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EL MUERTOVIVO

Si estoy yo no está la muerte,


si viene la muerte, ya no estoy yo.
(Epicúreos)

Andrés, uno de los nietos de la familia de Los Botijos,- que procedían de


La Rambla-, me contó un suceso que a más de luctuoso no dejaba de tener
cierta rareza. Se trataba de la muerte de su abuelo ocurrida en julio de mil
novecientos sesenta y uno. El mayor de todos, el abuelo Botijo, era un hombre
que ya pasaba los setenta y cinco años. Había trabajado toda su vida en el
campo, naciéndole de su matrimonio con Andrea cuatro hijos- dos hembras
y dos varones ya casados-, los cuales le habían traído al mundo a catorce
nietos. Desde que vinieron a Córdoba, los abuelos vivían en una casa de
vecinos de la calle del Viento. Ya algo achaparrado Manuel destacaba por su
atalaje: una chaqueta llena de lamparones, pantalones de pana, sombrero y
garrota. A pesar de la edad, todavía se apreciaba que su estructura ósea había
contenido una buena pieza. Famoso por las grandes jumeras que cogía, le
daba a todos los palos fueran Solera, Oloroso, Peseta o del 24. Era un
parroquiano asiduo de las tabernas del barrio. Comenzaba por la de
Villoslada, haciendo esquina de la Plaza de San Pedro con la calle del Sol y
continuaba por esta hasta finalizar en la de El 6 en el Campo de San Antón.
En su vía crucis por las siete tabernas se llevaba palante más de veinte

medios.
Siendo víspera de Santiago, a eso de las seis de la tarde, el Botijo llegó tan
alpistado a casa, que desoyendo los reproches de Andrea, se fue
directamente a la cama sin tomar el almuerzo. Ella, por el disgusto, se bajo
una hamaca y durmió de noche sola en el patio. A otro día de mañana, al no
verlo ya levantado ni sentir sus típicos ronquidos, la mujer se acercó al cuarto
interior donde tenían el dormitorio. Manuel permanecía postrado bocarriba
sobre el lecho, aun con la ropa de vestir y la mascota puesta. Al notar que ni
tan siquiera resoplaba, se aproximó a él y acercando el oído comprobó que
no respiraba. Los gritos de Andrés hicieron que acudieran las vecinas a las
cuales se abrazaba entre sollozos y decía:
- ¡Ya!,..¡ya se ha muerto!.
Avisada la familia, que vivían en distintas casas de vecinos del barrio,
buscaron al médico de la Casa de Socorro el cual extendió el correspondiente
certificado de defunción de don Manuel García Cortés de muerte natural. El
cuerpo del Botijo fue trasladado al depósito de cadáveres del cementerio de
San Rafael. Durante el resto del día, lo velaron los hijos, los yernos y las
nueras, quedando las dos hijas con la madre y los nietos. Al cerrar el
cementerio, ya anochecido, todos volvieron a casa.
Antes de las
exequias,
previstas para
las seis de la
tarde el
siguiente día,
mientras la
familia de los
Botijos
almorzaban
en el patio de
la casa un
buen cocido y
un lebrillo de
gazpacho que
le habían
preparado
unas vecinas,
un estridente
griterío de chiquillos en el exterior hizo fijar la atención de todos hacia la
puerta de la calle:
- ¡El abuelo está vivo!, ¡ El abuelo está vivo!.
El Botijo seguido de la patrulea de sus nietos, entraba con mucho ímpetu y
con la garrota en ristre dirigiéndose hacia la abuela Andrea con muy mal
genio:
- Hija de la gran pu… ¡ Querías enterrarme vivo!, ¿éh?.
Anteponiéndose los hijos lo apaciguaron, pasándole la caña de vino de la
que se empinó tres largos tragos. Después de muchos besos y abrazos todos
acabaron de comer cantando y bailando, siguiendo aquel dicho de aquí paz
y después gloria.
La noticia de la resurrección del abuelo Botijo se cundió tanto que alcanzó
al resto del país. Un reportero del diario CÓRDOBA la había remitido por
telegrama a Madrid. Fue publicada por el sensacionalista semanario El CASO
con la fotografía de El Botijo rodeado de su abultada familia.
Pasado dos meses, llegó a la calle del Viento para conversar con don
Manuel García un afamado abogado de Córdoba. Portaba documento de
representación de don Alejandro Huertas de Carvajal y Mendoza, un
empresario mejicano afincado en los Estados Unidos de América. El abogado
le transmitió las instrucciones de don Alejandro. Se trataba de la convocatoria
de un solemne acto a celebrar en nuestra ciudad para dar ingreso al
muertovivo, como ya apodaban al abuelo Botijo, en el Club Internacional de
los Enterrados Vivos del cual don Alejandro era el presidente. El evento, en
el que se incluía un banquete, se había programado a un mes vista para el
veinticuatro de octubre en el Hotel Córdoba Palace de nuestra capital. Todos
los gastos, el talón de veinte mil pesetas, entregado por el abogado como
anticipo a los extras que pudieran ocasionársele al nuevo socio in pectore,
además de una paga vitalicia, correrían por cuenta del importante Club.
Durante ese mes toda la familia de los Botijos andaban de sastres y
costureras. Además no escatimaron en la compra de variados miriñaques
para ir presentables al acto. Pero el abuelo Botijo con eso del nombramiento
internacional estaba tan avenado que se le habían subido las ínfulas a la
cabeza. Las peas que pillaba, cada vez más agudas, lo habían sumido en
varias ocasiones en una especie de catalepsia, apañándose la familia como
mejor podía para espabilarlo, temiendo que no aguantara vivo para el día de
autos. No obstante llegó el día de San Rafael; toda la familia, una trupe de
unas treinta personas muy enjalbergados, aparecieron en taxis en las puertas
del hotel Palace. Allí esperaban cientos de cordobeses que los recibieron con
encendidos aplausos interrumpidos por los vivas al Botijo y al muertovivo.
Por supuesto el Alcalde, el Gobernador Civil y el Presidente de la
Audiencia formaban la comitiva con don Alejandro, un corpulento y bigotudo
sesentón con traje a rayas de solapas. Le acompañaba su esposa, una flaca
pelirroja joven doctora yankee. Venían rodeados por periodistas llegados de
todo el país. La Iglesia había excusado su asistencia, ya que el Obispo estaba
a la espera de la resolución de Roma sobre ese asunto nada ortodoxo de ida
y vuelta al más allá. Había remitido consultas al cardenal responsable en
Doctrina de la Fe.
Después de las fotos de rigor, pasaron a un gran salón-comedor donde
estaba prevista una mesa presidencial a ocupar por don Alejandro y don
Manuel junto a sus esposas, las autoridades y el abogado. Este último hizo de
maestro de ceremonias. Finalizando los aperitivos, tomó la palabra el
empresario mejicano explicando el gran honor para el Club de recibir en su
seno, ¡como primer ciudadano español!, a nuestro paisano. El fin de la
organización era acoger a todas las personas que habían sido enterradas vivas,
de las cuales ya se conocían en el mundo casi una cincuentena. Eran
catalogados y analizados sus casos por la Universidad estadounidense de
Yale. Según los estudios científicos, y así se reflejaba en los estatutos de la
organización, eran seres excepcionales respecto al resto de los mortales -o
sea los de una única muerte- y cuyo fenómeno se había detectado repetitivo.
Esto significaba que algunos llegaban a morir verdaderamente después de dos
o más intentos. Se daba el hecho de un ciudadano hondureño que había
muerto cuatro veces y en la actualidad hacía su vida normal. Por este motivo,
en caso de defunción de algunos de sus miembros, el Club se encargaba de
tener preparado una caja mortuoria especial construida por una empresa
norteamericana. Consistía en que además de disponer de unas pequeñas
ventanas de ventilación hacia el exterior, estaba dotada de algunos
accesorios, entre otros una cómoda colchoneta y almohada perfumadas, una
botella de agua y una campanilla que era preceptivo dejarla asida por una
mano del difunto. Ni que decir tiene que el Botijo no cabía en sí. A pesar de
las regañinas y reprimendas de Andrea y alguna de sus hijas, no paraba de
lanzar brindis por don Alejandro, el Alcalde y hasta por don Damián, cura de
San Pedro -gran amigo suyo con el cual coincidía a veces en la piquera de
Casa Villoslada-, dando cuenta de cuantos catavinos le dejaban llenar.
Acabados los postres, según el protocolo, tocaba imponer al nuevo socio
la medalla de su adscripción. Cumplido el rito, con las palabras de rigor del
presidente, el Botijo con el rostro encendido como un tomate, se levantó de
la silla con intención de decir unas palabras, miró en rededor a toda la
concurrencia y cayó fulminante de espaldas al suelo. Esto provocó un grito
de sorpresa general. Un médico que asistía al acto y la esposa de don
Alejandro, testificaron su muerte.

Pasaron dos días, plazo concedido sólo para este tipo de difuntos, durante
los cuales permaneció encerrada con él la doctora norteamericana; por la
mañana el cuerpo del Botijo fue transportado en el coche a caballos de El
Aguililla hasta la iglesia de Santiago, abarrotada ese día hasta los topes. Era
la primera vez
que don
Alejandro
participaba en
el entierro de
un socio del
Club, sin
contar las

correspondientes a sus dos propias defunciones.


La ceremonia transcurría sin ningún incidente. A pesar de la gran afluencia
de público, que ocupaba los pasillos laterales del templo, la capilla e incluso
el coro, el silencio era sepulcral. Al punto de que el cura se disponía a
comenzar la homilía, de pronto rompió el silencio la rotura de unos vidrios
y el tintineo de una campanilla. Todo el mundo se puso de pié menos la
pelirroja. Los hijos del difunto, don Alejandro y hasta el mismo cura saltaron
hasta el féretro. Una vez abierto comprobaron que el Botijo permanecía
inmóvil, con un semblante risueño y la lengua afuera. Al oír el suave
balbuceo de un niño miraron hacia la derecha del altar. En la puerta de la
sacristía apareció el monaguillo con la campanilla y una de las vinajeras rota
en sus manos.
FIN

Nicolás Puerto Barrios


Córdoba octubre de 2004

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