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maestros en cuarentena

revista de escritura expresiva

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Revista de escritura expresiva :
Descalzos o en chancletas: Maestros en cuarentena
Número uno abril-mayo de 2020

Comité editorial:
Daniel Montoya, Jhonny Lozano, Martha Fajardo

Autores para este número:


Eder Cervera, Daniel Montoya, Jhonny Lozano, Marcela Morado, Reynel Felipe Gómez, Daniel
Giraldo-Wonders, Martha Fajardo, Daniel Lopera, Alfonso Durán.

Fotografías:
Daniel Montoya, Marcela Morado, Daniel Lopera,Martha Fajardo, Daniel Giraldo - Wonders,
Leonardo García

Diseño:
Marcela Morado

Descalzos o en chancletas es una publicación de la Facultad de Humanidades, Artes y Ciencias


Sociales.
Los pensamientos expresados son responsabilidad de los autores y sus chancletas.

Año 2020
Universidad de Ibagué

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ÍNDICE
EDITORIAL ........ 4

El supermerado
Daniel Montoya ........ 6

Fuimos postre y música


Jhony Alexander Lozano Bermudez ........ 8

Tapa-bocas N99
Daniel Lopera Molano ........ 12

Sonata para la intrascendencia


Reynel Felipe Gómez ........ 16

De Ratones de Fin de siglo


Daniel Montoya ........ 20

Clasificado
Reynel Felipe Gómez ........ 21

Los mangos.
Eder Cervera ........ 22

La silla.
Marcela Morado ........ 24

¿Debemos salvarnos?
Eder Cervera ........ 26

ASFRU HADI.
Alfonso Durán Rincón ........ 32

En cuarentena.
Martha Fajardo Valbuena. ........ 38

Un coctel para estas épocas.


Daniel Giraldo Wonders ........ 41

CARICATURA.
Daniel Lopera Molano ........ 45

ANTIBIOGRAFÍAS ........ 46

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EDITORIAL
Querámoslo o no los profesores universitarios somos punto de referencia
para nuestros estudiantes. Mientras caminamos por los pasillos de la
universidad o cuando entramos al aula o aún en las cafeterías nuestro cuerpo
encarna un saber, un modo de ser en el mundo. Y así tiene que ser, lo es
desde los tiempos griegos cuando se escogía al mejor de los esclavos, al más
cercano al ideal, para que fuera quien se encargara de llevar y acompañar a
los niños a recibir su instrucción física y, de paso, a formar silenciosamente
con el ejemplo.

Pero, cuando los profesores salimos de los claustros, cuando vamos al


supermercado o hacemos fila para pagar la tarjeta de crédito; cuando
llegamos a casa, nos ponemos pantaloneta y dejamos nuestros pies al
descubierto, allí sólo somos un ciudadano más. Un hombre o una mujer del
montón al que nadie reconoce y a quien su saber le sirve, a veces, muy poco
para moverse entre los demás.

Qué piensa un profesor universitario cuando deja de ir a la universidad.


Cuando pasa algo que lo confina en su casa. Cuando desaparecen los pasillos
y las aulas y queda solo frente a las pantallas y puede, si lo decide, dar su
clase en pantuflas. ¿Tienen miedo los profesores universitarios?,¿son todos
iguales? ¿se equivocan? ¿Su pensamiento continúa inserto en la teoría y las
fórmulas?

Esta colección de escritos es un intento por permitir que nuestras palabras


caminen en chancletas por la cabeza del lector. No podemos dejar de ser
quienes somos. Habrá algo de historia, de teoría, de reflexión profunda, pero
sin normas APA, sin citas grandilocuentes. Estamos en casa.

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El supermercado
Daniel Montoya

Hubo un tiempo remoto y feliz en que mi único propósito en el supermercado


era empujar el carrito. Nada más.

Mi único sentido de trascendencia consistía en aplicar al carrito ―el bendito


carrito― la fuerza necesaria y dosificada para que rodara por los pasillos con su
sonido metálico y su blindaje reacio a las tensiones humanas. Nada más.

Mi único desvelo: no chocar contra los estantes ni los carteles promocionales,


no romper ningún producto, mayormente en la sección de licores, no golpear
las nalgas siliconadas de las señoras, y sobre todas las cosas, no dejarlo solo, no
dejarlo ir sin mí, porque estos carritos, al igual que los peces de acuario, nunca
salen del supermercado. Nunca sabrán que hay otra vida donde pueden ser
quizá más necesarios o más inútiles.

En ese tiempo dichoso mi esposa se hacía cargo ―qué bella expresión― se


hacía cargo mentalmente de la lista de productos, de saber dónde encontrarlos,
qué preguntar a los mercaderistas, de comparar los precios, de comparar los
gramos y los litros, de comparar las marcas, los sabores, las texturas, los olores,
el espacio que ocuparían en la alacena. En ningún otro lugar de la tierra se
compara tanto como en un supermercado. Ni siquiera en las iglesias. Ni siquiera
en los baños militares. Ni siquiera en los espejos ni en las páginas de Excel.

Ahora, por el Covid-19, debo parecer un hombre contemporáneo y multifacético:


debo empujar el carrito y encargarme con mis propios ojos y mi corto juicio de
las comparaciones, yo, que no distingo entre una sotana y Satanás. Yo, que ahora
debo perderme en el laberinto de las estanterías. Yo, que ahora sé que no hay
lugar más solitario que un pasillo de supermercado con precios inalcanzables.
Yo, que no sabía que el día del juicio final se revelaría en el acto ordinario de
llevar a casa el artículo equivocado o la cantidad imprecisa, y como un menguado
carnívoro regresar a la pradera y devolverle al río el cuerpo muerto del venado.

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Ahora no se abre ante mí al final de un pasillo, como en otras ocasiones, la
dirección en la que yo me veía allá, a lo lejos, con diez años acompañando a
papá a hacer mercado. En la plaza no había carritos de metal y debíamos cargar
las bolsas en el hombro por largos trayectos. A mí se me desollaban los dedos
y los hombros, pero no me quejaba. A veces papá pagaba por unos carritos
humanos: unos hombres flacos, desgreñados y sucios, algunos de mi edad, que
levantaban las bolsas como si solo llevaran algodón. ¿Qué será de esos carritos
humanos? ¿Ya se habrán oxidado? ¿Seguirán atrapados en la pecera sin saber
que hay otra vida donde pueden ser quizá más necesarios o más inútiles?

Ya no tengo tiempo para cruzar por ese pasillo oscuro del supermercado, donde
me veo allá en el fondo con mi papá. No. Ya no tengo tiempo para eso, debo
comenzar a comparar.

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Fuimos postre
y música
Jhony Alexander Lozano Bermudez

Les Luthiers en uno de sus extraordinarios actos de humor, música y juego


de palabras montaron en alguna ocasión un show en el que planteaban dos
exposiciones sobre un mismo vocablo que por su polisemia favorecía las risas
del público: El merengue. Marcos Mundstock, el calvo de voz perfecta que partió
hace poco, hablaba de la acepción musical de la palabra, de ese ritmo dominicano
que hace bambolear rodillas y caderas. Daniel Rabinovich, el del bigote que ya
se fue por temas coronarios, hacía una explicación jocosa del merengue como
postre. Los dos hablaban en el fondo de características muy nuestras, la dulzura
y la alegría. Los latinos somos postre y baile y nuestras interacciones son prueba
de ello. Sin embargo, el covid 19 nos cortó el dulce y nos apartará en el baile.

Los saludos ceremoniales japoneses con distantes reverencias parecen ser el


nuevo formato que la pandemia nos impondrá para recibirnos. En Japón, las
formas de interacción sirven de barrera para aplacar cualquier ínfimo asomo de
contagio. Nosotros, con hemoglobina tropical, estamos habituados a abrazos,
besos; a compartir helados, paletas y bolis con amigos, nos hermanamos en
la saliva y le damos la bienvenida a cualquier patología viral que nos caiga en
nuestras cruzadas amistosas. Pues bien, el coronavirus llegó a colgarnos el
letrero de “conserve su distancia”. Nos obligará a saludarnos con espacios más
marcados y ademanes menos efusivos. ¿Qué pensarán de eso en Japón, pon?

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Siempre les he ofrecido a mis amigos y colegas más cercanos mucha efusividad.
Me gusta saludar de mano y que mi apretón refleje respeto al interlocutor. Mis
madrugadas de los domingos para ver al vendedor de libros de Jorge Duque
Linares me instalaron la necesidad de saludar mirando a los ojos, de hablarle
cerca a la gente, de abrazar con fuerza a los que quiero. En el Murillo Toro me
he estrechado en carnes con frenéticos pijaos que se sentaban cinco filas más
abajo. Hinchas sin rostro a los que abracé con fuerza mientras el Tolima jugaba a
ser grande. Todas esas imágenes parecen tener ahora unos tonos sepia. Saben
nostalgia.

Si vuelvo al merengue del que hablaba Mundstock, el baile también lucirá


distinto. Nuestra corporalidad que se configuró de esa licuadora cultural que
nos dejaron los europeos, los árabes, los indios, los africanos entiende siempre
la música desde la cercanía. Las danzas que nos enseñaban en el colegio, con
inocentes coqueteos campesinos nos iban preparando para la salsa, para la
cumbia, para la bachata y el reggaetón maestros absolutos en el arte de evaporar
la distancia entre bailadores. Hemos transpirado checumbias y horas locas en
fiestas familiares por años. Ahora, la pandemia le baja volumen al estéreo y
nos devolverá a la época en la que poner la mano en la cintura de la pareja era
pecado mortal.

He leído en redes sociales discursos cargados de lugares comunes en los que


los médicos son héroes, los influenciadores y políticos son lapidados. Se han
repetido escenas de animales que aprovechan el recreo, mientras el depredador
se encierra. En ese marco, algunos han apelado al optimismo. Esto nos servirá
para aprender, volveremos más fuertes, la Tierra necesitaba un descanso, de
esta salimos todos. Mensajes que para mí, no son más que frases hechas que
se gritan por desespero. La distancia que nos impone el virus nos ha vuelto ya
más miedosos, más distantes. Salimos a la calle y no queremos saber quién está
detrás del tapabocas. Queremos volver rápido a desinfectarnos de esa calle
hostil y seguir consumiendo las cifras de infectados y muertos.

El distanciamiento social va a durar mucho más que la pandemia. Cuando


los laboratorios alemanes, rusos, chinos o gringos anuncien la victoria del
tratamiento o el milagro de la vacuna, la distancia no se zanjará. Si el once de
septiembre exacerbó la xenofobia por los musulmanes, el Covid 19 nos hará

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tener fobia a todos. Los estornudos serán imperdonables, los resfriados nos
instalarán ansiedades feroces, evitaremos abrazar a los abuelos. ¿Cómo va a
poder ser mejor un mundo en el que no podemos darle afecto a los viejos?

El merengue de Rabinovich se cortó y el merengue de Mundstock se desafinó.


Nuestras interacciones cargadas de corporalidad se irán de cuarentena por un
rato largo. Exigiremos carnet de vacunación la próxima vez que una bachata
suene fuerte. Les diremos a nuestros hijos que abrazar a los amiguitos está muy
mal y que no pueden lamer la misma paleta o el mismo bolis. La pandemia sella
en la distancia una identidad que a fuerza de abrazos habíamos construido.
Quisiera ofrecer un discurso más optimista, pero siento el dulce cortado y la
música apagada.

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Tapa-bocas N99
Daniel Lopera Molano

Armado con todos sus larguiruchos dedos, Daniel, se anclaba al marco de


la puerta evitando salir. Yo me quedo acá – decía -, ¡encuarentenado estoy y
encuarentenado quiero vivir! – gritaba a la multitud.

La prensa virtual registraba los hechos a partir de una cámara pública hackeada
desde un servidor remoto para convertirla en periodismo aséptico. La “limpieza
de la noticia”, era el mensaje promulgado por los medios de comunicación.
La programación de cada cámara estaba minuciosamente diseñada para que
identificara aquellos gestos en las caras de las personas que contenían una
parametrización de un nivel superior al promedio. En ese instante, la cámara
disparaba la noticia.

La noticia de la apertura de nuevos sectores económicos había tomado a Daniel


por sorpresa. El sector de la educación ya hacía parte de los nuevos simulacros de
“miremos a ver qué pasa” implementados por el gobierno. En estos simulacros el
Ministerio de Educación, a partir de un riguroso estudio de vigilancia tecnológica
y bajo la premisa del aprendizaje centrado en los estudiantes, implementó
sistemas de chat manejados con inteligencia artificial que les ofrecieran
respuestas a sus inquietudes académicas. La estrategia obtuvo tanto éxito que
demostró que el 90% de las preguntas de los estudiantes podían resolverse con
este sistema inteligente. Los despidos masivos no se hicieron esperar. Fueron
escalonados, una vez que al docente le succionaban todas las respuestas y
las programaban en el sistema, su aporte ya quedaba subido a la nube. Para
mantener el trabajo, los docentes eran sometidos a reñidas competencias online,
basadas en puntajes y clasificaciones científicas. En esta recesión, estamos en la
búsqueda de innovación educativa – mencionaba la ministra.

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A Daniel le habían obligado a colocarse el tapa-bocas N99, aprobado por la
Congregación de Diseño Universal (CDU), de tal modo que permitiera leer los
labios para población sorda; con código de identificación global para el registro
único de potenciales contagiados y con amplificador de tos para delatar
al infractor. El modelo también venía con adición gratuita de una alarma de
proximidad que conectaba directamente al cuadrante más cercano y con display
de temperatura corporal para población covifóbica.

Imagen 1 Primeros bocetos del N99 por la CDU. Tomada de www.congresovirtualdisenouniversal.cov/19

Dos cumpleaños había pasado Daniel en esta pandemia, y la llamada reactivación


económica lo había acompañado desde los primeros meses de crisis; como pan
de cada día. Sucedió de manera paulatina. Como en toda política gubernamental,
incluía micos, lagartos y gorilas. Los meses fueron pasando y, ante el desértico
panorama de noticias sobre la prometida vacuna, el gobierno lanzó con prontitud
su Política de Contagio Inteligente (POCI).

La política incluía, como primera medida, que los ciudadanos fueran sometidos
a tests de inteligencia de mercados. Aquellos que superaban más de 127
puntos en las 18 pruebas on-line, podían acceder al pin de entrevista para la
evaluación de Idioma Extranjero Prioritario (IEP). Una vez desarrolladas las
pruebas, se debía esperar en confinamiento por los resultados, exactamente
114 días reglamentarios – días hábiles y sin incluir posibles paros virtuales del
sector público. Algunos, necesitados, pero con dinero restante, optaban por
el Estudio Acelerado de Pruebas (EAP) que entregaban en 40 días, adjuntando

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pagaré en blanco, por si acaso no superaban los 127 puntos del examen y
debían exponerse a trabajar en los entornos de alto riesgo de Covid o, llamados
por el Ministro de Seguridad como ECAs, Entornos de Contagio Asegurado. En
los barrios más exclusivos, los resultados llegaban en 4 días a la puerta de cada
casa incluyendo ya el certificado CIPRE clase 1A (Ciudadano Priorizado para
Reactivación Económica de clase exclusiva) que los acreditaba para acceder
a los Ambientes Controlados Libres de Covid (ACLIC). Grandes hangares por
sectores económicos, totalmente asépticos, y organizados por roles jerárquicos.
Los roles iban de clase 1 a clase 5. La clase 1A correspondía a los jefes.

Los ciudadanos CIPREs, antes de iniciar su faena laboral, ante la demostrada


negligencia del personal médico para abordar la crisis, vestían su heredada
capa de héroes y recibían un kit de seguridad anticontagio. Entre los artilugios,
made in China, que contenía, estaban las gafas Google de distanciamiento
selectivo. Como las muertes se habían convertido en mensaje cotidiano, la
multinacional había modificado sus prototipos de gafas para ofrecer un nuevo
valor al mercado. Los dispositivos, por medio del sistema mejorado de realidad
aumentada, permitían convertir en emoticones a la Población Contagiada de
Riesgo Inminente (POCORIN). Inicialmente, se había vendido para que los niños
no tuvieran que presenciar la gran cantidad de cadáveres en los medios de
comunicación o en las calles. Luego, se popularizó como dispositivo exclusivo
para el distanciamiento selectivo – política de varios países americanos. Nuevas
Apps permitieron cambiar todo el cuerpo de los POCORINes por diversos
personajes de baja popularidad. Estudios psicológicos sostuvieron que al hacerlo
se reduce la culpa y la frustración y permite que la persona siga trabajando sin
contratiempos.

Recientemente, Daniel había recibido la desastrosa noticia de haber obtenido los


128 puntos necesarios para superar los exámenes de inteligencia de mercados.
Estaba totalmente defraudado consigo mismo. Aunque ya había acabado con
todo el dinero con el que contaba, estaba viviendo de comer nuevamente sus
libros, tragarse su diario y engullirse su libreta de apuntes. Su proyección, a
la siguiente semana, incluía rumiar a Nietzsche y recalentar una aromática
con FakeNews como para no perder la costumbre. Cuando llegó, rechazó el
primer kit de seguridad anticontagio, lo que molestó a la compañía pública
de encomiendas. A la tercera vez que Daniel rechazó el kit, amenazaron con
reportarlo en la lista de potencial coviterrorista.

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Aun siendo registrado como ciudadano priorizado, Daniel había sido degradado
al nivel 5D, considerado por la autoridad competente como sujeto de revisión
por personalidad inconsistente. Cabe anotar que durante el proceso de registro
de pruebas surgieron varias identificaciones de ciudadanos muertos hace más
de una década, pero que, regresando de ultratumba, recibieron kits. Eso no evitó
que el presupuesto gubernamental se radicara con el sello de “ejecutado”. Esos
kits, en su mayoría, eran los que contenían las gafas mencionadas. A Daniel no
le correspondieron las gafas. Por ser nivel 5D le correspondió el tapa-bocas N99.
Desdichado, se colocó toda la indumentaria que contenía el kit. Principalmente,
un overol con capota y guantes incorporados que venía en varios modelos. El
de Daniel venía estampado con un traje azul de saco y corbata, porque, debido
a la crisis, las únicas otras opciones de modelos incluyentes eran de mujer,
niño, anciano o indígena. El kit también venía con un maletín ejecutivo que, al
mejor estilo Transformers, se volvía lavamanos portátil; un metro-lapicero con
aullador para reclamar distancia ante la presencia cercana de personas; un set
de cuatro pastillas para evitar fatiga y enviar señales al cerebro de excitación
laboral; el fabuloso N99 y una guía básica de economía naranja.

Vestido con su traje ejecutivo, con su maletín y tapa-bocas, se observa Daniel


al espejo. Agachando la mirada, en señal de reprimenda frente a la humanidad
ausente, descubre sus pies descalzos. ¡Se olvidaron de los pies! – manifiesta.
Revisa nuevamente el kit y no hay señal de las botas ultra aislantes. Hurga en
su armario por unos zapatos propios, pero éstos, todos, habían sido parte de su
último engullido de excursión. Se los tragó en el momento que salió a caminar
por sus memorias.

Asomándose, al fondo del armario, algo parecía llamarlo. Estiró su delgado brazo
entre los ropajes polvorientos y extrajo un nuevo festín. Como en los mejores
momentos del Movimiento de Confinamiento Emancipatorio (MOCE) un par de
chancletas olvidadas invitaban a Daniel a la desobediencia.

Todo lo demás ya fue contado por los medios de comunicación, incluida la


arremetida de la Policía a la vivienda de Daniel.

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Sonata para la
intrascendencia
Reynel Felipe Gómez

I Movimiento: Afuera

De repente, el mundo humano se vuelve más incierto que de costumbre,


pareciera que flota en el aire un enemigo fantasmal, que ya pasó de la amenaza
a la acción. Aquí y allá el olor a muerte se percibe intenso, casi nos olvidamos
de que, en este país, ha matado más gente la indiferencia y la desigualdad que
el virus. Nada pueden hacer los cañones. En esta historia, los grandes héroes
estadounidenses flaquean. Tantos años forjando al mítico salvador musculoso,
que atravesaba lluvias de balas y sorteaba campos minados para defender al
mundo entero con un fusil en cada mano y resulta que el verdadero enemigo
yacía en otro lugar muy distinto. Y ahora ¿quién podrá defendernos?

Por todas partes se declaran cuarentenas, toques de queda, las clases en


colegios y universidades se suspenden, los pequeños negocios se ven obligados
a cerrar sus puertas, quienes pueden compran provisiones se encierran en sus
hogares, mientras afuera, los menos favorecidos, siguen rebuscándose la vida,
salen a cazar fantasmas para poder alimentarse, porque genera más temor
el hambre palpable, que la muerte invisible. Son ellos mismos los fantasmas,
pero a nadie parece importarle.

Por otro lado, existen quienes creen que la solidaridad es la salida. El arte es el
primero en salir en defensa de lo humano, aquí y allá florecen conciertos en los
balcones, en la red los artistas ofrecen su fuego a la humanidad, cualquier sala
de hogar se convierte en una sala de teatro, obras completas liberadas para
su disfrute. Obras completas liberadas, vuelvo a leer esta frase y creo que el

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arte siempre ha sido libre ¿quién lo tenía encerrado? Los amigos y familiares se
visitan a través de pantallas, la pregunta ¿cómo estás? parece más sincera ¿nos
estará uniendo un virus que precisamente nos obliga a separarnos?

II Movimiento: Adentro

En casa ahora hay tiempo. Preparo clases, leo un libro que estaba esperando su
momento, escucho un álbum de alguna agrupación perdida en la memoria, con
el primer riff de guitarra me crece el pelo y se me caen los años. En la pantalla
del televisor Jack Nicholson pierde décadas, a él también le crece el pelo, el arte
destruye el tiempo, lo reconstruye a su antojo.

Decía que en casa ahora hay tiempo, rincones silenciosos son visitados por un
trapo húmedo que les devuelve un poco su color original, gavetas y cajones
empolvados me traen recuerdos de viejas épocas, lecturas olvidadas, cartas
recibidas, poemas nunca enviados, recuerdos de viajes que me cambiaron la
vida. No creo que la memoria funcione como una colección de gavetas y cajones,
pero estoy seguro de que estos la alimentan.

Sigue habiendo tiempo en casa, preparo esa receta que hace tanto tiempo
había aplazado. Cocinar mi propia comida cada día, me ha enseñado más de mí
mismo que tantas lecturas. Sigue habiendo tiempo en casa. La vieja consola de
videojuegos, mi gran compañera por tantos años vuelve a sonreír conmigo, nos
recordamos, nos amamos a nuestra manera.

Pasan los días y la casa cada día se llena más de tiempo, temo que en algún
momento no quepamos ambos en casa ¿hay acaso necesidad de hacer algo con
el tiempo? Un día para dormir, sin levantarme de la cama, me enseña algo que
había perdido en algún bolsillo de la infancia. No hacer nada, también es una
forma de ser libre. Y aún sigue habiendo tiempo en casa.

III Movimiento: Meditaciones intrascendentes

Hundido en un placentero no hacer nada, se me revela lo siguiente: la


humanidad está intoxicada de productividad, vamos por el mundo enfermos
con pensamientos agobiantes ¿un día sin producir es un día perdido? Yo
creo que un día sin tener tiempo para no hacer nada es un día perdido. Tan
enfermos estamos, que ya no nos parece infame el hecho de llevar una vida
sin posibilidad para el ocio. Y no me refiero a esa función automática que nos

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hace ver una película cada noche, o leer un libro o ir a un gimnasio, como quien
repite la rutina de cada día para sentir que hizo algo valioso con su vida, o a la
odiosa práctica del turismo que una vez por año nos lleva a conocer un lugar y
colgarlo en las paredes de la memoria, como quien llena un vacío insondable,
con estampitas de un álbum. Me refiero al ocio como la posibilidad absoluta de
no hacer nada, o de hacerlo de manera espontánea, sin otro propósito que el de
permitir que se manifieste el puro goce de ser humano.

Yo abogo por la posibilidad de un placentero no hacer nada, o de no hacer


nada con el propósito de producir o de crecer en cualquier sentido, sin que
la culpa nos muerda las venas y nos inyecte su veneno. Hundirse en el puro
contemplar, por el placer de contemplar y no con la necesidad de conseguir
alguna meditación que ilumine el rumbo de la filosofía. En otras palabras, tener
tiempo para hacernos felices con la intrascendencia, con la posibilidad de ser
sin necesidad de producir.

Quizás sea tiempo de preocuparnos más por quienes somos, por descubrir qué
es lo que nos hace felices y dejar a un lado el lastre de la productividad. Leer
por amor a las letras, escuchar música por amor a la música, hacer ejercicio por
amor a nosotros mismos, quedarnos tumbados en la cama todo el día por el
puro placer de sentirnos libres de hacerlo, y no seguir haciéndolo todo como una
simple rutina para matar el tiempo, porque el tiempo no es nuestro enemigo, el
tiempo es la vida que se nos va, mientras nos olvidamos de ser felices.

Mi casa sigue llena de tiempo, pero ahora somos amigos, nos hacemos compañía.

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19
De Ratones de
Fin de siglo*
Daniel Montoya

III
 
 —No se preocupen por el mañana —enseñaba el ratón jefe a su pueblo—, no
se angustien por la vida, qué han de comer o qué han de beber; ni por el cuerpo
ni por vestido. No se aflijan por el mañana. Cada día traerá su propio gato.
 
 V
 
Aunque ya no quedaban felinos en la casa, el olor a gato era tan intenso, que sus
habitantes todas las mañanas encontraban ratones muertos en los rincones.
 
 VIII
 
En pleno fin del mundo, un ratón de biblioteca encontró debajo de la cama la
narración del diluvio. Conmovido por el hallazgo del libro que daba por perdido,
inició la lectura. Imaginó la salvación de sus antepasados y la cólera irrefrenable
del infinito. Imaginó el bramido de las bestias y la agonía del mundo; las promesas
y las vanas esperanzas. Al final de la narración, un ventarrón desclavó el techo,
removió los cimientos de la casa, y cuando el ratón llegaba a la imagen de Noé
enviando una paloma a reconocer la tierra, alcanzó a ver la paloma entre la
arena de la tormenta. Por último sintió un tirón que lo obligó a cerrar los ojos.
 
—Ya bajaron las aguas, pero no los vientos —informó la paloma, después
de haber soltado al ratón en el arca.

*Tomado del libro Ratones de Fin de Siglo. Editorial U.T. 2013

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Clasificado
Reynel Felipe Gómez

Estando como está el mundo


ofrezco mis servicios a domicilio.

Se remiendan medias naranjas


y negras y blancas y púrpuras
toda media está completa
y no necesita a la otra
para tener sentido.

Se escriben definiciones
para diccionarios del nuevo siglo
con vocablos que comprenden
que nadie dice sol
sin señalar la luna.

Se domestican verbos salvajes


que no entraban en un apartamento
desde que Borges se quedó ciego.

Se anulan matrimonios imaginarios


y por unas monedas extra
se barre el corazón del amante
se extraen los trozos de uña
que sobrevivan el naufragio.

Se venden ventanas para mentes cerradas


se sienten orgasmos a cualquier hora del día
se sopesan los hechos con pesimismo
se presta la incredulidad
para cualquier tipo de evento.

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Los mangos
Eder Cervera

Fui muy chico, frágil, para trepar por los mangos. Los adultos ascendían para
hacerse brisa, tormenta en las ramas, tomaban y repartían las ambiciones. No
hubo más dignidad que aprender a recoger los frutos rotos del suelo, aprender
a lavar y sorber el jugo abierto del olvido. No hubo suficiente tierra, ni suficiente
tiempo para enseñar el ascenso, los niños tuvimos que hacer cielos en las raíces,
paraísos de hojas secas. El tiempo se hizo presuroso y nos torcieron en jaulas
mientras los mangos crecían. Aprendimos a mirar al suelo en donde cae todo,
donde nace todo.

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La silla
Marcela Morado

Siempre he tenido una atracción por el diseño de las sillas, pero cuando veo una
que de verdad me gusta para mí es como una revelación, es como encontrar un
alma gemela; alguien que esta atrás de ese diseño y que piensa y siente igual
que yo. Entre mis recuerdos de experiencias estéticas y sensuales con sillas
están las sillas de colores; amarillas, rojas, verdes, azules, naranjas, decoradas
con flores y con el asiento hecho de henequén natural de las fondas en los
pueblos de México.

Otra silla maravillosa o más bien sillón, pero individual, es uno tapizado con
un peluche rojo que estaba en casa de mis abuelos en un pueblo llamado
Teloloapan, Guerrero. Amaba llegar y ganar ese sillón y sentirme parte de ese
objeto. Sí, yo soy kitsch como ese sillón.

En los años noventa un diseñador industrial japones llamado Shiro Kuramata


tuvo una exposición en un museo de la ciudad de México y al ir visitando la
muestra de repente encuentro una silla o sillón como lo quieran llamar. Una
silla de acrílico transparente con rosas rojas, las rosas parece que están flotando
dentro de la silla, fueron atrapadas justo en el momento en que caían. La silla
se llama Miss Blance Chair.

Amo las sillas, por eso cuando estaba organizando mi espacio de trabajo en
casa pensé en comprarme una silla que me gustará mucho, y la encontré en
uno de esos anuncios que aparecen de vez en cuando en la página de Facebook.
Una silla morada de terciopelo y la podía comprar por internet e ir a recogerla
al Home Center. Podía pedirla para entrega inmediata que creo que era esperar
un día, por supuesto, pagando más, pero no lo hice porque me gusta la espera,
eso hace que cuando tenga ese objeto del deseo sea más feliz.

Y sí, la silla es exactamente como la foto, la armé y el color morado y aterciopelado


me hizo muy feliz todo es morado excepto las rueditas. Y la silla me había hecho
muy feliz, hasta ahora, que por causa de la cuarentena tengo que trabajar desde
casa y pasar ocho horas del día sentada ella. Desde el primer día me di cuenta
que el respaldo es muy bajo y no puedo descansar mi espalda en él. A la tercera
semana, de tanto estar sentada se comenzó a aplanar el cojín de la parte donde
se sienta uno, y cada día que pasa voy sintiendo la estructura de la silla en mis
pompis.

Para la cuarta semana ya le puse a la silla tres cojines extras, dos en la parte
para sentarme y uno en la espalda, así que la silla ya perdió todo el glamour que
yo veía en ella, aún la amo pero ya estoy pensando en cambiarla. He pensado
en un sillón estilo Luis XVI, tiene un buen espaldar, tiene para descansar los
antebrazos y tiene terciopelo rojo, solo extrañaré las rueditas.

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¿Debemos
salvarnos?
Eder Cervera

Miro todo este problema, miro nuestra capacidad como sociedad, nuestra
capacidad histórica como hombres y me pregunto ¿Cómo terminamos en esto?
Y claro la respuesta parece simple: la corrupción, la guerra, nuestra cultura,
las conspiraciones, etc. Pero más allá de los inmensos temas, en los que día
a día damos vueltas, como tortugas en la pecera, pienso en lo que decía Kant,
la mayoría de edad, que en nuestro tiempo se traduce en autonomía. ¿Qué
tan autónoma es realmente una sociedad que no puede tomar la decisión, ni
ejecutar las acciones, para preservar la vida? Siento que es la pregunta más
importante. ¿Qué tan autónomo es un país agrícola que no puede alimentar a
su propio pueblo?

La frase que más se repite en las redes sociales es “éramos felices y no lo


sabíamos”. Y miro a mi hijo, de tres años, y pienso “mira, ahí está Colombia”. Mi
hijo tiene la capacidad de decidir qué dulce quiere, puede decidir qué oficios en
la casa ha de tomar: lavar un piso, recoger juguetes o zapatos, ordenar la sala
(que el mismo desordenó). Mi hijo puede decidir, según los tiempos que yo le
doy, si ve televisión, juega a los carros, lee libros, juega con alguien de la casa
o simplemente se acuesta a mirar al techo. Mi hijo tiene tanta “libertad” que
incluso puede decidir cuanto come al almuerzo (siempre y cuando consuma
en el día las cantidades necesarias de frutas, verdura y proteínas). Pese a esta
“libertad” sé que mi hijo no decide en las cosas fundamentales, somos su mamá
y yo quienes tomamos esas determinaciones. Él se mueve dentro de ese cerco
paterno, y debe ser así, es un niño de tres años. A medida que vaya creciendo,
sus capacidades aumentarán y será capaz de tomar decisiones fundamentales
para sí mismo, por ahora solo puede elegir sobre su confort. Con el virus veo

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que las personas de mi alrededor, las personas de mi sociedad, son como mi
hijo, solo pueden decidir sobre su confort: si necesitan un televisor, si el celular
es Samsung o Apple, ropa de Arturo Calle o de San Andresito, Zapatillas Nike
de 400.000 o los tenis de 60.000. Pero a la hora de decidir sobre si hay o no
cuarentena las personas solo pueden esperar a que el estado tome la mejor
decisión, y mientras eso sucede apegarse a todos los santos. No hay de otra.

Hay diferentes razones por las que, en Colombia, las personas no pueden
asumir la cuarentena, la más obvia es la capacidad económica, acentuada con
la corrupción y robo de los recursos para la crisis (un tema en el que no me
quiero detener). La pobreza es una forma de romper con nuestra autonomía,
cuando el escenario es morir de hambre o morir por Covid-19 no podemos
hablar de autonomía. Eliges la muerte más distante, la menos traumática. El
sujeto que no tiene que comer difícilmente generara opciones más allá de
sus necesidades primarias. No puede hilar su mente a propósitos comunes
como una cuarentena, aunque lo intentan no pueden. Por otro lado, están los
sujetos que cambiaron su autonomía por el confort, piensen principalmente
en los estratos 3 y 4 (aunque también pasa en estratos 1 y 2) sujetos que
aparentemente tienen un nivel de vida en el que sus carencias están cubiertas.
Sin embargo, las cuotas del banco, el Icetex, el gota a gota, no pueden esperar.
Los que pudieron elegir un modelo de carro antes del 2010. Los que tienen
una vida tan frágil que un mes en una economía coja los tiene contra la pared,
han tenido que dejar el apartamento para irse a vivir con los padres, porque
en cuarentena no se produce lo mismo, porque “alcanza pal mercado, pero no
pal arriendo”. Y por último lo grandes empresarios, los ricos como dirían en la
cuadra, los que tienen la capacidad no solo de afrontar esta crisis y de ofrecer
formas para no dejar caer la sociedad, pero que no son capaces de tener visión,
que no pueden dimensionar la sociedad, y por ende se han quedado llorando
por perder el 15 o 20% de ganancias, porque sus esquemas de negocios son tan
inútiles que no pueden adaptarse. Los grandes, que ante la crisis se comportan
como pordioseros con papá estado, los amantes del capitalismo que terminan
siendo más socialistas que Cuba o Venezuela (y claro hay excepciones, como
Arturo Calle, Cine Colombia, Bavaria, etc., empresas que debemos ayudar a
sacar adelante cuando acabe esta crisis) el asunto, para ser más claros, es que
esta pandemia solo puede ser enfrentada por los países que son autónomos,
y un país es el compendio de sus habitantes. Si no hay un número significativo
de sujetos autónomos el país termina siendo dependiente de otros. Por eso,
mientras los países de primer mundo tomaron la cuarentena prolongada casi de
inmediato, Colombia va dilatando sus decisiones para no enfrentar su realidad.

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El aeropuerto el Dorado solo se cerró cuando los colombianos asumieron su
autonomía y decidieron hacer presión para lograr la decisión colectiva.

Somos un país con la palabra independencia muy lejos de nuestro ser. No somos
más que un sueño frustrado de Simón Bolívar. Si algo debemos aprender de esta
pandemia es recuperar nuestra autonomía como nación, nuestra autonomía
como sujetos más allá del confort. Porque la libertad no es un sistema binario
de “sí o no, acepto”, sino nuestra capacidad para observar el entorno y entender
cómo mis decisiones se entrelazan con mi comunidad, con mi ciudad, mi país,
mi mundo. La capacidad de ver esa interrelación simbiótica entre el mundo
interno y externo.

Debido al confort perdimos la discusión de la libertad y la autonomía. El gran


lio es que mientras dejamos de un lado esa discusión vamos creado un mundo
idealista. El internet, la globalización, el mundo antes de la pandemia tan lleno
de placeres y oportunidades se construyó bajo idealismos para hombres libres.
Bajo el ideal que todos tenemos las mismas oportunidades, y que gracias al
esfuerzo consigues lo que deseas. Esa era la fachada que se cayó gracias a la
pandemia. Aunque ya muchos lo habían visto.

Gracias al confort tenemos una sociedad hiperproductiva que no puede asumir


su propia vida. En tiempos de pandemia, donde hipertrabajar resulta mortal,
nos damos cuenta de que en Colombia (y el mundo) los cimientos mínimos de la
vida no los tenemos: salud, vivienda, comida y conocimiento. Nuestros médicos
no tienen insumos para proteger la vida y las estructuras de salud son poco
adaptables para atender una crisis, de esta o cualquier magnitud. Aunque se
ha dejado claro la imposibilidad del desalojo durante la crisis, no se asume el
hecho de que cosas como un mínimo vital de agua no puede ser negociable,
ni que hay personas que no pueden asumir la deuda de un arriendo, pues al
final de la crisis no saben si conseguirán trabajo. No tenemos un sistema bien
estructurado para que las ayudas humanitarias lleguen a quien las necesitan, y
esto pasaba antes de la crisis. Pero el punto que, para mí, termina siendo más
crucial es el asunto del conocimiento.

A diferencia de otras pandemias, de otras crisis, en esta tenemos una facilidad


que en ningún otro momento de la historia teníamos: el conocimiento. Pese a
los vetos de un gobierno como el chino, la información del Covid-19 fue veloz.
Para quienes tienen la capacidad de manejar el conocimiento y aprendieron
hacia donde mirar al buscar, me entenderán que la información ha sido un

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aliado para que las personas tomen decisiones, para sí mismos y su entorno.
Mas allá de la forma de inicio de la pandemia, el cómo mitigar sus efectos era
la información que se necesitaba, y día a día esta información se amplía. Más
allá de que la OMS tenga diferencia entre gobiernos e instituciones de salud, la
información está al alcance para que cada sujeto pueda tomar decisiones. Mas
allá de las conspiraciones existe la información mínima para entender qué es un
virus. Sin embargo, no tenemos los suficientes lectores para enfrentar este reto.
La mayoría de personas, académicas o no, se quedaron pasmados buscando la
mentira, el engaño y no atendieron a los datos que se les mostraban. Pero el gran
engaño no lo hicieron los gobiernos, sino nosotros mismos, nos autoengañamos.
Con esto no quiero quitarles las responsabilidades a los gobiernos. En Colombia
han intentado engañarnos de nuevo mostrándonos resultados de un aparato
ineficiente de medición de la realidad. Dentro de la comunidad científica se han
abierto bases de datos para que se pueda acceder a los estudios del SARS-CoV
2, los médicos se han puesto la camiseta para explicar lo mejor posible qué
es lo que viven y contra qué se enfrentan. Sin embargo, esto no sirve en tanto
tengamos una sociedad que no puede entender el lenguaje científico. Esto no
sirve en tanto nuestras formas de educación privilegian la productividad y no
el entendimiento del mundo. Nuestra educación no está centrada en formar al
sujeto para enfrentar la sociedad, ni la vida. Nuestra educación busca sujetos
productivos y por tanto tenemos en cuarentena sujetos hiperproductivos
que no saben cómo enfrentar una cuarentena, que no entienden lo que está
pasando. Que solo se encerraron en su casa porque papá estado les dijo que
podían morir, pero no entienden por qué ni el cómo. Entonces, mientras los que
no entienden el cómo, se saltan las normas cada vez que pueden, los que no
entienden el por qué discriminan a médicos y enfermeras.

Creo que en la pandemia no siento miedo, pánico o indignación, más bien una
profunda tristeza porque este mundo se ha obscurecido, porque tenemos las
velas, tenemos los fósforos y sabemos en qué gaveta están, pero no sabemos
como rastrillar el cerillo para que la luz encienda. Sin embargo, en medio de
mi tristeza intento agarrar esos destellos de esperanza que digan que no
estamos perdidos como especie, como nación. Un amigo del colegio tiene una
pequeña empresa y repartió mercados antes que los gobiernos lo hicieran.
Algunas personas dejan mercado en sitios visibles para quienes lo necesiten.
Cuando salgo a sacar a mi perro veo a gente sin hogar recolectando mercado,
en verdad las personas les han ayudado con algunas cosas. Celebro las buenas
decisiones de los políticos, aunque después tenga que criticarlos por robarse
la plata. Hace poco pude compartir algo de alimentos con un señor, le ofrecí

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desinfectarle las manos y con gran alegría las abrió, sus manos llenas de tierra
me hicieron entender que no serviría de mucho, pero uno debe apegarse a esas
pequeñas esperanzas. Porque al final del día la pregunta no es si la libertad, la
autonomía, se necesitan para salvar este país, esta humanidad, sino ¿realmente
debemos salvar esta especie? ¿debemos salvar este país? Entonces me apego a
mi ingenuidad de poeta, me apego a las pequeñas esperanzas y digo si, aunque
no lo merezcan.

No me cabe duda de que como especie sobreviviremos a esta crisis, pero me


angustia pensar qué seremos después de esto: ¿seremos la misma bestia
inconsciente disfrutando de la bonanza de unos genios? ¿seguiremos justificando
la deshumanización con bellos discursos? ¿seguiremos con la relación suicida con
la naturaleza para mantener el confort? ¿cambiaremos a sociedades sin libertad
para preservar nuestros estilos de vida? O por el contrario cambiaremos como
seres conocedores del mundo capaces de contemplar la fortuna de la vida.

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ASFRU HADI
Alfonso Durán Rincón

Asfru Hadi es un semielfo, hijo de un humano calishita y una elfa de tierras


lejanas. De piel trigueña, complexión delgada y esbelta, y estatura mediana,
aproximadamente 1.75 cm; ojos castaños, lo mismo que su pelo. Sus rasgos
físicos son considerados como sumamente atractivos. Su nombre significa algo
así como “poema del silencio”.

Asfru nació en un lugar muy lejano del sur. Recuerda su infancia frente al mar, en
una sencilla y bella casa, junto a Kalindi, su cariñosa madre, una mujer amante
de los libros, la magia y los misterios del mundo, y Ufrik, su alegre padre, un
hombre dado a los chascarrillos y las conversaciones ingeniosas.

Asfru poco sabía del mundo más allá de la playa y algunas aldeas cercanas
que el padre visitaba para vender mercancías y comprar víveres; a veces Asfru
lo acompañaba y era la sensación entre los aldeanos, en especial entre las
aldeanas, que no podían creer cómo existía un niño tan hermoso, despierto y
de buenas maneras. La vida de Asfru transcurría entre lecturas, abrazos, risas
y juegos frente al mar, así como la promesa de Kalindi de enseñarle un día los
principios de la magia, que intrigaba mucho al niño.

Cuando tenía 11 años, todo cambió para siempre. Estaba con su madre en casa
cuando unos extraños hombres aparecieron y comenzaron a hablar con Kalindi
en un idioma que Asfru no entendió; su sorpresa fue grande cuando vio que su
madre les respondía en la misma lengua, sin dificultad. Sin embargo, el pequeño
Asfru no necesitaba entender lo que decían para intuir que no se trataba de
nada bueno. Al parecer exigían que Kalindi los acompañara, aun cuando ella
no lo deseaba. Ufrik estaba fuera; al llegar a casa opuso resistencia, pero los
hombres pronunciaron unas palabras misteriosas y una fuerza lo arrojó lejos,

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golpeándose muy fuerte en la caída y quedando inconsciente. Paralizado, el
pequeño Asfru vio cómo su madre, entre lágrimas y sollozos, accedía a irse con
ellos para que no lo lastimaran. Un leve contacto de sus manos y una mirada
fue lo último que Asfru recibió de su madre, antes de verla salir por la puerta.

Por culpa del golpe, Ufrik quedó cojo de por vida y poco a poco perdió su alegría y
su carácter bromista. Se volvió taciturno y melancólico y un día dejó de trabajar.
Asfru tuvo que aprender muy pronto a conseguir el sustento para su ambos.
Su carisma y atractivo le ayudaron mucho en ese proceso. Por su parte, Ufrik
envejeció muy rápido y la tristeza lo dejó postrado en una cama. Asfru tenía 18
años y supo que su padre ya no quería vivir más.

Una noche, Ufrik le contó a su hijo la verdad: su madre pertenecía a una estirpe
de elfos magos muy antigua, muy celosa de sus secretos, y nunca aprobó que
su hija se enamorara de un humano. Kalindi y Ufrik huyeron juntos a los mares
del sur y allí tuvieron a Asfru. Pensaban que estaban a salvo. Tras 11 años los
encontraron y estuvieron a punto de matar a Asfru por su condición “mixta”, pero
Kalindi intercedió para que esto no sucediera y aceptó, a cambio, desaparecer
para siempre de la vida de su esposo y su hijo.

Ufrik dejó que la pena se lo llevara al descanso eterno. Esto afectó mucho a
Asfru, quien abandonó su casa y se dedicó a vagar por el mundo, sin un norte
fijo. Asfru decidió ocultar su lado élfico para evitarse problemas, aunque
también por cierto rencor hacia los elfos y hacia la magia, a la que culpaba de
arruinar su vida. Se volvió un vividor. Aprovechaba su encanto para embaucar
a hombres y mujeres de los lugares a los que llegaba. Y en el camino desarrolló
cierta debilidad por el juego y las apuestas.

Pasaron varios años. Anduvo en malos pasos. Un día, en una gran ciudad, una
treta en una taberna salió mal y recibió una paliza tremenda. Se salvó de la
muerte gracias a un hombre que intervino a su favor. Asfru trabó amistad con
este hombre, llamado Gectoul. Pronto este le presentó a sus compañeros.
Gectoul lideraba un grupo llamado “Zilun Raheeb”, con quienes hacía toda clase
de “trabajos”. En este grupo había personas muy diestras en las artes del robo,
pero les hacía falta alguien con las cualidades de Asfru para cautivar y manipular
a otros. Asfru se involucró con este grupo criminal y aprendió mucho de ellos. Se
hizo llamar Imezi. Juntos realizaron varios “trabajos” encargados por siniestros
personajes.

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Los “Zilun Raheeb” eran reconocidos en el bajo mundo por su falta de escrúpulos
y por Imezi, aquel que parecía no envejecer nunca. Se puso precio a sus cabezas
en muchos lugares. Pasaron 10 años de esta vida sórdida. Entre tanto, Asfru
no olvidaba a su madre. La soñaba a menudo, tal y como la recordaba en su
infancia. A veces sentía que ella lo llamaba. Los sueños se hicieron cada vez más
frecuentes. Asfru se dio cuenta un día del enorme vacío que había en su vida,
así como de la oscuridad en la que se estaba perdiendo. Asfru quiso volver a ver
el sol. Su madre era su enlace con un mundo que nunca había conocido y que,
a decir verdad, tampoco anhelaba. El rencor y el odio a los elfos había crecido
mucho, pero nunca hacia Kalindi, nunca hacia ella. Decidió abandonar a “Zilun
Raheeb” y buscarla.

Antes de marcharse, Asfru se lo contó todo a Gectoul. Contrario a lo que pensaba,


Gectoul mostró una actitud comprensiva y le permitió irse sin problemas. “Ahora
bien, mi querido Imezi –le dijo Gectoul–, sabrás entender que quien se une a
nosotros jamás se va del todo. Aceptaste el pacto y sabes las consecuencias de
romperlo. Podrás irte, muy buen amigo, y recorrer el mundo en busca de lo que
anhelas. Pero llegará el día que necesitemos de tu rostro y tus astucias. Adonde
sea que vayas te buscaremos… ¡Ay de ti si nos niegas la entrada a tu morada
y nos apartas de tu vista, porque te destruiremos y borraremos lo que amas!
¡Abur, Imezi, compañero de las sombras y el oropel!”

Muchos años han pasado ya. Aunque consciente del acecho permanente de
su pasado, Asfru ha procurado enderezar su camino. Abandonó las apuestas
y ha usado su ingenio para ganarse la vida de formas honestas: escriba para
los iletrados a escribir cartas; palabrero para conciliar familias en disputa; en
oficios de tesorería y manejo de dineros públicos; en comercio itinerante... y Sin
embargo sabe cuándo puede estar en peligro, y actúa cuando debe hacerlo.

Ahora Asfru tiene casi 60 años, pero luce como un hombre de poco más de 30.
Consciente de las implicaciones de un envejecimiento más lento, Asfru no echa
raíces. Se ha enamorado varias veces, pero ha tenido que emprender el camino
antes de comprometerse demasiado. Se ha vuelto más cauteloso, aunque no es
huraño y es abierto a la conversación... pero solo si considera que vale la pena,
o si le arroja pistas sobre el lugar donde su madre, reclusa de las circunstancias,
aún le espera.

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***

El anterior texto es un perfil que escribí para mi personaje de una campaña del
famoso juego de rol de fantasía heroica Calabozos y Dragones, que a través de
dados, lápiz, papel y mucha imaginación, es disfrutado por millones de jugadores
en todo el globo. En nuestro caso, jugamos con amigos de Colombia y Austria, y
reemplazamos los elementos tradicionales con herramientas de gestión de juegos
de rol en línea; la imaginación, por fortuna, se sigue usando de la misma manera.

Antes de comenzar la aventura, nuestro director de juego (o Dungeon Master)


nos pidió un perfil escrito con el trasfondo de nuestros personajes, en el que
imagináramos sus orígenes, apariencia física, habilidades, fortalezas y defectos,
comportamientos, actitudes, pensamientos y maneras de ver el mundo. La creación
de nuestro personaje debe seguir unos lineamientos adecuados para el mundo en el
que nos desenvolvemos, pero aparte de estos límites, tenemos una gran cantidad de
opciones para hacer el perfil como deseemos.

Por lo general, en estas campañas los jugadores viven con sus personajes una serie
de aventuras, guiadas por un director de juego que sabe lo que va a pasar, dónde
ocurrirán los eventos y cuándo se encontrarán con los peligros. Sin embargo, en
nuestra campaña el director de juego quiso tener solo una idea general de los
acontecimientos, por lo que muchas cosas que pasen serán nuevas tanto para
nosotros como para él. Nuestro destino está en poder de los dados, pero también en
las decisiones que tomemos, guiadas por todo aquello que definimos para nuestros
personajes. No es lo mismo lo que yo haría frente a una amenaza en una taberna
que lo que haría Asfru. Una vez que entendemos esta dinámica y la aplicamos a
conciencia, los personajes cobrarán vida y, mientras nos divertimos en el proceso,
nos convertiremos en el vehículo de sus acciones.

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En cuarentena
Martha Fajardo Valbuena

La poesía en mi pastor
Nada me faltará.
J.M. Zonta

Este es el primer escrito personal que hago en mi nuevo computador. Tuve


que comprarlo porque un virus fue rodando de humedad en humedad, de ojo
en ojo, de boca en boca, de nariz en nariz y yo terminé en mi casa confinada.
Dedicada al casi exclusivo ejercicio de enseñar por medio de una pantalla.

Hasta hace dos semanas yo vivía en un palacio de tres habitaciones, una sala
comedor, dos baños y una cocina-patio muy cómodas para una sola persona.
No había televisión ni conexión a internet y había tres estantes de biblioteca
distribuidos en cada habitación y alguno que otro arrume de libros. Cuadros
al óleo en las paredes, almohadones, cobijas y diversas cosas tejidas por mí,
muchos móviles de origami, muchas pinzas y artículos para joyería, una mesa
dedicada sólo a este oficio.

Ahora trabajo en casa. Sólo veo en mi estudio el computador y tres pares de


gafas de lectura que antes estaban distribuidas por toda la casa.

Me gusta entrar a mi Facebook; tengo una página con cinco mil seguidores.
comparto asuntos de lectura, escritura, poemas, artículos de promoción de
lectura y videos de pájaros y gatos. Veo los memes y me río mucho, si son muy
buenos los comparto. Ahora entro menos a Facebook. En los memes de los

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últimos tiempos veo a la gente recurriendo a la imagen del encierro. Casi siempre
los personajes están desesperados. Algunos muestran fotografías de animales
en zoológicos y leyendas que rezan “ahora si saben cómo nos sentimos”.

Para una solitaria como yo es muy difícil entender que alguien vea su hogar
como un encierro. Yo siempre he visto mi espacio como una cueva, como un
rinconcito modesto de protección, como mi paraíso personal. Un espacio tan
mío que casi nunca permito que alguien entre.

Hace unos años, tal vez veinte, me interesé seriamente por el ocio. Estaba
leyendo a los griegos para comprender su concepto de paideia y llegué a una
afirmación que me conmovió profundamente: un hombre es lo que hace en su
tiempo libre.

Dejé todo lo que estaba escribiendo en ese momento y comencé a preguntarme si


podíamos educarnos en el ocio. Era muy grave pensar que nuestros estudiantes
no sabrían cómo disfrutar su tiempo libre. ¿Qué harían? consumir productos
comerciales que algunos les venderían como arte, por ejemplo, el famoso
artista Maluma ¿Dejarse manipular creyendo que sólo podían ser espectadores
y nunca creadores? ¿Vivir una vida exclusivamente para el trabajo y el consumo?
Me preocupaba qué harían cuando se pensionaran, cuando tuvieran que pasar
tiempo cesante.

No pensé en ese momento en una cuarentena. Ahora todos los días me


pregunto qué estarán haciendo mis estudiantes en el tiempo libre. Cuantos de
ellos están dibujando o pintando o practicando música o cantando, cuantos
viendo televisión o jugando en el computador. Una estudiante me dijo algo muy
interesante hoy, “ Profe, es que nos han quitado la libertad. El gobierno se cree
que puede quitarnos nuestro derecho a salir y a ser felices, eso es injusto”. Lo
que ella dijo, para mí fue una revelación. No hemos logrado enseñar a nuestros
estudiantes a ejercer la libertad de pensamiento, la libertad poietica, la liberación
por medio de la imaginación y de la creación. Tampoco creo que muchos de
nuestros contemporáneos y colegas la ejerzan.

Me levanto temprano porque estos días fríos me obligan a buscar un té caliente.


Miro por la ventana: la montaña está muy gris, las palomas siguen en su eterno
apareo y mi techo de madera me muestra un tigre y un hombre al que sólo le

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veo media cara. No estoy en mi ritmo ahora. Todo es frenesí. Hay que dar clase,
corregir, dar taller de creación literaria, conectarme con los estudiantes. Atender
a los que llegaron tarde porque no pudieron conectarse. Estoy en época de
poco ocio. No tengo empleada, debo cocinar, lavar, barrer. Algún amigo me dijo
“Espero el próximo libro después de esta cuarentena, ahora sí tienes tiempo
para escribir”. Recuerdo que los griegos podían vivir como vivían, considerando
que era impropio el trabajo manual, que un hombre libre era un hombre ocioso,
porque eran una sociedad esclavista.

Sigo pensando si no es hora de enseñar a nuestros jóvenes a jugar, a ser autores


y no espectadores. A ser libres, a escribir, a leer, a desprenderse de la moda, a
viajar en el tiempo y en el espacio, a no creer que si no puedes consumir no eres
nadie. A repensar su felicidad.

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Un coctel para estas
épocas
Daniel Giraldo Wonders

No tomo licor. El alcohol siempre me sabe a trueno. Este coctel, sin embargo, me
mantiene compuesto. Sus ingredientes son: quince miligramos de Buspirona,
un ansiolítico no barbitúrico; ciento cincuenta miligramos de Venlafaxina de
larga duración y otros ciento cincuenta del fármaco Bupropión, siendo estos
dos últimos antidepresivos de los que inhiben la recapacitación de la serotonina,
pobrecita. Hasta que todas las sustancias y las cadenas de no sé qué químico
orgánico se pongan en armonía con los receptores de no sé qué otra parte, a
mí no se me dejará de correr el champú. Cuando eso pasa, el diablo se coge de
atrás, mi marido se arranca los pocos pelos que le quedan, y los gatos buscan
escondedero.

No sé muy bien cómo funcionan estas pepitas de alegría, pero a través de una
dura psicoterapia semanal —que ahora es por teléfono, comienzo a ver las
razones de mi ansiedad. Lo que me ocurre, lo estoy entendiendo y ese proceso
duele, entender duele. Duele como entender que desde ahora en adelante, y sin
certeza de un final, tocó enseñar en bata, calzón colgado, rulo y chancleta. La
imagen parece idílica, o me parecía a mí que debo conducir mi carrito por entre
tractocamiones durante hora y media para ir al trabajo. Pero bastó con hacer
la lista de las implicaciones logísticas de tamaña imprevista transición para que
se me subiera el volumen de la ansiedad, como quien le sube los decibeles a un
merengue.

Desde ese día, que ya no sé si ocurrió hace tres semanas o tres décadas, no
logro cogerle la comba al palo. Me escribe una amiga que siente que perdió

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control sobre el tiempo. No le dije que para qué andaba creyendo en cuentos
porque se disgusta y después no tengo con quien quejarme. Parece que mi
desordencito mental está borrando lo poco que aprendí en la universidad. ¿De
qué carajos me estoy quejando yo que me alimento de una economía que tiene
al planeta y la mayoría de sus habitantes en la miseria? Estén muertos o no, los
poscolonialistas mamertos que colecciono se retuercen en sus tumbas y dos
de sus libros caen de mi biblioteca, directo sobre mi cabeza. Después de una
reacción que por vergüenza no consigno, me percato del chichón, del cuerno
incipiente que simboliza mi hipocresía.

Sé qué pomada echarme. Soy doctor. Pero no de los que tienen que trabajar
en los hospitales o donde toque sin la protección adecuada porque así es el
sistema. No. Yo soy de los doctores que recetan libros y conceptos, de los que
tienen una oficina en el departamento de lenguas extranjeras donde el español
es una de ellas. Soy de los que se comieron el cuento, soy de esos imbéciles
que estudiaron por décadas con la esperanza de dejar todo lo aprendido en un
libro y así ganarle a la muerte. Soy de los que año tras año le dice a una clase de
gringos que este idioma es sexista y por eso no se dice gringos y gringas porque
desde que haya un solo él en el cuarto, la clase, la casa, el teatro, el estadio o
el planeta, ellas perderán el femenino. Soy de los que propone una “e” que nos
neutralice a todes y evite la catástrofe de una Real Academia incapaz de llevar la
cuenta de más de dos géneros gramaticales.

Soy de esos doctores que, en lugar de codearse con los renombrados expertos
de su campo de investigación, han usado sus días explicando una y otra vez por
qué porque no es por qué sino más bien ya que, y que para qué complicarse
con ponerle tilde al porqué porque como sustantivo ya no lo usan ni los que se
lo inventaron. Pero, esta pequeña vida que he logrado construir me gusta. Me
gusta repetir explicaciones. Explico la razón: también se repiten las expresiones
de mis estudiantes cuando les enseño algo nuevo. Me gustan sus caras de
I had no idea/no sabía profe, good to know/que bueno que ahora lo sé. Me
gusta decirles en voz baja que al final del semestre les voy a enseñar las peores
groserías del mundo hispano y del francés de Quebec. Me abraza la felicidad
como una antorcha y la cara se me pone como un tomate barbudo cuando une
de mis estudiantes me para en un pasillo y me da las gracias por haberle hecho
leer el cuento del ajolote o el del ahogado.

Me gusta mi trabajo, agradezco la oportunidad, y pienso en mi abuelita que


no tuvo educación. Ella me regaló mi primera cara de no sabía profe. Yo tenía

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nueve años y ella sesenta y uno cuando le expliqué que la tierra no era plana
y que el sol no giraba al rededor de la tierra sino al contrario. Cómo son las
cosas, ¿no mijo?- murmura ella desde la foto que cuelga a mi izquierda. Y yo le
respondo que sí, que cómo son las cosas, que ahora nos tocó agradecerle al
aleteo de quién sabe qué mariposa caótica por estas semanas de aislamiento
social. Por tener miedo a salir de la casa para comprar pasta dental. Por hacer
extremadamente imposibles los escenarios académicos ya explicados. La peste
nos descuadernó el tiempo y el espacio a los que hemos tenido la fortuna de no
vivir en territorios de guerra y hambre constante.

Sin embargo, aunque esta realidad sea ahora más visible en este país onírico,
yo me seguiré quejando porque lo que toca no gusta. Porque me tocó ver a
mis estudiantes y a mis colegas despedazados en píxeles como en aquella peli
que Daft Punk musicalizó. Los veo distribuidos en coordenadas binarias, en un
plano de chispazos efímeros, de sombras y luces en una caverna peor que la del
mito, porque ésta la conocemos, y a veces conocer, como entender, duele. Miro
el reloj y se me ha ido la tarde en estas líneas. La Buspirona, que es dos veces al
día, debe de estar por perder el efecto y no quiero someter a mi familia a otro
ataque de nervios justo antes de la cena. Es hora del coctel de la soirée. Aquí
está la pepita. ¡Salud!

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Da
ni
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pe
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caricatura
Daniel Mauricio Montoya
Es astronauta de tierra firme. Cree que el planeta es oblongo y se divierte
dejando los escarabajos patas arriba en medio de las carretera. Su mayor
afición es escribir dedicatorias a su esposa y para eso rellena páginas enteras
de cuentos y poemas.

Martha Fajardo Valbuena


Colecciona plumas de pájaros que recoge en el campus de la Universidad, sobre
todo las azules porque son los detalles que Millonarios le obsequia.    Dejó de
comer azúcar, según ella por la diabetes, pero lo cierto es que es más por una
extraña obsesión a alimentarse con el recuerdo de los sabores. Los libros le
sirven para todo: en tiempos de cuarentena busca en los cuentos y novelas las
palabras relacionadas con frutas o carnes, las pica, las guisa, las hornea y hace
unos banquetes suculentos para ella sola.  

Eder Cervera
Poeta por obligación, editor de plastilinas, perseguidor de fantasmas y
procreador de totoros.

Jhonny Lozano
Vendedor de humo y fanático del fútbol. Empieza veinte tareas al tiempo y no
termina ninguna. Buena memoria para datos inútiles. Barrabrava en redes
sociales, pero cobarde en persona. Cocina rico. Aceptable marido y mal cuñado.

Reynel Felipe Gómez


Forma de vida a base de carbono, capaz de intuir trivialidades y asombrarse con
la sombra que el sol proyecta a su paso. Hijo de sus padres, de sus hermanos,
de sus gatos y del perro. Ha oficiado en el arte de buscar respuestas a preguntas
sin formulación. Para más información, consulte a su veterinario.

Daniel Giraldo-Wonders
Sabe hornear almojábanas, come rúcula, y usa camisetas de Superman. Está del
lado correcto de la fuerza y pertenece a un gato que lo cuida y le permite dar
paseos caminando sobre el hielo. Su apellido de casado le hace sonreír mucho.
No come arroz con leche.

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Alfonso
(acrónimo de Androide Lector Fonetizado Operativo en Nodos Sinérgicos
Organizados), también conocido como Alfonso Durán Rincón™, es un robot
creado hace 35 años por el centro de diseño en inteligencia literaria artificial
Rockmoon Games, con la tarea de interpretar y descifrar códigos y signos
escritos de fuentes de diversa índole (por lo general de tipología literaria),
mediados por el sistema óptico y en dirección a su aparato fonatorio, que emite
ondas sonoras codificadas y listas para ser recibidas por los oídos, corazones
y mentes de especies animales de mamíferos primates homínidos, conocidos
como Homo Sapiens, especialmente de edades tempranas. El objeto de esta
tarea ha sido discutido por lectores, escritores, promotores de lectura, docentes
y pretendidos poetas de todas partes del mundo; mientras tanto, ALFONSO
continuará con la tarea para la que se ha programado, quizás en busca de ser
parte de las especies de animales mamíferos primates homínidos conocidos
como Homo Sapiens, especialmente de edades tempranas.

Daniel Lopera Molano


Su padre trabajó por años en el diseño del software que usaron para crear
a ALFONSO, pero él no lo sabe. Durante su niñez se la pasó entre códigos,
más cerrados que abiertos. Después de renunciar a diseñar artefactos, ahora
experimenta con artificios. Su amor más profundo siempre suena a Salomón.

Marcela Morado
Catadora oficial de Coca-cola y kitsch de nacimiento. Su diosa principal es
Chalchiuhtlicue diosa del agua. Hace parte del grupo de los Tlaloques ayudantes
de Tláloc para hacer llover, su deber es tejer círculos azules por toda la eternidad.

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Descalzos o en chancletas es una revista bimestral creada y publicada desde el año 2020
por La Facultad de Humanidades, Artes y Ciencias Sociales de la Universidad de Ibagué.
Esta revista pretende ser un camino para la expresión de emociones, pensamientos,
sueños, miedos y necesidades de comunicación de los profesores universitarios en
medio de la cuarentena y los cambios que se avecinan en el mundo.

La revista está convencida de que el uso de la palabra escrita para expresarse es el


camino a los diálogos, los intercambios, las empatías, las simpatías y los reconocimientos.
Descalzos o en chancletas quiere rescatar la palabra escrita como expresión humana y
sensible, sin miedos y sin normativas académicas. Su espíritu es el rescate de lo más
sensible y humano, la necesidad de ponerle ojos a las estadísticas, de pensar en las
cifras con nombre y apellido, de dar paisaje a la teoría.

La revista recibe los siguientes tipos de texto: reflexiones, artículos de opinión, ensayos
personales, artículos de expresión literaria, artículos artísticos o poéticos, sueños
textualizados, cuentos, testimonios, crónicas, caricaturas o dibujos, cartas al editor,
entrevistas, apuntes humorísticos, comentarios y reseñas de libros, películas, series.

Descalzos o en chancletas se dirige principalmente a profesores universitarios y público


universitario en general.

Colaboradores: Profesores universitarios y profesionales de variadas disciplinas

Difusión: Se hará desde la Facultad de Humanidades, Artes y Ciencias Sociales.

Políticas de selección
La revista cuenta con un comité editorial que recibe los artículos y los clasifica en
aprobado para publicación o aprobado con revisiones (en este caso un editor le
asesorará en el proceso de revisión).

El texto escrito no debe tener más de cuatro cuartillas. En letra arial 12, espacio y medio.
El autor debe incluir una antibiografía que lo describa en su tiempo libre y que dé
cuenta de lo que es desde el punto de vista del ocio. No debe superar 100 palabras.

Si quieres enviar imágenes solo trata que tengan una buena resolución y usa tu
imaginación y creatividad.

Contacto para remisión de artículo e información: martha.fajardo@unibague.edu.co

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