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¿CUÁLES SON LOS ALCANCES Y LÍMITES EN LA PRETENSIÓN DE HACER

DE LA VIDA UNA OBRA DE ARTE?

Por: Carlos Alberto Isacaz Acosta


Estudiante doctorado en filosofía

Una vida excelsa y virtuosa puede llegar ser considerada una hermosa obra de
arte.

Desde la antigüedad, la posibilidad de erigir una obra bella a partir de la propia


existencia ha cautivado a muchos seres humanos, puesto que encarna una
alternativa de vida plausible con la cual conducir nuestros destinos a nivel
individual y colectivo. Lo anterior constituye un reto ético y estético que debe
permear todas las capas y perspectivas de nuestra existencia, de tal forma que
nos permita una existencia feliz para las distintas dimensiones del ser (como el
ser-en-el-mundo y el ser-para-sí).
La esencia del ser humano emana hacia el exterior -como si de un efluvio se
tratase- y puede evidenciarse en su relación consigo mismo, con la alteridad y con
el entorno. Puede ser contemplada estéticamente en tanto discurso y praxis,
alcanzando una elevación superlativa cuando se entrelazan ambas dimensiones
mediante la coherencia en el diario vivir. La estética de la existencia constituye
una expresión ética del individuo, la cual es patente en su forma de conducirse en
el mundo, ante sí mismo y ante los otros; tal relación es recíproca y sinérgica,
pues es posible considerar que el actuar éticamente correcto del hombre
constituye estéticamente una obra bella.
La estética de la existencia debe partir del cuidado de sí, cuyas tecnologías le
permiten a la persona reflexionar en torno su lugar en el mundo; sobre sus
relaciones con los demás, con el ambiente que le rodea y consigo mismo; acerca
del desarrollo de sus potencias mediante un estilo de vida, entre otras reflexiones.
El cuidado de sí constituye un conjunto de prácticas emancipadoras que rescatan
el estatus genuino y autónomo del individuo para evitar que naufrague en aquel
océano de normalización subyugante que constituyen las sociedades
contemporáneas y aún otras que fueron dejadas atrás con el devenir de la historia.
El reconocimiento que haga el hombre acerca de su existencia como ser original
en sus dimensiones individual, social y natural le permitirán adquirir una actitud
éticamente fundamentada que le permita enfrentarse de forma adecuada a los
avatares del mundo, a su destino, a la ejecución de un proyecto de vida individual
y social y a la construcción de una existencia respetuosa consigo mismo, con los
demás y con el ambiente; en suma, lo conducirá hacia una existencia bella.

El dandismo es la expresión elegante de los pecados y las pasiones del hombre.

En su obra De profundis, Oscar Wilde se queja de las malas decisiones que tomó
al actuar guiado por los sentimientos, los caprichos y los placeres, no de forma
intelectual como era su costumbre. Este diagnóstico que establece Wilde sobre el
motivo que finalmente lo condujo a su declive también constituye la representación
trágica de una sociedad que es puro corazón y poca o nula reflexión, sensaciones
antes que razón, una sociedad que no madura, que no alcanza su desarrollo
pleno, que no envejece, que se mantiene juvenil con todos los defectos que esto
conlleva pues no alcanza a potenciar sus virtudes, y que se muestra en
desequilibrio ético debido a su naturaleza neoténica. Desde esta perspectiva,
para el dandismo la estética no se tradujo en una existencia bella como un todo
sino en fragmentos, en un bloque con grandes fisuras que terminaron por
derrumbar las efigies de varios de sus representantes, alertándonos sobre el
riesgo de asemejar la estética de la existencia con una mera pose estética.
Si bien es cierto que muchos dandys o flâneur adoptaron estilos de vida que
quisieron asemejarse a obras de arte, también es correcto afirmar que muchos
aspectos de sus cotidianidades no le hicieron gala al concepto de vida como obra
bella. El derroche, el lujo excesivo, los vicios, las deudas, la soberbia que
impregnada su carácter no constituyeron elementos que pudieran asociarse con la
estética de la existencia, ya que no aportaron ni en el desarrollo de estos
personajes en tanto individuos ni tampoco con el devenir de la sociedad. Su afán
ilimitado de distinguirse, ya no de los demás sino sobre los demás, los condujo a
una vida pletórica de conflictos sociales, familiares e individuales que los
acompañaron a desenlaces patéticos y fatales, como fueron los casos de
Brummell, Baudelaire y Wilde.
Para el dandismo, una enorme limitación en su pretensión de hacer de la
existencia una obra de arte la constituye la relatividad con que asume la moral. En
ese sentido, la vida como obra bella debería alinearse con la virtud que se espera
del comportamiento humano y no de manera caprichosa respecto a los intereses
personales del dandy. Se observa, por ejemplo, cómo la vida financiera de estos
personajes era desastrosa, no honraban sus deudas y caían con frecuencia en la
bancarrota. ¿Eso es parte de la vida como obra bella? Evidentemente no, pero el
pecado de los dandys radica justamente en no procurar la temperancia necesaria
para alcanzar una estabilidad financiera que sostuviera su vida elegante sin caer
en la deshonra de las deudas no pagadas. No se escatiman gastos en reflejar la
elegancia espiritual y mental a partir de las posesiones materiales, pero esto no se
corresponde, desde luego, con la ruina moral que muchos dandys ostentan, al
parecer, sin ninguna preocupación. Es como si su rechazo hacia la tradición y la
norma moral como convencionalismos que se oponen a su ethos fuera
convenientemente explayado hacia los dominios de la opinión de los demás sobre
sus tratos financieros, como si esa rebeldía contra el orden establecido les sirviera
también para excusarse de respetar sus acuerdos, contratos y demás relaciones
que establecían con algunas personas y con la sociedad en general.
Esa relación que el dandy establece con la moral, sobre la opinión de los demás y
la admiración que en ellos quiere despertar -al decir de Barbey d´Aurevilly el dandi
solo existe cuando hay ojos, los suyos u otros, para mirarlo. Como una imagen en
el espejo que desaparece cuando no hay nadie para mirarla-, con el vestido y la
decoración del hogar demuestra que su postura estética cotidiana está más
relacionada con el consumismo que con la ética, lejana del deber ser del individuo
esencial y más próxima los dispositivos a su alrededor que lo adornan, ligada a los
lujos innecesarios. De alguna manera, subyuga lo espiritual a lo material aún
cuando la personalidad del dandy per se es suficientemente arrolladora como para
sacudir a la sociedad por sí misma. Pero en sus expresiones artísticas, filosóficas
y literarias, esta situación resulta opuesta a lo mostrado en su cotidianidad: en lo
profesional, el dandy honra a su ethos -que considera como un legado divino- y lo
expresa mediante una obra delicada, elegante y revulsiva que logra conmover a
quien la admira, pues le devela una realidad que no ha podido observar antes, que
le había sido vedada por no tener la agudeza mental ni la sensibilidad suficientes
que le permitieran captar la belleza de la naturaleza, del mundo y del ser.

De la misma manera en que la elegancia del dandy conmueve los sentidos del
espectador, la personalidad y obra del dandy conmocionan las bases mismas de
la sociedad que goza del placer de admirarlo.

El hecho de reaccionar contra lo socialmente establecido y considerado


popularmente como adecuado -la incorrección política que los caracterizaba- no
sólo constituye el sello personal del dandy, también era su particular modo de vida
que provocó a su paso disonancias, incomodidades y enormes cuestionamientos
en la sociedad de aquella época, revolucionando muchos campos del desarrollo
humano como las artes y la literatura. La naturaleza reaccionaria de los escritores
malditos puede observarse, por ejemplo, en el hecho de que fueran bautizados y
denostados con el remoquete de decadentes por parte de sus pares
contemporáneos y, sin embargo, asumieron tal denominación plácidamente
llegando aún a autodenominarse de esa forma. Aceptaron de manera irónica las
circunstancias negativas de la sociedad que los rodeaba y, sin embargo, quizá
tuvieran razón porque es probable que aquellos momentos de melancolía y
catarsis, de bajón espiritual y anímico -el spleen- los capacitara para observar con
mayor detenimiento, contemplar con mayor sensibilidad la belleza que tiene el
mundo de una manera auténtica y, a partir de esas observaciones más calmadas,
paulatinas, detalladas del mundo, quedaran facultados para crear obras muy
hermosas, imposibles de ser creadas por cualquier mortal común y corriente.
Finalmente, la defensa de la originalidad y la belleza como opción de vida en el
dandismo puede considerarse una expresión del cuidado de sí al constituir un
ejercicio emancipador que se opone al empuje normalizador de las sociedades,
sus instituciones y sus dispositivos de control sobre los individuos que las integran.
Es innegable el enorme aporte que imprimieron los dandys sobre la filosofía, las
artes, la literatura, la moda y muchos otros campos del saber humano. Su
existencia, rememorando el concepto griego de catarsis purificadora mediante la
tragedia, le permitió a la sociedad en general, desde los más ricos a los menos
favorecidos, reflexionar sobre la naturaleza del ser humano dentro del la sociedad,
los derechos que ostenta el hombre como suscriptor de un contrato social y las
reales posibilidades de desarrollar un proyecto de vida genuino, una vida propia y
determinada con autonomía. La aceptación del amor fati como norma de
conducta en su proceder acompañó a los dandys hasta el final de sus días -se
debe morir orgullosamente cuando ya no se puede vivir con orgullo, diría
Nietzsche-, convencidos de que su forma de vivir la vida era la única correcta.
El sublevarse contra la ley y la norma, empero, condujo a los dandys,
irremediablemente, a un desenlace paradójico: terminaron inmolados por la
sociedad debido a sus posiciones disidentes del orden establecido y fueron
convertidos en tristes instrumentos para el escarmiento público. Su legado se
recuerda hoy en día porque levantaron su voz para expresar, de manera sincera y
valiente, su inconformidad contra los convencionalismos que horadan la
originalidad del individuo en beneficio de la perpetuación de la estructura social y
de las clases dominantes que manejan los hilos del poder. ¿Qué destino más
bello puede haber para el ser humano que el morir defendiendo férreamente sus
propias convicciones?

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