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Hay un chico que veo cada semana caminando entre sus pasillos. Cada día me
adentro en las entrañas del gigante buscando sentirme diferente, pero la bala
de plomo en mi bolsillo me recuerda que no pertenezco ahí. Es un muchacho
que no debe superar los 20 años, con cabellos rubios, una tez clara y ojos
color miel, pecas distribuídas hasta sus hombros y una sonrisa perfecta.
Camina como un ángel, con un paso leve que parece no tocar el suelo. Un
embajador del paraíso, un hijo del titán que lo resguarda bajo su regazo. Cada
semana lo veo al menos dos veces, caminando y saludando con sus perlas
blancas como carta de presentación. Fue la primera vez que sentí la tentación
de la demencia. Llevaba cuatro días sin comer y ya el delirio ponía su pie
victorioso encima de mi moral. Mi estómago se resentía mientras él estaba
sentado comiendo y riendo con su acompañante. No tiene nada de malo que
pueda comer. Yo sé que estoy loco. Yo sé que está mal. Yo sé que él no tiene
la culpa. Pero ¿nunca has tenido la necesidad de destruir algo hermoso?
¿Nunca has querido lidiar con el entumecimiento de tu mente estresada
metiendo patadas al azar? Cuando los ataques maniáticos son recurrentes la
vía de escape es solo una. Una voz que llega desde el vacío, una canción que
solo suena en tu cabeza, la figura de un hombre desconocido frente al espejo.
Solo quiero tomar los pétalos de una flor y machacarla entre mis palmas,
tomar una cara hermosa y desfigurarla. Acabar con las espinas quemando un
campo de rosas. Cuando vives en tempestades, solo aprendes a construir un
hogar en medio de tormentas.
Pasaron los días y mi mamá vendió el violín. Las voces se disiparon, la música
dejó de sonar y volví a encontrar esos hábitos. La comida te otorga la
tranquilidad de al menos una inútil esperanza. No volví a enfrentarme con el
delirio por un largo tiempo. Pero entonces ocurrió. Nunca fue mi intención,
mi mente siempre ha sido débil y mi cuerpo solo reacciona ante los impulsos
que me pide el espíritu. Solo soy un cúmulo de emociones buscando escapar.
Fue un martes o quizás un miércoles, era una de esas tardes en la que los
colores de la ciudad resaltan después de un día lluvioso, la gente se acumulaba
dentro del centro comercial esperando que pasaran los últimos vestigios del
torrente de agua que acaba de caer. Encuentro esos días encantadores porque
la gente es más receptiva, se saludan entre desconocidos tratando de hacer
conversación para pasar el rato. Un instinto muy natural nace buscando el
calor de la hermandad en medio de las lluvias. Yo caminaba dentro del centro
comercial viendo a la gente y ahí me encontré al muchacho de los cabellos
rubios. Lo seguí por pura curiosidad. Lo miraba con cariño, como un amigo
de muchos años. En cierto momento volteó a mirarme, levanté la mano para
saludarlo, me respondió con una sonrisa nerviosa, aceleró el paso y caminó
hacia el túnel del centro comercial que lleva al estacionamiento. Yo seguí
caminando hacia él. Mi pecho sintió esos indicios naciendo otra vez, algo me
llamaba. Lo perdí de vista un momento y solo lo volví a encontrarmelo de
frente cuando apareció detrás de un carro para lanzarse encima de mí. Me
gritó varias veces, preguntándome quién era, que por qué lo seguía. Yo no
escuchaba. Estaba fascinado con su cara, era la primera vez que lo veía tan
cerca, sus ojos no son color miel sino un marrón muy tenue, sus pecas
parecen un gran mapa extendiéndose por sus cachetes y tiene una cicatriz
bajo uno de los párpados. Quise preguntarle qué le había pasado, pero en ese
momento sonrió y mi pecho sintió el calor de un incendio. Todo sonido
exterior se volvió un murmullo. Escuchaba una risa tajante viniendo de
ningún lugar. Y sonreí con él. Levantó su mano haciendo un puño y me
golpeó en la cara. Vi un vidrio quebrándose y los pedacitos cayendo encima
del parqué, la amenaza de cada paso que daba en mi propio hogar. Me quedé
inmóvil, él me miraba confundido. Tenía los ojos bien abiertos. Ahí estaba el
sonido inexperto de mi violín y los regaños del albino ciego. Ahí estaba la
colección de libros que tuvimos que vender para pagar la vez que mi papá
tuvo un accidente en el trabajo. Ahí estaba la colección de copias de Miró que
vendimos esa semana que no teníamos nada en la cocina. Ahí estaban las
lámparas de la sala y mi mamá diciendo “Prendan esas luces que la virgen no
entra en casa oscura”, aunque poco a poco cada uno de los bombillos se fue
dañando y nunca tuvimos dinero para reponerlos porque siempre había algo
más importante que pagar. El violín es solo una caja de cuerdas. Pero no se
trataba de eso. Se trataba de que no había otra opción entre desmenuzar mi
hogar o sobrevivir. Toda la esencia de lo que fuimos, devorada por un gigante
de cristal y sus embajadores. Y ahora solo estas palabras para demostrar que
estamos aquí. Se levantó para irse al ver que no me movía. Lo ví de espaldas y
fue muy claro para mí, ese fuego se había extendido por todas mis
extremidades. El delirio era cordura. Yo era ese verdugo que pondría la
cabeza de Goliat en bandeja de plata para que avanzaran las tropas hacia la
tierra prometida.