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Una vida excelsa y virtuosa puede llegar ser considerada una hermosa obra de
arte.
En su obra De profundis, Oscar Wilde se queja de las malas decisiones que tomó
al actuar guiado por los sentimientos, los caprichos y los placeres, no de forma
intelectual como era su costumbre. Este diagnóstico que establece Wilde sobre el
motivo que finalmente lo condujo a su declive también constituye la representación
trágica de una sociedad que es puro corazón y poca o nula reflexión, sensaciones
antes que razón, una sociedad que no madura, que no alcanza su desarrollo
pleno, que no envejece, que se mantiene juvenil con todos los defectos que esto
conlleva pues no alcanza a potenciar sus virtudes, y que se muestra en
desequilibrio ético debido a su naturaleza neoténica. Desde esta perspectiva,
para el dandismo la estética no se tradujo en una existencia bella como un todo
sino en fragmentos, en un bloque con grandes fisuras que terminaron por
derrumbar las efigies de varios de sus representantes, alertándonos sobre el
riesgo de asemejar la estética de la existencia con una mera pose estética.
Si bien es cierto que muchos dandys o flâneur adoptaron estilos de vida que
quisieron asemejarse a obras de arte, también es correcto afirmar que muchos
aspectos de sus cotidianidades no le hicieron gala al concepto de vida como obra
bella. El derroche, el lujo excesivo, los vicios, las deudas, la soberbia que
impregnada su carácter no constituyeron elementos que pudieran asociarse con la
estética de la existencia, ya que no aportaron ni en el desarrollo de estos
personajes en tanto individuos ni tampoco con el devenir de la sociedad. Su afán
ilimitado de distinguirse, ya no de los demás sino sobre los demás, los condujo a
una vida pletórica de conflictos sociales, familiares e individuales que los
acompañaron a desenlaces patéticos y fatales, como fueron los casos de
Brummell, Baudelaire y Wilde.
Para el dandismo, una enorme limitación en su pretensión de hacer de la
existencia una obra de arte la constituye la relatividad con que asume la moral. En
ese sentido, la vida como obra bella debería alinearse con la virtud que se espera
del comportamiento humano y no de manera caprichosa respecto a los intereses
personales del dandy. Se observa, por ejemplo, cómo la vida financiera de estos
personajes era desastrosa, no honraban sus deudas y caían con frecuencia en la
bancarrota. ¿Eso es parte de la vida como obra bella? Evidentemente no, pero el
pecado de los dandys radica justamente en no procurar la temperancia necesaria
para alcanzar una estabilidad financiera que sostuviera su vida elegante sin caer
en la deshonra de las deudas no pagadas. No se escatiman gastos en reflejar la
elegancia espiritual y mental a partir de las posesiones materiales, pero esto no se
corresponde, desde luego, con la ruina moral que muchos dandys ostentan, al
parecer, sin ninguna preocupación. Es como si su rechazo hacia la tradición y la
norma moral como convencionalismos que se oponen a su ethos fuera
convenientemente explayado hacia los dominios de la opinión de los demás sobre
sus tratos financieros, como si esa rebeldía contra el orden establecido les sirviera
también para excusarse de respetar sus acuerdos, contratos y demás relaciones
que establecían con algunas personas y con la sociedad en general.
Esa relación que el dandy establece con la moral, sobre la opinión de los demás y
la admiración que en ellos quiere despertar -al decir de Barbey d´Aurevilly el dandi
solo existe cuando hay ojos, los suyos u otros, para mirarlo. Como una imagen en
el espejo que desaparece cuando no hay nadie para mirarla-, con el vestido y la
decoración del hogar demuestra que su postura estética cotidiana está más
relacionada con el consumismo que con la ética, lejana del deber ser del individuo
esencial y más próxima los dispositivos a su alrededor que lo adornan, ligada a los
lujos innecesarios. De alguna manera, subyuga lo espiritual a lo material aún
cuando la personalidad del dandy per se es suficientemente arrolladora como para
sacudir a la sociedad por sí misma. Pero en sus expresiones artísticas, filosóficas
y literarias, esta situación resulta opuesta a lo mostrado en su cotidianidad: en lo
profesional, el dandy honra a su ethos -que considera como un legado divino- y lo
expresa mediante una obra delicada, elegante y revulsiva que logra conmover a
quien la admira, pues le devela una realidad que no ha podido observar antes, que
le había sido vedada por no tener la agudeza mental ni la sensibilidad suficientes
que le permitieran captar la belleza de la naturaleza, del mundo y del ser.
De la misma manera en que la elegancia del dandy conmueve los sentidos del
espectador, la personalidad y obra del dandy conmocionan las bases mismas de
la sociedad que goza del placer de admirarlo.