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Rüdiger

está muy ilusionado porque en pocos días será su cumpleaños y quiere


celebrarlo por primera vez en 150 años. No deja de pensar en los regalos que le
harán. Pero existe un problema: según las leyes de los vampiros está prohibido
celebrar los cumpleaños. Anton y sus amigos tienen que idear un plan para que
nadie se entere de que Rüdiger, por fin, va a tener su fiesta… ¿Encontrarán un
lugar apropiado? ¿Aparecerá tía Dorothee por allí?




































Angela Sommer-Bodenburg
El Pequeño Vampiro y su noche de cumpleaños
El pequeño vampiro – 18
























Título original: Der kleine Vampir hat Geburtstag, 2001
Traducción: Frank Schleper, 2003
Ilustraciones: Amelie Glienke
Digitalización: Javiera Leiva C. y Andrés Espinoza T.































Este libro esta dedicado a Burghardt Bodenburg,
con quien (casi) todos los días son días de fiesta,
y a todos aquellos que prefieren, como Rüdiger,
quedarse con sus regalos.

Angela Sommer-Bodernburg










¡Pom! ¡Pom! Estaban llamando a la puerta. Muy asustado, Anton miro en la
dirección de los golpes. Ahora se abriría la puerta y entraría el conde Drácula.
Estiraría sus blancas manos huesudas hacia él y lo agarraría con sus largas y
afiladas uñas…
¡Pom!¡Pom! Llamaron de nuevo. De repente, Anton se dio cuenta de que no
estaba en el castillo del conde Drácula, sino en su propia habitación y que todo
había sido un sueño.
Además, no estaban llamando a la puerta, sino a la ventana, Anton se levantó
y se puso una camisa. Luego se acercó a la ventana y apartó las cortinas. Vio
sentado en el alfeiza un pequeño cuerpo, vestido de negro, Anton abrió la
ventana. Olió el pesado aroma de un perfume dulzón.
—¡Buenas noches, Anton! —dijo una voz de chica.
—¡Anna! —respondió Anton.
Anna sonrió, dejando al descubierto sus colmillos blancos, brillantes bajo la
luz de la luna.
Al verlos, Anton sintió un escalofrío recorriendo su espalda.
Rápidamente, se abrochó la camisa hasta el cuello.
—No te doy miedo ¿verdad? —la voz de Anna sonaba ofendida.





























—¿Tú? ¡Qué va! —intentó disimular Anton—. ¡Es que hace un poco de frío!
—Sí, bastante —le dio la razón Anna—. ¡Ya nos hemos puesto todos dos
pares de leotardos de lana!
—¿Quieres entrar? —preguntó Anton.
—Hoy no —respondió Anna, sacudiendo la cabeza y mirando hacia adentro—
. ¿Estabas dormido?
Anton asintió con la cabeza.
—¿Y estabas soñando?
—Sí, con el conde Drácula —contestó Anton—, pero no con el de verdad —
añadió rápidamente, al recordar las malas experiencias que Anna había tenido con
su antepasado en Transilvania.
—¿Con cuál, si no? —preguntó ella.
—Con Bela Lugosi, el Drácula de la película.
—¡Sería mejor que soñaras conmigo! —dijo Anna, tirando de sus largos
pelos, despeinados por el viento.
—Con mucho gusto —respondió Anton, pero para que Anna no se hiciera
muchas ilusiones, añadió—: Contigo y con Rüdiger, pero no con Olga.
Olga von Seifenschwein era el gran amor de Rüdiger von Schlotterstein, el
pequeño vampiro. Sin embargo, se trataba de un amor muy poco correspondido
porque Olga quería a Rüdiger solamente para aprovecharse de él.

Desgraciadamente, el pequeño vampiro tenía ceguera de amor y no se daba
cuenta de nada.
—¡Olga! —bufó Anna, enfadada al oír este nombre—. ¡Habría sido mejor si
se hubiera quedado en Paris! ¡Pero no! Aparee aquí volando, sin invitación alguna,
e instala su ataúd plegable en nuestra cripta. Y ahora, encima, pretende que los
niños vampiros celebremos nuestros cumpleaños.
—Mi familia es muy estricta en todo lo que tiene que ver con ser vampiro.
Cualquier cambio de las reglas se discute hasta que todos estemos de acuerdo. Eso
se consigue muy pocas veces, claro. Por eso tenemos tantas reglas antiquísimas. Y
una de esas reglas consiste en celebrar el día de nuestra conversión en vampiro. Y
otra en no celebrar el cumpleaños. Además, sería muy extraño porque sólo
podríamos celebrar el último.
—¿El último? —preguntó Anton, con una mueca de incomprensión.
—Sí, nuestro último cumpleaños humano, antes de convertirnos en vampiro
—explicó Anna—. Yo, por ejemplo, celebraría eternamente mi noveno
cumpleaños.
—Entiendo —dijo Anton, aclarándose la voz—. A Rüdiger le encanta la idea
de Olga de celebrar su cumpleaños.
—¡Claro! ¡Por los regalos! Olga le ha convencido de que esta vez podrá
quedarse con todos los regalos que reciba.
—¿No es así?
—Pues no. Si tenemos que devolver todos los regalos que nos dan el día de la
conversión en vampiro, debería ser igual el día del cumpleaños.
—¿Es otra de vuestras reglas?
—Para los cumpleaños no existen reglas aún. Por eso Olga quiere que
Rüdiger sea el conejillo de Indias para su propio cumpleaños el 21 de noviembre.
Quiere que la fiesta de Rüdiger sea algo así como el ensayo general para su propia
fiesta ¡Bah! —bufó Anna, enfadada—. El día que Olga no piense en sí misma, me
pondré al sol para broncearme.
—¡Anna! —gritó Anton—. ¿No querrás…?
—No te preocupes. Ha sido una broma. Jamás haría eso, aunque fuera sólo
por ti. Ya sabes que puedo esperar.
Anna se río por lo bajo.
Anton prefirió no preguntar a qué se refería Anna al decir que podía esperar.
—Por cierto, ¿por qué has venido hoy? —preguntó Anton para cambiar el
tema.

—Para pedirte que hablas con Rüdiger. Tal vez seas capaz de hacerle cambiar
de opinión respecto a la fiesta de cumpleaños. Yo ya he hecho todo lo que he
podido y creo que en balde.
Anna tosió y, como si se hubiera acordado de algo, se pasó la lengua por los
labios.
—Ahora debo irme volando —dijo, con la voz cambiada—. Que tengas dulces
sueños… ¡conmigo!
Rápidamente se alejó volando.
Anton cerró la ventana y corrió las cortinas.
«Vale», pensó, «hablaré con Rüdiger la próxima vez que le vea. Aunque no sé
cuándo va a ser porque en los próximos días el pequeño vampiro seguramente
estará muy ocupado con su amada Olga»






























Para sorpresa de Anton, el pequeño vampiro le visitó la siguiente noche.
—¡Hola, Rüdiger! —le saludó con mucha alegría al abrir la ventana.
—¡Hola, Anton! —respondió el pequeño vampiro deslizándose por el
alféizar.
Estaba más pálido que que nunca y tenía una grandes ojeras. Debía de ser
que Olga le tenía tan ocupado que no podía descansar ni dentro del ataúd…
—¿Tienes un minuto para mí? —graznó el pequeño vampiro.
—Tengo mucho tiempo —respondió Anton—. Mis padres se han ido al cine.
—Y el sábado que viene, ¿también irán al cine? —preguntó el pequeño
vampiro.
—¿El día de tu cumple? No. Tienen entradas para el teatro. ¡Adivina cómo se
llama la obra!
—¡Ni idea!
—Se titula: El murciélago.
El pequeño vampiro parecía estar impresionado.
—¿Hay vampiros entre los actores? —pregunto.
—Creo que no. Mi padre me dijo que se trata de un baile de disfraces y uno
lleva una máscara de murciélago.
—¿Y ya tienen las entradas?
—¡Que sí!
—¡Pues no sabes cuánto me alegro! —gritó el pequeño vampiro.
—¿Qué más te da? —se extrañó Anton—. De cualquier modo no voy a ir a tu
fiesta.
De repente se dibujó una sonrisa en la cara del pequeño vampiro.
—Pues yo creo que sí irás.
—¿Por? —preguntó Anton con un mal presentimiento.
—¡Por que lo vamos a celebrar en tu casa!
—¿En mi casa? ¡Ni lo sueñes!
—¡Pero si yo pensaba que los amigos deben ayudarse! —protestó el
pequeño vampiro —. Especialmente, si uno de ellos está en un apuro.

—¿Y en qué tipo de apuro estás?
El vampiro sorbió por la nariz.
—¡Tía Dorothee me ha prohibido celebrar mi cumple!
—¿Prohibido? ¿Pero no me habías dicho que lo iba a celebrar contigo?
—Sí, al principio quería. Pero ahora dice de repente que celebrar los
cumpleaños sería una violación de las leyes de los vampiros. ¡A mí me importan un
comino esas viejas leyes anticuadas! —bufó el pequeño vampiro enfadado —. Y
además, mis padres y mis abuelos están en Transilvania y no se van a enterar de
nada. ¡Seguro que tía Dorothee me hace esto porque está celosa!
—¿Celosa? —repitió Anton —. ¿Pero de quién?
—¡De mí y de Olga! ¡De quién si no! ¡Porque nos llevamos tan bien y porque
Drácula le dio calabazas porque con sus arrugas parece que la pobre tiene días
años más!
—¿No dio resultado su tratamiento de rejuvenecimiento? —preguntó Anton.
Tía Dorothee había intentado rejuvenecer su piel poniéndose mascarillas de
tierra de cementerio en la cara, para impresionar al conde Drácula que había dicho
que ella era «demasiado vieja» para él.
—¡Qué va! —respondió el pequeño vampiro—. Lo único que hicieron las
mascarillas es hacerle más arrugas aún. Ahora su cara se parece a un acordeón.
—¡Qué mal lo debe de estar pasando! —dijo Anton.
—¡Ella no! —gruñó el pequeño vampiro.
—¿Qué quieres decir?
Con cara de pena, el pequeño vampiro dejó caerse sobre la cama de Anton.
—Al menos, mientras estaba ocupada con su tratamiento nos dejaba en paz.
Desde que lo dejó está continuamente detrás de nosotros.
Anton miró hacia la ventana, asustado.
—¿No te habrá seguido, verdad?
—No, Se ha ido con Olga al «banco».
—¿A uno de los bancos del parque municipal?
El pequeño vampiro soltó una risita.
—¡No! ¡Al banco de sangre!
Como siempre que se tocaba el tema de las costumbres culinarias de los
vampiros, Anton sintió un escalofrío.
—Podrías cancelar la fiesta. —dijo rápidamente, para cambiar de tema.
—¿Cancelarla? —repitió el vampiro indignado—. ¡Llevo más de ciento

cincuenta años esperando este momento!
—¡Por eso! Si has esperado tanto tiempo, no te debería importar esperar un
año más.
—¡De eso nada! Olga ha venido desde París sólo para celebrarlo conmigo. No
pudo decepcionarla.
Para darle más énfasis a sus palabras, el pequeño vampiro golpeó varias veces
el edredón de la cama.
—¡Ay! —dijo Anton.
—¿Ay? —repitió el pequeño vampiro.
—Mi osito de peluche. Está debajo del edredón.
El pequeño vampiro soltó una carcajada.
—¿Sigues jugando con ositos?
—¡No juego con él! —aclaró Anton con dignidad—. Sólo lo tengo en mi cama.
Rüdiger metió la mano debajo del edredón y sacó el viejo osito de peluche de
Anton.



—¡Vaya! ¡Que regalo tan bonito para el cumpleaños de Olga!
—¡Es mío! —gritó Anton, quitándole rápidamente el osito a Rüdiger para
dejarlo sobre la estantería—. ¿Queréis celebrar el cumpleaños de Olga también en
mi casa? Preguntó con ironía.
—¡Por supuesto! —respondió el pequeño vampiro quien, evidentemente, lo
había dicho en broma.
—¡Ni hablar! —exclamó Anton—. ¡Aquí no se celebra ni el tuyo ni el de Olga!
¿Ya se te ha olvidado el caos que montasteis cuando celebrasteis la Noche

Transilvana en nuestro salón?
—¿La Noche Transilvana? —repitió el pequeño vampiro, ensimismado—. ¡Qué
bonita fue!
—¡Si, muy bonita! —comentó Anton en un tono irónico—. ¡Mis padres se
enfadaron tanto que pensé que me iban a mandar con unos padres adoptivos!
—¡Con los míos, por ejemplo! —dijo el pequeño vampiro encantado,
enseñando sus brillantes colmillos blancos.
—Anton se estremeció.
—Bueno —dijo—, con respecto a tu fiesta de cumple…
—¿Sí?
—Creo que se me ha ocurrido algo.
—Dime —le animó el pequeño vampiro.
—Bueno… —dijo Anton otra vez.
En realidad no se le había ocurrido nada, pero tenía que pensar en algo
rápidamente si quería evitar que la fiesta de Rüdiger se celebrase en su casa. El
problema consistía en encontrar un lugar alternativo. Pero ¿dónde? En el instituto
no podía ser, tampoco en el salón de actos del Club Deportivo ni en la Casa de la
Cultura, a pesar de que allí había un salón de baile…
«¡Ya está!». Al pensar en el salón de baile, Anton tuvo una idea genial.





















—¿Quieres que tu fiesta sea un éxito, verdad? —preguntó Anton.
—¡Un superéxito! —chilló el pequeño vampiro.
—Entonces deberías hacerla en un lugar en el que no haya que tener cuidado
con la moqueta, con los muebles, con las cortinas y todo eso —declaró Anton—.
En un lugar en el que se pueda bailar como un loco.
—¡Suena muy bien!
—Un lugar sin padres que vuelvan del teatro y acaben con la fiesta antes de
la hora —continuó Anton—. Un lugar sin vecinos que se quejen del ruido y llamen
a la policía. Un lugar sin absolutamente nadie porque a las diez de la noche se
cierra el edificio entero.
—¡Suena cada vez mejor!
—Un lugar a pocos metros del cementerio…
—¿Existe un lugar así’ —dudó el pequeño vampiro, frunciendo el ceño.
—¡Claro que sí! ¡Además, ya has estado allí dos veces!
—¿Yo?
—¡Sí, tú! —dijo Anton y, después de una pequeña pausa para aumentar las
expectativas, continuó—: ¡Te estoy hablando de la Escuela de Baila Cisneros!
¡Imposible! —gritó el pequeño vampiro poniendo cara de asco—. Olga no
quiere tener nada que ver con ese saltarín, ¡Ni yo tampoco!
—¡Pero si no te estoy diciendo que volváis a las clases de baile! Sólo pensaba
que podrías… —Anton hizo un pausa para busca la palabra adecuada—… ocupar el
salón de baile de la escuela durante una noche.
—¿Ocupar el salón de la escuela? —gruñó el pequeño vampiro—. ¿Pero no
has hablado antes de bailar como loco? Olga y yo no queremos estar sentados y
aburridos toda la noche.
—¡No es eso! El profesor no va a estar. Sólo os «presta» el salón y vosotros
hacéis lo que queráis. Como vampiros, ya sabéis lo que significa pedir prestado,
¿verdad?
Anton pensó en todos los libros de historias de vampiros que había dejado a

Rüdiger y a Anna a lo largo de los años. La mayoría de ellos nunca los volvió a ver.
—¿ Y tú crees que el Cisneros nos prestará su salón precisamente a nosotros?
—dudó el pequeño vampiro.
—Voluntariamente, no creo. Pero no tiene por qué enterarse.
—¿Y cómo quieres conseguir eso?
—¡Algo se me ocurrirá!
—¿No me días que sigues yendo allí a dar saltitos? —siguió investigando el
pequeño vampiro.
—¡Y qué quieres que haga! —respondió Anton asintiendo—. Mis padres han
pagado por adelantado y el Cisneros se niega a devolverles el dinero. Pero he
faltado a las últimas dos clases porque me hice un esguince.
—¿Y crees realmente que podremos celebrar mi cumpleaños con el seños
Cisneros… quiero decir, en su salón de baile?
—Siempre que no se entere…
—Igual que tía Dorothee —murmuró el pequeño vampiro.
Anton se estremeció.
—¿Tía Dorothee?
—¡Sí! —exclamó el pequeño vampiro, rascándose la barbilla—. Tampoco ella
debe de enterarse de la fiesta. ¿Sabes una cosa? ¡Deberíamos juntarlos el día de
mi cumpleaños!
—¿A quién?
—¡A tía Dorothee y al señor Cisneros! ¿Cómo se decía eso, cuando quedan
dos personas que no se conoces?
—Cita a ciegas.
—¡Lo que no entiendo es por qué no se me había ocurrido antes! —dijo el
pequeño vampiros soltando una risa ronca—. El Cisneros es exactamente el tipo
de diversión que tía Dorothee necesita tras su fracaso con las mascarillas. ¿No
tiene también cursillos para la tercera edad?
—Sí, pero tu tía no puede ir.
—¿Por qué no?
—Porque es el miércoles por la tarde. Pero podríamos organizarles una cita a
la hora de puesta de sol en un bar cualquiera.
—A tía Dorothee no le gustan los bares. Es por el humo del tabaco.
Para pensar mejor, el pequeño vampiro rechinó los dientes.
—¡Ya lo tengo! —gritó de repente, levantándose de la cama saltando—. En el
teatro no se puede fumar, ¿verdad?

Anton asintió.
—¡Pues ya está! ¡Maravilloso! —continuó el pequeño vampiro—. ¡Tú
compras las entradas para ese… ese «murciélago», dos butacas, una al lado de la
otra, para la noche del 15 de octubre! Una se la meto a tía Dorothee en el ataúd y
la otra se la das al señor Cisneros. El sábado, los dos se conocerán en el teatro,
empezarán a charlar… ¡y bingo!
—¿Bingo?
—¡Bingo! ¡El amor!
—¿Y con qué dinero crees que voy a para las entradas?
—¿No te has quedado con el dinero para mi cursillo de baile? ¡Úsalo para las
dos entradas y te sobrará para comprarme un regalo!
—¡O dos! —añadió Anton, disgustado.
—¡O tres, incluso! —insistió el pequeño vampiro, frotándose las manos de lo
contento que estaba—. ¡Y lo mejor de todo es que esta vez podré quedármelos
todos!
Rüdiger respiró profundamente.
—Anton, ¡realmente eres un buen amigo! Pero ahora debo irme. Todavía no
he… ejem… comido.
Con un movimiento elegante se subió al alféizar. Extendió los brazos debajo
de la capa y enseguida comenzó a flotar en el aire.
—¡Hasta luego, Anton! —dijo antes de salir volando.



















—¿Son muy caras las entradas para El murciélago? —les preguntó Anton a sus
padres, a la mañana siguiente.
Como todos los sábados, el padre había traído panecillos recién hechos antes
de preparar café y chocolate. También había cereales y ensalada de frutas.
Al oír la pregunta de su hijo, los padres intercambiaron una mirada de sorpresa.
—¿No habrás cambiado de opinión y ahora te quieres apuntar? —le pregunto
la madre a Anton.
—Tal vez.
—¡Es una obra muy recomendable! —se entusiasmó el padre, antes de ponerse
a cantar con una extraña voz de timbre muy alto—: Oh, murciélago…
Anton casi se atragantó al oírle así.
—¿Cantan? ¿Es un musical? —preguntó.
—Es una opereta —le aclaró su madre.
—¿Ope... qué?
—Opereta —repitió el padre—. Es el diminutivo de ópera y significa algo así
como «pequeña ópera».
—«Pequeña» me gusta —dijo Anton sonriendo, pensando en el pequeño
vampiro—. Pero todavía no me habéis contestado.
—¿Si las entradas son caras? No te preocupes. Si te vienes, te invitamos —
ofreció el padre.
—No, no es eso…
—Entonces ¿qué es?
—Conozco a alguien que quiere ir.
—¿De tu clase? —preguntó la madre.
—No —contestó Anton negando la cabeza.
—¿De dónde pues?
—De… la escuela de baile.
Ni siquiera era una mentira porque el pequeño vampiro había asistido dos veces
al cursillo.

—¡Qué bien! —comentó la madre, sonriendo contenta—. La verdad es que en
tu grupo hay unos chicos muy simpáticos.
Rellenó las tazas de café. Anton se llenó un cuenco con cereales, fruta y leche.
—¿Creéis que quedan entradas?
—He leído en el periódico que el interés del publico ha sido más bien escaso —
respondió el padre—. Tal vez sea verdad que la gente ahora prefiere los musicales.
—¿El interés ha sido escaso? —repitió Anton—. ¡Entonces habrá rebajas!
—No te hagas ilusiones. Un teatro no es un hipermercado —dijo el padre—.
Pero es posible que vendan algunas entradas a precio reducido.
«¡Genial!», pensó Anton y, en voy alta, dijo:
—Por cierto, la ensalada de frutas es de primera, papá
—Muchas gracias, pero en realidad la ha preparado tu madre.
Anton notó que se le pusieron rojas las orejas.
—Pero sigue siendo de primera —insistió, sin dejar ver la alegría que sentía al
darse cuenta de la cara de decepción de su madre.
Por la tarde, Anton se montó en la bicicleta para acercarse al teatro donde
ponían El murciélago. En la taquilla había un joven pelirrojo con largos rizos y barba.
Daba la impresión de que también solía comprar entradas a precio reducido.
—¿Qué deseas? —le preguntó el joven a Anton.
«Qué bien», pensó Anton, «parece simpático».
—Quería dos entradas para la función de noche del 15 de octubre.
—Todas las funciones son de noche. —contestó el joven.
—Ah.
—¿Qué butacas querías? —preguntó el joven, indicando la lista de precios al
lado de la taquilla.
Anton se puso pálido. ¡Las butacas más baratas valían 15 euros!
—¿No hay precios reducidos? —preguntó con cuidado.
—¿Cuánto te querías gastar?
—Lo menos posible.
El joven se rió.
—Es que tengo que pagarlas con mi paga —confesó Anton.
—¿Quieres invitar a tu novia, verdad?
—Más o menos —contestó Anton, aclarándose la voz—. En realidad, es… es
una cita a ciegas.
—Entiendo, la chica a la que vas a invitar todavía no te conoce, ¿verdad? —

preguntó el joven, guiñándole el ojo—. Le envías la entrada por correo y en el teatro
os vais a conocer. ¡Qué romántico!
Anton asintió con la cabeza.
—¡Eso es, quiero que sea romántico!
—Bueno, en este caso… —dijo el taquillero, buscando algo sobre la mesa—.
¡Toma! Dos invitaciones de prensa.
Con estas palabras pasó dos entradas por el hueco de la taquilla. Incrédulo,
Anton miró la palabra «GRATUITA» escrita en ellas en grandes letras.
—¿Gratuita? —murmuró—. ¿Significa que…?
—¡Sí! ¡Por no se lo digas a nadie! —le pidió el joven, poniéndose el dedo índice
en los labios—. ¿Quieres saber una cosa? Yo también conocí a mi novia en una cita
a ciegas.
—¿En serio?
—¡En serio!
En ese momento, se acercó una señora muy arreglada a la taquilla.
—¿Qué desea? —le preguntó el joven, de nuevo en un tono muy profesional.
—Una entrada para el domingo —pidió la señora.
Rápidamente Anton se metió las dos invitaciones en el bolsillo de su cazadora
vaquera, junto a los 50 euros que había sacado de su cartilla para pagar el cursillo de
baile de Rüdiger. ¡Ya era la segunda vez que no se gastaba el dinero!
—¡Muchas gracias! —se despidió del taquillero.
—¡No hay de qué! —respondió el joven con una sonrisa—. ¿Qué butaca
quería? —preguntó dirigiéndose ya a la señora.
Anton se montó en la bicicleta y saludó otra vez con la mano al joven, antes de
salir.













Al llegar a casa, Anton se fijó en las entradas y se pegó un buen susto: fila 2,
butacas 17 y 19. Al final, ¡ni siquiera estarían sentados juntos tía Dorothee y el
señor Cisneros!
Se fue a la cocina para buscar a su mare que estaba preparando una ensalada
de huevo duro, jamón y queso.
—¿Qué butacas tenéis vosotros para El murciélago? —preguntó Anton.
—Parece que no estás pensando en otra cosa que en esta obra —respondió
la madre, sorprendida.
—Sólo quería saber dónde os vais a sentar.
—¿Y para qué?
—Ese amigo mío —Anton se aclaró la voz—, el que quería ver El murciélago,
ya ha conseguido entradas y también son para el día 15.
—Ah ¿sí?
—¡Sí! Están en la fila 2, butacas 17 y 19.
—¡Vaya! ¡Qué coincidencia! —comentó la madre—.Me paree que tu padre y
yo estamos también en la fila 2.
—¿De verdad?
—Creo que sí. Lo voy a mirar ahora mismo.



La madre de Anton se lavó las manos y salió al pasillo. Enseguida volvió con
las entradas.
—Tenía razón, estamos en la fila 2. ¿Qué butacas decías que tiene tu amigo?
—17 y 19.
—¡Pues sí que es una coincidencias! Tu padre y yo tenemos las 21 y la 23- Eso
quiere decir que estamos al lado de tu amigo.
—¿Y quién está en medio? —preguntó Anton, frunciendo el ceño.
—¿Cómo que en medio? —contestó la madre.
—Pues ¡en la 20!

—La 20 está en el otro lado. En el teatro, todos los números impares están en
un lado y los pares en el otro. ¡Qué bien! —se entusiasmó la madre—. Tengo
ganas de conocer a tu amigo.
—Pero tendrás que tener cuidado —dijo Anton—. Irá con su tía.
—¿Por qué? ¿Es muy antipática?
—¡Es mucho más que antipática! Una vez que se apaguen las luces del
teatro, puede ser realmente peligrosa.
—¿No estarás exagerando un poco, Anton? —preguntó la madre, alzando las
cejas.
—De cualquier modo, no estaría mal que comierais mucho ajo antes de salir
—le aconsejó Anton.
En ese momento, entró en la cocina su padre.
—¿He oído bien? ¿Quieres que comamos ajo?
—Sí, el sábado que viene —afirmó Anton—. Antes de ver El murciélago.
—Imagínate, el amigo de Anton tiene las butacas justo a nuestro lado —le
informó la madre a su marido—. Y Anton dice que su tía es tan peligrosa que hay
mantenerla a distancia oliendo a ajo.
—¿No será una vampiresa esa tía? —preguntó el padre, sonriendo.
—Parece que ya los sabes —contestó Anton, encogiéndose de hombros.
Su padre soltó una carcajada.
—Lo de comer ajo me gusta. Hace poco vi una receta de pollo al ajillo que
tengo ganas de probar.
—¿Tengo que comer yo? —preguntó Anton. De ninguna manera quería
estropear la fiesta de cumpleaños de Rüdiger—. A mí el ajo me da dolor de tripa.
—¡Pero bueno! —exclamó su madre, suspirando—. Como siempre, el
señorito necesita una comida especial…
Por la noche, Anton comió su ensalada con muchas ganas, pero pasó de la
salsa casera de su madre. Por su también llevaba ajo.
Sin embargo, todo cuidado era innecesario. Ni el pequeño vampiro ni Anna
se acercaron a la ventana de Anton esa noche.








A la noche siguiente, tocaron el timbre a las ocho y pico.
Anton, que estaba en el salón jugando al ajedrez con su padre, tuvo un mal
presentimiento en cuanto lo oyó.
—¡Voy yo! —dijo rápidamente.
—No, voy yo —respondió su padre—. A estas horas sólo puede ser el
portero, algún vecino enfadado o un vampiro.
—¡Por eso! —insistió Anton.
—No quiero que a estas horas abras la puerta, Anton —le interrumpió el
padre, levantándose del sillón.
Salió al pasillo y dando grandes zancadas llegó a la puerta.
—¡Muy buenas noches, señor Bohnsack! —dijo una voz ronca de chica.
Anton casi se cayó del sillón. ¡Era la voz de Olga von Seifenschwein!
—Buenas… noches —saludó el padre de Anton.
—¿No se acuerda de mí, señor Bohnsack?
—Para ser sincero, no —contestó el padre de Anton, aclarándose la voz.
—¡Yo sí me acuerdo de usted! —declaró Olga—. ¡No se puede uno olvidar de
un hombre como usted!
—¿Ah no? —dijo el padre, riéndose.
—Con Anton es igual —continuó Olga—. Tampoco puedo olvidarme de él.
¿Puedo pasar?
—Por… supuesto.
Parecía que el padre de Anton no se había dado cuenta de lo poco cortés que
era hacer esperar a Olga en la escalera.
—Pero te pido que sea una visita breve. Mañana hay clase.
—Además —añadió Anton, que se había asomado al pasillo—, estamos en
medio de una partida de ajedrez.
—¡Anton! ¡Me alegro mucho de verte! —susurró Olga.
Como siempre, ella llevaba un gran lazo en el pelo rubio plateado,
cuidadosamente peinado. En esta ocasión, el lazo era rojo, haciendo juego con el
traje regional del mismo color y el delantal blanco. Olga se había puesto grandes

cantidades de un perfume que olía a pino y si no hubiera sido por sus afilados
colmillos y por su capa de vampiro, nadie la habría reconocido por lo que
realmente era.
—¿Está jugando al ajedrez con Anton? —preguntó Olga, abriendo aún más
sus enormes ojos azules—. ¡Me encanta el ajedrez! Mi padre, Blasius von
Seifenschwein, y yo jugábamos durante las largas noches del invierno transilvano.
Con los lobos aullando debajo de las ventanas de nuestro castillo, a menudo hasta
la madrugada.
—¿Vuestro castillo? ¿Has crecido en un castillo? —preguntó el padre.




—¡Naturalmente! ¡En el castillo Seifenschwein, el castillo más lujoso de toda
Transilvania!
El padre de Anton, más que estar impresionado, parecía estar de guasa.
—¿Y quién solía ganar? —preguntó guiñándole el ojo a su hijo.
—¿Ganar? —repitió Olga—. ¿El qué?
—Las partidas de ajedrez.
—¡Yo, naturalmente!
—Es decir, que tú juegas muy bien.
—¡Claro que sí! Puedo ser muy testaruda. ¡Si algo me gusta, no lo dejo
fácilmente! —afirmó riéndose de manera estridente.
Anton se estremeció.
—¿Por qué has venido? —preguntó a Olga.
—Para hablar contigo.
—¿Y no podrías haber esperado hasta mañana por la mañana? —la
interrumpió el padre de Anton.
—Me temo que no. Desgraciadamente, por las mañanas…
Olga se interrumpió. ¡No le iba a decir que a esa hora se debía quedar dentro
del ataúd!
—Las mañanas no me sientan muy bien —dijo al final.
—¡Y a Anton tampoco! —añadió el padre—. ¡Especialmente las de los lunes!
¡Así que no os enrolléis mucho! Dentro de tres cuartos de hora vuelve la madre de
Anton de su reunión del instituto.
—No se preocupe, señor Bohnsack, no tardaremos nada —le prometió Olga y
pasó a la habitación de Anton sin cortarse un pelo.
—¿Pero qué te has creído tú? —preguntó Anton enfadado, una vez cerrada
la puerta de la habitación—. Venir a verme así, sin más. Me voy a meter en un lío
por tu…
—¡Que calorcito hace en tu casa! —le interrumpió Olga, sin hacerle ni el
menor caso—. Comparado con el frío y la humedad de la Cripta Schlotterstein,
brrrr —añadió estremeciéndose.
—Si no te gusta la cripta, ¿por qué no vuelves volando a París? —propuso
Anton.
—En París tampoco hace calor. Además —respondió Olga, suspirando—, se
me necesita aquí. La pobre tía Dorothee ¡Está tan deprimida!
—¿Deprimida? ¿En qué se nota eso?

—¡No tiene nada de apetito! Menos mal que tuviste la idea de la cita a
ciegas. ¡Seguro que el contacto con el señor Cisneros la convierte de nuevo en una
vampiresa vital y fuerte!
A Anton le entraron escalofríos.
—¿Y de qué querías hablar conmigo? —le preguntó a Olga.
—¡De todos los detalles, naturalmente! ¿Ya tienes las entradas?
Anton asintió con la cabeza y se acercó al escritorio para abrir el cajón de la
izquierda, en el que guardaba bajo llave todas las cosas que no querría que sus
padres vieran. Sacó una de las dos entradas y se la pasó a Olga que se la acercó
tanto a los ojos que sus pestañas casi tocaban el papel.
—¿Fila 2? —protestó—. ¿No quedaban butacas en la primera fila?
—¡Pues no! —contestó Anton, malhumorado.
—Y el 19, ¿No será lateral?
—¿Qué? —preguntó Anton, asustado—. ¿Pone 19?
—Sí, ¿qué pasa? —contestó Olga, indignada—. ¿Crees que no sé leer?
—No, pero me he confundido. Toma ésta. ¡Ésta es la buena!
Anton le alcanzó la entrada de la butaca número 17.
Olga la metió rápidamente en el bolsillo del delantal.
—¿Y a ésta, qué le pasa? —preguntó devolviéndole la entrada a Anton.
Anton se apresuró para meter la entrada de la butaca número 19 de nuevo
en el cajón y cerrarlo con llave.
—¡Mis padres estarán sentados en las butacas 21 y 23!
—¿Y qué?
—¿De quién quieres que se enamore tía Dorothee? Del señor Cisneros o de
mi padre?
Olga soltó una risita.
—¡Habría que pensárselo! Quiero decir, tu padre y tu madre y tú… Seguro
que seríais una familia de vampiros encantadora: ¡la estirpe de los Von Bohnsack!
—¡Ni lo sueñes! —se negó Anton rotundamente.
—¡Como quieras! —respondió Olga, un poco ofendida y encogiéndose de
hombros—. De todos modos, ahora debo irme volando. Me están esperando…
—¿Quién? ¿Rüdiger?
—¿Rüdiger? —repitió Olga, soltando una risa aguda—. ¡Qué va! El insaciable
Ro…
Como si hubiera ya dicho demasiado, Olga se interrumpió y se tapó la boca
con la mano. Sin ni siquiera despedirse, abrió la ventana y salió volando.

En ese momento, llamaron a la puerta de la habitación
—¿Anton? —preguntó el padre desde el otro lado, llamando una vez más,
antes de abrir la puerta—. ¿Estás solo? ¿Dónde está Olga? —se extrañó.
—Ya se ha ido.
—Pero debería haberla visto al pasar.
—No estarías mirando en ese momento, supongo.
—Al menos, ¡podría haberse despedido!
—¡Es verdad! —le dio la razón Anton. Y en su pensamiento añadió: «Y ojalá
¡para siempre!»































Las dos noches siguientes, Anton esperó también en balde la llegada del
pequeño vampiro. La noche del miércoles, se tumbó sobre la cama y abrió La
almohada sangrienta, la nueva novela de vampiros. Pero sólo había leído una
página, cuando llamaron a la ventana.
Anton se levantó corriendo para abrirla.
—¿Tú? —preguntó, sin poder disimular su decepción, cuando descubrió que
era Anna.
Anna entró bajando al suelo.
—¿Habías esperado a otra o qué? —bufó enfadada.
—¿Qué otra? —preguntó Anton sorprendió.
—Pues, ¡Olga! ¡Parece que el sábado por la noche os lo pasasteis bomba los
dos!
—¿Bomba? —repitió Anton, sacudiendo la cabeza—. ¡Para nada!
—¿Y cómo es que has invitado a Ola a ver El murciélago? —preguntó Anna
con voz acusadora.
—¿Cómo? —Anton no podía dar crédito a lo que estaba oyendo—. ¿Qué yo
la he invitado a ver El murciélago?
—¡Como lo oyes! ¡incluso ya le has dado la entrada! Y tus padres también
van, ha dicho Olga.
—Mis padres sí. Pero la entrada que le di a Olga es para tía Dorothee. ¿No se
la ha dado?
—Ahora sí. Pero sólo porque Rüdiger había amenazado con tomar el sol si el
día de su cumpleaños ella iba al teatro contigo, Rüdiger está superenfadado
contigo. ¡Y yo también!
—¡Genial! —suspiró Anton—. Primero preparo todo para el cumple de
Rüdiger, me voy a la taquilla del teatro para comprar las entradas para tía
Dorothee y el Cisneros, ¡y ahora soy yo el culpable al que todo el mundo echa
bronca!...
—¿Cómo? —preguntó Anna, pestañeando confundida—. ¿Estás diciendo que

no quieres ir a ver El murciélago con Olga?
—¡Claro que no! —respondió Anton—. E incluso tengo pruebas.
—¿Qué pruebas?
—Si hubiera querido ir a ver El murciélago con Olga, debería haberme
quedado con la segunda entrada, ¿verdad?
Anna asintió con la cabeza.
—Pues ¡ya no la tengo! La he dejado esta tarde, después de la clase de baile,
sobre el piano del señor Cisneros.
Anna sonrió por primero vez esta noche.
—¿La has dejado sobre el piano? ¿Sin más?
—Iba dentro de un sobre. Y además, acompañada de una carta.
—¿Y qué has escrito en la carta?
—«Estimado señor Cisneros. Haga feliz a un alma solitaria y venga a ver El
murciélago conmigo el sábado, D. Una admiradora de su arte».
—¡Es una invitación irresistible! —comentó Anna, soltando una risita.
—¿Te gusta?
—¡Mucho! —se entusiasmó, tirando tímidamente de los hilos de su capa
andrajosa—. Si me escribieras a mí lo de «haga feliz a un alma solitaria», ¡iría
volando a donde fuera que tú estuvieras!
Anton se aclaró la voz, avergonzado.
—¿Y qué pasa con tía Dorothee? —preguntó finalmente—. ¿Irá a ver El
murciélago el sábado?
—Creo que sí, Parece que el título le gusta mucho
—¿Pero no sabes seguro si va o no?
—Seguro, seguro, no. Olga. Le acaba de dar la entrada. Al principio tía
Dorothee estaba muy desconfiada y quería saber de dónde la había sacado Olga.
Dijo que un vampiro andante se la había regalado y tía Dorothee se quedó
impresionada. Le encantan lo vampiro andantes.
—¿Son vampiros que no saben volar?
—No, tonto, los vampiros andantes son aquellos que no tienen residencia fija
—explicó Anna—. Van de cementerio en cementerio porque prefieren la libertad y
la independencia.
Una vez más, Anton se dio cuenta de lo poco que sabía realmente de los
vampiros.
—Si quisieras —dijo Anna, como si hubieras leído sus pensamientos—, te
podría enseñas muchas más cosas sobre nosotros. Nuestro mundo no es sólo

oscuridad y tristeza. En todas partes hay luz y alegría, por ejemplo, en este corazón
mío, ¡que late sólo por ti!
Anton se empezó a poner colorado. Rápidamente, cambió de tema.
¿Olga es también una vampiresa andante?
Al oír otra vez este nombre, Anna se puso seria.
—¿Olga? ¡Ésa no tiene nada de andante! ¡Los vampiros andantes son los
seres más orgullosos e independientes que te puedas imaginar! Jamás se meterían
en la cripta de otro esperando que le den comida y les traten como reyes. No, no,
no. ¡Olga no es más que una gorrona!
—Y además —añadió Anton—, es una mentirosa, una hipócrita y una
embustera. Primero viene aquí y acaramela a mi padre paraqué la deje entrar,
después me dice que quiere recoger la entrada para la tía Dorothee, y al final en la
cripta os cuenta cosas sobre mí que no son verdad. ¡Es más falsa que un espejismo
en el sol del desierto!
—¿El sol el desierto? —repitió Anna, soltando una carcajada—. ¡Hace por lo
menos noventa años que Olga no ve el sol!
—Pues, entonces, es más falsa que un espejismo en la noche —insistió
Anton—. Por cierto, tengo otra prueba de las mentiras de Olga.
Abrió el armario y sacó una gran bolsa de plástico.
—¡Mira! Son los regalos que he comprado para Rüdiger. Sí hubiera querido
ver El murciélago con Olga el sábado, ¿hubiera comprado todo esto?
—¿Ya has comprado los regalos? —preguntó Anna, mirando a Anton con
preocupación—. ¡Y yo que pensaba que querías convencerle de que no hubiera
fiesta!
—¡Y lo intenté! ¡Pero fue totalmente inútil!
Anna se mordió los labios.



—Y luego pensé que la fiesta puede incluso resultar divertida —continuó
Anton—. Quiero decir, siempre que no esté tía Dorothee. Por ejemplo, podríamos
bailar, tú y yo.
Una sonrisa se dibujó en la cara de Anna.
—Eso sería muy bonito, Anton —afirmó ella.
En ese momento, se oyó el ruido de una puerta y se acercaron unos pasos
por el pasillo.

De un gran salto, Anna se subió al alfeizar.
—¿Anton? — preguntó su padre, llamando a la puerta de la habitación—. En
la tele hay un programa sobre Transilvania. ¡Deberías verlo!
—No gracias, estoy ocupado —rechazó Anton la idea.
—¿Y qué estás haciendo que es tan importante, si puede saberse? —insistió
el padre moviendo el picaporte.
Afortunadamente, Anton había puesto el pestillo.
—¿Por qué te has encerrado? —preguntó el padre, sorprendido.
—Porque… —mientras buscaba una excusa, Anton le hizo señales a Anna,
que ya estaba suspendida en el aire, para que nos e fuera —, porque, ejem, estoy
preparando un regalo de cumpleaños ¡para mamá!
Su madre cumplía años el 30 de octubre.
—¡Vale? —contestó el padre—. Pues, no te voy a molestar más.
Sus pasos se alejaron.
—¿Anna? —gritó Anton, asomándose por la ventana.
Pensó ver una sombra entre los árboles del aparcamiento.
—¿Anna? —gritó otra vez.
No hubo respuesta. Sólo el viento removió las copas de los árboles e hizo
crujir las hojas secas. Sintiendo un escalofrío, Anton cerró la ventana.



















A lo largo de todo el jueves Anton no tuvo más noticias de Rüdiger, Anna y
Olga. Así que se quedó con la duda de si tía Dorothee iba a ver El murciélago el
sábado o no, hasta que su madre le llevó al cursillo de baile el viernes por la tarde.
—Hoy te voy a recoger un poco más tarde —avisó la madre de Anton—,
espérame aquí cuando terminéis, ¿de acuerdo?
—¡Vale! —le respondió Anton, encantado por este golpe de suerte que le
permitía hablar con el señor Cisneros.
Al terminar la clase, se acercó al profesor.
—Por favor, ¿hay clases los sábados por la tarde? —preguntó Anton.
—Ah, ¿le gustaría dar clases tres veces por semana, señor Anton? —
respondió el señor Cisneros, halagado.
Como siempre, trababa a sus alumnos de usted, según dictaban las
costumbres de la buena educación que enseñaba en su escuela.
—No, no es eso —se apresuró a aclarar Anton—, sólo pensaba en lo cansada
que debe de ser la profesión de profesor de baile.
Como para confirmar las sospechas de Anton, el señor Cisneros sacó un
pañuelo del bolsillo de su chaleco y se secó unas gotas de sudor que habían
aparecido en su frente, despidiendo un fuerte olor a lavanda.
—Si se considera una profesión el trabajo de enseñar a bailar —comenzó a
hablar el profesor, alzando las cejas como para darse más importancia—,
efectivamente no es fácil dedicar tantas mañanas, tantas tardes y tantas noches e
incluso a veces los fines de semana al servicio del arte del baile.
Al oír la palabra «arte», Anton se asustó. ¿Significaba esto que el señor
Cisneros había encontrado su carta del miércoles, en la que «D.» admiraba «su
arte»?
—Sin embargo, si se considera la enseñanza del baile como una vocación, tal
y como lo hago yo —continuó el señor Cisneros—, entonces uno se olvida de mirar
el reloj.
—Y los sábados por la tarde —insistió Anton—, ¿usted suele escuchar la voz
de la vocación?

—Los sábados no suelo dar clases, no. Sin embargo, algunas veces sí que se
pasan por aquí algunos entusiastas que desean aprender más aún.
—¿Y este sábado que viene? Es decir, si apareciese alguien mañana por la
tarde, me gustaría… participar.
El señor Cisneros se arregló el nudo de la corbata de color burdeos, en la que
se podía apreciar el bordado de un cisne plateado.
—Con respecto a mañana, desgraciadamente, me veo obligado a
decepcionarle, señor Anton.
—¿Va a dar clase en otra parte?
El señor Cisneros se puso a sonreír misteriosamente.
—Mañana —dijo finalmente, bajando la voz—, por una vez seré yo el
espectador.
—¿Ah, sí? —preguntó Anton, sintiendo el latido de su corazón—. ¿No irá
usted al teatro?
—¡Caramba! —se rió el señor Cisneros, con una voz aguda y artificial—.
Efectivamente. Parece ser que el señor Anton tiene poderes de vidente.
—¿Yo? ¡Qué va! Sólo me lo imaginaba porque mis padres van también al
teatro mañana. A ver El murciélago.
—¿El murciélago? Pero si yo también…
En ese momento, el señor Cisneros se interrumpió por que por la puerta se
asomaba la madre de Anton.
Rápidamente, Anton se despidió y corrió hacia ella.
—¡Muy buenas tardes, señora Bohnsack! —la saludo el señor Cisneros.
—Buenas tardes —respondió ella, en un tomo más bien frío.
Desde que el profesor se había negado a devolverle el dinero del cursillo de
Anton, la relación entre los dos se había enfriado bastante por parte de ella.
—No lo tome a mal, pero Anton y yo tenemos un poco de prisa.
Anton asintió enérgicamente con la cabeza, como para reforzar la frase de su
madre.
—Me permite… —comenzó el señor Cisneros.
—¡Adiós, señor Cisneros! —dijo la madre de Anton, dándose la vuelta,
—¡Adiós! —gritó Anton, siguiéndola.
A Anton se le había quitado un peso de encima porque ahora ya sabía que el
señor Cisneros había aceptado la invitación de «D.» y que iría a ver El murciélago a
la noche siguiente. De este modo, Anton había hecho todo lo que había podido

para celebrar la fiesta de cumpleaños del pequeño vampiro. Sí, todo, incluso había
abierto un poco una de las ventanas corredizas del vestuario de la escuela..
Ahora, entre Rüdiger, Anna y Olga, sólo tenían que convencer a tía Dorothee
para que acudiera a la cita a ciegas.



































La madre de Anton se pasó la mitad del sábado pintándose las uñas,
lavándose el pelo y haciéndose la permanente en la peluquería. El padre se había
traído trabajo de la oficina. Gracias a ello, no se hizo realidad el temido pollo al
ajillo, sino que sólo comieron merluza frita y verdura.
A las seis y media de la tarde, los padres de Anton salieron de casa para llegar
al teatro a tiempo «sin tener que correr», como decía la madre.
En cuanto se quedó solo, Anton se puso unos vaqueros negros y un jersey
negro, ¡de cuello vuelto! Luego abrió las cortinas y metió los regalos para Rüdiger
en la mochila. Finalmente, dejó la capa de vampiro de tío Theodor sobre el alféizar
y se quedo esperando.
Intentó leer unas páginas de un libro nuevo, Escalofríos. Historias de
vampiros de todo el mundo, pero le resultó difícil concentrarse. Las manecillas de
su reloj de pulsera avanzaba hacia las siete, las siete y media, las ocho…
Poco a poco Anton se iba poniendo nervioso. ¿Sería posible que el pequeño
vampiro hubiera cancelado su fiesta y se hubiera olvidado avisarle? ¿O sería que
tía Dorothee había decidido no ir al teatro y dedicarles tiempo a sus sobrinos? En
este caso, Rüdiger, Anna, Lumpi y Olga seguirían en la cripta. Y si hubieran ido a la
escuela de baile, no sabrían nada de la ventana que Anton había dejado
entreabierta.
A las ocho y media, se acabó la paciencia de Anton. Dejó el pestillo de la
puerta de su habitación puesto, se puso la mochila y la vieja capa de vampiro que
olía a moho y podredumbre, y se subió al alfeizar, listo para despegar.
La luna brillaba y no hacía nada de viento. Después de dudar un segundo,
Anton extendió los brazos. Enseguida se encontró flotando en el aire. Ahora ya con
más valor, empezó a mover los brazos arriba y abajo. Salió volando
Anton notó un hormigueo que le recorría todo el cuerpo desde la cabeza
hasta los dedos de los pies. Se tuvo que morder los labios para no gritar de alegría.
Entusiasmado, se atrevió a volar en círculos y casi se cayó al olvidar que llevaba
mochila. Con unos pocos movimientos rápidos de los brazos recuperó el equilibrio.

Sin más incidentes, Anton llegó al viejo cementerio y aterrizó sobre el
degastado muro. Sintiendo el latido del corazón en su garganta, miró hacia la
Escuela de Baile Cisneros. Durante un momento tuvo la impresión de ver una débil
luz que se movía detrás de una de las ventanas del primer piso
De repente, notó que alguien le tiraba de la capa. Asustado, Anton soltó un
grito.
—¡Shhh! —le hizo callar una voz aguda.
Anton se dio la vuelta
—¡Anna!
—¡Buenas noches, Anton! —le saludó ella, aterrizando a su lado.
Despedía un intenso aroma a rosas que aturdía muchísimo a Anton.
Esta noche, Anna estaba especialmente bonita. El pelo tenía un brillo sedoso
y le caía en suaves rizos sobre los hombros. Sus grandes ojos oscuros relucían en la
oscuridad y alrededor de su boca redonda, pintada de rojo cereza, se dibujaba una
dulce sonrisa. Como Anton no hacía más que mirarla en silencio, Anna frunció el
ceño.
—¿No te alegras de verme? —le preguntó preocupada.
—¡Mu… mucho! —tartamudeó Anton, un poco tímido.
—¿Y o también me alegro mucho de verte! —se rió Anna, entusiasmada—.
¡Hoy quiero pasármelo bien y bailar y reírme!
—¿Significa esto que has cambiado de opinión acerca de la fiesta? —
preguntó Anton.
—¡Efectivamente!
Anna le dio un golpecito cariñoso en la nariz.
—¡Menos mal! —exclamó Anton—. Ya me temía que la fiesta se había
cancelado.
—¿Pero por qué?
—¡Porque llevo desde las siete esperando y nadie ha venido a visitarme!
—¿Nadie? —protestó Anna indignada—. ¡Hace diez minutos que llamé a tu
ventana y fuiste tú quien no abrió!
—¿Y por qué fuiste tan tarde?
—Teníamos problemas con tía Dorothee.
—¿Se negó a ir al teatro?
—¡Qué va, todo lo contrario! El problema era que hacía siglos que ella no
había hecho nada similar, nada bonito, quiero decir nada para pasárselo bien.
Hace exactamente ciento sesenta años, dice tía Dorothee, que no tenía una cita a

ciegas. Se cambió tres veces de ropa, de pies a cabeza, cuatro veces de peinado y
cinco veces de joyas. A nosotros nos iba diciendo cada dos por tres que, si no
queríamos, no la esperáramos, y nos fuéramos por ahí. Pero nosotros, claro,
tuvimos que decirle que no teníamos ningún plan y que no teníamos prisa.
Anna hizo una pequeña pausa para tomar aire.
—Claro que tía Dorothee sabe que hoy, el 15 de octubre, es el cumpleaños
de Rüdiger —continuó—. Por eso teníamos que evitar cualquier cosa que le
pudiera haber hecho desconfiar de nosotros y desistir de ir a ver El murciélago.
Ahora piensa que su prohibición a tenido efecto.
—¡Muy astuto! —sentenció Anton.
—¡Astuto y cansador! —añadió Anna—. Estábamos sobre ascuas y clavos de
ataúd ardientes, hasta que por fin tía Dorothee salió volando a las ocho menos
cuarto.




—¿Cómo? ¿Tan tarde? —preguntó Anton, preocupado—. ¿Espero que le
haya dado tiempo a llegar puntual! Si ha llegado tarde, no podrá entrar hasta el
descanso.
Anna soltó una risita.
—No te preocupes —tranquilizó a Anton—. No aceptaría nunca que le
hiciesen eso. ¡Y hoy menos, cuando a su lado le espera su cita a ciegas!
—No sólo su cita a ciegas… —dijo Anton, pensando en sus padres—. Yo
también estaba sobre clavos de ataúd ardientes. Tenía que contaros lo de la
ventana.
—¿Qué ventana?
—Ayer dejé abierta la ventana del vestuario del señor Cisneros. Y como
ahora no veníais, pensé que no encontraríais la ventana abierta y os daríais la
vuelta. Y entonces habría sido yo el que hubiese echado a perder la fiesta de
Rüdiger.
—No hacía falta que te preocuparas tanto —le dijo Anna—. Lumpi tiene un
don especial para localizar ventanas y puertas que no cierran bien.
—¿En serio? —contestó Anton, mirando hacia la escuela—. Entonces, ¿Lumpi
ya ha entrado?
—¡Sí! Y Rüdiger y Olga también —le afirmó Anna, despegando del muro—.
¡Ven, Anton, vámonos!
Anton respiró profundamente y salió detrás de ella.















A Anton le parecía que ese don especial para localizar puertas y ventanas
abiertas lo tenía toda la familia, porque Anna también encontró la ventana
correcta a la primera. De forma muy elegante, ella pasó. Ella pasó por el hueco.
Anton intentó hacer lo mismo, pero su mochila se quedó atascada. Se la
quitó, se la dio a Anna y la siguió.
La luz de la luna caía sobre las baldosas grises, la taza del váter con el asiento
de madera y el lavabo.
—¿A eso lo llamas tú vestuario? —preguntó Anna.
—Yo no, el señor Cisneros —le corrigió Anton.
—Pues, a mí me parece un retrete —dijo Anna, riéndose.
—Pero si quieres, también te puedes cambiar de ropa.
Con el dedo, Anton le indicó los ganchos de ropa en la pared, el armario y el
banco de madera, sobre el que había dos bultos de ropa negra.
—¡Pero si son…! —exclamó Anna, sin terminar la frase porque agarró los
bultos y se puso a olisquearlos—. ¡Son las capas de Rüdiger y Olga! —gritó
finalmente.
—¿De verdad? —preguntó Anton, que ya se había dado cuenta del olor a
podredumbre al entrar por la ventana.
—¡Es una gran irresponsabilidad dejar las capas aquí sin más! —exclamó
Anna, indignada y enfadada—. ¡Cualquiera podría entrar por la ventana y
llevárselas!
«¡Cualquiera no!» pensó Anton.
—¡Se van a enterar estos dos! —dijo Anna, riéndose maliciosamente—. ¡Les
voy a dar una pequeña lección de la que no se van a olvidar nunca!
Se acercó al armario y metió dentro las dos capas. Luego lo cerró con llave y
guardó la llave en la bolsa de terciopelo que llevaba debajo de su capa de vampiro.
—¿No es un poco peligroso? —dudó Anton—. Si aparece, por ejemplo,
Geiermeier…

—¡Es un castigo justo! —Sentenció Anna—. Y si realmente corren peligro,
siempre pueden salir corriendo.
—¡Pero hoy es el cumpleaños de tu hermano! —insistió Anton—. Seguro
que los dos ya estaban pensando en la fiesta y por eso se olvidaron de las capas
aquí.
—Los vampiros no podemos permitirnos este tipo de fallos— le explicó
Anna—. Las capas son lo más importante y valioso que tenemos. Esta tela ya no se
fabrica desde hace ciento cincuenta años. ¡Si perdemos nuestra capa o si la roban,
sólo podremos sustituirla apoderándonos de la capa de otro vampiro si éste… nos
abandona involuntariamente!
—¡No tenía ni idea! —confesó Anton, mirando su propia capa.
El tío Theodor era uno de esos vampiros que se había ido
involuntariamente… ¡forzado por la estaca de madera de Geiermeier, el guardián
del cementerio!
—Ésta me la han dejado prestada —murmuró Anton—. Si la necesitáis,
basta con avisarme.
—No te preocupes, Anton —dijo Anna, sonriendo amablemente—, sé que
contigo está en buenas manos.
Anna abrió la puerta y salió. Anton se puso la mochila y la siguió.
Afortunadamente, la luz del pasillo estaba encendida. Llegaron a otra puerta que
llevaba al salón de baile. Ya se podían distinguir desde allí la música y las risas y el
ruido de los tacones sobre el sueño de madera.
—Por favor, Anna, mira a ver quién está —le pidió Anton—. Por si al final ha
venido tía Dorothee…
—No te preocupes. Si estuviera, no le habría dejado a Rüdiger poner los
Bicho Bois —le tranquilizó Anna—. Tía Dorothee dice que es una música
totalmente «antivampiresca».
—¿Los Bicho Bois? —repitió Anton, a quien le sonaba de algo este grupo—.
¡Qué nombre tan extraño!
—¡Tan raro como las canciones que cantan! Seguro que a Rüdiger ni siquiera
le gustan. Sólo las pone por Olga. A ella le encantan.
—¡Espera! —gritó Anton de repente.
Acababan de cambiar de canción y ésta sí que la conocía: era Barbara Ann, la
preferida de su madre que se llamaba Barbara de segundo nombre.
—No son los Bicho Bois —exclamó Anton—, sino que los Beach Boys.

—¿«Bich Bois»? —repitió Anna, frunciendo el ceño—. ¡Ese nombre es más
raro aún!
—Beach es inglés y quiere decir «playa» —explicó Anton—. El grupo es de
Estados Unidos, y el nombre significa «Los chico de la playa».
—¿«Los chico de la playa»?
—¡Eso es!
—Olga dice que son como los trovadores de antaño y que sus canciones
tratan de amor y de bellas damas —dijo Anna—. Y que Las canciones parecen
hablar de ella.
—¿Qué las canciones de los Beach Boys hablan de Olga? —preguntó Anton,
soltando una carcajada—. ¡No sabía que a Olga le gustaba la playa y que tomaba
sol y que hacía surf!
—¡Yo tampoco! —se rió Anna con él.
De repente la canción deja de sonar. Parecía haberse iniciado una discusión
acerca de los gustos de música porque en lugar de la canción se oían ruidos y
voces. Y de repente empezó a sonar una canción popular de Transilvania.
Anna abrió la puerta y echó una ojeada al salón de baile.
—Hacen ruido por diez, pero sólo son Rüdiger, Lumpi y Olga —le informó a
Anton—. ¡Ven!
Anna se adelantó. Tras dudar un instante, Anton le siguió, pero enseguida se
paró en seco. ¡El salón parecía otro! Cuando el señor Cisneros daba su clase,
encendía siempre los focos del techo, pero ahora la única luz provenía de unas
veinte velas encendidas por el lado de las ventanas y otras tantas por la pared de
enfrente. La columna de espejos del centro del salón estaba tapada por cinta
aislante negra desde el suelo hasta el techo. Al lado de la columna había en el
suelo un montón de paquetes envueltos en papel de regalo. Alrededor estaban
puestos once cirios negros.
Rüdiger, Lumpi y Olga estaban de pie al lado de la estantería con la cadena de
música del señor Cisneros. Hasta ahora, Anton había estado convencido de que el
aparato estaba estropeado porque el profesor siempre acompañaba sus clases con
música de piano en directo. Los vampiros, sin embargo, habían conseguido hacer
funcionar el equipo.






—¡Por fin! —gritó Lumpi, con sus gallos habituales—. ¡Aquí llegan los
retrasados!
El vampiro mayor apagó la música.
—¡Retrasado tú! —bufó Anna.
—¿Qué dices? ¿Yo, retrasado? —contestó Lumpi, indignado—. Esta noche he
llegado el primero. ¡Toda la fiesta la he tenido que preparar yo solito!
Con un gesto elegante, echó su capa de vampiro hacia atrás para mostrar un
jersey negro y unos pantalones de cuero negro adornados con remaches
metálicos.
Lumpi, ¡realmente eres de lo que no hay! —le dijo Olga, pellizcándole el
brazo.
Ella, de su colección infinita de trajes regionales, había elegido esta vez uno
verde. Lo había combinado con un lazo rojo para el pelo, medias rojas, zapatos
negros de charol y un delantal tan blanco como la nieve.
—Hola, Anton —le saludó el pequeño vampiro con una tímida sonrisa.
Para la ocasión, se había puesto una camisa blanca de encaje que le quedaba
grandísima, una pajarita negra y unos pantalones negros de terciopelo.
—Hola, Rüdiger —contestó Anton.
Notó que el pequeño vampiro estaba más pálido que nunca y que tenía
muchas ojeras, como si no hubiera dormido en varios días. Parecía estar muy
nervioso porque no dejaba de morderse los labios.
Claro que Anton sabía que era muy emocionante cumplir años. Todo un año
esperando que llegue el día y que te den los regalos. Y luego la desilusión si
cualquier cosa va mal: con los regalos, con la fiesta, con los invitados… Cumplir
años no sólo era una alegría, ¡también significa estrés!
¡Cuánto más emocionante y estresante tenía que ser para Rüdiger que lo
celebraba por primera vez en más de ciento cincuenta años! ¡Era lógico que no
supiera cómo afrontar esta situación!
Lleno de compasión, Anton le ofreció la mano al pequeño vampiro para

felicitarle.
—¡Feliz cumpleaños! —dijo, estrechando la mano huesuda de Rüdiger.
—Gracias —susurró el pequeño vampiro.
—¡Ha dicho «gracias»! —grito Lumpi, riéndose—. ¡Me parece que se me
atasca la tapa del ataúd!
—El día de su cumpleaños, puede decirlo —intentó defenderlo Anna.
—¡Sí, hoy puedo! —afirmó el pequeño vampiro—. Además, siempre depende
de a quién se lo diga, Y al fin y al cabo, Anton es mi mejor amigo.



Anton se dio cuenta de que se estaba ruborizando.
—¿Son todos para ti, Rüdiger? —intentó desviar la atención hacia los regalos.
El pequeño vampiro asintió con la cabeza.

—¡Qué va! —interrumpió Lumpi—. Casi todos son para Carlos Engaños.
—¿Carlos Engaños? —respondió Anton—. ¡Yo pensaba que eras el único que
cumplía años hoy!
¡Sí, sí, soy el único —contestó el pequeño vampiro.
—Lo que ocurre es que casi todos los regalos son de mentira —explicó
Lumpi—. Para que Rüdiger se lo pase mejor desempaquetándolos, ji, ji.
—¿Y a ti no te importa? —se extraño Anton.
—Bueno —respondió el pequeño vampiro, con una sonrisa forzada—,
mientras haya algunos regalos de verdad…
—¡Claro! ¡Como los míos!
Anton sacó los tres paquetes de la mochila y los dejó al lado de los demás
regalos. Luego escondió la mochila detrás de la columna.
Lumpi dejó escapar un silbido de asombro.
—¡Vaya , vaya, Anton Bohnsack! ¡Ya veo que no has reparado en gastos! ¡Y
todo preparado con tanto gusto!...
Y extendió la mano para abrir el más grande de los tres regalos.
—¡No, Lumpi! —gritó Anton, quitándoselo rápidamente—. Los regalos son
para Rüdiger. Los tiene que abrir él.
—¡Vale, vale! —le tranquilizó Lumpi—. Sólo estaba viendo si la cinta no se
había soltado —y después de una pausa añadió—: ¿Sabes qué? Mi cumple es el 18
de mayo. ¡Yo también te voy a invitar!
Olga suspiró.
—¡Me aburro! —gritó—.¿Podemos empezar ya?
—¡Ahora mismo! —respondió Lumpi y, con voz de presentador de un
concurso de televisión, añadió—: Tras la entrega de regalos por parte de Anton,
declaro esta fiesta de cumpleaños oficialmente inaugurada.












Lumpi se metió la mano en el bolsillo del pantalón de cuero y sacó un papel
viejo arrugado.
—En esta lista secreta se recogen todos los acontecimientos de esta noche —
recitó, dándose mucha importancia.
—¿Me dejas verla? —le preguntó Anna.
—¡No! —dijo Lumpi fríamente—. Primero, como acabo de decir, se trata de
una lista secreta. Y segundo, sólo la pueden ver los miembros del comité de
fiestas.
—¿Y quiénes pertenecen a ese comité de fiestas?
—Eso, naturalmente, es otro secreto —respondió Lumpi entre risitas—. Pero
tal vez podamos decíroslo. ¿Tú, qué crees, Olga?
—¿Por qué no? —contestó Olga, tirando de su lazo de pelo, sin hacerle
mucho caso.
—Vale, pues —dijo Lumpi—. El comité de fiestas secreto del cumpleaños de
Rüdiger se compone del bueno de Lumpi y de la señorita Olga von Seifenschwein.
—¡Qué injusticia tan grande! —protestó Anna, apretando los puños—. ¡Yo
también quería participar en el comité!
—¿Para qué? —preguntó Lumpi.
—Para daros unas cuantas buenas ideas.
—¿Buenas ideas? ¿Tú? —comentó Olga, soltando una carcajada.
Anna bufó algo que sonaba a «engreída».
Olga le respondió con una mueca de desdén.
—Tal vez tengamos algún hueco para tus ideas hacia el final de la
programación, Anna —les interrumpió Lumpi, dándose un aire de generosidad—.
Ahora, como estaba previsto, vamos a empezar con El arca de Lumpi.
¡Qué bien, suena bestial! Dijo Anna.
¿A que sí? Contestó Lumpi alegremente, sin darse cuenta de la ironía de su
hermana. El arca de Lumpi representa el primer acontecimiento de esta noche.
—¿Y cómo se hace? —preguntó Anton.

—Primero, cada uno debe pensar en un animal —explicó Lumpi, creciendo
unos cuantos centímetros—. Luego cuento hasta diez. Cuando llegue a diez, cada
uno debe hacer el ruido que corresponda a su animal. Los que tengan el mismo
animal, quedarán eliminados.
Anna bostezó en señal de protesta.
Lumpi comenzó a contar.
—¡Espera! —gritó de repente el pequeño vampiro.
—¿Qué pasa? —preguntó Lumpi.
—Todavía no he pensado en ningún animal —confesó el pequeño vampiro.
—¿Por qué no escoges un tórtolo? —propuso Anna—. ¡Así podrás arrullar
como un enamorado!
—¡Qué buena idea! —dijo el pequeño vampiro, echándole una mirada
cariñosa a Olga.
—¿Ya está? —preguntó Lumpi.
—¡No! —intervino Olga—. ¡No es justo!
—¿El qué?
—Ahora sabemos todos qué animal ha escogido Rüdiger. ¡Así va a ganar!
—¿Y por qué va a ganar?
—Porque ahora nadie más va a escoger el tórtolo.
—¡Un razonamiento muy bueno! —la alabó Lumpi.
—Rüdiger, ¡Busca otro animal!
—No, quiero arrullar como un enamorado —protestó el pequeño vampiro.
—Podrás hacerlo cuando el juego acabe —sentenció Lumpi y comenzó otra
vez a contar—: Uno, dos, tres, cinto, seis, siete, nueve…
Cuando llegó a diez, se escucharon un «guau», un «miau», un «mu» y dos
relinchos.
—¡Ya! ¡He oído dos caballos! —gritó Lumpi.
El pequeño vampiro asintió e hizo un gesto hacia Olga.
—¡Yo no fui! Dijo ella.
—Yo te he oído relinchar —insistió Lumpi.
—Sí, he relinchado, pero no soy un caballo. Soy una maravillosa yegua
blanca.
—Una yegua también es un caballo —decidió Lumpi—. Eliminado los dos.
—¡Tú tienes la culpa! —le acusó Olga a Rüdiger—. ¿Por qué no has sido un
burro?
—Porque por una vez no quería serlo —comentó Anna.

Evidentemente, solo Anton entendió la broma porque fue el único que se rió.
—¡Segunda eliminatoria! —anunció Lumpi.
Esta vez se escucharon tres horribles aullidos.
Lumpi miró confuso primero a Anton, luego a Anna.
—Yo he sido un hombre lobo —declaró—. ¿Y vosotros?
—Yo una loba —dijo Anna.
—Y yo un coyote —explicó Anton.
—¡Pero habéis aullado los tres! —intervino Olga—. ¡Quedáis eliminados
todos!
—No pueden eliminarse más de dos cada vez —explicó Lumpi—. Y como la
loba y el coyote son primos hermanos, quedáis eliminados vosotros. ¡Por
consiguiente, el ganador soy yo! —terminó, dándose con la mano en el pecho.
—Pero un hombre lobo… —comenzó Anton, queriendo decir que no es
ningún animal, pero una mirada fulminante de Lumpi le hizo callar.
—¿Decías, Anton? —preguntó con falsa amabilidad.
—¿Yo? Na… nada —respondió Anton.






















—Pasamos al siguiente juego —anunció Lumpi—. Se llama: El salto de la
pulga.
—Espero que sea menos aburrido que jugar al potro —comentó Anna.
—Seguro que no —dijo Anton, y añadió bajando la voz—: ¡Es más aburrido
todavía!
Anna soltó una carcajada.
—Os explico las reglas —continuó Lumpi.
Parecían ser complicadas porque tuvo que consultar su chuleta.
—Uno de nosotros hace de cazapulgas. Le vendamos los ojos con esta
maravillosa venda.
En su mano apareció un sucio trapo gris.
—Los demás hacen de pulgas, saltando por todo el salón, pero no pueden
saltar más de diez veces. Después del último salto deben quedarse quietecitos,
¿entendido? El cazapulgas puede saltar todo lo que quiera, hasta que atrape a la
pulga.
—¿Cómo que «atrape»? —preguntó Anton, desconfiado.
—¿No sabes cómo se atrapa una pulga? —dijo Lumpi, enderezándose del
todo—. ¡Se aplasta con el pie!
Asustado, Anton dio un paso hacia atrás.
—Estoy bromeando —continuó Lumpi, soltando una carcajada ronca—. La
pulga se atrapa tocándola suavemente, más o menos así.
Con esto, le dio un golpe tan fuerte a Anton, que casi le mandó al suelo.
—¿Y luego? —preguntó Anna, impaciente.
—Luego la pulga atrapada se convierte en cazapulgas —contestó Lumpi y
levantando el sucio trapo, preguntó—: ¿Quién quiere empezar?
Nadie dijo nada.
Dando grandes pasos Lumpi se paseó entre los presentes. Delante de Anton
se paró.
—¿Qué tal si comienza nuestro amigo humano?

—No, gracias —rechazó Anton la propuesta.
—Si eres el cazador, no tienes por qué tener miedo de ser aplastado, Anton.
Y sin darle tiempo de reaccionar, Lumpi le colocó a Anton el trapo sobre los
ojos. Anton intentó tomar aire. El trapo apestaba a aceite rancio y huevos
podridos. Pero lo peor era que ya no lo dejaba ver.
—¡Y ahora vamos a saltar! —ordenó Lumpi—. ¡Preparados! ¡Listos! ¡Salto!
Anton no se movió ni un centímetro, mientras que los cuatro vampiros
saltaban por todo el salón.
—¡Ey, cazapulgas! ¿Qué pasa? —gritó Lumpi—. ¿No te das cuenta de que te
están picando las pulgas?
Anton se mordió los labios. Luego dio dos tímidos saltitos, pero enseguida dio
contra algo duro, grande y huesudo. ¡Y el obstáculo parecía tener brazos! ¡Y
manos! ¡Y las manos intentaban bajarle el cuello del jersey!
—¡Lumpi! —gritó Anna—. ¡No te propases con Anton!
—No pretendía morderlo —se defendió Lumpi—. Sólo picarlo un poco, como
las pulgas.
Anton se quitó la venda y se tocó el cuello. Después miró si tenía restos de
sangre en los dedos, pero afortunadamente no encontró nada. ¡Parece ser que el
grueso cuello del jersey le había protegido lo suficiente! Disgustado, le pasó la
venda a Lumpi.
—¡Toma! Ahora te toca a ti ser el cazapulgas.
Lumpi se puso el trapo alrededor de su cabeza ancha y grande, pero de tal
forma que le dejaba ver un poco por debajo.
—¡Sin hacer trampa! —le recordó Anna.
—Es para que no aplaste a Anton sin querer, cuando empiece a dar mis saltos
de gigante —se defendió Lumpi, con una sonrisa maliciosa, antes de dar una
palmada y gritar—: ¡Preparados! ¡Listos! ¡Salto!
Anton miró hacia Rüdiger y Olga. Sin sus respectivas capas, los dos daban
unos saltitos más bien pobres. Anna, sin embargo, saltaba por todo lo alto gracias
a su capa de vampiro.




«¡Así lo voy a hacer yo!», pensó Anton. Dio un empujón con las piernas y
empezó a mover los brazos debajo de su capa de vampiro. Y antes de darse cuenta
de lo que estaba pasando ya había dado con la cabeza contra el techo. Con un
grito de dolor, Anton cayó al suelo, justo delante de los pies de Lumpi.
—¡Anda! ¡Mira a quién tenemos aquí! —dijo Lumpi encantado, tocando a
Anton con sus manazas—. Creo que ya me he cazado una buena y asquerosa
pulga. ¿Cómo has llegado hasta aquí, pulguita? ¿Has venido andando o has viajado
en perro?
La carcajada de Lumpi resonó por todo el salón.
—Me estás haciendo daño —se quejó Anton.
—Sólo estoy revisando tus músculos —dijo Lumpi—, porque me parece que
vas a hacer otra vez de cazador.
—¿No tienes más juegos en tu lista? —preguntó Anna.
—¡Claro que sí! —respondió Lumpi, riéndose con una voz aguda y artificial—.
¡Tengo muchos!
—¡Déjame ver tu lista secreta! —exigió Anna, extendiendo su mano.
—Tómala, no voy a ser un vampiro malo —dijo Lumpi, dándole el papel.
—La carrera de patatas —leyó Anna—, El duelo de patatas, El salto de
patatas, La batalla de patatas… ¿Es posible que hayas encontrado un saco de
patatas en alguna parte?
—¡Exacto! —gritó Lumpi, encantado—. Hace dos noches, detrás del
supermercado.
Le quitó la hoja a su hermana.
—Te has olvidado de El baile de patatas —dijo Lumpi tras estudiar sus
apuntes—. Consiste en bailar llevando una patata en cada pie.
—¡Qué emoción! —se rió Anna—. Podría ser idea de Olga.
—¿Yo? —susurró Olga indignada—. Yo no tengo nada que ver con las
patatas.
—Es verdad. A ti sólo te interesan las boñigas, claro, especialmente las de
yegua.
—¡Lo que tú digas!
—¿No podéis tener la fiesta en paz? —les pidió el pequeño vampiro—. ¡Es mi
cumpleaños!
Olga se mordió los labios, Anna se encogió de hombros.
—¿Por qué no jugamos a El duelo de patatas? —propuso Anton—. Suena

bien.
Lumpi hizo ademán de hacer una reverencia.
—¡Enhorabuena, Anton Bohnsack! Tienes un gusto magnífico —le alabó—.
¡Esperadme aquí!
Con estas palabras, Lumpi desapareció en la sala contigua. Pocos segundos
después, reapareció con cuatro patatas y cuatro cucharas en las manos.
































—El duelo de patatas consiste en la lucha de dos rivales separados por una
línea en el suelo —explicó Lumpi—. Para que no se derrame… ji, ji… sangre, deben
evitar cruzar esa línea.
—No veo ninguna línea —dijo Anna.
Olga sacó de su delantal un rotulador negro, se agachó y dibujó una línea de
aproximadamente un metro de largo sobre el parqué.
—Pero… —intentó protestar Anton.
—¿Sí? —le interrumpió Olga, con una sonrisa inocente.
—Seguro que esto no se quita.
—¡Mejor!
—Pero el señor Cisneros…
—¡Pamplinas! —le interrumpió de nuevo Olga, rechazando su protesta.
«Ojalá se borre fácilmente esta línea», pensó Anton.
—¿Puedo continuar ya? —preguntó Lumpi con impaciencia, tras golpear
varias veces el suelo con el pie.
—Vale —dijo Anton, intimidado.
—Bien, Los rivales tienen una cuchara en cada mano. ¿Quién puede decirme
cuántas cucharas en total tiene cada rival?
—¡Yo! —gritó Olga—. ¡Dos!
—¡Muy bien! —la alabó Lumpi—. Y en cada cuchara hay una patata.
Entonces ¿cuántas patatas hay por jugador?
—Tres —dijo Anton, bromeando.
—¿Tres? —repitió Lumpi, arqueando las cejas.
—¡No, dos! —corrigió Olga, con una risita aguda—. Supongo que la pregunta
era demasiado difícil para Anton.
—Evidentemente —sentenció Lumpi—. Bueno, con eso llegamos al duelo
mismo. El objetivo consiste en golpear la patata del otro con la cuchara. El primero
que se quede sin patata, pierde. Divertido, ¿verdad?
—¡Que te mueres! —comentó Anna.

—¿A que sí? —dijo Lumpi, halagado porque una vez más no había captado la
ironía—. Y como te gusta tanto, empiezas tú. ¿Quién luchará contra Anna?
—¡Yo! —gritó Anton, convencido de que iba a dejar ganar a Anna.
—¡Yo! —gritó también Olga, chasqueando los dedos.
—¡Será Anna contra Olga, entonces! —decidió Lumpi.
Pasó dos cucharas y dos patatas a cada una de las contrincantes. Anna se
puso a la izquierda de la línea negra, Olga a la derecha.
Con la luz parpadeante de las velas, parecía que los ojos de las dos echaban
chispas. Anton pensaba que se parecían a dos diosas de la venganza de la
mitología griega, que había visto en su libro de historia.
—¿Preparadas? —preguntó Lumpi.
—¡Sí! —contestaron las dos al unísono.
—¡Listas! ¡Ya! —gritó Lumpi.
Anton había esperado que ahora las dos se fueran a atacar chillando y
bufando, pero se sorprendió al ver que sólo se quedaban quietas, mirándose
fijamente una a la otra.
La primera que habló, con una voz baja y amenazante, fue Olga.
—¡Eres una tortilla de patata!
—¡Y tú no eres más que puré de patata! —contestó Anna.
—¡Patata frita! —dijo Olga.
—¡Patata asada! —respondió Anna.
—¡Albóndiga de patata! —bufó Olga.
—¡Croqueta de patata! —replicó Anna.
—¡Gusana de patata asquerosa! —gritó Olga.
—¡Nariz de patata gorda! —contestó Anna.
Lo de nariz de patata gorda parecía ser más de lo que Olga podía aguantar.
Su cara de desfiguró y su brazo derecho se adelantó. Con mucho arte, Anna se
retiró a tiempo. La patata de Olga se cayó de la cuchara derecha y rodó sobre el
suelo.
—¡Enana repelente! —gritó Olga—. ¡Espantapájaros repugnante!



—Olga… —intentó intervenir tímidamente el pequeño vampiro.
—¡Tú no te metas! —bufó Olga, dándose la vuelta hacia él.
Anna aprovechó la distracción y avanzó un paso. Con su cuchara derecha le
dio un golpe a la segunda patata de Olga. Con un golpe seco la patata cayó al
suelo.
—¡He ganado! —gritó Anna, muy contenta.
Durante un segundo parecía que Olga se iba a abalanzar sobre ella, pero de
repente tiró las cucharas al suelo, se dio la vuelta y corrió hacia la puerta.
—¿Ya te vas, Olga? —pregunto el pequeño vampiro.
Sin pronunciar ni una palabra. Olga salió y dio un portazo.
Tranquilamente, Lumpi recogió las patatas y las cucharas del suelo.
—¿Quién quiere ser el próximo rival de Anna? —preguntó.
—¡Yo! —contestó Anton, tras aclararse la voz.
—Otra vez no —le rechazó Lumpi—. ¿Qué tal tú Rüdiger?

—Preferiría que abriéramos los regalos —propuso el pequeño vampiro.
—¿«Abriéramos»? —repitió Lumpi—. ¿Quieres que lo hagamos entre todos?
Me parece una idea estupenda.
—¡Quería decir «yo»! —se corrigió el pequeño vampiro rápidamente.
—Yo también creo que lo mejor sería que Rüdiger abriera ahora sus regalos
—le apoyó Anna.
En ese momento volvió Olga.
—¿Abrir los regalos? —preguntó—. Pero eso no se hace hasta el final.
—Si tu lo dices —ironizó Anton—. Debes de tener mucha experiencia en
cumpleaños.
Olga se puso colorada.
—Eso lo sabe todo el mundo: los regalos se abren al final de la fiesta. Si no,
los invitados se quedarían tristes porque no tienen ninguno.
—¿Por qué no votamos? —propuso Anna.
—¿Votar? —protestó Olga—. Me va a doler la cabeza si todos gritamos al
mismo tiempo.
—En nuestra familia se vota levantando la mano —le explicó Anna.
—¡Eso es! —dijo el pequeño vampiro—. Los que están a favor de que abra
mis regalos ahora, ¡que levanten la mano derecha!
Tres manos se levantaron: las de Rüdiger, Anna y Anton. Con una sonrisa
satisfecha, el pequeño vampiro se acercó a la columna.















Alrededor del montón de regalos estaban los once cirios encendidos. El
pequeño vampiro se agachó para apartarlos.
—¡No! —gritó Olga de repente—. ¡Si yo fuera tú, no tocaría las velas!
—¿Por qué no?
—¡Porque trae mala suerte!
—¿Trae mala suerte tocar las velas de cumpleaños?
—Tocarlas, no. Pero trae mala suerte si alguna se apaga. Y si las mueves —
añadió Olga, contenta—, alguna se va a apagar seguro.
Asustado, el pequeño vampiro miró primero hacia los cirios, después hacia
Olga y de nuevo hacia los cirios.
—No le hagas caso —dijo Anna—, sólo quiere asustarte.
—De eso nada —bufó Olga—. Todo el mundo sabe que trae mala suerte que
se apague una vela de cumpleaños.
—Eso es porque las velas de cumpleaños representan la vida —explicó Anna
fríamente—. Pero como somos vampiros, las velas no pueden representar eso,
porque ya estamos… ejem… en fin, ya sabéis. Por eso las velas de Rüdiger no son
más que eso, velas normales y corrientes.
—Y muy baratas —añadió Lumpi, riéndose.
—Y si se apagan, no pasa absolutamente nada —continuó Anna—. Sólo nos
quedamos con menos luz.
—¡Ya verá Rüdiger lo que pasará! —insistió Olga.
El pequeño vampiro, asustado, dio un grito.
—¿A qué esperas? —le preguntó Olga, desafiante—. ¡Apártalas, si te atreves!
—¿Y si realmente después tengo mala suerte, quiero decir, aún más mala
suerte?
—¿Más que hasta ahora? —pregunto Anna, mirando ostensiblemente hacia
Olga—. ¡Imposible!

—¡Chsss! —respondió Olga, apartando la mirada de Anna con un gesto de
desprecio.
—Venga, te ayudo con las velas —se ofreció Anton.
Pero el pequeño vampiro estaba tan asustado que no movió ni el meñique.
Anna, por lo visto, tampoco quería correr el riesgo. Así que fue Anton el que tuvo
que apartar los once cirios negros encendidos uno por uno, él solo, Las llamas
bailaron y silbaron, pero afortunadamente ninguna se apagó.
Cuando Anton hubo terminado, el pequeño vampiro soltó un profundo
suspiro de alivio.
Enseguida agarró el primer regalo. Estaba envuelto en papel azul y tenía
mucho celo. Después de tardar varios minutos intentando quitar el celo, el
pequeño vampiro procedió a rasgar directamente el papel. Debajo había papel de
embalaje marrón, atado con cuerda.
Anton se dio cuenta de que Lumpi estaba sonriendo maliciosamente, pero no
dijo nada.
El pequeño vampiro quitó la cuerda y el papel marrón, sólo para encontrarse
con otro embalaje, esta vez hecho con papel de periódico.
—¡Es de mentira! —gritó enfadado, tirando el paquete al suelo.
—¡Tienes que abrirlo! —ordenó Lumpi.
—¿Pero por qué, si ya sé que es de mentira?
—¡Porque no podrás estar totalmente seguro de que realmente es un regalo
de Carlos Engaños, hasta que no lo abras del todo!
El pequeño vampiro volvió a agarrar el paquete. Sin ganas, le quitó otras seis
capas de papel de periódico. La última capa era de papel de plata. Y dentro había…
¡una piedra!
—¡Tenías razón! —gritó Lumpi, con una risa cruel—. ¡Al final sí que era de
Carlos Engaños!
El pequeño vampiro dio un paso hacia atrás y observó desconfiado el resto
de los regalos. De repente, se dibujó una sonrisa en los labios y agarró uno de los
regalos de Anton.
—¡Eh! ¡Eso no vale! —protestó Lumpi—. Sabes exactamente de quién es
éste.
—¡Por eso! —respondió el pequeño vampiro.
Sin dudarlo, abrió el envoltorio. Todo contento, enseño las dos cintas de
música que había encontrado.
—¡Qué bien! —gritó—. ¡Nuevas cintas para mi walkman!

El walkman había sido un regalo de los padres de Anton, aquella vez cuando
celebraron las Navidad en la casa de su amigo.
—¡A que no son de los Bicho Boys! —sospechó Olga.
El pequeño vampiro miró las carátulas.
—Son bandas sonoras. ¡De películas de vampiros! —dijo luego, con los ojos
radiantes de alegría.
—¡De todas las películas clásicas de vampiros! —añadió Anton—. ¡Incluso la
antigua de Drácula, con Bela Lugosi!
El pequeño vampiro le dedicó una sonrisa de agradecimiento a Anton.
—¡Ahora abre éste! —dijo Lumpi, indicando el regalo más grande de todos,
que estaba apoyado contra la columna—. ¡Te juro que no es de Carlos Engaños!
Con serias dudas, el pequeño vampiro se acercó al paquete indicado que
estaba envuelto en un papel con dibujos de florecillas. Después de unos segundos,
acabó quitándole el celo y el papel. Lo que descubrió fue una bolsa de plástico
transparente.
Antes de que Anton pudiera ver el contenido, escuchó el grito de protesta del
pequeño vampiro.
—¡Pero si yo no como patatas!
Ahora Anton pudo distinguir que la bolsa estaba llena de viejas patatas
arrugadas.
—Es que no son para comer —explicó Lumpi.
—¿Para qué, si no? —preguntó el pequeño vampiro.
—Ya lo verás —contestó Lumpi, alcanzándole otro paquete, más pequeño y
alargado, envuelto en el mismo papel de flores—. Si abres esto, descubrirás el
sentido profundo de mi regalo.
El pequeño vampiro abrió el paquete pequeño. Era un cuchillo pelapatatas.
—¡Se acabó el aburrimiento dentro del ataúd! —dijo Lumpi, frotándose las
manos de lo contento que estaba.
—Pero si no como patatas, no hace falta que las pele, ¿verdad? —
preguntó el pequeño vampiro a Lumpi, mirándolo con inseguridad.
—¡A no ser que te presentes voluntario en la cocina de los Bohnsack! —dijo
Olga con una risita.
—¿Pero quién habla aquí de pelar? —intervino Lumpi—. ¡Con esto esculpirás
obras de arte!
—¿Obras de arte de patatas?
—Este cuchillo de primera calidad te ayudará a convertir las patatas en

esculturas, como por ejemplo, un ataúd de patata, una lápida de patata.
Rüdiger se rascó detrás de la oreja.
—No sé si me apetece…
—Ya verás. Todo es ponerse —le aconsejó Lumpi.
—Rüdiger, ¿te importa si me voy un momento a estirar las piernas? —
preguntó Olga.
—Pero no te vas volando todavía, ¿no? —respondió el pequeño vampiro,
preocupado.
—No, sólo me apetece bailar un poco.
—¡Ah! ¡Claro que no me importa!
Olga se acercó al equipo de música. Tal y como Anton temía, volvió a meter
el CD de los Beach Boys. La primera canción le sonaba de algo, pero no se
acordaba del título.
Olga se acercó a él con una sonrisa más dulce que la miel.
—¿Me permites este baile?
Anton se dio la vuelta, buscando el consejo de Rüdiger y de Anna. Anna le
hizo un gesto como si le diera igual, pero el pequeño vampiro le animó asintiendo
con la cabeza.
—Pues, vale… —dijo Anton.




















Olga le llevó al centro del salón y empezó a menear las caderas, mover la
cabeza de un lado al otro y dibujar círculos en el aire con las manos, como si
estuviera limpiando ventanas. A la vez, cantaba la canción a grito pelado. Sin
embargo, la letra no coincidía para nada con la que cantaba los Beach Boys.
—«Gel de Ronda, gel, gel de Ronda…» —cantó—. «Gel de Ronda, gel, gel de
Ronda…».
De repente, Anton se acordó del título: Help me, Rhonda. Tuvo que hacer un
esfuerzo para no reírse. Era evidente: Olga no tenía ni idea de inglés.
—¿Qué tipo de gel es ése? —preguntó Anton—. ¿De ducha o de pelo?
—¡No es asunto tuyo! —bufó Olga.
Al menos, a partir de ahí, Olga ya no cantaba tan alto. Afortunadamente para
Anton, ella tampoco parecía tener la intención de bailar agarrado, tal y como él se
había temido. Convencida de su belleza, Olga sólo se dedicaba a dar vueltas, saltos
y palmaditas. Además, cada cierto tiempo, hacía una reverencia como si estuviera
en un escenario y el público le estuviera aplaudiendo.




Anton se giró para observar al pequeño vampiro, que seguía abriendo sus
regalos. Ya había abierto más o menos la tercera parte de los paquetes,
Evidentemente, la mayoría habían sido de mentira y los había apartado sin
hacerles mucho caso. Los de verdad, sin embargo, estaban puestos con mucho
cuidado al lado de los cirios. Anton reconoció las dos cintas de música que le había
regalado, así como el libro Cuentos negros de vampiros a la medianoche, un puzzle
de vampiros, el saco de patatas de Lumpi, el pelapatatas y un gran ovillo de lana
rosa.
Entusiasmado, el pequeño vampiro continuaba abriendo paquetes. Encontró
también un frasco de perfume, un libro grande, agujas para hacer punto, una cajita
de acuarelas y el correspondiente papel.
—¿Qué te parece mi maravilloso regalo? —preguntó Olga, cuando el
pequeño vampiro había abierto el último regalo.
—¿Qué? preguntó el pequeño vampiro
Olga apagó la música.
—¿Qué qué te parece mi maravilloso regalo? —repitió.
El pequeño vampiro miró las acuarelas y el papel.
—Bueno, si quieres que te haga un retrato… no creo que pinte muy bien,
pero…
—¡Pero que dices! ¿Mi retrato? ¡Jamás! —gritó Olga, jadeando indignada—.
¡Sólo los mejores maestros tendrán el honor de retratar mi rostro para la
eternidad! ¡En ningún caso permitiría que las manos de un aficionado probaran
suerte pintando mi retrato!
—Yo escogí el papel y las pinturas —intervino Lumpi. ¡Para imprimir con
patatas!
—Pero si no me gustan las patatas —dijo el pequeño vampiro—, ¡ni siquiera
en pintura!
—No son para pintar, son para usarlas como sellos —explicó Lumpi,
haciéndose el entendido.
—¿Sellos de patatas?
—¡Efectivamente! ¡Sellos para imprimir!
—¿Y cómo funciona eso?
—Primero recortas la patata en forma de letra en forma de letra o número o,
si quieres, de cualquier otro dibujo. Luego le pones pintura a la patata y la utilizas

como sello, presionándola contra el papel, para hacer tu propio papel de carta,
invitaciones, tarjetas de visita…
—¡Qué bien! —gritó Olga—. ¡Haz unas tarjetas de visita para mí Rüdiger!
Pon: «Señorita Olga von Seifenschwein, Cripta Schlotterstein, Viejo Cementerio.
Horas de visita: del ocaso al alba».
—Para ti haría lo que fuera —susurró Rüdiger.
—No creo que valga la pena imprimir tarjetas —comentó Anna.
—¿Y por qué no? —preguntó Olga.
—¿No has dicho tú misma que sólo estás de paso?
—¡Pufff! —bufó Olga y, girándose de nuevo hacia el pequeño vampiro,
añadió—: Todavía no me has dicho si te gustan mis regalos.
—¿Pero cuáles son?
—La lana y las agujas.
—No sé hacer punto —murmuró el pequeño vampiro.
—Eso se aprende rápido —dijo Olga—. Y los primero que harás será una
mantita para mi ataúd.
Durante un segundo, el pequeño vampiro parecía estar decepcionado.
—Bueno, vale —dijo al final.
Agarró el ovillo de lana rosa y lo apretó contra su pecho.
—¡Humm! ¡Huele a ti!
«Oler», pensó Anton, «apestar sería más adecuado». Durante toda la noche
le había molestado la peste a podredumbre que Olga despedía, mezclada con un
perfume dulzón.
—Como Lumpi ha dicho antes —exclamó Olga, riéndose—, ¡se acabó el
aburrimiento dentro del ataúd! Y ahora vamos a jugar a mis juegos —añadió,
sacándose un trozo de papel del bolsillo del delantal.
—¡Un momento! —le interrumpió el pequeño vampiro.
—¿Qué? —preguntó Olga, frunciendo el ceño.
—Los regalos… —dijo el pequeño vampiro, mirando a todos uno por uno—,
sólo quería decir que me han gustado mucho los regalos.
—No es nada —respondió Lumpi.
—«¡Es verdad!», pensó Anton, «los regalos de Lumpi, especialmente el saco
de patatas, ¡no son nada!».







—Empecemos con Nefertiti —dijo Olga.
—¿Nefertiti? ¿No era esa la bella reina de Egipto? —preguntó el pequeño
vampiro.
—¡No tan bella! —respondió Olga.
—Seguro que era menos bella que tú —comentó Anna.
—¡Efectivamente! Tenía la nariz aguilucha y sólo un ojo.
—Su busto sólo tenía un ojo —corrigió Anton.
—No sabía que tenía un ojo allí —contestó Olga, poniéndose colorada, porque
pensaba que «busto» significaba otra cosa.
Anton se tuvo que morder los labios para no soltar una carcajada.
—Un busto es un retrato de medio cuerpo —explicó finalmente.
Olga le miró confusa.
—¡Qué más da! —dijo al final. Luego se dio la vuelta y desapareció en la
cafetería. Enseguida volvió con una bolsa de viaje negra.
—Nefertiti es un juego difícil —explicó—, no una primitiva lucha como el duelo
de patatas.
—¿Cómo? —bufó Lumpi—. ¿Pretendes insultarme?
—No. Sólo quiero dejar claras las diferencias —respondió Olga—. Nefertiti es un
juego de equipo en el que hay que colaborar
—Pues, no parece un juego para vampiros —comentó Lumpi, con un gesto
despectivo—. Los vampiros somos individualistas.
—Y cómo funciona esa… colaboración? —preguntó Anna, con muy poco
entusiasmo. Parecía que en cuanto al trabajo en equipo estaba de acuerdo con
Lumpi.
—Primero, el equipo debe decidir quién se convertirá en momia —explicó
Olga—. Y luego se hace la momia.
—¡Genial! ¿Con embalsamiento y todo? —se entusiasmó Lumpi.
—Sí, ¿cómo se hace esa momia? —preguntó Anton, desconfiado.
—Seguro que Olga se ha traído las vendas egipcias originales —dijo el pequeño

vampiro, indicando la bolsa de viaje—. Su padre hizo colección de esas cosas.
—¡Cómo que «cosas»! —gritó Olga, indignada—. La colección de mi padre tenía
unos tesoros de valor incalculable. Pero todo se destruyó cuando nuestro castillo…
Se interrumpió y se echó a llorar.
Lumpi, Rüdiger y Anna bajaron la mirada, conmovidos.
Olga suspiró profundamente.
—Y por eso, desgraciadamente, tenemos que conformarnos con esto —dijo
finalmente, sacando de la bolsa cuatro rollos de papel higiénico.
Anton no aguantó más. Soltó una carcajada tras otra, hasta casi quedarse sin
aire.
—¡No sé por qué te hace tanta gracia la cruel traición de la familia de Olga! —le
echó la bronca el pequeño vampiro.
—No es por eso —exclamó Anton, riendo.
—¿Por qué si no? —preguntó Lumpi, también enfadado.
—Es por… —Anton tuvo que reírse de nuevo—… ¡por el papel!
Si hubiera dicho «papel higiénico» habría estallado como un globo.
—A mi el papel no me hace gracia —respondió Olga fríamente—, es de celulosa
blanca, está bien enrollado y sin usar.
—¡Eso espero! —repuso Anton, agarrándose la barriga que le empezaba a
doler.
—Y además, se desenrolla perfectamente —añadió Olga—. ¿Qué tal si
formamos equipo, Rüdiger?
—¡Encantado! —gritó el pequeño vampiro.
—Nosotros dos contra Anna y Anton —decidió Olga.
—¿Y yo? —se quejó Lumpi.
—Tú haces de árbitro —contestó Olga.
—¿Sólo árbitro?
—El árbitro es e4l más importante de todos —susurró Olga.
—¿En serio? —dijo Lumpi, sonriendo contento.
—¡Sí!
Olga le alcanzó un rollo de papel a Anna.
—¡Tienes que dar la señal para empezar! —le dijo a Lumpi.
—¿Cómo?
—Como quieras.
Olga le dijo algo al oído del pequeño vampiro y éste agarró un rollo de papel
higiénico.

—¿Haces tú de momia? —le preguntó Anna a Anton en voz baja.
—Prefiero «enrollarte» a ti —contestó Anton.
No le gustaba nada la idea de estar rodeado por cuatro vampiros y no poder
moverse por estar enrollado en papel higiénico de pies a cabeza.
—Vale. Entonces hago yo de momia —respondió Anna, sonriendo.
—¡Atención! —gritó Lumpi—. ¡Preparados! ¡Listos! ¡Todos a sus puestos!
¿Estamos todos? ¡Uno, dos, tres, cinco, seis, siete, nueve…!
—¿Empezamos ya? —se quejó Olga.
—¡¡Ya!! —chilló Lumpi, dando una palmadita.
El pequeño vampiro se arrodilló ante Olga y empezó a enrollar con el papel sus
zapatos de charol.
Anton se agachó y puso el papel alrededor de los desgastados zapatos de
hebillas y los tobillos de Anna. Notó el latido de su corazón en los oídos. Nunca
antes había estado tan cerca de ella…
Afortunadamente, Anna se estaba totalmente quieta y no le distraía de ninguna
manera.
Olga hacia todo lo contrario: se reía y chillaba, poniendo nervioso al pequeño
vampiro.
—¡Uy, qué cosquillas! —repitió varias veces, y—: ¡Venga, más rápido, deprisa!
Anton estaba deseando ver el momento en el que el pequeño vampiro llegara a
la cabeza de Olga para taparle la boca. Pero de repente, Olga lanzó un grito
estridente. Anton miró hacia ella.



—¡El papel! —chilló Olga—. ¡Has roto el papel, Rüdiger!
—¡Yo no fui! —se defendió el pequeño vampiro—. ¡Se ha roto cuando has
movido el brazo!
—En mi función de árbitro debo decir que Rüdiger está diciendo la verdad —
declaró Lumpi.
—¡Estáis todos compinchados! —gritó Olga, enfadada, moviendo a la vez brazos
y piernas. Su envoltorio se cayó formando círculos en el suelo.
—¿Pero por qué te quitas el papel, Olga? —se quejó el pequeño vampiro.
—Porque tenemos que empezar de nuevo —bufó Olga—. A las momias no se

les puede poner parches. ¡Y Anna y Anton también tienen que empezar de nuevo!
—¡No, nuestro papel no se ha roto! —protestó Anna.
—Esto ha sido sólo un ensayo —insistió Olga—. Ahora empieza el juego de
verdad.
—¡Yo no juego! —dijo Anna con cara desafiante.
—¡Yo tampoco! —se solidarizó Anton con ella—. Sí Olga hubiera querido que
sólo fuera un ensayo, debería haberlo dicho antes.
—En mi función de árbitro debo decir que Anton tiene razón —
intervino Lumpi—. Los ensayos se tienen que anunciar con anterioridad.
—¿Ah sí? —dijo Olga, lanzándole una mirada fulminante—. ¡No me gusta jugar
con vosotros!
Salió de sus círculos de papel higiénico para acercarse al equipo de música.
—Venga, Rüdiger —ordenó —. ¡Vamos a bailar! ¡Es tu cumpleaños!
—¡Sí, vamos a bailar! —gritó el pequeño vampiro.


























Olga giró los botones y de nuevo sonó Help me, Rhonda. Ella y el pequeño
vampiro empezaron a bailar.
—Siempre este estúpido Gel de Ronda —se quejó Lumpi—. ¿Cuándo vais a
poner por fin a Los Pajaritos Aldeanos de Transilvania?
—¡Hoy es mi cumpleaños! —dijo el pequeño vampiro—. ¡Y hoy pongo yo la
música!
—¡Pero si pones a los Bicho Bois son mi grupo preferido!
—¿Ah sí? ¿Desde cuándo?
—Beach Boys —les corrigió Anton que no aguantaba más la falsificación del
nombre.
—¿Los «Bich Bois»? —repitió Olga—. ¿Qué tontería es ésa?
—Es inglés. Significa «Los chicos de la playa».
—¿Los chicos de la playa? —repitió Olga, poniendo cara de haber mordido
un limón, o peor, un ajo.
—Y Anton me ha dicho de qué tratan las letras —añadió Anna, que al final
también se había liberado de su envoltorio de papel.
—¿De qué? —preguntó Olga.
—Del sol caliente de California —dijo Anton, sonriendo maliciosamente—,
de cuerpos bronceados, del surf, del reflejo del sol en el pelo…
Rüdiger y Lumpi lanzaron un grito.
—¡Me estás tomando el pelo! —bufó Olga.
—Si no me crees, puedes mirarlo en el diccionario —propuso Anton.
—Ya sabía yo que los bicho bicho bois son unos memos —dijo Lumpi,
encantado—. ¡Venga, pongamos Los Pajaritos Aldeanos de Transilvania!
Se acercó al equipo y quitó la música de los Beach Boys. Pero antes de
conseguir poner el CD de sus queridos Pajaritos, llegó Rüdiger y le dio un empujón.
Lumpi no se lo consintió y le dio otro a Rüdiger. En seguida de montó una buena
pelea en la que Olga también participó.
—No se podrán nunca de acuerdo —dijo Anna a Anton—. Aprovechemos el
tiempo para hacer algo más agradable. ¿Qué tal si miramos la luna?

Anna se acercó a la ventana, Anton miró hacia Rüdiger, pero el pequeño
vampiro estaba completamente entregado a la pelea. Entonces, siguió a Anna.
—¿Te acuerdas de aquella vez, en las ruinas del Valle de la Amargura? —
susurró Anna.
—Sí ¿y qué? —preguntó Anton.
—¡La luz de la luna! ¡El romántico jardín abandonado! ¡Tú y yo, solos!
—¿Solos tú y yo? ¿Ya te has olvidado de tía Dorothee que apareció de
repente?
—No, no se me ha olvidado —contestó Anna, sonriendo—. ¡Fue la única vez
que tuve la oportunidad de salvarte la vida!
—A lo mejor no es la única… —dijo Anton de repente, preocupado,
indicando hacia el calle, porque en ese momento aparecía un antiguo Volvo
delante de la casa—. Si no me equivoco, ése es el coche del señor Cisneros.
Anna lanzó un grito.
—¿Este cacharro negro es del señor Cisneros? —preguntó.
—Al menos él tiene uno igual. ¿Puedes ver quién va dentro?
Anna miró con concentración hacia el aparcamiento, iluminado apenas por
una farola.
—El conductor podría ser el señor Cisneros —dijo Anna—. Y la mujer que
hay a su lado… —se interrumpió.
—¿Es tía Dorothee? —preguntó Anton.
—No consigo distinguir la cara porque está detrás de un abanico —
respondió Anna—, pero tía Dorothee no tiene un abanico.
—Tal vez el señor Cisneros se lo haya regalado hoy.
Anna no dijo nada más. Pasaron varios minutos que a Anton se le hicieron
eternos.
—Ahora baja el abanico —susurró Anna de repente.
—¿Y? —preguntó Anton, notando el latido acelerado de su corazón.
—¡Es tía Dorothee! —gritó Anna, bajando inmediatamente del alféizar—.
¡Tía Dorothee! ¡El señor Cisneros! —avisó chillando a Rüdiger, Olga y Lumpi que
seguían peleándose al lado de la estantería.
—¿Qué? ¿Quién? ¿Cómo? —gritaron los tres vampiros a la vez.
—¡Tía Dorothee! ¡El señor Cisneros! —repitió Anna—. ¡Todavía están en el
coche, pero pueden subir en cualquier momento!

Olga y Lumpi corrieron hacia el vestuario. Anna les siguió. El pequeño
vampiro empezó a meter rápidamente los regalos dentro de la bolsa de viaje de
Olga.
—¡Ayúdame, Anton! —gritó desesperado.
—¡Tenemos que irnos Rüdiger! —respondió Anton, poniéndose la mochila
en la espalda—. ¡No hay tiempo!
—¡Pero mis regalos! —insistió el pequeño vampiro—. ¡Y la velas! ¡Trae mala
suerte dejarlas!
Anton apagó los cirios soplando, los metió rápidamente dentro de la bolsa de
viaje y corrió hacia la puerta por la que habían desaparecido Anna, Lumpi y Olga.
—¡Rüdiger, ven! —gritó.
El pequeño vampiro intentó levantar la bolsa, pero pesaba tanto que se
rompió una de las asas. La bolsa se abrió y todo el contenido se esparció por el
suelo. El pequeño vampiro tropezó con una patata y se cayó en plancha. Enseguida
se volvió a levantar y juntó de nuevo todos sus regalos.
—¡Déjalos! —le presionó Anton.
—¡Jamás! —replicó el vampiro—. ¡Llevo más de ciento cincuenta años
esperándolos!
Suspirando, Anton se puso por segunda vez a ayudarle. Al menos esta vez, el
pequeño prescindió de meter también las patatas.
De repente se escuchó el ruido de un par de tacones altos desde la escalera.
—¡Realmente no hay nadie en esta casa! —se oyó una voz de mujer.
A Anton se le pusieron los pelos de punta, como siempre cuando oía la voz
de tía Dorothee.
—Los fines de semana siempre se van todos —confirmó el señor Cisneros—.
Entre semana hay más vida.
—Más vida… —cantó Dorothee—. ¡Qué bien suenan estas palabras en su
boca, señor de Cisneros!
—Solo Cisneros, por favor —dijo el señor Cisneros—. Sin el «de»,
desgraciadamente.
Se oyó el ruido de llaves.
El pequeño vampiro agarró la bolsa de viaje con ambas manos y echó a
correr al lado de Anton. Cuando habían llegado al pasillo, se encendieron los focos
del salón de baile. Anton cerró la puerta detrás de sí.
—¡No encienda la luz, por favor! —dijo tía Dorothee.





Una vez dentro del vestuario , Anton cerró el pestillo de la puerta.
—¡Por los pelos! —suspiró aliviado.
De repente, el pequeño vampiro lanzó un grito desgarrador.
Asustado, Anton se dio vuelta.
—¡Mi capa! —exclamó el pequeño vampiro, indicando el banco vació —¡Me
han robado la capa!
En ese momento, se escuchó una risa bajita, Anton levantó la vista hacia la
ventana y descubrió una sombre que se perfiló contra el oscuro cielo nocturno. Era
Anna que enseguida entró volando por la ventana.
—¡Fue muy irresponsable dejar las capas aquí! —acusó a Rüdiger.
—Olga dijo que los viejos trapos no pegaban con una fiesta de cumpleaños —
contestó el pequeño vampiro, avergonzado.
Anna sacó una segunda capa por debajo de la suya y la lanzó hacia Rüdiger.
—Puede que no sean muy elegantes —dijo Anna—, pero no quisiera
prescindir de la mía.
—Yo tampoco —le dio la razón el pequeño vampiro, poniéndosela
rápidamente.
—¿Espiamos a tía Dorothee y al señor Cisneros? —propuso Anna, sonriendo
hacia Anton.
—Hummm, no sé —murmuró Anton.
—¿No sabes el qué?
—No sé si es buena idea…
—¿No sientes curiosidad por si lo muerde? —preguntó el pequeño vampiro,
riéndose con voz ronca.
Anton se puso pálido.
—¿Crees que ella quiere…?
—¡Claro!
—¡Tonterías! —les interrumpió Anna, dándole un codazo entre las costillas al
pequeño vampiro—. ¿Quieres que Anton piense mal de nuestra familia?

—¡Ay! —se quejó el pequeño vampiro, frotándose el costado.
—¿Te vienes, Anton? —pidió Anna—. ¡No hay nada mejor que mirar a dos
recién enamorados!
—¿Y qué hacemos con mi bolsa? —preguntó le pequeño vampiro.
—La escondemos fuera entre los arbustos —propuso Anna.
Una vez depositada la bolsa debajo de un seto, Anna y Rüdiger volaron hacia
una de las ventanas del primer piso de la mansión, que tenía una amplia cornisa.
Anton se sentó al lado de sus amigos para ver qué pasaba dentro del salón de
baile.




Sólo quedaban encendidas las velas pequeñas y los ojos de Anton tardaron unos
segundos en acostumbrarse a la semioscuridad. Por fin consiguió distinguir a tía
Dorothee. Grande como una montaña, estaba apoyada sobre el piano, con el
abanico en la mano. Lucía un vestido negro que tocaba el suelo, con una estela
roja, y algo brillante en el pelo peinado hacia arriba. Lo que Anton no consiguió ver
era si su piel estaba realmente tan arrugada como un acordeón o no.
—¡Como atrape a los desgraciados que me han hecho esto! —sonó la voz del
señor Cisneros alta y clara, a través de una ventana que había abierto mientras
tanto—. ¡Han convertido mi salón de baile en un basurero!
Intento juntar los periódicos, el papel de regalo, el papel higiénico y las
patatas en un montón.
—No me importa el desorden —comentó Dorothee, riéndose—. Todo lo
contrario, ¡me encanta el ambiente!
—¿Ambiente? —se extrañó el señor Cisneros.
—¡Desde luego! Todas esas velitas, la columna negra. ¡Me siento ya como en
casa!
—¡Muchas gracias, señora Von Seifenschwein!
—Von Schlotterstein Seifenschwein, por favor.
—Naturalmente, le pido perdón. Espero que sepa disculpar mi error, señora
de Schlotterstein Seifenschwein.
—¡Pero sólo si se echa un bailecito conmigo! —pidió tía Dorothee, abriendo
sus brazos en insinuando unos pasitos de baile.
—Ya veo que tiene el equipo de música puesto —dijo la vampiresa,
acercándose a la estantería con unos pasitos cortos y rápidos. Giró un par de
botones y… ¡empezó a sonar la música popular de Transilvania que había puesto
Lumpi!
Con una sonrisa tan amplia que hasta a la distancia de más de veinte metros
Anton pudo distinguir sus colmillos, tía Dorothee miró al señor Cisneros.
—¡Mi música preferida, señor Cisneros! ¿Cómo lo sabía usted?
El profesor se aclaró la voz.
—Pero yo…
—Nada de peros —dijo tía Dorothee—. ¡Vamos a bailar! ¡Venga!
Como un sonámbulo, el señor Cisneros se acercó a ella. Hizo una reverencia
y, tal y como ordena el protocolo, puso la mano derecha debajo del hombro
izquierdo de tía Dorothee.

Justo en el momento en el que el señor Cisneros les daba la espalda a Anton,
Anna y Rüdiger, tía Dorothee miró hacia ellos. Con la mano les hizo señales para
que se fueran.
A Anton se le congeló la sangre. Enseguida, Anna y Rüdiger bajaron
silenciosamente de la cornisa. Bastante confuso, Anton les siguió. Los tres
aterrizaron delante del seto.
—¿Es que tía Dorothee sabía todo el tiempo que estábamos allí? —
preguntó Anton, con la voz entrecortada.
—Eso parece —dijo el pequeño vampiro.
—Ahora sabe que hemos celebrado tu cumpleaños, a pesar de su prohibición
—comentó Anna.
—¡Ay, no! ¡Mis regalos! —se acordó el pequeño vampiro—- ¡Ahora querrá
quitármelos!
—¡Tenemos que esconderlos! —propuso Anna.
—¿Pero dónde? —preguntó el pequeño vampiro.
—¡Ya lo sé! —gritó el Anna—. ¡En tu casa, Anton!
—Yo… —comenzó a hablar Anton, pero el pequeño vampiro le interrumpió.
—¡Eso es! —gritó Rüdiger, nervioso—. Es mi cumpleaños. ¡No me puedes
decir que no!
Anton suspiró profundamente.
—¡Claro! Como en mi armario sobra espacio…
—¡Qué bien! —dijo muy contento el pequeño vampiro—. ¡Es en tu
cumpleaños cuando sabes realmente quién es tu amigo!
—O tu amiga… —añadió Anna con un movimiento como si estuviera alisando
un delantal invisible. Pero en realidad no llevaba delantal, sino un vestido de
terciopelo rojo oscuro.
El pequeño vampiro insinuó no haber entendido la alusión a Olga.
—¡Vamos a volar a casa de Anton! —gritó, extendiendo los brazos debajo de
la capa—. ¿O han vuelto ya tus padres?
—No lo creo —respondió Anton—. Después de ir al teatro suelen tomarse un
vino en algún sitio.
—¡Estupendo!
El pequeño vampiro agarró uno de los extremos de la bolsa, Anna el otro, y
salieron volando.





Una vez en casa, Anton vació la parte inferior de su armario y el pequeño
vampiro metió sus regalos y los once cirios negros, Rüdiger no dejó de sollozar.
—¡No llores! —le consoló Anna—. ¡Es para poco tiempo!
—¡Muy poco, espero! —añadió Anton.
—Pero me hacía tanta ilusión aprender a hacer punto con Olga —respondió
el pequeño vampiro, apretando el ovillo de lana rosa contra el pecho—. Seguro
que me va a salir fatal y voy a tardar más de medio año aprender. Y todo ese
tiempo Olga va a tener que quedarse viviendo en nuestra cripta para enseñarme.
—¡De eso nada! —replicó Anna—. ¡Yo te lo puedo enseñar en dos noches!
¡Curso intensivo!
—¿Y quién te ha dicho que quiero aprender tan rápido? —gruño el pequeño
vampiro—. Al fin y al cabo, tengo toda la eternidad para aprender. ¡No tengo por
qué darme prisa con nada!
—¡Sí que tienes! —protestó Anton—. ¡Por ejemplo, con recoger estos
regalos!
—¡Naturalmente! —intentó tranquilizarlo el pequeño vampiro.
Con sumo cuidado dejó el ovillo de lana al lado de los demás regalos. Para
camuflarlos, Anton los cubrió con unos cuantos jerseys.
—¿Seguimos con la fiesta en el salón de tus padres? —preguntó el pequeño
vampiro, muy ilusionado.
—¡Genial! —gritó Anna—. ¡Ahora podremos jugar a mis juegos!
Anton miró su reloj de pulsera. Eran las diez y diez.
—Es demasiado tarde para jugar.
—Pero mis juegos son silenciosos —intentó convencerle Anna—. Por favor
Anton. Si no, Rüdiger va a estar muy decepcionado.
—¡Muy, muy, muy decepcionado! —confirmó el pequeño vampiro,
asintiendo energéticamente con la cabeza—. ¡Hoy es mi cumpleaños!
—Bueno —cedió finalmente Anton—. Pero no en el salón. ¡Tiene que ser
aquí!
—¡Bieeen! —gritó Anna, saltando de alegría. ¡Vamos a jugar a mis juegos!

—¡Shhh! ¡Más bajo! —le recordó Anton—. La señora Miesmann que vive
abajo siempre dice que es sorda, pero cada vez que tengo visita, tiene oídos de
lince.
—O de vampiro —dijo Rüdiger, riéndose—. Acabo de escucharla dándose la
vuelta en el ataúd… quiero decir, en la cama. ¡Cómo le suenan los muelles!
—Hablando de sonar: ¿podemos poner música? —preguntó Anna.
—Anna, hoy eres tú la que tiene las mejores ideas —alabó Rüdiger—. Vamos
a escuchar la cinta que me ha regalado Anton.
—¿Cómo? —se quejó Anton—. ¿Quieres sacarla otra vez del armario?
—¡Qué más da! —le calmó el pequeño vampiro, poniéndose a buscar entre
las cosas de su amigo—. ¡Ya la tengo! Gritó finalmente, con la cinta en la mano.
Anton metió la cinta en el radiocasete. Era la banda sonora de Nosferatu.
Totalmente absortos, Anna y Rüdiger escucharon la inquietante melodía y el latido
del corazón que la acompañaba.
—Es la música más bonita que jamás he escuchado —susurró Anna—. ¿Me
regalas una igual en mi cumpleaños?
—¡Y yo que pensaba que a ti no te gusta que los vampiros celebren su
cumpleaños! —Se extraño Anton.
—¡No me gustaba! Pero si me prometes ir, celebraré mi cumpleaños este
año. Y no me importa lo que diga tía Dorothee o el resto de la familia.
—¿Y qué día es? —preguntó Anton.
—¡Un día tonto! —gritó el pequeño vampiro, riéndose.
—¡No es tonto! —bufó Anna.
—¡Como que no! Es el 18 de diciembre.
—¿Y qué tiene de tonto?
—Faltan seis días para la navidad. Y no se puede recibir los regalos dos veces
la misma semana.
—¡Pero si no celebramos nunca la navidad!
—¿Quién sabe? —dijo el pequeño vampiro—. Desde hoy ya celebramos los
cumpleaños. Además, ya celebramos la navidad una vez, con Anton. Tal vez este
año sus padres nos inviten otra vez, si Anton se lo pide.
Anna miró la hora en el despertador al lado de la cama de Anton.
—Deberíamos empezar a jugar. Sólo faltan noventa y nueve para la
medianoche. Y después ya no será tu cumpleaños.
—¡Buena idea! ¡Dispara! —le animó Rüdiger.

—El primer juego se llama No digas la verdad —comenzó Anna—. En este
juego hay que mentir siempre. A cambio, el juego La verdad y toda la verdad
consiste en decir siempre la verdad. También podemos comenzar con ése. ¿Cuál
preferís?
—El de las mentiras —respondió Rüdiger, riéndose.
—¿Y cómo se juega? —preguntó Anton.
—Primero necesitamos un asiento cómodo —explicó Anna, que agarró la
almohada de la cama y la dejó en el suelo.
Anton quería protestas, pero no le dio tiempo y, además, era el cumpleaños
de Rüdiger.
—Mientras el jugador esté sentado en la almohada, no podrá decir la verdad
—continuó Anna—. Los demás le tienen que hacer cinco preguntas cada uno. Si
responde con una verdad en vez de con una mentira, pierde.
—¡Vaya! ¡Qué complicado! —opinó el pequeño vampiro—. Anton, ¡empieza
tú!
Anton se sentó en la almohada. «No creo que mentir diez veces sea tan
difícil», pensó.
Anna y Rüdiger se sentaron en el sueño, enfrente de él.
—¿Quieres hacer la primera pregunta, Rüdiger? —dijo Anna.
El pequeño vampiro sacudió la cabeza.
—Vale, pues empiezo yo. ¿Cómo te llamas?
—Rodrigo —contestó Anton—. Rodrigo de Ratonero.
—Vale. ¿Te has encontrado alguna vez con un vampiro, Rodrigo de
Ratonero?
—No —mintió Anton.
—¿Nunca te has encontrado con ningún vampiro?
—¡No!
—Seguro que estás mintiendo, ¿verdad?
Anton tardó unos segundos.
—Sí —dijo finalmente, despacio como si estuviera dudando.
—¡Ya has perdido! —gritó Anna.
Anton se rascó la cabeza, confuso.
—¿Qué ha pasado?

—Tus primeras tres preguntas estaban bien —explicó Anna—. Pero a la
siguiente pregunta de si tus respuestas eran mentira, deberías haber seguido
mintiendo, diciendo que no.
—Ji, ji, ji —se rió el pequeño vampiro—. ¡Qué difícil es mentir! ¡Ahora me
toca a mí!
Anton se levantó y el pequeño vampiro se sentó sobre la almohada.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Anna.
—Bonifacio de Bacalao —respondió Rüdiger.
—¿Es hoy tu cumpleaños, Bonifacio de Bacalao?
—No.
—¿Te han regalado cosas?
—No.
—Entonces, ¿estas cintas, el libro, el perfume, el ovillo de lana rosa y las
agujas son para mi?
—¡No! —gritó el pequeño vampiro.
—¡Has perdido! —dijo Anton, riéndose.
—Has perdido —confirmó Anna.
—Pero ¿por que? —gruñó el pequeño vampiro.
—Tendrías que haber dicho que sí.
El pequeño vampiro hizo una mueca.
—¡Este juego estúpido! —sentenció—. ¡Ya no quiero jugar más!
—¡Ya tampoco! —dijo Anton.
—¿Preferís jugar a La verdad y toda la verdad? —preguntó Anna—. Os
advierto: puede ser muy personal.
—Siempre será mejor que mentir —murmuró el pequeño vampiro.
—¿y cómo se juega a Toda la verdad? —quiso saber Anton.
—Es muy parecido —contestó Anna—. La única diferencia es que siempre
hay que decir la verdad.
—Vale, pero esta vez te toca a ti y yo pregunto —dijo el pequeño vampiro.
—Bien —contestó Anna, sentándose sobre la almohada—. ¡Empieza!









El pequeño vampiro, en vez de preguntarle cosas personales a Anna, se rascó
la barbilla, entornó los ojos y se tiró de la oreja.
—¿Qué haces? —le presionó Anna.
—¡Estoy pensando! —siseó Rüdiger.
Así pasaron varios minutos. Por fin, el pequeño vampiro resopló con fuerza e
hizo la primera pregunta:
—¿Cómo se llama tu mejor amigo?



—Anton Bohnsack —respondió Anna.
—¿Estás enamorada de él?
—¡Ey! ¡No te pases! —protestó Anton, indignado.
Anna se había puesto colorada.

—Sí —susurró.
—¿Quieres que Anton sea también vampiro? —siguió preguntando Rüdiger.
—No —contestó Anna.
—¡Mentira! —gritó el pequeño vampiro—. El otro día me dijiste que cuánto
te gustaría despertarte por la tarde y tener a Anton a tu lado en el ataúd.
Anna, avergonzada, bajó la cabeza.
—¿De verdad? —preguntó Anton.
—Sí —confesó ella.
—Oye —interrumpió el pequeño vampiro—. Ya ha perdido. No le puedes
hacer más preguntas.
Anna se levantó.
—Anton, te toca a ti —dijo el pequeño vampiro, indicándole la almohada.
—¿Otra vez? — se quejó Anton,
—¿Cómo que otra vez? Todavía no has jugado a la verdad.
Con un suspiro, Anton se dejó caer sobre loa almohada.
—¿Cómo se llama tu mejor amiga? —preguntó el pequeño vampiro.
Anton dudó unos segundos. Si dijera ahora «Olga von Seifenschwein», sería
evidentemente una mentira. Habría perdido y se ahorraría las demás preguntas.
Pero también sería el final de su amistad con Anna y con Rüdiger…
—Anna von Schlotterstein —contestó al final.
La respiración de Anna se aceleró.
—¿Quieres que dure vuestra amistad? —continuó el pequeño vampiro.
—¡Eso es privado! —intentó evitar la respuesta Anton.
—Anna ya te ha dicho que este juego puede tocar asuntos muy personales —
replicó el pequeño vampiro—. ¡Debes contestarme!
Anton tosió tímidamente.
—Sí —dijo por fin.
—No te he oído bien —insistió el pequeño vampiro—. ¿Quieres que dure
vuestra amistad?
—¡Sí! —repitió Anton, más alto—. Y la nuestra también. Quiero que sigamos
siendo amigos los tres.
—Y lo seremos —dijo Anna, sonriendo cariñosamente—. Incluso si tú
envejeces y nosotros no.
—¡Alto! ¡Nada de comentarios! —le advirtió el pequeño vampiro—. Me
quedan todavía tres preguntas.
Sin embargo, parecía que de nuevo se había quedado son preguntas, porque

comenzó otra vez a entornar los ojos y rascarse la barbilla.
—¿Por qué no quieres ser vampiro? —preguntó finalmente.
—Porque me gusta ser como soy.
—¿Nunca has oído lo de «no digas que no antes de probarlo»?
—Sí
—¿Cómo que «sí»?
—¿Y qué te parece?
—¡Alto! —les interrumpió Anna—. Ya has agotado tus cinco preguntas.
—Anton no ha contestado la última pregunta.
—Sí que lo ha hecho. Ha dicho que lo había oído.
—Pero yo quería saber que piensa sobre el asunto.
—Pues, en este caso, deberías haber formulado mejor tu pregunta —dijo
Anna, con una risita—. Ahora me toca a mí.
Se apartó unos pelos de la cara y sonrió con coquetería.
—¿A las chicas las prefieres rubias o morenas?
—El color de pelo me da igual —contestó Anton, diciendo la verdad.
—¿Y el color de los ojos?
—También.
—¿Las prefieres tímidas o extrovertidas?
—Depende de la chica.
—¿Es importante para ti que sea guapa?
—¡Sí! —gritó el pequeño vampiro.
—¡Cállate! —le cortó Anna. Quiero saber lo que piensa Anton.
—No me parece importante —dijo Anton.
—¿Y que tenga ropa bonita?
—No. Lo más importante es cómo sea como persona —declaró Anton—. Por
otro lado, tampoco me importa que sea guapa, ¡como tú!
—¿Te parezco guapa? —preguntó Anna, mirándolo con grandes ojos.
—¡Sí! ¡Muy guapa!
—¡Alto! —intervino el pequeño vampiro—. ¡Ésta ha sido la sexta pregunta!
Anna, emocionada, se sacó un pañuelo de tela de su bolsa de terciopelo para
sonarse. ¿No habría creído que Anton pensaba que era fea?
—Venga, Anton levántate —graznó el pequeño vampiro—. Te toca hacer
preguntas.
—¿A quién? —dijo Anton, poniéndose de pie.
—¡A ti! —gritó el pequeño vampiro.

Anna no reaccionó. Estaba escuchando con concentración.
—¿Qué hay? —pregunto Anton.
—Están abriendo la puerta de la escalera…
—¡Son mis padres! —gritó Anton, asustado.
—¡Buenas noches, Anton! —dijo Anna extendiendo sus brazos debajo de la
capa.
El pequeño vampiro agarró la bolsa de viaje vacía y se subió al alféizar.
—¡Cuida bien de mis regalos! —dijo antes de salir volando detrás de Anna.
Anton actuó con rapidez: en un pispás su mochila del gancho en la mesa,
quitó el pestillo de la puerta, escondió la capa de vampiro dentro del armario,
detrás de unas camisetas, se quitó la ropa y se puso el pijama.
Acaba de meterse debajo de la manta y de apagar la luz de su mesilla,
cuando se acercaron unos pasos por el pasillo.
—«Oh, murciélago…» —oyó cantar a su padre.
—Cállate, vas a despertar a Anton —replicó su madre.
—No creo que se haya dormido ya.
—Estará leyendo.
Anton cerró los ojos. Sus padres abrieron la puerta de la habitación.
—¿Ves? Está dormido —susurró la madre.
—Tienes razón. Helga, como siempre —reconoció el padre.
Cerraron la puerta y los pasos de alejaron.
Suspirando, Anton se dio la vuelta. Hizo pasar otra vez por su memoria la
fiesta de cumpleaños el entusiasmo de Rüdiger al abrir los regalos, el duelo de
patatas de Lumpi, el juego de la verdad de Anna.
Pensó también en las preguntas que habría hecho a los vampiros si sus
padres hubieran venido un poco más tarde, pero con ese pensamiento se quedó
dormido.





—¿Os gustó El murciélago? —preguntó Anton de forma expresamente
general, a la mañana siguiente.
Todavía estaba con el pijama, ya que pensaba meterse en la bañera después
del desayuno.
—Los vestidos y el decorado eran maravillosos —respondió su madre—,
pero la obra en sí me pareció un tanto… no sé… —y mirando a su marido—… un
tanto carca.
—¿Carca? —repitió el padre, indignado—. El murciélago es un clásico.
Se hizo una pausa. La madre de Anton se preparó otra taza de té de jazmín y
se aclaró la voz.
—¿Y tú? —preguntó, dirigiéndose a su hijo—. ¿Qué nos querías contar tú?
—¿Có… cómo? —tartamudeó Anton—. ¿Yo?
—¡Si, tú! —dijo la madre, mirándole de forma interrogativa.
Anton intentó averiguar a qué se refería su madre. ¿Se habría quejado ya la
vecina de abajo, la señora Miesmann, por el ruido de la noche anterior? ¿Se habría
enterado el señor Cisneros de que Anton había sido uno de los responsables del
caos en la escuela de baile y habría hablado por teléfono con sus padres? No, ¡eso
era casi imposible!
—¿Es porque el señor Cisneros estaba sentado a vuestro lado en el teatro?
—preguntó tímidamente por fin.
Su madre asintió con la cabeza.
—¡Fue una sorpresa muy desagradable para nosotros, Anton! —dijo con voz
acusadora—. ¿Por qué no nos habías dicho que tu madre amigo misterioso del
cursillo era el mismo señor Cisneros?
—¡Deberías habérnoslo dicho! —le apoyó el padre.
—No quería desilusionaros —contestó Anton—. Si hubierais sabido que el
señor Cisneros iba a sentarse a vuestro lado, seguro que se os habrían quitado las
ganas de ver El murciélago.
—Bueno —reconoció la madre—, puede ser.

—Por cierto —dijo el padre de Anton, ya riéndose—, esa tía peligrosa de la
que nos habías hablado: ¡es realmente muy antipática!
—¿Por qué? —pregunto Anton, asustado—. ¿Hizo algo raro?
—Bueno, empezando con su vestido… —respondió la madre—. Era de
terciopelo y estaba totalmente pasado de moda. Y su estola estaba estaba llena de
agujeros de polilla. Las cosas olían como si llevaran cierto cincuenta años
encerradas.
«¡Qué control!», pensó Anton, admirando la orientación en el tiempo de su
madre. Para disimular sus nervios, se untó una tostada con miel.
—¿Sólo era eso? —preguntó, curioso.
—¡Ojalá! —Exclamó su padre—. Estuvo molestando a todo el mundo
durante toda la función.
—¿Haciendo qué?
—Primero llegó tarde —informó la madre de Anton—. Ya estábamos todos
sentados con las luces apagadas y se estaba levantando el telón cuando entró ella
gritando. A las dos acomodadoras que la querían echar, las empujo sin hacerles
caso. Después buscó su butaca y pasó entre la gente, sin ni siquiera pedir perdón.
Lo extraño era que el señor Cisneros al principio no parecía conocerla, pero
después se llevaron de maravilla.
Anton tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse. ¡Su madre realmente
estaba acertando en todo!
—¿Y qué más hizo? —siguió preguntando Anton—. ¿Habló en voz alta? ¿Se
subió al escenario?
—¡Tanto no! —pero no dejó de hacer ruido.
—¿Qué tipo de ruido?
—Durante toda la función se abanicaba. Y luego, además, suspiraba y bufaba
con un volumen increíble. Pero lo peor de todo era el castañeteo de los dientes.
—¿Castañeteo?
—Te lo juro. Castañeteaba con los dientes como si hubiera tenido la
dentadura suelta.
—¿Y no hizo nada más?... —preguntó Anton, asustado.
—¿Y qué más querías que hiciera?
—¿No se levantó de la butaca?

—No, Sólo en el descanso. Eso sí, no dejo de moverse en su butaca y de
cuchichear con el señor Cisneros. Desgraciadamente, en el descanso no la vi. Me
hubiera gustado mirarla bien y con más luz. Pero desapareció.
—¿Desapareció?
—Sí —dijo la madre—. De repente, ella y el señor Cisneros ya no estaban.
Sólo volvieron después del descanso, cuando las luces estaban otra vez apagadas.
—¿Y eso es todo?
—¿Quieres saber se mordió a alguien? —Preguntó el padre de Anton,
sonriendo—. No, al menos yo no vi nada.
Al escuchar la palabra «mordió», Anton se estremeció, pero enseguida se dio
cuenta de que su padre no hablaba en serio.
—Hablando de morder —continuó el padre, indicando la tostada que seguía
entera sobre el plato de Anton—, parece que hoy no tienes nada de apetito.
—¡Qué va! —replicó Anton—. ¡Tengo muchísima hambre!
Y mordió la tostada con muchas ganas.
























Cuando la misma noche Anton escucho ruidos en la ventana, pensó primero
que sólo era el viento. Pero a medida que el ruido se iba haciendo más alto y
exigente, se levantó para acercarse de puntillas. ¿Quién podía ser? ¿Tal vez
Rüdiger, que quería recoger sus regalos? ¿O Anna? ¿O… —a Anton se le paró la
respiración—…. Podía ser tía Dorothee? Estaba seguro de que ella le había visto el
día anterior, en la ventana de la escuela de baile.
Asustado, Anton abrió un poco la cortina. Se le quitó un peso de encima. La
sombra que estaba allí afuera en el alféizar no podría ser de tía Dorothee, porque
era pequeña y delgada, Anton distinguió un lazo de pelo que se movía.
—¡Olga! —dijo, al abrir la ventana.
—¿Puedo entrar? —pidió ella.
—¿Qué quieres? —pregunto Anton.
—¿Me dejas entrar o no?
—Vale…
Olga se deslizó del alféizar la suelo de la habitación.
—¿Estabas dormido? —preguntó Olga, mirando la cama deshecha.
—¿Qué pensabas? ¿Qué hacia los deberes a estas horas?
—No —contestó Olga, con su típica risa ronca—, los deberes son la cosa más
inútil del mundo, ¿verdad?
—Supongo que a veces son imprescindibles —dijo Anton, encogiéndose de
hombros.
—A mí nunca me han hecho falta —fanfarroneó Olga—. Como auténtica Von
Seifenschwein he heredado la memoria de un elefante transilvano.
—¡No me digas! No pensaba que hubiese elefantes en Transilvania.
—¡Y no los hay! Es una forma de hablar, para decir que alguien tiene una
memoria extraordinaria, como yo.
—¡Ya, ya! —la interrumpió Anton, cruzando ostensiblemente los brazos, para
indicarle a Olga que no quería perder el tiempo con tonterías—. ¿Y por qué has
venido?
—¿Debo tener una razón para venir a verte, Anton?
—¡Sí!

—¿Y qué pasa con Anna? ¿Ella necesita también una razón?
—Con Anna es diferente.
—Anjna no me llega ni al betún —dijo Olga, haciendo una mueca de
desprecio—. No tiene ni mi atractivo ni mi encanto, ni mi inteligencia. Sin
embargo, te gusta más que yo. ¿Por qué?
—¿Qué por qué? —dudó Anton, No quería discutir, para no despertar a sus
padres—. Ya hace mucho tiempo que la conozco.
—Eso no vale —replicó Olga, con voz de sabelotodo—. No importa el tiempo
de una relación, sino la intensidad. Y nosotros nos vamos a conocer muy bien —
añadió, con una risa profunda y gutural.
—¿Tú crees? —preguntó Anton, escéptico.
—Pues sí —susurró Olga—. Porque he decidido que me vas a acompañar a
París.
Anton lanzó una risa seca.
—¿No deberías haberme preguntado a mí primero?
Olga encendió la luz de la mesilla y miró a si alrededor.
—¿Por qué? —dijo luego, con voz despectiva—. ¿No echarás de menos esa
pocilga?
—Mi habitación me gusta —exclamó Anton—. La tuya tampoco ofrece
mucho lujo.
—Si te refieres a la Cripta Schlotterstein —dijo Olga suspirando—, tienes
toda la razón. Ese agujero húmedo habitado por Rüdiger y su familia es una tortura
para cualquier vampiro decente.
Olga colocó su lazo amarillo, Anton se dio cuenta de que estaba menos
arreglada que en anteriores ocasiones. Estaba despeinada y su delantal blanco
estaba manchado. Parecía que había salido con prisa de la Cripta Schlotterstein.
—En París tengo buenos contactos —siguió fanfarroneando Olga—. Allí
podemos vivir en un palacio, es decir, en el sótano de un palacio. Los sótanos de
París tienen paredes de oro. ¡Son de ensueño!

—¿Y qué haces aquí todavía si tienes tan buenos contactos allí?
Olga le miró con ojos seductoras.
—¡Estoy aquí por ti, Anton! ¡Sólo he venido de París por ti!
—Y yo que pensaba que habías venido por Rüdiger —dijo Anton—. Para
celebrar su cumpleaños.
—¡Bah! Ya has visto qué fiesta tan aburrida y paleta —respondió Olga, con
un ademán desdeñoso de la mano—. Se acabó. He cortado con Rüdiger. ¡Es
demasiado común para mí!
—¿Común?

Si no hubiera sido Olga quien le acababa de llamar «común», el pequeño
vampiro se habría alegrado de oírlo.
—La familia Von Schlotterstein se ha acabado para mí, para siempre —
añadió Olga.
—¿También tía Dorothee? —preguntó Anton sorprendido.
—Especialmente tía Dorothee. Figúrate: ¡se ha enamorado del Cisneros!
Lleva todo el día cantando en su ataúd. ¡Qué horror! ¡No nos ha dejado dormir a
nadie!
—¿Ha confesado haberse enamorado del señor Cisneros?
Olga asintió con la cabeza.
—Nada más ponerse el sol ha volado otra vez a verlo, ¡para dar una clase
particular! —explicó Olga, indignada—. Durante semanas he estado consolándola
para superar su depresión por lo de Drácula. Y ahora empieza todo de nuevo, y
peor. Pero esta vez, que no cuente conmigo. ¡Yo me voy!
—¿Te vas? —repitió Anton, intentando disimular su alivio—, ¿Y cuándo
exactamente?
—Esta misma noche —respondió —respondió Olga—. ¡Estoy deseando
respirar otra vez el aire de París!





















—¿Y qué pasa con Rüdiger, entonces? —preguntó Anton—. ¿Qué le parece
que vuelvas a París?
—¡Bah, Rüidiger? —bufó Olga—. ¡Me importa un pimiento!
—Pero tú sí que le importas —replicó Anton—. Tus regalos son los que más
les gustan.
—Es verdad, ¡menos mal que me lo has recordados! —exclamó, con una
risita—. Qué no se me olvide meter el ovillo de lana y las agujas en la maleta.
—¿Cómo? ¡Se los regalaste a Rüdiger!
—Eso fue ayer —respondió Olga—. Hoy ya no es su cumpleaños. Ahora son
otra vez miós.
—¡Tú misma dijiste que los regalos de cumpleaños son para quedárnoslos! —
le recordó Anton.
—Es posible. ¡Pero he cambiado de opinión! Venga, ¡dámelos!
—No puedo —declaró Anton con voz firme.
—¿Por qué no?
—Los tiene Anna —mintió Anton.
—¿Anna?
—Sí. Se llevó el ovillo de lana y las agujas para darle un curso intensivo de
hacer punto a Rüdiger.
—¡Qué niñata! —bufó Olga.
—A mí me parece un detalle muy bonito por parte de Anna. —dijo Anton,
haciendo un esfuerzo para no reírse.
—¡Anna, Anna! —gruñó Olga—. ¡Siempre Anna! ¿Por qué no dices nunca
nada agradable sobre mí, para variar?
Anton se quedó mudo.
—¿No te parezco guapa? —preguntó Olga, sonriendo con coquetería y
tirándose de la punta de un mechón.
—Bueno, sí, no te digo que no.
—¿Y no tengo más mundo y más experiencias que Anna?
—Probablemente.
—¡Si sales conmigo todos los chicos te tendrán envidia!

—Es posible.
—Sólo tengo una única debilidad… —Olga hizo una pausa estratégica y afiló
los labios—: ¡Tú!
—¿Yo?
—¡Sí, Anton, tú! No te me vas de la cabeza, tú y tu san… —Olga se
interrumpió de nuevo, mirando hacia el cuello de Anton—, y tu sano carácter.
De repente, a Anton se la cayó la venda de los ojos: Olga sólo estaba
interesada en él porque, siendo humano, le podía ofrecer algo que Rüdiger no
tenía. Anton no le parecía interesante como persona, ¡sólo lo quería como fuente
de alimentación!
Por eso, a Anton no le extrañaba escuchar cómo Olga seguía susurrándole al
oído.
—¿Me permites recobrar fuerzas antes de que salgamos volando?
—¡No! —gritó Anton.
—Pero los compañeros de viaje deben compartir todo lo que tienen —
insistió Olga. Riéndose con su ronca voz.
—¡No soy tu compañero de viaje! —aclaró Anton—. ¡Y además, no quiero ir a
París!
—¡Chiss, Anton! —dijo Olga, alargando un dedo hacia él—. No tienes ni idea
de las cosas que te puedo enseñar en París los cementerios, las catacumbas.
Dormiremos durante el día y por la noche, cuando la luna bañe la ciudad en su luz
plateada, nos pasearemos por las calles antiguas, ¡dos hijos de la noche eterna!
Anton oyó un ruido profundo que provenía de la garganta de Olga y vió cómo
sus ojos se volvían brillantes, igual que a veces los de Lumpi. La boca de Olga se fue
acercando cada vez más al cuello de Anton. Los blancos colmillos relucían…
En ese momento, se oyeron pasos acercándose por el pasillo y luego unos
fuertes golpes en la puerta de la habitación.
Olga reaccionó como si hubiera electrocutado y comenzó a tiritar,
—¡Son ellos! —gritó asustada—. ¡Los cazavampiros!
Como si hubiera visto fantasmas, corrió hacia la ventana y salió volando.
—¿Anton? —se oyó la voz del padre—. ¿Qué pasa ahí dentro?
La puerta se abrió y el padre de Anton se asomó.
—¿Por qué está abierta? —preguntó, mirando hacia la ventana.
—Te… tenía calor —tartamudeó Anton, cerrándola rápidamente.
—¿Y no he oído una voz? —continuó su padre—. ¿De chica?
—Era… una cinta. No podía dormir y me puse la cinta de vampiros.

—Pues no la pongas con tanto volumen —ordenó el padre, sacudiendo la
cabeza—. Menos mal que tu madre no ha oído nada, si no, te diría cuatro cosas. Ya
sabes que mañana tienes examen de matemáticas.
—Por eso no puedo dormir —contestó Anton, poniendo cara triste.
—¿Te has puesto el libro de mates debajo del colchón?
—¿Debajo del colchón? —repitió Anton—. ¿Pero no era debajo de la
almohada?
—Si lo pones debajo del colchón, el efecto es mucho más profundo. Es un
viejo truco secreto mío.
—¡Gracias papá! —dijo Anton, suspirando.
—¿Gracias por qué?
«Por salvarme la vida», pensó Anton, pero en voz alta dijo:
—Por el truco del libro.
—No hay de qué — se rió su padre—. Y recuerda: la próxima vez que quieras
escuchar una cinta a mitad de la noche, usa los auriculares, ¿vale?
—¡Vale! —prometió Anton, metiéndose de nuevo debajo del edredón—.
Buenas noches, papá.
—Buenas noches, Anton. No te olvides del libro de mates.
Con estas palabras, su padre cerró la puerta.
Anton buscó el libro de matemáticas y lo metió debajo del colchón. No
confiaba mucho en el truco de su padre, pero tampoco hacía daño intentarlo.


















La noche del lunes y la del martes, Anton esperó en balde la visita de Anna y
del pequeño vampiro. «Tal vez tía Dorothee les haya prohibido volar», pensó
Anton.
El miércoles tenía cursillo de baile.
—No puedo ir al cursillo —se quejó Anton ante su madre—. Me duele la
espalda.
—Pues, entonces te vendrá bien moverte un poco —le aconsejó ella.
—Pero no aprendo nada con el señor Cisneros —insistió el.
—Ya sabes cuál es nuestro acuerdo —le recordó su madre sin compasión—.
Tu padre y yo no queremos regalarle nuestro dinero. Algo aprenderás, aunque sea
sólo cómo entablar conversación con las chicas guapas.
—¿Conversación? ¿Con el señor Cisneros? ¡Imposible!
—¿Por?
—Porque se expresa de una forma muy extraña y nos manda a callar cuando
bailamos, porque dice que es de mala educación.
Sin embargo, la madre de Anton se mantuvo firme, tal y como él se había
temido. A las cinco y veinte llegaron a la escuela. Se sorprendieron al ver que sólo
estaba encendida la lámpara pequeña de la entrada. El resto del edificio estaba a
oscuras.
—¡Qué raro! —se extraño la madre de Anton—. No hay luz en la escuela.
—Igual el señor Cisneros sufre una repentina fotofobia —comentó Anton,
sonriendo-
—No hay ningún coche en el aparcamiento…
—Es verdad —confirmó Anton—. Ni siquiera está el Volvo del señor Cisneros.

Su madre de bajó del coche y se acercó a la mansión, Anton la siguió a cierta
distancia. Desde lejos vio que en la puerta había una nota pegada.
—¡La escuela está cerrada! —leyó la madre—. Aquí pone:



—¡Qué extraño! —comentó la madre de Anton—. ¿Por qué no nos ha
avisado por teléfono?
—Se habrá olvidado —dijo Anton.
—Si, supongo. Pues, vámonos a casa. Tengo exámenes que corregir. Y tú
también podrás aprovechar la hora libre para hacer algo que tenga más sentido.
—¿Por ejemplo?
—¡Estudiar matemática!
Anton suspiró.
—¡Mensaje entendido!
Esa misma mañana le habían devuelto el examen de matemáticas del lunes.
A pesar del «truco secreto» de su padre, sólo había conseguido un aprobado, y

«por los pelos», según la profesora.
Al llegar a casa, sin embargo, Anton recordó que aún faltaban tres semanas
para el siguiente examen de matemáticas y prefirió leer Escalofríos. Historias de
vampiro de todo el mundo. Al llegar a la penúltima página, oyó que estaban
llamando a su ventana.
En el primer momento, Anton se asustó, pero enseguida reconoció al
pequeño vampiro y le abrió rápidamente.
—¡Hola, Rüdiger! —le saludó con alegría.
El pequeño vampiro se deslizó al suelo. Estaba pálido y más delgado que
hacía cuatro días.
—¿Tus padres están despiertos? —preguntó Rüdiger.
—Están viendo la televisión —contestó Anton—. Un programa cultural.
—¿No será sobre París? —comentó el pequeño vampiro, malhumorado.
—¿Lo dices por Olga?
Los ojos del pequeño vampiro brillaron.
—¿Ya sabías que Olga volvió a París?
Anton asintió con la cabeza.
—Incluso quería convencerme para que la acompañara.
—¿Cómo? —gritó el pequeño vampiro.
—¡Lo que oyes! —confirmó Anton. Había decidido decirle la verdad al
pequeño vampiro, toda la cruda verdad—. Intentó convencerme de que no puede
dejar de pensar en mi y de que había venido de París sólo por mí.
El pequeño vampiro se mordió los labios.
—Claro que no le creí nada —le aseguró Anton—. También dijo quie me
enseñaría los cementerios y las catacumbas de París, y que viviríamos en sótanos
con paredes de oro.
Anton se sorprendió de que el pequeño vampiro no se enfadara.
—Durante el día dormiríamos —continuó Anton—, y por la noche
pasearíamos por las calles. Seríamos «dos hijos de la noche eterna». Ësas fueron
sus palabras.
—Jamás habrías llegado a París —dijo el pequeño vampiro con voz de
ultratumba.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Anton, confundido.
—Olga no estaba sola.
—¿No estaba sola?
—No. Estaba con Roderich el Insaciable. Volaron juntos a París.

—¿Con Roderich el Insaciable?
A Anton le sonaba el nombre.
—¡No es Roderich el Insaciable uno de los vampiros andantes? —
preguntó Anton—. Anna me habló de ellos.
—¿Roderich? ¿Un vampiro andante? ¡Qué bueno! No, sólo es parásito que…
ejem… «vive» a costa de otros.
«La pareja perfecta para Olga», pensó Anton.
—¿Cómo se conocieron? —preguntó .
—No idea —confesó el pequeño vampiro—. Sólo sé que Olga dice que es más
guapo que yo y que tiene mejor educación. Sea como sea, Roderich es el vampiro
más codicioso que te puedas imaginar.
—¿Y con ese ha volado Olga a París?
—Sí, con muchas escalas.
—¿Escalas? ¿Por qué?
—Porque Roderich no puede volar más de una hora seguida. Tiene que
recobrar fuerzas a menudo.
Al oír las palabras «recobrar fuerzas», Anton sintió un escalofrío. Es la misma
expresión que había empleado Olga la noche del domingo. ¿Sería posible que ella
no hubiera sido más que un gancho, el gancho de Roderich el Insaciable?
—¿Crees que ese Roderich me habría…?
Anton era incapaz de terminar la frase.
—¡Sin duda! —contestó el pequeño vampiro—. Si hubieras sido tan tonto
como para acompañarla.
—¿Y por qué no me habéis avisado tú y Anna?
—Porque tía Dorothee nos había encerrado —dijo una voz aguda y Anna
entró por la ventana.





—¿Encerrado? —repitió Anton, consternado.
—¡Atornilló las tapas de nuestros ataúdes! —explicó el pequeño vampiro.
—¡Eso no puede hacerlo! —gritó Anton, escandalizado.
Rüdiger y Anna asintieron con la cabeza.
—¿Os encerró a los cuatro? —preguntó Anton.
—No —contestó Anna—. A Olga, su sobrina preferida no. Pero sólo porque
Olga le había contado un montón de mentiras.
—¿Mentiras?
—Le contó, por ejemplo, que la idea del cumpleaños había sido sólo de
Rüdiger, y que ella, el sábado, pasó por la Escuela de Baile Cisneros por casualidad.
Y también que allí nos vio…
—¿Nos? —le interrumpió Anton—. ¿Se ha chivado de mi?
—No, Olga sólo menciono a Rüdiger, a Lumpi y a mí —le tranquilizó Anna.
—¡Gracias a Dios! —murmuró Anton.
—Parece que no volveré a celebrar mi cumpleaños en mucho tiempo —se
quejó el pequeño vampiro, con expresión sombría.
—¡El próximo cumpleaños que vamos a celebrar es el de Anton! —dijo Anna,
mirándolo con cariño—. Es dentro de poco, ¿verdad?
—El 11 de febrero.
—¿Te hace ilusión?
—Bueno, sí.
Claro que a Anton le hacía ilusión su cumpleaños. Tenia ganas de cumplir un
año más. Por otro lado, eso de hacerse mayor tenía un inconveniente: Rüdiger y
Anna, sus mejores amigos, jamás se harían mayores como él…
—Una cosa buena sí que tuvo mi cumpleaños —exclamó Rüdiger.
—¿Cuál? —preguntó Anna.
—¡Mis regalos! ¿Están aquí todavía, Anton? —preguntó el pequeño vampiro.
—Ejem… por supuesto —contestó Anton, saliendo bruscamente de su
ensimismamiento.
El pequeño vampiro resopló con alivio.

—¡Hoy mismo me los llevó!
—¿No te los va a quitar tía Dorothee? —quiso saber Anton.
—¿Tía Dorothee? —repitió el pequeño vampiro, sonriendo—. ¡Qué va! Ji, ji.
Se ha ido de viaje.
—¿A Transilvania?
—No, a Schwerin. Cisneros la quiere presentar a sus padres.
—Ah, ahora comprendo.
—¿El qué?
—Por qué está cerrada la escuela de baile. Esta tarde tenía cursillo, pero no
había nadie. Sólo había una nota en la puerta en la que ponía que por razones
familiares la Escuela de Baile Cisneros permanecía cerrada hasta próximo aviso.
—Por razones familiares —se rió Anna—. ¡Parece que esta vez va a serio!
—¡Ojalá! —graznó el pequeño vampiro—. Entonces tía Dorothee ya nunca
tendría tiempo para darnos la lata.
—¡Seriamos libres! —gritó Anna, alzando los brazos.
—Comparado conmigo, sois bastante libres ahora mismo —dijo Anton—. A
veces me siento como un hámster en una jaula: mis padres, los vecinos, el
colegio…
—Si quieres, Rüdiger y yo te liberamos ahora mismo —propuso Anna,
mojándose los labios con la lengua.
Anton se puso colorado. Para cambiar de asunto abrió rápidamente el
armario y sacó los regalos de Rüdiger. Estaban ahora en una gran bolsa negra de
plástico que le había pedido a su madre.
—Quédate con el ovillo de lana y las agujas de Olga —dijo el pequeño
vampiro, después de inspeccionar el contenido de la bolsa—. Ya no los quiero.
—¿Y yo qué voy a hacer con eso? —rechazó Anton los regalos—. Yo no sé
hacer punto.
—No importa —se ofreció Anna—, te doy un curso rápido, o mejor todavía
—se corrigió sola—, uno muy lento para que pueda visitarte muchas veces.
—Pero si tú no tienes tiempo para hacer punto —la interrumpió Rüdiger y,
dirigiéndose a Anton, añadió—: ¡Está escribiendo un libro!
—¡Un libro con historias de vampiros! —preguntó Anton con mucho interés.
—No —respondió Anna, bajando la vista tímidamente.
—¡Un libro nocturno! —informó Rüdiger, guiñándole un ojo a Anton.

—¡Idiota! —gritó Anna, dirigiéndose al pequeño vampiro—. ¡Le has contado
mi secreto!
—No sabía que era un secreto —gruño el pequeño vampiro.
—¡Sí que lo sabías! —siseó Anna.
A Anton le habría gustado preguntar si un «libro nocturno» es algo así como
un diario de noche, pero pensó que en este preciso momento sería más
conveniente no insistir. Sacó el ovillo de la na y las agujas de punto de la bolsa para
devolverlos al armario.
—¡Toma! —le dijo al pequeño vampiro, alcanzándole la bolsa con el resto de
los regalos.
—Gracias —dijo el pequeño vampiro
—¿Gracias? —se extrañó Anton—. Pensaba que los vampiros nunca decían
eso.
—También dicen que los vampiros no celebramos nuestro cumpleaños —
replicó el pequeño vampiro—. Como ves. Todo puede cambiar.
Con estas palabras, se subió al alféizar.
—¿Te vienes? —preguntó el pequeño vampiro, dirigiéndose a Anna—.
Tienes que ayudarme con la bolsa.
—No tengo que hacer nada —replicó Anna—. Me quedo con Anton el
tiempo que me apetezca.
—¿Te vienes, por favor? —pidió el pequeño vampiro, suspirando.
—¡Sí! —respondió ella, soltando una carcajada—. ¿Habéis visto? Otro
ejemplo de que todo puede cambiar. Buenas noches, Anton. ¡Y hasta pronto!
—¡Si, hasta muy pronto! —dijo Anton.
Mientras observaba cómo se alejaban volando Rüdiger y Anna, Anton pensó
que el pequeño vampiro tenía razón, que en la vida realmente había muchas cosas
que cambiaban, a veces de un día para otro. Sólo una cosa no cambiaría jamás: ¡la
amistad de los tres!

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