Está en la página 1de 8

La zamba y los dioses - Rodolfo Kusch

Preguntar por el sentido de la zamba es comos preguntar por los habitantes de


Marte. Y eso ocurre así porque la idea de la vida que supone una zamba parece
ser totalmente al revés de la idea de la vida que tenemos en Buenos Aires. Aquí
andamos siempre muy ocupados: hacemos teatro, vamos a las conferencias,
realizamos negocios, discutimos sobre política, gritamos, saltamos, corremos,
estudiamos y la zamba nada tiene que ver con todo eso. Más aún, una zamba nos
hace perder el tiempo y entonces realmente no nos sirve.
Veamos, por ejemplo, ¿en qué circunstancias solemos escuchar zambas? Ante
todo hay que pertenecer a una secta integrada por un número limitado de
adoradores de la zamba, quienes se reúnen siempre en lugares extraños, un poco
en las trastiendas de nuestra ciudad, casi siempre de noche, y en las primeras
horas de la mañana suelen desparramarse sin dejar rastro. ¿Y qué hacemos ahí?
Pues nos pasamos largas horas con la cara triste, en medio del vaivén rítmico de
las guitarras y del vino, acompañando nuestra congoja con tiras de asado, alguna
empanada y, si se da una fuerte influencia del norte, algún locro explosivo como
para no morir de pena.
Por supuesto que todo ocurrirá en un ambiente extremadamente quieto, en el cuál
siempre hay alguien que canta, y a quien seguimos la melodía con la voz en el
sótano, mientras hojeamos desesperados una antología folklórica, intentando
infructuosamente localizar la zamba de turno.
Evidentemente se trata de un rito, para el cual hay que estar dispuesto, de tal
modo que nadie, que prefiere a Los Beatles o se aburra con facilidad, podrá
encontrar en esta reunión sentido alguno. Entonces cabe preguntar: ¿si la zamba
es triste, si en los ritos zamberos apenas se come, si andamos con cara larga y
hasta corremos el riesgo de aburrirnos, para qué sirve la zamba?
Por que en Buenos Aires hacemos todo lo contrario. Aquí es preciso ser alegre,
activo y evitar en lo posible el aburrimiento. Y para eso hay que hablar, hay que
decir siempre lo que se es, porque si uno no muestra que es alguien, la gente dirá
de uno lo mismo que dice de la zamba: “no sirve para nada”. La zamba es en
cambio silenciosa, nadie dice, durante el rito, quién es y nada se mueve fuera de
las manos del guitarrero. En ese sentido, integrar una secta de zamberos significa
echarse a perder.
Peor aún. ¿De dónde proviene la zamba? Pues del norte. ¿Y qué tenemos que ver
con el norte, si el país progresa por el sur, aquí en La Pampa o, mejor aún: en
Buenos Aires? Allá en el norte además, lo creemos así, los hoteles dejan mucho
que desear y eso nos choca. Mantenemos siempre una rigurosa mística de la
pulcritud. Nos creemos realmente limpios de cuerpo y alma. ¿Acaso no
exportamos desde Buenos Aires al interior, la democracia, la inteligencia, la
cultura, las buenas costumbres y esa impresionante actividad que desplegamos
diariamente? Y el norte, ¿qué es? Allá hay coyas que no se bañan en toda su vida
y además, cuando se cruza Santiago del Estero, hay que tragar siempre tanto
polvo…
Y para rematar el sentido que aquí en Buenos Aires tenemos de la zamba,
diremos que, para peor de los males, ella se liga con los montoneros. ¿Y qué
tendrán que ver los montoneros con nosotros? El país se formó sobre la base
contraria a la de los montoneros, precisamente sobre el comercio, la industria, las
buenas costumbres y el arte universal. Ese es nuestro país. Así lo decretaron
nuestros próceres, los de la organización nacional, encabezada por Mitre, en la
segunda mitad del siglo pasado, casi en la misma época que degüellan a Chacho
Peñaloza.
Y es natural. Si la zamba viene del norte del país y proviene de los montoneros,
ella traba nuestra actividad en Buenos Aires. Porque aquí pensamos estrictamente
en el futuro del país y nunca en su pasado, ni tampoco en lo que va más allá de La
Pampa. Hacia La Pampa, como hacia el pasado, nada hay, en cambio, hacia el
futuro tenemos tantas cosas: tenemos siempre en vista una gran empresa, algún
terrenito propio, la pavimentación de alguna calle, alguna fama o un viaje a la luna.
Y para ganar ese futuro es preciso ser inteligente, tener buenos modales, estar
bien vestido, moverse todo el día, tener piano y no guitarra y estrenar a Ionesco y
no a García Velloso.
Indudablemente la zamba agrupa a una secta siniestra, peor que la masonería,
porque trata de hacer todo lo contrario de lo que nos enseñaron desde la escuelita
primaria hasta nuestros padres aquí en Buenos Aires. Con los zamberos vamos
hacia atrás, pero nunca hacia adelante.
Y sin embargo la zamba nos fascina. ¿Por qué? Aunque sepamos que perteneció
a los montoneros, aunque provenga de las espaldas del país, aunque perdamos
durante ocho horas el tiempo, con la cara larga chupeteando una empanada,
balbuceando apenas alguna letra mas aprendida, no obstante todo eso la zamba
nos fascina.
Al fin de cuentas se trata de algo muy simple. Apenas es una danza que se realiza
en un momento especial de cualquier fiesta popular, ese momento en el cuál una
pareja sale al centro de la pista y la gente la rodea. Ahí hombre y mujer se
enfrentan. Ella esquiva al hombre y éste la asedia. Varias veces trazan un círculo
mientras revolean los pañuelos, al ritmo de las guitarras y de algún bombo que
parecen tropezar con las entrañas. Al fin el hombre la seduce y ella se deja
conquistar. Y eso es todo. Se diría un abecé que balbucea el pueblo y nada más.
Y sin embargo la zamba nos fascina. ¿Es que habrá en ella algo más?
Bueno, eso es difícil determinarlo. Al menos para nosotros. Porque, ¿qué somos
nosotros? Pues desde ya nos consideramos mejores que el resto de la gente.
Somos los que sostenemos a Buenos Aires con nuestro afán de empresa, con
nuestra moralidad en los negocios, con nuestra cultura universitaria, con nuestra
actividad política o artística. En suma: somos una simple clase media que, como
es natural, no se considera pueblo y por ende ha perdido el lenguaje de éste.
Pueblo para nosotros es masa, y nosotros somos individualistas, inteligentes y
progresistas. Y poco o nada nos importa aprender el lenguaje del pueblo. Mejor
dicho, lo usamos en política sin saber en qué consiste, y el folklore lo
desmenuzamos sin saber qué cosas quiere decir. No por nada el término folklore
fue inventado por la burguesía inglesa en 1848 cuando se creía suficientemente
distanciada del pueblo y se disponía a estudiar ese bicho absurdo que era la
masa, es misma que la apoyaba políticamente.
Pero aunque seamos tan inteligentes y tan emprendedores, sin embargo la zamba
nos fascina. ¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Será que en la zamba queda enredada
alguna parte de uno mismo que nuestro estilo de vida actual no contempla? Aún
aquellos que odian todo lo vinculada a la zamba, ¿porqué la odian? ¿Tendrán
miedo de ver una parte reprimida de sí mismos enredada en la música?
Veamos. En la escuelita nos enseñaron nuestro afán de progreso. Cuando
jóvenes pensamos en armar alguna empresa. Cuando maduros ya compramos el
terrenito. En el terrenito ponemos la casita, en la casita, la familia. ¿Y después?
¿Ahí se acabó todo? ¿Nada más eso era? ¿En eso consistían nuestros ideales de
progreso, de inteligencia, nuestra mística de la ciencia o del arte universal? ¿No
se habrá quedado algo en todo esto?
Cuando uno recorre una calle céntrica un día de semana, a la hora que están
abiertos los bancos, y ve tantos buenos ciudadanos disparando por todos lados
para conseguir las cositas que necesitan para vivir en la ciudad, uno no puede
evitar la sospecha de que, para hacer todo eso, gastan sólo una parte de su
humanidad. ¿Y la otra? ¿Qué hacen con ella? ¿Será que somos muy libres y muy
inteligentes porque usamos sólo una pequeña parte de nosotros? ¿Y qué
hacemos con la otra? A veces pienso que una ciudad bonita y pulcra, con toda su
apariencia pomposa sólo puede erigirse si s deja en algún lado alguna tremenda
letrina en donde el buen ciudadano pueda escupir ese margen de vida que no
sabe cómo vivir, y que él debe reprimir y encapsular para que no se vea.
Andamos siempre por el asfalto pero un pie se nos mete en el barro. ¿Quién
podría negarlo? Aunque adoptemos la mística de la empresa, de la ciencia o el
arte, o simplemente la actitud del sobrador o del chistoso, siempre en cada caso lo
hacemos ocultando el delito de llevar algo escondido, esa mitad del hombre que
nunca debemos revisar porque, si no, nos venimos abajo. Y otra vez la pregunta:
¿Por qué nos fascina tanto la zamba? ¿Habremos metida en ella eso que nos
hemos prohibido mostrar?
Dijimos que la zamba era una danza muy simple, en la cuál hombre y mujer se
enfrentan en un espacio reducido. Bueno, ahí está la cosa. Si pensamos que la
que baila es Fulanita, con un señor Fulano, perdemos el sentido de la danza. Pero
si pensamos que en vez de dos personas de carne y hueso, son dos principios
opuestos los que buscan conjugarse, el sentido cambia.
Es que el pueblo no habla el mismo lenguaje que nosotros. Su abecedario no tiene
letras, sino apenas formas, movimiento, gestos. Y no es que el pueblo sea
analfabeto, sino que quiere decir cosas que nosotros ya no decimos. Porque ¿de
donde viene sino el sentido ritual de la zamba, su coreografía, cada uno de sus
episodios tan reglamentados y tan conservados hasta nosotros? ¿Será posible
que el pueblo sólo quiso expresar el flirteo de una pareja? No puede ser, ¿verdad?
Cuando recorremos la Biblia, y nos topamos con el episodio de Adán y Eva, ¿qué
pensamos? Pues que hubo una señora mal educada llamada Eva que infringe las
prohibiciones del paraíso, le da una manzana prohibida a su marido, el señor
Adán, y ambos son echados de su alojamiento.
¿Qué pasaría si revisáramos las leyendas de Viracocha, dios de los incas?
También en este caso él se desdobla en un hombre y una mujer, y ambos
descienden al mundo y lo ordenan para luego volver al cielo. Qué cosas pensaron
los Incas. Nosotros nunca creeríamos en eso.
Claro, así vistas las cosas, ni Viracocha, ni Adán ni Eva nunca existieron, por
supuesto. ¿Pero quién es más torpe? ¿Nosotros que no entendemos el
simbolismo, o el pueblo que escribió la Biblia y compuso la zamba? A fuerza de
ser prácticos hemos perdido la capacidad de entender al pueblo.
Pero ¿cuál es ese simbolismo que se nos escapa? Quizá lo encontremos entre los
chinos. En el Libro de las Mutaciones, totalmente anónimo y de evidente origen
popular, es decir, escrito por la masa, se habla de dos principios: uno oscuro,
el yin, y otro claro, el yang, y ambos dominan el mundo. El chino tenía una idea
muy clara de la vida. Nunca trataba de torcerla, sino que simplemente veía cómo
ella iba siempre de un lado a otro, del placer al dolor y del dolor al placer. Y un rey
trazó entonces un emblema. Un círculo en el cuál figuraban dos partes, una clara y
una oscura y ambas separadas por una línea ondulada, como en ritmo de danza:
evidentemente era la danza entre el yin y el yang, la parte oscura y la parte clara
del universo, pero en equilibrio y abarcando partes iguales. Ser sabio entre los
chinos era conseguir el equilibrio como en aquel dibujo del rey.
Y ahora atemos cabos. Entre los incas un dios se desdobla en una pareja; entre
los hebreos pasa lo mismo, pero nos cuentan otra cosa más, cómo la pareja es
echada del paraíso; y entre los chinos los dos opuestos son equilibrados en un
dibujo. ¿Qué pasa con todo esto? Pues los símbolos que encarnan los aspectos
más aburridos, pero más angustiosos del hombre, encarnan la vida simbolizada en
dos opuestos y la angustia antigua de estar siempre entre la tristeza y la alegría,
entre la vida y la muerte, y ambos tan opuestos como el hombre y la mujer; y
también muestra del afán, aún más antiguo, de conseguir siempre el equilibrio
entre ambos. ¿Cómo en la zamba? Quizá. Porque ¿qué sentido tiene el triunfo
final de la zamba, cuando el hombre es aceptado por la mujer? ¿Acaso ahí no
retorna la paz definitiva, como si ambos entraran de vuelta al paraíso, como si
consiguieran superar el yin y el yang chinos, como si hubieran terminado de
ordenar el mundo en el pequeño círculo de la pista para volver de nuevo al cielo, y
ver la paz de la divinidad?
Realmente se diría que nosotros nos hemos empeñado en echar a los dioses en
los últimos ciento cincuenta años de cultura occidental, pero ellos han dejado un
reguero de palabras divinas en el balbuceo del pueblo. Por eso los pueblos que
son muy pobres hacen siempre la misma cosa: buscan en la danza, en el mito, en
la copla, el equilibrio de los opuestos. Y nosotros, que somos ahora más ricos que
ellos, ni eso decimos ya: perdimos el habla, aunque hablemos todo el día. Por eso
la zamba nos fascina. Nos hemos esmerado en encontrar soluciones externas y
perdimos de vista lo que nos pasa por adentro. Lo dijimos: vivimos con la mitad del
hombre afuera y la otra escondida, pasada por el barro. Y ésta pone el ojo en la
zamba porque advierte en ella el resto mutilado de algún verbo divino, ese que
simula el ritual del equilibrio en medio de los opuestos. Y, en este sentido, la
zamba es una palabra demasiado grande, tan grande que nunca alcanzamos a
decirla íntegramente en la ciudad: porque ahí el pueblo nos habla de lo que sufre y
pone además una solución, la única posible, aquella en la cual hombre y mujer se
unen, día y noche se superan, dios y el diablo se hermanan.
Cuando se dicen esas cosas, el hombre se reintegra. Ahí tornamos a ser pueblo,
nos volvemos a incorporar a la masa, pero como quien retorna a lo puramente
humano, donde se da el puro hombre sin pretensiones, conciliado con su parte
prohibida. Es en suma el verdadero sentido del paraíso, ese por el cual uno
pregunta, aún después de hacer levantado con sudor y lágrimas su negocio, o
haber comprado su terreno o haber ocupado alguna posición importante. Ahí
asoma por el lado del pueblo el paraíso: pero en su sentido elemental como un
lugarcito recién creadito, a punto, como para hincarle el diente y arrancar
íntegramente el pedazo de vida que cada uno tiene derecho a vivir.
Y aquí asoma también el sentido subversivo que tiene la zamba. Nos habla de otro
estilo de vida llorado con sangre por un pueblo que en el fondo desconocemos. Un
estilo de vida siempre supone abarcar todos los aspectos del hombre, incluso los
malos. ¿Y puede haber estilo cuando se vive por el negocio, cuando se piensa en
la universalidad del arte, cuando se esgrimen ideas democráticas o totalitarias sólo
para encubrir nuestros intereses comerciales o cuando se adquieren
rigurosamente buenos modales sólo para no hacer papelones en las reuniones?
La zamba denuncia un poco nuestra falta de sentido. Nos dice que no sabemos
para qué, no para dónde debemos marchar. Por eso, con qué verdad, con qué
autenticidad y con qué solidez pasa el ritmo de la zamba. ¿Podrá comparase con
la gratuita y un poco dictatorial pesadez con que nuestro buen ciudadano
encuentra soluciones para todas las cosas?
Pero aunque juguemos a esta pesadez, amparada por nuestra cultura o nuestra
actividad, aunque gritemos siempre nuestra importancia, aunque destaquemos a
gritos nuestro nombre o nuestro apellido, aunque enumeremos siempre todas
nuestras hermosas cosas que hemos adquirido con nuestra plata, aunque
hagamos todo esto, siempre habrá en lo más profundo de nosotros esa parte de
nuestra humanidad, escamoteada a la vista del prójimo, desde de cuál nos
gustaría poder vivir íntegramente, con tanta intensidad silenciosa y pura como
quién baila una zamba con su vida al son de su ritmo ronco y lento, sabiendo que
al fin del baile habrá un pedazo del paraíso, la unión con la compañera, para
recobrar la mitad del mundo, para volver a la divinidad. ¿Y qué más se puede
pedir? Realmente la sabiduría de nuestro pueblo es infinita.
  
Capítulo LA ZAMBA Y LOS DIOSES, del libro INDIOS, PORTEÑOS Y DIOSES de
RODOLFO KUSCH  (Secretaría de Cultura de la Nación / Editorial Biblos, Buenos
Aires, 1994)

También podría gustarte