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En el informe del INDH sobre la función policial de 2017, denunciaba lo grave que había sido la

Operación Huracán, y alertó de una serie de debilidades de los controles democráticos sobre el
uso de la inteligencia y el desempeño de las policías.

Por su parte, en 2017, en el Informe preparado por el Estado chileno a través de la Cancillería,
para ser presentado ante el Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas (Sexto Informe
Periódico de Chile ante el Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas), se indicaba en relación
con Carabineros, que desde “el año 2010 hasta mediados del año 2015 se habían investigado 737
casos de eventuales excesos en el uso de la fuerza. De estos, 392 fueron derivados a la justicia y
137 fueron castigados disciplinariamente (en 10 de ellos con la separación de la institución)”.

No se trataría de un periodo especial, ya que, a lo largo de los años, este comité de las Naciones
Unidas ha venido advirtiendo este problema, al menos desde 1995. A modo de síntesis, se puede
decir que dicho Comité había hecho múltiples referencias a la falta de respuesta eficaz de parte de
la institución de Carabineros para hacer frente a las denuncias de malos tratos y torturas
(Documento A/50/44/de 1995), sin la capacidad de proceder a una investigación completa e
imparcial sobre dichas denuncias (Documento CAT/C/CR/32/5 de 2004).

En respuesta al Informe del Estado chileno de 2017, el Comité de las Naciones Unidas expresó “su
preocupación por los numerosos episodios de brutalidad policial y uso excesivo de la fuerza por
parte de las fuerzas de seguridad contra manifestantes ocurridos durante el período objeto de
examen”. Y manifestó su “motivo de preocupación por las informaciones coincidentes en las que
se denuncian malos tratos a manifestantes detenidos, abusos policiales a miembros del pueblo
mapuche en el marco de allanamientos o redadas en sus comunidades y actos de violencia sexual
policial contra mujeres y niñas durante protestas estudiantiles” (Documento CAT/C/CHL/CO/6 de
2018).

Junto con levantar estas alarmas, este Comité insistió, sin que hasta ahora haya respuesta, en la
necesidad de que el Estado chileno implemente ciertas medidas básicas. Estas deben apuntar a
garantizar la no repetición de violaciones de los Derechos Humanos y entre ellas se encuentra, por
ejemplo, que se implemente “un sistema de registro estadístico de denuncias de tortura
desagregadas por sexo, edad, origen étnico-racial, situación de discapacidad, etc., de las víctimas”.

Efectivamente, en los Informes del INDH se constata también la falta de estadísticas oficiales sobre
uso de fuerza policial. Las observaciones de Naciones Unidas mencionan, además, la falta de
respuesta que ha dado Carabineros a varios de los requerimientos de información del Instituto
Nacional de Derechos Humanos.

En su Informe de 2017 sobre Función Policial, el INDH reporta que, pese a haber sido solicitado, no
se le informó la composición de los gases lacrimógenos (que tiene sustancias tóxicas) (Informes
sobre Función Policial 2016 y 2015) y el incumplimiento de algunos de sus protocolos (ejemplo:
mezcla de gases con agua, y ausencia de vías de escape que impidan acorralar a masas humanas
durante la operación de los carros lanzaguas).

Es decir, si bien el Estado chileno asumió un proceso de Justicia Transicional en el Chile de


posdictadura, cuyas recomendaciones incluyeron cambios importantes en el funcionamiento de
Carabineros y Fuerzas Armadas, casi veinte años después aún no se logran implementar cambios
claves en Carabineros y otros organismos, que garanticen la no repetición de violaciones de los
Derechos Humanos. Efectivamente, tal como se recomendó en la Comisión Rettig, en 1991
Carabineros pasó de depender del Ministerio de Defensa al Ministerio del Interior, y se
implementó una institucionalidad con capacidad de fiscalización, como es el INDH.

Pero, entonces, ¿qué ha fallado? ¿Y a quiénes ha fallado?

Las personas a quienes se les han vulnerado sus DDHH a lo largo de estos años, pertenecen a
grupos en situaciones de desventaja y sectores marginados del país, como son integrantes de
comunidades mapuche, además de presos y personas bajo custodia del Estado. De este modo,
también la violencia policial es distribuida de forma desigual en Chile.

Tal vez por ello estos casos no fueron tomados con toda la urgencia que requerían. Sobre este
punto es necesario detenerse. El reciente estallido social ha develado que amplios sectores de la
sociedad han vivido de manera persistente abusos, sin que la política se haya hecho cargo de ello
de manera sustancial. El sistema público de salud ha estado en crisis por décadas, generando una
experiencia de abusos para la gran mayoría de la población que se atiende allí.

Asimismo, la segregación del sistema escolar, y de las ciudades, implica que el lugar de nacimiento
determina en gran medida las trayectorias de vida, lo que también se vive como un abuso. Las
bajas pensiones, frente a las abultadas ganancias de los dueños de las AFP, también constituyen
un abuso. Si bien, en términos formales, se habían denunciado estos hechos, de alguna manera
estos habían sido naturalizados como costos de un modelo que ofrecía crecimiento económico y
mayor acceso a la educación (en términos cuantitativos), entre otros. Con ello se invisibilizaron las
experiencias de quienes pertenecían a las poblaciones marginalizadas.

Esta misma invisibilización ocurrió en materia de Derechos Humanos. En el informe del INDH sobre
función policial del año 2017 vemos, por ejemplo, que la mayor cantidad de detenciones tras
manifestaciones públicas ocurrieron en Santiago, Biobío y La Araucanía, y en términos etarios, en
mayor número contra estudiantes secundarios. Como sociedad, no tomamos en serio estos
hechos, como tampoco se han tomado en serio a lo largo de los años los abusos y vulneraciones
que ha sufrido un amplio sector de la población que no pertenece a la élite y los sectores más
acomodados.

Desde el retorno a la democracia en 1990, Chile evidenció una tendencia hacia la baja en los
niveles de violencia estatal reportados año a año en la escala PTS, hasta alcanzar un índice de
terror político cercano al mínimo a mediados de la década del 2000 y entre los años 2014 y 2018,
lo cual lo posicionó como uno de los países con menores índices de violaciones a los derechos
humanos en la Región (Candina, 2009; Pomar, 2018; Dammert, 2013) (ver gráfico 1). No obstante,
la prevalencia de la desigualdad social, el aumento del malestar ciudadano con algunas
condiciones de reproducción social y la pérdida de legitimidad de diversas instituciones
democráticas, comenzaron a instalarse en el debate público y en la vida cotidiana de las personas,
y a generar nuevas dinámicas de conflicto social entre los actores sociales y actores político del
país, que se tradujo en un aumento sostenido de las movilizaciones sociales de carácter laboral,
estudiantil y medioambiental, durante los últimos 10 años (COES 2020).
Sin embargo, el surgimiento de movimientos sociales cuyas demandas tuvieron una baja
integración al sistema político institucional, no generaron situaciones de conflicto social que
tuvieran la envergadura, extensión y profundidad de las graves y sistemáticas violaciones a los
derechos humanos cometidas por los agentes del estado durante la rebelión de octubre de 2019.
Pese a que el movimiento de derechos humanos en Chile tuvo una importancia central durante la
restricción de la represión centralizada de la dictadura militar (Franklin, 2019) y que durante los
primeros gobiernos de la Concertación la temática de derechos humanos en perspectiva de
Justicia Transicional fue un elemento central de la agenda política (Seguel, 2019), no se
implementaron reformas a la Justicia Militar ni a las Fuerzas Armadas y Carabineros que
erradicaran una serie de prácticas de ejercicio de violencia descentralizada propias del periodo
dictatorial.

Chile y america latina

La realidad muestra que en America Latina, los niveles de violencia por parte del Estado se
incrementan en casos de conflictos interno armado, como guerras civiles y espacios de insurgencia
(Poe y Tate, 1994; Hill y Jones, 2014). Pese a ello, en América Latina conviven sistemas
democráticos formales con prácticas permanentes en diversos contextos de vulneración de
derechos fundamentales, lo que la vuelve un caso de estudio de particular interés. Según M.
Rivera, América Latina “es una región consistentemente democrática y el nivel de conflicto
armado dentro de los países es bajo. [Pero] paralelamente, el promedio de la represión estatal en
la región es mayor no sólo a la media mundial en regímenes democráticos, sino también al de los
autoritarismos contemporáneos” (Rivera, 2012:23).
La evidencia analizada muestra que los hechos del contexto que marcan el aumento de la
conflictividad social generaron un efecto múltiple en los factores asociados al descontrol
previamente existente de las policías y las instituciones militares, focalizando la acción del Estado
contra las personas que se desvían de las normas sociales y el orden público, y que en un contexto
de rebelión social, resultaron ser miles de jóvenes y personas de sectores urbanos que se
encuentran marginados del progreso debido al modelo de desarrollo implantado durante los
últimos 30 años en Chile.

Estallido.

Según la información reportada por Amnistía Internacional y Human Rigth Watch, en 2019 Chile
alcanzó un nivel de violencia estatal equivalente a 4 puntos en la escala de terrorismo político
elaborada por la Universidad de Carolina del Norte. Esto quiere decir, que durante ese año las
violaciones de derechos humanos pasaron a formar parte de la vida cotidiana del país. Miles de
personas fueron víctimas de disparos, de detenciones arbitrarias, o de la aplicación de torturas y
otros tratos crueles, inhumanos o degradantes por parte de agentes del Estado (Alto Comisionado
de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, 2019; Amnistía Internacional, 2018, 2019;
Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, 2020; FIDH et al., 2020; Fontecilla et al., 2020;
Human Rigth Watch, 2019, 2020; INDH, 2019); mientras que otros cientos fueron sometidas de
manera ilegal o arbitraria a cumplir medidas cautelares de prisión preventivas tras ser acusadas
por los policías de cometer delitos contra la propiedad y el orden público (Nash, 2020; “Our
Children Are Going to Prison”: Chile Holds Scores of Minors Arrested during Protests | World News
| The Guardian, 2020). La mayoría de las violaciones a los derechos humanos registradas en Chile
durante 2019 ocurrieron entre los meses de octubre y noviembre, cuando prevaleció la entrega
del control territorial y del orden público a las Jefaturas de Plaza de las Fuerzas Armadas y
policiales. Cuando las protestas contra el alza del pasaje del transporte público y las bajas
pensiones de los jubilados se transformaron en masivas movilizaciones sociales contra el sistema
político y el modelo de desarrollo, fueron duramente reprimidas por el gobierno a través de la
invocación del estado de excepción constitucional, la restricción del derecho a manifestación,
reunión, la instalación del toque de queda, la utilización discrecional de la Ley de Seguridad
Interior del Estado y el uso de militares y policías en labores de control del orden público. Durante
este periodo, el Ministerio Público de Chile tomó conocimiento de 8.827 personas que
denunciaron ser víctimas directas del accionar represivo del Estado, lo que demuestra el uso ilegal,
generalizado, masivo y sistemático de la violencia estatal contra los manifestantes, en formato de
represión política centralizada: es decir, ordenada por las máximas autoridades gubernamentales.
Esta decisión de reprimir se articuló se con la tendencia de la policía al ejercicio discrecional de la
violencia descentralizada propia de sus procedimientos, observándose golpizas, torturas, torturas
sexuales, montajes policiales y vulneraciones de garantías procesales.
A continuación, un resumen de los datos obtenidos a nivel nacional desde la base de datos de
violaciones a los derechos humanos ocurridas en el marco de la crisis social. En específico, son
todas las acciones judiciales presentadas por el INDH que catastran a víctimas que denunciaron
hechos vulneratorios de derechos humanos, entre el 18 de octubre de 2019 y el 18 de marzo de
2020.

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