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“A algunos les sale espontáneamente

ambientar relatos imaginarios en ciudades


inexistentes o en las que nunca han vivido.
Quién sabe, tal vez eso sea más simple, más
sintético, un arquetipo de ciudad con
muchos significados. A mí, por el contrario,
me gusta buscar lo novedoso de un mundo
que se va transformando
ininterrumpidamente.”

NORGES LYS
(Doce cuentos
noruegos)

Alfredo Vivalda

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Alfredo Vivalda

NORGES LYS
(Doce cuentos noruegos)

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Contenido

Prefacio 03

Andre plasser (Otros lugares) 05

Enkel samtale (Conversación básica) 08

Etter, etter (Luego, luego) 12

København (Copenhague) 18

Likkelig (Felicidad) 20

Møtet (El encuentro) 25

Siste tog til London (Último tren a Londres) 28

Skriket (El grito) 33

Hvem ser innenfor (Quién mira en su interior) 37

Solstorm, aurora borealis (Tormenta de sol, aurora boreal) 42

Svensk jenta (La muchacha sueca) 45

Våre herr Holø (Nuestro señor Holø) 47

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Prefacio
Norges Lys significa, en noruego, “la luz de Noruega”. Pero, también, muchos etimologistas creen que el
nombre del país viene de las lenguas germánicas nórdicas donde significa «el camino hacia el norte»,
tomado por los mercaderes de la Liga Hanseática. Lo cierto es que ese lugar siempre despertó la expectativa
y la sugestión de lo desconocido. Así es que Thule, es el término usado en las fuentes clásicas griegas desde
el siglo IV a.C. para referirse a un lugar, generalmente una isla, en el norte lejano.

Piteas de Massalia, que vivía en un poblado colonial griego que luego se convirtió en Marsella, dijo que Thule
era el país más septentrional, a seis días de Gran Bretaña, donde el sol del verano nunca se ponía. También
se cree Última Thule puede haber sido, en la geografía romana y medieval, un término abstracto para
designar cualquier lugar distante situado más allá de las fronteras del mundo conocido.

Hoy por hoy, que vivimos en una aldea global, sobrevive el encanto del viaje hacia lo desconocido en el
perspicaz espíritu aventurero del viajero avizor dispuesto a ver las diferentes perspectivas de una misma
realidad. A algunos les sale espontáneamente ambientar relatos imaginarios en ciudades inexistentes o en
las que nunca han vivido. Quién sabe, tal vez sea más simple, más sintético, un arquetipo de ciudad con
muchos significados. A mí, por el contrario, me gusta buscar lo novedoso de un mundo que se va
transformando ininterrumpidamente. Tomando esta idea en un lugar donde se resaltan las circunstancias
personales, permite narrar historias de personajes que tienen la posibilidad de vivir sus existencias como si
fueran excepcionales.

Al mismo tiempo se aproxima el tiempo en que ninguna ciudad podrá ser usada como una escenografía
particular, el mundo es la aldea. Sólo nos damos cuenta de las distancias por las fronteras idiomáticas y
hasta puede decirse que, ese límite, ya resulta bastante efímero. Lo que ocurre es que los viajes no son más
exploración; son sencillamente un desplazamiento entre dos puntos extremos, entre los que hay un
paréntesis vacío, una especie de gran agujero negro que se abre ingresando a un aeropuerto, como si fuera
la entrada de un túnel.

Desde hace muchos años no vivo en Noruega y sólo un par de veces he vuelto a pasar por Escandinavia, pero
ahora se relaciona con las cosas que escribo. Quizá he debido alejarme siguiendo la teoría de que se escribe
partiendo de una carencia, es más, tal vez he necesitado que se transforme en un paisaje interior para que la
imaginación empiece a hacer de él su escenario. Sin embargo, de hecho, para mí siempre es un paisaje
marginal al que puedo aproximarme lentamente, como si fuera hacia un gigantesco mostrador de objetos
perdidos, donde tal vez pueda hallar lo que creía olvidado para siempre.

Con esta serie de descripciones intento explorar los límites entre sueño y ensueño, donde las sensaciones
pasan al primer plano sin dar razones. Evidentemente, se trata de alguna fantasía de esas que se abandonan
cuando parece que se encuentra otra verdad, pero de la que sobreviven seres que sólo pueden ser como
espectadores de una vida casual. Sin embargo, no es casual que los protagonistas ensanchen su escenario,
obligados a moverse para instalarse en el ámbito más universal y simple de ser ellos mismos.

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Andre plasser (*)
La luz deslumbrante del invierno jugaba entre los arcos enrejados de la baranda de la terminal marítima y
proyectaba, sobre el piso, su prolongada sombra. Esperaba embarcar, en medio de unos pasajeros se
paseaban en silencio, sumisos en un extraño y compulsivo rito: que comenzaba con el lamento prolongado
del silbato de un ferry, que marcaba el preludio de la escena que estaba por empezar.

De entre todas las personas que marchábamos en la misma dirección, me vi envuelto en esa cadencia con un
antiguo conocido que no veía desde que tuve algunos asuntos con la ley, aunque ninguno de los dos podría
haber explicado la curiosa conjunción de circunstancias que nos había unido.

—¿Cómo has estado? Hace mucho tiempo desde la última vez, ¿verdad? Sin embargo, me han dicho que te
has convertido en un escritor exitoso.

—Sí, trato de vivir de eso.

—¿De qué escribes? Me hubiera gustado haber leído algo tuyo, he visto la publicidad, pero nunca tuve la
oportunidad. Debe de ser algo interesante ¿Qué es lo que te inspira?

—Es sencillo, todo puede ser narrado y de mejor manera, si los personajes no tienen nombres ni rasgos
físicos, casi si no tienen nada que decirse. Eso es lo que he hecho. Nada más que dar algunos detalles
indispensables que los lectores olvidan de inmediato. Y, con semejante material, desde hace muchos años
he podido crear un nuevo mundo, sin tratar de la realidad que me rodea y tampoco sin sentir nostalgia por el
lugar en donde he nacido.

—Eso es mucho tiempo, aún en estos lugares donde la noche o el día pueden ser meses. –dijo acomodando
su uniforme.

—¿Recuerdas cuándo nos encontramos? Vine a Noruega a matar a un hombre que conocía bien. La primera
carta que recibí desde Oslo, está fechada en de octubre de 1988 y la he conservado conmigo durante todos
estos los años. Después tuve otros problemas.

—¿Por qué lo dices con nostalgia, si ya casi nadie habla de ti? – me preguntó en el curso de esa conversación
entablada por casualidad.

Yo le respondí que cualquiera puede hablar de cualquier manera, porque al llegar a ese punto, los límites y
las fronteras son una cuestión difícil de manejar. Como si los fotógrafos, cuando tienen que encuadrar se
cuestionaran cómo delimitar una imagen o ¿cuánto espacio puede ocupar un paisaje? Es que esa es una
controversia pertinente para cualquier cosa, porque hay un punto que si lo alcanzas todo lo demás lo tienes
por añadidura, como con la vieja condecoración rusa de San Andrés. Ella era la más estimada del Imperio, de
entre una cantidad de galardones todos con nombres de santos. Pero si el zar enviaba a un ruso la insignia
de San Andrés, le enviaba también un enorme cajón lleno de todas las otras cruces y condecoraciones,
suponiendo que quien era caballero de San Andrés lo era de todo.

También le relaté que en Kirkenes, en la frontera, yo frecuentaba a un pobre ruso que había hallado uno de
tales cajones escondido en el techo de su casa. Había pertenecido a su abuelo que se pasó en época de la

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gran guerra, aunque cuando yo estuve allí ya habían pasado otras guerras y entonces vivíamos en lo que se
llamaba la guerra fría, que era realmente fría por el clima. Para entrar en calor, cuando les tocaba una tarea
en el exterior, los oficiales de comunicaciones y los espías, no movíamos frenéticamente. Yo sintonizaba en
la radio diferentes lenguas: por supuesto la NRK en noruego, pero había trasmisiones en inglés para el
ejército, mensajes a los pescadores en el dialecto local y los rusos que se la pasaban agradeciendo
constantemente con unos “spasibo bolshoi”, porque esa era su forma de interferir todas las frecuencias. Sin
importar la lengua en que hablara, el ensueño se nos volvía realidad y aún ahora es lo mismo porque el
paisaje permanece, aunque la situación sea distinta. Allí nunca nadie tiene enemigos, todos son amigos. Tal
es así que, hasta hoy, el primer impacto al llegar a Kirkeness no lo provoca el frío sino la pureza del aire y el
olor de la nieve. Los samis de Laponia, tienen más de cien palabras para describir el estado sólido del agua: si
es nieve o hielo, si sirve para esquiar o hay que usar raquetas, cuál es su densidad o su profundidad, si es
antigua o nueva, si ha sido pisada…

—¿Tú te crees todo lo que te dicen? Pregunta mi compañero, al que no le permití decir casi nada.

—Si. Generalmente, sí.

Entonces opte por callarme pensando que, igualmente de asombrosos son los contrastes del mar… y eso no
me lo dice nadie, lo estoy viendo. Según las zonas y la intensidad de la luz, el agua puede pasar en cuestión
de segundos de ser una superficie turquesa a un negro carbón. El ambiente puede ser tan hostil que corroe
los barcos pesqueros abandonados que observo al fondo de la calle, o tan leve como la soledad que se sentí
en el cementerio, donde mis muertos descansan bajo la ligereza de los abedules cargados de escarcha.
Frente a este lugar, casi fuera del mundo, existe una isla fantasma que alternativamente aparece y
desaparece a nuestra vista, entre la niebla. ¿Sueño o realidad? Ahora, no tiene importancia. Dicen que va a
volver a nevar, pero nada hace presagiar una vuelta del invierno a pesar del aire fresco. En el puerto suenan
las risas de los niños, rompiendo el silencio de la primavera noruega; pero hoy se huele a nieve suelta en una
atmósfera muy pura y en este momento el viento se lleva las risas… raspa las orejas y se introduce, sibilante,
en los tímpanos. Se oyen crujidos de ramas y el chirrido agudo de unas aves de cabeza negra, que a ras del
suelo emprenden vuelo asidas a una ráfaga circular inexistente. ¿Y si la vida no fuera más que una plaza
redonda?

Si el universo es infinito, sería como una esfera cuyo centro no está en ninguna parte. ¿Por qué no decirlo en
este momento cuando tenemos detrás un pasado, y por delante un futuro, ambos infinitos? En cualquier
momento podríamos decir que estamos en el centro de todo, o de nada, dado que el espacio y el tiempo son
infinitos. Lo que más me entusiasma, tomando este punto de vista, es la idea de que ni el cielo es un premio,
ni el infierno un castigo. Es como una predisposición de cada uno. Los buenos van a donde están los otros
buenos y los malos buscan la compañía de otros malos; además de sus envidias, conspiraciones y violencias.
En cierto sentido los malos son “felices” en su infierno, porque es donde desean estar.

Con el tiempo aprendí que, así como yo nunca había sido muy deshonesto, tampoco a mí nadie me había
mentido demasiado. Es la ventaja de hablar poco, aunque mi compañero de viaje grite en este momento:

—Escucha tú, que es hora de moverse.

—¿Ha llegado ya el trasbordador, para cruzar el fiordo?

— Allí lo tienes. —contesto lacónicamente, haciendo una seña.

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—¡Eso parece! —me limité a responder.

Al salir del puerto rápidamente surcamos el fiordo, entonces la proa del ferry se sumerge en avalanchas de
espuma y la naturaleza se presenta como el reflejo simétrico de las elevaciones rocosas que se continúan en
las profundidades y hasta nuestra propia existencia percibe lo que habrá de suceder, como una parte
eternizada de lo precedente.

Cuando la isla parece deslizarse y apenas se percibe en el paisaje solo queda el recurso, para no naufragar,
de repasar el contorno del horizonte con la palma de la mano bien extendida. Cualquiera que lo haga se
sobresalta al comprobar que las líneas de la mano calcan el perfil que se va alejando en el horizonte y como
el silencio, pura escarcha, se vuelve táctil. Cuando se dibuja la isla no resulta difícil acariciar su frialdad y
calmarla como a un pajarito, susurrándole el aliento al oído, para que entienda como uno también siente la
desesperación de saber que nunca más volverán a verse.

— ¿Llegaste a matar a ese hombre?

— Un poco, digamos… que ambos quedamos mal heridos.

— ¿Cómo es eso?, acaso ahora ¿se puede saber quién era?

— Eso es fácil, él era el hombre que yo había sido. Dije alejándome raudamente, para poner distancia y ser el
primero en saltar por la borda, alejándome sin saludar ni mirar hacia atrás.

(*)
“Otros lugares”, en noruego en el original. (Nota del editor)

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Enkel samtale (*)
Casi llegando a Mo i Rana, al sur de la frontera imaginaria que marca el círculo polar, al principio el propio
ambiente es lo suficiente fantástico como para actuar en forma de hipnótico, pero luego este efecto es
continuamente alimentado por situaciones especiales, de las que luego se desprenden las consecuencias
particulares de una lógica algo caprichosa que, sin embargo, lo dejan a uno marcado de por vida. De esa
forma uno se va dejando seducir como cuando un artista pinta acuarelas: al principio, deja que el pincel
deposite su carga cromática en un punto del papel y luego deja que con el tiempo que la mancha se vaya
extendiendo. Aquí, es igual, la vista se posa en el paisaje y luego basta abandonarla a que en su vagabundeo
descubra los detalles.

La ciudad depende de la acería y la fundición de hierro parece agresiva, a tal punto que dicen utiliza tanta
potencia eléctrica como toda Oslo, pero no lejos de allí permanece la naturaleza, por lo que siempre existe la
opción de refugiarse en las cuevas del río que baja hacia el fiordo o en los atajos que se forma a la subida del
glaciar. Por esos lugares frecuentemente merodeaba un vecino de aspecto furtivo, de cuyo rostro ceniciento
se destacaban unos inmensos ojos rasgados. Posiblemente perteneciera a un pueblo ártico o hasta podría
ser un nativo americano, pero solía hacerse pasar por japonés sin ninguna dificultad. Lo cierto es que, y vaya
uno a saber por qué, se hacía llamar Haruki. Él nunca lo dijo. Lo cierto es que era un hombre astuto,
poseedor de esa belleza agresiva que naturalmente se contempla en los felinos y que obligaba a cuidarse.

A simple vista parecía condenado a vivir la mayor parte del tiempo caminando sin rumbo o encerrado en
lecturas que lo transportaban a otra realidad… saboreando cada palabra y aprovechando el hecho de que
durante el invierno el sol casi había desaparecido. Producto de la incomprensión que sentía de sus vecinos o
de una realidad que le superaba, un día decidió abrir una puerta y enfrentarse a un mundo desconocido. Aún
le falta algo, una chispa, un inefable que él ahora imagina sólo puede encontrar pasando definitivamente
una frontera, por lo que toma la resolución instintiva de moverse hacia al norte como impulsado por una
fuerza sobrenatural. Seguramente ese algo había sido una de las razones por las cuales buscó refugio en un
lugar tan apartado.

Yo también tenía mis propias razones para vagabundear buscando hacer algo diferente y no me sorprendió
que un buen día decidiera entrar en un bar; es decir me parece que tomé la única opción que resultaba
posible en un lugar donde sólo existía una. Allí estaba él y a boca de jarro como si me hubiese estado
esperando, me preguntó:

—Snnaker du norsk?

—Ja, vi elsker dette landet

Su mirada dejaba en claro que mi respuesta no podía haber sido más tonta: sólo a un inmigrante extranjero
al que se le pregunta si habla el idioma local, se le puede ocurrir responder con una estrofa del himno
nacional que manifiesta su amor por el país. Así que modestamente y usando mis conocimientos limitados,
agregué una respuesta precisa para decir que hablaba un poco:

—Jeg kan litt.

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—Hei! Jeg heter Haruki. Snnaker du spansk?

De alguna manera había intuido que podía hablar español porque, aunque supongo que mi aspecto no lo
revelaba directamente, aunque mi acento noruego dejaba mucho que desear.

—Sí, claro.

—¡Hola! Soy Haruki. Casi siempre soy silencioso para no tener que explicar la geografía distorsionada de este
lugar. Es que les resulta tan absurda a los extranjeros.

—Tú también hablas de una manera muy especial ¿Qué haces por aquí?

—Soy artista y tengo en mente la idea de una forma cultural que podría llamar "de cámara", puesto que
aspiro llegar a un público que no sea muy amplio, intimista sin ser marginal. Mis circuitos son universidades,
museos y algunos lugares donde el arte no ha accedido todavía. Quiero partir de lo onírico y hacer de un
personaje asexuado mi protagonista, algo más común de lo que se podría imaginar.

Conocer a Haruki fue como entrar en un mundo fantástico que, paradójicamente, reflejaba su realidad. Esa
es la magia de una relación entre desconocidos cuando las circunstancias permiten que su entorno se
mueva, involucrando en cada vuelta, aspectos más amplios de las ideas que cada uno tenía de sus anhelos
más íntimos. Esa magia nos ha hecho percatar sus padecimientos algo patéticos por llegar a otro lugar
producto de la geografía habitual. Nada es objetivo, porque su realidad es como la que se encuentra en el
interior de cualquier cerebro humano y allí siempre hay algo más. Un día simplemente descubrimos que las
personas que nos rodean poseen personalidades complejas que hacen que sean protagonistas de sus
propias historias. El japonés, llamémosle así, tenía su propia percepción personal y como era ambicioso, dijo:

—Quise ser César o nada.

Claro que como no llegó a ser César, como casi siempre sucede, ya no aguantaba ser él mismo.
Observándolo de más de cerca, se percibía que lo insoportable para él no estaba en no haber llegado a ser
César, sino en que no lograba liberarse de su yo. Tal vez hubiera podido hacerlo, pero llegado a ser César, no
hubiera variado su desesperación, pues deviniendo César tampoco se habría liberado de ser César.

Lleva en sí partes diversas y opuestas, una síntesis de necesidad y libertad, que le hacen sentir ansiedad por
alinear su vida como una sucesión indefinida de instantes. Es un seductor, envuelve a su interlocutor para
abandonarlo después, pero la seducción no deviene en poseer, sino en evitar la posesión que ponga fin al
placer. Ello implica en cierto modo no comprometerse con la realidad, porque mientras se interese en la
idea, la imaginación vive y goza de la anticipación, nunca de la realidad. Vive teniendo en el horizonte una
posibilidad dispersa, que nunca se revela ni nunca arroja la máscara. Se ha transformado en un enigma, del
cual queda prisionero constantemente.

No era sistemático, pero entre sus temas de conversación siempre estaba el pecado original, agravado por
una angustia que le dominaba porque se veía amenazado por la tentación advertida de cometer un nuevo
pecado. Así se había dado cuenta que alcanzaba la madurez reconociendo la ineficiencia del esfuerzo, había
desarrollado un concepto de veras extremo: la fe es una obediencia que exige dejar de lado los conceptos
humanos. Entre dos polos absolutos, la nada y Dios, había decidido en cada instante optar por Dios. Pero era
frecuente que se nos mostrase amargado y en ocasiones manifestando un arraigado ahogo, como ahora por
su entorno:

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—Yo no sé lo que me hubiese pasado de haber vivido en otro tiempo y en otro país, o en este mismo país en
tiempos que fueron, o de vivir hoy en otra parte, pero lo que sé es que nada me angustia, hoy y aquí, tanto
como el espectáculo de lo vulgar.

Trataba de darle un nuevo significado a su vida y a los valores que, a su parecer, habían sido despojados de
su dignidad. Dejaba algo tras él y también se llevaba algo consigo, si no hubiera procedido así, nunca habría
partido. Supongo que empezó siendo un exilado político, por momentos parecía extremista y anárquico,
pero ahora estaba reivindicando el derecho individual a poder sobrevivir y sólo el tiempo tal vez llegaría a
darle la razón.

— No es mi misión resolver el problema de la pobreza, porque lo que redima al pobre de su pobreza


redimirá también de su riqueza al rico, lo mismo que acabar con la pena de muerte rescató por igual al reo y
al verdugo.

Creo que, como todo buen romántico, no pretendía otra cosa que regresar a ese estado de inocencia
religiosa que se encontraba en la alta Edad Media, donde la historia no pasaba: él era consciente de que
cualquier cambio no aporta en realidad nada, por lo que alejó totalmente la noción de cambio de su vida.
“¿Qué hay de nuevo?”, le preguntaban y él respondía con ironía:

—"¿De nuevo?; nada ¿qué cuenta el periódico? Lo mismo que contó el de ayer" Es terrible porque si no hay
nada nuevo, cada día es como cualquier otro: mañana es como ayer. Nos contentamos con un mejor pasado
de un mejor ayer que queremos poder recordar mañana, nuestro ayer de hoy. ¿Está claro? dice como
queriendo creer que ha dicho algo.

Qué tontería sería que la pasión acabe cediendo, porque sin pasión no hay voluntad, sin voluntad no hay
acción y sin acción no hay vida. Sólo cuando se es capaz de conservar intacta la pasión, se puede vivir más
allá de los límites, a pesar de las imposiciones de la existencia. Cuentan que la rana que ayudó a un
escorpión a cruzar el río fue su crédula víctima, cuando el escorpión prefirió seguir siendo eso hasta el final,
aunque ambos perecieran. No podía hacer otra cosa, rebelarse contra su instinto sólo le hubiera significado
no ser él, que es igual a estar muerto en vida.

Pasado el tiempo Haruki abandonó la ciudad, dejó dicho que no le esperaran. En esa época del año las
auroras boreales son como fuegos artificiales de la naturaleza y por siglos han fascinado quienes mirar el
firmamento en la parte más septentrional de Europa. Son como un velo que se mueve en la bóveda celeste,
cambia de forma y luego desaparece, para regresar con más intensidad que nunca e iluminar la noche
invernal. Al contrario de la luz solar diurna, que los seres humanos perciben como blanca, la aurora boreal
tiene sólo combinaciones de rojos y verdes amarillentos. Naturalmente, el fenómeno tiene una explicación
física y la aurora boreal es sólo una de muchas conexiones entre la Tierra y el Sol. Este grandioso espectáculo
es uno de los fenómenos de la naturaleza, y ocurre cuando grandes cantidades de partículas magnéticas
generadas por una explosión solar, son guiadas hacia el campo magnético de la Tierra. Esa luz tan intensa
afecta las ondas de radio y las líneas de energía eléctrica.

Luego me enteré que, lleno de felicidad, Haruki entró en contacto con las auroras boreales, cuando llegó al
Cabo Norte durante un día de invierno. El cielo estaba despejado y él había llegado al final del camino. No
tenía otro lugar hacia donde seguir caminando, en el que pudiera estar más al norte.
(*) “
Conversación básica”, en noruego en el original. (Nota del editor)

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Etter, Etter (*)
A veces entre las dunas y sobre todo en las noches sin luna, se suele escuchar entre el romper de las olas el
rumor de alguna lancha. Sus tripulantes, procediendo desde el horizonte, bajan y entierran un cargamento
en una playa del océano Atlántico en las costas de Rocha, aún en el Uruguay, pero muy cerca de la frontera
brasileña. Luego desaparecen, sin dejar rastro, tan pronto como han llegado.

Por esa zona las rocas se han utilizado siempre para almacenar amores clandestinos, mas aquella madrugada
los hombres llegaron hasta el sitio más oculto sin percatarse que eran observados. Ese lugar solamente es
accesible para quienes vienen directamente desde la inmensidad del mar y a esa altura el frío parecía calarse
en sus huesos a puro golpe de viento. A juzgar por la forma en que se estaban moviendo, allí enterraban
unas cuantas bolsas.

Esos individuos, aunque sea de madrugada, siempre tratan de ocultar sus rostros bajo algunas gorras y
camuflar sus ropas para parecerse a los humildes pescadores de la costa… algo que sólo lo logran en la
oscuridad y cuando el observador está lo suficientemente alejado.

Sin embargo, los verdaderos personajes del Cabo, están siempre curtidos por el salitre porque su sustento
depende del mar, son como exiliados alejados de su patria. Seguramente si pretendiéramos indagar sobre
sus raíces llegaríamos a la conclusión de que ellas no se encuentran a mucha distancia, tal vez en los pueblos
de pescadores diseminados por toda la costa o en los arrozales cercanos tierra adentro. Pero a ellos ni se les
pensar que les une un origen común o un vínculo de sangre, sino los lazos libremente elegidos que les
trasportan a una especie de dureza primigenia, mezcla de soledad y de aventura universal, cuya naturaleza
se define por sus propias acciones. Entre estos individuos, que suelen llevar nombres totémicos, cualquier
ambición se disipa abúlicamente en forma de círculo vicioso que siempre se reinicia.

Desde el punto de vista de un extraño a la situación sería difícil encontrar seres que no fueran auténticos en
medio de tal desolación cristalizada por el desarraigo, pero siempre hay algún caso extraño. Uno que se sale
de lo común, aún dentro de esta fauna de parias sociales es el Vikingo, y este viejo fue precisamente un
espectador no tan involuntario de aquel desembarco.

Yo le llamo con ese nombre, porque así lo conocieron en el Río de la Plata hacia 1950 y ahora que retornó a
estas tierras es justo que lo asuma otra vez, aunque también tenía un nombre cristiano apuntado en el
registro de Larvik, en Noruega. En su infancia había conocido la miseria de los pueblos pobres y luego siguió
el llamado del mar, que por esos tiempos equivalía a iniciarse en la vida como adulto. Entonces era un
esbelto muchacho de pelo oscuro y vivos ojos azules, pero eso para ser un escandinavo constituía toda una
rareza, a tal punto que cuando le preguntaban si tenía algo de francés… él simplemente no lo negaba,
dejando entrever un pasado diferente.

Había pasado mucho tiempo, o él transcurría muy lento entre las dunas, cuando el viejo salió una noche.
Llevaba inexorablemente a sus dos mastines y. como aferrándose a ellos, su caminata continuaba hacia el
extremo de la playa siguiendo la línea del océano. Marginado de la sociedad y renegando del sistema, no
puede dejar de recordar con todos sus actos que es un extremista. Siente simpatía por los desesperados
braceros o los solitarios pescadores que miran sin desesperanza ni desengaño y comparte con ellos el

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espíritu de los que han empezado a desconfiar de la felicidad esquiva, pero que a pesar de todo esperan que
ella se les pueda aparecer en cualquier momento.

No pertenecen a nadie. No existe ninguna persona, ni hombre ni mujer, cuya compañía puedan aguantar por
mucho tiempo... es más, no hay comunidad humana, gremio o clase social donde se adapten. Los hombres,
aislados, pierden paulatinamente parte de su individualidad y van tomando poco a poco una conciencia de
solidaridad; después, viven en una especie de anarquía que les cuesta mucho soportar. Es que tienen
algunos años de más como para comprender que cuanto vaya a ocurrir pronto en este mundo será,
desgraciadamente, sin su presencia. Por ello sus vidas revisten la dimensión de un fracaso que es
previamente anunciado.

La resignación les viene de la tenacidad de su propia naturaleza: no interesa si los caballos se escapan, si los
lobos marinos roban la pesca o si deben buscar otra vida. Instintivamente los hombres de la costa saben que
tienen el deber básico de protegerse. No es un asunto sencillo esto de la intuición, porque la sensibilidad
exige una especial sagacidad más compleja, que el puro acto de entender y obedecer. A partir de este
momento todo se vuelve serenidad. En su juventud iban a la iglesia, ahora el ritmo de los remos al atardecer
es su liturgia. Para estos protagonistas hipersensibles, el mundo normal se vuelve extraño y los conflictos se
les superponen eclipsándose mutuamente, como cuando en la noche estrellada ven una constelación cuya
disposición no se explican.

Que el viejo noruego no regrese a la civilización no significa que prefiera ser salvaje, ama a esa vida y se
quedará para conformar una tragedia íntima que necesita de grandes espacios. Aquí, junto al mar, su
vagabundeo físico, es paralelamente también un recorrido moral. Como a sus perros, que de aburridos en el
corral juegan a morderse la cola, la única solución que le queda es enfrentar a su vida circular con un
murmullo que dice que luego las cosas van a estar bien.

—Etter, Etter –decía el Vikingo entre dientes, como posponiendo un asunto y entonces enfilaba sus pasos
hacia lo alto de una loma, donde el camino da un recodo.

Habían quedado de encontrarse en el lugar de siempre. Ese lugar era una casamata perteneciente a la
empresa quebrada que alguna vez operó en la arenera abandonada. El nombre despintado apenas era
legible y las paredes apenas, sostenían unas chapas de zinc agujereadas por años de herrumbre. La alta
hierba, en parte, cubría el tosco camino de entrada contribuyendo a crear la impresión de que el lugar
llevaba muchos años deshabitado... pero esta impresión era falsa, como tantas cosas del paisaje costero.

Desde la cuesta se divisa todo el caserío. Más allá y amparados de las primeras luces del día, que apenas
brillaban en el cromado del automóvil, un par de hombres aguzaban los sentidos buscando cualquier
movimiento. Resultaba obvio que el mayor era el jefe, porque era el que llevaba los binoculares y la voz
cantante…

— ¿Te han soltado la lengua en los últimos días? Dicen que ha bajado una buena entrega. Tengo entendido
que son muchos bultos y no tengo mucho tiempo para hablar, ¿qué hay en los paquetes?

El Vikingo le miró con ojos como de estatua, fijos y muertos; entonces dijo:

— ¿Qué preguntas haces? Había lo de siempre, pero desapareció como si se hubiera esfumado. Tendría al
menos que intentar atar algunos cabos sueltos.

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— Si quieres, podemos hablar ahora.

— ¿Ahora? Discúlpame, preferiría irme a dormir.

— Bueno, de acuerdo. Nos vemos mañana, pero entiende que tú eres mi trabajo. Tú eres por lo que me
pagan y eres tan misterioso para mí como un pez espada. Tendrás razones para hacer lo que hiciste, pero ¿A
quién le importa?

— No te puedo juzgar. Hay dos tipos de personas en la costa: los que nacieron aquí y los que vienen aquí
para escapar de algo. Yo no nací aquí y ya crucé la frontera, déjenme ir a dormir.

—Un tipo astuto no puede irse dormir así nomás, sea porque le falta una pieza del rompecabezas o porque
su conciencia no lo deja y tu eres un buen hombre. Lo sé, incluso aunque tú lo hayas olvidado. De acuerdo,
¡mañana!

Entonces, resignándose a seguir sembrando para cosechar luego, decidió que era hora de retornar a la
civilización y de paso detenerse en una estación de gasolina al borde del camino. Estaban a punto de cerrar o
recién abriendo, que para el caso es lo mismo, y les apeteció despabilarse con una taza de café. Entonces,
como solía suceder a esas horas, surgió la veta de filósofo que siempre aflora en un policía cuando le bajan
las defensas.

—Trata de zafar, acabas de dar el primer paso para llegar a ser un cobarde vivo…. Cuando entré aquí,
descubrí que no había forma para diferenciarse de un criminal. El problema es que no tenía otra y ahora
quisiera no ser nadie…

—En eso tengo experiencia –se limitó a responder su ayudante.

—Mira, cuando era niño, veía a los hombres irse en las barcas... y a veces no volvían, los que sobrevivían
eran como restos de naufragios. Su cabello se había vuelto blanco, pero salían a la mar inmediatamente
porque rondaba el miedo y se cuidaban de no agarrárselo. Es contagioso ¿sabes?, contagioso como una
enfermedad. Envejecer no es un trabajo para cobardes, mejor ocúpate de vivir.

—Podría ser un buen confidente infiltrado

—Si. Has de saber de qué se está hablando. Por ejemplo, si hay armas, de qué calibre son. El informe que
cada semana has de darme debe ser creíble, es decir la conclusión me ha de llegar por aquí, por el “coco”. En
ese momento hizo una pausa para darse unos golpecitos en la cabeza y luego otra más larga para dar una
mirada panorámica del lugar. Entonces, continuó:

—En este lugar tan bello se cruzan la corrupción, las mafias, los delitos económicos y el crimen. Vivimos en
una de las cloacas del mundo, los tiempos han cambiado y no hay retorno posible. Todos son malas
personas, pero ten cuidado, algunas son más malas que otras… y nada de trucos. Juega limpio; pero por las
dudas dile a todo el mundo que vives en un hotel y hospédate en otro. Cuando te localicen, múdate al
campo. Cuando te localicen en el campo, múdate más lejos, por ejemplo hacia el lado de Piriápolis. No te
pases argumentando. Después de todo, si no eres es lo bastante bueno con la imaginación, mejor harás en
decir la verdad o no decir nada.

Entonces hizo otra larga pausa y dijo

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— ¡Ah! Recuerda que el preciso momento en que no puedas diferenciar los amigos de los enemigos, estará
marcando la hora de irte de un lugar; aunque por tu seguridad… mejor nunca consideres tener amigos.

A aquel amanecer le siguió el día y a ese día, otros días con sus propios atardeceres sobre el mar… algunos
calmos, donde apenas se mueve la brisa y otros tan turbulentos que las fuerzas desatadas de la naturaleza
imponen un miedo paralizante. Ese día más bien se parecía a estos últimos, a juzgar por como dos hombres
se resguardaban del viento contra la casilla de los guardavidas, que a esa altura ya habían dejado su turno.
La casa, mandada hacer frente al mar, estaba en un lugar solitario rodeado de bosque que bien podría
albergar un entorno de concurrencia escondida entre la bruma que todo lo invadía y así era aquel día en que
habían aparecido dos extraños.

—Tal vez no esté solo. Esperemos a que salga a la puerta –dijo uno de ellos.

—¡Maldición! Vamos a perder el tiempo en este lugar. Necesitamos un poco de riesgo, o si no... –respondió
el otro.

—¿O si no?

—Nunca solucionaremos nuestros problemas. ¿Vamos?

—¿Por qué no? me has terminado por convencer, cortemos hacia afuera tomando la paralela a playa, desde
ese lado sólo Dios nos puede ver.

El hombre, que se había asomado al gran ventanal, tenía unos voluminosos ojos verdes que brillaban
demasiado para ser el atardecer de un sábado. Eso demostraba que no trabajaba habitualmente. Además,
tenía una pistola entre la ropa y había empezado a decir algo por el teléfono que no se escuchaba bien:

–Comprendo lo que quieres –dijo para ganar tiempo— aguarda querida, va a ser mejor. Espérame un
momento No te puedo hablar ahora mismo. Estoy con unos vecinos... Luego te explico....

Decía todo esto sin cambiar el tono de voz, porque seguía la orden de interrumpir la comunicación que, con
un gesto, le habían impartido los hombres que habían penetrado en la habitación.

—¡Hola vecino! –dijo uno de ellos

—¿Qué quieren? ¿Quién eres?

—¡Tienes un segundo para vivir vecino! Hasta en los sueños vamos contigo, pero ahora no te muevas,
estamos cansados… ¿Tienes el dinero?

–No suelo acostarme con efectivo encima –expresó sin saber qué decir, como ganando tiempo, pero al
mismo tiempo con la experiencia de ser un ejecutivo— Ni siquiera pueden tómalo con sus propias manos
¡Está en una cuenta, en Suiza!

—Yo creo que no tenemos otra opción.

— Soy un hombre rico, podría doblar la cantidad –dijo tratando de negociar.

—Ya no jugamos al póker. Además, hoy no es tu día de suerte.

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Esas fueron sus palabras exactas, fue sorprendido por detrás y ya no sería dueño de la situación ni volvería a
sentarse frente al té que se enfriaba. Unos minutos después uno de los intrusos cortó el cable del teléfono y
lo enrolló en el auricular. Cuando volvió a llevarse la mano a la cintura que abultaba bajo la cazadora
deportiva, el viento comenzó a soplar en ráfagas cortas entre largos intervalos y ellos se quedaron quietos
mirando al mar… junto al cadáver.

La casa ardió durante un buen tiempo, antes de que pudieran llegar los bomberos con los que apareció la
policía y tras ellos acudieron los periodistas que querían adelantar alguna información para el noticiero del
horario central. No lograron mucho más allá de saber que en la escena del incendio un cuerpo calcinado y
que deberían esperar la intervención del forense.

— Por ahora no puedo adelantarles nada, estamos en la etapa del sumario y deberán aguardar.

—Perdón oficial, pero ¿es seguro el informe forense?

—En la vieja Roma, se mandaba asesinar a los rivales y para confirmarlo debían llevar la cabeza. Aunque no
se pudiera reconocer un rostro totalmente desfigurado, bastaba revisar la boca y reconocer la dentadura.
Desde entonces los dentistas forenses saben algo más, aunque lleve su tiempo.

—Por ejemplo ¿qué podemos esperar?

—Como el esmalte es más duro que el acero y soporta más de mil quinientos grados centígrados, los dientes
se conservan bien en víctimas con un cuerpo calcinado como el que tenemos. Por otra parte, a pesar de que
la construcción era de madera, para que no la atacara el salitre, el material combustible no toma fuego si no
tiene oxígeno.

Eso fue lo que dijo a la prensa, pero cuando volvió a la casa se dijo:

—Esto es lo que hemos ganado con tanta policía científica, antes recuperábamos los coches y las casas
enteras, ahora para no dejar huellas lo queman todo.

Entonces se puso a ver un libro de tapas chamuscadas que conservaba intactas las hojas de su interior. En
una bella tipografía antigua se leía “Vildanden – Henrik Ibsen” y las ilustraciones parecían hacer juego con el
caballito rojo que corcoveaba, como enloquecido al viento, girando y girando en la veleta de hojalata que
estaba en lo que quedaba de la cumbrera del techo.

Seguramente era un amuleto escandinavo para la buena suerte. Pensó que hasta un tipo tan extraño debería
tener un ángel protector, pero seguramente con aquella mañana gris los espíritus se habrían quedado
dormidos. Es extraño que esa cosa que la muerte tiene de inexorable, vaya a resultar suavizada por lo que
posee de incierta.

(*)
“Después, después”, en noruego en el original. (Nota del editor)

15
København (*)
El lugar guarda todo el encanto de una ciudad antigua alimentada por un puerto poderoso. Las calles son
estrechas y contrastan con los grandes jardines o con las sólidas construcciones de piedra oscurecida por el
tiempo. Todo parece salido de un cuento y hasta los daneses se desplazan por la vida con la misma
naturalidad que un grupo de cisnes sobre un tranquilo espejo de agua. Me largué a caminar sin rumbo fijo,
cuando súbitamente se me apareció la Sirenita, con ese mismísimo tono mitad de tapa de lata de galletitas y
mitad anuncio de aerolínea. Allí, sobre una roca separada de la orilla, estaba sentada con la cabeza
levemente inclinada hacia abajo y la mirada perdida en el horizonte, la textura de su piel se confunde con el
mar y este con la luz del cielo plomizo del atardecer. Haciendo equilibrio… porque el descenso desde la calle
hasta la orilla es un declive abrupto, me quedé merodeando el lugar y cuando quedamos solos me senté
sobre la pequeña explanada frente al mar, mirándola sin saber muy bien que estaba observando su mirada
perdida, algo me dijo que yo estaba enfrascado en el lugar donde los marinos pierden el rumbo y quedan a
la deriva.

Cuando la llovizna hubo empapado totalmente mi cuerpo, retomé la conciencia y me marché lentamente.
Poco a poco fui regresando hasta internarme por las calles del casco antiguo y a medida que la oscuridad
comenzaba a reinar, comencé a prestar más interés en lo que decían las parejas con las que me crucé.

La casualidad hizo que me volviera a topar con una vieja taberna donde había estado hace años. A la luz
difusa, observé unas pocas mesas que estaban ocupadas por seres solitarios como yo y una barra, al fondo, a
la que había que dirigirse para buscar la bebida, invariablemente una Carlsberg o una Tubør. Desde una gran
vidriera nos llegaba el resplandor de la calle y entre sorbos de cerveza, ya no recuerdo cómo me las
ingeniaba para sólo pensar en ella, cuando de repente me encontré como Ulises camino a Itaca. Pensé,
entonces, que la tristeza de aquella mirada perdida era la de quien vio a alguien y, lamentablemente, nunca
más lo ha vuelto a ver. Aunque aquél otro, tal vez, esté esperando en la otra orilla, también perdido e
inesperadamente pensé en la utilidad de la nada, del tiempo muerto, de todo lo que se puede hacer
mientras no se hace nada y a modo de ejercicio, empecé a rescatar mi pasado.

Secretos, todos los tenemos. La vida de cualquier persona involucra a diario algún secreto y si bien está
tentado a decir “no, yo no tengo nada que ocultar”, es muy probable que mienta. Por cierto, si ella entrara
ahora mismo por la puerta, yo no tenía nada que ocultar… excepto la razón por la que la vida me había
hecho pasar nuevamente por este lugar.

–¿Esto quiere decir que has descubierto algo nuevo?

–No tanto como eso. Cambié, pero no tan catastróficamente como si se hubiera producido una rajadura en
la tierra

–Entonces ¿Cómo lo defines?

–Contestar eso es aceptar tus términos. No me defino, para que no me encasilles.

–Pero, tú tenías debilidad por las mujeres jóvenes.

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–No. Yo tengo debilidad por la belleza y la belleza no es joven ni vieja, más bien diría que la hermosura
simplemente lo es. Además, yo no tengo nada contra la madurez, sobre todo si no está muy recargada.

Simplemente con un buen vino y algunas flores, hubiera quedado muy bien… si me hubieran invitado los
amigos de toda la vida. Ellos me consideraban una persona educada, así que no quise ser inoportuno con
una visita y ahora es mejor dejar de pensar en las otras cosas como si fuera un tonto, porque todas las
vicisitudes de mi vida han ido de mal en peor. Especialmente desde que no he dejado de pensar en ella en
ese rincón... y cuando parece que todas las palabras se hubiesen distanciado, el tono de voz del camarero
suena en mis oídos como un lejano llamado para embarcar.

Voy a la terminal del transbordador donde, bajo un cartel en varios idiomas espera un funcionario que
parece hablar aún muchos más, aunque no el mío y eso me lleva a pensar que el pasado es como un país
extranjero y que la única frontera es el lenguaje perdido. El ferry que me trasladará a Oslo cubre el recorrido
a paso muy pausado, se tomará el resto de la noche, pero yo no tengo prisa y como venido hasta aquí para
observar todo, trataré de comenzar la jornada contra una ventana como para desmotivar a cualquiera que
se le ocurra venir a preguntarme algo, entonces escucho:

—Han avslutter passasjen av regn.

—Vi vil ikke bli våt, bare Gud gråter.

Es una mujer que le dice a su acompañante que se apure, que está lloviendo y él, con el aspecto de viejo
lobo de mar, le responde casi con la mirada que no se van a mojar, que apenas llora Dios.

(*)
“Copenhague”, en noruego en el original. (Nota del editor)

17
Likkelig (*)
Viajando desde el norte, Auvers sur Oise aún es un cruce de caminos en el sur de Francia. Buscando el calor
meridional, no tuve mejor idea que la de pasar por los lugares donde habían habitado mis antepasados,
antes de llegar a América en los últimos días de la década de mil ochocientos ochenta.

Todavía recuerdo a mi abuelo diciendo que el ochenta y ocho fue un buen año, como quien habla de una
buena vendimia. Había arrendado el rincón más humilde y oscuro de su café pensión a un artista joven,
aunque en realidad aparentaba ser de mediana edad. Siempre austero y sobrio, si bien lucía muy poco
formal. Con los recursos que recibía de su familia podía apenas cubrir sus necesidades más elementales, no
obstante, cada mes lograba apartar unos pocos francos destinados al alquiler de un par de habitaciones, que
habían dejado unos provenzales tan extraños como él, al otro lado de la plaza. Las utilizaba como lugar de
trabajo. Tenían un aspecto miserable y el impactante amarillo de los muebles no lograba distraer la mirada
de aquellos maravillosos dibujos marchitos, que la humedad formaba debajo de la última mano de pintura
turquesa que habían dado sobre la pared.

Parecía un hombre sencillo, de esos que no necesitan gran cosa para ser felices. Sin embargo, ya fuese por
culpa de los defectos del huésped o por los de sus nuevos compañeros, desde un principio sus relaciones no
fueron muy cordiales: verdaderamente resultaban casi intratables. Aquél era tan abstraído, que parecía ser
demasiado orgulloso a los que no le conocían. Sin embargo, no lo era en absoluto, más bien tenía la
particularidad de no poder soportar que alguien tratara de saber, con doble intención, los recónditos
secretos que siempre guardaba su morbosa mente.

Todo se desencadenó una noche al salir del café, cuando cruzando la plaza Lamartine, vio como alguien se le
había adelantado para encender las luces de la habitación que le servía de taller. Al llegar contempló a una
muchedumbre y sin saber que hacer se sentó, tosió y tomó el sombrero con la intención de salir
inmediatamente ... en el preciso momento cuando todos comenzaron a mirar hacia él, además de hacerlo
entre sí con una extraña forma que denotaba cierta complicidad.

No pudiendo hablar se limitó a mirar también él … como acariciando a los objetos y todo aquello que era
profanado. Esta gente hasta le impedía percibir el olor fresco del recinto recién encalado, ese que tanto le
gustaba porque permitía distinguir el aroma lechoso de lo alcalino mezclado con trementina y óleo. ¿Cómo
les diré? tenía como esas miradas perdidas de las fieras que se sienten descubiertas, justo en el momento de
estar ante la mira de un arma.

Él mismo que no hubiera podido imaginar soportar el disgusto de ver un panorama tan desolador, ahora ni
siquiera le escandalizaba el desorden. El primitivo encanto había sido destruido y en ese momento miraba
un panorama que ya no le pertenecía.

Vista de cerca la habitación era más grande de lo que lucía en una primera impresión y a la tenue luz de una
lámpara que proyectaba las sombras a diferentes alturas, se hacía imposible adivinar las ocultas intenciones
que tendrían esos seres. Uno buscó entre los jarrones azules con flores rosadas, sin comprender que ellos
sólo eran una escala donde el artista detenía su mirada mientras trabajaba. Otro se sentó sobre su silla de
mimbre que, hasta entonces, había representado a su infinita soledad. Los demás se dedicaban a mirar por

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otros rincones o a voltear todos los cajones atinando a decir únicamente extrañas groserías... cuando de
pronto, uno de los hombres se acercó gritando:

— ¡Mirad, mirad esta camisa de mujer! Esto lo explica todo, ¿o acaso tu tienes algo que aclarar?

Sacudía su pelirroja cabeza violentamente, asistiendo, pero estaba demasiado impactado por su propia
visión como para decir algo sensato. Solamente atinaba a repetir cosas sin sentido, como por ejemplo:

— Pálidos amarillos de azufre y cromo, ¡qué hermoso es el amarillo!

Pero él parecía pensar en algo muy preciso. Su rostro cambió precisamente en aquel instante en que retuvo
con sus manos, una vez más, aquellas informes ropas.

— ¡Esta bien, dejadme en paz! Ahora les diré. No fue sino hasta fines de mayo cuando logré comprender que
los sentimientos humanos pueden representarse sin argumento alguno. Sólo necesitaba la armonía de
aquella luz irresistible que desde entonces vibra en mí, como si fuera un eco permanente.

Su frente era ancha y las cejas estaban tan cerca de aquellas profundas órbitas que, de a momentos, su
mirada se deslizaba entre las sombras como queriendo ocultar su alterado estado.

—Circunstancialmente por esa época me encontraba entre los pescadores de Saintes Maries de la Mer —
dijo como quién busca una referencia— cuando comenzaron a llegar cientos de gitanos para celebrar la
fiesta de Sara, su santa patrona. Venían desde todos los puntos cardinales y cuando se encontraban gritaban
extraños nombres que me hacían recordar lugares lejanos. Los campesinos al igual que yo, mitad por
curiosidad y mitad por miedo, se acercaban recelando algún mal que podría producirles la potente
contemplación de todos estos extranjeros.

—Pero ¿Esto es posible? – le preguntó alguien.

—No creo, si bien la gente decía que tenían fama de ladrones. Particularmente, comentaban que las mujeres
eran adivinas y los hombres unos “meckars”, que es como se mencionaba en su lenguaje a los
domesticadores de osos cautivos. En esos días, gustaba de observar en aquellos zíngaros cubiertos de polvo,
como los siglos habían marcado en su físico el lento oscilar de las carretas sobre los caminos, pero más
prefería ir a la playa para ver como estaba fijada la semblanza de lo infinito en aquellos ojos de los gitanos
que llegaban desde el mar. Y así de pronto, me encontré feliz de estar entre esa gente, despreocupado,
pensando en los océanos que no conocía o en mareas que no finalizan jamás.

—Yo estuve una vez en la costa y aunque parezca estúpido todavía siento temor.

Escuchamos decir a una mujer que buscaba incorporarse al círculo de luz que determinaban la lámpara y
aquellos extraños personajes que llenaban la habitación. Él la miró atentamente, como aceptando el refugio
que esa voz le ofrecía:

—¡Pero no es ninguna tontería! –le respondió, poniendo en su voz una suavidad que parecía acariciar—
¿Acaso no sabes que el mar es cambiante?

—Supongo que sí.

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La tomó de una mano y la llevó a la ventana, afuera la oscuridad azul que proyectaba el cielo nocturno era
interrumpida sólo por las estrellas o los faroles del café, en tanto nuestro personaje parecía expresarse por
sensaciones y no con sonidos, cuando dijo:

—Nada parecía anunciarlo en esa tarde que pasaba junto a los gitanos, pero al caer la noche comenzó a
zumbar un viento frío cargado de sal que me revolvía el pelo poniéndome de mal humor. Nunca olvidaré el
horror con que miré las terribles nubes que cubrían las olas. La tormenta de arena barría la playa, justo hasta
llegar al lugar donde la espuma dejaba al descubierto las rocas grises en que estaba esa mujer. No faltaba
mucho para que la naturaleza desencadenase todas sus fuerzas. Ella tendría veinte años, a lo mejor menos, y
había seguido a los gitanos desde Noruega. Allí tenía un nombre cristiano, pero ellos, posiblemente por el
color de sus cabellos, le llamaban “lys” que en noruego significa luz. Yo finalmente, con el tiempo, aprendí a
decirle “likkelig” es decir felicidad, porque solamente con ella parecía encontrarla. ¡Qué digo! Ninguna
imaginación humana sería capaz de entender el encanto oculto en su cabellera dorada... yo simplemente me
había limitado a dejarme llevar por la luz y los acontecimientos.

Quedó tan emocionado, luego de decir esto, que necesitó tomarse una pausa y respirar profundamente
antes de continuar:

—El mar, de un azul atmosférico, había retrocedido casi hasta la línea del oscuro horizonte. De esa manera la
naturaleza podía penetrar en las formas curvas de las barcas, como si quisiera darnos un panorama de lo
invisible. Así estábamos nosotros, la lluvia siguió al viento que desencadenó la tempestad y corrimos a
buscar refugio. Tomé su cuerpo y la amé desesperadamente. En mi corazón, a pesar del repentino
crepúsculo, estalló el brillo de todos los soles y como esa luz enceguecía, nos cubrimos y no tardamos en
quedarnos dormidos.

Sus palabras, ahora de un tono apagado, oscilaban como las brasas de un fuego que se extingue, cuando
súbitamente volvió a hablar.

—No obstante, la fuerza primitiva de los elementos, cuando desperté solitario a la luz de la luna llena, todo
era inanimado excepto por los remolinos que el agua formaba alrededor de esa camisa amarilla que de su
piel había quitado. Era el brillante resto de una pasión convertida ahora en naufragio. Me temblaban las
manos, comprendí que había estado a la orilla de todas las cosas sin alcanzarlas y que irremediablemente la
había perdido para siempre. Con el tiempo, como odiaba la simple estupidez de recordarla, me ponía a
dibujar en un papel sus ojos garzos. Pintaba reiteradamente sus ojos, no ya su rostro ni su cuerpo, sólo una y
otra vez el reflejo del cielo y el agua en el horizonte de sus ojos azules... así vine a parar a esta desdicha con
toda la lucidez del mundo.

Y diciendo esto, hizo un gesto insólito de austera amabilidad en el primitivo sentido de amar o ser amado,
para luego pasar una mano sobre sus bigotes y cerrar los ojos. Alguno preguntó al fondo del salón,
alejándose en silencio y casi sin esperar la respuesta:

—¿Qué opinas tú de esto? ¿Tú también lo crees?

— Si él lo dice, está claro que ocurrió así. –Dijo alguien volviéndose rápidamente hacia la voz que pasaba.

Sin embargo, no fue hasta el domingo cuando, ese extraño holandés de paso por Auvers sur Oise, se disparó
con una pistola en medio del campo. Herido logró arrastrarse hasta una cama de hierro donde su hermano,
venido desde Paris, lo encontró tranquilamente fumando su pipa. Dicen los testigos que pasaron horas

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hablando hasta que el moribundo falleció al segundo día. Su cuerpo fue velado, rodeado por sus luminosos
cuadros, sobre la mesa de billar del café—pensión que tenía nuestra familia sobre la plaza Lamartine.

(*)
“Felicidad”, en noruego en el original. (Nota del editor)

21
Møtet (*)
Hacía rato que había visto a esa mujer y ahora su silueta no se adivinaba por ningún lado. La había perdido
dos veces ese día y faltaba poco para que anocheciera. No podía seguirla muy de cerca porque en esas
condiciones ella se le esfumaba y a veces le costaba mucho volver a encontrarla. El verano llegaba a su fin, el
aire fresco que venía del mar y un destello, seguido por otra luz que indicaba posiblemente la presencia de
un faro, le condujo a vagabundear por la vecindad. En esa zona cercana al puerto, la orilla resultaba larga y
solitaria a la hora que el sol va dejando los últimos resplandores del día. Alejándose de la costa, se introdujo
entre unas casas bajas que todavía recordaban lo que fue un suburbio, si bien entre la vegetación se
destacaba a lo lejos una urbanización más moderna.

Se dirigió hacia allí y caminando por los inmensos lugares de estacionamiento lamentaba no tener forma en
la que dejar escrito algún mensaje, que dijera por ejemplo “Te he esperado aquí” o simplemente “Te amo”,
aunque tuviera la certeza que ella era incapaz de amarlo en la forma como él la amaba.

Buscó donde documentar su presencia entre los árboles o en los muros. Desilusionado, al final, se conformó
con esbozar un dibujito tonto sobre un papel, como quien hace un pedido de socorro y lo dejó en el
parabrisas de un auto, consciente de lo efímero de ese registro que pronto sería barrido por el viento. Miró
para atrás, hacia la costa, donde el agua que golpeaba contra las rocas acariciando a las piedras y entonces
tuvo deseos de escribirle “Recuerdo una película de Fellini”, pero en circunstancias así ¿quién iba a confiar
en su memoria? Para él este día de asueto era tan despreocupado, que seguramente no lo olvidaría jamás.
Es más, en los primeros instantes de ese atardecer el paisaje era particularmente perfecto por el efecto que
producía la luz artificial al ser complementada por una luna llena que salía sobre el horizonte. Como temía
olvidarlo tomaba fotografías, dejando largas exposiciones, porque seguía sin querer confiar en su extenuada
mente. Lo único que recordaba era que se sus miradas se habían cruzado por primera vez escrutando unos
libros de oferta en un shopping center, luego volvieron a encontrarse en la plaza de comidas y finalmente, la
última vez, se le cruzó como una visión al pie de las escaleras mecánicas. Se sorprendió al notar que,
mientras sonreía fascinada con su aspecto de rubia intemporal, le decía:

—Seguramente não compreendes o nosso idioma. Não queres tentar? Eu gostaria de aproveitar o tempo. As
vezes os dias me parecem muito compridos. –siempre utilizando ese tono, a medio camino entre dulzura e
indiferencia, que tienen las brasileñas.

Si bien le resultaba extraño encontrar a una brasileña en Oslo, recordaba que muchas catarinenses de la
zona de Blumenau son rubias. Además, casi nunca en su vida había querido cuestionarse mucho lo que le
sucedía, aunque ahora se refregaba los ojos pensando que todavía estaba dormido. Pero no, estaba bien
despierto y además asustado con una situación inusual. Tal vez, como creía que acatando las normas
generales se evitaban los peligros que suceden con extranjeros, hizo silencio... para seguir escuchando esas
palabras que navegaban distantes, como viajando por las corrientes de aire.

—De que tens medo? Outro día vamos ver.... se é que há outro dia –anunció, como buscando algún testigo
alrededor que diera crédito a la afirmación.

La rubia siguió su camino y él decidió marcharse en otro sentido. Sobre ambas posibilidades reflexionó un
instante, ninguna le parecía realmente creíble, si bien tampoco ninguna le resultaba demasiado inesperada.

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Decidió que lo mejor era ir a mirar el mar desde un lugar donde la luz fuera más tenue. La ciudad parecía ser
tan infinita como el mar o el cielo, y en esos lugares siempre existe la posibilidad de perderse: dando vueltas
y no teniendo a la vista un horizonte conocido, uno corre el riesgo de terminar desorientado. Había
caminado mucho, estaba cansado. Así que, luego de reflexionar un rato, resolvió regresar a la casa de sus
amigos, acomodarse en el lugar más oscuro de su habitación e introducir a aquella mujer amada en un
sueño que durase toda la noche. Pensaba en ella y la llevó por todos esos lugares que visitan los turistas:
marchó hacia los barcos vikingos, pasó por Holmenkollen y hasta hizo compras en el Glasmagaszinet, pero
también recorrió los puestitos de pescadores y las marismas que forma la pleamar.

Pasó el tiempo. Al amanecer, despertado por la claridad y por el ruido que hacía el personal de limpieza,
buscó refugio en otra habitación cuando constató que un poco de barro había manchado el suelo, de tal
forma que dijo a sus amigos:

—También podría recoger el sueño y encerrarlo en un frasco.

Cuando terminó de decir eso se percató de que ellos le miraban sorprendidos, seguramente no comprendían
lo que hablaba, así que intentó repetirlo. Pero parecían seguir inquietos sin aceptar fácilmente las soluciones
prácticas y lo miraban como poniendo distancia. En esas circunstancias, pensó que lo mejor que podía hacer
era marcharse inmediatamente de ese lugar, para volver a casa en el primer avión. Tal vez, con esas vueltas
que tiene la vida, podría encontrarla nuevamente... dentro de algún tiempo.

En realidad, nunca más volvió a verla, sin embargo, pasado un lapso prudencial intentó averiguar si alguien
se la había vuelto a encontrar. Así tuvo conocimiento que por las mañanas era vista entre los estudiantes
que bajaban desde la Universidad, o que muy de tarde en tarde se acercaba a los somnolientos tendidos en
las escalinatas del parque Frogner y que también por las noches, bien pasada la medianoche, algún solitario
que se había quedado bebiendo, se la cruzaba por la calle de Karl Johan.

También decían que aparecía por lugares más alejados, por ejemplo en Stovner o en Vestli, lo que es
bastante posible porque ahora los noruegos piensan que los sueños son cosas que se compran todos los días
en cualquier centro comercial.

(*) “
El encuentro”, en noruego en el original. (Nota del editor)

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Siste tog til London (*)
Para Sir William L.

El viejo sargento de policía, colocándose las gafas y arqueando los ojos con expresión de que con ese simple
hecho pudiese mirar más profundamente, contempló al joven detective con cierto tono patriarcal:

—¿Tu por aquí?, ¡ah! bueno, me dijeron que no sabes que son los mods y se te dio por preguntarlo, claro...
pues pasa, siéntate y te enterarás qué fue eso hace cincuenta años.

—Tal vez tú pudieras recordar, sobre todo a esos jóvenes que eran modernos, poco después de 1960, en
Inglaterra. Eran muchachos de clase media y estaban siempre a la moda de lo que llegaba del continente, tú
sabes, esos trajes entallados italianos o el cine francés de Jean Luc Godard. Eran tipos comunes durante el
día, pero se convertían en otros por las noches, la hora propicia para frecuentar clubes tranquilos donde
pasaban su música preferida. Solían usar las motonetas Vespa y Lambretta, porque el transporte público
dejaba de circular muy temprano en esa época.

—Parece que estos tipos se juntaban para tocar viejas canciones, pero con sonidos que por momentos
transmitían verdadera furia. Sin embargo, dicen que el estilo era al mismo tiempo hermoso y lejano por estar
fuera de contexto, desde la periferia, desde un espacio físico de no pertenencia. Escucharlos hoy es una
experiencia parecida, esto es fue considerado una copia, pero hoy es un estilo que perdura. No son ingleses,
aunque vienen de Reading, se conocieron en una secundaria noruega y después se diluyeron en la nada,
aunque tenemos el dato de que ahora están en algo turbio.

—No va a ser difícil rastrearlos, ni a ellos ni a sus antecedentes; seguramente llegaron aquí con documentos
falsos y Londres es demasiado grande.

Los puntos de vista sólo parecen coincidir por momentos, pero la ilusión se ve siempre frustrada por un
movimiento de los fugitivos. Hasta ahora no los tenían identificados, pero sabían que todos esos nombres
correspondían a marcas de fábrica de los instrumentos que usaban los Beatles. De lo que la policía no estaba
al tanto, es que a George Harrison le gustaba tocar una guitarra española fabricada por José Ramírez, así que
por allí debe de andar, además, algún hispano haciéndose llamar Ramírez con cien mil libras en el bolsillo y
una chica bonita al alcance de la mano.

***

Nunca sabré cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando el plural o inventando
otras posibilidades, pero es una noche de verano, son las 9:29 y estamos en Slough, que es casi como estar
en Londres, pero aún son los suburbios de la gran ciudad. Sigue anocheciendo. Tu estas ahí como en una
vieja película de Richard Lester y yo, que no sé qué decir ni que hacer y me hago el fotógrafo de Antonioni,
comprendiendo que debo quedarme para siempre aquí… o al menos hasta que siga sonando la música, el
amor permanezca en tus ojos o vengan los ferroviarios a cerrar la estación después de pasar el último tren.
Por las ventanas divisamos manzanas enteras de edificios rojos, casas azules y pequeños bloques de ladrillo,
como si fuera el escenario ideal para una ilusión, que son las trampas que pone la realidad. Un silencio
estremecedor, sólo roto por el viento, domina la escena. Levanto la cámara, finjo estudiar un enfoque que te

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incluía, y quedo al acecho observando todo lo que reflejan los vidrios sobre el fondo de gris neutro de los
depósitos. A Reckenbacker y al zurdo Höfner solo les preocupaba que el Country Gentleman, fuera a buscar
al alemán a la terminal de Heatrow, comentando:

—Ludwig nos encontrará en Paddington poco antes de la medianoche, será mejor que te pongas en
movimiento. Luego iremos a ese hotel de Sussex Gardens donde tiene su guarida, porque a la hora en que
nos entregará el envío ya no debe de estar lleno de estudiantes japoneses.

Escucha la narración como distante, esperando que algo ocurra. Deambula por el andén, sin comprender sus
motivos ni las reacciones que genera en sus compañeros. Como en un ceremonial, la realidad oculta lo
amenazadoramente invisible. Ella dice: “Nunca me has visto” y se marcha corriendo hacia el lugar en el que
estaba la primera vez. El viento no cesa. Se siente protagonista como un personaje errante, eternamente
móvil y sin lugar de destino, no quiere estar encerrada en la vieja ciudad dominada por las apariencias que
esconden nuevos secretos.

Estábamos llegando desde Oslo en un vuelo directo desde Fornabu, cuando pareció que íbamos a matarnos
siquiera antes de aterrizar. El altímetro que había estado marcando las cotas en el orden de los miles de
metros, ahora que descendíamos, lo hacía a sólo un par de cientos y por las ventanillas sólo se veía la bruma
espesa que todo lo cubría. Hacía rato que parecía que el avión sólo planeaba y seguía descendiendo en
silencio, por lo que yo pensaba ¡qué mal estaría que se nos cruzara un edificio en el camino! y de pronto
cuando pudimos ver los hangares con la pista allí abajo, todos nos pusimos a aplaudir como niños. Bueno,
todos no, Reckenbacker y Hofner que venían conmigo no lo hicieron. Tenían una expresión como pétrea y la
mantuvieron durante todo el trayecto del tren que nos llevó hasta Paddington, casi ocultándose detrás de
los estuches de sus instrumentos musicales. No les gustaba ser comunicativos, así que a mí me daba lo
mismo hablarles o no. Además, después de todo, yo todavía podía seguir escuchando en mis auriculares:

— It was 9:29, 9:29 back street big city. The sun was going' down. There was music all around. It felt so right.

Todavía no eras ella idea de un recuerdo, casi podría decir que era una realidad. Por allí estaba la mujer de
mi vida y no me daba cuenta exactamente donde, así que seguí entonando a cuenta de una futura nostalgia:

— It was one of those nights when you feel the world stop turning. There was music in the air. I should have
been away, but I knew I'd have to stay.

No lejos de la estación, está la Norfolk Square y allí enfrentando el verde de la plaza, entre pequeños hoteles
de paredes blancas que se han instalado aprovechando las adaptaciones de edificios contiguos conservando
las primitivas fachadas, aparecía el Shakespeare Hotel. En ese lugar pululaban inmigrantes y grupos de
estudiantes con poco dinero, así que a nadie le llamó la atención cuando pregunté si alguien se había
registrado bajo el nombre de Ludwig. A aquellos hindúes de turbante, seguramente les parecí más alemán
que los propios alemanes, con lo que ahora sólo restaba esperar por alguien que se haría llamar el Country
Gentleman. Él nos diría lo que tendríamos que hacer.

—Es curioso pensar que estemos aquí mismo planeando un golpe.

—¿Un crimen?

—Es cosa de unos minutos, eso es todo. Unos miles de libras esterlinas en efectivo y sin riesgo, aunque vayas
patinando sobre hielo delgado.

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—No sé lo que estás hablando.

—Deberías saberlo. Estará en todos los periódicos.

—No, las libras. ¿Dónde están?

—¿Dónde? En algún lugar de Londres. Por supuesto que nos volveremos a ver. Toma estas cien libras a
cuenta.

—¿Cuándo tendrá lugar?

—Hoy por la noche.

—¿Hoy? Tengo que pensarlo –dijo como para quitarse un compromiso de encima.

—Tiene que ser hoy. He arreglado las cosas de esa manera.

—¿Dónde?

—En una hora él entrará en el “fish and chips” de Mike, el afgano, por la puerta que da a Norfolk Place. Tú te
encontrarás allí, debajo de la escalera y él te encontrará.

—¿Por qué lo hace?

—No hay evidencia, sin embargo, parece que nos está chantajeando.

—¿Chantaje?

—Sí, de cierta manera, me temo que es casi seguro que sea una trampa para ese tal Ramírez. Si al menos
tuviéramos la certeza de que es un hispano.

(*)
Último tren a Londres, en noruego en el original. (Nota del editor)

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Skriket (*)
Seguir los desplazamientos de Henrik Ibsen es ahora una tarea fácil, las guías de turismo dan los pasos para
acompañar la jornada habitual que hacía el autor: desde su apartamento en la calle Arbins bajaba hacia la de
Karl Johan, allí y una vez que dejaba de lado el Teatro Nacional, invariablemente llegaba hasta su mesa
habitual del centro intelectual que por entonces era el Grand Café.

Hay referencias sobre que era tan puntual que, con él, se podrían arreglar las agujas del reloj y que como era
muy tímido siempre prefería colocarse mirando hacia el espejo, lo que le valía no tener que saludar a nadie
sin perderse el espectáculo de la multitud. Hoy ese espejo ha sido quitado y en su lugar aparece una gran
pintura mural, revelando a los personajes de la vida bohemia de aquellos días, Ibsen incluido entrando por el
costado. Se puede comprar en forma de tarjeta postal y es un elemento simpático que nos transporta en el
tiempo, aunque si Ibsen tuviera que pagar las treinta coronas que vale una taza de café o si se percatase que
sus páginas manuscritas están reproducidas en el alfombrado, seguramente pegaría una media vuelta. Es
todo eso forma parte del ambiente sofisticado del Grand Café, que es caro y afectado porque forma parte
del Grand Hotel que no lo es menos. Y allí me encontraba yo, casi por casualidad.

Desde que llegué a Noruega nunca antes había estado en una fiesta, menos aún en una recepción literaria
de un hotel céntrico que se prolongó casi hasta la medianoche. Todos trataban de comunicarse conmigo de
las más diversas formas, pero yo fascinado con las pocas frases, por no decir palabras sueltas que conocía de
su idioma, trataba de colocarlas por donde pudiera como cortesía. Y así de pronto, al finalizar la reunión, me
doy cuenta que estoy solitario en una ciudad donde parece que se juega para hablar, pero a esta hora de la
madrugada no hay transporte público y Vestli, donde me hospeda, era un pequeño suburbio donde hasta
aún hoy moran los que pretenden algún día entrar en la verdadera ciudad. Así que, aunque era lejos, decidí
empezar a caminar por calles que luego se fueron transformándose en avenidas, casi caminos vecinales, que
yo ya conocía de memoria.

En ese lugar a medida que uno se aleja de la costa, invariablemente debe de marchar cuesta arriba por las
laderas del valle, que no son más que la prolongación natural de las acentuadas profundidades que a los
navegantes les deparaba el fiordo. Pero eso tiene su ventaja, cuanto más se sube más interesante va siendo
la perspectiva y en esa madrugada las luces de los automóviles se veían como luciérnagas incandescentes. Es
más, desde esta elevación y a esta hora, todo Oslo parecía como un inmenso aeropuerto iluminado.

Pasando las colinas se halla la cordillera de la costa y por sobre esas elevaciones se asomaban las estrellas y
la luna llena. Las nubes de tormenta, que se aproximaban, no tardarían en oscurecer completamente la
noche. Nunca dormía apaciblemente en casa ajena, así que como no tenía apuro en llegar me detenía de
tanto en tanto. Eso no era novedad para mí: había pasado toda la adolescencia saltando de casa en casa y de
una punta a la otra de mi árbol genealógico, por eso esa noche, había decidido no estar ni a mitad de camino
a la hora en que todos seguramente ya se habían acostado. Gradualmente, me fui acostumbrando a esta
realidad y sentado a la entrada de una propiedad abandonada pintada con el tono de rojo oscuro que es
característico de la región, contemplaba las figuras a la luz de la luna cuando escuché el primer grito.

Al principio, me pareció que el breve alarido ahogado era como un recuerdo o el eco de alguna pasada
discusión. El segundo grito fue seguido por una frase, y aunque apenas un poco más débil que el primero,

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como yo estaba alerta comprendí que era real y no una simple idea. Tenso, quedé con el oído aguzado,
ahora quería creer que la frase, cuyo significado me era desconocido, había venido desde el interior. Desde
otra parte de la casa, llegó un ruido sordo como el de un objeto pesado al caer sobre el piso.

Luego del sofocado barullo se instaló una especie de inmensa soledad y el silencio siguió cayendo
lentamente, como solían caer por allí todas las nevadas. Volvió a salir la luna. Trepé hasta la cima de la cerca
para echar un vistazo a la construcción: estaba apoyada apenas en pilares sobre la pendiente de una roca, de
tal forma como si en cualquier momento la casa fuera a esquiar cuesta abajo. No había vecinos en las
cercanías y la gente que vivía a más distancia no parecía haber tenido contacto con ella ni con sus ocupantes,
ciertamente no eran personas curiosas... a menos que también tuvieran cosas para ocultar.

Hice una pausa, sintiéndome exhausto, me apoyé al pie de la cerca. La escena, en general, parecía dibujada
de manera grotesca e irreal: allí estaba a ese hombre con la boca abierta, el rostro entre las manos con una
expresión de angustia. La distorsión de colores, con que la naturaleza configuraba su propio estado, se hacía
evidente ahora que estaba por salir el sol. Dicen los noruegos que en ese momento, cuando el cielo va
tornándose de un color bermejo, se tiene fácilmente la impresión de que hay sangre y fuego sobre el fiordo.

La deformación de las figuras al amanecer es parte de la reducida apariencia que toman los elementos
básicos del paisaje en ese instante del día, especialmente vistos en la perspectiva de la altura y al escuchar
las llamadas de los animales del bosque. Al menos esa fue la interpretación que me dio la policía, a la que
concurrí pensando que era testigo de una tragedia. Seguramente a esa hora, me dijeron, resultaba más
creíble la distorsión de la realidad, que una denuncia de un pedido de socorro cuyo significado literario no
podía explicar.

Nunca he hecho público lo que ha pasado aquel día, ni hasta ahora lo he recordado ni nunca lo volveré a
hacer en el futuro. Me tranquiliza dejarlo por escrito y que lo escrito no permanezca bajo llave. De esta
misma forma me tranquilizó entonces poder contarlo en esa oportunidad a las autoridades, aunque ellas
casi no me comprendieran, digo “casi”, porque luego de hacer mis declaraciones un oficial me acompañó
hasta la puerta y casi susurrando me deseó:

— Espero que termine bien sus vacaciones en Oslo y por el resto de Noruega.

— Y yo también porque todo el tiempo que estuve en ese lugar, sentí que estaba sucediendo algo que
estaba mal. ¿Qué pasa? ¿Hay algo raro allí?

— Está bien, se lo diré —dijo bajando aún más la voz. Hace unos tres años, dos de mis colegas estaban
investigando por los alrededores, entonces ocurrió una balacera y un policía murió misteriosamente. La otra
agente, que era una muchacha, nunca fue encontrada. Yo sólo quiero que a ella la dejen en paz porque,
dicen las viejas leyendas, que existe una maldición que reaparece siempre en aquellos lugares donde un
alma débil fue consumida por el miedo.

— ¿Creé que eso sea posible?

— No, pero tengo la sensación de que pueda ser una pieza más en la estrategia que lleva el asesino, no me
importa si es un ser humano o espiritual. Claro que, razonándolo ahora, en su juego no debería estar

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planteada la posibilidad de que el grito lo escuchara un caminante que no entendiera nuestro idioma. ¡Si
supiera la cantidad de errores que comete un criminal!

Ha pasado el tiempo y en este momento ya no pretendo ser protagonista ni testigo de nada, simplemente
siento la extraña sensación de que me persigue una especie de eco de aquel desesperado grito. Es como una
carga y trato de compartirla.

(*)
“El grito”, en noruego en el original. (Nota del editor)

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Hvem ser innenfor! (*)
En Oslo, un tipo normal, con cerebro normal, gestos normales, ropa normal, acaba de atracar un museo sin
armas normales. Todo, en un clima de tranquilidad, sin escenas ni armas, pronunciando una o dos frases
bien elegidas, tal vez una metáfora. Aún no sé cuál, pero debe de haber sido una metáfora, porque cada vez
escasean más las buenas frases. Los bajos fondos se han instalado en los mejores barrios y los asaltantes ya
no quieren seguir razonando como antes.

Antes eran los bancos, pero ahora los museos se han vuelto el sueño de mucha gente de mal vivir. Al final,
sólo se precisa una buena oración y una buena imagen, incluso cuando necesitan empuñar una pistola. Me
atrevería a decir que un atracador sólo precisa una buena frase. Algunos a veces, hasta fantasean con la
posibilidad de ser cómplices de los directores… porque ellos llegaron antes. Y el robo del cuadro de Munch
fue risiblemente cosa de aficionados, con una escalera apoyada contra una ventana del segundo piso de la
Galería Nacional.

Otro tesoro nacional es la literatura noruega que se conservó en Islandia, porque tiene la extraña
característica de haber quedado completamente aislada. Como no intercambió influencias con el resto de la
civilización, tuvo la particularidad de permanecer original en sus elaborados procedimientos artísticos. Esto
último es lo más sorprendente, teniendo en cuenta que los navegantes nórdicos merodearon por todas las
costas del continente sin transportar su cultura y que la propia función poética estaba reservada a guerreros
cortesanos que usaban una forma de literaria hermética de incomparable rigor.

Las modalidades más primitivas se reúnen en las Eddas, conjunto compuesto alrededor del año 900 por una
treintena de fragmentos proféticos que anuncian la caída final de los dioses. Por otra parte, se completan
con las Sagas, literalmente historias, reseñas en prosa que luego evolucionaron hacia formas novelescas de
hechos reales.

A las eddas y las sagas, los eruditos hicieron su contribución, particularmente Snorri Sturluson destacado
también por su intervención en derecho y política hacia el año 1200. Por dos años se radicó en Noruega para
reunir documentos destinados a un ambicioso estudio de la monarquía cuya redacción le insumió más de
diez años y constituye la historia de los reyes noruegos, desde sus orígenes míticos.

Personalmente en su trato parece que Snorri no fue demasiado agradable y su propia vida fue considerada
como una odisea de traiciones, avaricia e infidelidad casi ilimitada. Además, tuvo un fin violento: acusado de
traición, fue asesinado. Más allá de su condición humana, su nombre perdura hoy por su obra: un conjunto
de piezas literarias que es reconocido como un monumento.

“Hvem ser innenfor, begår en fryktelig synd!” o sea “¡Quién mira en su interior, comete un terrible pecado!”
tal era lo que decía el cartelito, citando una frase de Snorri, al pie de un viejo retablo en madera. La pintura
como una de las expresiones del arte gótico, no apareció hasta alrededor del año 1200, es decir, cincuenta
años después del comienzo de la arquitectura y la escultura góticas. Antes las catedrales eran de madera. La
transición es muy imprecisa y no hay un corte, aunque podemos ver los comienzos de un estilo que es más
sombrío y menos emotivo que en el periodo previo. Es que el impulso del arte realista cristiano, que se
diseminó por el norte de Europa en un periodo de cien años, significó un retroceso.

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Pensar que los robos, como los incendios, pueden resolverse por sí solos es una idea controvertida. No
cualquiera deja que el problema fluya. Se precisa una capacidad asombrosa para minimizar las dificultades:
hay que tener, de hecho, una confianza extrema y un optimismo a ultranza. Sólo creyendo que no hay
conflictos graves y menos aún irresolubles, es posible dejarlos fluir. Eso sucedió cuando robaron un cuadro
de Edvard Munch, del que había varias versiones, en lugar del retablo medieval que estaba más lejos de la
ventana.

Es decir, si el problema no consiste en un cadáver muerto en circunstancias dudosas, tiene solución. Hay
negocios en los que no se puede correr el riesgo de que entre alguien y piense que no hay nada que hacer.
Conozco a un escritor sin ideas que dice permanece ajetreado en una novela que no existe, pero de la que
no puede revelar su argumento. Otras cosas sólo funcionan siguiendo la dirección contraria, dejando de
funcionar. Hace meses que observo una ferretería, cada vez que paso por delante espío el interior. Nunca
hay nadie, excepto el propietario. En dos ocasiones entré y el dueño me miró como oyendo el silencio,
descubriendo lo invisible. Ese es, en esencia, el mecanismo abstracto de la investigación. No hay nada más.

Entonces encontré más de que lo que esperaba. Mi contacto en ese mundo de sofisticada bohemia era mi
amiga Sisel Toresen, periodista especializada en arte, pero ella ha desaparecido de los lugares que
frecuentaba y en la puerta de su casa se acumulan los ejemplares del Aftenposten. Está desaparecida y nadie
la está buscando. Su primera tarea será la supervivencia, ¿secuestrada para que no sirva como testigo u
oculta porque está involucrada en la desaparición del Munch?

Recordé que ella me había enseñado a nunca tratar de entender una obra desde la memoria, sino siempre
intentando imaginar nuevas realidades de tal forma que sólo al despabilarse se diera cuenta de estar ante
algo realmente excepcional.

—Du må ikke være redd for å drømme litt større.

No tengas miedo de soñar un poco más grande. ¿Qué quería decir ella con esa frase? Posiblemente, como
una cuestión de escala, la mente pueda cambiarlo todo. Si es que lo entiendo, necesitaré mucha imaginación
para apoderarme de los secretos de su mente, si bien debo confesar que ¡nunca me enseñaron a ser un
ladrón!

¿Cómo podría yo saber suficientes detalles como para creer que es la realidad? Bueno, los sueños, se sienten
reales mientras estamos en ellos ¿no? Es sólo cuando nos despertamos que nos damos cuenta de el
subconsciente merodea buscando al soñador. Me recuerda algo, pero con la certeza de los sueños medio
recordados de los tenemos algunas pocas nociones precisas.

Sólo quiero entender lo necesario para echar el asunto a andar de una vez por todas. Ella ha encerrado un
secreto, muy dentro de sí misma, algo que una vez que sabía que tarde o temprano habría de suceder... pero
no lo dijo explícitamente, seguramente porque yo no debería haber estado allí. Estos no son sólo sueños,
son recuerdos y ella insistió en que nunca se debería utilizar la memoria.

Según creen los empleados del museo, una mujer lo custodia. Aparece como una imagen difusa y hay varios
documentados relatos de sus advertencias a lo largo de los años. Su última aparición fue durante la
ocupación alemana en 1941. El lugar donde se almacenaba fue destruido por una bomba incendiaria
fortuita, pero la propia caja se encontró a la mañana siguiente a una distancia segura. Es más, hay testigos
presenciales de la noche del incendio, que vieron a una mujer llevando la caja entre las llamas.

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Con ese pensamiento en mente no pude dejar de pasar por la oficina de mi colega Per Svendsen, siempre
meticuloso y reservado a tal punto que había escalado hasta ser el jefe de la policía científica. Como los dos
habíamos ingresado a la policía juntos, conmigo tenía un trato más abierto, no en exceso, pero lo suficiente
como para ponerme al tanto de las novedades en su división.

—Oh, no te lo habrán dicho, pero tres personas murieron de la misma manera y justo a la hora en que
desapareció el cuadro. Una de ellas era una estudiante de derecho de la cercana universidad. Sabemos algo
acerca de los demás, pero no cómo relacionarlos, salvo la sospecha de que en el pasado pudieran estar
vinculados con la Stasi, la policía secreta de Alemania del Este durante la Guerra Fría. Su idea era crear una
fachada tan profunda que podría hacer frente a cualquier escrutinio: pasaportes, documentos, incluso
historias familiares de tal forma que no quedaba nada de lo verdadero, todo era... una leyenda.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo me bajé de ese grupo cuando se estaba reorientando porque algunos documentos ya no los podían
alterar. Antes una identidad falsa se podía hacer con una buena impresora y una laminadora de plástico,
pero en estos días las identidades tienen bandas magnéticas, hologramas y marcas de infrarrojos. Necesitas
ser un profesional. Te lo explicaré más tarde, ¿de acuerdo?

— Digamos que cualquier documento vale la pena, pero lo más probable es que va a ser limitado, como ver
una película censurada. Todas las partes jugosas desaparecieron, pero todavía queda la idea básica. ¿No es
así?

— Básicamente sí, pero siempre podemos empezar de nuevo. Nuevo juego, nuevas reglas, mi amigo.

— Escucha, necesito saber cómo llegamos a esto. Quiero que empieces a documentar todo lo que puedas
tener en tus manos.

— Ella tenía cinco documentos personales. Ahora conserva cuatro, porque uno fue encontrado por el
personal que hacía la limpieza del tren a Moss. ¡Ese no es el tipo de persona que quiero en mi equipo! No sé
qué fascinación tienes de cada uno de sus pensamientos... pero te puedo asegurar, no son todos los
diamantes. La credulidad de ciertos escandinavos es un documentado hecho, capitán. Pero, ¿quién le da la
espalda a una bruja?

— No, te equivocas. Ese es uno de mis sueños menores. Es vergonzoso, puede ser un documento histórico.
Si está con vida siempre dejará un par de evidencias bien justificadas en todos los casos y si esta muerta,
sencillamente no habrá registro. Lamento decirte que esto no es una película y que mi triste deber de
documentar esta historia. Me gustaría tener ese pedazo de papel aquí mismo. Tengo el presentimiento de
que podría llegar a ser algo muy importante, digamos… para el Archivo Vaticano.

Dicen que sólo se utiliza una fracción del verdadero potencial del cerebro cuando estamos despiertos.
Cuando estamos dormidos, podemos hacer casi cualquier cosa. Pienso otra vez en ello ¿cómo he llegado
hasta aquí? ¿Dónde estoy ahora? ¿Qué es lo que quiero? Volver a casa, es todo lo que me importa en este
momento ¿Por qué no puedo ir a casa? ¿Quién querría estar atrapado en un sueño diez años? He
presentado un informe explicando que tengo miedo por mi seguridad.

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Con el tiempo, cosa de unos meses, el cuadro reapareció de la nada como saliendo de una pesadilla.
También mi amiga se dejó ver nuevamente, antes de desaparecer del todo, ¿casualidad o consecuencia?
vaya uno a saber.

(*)
“Quién mira en su interior”, en noruego en el original. (Nota del editor)

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Solstorm, aurora borealis (*)
Antiguamente, cuando no se les podía dar una explicación científica, algunas personas pensaban que esa
visión de los cielos se trataba del augurio de un castigo. Especialmente si presentaban un color rojizo, se las
solía asociar a la sangre de una catástrofe y por la imposibilidad de explicarlas, se hicieron un tema para
leyendas.

Ahora las cosas cambiaron y una de las actividades más emocionantes que se puede hacer por enero en
Laponia, es recorrer la altiplanicie tratando de presenciar ese espectáculo del cielo. Como la espera de que
suceda puede durar varios días, es mejor pasar las noches en una confortable cabaña que en una “lavvo”, la
tradicional carpa sami. Al calor de hoguera se cuentan historias atávicas sobre auroras que saludan a la tierra
y uno puede estar una semana entera esperando ver una aurora boreal y que esta no aparezca, o que el
cielo se cubra de nubes, a pesar de que las temperaturas sean bajas y los cielos estén despejados. Además,
se puede pasar el tiempo saboreando unas tiritas dulzonas de reno fritas acompañadas de papas o
mermelada de arándanos y eso era lo que estábamos haciendo, cuando el ruido de un motor, posiblemente
una moto de nieve, al encenderse, nos hizo enmudecer e intercambiar una mirada de complicidad.

Tal vez se debiera a que ella había estado un tiempo trabajando por esta zona, lo cierto es que luego de ese
ruido me dijo:

—Una chica nunca olvidará a quien alguna vez le gustó, pero si un hombre se comporta como un idiota total,
eso significa que le has atrapado y ¡tú no eres mi excepción! A las niñas se les enseña un montón de cosas a
medida que crecen, pero es estúpido que tengan que esperar la llamada de un muchacho, ¿no? Así que
necesito que dejes de ser agradable conmigo, a menos que nos vayamos a casar.

—Yo no creo que sea una buena pareja para ti, ni siquiera hablo sueco. ¿o es que tu vas a ser una especie de
princesa liberada en este escenario?

La extraña luminiscencia, como mítica cortina de velos impúdicos en el cielo, se presentó como lo que es:
uno de los más fascinantes fenómenos que ofrece el firmamento del extremo del mundo y Laponia es el
lugar idóneo para disfrutar de este maravilloso espectáculo de la naturaleza. La oscuridad me impedía verla
bien, pero cuando traté de incorporarme era evidente que ella esperaba que me quedara, porque ella
también se paró y me siguió muy de cerca unos momentos más.

—Soy muy aficionado a caminar.

—Eso no es muy extraño. Excepto que con este frío invernal…

—Sí... sí, lo sé; pero no puedo evitarlo.

Ya afuera, bajo la tenue luz de la aurora, ella parecía ser frágil y muy rubia. Bromeábamos, entonces yo
proclamaba a viva voz que, si me dejaba besarla, me enamoraría de ella.

—Tienes un concepto bastante anticuado de las mujeres —dijo. Ya pasó la época en que las señoras se
sentaban a esperar. Y tal vez un final feliz no incluya a un hombre, posiblemente puedas ser el mejor amigo
que he tenido. Tystnad!

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—¿Acabas de decir “silencio”?

—Sí. Es que entonces… entiendes el sueco.

—No, ese nombre me lo prendí viendo las películas de Igmar Bergman en el viejo cine club.

—Qué astuto.

—¿Perdón? ¿Qué se supone que significa eso? Será que a pesar de todo debo ser una excepción en tu regla.
Por eso creo que, de todas formas, pase lo que pase, de cualquier manera, terminaré enamorándome de ti.

En aquel momento, como el clima estaba muy seco, ella sacó de su abrigo un lápiz labial de crema de cacao.
Se lo pasó, primero por sus labios y como compadeciéndose de mi mirada perdida hizo lo propio con los
míos. Por mi parte no pude ser menos y le retribuí la gentileza, besándola apasionadamente.

En invierno durante los meses de enero y febrero, cuando el sol casi desaparece al sobrepasar la línea del
Círculo Polar Ártico, se produce el fenómeno singular de las auroras boreales. Hay que recordar que las rutas
están cubiertas de nieve y las tormentas solares, incluso si están ocultas por las condiciones meteorológicas,
pueden alterar los sistemas de comunicaciones. Es que las auroras boreales son partículas luminosas de
masa solar debidas a la electricidad que producen al chocar a gran velocidad con las capas superiores de la
atmósfera. Es entonces cuando los gases se iluminan y los distintos colores reflejan los gases produciendo
una especie de luz difusa.

Distintas entre sí por forma y color, las auroras alternan sus matices en contraste con la negrura profunda
del cielo, en realidad, todo depende de las reacciones químicas entre los componentes de las capas que
recubren la tierra, el oxígeno y el plasma solar, que genera unas veces luces de tonos rojizos u otras de un
amarillento verdoso más frecuente. Las formas cambian rápidamente con el tiempo, así durante una noche,
la aurora puede comenzar como un arco aislado muy alargado que se va extendiendo en el horizonte. Cerca
de la medianoche, su momento más propicio, el arco comienza a incrementar su brillo y va formando
estructuras verticales que se parecen a rayos muy delgados cuando de repente la totalidad del cielo se llena
de bandas o espirales de luz brillante que se mueven rápidamente de horizonte a horizonte. La actividad
puede durar desde unos pocos minutos hasta un par de horas. Cuando se aproxima el alba todo el proceso
parece calmarse o limitado a algunas pequeñas zonas.

Tantas veces he recordado esa última noche, tantas veces la he sentido imponerse como más fuerte que el
presente, que ahora de lo único que podría estar seguro era que aquel lugar tan lleno de vida, se
desvanecería como si no hubiera existido jamás en mi memoria y todo, definitivamente, quedaría vacío para
mí. Pero lo cierto, es que todo cambió en mí respecto a ella y ahora sé que me hubiera tenido a sus pies, con
solo mover un dedo.

(*)
“Tormenta solar, aurora boreal”, título en sueco y latín en el original. Según el autor es un homenaje a la
narradora sueca Åsa Larsson, escritora de novelas policiales cuya protagonista es la abogada Rebecka
Martinsson. Nombre que a su vez es un homenaje a Martin Beck, otro protagonista sueco de novelas del
género. Sus historias transcurren en Kiruna, ciudad minera ubicada cerca del círculo polar Ártico,
indisolublemente asociada a la noruega Narvik que es un puerto oceánico. (Nota del editor)

35
Svensk jenta (*)
Aquella noche estábamos sentados con la muchacha sueca en el Grand Café. La enorme estancia apenas
iluminada estaba llena de animación. Todo el mundo parecía estar allí, pero era evidente que algo faltaba y
no es que hubieran quitado el cuadro de la pared. Cuando el café se llenó a rebosar; abandoné nuestra mesa
para hablar con un amigo que se encontraba al otro lado de la sala. Al regresar a la mesa, se habían sentado
a ella tres turistas rumanos, dos hombres y una mujer.

Todos conversaban con la muchacha sueca. Ella hablaba español, francés, alemán, algo de holandés e inglés.
Cuando tenía un momento para sentirse arrepentida, entre suspiros, se lamentaba de que el italiano lo tiene
tan olvidado que ya no logra hablarlo, sino sólo leer palabras sueltas, y lo peor le ocurre con el rumano.

—¿Cómo? ¿Qué dicen? –le inquirí a la muchacha sueca.

Es que los rumanos intentaban hablar conmigo por intermedio de ella e hacían lo que hacemos todos
cuando hablamos nuestra lengua con alguien que la desconoce: miramos a la cara, y lentamente vamos
pronunciando las palabras con complicados movimientos de los labios. Después, a medida que surgen las
historias, nos olvidamos del ritual y nos soltamos con tanta vehemencia que estamos seguros de que todos
deben entendernos. Era en esos momentos cuando ella más se avergonzaba de no entender casi nada, pero
igual intentaba seguir traduciendo en forma intuitiva mientras furtivamente miraba al reloj.

Al cabo de un rato llegó la hora de la muchacha sueca, estaba claro que debía irse, qué otra cosa podía
hacer, el tiempo se había agotado y ella se iba, se iba muy lejos. Tan sólo faltaba salir por la puerta y bajar la
calle de Karl Johan hasta la estación del tren. Entonces, todos brindamos diciéndonos "¡Skål!" tantas veces
como hacía falta para la asegurar la salud de cada uno de los cinco y emprendimos la salida en fila, cansados
como si fuéramos parte de una poderosa horda venida quién sabe de dónde.

Muy pronto Oslo y yo quedaríamos atrás, muy atrás en su pasado. Ella proseguiría su camino, quizá a
Gotemburgo, quién sabe si a Estocolmo.

—¿De verdad sabes a dónde vas?

—Aquí —apuntó tranquilamente en un mapa, casi en la oscuridad para que no lo viera y como susurrando
para tratar de no perturbar el silencio.

—Confío en que sepas lo que haces —dije.

—Sí, sé lo que hago— Y ascendió al tren, con el equipaje en la mano.

Permanecí mirando al tren hasta que se perdió de vista en la lejanía. No me moví durante todo el tiempo
que tardó en irse. Allí se estuve en el andén y sólo después de pasados unos minutos me volví para encarar
las calles desiertas. Después, me propuse caminar a toda prisa para guardar el calor.

Suele decirse que no hay soledad como la de quien se encuentra solo en medio de la multitud; los novelistas
no dejan de repetirlo; pero en Oslo a esas horas no hay multitudes por las calles, con lo que se duplica el
patetismo de sólo pensar en ello al momento de desandar el camino y encontrarme con uno que me dice:

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—Hvor er du? –pregunta cómo me encuentro, de igual manera como si estuviéramos acostumbrados a
cruzarnos todos los días y yo le respondo, igualmente, absorto e indiferente:

—¡Qué mal otoño estamos teniendo!

Pasado el tiempo, a veces pienso: ¡Qué vergüenza! ¡Qué infamia que todas esas palabras hayan de ser
desperdiciadas!, entonces siento pavor que las expresiones se me pierdan sin rumbo como esa muchacha
sueca.

(*)
“La muchacha sueca”, en noruego en el original. (Nota del editor)

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Våre herr Holø (*)
El señor Holø muy sutilmente había servido con un valor a sus empleadores, especialmente durante la
Segunda Guerra Mundial, que fue una época donde el rey debió de huir a Inglaterra y todos los peligros
amenazaban al país en una parte tormentosa de su historia. Aunque arruinado por los impuestos, la
posterior bonaza lo sorprendió saldando las cuentas viejas y contento de poder seguir viviendo a espaldas
del Akerhus, en una de esas casas que dan la idea de cómo lucía Oslo, o mejor dicho Christiania, como
llamaban a la ciudad cuando el edificio fue construido sobre la que por entonces era una de las calles más
importantes.

La casa era grande con una estructura de piedras, no obstante, desde hacía mucho ellas habían perdido su
color inicial. Ahora sólo era posible imaginarlo, porque se veía cubierto por el patinado gris negruzco que
deja el paso de las décadas. La parte manifiesta de la residencia estaba limitada por una vidriera que se
apoyaba en muros de venerables grietas, así que no era raro que en los días luminosos del verano
permanecieran en la vereda grupos de turistas, que procedían a examinarla con un entusiasmo propio de
arqueólogos. Los guías recién bajados de los cruceros explicaban que el propietario, un comerciante,
interesado en los negocios marítimos, tenía algo parecido a una torre de observación desde la que podía
permanecer indefinidamente escudriñando, a la espera de que arribara algún velero con mercancías.

Por lo demás, era un elemento típicamente portuario cuando la ciudad estaba formada por casas bajas. Un
simple prisma de base poligonal, con caras provistas de aberturas biseladas permitían apreciar el panorama
desplegado a su alrededor y daban una sensación de proporciones heroicas al resto de la construcción, que
estrictamente no parecía ser más que la modesta continuación de una escalera. Aunque fuera sólo eso,
bastaba para darle un aspecto pintoresco al edificio, tal como lo demuestran los viejos grabados de una
época ubicada por los alrededores del año 1860.

Es así que el señor Holø prefirió recluirse en el mirador y desdeñar el resto de la casa que, como la mayoría
de las de la zona, tiene varios niveles y unas barras de hierro en las ventanas que le dan una apariencia a
medias entre castillo y prisión. Las viejas piedras del patio invitan a continuar por una escalera que sube al
mirador de techo puntiagudo. A sus lados tiene enroscada una baranda de hierro forjado con motivos
nórdicos que puede ser usada como pasamano y desde la cima… particularmente en el atardecer, se puede
contemplar cualquier aspecto de lo que acontezca en la calle o mismo en el puerto. Ciertamente lo mejor es
la vista exterior, de frente al fiordo, porque el mobiliario es tan precario como la habitación misma: está
constituido por una mesa y sillas desechadas del resto de la casa, pero eso sí, en las paredes el señor H olø ha
ido colocando sucesivamente los retratos de todas las personas que van pasando a desgracia como si fuera
una ayuda para la memoria de las traiciones sufridas.

La escala del conjunto arquitectónico considerada en su relación con los edificios inmediatos, las
características del terreno en una ladera y la apertura visual hacia y desde la costa, hacen de la construcción
un referente ineludible para quienes pasen por este sector de la ciudad; pero a nuestros ojos la importancia
que podemos darle tiene más que ver con la nostalgia como testigo de una época, que con los valores que
quedan de ella. Claro que el señor Holø no lo entiende así: para él la mayor sugestión de la casa y de su
minúscula y oscura habitación superior proviene, sin duda, del hecho de ser sede del más extraño y versátil
conglomerado de personas que jamás ha tenido la ciudad.

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Fue por esa época que los vecinos y el resto de la gente empezaron a comparecerse realmente por el señor
Holø. Todos recordaban que su tío abuelo había quedado totalmente loco y sospechaban que si existía un
verdadero mal, tal vez fuera de una naturaleza hereditaria. Nadie dijo osó opinar por entonces que estaba
loco, en realidad recordaban el aislamiento al que se había sometido y decían que podía concebir tales cosas
sólo como una consecuencia más.

Una tarde yo había sido invitado a visitarle, pero fui tan puntual que me adelanté al resto de los convidados.
Entonces, como aquel ambiente me conmovía, lentamente fui apartándome hacia un rincón que me pareció
más seguro y casi sin pensarlo comenté:

—¿Puedo quedarme aquí?

Avergonzado me di cuenta de que lo había dicho en voz alta. La leve sonrisa en sus labios me indicó que me
había entendido y que algún día lo utilizaría en mi contra, así que opté por fingir que estaba descansando,
sin dejar de observar por el rabillo del ojo como él murmuraba que ya habían llegado los otros invitados:

—Allerede komme, allerede komme!

El grupo podía transformarse de político a literario, o de esotérico a filosófico, de acuerdo a la asistencia que
se solía congregar en la biblioteca ubicada en una especie de profunda cripta consagrada a los dioses
nórdicos; sin dejar de estar todo marcado por la presencia de la personalidad dominante del personaje de
paso o simplemente por la del dueño de casa, que invariablemente ejercía una especial atracción sobre
todos los asistentes. No todo era allí poesía y conspiración, también había bebidas corteses para una docena
de soñadores iluminados por la luz de las velas ya que no existía instalación eléctrica en la torre. Tal vez por
ello que lo mejor eran las largas tertulias veraniegas de noches claras.

No pudiera decirse que tuviera amigos, pero tenía muchísimos conocidos, más que nadie que yo
frecuentara, así que me alisté como uno más. A los asistentes, el señor Holø leía sus propios poemas en
diversas lenguas, asombrando sin medida a los visitantes extranjeros a los que intentaba seducir en su
propio idioma o en alguno parecido, así a los portugueses les hablaba español y a los rumanos italiano.
Alguno mirando con imaginación a la escalera de hierro, le dijo que le recordaba a las de servicio de la torre
Eiffel, de Paris, pero el señor Holø se limitaba a mirarlo con indiferencia ya que su idea subjetiva era aún
mayor: quería emular a la torre de Babel.

Los genios, o los locos vaya uno a saber cuál era este caso, no duran mucho y mueren antes de culminar sus
propósitos; así que cuando señor Holø murió, todos nos hicimos presentes posiblemente movidos por el
afán de curiosear más allá de la escalera y poder vagabundear por el resto de la casa, donde nadie había
logrado penetrar. A algunos de los contertulios les dio una piadosa lástima, pero la mayoría dijeron que
seguramente había muerto de tan sofisticado, que eso de seguir respirando era una cosa demasiado común.

El criado nos hizo pasar a un vestíbulo oscuro, desde donde partía otra escalera que desaparecía bajando
hacia una sombra aún más cerrada. Había un penetrante olor a polvo y a cosas en desuso, pero sobre todo al
de la humedad provocada por el encierro. Entonces fue cuando los pesados sillones tapizados en cuero
agrietado quedaron al descubierto, una vez que nos fuimos adaptando a la penumbra. El hombre, con un
gesto nos invitó a sentarnos y se quedó estático en el umbral que daba hacia las gradas. Algunos nos
apoltronamos más que nada por cortesía, pero lo que a mí respecta me erigí como un autómata al escuchar
un mecanismo que se ponía en sincronismo con el latido de mi corazón, entonces me acerqué a la escalera y
en el primer rellano logré divisar entre la penumbra, a un enorme reloj de péndulo.

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Más allá había una extraña criatura algo regordeta, de grandes ojos inquietos y una cabellera ensortijada y
sedosa que no llegaba a ser rubia ni tampoco castaña, pero que levemente parecía resplandecer.

Salimos de la casa, adelante Tore y Knud, Hans y yo detrás, por eso teníamos que hablar un poco más alto
para poder charlar. Nadie sabía muy bien lo que nos había pasado aquel sábado por la tarde, aunque
nuestros abrigos se obstinaban a devolvernos una y otra vez el olor a humedad, que más o menos
lográbamos disimularlo respirando unas bocanadas del aire frío de la calle.

—Escuchen, ahora voy a contarles lo que he visto en la escalera –les dije, pasando a relatarles mi visión.

—Selvsagt finnes det engler! –murmuró Tore entre dientes, cuando hube terminado.

—¿Qué dijo?, no alcancé a oírle –le pregunté a Hans, que caminaba a mi lado.

—Dice que por supuesto, ¡que los ángeles existen! Ahora recuerdo que en alguna parte leí que el término
griego de donde proceden las transcripciones en lenguas modernas, significa literalmente “mensajero” y
aparece cuatrocientas veces en la Biblia. Es más, cuando el mensajero es un espíritu, la palabra se traduce
como “ángel”, mientras que, si es obvio que se trata de una criatura humana, los traductores simplemente
ponen “mensajero”. No obstante, como símbolos apocalípticos, algunas referencias a ángeles puede que
apliquen también a las criaturas humanas o a ambas cosas simultáneamente.

—Me asombra lo que sabes –acoté sin agregar más nada.

De hecho, seguimos nuestro camino en silencio, hasta despedirnos. Luego investigué que algunos opinan
que los ángeles son personas concretas, más que fuerzas impersonales. El tener un nombre implica
individualidad, aunque la Biblia solo suministra dos: Miguel y Gabriel. No se mencionan más para que no se
les rinda adoración indebida, como cuando Jacob le preguntó su nombre al ángel y él rehusó dárselo.

Por mi parte, nunca mencioné que, al despedirnos y abordar un tranvía, desde el frontispicio de una casa me
miraba una figurita alada algo regordeta y de ojos inquietos que estaba enmarcada con la leyenda “Anno
1859”. Las aceras estaban sembradas de hojas secas y seguramente iba a nevar esa noche.

(*) “
Nuestro señor Holø”, en noruego en el original. (Nota del editor)

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