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NEUROBIOLOGÍA DE LA CONDUCTA AGRESIVA Y LA VIOLENCIA 1

Neurobiología de la conducta agresiva y la violencia

Introducción

Desde el inicio de la historia, el ser humano se ha caracterizado por su facultad para sacar
provecho de sus habilidades mentales, con el fin de lograr su supervivencia. La capacidad de
razonar y planear estrategias ha ayudado a la especie a posicionarse en el lugar en que se
encuentra actualmente, sin embargo, no todo se debe a la cognición, también las emociones han
jugado un papel crucial en nuestro camino evolutivo. El amplio repertorio de respuestas
emocionales con el que contamos es difícil de estimar, y aunque cada una de las emociones
brinda grandes aportes a la comprensión del sistema nervioso central (SNC), en este artículo nos
centraremos en la ira y sus vertientes: la agresividad y la violencia.

A partir de una perspectiva evolutiva, la agresividad puede ser entendida como un


concepto adaptativo, debido a que se trata de un mecanismo funcional necesario para la
supervivencia de un individuo, la posibilidad de transmisión de genes y, así, la probabilidad de
mantenimiento de la especie. Como lo afirma Dajas (2010), las conductas agresivas, que
conllevan la violencia física sobre un adversario, están fuertemente ligadas a la defensa de las
crías y el dominio del territorio; por lo que se consideran comportamientos naturales de las
especies animales. Sin embargo, en el caso del ser humano, cuando a estos comportamientos
biológicos se le añaden factores culturales, políticos, económicos y psicológicos, el concepto
pasa a convertirse a lo que hoy se entiende como violencia (San Martin 2002, citado en Bonilla y
Fernández, 2006)

Ante lo anterior, y tomando en cuenta lo expuesto por Rosell y Siever (2015), es posible
afirmar que existen 2 tipos de agresión: reactiva y proactiva. Siendo la reactiva aquella que está
acompañada de ira u hostilidad; que además ocurre como respuesta a la frustración o
provocación en un contexto interpersonal, encontrándose motivada por el propósito más
primitivo de mitigar los estados afectivos desagradables. Mientras que la proactiva no implica
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necesariamente un estado de afecto como la ira; es típicamente iniciada por el individuo sin
existir una provocación; siendo el motivo normal, la expectativa de obtener algo de valor.

Según Sepúlveda y Moreno (2017), ambas formas de agresión se presentan de forma


conjunta, coexistiendo entre sí entre los diferentes individuos. Así, la agresión reactiva ha sido
mayormente relacionada con una historia de abuso y maltrato psicológico, que generan
acumulación de ira y frustración; mientras que la agresión proactiva se ha articulado
principalmente al desarrollo de la psicopatía.

Si bien existen múltiples intentos de explicación para las conductas violentas y agresivas,
resulta complicado reducirlas a una única causa, teniendo en cuenta la complejidad que llega a
abarcar las dimensiones de un solo individuo (Sepulveda y Moreno, 2017). Por esto, los
principales modelos explicativos se dividen en 3 clases: los modelos psicológicos, los modelos
culturales y los modelos neurobiológicos; siendo este último el que se abordará en el presente
artículo.

Estructuras corticales involucradas en la agresión

Las diversas investigaciones con técnicas de neuroimagen han hecho importantes


contribuciones acerca de las características neuropsicofisiológicas de los sujetos que manifiestan
conductas agresivas, dejando entrever los importantes roles que cumplen estructuras corticales y
subcorticales como la corteza orbitofrontal, la amígdala y el cuerpo estriado ventral. (Rosell y
Siever, 2015)

En el caso del trastorno de personalidad antisocial, caracterizado por patrones de


comportamiento agresivos, se han descubierto marcadas alteraciones en el metabolismo de áreas
corticales como la amígdala y la corteza prefrontal, las cuales presentan un papel importante en
la reacción y la regulación emocional, respectivamente. En este sentido, mediante estudios con
tomografía por emisión de positrones, se ha podido comprobar que los individuos con conductas
antisociales presentan actividades metabólicas bajas en la corteza prefrontal, mientras que en la
amígdala éstas se verían aumentadas. (Glannon, 2005)

Para Fanning et al (2018), la amígdala desempeña una función clave en el procesamiento


emocional, la detección de amenazas ambientales, la excitación y la producción de la respuesta al
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estrés; estando involucrada, además, en la producción de respuestas conductuales y autónomas


hacia la amenaza. Por otro lado, Rodríguez, LeDoux y Sapolsky (2009), refieren que la riqueza
estructural y de interconectividad con que cuenta la amígdala implica su acción en una gran
variedad de procesos sociales altamente relacionados con el procesamiento emocional.

Por su parte, el cuerpo estriado ventral facilita el aprendizaje que permite predecir las
recompensas y modular los esfuerzos hacia un objetivo; respondiendo tanto a refuerzos primarios
y secundarios (alimentos y dinero), o incluso a recompensas sociales abstractas. (Sescousse et al,
2013)

Además de lo anterior, recientes estudios, como el realizado por Fanning et al (2018), han
puesto en evidencia el papel de la corteza orbitofrontal en la codificación de la experiencia
emocional; la cual incluye la integración de la información afectiva de la amígdala, el estriado
ventral y otras regiones, con el fin de otorgar un valor afectivo a estímulos específicos dentro de
un contexto determinado. Así pues, esta función de “análisis” de la corteza orbitofrontal se ubica
dentro del grupo de procesos que son relevantes para la conceptualización de la agresión, la
valoración emocional y la toma de decisiones.

Neurotransmisores relacionados con las conductas agresivas y la violencia

Noradrenalina

Algunos autores como Dajas (2010) y Pacheco (2017), afirman que la noradrenalina
contribuye a disminuir los niveles de dolor en un individuo, aumenta la capacidad mnésica y, a
través de las vías noradrenérgicas que terminan en la amígdala y la corteza prefrontal, constituye
el primer sistema de alarma que puede activar una respuesta agresiva; aunque las evidencias a
favor de esta conclusión no son homogéneas.

Serotonina

La serotonina es producida en los núcleos del rafe en el tallo cerebral, los cuales forman
un circuito entre la corteza orbitofrontal y el sistema límbico (Sepúlveda y Moreno, 2017). De
este modo, según Coccaro et al. (2015), la reducción de serotonina está relacionada con el
aumento de los niveles de conductas agresivas e impulsivas, al ser este neurotransmisor un
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modulador de dichas conductas en aquellas áreas cerebrales que tienen un componente


principalmente emocional.

Dopamina

Según Pacheco (2017), la dopamina juega un papel fundamental en la promoción de la


irritabilidad y la agresividad. Así pues, el aumento de la dopamina en conjunción con la
disminución en el nivel de serotonina y noradrenalina, están relacionados con la conducta
antisocial y la inhibición de la impulsividad.

Diferentes estudios indican que conductas agresivas (intimidación, ira y crueldad) en


población infantil, han estado asociadas a disminución en la función de dopamina (Chester et al,
2015).

Vasopresina

Ciertos estudios han arrojado evidencia significativa que sugiere la implicación que tiene
la vasopresina en la aparición de conductas agresivas, mediante la liberación de este
neurotransmisor en áreas emocionales como la amígdala; proceso que parece estar mediado por
sus receptores V1a y/o V1b. (Sepúlveda y Moreno, 2017)

Cortisol y testosterona

Para autores como Núñez et al. (2019), el cortisol y la testosterona pueden influir en la
aparición de conductas violentas y psicopatía a través de la inhibición del miedo en la amígdala y
su conexión con la corteza prefrontal. No obstante, esta relación es sumamente compleja y
probablemente depende de factores como la edad, el género y el grado de agresión y psicopatía.
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Conclusiones
La agresividad es una conducta inherente a los animales; como defensa, ha sido un
mecanismo que le ha permitido a la especie sobrevivir y adaptarse al mundo, cuando dicha
conducta deja de ser adaptativa, supone un problema social, dado que es un acto que genera daño
físico y emocional; con el avance de la Psicología y las Neurociencias, ha podido comprobarse
que ciertas enfermedades mentales, que traen consigo conductas violentas y agresivas, presentan
una alteración en la bioquímica del cerebro.

Los diferentes estudios sugieren una intervención directa de la amígdala en las conductas
agresivas, cuya hiperreactividad afecta notablemente el desempeño de un individuo en la
sociedad. Además de esta área, la corteza orbitofrontal estaría relacionada con la inhibición de la
impulsividad asociada a la agresividad, explicada por su hipoactividad.

En cuanto a los neurotransmisores implicados, el más estudiado de ellos ha sido la


serotonina, con su rol de excitador; pero también, la dopamina, noradrenalina, vasopresina, y
además de hormonas como el cortisol y la testosterona.

Algunos estudios abordan como los diferentes neurotransmisores, neuromoduladores o


neurohormonas interactúan entre sí en cualquier conducta, incluyendo la conducta agresiva.

Si bien aún hoy en día existen algunos vacíos para explicar la relación entre los
neurotransmisores y las diferentes conductas, es indudable el progreso que se ha realizado en
materia de Neuropsiquiatría para brindar un tratamiento eficaz en las problemáticas emocionales
que se vienen presentando actualmente. Así, consideramos esta interacción neurobiológica del
cerebro como un aspecto de especial importancia para el quehacer del neuropsicólogo, quien se
desenvuelve directamente con este tipo de problemáticas.
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Referencias

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Sescousse, G., Caldú, X., Segura, B., & Dreher, J. C. (2013). Processing of primary and
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Coccaro, E., Fanning, J., Phan, K., & Lee, R. (2015). Serotonin and impulsive aggression. CNS
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