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Cuando seguimos los preceptos búdicos y el espíritu de los mismos con nuestra
forma de andar, de sentamos, de comer, de hablar y de relacionamos con los
demás y con el entorno, su constante presencia ilumina nuestra vida.
Vistos desde fuera tal vez parezca que los preceptos no son más que una serie de reglas
que se supone debemos seguir: «No mientas. No robes. No hagas esto. ¡Y sobre todo no
hagas aquello!». Pero eso no es el espíritu de los preceptos en absoluto. Los preceptos no
son sólo una lista de cómo comportarse que alguien nos lee y espera que sigamos. Al
observar atentamente el primer precepto se ve lo que quiero decir.
El primer precepto es el más importante porque incluye a los restantes. Con el tiempo
uno acaba descubriendo que cada precepto incluye a todos los demás, al igual que un
color refleja los otros colores, pero el primer precepto lo expresa con una gran claridad.
Dice simplemente: «No matar». Pero ¿no matar a quién? Al considerar este precepto no
hay que ceñirse sólo al significado de no matar a personas ni a animales, sino que en
realidad significa «No destruyas tu naturaleza búdica. No destruyas tu fuerza vital».
Cuando se capta con profundidad este precepto, se mantiene una relación distinta con el
entorno, con las personas, los animales, los pensamientos y sentimientos y con todo lo
demás. Uno comprende que no hay nada que robar ni nada sobre lo que mentir. Pero este
descubrimiento no viene del exterior, sino de esa parte de nuestro ser que anhela vivir de
una forma completa, profunda y significativa.
Los preceptos son como una llama y nuestra vida es como una vela o una lamparilla
apagada. Una vez se enciende, disponemos de luz. La mayoría de nosotros tenemos
muchas habilidades, buscamos la satisfacción en nuestra vida de muchas maneras.
Sabemos conducir un coche. Bajar de la montaña para ir a un centro comercial a comprar.
Cada vez somos más los que sabemos manejar un ordenador. Nos ocupamos de nuestros
hijos. Pero ¿qué necesitamos para sentirnos profundamente satisfechos? En el Shobogenzo
Dogennos da la respuesta al escribir que todos los patriarcas del pasado observaban los
preceptos. Los seguían y los manifestaban en cada aspecto de su vida: en sus
pensamientos, acciones y actitudes. A nosotros también nos ocurre lo mismo. Cuando
seguimos los preceptos búdicos y el espíritu que los anima con nuestra forma de andar, de
sentarnos, de comer, de hablar y de relacionarnos con los demás y con el entorno, su
constante presencia ilumina nuestra vida. Al vivir de ese modo no sólo mantenemos vivos
los preceptos, sino que además nos mantenemos vivos a nosotros, a los seres que tenemos
cerca y a los que, en apariencia, están lejos.
Me gustaría poner un ejemplo de cómo los preceptos actúan en nuestra vida. A algunas
personas les gusta comer carne y en cambio otras nunca la prueban. Pero, en realidad,
tanto comer como no comer carne es violar los preceptos. ¿Acaso no es eso fabuloso?
Éste es realmente el camino medio porque trasciende dualidades como las de bueno y
malo, agradable y desagradable, u otras parecidas que nos hacen sufrir. Los preceptos, en
lugar de insistir en que hay que comportarse de una determinada forma, nos transforman y
nos dan una auténtica libertad. Los verdaderos no son una lista de reglas que limitan o
reducen nuestra vida, sino que nos dan vida, cada uno expresa nuestra verdadera
naturaleza, ése es su auténtico significado.