecho después de haber cometido tan horrorosas iniquidades?
- Impóneme las que quieras; yo las aceptaré -respondió Teodosio.
Inmediatamente, el emperador, tratando de conmover el corazón del santo, le recordó que
también David había cometido adulterio y homicidio; pero San Ambrosio le replicó:
- Si has imitado a David pecador imítale también en el arrepentimiento y santidad posteriores.
Mostróse el emperador dispuesto a cumplir humildemente la penitencia pública que el arzobispo
tuviera a bien imponerle; éste se la impuso; él la cumplió; y así pudo entrar en la iglesia. El primer
día que lo hizo tras de su reconciliación canónica, el emperador avanzó por la nave, llegó hasta el
presbiterio y ocupó uno de los sitiales que en el mismo había. San Ambrosio se acercó entonces a
él y le preguntó:
-¿Qué haces aquí?
- Esperar a que comience la misa para participar en los sagrados misterios -respondió Teodosio.
El santo le advirtió:
- Emperador, el presbiterio y toda esta parte del templo aislada con verjas constituyen un lugar
especialmente santo, reservado a los sacerdotes; sal, pues, de este recinto y colócate en el sector
destinado al pueblo. La púrpura te ha convertido en emperador, pero no en presbítero; ni siquiera
en simple clérigo. Ante Dios eres uno más entre los fieles.
Teodosio obedeció inmediatamente, y tuvo en adelante en cuenta esta advertencia, porque
cuando regresó a Constantinopla, un día, al asistir a los divinos oficios, se colocó entre la gente,
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fuera, por tanto, del espacio acotado por las verjas interiores del templo. El obispo, en cuanto lo
vio, le invitó a que pasara adentro, pero él le respondió:
- Durante mucho tiempo he vivido sin advertir la diferencia que existe entre un emperador y un
sacerdote y sin conocer a un verdadero maestro de la verdad; pero hace poco he conocido a uno
digno de este nombre, a un auténtico pontífice: a Ambrosio, el arzobispo de Milán.
(Santiago de la Vorágine. La Leyenda Dorada (c. 1260), Trad. De J. M. Macías, Madrid,
Alianza, 1982, vol. I; pp. 246-247)

En:
MARÍN RIVEROS, J., Textos históricos. Del Imperio Romano hasta el siglo VIII, Santiago de
Chile, RIL editores, 2003.

Discurso de Ambrosio contra Auxencio

Me he dado cuenta: repentinamente una desacostumbrada turbación se ha apoderado de


vosotros. Me rodeáis como una fuerza que me respalda ¡Cosa extraña! ¿Qué pasa? Tal ves
esta actitud fue provocada por lo que visteis o lo que me habéis oído; es decir, que algunos
tribunos se llegaron hasta mí con un recado del Emperador, para comunicarme la orden de
abandonar inmediatamente la ciudad, y marcharme donde me pluguiera, acompañado de
cuantos quisieran partir conmigo.
¿Teméis, entonces, que yo abandone mi Iglesia y me olvide de vosotros sólo por
conservar mi vida? Pero mi imagino que habéis adivinado que mi respuesta al Emperador
excluyó hasta el pensamiento de abandonar voluntariamente la Iglesia. ¡Es que yo temo al
Señor del Universo más que al César de esta tierra! Claro está, si para arrojarme de mi
Iglesia echan mano de la fuerza permitiré que destierren mi cuerpo, mas no la caridad…
…No cabe obediencia más acabada que la de Cristo Jesús, quien, “hecho semejante a los
hombres se anonadó y se hizo obediente hasta la muerte”…Si Cristo ha sido obediente,
tengan bien presente mis adversarios, empeñados en verme en desgracia del Emperador, los
principios de obediencia que siempre hemos tomado como norma: damos al César lo que es
del César, y a Dios lo que es de Dios. Los impuestos corresponden al Emperador; no le son
negados. La Iglesia pertenece a Dios, y por lo tanto no será entregada al Emperador, ya que
él no tiene derecho alguno sobre la Iglesia.
He hablado con todo respeto ante el Emperador. Nadie podrá desmentirme. ¿Qué honra
mayor puede tributarse a un Emperador que la de llamarle “Hijo de la Iglesia”? Al hacerlo
así, no se le infiere una ofensa; por el contrario, se le honra. El Emperador está dentro de la
Iglesia, no por encima de ella. Un buen Emperador busca favorecer a la Iglesia, no
combatirla. Si grande es la reverencia con que esto decimos, no será menor la firmeza con
que nos mantendremos…(Discurso del Domingo de Ramos contra Auxencio, 386 (PL 16,
1049/1062)

En:
RAHNER, H., Libertad de la Iglesia en Occidente. Documentos sobre las relaciones
entre la Iglesia y el Estado en los tiempos primeros de Cristianismo. Buenos Aires,
Ediciones Desclée, de Brouwer. 1949, pp. 134-149.

61
SAN AGUSTÍN

Propósito de la obra. Contexto


En esta obra , que va dirigida a ti, y te es debida mediante mi palabra, Marcelino, hijo carísimo,
pretendo defender la gloriosa Ciudad de Dios, así la que vive y se sustenta con la fe en el discurso y
mudanza de los tiempos, mientras es peregrina entre los pecadores, como la que reside en la
estabilidad del eterno descanso, el cual espera con tolerancia hasta que la Divina Justicia venga a
juicio, y ha de conseguirle completamente en la victoria final y perpetua paz que ha de sobrevenir;
pretendo, digo, defenderla contra los que prefieren y dan antelación a sus falsos dioses, respecto del
verdadero Dios, Señor y Autor de ella. (La Ciudad de Dios: Proemio)

[...] Por ventura, ¿no persiguen el nombre de Cristo los mismos romanos, a quienes, por respeto
y reverencia a este gran Dios, perdonaron la vida los bárbaros? Testigos son de esta verdad las
capillas de los mártires y las basílicas de los apóstoles, que en la devastación de Roma acogieron
dentro de sí a los que precipitadamente, y temerosos de perder sus vidas, en la fuga ponían sus
esperanzas, en cuyo número se comprendieron no sólo los gentiles sino también los cristianos [...]
De esta manera libertaron sus vidas muchos que al presente infaman y murmuran de los tiempos
cristianos, imputando a Cristo los trabajos y penalidades que Roma padeció, y no atribuyendo a
este gran Dios el beneficio incomparable que consiguieron por respeto a su santo nombre de
conservarles las vidas (La Ciudad de Dios I, 1)

Origen de la sociedad política

Teniendo, pues, necesidad el humano linaje, después de la primera unión del hombre, que fue
criado del polvo de la tierra, y de su mujer, que fue formada del costado del hombre, del
matrimonio entre uno y otro sexo para su multiplicación [...]
Así, pues, la unión del varón y de la mujer por lo que toca al linaje humano, es el semillero de la
ciudad; aunque sólo la ciudad terrena tiene necesidad de generación, y la celestial, de regeneración
para libertarse del daño de la generación… (La Ciudad de Dios, XV, 16)

Cuanto más inclinado es el hombre y le conducen en cierto modo las leyes de la naturaleza a
buscar la sociedad y conservar la paz en cuanto está de su parte con los demás hombres, pues aun
los malos sostienen guerra por la paz de los suyos; y a todos, si pudiesen, los querrían hacer suyos,
para que todos y todas las cosas sirviesen a uno; y ¿de qué manera podría conseguirlo sino
haciendo, o por amor, o por temor, que todos consientan o convengan en su paz?
Así, pues, la soberbia imita perversamente a Dios puesto que debajo del dominio divino no
quiere la igualdad con sus socios, sino que gusta imponer a sus aliados y compañeros el dominio
suyo, en lugar del de Dios…Sin embargo, no puede dejar de amar la paz, cualquiera que sea:
porque ningún vicio hay tan opuesto a la naturaleza que cancele y borre hasta los últimos rastros y
vestigios de la naturaleza…(La Ciudad de Dios, XIX, 12)

La Ciudad Celestial y la Ciudad Terrena

Así que, dos amores fundaron dos ciudades; es, a saber: la terrena el amor propio hasta llegar a
menospreciar a Dios, y la celestial el amor a Dios hasta llegar al desprecio de sí propio. La primera
puso su gloria en sí misma, y la segunda, en el Señor; porque la una busca el honor y gloria de los
hombres, y la otra estima por suma gloria a Dios, testigo de su conciencia; aquélla, estribando en su
vanagloria, ensalza su cabeza y ésta dice a su Dios: “vos sois mi gloria y el que ensalzáis mi
cabeza”; aquélla reina en sus príncipes o en las naciones a quienes sujetó la ambición de reinar; en
ésta unos a otros se sirven con caridad: los directores aconsejando, y los súbditos obedeciendo;
aquélla en sus poderosos ama a su propio poder; ésta dice a su Dios: “a vos, Señor, tengo de amar,
que sois mi virtud y fortaleza” (La Ciudad de Dios, XIV, 28)

La casa de los hombres que no viven de la fe, procura la paz terrena con los bienes y
comodidades de la vida temporal; mas la casa de los hombres que viven de la fe, espera los bienes
que le han prometido eternos en la vida futura, y de los terrenos y temporales usa como peregrina,
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no de forma que deje prendarse y apasionarse de ellos y que la desvíen de la verdadera senda que
dirige hacia Dios, sino para que la sustenten con los alimentos necesarios, para pasar más
fácilmente la vida y no acrecentar las cargas de este cuerpo corruptible, “que agrava y oprime el
alma”. Por eso el uso de las cosas necesarias para esta vida mortal es común a fieles o infieles y a
una y otra casa, pero el fin que tienen al usarlas es muy distinto.
También la ciudad terrena que no vive de la fe, desea la paz terrena, y la concordia en el mandar
y obedecer entre los ciudadanos la encamina a que observen cierta unión y conformidad de
voluntades en las cosas que conciernen a la vida mortal. La ciudad celestial, o, por mejor decir, una
parte de ella que anda peregrinando en esta mortalidad y vive de la fe, también tiene necesidad de
semejante paz y mientras en la Ciudad terrena pasa como cautiva la vida de su peregrinación, como
tiene ya la promesa de la redención, y, el don espiritual, como prenda, no duda sujetarse a las leyes
de la Ciudad terrena, con que se administran y gobiernan las cosas que son a propósito y
acomodadas, para sustentar esta vida mortal; porque así como es común a ambas la misma
mortalidad, así en las cosas tocantes a ella, se guarde la concordia entre ambas Ciudades [...]
Así que esta Ciudad celestial, entretanto que es peregrina en la tierra, va llamando y convocando
de entre todas las naciones ciudadanos, y por todos los idiomas va haciendo recolección de la
sociedad peregrina, sin atender a diversidad alguna de costumbres, leyes e institutos, que es con lo
que se adquiere o conserva la paz terrena, y sin reformar ni quitar cosa alguna, antes observándolo
y siguiéndolo exactamente, cuya diversidad, aunque es varia y distinta en muchas naciones, se
endereza a un mismo fin de la paz terrena, cuando no impide y es contra la religión, que nos enseña
y ordena adorar a un solo sumo y verdadero Dios.
Así que también la Ciudad celestial en esta su peregrinación usa de la paz terrena, y en cuanto
puede, salva la piedad y religión guarda y desea la trabazón y uniformidad de las voluntades
humanas en las cosas que pertenecen a la naturaleza mortal de los hombres, refiriendo y
enderezando esta paz terrena a la paz celestial. La cual de tal forma es verdaderamente paz, que
sola ella debe llamarse paz de la criatura racional, es a saber, una bien ordenada y concorde
sociedad que sólo aspira a gozar de Dios y unos de otros en Dios. Cuando llegaremos a la posesión
de esta felicidad, nuestra vida no será ya mortal, sino colmada y muy ciertamente vital; ni el cuerpo
será animal, el cual, mientras es corruptible, agrava y oprime al alma, sino espiritual, sin necesidad
alguna, y del todo sujeto a la voluntad. Esta paz entretanto que anda peregrinando, la tiene por la fe,
y con esta fe juntamente vive cuando refiere todas las buenas obras que hace para con Dios o para
con el prójimo, a fin de conseguir aquella paz, porque la vida de la Ciudad efectivamente no es
solitaria, sino social y política. (La Ciudad de Dios, XIX, 17)

La paz

La paz del cuerpo es la ordenada disposición y templanza de las partes. La paz del alma
irracional, la ordenada quietud de sus apetitos. La paz del alma racional, la ordenada conformidad y
concordia de la parte intelectual y activa. La paz del cuerpo y del alma, la vida metódica y la salud
del viviente. La paz del hombre mortal y de Dios inmortal, la concorde obediencia en la fe, bajo la
ley eterna. La paz de los hombres, la ordenada concordia. La paz de la casa, la conforme
uniformidad que tienen en mandar y obedecer los que viven juntos. La paz de la ciudad, la
ordenada concordia que tienen los ciudadanos y vecinos en ordenar y obedecer. La paz de la ciudad
celestial en la ordenadísima y conformísima sociedad establecida para gozar de Dios, y unos de
otros en Dios. La paz de todas las cosas la tranquilidad del orden, y el orden no es otra cosa que
una disposición de cosas iguales y desiguales, que da a cada una su propio lugar… (La Ciudad de
Dios, XIX, 13)

Todo el uso de las cosas temporales en la ciudad terrena se refiere y endereza al fruto de la paz
terrena, y en la ciudad celestial se refiere y ordena el fruto de la paz eterna…Pero como el hombre
posee alma racional, todo esto que tiene de común con las bestias lo sujeta a la paz del alma
racional, para que pueda completar con el entendimiento, y con esto hacer también alguna cosa,
para que tenga una ordenada conformidad en la parte intelectual y activa, la cual dijimos que era la
paz del alma racional… De esta manera vivirá en paz con todos los hombres, con la paz de los
hombres, esto es, con la ordenada concordia en que se observa este orden: primero, que a ninguno
haga mal ni cause daño, y segundo, que haga bien a quien pudiere. Lo primero a que está obligado
es al cuidado de los suyos, porque para mirar por ellos tiene ocasión más oportuna y más fácil,
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según el orden así de la naturaleza como del mismo trato y sociedad humana…Pero en la casa del
justo, que vive con fe y anda todavía peregrino y ausente de aquella ciudad celestial, hasta los que
mandan sirven a aquellos a quienes les parece que manda: puesto que no mandan por codicia o
deseo de gobernar a otros, sino por propio ministerio de cuidar y mirar por el bien de los otros; ni
por ambición de reinar, sino por caridad de hacer bien. (La Ciudad de Dios, XIX, 14)

El gobernante cristiano

Tampoco decimos que fueron dichosos y felices algunos emperadores cristianos porque
reinaron largos años, porque muriendo con muerte apacible dejaron a sus hijos en el imperio,
porque sujetaron a los enemigos de la República, o porque pudieron no sólo guardarse de sus
ciudadanos rebeldes, que se habían levantado contra ellos, sino también oprimirlos. Porque estos y
otros semejantes bienes o consuelos de esta trabajosa vida también los merecieron y recibieron
algunos idólatras de los demonios que no pertenecen al reino de Dios, al que pertenecen éstos. Y
esto lo permitió por su misericordia, para que los que creyeren en él no deseasen, ni le pidiesen
estas felicidades como sumamente buenas. Sin embargo, los llamamos felices y dichosos cuando
reinan justamente, cuando entre las lenguas de los que los engrandecen y entre las sumisiones de
los que humildemente los saludan no se ensoberbecen, sino que se acuerdan y conocen que son
hombres; cuando hacen que su dignidad y potestad sirva a la Divina Majestad para dilatar cuanto
pudieren su culto y religión; cuando temen, aman y reverencian a Dios; cuando aprecian
sobremanera aquel reino donde no hay temor de tener consorte que se le quite; cuando son tardos y
remisos en vengarse y fáciles en perdonar; cuando esta venganza la hacen forzados de la necesidad
del gobierno y defensa de la República, no por satisfacer su rencor y cuando le conceden este
perdón, no porque el delito quede sin castigo, sino por la esperanza que hay de corrección; cuando
lo que a veces obligados ordenan con aspereza y rigor, lo recompensan con la blandura y suavidad
de la misericordia, y con la liberalidad y largueza de las mercedes y beneficios que hacen; cuando
los gustos están en ellos tanto más a raya cuanto pudieran ser más libres; cuando gustan más de ser
señores de sus apetitos que de cualesquiera naciones, y cuando ejercen todas estas virtudes, no por
el ansia y deseo de vanagloria, sino por el amor de la felicidad eterna; cuando en fin, por sus
pecados no dejan de ofrecer sacrificios de humildad, compasión y oración a su verdadero Dios.
Tales emperadores cristianos como éstos decimos que son felices, ahora en esperanza, y después
realmente cuando viniere el cumplimiento de lo que esperamos. (La Ciudad de Dios, V, 24)

Sobre la justicia

Ya es tiempo que lo más sucinta, compendiosa y claramente que pudiéremos, se averigüe lo que
prometí manifestar en el libro segundo de esta obra, es a saber, que según las definiciones de que
usa Escipión en los libros de la república de Cicerón, jamás hubo república romana. Porque
brevemente define la república, diciendo que es cosa del pueblo, cuya definición, si es verdadera,
nunca hubo república romana, porque nunca hubo cosa del pueblo, cualquiera que sea la definición
de la república. Pues definió al pueblo diciendo que era una junta compuesta de muchos, unida con
el consentimiento del derecho y de la participación de la utilidad común. Y más adelante declara
qué significa lo que llama consentimiento del derecho; manifestando con esto que sin justicia no se
puede administrar ni gobernar rectamente la república.
Luego donde no hubiere verdadera justicia tampoco podrá haber derecho, porque lo que se hace
según derecho se hace justamente; pero lo que se hace injustamente no puede hacerse con derecho.
Porque no se deben llamar o tener por derecho las leyes injustas de los hombres, pues también ellos
llaman derecho a lo que dimanó y se derivó de la fuente original de la justicia…Por lo cual, donde
no hay verdadera justicia, no puede haber unión ni congregación de hombres, unida con el
consentimiento del derecho, y por lo mismo, tampoco pueblo, conforme a la enunciada definición
de Escipión o Cicerón. Y si no puede haber pueblo, tampoco cosa del pueblo, sino multitud, que
no merece nombre de pueblo. Y, por consiguiente, si la república es cosa del pueblo, y no es pueblo
el que está unido con el consentimiento del derecho, y no hay derecho donde no hay justicia, sin
duda se colige que donde no hay justicia no hay república. Además, la justicia es una virtud que da
a cada uno lo que es suyo…(La Ciudad de Dios, XIX)
En:SAN AGUSTÍN: La ciudad de Dios. Traducción de José Cayetano Díaz de Beyral. Buenos
Aires, Poblet, 1945.
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ISIDORO DE SEVILLA

1.La palabra reino viene de rey; pues rey viene de regir, así reino viene de rey.
4.La palabra rey viene de regir (reges a regendo); pues como sacerdote viene de santificar, así
rey viene de regir, y no rige el que no corrige (non autem regit qui non corrigit). Los reyes, pues,
conservan su nombre obrando rectamente y lo pierden pecando (Recte igitur faciendo regis nomem
tenetur, peccando amittitur); de aquí aquel proverbio entre los antiguos: Rex eris si recte facias; si
non facias, non eris (Serás rey si obras rectamente; si no obras así , no lo serás).
5.Dos son las principales virtudes reales: la justicia y la piedad (iustitia et pietas), y más se alaba
a los reyes la piedad que la justicia, que de por sí es severa.
19.Tiranos en griego significa lo mismo que en latín reges, reyes, pues entre los antiguos no
había distinción entre rey y tirano (non apud veteres inter regem et tyrannum nulla discretio erat),
como dice Virgilio (Eneida, 7, 266): Pars mihi pacis erit dextram tetigisse tyranni (Tendré parte de
la paz por haber tocado la diestra del tirano) Pues los reyes duros se llaman tiranos, de tiro, que
significa fuerte; de ellos dice el Señor (Prov., 8, 15): Per me reges regnant et tyranni per me tenent
terram (Por mí reinan los reyes y los tiranos por mí ocupan la tierra).
20.Pero después se le dio el nombre de tirano a los malos e ímprobos reyes, que se dejaban
llevar por sus deseos y ejercían un dominio cruel sobre los pueblos (Jam postea in usum accidit,
turannos vocari pessimos atque improbos reges luxurisae dominationis cupiditatem crudelissimam
dominationem in populis exercentes).
(Etimologías, IX, III)

De los Súbditos

1035. Por causa del pecado del primer hombre impuso Dios al género humano la pena de la
servidumbre, de forma tal que aplicó más misericordiosamente a quienes vio que no convenía la
libertad. Y, por más que el pecado original se perdonó a todos los fieles mediante la gracia primera
del bautismo, el justo Dios, sin embargo, diferenció la vida en los hombres instituyendo a los
siervos, a los otros señores, con el fin de que la licencia para obrar mal de los siervos sea reprimida
con el poder de los que dominan. Porque si todos estuviesen sin miedo, ¿quién sería al que
prohibiera obrar mal? De ahí que aún los gentiles han elegido reyes y príncipes para que
contuviesen de lo malo por terror a sus pueblos y con leyes los sometiesen a bien vivir.
1036 En lo que toca al modo de obrar no hay acepción de personas en Dios, el cual escogió las
cosas viles y despreciables del mundo y aquellas que eran nada para destruir las que son, a fin de
que ningún poder humano se atreva a jactarse ante su acatamiento. Porque el Señor único
igualmente trata a los señores que a los siervos.
1037 Mejor es la dependencia sumisa que la soberbia libertad. Porque se encuentran muchos
que sirven a Dios y están bajo criminales, y estando ellos materialmente sometidos a tales, con todo
le están preferidos mentalmente.
(Sentencias, XLVII)

Los príncipes están obligados a las leyes

1062. Es justo que el príncipe obedezca a sus leyes. y debe pensar que entonces todos guardarán
las leyes, cuando él mismo les preste acatamiento (Dis. 9 Can. a Grat.).
1063. Los príncipes están obligados a sus leyes y no pueden quebrantar consigo las leyes que
imponen a los súbditos. Porque la autoridad de su voz es justa, si lo que prohiben a sus pueblos no
se lo permiten a sí mismos.
1064. En la disciplina religiosa las potestades seculares están sometidas, pues aunque estén
investidas de la más alta autoridad real, sin embargo, están obligados por el vínculo de la fe: para
que no sólo con las leyes prediquen la fe de Cristo, sino que con sus costumbres conserven la
misma predicación de la fe.
1065. Los príncipes seculares algunas veces conservan dentro de la Iglesia los honores de la
potestad recibida, a fin de que por la misma defiendan la disciplina eclesiástica. Por lo demás,
dentro de la Iglesia son innecesarias tales potestades, si no es para que impongan con el terror de la

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disciplina lo que el obispo no puede lograr por medio de la enseñanza y el discurso (Caus. 23, q.5
Can. a Grat.).
1066. A las veces el reino de los cielos adelanta por medio del reino de la tierra, como cuando
los que están colocados dentro de la Iglesia maquinan contra la fe y la disciplina de la misma, para
que sean desbaratados por el rigor de los príncipes: y la misma disciplina eclesiástica que por la
humildad de la Iglesia no pueda ejercitarse, sea impuesta a las orgullosas cervices por la potestad
de los príncipes; y para que merezcan veneración, la da en fuerza de la potestad.
1067. Sepan los príncipes seculares que han de dar a Dios cuenta de la Iglesia, que reciben de
Cristo en encomienda para defenderla. Pues ora se aumente la paz y la disciplina de la Iglesia por
los príncipes fieles, ora se pierda, Cristo les pedirá cuenta y Él es quien entregó su Iglesia al poder
de ellos.
(Sentencias, LI)

En:
MARÍN RIVEROS, J., Textos históricos. Del Imperio Romano hasta el siglo VIII, Santiago de
Chile, RIL editores, 2003.

66
EL PAPADO

GELASIO I
Carta al emperador Anastasio I

Los Siervos de Vuestra Piadosa Majestad, mis Hijos, los Excelentísimos Señores Fausto, el
Maestro, e Ireneo, han llegado de regreso de su viaje como Embajadores, con todo su séquito, a
esta ciudad de Roma. Me comunicaron que Vuestra Serena Majestad se ha quejado porque no he
enviado con ellos una carta de saludo. Os aseguro que no es mía la culpa; ello se debió a la
siguiente circunstancia: miembros agregados a la Embajada venida hace poco de Oriente
desparramaron por los cuatro vientos en la ciudad la noticia de que habçia orden expresa de su
Majestades Emperador, que les prohibía hasta el hacerme cualquier visita. Por eso creçi que estaba
de mças una carta dirigida a Vos, ya que podía parecer molesto en lugar de amable. Conste, pues,
que obré no con negligencia sino intencionalmente, guiado del propósito de no ser causa de
molestia para quienes no tençian el animo bien dispuesto para conmigo.
Pero cuando supe del benévolo deseo de vuestra Majestad de recibir algunas letras de mi
humilde persona, como me lo expresaran los Embajadores mencionados, consideré seriamente que
podría atribuirse mi silencio a falta de cortesía. Porque, mi amado Hijo, como ciudadano romano
respeto; y como cristiano me urge el anhelo de hallarme en correspondencia y comunión real y
verdadera, ya que sois dechado de celo por la gloria del Señor. Pero como Pontífice que ocupa la
Sede Apostólica, a pesar de mi indignidad y mis pocas fuerzas, no puedo menos de intervenir con
prudencia, pero también con prontitud, allí donde se ofende la integridad de la Fe Católica. Por
algo me ha sido confiada la custodia y dirección de la Palabra Divina, y ¡pobre de mí si no
anunciare la Buena Nueva!...Humildemente ruego a Vuestra Piadosa Majestad, no interpretéis
como arrogancia el que yo cumpla el ministerio encomendado por Dios. Ni creo digno de un
Emperador romano, os suplico lo comprendáis así, tomar como ofensa que se le diga la verdad
exigida por la conciencia.
Dos son (las potestades), Augusto Emperador, por las cuales este mundo es principalmente
regido: la sagrada autoridad de los pontífices y el poder regio (auctoritas sacrata pontificum et
regalis potestas). En las cuales la carga de los sacerdotes es tanto más grave cuanto que en el juicio
divino de los hombres también habrán de dar cuenta por los mismos reyes. Vos, clementísimo hijo,
harto lo sabéis: sobrepasáis a todos los hombres en dignidad (praesideas humano generi dignitate);
con todo, doblegáis humildemente vuestra cerviz ante los ministros de los Divinos Misterios y de
ellos recibís los medios que os conducirán a la salvación eterna. Asimismo reconocéis que cuando
los santos sacramentos son administrados cual corresponde, debéis ser contado entre los que
participan humildemente de ellos y no entre los Ministros: en tales cosas, Vos dependéis de los
sacerdotes y no os es lícito esclavizarlos a vuestra voluntad. Porque si en el campo de la
organización jurídica civil (quantum ad ordinem publicae disciplinae), los mismos superiores
eclesiásticos reconocen que el Poder Imperial os ha sido concedido por la Divina Providencia y
que, en consecuencia, deben obediencia a vuestras leyes y procuran no ofenderos en lo mínimo en
este orden en que Vos sois el que manda, ¿con cuánta mayor disposición y alegría habrá que prestar
obediencia a aquellos que son puestos por Dios para la administración de los grandes Misterios? En
conclusión: así como sobre la conciencia de los obispos recae una grave responsabilidad cuando,
debiendo hablar, callan en asuntos de orden sobrenatural, también para los que deben escuchar
existe un grave peligro si se muestran orgullosos (lo que Dios no permita), en lo que deberían ser
sumisos y obedientes. Y si los corazones de los fieles deben rendirse humildemente ante los
sacerdotes en general, ¿cuánto mayor no habrá de ser la reverencia y el acatamiento que se deba al
obispo que ocupa aquella sede elegida por la Soberana Majestad de Dios como lugar de Primacía
sobre todos los demás obispos y que, en todo tiempo, fue objeto de la más tierna devoción por parte
de la Iglesia entera? Porque, mi amado hijo, como ciudadano romano respeto y venero al
emperador romano; y como cristiano me urge el anhelo de hallarme en correspondencia y
comunión real y verdadera con Vos, puesto que sois dechado de celo por la gloria del Señor. Pero
como pontífice que ocupa la sede apostólica, a pesar de mi indignidad y mis pocas fuerzas, no
puedo menos que intervenir con prudencia, pero también con prontitud allí donde se ofende la

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integridad de la fe católica. Por algo me ha sido confiada la custodia y dirección de la Palabra
divina, y ¡pobre de mí si no anunciare la Buena Nueva! (1 Cor., 9, 16).
De todo lo que antecede, como no puede menos de apreciar vuestra Majestad, se desprende una
conclusión: que nadie, jamás y por ninguna razón terrena, debe orgullosamente revelarse contra el
Ministerio de aquel hombre singular, puesto por Cristo como Cabeza de todos y al que la Santa
Iglesia, en todo momento, ha reconocido y reconoce aún hoy como su Pastor Supremo. Lo que
Dios ha establecido jamás podrá ser atropellado por la arrogancia de los hombres; pero jamás podrá
prevalecer potestad alguna, cualquiera que sea, sobre las disposiciones divinas.
¡Ojalá que la audacia y torpeza de los perseguidores de la Iglesia no fuese para ellos causa de su
condenación eterna, a imitación de la Iglesia a la que no pueden doblegarla las más furiosas
tormentas!
La Obra que Dios ha fundado con tanta firmeza permanecerá en pie. ¿Pudo jamás ser vencida la
fe, cuando alguien se propuso combatirla? ¿No triunfó más bien y se robusteció precisamente allí
donde se creyó habérsela arrastrado? Es tiempo, pues, de que cesen en vuestro Imperio los
mercenarios de cargos que no les corresponden, los cuales abusan precisamente de los momentos
de confusión introducidos por ellos en la Iglesia. No debe permitirse por más tiempo que logren lo
que inicuamente persiguen, olvidándose de que Dios y los hombres les han señalado el último
lugar.
En presencia de Dios y con el más puro y leal sentimiento de respeto suplico, conjuro y exhorto
a vuestra Majestad a no interpretar mal este nuestro petitorio. Intencionalmente subrayo el verbo:
suplico. Porque os conviene más escuchar en esta vida mis quejas, que mis acusaciones ante el
Tribunal de Dios. Sé perfectamente con cuánto celo y devoción se dedica vuestra Majestad a los
ejercicios de piedad y cómo vuestro más ardiente anhelo es participar de las promesas de Dios.
Por lo tanto os suplico no vayáis a tomar a mal si os amo con tal sinceridad que os desee
disfrutar por toda la eternidad de esa corona imperial que os ha sido otorgada sobre esta tierra…

En:

RAHNER, H., Libertad de la Iglesia en Occidente. Documentos sobre las relaciones entre la
Iglesia y el Estado en los tiempos primeros del Cristianismo, Buenos Aires, Ediciones Desclée, De
Brouwer, 1949. pp. 205-209.

GREGORIO VII
Dictatus Papae

Que la Iglesia romana fue fundada únicamente por Dios.


Que solo el romano pontífice puede, en justicia, ser llamado universal.
Que solo él puede deponer o restablecer a los obispos.
Que su legado, aunque sea de menor rango, tiene la preeminencia, en el concilio, a todos los
obispos, y puede decretar sentencia de deposición contra ellos.
Que el Papa puede deponer a los ausentes.
Que, entre otras cosas, no debemos morar en la misma casa con los que han sido excomulgados
por él.
Que solo a él pertenece legalmente promulgar leyes de acuerdo a las necesidades de los tiempos,
convocar nuevas congregaciones, convertir en abadía una canonjía, y, por otra parte, dividir un
obispado rico y unir los pobres.
Que solo él puede usar la insignia imperial.
Que el Papa es el único cuyos pies deben ser besados por todos los príncipes.
Que solo su nombre debe ser mencionado en las iglesias.
Que su título es único en el mundo.
Que solo a él es lícito deponer emperadores.
Que solo a él es lícito cambiar, cuando sea necesario, obispos de una sede a otra.
Que sólo él tiene autoridad para ordenar clérigos de cualquiera iglesia si así lo desea.
Que el que ha sido ordenado por él puede gobernar otra iglesia pero no puede estar bajo órdenes
de otros; y que ese tal no puede recibir un grado más alto de ningún obispo.
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Que ningún sínodo puede ser llamado general sin su consentimiento.
Que ningún capítulo ni libro sean tenidos por canónicos sin su autoridad.
Que nadie tiene poder de retractar ninguna sentencia que ha sido impuesta por él; y que solo él,
entre todos, tiene autoridad de hacerlo.
Que él mismo no puede ser juzgado por nadie.
Que nadie se atreva a condenar al que apele a la sede apostólica.
Que la sede romana nunca ha errado, ni nunca cometerá error por toda la eternidad según el
testimonio de la Escritura.
Que el romano pontífice, si ha sido canónicamente ordenado es, sin duda, santificado por los
méritos de san Pedro; de esto dan testimonio san Enodio, obispo de Pavía, muchos santos padres
están de acuerdo, y está contenido en los decretos del beato papa Sínmaco.
Que es lícito a personas subordinadas presentar acusaciones bajo su orden y con su permiso.
Que solo él tiene autoridad para deponer o restablecer obispos sin necesidad de convocar un
sínodo.
Que el que no esté en conformidad con la Iglesia romana no puede ser tenido por católico.
Que solo el papa tiene autoridad para absolver súbditos de hombres injustos de su juramento de
fidelidad.

INOCENCIO III
El Primado romano

Aunque Nuestro Señor Jesucristo, al instituir la Iglesia, ha dado, por encima de los creyentes, a
sus discípulos el poder de atar y desatar, ha concedido, sin embargo, al bienaventurado Pedro la
preeminencia al decir: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra construiré mi Iglesia”. Dios ha querido
dar a entender a todos los fieles que, al igual que entre Él y los hombres no hay más que un
mediador, Jesucristo hecho hombre, que ha restablecido la paz y eliminado las divisiones,
estableciendo la unidad entre ellos, así también no hay en la Iglesia más que una cabeza común a
todos, que tiene poder y lo ejerce en su nombre. Quiere evitar que nazca divergencia alguna entre
miembros que no se reagrupan alrededor de una misma verdad, de una misma fe y de un mismo
culto.
Esto se deduce también del pasaje en que se lee la orden del Señor a Pedro de confirmar a sus
hermanos y apacentar a sus corderos. Es así, en virtud de este poder concedido al bienaventurado
Pedro por el Señor, que la Iglesia Romana, instituida y fundada por Nuestro Señor Jesucristo, por
intermedio del bienaventurado Pedro, fue puesta en posesión de la autoridad sobre todas las
Iglesias, a fin de que las decisiones de su Providencia fuesen recibidas por todas partes de forma
definitiva.

Decretal Novit ille

El que nada ignora y el que, conociendo los secretos, es escudriñador de corazones, sabe que
amamos a nuestro ilustre hijo en Cristo, Felipe, rey de los franceses, con corazón puro, buena
conciencia y sincera fidelidad [...] Que nadie, por tanto, suponga que pretendemos perturbar o
disminuir la jurisdicción o poder del ilustre rey de los franceses, de la misma manera que él no
quiere ni debería poner obstáculos a nuestra jurisdicción y poder [...] Pero el Señor dice en el
evangelio: “Si tu hermano te ofende, ve y repréndele solo entre los dos. Si te escucha, tú recobrarás
a tu hermano. Y si él no te oye, lleva contigo uno o dos más, para que toda palabra perdure en la
boca de dos o tres testigos. Y si rehusa escucharles, da aviso a la Iglesia. Y si no oye a la Iglesia,
que sea para ti lo que el infiel y el publicano.” Y el rey de Inglaterra está preparado, al menos eso
dice, a probar suficientemente que el rey de los franceses peca contra él, que él mismo trató de
enmendarlo a tenor de la regla evangélica y que entonces, al no tener éxito, lo comunicó a la
Iglesia. Y cómo podemos nosotros, que hemos sido llamados por la más alta disposición al
gobierno de toda la Iglesia, librarnos de obedecer el divino mandato y no proceder según la regla a
69
no ser que, por ventura, presente ante nosotros o en la presencia de nuestro legado suficiente
justificación de lo contrario? Pues, no pretendemos hacer justicia en asuntos feudales, cuya
jurisdicción le pertenece, siempre que no viole algo de la ley común por un privilegio especial o
por una costumbre contraria, pero nosotros queremos decidir en la cuestión de peccato, cuya
censura nos pertenece sin duda [...]
En esto, por supuesto, no nos apoyamos en ninguna constitución humana, sino en mucho más,
en la ley divina, porque nuestro poder procede no de hombre, sino de Dios: cualquiera que esté en
su sano juicio sabe que es propio de nuestro cargo apartar al cristiano de todo pecado mortal y
obligarle, si desprecia la corrección, con penas eclesiásticas.

Decretal Venerabilem

[...]. De la misma manera que nosotros, que debemos justicia a individuos particulares de
acuerdo al servicio unido al cargo apostólico, no queremos que nuestra justicia sea usurpada por
otros, así tampoco deseamos vindicar para nosotros los derechos de los príncipes, a quienes
pertenece por derecho y antigua costumbre, de elegir rey el cual es más tarde elevado a la dignidad
de emperador; y en particular, en cuanto que han recibido este derecho y poder de la Sede
Apostólica, que había transferido el imperio romano de los griegos a los alemanes en la persona de
Carlomagno. Pero, por otro lado, los príncipes deben reconocer, y lo reconocen, que el derecho y
la autoridad de examinar la persona elegida rey, la cual debe ser elevada al cargo de emperador,
nos pertenece a nosotros, que la ungimos, consagramos y coronamos. Pues, generalmente se ha
observado que el examen de la persona pertenece al que va a imponer las manos sobre ella. Por
consiguiente, si los príncipes, divididos o incluso unánimes, eligen por su rey a una persona
sacrílega o excomulgada, a un tirano o a un idiota, a un hereje o a un pagano, ¿estamos obligados a
ungir, consagrar y coronar a semejante individuo? Ciertamente, no [...]
Y es evidente tanto por la ley como por el precedente que, si en una elección los votos de los
príncipes están divididos, nosotros, después de un aviso apropiado y de una espera adecuada,
podemos inclinarnos por una de las dos partes, especialmente cuando van a pedirnos la unción,
consagración y coronación, y frecuentemente ha sucedido que ambos bandos nos lo han pedido [...]
Que podemos y debemos obligar se deduce claramente de las palabras que el Señor dijo al
profeta, que era uno de los sacerdotes de Anatot: “Yo, te he constituido sobre las naciones y sobre
los reinos para arrancar y derribar, para perder y para destruir, para construir y plantar:” Es
evidente que lo que se ha de arrancar, derribar y destruir es todo pecado mortal. Además, cuando el
Señor entregó al bienaventurado Pedro las llaves del reino de los cielos, le dijo: “Lo que desatares
en la tierra, será desatado en los cielos.” Nadie duda, en verdad, que el que comete pecados
mortales, está atado en la presencia de Dios. Si, por tanto, Pedro tiene que imitar la justicia divina,
debe atar en la tierra a los que se saben que están atados en los cielos [...] Estamos así autorizados a
usar el poder para proceder de este modo en cualquier caso de un pecado criminal para traer al
pecado del vicio a la virtud y del error a la verdad, y con más razón si los pecados son cometidos
contra la paz, que es el vínculo de la caridad.

INOCENCIO IV
Bula Egel cui levia

Cualquiera que busque sustraerse a la autoridad del vicario de Cristo [...] atenta contra la
autoridad de Cristo mismo. El rey de reyes nos ha constituido sobre la tierra como su mandatario
universal y nos ha atribuido la plenitud del poder dando al príncipe de los apóstoles y a nos el
poder de atar y desatar no sólo a quien sea sino también lo que sea [...] El pontífice romano puede
ejercer su poder pontifical sobre todo cristiano al menos ocasionalmente [...] y con mucha más
razón en virtud de pecado. El poder del gobierno temporal no puede ser ejercido fuera de la Iglesia,
puesto que no hay poder constituido por Dios fuera de ella [...]
70
Carecen de perspicacia y no saben remontarse al origen de las cosas aquellos que se imaginan
que la sede apostólica ha recibido de Constantino la soberanía del Imperio, ya que la tenía antes,
como es sabido, por naturaleza y en estado potencial. Nuestro Señor Jesucristo, hijo de Dios,
verdadero hombre y verdadero Dios, verdadero rey y verdadero sacerdote según el orden de
Melquisedec [...] ha constituido en provecho de la Santa Sede una monarquía no sólo pontifical,
sino real; ha dado al bienaventurado Pedro y a sus sucesores las riendas del Imperio, a la vez
terrestre y celeste, como lo indica la pluralidad de llaves. Vicario de Cristo, ha recibido el poder de
ejercer sus jurisdicción por una parte sobre la tierra para las cosas temporales, por la otra en el cielo
para las cosas espirituales.

BONIFACIO VIII
Bula Unam Sanctam (1302)

Según nuestra fe estamos obligados a creer y a sostener que hay una sola Iglesia, Santa,
Católica y Apostólica, y esto creemos firmemente y confesamos simplemente; y también que no
hay salvación ni perdón fuera de ella… Y en ella hay un “solo Señor, una sola fe, un solo
bautismo”… Por tanto, hay en esta sola y única Iglesia por la prometida unidad de la fe, de los
sacramentos y de la caridad de la Iglesia…Por tanto, hay en en esta sola y única Iglesia un solo
cuerpo y una sola cabeza, no dos cabezas como si fuera un monstruo; a saber, Cristo y Pedro… Las
palabras del evangelio nos enseñan que en esta Iglesia y en su poder hay dos espadas, a saber, una
espiritual y una temporal. Pues, cuando los apóstoles dijeron: “He aquí dos espadas”, significa la
Iglesia puesto que hablaban los apóstoles, el Señor no replicó que eran muchas , sino suficientes. Y
el que niegue que la espada temporal está comprendida en el poder de Pedro, ha entendido
equivocadamente la palabra del Señor, cuando dice: “”Torna la espada a su lugar”. De donde
ambas se contienen en el poder de la Iglesia; esto es, las espadas espiritual y temporal; la una, para
ser utilizada a favor de la Iglesia, y la otra, por la Iglesia; la primera, por el sacerdote; la última, por
la mano de reyes y caballeros pera a voluntad y con sentimiento tácito del sacerdote. Pues es
necesario que una espada esté subordinada a la otra, y que la autoridad temporal esté sujeta a la
espiritual. Pues, cuando el apóstol dice: “Todo poder procede de Dios y los poderes que existen
son ordenados por Dios”, no estarían ordenados si una espada no estuviera bajo la otra espada, y lo
inferior, por así decir, no fuera preservado para ser conducido a hechos ilustres…. Pero es
necesario que confesemos sin rodeos que el poder espiritual excede a todo poder temporal en
dignidad y en nobleza, como las cosas espirituales superan a las temporales….Por consiguiente si
el poder temporal comete error, será juzgado por el espiritual; si el poder espiritual inferior comete
error, será juzgado por el poder superior espiritual competente; pero, si el poder espiritual supremo
se equivoca, nadie sino Dios puede juzgarle…Porque esta autoridad, aunque otorgada al hombre y
ejercida por el hombre, no es humana sino divina, siendo dada a Pedro en la palabra de Dios y
fundada para él y sus sucesores en una roca por el que él confesó cuando el Señor dijo al mismo
Pedro: “Lo que atares, etc”. Cualquiera, por tanto, que revista este poder así ordenado por Dios,
reviste el orden de Dios, a no ser que mantenga, como los maniqueos, la existencia de dos
principios, lo cual consideramos falso y herético, porque, según declara Moisés, no en los
principios sino “en el principio” creó Dios el cielo y la tierra. En consecuencia, declaramos,
afirmamos, definimos y pronunciamos que es absolutamente necesario para obtener la salvación
que toda criatura humana esté sujeta al romano pontífice.

En:
GALLEGO BLANCO, E.: Relaciones entre la Iglesia y el Estado en la Edad Media. Madrid,
Biblioteca de Política y Sociología, Revista de Occidente, 1973.

MITRE FERNÁNDEZ, Emilio: Textos y documentos de la época medieval (análisis y


comentario). Barcelona, Ariel, 1992.

71
CONCEPCION IMPERIAL

CARLOMAGNO
Coronación imperial

Como en el país de los griegos no había emperador y estaban bajo el imperio de una mujer, le
pareció al Papa León ya todos los padres que en la asamblea se encontraban, así como a todo el
pueblo cristiano, que debían dar el nombre de emperador al rey de los
francos, Carlos, que ocupaba Roma, en donde todos los césares habían tenido la costumbre de
residir, así como también Italia, la Galia y Germania. Habiendo consentido Dios omnipotente
colocar estos países bajo su autoridad, pareció justo, conforme a la solicitud de todo el pueblo
cristiano, que llevase en adelante el título imperial. No quiso el rey Carlos rechazar esta solicitud,
sino que, sometiéndose con toda humildad a Dios y a los deseos expresados por los prelados y todo
el pueblo cristiano, recibió este título y la consagración del Papa León el día de la Natividad de
Nuestro Señor Jesucristo.

Annales Laureshamenses, ann.801. Ed. Pertz, M.G.H., Sriptores, I, p. 38

FEDERICO I

Reconocimiento de la autoridad imperial de Federico I (1155)

Los senadores presentes juraron y los futuros senadores juran, y con ellos todo el pueblo
romano, fidelidad al emperador Federico y ayudarle a mantener la corona del Imperio romano, ya
defenderla contra todos, y ayudarle a conservar sus justos derechos, tanto en la ciudad como fuera
de ella, y no participar nunca con su consejo y actos en una empresa en la que el señor emperador
pudiese ser víctima de vergonzosa cautividad o perder un miembro o sufrir algún daño en su
persona, ya no recibir investidura del Senado más que de él o de su representante, y observar todo
esto sin fraude ni mala disposición.
El señor emperador confirmará al Senado de modo perpetuo en el estatuto en que se encuentra
actualmente, y lo exaltará por recibir la investidura del mismo, y le rendirá pleitesía, y recibirá de él
un privilegio revestido del sello áureo, en el que se incluirán todas estas cláusulas: la confirmación
del Senado y el mantener intactas por parte de dicho emperador todas las justas posesiones del
pueblo romano, por depender éstas del Imperio.

FEDERICO II

La exaltación, durante nuestro reinado, del prestigio de la Villa de la cual los ancianos
consideraban que llegaría a ser la más grande por la gloria de los triunfos, es, para nosotros, una
obligación, por la todopoderosa razón, que otorga las órdenes a los reyes y del orden natural;
nosotros proclamarnos, con la más grande solemnidad, y sostenemos también legalmente esta
exaltación. En efecto, si el triunfo trae consigo necesariamente la naturaleza de su causa, no
podemos aumentar el decoro imperial, sin exaltar en la misma medida el honor de la Villa, en la
cual reconocemos el origen del Imperio. Pero aunque la majestad imperial esté por encima de todas
las leyes, ella no está por lo tanto exenta del juicio de la razón que es la madre del
derecho...Nuestra voluntad actuaría también, contrariamente a toda razón, si toleráramos que a
aquellos que ilumina el esplendor del emperador romano sean privados de las alegrías triunfales de
la victoria romana; si os privamos del fruto de la campaña que hemos llevado a cabo en vuestro
nombre, al triunfar sobre los rebeldes por la invocación del nombre de Roma, si no restablecemos
nuestro honor y nuestra gloria en la Villa real que nos envió no hace mucho a Germania a obtener
el auge del Imperio, como una madre que afloja el abrazo en el cual ella tenía a su hijo.
Atribuimos a vuestros títulos todo lo que, bajo felices auspicios, hemos conseguido en estos
últimos tiempos, ahora que volvemos, engalanados con la gloria de un éxito magnífico, a la Villa

72
que habíamos dejado con el temor de una suerte dudosa. Así hemos hecho revivir a los antiguos
Césares, a quienes, por importantes hechos llevados a cabo bajo sus enseñas victoriosas, el senado
y el pueblo de Roma otorgaron los triunfos y las coronas de laureles; así, con el ejemplo de nuestra
benevolencia presente, preparamos de lejos el camino de la realización de vuestros votos, puesto
que enseguida de nuestra victoria sobre Milán, os destinamos, como botín y despojo de los
enemigos vencidos, el carro de la ciudad, capital de la facción italiana: aceptadlo como las arras de
nuestros importantes acciones y de nuestra gloria; os entregaremos íntegramente el resto cuando
veamos pacificada a Italia, sede de nuestro Imperio romano.
Recibid pues, con reconocimiento, Quirites, la victoria de vuestro emperador; que pueda hacer
nacer en vos una gran esperanza, ya que, si nos conformarnos voluntariamente a la costumbre de
las antiguas manifestaciones de fiesta, nosotros aspiramos, con una voluntad más fuerte todavía, a
la restauración de la antigua nobleza en la Villa. (Mensaje del emperador a los Romanos luego de
la victoria de Cortenuova. Ed. Huillard-Breholles, Hístoria diplomática de Federico II, T. V, 1, p.
162; enero 1238.

En:
MITRE FERNÁNDEZ, Emilio: Textos y documentos de la época medieval (análisis y
comentario). Barcelona, Ariel, 1992.

73
JUAN DE SALISBURY

Características del buen gobernante

La única o principal diferencia entre el tirano y el príncipe consiste en que éste obedece a la ley
y, conforme a ella, rige al pueblo del que se estima servidor.
Por beneficio de la ley reivindica para sí el primer lugar en el desempeño de los cargos públicos
y en la sujeción a sus cargas, y se antepone a todos, porque mientras cada uno tiene su deber
particular, sobre el príncipe recaen los deberes generales. Por ello se acumula merecidamente en él
el poder de todos sus súbditos, para que así tenga capacidad suficiente para buscar y procurar el
bien particular y común y se establezca de la mejor forma la disposición de toda la comunidad
política humana [...]
Es, pues, el príncipe, como muchos le definen, la pública potestad y cierta imagen en la tierra de
la Divina Majestad [...] El poder del príncipe es de tal manera de Dios, que la potestad no se aleja
de Dios, sino que Él usa de ella a través de una mano subordinada, proclamando en todas las cosas
su clemencia o su justicia. Por ello, quien resiste a la potestad del príncipe, resiste a la disposición
de Dios, que tiene la autoridad de conferirla y, cuando quiere, de quitarla o disminuirla. Pues ni
siquiera es acto propio del gobernante su voluntad de ser cruel con sus súbditos, sino de la divina
dispensación, que quiere con su beneplácito castigar o probar a quienes le están sujetos [...]
Por tanto, si tan venerable es la potestad para los buenos, incluso cuando se manifiesta en daño
de los elegidos, ¿quién no respetará aquella que ha sido instituida por Dios para castigo de los
malhechores y premio de los buenos y sirve a las leyes con dilegentísimo respeto? (Policraticus,
IV, 1)

Asimismo, aplicando la moderación de la sabiduría, su cetro y su cayado reconducen las


irregularidades y errores de todos a la senda de la equidad, de forma que el espíritu pueda felicitar a
su potestad, al decir: “Tu vara y tu cayado me han confortado”. También su escudo es fuerte, pero
es escudo de los débiles y repele en favor de los inocentes los dardos de los malvados. Su cargo es
de gran provecho para aquellos que carecen de posibilidades y se opone con fuerza a quienes
desean causar daño. (Policraticus, IV, 2)

[...] cuando alguien se eleva a la cima de cualquiera de ellos (los súbditos), debe olvidar el
efecto de la carne y realizar sólo aquello que postula el bien de sus súbditos. Sea, pues, padre y
marido para sus súbditos, y, si conoce algún afecto más entrañable, empléelo. Procure más ser
amado que temido y muéstrese tal con sus vasallos, que éstos antepongan por devoción su vida a la
de ellos mismos y consideren su incolumidad como una especie de vida pública. Entonces todo le
saldrá bien y, rodeado del respeto de unos pocos, prevalecerá, si es necesario, contra innumerables
adversarios. Porque “el amor es fuerte como la muerte” y el escuadrón de choque que está ligado
por los lazos del amor, difícilmente se rompe. (Policraticus, IV, 3)

Al ver Platón -según cuentan las historias de los gentiles- a Dionisio, tirano de Sicilia, rodeado
de guardias de seguridad, dijo: “¿Qué mal tan grande has hecho para necesitar la protección de
tantos hombres?” Esto no es nada conveniente para un príncipe que con sus desvelos de tal manera
ha de ganarse el afecto de todos, que cada uno de sus súbditos esté dispuesto a exponer por él su
vida cuando acecha el peligro [...] Ciertamente, el que está investido de la suprema dignidad tiene
que precaverse con gran diligencia de no corromper con sus ejemplos y abusos a los que están
debajo de él y de no volver a su pueblo a las tinieblas del error por el camino de la soberbia o la
lujuria. Pues es corriente que los súbditos imiten los vicios de sus superiores, ya que el pueblo
desea ser como sus magistrados y cada cual apetece con gusto lo que hace ilustre a otro.
(Policraticus, IV, 4)

[...] los reyes están ligados ahora por una prohibición perpetua, que los aparta de la unión con
varias esposas; y mientras para otros hombres fue lícito que uno tuviera más de una, siempre rigió
para los reyes no tener más de una. ¿Acaso le es lícito fornicar, cometer adulterio o actos
deshonestos con varias, cuando no le es permitido tener más de una esposa ni siquiera para
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propagar la especie o procrear un heredero? ¿Cómo podría el príncipe castigar los estupros, los
adulterios y cualesquiera fornicaciones, si fuera culpable de los mismos?
[...]
Ojalá se despreciaran el oro y la plata, con tal que se aprecien solamente la virtud y aquellas
cosas que la Naturaleza máxima guía de la vida, recomienda para su empleo. Entonces no quedará
rebajado el pobre, ni será el rico reverenciado por la fortuna de su dinero, pues cada uno tendrá
valor o carecerá de él conforme a sus dotes personales [...]
Por lo demás, es conveniente que el rey goce de fortuna, con tal de que no tenga como propia la
riqueza del pueblo. No tendrá, pues, como propias las riquezas que posee en nombre ajeno ni serán
privados para él los bienes fiscales que reconoce como públicos. No hay nada que admirar en esto,
cuando él mismo no se pertenece a sí, sino a sus súbditos. (Policraticus, IV, 5)

La comunidad política (res publica)

Tal como Plutarco la concibe, la comunidad política es algo así como un cuerpo que está dotado
de vida por el don del favor divino, actúa al dictado de la suma equidad y se gobierna por lo que
podríamos llamar el poder moderador de la razón. Todo aquello que nos instruye y forma en el
culto de Dios (no digo “de los dioses” como Plutarco) y nos dicta las ceremonias del culto, hace las
veces del alma de este cuerpo de la comunidad política. Es, pues, necesario mirar a los que presiden
el sagrado culto como culto de este cuerpo y venerarlos como tales. Porque ¿Quién se atreverá a
dudar que los ministros de la santificación son vicarios del mismo Dios? Además, así como el alma
alcanza la supremacía sobre todo el cuerpo, aquellos a quienes nuestro autor llama “prefectos de la
religión” presiden todo el cuerpo de la comunidad política. […]
El príncipe ocupa en la comunidad política el lugar de la cabeza y se halla sujeto solamente a
Dios y a quienes en nombre de él hacen sus veces en la tierra, como en el cuerpo humano la misma
cabeza tiene vida y es gobernada por el alma. El Senado ocupa el lugar del corazón, ya que de él
proceden los comienzos de los actos buenos y malos. Los jueces y los gobernadores de las
provincias reclaman para sí la misión de los ojos, los oídos y la lengua. Los oficiales y soldados se
corresponden con las manos. Los que asisten al príncipe de modo estable, se asemejan a los
costados. Los recaudadores e inspectores (no los que controlan las cárceles, sino los encargados del
erario privado del príncipe) pueden ser comparados al vientre y los intestinos. Si estos se
congestionan por una desmesurada avidez y retienen con excesivo empeño lo que han acumulado,
engendran innumerables enfermedades sin cura posible, al punto de que esta dolencia puede
conllevar la destrucción de todo el cuerpo. Los agricultores se parecen a los pies, que se encuentran
continuamente pegados al suelo. Para ellos es especialmente necesaria la atención de la cabeza, ya
que tropiezan con muchas dificultades mientras pisan la tierra con el trabajo de su cuerpo, y
merecen ser protegidos con tanta o más justa protección cuanto que mantiene de pie, sostienen y
hacen moverse a todo el cuerpo. Deja sin esas piezas de los pies a cualquier cuerpo, por robusto
que sea, y no podrá caminar por sus propias fuerzas, sino que tratará arrastrarse torpemente con las
manos, sin conseguirlo y con gran fatiga, o sólo se podrá mover con el auxilio de las bestias.
(Policraticus, V, 3)

El tirano y el tiranicidio

Por tanto, siguiendo la descripción que hicieron los filósofos, un tirano es el que oprime al
pueblo con un dominio basado en la fuerza, mientras que un príncipe es el que gobierna de acuerdo
con leyes.
[…]
Siendo como es una imagen de la Divinidad, el príncipe merece ser amado, venerado, asistido;
el tirano, como imagen de la depravación, merece, la mayoría de las veces, la muerte. El origen de
la tiranía es la iniquidad y, como un árbol que debe ser talado, germina y crece desde su raíz
envenenada y pestífera. Pues si la iniquidad y la injusticia, que es la que mata a la caridad, no
hubiesen suscitado la tiranía, los pueblos hubieran disfrutado de una paz segura y una tranquilidad
perpetua para siempre, y nadie pensaría en sobrepasar sus propias limitaciones. […] (Policraticus,
VIII, 17)

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El fin de los tiranos es una confusión que conduce ciertamente a la muerte, si perseveran en su
maldad, o al perdón, si se convierten. Porque cuando un padre ha usado el látigo para corrección de
sus hijos, lo echan a la hoguera.
[…]
La maldad es siempre castigada por el Señor, aunque unas veces utilice su propio dardo y otras
el dardo de los hombres como pena de los impíos.
[…]
Las historias, sin embargo, enseñan que hay que evitar que alguien maquine la muerte de aquel
a quien está obligado por vínculo de fidelidad o de juramento. Así se lee que Sedecías fue hecho
cautivo por descuidar el vínculo de fidelidad y que a otro de los reyes de Judá, que no recuerdo, le
fueron arrancados los ojos porque, caído en infidelidad, no tuvo en cuenta a Dios, a quien se jura,
incluso cuando se dan garantías al tirano por una causa justa.
Respecto a la licitud de envenenar, no he leído que sea lícito por ningún derecho, aunque haya
sido a veces usurpada por los infieles. No es que piense que no haya que quitar de en medio a los
tiranos, sino que hay que hacerlo sin detrimento del juramento a la honradez.
Este modo de eliminar tiranos es muy útil y seguro, a saber: si los oprimidos recurren al
patrocinio de la clemencia de Dios llenos de humildad y, levantando al Señor sus manos inocentes,
apartan con devotas preces el látigo que los aflige. Los pecados de los delincuentes son la fuerza de
los tiranos. (Policraticus, VIII, 21)

Poder espiritual y poder temporal

Esta espada, pues, la recibe el príncipe de manos de la Iglesia, ya que ésta no tiene ninguna
espada de sangre en absoluto. Posee, sin embargo, ésta, pero usa de ella a través de la mano del
príncipe, a quien dio la potestad de la coacción corporal, reservándose para sí la potestad de lo
espiritual en la persona de los pontífices. Es, pues, el príncipe ministro del sacerdocio y ejerce
aquel aspecto de los sagrados oficios que parece indigno de las manos del sacerdocio. Porque todo
oficio dependiente de las leyes sagradas es religioso y piadoso y tiene categoría inferior aquel que
se ejerce en castigo de los delitos y representa de algún modo la imagen del verdugo [...] Teodosio,
el gran emperador, con merecida causa, aunque no muy grave, fue suspendido por un sacerdote de
Milán en el ejercicio de sus facultades reales y en el uso de las insignias imperiales, y cumplió
paciente y solemnemente la penitencia que le fue impuesta por homicidio. Usando el testimonio del
Doctor de las Gentes, es ciertamente mayor el que bendice que el bendecido, y el que tiene
autoridad para conceder una dignidad precede en el rango del honor al que recibe esa dignidad. Por
lo demás, según el argumento del Derecho, puede negar el que puede conceder y puede quitar el
que por derecho puede otorgar. ¿No dio Samuel la sentencia de deponer a Saúl por su
desobediencia y le sustituyó en la alteza del trono por el humilde hijo de Isaí? (Policraticus, IV, 3)

En: JUAN DE SALISBURY: Policraticus. Edición preparada por Miguel Ángel Ladero.
Madrid, Editora Nacional, 1984.

76
SANTO TOMÁS DE AQUINO

Sociabilidad natural del hombre. Sobre las formas de gobierno

En todo aquello que se ordena a un fin, pero cuyos medios pueden ser unos u otros, es necesario
que alguien dirija y decida, de manera que se llegue a dicho fin [...] encontramos que todo hombre
naturalmente goza del uso de la razón, por la cual dirige sus actos al fin. Y así, si el hombre viviese
solo, como muchos animales, no necesitaría ningún gobernante que lo guiase al fin, sino que sería
él mismo su rey, dependiendo sólo del único Rey Supremo, Dios, en cuanto que se regiría a sí
mismo por ese don divino que le fue dado en la razón. Sin embargo, es natural al hombre el ser un
animal social y político, que vive en comunidad, más que todos los otros animales [...] Un solo
hombre no podría recorrer su camino. Por ello es natural al hombre el vivir asociado con sus
semejantes. Otros animales más fácilmente están provistos de instinto para captar todo lo que les es
útil o nocivo, como la oveja, que naturalmente siente al lobo como enemigo. Algunos otros
animales por puro instinto conocen ciertas hierbas medicinales y todo cuanto les es necesario para
la vida. Mas el hombre tiene conocimiento de todas estas cosas necesarias para su vida, solamente
en la comunidad [...] Esto es lo que dice Salomón en el Eclesiastés: “Es mejor ser dos que uno,
pues así se goza de la ayuda de la mutua compañía” (4,9). Así, pues, si es natural al hombre el vivir
en sociedad, es necesario que tenga una guía dentro de la multitud. Ya que son muchos los hombres
y cada uno busca para sí mismo lo que necesita, la multitud se dispersaría en sus fines, si no
hubiese quien tuviese cuidado de procurar que todo se dirija al bien común. Igualmente se
descompondría el cuerpo de un hombre o de un animal, si no tuviese una fuerza común que lo
mantuviese unido para procurar el bien común de todos los miembros. Esto considera Salomón
cuando dice: “Donde no hay un gobernante, el pueblo se disipa” (Prov. 11, 14). Esto es razonable,
puesto que no es lo mismo el fin propio y el fin común. Según el fin propio, todos difieren; según el
bien común, se unifican. Y cuando se tiende a diversos fines, también se dan diversas causas. Es
pues necesario que, además de que haya algo que mueva al individuo a buscar su propio bien, haya
algo que lo mueva a buscar el bien común de la colectividad. Por ello, siempre que vemos una
muchedumbre de cosas ordenadas a un fin, ha de haber en ellas algo que las dirija [...]
[...] Así, pues, si los hombres libres se ordenan en comunidad al bien común dirigidos por una
cabeza, el régimen será recto y justo, cual conviene al hombre libre. Pero si en lugar de buscar el
bien común su actividad se dirige a satisfacer el bien privado del gobernante, entonces tal régimen
será injusto y perverso, por lo que el Señor recrimina a quienes así gobiernan: “¡Hay de aquellos
pastores que se pastoreen así mismos, buscando sus propios bienes!” (Ex. 34, 2). ¿Qué no son
pastores quienes guían una grey? Pues así como los pastores deben buscar el bien de la grey, así
todo gobernante ha de buscar el bien de la comunidad que dirige. En caso de que existiese un
régimen injusto con una sola cabeza que buscase sólo su propio provecho y no el bien común, tal
dirigente sería un tirano [...] Mas si el régimen injusto no lo tiene uno en sus manos, sino muchos,
entonces se llama oligarquía; o sea, el principado de unos pocos, cuando esos pocos oprimen al
pueblo por sus riquezas; su gobierno sólo difiere de la tiranía por el número de gobernantes. Si el
régimen injusto es ejercido por muchos, suele llamarse democracia, o sea el poder del pueblo, el
cual se da cuando el pueblo bajo oprime a los de arriba por el poder que le da la muchedumbre. En
ese caso todo el pueblo se convierte en tirano. De manera semejante puede distinguirse un gobierno
justo. Si lo administra una multitud de ciudadanos, se llama república [...] si el gobierno es ejercido
por una minoría virtuosa, se puede llamar aristocracia, o sea el gobierno de los mejores, y por ello
se suelen llamar sus gobernantes optimates. Mas si el gobierno está en manos de uno solo, entonces
tal gobernante se llama rey; por eso dice el Señor: “Mi siervo David será rey sobre todos, y será el
único pastor de todos (Ez. 37, 24). Por ello es manifiesto que el concepto de rey quiere decir que
uno solo presida y sea el pastor que guíe hacia el bien común, sin buscar su propio bien. (Gobierno
de los Príncipes: I, 1)

Puestas las anteriores premisas, es necesario investigar qué es más conveniente para una ciudad
o provincia: el ser gobernado por muchos, o por uno solo. Podemos deducirlo del mismo fin del
gobierno.
[...] el bien de toda multitud asociada es el de conservar la unidad, de donde resulta la paz,
puesto que desapareciendo ésta termina toda utilidad de la vida social, de manera que la sociedad
dividida resulta gravosa para sí misma. Así, pues, lo máximo que debe pretender quien dirige una
77
sociedad es procurar la unidad de la paz [...] Y así, en tanto un gobierno será útil en cuanto tenga
éxito en conservar la unidad de la paz; pues llamamos más útil a aquello que mejor nos conduce a
un fin. Y es claro que mejor puede llevar a cabo la unidad aquello que es uno de por sí, que muchos
[...]
Además, lo mejor es aquello que proviene de la naturaleza misma, y la unidad natural es la de
un hombre, y es la más perfecta; luego el gobierno ordinario más natural es el dirigido por uno.
Dentro de la multitud de miembros, uno mueve todo lo demás, que es el corazón; y refiriéndose al
alma, una potencia rige las otras, que es la razón. También entre las abejas se da una reina, y en
todo el universo hay sólo un Dios creador y gobernador de la totalidad. Y esto es razonable, pues
toda multitud proviene de la unidad. Y así, si todo cuanto es hecho por el hombre ha de imitar lo
hecho por la naturaleza, tanto mejor será la obra artística, mientras mayor sea la semejanza con lo
natural. Del mismo modo el mejor régimen para una multitud es el presidido por uno.
Esto también puede probarse por la experiencia. Pues las provincias o ciudades no gobernadas
por uno, trabajan con disensiones, y viven fluctuando entre la paz y la división [...] (Gobierno de
los Príncipes: I, 2)

Para la buena ordenación de los gobernantes en una ciudad o nación, hay que atender a dos
cosas. Primero, que tengan una parte en el gobierno, pues por ello se conserva la paz del pueblo y
todos aman una tal ordenación y se hacen sus defensores, como se dice en el libro segundo de la
Política. En segundo término, hay que atender a la forma del régimen, es decir, al modo de
ordenación del poder. Existen diversas especies de gobierno, según enseña Aristóteles en el libro
tercero de la Política. Sin embargo, las principales son: el reinado, en que uno solo gobierna según
la virtud; la aristocracia, es decir, el régimen de los mejores, en donde gobierna una minoría, según
la virtud. Por consiguiente, la mejor forma de gobierno en cualquier ciudad o reino será aquella en
la cual uno sea puesto al frente del Estado e impere según la virtud y subordinadamente a él
colaboren otros magistrados principales, y, sin embargo, tal régimen sea de todos, en cuanto todos
puedan ser elegidos y electores. Tal es, en verdad, todo régimen bien combinado: de monarquía, en
cuanto uno rige o preside sobre todos; de aristocracia, en cuanto un crecido número participa en el
régimen según la virtud, y de democracia, es decir, de gobierno popular, en cuanto los gobernantes
pueden ser elegidos del seno del pueblo y al pueblo pertenece la elección. (Suma Teológica. Citado
en: Galán y Gutiérrez, En: La Filosofía política de Santo Tomás de Aquino. Madrid, Revista de
Derecho Privado, 1945, p. 172-173)

Ley divina y ley natural

La ley es una especie de regla y medida de los actos, por cuya virtud es uno inducido a obrar o
apartado de la operación. Ley, en efecto, procede de ligar, puesto que obliga a obrar. Ahora bien, la
regla y medida de los actos humanos es la razón, la cual, como se deduce de lo ya dicho, constituye
el primer principio de estos actos, pues que a ella compete ordenar cosas a su fin, que es en
principio primero de operación, según el Filósofo. Pero, en todo género de cosas, lo que es primer
principio es también regla y medida, como la unidad entre los números y el movimiento primero
entre los movimientos. De lo que se deduce que la ley es algo propio de la razón.
Como ya dijimos, la ley no es más que el dictamen de la razón practica en el soberano que
gobierna una sociedad perfecta. Pero es manifiesto –supuesto que el mundo está regido por la
divina Providencia- que todo el conjunto del universo está sometido al gobierno de la razón divina.
Por consiguiente, esa razón del gobierno de todas las cosas, existente en Dios como en supremo
monarca del universo, tiene carácter de ley. Y como la razón divina no concibe nada en el tiempo,
sino que su concepción es eterna, por fuerza de ley de que tratamos debe llamarse eterna.
Siendo la ley, como ya hemos dicho, regla y medida, pude encontrarse en un sujeto de dos
maneras: como en sujeto activo, que regula y mide, o como un sujeto pasivo, regulado y medido,
porque una cosa participa de una regla y medida en cuanto es regulada y medida por ella. Por eso,
como todas las cosas, que están sometidas a la divina Providencia, sean reguladas y medidas por la
ley eterna, como consta por lo dicho, es manifiesto que todas las cosas participen de la ley eterna de
alguna manera, a saber: en cuanto que por la impresión de esa ley tienen tendencia a sus propios
actos y fines. La criatura racional, entre todas las demás, está sometida a la divina Providencia,
siendo providente sobre sí y para los demás. Participa, pues, de la razón eterna; ésta la inclina
naturalmente a la acción debida y al fin. Y semejante participación de la ley eterna en la criatura
78
racional se llama ley natural. (Suma Teológica. I-IIae q. 91 a. 1. Citado en: Artola, M. Textos
fundamentales para la Historia)
El bien común

Pues precisamente es manifiesto que todo agente obra por un fin, porque cualquier agente tiende
a algo determinado, y eso a lo cual tiene determinadamente el agente debe serle conveniente; pues
no tendería a ello sino en razón de alguna conveniencia con él. Y lo que es conveniente a alguno es
bueno para él. Luego todo agente obra por un bien…
Además: el bien particular se ordena al bien común como a su fin; pues al ser parte se ordena al
ser del todo; por lo cual también el bien de un pueblo es superior al bien de un solo hombre. (Suma
contra Gentiles. I-II, q.72 a.4. Citado en: Artola, M. Textos fundamentales para la Historia)

Poder espiritual y poder temporal

[...] gobernar no es sino conducir lo gobernado al fin conveniente. Así se dice que una nave es
bien gobernada cuando los marineros la saben guiar ilesa hasta el puerto por el camino recto [...]
Pero hay un fin extrínseco al hombre mientras vive en carne mortal, que es la felicidad última,
que espera en el gozo de Dios después de la muerte. Porque, como dice el Apóstol, “Mientras
estamos en el cuerpo, peregrinamos hacia el Señor” (II Cor. 5, 6). Por ello el cristiano, que ha
logrado esa felicidad por la sangre de Cristo y la promesa del Espíritu Santo, necesita de un
cuidado espiritual por el cual pueda llegar hasta el puerto de la salvación eterna. Tal cuidado de los
fieles lo tienen los ministros de la Iglesia de Cristo.
Y es necesario que el fin de la sociedad corresponda al de cada hombre [...] parece que el fin de
una multitud congregada en una sociedad es el vivir conforme a la virtud. Pues los hombres se
reúnen para vivir bien en comunidad, lo que no podrá lograr cada uno por sí solo [...]
[...] Pero como el hombre vive según la virtud para conseguir otro fin, que es la felicidad eterna,
es necesario que tal fin sea también el de la sociedad, como lo es de cada individuo. Luego el
último fin de la sociedad no es vivir juntos conforme a la virtud, sino viviendo juntos conforme a la
virtud lograr la felicidad definitiva. Y si fuese posible llegar a tal fin con solas las fuerzas naturales,
sería necesario que atañese al oficio del rey el ordenar a los hombres a tal fin [...] Pero la felicidad
divina no se consigue por las fuerzas humanas, sino por la gracia divina, como dice el Apóstol: “La
vida eterna es gracia de Dios” (Rom. 6, 23). Por tanto no será oficio del hombre el conducir a tal
fin, sino del gobierno divino. Por consiguiente tal régimen corresponde al Rey que no sólo es
hombre sino también Dios, Jesucristo Nuestro Señor, quien haciendo a los hombres hijos de Dios
los introduce en la gloria celestial.
Éste es el reino que se le ha otorgado, que no se corromperá, por lo cual en la Escritura Sagrada
no sólo se le llama sacerdote, sino rey, como dice Jeremías: “Reinará como rey y será sabio” (23,
5); de ahí se deriva el sacerdocio real. Mas aún, todos los fieles, en cuanto son sus miembros, son
también reyes y sacerdotes. Por ese motivo el ministerio de este reino, distinto del reino terrenal, no
se ha encomendado a reyes de la tierra, sino a sacerdotes, y especialmente, al Sumo Sacerdote,
sucesor de Pedro, Vicario de Cristo, que es el Romano Pontífice, a quien deben obedecer todos los
príncipes cristianos como al mismo Cristo Nuestro Señor. Pues deben obedecer a aquel a quien toca
el cuidado del último fin, quienes tienen por oficio el ordenar a los hombres a los fines intermedios.
(Gobierno de los Príncipes, I, 14)

[...] La potestad espiritual y la temporal derivan ambas del poder divino. De consiguiente, la
potestad secular, en tanto está subordinada a la espiritual en cuanto a sí ha sido supuesto por Dios,
ha saber, en lo que atañe a la salvación del alma. En asuntos espirituales, pues, se debe mayor
obediencia a la potestad espiritual que a la temporal. Pero en la esfera política propiamente dicha se
debe mayor obediencia a la potestad secular que a la espiritual, según aquel versículo romano
(XXII, 21) del Evangelio de San Mateo: “Dad al César lo que es del César, etc.” (Comentarios a
cuatro de los libros sentenciarios de Pedro Lombardo. Citado en: Galán y Gutiérrez, E: La Filosofía
política de Santo Tomás de Aquino. Madrid, Revista de Derecho Privado, 1945, p. 63)
En: TOMÁS DE AQUINO: Gobierno de los Príncipes. México, Porrúa, 1998.
GALÁN Y GUTIÉRREZ, E: La Filosofía política de Santo Tomás de Aquino. Madrid, Revista
de Derecho Privado, 1945.
ARTOLA, M. Textos fundamentales para la Historia. Madrid, Alianza, 1978.
79
DANTE ALIGHIERI

Necesidad de la Monarquía

Se ha declarado suficientemente que lo propio de la operación del género humano, considerado


en su totalidad, es siempre convertir en acto la potencia del intelecto posible, ante todo para
especular, y luego para obrar en consecuencia. Y como lo que conviene a la parte conviene al todo,
y en el hombre particular ocurre que, con la inmovilidad y el descanso, adquiere prudencia y
sabiduría, resulta evidente que el género humano, en la quietud y tranquilidad de la paz, más
libremente y fácilmente podrá dedicarse a su obra propia, que es casi divina [...] De donde aparece
manifiesto que la paz universal es el mejor de todos los medios ordenados a nuestra felicidad. Así,
cuando se oyó una voz de arriba sobre los pastores, no les dijo riquezas, ni goces, ni honores, ni
larga vida, ni salud, ni fuerza, ni belleza: sino paz. (Tratado de Monarquía I, 5)

Resumiendo lo dicho al comienzo, tres problemas se plantean a propósito de la monarquía


temporal, comúnmente llamada Imperio, los cuales me propongo estudiar en el orden ya
establecido y a la luz del principio adoptado. El primero es éste: Si la Monarquía temporal es
necesaria para el bien del mundo. Esta proposición, no objetada por fuerza de razón ni de
autoridad, puede ser demostrada con sólidos y clarísimos argumentos; ante todo, por la autoridad
del Filósofo en su Política. Afirma éste, con su autoridad venerable, que cuando varias cosas están
ordenadas hacia un fin, conviene que una regule o gobierne y que las demás sean reguladas y
regidas. Lo cual es creíble no sólo por el nombre glorioso del autor, sino también por la razón
inductiva.
Si consideramos a un hombre, vemos que ocurre esto en él: que como todas sus fuerzas están
ordenadas hacia la felicidad, la fuerza intelectual obra como reguladora y rectora de todas las otras,
pues no siendo así, no podría alcanzar dicha felicidad. Si consideramos un hogar, cuyo fin es
preparar el bienestar de todos sus miembros, conviene igualmente que haya uno que ordene y rija,
llamado padre de familia, o alguien que haga sus veces, según lo enseña el Filósofo [...] Si
consideramos una aldea, cuyo fin es la cooperación de las personas y las cosas, conviene que uno
sea el regulador de los demás, bien que haya sido impuesto desde fuera, bien que haya surgido por
su propia preeminencia y el consentimiento de los otros; de lo contrario, no sólo no se alcanza la
mutua asistencia, sino que al cabo, cuando varios quieren prevalecer, todo se corrompe. Si
consideramos una ciudad, cuyo fin es vivir bien y suficientemente, también conviene un gobierno
único; y esto no sólo dentro de la recta política, sino también de la desviada. Pues cuando ocurre de
otro modo, no sólo no se obtiene el fin de la vida civil, sino que la misma ciudad deja de ser lo que
era. Si consideramos, por último, un reino particular, cuyo fin es el mismo de la ciudad, con mayor
confianza en su tranquilidad, conviene también que haya un Rey que rija y gobierne; pues de lo
contrario, no sólo dejan los súbditos de obtener sus fines, sino que hasta el mismo reino perece,
según lo afirma la verdad inefable: “Todo reino dividido será desolado”. Si, pues, esto ocurre en
todas las cosas que se ordenan a un fin, es verdad lo que se ha establecido anteriormente.
Ahora bien, es cierto que todo el género humano está ordenado a un fin, como ya fue
demostrado; por consiguiente conviene que haya uno que mande o reine: y éste debe ser llamado
Monarca o Emperador. Y así resulta evidente que, para el bien del mundo, es necesaria la
Monarquía, o sea el Imperio. (Tratado de Monarquía I, 7)

Y todo es bueno y excelente cuando se conforma a la intención del primer agente, que es Dios.
Lo cual es una evidencia, salvo para quienes niegan que la bondad divina alcance la perfección
suma. Está en la intención de Dios que todo represente una similitud divina, en la medida en que lo
permita la propia naturaleza. Por lo que se ha dicho: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y
semejanza”. Si bien “a la imagen” no puede decirse de las cosas inferiores al hombre, “a la
semejanza” es aplicable a cualquier ser; ya que todo el universo no es sino una sombra de la
bondad divina. Luego, el género humano es bueno y excelente, cuando en todo lo que puede se
asemeje a Dios. Pero el género humano se asemeja tanto más a Dios, cuanto más es uno; la
verdadera razón de la unidad sólo en él se encuentra. Por lo que se ha escrito: “Oye, Israel, Dios tu
Señor es uno”.
80
Ahora, el género humano es más uno cuando en un todo se congrega, lo que no puede ocurrir
sino cuando está sujeto totalmente a un Príncipe, como es obvio. Luego, el género humano se
asemeja más a Dios cuando obedece a un solo Príncipe, y por consiguiente, responde mejor a la
intención divina [...] (Tratado de Monarquía I, 10)

Donde puede haber litigio, debe haber quien lo juzgue; lo contrario sería lo imperfecto sin su
propia corrección, cosa imposible pues Dios y la Naturaleza no fallan en lo necesario. Entre dos
príncipes, no sujetos uno al otro, puede haber litigio, por culpa propia o de los súbditos, como es
obvio. Luego conviene que haya quien juzgue entre los tales. Y como uno no puede procesar a otro,
puesto que no le está sujeto (y el igual no tiene imperio sobre el igual), conviene que haya un
tercero con mayor jurisdicción y que tenga a ambos bajo su poder [...] (Tratado de Monarquía I, 12)

[...] es de advertir que lo que más contraría a la justicia son los apetitos, según lo muestra
Aristóteles en el quinto libro a Nicómaco. Removidos aquellos, nada se le opone; de donde la
sentencia del Filósofo: lo que puede ser determinado por la ley, no debe dejarse al arbitrio de los
jueces; y esto, por temor a los apetitos, que fácilmente desvían la mente de los hombres. Donde no
hay nada que pueda ser deseado, es imposible que haya apetito; destruidos los objetos de la pasión,
ésta desaparece. El Monarca no tiene nada que desear, pues su jurisdicción termina en el Océano,
lo que no ocurre con los otros príncipes, cuyos principados terminan donde empiezan otros; así, el
Reino de Castilla está limitado por el Reino de Aragón. De donde se sigue que, entre los mortales,
el Monarca está en condición de ser sujeto sincerísimo de la justicia. (Tratado de Monarquía I, 13)

Cómo el pueblo romano ha obtenido legítimamente el oficio de la Monarquía o Imperio

Todo aquello, además, cuyo perfeccionamiento es ayudado por milagros, es querido por Dios y,
consiguientemente, es legítimo. Y que esto sea verdad, resulta de lo que dice Tomás, en su tercer
libro Contra los Gentiles: “Milagro es lo que se hace por acción divina, fuera del orden
comúnmente instituido en las cosas”. Donde prueba que sólo a Dios compete obrar milagros [...] El
Imperio Romano, para su perfeccionamiento, fue ayudado por milagros; luego Dios lo quiso; por
consiguiente, fue y es legítimo.
Que, para establecer el Imperio Romano, Dios haya realizado milagros, se comprueba por el
testimonio de ilustres autores. Pues cuando Numa Pompilio, segundo rey de los Romanos,
sacrificaba una vez según el rito de los gentiles, un escudo cayó del cielo sobre la ciudad elegida de
Dios, como lo cuenta Livio en la primera parte, milagro que recuerda Lucano en el noveno libro de
la Farsalia [...]
Y cuando la nobleza romana cayó bajo la presión de Aníbal, para la final destrucción romana,
sólo faltaba la injuriosa conquista de la urbe por los Fenicios, un súbito e intolerable granizo
impidió al vencedor proseguir su victoria, como Livio, en su Guerra púnica, entre otras cosas
relata. (Tratado de Monarquía II, 4)

Digo, pues, que si el Imperio Romano no fue legítimo, Cristo, al nacer presumió injusticia [...]
Pruebo así la consecuencia: Todo aquel que obedece un edicto por elección propia proclama con
el acto que dicho edicto es justo: y como los actos son más persuasivos que los discursos (como
enseña el Filósofo en el último libro a Nicómaco), lo proclama más que si con discursos lo
aprobara. Ahora bien: Cristo, como su relator Lucas lo atestigua, quiso nacer de la Virgen Madre
bajo el edicto de la autoridad romana, y en este determinado censo del género humano, Él, Hijo de
Dios hecho hombre, inscribirse como hombre; lo que significó acatarlo [...]
Luego, Cristo proclamó con su acto que el edicto de Augusto, emanado de la autoridad romana,
era justo. (Tratado de Monarquía II, 12)

Si, pues, Cristo no hubiera padecido bajo un juez competente no habría sido un castigo; y no
habría podido ser juez competente quien no tuviera jurisdicción sobre todo el género humano, pues
todo el género humano debía ser castigado en la carne de Cristo, la cual (como dice el Profeta)

81
soportaba y contenía nuestros dolores. Y Tiberio César, cuyo vicario era Pilatos, no habría tenido
jurisdicción, si el Imperio Romano no hubiese sido legítimo [...]
Cesen, pues, de injuriar al Imperio Romano los que se fingen hijos de la Iglesia; cuando vean
que el esposo de ésta, Jesucristo, lo confirmó al principio y al fin de su milicia. Y ya creo que está
suficientemente demostrado que el pueblo Romano se arrogó legítimamente el Imperio del orbe.
(Tratado de Monarquía II, 13)

Que el cargo de la Monarquía o Imperio depende inmediatamente de Dios

Éstos, pues, con quienes disputaremos en adelante, que afirman que la autoridad del Imperio
depende de la autoridad de la Iglesia, como el artesano del arquitecto, obedecen a muchos
contrarios argumentos que, aunque sacados de la Sagrada Escritura y de algunos actos, tanto del
Sumo Pontífice como del mismo Emperador, no brillan con ningún indicio verdadero de razón.
(Tratado de Monarquía III, 4)

Invocan también el texto de Mateo, referente a la oblación de los Magos, diciendo que Cristo
recibió al mismo tiempo incienso y oro, para significarse a sí mismo como señor y gobernador de
lo espiritual y de lo temporal. De lo que infieren que el vicario de Cristo sea señor y gobernador de
ambas órdenes; y que tenga por consiguiente, autoridad sobre uno y otro.
A esto respondo que confieso el texto y el sentido de Mateo; pero lo que se pretende deducir
falla en sus términos. Razonan así: Dios es señor de las cosas espirituales y temporales: el Sumo
Pontífice es el Vicario de Dios; luego, es señor de las cosas espirituales y temporales. Aunque las
dos proposiciones son verdaderas, el medio es variable y se arguye así sobre cuatro términos, con
lo que no se observa la forma silogística; como resulta de los libros del Silogismo en general.
Porque una cosa es Dios, que es sujeto de la mayor; y otra el vicario de Dios, que es sujeto de la
menor.
Y quien insistiera en la equivalencia del vicario, se esforzaría inútilmente; porque ningún
vicariado, ni divino, ni humano, puede equivaler a la autoridad principal: como es fácil mostrarlo.
(Tratado de Monarquía III, 7)

Del mismo texto invocan las palabras de Cristo a Pedro: “Y todo lo que ligares en la tierra será
ligado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos”; lo que
igualmente fue prometido a los demás Apóstoles, según testimonio concordante de Mateo y de
Juan. De esto arguyen que el sucesor de Pedro, por concesión de Dios, puede ligarlo y desatarlo
todo, e infieren que puede desatar leyes y decretos del Imperio y ligar leyes y decretos para el
régimen temporal; de lo que se seguiría la verdad de lo que sostienen.
[...] Si cuando se dice: “Todo lo que ligares”, este “todo” es tomado en un sentido absoluto,
sería verdad lo que dicen, y no solamente podría hacer eso, sino también desatar a la mujer del
marido y unirla a otro, viviendo el primero, lo que de ningún modo puede. Podría también
absolverme sin penitencia, lo que no puede hacer ni el mismo Dios.
Siendo esto así, resulta manifiesto que dicha distribución no debe tomarse en sentido absoluto,
sino con relación a algo. Y aquello a que se refiere es evidente, se considera lo que se concede y a
lo que dicha distribución se agrega. Dice, en efecto Cristo a Pedro: “Te daré las llaves del reino de
los cielos”; es decir: “Te haré portero del reino de los cielos”. Y agrega luego: “Todo”: es decir,
todo lo que a este oficio corresponde, “podrás desatar y ligar”. Con lo que el término universal se
contrae en su distribución a lo relativo a la función de las llaves del reino celeste [...] (Tratado de
Monarquía III, 8)

Dicen todavía algunos que el emperador Constantino, curado de la lepra por intercesión de
Silvestre, entonces Sumo Pontífice, donó a la Iglesia la sede del Imperio, es decir, Roma, junto con
muchas otras dignidades del Imperio. De lo que arguyen que, por consiguiente, nadie puede asumir
dichas dignidades si no las recibe de la Iglesia, a la que pertenecen, según afirman. De lo que se
seguiría que una autoridad depende de la otra, tal como ellos quieren.
[...] Constantino no podía enajenar la dignidad del Imperio, ni la Iglesia recibirla. Y si
pertinazmente insisten, puedo demostrar así lo que digo: A nadie es lícito hacer, por la función que
82
desempeña, actos contrarios a dicha función; pues si lo fuera, una cosa, en cuanto es tal, sería
contraria a sí misma, lo que es imposible. Dividir el Imperio es un acto contrario a la función
encomendada al Emperador [...]
Por lo demás, así como la Iglesia tiene su fundamento propio, así también lo tiene el Imperio: y
el fundamento de la Iglesia es Cristo. Por lo que dice el Apóstol a los Corintios: “Nadie puede
poner otro fundamento que el que está puesto, y éste es Cristo Jesús”. Él es la piedra sobre la que
está edificada la Iglesia; el fundamento del Imperio, en cambio, es el derecho humano. Digo ahora
que tal como a la Iglesia no le es lícito contrariar su fundamento, sino que debe siempre reposar
sobre él [...] del mismo modo no le es lícito al Imperio hacer nada contra el derecho humano. Y
sería contra el derecho humano que el Imperio se destruyera a sí mismo; luego, no le es lícito al
Imperio destruirse a sí mismo. Ahora bien; como dividir el Imperio sería destruirlo, ya que el
Imperio consiste en la unidad de la Monarquía universal; resulta manifiesto que no le es lícito
dividir el Imperio a la autoridad que desempeña el Imperio.
[...] Pero la Iglesia está totalmente incapacitada para recibir bienes temporales, por precepto
prohibitivo expreso, como lo tenemos en Mateo: “No poseáis oro, ni plata, ni moneda, ni dinero en
ceñidor, ni talega en el camino” [...] Por lo cual, si la Iglesia no podía recibir, aun en el caso de que
Constantino hubiera podido dar, el acto habría seguido siendo imposible por la disposición del
paciente. Es evidente, pues, que la Iglesia no podía recibir a título de propiedad, ni aquél conferir a
título de enajenación.(Tratado de Monarquía III, 10)

Que la autoridad de la Iglesia no sea causa de la autoridad imperial, así se prueba: Si no


existiendo o no actuando una cosa, otra posee toda su virtud, la primera no es causa de la virtud de
la segunda; no existiendo o no actuando la Iglesia, tuvo el Imperio toda su virtud; luego, la Iglesia
no es causa de la virtud del Imperio, y por consiguiente, tampoco de su autoridad, pues la misma
cosa es su virtud y su autoridad. Sea la Iglesia A, el Imperio B y la autoridad o virtud del Imperio
C. Si no existiendo A, C está en B, es imposible que A sea causa de aquello que hace que C esté en
B [...] (Tratado de Monarquía III, 13)

Más aún: si la Iglesia tuviese la facultad de autorizar al Príncipe romano, la tendría de Dios, o
por sí misma, o delegada por algún Emperador, o en razón del consentimiento universal de los
mortales, o al menos, de la mayor parte. No hay otro resquicio por el que dicha facultad pueda
haberse infiltrado en la Iglesia. Pero por ninguno de esos medios la tiene: luego carece de dicha
facultad.
Que no la tiene por ninguno de esos medios, así se prueba. Si la hubiese recibido de Dios, habría
sido por ley divina o por ley natural; pues lo que se recibe de la naturaleza se recibe de Dios,
aunque no al contrario. Pero no ha sido por la ley natural, pues la naturaleza no impone leyes sino a
sus efectos: pues Dios no puede ser insuficiente cuando, sin intervención de las causas segundas,
produce alguna cosa. Y como la Iglesia no es un efecto de la naturaleza, sino de Dios que dijo:
“Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”, y en otra parte: “Terminé la obra que me encomendaste”,
es evidente que a ella no le dio leyes la naturaleza.
Pero tampoco por la divina; pues toda la ley divina está contenida en el seno de los dos
Testamentos; en cuyo seno no puedo descubrir que le haya encomendado ninguna solicitud
temporal o tutela al sacerdocio primitivo o novísimo [...]
Que no recibió dicha facultad de sí misma, fácilmente se muestra. Nadie puede dar lo que no
tiene [...]
Que tampoco la recibió de ningún Emperador, es manifiesto por lo que se ha dicho antes.
Y que no la tiene tampoco por el asentimiento universal o de la mayoría, ¿quién lo duda, cuando
no sólo los africanos y los asiáticos, sin también la mayor parte de Europa detestan ese poder? Es
fastidioso aducir pruebas en cosas evidentísimas. (Tratado de Monarquía III, 14)

En:
DANTE ALIGHIERI: De la monarquía. Traducción de Ernesto Palacio. Buenos Aires, Losada,
1966.

83
MARSILIO DE PADUA

Objetivo

Este tratado se llamará El defensor de la paz, porque en él se tratan y se explican las


principales causas por las que existe y se conserva la paz civil o tranquilidad (civilis pax sive
tranquillitas), y también las causas por la cuales surge, se impide y se suprime su contrario, la
contienda.

Introducción

«Sin duda, todos los reinos deben desear la tranquilidad (tranquillitas), en la cual los pueblos
progresan y se asegura el interés de las naciones. Pues, en efecto, ésta es la madre de las buenas
artes (…) Y quien no ha hecho nada para procurar la paz, demuestra que ignora lo más importante»
Casiodoro.

[…] la ciudad es como una naturaleza animada o animal. Porque como el animal bien
constituido según su naturaleza se compone de ciertas partes ordenadas entre sí con proporción, y
con sus funciones combinadas entre sí y en orden al todo, así la ciudad se forma de determinadas
partes cuando está bien constituida según razón. Cual es, pues, la relación del animal y sus partes a
la salud, tal parece ser la relación del animal y sus partes a la salud, tal parece ser la relación del
reino o de la ciudad a la tranquilidad. Y el apoyo para esta ilación lo podemos tomar de lo que
todos entienden por una y otra. Pues entienden que la salud es la mejor disposición del animal
según su naturaleza, y del mismo modo que la tranquilidad es la disposición óptima de la ciudad
instituida según razón. Y la salud (...) es la disposición buena del animal, en la cual cada uno de sus
miembros puede ejercitar perfectamente las acciones propias de su naturaleza; y según esta
analogía la tranquilidad será la buena disposición de la ciudad o del reino, en la cual cada una de
sus partes puede realizar perfectamente las operaciones convenientes a su naturaleza según la razón
y sus constitución. Y (...) la intranquilidad será la mala disposición de la ciudad o del reino, como
la enfermedad del animal, por la cual están impedidos todos o algunos de sus miembros para hacer
sus operaciones propias, o tomados aparte absolutamente, o en su conjunto y funcionamiento total.

La paz

[...] la paz era la buena ordenación de la ciudad o del reino, por la que cada parte puede
realizar las funciones que le son propias según la razón y según su institución. De esta definición se
deduce de modo evidente su naturaleza. Cuando se dice buena ordenación significa su esencia
intrínseca general. Y cuando se dice: por la que cada parte puede realizar las funciones que le son
propias, significa su fin, que da a entender su esencia o su diferencia específica. (...) Podemos así
comprender su causa eficiente y otras cosas que son consecuencia necesaria de la paz en la
comunidad política o reino, como son la convivencia de los ciudadanos y el intercambio de sus
productos, la ayuda y asistencia mutuas, y en general la capacidad de realizar, sin que un intruso se
lo impida, las funciones propias y comunes, así como la participación en las cargas y en los
beneficios comunes, cada uno en la medida que le corresponda; y, además de esto, los demás
beneficios y aspiraciones expresadas en el texto de Casiodoro citado al principio del libro. Los
contrarios de estas cosas, en especial de algunas, son consecuencias de la falta de paz o de la
discordia.

La ley y el legislador

Y tomada así la ley, puede considerarse en dos maneras, una en sí misma, en cuanto por
ella solamente se muestra lo que es justo o injusto, útil o nocivo, y como tal se dice ciencia o
doctrina del derecho. La otra manera de considerarla es cuando para su observancia se da un
precepto coactivo con pena o premio en este mundo, o en cuanto se da en forma de tal precepto, y
84
de este modo considerada se dice y es propísimamente ley. A ésta así tomada la define Aristóteles
en el último de la Etica, cap. 8º , cuando dice: La ley contiene una fuerza coactiva, siendo un
enunciado emanado de una cierta prudencia e inteligencia; un enunciado, pues, o proposición
procedente de una prudencia e inteligencia, política, se entiende; o también una ordenación sobre
lo justo lo conveniente sus opuestos, según la prudencia política, provista de fuerza coactiva, es
decir, sobre cuya observancia se da un precepto que cada cual ha de cumplir, o dada por modo de
tal precepto, es la ley (Eth. Nic., 1.10, c.9, 1180 a 21.) (El defensor de la paz, X, 4)

Digamos, pues, mirando a la verdad y al consejo de Aristóteles en el 3º de la Política, cap. 6º


(Polit.., I.2, c. II; 1281 a 39), que el legislador o la causa eficiente primera y propia de la ley es el
pueblo, o sea, la totalidad de los ciudadanos, o la parte prevalente de él, por su elección y voluntad
expresada de palabra en la asamblea general de los ciudadanos, imponiendo o determinando algo
que hacer u omitir acerca de los actos humanos civiles bajo pena o castigo temporal, digo la parte
prevalente, atendida la cantidad y la calidad de las personas en aquella comunidad, para la cual se
da la ley, ya lo haga esto la totalidad dicha o su parte prevalente por sí inmediatamente, ya lo haya
ncomendado hacer a alguno o algunos, que nunca son ni serán absolutamente hablando l legislador,
sino sólo para algo para algún tiempo y según la autoridad del primero y propio legislador… (El
defensor de la paz, XII, 3)

Llamo ciudadano, según Aristóteles, 3º de la Política, caps. 1º, 3º, y 7º, a aquél que en la
comunidad civil participa del gobierno consultivo o judicial según su grado. Por esta delimitación
quedan fuera de la condición de ciudadano los niños, los esclavos, los forasteros y las mujeres,
aunque por razones diversas. Los niños de los ciudadanos son ciudadanos en potencia cercana por
sólo el defecto de la edad. La parte prevalerte de los ciudadanos conviene fijarla con arreglo a las
honestas costumbres de las comunidades civiles, o determinarla según la opinión de Aristóteles, en
el 6ª de Política, cap. 2 (Polit., I.6, c. 3-4; 1318 a 4). (El defensor de la paz, XII, 4)

Definido así el ciudadano y la multitud prevalente de los ciudadanos, vengamos a nuestra


intención propuesta, a saber, demostrar que la autoridad humana de dar la ley pertenece sólo a la
totalidad de los ciudadanos o a la parte prevalente de ellos…La autoridad absolutamente primera de
dar o instituir leyes humanas es sólo de aquél del que únicamente pueden provenir las leyes
óptimas. Esa es la totalidad de los ciudadanos o su parte prevalente, que representa a la totalidad;
porque no es fácil o no es posible venir todas las personas a un parecer, por ser la naturaleza de
algunos tarda de nacimiento, o desentonar por malicia o ignorancia personal de la común opinión,
por cuya irracional contestación u oposición no debe impedirse u omitirse lo útil a todos.
Pertenece , pues, únicamente a la totalidad de los ciudadanos o a su parte prevalente la autoridad de
dar o instituir las leyes (El defensor de la paz, XII, 5)

…pues siendo la ciudad la comunidad de los hombres libres, como se escribe en el 3° de la


Política, cap. 4º, todo ciudadano debe ser libre y no tolerar el despotismo de otro, es decir, un
dominio servil. ( Polit., I. 3, c. 6; 1279 A 21) Y ello no ocurrirá si la ley la diera alguno o algunos
solos con su propia autoridad sobre la universalidad de los ciudadanos; dando así la ley serían
déspotas de los otros. Y por eso los restantes ciudadanos, es decir, la mayor parte, llevarían
pesadamente o de ningún modo la tal ley, por muy buena que fuera, y protestarían de ella víctimas
del desprecio y, no convocados a su proclamación, de ningún modo la guardarían. Pero la dada con
la audición y el consenso de toda la multitud, aun siendo menos útil, fácilmente cualquier ciu-
dadano la guardaría y la toleraría, porque es como si cada cual se la hubiera dado a sí mismo y por
ello no le queda gana de protestar contra ella, sino más bien la sobrelleva con buen ánimo (El
defensor de la paz, XII, 6)

Todavía, como compendio y suma de las anteriores demostraciones: o la autoridad de dar leyes
pertenece a la totalidad de los ciudadanos, como dijimos, o a uno solo o a pocos. No a uno solo …
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podría efectivamente por ignorancia o por malicia o por ambas cosas dar una ley mala, mirando
más al propio provecho que al común, por lo que sería tiránica. Por la misma causa tampoco
pertenece a unos pocos; podrían, en efecto, pecar al dar la ley lo mismo que antes, con la mirada
puesta, no en el bien común, sino en el de pocos, como se echa de ver en las oligarquías. Pertenece,
pues, a la totalidad de los ciudadanos o a la parte prevalente, para lo que vale otra y contraria razón.
pues, dado que todos los ciudadanos deben medirse con la ley en la proporción debida, y nadie a
sabiendas se daña a sí mismo ni quiere para sí lo injusto, por ello todos, o los más, quieren la ley
conveniente para la utilidad de todos los ciudadanos El defensor de la `paz, XII, 8)

De donde no se pronuncian con verdad los que dicen que la multitud menos docta impide la
elección o aprobación del verdadero y común bien; más bien al contrario, ayuda en esto uniéndose
a los más doctos y expertos. Porque aunque no sepa encontrar por sí lo verdadero y útil que se ha
de establecer, sin embargo, una vez encontrado por otros y propuesto a sí, puede discernir y juzgar
si es bien añadir algo, o quitar, o mudar del todo o reprobar. Porque un hombre comprende muchas
cosas después que otro se lo ha propuesto y puede completarlo en muchos aspectos a cuyo
comienzo o invención él por sí mismo no habría podido llegar. Porque los comienzos de las cosas
son difíciles de encontrar, por lo que Aristóteles, en el 2ª de3 los Elencos, cap. final: Dificilísimo de
ver es el principio, es decir, de la verdad y el principio propio de cada disciplina (Soph. Elench., 34;
183 b 24). Pero una vez encontrado, es fácil de añadir o aumentar lo siguiente… (El defensor de la
paz, XIII, 7)

Y por ello es conveniente y sobre manera útil que las reglas, leyes futuras y estatutos de lo justo,
útil y nocivo, lo que toca a las cargas comunes y cosas semejantes, el buscarlas o descubrirlas y
examinarlas, se encomiende a los prudentes y expertos por la totalidad de los ciudadanos, de modo
que, o bien separadamente, por cada una de las primeras partes de la ciudad… se elijan algunos, o
bien por todos los ciudadanos congregados juntamente se seleccionen los varones expertos y
prudentes predichos. Y éste será el modo conveniente y útil de congregarse para la invención de la
ley sin hacer agravio a la restante multitud, a saber, de los menos doctos, que aprovecharía poco en
el buscar esas reglas y sería perturbada en sus otros trabajos necesarios para sí y para los demás, lo
que resultaría oneroso tanto para los particulares como para el común. Pero encontradas y diligen-
temente examinadas tales reglas, futuras leyes, deben ser propuestas en la asamblea de todos los
ciudadanos reunidos para su aprobación o reprobación, de forma que si alguno de ellos le pareciere
que hay algo que añadir, quitar, mudar o totalmente reprobar, pueda decirlo, porque por aquí podrá
la ley más útilmente ordenarse. Pues, como hemos dicho, pueden los ciudadanos menos instruidos
percibir alguna vez algo que corregir en la ley propuesta, bien que ellos fueran incapaces de
descubrirla, porque así, dadas con la auscultación y consenso de la universa multitud, mejor se
observarán y nadie podrá protestar contra ellas… (El defensor de la paz, XIII, 8)

El gobernante

Dos son los hábitos intrínsecos del gobernante perfecto, los dos inseparables en la realidad, a
saber, la prudencia y la virtud moral, máxime la justicia. De donde en el 3° de la Política, cap. 2º:
La prudencia es la sola virtud propia del gobernante, porque las otras parecen comunes a súbditos y
príncipes (Polit. I. 3, c.4; 1277 b 25). El otro hábito es aquél con el que el sentimiento se mantiene
recto, es decir, la virtud moral, entre otras máximamente la justicia. De donde en la Etica, 4ª, en el
tratado de la justicia, dice Aristóteles: Pues el príncipe es el guardián de la justicia (Eth. Nic., I 5, c.
6; 1134 b 1) El defensor de la paz, XIV, 2)

Es, pues, necesaria la prudencia para el futuro gobernante, pues por ella puede magníficamente
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ejercer su oficio propio, a saber, el juicio sobre lo útil y lo justo civil. Porque en aquellos actos
civiles humanos, donde un acto o un modo particular no está determinado por la ley, el gobernante
es dirigido por la prudencia en el juzgar y el ejecutar el acto o el modo, o ambos, en los que podría
errar careciendo de prudencia… El defensor de la paz, XIV, 2)

Es, además, necesaria para el gobernante la bondad moral, a saber, la virtud y entre otras
máximamente la justicia. Porque si es depravado en lo moral, mucho se dañará a la política,
cualesquiera que sean las leyes que la informan. Porque ya dijimos que no es fácil ni aun posible
determinarlo todo por las leyes, sino que algunas cosas hay que dejarlas al arbitrio del gobernante
en las cuales puede lesionar a la comunidad política si es de inclinaciones torcidas…Y como de
esto se libran por la virtud moral, principalmente por la justicia, por ello es conveniente a lo
necesario, que ningún futuro gobernante carezca de virtud moral, sobre todo, entre las demás, la
justicia (El defensor de la paz, XIV, 6)

Volviendo, pues, a la cuestión, digamos que, según la verdad y según la opinión de Aristóteles,
3º de la Política, cap. 6º, el poder eficiente de instituir el gobierno o de su elección pertenece al
legislador, o sea, a la totalidad de los ciudadanos, como dijimos en el cap. XII de esta Parte
pertenecer a la misma el poder de dar leyes y también convenir a la misma la corrección del
gobierno y aun cualquier disposición, si ello fuera conducente al bien común… Puede y debe
persuadirse todavía este asunto con las mismas demostraciones con las que probamos en el cap. XII
de esta Parte pertenecer a la totalidad de los ciudadanos dar las leyes, mudarlas y las demás cosas
referentes a ellas, sólo cambiando el término extremo de aquellas demostraciones, sustituyendo el
término ley por el término gobernante (El defensor de la paz, XV, 2)

... Perteneciendo, pues, a la totalidad de los ciudadanos engendrar la forma según la cual los
actos civiles todos deben regirse, es decir, la ley, a la misma totalidad pertenece determinar la
materia de esta forma, o sea, el sujeto al cual toca disponer los actos civiles de los hombres según
aquella forma, es decir, la parte gobernante. Y como ésta es la suprema y óptima de las formas de
la comunidad civil, es preciso que se le determine el mejor sujeto en cuanto a disposiciones; lo cual
también lo concluimos con razones probables en el capítulo precedente. De donde parece deducirse
convenientemente que para un régimen político se ha de preferir el gobernante elegido, y
absolutamente sin derecho de sucesión hereditaria, a los no elegidos, o sea, los que se instituyen
con sucesión hereditaria (El defensor de la paz, XV, 2)

Una vez expuesta la causa eficiente de esta parte de la ciudad, nos cumple decir, según lo
propuesto muchas veces por nosotros, la causa eficiente, instituyente y determinante de los otros
oficios o partes de la ciudad. A la primera la llamamos legislador, a la segunda, como instrumental
o ejecutiva, llamamos gobernante por la autoridad a ella concedida por el legislador, según la forma
dada por el mismo, es decir, la ley, con arreglo a la cual ha de obrar y disponer siempre en lo
posible en los actos civiles, como hemos mostrado en el capítulo precedente. Porque aunque el
legislador, como primera y apropiada causa, es quien ha de determinar por quiénes y cuáles oficios
hayan de ejercitarse en la ciudad, la ejecución de los tales, como de las demás cosas legales, es la
parte gobernante la que las prescribe y si es preciso las prohibe. Es, en efecto, más hacedera la
ejecución de lo legal por ella que por la multitud de los ciudadanos, porque para eso basta uno o
pocos gobernantes, en lo que en vano se ocuparía la universalidad de la comunidad, que se vería
distraída de otras labores necesarias. Y que haciéndolo aquellos lo hace toda la comunidad, porque
lo hacen los gobernantes de acuerdo con la determinación de la comunidad, porque lo hacen los
gobernantes de acuerdo con la determinación de la comunidad, a saber, la determinación legal, y
con pocos o uno solo es más fácil la ejecución de lo legal (El defensor de la paz, XV, 4)

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Pero como el príncipe, por ser hombre, tiene su entendimiento y su apetito capaces de recibir
otras formas, como, por ejemplo, una falsa apreciación o un deseo perverso, o ambas cosas, en
fuerza de las cuales ocurre que él obre de modo contrario a lo que prescribe la ley, por ello el
príncipe respecto de esas acciones se hace mensurable por otro que tenga autoridad de medir y
regular según la ley a él o a sus acciones transgresoras de la ley; de otro modo todo gobernante se
tornaría despótico y la vida civil servil e insuficiente. Lo que es un inconveniente que hay que
evitar, como se deduce de lo que hemos expuesto en el V y XI de esta Parte.
Pero el juicio, el precepto y la ejecución de cualquier corrección del príncipe, según su demérito
o trasgresión, debe hacerse por el legislador o por alguno o algunos constituidos en autoridad para
ello por el legislador, como demostramos en el XII y XV de esta Parte. Conviene también por
algún tiempo suspender el oficio del príncipe que ha de ser sancionado, por respeto, sobre todo, a
aquel o a aquellos que deberán juzgar su trasgresión, no sea que por la pluralidad del gobierno se
produzca en la comunidad un cisma, algarada o lucha, y porque no es juzgado en cuanto príncipe,
sino en cuanto súbdito trasgresor de la ley (El defensor de la paz, XVIII,3)

Sobre el Papado y el Clero

Resta lo último de esta Parte, que es deducir de las anteriores determinaciones las causas de la
tranquilidad y de su opuesto en la ciudad o en el reino. Porque ésta fue la cuestión principal, según
lo que nos propusimos al principio. Y primero expondremos estas causas en su sentido general con
la determinación específica de las mismas, del modo como suelen ocurrir, apoyándonos en
Aristóteles en el 5º de su Política. Después trataremos determinadamente en particular de la insólita
causa de la discordia o de la intranquilidad de los regímenes civiles, la que al comienzo dijimos que
turbó largo tiempo y a la continua atormenta y turba el reino de Italia (El defensor de la paz, XIX)

Primero, será bien para ello reasumir las definiciones de la tranquilidad y sus opuestos ya dichos
en el II de esta Parte. Era la tranquilidad la buena disposición de la ciudad o del reino con la que
puede cada parte realizar las funciones a cada una convenientes según la razón y según su
institución. De cuya definición se deduce ya su naturaleza. Porque cuando se dice buena
disposición se denota su intrínseca quiquidad general. Y en lo que se dice: con lo que puede cada
parte realizar la función a ella conveniente, se significa su fin que da también a entender su propia
quiquidad o su diferencia (El defensor de la paz, XIX, 2)

…Pero hay una causa excepcional de intranquilidad y de discordia de las ciudades o de los
reinos, causa ocasionalmente surgida del efecto emanado de la causa divina y producido fuera de lo
acostumbrado en su obra en las cosas, el cual, como lo apuntamos en las proposiciones prelimi-
nares, ni Aristóteles ni ninguno de los filósofos de su tiempo o anterior a él pudo alcanzar a ver (El
defensor de la paz, XIX, 3)

Esta opinión, pues, de algunos obispos romanos, la indebida y quizá perversa apetencia del
principado, que afirman debérseles, según dicen, de la plenitud de potestad a ellos conferida por
Cristo, es la causa singular, aquella que dijimos ser el origen de la intranquilidad o discordia en la
ciudad o el reino. Porque propensa ella a introducirse subrepticiamente en todos los reinos… con su
influjo nefasto por largo tiempo atormentó el reino itálico y alejó de él y aleja a la continua la
tranquilidad o la paz, estorbando con toda su fuerza la promoción o institución del gobernante, es
decir del emperador romano y obstaculizando su acción en dicho imperio (El defensor de la paz,
XIX, 12)

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Pero antes que entremos en la discusión de los temas propuestos, a fin de evitar que de la
multiplicidad de los términos que usaremos en las cuestiones principales, surge alguna ambigüedad
o confusión de las opiniones que vamos a exponer, distingamos el significado de los mismos…Los
nombres o expresiones , cuya multiplicidad queremos distinguir, son éstos: iglesia, juez, espiritual,
temporal. Porque de la inquisición propuesta queremos saber si pertenece al obispo romano o a
cualquier otro obispo o presbítero o diácono, o al colegio de ellos, los que suelen decirse hombres
de iglesia, eclesiásticos, ser juez coactivo de asuntos temporales o espirituales o de ambos, o si ni
para los unos ni para los otros son ellos tales jueces (El defensor de la paz, Parte Segunda, II)

Prosiguiendo, pues, en nuestro intento queremos mostrar que Cristo, consecuente con su
propósito e intención, de palabra y de obra, se quiso excluir y se excluyó a sí mismo y a sus
apóstoles del oficio de gobernar o de la jurisdicción contenciosa, del régimen o juicio coactivo
cualquiera en este mundo. Esto aparece sin lugar a duda, primero, en el pasaje de Juan, 18º. Pues
siendo Cristo acusado ante Poncio Pilato, vicario del príncipe romano en Judea, por decirse él rey
de los judíos, interrogándole Pilato si había dicho tal cosa o se decía él rey, respondió Cristo entre
otras cosas a la pregunta de Pilato estas palabras: Mi reino no es de este mundo, es decir, no vine a
reinar con un régimen o dominio temporal, del modo como reinan los reyes del mundo, en prueba
de lo cual en seguida da el mismo Cristo la señal manifiesta: Si de este mundo fuera mi reino, mis
servidores cierto que lucharían para que no fuera entregado a los judíos. Como si arguyera Cristo
de esta manera: Si hubiera venido a reinar en este mundo con gobierno terreno, o sea, coactivo,
tendría vasallos de este régimen, luchadores por tanto y debeladores de los trasgresores, como
tienen los otros reyes; pero no tengo tales vasallos, como tú manifiestamente puedes echar de ver.
De donde la glosa interlinear: Se ve claro que nadie lo defendió. Y esto es lo que Cristo, resumiendo
por segunda vez, dice: Ahora bien, mi reino no es de acá, el que efectivamente vine a enseñar (El
defensor de la paz, Parte Segunda, II, 5)

Ahora, pues, a continuación, resta mostrar que Cristo mismo, no sólo recusó el principado o el
juicio coactivo en este mundo, por lo que dio ejemplo a sus apóstoles y discípulos y a los sucesores
de ellos de obrar de la misma manera, sino que mostró con su palabra y con su ejemplo que todos,
tanto sacerdotes como no sacerdotes, deben someterse real y personalmente al juicio coactivo de
los príncipes de este siglo. Con la palabra, pues, y con su ejemplo mostró esto Cristo, primero, en
esas cosas, por lo que tenemos en Mateo, 22º. Pues interrogándole los judíos: Dinos, qué te parece,
¿es lícito dar el tributo al César o no?, a éstos Cristo, mirando el denario y su inscripción, les dio
por respuesta: Devolved al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Donde la glosa
intrlinear: es decir, el tributo y el dinero….(El defensor de la paz, Parte Segunda, II, 9)

… De lo cual inferimos necesariamente, primero, que si hubieren surgido sentidos y sentencias


dudosas de la ley divina, máxime la evangélica, y si entre los doctos se hubieran levantado
contiendas y controversias probables, como por la ignorancia o la malignidad de algunos, o por las
dos cosas, leemos que surgieron ya, según la profecía de Cristo y del apóstol, era preciso zanjarlas.
Pero el conseguirlo mostraremos que pertenece necesariamente sólo al concilio general de todos los
fieles, o de aquellos que tuvieren la autoridad de todos los fieles; a ellos sólo compete esa
determinación.
Después mostraré, según la ley divina y según la recta razón, que el convocar el concilio
general y, si es preciso, congregarlo con poder coactivo, pertenece a la autoridad del legislador fiel
no sometido a otra autoridad mayor, no a alguna persona singular o a algún colegio particular,
cualquiera que sea su dignidad o condición, a no ser que a1 mismo o a los mismos les haya sido
otorgada la autoridad por el legislador general supradicho.
Además mostraré con certeza que nada se puede establecer acerca del ritual eclesiástico y de
los actos humanos que obligue a todos los hombres a su observancia bajo alguna pena para el
estado presente o futuro, a no ser por el solo concilio general, o inmediatamente por el supremo
legislador fiel, o por autoridad derivada de él. Por lo que también mostraremos a continuación que
ningún Príncipe, provincia o comunidad puede ni debe ser sometida a entredicho o a excomunión
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por un sacerdote u obispo, quienquiera que sea, si no es según el modo ordenado por la ley divina,
o por el supradicho concilio general.
De las cuales cosas todas vendrá al conocimiento sensato, de cada cual, que el obispo romano, o
su iglesia, o cualquier otro obispo o iglesia suya, en cuanto tales, ninguna potestad o autoridad de
las ya dichas ejercen sobre los demás obispos e iglesias por derecho divino o humano, sino
solamente aquella que absolutamente o para algún tiempo le hubiere sido concedida por el
supradicho concilio general. Por lo cual también queda manifiesto que el obispo romano o
cualquiera otro impropiamente, menos debidamente y fuera, más aún, contra el sentir de las
escrituras divinas y de las ordenaciones humanas, se atribuye a sí la plenitud de potestad sobre el
príncipe, o sobre una comunidad, o sobre una persona singular; y que el tal obispo y otro cualquiera
ha de ser totalmente impedido en esa atribución, aun por amonestación y coactiva potestad, si es
preciso, ejercida por los legisladores humanos o por los que bajo su autoridad gobiernan (El
defensor de la paz, Parte Segunda, XVIII, 8)

… En esto, en el oro y las perlas y las demás cosas temporales, no has sucedido a Pedro, sino a
Constantino. Luchando así por lo temporal, no se defiende verdaderamente a la esposa de Cristo.
Porque la que verdaderamente lo es, la fe católica y la multitud de fieles, no la defienden los
modernos obispos de los romanos, sino que la ofenden, y no conservan, sino afean su hermosura, a
saber, su unidad; sembrando cizaña y cismas desgarran y escinden sus miembros, y al no admitir a
los verdaderos acompañantes de Cristo, la pobreza y la humildad, sino expulsarlos, no se muestran
servidores del esposo, sino más bien sus enemigos (El defensor de la paz, Parte Segunda XXVI, 2)

Pero en esto, según su costumbre, concluye el obispo romano de lo verdadero lo falso y de lo


bueno lo malo. Porque de aquella reverencia espontáneamente prestada a él por el príncipe romano,
por su devoción, sellando así su elección y pidiendo la bendición y la intercesión ante Dios, no se
sigue que la elección del príncipe romano dependa de la voluntad de él. Porque no sería eso otra
cosa que destruir el principado romano y poner prohibición permanente a su elección. Porque sí la
autoridad del elegido rey dependiera de la sola voluntad del obispo romano, sería totalmente vano
el oficio de los que le eligen, pues el elegido por ellos ni es rey, ni debe llamarse rey antes de que,
por su voluntad, o autoridad, que denomina sede apostólica, sea confirmado, ni desempeñar
ninguna autoridad el así elegido, ni, lo que es en extremo penoso, no ya sólo de sufrir, sino aun de
oír, que a nadie le será lícito, sin la licencia de este obispo superior, percibir de los impuestos del
imperio lo necesario para los gastos cotidianos. ¿Qué le queda entonces de autoridad a la elección
de los príncipes más que la denominación cuando la determinación del mismo depende de la
voluntad de otro y sólo de él? Así podrían siete barberos o siete legañosos dar la autoridad al rey de
romanos. No lo digo por desprecio de ellos, sino por poner en burla al que quiere privarles a ellos
de la autoridad que se les debe. Pues desconoce ése cuál sea la fuerza y razón de la elección, y
cómo la potestad del elegido se asienta en la parte más prevalente de los que deben elegirle, y cómo
su efecto no puede ni debe depender de la voluntad de uno solo, si ha de ser instituido según razón,
sino de solo el legislador, sobre el cual el gobernante ha de ser instituido, o de aquéllos solos a los
que el mismo legislador les hubiere conferido la autoridad, como dejamos asentado por la
demostración en el XII y XIII de la Primera Parte. (El defensor de la paz, Parte Segunda,XXVI, 5)

En:
MARSILIO DE PADUA: El Defensor de la Paz. Estudio preliminar traducción y notas de Luis
Martínez Gómez, Madrid, Ed. Tecnos, 1989.

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