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David y Goliat

Hoy mi mamá vendió mi violín. Mi papá me lo compró cuando tenía 13 años


con la esperanza de que construiría un futuro rozagante con lo que
aprendería en esos cursos que abandoné en cuestión de semanas. El de violín
fue uno de ellos. En ese caso desistí porque el profesor me daba la impresión
de ser un pedófilo. Era un albino medio ciego, tenía una de esas calvas que
están solo en la cima de la cabeza rodeada por una aureola de cabello blanco
como la nieve. Usaba lentes oscuros que ocultaban parcialmente sus ojos
achinados y sus pupilas cubiertas con una capa borrosa como la de los perros
cuando la vejez les va quitando la vista. Me miraba sin mirarme. Yo era el
único de la clase y cada sábado entraba al salón cargando un café en una
mano mientras que con la otra me saludaba poniendo sus dedos pesados
sobre mi hombro, acariciándome y dando instrucciones con su aliento
pestilente. No sé si estaré tergiversando su imagen en los abismos de mi
memoria, pero tenía algo que nunca me generó confianza. Toda su identidad
se sentía como un agente fantasmal, su presencia era como un recuerdo en el
presente, toda su esencia me parecía perturbadora, como un payaso solitario
caminando en un circo vacío ¿Quién estaba detrás del estúpido maquillaje?
Nunca lo supe. Al final de la tercera clase llegué a casa y le dije a mi mamá
que no quería volver. Nunca aprendí a tocar el violín. Cuando mamá me dijo
que lo vendió pensé en él. 

El teléfono sonó mientras miraba mi nevera vacía. Es curioso como el sonido


de las llamadas entrantes a veces se convierte en un peldaño para continuar, y
uno se vuelve espectador de la pantalla inerte, a la guarda de una estrella
fugaz que pueda cumplir uno de tus deseos. Un amigo que quiere solo
conversar, un cliente que decidió pagarme al fin o mí mamá para decirte que
vendieron el escritorio que sobraba en la casa, las lámparas que nunca
pusimos, mi patineta vieja de la que nunca saqué ningún truco, las sillas de
mimbre que decoraron el pórtico por tanto tiempo, la televisión que
entretuvo a mi mamá en sus noches de insomnio, el carro porque nunca
tuvimos el dinero para repararlo, el violín que nunca aprendí a tocar. Hace
tiempo que solo me llama mi mamá. La cotidianidad se vuelve más ligera
cuando hay comida en tu nevera y el recuerdo de las cosas empieza a perder
valor ante el rugido de un estómago vacío. Un rugido solo el primer día.
Luego sientes la contracción en tus intestinos, tus músculos perdiendo
energía y un sopor extendiéndose por tus extremidades que se rehúsan a
moverse. No te muevas. Es más fácil enfrentarse al hambre no gastando la
poca energía que queda en tu cuerpo. Luego empieza la condensación de esa
pesada bruma dentro de tu mente como un taladro incesante que no deja de
punzar encima de tu ceja. De ser necesario, moverse se convierte en una tarea
titánica. Piernas que no quieren seguir tus órdenes, articulaciones
entumecidas, los brazos débiles que los hombros sostienen con negligencia.
Todo tu cuerpo se vuelve una guerra que peleas contigo mismo. Y en medio
de esa mente desmoronándose están tus pensamientos buscando un lugar
para tener sentido, esa organización, ese día a día, esos hábitos, todo deja de
tener sentido cuando una necesidad básica se interpone en el camino. Ahí es
donde el delirio empieza a seducir tu moral y entre la bruma, parece ser lo
única certeza. No hay un “vete a la mierda” más sincero que el que nace de
un estómago vacío.

Hay unos dulces pequeños de guayaba que venden en el kiosko de la esquina.


Quien atiende es un muchacho alto y calvo que se llama Sandro, tendrá unos
34 años aproximadamente, junto a él siempre está su mamá y su hermano que
se queda a unos metros dentro del carro hablando con quien sea que quiera
una conversación. Sandro nunca ha sido malo conmigo, jamás me ha puesto
mala cara y su mamá siempre me ha sonreído después de saludarla. Nunca
antes. Pero siempre ha correspondido mi saludo. Los dulces de guayaba son
baratos, no cuestan más de cuatro mil bolívares. No hay razones para
robarlos. Si se lo pido, Sandro me los daría con gusto. Pero están en el borde
de la estantería, son pequeños y ni Sandro ni su madre ni su hermano están
prestando atención por la confianza que me tienen. El estómago me ruge
junto a la estantería y el razonamiento se disipa, como si viniera desde el
fondo de un código genético que comparto con los primeros hombres sobre
la tierra. Como un instinto que me domina, la mano ejecutora y el poquito de
esperanza en mi bolsillo. Un dulcito de guayaba como una bala de plomo que
guardo en mi pantalón.

Un abrazo en los intestinos es suficiente para empezar tu día. La comida te


otorga un derecho y un privilegio para empezar el día. El mío empieza por las
matemáticas mentales. La enramada de preguntas distribuyendose como
quimeras, las respuestas vacías volando como brasas negras que no saben
donde caer. ¿Qué cosas tengo que comprar? ¿Qué vale más la pena? ¿Un kilo
de carne o papel tualé y jabón? ¿Compro una bolsa de pan o compro algunos
huevos? ¿Paso una semana más sin usar shampoo y me compro algo más de
carne? Quizás me alcance para pagar un dulcito de guayaba. Llevar la ropa a
la lavandería, pensar en cómo iré al trabajo y cómo voy a regresar, y ¿mi
futuro? ¿qué haré para que el mañana sea menos complicado? Quizás invertir
en esos cursos de crecimiento personal de los que todos hablan, pero tendría
que pasar unos días sin comer para acumular nada más la mitad de lo que
cuestan. No hay respuestas que no hagan de mi porvenir algo más que un
mero boceto. La única seguridad es el párpado temblando involuntario, los
zapatos sin suela, el teléfono a punto de morir, las pastillas que no he
comprado de mamá, el dolor de rodilla sin seguro médico, el revoltijo de
eructos en mis intestinos, la trémula pierna y su baile de nerviosismo. La
única seguridad es la camisa con manchas bajo las mangas, los pantalones
desgastados y los zapatos ahogados en la lluvía acumulada sobre las
alcantarillas tapadas de esta ciudad disfuncional.

Bueno, no funciona para algunos. Fuera de mi casa está un centro comercial


hecho de cristal. Es un gigante. Un titán que me mira con ojos instigadores
cada vez que levanto la mirada a sus bordes que se pierden en el cielo. En sus
entrañas entran trabajadores como hormigas bombeando sangre a su
corazón, se ramifican hasta llegar a sus respectivos locales. Se alzan las
santamarías, se encienden las luces y en cuestión de minutos empiezan a
llegar personas a despilfarrar su dinero. Los miro con envidia. Una franela
nueva, una hamburguesa, un videojuego. El mismo dinero que a mí se me
desliza como arena entre los dedos tratando de sobrevivir. Chicos entran y
salen, chocolate, pizzas, y sus conversaciones fútiles. Risas ridículas en coro
de una generación dopada en felicidad ficticia, ensimismados en su letargo
colectivo. Mientras a mí la selva hunde mis pies en barro y desgasta mis
rodillas, enfrentándome a los fantasmas de tantos que murieron en el mismo
trecho donde ellos alguna vez pisaron buscando escapar de aquel gigante
devorador de memorias. Enfrentándome al delirio de abandonar la realidad,
porque la insensatez es la única vía de escape, con el ulular de los animales
salvajes y sus ojos brillantes acechándote en la oscuridad desoladora de la
noche, el eco de un recuerdo que jamás me abandonará, los cadáveres
hinchados que nadie nunca podrá despedir, mis pies llenos de ampollas y la
sangre brotando desde mis uñas rasgadas. Mientras ellos se desgastan en
roces hipócritas y sentimientos de mentira para sus personalidades que no
existen, buscando la aprobación de personas que no les importa. Cada
mañana los veo y se acumulan los metros entre la distancia que nos separa.
Entre esta vida tan real que me tocó y las suyas tan de mentira.

Hay un chico que veo cada semana caminando entre sus pasillos. Cada día me
adentro en las entrañas del gigante buscando sentirme diferente, pero la bala
de plomo en mi bolsillo me recuerda que no pertenezco ahí. Es un muchacho
que no debe superar los 20 años, con cabellos rubios, una tez clara y ojos
color miel, pecas distribuídas hasta sus hombros y una sonrisa perfecta.
Camina como un ángel, con un paso leve que parece no tocar el suelo. Un
embajador del paraíso, un hijo del titán que lo resguarda bajo su regazo. Cada
semana lo veo al menos dos veces, caminando y saludando con sus perlas
blancas como carta de presentación. Fue la primera vez que sentí la tentación
de la demencia. Llevaba cuatro días sin comer y ya el delirio ponía su pie
victorioso encima de mi moral. Mi estómago se resentía mientras él estaba
sentado comiendo y riendo con su acompañante. No tiene nada de malo que
pueda comer. Yo sé que estoy loco. Yo sé que está mal. Yo sé que él no tiene
la culpa. Pero ¿nunca has tenido la necesidad de destruir algo hermoso?
¿Nunca has querido lidiar con el entumecimiento de tu mente estresada
metiendo patadas al azar? Cuando los ataques maniáticos son recurrentes la
vía de escape es solo una. Una voz que llega desde el vacío, una canción que
solo suena en tu cabeza, la figura de un hombre desconocido frente al espejo.
Solo quiero tomar los pétalos de una flor y machacarla entre mis palmas,
tomar una cara hermosa y desfigurarla. Acabar con las espinas quemando un
campo de rosas. Cuando vives en tempestades, solo aprendes a construir un
hogar en medio de tormentas.

Desde entonces he dejado que los indicios de locura germinen cuando


quieran, ya los reconozco y entiendo su presencia. Con las semanas ese
gigante de cristal y su embajador predilecto se volvió una obsesión para mí.
Podía pasar horas solo viéndolos mientras brotaban las notas musicales de esa
utopía que merecemos tantos. Imaginaba el sucumbir de sus fundamentos,
imaginaba sus llantos al fin entendiendo el miedo de vivir al margen de ese
juego estúpido que inventaron con sus propias reglas. Nunca firmé ningún
contrato, la decisión no fue tomada por mí. Finalmente entendí y sabía que
había que hacer algo para que conocieran el ímpetu de mis horizontes.

Pasaron los días y mi mamá vendió el violín. Las voces se disiparon, la música
dejó de sonar y volví a encontrar esos hábitos. La comida te otorga la
tranquilidad de al menos una inútil esperanza. No volví a enfrentarme con el
delirio por un largo tiempo. Pero entonces ocurrió. Nunca fue mi intención,
mi mente siempre ha sido débil y mi cuerpo solo reacciona ante los impulsos
que me pide el espíritu. Solo soy un cúmulo de emociones buscando escapar.
Fue un martes o quizás un miércoles, era una de esas tardes en la que los
colores de la ciudad resaltan después de un día lluvioso, la gente se acumulaba
dentro del centro comercial esperando que pasaran los últimos vestigios del
torrente de agua que acaba de caer. Encuentro esos días encantadores porque
la gente es más receptiva, se saludan entre desconocidos tratando de hacer
conversación para pasar el rato. Un instinto muy natural nace buscando el
calor de la hermandad en medio de las lluvias. Yo caminaba dentro del centro
comercial viendo a la gente y ahí me encontré al muchacho de los cabellos
rubios. Lo seguí por pura curiosidad. Lo miraba con cariño, como un amigo
de muchos años. En cierto momento volteó a mirarme, levanté la mano para
saludarlo, me respondió con una sonrisa nerviosa, aceleró el paso y caminó
hacia el túnel del centro comercial que lleva al estacionamiento. Yo seguí
caminando hacia él. Mi pecho sintió esos indicios naciendo otra vez, algo me
llamaba. Lo perdí de vista un momento y solo lo volví a encontrarmelo de
frente cuando apareció detrás de un carro para lanzarse encima de mí. Me
gritó varias veces, preguntándome quién era, que por qué lo seguía. Yo no
escuchaba. Estaba fascinado con su cara, era la primera vez que lo veía tan
cerca, sus ojos no son color miel sino un marrón muy tenue, sus pecas
parecen un gran mapa extendiéndose por sus cachetes y tiene una cicatriz
bajo uno de los párpados. Quise preguntarle qué le había pasado, pero en ese
momento sonrió y mi pecho sintió el calor de un incendio. Todo sonido
exterior se volvió un murmullo. Escuchaba una risa tajante viniendo de
ningún lugar. Y sonreí con él. Levantó su mano haciendo un puño y me
golpeó en la cara. Vi un vidrio quebrándose y los pedacitos cayendo encima
del parqué, la amenaza de cada paso que daba en mi propio hogar. Me quedé
inmóvil, él me miraba confundido. Tenía los ojos bien abiertos. Ahí estaba el
sonido inexperto de mi violín y los regaños del albino ciego. Ahí estaba la
colección de libros que tuvimos que vender para pagar la vez que mi papá
tuvo un accidente en el trabajo. Ahí estaba la colección de copias de Miró que
vendimos esa semana que no teníamos nada en la cocina. Ahí estaban las
lámparas de la sala y mi mamá diciendo “Prendan esas luces que la virgen no
entra en casa oscura”, aunque poco a poco cada uno de los bombillos se fue
dañando y nunca tuvimos dinero para reponerlos porque siempre había algo
más importante que pagar. El violín es solo una caja de cuerdas. Pero no se
trataba de eso. Se trataba de que no había otra opción entre desmenuzar mi
hogar o sobrevivir. Toda la esencia de lo que fuimos, devorada por un gigante
de cristal y sus embajadores. Y ahora solo estas palabras para demostrar que
estamos aquí. Se levantó para irse al ver que no me movía. Lo ví de espaldas y
fue muy claro para mí, ese fuego se había extendido por todas mis
extremidades. El delirio era cordura. Yo era ese verdugo que pondría la
cabeza de Goliat en bandeja de plata para que avanzaran las tropas hacia la
tierra prometida.

¿Conoces la Obertura 1812 de Chaikovski? Es la misma que utilizan al inicio


de la película V de Vendetta cuando V explota el tribunal inglés llamado Old
Bailey. La canción fue escrita para conmemorar la resistencia rusa en contra
de Napoleón Bonaparte en 1812. Toda la composición de la canción está
hecha para describir el enfrentamiento entre rusos y franceses, y la victoriosa
resistencia de un ejército pequeño en contra de las legiones que dirigía
Bonaparte. Eso sonaba en mi mente, la resistencia de unos cuantos contra
legiones. Cuando me levanté del piso empezó a sonar la melodía de violines y
violas en lento. De mi nariz emanaba sangre que corrió hasta mis labios y el
sabor amargo a cobre pausó todo por un segundo. Aprecié mis sentidos
libres al fin. Él se había fijado que me levanté y se abalanzó sobre mí una
segunda vez tratando de golpearme, pero ya estaba muy despierto.
Demasiado despierto. Antes de que pudiera tocarme le dí un puñetazo en la
cara y sonó un metal dando inicio al allergo, sus brazos inútiles intentando
detenerme fueron el himno de Marsella buscando ser escuchado, pero solo se
apagaba débilmente en diminuendo mientras caía al suelo, el ascenso de las
tropas rusas eran cada golpe que le daba en la cara en crescendo mientras
salpicaba la sangre que bañaba mis nudillos. Tambores y violas sonaban
juntas mientras desfiguraba su cara hermosa. Un lago de sangre se extendía
bajo su cabeza hasta que su cuerpo dejó de insistir en sobrevivir. No me
detuve. No quería detenerme. La adrenalina corría por mis brazos y mi mente
encendida con la euforia de la libertad finalmente levantaba la bandera sobre
ese gigante que moría a mis pies. Los cañones de la victoria sonaban en mi
cabeza mientras seguía golpeando su cara destrozada. El último crescendo fue
hermoso. Mi cuerpo gritaba, mis brazos temblaban de emoción, la sangre
corría dentro de mí cuerpo pidiéndome cada vez más. Solo quedó un cuerpo
muerto bajo el mío lleno de tanta vitalidad. Mis manos ensangrentadas
conocieron el poder por primera vez. Pensé en mi padre y su desilusión. Mis
manos se sintieron como las de un gigante. Pensé en mi madre y sus sueños
rotos. Mi mente cantaba eufórica. Pensé en que sería un marginado de la
sociedad. Finalmente conocí la libertad.

Al levantarme fui al baño del estacionamiento. En el espejo estaba un cuerpo


lleno de sangre que no reconocía. Era ese mismo disfraz que vi hace tantos
años. La misma pasta blanca y el rubor rojo sobre mis cachetes. Ese estúpido
maquillaje de payaso. Me vino a la mente otra vez ese profesor de violín. Me
pregunto si él también tendría la misma hambre, si habrá perdido la vista y si
habrá podido soltar alguna de sus quimeras en el camino. Traté de limpiar la
sangre, pero ahí se había quedado impregnada en mi piel. Me enjuagué la cara
pero ahí estaba todavía la misma máscara.

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