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Introducción
Desde el inicio de la historia, el ser humano se ha caracterizado por su facultad para sacar
provecho de sus habilidades mentales, con el fin de lograr su supervivencia. La capacidad de
razonar y planear estrategias ha ayudado a la especie a posicionarse en el lugar en que se
encuentra actualmente, sin embargo, no todo se debe a la cognición, también las emociones han
jugado un papel crucial en nuestro camino evolutivo. El amplio repertorio de respuestas
emocionales con el que contamos es difícil de estimar, y aunque cada una de las emociones
brinda grandes aportes a la comprensión del sistema nervioso central (SNC), en este artículo nos
centraremos en la ira y sus vertientes: la agresividad y la violencia.
Ante lo anterior, y tomando en cuenta lo expuesto por Rosell y Siever (2015), es posible
afirmar que existen 2 tipos de agresión: reactiva y proactiva. Siendo la reactiva aquella que está
acompañada de ira u hostilidad; que además ocurre como respuesta a la frustración o
provocación en un contexto interpersonal, encontrándose motivada por el propósito más
primitivo de mitigar los estados afectivos desagradables. Mientras que la proactiva no implica
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necesariamente un estado de afecto como la ira; es típicamente iniciada por el individuo sin
existir una provocación; siendo el motivo normal, la expectativa de obtener algo de valor.
Si bien existen múltiples intentos de explicación para las conductas violentas y agresivas,
resulta complicado reducirlas a una única causa, teniendo en cuenta la complejidad que llega a
abarcar las dimensiones de un solo individuo (Sepulveda y Moreno, 2017). Por esto, los
principales modelos explicativos se dividen en 3 clases: los modelos psicológicos, los modelos
culturales y los modelos neurobiológicos; siendo este último el que se abordará en el presente
artículo.
Por su parte, el cuerpo estriado ventral facilita el aprendizaje que permite predecir las
recompensas y modular los esfuerzos hacia un objetivo; respondiendo tanto a refuerzos primarios
y secundarios (alimentos y dinero), o incluso a recompensas sociales abstractas. (Sescousse et al,
2013)
Además de lo anterior, recientes estudios, como el realizado por Fanning et al (2018), han
puesto en evidencia el papel de la corteza orbitofrontal en la codificación de la experiencia
emocional; la cual incluye la integración de la información afectiva de la amígdala, el estriado
ventral y otras regiones, con el fin de otorgar un valor afectivo a estímulos específicos dentro de
un contexto determinado. Así pues, esta función de “análisis” de la corteza orbitofrontal se ubica
dentro del grupo de procesos que son relevantes para la conceptualización de la agresión, la
valoración emocional y la toma de decisiones.
Noradrenalina
Algunos autores como Dajas (2010) y Pacheco (2017), afirman que la noradrenalina
contribuye a disminuir los niveles de dolor en un individuo, aumenta la capacidad mnésica y, a
través de las vías noradrenérgicas que terminan en la amígdala y la corteza prefrontal, constituye
el primer sistema de alarma que puede activar una respuesta agresiva; aunque las evidencias a
favor de esta conclusión no son homogéneas.
Serotonina
La serotonina es producida en los núcleos del rafe en el tallo cerebral, los cuales forman
un circuito entre la corteza orbitofrontal y el sistema límbico (Sepúlveda y Moreno, 2017). De
este modo, según Coccaro et al. (2015), la reducción de serotonina está relacionada con el
aumento de los niveles de conductas agresivas e impulsivas, al ser este neurotransmisor un
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Dopamina
Vasopresina
Ciertos estudios han arrojado evidencia significativa que sugiere la implicación que tiene
la vasopresina en la aparición de conductas agresivas, mediante la liberación de este
neurotransmisor en áreas emocionales como la amígdala; proceso que parece estar mediado por
sus receptores V1a y/o V1b. (Sepúlveda y Moreno, 2017)
Cortisol y testosterona
Para autores como Núñez et al. (2019), el cortisol y la testosterona pueden influir en la
aparición de conductas violentas y psicopatía a través de la inhibición del miedo en la amígdala y
su conexión con la corteza prefrontal. No obstante, esta relación es sumamente compleja y
probablemente depende de factores como la edad, el género y el grado de agresión y psicopatía.
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Conclusiones
La agresividad es una conducta inherente a los animales; como defensa, ha sido un
mecanismo que le ha permitido a la especie sobrevivir y adaptarse al mundo, cuando dicha
conducta deja de ser adaptativa, supone un problema social, dado que es un acto que genera daño
físico y emocional; con el avance de la Psicología y las Neurociencias, ha podido comprobarse
que ciertas enfermedades mentales, que traen consigo conductas violentas y agresivas, presentan
una alteración en la bioquímica del cerebro.
Los diferentes estudios sugieren una intervención directa de la amígdala en las conductas
agresivas, cuya hiperreactividad afecta notablemente el desempeño de un individuo en la
sociedad. Además de esta área, la corteza orbitofrontal estaría relacionada con la inhibición de la
impulsividad asociada a la agresividad, explicada por su hipoactividad.
Si bien aún hoy en día existen algunos vacíos para explicar la relación entre los
neurotransmisores y las diferentes conductas, es indudable el progreso que se ha realizado en
materia de Neuropsiquiatría para brindar un tratamiento eficaz en las problemáticas emocionales
que se vienen presentando actualmente. Así, consideramos esta interacción neurobiológica del
cerebro como un aspecto de especial importancia para el quehacer del neuropsicólogo, quien se
desenvuelve directamente con este tipo de problemáticas.
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Referencias
Sescousse, G., Caldú, X., Segura, B., & Dreher, J. C. (2013). Processing of primary and
secondary rewards: a quantitative meta-analysis and review of human functional neuroimaging
studies. Neuroscience and biobehavioral reviews, 37(4), 681–696.
https://doi.org/10.1016/j.neubiorev.2013.02.002
Coccaro, E., Fanning, J., Phan, K., & Lee, R. (2015). Serotonin and impulsive aggression. CNS
Spectrums, 20(3), 295-302. doi:10.1017/S1092852915000310
Morales, N., Sancho, M., Granados, B.., & Rahola, J. G. (2019). Trastorno límite de la
personalidad (TLP): características, etiología y tratamiento. Psiquiatría Biológica, 26(3),
85-98.