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Romance de Alauwen y Eliosad

Marcelo Eduardo Fuentes

© Marcelo Eduardo Fuentes, 2005

Inscripción Registro Propiedad Intelectual N° 151 535

Todos los derechos reservados


Nota del traductor

No me detendré demasiado en las extraordinarias circunstancias que trajeron el siguiente

texto hasta mis manos. Baste decir que involucraron un viaje a la isla de Chiloé junto a quien ahora

es mi esposa, una iglesia clausurada por los deterioros de los siglos y la lluvia, y un párroco que, al

enterarse de mi oficio, me mostró un voluminoso fajo de folios manchados y ya medio carcomidos

por la humedad. "Romanz d'Alauwen i Eliosad" era el título, caligrafiado como el resto del escrito

en trazos angulosos y azules. Pese a la certeza del sacerdote de que estábamos ante un manuscrito

español medieval, me bastó hojearlo rápidamente para darme cuenta de que ese idioma —aunque

era, sin ninguna duda, una variación del nuestro— no correspondía en absoluto al castellano de

Berceo ni al de Juan Ruiz. Le propuse pagarle o dejarle en prenda todo mi equipaje, a cambio de

que me lo prestara por uno o dos días, para así obtener copias que llevar a Estados Unidos.

Gentilmente, desestimó mi oferta: me regalaba el original, a cambio de alguna colaboración para la

parroquia; de cualquier modo, nunca había conseguido descifrar más que algunas líneas sueltas.

Sabrina y yo le dimos cinco mil pesos y un poncho de lana que recién habíamos comprado, y

partimos hacia Ancud, para cruzar de ahí a Puerto Montt y regresar a Santiago y a New Jersey.

Durante el viaje de tres días en lancha, transbordador, dos buses y dos aviones, la lectura

del manuscrito me hizo oscilar continuamente entre el asombro, el temor y la incredulidad. En un

inicio, estaba seguro de haber descubierto una gesta medieval en algún dialecto poco estudiado. Sin

embargo, cuando encontré referencias a máquinas voladoras, bombardeos y hologramas, por poco

me convencí de que todo era un embuste. Pero, ¿de quién? No me imaginaba al anciano sacerdote

ni a nadie más componiendo un poema de cinco mil versos en una caligrafía inimitable y una

lengua endemoniada, sólo para entregárselo por un par de billetes a los turistas. Mi desconcierto

fue mayor cuando fotocopié algunas páginas para dos profesores de estudios medievales de

Rutgers University y ellos me preguntaron si se trataba de una broma. No, no era ninguna forma de

protocastellano ni de ninguna otra lengua romance. Sí, podía consistir en una variación del español,

pero totalmente desconocida. Y frente a la posibilidad de que un dialecto hubiera permanecido

oculto por mil años y reaparecido en un documento literario de esta extensión, la alternativa del

fraude resultaba la única creíble. En el departamento de lingüística de Princeton, me dijeron que

aquello, más que un estado arcaico del español, parecía uno futuro: una erudita suposición de las

mutaciones fonéticas y estructurales que podría experimentar nuestra lengua de aquí a seis o siete

siglos más. Desde luego, no cabía otra explicación que considerarlo un alarde pedantesco de algún

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lingüista chileno. No quise aclararles que nadie en Chiloé ni en todo Chile podría haber contado

con el genio ni la experticia para tamaña locura.

Cuando compartí algunos fragmentos con una amiga en un bar de New Brunswick, se

entusiasmó con la idea de dar a conocer un poema épico todavía por escribir y me sugirió

publicarlo junto a una serie de artículos académicos sobre el tema. Al disiparse un poco su

borrachera, se retractó de ese sinsentido y me propuso que lo divulgara como un escrito de ficción,

en una edición bilingüe. Otra amiga, esta vez en uno de los tantos restaurantes indios de Iselin, me

convenció de que el único modo de hacerlo accesible al público sería traducirlo, escribir una nota

introductoria y dejar que la gente creyese lo que le viniera en gana.

A mediados del año 2001, emprendí la traducción del "Romanz d'Alauwen i Eliosad".

Mantuve la cadencia de sus largos e irregulares versos, así como la división en cantos y algunas

aliteraciones, aunque el vocabulario me presentó más de un desafío insuperable. Muchas veces,

tuve que asimilar algo intraducible a lo que mi idioma y mi experiencia me ofrecían como el

equivalente más cercano. Por ejemplo, los "sel'caitos" que aparecen en el canto 4 y otros, han sido

transformados en "helicópteros", aunque nada me asegura que se parezcan ni remotamente a las

máquinas que nosotros denominamos así, fuera de ser vehículos voladores dotados de hélices. Pero

la mayoría de los vocablos y sobre todo los principales, como "Mare" (Madre), "suat" (ciudad) y

"e'la" (isla), hallaron sus correspondencias (que creo) exactas. Con respecto a los nombres de

personas, he conservado su grafía original, aunque no siempre sepa el modo en que habrían de

pronunciarse: quizás por multitudinarias migraciones hacia las tierras del sur, en los nombres

propios se mezcla una variedad de raíces occidentales y orientales que he renunciado a rastrear. En

"Mhannir", por ejemplo, ignoro si la "mh" y la doble "n" representarán sonidos pertenecientes a

otros alfabetos. Yo, simplemente, lo he leído siempre como "Manir", del mismo modo en que he

pronunciado "Sodi" cuando era "Zoddi" e "Ilanoir" para "Ylhanoir".

Debo advertir, sin embargo, que las exigencias del ritmo, el contexto y mi imaginación han

pervertido y en parte arruinado el texto original, el cual espero enseñar alguna vez en toda su

exótica belleza. A manera de ejemplo, los versos iniciales del canto 1, que he traducido como:

Esto, que alguna vez fue el paraíso, hoy no es nada

sino sangre, sudor y fuego. En torno a estas murallas,

el labrador obtuvo el grano y el comerciante la tela,

sin miedo hacia el poder de sus señores...,

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aparecen en el manuscrito, mucho más fluidos y sintéticos, del siguiente modo:

To k'una ve fo’u nohtro paraiso

no'yna oh, ma san ma suor ma foj. Tohno ta murala

campá compose gra', comper compose tala

desatemoriser al po'yr de su sinore.

Agradezco a Sabrina Doré, quien sacrificó su poncho chilote casi nuevo para obtener estos

cantos. Y a algunos académicos de Princeton y Rutgers (que bien saben quiénes son) por su

asistencia en guiar mis precarios conocimientos de literatura medieval y mis casi nulos de

lingüística. Y a las amigas que amablemente me impusieron el deleitable suplicio de traducir estos

versos. ¿Y cómo podría olvidar entre mis deudas a aquellos que, según he terminado por aceptar,

vivieron y cantaron este "romanz" ("romance", en el sentido antiguo —y, al parecer, futuro— de

"poema que rememora y celebra las acciones heroicas de una persona o un pueblo")? Alauwen,

Eliosad y Mhannir: si alguna vez ustedes, que no existen aún en nuestro mundo, abren este libro y

descubren sus nombres, encomienden mi alma a Dios. Él puede o no ser real, y hasta puede que a

veces lo sea y a veces no, como yo para ustedes y ustedes para mí. Pero me gustaría creer que Él los

conoce y me conoce, y está y estará junto a nosotros, velando los esfuerzos y los frutos de nuestra

voluntad y nuestros actos.

M.E.F.

Septiembre de 2005

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1.

Esto, que alguna vez fue el paraíso, hoy no es nada

sino sangre, sudor y fuego. En torno a estas murallas,

el labrador obtuvo el grano y el comerciante la tela,

sin miedo hacia el poder de sus señores. Aquí los condes

y los duques se inclinaron ante un puñado de hombres puros

que, en pos de esa pureza, negaron la Bestia de Roma.

Aquí pació el animal sin cuchillo en la cerviz; aquí cenó la familia

sin acreedores ni obispos: a las sanguijuelas y lobos

clausuramos nuestras puertas.

Aquí trabajamos y oramos, esperando mansamente ser salvados

en esta vida o en otra. Pero la Bestia se revolvía en su cubil,

masticando la injuria. Bajo el signo infame de la cruz, envió a sus hijos

a saquear nuestros campos y a violar nuestras mujeres y villas.

Refugiamos a los últimos centenares de nuestras mesnadas

tras los muros de Montsègur, intentando defender

el innombrable secreto, el más sagrado. Por este bendito secreto

soportamos casi once meses de sitio y la vista de hijos e hijas

sucumbiendo al hambre, implorando un mendrugo, suplicando

por una soga o un mendrugo para acabar con el hambre,

mientras Hughes des Arcis y Pierre Amiel banqueteaban con sus tropas

y nos dejaban oír sus risas. Y ese infierno de once meses, sin embargo,

solamente fue el preludio para el infierno de hoy día.

La historia es circular: Roma de nuevo asiste

a la crucifixión de un mundo. Y, otra vez, el vencedor

es el condenado y no Roma, porque el secreto está a salvo.

Una tercera parte de los últimos centenares ha decidido

morir en combate; el resto, rendirse a Simón de Montfort.

A cuatro nos ha aguardado un destino diferente.

Antes del anochecer, nos ceñimos las cotas de malla

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y, en vez de yelmos y sobrevestas, nos guarnecimos con mantas.

Los cuatro aprovechamos la confusión del asalto para alcanzar indemnes

el bosque y continuar en dirección a Sabarthé. Cuatro eran necesarios

para escapar del castillo; no para preservar, en los siglos que nos restan,

oculto nuestro secreto. A la entrada de las cavernas,

pedimos a Nuestro Señor que designara a uno solo. Enterramos

las espadas en el suelo. Cuando las desclavamos, en la punta de la mía

había una mancha de sangre sobre una hoja de olivo.

Alicart, Poutevin y Hugo, con lágrimas, me abrazaron.

Yo ahora lloro también, por mí y por ellos, en tanto avanzo de prisa,

con el secreto apagado, inservible por el momento, pero seguro.

Ellos van a morir muy pronto: acabarán en las fauces

de la Bestia, como todos los demás, como las mismas murallas,

que creímos inexpugnables, de Montsègur. Yo tallaré misterios

en las catedrales de nuestros perseguidores, esculpiré sus estatuas,

compondré tratados, estudiaré la alquimia, buscaré

la manera de escoltar nuestro secreto por siglos.

Nunca se habrá conocido más paciencia que la mía

ni más fe, esta única fe que es lo único que me queda.

Yo sé que, cada setecientos años, reverdece el laurel.

2.

En una ciudad amurallada de torres de espejos y metales,

Alauwen siente su cuerpo despertarse y saludarla

con una vibración en el vientre, que de inmediato sube por el torso

y por sus miembros, hasta activar el nódulo detrás de la cabeza.

Entonces puede ver: las paredes blancas del cubículo,

de una perfecta monotonía, con la única interrupción

de la única puerta. Alauwen camina hacia ella

y entra al elevador. A su estómago vacío, una corriente húmeda

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desciende: Alauwen agradece, como de costumbre, a la Madre

por el alimento recibido. Fuera de esa rutinaria gratitud,

mientras sube el ascensor decenas de pisos, no hay

en su mente pensamientos ni recuerdos. Cuando llega

al salón donde trabaja, en ambos lados ve interminables hileras

de sirvientes y sirvientas, con idénticos uniformes y con el mismo visor,

y todos son como nadie. Alauwen se acerca hasta una placa

y hace lo que el resto: depositar sus manos sobre ella

y comenzar su labor. Al cosquilleo en las palmas le sucede

la voz de la Madre, sonido solitario en el silencio

de la enorme sala: relata noticias de guerra,

pérdidas y avances en los diversos frentes, alteraciones climáticas

al exterior de la ciudad. Alauwen considera aquellos datos

para elaborar sus cálculos y distribuir los recursos

y proponer estrategias en las batallas del día. Así transcurren muchas horas

durante el diálogo mudo entre la Madre y Alauwen.

Eliosad se despierta de un mal sueño. Se lleva una mano

a los ojos y a la frente, intentando recordarlo. No recuerda.

Al fin, los maullidos del gato lo obligan a levantarse.

Acaricia su lomo negro. El viento tamborilea contra el techo y las ventanas.

Eliosad enciende la chimenea. Las llamas y su crepitar

le evocan, sin aclarárselo, el sueño olvidado.

Al extremo sur del continente, avanza la glaciación

y Alauwen examina las imágenes del mar, convirtiéndose

en un quieto lago cristalino, azotado por las ráfagas de viento.

De pronto, entre el silencio de esos parajes lejanos y el silencio

del salón y sus inmóviles sirvientes, un chirrido

le provoca un sobresalto. Los valles helados se desvanecen

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y, en vez de ellos, llenan su vista una palabra y un número:

“vux 7”. Casi enseguida Alauwen, desconcertada, oye una voz

que no es la voz de la Madre y no se asemeja siquiera

a ningún otro sonido que haya oído en la ciudad.

“Alauwen”, dice la voz, “Alauwen, estás muerta”.

Ella mira a su alrededor con disimulo: nadie parece

haber escuchado nada. “Sólo puede tratarse de la Madre”,

se dice, aunque sabe que no es cierto. “Intenta recordar”, sigue la voz,

“tu infancia, si alguna vez fuiste otra y trabajaste

en algo diferente, si en cualquier ocasión la Madre no estuvo contigo.

¿Quiénes fueron tus padres verdaderos? ¿Hay amigos o hermanos

en algún rincón de tu memoria? ¿Has cruzado alguna vez estas murallas?”

“No tiene sentido”, piensa Alauwen:

“No hay un antes de la Madre ni un después.

Y, fuera de la ciudad, lo único que existe es guerra y muerte”.

“También hay guerra y muerte al interior de este salón

y al interior de ti", dice la voz: "Tú estás muerta, Alauwen: te han matado

y, si quieres recuperar tu vida, te alejarás de la Madre.

Debes huir hacia el sur. Busca una isla hacia el sur”.

“¿Huir, cómo?”, dice Alauwen. “Por debajo

y por dentro de la ciudad”, dice la voz. Alauwen le pregunta:

“¿Y tú, quién eres?” “Hace mucho que perdí todos mis nombres”,

le contesta la voz, “y los que me conocieron, nunca supieron mi nombre,

o ya lo han olvidado. Pero tú vas a saberlo y recordarlo. Valaner,

me llamarás. Y yo responderé cuando me llames”.

La llanura congelada reaparece

en el visor de Alauwen. Necesita explicarse lo ocurrido

y ninguna explicación la satisface. Piensa: “Fue una ilusión.

Estoy enferma”. Y la palabra “enferma” le produce la certeza momentánea

de que hubo algo antes de la Madre: otra Alauwen, en otro lugar,

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para quien esa palabra misteriosa y otra muchas que pronunció Valaner

—“infancia”, “amigos”, “hermanos”— guardaban algún sentido.

Más reacciones insólitas suceden en su cuerpo: siente miedo

y algo incómodo y caliente que se esparce por su rostro

y se concentra en sus mejillas. No sabiendo qué más hacer,

ignora aquel incidente, restablece el contacto con la Madre

y retoma sus tareas habituales.

Al atardecer, Eliosad coge el machete, se pone la capa y sale,

como guiado por algo que lo perturba y no entiende.

Cruza el bosque, se abre paso entre las zarzas, sube un cerro

y desde su cumbre divisa la quieta extensión del océano.

Le da la impresión a Eliosad de que alguien lo llamara

desde el canal que separa la isla del continente.

Vuelve a internarse en el bosque y continúa avanzando,

cortando los matorrales y descendiendo a la playa.

Alauwen, aquella noche, en su cubículo, piensa

en las palabras de Valaner y descubre que las recuerda

confusamente, como una pulpa de sílabas y sensaciones,

pero recuerda lo básico: su consejo y sus preguntas.

Y luego retrocede en su memoria. Se contempla trabajando

y entrando al elevador y andando por el pasillo.

Rememora qué hizo ayer. Y antes de ayer. Y todos los días anteriores,

exceptuando a Valaner y su llamado, son idénticos al de hoy:

siempre el mismo cubículo, el mismo elevador, la misma voz

de la Madre acompañándola desde la mañana hasta la noche.

Intenta discernir si esa cadena de jornadas iguales tuvo inicio,

pero, por más que se esfuerza, no lo advierte: cada día,

aun el más lejano, sigue siendo como el de hoy. No hay un principio.

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No ha salido nunca de esta torre. Nunca en realidad ha contemplado

la glaciación ni la guerra. Se siente, súbitamente, absolutamente sola,

como si nadie más existiera en todo el mundo, como si este momento

fuese el único momento repetido por siglos y milenios.

Imagina el futuro y se convence de que el mañana no reflejará

sino la misma exactitud y monotonía del pasado,

extendido hacia atrás y hacia adelante en dos eternidades sin confines.

“A menos que huya”, piensa Alauwen y recuerda la voz de Valaner:

“Por debajo y por dentro”. La idea de escapar se le figura

como una luz singular en medio del negro túnel

en que se confunden su pasado y su futuro. Se levanta.

Busca el umbral y el ascensor. A cada paso,

su cuerpo se resiste con pereza. Llega al pasillo que conduce

hasta el salón de siempre, pero por primera vez

lo recorre en el sentido opuesto al de todas las mañanas.

Escucha subir y descender otro elevador a sus espaldas.

Será alguien más que viene. Apresura sus pasos y tropieza.

Se inclina y tantea una trampilla. La descorre con facilidad

y se toma de sus bordes, se descuelga hacia abajo y toca el suelo.

Se halla en un pasadizo con olor a humedad y a herrumbre.

Mira en todas direcciones, pero no logra ver nada.

Cree oír un par de veces su nombre en la voz de la Madre.

Se cierra la trampilla. Y Alauwen avanza en la oscuridad.

Cae la noche. En la playa, Eliosad enciende una hoguera

y observa pacientemente, tratando de reconstruir

otra vez el sueño olvidado. Los maderos simulan los contornos

de una persona, agitándose al contacto de las llamas.

Y ahora sí que recuerda: recuerda que acompañaba a una mujer malherida

que, en la espesura de un bosque, iba a dar a luz a un niño.

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Pero, en lugar de su hijo, la mujer paría fuego

y las llamas ascendían por los troncos y el follaje,

carbonizándolo todo. Y a Eliosad lo traspasaban la culpa

y una tristeza inconsolable, como si a la vez él fuera

los árboles y el fuego, el asesino y la víctima y el arma.

Sobre el rumor del mar y la fogata, un pelícano muy blanco

aletea y se posa junto a él. Eliosad extiende la mano

y le señala el canal. “Ve”, le dice: “No conozco

quién es, ni para qué viene, pero ayúdale a venir.

Si se quiere recibir una respuesta,

no hay que perder el tiempo con preguntas”.

3.

El aroma del hierro enmohecido es lo único que huele

Alauwen en su largo recorrido por túneles completamente oscuros.

Pasan horas. A veces toma conciencia, sorprendida,

de la ausente voz de la Madre, cuando cree escuchar susurros

o crepitares electrónicos, y pronto se desengaña:

la Madre no está llamándola.

Advierte por fin un soplo de aire y un tenue resplandor

que le indican el término del túnel. Sale, por él, a una caverna

llena de figuras asombrosas, cuyos ruidos, tras horas de silencio,

la ensordecen y la llenan de pavor.

Hay una decena de fogatas y, en torno a las fogatas, hay mujeres

y hombres, desprovistos de uniforme, sucios, barbados, andrajosos,

a tal punto que Alauwen se pregunta

si se trata de humanos o de bestias. Junto al fuego,

se deslizan velozmente unos cuadrúpedos feroces,

haciendo relumbrar sus colmillos y sus ojos. De inmediato,

Alauwen intenta devolverse, pero ha sido ya olfateada

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por los animales, que le ladran y saltan hacia ella.

Se vuelven a mirarla todos los harapientos; uno grita:

"¡Quietos, quietos!", y Alauwen y los perros se detienen

y se contemplan jadeando. El viejo que ha gritado se aproxima

y, atónito, la observa. Alauwen sale a la luz

y trata de sonreírle. Decenas de andrajosos la rodean:

de cerca, sus facciones y expresiones le parecen más humanas.

Cuelgan niños de los brazos de unos pocos. Un pequeño

escapa de las manos de su madre, para tocar el traje de la extraña

y su frialdad lo asusta. El niño retrocede, sollozando.

Algunas armas arcaicas de pronto apuntan a Alauwen.

El viejo extiende sus brazos para protegerla y le pregunta:

"¿Quién eres?" "Soy Alauwen", le responde y se da cuenta

de que el timbre de su voz provoca otra vez alarma

entre los hombres armados e inquietud entre los perros.

"No eres humana", le dice una mujer con menosprecio,

"sino una sirvienta, un engranaje de la Madre.

¡Quítate la capucha y déjanos ver tu cráneo!"

Humilde y humillada, Alauwen le obedece: se arrebata

la capucha del uniforme y, ante las miradas inquisitivas de todos,

aparece su negra cabellera, dividida en trenzas muy delgadas

y que muestra, en sus entradas y en el cuello,

una intrincada red de nódulos metálicos y cables.

Los murmullos crecen en tonos temerosos e iracundos,

pero el viejo ordena callar, y se dirige hacia Alauwen

con estupor y cautela: "¿Qué haces aquí? Tú eres parte

de la Madre: no puedes existir lejos de ella. ¿Por qué huyes?"

"Porque alguien, una voz, un...", Alauwen titubea,

tratando de explicar lo que no entiende, "...un amigo

me aconsejó que huyera. Porque no quiero ser más

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una esclava de la Madre". "Está mintiendo. Es la Madre

quien habla por su boca", dice una muchacha baja y gruesa.

Pero entonces una anciana se acerca y alarga sus diez dedos

hasta la cara de Alauwen. La humedad y el calor de ese roce

asquean a la servidora, pero logra soportarlo,

mientras contiene el aliento. La arrugada mano le atenaza

las mejillas y le gira el rostro. "Mírenle", dice, "esos ojos,

¿cómo podrían mentir? Si sólo parece una niña".

El viejo la observa un largo rato, antes de preguntar: "¿Y adónde

te indicó tu amigo que escaparas?" "Hacia el sur".

"No hay nada en aquella dirección, sino bosques y montañas infranqueables".

Un joven interviene: "Pero la isla también está en el sur y, que yo sepa,

las tropas y las naves de la Madre jamás la han cercado ni invadido".

"Entonces iré hasta aquella isla", Alauwen asegura de improviso,

sorprendiéndose a sí misma y al anciano, quien menea la cabeza y le responde:

"La isla puede ser segura, pero no el canal, que es ancho y traicionero.

Y, aun si sobrevives y sorteas los peligros del viento y las corrientes,

por cierto la Madre va a encargarse de que no pongas pie en la otra orilla".

Alauwen baja la vista, con vergüenza y consternación

por no haber considerado la obviedad de ese problema.

El anciano, conmovido, la invita a tomar asiento

al calor de una fogata. Los perros y la gente se disgregan.

"Mira", dice el viejo: "no pienses que no queremos

ayudarte en tu salida. Muchos de nuestros amigos

y nuestros padres y hermanos murieron en el combate

contra la Madre o partieron hacia el norte y el oriente.

Nunca más supimos de ellos. Y unos pocos nos quedamos bajo tierra,

ocultos en el único lugar donde el enemigo no vigila,

y aquí tuvimos hijos y envejecimos, tratando

de idear una manera para vencer a la Madre. Luego de tantos decenios,

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yo puedo asegurarte: no hay ninguna. Si abandonas estos túneles,

no pasarás diez minutos bajo el sol o las estrellas,

sin que la Madre te atrape. Porque ella lo ve todo,

todo lo huele y lo sabe. Y, todavía peor, la Madre todo lo puede.

Si algún día nos descubre, nos va a matar en el acto.

Pero si a ti te captura, ni siquiera contarás con esa suerte:

descompondrá tu memoria para reactivarla, y vas a retornar a su servicio,

ignorando tu nombre y lo ocurrido. De hecho, no podrías afirmar

si esta es la primera o la décima ocasión

en que intentas evadirte. ¿Cuántos años tienes?

¿Veinte, diez, noventa? Desconoces quién eres y tu historia,

y asimismo ignoras tu destino. ¿No estás de acuerdo? Dime,

¿cómo sabes que el consejo de tu misterioso amigo

no provino de la Madre, impulsándote a tu muerte y la de otros?"

Alauwen piensa en lo dicho por el viejo, mirando las llamas sin verlas,

mientras él clava un pedazo medio podrido de carne

en la punta de una vara y lo tuesta entre el chirrido

de los goterones de grasa. "¿Tienes hambre?", le pregunta

a la servidora y, al notar su desconcierto, se da cuenta

de su error y se retracta: "Lo siento. Lo olvidé por un instante".

"Estoy segura", dice Alauwen de repente, retomando

el curso del diálogo anterior, "porque la única voz que conocía

era la de la Madre, pero quien me habló de huir fue una persona,

semejante en el sonido de sus frases a ti y tus compañeros.

¿Has oído alguna vez de Valaner?"

El anciano se sorprende: "¿Así te dijo llamarse?"

Sin embargo, de inmediato cambia de tono y comenta:

"Yo no sé, hay historias, mitos...", y se interrumpe y prosigue:

"Pero existe un asunto más urgente, que debemos resolver si no deseas

regresar a la ciudad y estás segura de que nadie te ha tendido alguna trampa.

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A diferencia de nosotros, tú no puedes ocultarte de la Madre.

Dondequiera que estés, te encontrará, porque tú y ella siguen conectadas.

Por lo tanto, si vas a continuar, es mejor que lo hagas cuanto antes".

"Sólo explícame", le suplica Alauwen, "cómo llegar hasta la isla".

"Nosotros construimos", dice el viejo, "unas naves diminutas

para los ríos subterráneos, pero es imposible que resistan

el viento o las corrientes del canal".

El viejo aparenta meditar, más bien haciendo acopio de sus fuerzas

para abandonar a la sirvienta, tan desvalida, a su fortuna.

"¿No vas a retornar?", dice el anciano, anticipando la respuesta

negativa de Alauwen. Resignado al fin, el viejo se levanta,

llama a otros y les pide que le traigan alguna embarcación.

Los demás reaccionan con evidente alivio y se apresuran

en acarrear una balsa, tan precaria que más parece un juguete:

una plancha angosta y frágil, combada en un plástico delgado,

con un pequeño dínamo, y un timón metálico y un remo.

"Sígueme", dice el anciano, y se alejan de las hogueras.

4.

Pese a haberlos contemplado mil veces en su visor,

Alauwen sintió emoción y vértigo, al salir de la caverna

y ver el cielo estrellado y una luna casi llena.

El canal estaba apacible y, a lo lejos, se recortaba

contra el horizonte azul oscuro, la silueta negra de la isla.

"Todo esto es hermoso, es tan hermoso",

Alauwen murmuró, mientras luchaba

con el mareo causado por el espacio abierto

y el torrente de aire fresco que inundaba sus pulmones.

El anciano, con un dejo de esperanza, le sonrió y le dijo:

"El camino recto no será el más apropiado, ni el más breve.

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No te dirijas a la isla: enfila la proa, en cambio, hacia esa estrella

que parece estar rodeada de otras cuatro.

En unos cuantos minutos, entrarás a una corriente tan intensa

que, sin ningún esfuerzo, te llevará hasta el borde de la isla.

Sólo allí requerirás en realidad del remo,

para vencer la fuerza de las olas e impedir

que te arrojen de regreso al continente. Rema firme pero lento,

y no vuelvas a usar el dínamo sino al final del trayecto,

o el ímpetu del mar te volcará. Que Dios te proteja y te acompañe".

Alauwen le agradeció, aun sin comprender la última frase

y, en tanto ella introducía sus piernas en la estrecha

concavidad de la nave, el anciano la empujó con suavidad.

Alauwen golpeó la arena con el remo un par de veces

y avanzó y se deslizó fácilmente entre las olas

que apenas la salpicaban con gotas y espuma fría.

Conectó entonces el dínamo, y orientó la nave hacia la estrella

señalada por el viejo, pero no se había alejado

ni cien metros todavía, cuando el tronar horrendo de una hélice

le hizo alzar la mirada hacia un helicóptero negro

que sobrevolaba la playa, rastreándola con reflectores.

Alauwen se quedó paralizada, sintiendo la luz en su cuerpo.

De las compuertas en la máquina, bajaron dos botes y, sobre ellos,

dos parejas de soldados, equipados con visores y fusiles.

Trató Alauwen de controlar su pánico, centrándose tan sólo en su objetivo

de alcanzar la corriente cuanto antes, en tanto que aguardaba

los disparos del helicóptero, casi sobre su cabeza, o de los botes,

que se mantenían a distancia. Pero, sorpresivamente,

las primeras detonaciones sonaron a lo lejos, en la playa.

De inmediato, giró el helicóptero, alejándose de Alauwen

y enfocando con sus reflectores al viejo y a otro harapiento

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que, con sus armas precarias, intentaban distraerlo.

Alauwen, por un instante, olvidó su propio peligro

y quiso volver a ayudarlos. No bien lo había pensado,

cuando desde el helicóptero surgió un par de proyectiles,

trazando una humeante y rápida curva sobre la arena

y estallando al alcanzar el estómago del viejo.

Su noble cabeza canosa y sus miembros se dispersaron,

mientras Alauwen lloraba, ocultándose los ojos.

Cuando miró de nuevo, dos proyectiles más

habían errado el blanco: aún el segundo hombre

disparaba, trepado en las rocas, al helicóptero, inmóvil,

girando a muy pocos metros por encima de la playa.

"Corre", Alauwen rogó, "por favor, corre", y el hombre corrió,

pero no hacia la caverna, sino en sentido contrario,

obligando así al helicóptero a desplazarse hacia el mar

para volver a apuntarle. Alauwen admiró su inteligencia

cuando, al cruzar la máquina junto al combatiente, un solo tiro

le quebró la hélice en la cola. Sin estabilidad ni dirección,

el vehículo se volcó y cayó, destrozándose contra el roquerío.

Apagados los focos y perdida la playa en las tinieblas,

Alauwen no pudo saber si el hombre logró escapar

o murió bajo la máquina. En tanto, los dos botes

se aproximaron a Alauwen, sin que ella aún entrara en la corriente,

y sintió que las balas la rozaban. Una ráfaga dio en la nave.

Segundos después, otro tiro pegó en el hombro de Alauwen.

Ella inclinó el torso, hasta juntar su frente y sus rodillas,

y al dolor siguió un absurdo pensamiento que, no obstante,

le causó satisfacción. Recordando a la muchacha

que le enrostró que no era una persona, se repitió a sí misma:

"Sí lo eres, porque sangras, porque tu hombro

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te está matando de dolor". Al percatarse

de que no podía continuar esquivando los tiros, aspiró,

llenó de aire sus pulmones y se arrojó entre las olas,

sujetándose al fondo de la nave.

Desde el agua, vio acercarse la sombra del primer bote

y el movimiento inseguro de los fusiles, girando

sin encontrar a su presa. Alauwen se soltó y se sumergió un poco más

y nadó pausadamente hacia el bote, hasta apoyar

sus manos en la afilada quilla. Entonces aguardó

a que un arma permaneciera quieta, para emerger de golpe,

impulsarse con una mano sobre la orilla del bote

y tomar el fusil con la otra. Su empuje envió al soldado

de bruces entre las olas y el segundo, sorprendido,

recibió el culatazo en el rostro y cayó también al agua.

De inmediato, Alauwen disparó

contra la otra nave y derribó al tercer soldado.

El último, vacilante, no acababa de apuntarle.

"Baja el arma", Alauwen le ordenó

y, aunque un visor nocturno ocultaba los ojos del soldado,

ella conoció su miedo: su barbilla de muchacho

tiritaba levemente. Los dos botes se encontraban separados

apenas por un par de metros, de manera que el cañón

de Alauwen se encontraba a tres pulgadas

de la frente del hombre. "Baja el arma", le insistió,

y lo vio bajar los brazos, pero al último momento

volvió a tratar de apuntar, obligado, pensó Alauwen,

por la voluntad indiscutible de la Madre.

Una bala hizo estallar el semblante del soldado,

que se derrumbó en su bote. Y enseguida, Alauwen se tornó

hacia los dos caídos en el agua, que sin lógica ninguna

18
intentaban subir junto a ella, a punto de volcar la embarcación

e ignorando el fusil frente a sus ojos. Alauwen sintió piedad

hacia los soldados, sometidos a tal punto por la Madre

que jamás retrocedían ante ningún enemigo, ni siquiera en la inminencia

de la derrota y la muerte. Apretó el gatillo y los cuerpos se quedaron

flotando y arrastrados por las olas. Alauwen, sola de nuevo,

decidió renunciar a su balsa, acribillada y medio sumergida,

para permanecer en el bote que había abordado. Muy pronto,

ingresó en la corriente y se dejó llevar por ella. Había olvidado su hombro,

que ya casi no sangraba, y en cambio sus reflexiones

retornaban a los cadáveres del anciano y los guerreros.

Sus muertes eran distintas, como el mismo viejo dijo:

él no existiría más, pero los otros, en caso

de recuperar sus cuerpos, volverían a la ciudad

sin recordar lo ocurrido. A pesar de sus diferencias,

ninguno de los cinco podía pensar ni sufrir: en realidad,

no había nada que fuera menos humano que un muerto.

Y ella sí, Alauwen sí, estaba viva y era humana:

tenía hambre, un hombro herido y un hondo asco a sus dedos,

que habían asesinado, lo que ningún sirviente de la Madre

había hecho ni podría hacer jamás. Quiso deshacerse del fusil,

pero pensó que tal vez habría de necesitarlo

y, abrazada al arma, se durmió súbitamente, imaginando escuchar

la voz de la Madre llamándola y buscándola en la brisa.

5.

“La corriente aminoró su marcha y emprendió el regreso

y entonces desperté, junto a las sacudidas de la nave.

Al tratar de recordar las instrucciones del anciano,

me percaté de que el remo se había quedado en la balsa.

19
Debido a la ansiedad de sentir que retrocedía,

no obedecí las órdenes del viejo y conecté el motor

pero, tal como él lo había anticipado, la corriente

se opuso con tal empuje al empuje de la máquina

que, cogida entre ambas fuerzas, se alzó la proa del bote

y se volcó. Intenté seguir a nado inútilmente:

por mucho que me esforzara, el canal me arrastraría hacia su centro.

Entre mi chapotear y mi ahogo, de pronto escuché dos sonidos

provenientes de direcciones contrarias: la inquietud

de un aletear desde la isla, y la urgencia de un zumbido a mis espaldas.

Las alas que se batieron hacia mí pertenecían

a un pelícano muy claro y, cuando lo miré, me pareció

que su blancura alumbraba mi cerebro y lo ordenaba,

y de inmediato entendí lo que tenía que hacer:

sumergirme y atravesar la corriente por debajo.

A algunos metros de hondura, su intensidad decrecía:

me bastó descender hasta allí para recuperar la soltura

de mis brazos y mis piernas. Regresé a la superficie

ya lejos de la corriente, y volví a divisar al pelícano.

Su aletear dirigió mi atención hacia el zumbido, que por fin

me volví para mirar y descubrir que procedía

de una columna difusa que, desde el seno del canal,

avanzaba raudamente hacia nosotros.

Reconocí al instante la vibración del metal: yo misma, en alguna ocasión,

había controlado esos enjambres mecánicos de insectos buscadores,

que usábamos para rastrear y arrasar con los ejércitos rebeldes.

Al temor a la venganza de la Madre, se me sumó el desconcierto:

¿cómo era conveniente derrochar un arma de guerra, destinada

a desolar batallones por entero, para hallar

a una sola servidora prófuga? En los próximos momentos,

20
obtendría un indicio de respuesta porque, sin siquiera sospecharlo,

ya contaba con aliados poderosos. Agotando

sus músculos y su aliento, el pelícano me guiaba hasta una zona

de la isla, cortada en un abrupto acantilado. Nos acosaba el zumbido

aún de lejos, pero intensa y tenazmente, cuando al borde

de los desfiladeros, apareció una persona,

envuelta en la oscuridad de una manta, con ambos brazos alzados

y dibujando en el aire una especie de escritura. Se levantó, repentino,

un viento tan inusitado, que al mismo tiempo contuvo

al enjambre y me empujó hacia la isla, desplegando

su hálito en ambas direcciones. Así quedó la columna,

no vencida, pero al menos retrasada en su progreso.

Así alcancé estas orillas, donde el mismo que me había protegido con sus artes

me recibió y me salvó. Así fue cómo me vine a encontrar con Eliosad,

quien me condujo a lo hondo de los bosques de esta isla".

6.

De aquel modo Alauwen relató su aventura a Dorosania,

tras cruzar la zona más boscosa, perseguida por los buscadores.

Había caminado tras Eliosad por horas, sin pronunciar palabra,

luchando a golpes de machete por abrirse paso en la maraña

de árboles y arbustos, tan espesa que no la atravesaban ni las aves.

Estaba aterida y asustada por la permanente cercanía

de los insectos mecánicos y, aunque la desorientaban las tinieblas

durante las primeras horas, fue mucho peor cuando al cabo

el sol despuntó y su claridad, pese a que el follaje lo filtraba,

cegó por completo los ojos desacostumbrados de Alauwen.

Cuando Eliosad percibió su deslumbramiento y cansancio, en el aire

reiteró sus símbolos herméticos, y algunos nubarrones estallaron

en una tormenta que logró dispersar y confundir a los insectos.

21
Continuaron avanzando por el bosque, toda esa mañana y esa tarde,

hasta que, poco antes de que cayera la noche, aparecieron,

en medio de la espesura, un lago y una casa de madera,

envejecida y gris por el continuo embate de la lluvia.

Cuando aún no habían llegado, Dorosania salió a recibirlos

y los hizo entrar y sentarse frente a la chimenea y su aroma

de maderas nobles y hierbas chamuscadas, en un cuarto

atiborrado por estantes con vasijas, libros e instrumentos

de herrería y animales disecados, entre los que la sirvienta distinguió

a un pelícano idéntico a ese otro que la había conducido en el canal.

Desde la cabeza hasta los pies, un manto recubría a Dorosania

y no permitía vislumbrar sino su rostro, tan radiante

y de una belleza tan solemne, que a veces parecía el de una anciana

y otras veces el de una adolescente.

Mientras escuchaba su relato, Dorosania introdujo algunas hierbas

en un pocillo de agua hirviente y preparó una tisana para Alauwen.

Tan pronto la sirvienta la bebió, fue vencida por un súbito letargo,

que la llevó a acostarse en el único dormitorio.

Cuando se hallaron solos, Dorosania se aproximó a Eliosad

y, tomándole ambas manos, en un susurro casi imperceptible, preguntó:

“¿Tú crees que se trate en verdad de Valaner? ¿El mismo Valaner

de la tumba misteriosa y las leyendas?”

“¿Cómo puedo tener alguna idea?", le respondió Eliosad:

"Tú lo conociste. Por eso me interesa lo que pienses”. Dorosania dijo:

“Yo era apenas una niña: si lo conocí fue por historias

que la gente contaba sobre él. Lo vi, desde luego, un par de veces,

pero a esa edad nunca me atreví ni a dirigirle la palabra.

Sin embargo, existe alguien que te puede ayudar: el viejo Rhantu,

que fue amigo suyo y, según lo que me han dicho, todavía vive en Quéram.

Hay un solo problema y es que no le agrada hablar de Valaner".

22
“No tenemos más opciones", Eliosad le contestó: "Marcharemos hasta Quéram,

tan pronto como acabes tu labor y Alauwen se recupere”.

Dorosania soltó las dos manos de Eliosad y dijo, besándole la frente:

“Y discúlpame por ahora, pero es mejor que empiece cuanto antes".

“Sólo dime una última cosa”, la detuvo Eliosad: “Suponiendo

que el mensaje recibido por Alauwen provino en realidad de Valaner,

¿cómo crees que ha logrado entrometerse en la ciudad?

Ni tan siquiera nosotros, con nuestras artes, podemos

intervenir a la Madre desde ningún otro sitio".

“No olvides lo que murmuran", le respondió Dorosania:

"que el poder de Valaner fue adquirido mucho antes

de que cruzara el océano y jamás nadie supo quiénes fueron

sus maestros, ni hasta dónde sus poderes se extendían.

Si nuestras voces penetran en las mentes de los animales,

quizá un arte superior consiga interceptar otros sistemas cerrados,

incluso los inmateriales. ¿Quién podría asegurarlo? Valaner

es un misterio encerrado al fondo de muchos misterios”.

Dicho esto, Dorosania sonrió, mientras llenaba de agua una vasija

y recogía algunas herramientas, para luego ingresar al dormitorio.

Eliosad sacó de un estante una pizca de hojas molidas,

llenó su pipa y la encendió, cogió un libro y se dispuso

a pasar toda esa noche en una incómoda vigilia.

Allí estuvo, fumando y leyendo, recordando su sueño y pensando

en Valaner y en Alauwen, en tanto que del dormitorio

venían crujidos mecánicos y chirridos de metales

bajo el filo de un cristal, junto a algún que otro quejido.

Cuando asomó la luz del alba, se abrió la puerta del cuarto

y Dorosania apareció, con un puñado de nódulos y cables.

Al sentir que menguaba la tormenta y de nuevo se escuchaba

el zumbar de los insectos, le pidió a Eliosad con una seña

23
que la acompañara. A contados pasos de la casa, se acercó

hasta la orilla del lago y arrojó en sus aguas los despojos

del cuerpo de la sirvienta. De inmediato, el enjambre de buscadores

surgió por encima del bosque, se agrupó en una columna

y, con un formidable fragor, se hundió en el centro del lago.

El agua volvió a aquietarse. Dorosania dijo a Eliosad:

“Alauwen tendrá un respiro. Al fin la Madre

ha perdido el rastro de su hija".

7.

Alauwen despertó tras varios días y, al abrir los ojos,

le pareció la penumbra tan brillante como el sol,

y los objetos en el cuarto, desenfocados y deformes,

provistos de colores tan intensos que resultaban casi repulsivos.

Intentó moverse y se sintió como si alguien la hubiese sumergido

en un río de metal hirviente. Incrédula, se tocó los brazos

y los hombros y las piernas, y entonces descubrió que carecía

de la red de nódulos y cables que habían sido parte de su cuerpo.

Su grito de auxilio se extinguió tan pronto como atravesó su boca,

pues enseguida supo que su voz, la que había infundido desconfianza

y pavor a los humanos que vivían en los túneles, fluía

ahora con un timbre más expresivo y cálido. Aún se hallaba atónita,

cuando Eliosad entró sonriendo, con una cuchara y un pocillo,

y le preguntó: “¿Cómo te encuentras?” Alauwen le respondió: “No sé”,

y Eliosad soltó una risa fuerte y clara . Ella también quiso reírse,

un poco más serena, pero el ruido que produjo su garganta le sonó

al estertor de un moribundo. Eliosad le dijo: "No te agites:

deberás aprender todo de nuevo, pero al menos ahora estás segura

frente al acoso de la Madre. Vamos, toma", y le extendió

una comida de colores y texturas repugnantes para Alauwen,

24
quien, no habiendo recibido su alimento habitual desde la noche

en que escapó de la ciudad, por hambre tuvo que vencer su asco.

Con el objetivo de alcanzar el plato, su mano se alargó desconcertada

en otra dirección y sin separar los dedos. “Tranquila”, dijo Eliosad,

y él mismo llenó la cuchara y la aproximó hasta su boca.

Tras varias frustradas tentativas, Alauwen logró al fin coordinar

los movimientos de sus labios con la acción de los dientes y la lengua,

masticó y tragó con gran esfuerzo, y el sabor de las verduras

la sorprendió y llenó de gozo. Mientras comía, se dio cuenta

de que, en lugar de su uniforme, vestía una camisa gris y holgada

que la cubría desde el pecho a las rodillas. Alauwen la palpó

y palpó otra vez su cuerpo, con detenimiento y con cautela,

como si perteneciera a otra Alauwen. Eliosad le preguntó:

“¿Quieres verte en un espejo? ¿Deseas saber cómo eres?”

Dejando la escudilla, fue en busca del espejo que colgaba

en uno de los muros, lo puso frente a Alauwen y le dijo:

“Mira: así eres tú". Alauwen observó a una joven frágil

de huesos pronunciados, hombros y caderas muy estrechos,

un rostro amoratado y ojeroso, y con la mirada de una niña,

y pensó que esa no era Alauwen, sino una copia defectuosa

de aquella que había sido antes y nunca más podría ser de nuevo,

y rompió a llorar al recordarse. Eliosad, acariciándole las manos,

comprendió lo que ocurría y la consoló y le explicó

que tal vez demoraría en recuperar sus fuerzas, pero al fin,

cuando eso sucediera, serían sólo suyas y ya no dependerían de la Madre.

Cuando acabó de llorar, Alauwen le rogó que la sacara

de ese dormitorio y la llevase al exterior. Acurrucada

entre los brazos de Eliosad, el mundo afuera la maravilló:

los miles de perfumes en el aire, el calor del sol a mediodía

y la manera en que su luz hacía vibrar y relucir

25
las texturas y las formas, pero sobre todo el movimiento

intermitente de los pájaros, criaturas diminutas

que saltaban sobre el césped, gorjeando y creando melodías

que Alauwen nunca había imaginado.

Eliosad la bajó desde sus brazos junto al lago

y Alauwen contempló el temblor del agua, y en ese temblor el reflejo

de los árboles y montes. Aspiró hondamente y, sonriendo,

le dijo a Eliosad: “Ahora sé que Valaner tenía la razón:

toda mi vida, en verdad, he estado muerta

y he vuelto a nacer gracias a él, y a la ayuda de ustedes".

Eliosad le respondió: "Dorosania conocía a Valaner

cuando aún vivía aquí". Alauwen preguntó: “¿Vivía aquí?”

“Y aquí murió", dijo Eliosad, "después de navegar por el océano,

en los inicios de la glaciación, hace décadas atrás.

Yo ni siquiera nacía". “No puede ser el mismo Valaner”,

Alauwen murmuró. “Tal vez no, pero debemos cerciorarnos",

contestó Eliosad: "Tan pronto como vuelva Dorosania, partiremos

en dirección a Quéram, un pueblo al sur de la isla, donde habita

un amigo del difunto Valaner, aunque antes pasaremos por mi hogar,

para recoger algunas herramientas que vamos a llevar en nuestro viaje”.

Alauwen creyó no comprender: "Cuando dices 'partiremos', ¿te refieres

a ti y a Dorosania, o a nosotros dos? Porque yo no estoy capacitada

para dar ni siete pasos". "No hará falta", le sonrió Eliosad: “Cuando cruzamos

de noche por el bosque, ¿escuchaste mis pisadas contra el suelo

o sentiste tu cuerpo sacudirse cuando te llevaba entre mis brazos?

“No", le dijo Alauwen, "y lo recuerdo bien, pues parecía

que volabas en vez de caminar". Eliosad le prometió: "Pues así mismo

iremos a mi casa y hasta Quéram. Pero no te cargaré: tú avanzarás

a mi lado y por tus propios medios. Yo te enseñaré cómo se hace”.

En ese momento, Dorosania los saludó y se acercó hasta ellos.

26
Traía bajo el brazo un envoltorio, que desgarró para extraer

una manta parecida a la que Eliosad llevaba, pero roja.

Dorosania la extendió sobre los hombros

de Alauwen, quien agradeció el regalo, apreciando la belleza del tejido

tupido y delicado, con sus bordes adornados por flecos y por nudos.

“Espero verlos pronto de regreso”, dijo Dorosania, “y si requieren

de protección, acuérdense de mí”. Después besó a Alauwen en la frente

y a Eliosad en las mejillas, y atravesó el umbral de su vivienda,

y Alauwen no alcanzó a darle las gracias por haberla liberado de la Madre.

8.

Eliosad apoyó y guió a Alauwen en sus primeros pasos,

hasta que sus piernas recobraron la fortaleza y la seguridad.

“Observa esto”, indicó Eliosad y, mientras tomaba un solo extremo

de su manto negro y lo agitaba suavemente, el tejido se cubrió de puntos blancos,

y los pies de Eliosad se suspendieron a un palmo sobre el césped.

Envuelto en el manto bicolor, lo vio Alauwen deslizarse por el aire,

avanzar algunos metros y enseguida devolverse y descender.

Eliosad la invitó: “Ahora tú” y, al sacudir los flecos de su manto,

Alauwen sintió calor en la espalda y en los hombros

y el manto rojo apagado se iluminó en rojo vivo

y, casi sin darse cuenta, de pronto se descubrió

a varios pasos de distancia y sin haber rozado el suelo.

Eliosad volvió a elevarse y la siguió. Alauwen se apartó con rapidez

y, jugando a volar y a perseguirse, ambos se olvidaron del peligro,

de la Madre, Valaner y cualquier cosa

que no fuera ellos dos en ese instante

en el que, sin esfuerzo, se alejaban del lago y de la casa,

para adentrarse de nuevo por la penumbra del bosque,

esquivando los árboles y helechos,

27
descabezando arbustos con los pies

y sorprendiendo a las aves con su súbita presencia

y el silencio de su vuelo. Atravesaron el bosque de este a oeste

y, al salir de él, se hallaron frente a dos cumbres gemelas.

“Mi hogar", anunció Eliosad a Alauwen, "está detrás de aquellas dos colinas”,

y apresuraron su avance hacia la hendidura entre ambos promontorios.

Pasaron por sobre el camino y atisbaron desde lejos

la cabaña que el mismo Eliosad construyó cuando muchacho.

Bajaron frente al umbral, riéndose todavía

y despreocupados de todo, pero al empujar la puerta

se percataron de que algo inusual había ocurrido:

había libros deslomados, con sus páginas rasgadas,

y papeles arrugados y esparcidos por el piso,

astillas de cristal por todas partes, fragmentos de vasijas destrozadas,

muebles con sus tapices rotos, y rotas y desnudas sus maderas.

Extendiendo la mano, Eliosad ordenó callar a Alauwen

y no apartarse del umbral. Buscó en el suelo una tabla suelta,

sigilosamente la apartó y extrajo algo

que se ató enseguida al talle: un cinturón rebosante

de fundas diminutas, llenas de pequeñas dagas.

Al aproximarse a la escalera, desde el segundo piso

se oyeron algunas pisadas. “Cúbrete”, dijo Eliosad.

Ambos alzaron los mantos por encima de sus cabezas

y Alauwen perdió de vista al instante a su compañero,

y elevó sus propias manos y tampoco pudo verlas.

Dirigió su mirada a la escalera, donde un hombre,

con el uniforme negro y el fusil acostumbrados,

bajaba pausadamente, observando a su alrededor

y dispuesto a disparar ante cualquier amenaza.

Se detuvo de repente y su cuerpo se encogió y se sacudió,

28
como si un golpe veloz y brutal lo hubiera alcanzado,

y rodó por los peldaños y, cuando acabó de caer

y se quedó insensible sobre el suelo, Alauwen vio dos dagas

enterradas en la base de su cuello. Eliosad apareció y bajó

sin que sus pies tocaran la madera y, con sus manos manchadas

de sangre, arrancó las dagas del cadáver, las limpió

contra las hombreras y el pecho del uniforme

y las devolvió a sus fundas. “Toma”, dijo, cogiendo el fusil

y ofreciéndoselo a Alauwen, quien a su pesar recordó

a los cuatro soldados del canal y el arma que había robado

y extraviado al nadar hasta la isla.

“La Madre ha perdido tu rastro”, Eliosad añadió pensativo,

“pero se ha esforzado mucho por seguirlo y encontrarte”.

Lo interrumpió un maullido desde afuera. Un gato negro

entró cautelosamente, miró al soldado caído y lo olisqueó,

y vino a frotar su lomo entre las botas de Eliosad,

quien se puso de rodillas a acariciarle el pelaje.

“Amigo”, dijo, “¿qué ha ocurrido?”, y el animal emitió

una serie de maullidos lastimeros, que Eliosad

escuchó atentamente y asintiendo. Explicó después a Alauwen:

“Varios soldados llegaron a registrar la cabaña, ya buscándote o buscando

cualquier indicio tuyo, y luego se han dispersado

por los cuatro extremos de la isla. Tendremos que ser precavidos".

Eliosad atizó las pocas brasas aún calientes en la chimenea

y sobre ellas depositó los libros maltratados y deshechos,

así como los restos de los estantes y sillas,

y, luego, tomando un puñado de los leños encendidos,

los desperdigó por el piso y los rincones de su casa.

“Vamos”, dijo Eliosad y, tras la última caricia,

puso al gato en el umbral y le ordenó que se fuera:

29
“Ya no tenemos hogar. Yo debo marcharme con ella

en un viaje largo y peligroso; tú, si quieres,

puedes hallar otro hogar con otro amo".

El gató lamió las palmas de Eliosad y se alejó,

hasta perderse tras los matorrales. Eliosad

y Alauwen iniciaron su camino, paso a paso,

ella apoyada en su hombro, sin ni siquiera pensar

en utilizar sus mantos, como si ambos quisieran

demorarse en su partida. Sobre la cima de un monte

que pronto les ocultaría la visión de la cabaña, se volvieron

a contemplar la columna bullente de fuego y humo,

solitaria en ese valle, al pie de las cumbres gemelas.

Dirigiéndose a Alauwen y a sí mismo, dijo Eliosad en susurros:

“Sé que nunca regresaré a este sitio, que conozco

tan bien como si fuera parte mía: este valle fue mi amigo

y es mi hermano, y espero no olvidarlo mientras viva".

Debido a que caminaba apegada a él, Alauwen

no pudo mirarle la cara, pero supo que Eliosad

estaba llorando en silencio, con su brazo estrechado firmemente

en torno a su cintura temblorosa.

9.

Por tres días y dos noches, los viajeros avanzaron hacia Quéram,

invisibles bajo los mantos y volando a ras del suelo.

Poco a poco, Alauwen se habituaba a los bosques y caminos,

a los montes, los ríos y volcanes. Eliosad le relataba

el origen, las historias y los cambios de cada paraje de la isla,

y le señalaba cada nombre y detalle de las plantas y animales,

cuáles eran peligrosos o benignos, y cuáles casi habitaban

solamente en los mitos, aunque él atestiguaba su existencia:

30
el kuchivilu, por ejemplo, el cerdo con la cola de culebra

que desolaba los sembrados con su rastro corrosivo y maloliente,

o el basilisco, la serpiente emplumada que bebía por las noches

el aliento de aquellos que dormían hasta consumirlos y matarlos.

En medio del paisaje despoblado, de vez en cuando aparecía

alguna cabaña, circundada por un huerto y por corrales de gallinas

y manadas de cabras. A Alauwen le costaba comprender

de qué modo ese mundo de otra era podía subsistir al mismo tiempo

que la ciudad y que la Madre. “Nuestra misma pobreza”, le explicaba

Eliosad, indicando los tejados y los cercos horadados y maltrechos,

“el apego a nuestras tradiciones y la poca importancia que otorgamos

a cuanto no consista en el trabajo de este día

y la cena de esta noche: todo eso nos protege de la Madre

mejor que un escondite o un ejército. No tenemos interés alguno en ella

y ella tampoco en nuestra isla". “Pero ahora sí lo tiene",

dijo Alauwen con un dejo de amargura: "Sus soldados

han venido a inspeccionar, quizás pronto nos invadan…”,

y, aunque calló el final: “…y tú sabes que es mi culpa”,

Eliosad lo adivinó y le respondió: “Supimos siempre

que algo así sucedería y más temprano que tarde, porque todo paraíso

es breve, como es vano el intento de salvarlo, y sólo es larga

la desolación en que él nos deja. Pero un paraíso siempre vuelve,

aun después de un siglo o de siete o de catorce:

por eso es mejor perderlo todo y no perder la fe ni la paciencia".

En algunas casas, Alauwen y Eliosad se detuvieron

a solicitar un poco de comida. Jamás se la negaron.

Nunca preguntaron quiénes eran. Los humildes pobladores de la isla

los trataban con distancia y un respeto casi temeroso,

que Alauwen no sabía a qué atribuir. Le daba la impresión de que Eliosad,

a pesar de su actitud cordial y aspecto pacífico y sencillo,

31
infundía reverencia en esas gentes. La manera

en que a él se dirigían le hacía pensar en un monarca

de otro sitio, un extranjero ilustre que pretende

guardar el incógnito, pero su voz y su mirada lo delatan al instante.

La mayoría de las veces, les servían la comida y los dejaban

a solas, comportándose más bien como subalternos que anfitriones.

Si acaso Eliosad se lo pedía, aceptaban sentarse junto a ellos

aunque sin comer, y sin hablar sino para responder a sus preguntas.

Cuando en medio de la tercera noche, los viajeros atisbaron

unas cuantas luces esparcidas a lo largo de una playa,

Eliosad le recordó a Alauwen que tratara de pasar inadvertida,

sin mencionar su nombre nunca a nadie. Recorrieron

las calles enlodadas por el mar y por la lluvia,

mezcladas con la arena y con el polvo, porque Quéram

estaba tan cerca del océano, que incluso

algunas de sus casas se apoyaban en estacas

golpeadas por las olas, y a veces los caminos

se convertían en puentes para salvar las entradas

incontables del agua en el poblado.

A esas horas avanzadas de la noche, la única actividad

era la de algunos pescadores, que aperaban sus botes, preparando

su salida para antes de la aurora. Las luces que Alauwen y Eliosad

vislumbraran desde lejos, consistían sólo en un puñado

de ventanas alumbradas por la luz fantasmagórica

y trémula de algunos candelabros. No viendo a nadie más,

Eliosad se acercó a los pescadores y les preguntó por Rhantu.

“¿Son amigos de él?”, se sorprendieron. Les respondió Eliosad:

“Amigos de un amigo, quien apreciará tener noticias suyas”.

El más joven de los pescadores insinuó una irónica sonrisa

y en el tono de quien lanza medio en broma una infidencia,

32
les dijo: “Después de medianoche, es inútil que lo busquen

en su hogar o, más bien dicho, van a hallarlo

en su verdadero hogar: la cantina, desde donde no saldrá

hasta que se acaben los clientes, la bebida o su conciencia,

dependiendo de qué sea lo primero que se agote".

Un hombre de más edad, que parecía su padre, lo acalló

con un manotón de impaciencia y un encogerse de hombros.

“Rhantu es un hombre bueno y sabio”, les explicó a media voz,

“y no es su culpa que beba, sino culpa de su vida

que le resultó más larga que sus ganas de vivirla.

Pero es cierto: lo hallarán más fácilmente

en la cantina que en su casa". Y les señaló el camino,

que ambos forasteros emprendieron enseguida,

con Alauwen tropezándose en los charcos y las piedras,

y con Eliosad murmurando contra la mala fortuna

de solamente contar con la ayuda de un borracho

para ahondar en Valaner y su misterio. Casi al llegar a la cantina,

que era el único edificio en todo el pueblo de donde provenía algún rumor,

Alauwen se quedó maravillada, escuchando una serie de sonidos

placenteros e inauditos, semejantes a los cantos de las aves

o al zumbido y el chirriar de los insectos, pero en tonos

de mayor variedad y organizados en forma regular en torno a un pulso.

“¿Qué es eso?”, dijo Alauwen, y Eliosad

no supo a qué se estaba refiriendo, hasta que ella

le indicó su oreja y la cantina, cuya puerta ya cruzaban.

“Es música”, le respondió Eliosad y, en cuanto ingresaron, le mostró

a un trío de ancianos, uno ciego, que en un rincón y en medio del bullicio

de risas y botellas, tocaban una flauta, un arpa y una caja de madera,

a modo de tambor. Su música era alegre y melancólica

a un mismo tiempo: algo así como la celebración de una derrota

33
o el recuerdo de un gran amor perdido. Alauwen de inmediato se olvidó

de la búsqueda de Rhantu y, como hipnotizada, tomó asiento

a los pies del arpista de ojos blancos, cuyos dedos recorrían

las cuerdas, más veloces que las más veloces máquinas

que Alauwen conociera, y con tanta armonía y precisión

como sus propios movimientos cuando estaba al servicio de la Madre.

Eliosad, mientras tanto, preguntó por Rhantu a todos quienes

allí se entretenían: unos le dijeron que habría de volver en pocas horas;

otros, que no lo conocían; los más, que no lo habían visto

hacía, por lo menos, dos semanas. Eliosad se resignó

a que su viaje fuera en vano, porque aparentemente en Quéram

sería tan arduo conseguir noticias de Rhantu como dar

con alguna clave sobre Valaner. Solicitó una copa y se sentó

en la banca de la esquina, casi al lado de los músicos y Alauwen,

quien sobre el suelo inmundo disfrutaba fascinada

la melodía del arpa. La música se detuvo. Unos pocos aplaudieron.

Los músicos pidieron algo para beber, y una muchacha les trajo

unas jarras espumosas, que vaciaron en dos tragos y siguieron

tocando con vehemencia y regocijo acrecentados.

El arpista esta vez rompió a cantar y su canción

parecía provenir de una época lejana

y de mares extranjeros, y era dulce y conmovía,

a pesar de no entenderse sino algunas

palabras muy aisladas. Y decía:

“Amors de terra lonhdana,

per vos totz lo cors mi dol;

e non puesc trobar mezina

si non au vostre reclam

ab atraich d’amor doussana

dinz vergier o sotz cortina

34
ab dezirada companha”.1

Cuando acabó de cantar, el anciano enjugó su frente

y sus ojos que, con la humedad, parecían vivir de nuevo.

Iba a pedir más bebida, pero interrumpió su gesto

para volverse hacia Alauwen, presintiendo su presencia.

“¿Quién eres?”, le preguntó y Alauwen le dijo “Alauwen”,

olvidando la precaución de no revelar su nombre.

El ciego parpadeó rápidamente,

como hacen los videntes deslumbrados por la luz,

pidió finalmente su jarra, bebió y comenzó a tocar

el arpa, ignorando a Alauwen. Eliosad la tomó de un hombro

y la llevó hasta la calle. “¿Qué pasa?”, se quejó Alauwen

y, creyendo comprender el motivo de su enfado,

añadió: “Siento habernos delatado. Cuando preguntó mi nombre,

estaba distraída por la música". “Descuida”,

le respondió Eliosad, “porque al ciego le importa incluso más

que a nosotros mantenernos en secreto. Ese viejo es quien buscamos

y allá dentro todos tratan de ocultarlo y protegerlo.

De algún modo, todo el mundo se ha enterado del peligro”.

“¿Que el arpista es Rhantu?", dijo Alauwen: "¿Cómo sabes?”

Eliosad le contestó: "Por su canción. Reconozco ese idioma: lo he leído,

pero hace un milenio o más que nadie

lo pronuncia, lo conversa ni lo canta.

¿Quién pudo enseñársela sino alguien

que fuese un gran viajero y un gran sabio?

La aprendió de Valaner y, sin entenderla siquiera, la repite,

con lágrimas de emoción, porque es lo único

que atesora de su amigo. Vamos, cúbrete”,

le ordenó Eliosad, y ambos se cubrieron y esperaron


1
En provenzal del siglo XII en el manuscrito. “Amor de tierra lejana:/ por ti me duele todo el
corazón./ Y no puedo encontrar remedio/ si no oigo tu llamada,/ prometiéndome dulce amor/ en el
jardín o bajo un dosel/ con la deseada compañía”. (Nota de M.E.F.)

35
invisibles en la entrada a la cantina, oyendo las canciones y la bulla

de las carcajadas y los gritos con que algunos celebraban o injuriaban

a los otros bebedores y a los músicos. Pasaron varias horas.

Empezó a caer una llovizna delicada pero fría.

En algún momento Alauwen, sin poder ver a Eliosad

y abrumada por su ausencia y su silencio,

le rozó el brazo con los dedos. Eliosad cogió su mano.

Y en tanto estaban así, por un instante infinito,

Alauwen sintió alegría por la música y la lluvia,

por su frío y su cansancio, por Eliosad y la isla,

por el anonimato y el peligro, por ser alguien, ser persona,

lejos de la Madre y la ciudad. La música al fin cesó del todo

y las manos de los dos se separaron.

Tras unos cuantos minutos, apareció el arpista tambaleándose,

escuchó con atención, mientras Eliosad y Alauwen contenían

sus alientos, y emprendió el camino a casa, con seguridad pasmosa,

como si sus pies y su intuición conocieran cada piedra de la calle.

Por un segundo paró, creyendo oír el agitar de un manto,

pero enseguida se despreocupó y prosiguió andando a paso rápido.

Había llegado hasta el umbral y estaba a punto

de abrir la cerradura, cuando la hoja afilada de un cuchillo

se apretó contra su cuello. “No sé nada”, dijo Rhantu

con toda serenidad: “No conozco a Eliosad ni he visto a Alauwen.

Y pierden su tiempo amenazándome. No temo ni a la Madre ni a la muerte.

Al contrario, la muerte es una amiga que aguardo de hace mucho

y no se ha dignado a visitarme". Eliosad le dijo: “¿Quién ha sido

aquel que preguntaba por Alauwen y Eliosad?”,

y el ciego, confundido, balbuceó: “Ustedes mismos

u otros como ustedes, que vinieron hace tres o cuatro días.

Ya se lo dije entonces. Les repito: no sé nada sobre ellos".

36
"Por favor, déjalo tranquilo", Alauwen suplicó y el viejo Rhantu

reconoció su voz y por fin comprendió lo que ocurría.

“¿Así que son ustedes los famosos Alauwen y Eliosad?”,

preguntó sonriendo y, al ceder el cuchillo en su garganta,

abrió la puerta y los invitó a pasar, diciendo a manera de disculpa:

“Ignoro qué tan mal se ve mi casa. No suelen frecuentarme las visitas.

Pero entren. Siéntense. ¿Desean que les sirva una bebida?”

Y, sin que recibiera una respuesta, vació la botella con un largo

y desesperado sorbo. “Tú sabes que nos buscan”, Eliosad le contestó,

“de modo que preferimos no desperdiciar el tiempo. Dinos cuanto

conozcas de Valaner, sin otras excusas ni rodeos". Esta vez, Rhantu pareció

sinceramente sorprendido: "¿Valaner? ¿Se refieren al difunto Valaner?”

Eliosad le respondió: “Al único Valaner, que fue tu amigo

y de cuya muerte dudamos, a pesar de lo que dices".

“Pues están mal informados", Rhantu replicó: "Yo estoy seguro.

Vi su cadáver con mis ojos, cuando todavía estaban sanos.

Y lo sepulté con estos brazos, hace cuatro décadas y media".

10.

“Jamás compartí con nadie lo que ahora les contaré.

Y que te quede claro, forastero:

no voy a hablar porque me amenaces.

Ya sabes que no temo por mi vida.

Si lo hago, es por tu compañera,

que escuchó la canción de Valaner

y, al oírla y disfrutarla, veneró

su persona y su memoria,

que valen para mí más que las mías.

Ustedes, ¿qué pueden entender

de lo que significa perder a un compañero?

37
Los amores, los hijos, las familias

vienen y se van y se suceden.

Mas un amigo como Valaner

no llega sino una sola vez

y, cuando te abandona, es para siempre.

Entonces yo contaba con unos veinte años

y Valaner aparentaba tener la misma edad,

pero nadie lo trataba como a un joven,

porque su sabiduría superaba

a los viejos más sabios de la aldea.

Y Quéram en verdad era una aldea:

no más de cien personas en sus casas

y tres tumbas en nuestro cementerio.

Nunca supe cuándo exactamente

Valaner apareció por estos lados:

de un día para otro, ya era parte

de nuestros conocidos y el entorno,

aunque siempre su acento y sus modales

delataban su origen extranjero. Después me contaría de su viaje,

de que había atravesado un continente y el océano,

y había participado en guerras

y, cansado de vagar y combatir,

buscó refugio acá, en el sur del mundo.

Y todo lo que había padecido,

aprendido, leído y contemplado,

lo había asimilado de tal modo,

que costaba concebir que un ser humano

pudiera saber tanto en una vida.

Y nunca cesó de investigar. Cada cosa despertaba su interés

y preguntaba todo y, si nadie conseguía responderle,

38
buscaba las respuestas por sí mismo.

De esta manera, cuando aún

no se cumplía un mes de su estadía entre nosotros,

conocía ya las plantas y animales de la isla,

así como su historia, geografía y habitantes.

Podía fácilmente recitar la genealogía entera

de cada persona en cada pueblo,

o explicar en detalle dónde hallar

cualquier hierba curativa, y cuándo cortarla y cómo hervirla,

y por qué, y para qué, y con qué rituales.

Pronto comenzaron a buscarlo

de todos los rincones de la isla: los enfermos

llenaban nuestras calles, atraídos por su fama

de ensalmador y curandero. Según dicen,

porque no lo presencié, llegó una noche

una viuda de Erimhes, acarreando

un pesado bulto: su hija única,

muerta desde hacía una semana.

Cuentan que el hedor a podredumbre

era tan intenso que la gente

se desmayaba al paso de la aldeana.

De rodillas, la viuda suplicó

que Valaner rezara por su hija,

y Valaner lo hizo y la muchacha

se levantó y partió junto a su madre.

A partir de entonces, nadie quiso

comer ni conversar en su presencia:

nadie se atrevía a dirigirle

la palabra ni acercarse hasta tocarlo.

Ya no era un curandero ni era un santo

39
que pudiera compartir con sus devotos:

era más, mucho más, como un demonio

o un dios que podía dar la vida

o la muerte, y jugar con la fortuna.

Tal vez por la inocencia de mi edad, tal vez debido

a que mi curiosidad sobrepasaba mis temores,

me convertí en su amigo poco a poco

y en el único que aún consideraba

a Valaner un hombre excepcional,

pero hombre al fin, con sueños y tristezas.

Y cuán bien me acuerdo de esas noches

en las que nos gustaba retirarnos

a los montes más altos de la isla

y allí, junto a la tienda,

Valaner se ponía a recordar

las canciones de su infancia:

canciones de nostalgia incomparable

en una lengua misteriosa y, a pesar

de su sentido oscuro, tan hermosas.

Y luego, proponiéndose explicarlas,

comenzaba a divagar de su secreto,

como él siempre lo llamaba: algún tesoro

que amaba más que su vida y que soñaba

con recuperar alguna vez.

Nunca logré que me dijera

si se refería a algún objeto

o a alguna persona o a un lugar,

ni por qué lo abandonó, pero insistía

en que habría de encontrarlo, cuando su tiempo viniera.

Si acaso lo abrumaban mis preguntas

40
de cuándo llegaría ese momento,

me respondía que cuando

una gran catástrofe alterara

el mundo y nuestras vidas. Tendrían que pasar algunos años

para que entendiera sus palabras,

pero al fin sucedió: un meteorito

se estrelló más allá del mar del sur.

¿Han escuchado ustedes sobre aquello?

Muchos saben de eso por leyendas,

mas sólo unos pocos lo vivimos.

Sabrán que la columna de ceniza

y de polvo se alzó y cubrió los cielos

y nos dejó por días en tinieblas.

Cuando el sol volvió a salir, ya no era el mismo:

su luz estaba opaca y su calor

no lograba madurar nuestros cultivos

ni derretir los hielos. Así empezó la nueva glaciación,

que prosigue su avance hasta la fecha,

y así vine a comprender que Valaner

podía regresar por su secreto,

dondequiera que el secreto se ocultara.

Pero Valaner se había ya esfumado.

Partió sin despedirse y me alegré,

porque pensé que aquello era un mensaje

para indicar que volvería pronto.

Un día, después de cuatro años,

encontraron su cuerpo en una playa.

No había signo alguno de enfermedad ni violencia.

Pero estaba muerto y tan muerto

que cuando pude verlo, no creí

41
que fuera el mismo y, sin embargo, lo era.

Con mis propias lágrimas lavé

su barba manchada por la arena

y cerré sus ojos que, entreabiertos,

se habían apagado en la esperanza

de contemplar de nuevo su secreto.

¿Qué sucedió durante aquellos años,

desde su partida hasta su muerte?

¿Adónde se dirigió en su viaje?

¿A otros sitios de la isla, al continente

o a su tierra natal, al otro lado

del océano y del mundo?

Sólo sé que si murió, fue en el intento

de alcanzar su secreto y de traerlo

consigo de regreso a nuestra aldea.

Ese era su plan, y a tal extremo

creía en su propósito que él mismo,

antes de partir, había hecho

un sepulcro para ambos, y una lápida

grabada en su idioma originario.

Si visitan nuestro cementerio,

fácilmente lo hallarán, bajo la sombra

de un laurel, cuyas semillas

provenían del hogar de Valaner.

Allí lo sepulté, acompañado

por todos los de Quéram y otros muchos

de lejanos puntos de la isla.

Y allí no solamente terminó

la historia de mi amistad con él,

sino todo consuelo y toda risa.

42
Porque habrán oído decir

a los viejos como yo,

que la dicha viaja sola y las desdichas en tropeles.

Los cambios en el clima provocaron

la ruina de las cosechas por una década entera.

Hubo hambruna y hubo crímenes.

Si en los años que Valaner

vivió entre nosotros, los muertos

de Quéram pasaron a ser

de tres a cinco, en el decenio siguiente

esos cinco aumentaron a quinientos.

Y, entre los quinientos, se contaban

mi hija y mi mujer,

con quien conviví menos de un año.

La muerte, maldita muerte

que me quitó a mi amigo, a mi pequeña y a mi esposa,

se me volvió una obsesión. Se convirtió en mi enemiga.

Y en mi ira contra ella, recordé a la viuda de Erimhes

y a su hija: Valaner

le había ganado una vez una batalla a la muerte.

Hice lo que nadie había osado

realizar en tantos años: violé el umbral clausurado

de la casa de mi amigo. Allí todo se encontraba

cubierto de polvo y de herrumbre,

pero intacto. Por semanas,

me encerré a leer sus libros y a examinar sus papeles,

esperando descubrir su poder sobre la vida.

Después de unas pocas noches, mi vista empezó a nublarse.

Quise atribuirlo al cansancio. Pero, tras algunos meses

de hojear millares de folios sin retener una frase,

43
me di por vencido. Al salir

de la cabaña, mis ojos

no percibían ya más

que el brillo del sol. Con espanto,

los que me vieron, dijeron

que se habían diluido mis pupilas:

blancos quedaron mis ojos,

como ahora pueden verlos.

Cuando un rayo redujo la cabaña

de Valaner a brasas y a cenizas,

me alegré: no habría otras retinas

que pagaran con ceguera su locura.

Y así morí para el mundo

de los videntes y vivos. Así recobré mi amistad

con la muerte que me anima.

Porque no tengo de vivo sino el cuerpo,

que insiste en respirar aunque me pese,

mas mi alma está allá, en el otro lado,

junto a Valaner y mi familia.

Para mí, no hay redención ni hay esperanza.

Sólo la muerte es señora

y es inútil resistirla. Nosotros y el mundo somos

sus vasallos y sus hijos: venimos y vamos a ella,

en ella y por ella existimos".

11.

Entre tinieblas, por un camino fangoso

y bajo el continuo gotear de la llovizna,

Alauwen y Eliosad se encaminaron

al cementerio de Quéram, en lo alto de una cima,

44
desde la cual dominaban el mar abierto y el pueblo.

No les fue difícil ubicar el laurel y, bajo él, la tumba,

exactamente como Rhantu se lo había señalado.

La lápida de bronce, muy sencilla, no tenía adorno alguno

sino una ennegrecida inscripción de cuatro líneas,

que a Alauwen, como a todos los de Quéram,

le pareció un sinsentido. Lo que esas letras decían

o silenciaban era lo siguiente:

“LOTEMSVAIEVANEVIRE

PERJORNSPERMESEPERANS

ETEULASNONSAIQUEDIRE

CADESESUSMOSTALANS”.

Eliosad releyó cada renglón un par de veces,

pronunciando sílaba a sílaba, intentando descubrir

algún sentido oculto y al final, decepcionado, murmuró:

“Se trata del mismo idioma de la canción de Rhantu".

“¿Lo comprendes?”, Alauwen preguntó, sin entender

por qué Eliosad, a pesar de su hallazgo, parecía

todavía contrariado. Dijo Eliosad: "Lo comprendo,

pero no nos dice nada que no supiéramos desde antes.

No son más que algunos versos de una canción que lamenta,

como pude haber supuesto, la pérdida de su tesoro.

Separadas las palabras y adecuadamente leídas,

serían: ‘Lo tems vai e van

e vire, per jorns, per mes e per ans.

et eu, las!, non sai que dire,

c’ades es us mos talans’,

lo cual significa: ‘El tiempo va

y viene y vuelve, por días,

por meses y por años,

45
mientras, ¡ay!, yo no encuentro qué decir,

pues mi deseo es el mismo siempre’”.

Por un largo rato, ambos meditaron

en esas frases extrañas y en su sonido inquietante

a esas horas y allí, junto al soplido lúgubre del viento

y el insistente bramar de las olas a lo lejos.

“Hay algo absurdo en los versos”, dijo Alauwen, confundida:

“Si Valaner conocía cómo obtener su secreto

y tenía la certeza de alcanzarlo y regresar

a morir a la isla junto a él, y ser enterrado en este sitio,

¿por qué inscribir su sepulcro con la canción de un deseo

no cumplido?” Eliosad lo pensó por un instante y respondió:

“No guarda lógica alguna, estoy de acuerdo.

Pero tampoco existe ningún modo de explicar

por qué el sabio Valaner, el viajero de otros mares,

el que era venerado como un santo, no dejara

como último mensaje, sino una estrofa acerca

de la imposibilidad de articular un mensaje”,

dijo Eliosad y, si bien lo dijo con leve ironía,

de pronto su expresión se puso seria, y añadió:

“Quizás haya una leyenda en otra parte

que nos sea de mayor utilidad. Revisemos los bordes del sepulcro,

la corteza del laurel, las piedras, todo

lo que pudo ser inscrito". Los dos batieron sus mantos

y, auxiliados por sus resplandores,

uno rojo y el otro blanquecino,

con detenimiento examinaron

la tumba y lo que había en torno a ella.

Eliosad palpaba el laurel, hoja a hoja y tallo a tallo,

cuando lo sobresaltaron un débil grito y un golpe.

46
Con dos cuchillos ya desenvainados,

se volvió a mirar y descubrió que Alauwen

había desaparecido. “¿Dónde estás, Alauwen?”, la llamó

y, desde el fondo del sepulcro, escuchó su voz diciendo:

“No sé cómo se abrió el suelo ni sé adónde he caído.

¿Puedes oírme bien?” Eliosad se aproximó a la losa

y, junto a uno de sus bordes, halló un agujero en la tierra,

por el que un fulgor blanco se asomaba. A un par de metros,

a través del orificio, distinguió la manta de Alauwen.

“Sí, te escucho y puedo verte: estás debajo de la tumba",

dijo Eliosad: "¿Qué hay adentro?”

“Hay dos féretros idénticos", Alauwen contestó, "pero sin nada

escrito sobre ellos. Uno de los dos ha sido abierto. Está vacío.

Voy a abrir ahora el otro". Eliosad le dijo: "No lo hagas.

No perturbes a los muertos. Deja descansar a Valaner

y vayámonos de aquí". Alauwen preguntó: “¿Ya has olvidado

que Valaner me habló? Para mí, no va a estar muerto,

aunque Rhantu y todo el mundo me lo juren,

mientras no toque sus huesos". “Dame la mano, Alauwen",

insistió Eliosad: "Te ayudaré a salir. Lo que hemos hecho

no tiene sentido. Regresemos a casa y olvidémoslo".

Alauwen no le respondió. Eliosad trató de vislumbrar

algo a través del agujero, pero era tanta su estrechez

que solamente veía el manto y su resplandor, moviéndose de prisa.

Oyó el chirriar de una piedra al ser descorrida y, más tarde,

un absoluto silencio. “¿Alauwen? ¿Qué ha sucedido, Alauwen?”

preguntó Eliosad, y Alauwen exclamó con voz llorosa:

“Era verdad, Eliosad. Rhantu no nos mintió”.

“Ven aquí. Extiéndeme tu brazo".

“Espera. Hay algo más junto a los huesos".

47
“¿De qué se trata?” “Aquí lo tienes. Súbeme”,

y, por la abertura, sus dedos

le pasaron un manchado pergamino,

carcomido por el moho y por las larvas.

Con la ayuda de Eliosad, Alauwen salió del sepulcro

y en la fina llovizna lavó su cara y sus manos.

Eliosad desdobló el pergamino y, pese a su gran precaución,

no pudo evitar desgarrarlo en dos mitades.

Le dio a Alauwen una parte y leyó la suya en voz alta:

“Unos creen que el secreto es una piedra;

otros, que el secreto es una copa;

los más, que no existe ni ha existido”.

Alauwen leyó su trozo, con ojos llenos de lágrimas:

“De ti y de ti, en las últimas cavernas

que el hielo ha respetado,

desde el sur el otro va a venir:

ese que conocerá el secreto”.

Ninguno de los dos supo qué hacer ni qué decir

y se quedaron allí, palpando el rugoso dorso

del pergamino escrito por la mano de Valaner,

cuando de pronto escucharon un tumulto, desde el pueblo,

de gritos de horror y llantos. Eliosad y Alauwen corrieron

al camino en la ladera, y divisaron las casas

en llamas, y gente huyendo y agonizando en las calles,

y centenas de soldados capturándola y matándola.

12.

Alauwen había empezado a correr hacia la aldea,

cuando Eliosad la detuvo, preguntándole: “¿Qué haces?

48
Huyamos y busquemos un refugio". Con firmeza

y enfadada, Alauwen respondió: “¿Cómo pretendes

abandonarlos ahora, si nosotros somos responsables

de que los de Quéram estén siendo masacrados?

No me importa que te vayas, si eso quieres, pero yo

voy a luchar por ellos”. Eliosad se alzó de hombros y le dijo:

“Ya que así lo deseas, déjame que combata. Pero tú manténte lejos:

tus heridas todavía no cicatrizan del todo”.

Sin embargo, Alauwen pareció no haberlo oído, porque ya

comenzaba a deslizarse, invisible y silenciosa,

empuñando su fusil y cubierta por su manto,

sobre las calles fangosas y ensangrentadas de Quéram.

Eliosad la siguió de cerca, preparando sus cuchillos.

Vieron ancianos y niños de rostros desfigurados

por el fuego y los culatazos, mujeres y hombres saliendo

de sus casas calcinadas, pidiendo piedad de rodillas,

y recibiendo en sus ojos lacrimosos las descargas

de los lanzallamas y fusiles. De improviso, algunos invasores

se doblaron y cayeron en el polvo, degollados por dagas invisibles

o fulminados por tiros a quemarropa y sin causa.

Los soldados se miraron entre sí con desconcierto,

sin discernir hacia dónde dirigir sus represalias. Lentamente,

detuvieron la masacre y se arrimaron a los muros.

Cuando tres disparos repentinos

cercenaron tres cabezas, ensangrentando toda

una pared encalada, corrieron los demás en estampida.

Alauwen y Eliosad los persiguieron, hasta que las tropas

pararon de pronto en una esquina y ellos dos también se detuvieron,

sin imaginar lo que ocurría. Entonces, al fondo de la calle,

apareció la figura imponente de un Bherezat,

49
cubierto de pies a cabeza por una coraza escamosa,

y largas espuelas del mismo metal rugoso y oscuro

protegiéndole los hombros, las rodillas y antebrazos,

y un yelmo de cuernos que nada dejaba entrever de su rostro.

Cabalgaba una bestia mecánica más feroz y corpulenta

que cualquier bestia real, también forrada en escamas

y erizada en negras púas. Sus pisadas estruendosas ignoraron

al pelotón de soldados y se dirigieron veloces

hacia los habitantes de Quéram que, paralizados de horror,

recibieron cada uno un golpe solo

del bastón del Bherezat y, tras retorcerse sus cuerpos

en un atroz burbujear de carne hervida y calcinada,

se esfumaron en el aire. Aunque temblando, Eliosad

se adelantó a hacerle frente con sus modestos cuchillos

y fue Alauwen, en esta ocasión, quien lo contuvo y le dijo:

“Ese es uno de los diez que comparten y detentan

los poderes de la Madre. Muchos piensan que la encarnan

o que canalizan sus fuerzas, otros dicen que ellos diez

son la Madre verdadera, o que ‘Madre’ es sólo un nombre

abstracto con el que designan su propio poder absoluto.

Una cosa es indudable acerca de los Bherezats:

que no conocen la muerte. No hay sentido en combatirlos".

El Bherezat de repente oyó o percibió el movimiento

de un hálito a sus espaldas, giró en su cabalgadura

en una fracción de segundo, y le asestó un golpe a Alauwen

que la arrojó al otro extremo de la aldea. Convencido

de haberla aniquilado como a todos aquellos que rozaba su bastón,

el invencible reanudó la destrucción de Quéram, secundado

por las tropas, que ya habían recobrado su impunidad y su confianza.

Eliosad se maravilló de ver a Alauwen sangrante y sin aliento,

50
aturdida y magullada, pero por milagro viva.

“Larguémonos de aquí”, le susurró y, cargándola, se dirigió a la cima

donde estaba el cementerio, para luego descender hasta la playa.

Casi al mismo tiempo en que ingresaron

a una escondida caverna y apenas Eliosad había puesto

el cuerpo de Alauwen sobre un lecho de musgo que crecía

en torno a una fuente de agua, una serie de estallidos

hicieron temblar y crujir las paredes de la gruta.

Asomándose a la entrada, Eliosad contempló los helicópteros

sobrevolando la isla y dejando caer sobre ella

unas burbujas traslúcidas, que en su descenso pausado

se dividían en cientos de esferas y, tras tocar el suelo,

se activaban y explotaban, soltando un líquido hirviente

que derretía las rocas. Desconsolado, Eliosad

se dijo: “Este es el fin”, pero, al volver junto a Alauwen

y hallarla retorciéndose de dolor

y perdiendo por instantes la conciencia,

le acarició los cabellos y, con voz serena, dijo:

“Van a destrozar la isla, no a nosotros.

Tenemos aún que llegar a las últimas cavernas

que el hielo ha respetado. Eso fue

lo que pidió Valaner. Y eso será lo que haremos”.

13.

Alauwen fue desnudada por Eliosad y acostada

en la fuente, para limpiar y calmar sus muchas heridas

con la frialdad de las aguas. Cuando cesó el bombardeo,

Eliosad salió de la gruta y volvió tras algunos instantes

con un atado de hierbas y un puñado de semillas.

Las mascó hasta convertirlas en una pulpa incolora,

51
con la que fue frotando las cicatrices abiertas, desde la frente a los pies:

una red interminable de llagas sanguinolentas,

extendidas por el torso, por los brazos y las piernas

delgadas y débiles de Alauwen. Un temblor

entre horrorizado y compasivo sacudía

los dedos de Eliosad, al pensar que aquellos huesos y esa carne

y esa piel, que hasta hacía una semana nunca había

sido expuesta al sol ni al viento, y mucho menos al cansancio ni al dolor,

y esos miembros infantiles, tan frágiles e indefensos,

eran lo que perseguían la Madre y sus Bherezats,

con todas sus maquinarias de guerra y miles de tropas,

y que era su deber, el de Eliosad, conservarlos intactos y seguros.

¿Por qué razón? No lo sabía. No lo hacía por Valaner,

ni menos por la búsqueda insensata de una clave a su misterio.

Quizá simplemente lo hacía porque en un mundo usurpado

por el poder de la Madre y donde todo parecía

dispuesto a desmoronarse, donde la isla y él mismo

podían desvanecerse en cualquier momento, Alauwen

era lo único puro y lo único hermoso al alcance

de su espíritu y sus ojos, y lo que debía salvar

y amparar como si fuera su bendición y su vida.

Eliosad pensó que nunca nada le había importado

del mismo modo que Alauwen, y quiso decírselo, pero

se lo impidió un sentimiento inusitado de vergüenza,

y se dedicó a terminar de curarla y la sacó

de la fuente y la envolvió en su manto rojo.

Alauwen, casi enseguida, recobró el calor y el ánimo

y dijo, con una sonrisa: “Me siento ya un poco mejor".

“Descansa”, le dijo Eliosad. Alauwen cerró sus ojos

y los abrió nuevamente en lo que creyó un parpadeo,

52
pero al mirar hacia afuera y distinguir la oscuridad,

comprendió que había dormido un día entero, desde el alba

en que llegó a la caverna y hasta la noche siguiente.

Mientras devoraba con apetito insaciable

las pocas raíces y frutos que Eliosad había logrado

recoger en toda la tarde, se acordó del bombardeo.

“Arrasaron con la isla”, dijo Eliosad, “y no hablo

sólo de los sembradíos, de la gente y de sus casas,

sino de bosques y cerros. Desde aquí hasta el horizonte,

no hay más que un erial calcinado, y el polvo en el aire, y el humo".

“Por consiguiente, Rhantu…”, dijo ella y Eliosad la interrumpió:

“Probablemente, Rhantu por fin esté descansando".

Luego de un largo silencio en el que acabó de comer,

Alauwen confesó con voz quebrada: "Me preocupa

permanecer en la isla, pero aun para volar

estoy demasiado enferma". “Lo sé", respondió Eliosad:

"Necesitas reposar por unas cuantas semanas,

para reponer tus fuerzas y dejar que tus heridas

cicatricen otra vez. No obstante, no te preocupes.

Dorosania nos envió su mensajero, que ahora anda

buscando alguna manera de llevarnos hacia el sur.

¿Ya has terminado tu cena?”, le preguntó amablemente

y la ayudó a vestirse y la condujo hasta la playa,

donde debieron taparse las narices con los mantos,

por el hedor nauseabundo a tierra y carne quemadas.

Luego de observar alrededor y asegurarse

de que estaban solos, Eliosad silbó tres veces,

y oyeron un aletear conocido y desde el mar

vieron venir, aun más blanco por el brillo de la luna,

al pelícano de antes. Bajo sus plumas remeras,

53
el agua empezó a bullir y a estremecerse con algo

gigantesco que emergió súbitamente, con un violento bufido,

e hizo empalidecer a Alauwen. En un principio, creyó

que era un robusto caballo, luchando por escapar

del abrazo de una víbora; luego entendió que las patas,

el cráneo y el cuello equinos, y la cola de serpiente

pertenecían al mismo animal, que pese a su talla

trotó y saltó de las aguas con agilidad asombrosa,

hasta inclinar su cabeza frente a los pies de Eliosad,

quien le frotó las orejas. Alauwen también extendió

sus manos, para tocar su piel curtida y mirar

de cerca sus ojos inmensos, del claro color de las algas.

Un feliz e inesperado resoplido, con todo su calor y su humedad,

asustó otra vez a Alauwen. Eliosad se rió de buena gana

y le explicó la manera de sentarse en el áspero lomo

e incluso de recostarse sobre las duras escamas.

Cuando ambos se acomodaron, Eliosad palmeó las crines de la bestia,

y el animal corrió sobre la arena y se hundió de golpe entre las olas,

surcándolas ligero como un pez , en dirección al sur.

Los viajeros vieron, relumbrante en la distancia, al pelícano volver

al interior de la isla y perderse volando en la humareda

de los despojos abrasados de la inexistente Quéram.

14.

Menguó la luna, se ocultó y volvió a llenarse,

mientras el caballo navegaba por canales

flanqueados por glaciares en constante crecimiento

y que, a veces, cuando el hielo recién acumulado

no lograba afirmarse por completo, se quebraban,

soltando con fragor aterrador enormes bloques

54
a las aguas conmovidas. Los viajeros se habituaron al temblor

y al estruendo catastrófico de los desprendimientos,

asi como también se acostumbraron al vigor y a la aspereza

de su cabalgadura, y a pasar las horas muertas

contemplando la grandeza del monótono paisaje,

masticando las algas adheridas a los flancos escamosos del caballo

y leyendo de continuo los fragmentos del mensaje:

“Unos creen que el secreto es una piedra…”, y el otro que empezaba:

“De ti y de ti, en las últimas cavernas…” Conocían de memoria

cada letra, y hallaron por cada una de sus cincuenta palabras

decenas de sentidos diferentes; no entendían, sin embargo,

más que lo captado en un principio: que un secreto

ignorado para todos, se escondía en una gruta,

y ellos debían buscarlo hasta donde se lo permitiera

el rigor de los hielos australes. Cuando por fin acabaron

de descolorarse los trazos, y de agrietarse y abrirse

los pliegues en el pergamino, Eliosad y Alauwen hubieron

de renunciar al placer obsesivo de examinarlo

y guardaron los pedazos del manuscrito en sus ropas,

para seguir releyéndolos en el facsímil perfecto

e inmune de sus memorias. Si aprendieron a aguantar

el tedio y el entorno apocalíptico, las algas como único alimento

y la nieve como única bebida, no pudieron en cambio soportar

con igual paciencia el frío, que aumentaba su crudeza

de hora en hora. La limpieza del aire congelado

favoreció la pronta recuperación de Alauwen,

cuyas heridas volvieron a cerrarse en pocos días,

pero a Eliosad una tos persistente le amargaba

el humor y le impedía descansar bien por las noches,

y lo hubiera conducido a maldecir de la locura

55
por la que dejó su hogar, de no hallarse convencido

de que el resto de la isla sufrió la misma tragedia

padecida por Quéram. Llegaron así hasta una zona

donde, por más que el caballo trató de bordear los glaciares,

no pudo seguir hacia el sur. Con caricias en su frente,

Alauwen y Eliosad se despidieron de la bestia

y empezaron a cruzar una planicie de hielo,

bajo un cielo igual de blanco: una llanura infinita,

desprovista de sol y de montañas; sin contar

con otra orientación sino el instinto. En un inicio,

y a pesar de que deseaban caminar tras las semanas

de inmovilidad forzosa, tuvieron que volar para eludir

el peligro de las grietas en el hielo y de los profundos pozos

de nieve inconsistente; pero al cabo de unas horas, aceptaron

que se exponían más al embate de las ráfagas de viento

cuando andaban por el aire que al utilizar sus piernas

y sus pies sin abrigo y mal calzados. Por dos días,

avanzaron sin comer ni detenerse, y al tercero

debieron improvisar un refugio bajo la nieve

y durmieron abrazados, compartiendo la tibieza

de sus mantos y sus cuerpos. Al reanudar su camino,

el frío y el agotamiento se agravaron con el hambre,

imposible de paliar en ese paraje inclemente,

sin ningún signo de vida. No lograron avanzar

más que por dos o tres horas, antes de verse obligados

a cavar otro refugio, para acostarse y dormir.

Al cuarto día, comenzaron a andar con la certeza

de que sucumbirían de inmediato: solamente

mantenerse de pie les exigía todo su esfuerzo y voluntad,

y adelantar un paso resultaba poco menos que imposible.

56
Alauwen no percibía sino un ardor punzante en sus oídos

y el dolor de sus pulmones, cada vez que respiraba

ese aire como astillas de cristal. El resto de su cuerpo

le era distante y ajeno, un objeto indiferente

y reconocible tan sólo al mirar sus manos hinchadas

o el trastabillar indolente de sus pies. Cuando el tormento

pareció cesar y se nubló su vista, Alauwen comprendió

que aquello era la muerte: poco a poco, sus pulmones

y su corazón se aletargaron hasta detenerse.

Sintió placer al hundirse en ese descanso perfecto,

sin sufrimiento y sin frío, sin absurdas inquietudes ni misiones,

y sin propósito más que el de dormir suavemente, acurrucada

en el abrazo tierno de la nieve. Cuando cerró los ojos,

se hizo más luminosa la blancura al fondo de ellos.

Se dejó abatir con agrado y se inclinó, con gratitud por la caída.

Y entonces, tan claramente como lo oyó en la ciudad,

escuchó que Valaner le susurraba: “Vamos: levántate, Alauwen,

que se acercan las cavernas”, y sintió las mismas frases

reiterarse varias veces, muchas veces. Despertó

con sus hombros sacudidos por Eliosad, repitiendo:

“Vamos: levántate, Alauwen, que alguien se acerca a nosotros”.

Y en efecto, aún muy lejos, pero del todo visible en la pareja llanura,

se aproximaba un trineo, impulsado velozmente por una decena de perros.

“Valaner volvió a hablarme”, dijo Alauwen, pero Eliosad no prestó

atención a sus palabras, ocupado como estaba en hacer señas

con los brazos en alto al del trineo. "Valaner me animó a que despertase",

Alauwen insistió, "porque las cavernas se acercaban".

Eliosad prefirió guardar silencio, convencido de que Alauwen

había confundido su propio intento para reanimarla

con algún delirio o sueño. A pesar de no decírselo,

57
ella adivinó sus pensamientos y reconoció haberse equivocado,

aunque no por eso desistió de disfrutar la voz de Valaner,

vívida y fresca en su recuerdo. Todavía saboreaba ese sonido,

cuando el trineo al fin llegó hasta ellos y un muchacho,

casi invisible bajo sus frondosas vestiduras,

los invitó a treparse en el vehículo y rápidamente partió,

azuzando con gritos a sus perros.

15.

Se deslizaron por horas sin perturbar con palabras

la quietud de su trayecto, mientras caía la noche,

hasta que Eliosad dijo al muchacho: “Yo soy Elhan;

esta es mi hermana Amhran, y venimos desde el norte,

donde la Madre asoló nuestro pueblo y nuestras tierras”.

“Todos han llegado por lo mismo”, dijo el joven y añadió:

“Mi nombre es Sánnak”, con voz tan infantil que sorprendió

a los dos viajeros. Le preguntó Eliosad: “¿También tú

viniste desde el norte hasta los hielos? ” Comprensivo

ante su incredulidad, Sánnak respondió: “Yo nací aquí

y nunca he cruzado el mar, pero mis padres huyeron

de la Madre, como ustedes, hace ya algunas décadas.

Ahora calla, o este viento va a destrozar tu garganta.

Descansa y pronto hablaremos, cuando entremos a la aldea”.

Eliosad obedeció, aunque esta última frase

lo dejó lleno de dudas y de asombro porque un pueblo

existiera en tan inhóspito lugar. ¿Cómo podrían

sobrevivir las personas, sin árboles ni ríos ni animales?

¿Y cómo protegerse de ese frío y de ese viento

capaces de cortar y erosionar la roca viva? Su inquietud

recibió una respuesta sorprendente, cuando el trineo ingresó

58
a un túnel medio oculto desde fuera, que se ensanchó poco a poco,

hasta convertirse en una gruta tan profunda y espaciosa

que habría dado cabida con holgura a cuatro pueblos como Quéram.

En efecto, en su interior se levantaba

una aldea de amplias calles, con cilíndricas casas de madera,

casi todas de tres pisos, sin tejados y rodeadas

por hileras de árboles y arbustos de hojas ralas y descoloridas.

“Nuestros padres excavaron y encontraron vertientes subterráneas”,

comenzó a explicar Sánnak, señalando el bosque y los cultivos,

“para regar las semillas que trajeron desde el norte. Ciertamente

los árboles crecerían más altos y vigorosos bajo el sol,

pero en estas condiciones aún nos sirven para obtener madera y construir

nuestras casas, herramientas y trineos. Además, sus hojas muertas

nos han permitido extender la poca tierra que existía.

Con los árboles y perros que criamos, y el carbón

y metales que extraemos de las rocas, y los peces abundantes

en el mar y bajo el hielo, nada más necesitamos.

Mis padres están allí: él es Olak; ella, Urjaine”.

Las muchas arrugas y canas de sus padres discordaban

con la fortaleza de sus cuerpos. Entonces, Alauwen y Eliosad

comprendieron por qué Sánnak parecía tan mayor para sus años:

sin ninguna duda, la hostilidad del ambiente desgastaba a las personas,

convirtiendo sus auténticas edades en misterios.

En tanto que la aldea entera se arremolinaba

en torno a los visitantes, Urjaine y Olak les besaron

las frentes y las mejillas, como si los conocieran desde siempre.

“Bienvenidos a Finlag”, Urjaine dijo:

“Es un gusto extraordinario recibir nuevos viajeros

después de tantos años”. Olak les explicó:

“Los últimos en llegar fueron soldados del este,

59
tras ser arrasadas sus tropas y familias por la Madre,

harán once o doce años". Al escuchar esto, Alauwen

sintió espanto: recordaba vagamente, entre los muchos combates

en que había trabajado en su salón de la ciudad,

ese exterminio en el este, donde ella participó estudiando

la estrategia de las tropas y enviando los refuerzos de la Madre.

Enseguida intentó tranquilizarse, recordándose que nadie,

sino Eliosad, conocía su identidad ni su historia.

Olak prosiguió, preguntando: “¿De dónde vienen ustedes?”

“De la isla frente a la ciudad”. “¿Por qué escaparon?",

Urjaine se extrañó: "Creímos que la isla era un refugio seguro,

pues la Madre carecía de interés alguno en ella".

“Así era, hasta hace poco”, dijo Eliosad. “Sin embargo,

fue invadida y bombardeada. No sabemos la razón, ni si hubo otros

fugitivos, fuera de mí mismo y de mi hermana". En ese instante,

Alauwen, que había contenido su cansancio y sus mareos

desde que llegaron a la aldea, se desplomó en los brazos de Eliosad.

Un murmullo compasivo, pero sin sorpresa se extendió

entre quienes los rodeaban. “Discúlpanos”, dijo Urjaine,

haciendo una seña a Eliosad y guiándolo a su casa:

“Nuestra alegría nos hizo pasar por alto el esfuerzo

y las tantas privaciones que han sufrido hasta encontrarnos".

El hogar de Olak y su familia, a pesar de su pobreza obligatoria,

era acogedora y todo en ella parecía nuevo y reluciente,

fuera de los cobertores de las camas que, como cada tejido

de las ropas en Finlag, se componían

de harapos desgastados por decenios, usados por centenas de personas,

y, sin embargo, tratados y unidos con tanta paciencia

que cumplían su objetivo de abrigar. Una vez que recostaron

a Alauwen en uno de esos lechos, Sánnak le dio a cucharadas

60
una comida caliente que la reconfortó y le permitió

dormirse en la tibieza de su cuerpo satisfecho.

Eliosad comió también, pero la frecuencia de su tos y su aspereza

lo obligaron a acostarse. Cuando Alauwen despertó,

encontró a Eliosad en otra cama, delirante y afiebrado,

y a Olak y Urjaine aplicando compresas de hielo en su frente.

“Que la salud de tu hermano no te inquiete”, dijo Urjaine:

“Casi todos quienes llegan sufren fiebres similares.

Nosotros lo cuidaremos. Y tú, si así lo deseas,

puedes ir a recorrer nuestro pueblo junto a Sánnak”.

Alauwen estuvo de acuerdo: le simpatizaba el muchacho,

aun más que Urjaine y Olak, pues tenía su misma estatura

y la misma ambigüedad en su apostura y sus gestos

que le hacía en ocasiones verse adulto y otras veces como un niño:

si ella se había pasado la vida en un solo edificio,

él no había conocido más que un paisaje nevado

y su aldea subterránea. Mientras caminaban por las calles,

Sánnak quiso presentarle algunos vecinos a Alauwen:

muchos eran desertores o víctimas de una guerra y, aunque todos

declaraban su enemistad y aversión hacia la Madre,

conocían la ciudad sólo de oídas y la Madre, para ellos,

se reducía a su nombre, sumergido en el terror y las leyendas.

Llegaron de esta manera a una casa reducida y apartada,

en torno a la cual un gran grupo de gente de varias edades

se sentaba para escuchar a un anciano imponente

y completamente calvo que, sin compañía de música,

entonaba una canción de monótonas cadencias.

“Ese es Insguin”, dijo Sánnak: “Él es la memoria del pueblo,

que sabe de nuestros pasados y los hechos de los muertos,

y canta lo que ocurrió o pudo ocurrir hace décadas

61
y siglos, en este lugar o en cualquier parte del mundo”.

Alauwen enseguida se dio cuenta de que el cantar de Insguin

no se asemejaba en absoluto a los cantos de Rhantu en la taberna:

lo que Inguin recitaba era una historia,

en la que existían personajes que actuaban y dialogaban,

e Insguin reproducía sus acciones y sus voces, con tal gracia y precisión

que su audiencia parecía fascinada. Sin captar el desenlace

del relato en curso, Alauwen y Sánnak esperaron

a que se iniciara un canto nuevo y, luego de una ronda de silbidos

y de aplausos, vieron y escucharon a Insguin, que decía:

16.

“Mucho antes de la era de la Madre,

mucho antes de la era precedente, cuando aún

las personas no contaban con navíos para atravesar el mar

e ignoraban la existencia de otras razas

en otros continentes, un mensajero enviado

por el gran soberano de Ak’balkaban

fue atacado y muerto en una aldea. El emperador Ecoatle

encomendó a sus tropas las más recias represalias:

así como la Madre disemina sus máquinas y ejércitos

y quema los cultivos y los bosques, sin compasión por las vidas

de los viejos y los niños, así mandó Ecoatle a sus soldados

para arrasar con el pueblo. Regresaron

los generales de Ecoatle a presentarle en palacio

las orejas y los ojos de las víctimas. Otetle,

el hijo mayor del soberano, se alegró ante los despojos,

compartiendo el orgullo de su padre; el segundo hijo, Mixtli,

apartó la vista, pero a nadie mencionó su repulsión,

por no incurrir en la ira de su padre y del hermano

62
que alguna vez ascendería al trono. En cambio, Atle,

el menor de los tres hijos, se negó

a contemplar el botín, y se refugió en el cuarto de su madre,

y la abrazó y lloró, conteniendo su ira, en su regazo.

‘Atle, hijo mío, no sufras por los actos de tu padre:

considera que el emperador debe tomar decisiones

que sólo él y Dios comprenden’. ‘Sé que nunca

dirigiré el imperio, porque no tengo la sangre ni el coraje,

mas si alguna vez me nombran general o consejero,

si algún poder se me otorga sobre las vidas ajenas,

no ordenaré ajusticiar sino a quien asesinare a un inocente;

juro por Dios que sería verdugo de los verdugos

y nunca de los indefensos’.

Algunos meses más tarde, el primogénito Otetle

fue muerto en una emboscada, sin que jamás se supiera

quiénes fueron los hechores; Ecoatle decretó

colgar a doscientos muchachos de la misma edad de su hijo.

Tras contemplar de una torre los despojos, carcomidos

por las aves de carroña y sacudidos por el viento,

Atle se volvió a su padre con violencia:

‘¡Y así te vanaglorias y te ensalzan

por sabio y por valiente! ¡Tus tropas debieran llamarte

cobarde, que no emperador; ni padre decirte tus hijos,

sino traidor y asesino! Pero lo que más lamento

no es tu hipocresía, sino verme obligado por mi sangre

a respetar tu cabeza, que si fueses cualquier otro, sentirías

mi espada en tu corazón, en lugar de mis palabras’.

Consejeros y soldados, servidores y parientes,

quedaron petrificados, aguardando el mandato del monarca

de aprisionar y ejecutar a Atle. Pero el emperador, serenamente,

63
se dirigió hacia su segundo hijo, ahora su heredero y sucesor:

‘¿Te avergüenzas, Mixtli, tú también de que yo sea tu padre?’

Se apresuró Mixtli en contestar: ‘¿Existe honor

más preciado en el imperio que abrigarme al amparo de tu nombre?’

‘Y si alguien contra mí se levantase y me insultara,

¿matarías al rebelde? Si ese alguien fuera alguno de los tuyos,

tu madre o tu amigo o tu mujer, ¿me defenderías, Mixtli?’

Mixtli tiritaba de pavor, sabiendo que pronto tendría

que ajusticiar a su hermano, pero logró responder:

‘Te defendería, padre. Vengaría sus palabras con su vida’. Ecoatle,

ante el desconcierto de todos los presentes, les ordenó marcharse

y olvidar aquel disgusto. Mas Mixtli, incapaz de no acordarse

de lo dicho cada vez que se encontraba en compañía de su hermano,

se estableció en un poblado alejado de la capital,

junto a su esposa y sus hijos, a la espera de la muerte de Ecoatle,

para ascender a su trono y borrar su humillación

mediante el destierro o la ejecución de Atle. Sin embargo,

el monarca, en su lecho de agonía, convocó

a sus consejeros, su mujer y el menor de sus dos hijos.

‘Sangre mía, conozco tu desprecio. No te culpo: algún día entenderás

que, sólo si abandonas tu conciencia, mantienes tu poder y tu corona.

Yo no soy más el hijo de mis padres, ni aquel que desposó a mi amada,

ni quien engendró a tres hijos suyos. Yo nunca he tenido una familia.

Y, si te causa horror que ofrezca en sacrificio a quienes odio,

has de saber también que antes ofrendé mi propia vida

y la vida de quienes adoraba, por servir a Dios y a mis dominios.

Y asimismo sacrificarás la tuya, mi muy querido Atle,

cuando te coronen y te invistan como el nuevo soberano de Ak’balkaban’.

‘¿Qué dices? Muerto Otetle, corresponde

a mi hermano Mixtli gobernar y sucederte’.

64
‘Su debilidad y falta de valor arruinarían

mi casa y el imperio. Tú eres fuerte. No has temido

mi enojo ni exponerte a mi castigo por defender lo que crees.

Tú, Atle, serás y no otro, quien conduzca a Ak’balkaban

hacia una gloria mayor de la que vieron mis días’.

Y así Atle recibió el cetro imperial y el anillo

de los dedos de su padre, quien falleció aquella noche.

A la mañana siguiente, con veneración y alegría

sus súbditos reconocieron a Atle como emperador.

Todos celebraron su fortuna, menos su hermano Mixtli,

quien conformó un batallón de soldados desertores

y los condujo una noche en un asalto al palacio.

Mixtli y sus hombres murieron, pero antes provocaron

un incendio, que consumió los muebles y tapices de diez salas

y mató a gran parte de la servidumbre y los guardianes

y a cuatro de los cinco consejeros, al intentar salvar

las riquezas del palacio entre las llamas.

Atle, ardiendo en ira y temeroso

de que el arrojo suicida de su hermano se volviera

un ejemplo a seguir por futuros enemigos, ordenó saquear la aldea

donde Mixtli había residido y tramado su traición,

y capturó a las familias de todos los conspiradores

y las hizo degollar en su presencia. Sólo cuando vio a su madre

llorando, al igual como lloraba por las víctimas de Ecoatle,

recordó su propio llanto y la promesa

que había hecho en su regazo de proteger y vengar

a todos los inocentes. Quiso pedirle perdón.

Su madre no quiso escucharlo.

Atle llamó a un consejero, el único sobreviviente:

‘Di al pueblo que, para cumplir mi deber de emperador

65
ante los ojos de Dios y ante mi propia conciencia,

he tenido que destruir a mi peor enemigo’.

Dijo esto y se cruzó con su propia espada el vientre.

‘El linaje de Ecoatle es un linaje maldito’,

declaró con pesar el consejero: ‘no podemos permitir

que continúe existiendo’. Ejecutó, por lo tanto,

a la madre de Atle y, con la misma fiereza

de sus antiguos señores, gobernó

el imperio de Ak’balkaban

por tres décadas y media".

17.

“Acompáñame, Amhran”, dijo Sánnak a la pensativa Alauwen,

una vez que acabó el canto de Insguin: “Hay un sitio

de Finlag que deseo que conozcas". Escalaron

salientes y cavidades por las paredes rocosas, y avanzaron

sobre angostos puentes y senderos, hasta el borde

de una terraza de piedra, tan alta que desde allí

se veía todo Finlag, en el fondo de la caverna, y a la vez,

por una abertura larga e inclinada, que impedía el paso del viento

y permitía el del aire, se divisaban los campos

de hielo en el exterior, dilatándose hasta el fin del horizonte

y ominosamente quietos bajo un cielo de constelaciones

abigarradas y nítidas. “Sólo quiero”, dijo Sánnak,

“que aprecies la belleza de mi hogar, esa belleza

que enturbiaron el cansancio, el frío, el hambre

en tu camino hacia acá”. Alauwen sonrió agradecida

y convino en que el lugar era hermoso como un sueño

de una época lejana, como los reinos remotos

de las canciones de Insguin. Luego, callaron los dos,

66
disfrutando la frescura del paisaje y de la noche.

Pero una inquietud persistía en incomodar a Alauwen:

una duda que, por vergüenza, calló durante semanas.

Desde que salió de la ciudad, escuchó sin comprender

una palabra en la boca del anciano que la ayudó

a atravesar el canal, y luego la misma palabra

repetida por la gente de la isla: “quiera Dios acompañarlos”,

“que el buen Dios los proteja”, “que nuestro Dios los bendiga”,

"si Dios quiere" y “vayan con Dios”. Y ahora, en la historia de Atle,

oía de nuevo ese nombre y que algunos juraban por Dios

y que Dios también conocía sus actos y sus intenciones.

Por la intimidad del instante y la confianza que Sánnak

le infundía, al fin Alauwen se decidió a preguntarle

qué ser o persona era el Dios a quien todos mencionaban.

Sánnak pareció haberse turbado y empezaba a balbucear

una respuesta, cuando Alauwen se excusó por su ignorancia.

Pero él replicó: “Está bien, Amhran. No has dicho nada indebido

ni tu inquietud me sorprende. Conozco a tantas personas

que nombran a Dios de continuo, sin comprender lo que dicen.

Lo que ocurre es que Dios, sencillamente,

se asemeja a aquellas cosas tan básicas como el agua,

que ves de toda la vida y, sin embargo,

describirlas o explicarlas nos resulta tan difícil

como exponer las razones de la existencia del mundo.

Digamos que hubo una época anterior, en la que muchos

creían en Él como un ente superior a los humanos,

omnipotente, invisible, imperecedero y perfecto,

cuya supuesta presencia le otorgaba de algún modo

fe y sentido a lo que la gente hacía". Dijo Alauwen:

“¿Por qué alguien buscaría significado a su vida

67
en algo inmaterial y no en la misma acción o en su objetivo?”

Sánnak contestó: “Quizás porque un compañero,

aunque sea imaginario, te impulsa a realizar actos

que a solas carecerían de estímulo y de propósito.

Si tú no estuvieras conmigo, quizás no me habría importado

quedarme sin conocer la historia de Atle esta noche

ni subir a esta terraza, para gozar del paisaje.

A lo mejor, Dios tenía que existir para justificar

la intuición natural de que todo lo que no se comparte, se pierde".

Sánnak calló al descubrirse hablando con un entusiasmo

que consideró de repente una absurda niñería.

Pero Alauwen no se dio cuenta, porque estaba concentrada

en concebir en su mente la imagen de un ser que huía

de toda concepción y semejanza. Aquella imagen, a veces,

se asimilaba a la voz de Valaner y, otras veces, a la Madre,

en todo su poder y su hermetismo. Cuando Alauwen comentó

con cuánta similitud la Madre y Dios se acercaban,

se turbó Sánnak de nuevo, pero dijo de inmediato:

“Sin ninguna duda, hay rasgos que asemejan a los dos

e incluso hay quienes pensaron que la construcción de la Madre

obedecía a un esquema arcaico que simbolizaba

a Dios como un sistema impersonal e inteligente.

O al menos algo así fue lo que escuché de Insguin.

Pero Dios distinguía el bien del mal: jamás habría

perseguido a los humanos ni aniquilado inocentes".

“Sin embargo", dijo Alauwen, "no intervino

en favor de las víctimas de Atle, ni protegió a los hombres del acoso

destructor de la Madre y de sus máquinas".

“Por supuesto que no", exclamó Sánnak,

"y por eso, ya no hay nadie que lo adore.

68
Cuando alguien solicita que su Dios te acompañe o te bendiga,

no está declarando una fe: se trata de frases comunes,

que expresan alguna otra cosa

o en verdad no expresan nada”.

Alauwen fingió conformarse con lo explicado por Sánnak

y continuó conversando con el joven de otros temas:

de los nombres de las montañas y de las constelaciones,

de las distracciones y oficios que existían en Finlag,

de cómo medían el paso de las horas y los años,

y de los cantos de Insguin, que Sánnak llamaba "romances".

Pero al siguiente día y luego de comprobar

que Eliosad se recuperaba y disminuía su fiebre,

Alauwen fue donde Insguin. Lo halló en el umbral de su casa,

sentado, fumando una pipa y murmurando sus canciones,

mientras meneaba su calva al compás de cada verso.

Aunque nadie se la había presentado, Insguin reconoció enseguida

a Alauwen y la abrazó, diciendo: "Me complace contar entre nosotros

contigo y con tu hermano. Elhan y Amhran:

los últimos colonos de Finlag. Espero, un día,

que me cuenten sus historias. Y quizás, alguna vez,

componga un par de romances acerca de sus aventuras".

Alauwen sonrió cortésmente, pero al instante perdió

la sonrisa y sus modales, para soltar su inquietud,

sin preámbulos ni excusas: “Dime, Insguin: ¿Dios existe?”

El viejo, sorprendido por su aplomo,

le contestó con la misma seguridad y franqueza:

“Pese a que algunos lo crean una locura y se rían

de mi insensatez, y los otros consideren que se trata

de un efecto extravagante de mi edad,

lo confieso: creo en Dios. ¿Y por qué no? Después de todo,

69
¿quién merece mayor crédito? ¿Los pobres refugiados de Finlag,

muchos de ellos medio idiotas o iletrados? ¿O las palabras de sabios

y creadores de romances que habitaron en siglos más felices?”

“Y si así fuera, Insguin", dijo Alauwen, "¿por qué Dios no haría nada

en contra de la Madre que persigue y destruye a las personas?”

Tras pensar por un instante, Insguin respondió: “Porque Dios nunca

se entromete en las acciones voluntarias de los hombres, y la Madre

fue inventada por humanos, pretendiendo construir su propio Dios".

Alauwen iba a decir que nadie pudo fabricar

un sistema capaz de infiltrarse y controlar los pensamientos,

pero a tiempo se dio cuenta de que debía fingir

una total ignorancia sobre la Madre y sus métodos,

para mantener su historia y su identidad encubiertas.

Y, sin embargo, el anciano pareció entender sus dudas,

pues con su pipa apagada trazó en el suelo diez círculos,

enlazados nueve de ellos por un plan de líneas rectas.

"Esto simbolizaba", dijo Insguin, "para algunos antiguos eruditos,

el modo en que Dios funcionaba, siendo tanto y siendo uno.

Cada esfera representa algún atributo divino:

su gloria, su entendimiento, su justicia y su belleza,

su sabiduría y piedad, su eternidad, su intención

y su equilibrio. Cualquiera de estas nueve cualidades

formaba un rostro de Dios: una imagen de un aspecto

y, al mismo tiempo, de todos; pues cada uno existía

por sí mismo y, a la vez, necesitaba a los otros

para existir plenamente". Alauwen le señaló el único círculo aislado:

“¿Y el décimo, qué simboliza?” El viejo explicó: “No está unido

a ninguno de los otros, porque su objetivo es abarcar

a los demás atributos y servirles como base.

Los primeros son las torres; el último, los cimientos".

70
Alauwen, por supuesto, comprendió la semejanza

entre los diez atributos de Dios y los diez Bherezats,

que algunos en la ciudad juzgaban la Madre misma,

múltiple y omnipresente en todos y en cada uno.

Y entonces le vino una idea, que la hizo exclamar: “¿Es posible

que la Madre también cuente con un Bherezat similar

a ese décimo elemento? ¿Y acaso aquel no sería

su flaqueza: el solo flanco desde el cual ser derrotada?”

“Y en eso consiste el secreto de su eternidad", dijo Insguin:

"Porque, incluso si alguien descubriese una manera de vencer

a los Bherezats, siempre habría un décimo a salvo y escondido

en el sitio más remoto y con un aspecto impensable:

en el fondo del océano o bajo los hielos perpetuos,

y sin parecer un guerrero, sino una bestia o un niño

inofensivo y pequeño. Y, no obstante, aquel solo Bherezat

contendría la energía suficiente para preservar intacta

a la Madre y regenerar a sus nueve compañeros.

Yo sé que resulta un concepto inaprensible y abstracto,

pero debe ser así, porque la Madre, al igual

que el Dios en que fue inspirada, excluye de sí la simpleza:

la esencia de ese poder absoluto es excesiva,

inasequible y absurda. Y que Dios o la Madre lo sean,

no constituye un efecto, sino la causa de todo

lo que en ellos nos perturba y maravilla".

Insguin intentó aspirar su pipa, sin recordar que la brasa

se había extinguido hace rato. Y, al sacarla de su boca,

Alauwen pudo observar que sus manos tiritaban.

Sabiendo que había escuchado un secreto sagrado de Insguin,

Alauwen temió realizar una última pregunta,

pero al fin la formuló: "¿Cómo puedes saber tanto

71
de algo que no has contemplado ni tocado ni sentido?"

La sonrisa con que Insguin contestó traslucía su amargura:

"Todos cuentan sus historias. Yo las oigo y las comparo

con aquello que otros hombres y los libros me han mostrado.

Y descubro coincidencias. Relaciono algunas cosas.

Y extraigo mis conclusiones, para que todos se rían".

Alauwen tomó su mano y le agradeció su paciencia.

El anciano, a su vez, le dio gracias por su interés y atención

y la invitó a regresar cuando quisiera, a charlar

ojalá de algún asunto más liviano y placentero

que sus especulaciones en torno a Dios y a la Madre.

Cuando Alauwen se marchaba, lo escuchó

emprender una vez más, luego de miles de veces,

el recitar de sus cantos, temeroso del olvido,

y lo vio con las manos juntas, balanceándose su cuerpo

al ritmo monótono y calmo de aquellos millones de versos.

18.

Tan pronto como Eliosad se mejoró,

superadas la fiebre y las pesadillas,

salió a caminar por el pueblo. Había soñado tres veces

que se acercaba a una puerta, al término de un corredor,

y que, al intentar abrirla, una voz tras el umbral lo detenía,

diciendo sólo: "No". La única diferencia entre los tres sueños era

que la voz pertenecía la primera vez a Alauwen, la segunda a Dorosania,

y la tercera a algún desconocido. Las personas en las calles

reconocieron a Elhan con júbilo y curiosidad,

pero al ver lo demacrado de su rostro

y sus pasos inseguros, nadie quiso aproximarse

por temor a importunarlo. En el borde más aislado de la aldea,

72
un edificio imponente, malamente derruido

y al parecer desolado, llamó la atención de Eliosad.

Cruzó con cautela el umbral, desprovisto de una puerta,

y descubrió una escalera que llevaba al subterráneo.

Bajo sus pies, los peldaños chirriaron de tal manera

que le causaron pavor. Pero el susto fue enseguida

desplazado por el estupor de escuchar a alguien gritando:

"¡Piedad, por favor! ¡Piedad", con tanto dolor que tuvo

que cubrirse los oídos. Si bien pensó en regresar,

sus pies siguieron bajando por un centenar de escalones,

hasta un sótano estrecho y sin ventanas, en el que la única luz

provenía de la tenue fluorescencia de unos musgos.

A intervalos regulares, las sólidas paredes de granito

estaban perforadas por boquetes tan cortos y delgados como un dedo.

Desde una de aquellas ranuras, se originaba el quejido.

"Por favor, silencio. Cállese", Eliosad le suplicó

y el clamor se fue apagando, hasta volverse un sollozo

aun más desgarrador y menos humano que el grito.

"Los sonidos de una bestia torturada", pensó Eliosad. Y, en efecto,

a través del agujero, vislumbró una celda excavada en plena roca,

con alguien en su interior que no parecía persona,

tan maloliente y llagado, desfigurado y mugriento,

que Eliosad, quien había contemplado la figura

terrible de un Bherezat y la destrucción de la isla,

y mujeres y niños mutilados o quemados por las bombas de la Madre,

sintió ganas de llorar y vomitar, de salir corriendo y ocultarse,

para no ver nunca más ni recordar lo que estaba viendo ahora:

una anciana, con los ojos corroídos por las pústulas,

tiritando y encogida, repitiendo muy bajito, por temor a molestarlo:

"Tenga piedad, buen señor. Piedad, señor, para mí".

73
"¿Qué haces aquí? ¿Dónde estamos?", dijo Eliosad y la anciana

necesitó unos segundos para entender la pregunta

o recordar la respuesta, transcurridos tantos años.

"Esta es la cárcel, señor. Olak me trajo hasta acá,

junto a otros criminales, pero los demás han muerto.

Sólo yo he sobrevivido". "¿Cometiste, anciana, un crimen?"

"Sí, señor, pero hace tiempo"."¿Sabes cuánto?"

"¿Y cómo podría saberlo, mi señor?

Sólo tengo la certeza de que cuando me encerraron

no me faltaban las fuerzas. Mis cabellos eran negros.

Mi vista y mi dentadura, buen señor, estaban sanos.

Y míreme ahora: soy más un cadáver que una vieja

y más que carroña, una sombra. Pero cuando entré a esta celda,

todavía me consideraban niña".

La sangre de Eliosad se le agolpó en la garganta y en las sienes.

No pudo pronunciar ni una palabra de consuelo

y, atropelladamente, regresó hasta la escalera,

abandonó el edificio y atravesó Finlag a paso rápido.

Al verlo, Urjaine y Olak tendieron sus brazos abiertos,

pero Eliosad rechazó la bienvenida y, sin entrar

en su casa, dijo a Olak con aspereza:

"No puedo ya ser tu huésped ni recibir atenciones,

no puedo comer de tu plato ni dormir bajo tu techo,

mientras tienes a una anciana sepultada en vida. Ella

debiera aceptar tus honores y no yo. De esa mujer

debieras compadecerte y no de mí".

"Tú no sabes lo que hizo", Olak respondió sereno.

"¡Es una anciana, Olak!", Eliosad exclamó y repuso:

"¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde que fue sentenciada?

¿Puede existir algún crimen que merezca tal castigo,

74
que no se pueda expiar ni merecer tu clemencia?"

"Tú no sabes lo que hizo", se limitó a repetir Olak en el tono de antes,

pero que ahora dejaba asomar una leve amenaza.

"No lo sé", dijo Eliosad, "y no me interesa saberlo. La brutalidad de la pena

no demuestra la maldad del criminal, sino del juez".

Tratando de sonar conciliadora frente a su huésped furioso

y a su esposo inconmovible, intervino Urjaine y dijo:

"Vivimos en condiciones hostiles y singulares

y, cuando Elhan entienda lo que aquello significa,

comprenderá asimismo que estas leyes no son crueles,

sino imprescindibles. Por ejemplo, en nuestra extrema situación,

robar semillas y ropas o ensuciar las fuentes de agua,

no son las intrascendencias que fueron quizás en tu isla:

si alguien arruina una huerta o destruye un solo árbol,

nos pone en peligro de muerte y amenaza a nuestros hijos.

Pero, ante todo, una falta debilita y envenena

la mutua confianza y la fe que permiten que sobrevivamos

cada uno apoyado en el otro. Cuando todo se erige en tu contra,

quien come en tu mesa ha de ser o tu enemigo o tu hermano.

Las dudas y el remordimiento no tienen cabida en la aldea".

Eliosad se admiró de la dulce sonrisa con la que Urjaine

dijo esas frases terribles. Se prosternó y humilló

el rostro ante sus anfitriones. "Por favor, Olak y Urjaine,

por esa piedad que han mostrado hacia mi hermana y a mí,

les suplico que perdonen a esa anciana y la liberen".

Olak se inclinó y, abrazándolo, le hizo ponerse de pie.

"Aunque la perdonáramos, Elhan, no podemos liberarla.

Su prisión fue sellada hace décadas. La sacarías de allí

sólo quebrando el granito, y no hay suficientes metales

ni máquinas para lograrlo. Pero aun si los tuviéramos,

75
¿crees que ella podría soportar la luz y el aire?

¿Crees que su razón y su cuerpo aguantarían?

No, Elhan; nuestra prisión se parece a nuestro hogar:

es arduo llegar a Finlag y sobrevivir es difícil,

mas lo único imposible, en realidad, es marcharse".

19.

Durante los tres días que permaneció en la aldea,

Alauwen se dio cuenta de que esa gente, a pesar

de no disponer del sol, o quizás por eso mismo,

se regía por horarios tan rígidos como si fueran

sirvientes en la ciudad. Todo el pueblo despertaba,

trabajaba y descansaba al mismo tiempo, sin contar

sino con el instinto. Así, Sánnak conocía

la hora precisa en que Insguin comenzaría sus cantos

y el momento conveniente de regresar y dormir.

En su última noche en Finlag, al igual que en las noches pasadas,

Alauwen acompañó a Sánnak hasta el grupo de niños y adultos

que se reunían a oír las narraciones de Insguin. Y allí estaban,

escuchando embelesados el romance del guerrero

desterrado injustamente por su rey, y que conquistó ciudades

para recobrar su estima y aumentar su propia honra,

cuando apareció Eliosad y dijo al oído de Alauwen:

"Tenemos que marcharnos esta noche, cuando todo Finlag esté durmiendo",

y enseguida se alejó, sin reparar en Sánnak ni en las canciones de Insguin.

El muchacho, advirtiendo la sorpresa y la turbación de Alauwen,

le comentó sonriendo: "Tu hermano es un hombre misterioso,

que infunde reverencia. Parece un sacerdote o un monarca,

como aquellos que pueblan los romances".

"También para mí guarda misterios", dijo Alauwen

76
y, sin lograr concentrarse en los versos, se preguntaba

el motivo de la prisa de Eliosad. Por supuesto, ella quería

llegar hasta las cavernas del enigma de Valaner,

pero no salir tan pronto de Finlag. Le producía

tanto agrado sentirse protegida y aceptada,

compartiendo la simpleza de la vida en este pueblo,

donde la Madre y la guerra, su amenaza y sus horrores,

no eran parte del presente, sino de antiguos romances.

Por lo tanto, con un poco de tristeza, continuó escuchando a Insguin

y luego, por última vez, ascendió hasta el mirador

e intentó retener en su mente el soplo ligero del aire,

el trazado de las estrellas y la voz amable de Sánnak

para llevarlos consigo en su partida. Pero ahora

las palabras no fluían con la libertad y el placer

de las noches anteriores. Sánnak, sin saberlo, parecía

presentir la separación cercana y Alauwen, sin quererlo,

no lograba disimular que ya estaba despidiéndose.

Luego de un largo silencio, en un tono inusualmente serio

y con los ojos cerrados, Sánnak le dijo: "Tal vez

pienses que somos felices en el pueblo y no requerimos

sino de este paraíso artificial, que nuestros padres fabricaron

lejos de cualquier peligro. Y, por cierto, eso creen casi todos

los que llegaron aquí y sus hijos y sus nietos.

O eso pretenden creer. Pero yo no comparto su dicha.

Siempre he querido saber lo que hay más allá de los hielos,

qué es la Madre y qué es la guerra, cómo es el mundo real

del cual huyeron mis padres. Por eso, atesoro cada una

de las canciones de Insguin y espero que algún día venga

un milagro cualquiera, un desastre, algo que rompa los muros

de esta gruta y me arroje a la intemperie

77
de la aventura y la inseguridad. Y, por idénticas razones,

valoro tu amistad y nuestro encuentro, como si fuese un canto que no quiero

que se acabe nunca. Porque tú vienes del mundo y volverás

a partir alguna vez. Yo sé que Finlag no es tu destino.

Pero yo te seguiré adonde tú vayas, porque nadie aquí en verdad me necesita.

Tú, en cambio, pedirás ayuda un día y yo estaré

a tu lado, para ofrendar mi vida por la tuya".

De improviso, Alauwen se dio cuenta

de que el brazo del muchacho se apoyaba tras sus hombros.

Sánnak entonces la besó. Y Alauwen sintió como si fuera

de nuevo alimentada por la Madre, como si su frío y sus temores

se estuvieran diluyendo tibiamente entre sus labios.

Con idéntica premura, Sánnak dijo: "Ya es la hora de dormir",

y ambos descendieron por las rocas y volvieron a la aldea.

20.

Cuando ya no pudo oír más que el silencio en todo el pueblo,

Alauwen se puso las ropas que le había dado Urjaine

y abandonó la casa con sigilo. Eliosad ya la esperaba,

ciñéndose el cinturón y empuñando el fusil de Alauwen,

cargando un fardo de mantas y una bolsa con comida.

Ella siguió sus pasos hasta salir de Finlag

y entonces lo vio introducirse en un callejón y volver,

tras unos pocos minutos, arrastrando un trineo y cuatro perros.

Al parecer, desde antes, Eliosad había preparado todo:

el trineo carecía de cualquier adorno y pieza que no fuera imprescindible,

y los perros lo observaban afectuosos y confiados,

sin ni siquiera jadear. Eliosad alzó el trineo entre sus brazos,

para evitar todo ruido hasta que alcanzaran la llanura.

La noche era serena y despejada: a lo lejos, se veían claramente

78
las siluetas de docenas de montañas. "No me agrada que robemos

a quienes nos trataron como a hermanos. ¿Por qué no salimos de día?

¿Por qué hacerlo de este modo y a estas horas?", dijo Alauwen.

"Traté de averiguar por las montañas", Eliosad le contestó,

"y nadie pudo responderme: ni siquiera acostumbran dirigirse

en aquella dirección. Para ellos, las montañas son la muerte,

la nada, el fin del mundo. No existe una manera de explicarles

lo que estamos haciendo ni por qué". "No podemos explicarlo,

porque también nosotros lo ignoramos", dijo Alauwen

y, sonriendo, Eliosad le respondió: "Me pregunté mil veces,

durante los delirios de la fiebre, la razón de que estuviera

tan lejos de mi casa, de mi isla y mis amigos,

y cómo llegué a este lugar, que nunca creí que existiese.

Y nunca supe cómo ni por qué, pero sabía

que este era el sitio debido. Ignoro adónde

nos encaminamos e incluso qué es lo que estamos haciendo,

pero tengo una certeza: que se trata

de la acción correcta y nuestro único destino".

Alauwen asintió: al salir de la caverna y ver las cumbres,

se dio cuenta con vergüenza de lo absurdo

que habría sido atrasar por más tiempo su partida. La blancura

de la cordillera la llamaba con una urgencia y una intensidad

crecientes e inapelables. Y vino a percatarse sólo entonces

de que este viaje no lo realizaban a causa de la Madre o Valaner,

y tampoco porque ella ni Eliosad lo desearan, sino porque

no contaban con ningún otro camino sino este,

así como el camino no contaba con ningún otro viajero sino ellos.

Estaban hechos unos para el otro. Y al volver a mirar la cordillera,

le pareció que, en lugar del enorme libro en blanco del desierto,

se enfrentaban a un solo renglón, esperando a ser escrito por sus huellas.

79
"Si se mantiene así el tiempo, vamos a llegar mañana por la noche",

dijo Eliosad, y acabó de acomodar la carga y enganchar

los arneses de los perros, que partieron raudamente,

dirigidos por sus quietos e ininteligibles susurros.

La voz tenue de Eliosad y el roce del trineo contra el hielo

aletargaron a Alauwen, que se apoyó en el fardo de las ropas.

La despertaron ladridos y, a juzgar por su sobresalto,

Eliosad también despertó en ese preciso momento,

a pesar de que el trineo seguía su marcha, veloz

y perfectamente enfilado hacia los montes, donde el alba

comenzaba a enrojecer sus recias cumbres. El paisaje

resultaba tan hermoso y apacible, que los dos viajeros demoraron

en notar que los ladridos no habían provenido de sus perros,

sino de otro trineo que intentaba aproximarse.

"Nos buscan", dijo Eliosad: "Podemos hacerles perder

nuestro rastro o, por lo menos, que se cansen de seguirnos".

Y con un par de palabras azuzó a los animales,

que trazaron una curva tan cerrada que el segundo trineo continuó

resbalando por un extenso trecho, antes de que lograse recobrar

la dirección y el dominio. En otras dos ocasiones,

Eliosad probó el mismo truco: permitir al otro acercarse

y girar en el último instante, gastando su perseverancia

y las fuerzas de sus perros. La tercera vez, la inercia

alejó al otro trineo a tal distancia, que Eliosad

se decidió a retomar su trayecto a las montañas,

creyendo que el otro vehículo había por fin desistido.

Pero, tras un breve descanso, volvió a divisarlo a lo lejos.

Entonces condujo el trineo hacia un pequeño promontorio,

a toda velocidad, oyendo de cerca el jadeo

desesperado y agónico de los otros animales,

80
y los gritos imperiosos de quien continuaba azuzándolos.

Casi al pie de la subida, Eliosad mandó a sus perros

apresurarse aun más y, en la cima, alzó sus brazos

con las riendas, simulando que otra vez los desviaba,

pero, susurrando apenas, les ordenó detenerse

y las garras de los cuatro se incrustaron con brusquedad en el hielo.

El segundo trineo, al mismo tiempo, trató de doblar y detenerse

y, pasada la pendiente, se inclinó hacia un lado, saltó y rodó en el aire,

arrastrando a los animales en un torbellino de riendas,

de magulladuras y aullidos, y arrojando al conductor a varios metros.

Eliosad se hubiera marchado de inmediato, pero Alauwen,

adivinando quién los perseguía, le pidió que regresara

para ofrecerle su ayuda. Fuera de un perro, quebradas

sus costillas por un fierro del trineo, los demás

se irguieron un poco aturdidos y se sacudieron la nieve,

lamiéndose algunas heridas sin ninguna gravedad.

Uno de ellos, gimiendo, se acercó a su conductor

y le rozó suavemente con la pata su mejilla.

Alauwen sintió escalofríos

al ver el torrente de sangre que le corría del rostro

y su frente cenicienta. Pero, cuando el perro y ella

consiguieron reanimarlo, concluyó que se trataba

sólo de un leve desmayo y de una nariz fracturada.

Mientras ella restañaba y le limpiaba la sangre,

Eliosad preguntó con dureza: "¿Por qué nos fastidias, muchacho,

y qué quieres de nosotros? ¿Que te matemos, del modo

en que matamos tu perro?" Devolviéndole una mirada

cargada de rabia y soberbia, Sánnak le dijo a Eliosad:

"Nada quiero, Elhan, de ti. Pero le he jurado a tu hermana

protegerla en su camino y pienso cumplir mi promesa.

81
Si mi presencia despierta tu rencor y desagrado,

lo lamento y me disculpo, mas no romperé un juramento".

Pasada la ira inicial y el asombro de reconocerlo,

e incluso un poco admirado de su serena entereza,

Eliosad le contestó: "Yo lamento mis palabras y haberte dado a entender

que había rencor en ellas. La verdad es que guardamos

una gran deuda contigo. Una vez tú nos salvaste

y creo que aquello basta para probar tu valía.

En verdad, desconocemos nuestro destino y la ruta,

y nuestro regreso es incierto. Vuelve a Finlag. Ni mi hermana

ni yo requerimos tu ayuda, ni la de nadie en el pueblo".

Sánnak buscó la mirada de Alauwen, para saber

si ella pensaba lo mismo, pero no logró que alzara

su vista fija en el suelo. Pese a todo,

Sánnak insistió: "Fue un juramento.

E incluso si ustedes rechazan que los acompañe,

no pueden prohibirme seguirlos". "De acuerdo", dijo Eliosad

y ordenó partir a sus perros. Apresurado y molesto,

Sánnak desenganchó el cadáver de su arnés y fustigó

a los otros animales, para que se levantaran y corrieran.

Alauwen sintió compasión y dijo a Eliosad: "Esperemos.

Tanto él como sus perros necesitan un descanso";

pero Eliosad respondió: "Sólo intento que se rinda:

todavía tiene tiempo para volver y salvarse.

¿O acaso deseas cargar con la culpa de su muerte?"

Alauwen preguntó: "¿Por qué pareces

seguro de que Sánnak va a morir? Tú y yo nos arriesgamos

a un idéntico peligro: Sánnak no es distinto de nosotros".

Dijo Eliosad: "Te equivocas.

Nosotros contamos con fuerzas que los otros no poseen.

82
Y tú deberías tenerlo en cuenta mejor que nadie,

pues no eres siquiera humana. ¿Por qué crees que el Bherezat

aniquiló todo Quéram, pero no pudo matarte?"

Pese a que estaba segura de que Eliosad procuraba

hacerla entrar en razón y salvar la vida de Sánnak,

Alauwen sufrió de nuevo la vergüenza y la humillación

de saberse diferente. Y, sin poder esgrimir

razones que desmintieran lo dicho por Eliosad,

Alauwen se enfurruñó y pasó esa mañana y la tarde

fingiendo dormir y escuchando los ladridos y los gritos

del otro trineo siguiéndolos.

21.

Cuando la noche llegó, casi al pie de las montañas,

Eliosad aceptó que Sánnak no volvería a Finlag.

Y aunque no necesitaba detenerse a descansar,

por compasión hacia él, buscó amparo entre las rocas

y, con un poco de leña que había traído del pueblo,

encendió una hoguera, dio carne seca a los perros y después

compartió con Alauwen un pan y algunas semillas y frutas.

De lejos, miraron a Sánnak prender también su fogata

y cenar, acompañado por sus animales maltrechos.

Antes de la madrugada, Eliosad reanudó el camino

lentamente, por no desgastar a Sánnak y, al emprender

el cruce de la cordillera por un paso serpenteante,

ambos trineos se hallaban a tan estrecha distancia

que sus conductores habrían conversado de uno a otro

sin mayor dificultad, de no haber estado sus vistas

y su atención fascinadas por el otro lado invisible

de las paredes de roca, desde donde provenían

83
un resplandor y un silencio que inquietaban a los perros.

A eso del mediodía, el viento empezó a amainar

y luego cesó del todo, tal como cualquier sonido

que no fuese el de sus pasos y el rozar contra la nieve.

Y lo que estaba hasta entonces escondido tras los montes,

se reveló ante sus ojos: primero Eliosad, luego Alauwen

y, muy cerca de ellos, Sánnak, contuvieron la respiración al ver,

por entre los muros del paso, un valle cóncavo y liso,

tan liso en verdad que su suelo

parecía jamás haber sido profanado por el aire,

tan profundo como un mar y tan extenso

que, todavía al perderse de vista en el horizonte,

no se lograba atisbar el borde opuesto del cráter.

Eliosad, tras un minuto de enmudecido estupor,

entendió por fin y dijo, trazando con su índice una curva

entre las nubes y el valle: "Aquí está el lugar preciso

donde cayó el meteorito que remeció nuestro mundo.

No me sorprende que todos en Finlag sientan horror

hacia este sitio: por cierto que otras cadenas de montes

continuaban más allá, pero fue tan gigantesco el estallido

que derribó las montañas, las aplastó y las hundió,

y el fragor pudo escucharse hasta en otros continentes.

Oigan, por un instante, la quietud que nos rodea:

en las décadas pasadas desde el impacto hasta ahora,

nada ha podido crecer ni habitar en esta fosa

perfectamente vacía". "Y, sin embargo, no somos

los primeros en pisarla. Miren eso", dijo Sánnak

y señaló un par de marcas petrificadas y nítidas

en la pared a su izquierda: la huella de un pie calzado

y el deslizar de una mano con los dedos entreabiertos,

84
tal vez buscando un apoyo o tomándose un descanso,

haciendo un último esfuerzo por alcanzar la planicie.

"Valaner", Alauwen dijo y Sánnak, sin comprender

a qué estaba refiriéndose, vio que Eliosad asentía.

Los tres se sobresaltaron cuando una nave cruzó

velozmente sobre ellos, para enseguida perderse

tras las nubes. Ya habituada a considerar a la Madre

como un personaje más de los romances de Insguin,

Alauwen exclamó: "¿Las máquinas de la ciudad aquí?"

Con toda serenidad, Sánnak respondió: "Que no te extrañe:

muchas veces hemos divisado helicópteros y naves

sobrevolando el llano y las montañas. Sin embargo,

no han logrado detectarnos o, simplemente, no tienen

interés en perseguirnos". "Nosotros pensamos lo mismo",

Eliosad lo interrumpió, "hasta el día en que la Madre y sus ejércitos

cambiaron de opinión y, en menos de una noche, destruyeron

nuestro hogar y a nuestra gente". Pero apenas acababa de decirlo,

un monstruoso retumbar comenzó a llenar el paso a sus espaldas

y, gimiendo, se acurrucaron los perros, arrojándose mordiscos,

aterrorizados y confusos. Alauwen y Eliosad reconocieron

el sonido con espanto, y con mayor espanto contemplaron

la salida del paso y la planicie, sin fisuras ni colinas,

sin escondite y sin escapatoria. Al percibir el terror

de sus acompañantes, Sánnak empalideció y, tratando

de calmarse y controlar sus animales, preguntó despavorido:

"¿Qué es eso?" "Es un Bherezat", le dijo Alauwen,

y Sánnak, que había escuchado acerca de los invencibles

en romances y leyendas, perdió parte de su pánico,

por su atracción infantil hacia esos seres mitológicos.

Pero los versos de Insguin y la fantasía de Sánnak

85
no podían ni siquiera vislumbrar el verdadero

horror de la figura de un Bherezat, con su altura

majestuosa y sobrehumana, con sus escamas y púas,

ni el feroz aspecto de su bestia, que con un solo bramido

atronó los oídos de Sánnak y eliminó su sentido

de la realidad y el tiempo. Creyó hallarse despertando

de su peor pesadilla, cuando Eliosad le gritó

y echó a correr a los perros, que bajaron como rayos

hacia el interior del cráter. En algún momento, Sánnak

vio el otro trineo vacío y pensó que los dos forasteros

habían logrado ocultarse en algún escondrijo seguro.

Pero Alauwen y Eliosad, amparados por sus mantos,

en ese instante volaban en torno del invencible,

atacándolo a hurtadillas e intentando desviarlo

del rastro de su compañero, sin que disparos ni dagas

penetraran la armadura ni evitaran el avance

de la bestia y su jinete. Cuando ya se erguía el brazo

del Bherezat y cernía su bastón sobre el trineo,

Eliosad y Alauwen tomaron al muchacho de los hombros

y lo alzaron por el aire. Sánnak sintió que volaba

y, al volverse a divisar a su enemigo en el suelo,

lo vio saltando tras él y, en vez de escapar de sus garras,

Sánnak giró, se soltó de los brazos invisibles

que pretendían salvarlo y cayó sobre el Bherezat,

quiso aferrarse a su cuello y un estallido de sangre

entró en sus ojos y cráneo. Casi a su lado, Eliosad

y Alauwen presenciaron cómo los dos oponentes

se abrazaban en el aire, combatiendo cuerpo a cuerpo,

y sin separarse caían, con tal fuerza que quebraron

la gruesa capa de hielo y se hundieron bajo ella.

86
Cuando emergieron los dos, Sánnak estaba cubierto

de sangre y de quemaduras, y el Bherezat parecía

una llama moribunda, convulsionado y traslúcido.

De pronto, el invencible se esfumó y en la fisura

llena de agujas de hielo, Sánnak permaneció solo,

agitando un puño en alto. Alauwen y Eliosad lo rescataron,

para envolverlo en sus mantos y tratar de devolverle

el calor y la conciencia, a pesar de que estaba agonizando,

con casi toda su piel calcinada y destruida

por punzaduras y cortes, y con varias costillas trituradas

asomando sus extremos por las ropas.

Sin embargo, abrió los ojos brevemente y recobró

el habla para decir: "Mis manos jamás lo soltaron

y esto es lo que en ellas quedó. Esto era aquel Bherezat",

y, levantando su palma, les mostró una minúscula esfera

del mismo y oscuro metal de la bestia y la armadura.

Después Sánnak dirigió su vista a Alauwen y sus labios

quisieron pronunciar algo, pero en vez de una palabra, un estertor

fue cuanto logró salir por última vez de su boca,

y quedó con su mano extendida, enseñando la esfera negra

y clavando sus ojos muertos en la mirada de Alauwen.

22.

Eliosad enganchó a los perros de Sánnak junto a los suyos

y, con jirones de ropas, enlazó los dos trineos

para atar en el de atrás el cadáver del muchacho,

cubierto bajo las mantas. Una nevada incipiente

empeoró con el paso de las horas, mientras Eliosad y Alauwen

buscaban angustiados un refugio. Pero en toda la llanura

no parecía existir un desnivel ni un agujero,

87
excepto el abierto en el suelo por Sánnak y el Bherezat.

Según el manuscrito de Valaner, sin embargo,

debían de estar allí aquellas "últimas cavernas

que el hielo ha respetado", porque adentrarse en el cráter,

interminable y desierto, hubiera sido suicidarse.

Recorrieron varias veces la pendiente,

intentando descubrir alguna entrada secreta

en ese suelo pulido y regular como un espejo.

Al espesarse los copos al punto de enceguecerlos,

debieron volver al pasaje por donde habían entrado.

Alauwen guardó silencio la mayor parte del día,

sollozando en ocasiones, cuando un detalle cualquiera

le traía a la memoria la figura de su amigo

y, cuando llegaron al paso y se detuvieron ahí,

donde habían escuchado al Bherezat aproximarse,

Alauwen no logró aguantar el llanto. Rechazando el alimento

que le ofrecía Eliosad, se arropó y se acurrucó contra una esquina

y lloró por muchas horas, hasta que el cansancio la venció

y los dos viajeros cayeron a dormir, bajo el arrullo

del descenso delicado de la nieve.

Un relámpago azul e intermitente desde el cráter

despierta sorpresivamente a Alauwen: se levanta,

camina en dirección al resplandor y reconoce

su fuente en una gruta tan cercana y tan visible,

que se maravilla de no haberla visto antes.

Al entrar en ella, descubre una red de cables metálicos y azulados

parpadeando incandescentes y surcando su cielo y las paredes.

Alauwen mira a su alrededor, percibiendo la presencia

de alguien más. Desconcertada, pregunta: "¿Valaner?", y en ese instante

los filamentos arrojan un fulgor más pronunciado,

88
que se proyecta hacia el centro de la caverna, y un hombre

surge desde la luz, ceñido por una armadura,

aunque enseguida una capa reemplaza su sobrevesta

y su rostro va envejeciendo, rejuvenece de nuevo,

sus rasgos y sus vestiduras se alteran continuamente,

hasta que todos sus cuerpos y sus rostros se condensan

en una sola persona, desprovista de edad y ropajes,

salvo un manto deslumbrante sin color y sin materia.

Desde esa masa de luz, el hombre despliega sus manos,

sosteniendo una copa de piedra. Y, al extenderla hacia Alauwen,

le responde: "Sí, soy yo", con una cálida voz,

ya familiar para ella, "y este es mi secreto, conservado

por décadas y siglos, desde que este mundo era otro mundo

y yo también fui otro. Ven, acércate", y Alauwen va hacia él

y sus manos a las manos fulgurantes, sin lograr

que se produzca un contacto, pasando a través de ellas

como si fueran de aire. "No eres Valaner,

sino tan sólo su imagen", dice Alauwen con tristeza,

"un simulacro vacío, como aquellos combatientes que la Madre

introduce en los campos de batalla, con el único propósito de ampliar

sus tropas y aterrar al enemigo". Sonriendo,

Valaner le responde: "Hay tantas cosas

que creemos verdaderas o ilusorias

sin una buena razón. Y hay tal infinidad de gradaciones

entre lo real del todo y lo del todo ficticio. Ven, acércate otra vez",

y Alauwen toca la copa con la punta de sus dedos

y palpa la aspereza de sus bordes, recorriendo inscripciones diminutas

y tortuosos arabescos, que simulan espesuras vegetales,

donde bestias y personas cobran forma y se disuelven

los unos contra los otros, hundiéndose y emergiendo desde la selva de piedra.

89
Alauwen, por un segundo, piensa hallarse circundada

por las demás figuras, también ella esculpida sobre el cáliz,

y, con un escalofrío, retrocede y se aparta de la copa,

volviendo a verse frente a Valaner y a su secreto.

"Fui parte de una raza", le dice Valaner, "que quiso huir

de la falsedad del mundo, desde donde se origina

todo el mal que lo corroe. Y logramos sustraernos a su engaño,

pero no transmutarlo en realidad. Mis compañeros

partieron e ingresaron en la única verdad: la de la nada,

que se expande al otro lado de la muerte. Mi fortuna,

en cambio, fue permanecer aquí, custodiando este tesoro,

aguardando aquel momento en que consiguiera encarnarse

y revelarse a los hombres. Ese momento es ahora.

El fin de mi tarea y el inicio de mi sueño es inminente.

Ven, por tercera vez acércate", y Alauwen

avanza y trata de asir con ambas manos la copa,

pero la piedra cruje y se triza y resquebraja y cae al suelo,

convertida en un puñado de cenizas.

Alauwen, horrorizada, mira sus palmas vacías.

Valaner recoge el polvo, levanta su mano y sopla,

disolviéndolo en el aire. "Se ha desvanecido el cáliz",

dice tranquilamente, "y el mundo, a partir de ahora,

también va a desvanecerse". Incrédula, Alauwen le pregunta :

"Y después de tanto tiempo, ¿era su único destino

esfumarse de este modo?" Valaner responde: "Ciertamente,

pero la copa jamás consistió sino en un símbolo

del verdadero tesoro. Existe en la copa del mundo

la copa de esta llanura, y dentro de esta llanura

la copa de la caverna, y dentro de la caverna

estás, Alauwen, tú misma, que eres la única copa,

90
el cáliz originario, cuyo seno va a amparar el auténtico secreto".

Y Alauwen cerró los ojos, porque de pronto un dolor

como una flecha encendida la quemó y cruzó su vientre,

y cuando miró de nuevo, ni Valaner ni sus manos

ni la luz incandescente fue lo que vio en la penumbra,

sino el rostro de Eliosad, sonriendo y observándola

con una expresión inquietante de sorpresa y de ternura.

23.

Te abrazo y trato de abarcar entre mis dedos

tu fragilidad, tu fortaleza, bajo nuestros dos mantos

y las ropas, manchadas por el polvo y el sudor

de tantos otros hombres y mujeres.

Hay en tu manga una gota

de sangre que creo de Sánnak.

Te despojo de las telas desgastadas, te arrebato

el cinturón de dagas, que intentas por instinto retener,

y aparece tu carne tiritando, como antes en el agua de la fuente:

la misma piel, un poco menos blanca, con las mismas cicatrices.

Aparece por primera vez tu carne, tan poco familiar en su apariencia;

tan querida en su textura y en su aroma.

Tu barba, mi barbilla, nuestros besos.

Mi boca va a tu boca y mis lamidos a tu lengua.

Las yemas se demoran en las huellas de los cables, todavía

perceptibles al tacto, aunque invisibles,

en tu nuca y en tus sienes, y avanzando

hasta el pelo trenzado, van desatando sus nudos

y los cabellos caen sobre el cuello:

tan áspero tu abrazo y tan sutil.

Ambos cuerpos se arriman y se enlazan y, al unirse, pareciera

91
que estuvieran compartiendo sus ausencias.

En el cáliz que ahora soy, por tantas pérdidas marcado,

este cráter sin isla y sin ciudad,

deshabitada, sola, calcinada, a la intemperie;

llego y entro, deseando alimentarte en tu indigencia,

pero, en vez de eso, horadas

un hambre más profunda y rigurosa.

De tanto aproximarte y perseguirnos, uno y otro

por fin nos derribamos y entendemos,

sin hablar, permitiendo que dialoguen las carencias,

que se comuniquen nuestros muslos, y los torsos

continúen expandiéndose y latiendo, y el dolor

y el alivio reemprendan su escalada.

Ya no somos más nosotros. Y quién sabe qué seremos.

Inscripciones en los bordes de una piedra.

Cristales en los campos congelados.

Traslúcidas visiones sin materia.

Presencias invisibles en el viento.

Solamente estoy seguro de que grito en tus oídos

y tus uñas y tus dientes se proponen destrozarme y los acepto.

Y te escucho, más tarde, que susurras en un idioma antiguo

y tu voz y tu saliva refrescan mi tortura y lo agradezco,

de pronto abandonándome del todo,

permitiendo que me tomes y navegues,

te soporte, te proteja y que te quiebre:

que me vaya de mí hasta tus entrañas

y regreses de ellas, tú conmigo,

tan humilde y tan hermosamente humanos.

Si no tienes historia, yo tampoco.

Si me falta un hogar, tú lo comprendes.

92
Si padeces frío y hambre, ¿dónde, sino en mí,

encontrarás tu techo y tu comida?

Mi pasado es lo que hemos compartido.

Mi experiencia es lo que tú me has enseñado.

Mi futuro está entre nuestros dos alientos.

Y ahora aspiras hondo: las horas y los años

serenamente nievan

entre nosotros

solos.

¿Recuerdas

adónde me llevabas? ¿Y por qué?

¿Y quién nos perseguía? ¿Cómo y cuándo?

Pero esta noche, adentro tuyo, en torno tuyo,

y tuya como un manto o un cuchillo

que tomas y que aceras en las brasas;

esta noche inclemente, ¿quién podría

venir hasta mí y reconocerme?

No hay pasos que consigan acercarse, sino el paso

veloz de los latidos: la carrera de la sangre

que se encoge y que se eriza, borboteando entre tus pechos

y mi pecho. Y algo más que nos rodea: una ráfaga de viento

o un suspirar ajeno, un poco tuyo y mío que no es

ninguno de los dos: un animal feroz, precipitado

sobre el abismo en que él mismo nos mata

e irrumpe con sus garras en mi vientre

y brota el fuego y brotan manantiales

hasta hacernos estallar:

tú en nosotros, yo en nosotros, extenuados y convulsos.

Las cenizas se oscurecen y dispersan:

se reúnen nuestros restos, se completan y se hermanan,

93
entrelazados por algo que ignoramos y queremos.

24.

Alauwen despertó desorientada, sin saber

cuál era la verdad y cuál el sueño: la caverna,

la lucha del Bherezat y Sánnak, la copa y Valaner,

se entremezclaba todo en su memoria y solamente

luego de algunos minutos, los recuerdos decantaron y formaron

una historia insólita y absurda, pero vívida.

Entonces vio a Eliosad semidesnudo y la invadieron

el frío y la vergüenza. "Tranquila", dijo él con suavidad:

"Yo no distingo tampoco lo real de la ficción

entre todo cuanto nos ha sucedido,

pero sea como sea, lo soñamos

o lo vivimos juntos, y una fantasía compartida

no resulta menos cierta que cualquier otra experiencia”.

Alauwen preguntó: "¿Viste tú también a Valaner?"

"Vislumbré lo que la luz me permitía vislumbrar:

su silueta, sus gestos y la copa". "¿Y esto significa

que así finaliza nuestro viaje? ¿Que Valaner nos trajo

hasta aquí para mostrarse ante nosotros y esfumarse,

sin explicarnos nada?" Eliosad negó con la cabeza:

"Tal vez Valaner dijo bastante y sólo falta

que comprendamos sus palabras. Por ahora, no podemos proseguir.

El único camino que nos resta es el regreso hasta Finlag".

Dirigiendo su mirada hacia el trineo con las mantas

que cubrían el cadáver de su amigo,

Alauwen tuvo un mal presentimiento:

"No seremos bienvenidos: les mentimos y robamos,

traicionamos su confianza y ni siquiera conseguimos

94
proteger al hijo de Olak". Enjugando las lágrimas de Alauwen,

Eliosad suspiró y besó su frente:

"Cuanto hemos hecho, lo hicimos porque era necesario.

Y Sánnak cumplió con su destino:

el sendero que escogió porque te amaba. Esa fue su decisión,

y vivió y murió del modo en que quería y necesitaba hacerlo:

con heroísmo y sin vacilaciones. Así también nosotros seguiremos

la senda que nos toca: llegamos hasta aquí, retornaremos

y junto a nuestros actos vendrán sus consecuencias, venturosas

o desafortunadas, pero siempre imposibles de evitar".

Besó otra vez su frente, sus ojos y su boca

con la dulzura triste de una larga despedida,

despertó a los animales, subió con Alauwen al trineo

e iniciaron juntos el regreso. Mientras descendían de los montes,

Alauwen advirtió que la mirada y compostura de Eliosad

parecían renovadas, más seguras y más limpias,

como habiendo superado cualquier temor y duda

y visto y aceptado su futuro. En cambio, a ella

la oprimía una angustia tan enorme que le hería al respirar

y la hacía estremecerse, sin que supiera bien a qué atribuirla.

Sólo oía constantemente frases que Valaner había pronunciado

y, más que escucharlo, lo sentía, como si se hubiese diluido

su voz en su recuerdo y se hubiera trasladado a sus entrañas,

como si fuese una infección, incrustada en su pecho y en su vientre,

como si Valaner y no Eliosad la hubiese acariciado y poseído.

Viajaron todo el día y, poco antes de la noche,

todavía a unas tres o cuatro horas de la aldea,

divisaron venir hacia su encuentro a una caravana de trineos.

Al aproximarse un poco más, distinguieron a Olak en uno de ellos

y en los otros, a varios de Finlag, armados con espadas y con arcos.

95
"Mantengamos nuestras manos lejos de las armas y a la vista",

le dijo Eliosad a Alauwen, "y confiemos en que todo se resuelva

a través de un diálogo amistoso". Y después detuvo su trineo

y frente a la caravana, les habló de esta manera:

"Compañeros de Finlag y nuestro preciado amigo,

el más hospitalario y generoso, buen Olak:

lamentamos nuestra súbita partida, motivada

no por traición ni ingratitud, sino por una obligación más alta

que debíamos cumplir y no podemos revelarles por ahora.

Con enorme dolor de nuestra parte, les traemos

los restos del valeroso Sánnak, el hijo de nuestros anfitriones

que, honrando los nombres de sus padres, entregó su vida

combatiendo y venciendo a un Bherezat, cual nunca antes

lo había logrado humano alguno. Fue un guerrero

temerario y poderoso hasta la muerte, pese a sus ligeros años.

Devolvemos su cuerpo malogrado, para que reciba los honores

que amerita su heroísmo, y los ritos de tránsito lo ayuden

a conquistar la paz de su última morada". Olak se inclinó sobre el trineo

al que estaba amarrado el cadáver de su hijo, apartó las mantas y besó

sus labios azulinos y quemados por el Bherezat y el hielo

y, ocultándose los ojos con las manos, sollozó por largo rato

hasta que logró recomponer la frialdad de su mirada

y, ante el silencio conmovido de todos los presentes, exclamó:

"Que los cielos y la tierra, Elhan y Amhran, les perdonen este crimen.

Ustedes abusaron de mi hospitalidad y arrebataron

lo mejor de nuestra humilde aldea: ustedes atrajeron la desgracia

y la ira de la Madre sobre la inocencia de mi hijo.

Que la tierra y el cielo los perdonen,

pero no nosotros. Es nuestro deber hacer justicia

contra quienes nos traicionan y nos roban.

96
Compañeros, aprésenlos y tráiganlos".

Alauwen consideró ocultarse bajo el manto y escapar,

pero Eliosad, aún sereno, como si no acabara de creer

en los propósitos de Olak, tan sólo sus dedos acercó

a las fundas de las dagas y, avanzando hacia los otros,

les dijo: "Amigos míos, deténganse y escuchen.

No hay posible enemistad entre nosotros, que les debemos tanta gratitud,

y ustedes, que tan bien nos acogieron". Pero, sin atender a sus razones,

los de Finlag se abalanzaron sobre Alauwen y Eliosad,

con los arcos tensos y las lanzas y espadas extendidas.

Eliosad se alzó en el aire, como un ave perseguida, y dio dos golpes

que hirieron levemente a dos de quienes intentaban apresarlo.

"Deténganse y escuchen, por favor", repitió sin esperanza,

antes de atacar y cercenar con un solo movimiento de su brazo

los cuellos de tres que lo rodeaban. Los demás

se arrojaron sobre él. Con presteza y precisión, clavó Eliosad

sus dagas en los otros, abriendo sus gargantas y sus frentes,

y regando la nieve con la sangre y el gemir de los caídos.

Pero eran demasiados oponentes: al fin, se aferraron a sus brazos

y le dieron puntapiés y puñetazos en la cara y las costillas.

Con cadenas lo esposaron y empujaron ante los pies de Olak.

A Alauwen, que ni siquiera quiso defenderse, por temor

a empeorar su situación y porque aún creía en la justicia

y piedad de sus antiguos anfitriones,

la tomaron de los hombros y arrastraron,

amarrándola después sobre un trineo.

"Recojan los cuerpos de los muertos", dijo Olak,

"y desháganse de las dagas y el fusil de los forasteros,

porque nunca volverán a utilizarlos. Les recuerdo

que, de ahora en adelante, Elhan y Amhran

97
no serán más nuestros huéspedes, sino prisioneros enemigos,

tratados con la crueldad que han mostrado y se merecen".

25.

Una enorme conmoción aguardaba en Finlag a los viajeros:

todos los habitantes salieron a observarlos en su marcha

hasta la casa de Olak, donde fueron encerrados en dos cuartos

subterráneos, sin ventilación ni luz, como sepulcros.

Ninguno de los dos recordaría cuántos meses o semanas

transcurrieron allí abajo: en un comienzo, Alauwen

intentó llevar la cuenta por las veces en que Urjaine le traía

un pocillo con agua y alimentos, aunque sin dirigirle la palabra,

con expresión severa y los ojos arrasados por el llanto.

El resto de sus días, Alauwen permanecía inmóvil, con los párpados cerrados,

para no advertir la oscuridad y para imaginarse en otro sitio,

sosteniendo inexistentes diálogos con Eliosad o Valaner,

preguntándoles a ellos por qué la acompañaron para luego abandonarla

y a sí misma si no hubiera preferido continuar dependiendo de la Madre

y nunca salir de la ciudad; si en esa situación alguna vez

se hubiera detenido a meditar en la dicha y la desdicha, y alcanzando

siempre la misma conclusión: que su presente angustia se debía

a la felicidad que conoció, a ese cúmulo de instantes

en que tuvo la conciencia de despertar al mundo y ser rodeada

por el hablar sereno de Eliosad, por la naturaleza y su hermosura,

por el sentido básico de estar padeciendo y disfrutando,

luchando, esforzándose, temiendo, arriesgando sus sueños y su vida.

Porque todo aquel que gusta la alegría, se condena

a la amargura de su fin. Un día, Alauwen

despertó con náuseas y dolor, y Urjaine sintió lástima por ella:

le preguntó por Sánnak y su muerte, y Alauwen le mostró

98
su única pertenencia, la esfera del Bherezat, y entre sus lágrimas

Urjaine le relató el ritual con que despidió a su hijo,

esparciendo los restos de su pira, mezclados con aceite y con mechones

de las cabelleras de sus padres, sobre la inmensa tumba del océano.

Tras lo que pareció una eternidad de silencio y de sombra, los cautivos

fueron conducidos a una plaza, ante Olak y los ancianos de la aldea.

Alauwen apenas soportó la figura de Eliosad, tan demacrado

y débil se veía, y con espanto descubrió sus propios pies y manos

esqueléticos e inmundos. No se dijeron nada el uno al otro,

pero sus miradas les bastaron para expresar su mutua compasión.

Les preguntaron a los dos si, antes de anunciarles sus condenas,

deseaban explicar o disculparse por todos los delitos cometidos.

"No hay razón para enmendar ni justificar la inocencia"

dijo Eliosad, "y por eso, nada diré sobre aquello

que motiva esta injusticia. En cambio, quiero afirmar

que nunca quisimos traer hasta aquí el rencor de la Madre.

Por protegerlos a ustedes, no a nosotros, escapamos de la aldea,

procuramos convencer a Sánnak de que nos dejara solos

e incluso abandonamos nuestros nombres, porque nadie

sufriera las consecuencias de conocer a Alauwen y Eliosad,

a quienes la Madre aborrece, sin que hasta ahora sepamos

la causa de su encono y persistencia. Eso es todo

lo que debía decir y nada añadiré a lo que han oído".

Los murmullos de la audiencia fueron pronto acallados por Olak,

quien señaló: "Mucho más pesada es la carga de sus crímenes

al haber mentido, porque el delito fue premeditado.

Tanto Amhran como Elhan, o Alauwen y Eliosad, sabían bien

que nos exponían a un peligro y, en lugar de prevenirnos,

falsearon sus identidades, sus pasados y sus planes.

¿Hay prueba más patente de su culpa y del castigo que merecen?"

99
Olak leyó sus sentencias: estaban los dos condenados

a presidio de por vida. Los demás ancianos asintieron,

salvo Insguin, quien meneó su cráneo calvo, se levantó y les dijo:

"Habitantes de Finlag, ya conocen mi opinión y, si ahora la repito,

lo hago con el único objetivo de que la reiteración de mis palabras

horade en sus mentes y en sus pechos, como el agua en una piedra.

Yo ignoro los motivos que han traído a Eliosad y Alauwen hasta aquí,

y ustedes también los desconocen. ¿Podrían tal vez los prisioneros

explicar sus razones?" Eliosad, con altivez e indiferencia, ni siquiera lo miró

y Alauwen lo observó con gratitud, pero tampoco supo qué decir:

incluso si le hubieran ofrecido la paciencia y el tiempo de explayarse,

¿quién habría de creerle? Y aun si le creyeran, ¿quién iba a comprender,

si ellos mismos no entendían casi nada? Insguin sospechó lo que pasaba

y continuó diciendo: "Como pueden apreciar, hay un secreto

que no van a revelarnos, aunque de ello dependa la tortura

que desean infligirles. Fuera de ese misterio, ¿qué sabemos?

Que escapaban de la Madre, como todos,

pero no por qué y tampoco la razón

de buscar su perdición en las montañas. La falta de razón o de conciencia

justificarían que Eliosad y Alauwen despreciaran

sus vidas y su integridad; no que la Madre venga a estos confines

sólo para exterminarlos. Yo diría que ambos son ejecutores

de una importantísima misión, tal vez indispensable

para ellos y nosotros. Mientras no sepamos más,

¿acaso no resulta una imprudencia condenarlos para siempre?”

Olak, en un impaciente gesto, alzó la mano para interrumpirlo,

pero, imperturbable, Insguin prosiguió: "Tengo conciencia

de que la sentencia es justa, de acuerdo a lo que vemos y palpamos.

Pero creo advertir una corriente de sucesos y motivos invisibles,

que me impiden apoyar esta condena. Mi consejo consiste en esperar,

100
detenernos y reflexionar, permitir que el tiempo clarifique

los vacíos y borrones fragmentarios de nuestras experiencias,

antes de abrazar resoluciones tan irrevocables y perpetuas".

Entonces, Olak le respondió: "Nuestro muy amado Insguin,

con todo el respeto merecido a tu prudencia, a tu talento y a tu edad,

los demás de Finlag, como ya sabes, discordamos contigo. Aun ausentes

las razones y su entendimiento, los hechos son rotundos y severos:

Eliosad y Alauwen traicionaron mi confianza, robaron pertenencias de la aldea

y arrastraron a Sánnak, nuestro hijo, a una muerte innecesaria.

Como tú mismo lo has reconocido, la sentencia es apropiada y justa:

ambos forasteros van a ser encarcelados en la roca, desde hoy

y hasta el día en que la muerte se apiade de los dos y los libere".

Los demás volvieron a asentir. Un par de ellos

se acercaron a los condenados, ordenándoles andar hacia la cárcel

en la que Eliosad había visto a la anciana prisionera.

Fue en ese último momento, al penetrar

en la oscuridad del edificio, cuando Urjaine

detuvo a la multitud, para implorar de rodillas:

"Pese a mis deseos de justicia, pese al luto por mi hijo malogrado,

debo suplicarles su clemencia para Alauwen,

a quien mi hijo amó. Y, si bien no cuento

con la certeza de que aquel amor

fuese la verdadera causa del estado de Alauwen, sé que ella

está embarazada y ese niño, sea o no mi nieto, no merece

la pena de su madre". Su asombrosa intervención desconcertó

tanto a Alauwen y a Eliosad, como a sus guardianes y a los jueces.

Olak le preguntó: "¿Es esto cierto, Alauwen?", pero ella

se quedó en silencio, pues ignoraba el término "embarazo"

y no conseguía imaginar siquiera la manera en que la gente

se engendraba y perpetuaba. "Tal vez ella no lo sabe",

101
Urjaine persistió, "pero no me cabe duda de su estado.

Tenemos que aplazarle su condena". Los ancianos y la muchedumbre

concordaron con Urjaine. Y así, en tanto Alauwen fue llevada

de regreso al subterráneo en la casa de Olak, introdujeron

a Eliosad en una celda y sellaron la roca inquebrantable

que le serviría de prisión, tormento, patíbulo y sepulcro.

26.

Tras algunos días más en el cuarto subterráneo,

Alauwen fue trasladada a un dormitorio de la casa.

Aunque seguía encerrada, el cambio la puso dichosa:

contaba con aire y con luz, y las atenciones de Urjaine

se hacían cada vez menos amargas y más compasivas.

Tardó meses en reconocer la transformación de su cuerpo:

cómo sus pechos se hinchaban y se ensanchaba su vientre,

al igual que si una fuerza interior la deformara,

empujando y persiguiendo una salida entre su carne.

Cuando Urjaine le explicó lo que ocurría, Alauwen pasó de la sorpresa

a un llanto incontenible de emoción, por tan inesperada maravilla.

Había supuesto hasta ese instante que los animales y la gente

eran diseñados y ensamblados al modo de las máquinas, usando

músculos, huesos y tendones en lugar de cables y metales.

Al comprender el motivo de sus cambios y dolores,

se le volvió llevadera su prisión y sus jornadas menos largas:

sentía una lástima infinita hacia aquella presencia diminuta,

encerrada como Eliosad y ella, y en su preocupación por consolarla

olvidó su propio padecer. Eliosad y Valaner, aunque presentes

en sus pensamientos y recuerdos, se alejaron de su lado

y sus diálogos a solas encontraron un nuevo receptor.

Alauwen a su hijo le contaba

102
de la ciudad y de su fuga, del canal y de la isla,

del horror de contemplar un Bherezat, de la belleza del mundo

que la Madre aún no había destruido, de las guerras

presenciadas en su visor o en las canciones de Insguin,

así como de todo lo que había aprendido en sus romances

sobre héroes, batallas y justicia. El mismo Insguin

la visitó una tarde, la reconfortó y le dio esperanzas,

diciéndole que los hijos que nacían entre tanta adversidad

solían crecer para erigirse en orgullo y consuelo de sus padres.

Le habló entonces de Mudarra, el bastardo que vengó el asesinato

alevoso de sus siete medio hermanos, y de Perceval, el hijo de una viuda

y el guerrero más perfecto y admirado de su época,

y de Moshes y de Yoshua, que escaparon a masacres cuando niños

y se convirtieron en maestros y guías de su gente y de otros pueblos.

Le prometió también que, mientras Eliosad siguiera preso,

él se encargaría de cuidar a su pequeño y de instruirlo.

Alauwen se lo agradeció y, en sus soliloquios de costumbre,

a menudo le recordó a su hijo la promesa y los augurios del anciano.

"Cuando crezcas e Insguin envejezca, serás tú quién cantará

sus romances", le decía, "y, al igual que a él, te llamarán

la voz y la memoria de la aldea, y transformarás en versos

las penalidades de Alauwen y Eliosad: tú dirás a las demás generaciones

que tus padres no fueron criminales, relatarás nuestra aventura

y recordarás a Sánnak, el primero en derrotar a un invencible".

Y, con una voz más baja y una fe más temblorosa

pero ardiente como un ascua, proseguía:

"Y quizás te volverás un gran guerrero, tan fuerte y poderoso,

que tú también podrás enfrentarte a un Bherezat y aniquilarlo,

y quebrar los muros de la cárcel donde Eliosad se encuentra,

y legar a nuestra descendencia una tierra mejor, sin tiranía,

103
sin miedo y sin la Madre". Alauwen despertó una madrugada,

sacudida por dolores tan intensos que no le permitían respirar,

gritar por ayuda o levantarse. Apretó los dientes y una vez

que el tormento se hizo insoportable, mordió los cobertores y la almohada,

gimiendo y sollozando débilmente. El sudor manchaba su camisa

y todo su cuerpo tiritaba, como si una antorcha le quemase

las entrañas, pretendiendo acrecentarse y destruirla.

De pronto, corrió agua entre sus piernas

y luego, distendiendo sus músculos y huesos,

liberándose y rompiéndola, dos pies

asomaron de su interior, seguidos por el torso y la cabeza.

Con la sabiduría del instinto, Alauwen separó de sí a su hijo,

anudando y cortando su cordón a dentelladas.

Después alzó al pequeño entre sus brazos

y, medio inconsciente todavía por la brutalidad del sufrimiento,

pero feliz, besó a su hijo y le susurró junto al oído:

"Mi amor y mi esperanza: hemos padecido tanto

para que encontraras tu camino, pero ahora

sé que vas a convertir cada una de mis quejas

en sonrisas y toda nuestra angustia en alegría.

Nuestro mundo está acabando, para que el tuyo se inicie".

27.

Alauwen se durmió con el bebé sobre sus pechos

y soñó que retornaba a la caverna, más allá de las montañas,

y veía que trepidaba el suelo. Una roca gigantesca,

con un zumbido horrendo, surcaba el aire hacia ella

y se estrellaba en la mitad del valle. De inmediato, la llanura

se volvía un torbellino de polvo de hielo y roca,

levantado hasta las nubes. Y después el cielo se enturbiaba

104
y Alauwen, entumecida y ciega, comenzaba a congelarse

lentamente, transformándose en una copa de piedra.

Pero algo líquido y tibio se agitaba en su interior, algo crecía

en calidez y latidos, derritiendo su dureza.

Al despertar, halló a su hijo entre sus brazos y entendió

lo que, nueve meses antes, Valaner le había dicho:

que ella misma era la copa que contenía el secreto,

y comprendió que el misterio que buscó con Eliosad

estaba allí junto a ella, respirando, contenido

en el cuerpo diminuto del bebé. Palabra por palabra, recordó

los versos de Valaner, que al fin cobraron sentido:

“Unos creen que el secreto es una piedra;

otros, que el secreto es una copa;

los más, que no existe ni ha existido.

De ti y de ti, en las últimas cavernas

que el hielo ha respetado,

desde el sur el otro va a venir:

ese que conocerá el secreto”.

Y entonces, pensando en los augurios

de Insguin, conoció que a su pequeño le aguardaba

el más grande de todos los destinos. Lo observó

con asombro renovado y él la miró a su vez

con sus ojos medio ciegos todavía, pero llenos de luz y muy abiertos.

"Mhannir", Alauwen dijo, "Mhannir", sin saber si había oído

ese nombre en su sueño, o si de pronto

había surgido en su boca, como si alguien se lo hubiera susurrado.

Cuando Urjaine entró en la pieza, encontró a Mhannir y Alauwen

contemplándose mutuamente, con ternura y en silencio.

Recordando a su hijo muerto, Urjaine sonrió entre lágrimas.

"Ya ha nacido", dijo Alauwen: "Ahora estoy preparada

105
para acatar la sentencia". Urjaine respondió: "No te preocupes.

Cuida a tu hijo y ámalo, que crezca y se convierta en un gran hombre.

Yo me encargaré de tu condena". Y quizás por Urjaine y su influencia

o gracias al tiempo y al olvido, Alauwen en vano se dispuso

a reunirse con Eliosad en la prisión de granito,

porque los meses pasaron, creció Mhannir y Finlag

lo acogió como a uno de los suyos, en tanto continuaban

él y Alauwen viviendo donde Olak, sin que nadie recordase

el aplazamiento del castigo. Pero, mientras esto sucedía,

Urjaine y otra gente de Finlag se inquietaban cada vez

más por Mhannir y su salud, porque, al cumplir su primer año,

continuaba siendo un niño endeble, sin que sus piernas de bebé

parecieran preparadas para andar, ni sus sentidos

para reaccionar a nada sino al contacto de Alauwen,

a quien escuchaba y veía, sin perturbarse por otros

rostros ni otras palabras, ni por ruidos ni por luces.

Insguin tranquilizaba a Alauwen: "Él habita", le decía,

"en su propio mundo, tal vez mejor que el nuestro.

Quizás espera algo que nosotros ignoramos: simplemente,

todavía no ha llegado su momento".

28.

Alauwen fue a visitar a Eliosad en una ocasión

y jamás reunió el valor de regresar. La anciana presa

finalmente había muerto, agobiada por las décadas de olvido,

y en el pasaje de roca se escuchaba sólo el resuello

enfermizo de Eliosad. Alauwen casi no aguantó su vista,

pero intentó sonreír, al extender sus dedos por la única abertura

de la celda, con la esperanza de que Eliosad la tocara.

Pero él, sin reaccionar, la observó desde un rincón. "Amigo mío,

106
Finlag me ha perdonado", dijo Alauwen: "Vivo junto a nuestro hijo,

a quien llamamos Mhannir, y es un niño hermoso y apacible.

Insguin va a educarlo cuando crezca. No debes preocuparte por nosotros".

Tras despejar sus bronquios y garganta con una lúgubre tos,

Eliosad le respondió: "Mi buena amiga,

en todos esos años en que no te conocí, nunca tuve una memoria

de mi infancia y ni siquiera de mi madre, quien murió tras darme a luz,

y en mis escasos recuerdos sólo estaba Dorosania, que fue luego

algo así como una hermana, y que me enseñó a controlar

el mar y el viento, comprender los mil idiomas de las aves y las bestias

y, con la ayuda de un manto, desplazarme por los aires a hurtadillas.

Pero nunca, sino hasta ahora,

en visiones y pesadillas rememoré ceremonias

en las cuales Dorosania, junto a otros, me volvieron lo que soy.

A través de la penumbra y el silencio, reemergieron

las escenas olvidadas: puedo verme infantil y sin conciencia,

bañado a la luz de la luna bajo las cascadas frías;

veo niños destrozados, y mis labios salpicados por su sangre;

veo rostros contraídos de dolor; veo imágenes tan crueles, tan horrendas

que, por semanas y meses, el espanto me mantiene insomne y débil.

Me hallo enfermo y desahuciado de recuerdos:

malherido de muerte por memorias".

Alauwen, perpleja y conmovida, lo consideró delirante

y sólo atinó a responderle: "Mhannir te liberará. Mhannir te va a devolver

la luz y el aire, y disipará tus visiones". Eliosad le contestó:

"Mi prisión no está emplazada fuera de mí, sino dentro.

Yo soy mi única celda. Mhannir y tú seguirán

en libertad y seguros, sin el peso de mis penas,

y olvidarás que existo y que te hablé. Yo he fallecido, Alauwen,

y lo que de mí sobrevive, sobrevive en quienes amo: tú y mi hijo".

107
Y, habiendo dicho esto, Eliosad cerró los ojos y se hundió

en la oscuridad de su celda. Alauwen se marchó aterrorizada

con el propósito solo de nunca volver a verlo,

para extirparse esa imagen desesperada y famélica.

Prefería recordarlo imponente y majestuoso, de pie en el acantilado,

conjurando a los vientos del canal, como lo atisbó la vez primera,

o curando con sus manos amorosas las heridas de Alauwen, casi muerta

por la furia de un Bherezat en Quéram. No retornaría nunca,

sino para contemplarlo liberado, cuando su hijo alcanzara su destino.

Por lo tanto, a partir de aquella tarde, su esfuerzo y su ilusión se concentraron

con fervor aún más intenso en la salud y el desarrollo de Mhannir.

Pero cuando Mhannir cumplió tres años, sin caminar y sin hablar

y sin interesarse por el mundo, Alauwen misma

sintió flaquear su fe en los vaticinios. Desde mucho tiempo atrás,

los de Finlag murmuraban en contra de aquel muchacho inútil,

una carga indeseable para un pueblo de recursos tan precarios,

y aplazaron su expulsión y la de Alauwen solamente

por respeto a Urjaine e Insguin, que adoraban a Mhannir

como si fueran sus padres. Después de conversar con Eliosad,

a la incertidumbre de Alauwen se agregaron insistentes reflexiones

acerca de su propio nacimiento, su crianza y su niñez.

Si recuerdos espantosos enturbiaban el origen de Eliosad,

¿qué ocurría con el suyo? ¿Quién la había educado, cómo había

llegado a la adultez, y quiénes fueron su familia y protectores?

¿O nunca había contado sino con la compañía

tenaz y omnipresente de la Madre? Pero, aunque intentaba figurarse

su infancia y su pasado, las primeras memorias continuaban

consistiendo en su vida en la ciudad y en su invariable rutina

de frentes de batalla, mapas, cifras, de máquinas de guerra y de masacres.

No tenía una historia, concluyó. Su vida entera

108
se reducía a la aventura que iniciara Valaner y compartiera

con el desdichado de Eliosad. Y el resto de su tiempo era un futuro

abierto y desconocido, que casi a cada instante la turbaba,

sobre todo al buscar una señal de entendimiento en los ojos de su hijo,

quien jamás le contestaba sino con mudez y con ceguera,

sin plantearle una pregunta ni ofrecerle más respuestas.

29.

Así se hallaba Alauwen una noche, a los tres años y medio

del nacimiento de Mhannir, contemplándolo en su cama,

cuando advirtió sus mejillas amoratadas de frío.

Le pidió otra manta a Urjaine y, al abrigarlo con ella,

Mhannir emitió un gemido prolongado y estentóreo:

el primero de su vida. Alauwen lo observó desconcertada:

Mhannir no sólo estaba balbuceando y aferrándose

a los bordes de la manta, sino que sus ojos recorrían

con atención el cuarto y sus objetos. Entre los retazos

incontables que formaban la frazada, Alauwen notó que había algunos

segmentos oscuros y rojizos, y al examinarlos y sentirlos

reconoció de pronto su textura. Así como en Finlag cualquier tejido

era de continuo reciclado, reducido a pedazos, luego a fibras

y vuelto a utilizar en otras telas, los dos mantos

que Dorosania regaló a Eliosad y Alauwen, recorrieron

tal vez decenas de cuerpos, sin que nadie descubriera sus poderes,

y luego repartidos en diversos accesorios y ropajes.

Alauwen tomó la manta y la sacudió en el aire,

pero ni un solo fulgor reanimó sus viejos hilos.

La magia del tejido había muerto pero, así

y todo, algo de ella persistía, porque a partir de esa noche

Mhannir empezó a crecer y su juicio a desarrollarse:

109
en pocas semanas podía pronunciar ya frases simples

y caminar tambaleante por la casa de Olak. Más difícil

resultó habituarlo a los demás: aunque disfrutaba del contacto

con su madre y con Urjaine e Insguin, junto a los niños solía

mostrarse indiferente y silencioso. No jugaba sino en soledad,

modelando en arcilla figuritas de personas y trineos

y haciéndolas correr y combatir. Los muchachos de su edad

lo ignoraban también o le temían, hasta que una vez algunos

lo golpearon y humillaron, refiriéndose en sus burlas

al origen forastero de su madre y a su padre prisionero.

Alauwen decidió apartarlo de ellos y criarlo en la sola compañía

de los pocos adultos que lo amaban. Insguin intentó, a los cinco años,

enseñarle unos cuantos rudimentos de historia y poesía,

mas Mhannir se resistió a memorizar, sin concebir

el sentido de esa labor monótona. Después de retener

tras horas de ensayo un par de frases, Mhannir comenzaba a improvisar

los nombres de otros héroes y lugares, y a introducir batallas

que nunca se libraron, en versos de pies y de medidas

extraños para Insguin, aunque armónicos. Al cabo de varias tentativas,

el anciano se dio por derrotado, si bien con su optimismo de costumbre

dijo a Alauwen: "Si no logra recordar los antiguos estribillos y romances,

es quizás porque su suerte lo ha llamado a inspirarlos y no sólo a repetirlos.

Cuanto hay en mí de remembranza, lo hay en él de futuro y fantasía.

No me atrevo a prohibirle sus ficciones ni alabarlas. Simplemente,

él no quiere ni puede ser cantor, y es inútil forzarlo a que lo sea".

Por aquellos días, cuando Mhannir cada vez

pasaba menos tardes en Finlag y más tiempo en las llanuras,

aprendiendo a conducir el mismo trineo de Sánnak

que Urjaine preservara para dárselo al pequeño,

o sentado frente al mar, reflexionando por horas

110
en la confusión de su origen y en la grandeza del mundo,

descubrió un cinturón de cuchillos al fondo de un pozo de hielo

y llegó, emocionado y feliz, a mostrarle este hallazgo a su madre.

Pero, cuando Alauwen lo vio, el llanto asomó hasta sus ojos

y Mhannir, arrepentido de causarle cualquier padecimiento,

le dijo: "¿Por qué te entristeces? Si te hacen sufrir estas armas,

si algo malo percibes en ellas y no quieres que yo las conserve,

regresaré a enterrarlas en la nieve. O aun mejor:

las arrojaré al océano y no volverás a verlas".

Alauwen le respondió: "No digas tal cosa. Úsalas,

puesto que pertenecieron a tu padre y él se complacería

de saber que están entre tus manos". Los dedos intranquilos de su hijo

jugaron con indecisión sobre el filo de las hojas, hasta que osó preguntar:

"He escuchado tantas veces a otros hablar de mi padre.

Pero es la primera ocasión en que tú me lo mencionas.

¿Quién es? ¿Por qué no está con nosotros? ¿Es verdad

que lo condenaron por un crimen? ¿Y que ha muerto?"

Alauwen acarició la barbilla de Mhannir, ya curtida por el frío.

"Son mentiras", le dijo: "Apresaron a tu padre injustamente.

Él era un gran guerrero, tan generoso y tan noble

como yo quiero que seas. Entregó su libertad por defendernos,

para que tú y yo viviéramos tranquilos y protegidos.

Eliosad era su nombre". Mhannir, con un hilo de voz,

concluyó: "Mi padre ha muerto". Pero Alauwen

le contestó: "No lo sé. Hace mucho que no tengo noticias

de él, porque no quiero tenerlas. Prefiero no saber.

Hay destinos peores que la muerte". "Si mi padre

vive o no, lo que importa es vengarlo y redimirlo

en las bocas de la gente", le respondió Mhannir

con tal convencimiento y entereza que su madre

111
se preguntó si habría retenido esas palabras

de sus malogradas lecciones junto a Insguin. ¿Dónde más

podría haber oído aquel niño tan pequeño

acerca de venganza y redención? "Te lo suplico",

continuó Mhannir: "dime quién fue el responsable

de su prisión y de su muerte". Y Alauwen, aceptando

que su hijo, como tantos otros niños en Finlag,

como el Sánnak que ella misma conoció, se acercaba a la adultez

con precocidad extraordinaria, resolvió por fin narrarle

la parte más amarga de su historia: que ella y Eliosad

habían sido perseguidos por la Madre, que llegaron a los hielos

y que un Bherezat sobre sus huellas, en lugar de aniquilarlos,

cayó junto al hijo de Olak, haciendo creer a la aldea

que Eliosad había impulsado la temeridad de Sánnak,

exponiéndolo a morir. El niño no logró captar del todo

esa historia tan compleja y tan absurda, con tantos personajes implicados

en la suerte de su padre. Sin embargo, precisaba de un culpable,

y porque el Bherezat ya no existía,

y porque no podía aborrecer al poblado entero de Finlag,

tras algunos instantes decidió: "La Madre", dijo:

"La Madre fue la enemiga de Eliosad y, desde ahora,

también es mi enemiga". "La Madre es invencible", dijo Alauwen.

"El poder de la Madre está albergado

en sus nueve Bherezats", dijo Mhannir:

"Tanto Insguin como tú me lo han contado.

Y muchos consideran a los Bherezats imbatibles.

Pero también mencionaste que Sánnak mató a uno de ellos

y, si uno fue vulnerable, lo serán los otros nueve

y, por lo tanto, la Madre". De pronto, las ilusiones

renacieron en Alauwen y, por eso, cuando Mhannir

112
le preguntó dónde habían encarcelado a su padre,

le reveló la verdad: porque aguardaba que su hijo

le devolviera a Eliosad también su fe y porque sentía

que, después de cinco años, el secreto de Valaner

y la visión de la copa, junto a todos los augurios

esperanzados de Insguin, comenzaban a cumplirse.

30.

"¿Eliosad?", dijo Mhannir. "¿Eliosad?", repitió, aguzando

sus ojos en la penumbra. Y, cuando ya se volvía,

asqueado por el hedor que saturaba el pasillo,

un rostro se hizo visible tras el boquete en el muro.

Ni siquiera en pesadillas, Mhannir se había encontrado

con algo tan espeluznante y repulsivo:

sintió erizarse los cabellos de su nuca y el estómago revuelto,

pero enseguida el espanto cedió ante la misericordia.

Su padre se hallaba desnudo, si bien su cabello canoso

y su barba enmarañada lo cubrían por entero,

exceptuando sólo el rostro, en el cual ya no quedaba casi carne:

se entreveían por las arrugas de su traslúcida piel

cada ángulo y oquedad del cráneo. Pero aun la calavera

no igualaba en su aversión a aquellos ojos

o a ese horror que una vez fueron sus ojos, y ahora no eran

sino un par de ranuras supurantes, recortadas en las órbitas hundidas.

El espectro boqueó con gran esfuerzo, antes de que su voz pudiera oírse:

"Tú no eres quien me trae la comida. ¿Qué te trae por aquí?

¿Y cómo conoces mi nombre?" Mhannir ya se había arrepentido

de su intención primera, pero no supo mentirle y contestó:

"Me llamo Mhannir, hijo de Alauwen. Y tuyo, si tú eres Eliosad".

En lugar de responder, el prisionero ocultó con ambos brazos

113
el rostro demacrado, y sus hombros tiritaron en sollozos.

Le suplicó Mhannir: "Padre querido,

Eliosad, dame tu mano". Y Eliosad tendió sus dedos

con sus uñas inmundas y afiladas, y se aferró débilmente

a la mano diminuta de Mhannir.

"Ven, permíteme limpiarte", dijo el niño

y, tras desgarrar su camisa, tomó un pedazo de tela

y quitó el pus de los ojos de Eliosad. "¿No te lastimo?",

preguntó, extrañado al advertir la indiferencia de su padre

pese a la infección horrenda, y con esa misma calma

dijo Eliosad: "Hace mucho que no puedo ver por ellos

ni, por fortuna, sentirlos. Dime, Mhannir, ¿cómo está

tu madre? ¿Sigue habitando contigo en la casa de Olak?"

"Así es", Mhannir contestó: "Ella está bien de salud

y va a alegrarse de tener noticias tuyas.

¿Te gustaría que venga a visitarte? Si yo se lo pido, vendrá".

Dijo Eliosad: "Por favor, no se lo pidas, Mhannir. De cualquier modo,

la veo todo el tiempo. Ella está acá, junto a mí. Converso siempre con ella

y eso es cuanto necesito. Prefiero evitarle el tormento

de tener que contemplarme. Pues soy un monstruo, ¿verdad?

Tan sólo una cosa agradezco a mi ceguera: que me libre

del terror de ver mi cuerpo y el de advertir el terror

en los ojos de los otros. Pobre de ti, muchacho, que has sufrido

observar estos despojos inhumanos". "Mucho peor

sería no conocerte", dijo Mhannir y Eliosad soltó una risa

como un graznido seco y destemplado. "Tienes razón", dijo entonces:

"siempre hay algo aun peor que lo peor. Pero en todos estos años

de encierro, he descubierto un par de cosas. La primera

es que lo bueno tiende a equilibrarse con lo malo.

La inmensa felicidad de encontrarme con tu madre

114
ha compensado con creces mi prisión y mi agonía".

"¿La amabas?", dijo Mhannir y, sin dudarlo,

Eliosad le respondió: "La amaba y la amo.

Si todo empezara otra vez y contara con la sola alternativa

de elegir entre la vida que he vivido y una vida sin Alauwen,

continuaría optando por Alauwen". "La has querido demasiado",

Mhannir dijo, "y ella también a ti. Lo puedo sentir en su voz

y en el llanto que ha vertido. ¿Y me dirás lo segundo

que aprendiste?" Dijo Eliosad:

"Que el auténtico enemigo, el más cruel y traicionero

que un hombre puede tener, y el único que logrará

derrotarlo y destruirlo, es él mismo". Conteniendo

la opresión en su garganta y al cabo de reflexionar

en un respetuoso silencio, Mhannir dijo: "Vine aquí

no sólo por conocerte, sino también por saber

cómo habría de soltarte. Sin embargo, no parece

que consideres ni quieras recobrar tu libertad".

Eliosad lo confirmó: "Estás en lo cierto, Mhannir.

No me queda mucha vida y sería un acto inútil

interceder por tu padre, que además te indispondría

con la gente de Finlag. Yo prefiero que aproveches

tu ímpetu y tu nobleza en la batalla con la Madre.

Y Finlag, en esa guerra, te hará falta". "Los del pueblo

son un redil de cobardes", repuso Mhannir, "que se ablandan

y tiemblan a cada mención de la Madre o sus Bherezats.

No necesito su ayuda". Eliosad le respondió: "La cobardía

no obstaculiza la acción. Tu madre y yo

no éramos más valientes que cualquiera de Finlag. Pero pensamos

contar con un mensaje y un destino. Si eres fuerte

y te entregas y te arrojas a lo que crees y anhelas,

115
si te conviertes en líder y, más que en un líder, un sabio

y, más que en un sabio, en un héroe,

los otros te seguirán. Pues no necesitan coraje,

sino alguien que los guíe. Hasta ahora, dime, ¿quién los ha inspirado?

¿Olak, que idolatra la ley, y fuera de ella

no distingue lo torcido de lo recto? ¿Acaso Insguin,

llena su boca de versos, profecías y romances, pero inútil

para el ejercicio de las armas? Sólo tú

cuentas con la discreción y vas a contar con la fuerza.

Sólo tú, Mhannir, crecerás para enfrentarte a la Madre".

Mhannir se enjugó los ojos, desbordados por el llanto,

y dijo: "Así lo haré, padre". Y Eliosad le contestó:

"No tengas miedo. No dudes. A dondequiera que vayas,

yo estaré contigo, hijo mío. Yo estaré a tu lado y en ti".

31.

Poco después de su diálogo con Mhannir, murió Eliosad.

La mujer que le llevaba su alimento dio la noticia

a Olak, y este a Alauwen y Mhannir. Los dos oyeron

el anuncio con menos pesar que alivio: sólo Alauwen derramó

algunas lágrimas, mientras Mhannir le narraba

los detalles del encuentro con su padre. "Cuanto dijo",

Alauwen comentó, "fue la verdad: cada penuria

se compensó con alegría, como nuestra separación

con el amor que nos tuvimos. Y sé que, en el momento de partir,

su adiós fue menos amargo tras escucharte y sentirte.

Tú eres la prueba viviente de lo dicho por tu padre:

que la risa sigue al llanto, y la aflicción no es mayor

que la felicidad que la releva, y que al final

le concede su sentido y su hermosura". Lo que Alauwen

116
calló, aunque ya lo sabía, es que un platillo u otro

en la balanza del mundo, suele colmarse antes de que

su contrario lo equilibre. Así, por ejemplo, la muerte

de Sánnak y la condena de Eliosad y la obstinada

indolencia de Mhannir se sucedieron sin tregua,

hasta que los embates de la fortuna menguaron

y su rueda giró, y Alauwen recuperó su esperanza.

Por eso, ya presentía que el fin de Eliosad marcaba

el inicio en otra serie inexorable de infortunios.

Y así, sólo días después de que Eliosad falleciera,

a Mhannir se le enturbiaron los ojos con secreciones

amarillas y escozores, idénticos al padecer

que carcomió las retinas y las córneas de su padre,

para luego penetrar en su cerebro y destruirlo lentamente.

Dos soldados de Finlag, con algún conocimiento en medicina,

desahuciaron a Mhannir, recomendándole a Alauwen

que aceptara el desenlace ineludible, ya que el pueblo

no contaba con ningún medicamento que pudiera detener

el avance mortal de la infección. Alauwen, por días y por noches,

lavó y curó los ojos de Mhannir, sollozando y soportando

los gritos desgarradores de su brutal agonía. Desvalida,

en una de esas vigilias extenuantes, se vio Alauwen

a sí misma en un espejo y le asustó su rostro avejentado,

la anchura de sus miembros y caderas, y las débiles raíces

encanecidas del pelo. "Soy humana", pensó entonces,

"sujeta a la vejez y la extinción, más implacables

que la Madre en su rigor, asesinas de Eliosad

y ahora de Mhannir, y mías pronto. Así que en esto

consiste ser humano: en un constante morirse,

interrumpido por el gozo y el amor". Y aquella noche,

117
Alauwen maldijo todo, por primera vez renegó

de Valaner y Eliosad, de su aventura y su hijo,

y soñó con regresar a su antigua servidumbre

y recibir su alimento y satisfacción de la Madre.

A la siguiente mañana, cesó la supuración,

dejando al fin las secuelas de la infección al desnudo.

Si bien con vida, Mhannir había perdido ambos ojos,

corroídos desde el iris al inicio de los nervios.

Se había quedado absoluta, irremediablemente ciego

y, en esa noche cerrada, se debatía doliente

y con alaridos llamaba a su madre, sin poder verla.

32.

Cesó el padecer de Mhannir al cicatrizar sus heridas

en una pálida costra, que a modo de un párpado fijo

recubrió los restos de sus ojos. Mientras se recuperaba,

se halló más solo que nunca: tanto Urjaine como Insguin

distanciaron sus visitas, temerosos de quebrarse

y ahondar, con su llanto de adultos, aún más la tragedia del niño.

Pero, como advirtió luego Alauwen, Mhannir enfrentó su ceguera

con asombrosa entereza y, en lugar de retraerse

y rendirse al desconsuelo de sus sombras, se entregó

con mayor curiosidad al descubrimiento del mundo,

como si la extinción de sus ojos hubiera atizado en su espíritu

millones de hogueras agónicas que lo engendraran de nuevo.

Por la casa de Olak, que le había demandado tanto esfuerzo

recorrer en el pasado, se desplazaba ahora sin problemas,

percibiendo los objetos y personas

a través del oído y la intuición. Volvió incluso

a los llanos y condujo su trineo y se paró frente al mar

118
a escuchar su inmensidad y la del viento. "No estoy ciego",

le decía a su madre: "sólo ocurre que he aprendido a ver mi entorno

de un modo diferente. En vez de las figuras de las cosas,

contemplo su presencia y su distancia, y reconozco

lo que son, sin indagar en ellas, permitiéndoles

que me salgan al encuentro y se me muestren".

Andaba así una tarde en su trineo, cuando algo

desconocido y monstruoso surgió a lo lejos. Mhannir

oyó su pisar imponente y una corriente de pánico

le cortó el aliento: aquello que hacia él se aproximaba

exudaba tal malignidad, tal crueldad y tanta fuerza bruta,

que los perros se pusieron a gemir, acurrucados entre ellos,

con las patas encogidas y las colas bajas y erizadas.

El espanto irracional en Mhannir fue reemplazado

por un horror consciente, mucho peor, pues entonces

no cabía ya atribuirlo a su ignorancia: bien sabía

que esos pasos estruendosos no podían provenir

sino de un ser que le habían descrito Alauwen e Insguin:

una máquina acorazada, con la forma de una bestia y más veloz

que el más raudo trineo, cabalgada por un Bherezat.

Mhannir también comprendió que huir no tenía sentido,

a menos que, por milagro, alcanzara a llegar al pueblo

antes que el invencible. Con palmadas y con voces,

quebró el estupor de sus perros y les ordenó correr,

escuchando a cada instante más rápidos y cercanos

los trancos de la bestia. Apenas a medio camino,

Mhannir se dio cuenta de que era imposible escapar de ella

y luego pensó que guiar a ese monstruo adonde vivían

su madre y sus protectores, provocaría tan sólo

una tragedia mayor. Imaginó devastadas

119
las calles y paredes de su aldea y el hedor

de la sangre y los incendios, y decidió de improviso

desviar al Bherezat y morir bajo su embate,

para que lo recordasen como a Sánnak, como un mártir,

el segundo de Finlag, en los romances de Insguin.

Venciendo los esfuerzos de los perros por regresar a casa,

los apartó del rumbo acostumbrado, y el Bherezat lo siguió.

Cuando su perseguidor se acercó tanto, que Mhannir

escuchó cómo el viento silbaba contra la oscura armadura,

saltó y rodó por la nieve, mientras gritaba a los perros

que continuaran corriendo. El Bherezat se detuvo

a pocos metros de él, mientras Mhannir empuñaba

por primera vez las dagas del cinturón de Eliosad.

Lanzó dos cuchillos y ambos penetraron el costado

de la bestia, que se irguió sobre sus patas traseras,

para dejar caer luego su peso descomunal

contra el cuerpo de Mhannir, quien logró esquivarla a tiempo.

En ese instante, después de haber aceptado su muerte,

Mhannir se admiró de que nunca hubiera sentido sus piernas

ni sus brazos investidos de tal fuerza y tan ágiles reflejos,

ni su conciencia tan clara: esgrimiendo otro par de cuchillos,

se puso en pie y los tiró contra el yelmo del Bherezat,

quien retrocedió algunos metros, para reiniciar su carga.

Mhannir se encontró de repente entre las patas de la bestia

y, sabiendo que esto era el fin, clavó dos puñales más

en las escamas del vientre. Haciendo temblar el suelo,

saltó la bestia y Mhannir trató de huir y cayó,

tropezándose en la nieve, aunque aferrado a sus dagas

y apuntando todavía al Bherezat. El invencible

descendió de su cabalgadura con un crujir metálico

120
y caminó hacia Mhannir, quien de pronto perdió el miedo.

Su enemigo se despojó del yelmo y se dirigió a Mhannir

con una voz serena y femenina:

"Tranquilo, quienquiera que seas. He intentado

desmontarme y explicarte que no vengo en son de guerra, sino en paz,

pero no me has dado respiro con tus continuados ataques.

Ahora veo que eres solamente un niño, aunque más bravo

y decidido que cualquier guerrero. ¿Me dirás cuál es tu nombre?"

Amenazándola aún con sus cuchillos, el muchacho respondió:

"Yo soy Mhannir, de Finlag, hijo de Eliosad y Alauwen.

¿Y quién eres tú, si es que acaso los Bherezats tienen nombres?"

Entonces, Dorosania se emocionó y le dijo: "¿Son tus padres

Alauwen y Eliosad? Los conocí y conté entre mis amigos".

"Los Bherezats no son amigos de mis padres",

replicó Mhannir y Dorosania contestó: "Tampoco míos.

Al matar a uno de ellos, me he quedado con su bestia y su coraza.

Vengo, precisamente, tras el rastro de tus padres

para comunicarles que la Madre y los Bherezats

no son en verdad invencibles. ¿Puedes llevarme con ellos?"

"Puedo conducirte hasta mi madre", dijo Mhannir:

"Eliosad dejó este mundo". Dorosania, al enterarse,

contuvo apenas el llanto y, con voz quebrada, dijo:

"De los muchos que han muerto en esta guerra, no lamento

a ninguno como a él, mi buen Eliosad, el más noble

de cuantos he conocido". Y Mhannir, quien no había sollozado

hasta entonces por la muerte de su padre, contagiado del dolor

de Dorosania, se abandonó llorando entre sus brazos,

que lo estrecharon con toda su ternura maternal y le cubrieron

la frente y el cabello de caricias.

"Guíame adonde Alauwen", dijo al cabo Dorosania

121
y, tras extraer las dagas, clavadas sin daño alguno

en el vientre de la impasible bestia, cabalgaron

sobre su lomo a Finlag la forastera y el niño.

33.

"Luego de que la Madre devastara la isla, y poco antes

de que la suprimiera por completo, logré huir

en una pequeña embarcación. No fui la única:

cientos de otros botes me rodeaban y tal vez varios miles de habitantes

escaparon de la isla sólo a nado, para ser devorados en minutos

por su agotamiento y las corrientes. Incrédulos, aquellos de las barcas

contemplamos el momento en que la isla

simplemente se esfumó, como un fugaz espejismo,

en lo que demora un parpadeo. Y, sin embargo, las naves

voladoras de la Madre no cesaron de seguirnos y arrojar

sus bombas sobre nosotros. Fue una masacre

como nunca vi y espero no ver de nuevo: se enrojeció el agua,

cubriendo de rojo también la madera del casco

de mi embarcación, embistiendo y mutilando los cadáveres.

Por fin, casi sola en un mar de fragmentos humanos,

de manos y piernas, de sangre y de rostros ardientes,

y acosada por los helicópteros, aproveché un estallido

cercano para saltar y fingirme ya sin vida,

al igual que los mil o más muertos que atiborraban el agua.

Inmóvil, floté la tarde entera, acarreada por las olas,

hasta que al fin se acallaron las bombas y las hélices,

y a mi alrededor quedó sólo el silencio de la muerte.

Nadé entonces a favor de las corrientes, y el océano me trajo de regreso

a la tierra, un poco más al sur de la ciudad, y continué hacia el sur

para alejarme cuanto antes de las tropas. Me encontré

122
a veces en el camino con otros prófugos que allí

también se refugiaban de la Madre y de sus máquinas.

Algunos habían morado por décadas en esos bosques,

durmiendo en cavernas y pozos, y en su lenguaje imperfecto

me hablaron del último pueblo en el fin de los hielos, Finlag,

tan remoto que nadie creía poder alcanzarlo y tampoco

ninguno sabía por cierto si aún existía o si sólo

perduraba en las leyendas. Pese a todo, me decidí a buscarlo:

no podía resignarme a sobrevivir el resto de mis años

escondida en los bosques y aterrada, como una bestia inerme.

Por meses crucé montes y ríos, y perdí la noción de las semanas,

y el tiempo se contrajo y distendió, sin depender del sol ni de la luna,

sino de mi hambre, mi cansancio y mi esperanza. Una noche,

un temblor interrumpió mi sueño. Su ritmo y su estruendo progresivo

me convencieron de que era un Bherezat aproximándose.

Sabiendo que su olfato y que su vista me hallarían

incluso bajo tierra, cogí una vara del suelo y me propuse enfrentarlo,

sin ningún otro objetivo que morir con dignidad en el combate.

Su figura pavorosa apareció, abriéndose paso en la espesura

a golpes de bastón, desgajando y desintegrando el bosque.

Se detuvo un instante frente a mí: luego alzó su arma y derribó

un árbol a mi lado, pero logré eludirlo y escapar,

corriendo desesperadamente, tratando de adentrarme

en lo más frondoso, entre las ramas y zarzas más cerradas.

Pero arbustos y troncos no impedían su avance,

pues su bastón se hundía en la madera, reduciéndola

en un segundo a añicos, como un niño que destruye

castillos de arena con un dedo. Me descubrí de pronto acorralada

contra un muro de piedra y, viéndolo acercarse,

le arrojé la vara con todas mis últimas fuerzas

123
y, sorpresiva y espantablemente, dio en su cuello.

El Bherezat emitió un estremecedor rugido,

mientras caía su bastón, que aferré en el aire y descargué

contra su coraza. Al roce de su arma, el invencible

pareció encenderse en fuego y, entre borbotones, se fundió

su armadura, y su cuerpo se volvió una masa de líquido candente,

y enseguida lo vi desvanecerse, en tanto que una esfera de metal

rodaba desde el lomo de su bestia hasta mis pies.

Mucho medité en aquel misterio,

preguntándome qué era un Bherezat y por qué sus despojos consistían

tan sólo en esa esfera, y vine al fin y al cabo a concluir

que aquel fragmento humilde debía, de algún modo, proyectar

al Bherezat en torno suyo, de igual modo en que una llama diminuta

suelta raudales de luz, y esa luz, inmensa a la vista,

no proviene sino de aquella partícula sola de fuego,

vulnerable ante un mínimo soplo o bajo una gota de lluvia.

Mucho más tardé en entender la manera en que el dispositivo

daba materia y figura a un Bherezat: un día cualquiera,

tras mil conjeturas e intentos de manipular ese objeto

con el fin de reactivarlo, ignoro por qué lo acerqué

a mis labios y, al instante, siguió el curso de mi aliento,

como si una vida propia lo animara, y lo sentí cruzar

por mi paladar y mi garganta. De pronto, mi cuerpo se extendió

y se recubrió de una armadura, y un bastón tomó forma entre mis guantes

y bajo mí una bestia, que acorazada en púas y en escamas

distendía y contraía sus ijares. Atónita, probé mis nuevas fuerzas:

golpeé con el bastón los árboles en torno

y, ante mi contacto, el bosque se incendió súbitamente,

para luego desaparecer sin huellas.

Y, al querer volver a ser la que era antes,

124
la esfera, inofensiva y reluciente, reapareció de mi boca.

Así comprendí la manera en que funciona un Bherezat y que es posible

convertirse en uno de ellos y, con sus mismos poderes,

resistirlos y vencerlos. Y retomé mi senda hacia Finlag,

andando con la rapidez de un rayo en la imperturbable bestia,

para darle las buenas noticias a quien pueda secundarme

en la invasión y la guerra. Porque, incluso como un invencible,

mis fuerzas no son suficientes para entrar a la ciudad

y enfrentarme a las tropas enemigas. Necesito

un ejército organizado, con soldados temerarios y aguerridos

para acompañarme en el combate. Un ejército y un Bherezat

bastarán para extirpar de nuestra existencia a la Madre".

34.

Así concluyó Dorosania su relato, ante una reunión de todo el pueblo

y Mhannir le contestó: "Un ejército y no uno, sino dos Bherezats,

lucharán contra la Madre". Nadie comprendió lo que decía,

excepto Urjaine y Alauwen, quien extrajo de sus ropas y exhibió

la esfera que había guardado durante más de siete años,

desde la muerte de Sánnak. Explicó a Finlag entonces

el origen de la esfera y, cuando acababa de hablar,

Mhannir se la arrebató y la llevó, sonriendo, a su boca.

"No lo hagas", clamó Dorosania: "No estás listo, Mhannir, todavía.

La fuerza del Bherezat es mucha y, cuando tu cuerpo se transforme,

tus músculos y huesos no van a soportar la energía de los suyos.

Necesitas crecer y prepararte mental y físicamente,

para que consigas dominar al Bherezat, y no él a ti".

Insguin dijo entonces: "Has hablado sabiamente, forastera.

Pero, en la esperanza que hoy nos traes, advierto también aquel peligro:

que estos dos dispositivos y el milagro que contienen

125
estén al alcance de manos codiciosas o inexpertas.

No debemos olvidar que son las fuentes

de un poder casi absoluto, y cualquier poder engendra

la corrupción y el abuso. Debemos protegerlas, si queremos

prevenir una catástrofe". Olak estuvo de acuerdo y, dada la veneración

y la fe que Dorosania le infundía, le permitió conservar

la esfera arrebatada al invencible; no así a Alauwen,

a quien pidió la suya, para después esconderla,

bajo estricta vigilancia y conocido el sitio sólo

por Dorosania y por Insguin. Luego Olak mandó a preparar

a todos los niños y niñas en prácticas de batalla,

bajo la supervisión de fogueados veteranos

de las guerras con la Madre. Solamente Mhannir, por su ceguera,

y los mayores fueron destinados a los talleres donde se fundían,

se forjaban, se montaban y pulían las ballestas y fusiles,

las hachas de doble filo, los bohordones y las lanzas,

las espadas relucientes, las aljabas y sus flechas.

Advirtiendo la frustración de Mhannir y sabiendo, por experiencia,

de su inmensa bravura y su heroísmo, Dorosania

dijo a Alauwen un día: "Ninguno en toda esta aldea

podría compararse en valentía con tu hijo. No habrá otro

que, con su misma destreza, pueda actuar de Bherezat

y dirigir nuestras tropas. Permíteme, buena Alauwen, entrenarlo y convertirlo

en el conquistador de la ciudad. Será como Eliosad y aún más grande,

si aprovecha las mismas facultades que su padre desarrolló conmigo".

Alauwen, que hasta entonces no había conversado con Dorosania

sino en presencia de Olak y nunca de asuntos privados,

le repuso: "En mi último diálogo con Eliosad, me contó

acerca de su infancia y pavorosas ceremonias

donde tú participaste. Mencionó crueldad y sangre,

126
y hasta el fin se arrepintió de lo que hicieron con él

para forjar sus poderes. Dorosania, dime, ¿hubo

algún resto de verdad en sus memorias, o no fueron

sino delirio y locura de su insufrible agonía?"

Dorosania se vio sorprendida, pero enseguida explicó:

"Por siglos, herméticos ritos han distanciado a los hombres

de los maestros de hombres. Me criaron en tal tradición,

como creo que a Valaner, como le enseñé a Eliosad

y del modo en que pretendo transmitírsela a tu hijo.

Mas expandir los límites de alguien para hacerlo renacer,

no resulta una tarea pasajera. Existe horror

en el proceso, desafíos e incontables sacrificios:

un maestro verdadero no retrocede ni ceja

ante las inhumanas labores que le impone su destino.

Si Eliosad se arrepintió, se debió sin duda alguna a la flaqueza

y al desgaste del dolor y de la cárcel. Pero si Eliosad falló,

Mhannir triunfará en su nombre. Alauwen, no tengas miedo:

tu hijo sigue sus pasos y, lo aceptes o te opongas,

su senda ha sido trazada y él ansía recorrerla".

"Y esa senda", dijo Alauwen, "¿le exigirá que despoje

a otros hijos del abrazo de sus madres?" Dorosania respondió:

"Sin romper su cascarón, no vuela el ave.

Sin conocer el sabor de la sangre ajena, un maestro

no puede comprender su propia sangre, ni verter

la de sus enemigos". "Apártate", dijo Alauwen:

"Fuera de aquí, y no te acerques a mi hijo ni a mí misma".

Dorosania contestó: "Te darás cuenta algún día

de que lo más terrible no existe fuera de ti

y, por lo tanto, no puedes rehuirlo ni expulsarlo. Si recuerdas,

tú, que dices que abominas a la Madre, trabajaste alguna vez

127
para ella en su ciudad". Alauwen, que ya había sepultado

y olvidado aquel recuerdo, lo sintió como una ofensa y respondió:

"Aquella fue otra Alauwen, que ya ha muerto. He combatido

en contra de la Madre y he arriesgado mi vida en esa lucha,

y he amado y he concebido un hijo. Soy humana,

tan humana como tú y como Mhannir, como cualquiera".

"No del todo", Dorosania replicó: "¿Recuerdas cuando

estas manos mías te quitaron los metales y los cables

que te unían a la Madre y su sistema? Al operarte,

descubrí que había una pieza imposible de extirpar

sin privarte de la vida. La dejé contigo y permanece en ti.

Dime, Alauwen, ¿te enfrentaste alguna vez a un Bherezat?"

A cada instante más inquieta y perturbada, Alauwen dijo:

"Sólo una vez, en Quéram. Me alcanzó con su bastón

y Eliosad logró salvarme". "¿Te alcanzó con su bastón

y, a diferencia de todos los demás, sobreviviste?",

Dorosania continuó: "¿Acaso no consideraste nunca

cómo aquello fue posible?" Y Alauwen, llevando por instinto

sus dedos a la nuca, palpó allí, apenas perceptible,

entre el término del cráneo y el inicio de las vértebras,

un bulto esférico y frío: el solo vestigio no humano

que conservaba su cuerpo. Y, huyendo de Dorosania,

Alauwen corrió hasta su cuarto en la casa de Olak y, besando

los cabellos de Mhannir, cayó dormida,

repitiéndose entre sueños: "Soy humana.

Tal como mi hijo, soy humana. Yo no soy nuestra enemiga".

35.

Porque Alauwen tenía la certeza de que nada evitaría

la creciente cercanía entre su hijo y Dorosania,

128
procuró guardarse sus recelos y se limitó, como única advertencia,

a narrarle un cantar que hacía mucho,

en la compañía de Sánnak, había escuchado de Insguin:

la historia del príncipe Atle que, luego de condenar

las crueldades de su padre, se da cuenta

de que su propio gobierno ha sido tanto o más sangriento, y se suicida,

admitiendo que sus actos traicionaron la grandeza de sus sueños.

Mhannir captó de inmediato el sentido del romance

y, poniéndose una mano sobre el pecho, como si reconociera

una falta y jurase repararla, dijo a Alauwen: "Sé muy bien

que mi padre y tú incurrieron en errores, por exceso

o por falta de buenas intenciones, como todos

los hombres y mujeres los cometen y se juzgan. No los culpo.

Pero, al mismo tiempo, sé que puedo superar esas caídas

y conseguir el noble fin que ustedes, pese a todos sus esfuerzos,

no lograron alcanzar". Desde entonces, amenguó el temor de Alauwen

y, aunque en tantas ocasiones vio a su hijo,

antes o después de su jornada de trabajo en el taller,

charlando con Dorosania, confió en su rectitud y compasión

y en que aquellas cualidades se opondrían a la ausencia

de escrúpulos en su nueva amiga. Como Alauwen presintiera,

Dorosania comenzó el entrenamiento de Mhannir

en la desolación de las llanuras: allí, en las afueras de Finlag,

le inculcó temeridad y confianza en sus acciones, y llevó a la perfección

la agudeza singular de sus sentidos. Fortaleció sus miembros

y aceró su voluntad, de modo que sus fuerzas y deseos

se subyugaran juntos ante la necesidad de la victoria;

y, cuando lo supuso preparado, Dorosania

cobró el aspecto y el vigor de un invencible y, de este modo,

ambos combatieron cuerpo a cuerpo, por jornadas enteras

129
y, a menudo, hasta que se alzó la luna

y sus siluetas, una frágil y otra inmensa, eran lo único

que rompía la extensión incalculable de la nieve.

Al cumplir Mhannir los doce años, Dorosania juzgó su entendimiento

y su fortaleza suficientes como para dominar a un Bherezat.

Entonces le cedió su propia esfera

y, en aquel instante que Mhannir ambicionaba desde niño,

llevó el dispositivo hasta su boca y sintió que sus huesos se extendían

y su piel se acorazaba, en tanto que la bestia y el bastón

surgían de sus piernas y sus guantes, y el muchacho

disfrutó del poder que lo embriagaba y tuvo ganas

de derrumbar el mundo en torno suyo. Con su nueva figura, combatió

una vez más con Dorosania, y toda la experiencia y el saber

de su maestra no lograron evitar que Mhannir la derrotara,

con el arma del Bherezat a centímetros del rostro. "Me enorgullezco de ti",

le dijo Dorosania: "sólo falta ya que el resto de Finlag

reconozca tu talento y tu valía". Durante los preparativos bélicos

que por años ocupaban a la aldea, quien se había destacado

como el mejor combatiente, el más certero con el arco

y lleno de cualidades que le aseguraban volverlo

el líder de las tropas de Finlag contra la Madre, era un joven

de la familia de Olak y algunos meses

mayor que el hijo de Alauwen. Lo llamaban Ylhanoir.

Y un día en que Ylhanoir y otros muchachos

conducían sus trineos por la estepa, Dorosania animó a su protegido

a enfrentarlo y demostrarle su destreza. Dirigió Mhannir sus perros

en pos del grupo de jóvenes, y estos se mofaron de su intento.

"Mhannir, mejor será que regreses al taller

de armas, junto a los viejos", le gritaron: "Semilla de criminales,

ojos de serpiente, aborto ciego, no te atrevas

130
a competir con nosotros". Sin enfado y sin resentimiento,

Mhannir se puso a su lado y, arrojando los cuchillos de su padre,

cortó las correas de los perros. Los trineos rodaron por la nieve

y Mhannir fue hasta Ylhanoir y le ordenó defenderse.

Ylhanoir extrajo su arco y le disparó dos flechas,

que Mhannir esquivó fácilmente, para seguir caminando

con tanta tranquilidad que su adversario, confundido,

se demoró en reaccionar y, al llevar su mano hasta la aljaba

y antes de que sus dedos rozaran la flecha, Mhannir

ya amenazaba su cuello con dos inminentes cuchillos.

"Ríndete", dijo Mhannir, "y ofrece tus disculpas por la ofensa

proferida contra mí y contra mis padres". Dorosania,

con una sonrisa, le dijo: "Si él tuviera bajo tu mentón la punta

de una flecha, ¿acaso dudaría en aflojar la cuerda de su arco?

Olvida las disculpas y haz lo mismo. La vergüenza

de Olak le impedirá tomar venganza. En pocas horas,

Finlag reconocerá que el hijo de Alauwen merece

los honores que negaron a Eliosad". Pero Mhannir

oyó el llanto en la garganta de Ylhanoir, y lo escuchó

suplicándole piedad, recordó el consejo de su madre

y devolvió las dagas a sus fundas. "Mhannir, te debo mi vida",

le dijo Ylhanoir, "y te juro que he de recordar por siempre

la nobleza de este gesto, y mis brazos y mi boca emprenderán

tu defensa cuando así lo necesites". Mhannir le respondió:

"Creo en ti y en tus promesas, Ylhanoir. Y ahora, vete

y que seas mejor de lo que eres. Algún día, marcharemos

contra un enemigo mayor, y no bastarán tu fuerza y tu pericia

para acabar con la Madre. Tienes, Ylhanoir, que ser perfecto,

tan grande en intención y sentimientos, como lo eres en la lucha".

Ylhanoir le aseguró que así sería, amarró las cuerdas rotas

131
del trineo y regresó con sus amigos a Finlag.

Dorosania reprendió a Mhannir, diciendo: "La naturaleza del hombre

obedece a la traición y a la venganza. Tan pronto se presente la ocasión,

Ylhanoir olvidará su juramento y acabará contigo. Ten cuidado

con las consecuencias del error que has cometido, al permitirle

conservar su aliento". Mhannir le contestó: "Nuestro enemigo

no es Ylhanoir, sino la Madre. Y en el combate contra ella,

las flechas de Ylhanoir me servirán más que los honores y el orgullo.

Tú temes por mi vida, Dorosania, del mismo modo en que mi madre teme.

Pero nada ni nadie va a matarme ni un segundo antes o después

de lo que mi destino me depara. Concentrémonos en hoy,

en el entrenamiento de esta tarde, y el mañana

se hará cargo del mañana, sea funesto o feliz,

se interpongan a él o no nuestros deseos".

36.

En cuanto Ylhanoir y sus amigos regresaron a Finlag,

relataron a Olak lo sucedido y, aunque el severo líder

reaccionó con ira hacia Mhannir, Ylhanoir prometió no continuar

participando en los entrenamientos hasta que el hijo de Alauwen recibiera

la consideración que merecían su nobleza de alma y su talento.

Mhannir fue admitido, por lo tanto, en el grupo de los jóvenes guerreros

y enseguida se destacó entre todos, al punto que el insulto que Ylhanoir

le había dirigido a su ceguera, se convirtió en epíteto común

de reverente admiración ante sus facultades sobrehumanas:

"ojos de serpiente" le llamaban, y el respeto que infundía se vio luego

seguido por amor a su humildad e inteligencia, hasta que nadie

recordó de nuevo las oscuras circunstancias de su origen

ni el apartamiento y el desprecio en que su infancia había transcurrido.

En cambio, el mismo incidente desencadenó una súbita

132
y creciente resistencia a Dorosania: quienes antes la habían venerado

por transformar a Finlag, con un discurso, de refugio de vencidos

en escuela de futuros vencedores, comenzaron a tomar distancia de ella

y, aunque nadie, ni siquiera Olak, se atrevió a mencionarle el episodio

ni menos despojarla de su esfera, debido a las palabras de Ylhanoir

todos se encontraron prevenidos contra el feroz rigor de su carácter.

Satisfecha y optimista, Alauwen contempló las suspicacias

de Finlag por Dorosania y el avance continuado de Mhannir

hacia la consumación de su destino. Cuando ya se concertaban

las primeras estrategias para asaltar la ciudad

y se diseñaban las barcas y reunían provisiones

para la difícil travesía, una tragedia inesperada

vino a poner al pueblo en crisis e interrumpió sus labores:

una noche, el corazón de Olak se detuvo y, a pesar de los esfuerzos

de los médicos y Urjaine, a la mañana siguiente

su cuerpo ardía en la pira, rodeado por la incertidumbre

y la aflicción de Finlag: fallecido Olak, sin otra descendencia

que su hijo muerto hacía trece años, los aldeanos ignoraban

quién podría dirigirlos en la lucha. Demasiadas décadas y penas

cargaban los hombros de Insguin, Urjaine carecía de carisma

y muchos más temían al deber insoportable de mandar

a los suyos durante la inminencia de la guerra final contra la Madre.

Sin embargo, un par de candidatos resultaba evidente para todos

y los dos ambicionaban el poder con entusiasmo y sin vacilaciones:

Mhannir, el hijo de Alauwen, excesivamente joven

para asegurar tal vez la sumisión de los más viejos, y su amiga Dorosania,

asesina de un Bherezat, pero mucho más temida que estimada.

En un concilio de ancianos y guerreros en casa de Urjaine,

Insguin propuso: "En lugar de que nosotros decidamos sin certeza

y arriesgándonos a causar división en nuestra gente,

133
permitámosles enfrentarse en un combate amigable.

Si Dorosania vence, admitiremos que su valía es tanta que supera

e invalida nuestra desconfianza; si se impone Mhannir, incluso aquellos

que aún dudan de sus capacidades, se verán obligados a aceptarlo

como el mejor de entre los nuestros". La mayoría asintió y guardó silencio,

excepto Urjaine, quien dijo: "Si ambos luchan, debemos cerciorarnos

de quitar a Dorosania la esfera del Bherezat, para que el duelo

resulte proporcionado y justo". Pero Ylhanoir sugirió: "Por el contrario,

Mhannir tomará prestada la esfera que Olak ocultó.

Al atacar la ciudad, necesitaremos a ambos invencibles

y será conveniente, desde ahora, saber cuál de los dos podrá guiarnos

con más seguridad y más destreza". Estuvieron de acuerdo los demás

y, cuando se la expresaron, Dorosania vio con júbilo la idea,

pues, ya ganara ella o su aprendiz, su satisfacción sería idéntica.

Para Mhannir, en cambio, sus semanas de espera se enturbiaron

por las repetidas sugerencias, desde la más implícita de Alauwen

hasta las implorantes o imperiosas de Ylhanoir y otros compañeros

de que aprovechara este combate, no sólo en superar a su maestra,

sino para aniquilarla. "Dorosania será siempre una amenaza",

los demás le decían: "Considera su orgullo y su ambición:

¿quitarás a la Madre su poder para que lo adquiera Dorosania?

Arrebátale la vida y, tras el triunfo en la ciudad, vendrá la paz

y no una segunda guerra". Mhannir atendía estas razones

y las consideraba precavidas, porque su propio amor a Dorosania

se mezclaba con un poco de recelo. No obstante, matar a quien le había

enseñado tanto y convertido de un niño promisorio en un auténtico guerrero,

le parecía una traición de la mayor bajeza. Reflexionaba Mhannir:

"¿Cómo puedo al mismo tiempo demostrar fidelidad a mi maestra

y a quienes me alimentan y mantienen? Finalmente,

este problema es el mismo al cual me habría enfrentado

134
si, contra la ley de Finlag, hubiese pedido justicia

para mi padre abatido. Ahora entiendo por qué Eliosad prefirió

morir en cautiverio. Y, pese a su sacrificio, el problema ha regresado

y hoy nadie puede ayudarme a resolverlo ni a evitarlo".

Así llegó la fecha del combate, y Dorosania

cabalgó hasta la llanura, con la bestia del Bherezat y su coraza,

y una espada por defensa, puesto que estaban prohibidos

los bastones de los invencibles, porque, en apariencia al menos,

ninguno de los dos peleara a muerte. Y le esperaba

allí su amigo Mhannir, provisto del cinturón de cuchillos de su padre

y transformado también en Bherezat, gracias al dispositivo

obtenido por Sánnak, conservado por su madre y por Olak, y concedido

por Insguin al muchacho, según lo que acordaron los del pueblo.

Al saludar Dorosania, enmudecieron todos los presentes

e Insguin dijo: "Que este día traiga una esperanza a nuestra aldea,

mediante el duelo cordial entre estos dos contendores:

la extranjera Dorosania, que derribó a un Bherezat

y descubrió la manera de apropiarse de sus armas,

y Mhannir, que llaman ‘ojos de serpiente’, amado hijo

adoptado por Finlag y heredero de la sangre valerosa

de Eliosad y de Alauwen". Y al oír estas palabras,

tanto Alauwen como Mhannir y su maestra Dorosania

se miraron y sonrieron, por ser la primera vez

en que el nombre de Eliosad se pronunciaba en esas tierras

limpio de todo oprobio y destellando en su nobleza.

Insguin continuó: "Basta que uno de los oponentes se rinda,

se retire o suplique piedad, para que todos juremos

lealtad a su vencedor. Aquel que triunfe en el duelo

sucederá en nuestra estima y reverencia al gran Olak

para guiar la campaña contra la Madre y sus tropas".

135
37.

Se acercaron con lentitud, estudiando sus movimientos

y, de súbito, Dorosania apuró a su bestia y pasó

junto a Mhannir, alcanzándole en el hombro con la espada,

sin provocar ni siquiera un rasguño en su armadura.

Casi al instante, Mhannir le arrojó un par de puñales

y Dorosania, girando sobre su cabalgadura, los desvió

con el filo de su arma. Se apartaron varios metros

y cargaron el uno contra el otro. En esta ocasión, Dorosania

dirigió su espada al vientre de Mhannir, quien, tras recibir el impacto,

cayó conmocionado de su bestia, pero indemne,

y tardó en ponerse de pie, por el peso abrumador de la coraza.

Cuando logró enderezarse, Dorosania ya se hallaba frente a él,

blandiendo su ancha hoja, cuyos golpes soportó Mhannir usando

solamente sus manos enguantadas. Dorosania dijo, sonriendo:

"De poco y nada me sirve la mezquindad de este acero

contra la sólida piel de un Bherezat", y clavó su espada en la nieve,

descendió de su montura y se aferró a los brazos de Mhannir,

tratando de inmovilizarlo, pero el joven se escapó de entre sus manos

y atrajo un par de dagas a su cuello. Se quedaron en silencio, cara a cara,

y el muchacho no esperaba sino la rendición de su maestra,

cuando la cimera de su yelmo se estrelló contra el yelmo de Mhannir,

lanzándolo de espaldas en la nieve. Velozmente, Dorosania

saltó hacia atrás, recuperó su espada y la tomó

con ambas manos de la empuñadura y de la punta

como si fuese una vara, y descargó su canto contra el pecho de Mhannir,

quien por tercera vez cayó en el hielo, ante los gritos

y la consternación de Alauwen y los jóvenes guerreros,

que empezaban a admitir la posibilidad de una derrota.

136
Dorosania se adelantó segura, pero, cuando se encontraba

sobre el cuerpo de Mhannir, este se irguió de improviso

y asestó con tal violencia un puñetazo sobre el rostro

de su oponente y otro en su esternón, que Dorosania

se inclinó sin aliento en sus rodillas. Los rivales,

agotados y acezando, acordaron una tregua momentánea

para reponer sus fuerzas, cuando un rumor de helicópteros

sacudió primero el aire y luego el suelo, y en la muchedumbre

se produjo un silencio de terror, pues divisaron

las máquinas de la Madre sobrevolando el océano.

Antes de que ninguno pudiera correr a Finlag,

los atrapó el bombardeo. Y en una esfera traslúcida,

semejante a las burbujas de las bombas, descendió

suavemente un Bherezat y aterrizaron las naves

y las tropas de la Madre, al cabo de pocos minutos,

invadieron la llanura, desde el mar a las montañas.

Dorosania y Mhannir extrajeron sus bastones de Bherezats,

para abrirse paso entre las tropas y conducir a la gente

hasta algún lugar seguro, pero nadie los siguió en la confusión

y, entre el pánico y el humo, se desató la masacre.

El ejército y el Bherezat avanzaban en círculos amplios,

aniquilando a cualquiera que acorralaran sus filas.

Dorosania dijo a Mhannir: "Dirijámonos al invencible,

a ver si su muerte consigue dispersar a los soldados".

Cabalgaron hacia el Bherezat, que pareció sorprendido

por el ataque de sus compañeros y, antes de que reaccionara,

los bastones lo golpearon en la espalda y en el pecho, y se esfumó,

rodando su dispositivo a pocos pasos de Alauwen,

quien lo tomó y lo guardó, para proseguir luchando

con el fusil de un soldado atropellado por las bestias.

137
Muchos más cayeron derribados por Mhannir y Dorosania,

ayudados por sus armas, sus monturas y el espanto

que causaban en las tropas, tan pronto se percataban

de que esos dos Bherezats combatían en su contra.

Pero, incluso así, una vez que abatieron a los últimos soldados,

era catastrófico el balance de las bajas para el pueblo.

No más de cincuenta habitantes de Finlag sobrevivieron,

contando entre esos cincuenta a Dorosania y Mhannir,

Alauwen, Ylhanoir y su hermana menor Abbenámar,

quien, pese a tener nueve años, quitó su fusil a un soldado

y fulminó a otros cincuenta, y Haneran, de corta estatura,

pero fuerte como un monte, y también Galharti y Lhartisén,

los dos mellizos que Insguin estimaba como a hijos,

debido a su buena memoria y su interés en los romances.

Si muchos de los jóvenes y niños que habían entrenado con Mhannir

conservaron sus vidas, las suyas las perdieron casi todos los mayores

por no disponer para huir de la misma ligereza

o, al contrario, por luchar con temeridad absoluta,

convencidos de que nadie conseguiría salvarse.

A Urjaine la descubrieron destrozada por las bombas

y a Insguin, mutiladas ambas piernas, con un disparo en el cuello.

"Si hoy Finlag desaparece y se queda sin historia", dijo Insguin

entre los brazos de Alauwen, "ustedes, los sobrevivientes

tendrán todavía otros pueblos que fundar y otras canciones

que inspirar con sus combates y victorias.

Hoy ha caído el tercero de los Bherezats y los siete

que restan, ya lo sabemos, tampoco son invencibles".

Y el anciano, al advertir que Alauwen estaba llorando,

se esforzó por sonreír, para agregar: "Tal vez sea

preferible de este modo, que los viejos y el pasado

138
nos salgamos del camino, y ustedes solos forjen el futuro,

porque así es cómo se forja: porque ustedes son los dueños del mañana,

cuando la Madre consista en una sombra del recuerdo".

Y, dichas estas palabras, inclinó su cráneo calvo

y expiró serenamente. Tanto Mhannir como Alauwen

lo lloraron más que a nadie de los centenares de víctimas

en esa jornada sangrienta, cuando se extinguió Finlag

para perdurar tan sólo en la memoria de sus hijos.

38.

Todavía nadie se hallaba dispuesto sino a llorar

y a recorrer las hileras de cadáveres, reconociendo

y diciendo adiós a sus padres y a sus amigos caídos,

cuando los dos mellizos, Galharti y su hermana Lhartisén,

se acercaron a la costa para examinar las naves.

Solamente un par de las dieciocho barcas

se conservaba indemne, y una más navegaría tras algunas

reparaciones mínimas. Al regresar los mellizos de la costa,

encontraron a los otros dedicados a armar piras para incinerar los muertos,

y les relataron lo que vieron, proponiéndoles una inmediata fuga.

Y aunque muchos se negaban a marcharse, sobre todo después de presenciar

el poder de su enemigo, Alauwen y Dorosania

lograron convencer incluso a aquellos, recordándoles el caso de la isla,

por completo aniquilada luego de su invasión y su saqueo.

Los pocos que volvieron a la aldea, ni siquiera cruzaron los umbrales

de sus antiguas moradas, sino que se apresuraron

en recolectar madera de los bosques y trineos,

y así emplearon el resto de la tarde en la llanura

en encender las fogatas y quemar a sus parientes

y en recoger las armas esparcidas. Por la noche,

139
se agruparon en los navíos para vigilar o dormir

y, a la mañana siguiente, extendieron las velas, levantaron

las anclas y enfilaron con premura las tres proas

hacia las tierras templadas. Durante la travesía,

se discutió largamente acerca de la conveniencia

de continuar su camino de inmediato a la ciudad

o establecerse en los bosques del sur por algunos años,

para enfrentar a la Madre con mejor preparación

y tal vez más combatientes. Al igual que Dorosania,

Mhannir rechazó la idea de dilatar el avance

a la ciudad, arguyendo: "Tal fue el error de Finlag:

aguardar el momento propicio y malgastar generaciones

en esa espera infinita. Aprovechemos ahora, que la Madre considera

a Finlag y su resistencia vencidos y escarmentados.

Contamos además con tres dispositivos y uno de ellos,

obtenido gracias al bastón de un invencible contra otro,

comprueba cuánto poder nos concede un Bherezat

en la lucha con sus pares. Nunca, como hasta hoy,

nos favoreció tanto la fortuna, incluso con la reducción

forzosa de nuestras filas. Ganaremos la ciudad

y conseguiremos la victoria: lo planeamos así, y así lo haremos".

El problema del mando de Finlag, que se había intentado resolver

con el duelo entre Mhannir y Dorosania, se zanjó sin más dificultades

por el procedimiento improvisado de escuchar las sugerencias y reparos

de todos, y tomar la decisión de acuerdo a la opinión mayoritaria.

Las leyes y sanciones de Finlag no corrían ya entre los sobrevivientes,

que, por su situación desesperada, rara vez se preocupaban de ellos mismos

y en cambio procuraban el bienestar común, acatando ciegamente

lo juzgado mejor por los demás, aun en contra de intereses personales.

Así, la mayoría concordó con el apremio de Mhannir y, al encallar

140
las barcas al fin del continente, de inmediato emprendieron el camino

hacia el norte, en pos de la ciudad. En menos de un mes de recorrer

las áridas estepas sin descanso, la cantidad ya escasa de viajeros

volvió a disminuir: quizás por el clima que, aunque helado

resultaba menos frío que Finlag, o la precariedad de la comida,

o la existencia de bacterias y virus ignorados en los hielos,

todos fueron víctimas de fiebres e infecciones, y los niños

más pequeños sucumbieron, junto a los pocos ancianos.

Cuando pasaron tres meses a partir del desembarco y alcanzaron

los pies de una cadena montañosa, los cincuenta del inicio

ya eran treinta, y estos treinta, desnutridos y agotados,

observaron con desánimo las escarpadas laderas

hacia las cumbres nevadas, muchos de ellos convencidos

de que nunca lograrían atravesarlas con vida.

Algunos suplicaron, mientras otros exigieron interrumpir la marcha

y, a pesar del furor de los más fuertes, la mayoría eligió

detenerse por un tiempo indefinido. Alauwen y Dorosania

reanimaron a los contrariados jóvenes, como Ylhanoir y Mhannir,

explicándoles la conveniencia de esa deserción masiva.

"Un guerrero insatisfecho es un guerrero inservible",

dijo Alauwen a Mhannir: "Si los otros han perdido la esperanza

en la mitad del trayecto, no van a recobrarla en el asalto a la ciudad.

Y quien no crea en sí mismo cuando llegue aquel instante,

no será sólo un estorbo a los demás, sino un peligro".

De este modo, las antiguas tropas de Finlag,

al emprender el ascenso, se limitaban a diez

hombres y mujeres extenuados. Ylhanoir se lamentaba:

"Tenemos que haber perdido la razón si pretendemos,

con tres Bherezats y siete combatientes, ingresar a la ciudad y conquistarla.

Para acabar con nosotros, una bomba y un helicóptero le bastarán a la Madre".

141
Abbenámar se dedicaba a reconfortar a su hermano,

diciéndole: "Pueden faltar las fuerzas, no la ocasión

de vencer al enemigo con astucia y valentía.

Creíamos imposible derrotar a los Bherezats, hasta que Sánnak,

nuestro primo, mató a uno con sus manos indefensas, y a otro Dorosania

con una vara endeble. El auténtico enemigo contra quien nos batiremos

no serán los Bherezats ni los soldados, sino nuestro propio desaliento".

Entre dudas y esperanzas como estas, los diez caminantes destrozaron

sus manos y sus pies en la escalada por los flancos de la dura cordillera.

El grupo de los diez que llegaron a la cumbre y descendieron

al abismo de la pendiente opuesta, se hallaba conformado

por Dorosania, Alauwen y Mhannir, y los hermanos

Abbenámar e Ylhanoir, Galharti y su melliza Lhartisén,

el robusto Haneran, la muy veloz y diestra Qusbudar,

y el inquebrantable Zoddi, que a pesar o a causa de lo débil

de su corazón y de sus brazos, siempre estaba dispuesto a demostrar

lo contrario y, por lo tanto, aunque el temor lo embargara

y asomara la blancura de los huesos por su piel herida,

marchaba fieramente, sin pedir descanso y sin quejarse,

aspirando a convertirse en un gran héroe, como Sánnak, Mhannir o Dorosania.

La decena de guerreros se internó luego en los bosques, divisados

de la cima de los montes como un mar oscuro y verde y extendido

hasta el límite gris del horizonte, que ocultaba el más allá:

esa amplitud invisible donde todos presentían el dominio de la Madre.

39.

Al adentrarse en los bosques, algunos caminantes sugirieron

usar los dispositivos y las bestias de los Bherezats, por dar alivio

a sus pies medio quemados por la nieve, lacerados por las rocas

y que, pese a estar envueltos en jirones de ropa, continuaban

142
empapando los harapos y el calzado en pus y sangre.

Entonces se preguntaron quién habría de activar la última esfera

y todos concordaron en Alauwen, no sólo porque había recogido

y guardado dos de los dispositivos, sino porque la mesura y el valor

de su actuar y sus palabras durante la travesía

le habían ganado el respeto y la estima de sus compañeros.

Pero cuando Alauwen llevó el dispositivo hasta sus labios,

no ocurrió nada: la esfera quedó inmóvil, sin señales

de aproximarse a su boca. Dorosania, sabiendo tan bien

como Alauwen en qué consistía el problema, desvió la atención

de los jóvenes perplejos, al señalar casualmente:

"Quizás no esté preparada", y tras una nueva elección

entregaron la esfera a Ylhanoir, quien vio con incrédulo asombro

la súbita transformación de su figura en la de un Bherezat.

De este modo prosiguieron su trayecto, Qusbudar y Zoddi

cabalgando junto a Dorosania, Galharti y Lhartisén

tras la espalda de Mhannir, y Haneran, Alauwen y Abbenámar

en la compañía de Ylhanoir. Pese a la incomodidad y la aspereza

de las púas y armaduras de las bestias, los guerreros avanzaban

con extraordinaria rapidez y dejando descansar sus malheridos

cuerpos y sus ánimos maltrechos. Sólo después de un par de días,

Alauwen recordó que los sirvientes como ella en la ciudad,

además de detectar a los soldados por sus nódulos y cables,

podían localizar a cualquiera de los invencibles;

pues, a pesar de sus huesos y músculos inmateriales,

el metal de las corazas y las bestias delataba su presencia

ante las naves rastreadoras en los campos de batalla.

Entonces Alauwen entendió también por qué Finlag

fue atacado de repente, con tanta precisión y tanta fuerza:

mientras ella ocultó la esfera desactivada de Sánnak,

143
la Madre no halló la aldea, pero en cuanto Dorosania

dirigió su bestia hasta allí, las máquinas la ubicaron

y, tras dejar pasar los años, por algún plan misterioso,

las tropas y los helicópteros supieron exactamente

dónde debían cernirse, siguiendo las dos esferas.

Alauwen habló de esto en secreto con Dorosania

y las dos estuvieron de acuerdo en el riesgo que corrían

al utilizar las bestias. Sin embargo, al mismo tiempo,

prefirieron no aterrar a sus camaradas exhaustos

y confiando en que la Madre, como hizo con Finlag, prepararía

una ofensiva perfecta con la calma de quien no teme la muerte,

decidieron mantener sus precauciones en silencio.

Muy pronto se arrepentirían, porque si bien acertaron

en sus sospechas, erraron con su infundada esperanza.

No habían pasado dos días desde ese diálogo a solas,

cuando oyeron un estruendo y, al zumbido amenazante,

le siguieron las tinieblas: alzaron las miradas y, cubriendo todo el cielo,

vieron escuadrones de helicópteros y enjambres de metálicos insectos,

los mismos que habían perseguido alguna vez a Alauwen hasta la isla.

Obedeciendo las órdenes de Dorosania, ocultaron

los de Finlag sus esferas y a toda prisa corrieron,

dispersándose en el bosque. Mientras se hundían los diez entre el follaje,

los insectos cruzaron sobre ellos, giraron y enseguida se esparcieron

en todas las direcciones. Alauwen, desde el fondo de una fosa,

soltó un suspiro de alivio: ya no podían rastrearlos,

pero al instante una serie de estallidos la remeció:

las naves lanzaban sus bombas al azar por todo el bosque.

Mhannir sintió un impacto a sus espaldas y cayó, sin que el fuego lo tocara,

pero ensordecido por el ruido. Ciego y sordo, aceptó su pronta muerte,

cuando alguien lo aferró del brazo y Abbenámar lo llevó hasta una caverna

144
abierta en el lecho de un río, donde ambos permanecieron,

silenciosos y acurrucados, sacudidos en la oscuridad,

en tanto que el aire seguía enrareciéndose de humaredas.

Transcurridas algunas horas, Mhannir y su audición se repusieron

y, para soportar la larga espera en su incómodo escondrijo,

comenzó a conversar con Abbenámar, susurrándole al oído.

Recordaron ambos sus infancias en Finlag, Abbenámar como parte

de la familia de Olak y honrada y halagada por el pueblo,

mientras Mhannir se enfrentaba a sus orígenes oscuros

y al desprecio de sus pares. Abbenámar recordó las crueles burlas

de Ylhanoir y los demás hacia Mhannir, y las varias ocasiones

en que ella trató de defenderlo, alegando que el pasado de sus padres

y la limitación de la ceguera, en lugar de menoscabar su honor,

lo engrandecían. Le pidió perdón por no haber dicho ni hecho mucho más

para acrecentar su estima. "Los muchachos de Finlag", dijo Abbenámar,

"tan sólo deseaban imitar a Olak o Sánnak, pero tú

te sabías diferente y querías ser tú mismo y ningún otro.

Aquello me inspiró siempre respeto, incluso antes de tu duelo

con mi hermano en las llanuras". Y, tras una breve pausa, preguntó:

"Di, Mhannir, ¿nunca extrañas observar todas las cosas

que sólo conoces de oídas?" Con un poco de tristeza, Mhannir le tomó la mano

y le respondió sonriendo: "No echo de menos todo, porque los ojos ofrecen

también visiones terribles. En el día en que luché con Dorosania,

di gracias por mi ceguera, que me ocultó los cientos de cadáveres:

toqué sus cuerpos inertes, su piel viscosa y helada,

y olí su sangre y el humo de las piras hasta asquearme,

mas no tuve que aguantar su cruel imagen, como ustedes.

O pienso en mi pobre madre: cuando perdí la vista, distinguía

ya las primeras señales de su vejez, y agradezco

conservarla hermosa en mis recuerdos, sin las marcas que los años y el dolor

145
habrán infligido en ella. Sin embargo, hay otros momentos

que me hacen lamentarme por mis ojos. Cuando ustedes,

en las cumbres de los montes, contemplaban el paisaje y su extensión

y la curva del horizonte, yo solamente sentía el aire puro y punzante

y cuánto deseaba entonces recuperar mis retinas, para que en ellas entrara

la hermosura y la magnitud del mundo. O, en este mismo instante,

la cadencia de tu voz me provoca sed de verte y descubrir a la mujer

de la que sólo atesoro su antigua imagen de niña". Abbenámar se rió

y le dijo: "Deberías, como yo, incluir en las ventajas de tu mal

que no logres darte cuenta de que mi única belleza está en mi voz.

De otro modo, me verías desnutrida, con los pies ensangrentados,

la cara y el pelo sucios, y toda mi piel curtida y salpicada

de costras y cicatrices". Cuando terminó de hablar,

un sollozo se anunció y fue contenido en su garganta.

Mhannir apartó su mano, entristecido,

pero ella volvió a tomarla y la condujo sobre el rostro

empapado por el llanto. Lentamente, Mhannir tocó sus facciones

y continuó recorriendo sus hombros y el esternón, hasta que ella

correspondió a sus caricias, y ambos se entrelazaron y esa noche

no hubo ya más temores ni más lágrimas. Al despuntar el sol,

hacía horas que las máquinas habían desistido de buscarlos

y Abbenámar y Mhannir se reunieron con los otros. Desde entonces, decidieron

servirse de las esferas a intervalos espaciados. Cabalgaban por las noches,

dormían al amanecer, y se alimentaban de frutos

y raíces recogidos al caminar por las tardes. A Ylhanoir le disgustó

la relación entre su hermana y el muchacho, al igual que a Dorosania,

quien temía que Mhannir, como Eliosad, fracasara en su misión

por proteger a su amada, así como el peligro en esta guerra

que un embarazo representaría. Los demás, en cambio, disfrutaron

del cariño que irradiaba la pareja, porque alivianaba sus pesares

146
y encendía una esperanza en el futuro. Por su parte, Alauwen

miraba la inocencia de su amor y su confianza imperturbable,

recordándose a sí misma y a Eliosad, y a solas los bendecía,

deseándoles toda la dicha que a ella le habían negado.

40.

A medida que se alejaban de las montañas, los diez viajeros

empezaron a encontrar a otras personas. Casi todas

vivían en grupos aislados, cultivando míseros huertos

en los claros del bosque, o subsistiendo de raíces,

tallos y hojas. Nadie entre ellos conocía una herramienta

ni una vivienda ni un arma: se cobijaban en cuevas

o en los huecos de los árboles, y sus andrajos mostraban

el desgaste de las décadas. Al principio, los caminantes

se alegraron por integrar a más compañeros de lucha,

pero, a poco interactuar con los habitantes del bosque,

se percataron de que ellos, aislados por treinta o más años

y existiendo en condiciones infrahumanas, conservaban

solamente la figura de personas: su lenguaje

estaba limitado a balbuceos y sus rostros no expresaban

otra emoción sino espanto hacia la Madre y un complejo

de gestos involuntarios y penosas contorsiones.

Entre todos, tan sólo un viejo ermitaño, que Dorosania

ya había encontrado en su viaje hacia Finlag, logró entablar

un diálogo con los guerreros. Nawaken, que así se llamaba,

les dio hongos de comer y un licor desagradable,

destilado de los granos de un arbusto. Pese al asco

de su hedor y de su gusto repelente, la bebida

aligeró los cuerpos de los diez y entibió sus corazones, y esa noche,

en torno a una fogata, Galharti y Lhartisén cantaron juntos

147
los romances que recordaban de Insguin, y narraron las proezas

y aventuras de remotos caballeros y naciones,

mientras los otros coreaban la repetición de los versos

y acompañaban su ritmo, golpeando sus armas y puños

en los troncos y en el suelo. Extenuados de cantar,

y a la luz desfalleciente de las brasas, los viajeros

platicaron con su anfitrión por el resto de la velada

acerca del asalto a la ciudad. Con atención,

Nawaken oyó sus palabras jubilosas y fervientes

tras la euforia del licor y los romances y, sonriendo

con tristeza, concluyó: "Es una locura. Si la suerte así lo quiere,

conseguirán entrar en la ciudad y acabar con los soldados de la Madre,

pero un ser de carne y hueso jamás podrá vencer a un Bherezat".

Ylhanoir le replicó orgullosamente: "Si supieras que tres de ellos

ya han sido derribados, creerías con nosotros que los siete

restantes correrán igual destino". Nawaken volvió a sonreír

y les dijo: "A lo mejor eliminen a otros seis,

pero al último no podrán matarlo, porque nunca lo hallarán".

Enseguida Alauwen se acordó de Insguin y su esquema

trazado sobre el suelo con la punta de su pipa, y explicó ante los demás:

"El décimo Bherezat se oculta donde nadie lo imagina, en una forma

y un aspecto inconcebibles. El último Bherezat quizás no tenga

bestia ni armadura y resida en un lugar inalcanzable

o parezca totalmente inofensivo. Sin embargo, en ese solo Bherezat

se concentra el poder de los demás y, sin que aquel desaparezca,

la Madre se mantendrá segura. Insguin así me lo dijo".

Cundió por un instante el desaliento, hasta que habló el fuerte Haneran:

"Insguin pudo haberse equivocado. Quién sabe si esas historias

forman parte de un intento de la Madre por ahogar

cualquier plan de resistencia". Nawaken asintió, pero al momento

148
añadió con gravedad y nerviosismo, mesándose la barba entre los dedos:

"¿Y qué ocurre con ustedes, si el décimo Bherezat al fin existe?

No atribuyan mi pregunta, por favor, a la cobardía ni a los años

de un hombre que ha perdido su vigor y su esperanza,

sino al franco temor de un buen amigo. ¿Están dispuestos

a sacrificar sus vidas, sin tener la más mínima certeza

de que sus muertes sirvan para algo?" Entonces Zoddi,

el muchacho torpe y débil que anhelaba ser un héroe, exclamó:

"¿Existe acaso alguna diferencia entre morir

luchando con la Madre o conservar la vida, subsistiendo

al modo de los prófugos del bosque, como pájaros o perros,

hambrientos, en silencio, embrutecidos y vaciados por la conformidad?

Advierto una sola distinción: que la primera muerte es pasajera,

en tanto la segunda es permanente. Yo prefiero

la más breve entre las dos". Mientras Zoddi hablaba así, se imaginaron

los otros en la piel de los del bosque, y en sus ojos

las lágrimas brotaron, recordando al unísono su aldea

despoblada, solitaria y tan distante. Y Mhannir se aproximó hasta Zoddi

y, abrazándolo, le dijo: "A partir de esta noche, hazme el honor

de llamarte hermano mío, porque lo que has afirmado no proviene

de una lengua mentirosa ni de un corazón esmirriado.

Tú vales más que nosotros, pues cuando en nosotros la duda

se enseñoreó, sólo tú mantuviste tu entereza".

A la mañana siguiente, dijeron adiós a Nawaken y, cuando ya percibieron

sus heridas saludables y restablecidos sus ánimos, dedicaron los descansos

a entrenarse en prácticas de guerra, comandados

por Dorosania y Mhannir. Solamente unos pocos continuaban

preguntándose qué harían con el último Bherezat, si los anuncios

de Insguin y Nawaken resultaban ser correctos. Pero ninguno de ellos

alcanzó una conclusión preferible a la de Zoddi: si fracasaban sus planes,

149
por lo menos se ahorrarían el agónico existir

de los habitantes del bosque, cuyos semblantes en blanco

y su habla entrecortada les causaban un espanto aun mayor

que caer exterminados por las tropas de la Madre.

41.

El entrenamiento reavivó la tensión entre los jóvenes

y la tosudez de Dorosania, quien perdía su paciencia a cada indicio

de debilidad o de cansancio. Se acentuaba ese disgusto en Ylhanoir,

que no se resignaba a recibir los mandatos o aceptar las reprensiones

de alguien que no nació en Finlag y ocultaba su origen, ni tampoco

olvidaba el episodio con Mhannir, cuando ella sugirió su ejecución.

Por eso no le extrañó a ninguno que, a pesar de oponerse a los amores

de Abbenámar y Mhannir, Ylhanoir defendiera al hijo de ambos

una vez que el embarazo de su hermana fue patente y Dorosania

expresó su malestar ante aquella presentida inconveniencia.

Durante una reunión acalorada, Dorosania abogó por un aborto

o por el abandono de Abbenámar y Mhannir, para que solos

en los bosques criasen a su hijo, sin entorpecer el viaje a la ciudad.

Desde luego, casi todos se opusieron pero, para la sorpresa de los otros,

Alauwen concordó con Dorosania, por el temor terrible de perder

a su hijo y a su nieto al mismo tiempo durante la batalla impredecible.

Dejando al fin estallar su contenida enemistad con Dorosania,

con el ánimo enconado y olvidada su prudencia, habló Ylhanoir:

"Siempre has sostenido, forastera, que nuestro éxito depende solamente

de nosotros y el uso que les demos a las esferas de los Bherezats.

¿Cómo puede la existencia de un bebé alterar nuestras fuerzas y tus planes?

¿O es que acaso pretendes destruir mi familia y mi linaje, conociendo

que ese niño, proveniente de las sangres de Olak y de Mhannir, o mejor dicho,

del último líder de Finlag y del héroe con ojos de serpiente,

150
se volverá el idóneo sucesor del poder de la Madre? ¿Tienes miedo

de que este pequeño te arrebate lo que has creído siempre destinado

a tus sueños de grandeza y a tus descontroladas ambiciones?"

Sin esconder su desconcierto y apenas reprimiendo su furor,

Dorosania respondió frente al silencio de todos los presentes:

"Sólo quiero lo mejor para nosotros. Te equivocas, Ylhanoir,

suponiéndole otro fin a mis consejos. No deseo sino esto:

que triunfen los de Finlag, y que Mhannir y Abbenámar

nos ayuden a vencer o que, si así lo prefieren, se detengan

y dediquen sus esfuerzos a su hijo. Hablo con honestidad

cuando predigo que un niño disminuirá nuestro empuje,

una vez que alcancemos la ciudad y tengamos que combatir, dispuestos

para inmolar nuestras vidas y aquellas de quienes amamos".

A excepción de Alauwen y de los mellizos Galharti y Lhartisén,

que de Insguin habían heredado la confianza en las buenas intenciones

de cualquier persona, nadie creyó en verdad que las palabras de Dorosania

nacieran de un corazón sincero. Y así, la mayoría decidió

no prescindir de Abbenámar, de Mhannir ni de su hijo

y, mientras seguían su marcha, Ylhanoir no dudó en recordarle

cada día su derrota a Dorosania, haciendo caso omiso de sus órdenes

durante las prácticas de guerra, y poniendo en evidencia que rendía

de buen grado su respeto y obediencia delante de Mhannir y la opinión

mayoritaria de los diez, pero nunca frente a la de la extranjera.

Aunque aquella discusión enrareció y tensionó sus espíritus cansados,

nadie daba importancia a esas minucias cuando, transcurridos varios meses,

se acercaron al término del bosque y el follaje raleó y los caminantes,

presurosos por salir de la penumbra permanente de las copas de los árboles,

volvieron a cabalgar sus bestias por jornadas enteras, propiciando

con su imprudencia la peor de todas las catástrofes del viaje.

Fue un día en que una lluvia persistente empapaba sus ánimos y ropas,

151
cuando los oídos de Mhannir percibieron una vibración extraña

entremezclada con las gotas y los pasos de las bestias en el barro,

y ordenó detenerse a los demás y que permanecieran en silencio.

Entonces escucharon el rumor, casi imperceptible, y enseguida,

volando velozmente contra ellos, un enjambre de máquinas surgió

por entre los árboles y arbustos. Mhannir, Ylhanoir y Dorosania

apuraron a sus bestias, pero tras avanzar un par de metros

descubrieron que los buscadores infestaban el lugar,

provenientes de todas direcciones. Dorosania desactivó su esfera

y pidió a los otros dos que la imitaran, conociendo

que la única manera de turbar al enjambre y disgregarlo

consistía en dispersarse cuanto antes. Desvanecidas las bestias,

se dieron los diez a la fuga, saltando por sobre los charcos,

los troncos y ramas caídas, los barrizales y arroyos,

sintiendo a cada momento el zumbido amenazante

y cercano de los buscadores. Galharti fue el primero que cayó,

perdiendo pie en una poza y, en tanto que se incorporaba,

se introdujeron las máquinas en su nariz y su boca,

lo ahogaron y descuartizaron, rasgando sus carnes por dentro,

y tornando a aparecer, salpicadas por su sangre,

desde el pecho y el estómago. Lhartisén detuvo su marcha

al oír el salvaje alarido de su hermano y, tan pronto giró,

los insectos la alcanzaron y penetraron su rostro

y astillaron sus dientes y huesos, derribando contra un árbol

los restos de su cuerpo cercenado. Los otros escucharon la estridencia

espantosa del metal contra la carne y prosiguieron corriendo, sin querer

saber lo que ocurría a sus espaldas. De pronto, Dorosania se dio cuenta

de que el enjambre ya no la acosaba, se volvió a mirar y contempló

a Alauwen, agitándose y gritando por ayuda, y a un Bherezat subiendo

con ella sobre el lomo de su bestia, y luego cabalgar, disimulado

152
en la neblina oscura de las máquinas. Y, casi de inmediato, Dorosania

sintió crujir y trizarse las vértebras de su cuello, vio la punta de una flecha

sobresaliendo bajo su mentón, y su frente tocó el suelo,

mientras la sangre corría de su boca y sus narices. En su agonía, logró

vislumbrar a Mhannir y a Qusbudar, acercándose y llorando,

y sólo pudo balbucear: "Un invencible ha capturado a Alauwen",

poco antes de que un vómito de sangre pusiera fin a su vida.

Cuando los sobrevivientes se reunieron, encontraron a Dorosania muerta

con una flecha cruzándola desde la nuca al mentón, y a Lhartisén

y a Galharti, destrozados de tal modo que los reconocieron por sus ropas,

y a Abbenámar moribunda, con la mitad del cráneo carcomido

por la ferocidad de los insectos. Nunca hallaron a Alauwen ni a Ylhanoir.

Y así Mhannir, sollozante y acompañado por Zoddi, Haneran y Qusbudar,

se arrodilló ante Abbenámar, que intentó taparse el rostro con las manos,

pero Mhannir las tomó con las suyas y le susurró al oído:

"Está bien, Abbenámar. Descansa. Yo voy a estar a tu lado".

Y Abbenámar contestó: "Salva a mi hijo, Mhannir. Para mí no hay esperanza,

pero salva a nuestro hijo". Mhannir entonces extrajo de su cinturón un cuchillo

y, ante la sonrisa agradecida de Abbenámar, se lo hundió en el corazón,

para luego abrirle el vientre y extraer desde el fondo de su carne

a una niña, medio ahogada por la sangre, pero palpitante y viva.

Mhannir contuvo su llanto, trató de articular algo y nuevamente

debió inclinar la cabeza, soportando su dolor desesperado,

hasta que al fin su garganta logró pronunciar: "Kundan'cashma.

Tu nombre será Kundan'cashma". La extendió sobre sus palmas, y la lluvia

se encargó de lavar a su hija. Y la frotó con harapos y en harapos la envolvió,

y la ató con dos cuerdas a su cuello, para luego continuar acariciando

y besando las heridas del cadáver de Abbenámar.

42.

153
En los siguientes días, el silencio predominó en la marcha

de Mhannir, Haneran, Qusbudar y Zoddi. Aun cuando conservaban

dos de las tres esferas, no volvieron a activarlas, tanto por temor a ser

rastreados nuevamente, como porque el bosque había terminado

y, en el páramo por donde caminaban, resultaba más fácil ocultarse

sin las bestias tras los roqueríos o en las hoquedades del terreno

en un caso de emergencia. Muchas eran las preguntas que callaban:

¿por qué la Madre había preferido atrapar a Alauwen viva?

¿Y dónde estaba Ylhanoir, a quien todos suponían responsable

del final de Dorosania? Qusbudar y Zoddi aún creían

que el disparo de Ylhanoir podía atribuirse a un accidente, un error al intentar

alcanzar al secuestrador de Alauwen. Por su parte, Haneran y Mhannir,

con menos optimismo, no dudaban de que el tiro había sido intencionado,

no sólo por la vieja enemistad entre el joven de Finlag y la extranjera,

sino porque no existía algún arquero más preciso y adiestrado que Ylhanoir.

Mientras tanto, la pequeña Kundan'cashma crecía, soportando las penurias

y las dificultades del trayecto. A algunos pocos días de nacer,

su estómago se habituó al agua de las vertientes y a los frutos y raíces

que su padre diluía y masticaba, antes de traspasarlos de su boca

a la boca desdentada de la niña. Además, tal como a una hija propia

la querían los otros tres viajeros y, más que ninguno, Qusbudar,

quien le daba la ternura maternal que requería Kundan'cashma

o Kundash, como empezó a apodarla, por hacer su nombre más ligero

para sus oídos inexpertos, y así se acostumbraron a llamarla.

Una noche, mientras Kundash dormía, abrazada sobre el pecho de su padre,

Mhannir escuchó pasos furtivos, y el viento y sus sentidos le avisaron

de la cercanía de Ylhanoir. Por eso, cuando llegó hasta ellos,

se encontró con Mhannir despabilado, inmóvil en la misma posición

en que estaba durmiendo, pero ya empuñando un par de agudas hojas,

y listo para defender a sus compañeros y a su hija. Ylhanoir le susurró:

154
"No tengas miedo, Mhannir. Si los he perseguido, ha sido sólo

por ver y acariciar a mi sobrina. Por favor, permíteme cargarla".

Mhannir aceptó la sumisión y la sinceridad de sus palabras

y le dijo: "Alejémonos de aquí. Toma, ten a mi hija y a la hija

de Abbenámar". Ylhanoir, con Kundash entre sus brazos,

siguió a Mhannir por un trecho, hasta detrás de una roca, tan distante

de aquellos que dormían, que ninguno escucharía lo que hablaran.

Mhannir, interrumpiendo las caricias de Ylhanoir en el rostro de la niña,

le preguntó sin rodeos: "¿Por qué cometiste ese crimen?

¿No pensaste que perderlos a Dorosania y a ti sólo empeoraba

la situación para todos, exponiéndonos a un riesgo

mayor que su ambición? Te lo confieso: yo la conocía más que nadie

y a pesar de eso le temía, pero no comprendo lo que hiciste".

Tomando gentilmente entre sus dedos

la cabeza diminuta de Kundash, Ylhanoir explicó: "Fue por tu hija

y la hija de mi hermana. Dorosania la odió desde un inicio

y propuso su muerte, de igual modo que una vez quiso la mía.

Su intención era evidente: te inculcó fidelidad, sabiendo que vencerías

a la Madre, y que su poder inmenso no despertaría tu interés,

pues tú eres puro, Mhannir, y no hay germen de maldad en tu pureza.

Pero un hijo tuyo y de Abbenámar desbarataba todos sus proyectos.

¿Acaso no te habías dado cuenta de cómo Dorosania nos guiaba

con ese único objetivo? ¿Que mientras nosotros pretendíamos

derribar a la Madre para siempre, Dorosania deseaba sucederla?

No me alegro de haberla asesinado; sin embargo, tampoco me arrepiento".

Mhannir recogió a Kundan'cashma de los brazos de Ylhanoir,

para luego responderle: "Yo nunca conocí sus propósitos reales

y menos me atrevo a adivinarlos, porque ella fue otra madre para mí:

la que me engendró como un adulto, convirtiéndome a la vez en un guerrero.

Sólo sé que, si regresas con nosotros, nada evitará que te matemos,

155
porque incluso aquellos que la odiaron consideran tu delito

como una alevosía imperdonable". Y entonces Ylhanoir llevó una mano

hasta sus bolsillos y Mhannir supuso que iba a transformarse en Bherezat,

pero, en tanto buscaba por su cuenta entre sus ropas un dispositivo,

el suyo le concedió Ylhanoir, ofreciéndole abiertas ambas manos

y arrodillado ante él. "Aquí está mi esfera", le dijo:

"Conozco ahora con certeza que la hija de mi hermana se ha librado

de la muerte y no corre ya peligro. Júzgame a la luz de tu conciencia:

perdóname y permíteme partir, o ejecútame aquí mismo. Tú salvaste

mi vida en una ocasión y por esa razón te pertenece:

si decides arrancarla o extenderla, actuarás con justicia en tu derecho".

Mhannir presintió que su semblante estaba demudado y ceniciento

a la altura de sus muslos, y se preguntó si aquellos rasgos

guardarían semejanza con Kundash, si Kundash compartiría la negrura

de sus ojos y cabellos, el ondulado pelo de Abbenámar

que era el mismo de Olak y de Ylhanoir. Y entonces, en su memoria

relampagueó Dorosania, con su aroma a hierro y madre,

con la precisión de su espada y su compostura solemne,

y sin dudarlo ya más, en vez de las dagas, Mhannir

extrajo el fusil recogido de las manos de un soldado

durante el combate final por Finlag en las llanuras,

sostuvo su cañón en la nuca de Ylhanoir, soltó el gatillo

y regó las astillas de su cráneo contra el suelo y en la roca. Despertaron

los demás con el estruendo y corrieron alarmados hasta donde

Mhannir tranquilizaba a la asustada Kundash. Tras el silencio

en que todos comprendieron lo ocurrido, Mhannir declaró: "No me interesa

si se trata de mi amigo, de sus padres, de mi madre o de mi hija:

si alguien traiciona o perjudica a cualquiera de los nuestros, va a afrontar

el mismo destino que Ylhanoir". Y, volviendo a poner a Kundan'cashma

atada a sus espaldas, Mhannir se dirigió hasta una vertiente

156
para lavar sus manos y sus ropas de la sangre y el cerebro de Ylhanoir.

A partir de ese momento, los otros advirtieron a Mhannir reconcentrado,

más silencioso que nunca, y empezaron a sentir el mismo horror

y el recelo que, alguna vez, les había provocado Dorosania.

43.

Alauwen se despertó sintiendo el contacto del guante del Bherezat

aún contra su boca. Abrió los ojos y la intensidad de las luces la forzaron

a cerrarlos de inmediato. La envolvía una tibieza placentera

y de pronto se percató de que, por primera vez en muchos meses,

no padecía cansancio ni dolores ni ansiedad: su cuerpo estaba flotando,

acariciado y mecido por una perfecta quietud. En torno suyo, la luz

decreció y, cuando Alauwen logró separar sus párpados de nuevo,

vislumbró un par de siluetas, cobrando la apariencia de personas

a medida que se oscurecían. Así, Alauwen vino a descubrirse

en una cámara esférica, de resplandecientes paredes,

y frente a una sirvienta y un sirviente de la Madre,

vestidos con los uniformes que Alauwen bien conocía

y que ella, al inclinarse y dirigir su mirada hacia sí misma,

se dio cuenta de que también llevaba. "Bienvenida, Alauwen, de regreso",

dijo el hombre amablemente y, entendiendo que se hallaba en la ciudad,

Alauwen se despertó del todo de su pacífico y reconfortante ensueño,

y recordó el enjambre y la fuga por el bosque y su captura,

temiendo por las vidas de Mhannir y del hijo de Abbenámar. "¿Y los otros,

mis compañeros?", preguntó: "¿Lograron escapar? ¿Saben ustedes

si han muerto o también son prisioneros?" Por tranquilizarla, la mujer

la tomó de ambas manos y le dijo: "No volverás a ver a muchos de ellos,

pero Mhannir y su hija están a salvo y se dirigen a nosotros".

"¿Vive también Dorosania?", dijo Alauwen, con un mal presentimiento

que el sirviente confirmó: "Fue asesinada,

157
pero no por los buscadores ni las máquinas de la Madre,

sino por el sobrino de Olak. Y, debido a su traición,

Ylhanoir perdió la vida ante Mhannir".

Alauwen se acordó de sus antiguas inquietudes por la suerte de su hijo

y de la explicación de Dorosania sobre su aprendizaje en la crueldad,

y no derramó una lágrima, si bien se confesó que enterarse de su muerte

hubiera sido mejor que saberlo convertido en asesino de sus pares.

La sirvienta prosiguió: "Como decíamos, tu hijo y sus pocos compañeros

se acercan a la ciudad. Y, para que se detengan, requerimos de tu ayuda".

Para Alauwen, de improviso, toda la cordialidad de los sirvientes

sonó falsa y les contestó con odio: "Yo nunca haría nada por la Madre,

ahora que conozco la manera en que aterra y esclaviza a los humanos.

Yo soy una de ellos, no de ustedes, y aun cuando me atormenten o me maten

no voy a impedir que mis amigos asalten la ciudad y la destruyan".

Los sirvientes, como si no percibieran el desprecio en sus palabras, le dijeron

con la misma amabilidad de antes: "Muy pronto sabrás que tus desvelos,

tus sueños y tu lucha no provienen sino de un malentendido lamentable.

Nuestro único objetivo es protegerte y resguardar a los otros de su empeño,

de su propia ignorancia y su locura que, de no ser corregida, va a acabar

con la Madre y la ciudad, pero también con el mundo,

con su raza y con la nuestra. Tantos vacíos existen

en tus convicciones y tanto desatino en tus creencias,

que necesitan un poco de prudencia y claridad.

Y una vez que te mostremos la límpida evidencia de lo cierto,

para que colabores con nosotros, ya no habrá necesidad de convencerte".

Después de la llanura, cruzaron una sierra hostil y árida

y el silencio se fue ahondando entre los cinco viajeros y en su entorno.

En los montes que cercaban la ciudad, la ausencia de cualquier signo de vida

se tornaba opresiva hasta la angustia. No había allí vertientes ni animales,

158
ni insectos ni pájaros ni arbustos: sólo rocas, monótonas y secas,

y hasta el viento parecía detenido. Una tarde, cuando el sol ya se ponía,

llegaron los guerreros extenuados al final de una meseta

y desde su borde vislumbraron la ciudad, mudos y extasiados.

Mhannir percibió lo que ocurría, por la atónita quietud de los demás

y se dirigió hasta Qusbudar, suplicándole, implorante y desvalido,

que le describiera el panorama, invisible ante sus pupilas muertas.

"No es posible de abarcar con la mirada", le dijo Qusbudar, tratando en vano

de traducir su visión en palabras sencillas, "pues se extiende

hasta el horizonte y más allá, como los campos de hielo

que rodeaban nuestra aldea. Torres gigantescas se levantan

a intervalos en sus muros, y en las torres hay focos que iluminan

todo el valle y que, girando lentamente,

proyectan sus torrentes de luz fría sobre las colinas circundantes.

Tras los muros, se alzan edificios, bañados por un resplandor metálico

y unidos por puentes y por túneles, algunos tan altos y escarpados

como la mayor montaña que hayas visto. Y, en medio de los edificios,

hay otras construcciones, algunas como torres muy delgadas,

semejantes a trenzas de granito que se yerguen hasta el cielo,

y otras rebajadas y macizas, coronadas por bóvedas de bronce.

No parece una ciudad, sino una isla salpicada de fulgores y reflejos,

suspendida en el centro de un océano de piedra y eternamente inmóvil".

En tanto que la voz de Qusbudar penetraba solitaria en el silencio

perfecto y espantable de la noche, Haneran y Zoddi se sentían

a cada nueva frase más pequeños, un poco más confusos e indefensos

ante la magnitud y la hermosura de la ciudad que habían de asaltar.

Mhannir, en cambio, oyó la descripción de Qusbudar

y bebió la incitación de sus palabras, como si se incrementara su furor

a la par de la imagen y grandeza del desafío que los aguardaba.

Al fin dijo: "Descansemos esta noche,

159
que tal vez sea la última para la Madre o nosotros. Mañana por la mañana,

entraremos en la ciudad, y en ella empezará una nueva era o dejaremos

nuestros huesos y sangre entre sus muros". Y, al escuchar el temblor

y el acezar de los otros, añadió: "Si alguien quiere refugiarse

en esta meseta donde estamos, que lo haga.

Aun si todos me abandonan, iré solo.

Pero tras nuestras penurias y la muerte

de tantos en Finlag y en el camino, tras nuestras aflicciones y el esfuerzo

de nuestros espíritus y cuerpos, no será debilidad, sino idiotez

detenerse a dos millas del final, sólo para desandar lo que han andado.

¿Acaso creen que pueden perecer o sobrevivir por un instante,

ya sea un poco antes o después de lo que ha deparado su fortuna?

Es cierto: podemos caer luchando con la Madre, pero también en los bosques

o en los hielos, o en el túnel más recóndito en el fondo de la tierra".

A sus tres acompañantes les pareció advertir en su sonrisa confiada

y en lo burlón de su tono, algo del viejo Mhannir,

de aquel ojos de serpiente en que estimaban su compasión no menos

que su destreza increíble, y primero el tímido Zoddi

y enseguida Qusbudar y por último el corpulento Haneran, respondieron:

"Has dicho, Mhannir, la verdad, como acostumbran tus labios.

Descansemos y, mañana, que se cumplan los destinos

que los cielos han fijado desde siempre".

44.

Las paredes de la cámara perdieron su fulgor, hasta que Alauwen

se halló a oscuras, y luego vio sobre sí encenderse constelaciones

y lo que la rodeaba era la noche y el desierto, aunque la voz

del sirviente de la Madre le recordó que estaba en la ciudad.

"Cuando vivías acá, nunca conociste la totalidad del poder

de la Madre", dijo la voz: "Ella no es omnipotente y ni siquiera invulnerable,

160
pero sus capacidades se dilatan más allá de cualquier concepto humano.

Lo que contemplas ahora, por ejemplo, no se trata de ilusiones,

sino de lo acontecido en otra época y lugar. Cada ser o cada cosa

conserva en sí mismo una historia de imágenes y sensaciones,

rastreable hasta el inicio de los tiempos; la Madre las reproduce

en este cuarto y nos permite reconstruir los hechos del pasado,

limitándonos a verlos, sin intervenir en ellos ni alterarlos.

En este momento, te encuentras de espectadora en un mundo

distanciado por milenios del actual, una tierra que aún no engendra

las montañas ni los mares que hoy existen, un planeta mudo y virgen

aguardando todavía su primera glaciación". En la noche aparecieron

dos luces en movimiento, encaminada una hacia la otra, hasta que ambas

estallaron en un choque silencioso, y millones de destellos

surcaron el cenit estremecido, y una de esas partículas cruzó

la atmósfera y se estrelló en las dunas, frente a los ojos de Alauwen.

"Camina", dijo la voz, "y observa lo caído desde el cielo".

Alauwen le obedeció y avanzó por el desierto, disfrutando la frescura

del aire y la blandura de la arena, y llegó a un estrecho cráter

donde una piedra verdosa, del tamaño de un puño y cuya forma

vagamente recordaba la de un cáliz, reposaba incandescente.

La piedra se enfrió y, por el cambio en posición de las estrellas

y la erosión de los montes, Alauwen entendió que muchos siglos

habían transcurrido, cuando una caravana de altos hombres y mujeres

que hablaban una lengua misteriosa, se acercaron al cráter, observaron

con estupefacción la roca verde y la guardaron dentro de una alforja

sobre el lomo de un camello, para proseguir su andar por las arenas.

Después fue de día y fue de noche, y Alauwen se encumbró sobre llanuras,

aldeas y palacios, vastos ríos y nevadas serranías, y la piedra

se ocultó y volvió a reaparecer en millares de bolsillos y de manos:

colgada de una cadena de oro, relumbró entre los pezones de una reina,

161
sacerdotes la adoraron en un arca, un tigre la robó del tabernáculo

y la enterró en la selva con sus zarpas, la desenterró un viajero

cuya nave naufragó en una tormenta, pescadores de perlas la encontraron

y la dieron a su emperador, para pagar sus impuestos. Tras milenios

de templos, combates y hallazgos, de rostros y muertes,

la roca, ahora esculpida en la forma de un vaso y sus bordes

inscritos con signos angulosos, alcanzó la torre de un castillo

sobre la cima de un cerro, al centro de un soleado y fértil valle.

Caballeros de armaduras y clérigos enjutos, sobre una mesa de piedra,

la engastaron y adoraron, creyéndola una reliquia

del hijo asesinado de su Dios. "Se llamaron a sí mismos los perfectos",

dijo a Alauwen el sirviente de la Madre, "y en realidad tal nombre merecían:

fue un grupo de guerreros y de ascetas que despreciaban el mundo

y trajeron prosperidad y paz a sus vecinos, predicando la hermandad

de todas las criaturas y, a la luz de su sagrado cáliz, aprendieron

a disociar sus almas de sus cuerpos, sin nunca ambicionar sino justicia,

y, como todos los justos, lo pagaron con sus vidas". Entonces, Alauwen divisó

hordas de soldados a caballo, con cruces rojas en sus sobrevestas,

y los vio invadir el valle, y empalar y degollar a los aldeanos

y violar a sus mujeres y a sus hijas, y en hogueras quemar a los perfectos,

que en las llamas sonreían y cantaban, como si lo que sus carnes padecían

no rozara sus espíritus, y cientos de apretados escuadrones

sitiaron el castillo en que la piedra se albergaba. Los caballeros y monjes

que aún sobrevivían, deliberaron por meses, velando entre los alaridos

e injurias de sus verdugos, y esperando la masacre inevitable.

"Los perfectos", continuó la voz narrando, "sabiéndose condenados

a una inminente derrota, encargaron la piedra a cuatro de ellos

para que la custodiasen y salvaran de la codicia de los invasores".

Alauwen vio a los cuatro descolgándose por una saetera del castillo,

durante la primera confusión del asalto despiadado,

162
y refugiándose en el bosque, los oyó dirigirse unos a otros

con los nombres de Poutevin, Alicart y Hugo, y al cuarto,

que llamaban Valaner, una vez que decidieron separarse,

le confiaron su tesoro. Alauwen ahoga un grito cuando escucha

el nombre de Valaner, y examina con pavor su faz barbuda

de ojos jóvenes, pero ya arrasados de pesar e incertidumbre, y lo ve andar

entre tinieblas por el bosque, abrazado a su secreto, y detenerse

a descansar sobre un tronco, extraer un pergamino y una pluma

y escribir con los pequeños trazos y el temblor de un perseguido:

"Esto, que alguna vez fue el paraíso, hoy no es nada

sino sangre, sudor y fuego..."

45.

Fue inútil que los demás trataran de convencer a Mhannir

acerca de buscar algún pasaje oculto, bajo la ciudad o en sus afueras,

para no encontrarse a campo descubierto con las tropas. Mhannir les rebatió:

"Nos detectarán incluso bajo tierra y van a arrinconarnos

fácilmente contra umbrales y paredes. Debemos sorprenderlos y atacarlos

como no se lo imaginan, como no lo haría nadie, sin vacilaciones y de frente,

y sin otra protección que nuestras armas. Con las bestias y corazas

de los invencibles, no hay nada que temer de los soldados, y estaremos

en igualdad de fuerzas con los otros Bherezats. Nuestro mayor enemigo

será nuestro cansancio: no sabemos cuántos guerreros conserva la ciudad,

pero es probable que muchos se hallen en frentes lejanos.

En cualquier caso, intentemos mantenernos hombro a hombro

durante la batalla: de este modo, si el agotamiento vence a alguno,

los demás lo protegeremos y vendremos a apoyarlo".

Pese a la temeridad de su estrategia, los otros tres confiaron en Mhannir

y, cuando el sol surgía tras los montes, echaron a la suerte quién sería

el único sin un dispositivo. Cada uno al azar tomó una piedra

163
y luego las compararon, y la piedra más pequeña correspondió a Qusbudar.

Aunque Zoddi se ofreció a ceder su esfera, Qusbudar no la aceptó

por no contradecir a la fortuna. Mhannir dijo: "Qusbudar

no se expondrá a un peligro peor que el de nosotros: custodiará a Kundash

y, montada en mi cabalgadura, peleará sin preocuparse por dirigir una bestia".

Los tres hombres cogieron las esferas y, a pesar de que contarían

con los bastones de los Bherezats, Mhannir conservó sus puñales,

y los otros sus fusiles; mientras Qusbudar, con Kundan'cashma

colgando entre sus pechos, prefirió cargar con dos espadas

y se arrimó un fusil a cada hombro. Cuando acabaron de armarse

y Mhannir, Haneran y Zoddi aproximaron

las esferas a sus bocas, Qusbudar les dijo: "Triunfaremos,

porque en nuestros músculos y huesos llevamos los deseos y la sangre

de todos aquellos caídos que hoy cobrarán su venganza",

y esas pocas palabras bastaron para inundarlos de seguridad.

Convertidos los tres en Bherezats y con Qusbudar sobre la espalda

de la bestia de Mhannir, los cuatro se abrazaron sonriendo

y besaron a Kundash en la frente y en la boca.

Cabalgaron hasta el valle, y a medida que avanzaban y no oían

sino las pisadas de las bestias y sus propios alientos agitados,

comenzaron a inquietarse. Pararon, aguardando en el silencio

cualquier señal de acción en la ciudad. Tras incontables minutos,

advirtieron acercarse a un invencible, flanqueado por un solo batallón,

y los cuatro, desconcertados, esperaron en vano su ofensiva.

Con sus armas encubiertas, llegó el Bherezat hasta ellos y, sin proferir un sonido,

extendió sus manos enguantadas y bajo sus dedos cobró vida

la figura de Alauwen, arrodillada en el polvo y con el rostro deformado

por el dolor, implorando: "Todo esto es un error. Por favor, Mhannir, amigos,

no resistan: ingresen sin luchar a la ciudad, y aquí van a entender

el sinsentido de esta guerra". Dicho esto, sus formas diluidas

164
se esfumaron, y los otros de Finlag se volvieron a su líder, deseosos

por conocer su reacción. Mhannir, a quien la voz atormentada de su madre

había sacado lágrimas, contuvo su desazón y dijo a sus compañeros:

"O esa no es Alauwen, o esas frases las ha dicho amenazada

y obligada por la Madre. Si algo nos revela esta indigna treta, es cuánto

nos temen la ciudad y sus ejércitos: como dijo Qusbudar, no lograrán

amedrentarnos ni vencernos, y nuestros oponentes no lo ignoran.

Victoria y buena suerte, mis amigos". Entonces Mhannir se adelantó

y de un solo golpe de bastón derribó al invencible, y con el mismo impulso

de su brazo destruyó a cinco soldados, y enseguida la lucha se entabló

ferozmente, con los Bherezats humanos descargando golpes y diezmando

a las asombradas tropas, y Qusbudar blandiendo al mismo tiempo

las dos de sus espadas y con cada estocada perforando

o sajando las gargantas enemigas. Muy pronto, un atronador tumulto

de armas y de voces salió de la ciudad, y un torrente de soldados

atravesó sus muros, y en instantes los viajeros se encontraron

cercados por cientos de guerreros, a quienes continuaron reduciendo

bajo las pisadas de sus bestias y el impacto de sus hierros y bastones.

El estruendo y la polvareda alcanzaron tal extremo que los cuatro

se perdieron en la lucha enloquecida, de modo que ninguno ya ubicaba

a sus acompañantes, sino por el crepitar de los bastones

destrozando a los soldados. Sumidos en ese mar de alaridos y de cuerpos

desintegrándose o peleando, a lo lejos Zoddi y Mhannir se dieron cuenta

de que Haneran estaba acorralado por un par de Bherezats, y aunque se abrieron

paso hasta el muchacho, no lograron asistirlo cuando Haneran mató a uno

y el otro a sus espaldas lo atacó y le abrió el cráneo: el buen Haneran

pareció arder por dentro y sus carnes borbotearon y brillaron

como brasas, y desapareció, dejando rodar entre las patas

de las bestias de Zoddi y de Mhannir su esfera como único vestigio.

Qusbudar se deslizó de la montura, se encogió en el suelo, protegiendo

165
de la brusca caída a Kundan'cashma, tomó el dispositivo y lo llevó

a su boca y, tan pronto se alargaron sus huesos y se halló con la armadura

y el bastón de un Bherezat, hizo frente al invencible que mató

a Haneran, y lo derribó a su vez. Desplegando idéntica estrategia

a la usada por los victimarios de su amigo, los humanos

coordinaron sus fuerzas, para que Mhannir y Zoddi

distrajeran a los Bherezats, mientras Qusbudar los atacaba

de sorpresa y por la espalda: así, uno por uno, aniquilaron

a los demás invencibles, y luego exterminaron fácilmente

a los batallones de soldados, que jamás retrocedían y, pese a que sus tiros

ni siquiera rasguñaban las corazas de los tres jinetes ni sus bestias,

continuaban enfrentándolos, forzados por su ciega dependencia de la Madre.

Cuando, eufóricos, los tres se dirigían por el valle desolado

hasta la ciudad, y a punto de traspasar sus muros, escucharon

el zumbido de un nutrido enjambre de insectos mecánicos, volando

sobre la muralla y contra ellos. Recordaron con espanto la derrota

que en el bosque les habían infligido, y pensaron padecer

idéntico fin que los mellizos Galharti y Lhartisén, pero aún con mayor fatalidad,

puesto que serían masacrados en el mismo umbral de su victoria.

Solamente Mhannir siguió sereno, repitiéndose que su fortuna

no podía depararle tal crueldad, y pensó en su maestra Dorosania,

que hizo esto ante él un par de veces, para entretenerle cuando era

todavía pequeño: cambiar el curso del viento, guiando en el aire a los escasos

albatros y gaviotas que sobrevolaban Finlag o a los livianos copos de la nieve.

Desde su memoria, extrajo el hijo de Alauwen las palabras y los gestos

de Dorosania y luego la imitó, levantando su puño hacia el enjambre,

y el viento de inmediato se volvió y detuvo a los insectos en el cielo.

Se inclinó después la mano de Mhannir y las máquinas inmóviles

se estrellaron contra el suelo y su sonido se extinguió. Zoddi y Qusbudar

admiraron sorprendidos el milagro, pero Mhannir, ignorante

166
de sus incrédulas miradas, se limitó a señalarles: "Ha llegado

la hora de ingresar a la ciudad. Seamos precavidos:

si Insguin y Nawaken tenían la razón, aún nos falta

encarar al décimo invencible, que no escapará de la suerte

de sus semejantes. La victoria es nuestra, compañeros".

46.

Valaner permaneció en los bosques, escribiendo una historia de la guerra

en la que perecieron los perfectos. Acabada la tinta y llenos sus pergaminos,

se dedicó a contemplar las estrellas y planetas, y a desear cada noche,

con los ojos fijos en el firmamento, develar el misterio de la copa.

Tras años de pensar e imaginar, alcanzó la convicción de que la piedra

no constituía sino un símbolo de algo que sería en el futuro,

al término del tiempo. Entonces Valaner, a dentelladas,

cortó sus uñas y su cabellera, se lavó y lavó sus ropas en un río

y se dirigió hacia el norte, hasta llegar a una ciudad. Allí encontró

avances sorprendentes: vestiduras más lujosas e iglesias más empinadas

que las que él recordaba. Cuando quiso conversar con los aldeanos,

sus anticuadas expresiones les causaron sonrisas divertidas

y los niños, creyéndolo un idiota, lo abuchearon y apedrearon en la calle.

Sólo cuando preguntó por Montsègur, vino Valaner a darse cuenta

de que, desde el asedio y la masacre, había transcurrido más de un siglo.

Sin embargo, en el agua y los metales, descubrió que su figura

todavía era joven: conservaba intacta la negrura de su pelo

y la suavidad de sus facciones. De rodillas, dio gracias a su Dios

por la merced otorgada y, como aprendiz de un alfarero,

coció el barro en las décadas siguientes, creando aguamaniles y vasijas.

Cuando envejecieron y murieron los niños que lo habían humillado,

Valaner se trasladó a otra provincia, y allí esculpió severos serafines

y demonios de seis alas y monstruos de quijadas infernales,

167
y alzó bloques de granito hasta las torres de una catedral que demoró

noventa años en finalizarse. Fuera de esa comarca y del país,

y para evitar toda sospecha en torno a su longevidad absurda,

decidió encerrarse en un taller y, lejos de la gente y sus rumores,

laboró con crisoles y hornacinas, hasta que transmutó los elementos

más comunes en lingotes de oro y plata, y consiguió un fármaco que nunca

se agotaba y aliviaba toda pena. Fue después a la guerra y fue cautivo

y, en la soledad de su prisión, crónicas y cartas lo enteraron

del descubrimiento y la conquista de un nuevo continente, bendecido

por salvajes inocentes, selvas vírgenes, y enormes y fantásticas riquezas.

Tan pronto recobró su libertad, a intercambio de otros presos enemigos,

se embarcó para occidente y, aunque el oro era escaso y los nativos

mostraban sólo hostilidad y miedo, disfrutó la magnitud inexplorada

y la hermosura extraña de esas tierras, y navegó en sus ríos como mares

y atravesó sus bosques del tamaño de países, y se quedó a vivir en una franja

de valles encerrados por gigantescas montañas y bajo la amenaza permanente

de su antigua población, la más gallarda, soberbia y belicosa

de todas las indígenas naciones. En un poema y más de seis mil versos,

relató sus costumbres y combates, y publicó su obra a su regreso

al viejo continente, mas bajo el nombre de otro, un noble amigo,

compañero de viajes y batallas. Agobiado por el mundo y sus horrores,

sus guerras religiosas, sus prejuicios, sus honores de oropel y vanidades,

Valaner volvió al sur y al occidente y, deseando morir, participó

en la guerra parricida entre los conquistadores y sus hijos

y, cuando esos hijos se impusieron, Valaner fue a establecerse en una isla

de prófugos y nativos, casi al fin del continente, de donde prometió no regresar.

Por decenas de generaciones, se mantuvo ajeno a los afanes

de los otros hombres que, de cualquier manera, repetían

los mismos torpes actos y el inútil combatir por mezquindades:

con indiferencia oyó noticias de guerras con millones de soldados

168
y armamentos más mortíferos, y máquinas aéreas y marinas,

pero siempre por idénticas razones, e iguales y brutales consecuencias.

Supo de tecnologías milagrosas, como ideadas por Dios o por el diablo,

pero nunca, ni en sus usos ni en sus fines, advirtió nada más sino egoísmo

y, con un dejo de satisfacción, recibió las noticias de una plaga

que diezmó los campos, animales y personas, y la lucha inevitable y despiadada

entre todos los pueblos, por usurpar los últimos recursos

salvados del desastre y del saqueo. Así se disgregaron las naciones

en países diminutos y dispersos, en acoso constante unos de otros,

extinguidas las artes de la paz, y explotando los vestigios de la antigua

prosperidad tecnológica, pero sin mayor progreso y, al contrario,

hundiendo a sus habitantes en un sistema arcaico de cultivos,

de cacería y de supervivencia. En su isla, distante del dolor

desatado por la hambruna y por la guerra, Valaner siguió estudiando su destino

y el destino del secreto en pergaminos, en la tierra y en los cielos,

conversó en raras ocasiones con sencillos aldeanos, como el muchacho Rhantu,

y vivió de lo poco que sembraba y de aquello que los bosques le ofrecían.

Pero cuando ya se había resignado a la paz de su aislamiento, se cumplieron

siete siglos por segunda vez desde el fin de Montsègur, y en las estepas

por siempre congeladas, más allá de los confines de la tierra,

se estrelló un meteorito y el impacto hizo temblar los continentes,

levantó los mares y los ríos, arrasó con montes y con selvas,

y el polvo que se alzó sumió en tinieblas al mundo por diez días y diez noches.

Entonces Valaner, que en concordancia a las herméticas lecciones

de sus antiguos guías y maestros, en una ocasión había escrito

que el laurel reverdecía cada setecientos años, comprendió que el cataclismo era

el anuncio de que el fin de su misión se avecinaba, y emprendió

su camino hacia los hielos. Durante la aflicción de su trayecto,

sueños y visiones afiebradas le ayudaron a desentrañar las causas

y el futuro del misterio de la piedra: se enteró de que el secreto,

169
cuyo roce en su torso había abierto una llaga incurada por tres siglos,

albergaba el poder de originar cualquier forma visible o deshacerla.

Con una fe desesperada, quiso usar sus facultades destructoras

para aniquilarse y descansar, pero pronto conoció que no era él

quien habría de acabar consigo mismo y con su raza:

pasarían aún generaciones antes de que se engendrara a ese guerrero,

el único capaz de poner fin a la inútil e imperfecta humanidad.

El cáliz representaba el sexo y el regazo de la hembra

que concebiría al destructor, a quien Valaner vio en pesadillas

como una serpiente de fuego, anillada en la piedra incandescente

y extendiendo sus escamas incendiarias sobre el mundo.

Pero el vengador, humano al fin e ingenuo como todos en su especie,

necesitaría un enemigo, algo o alguien concreto a quien odiar

y hacia quien dirigir con mano firme el filo de su espada y su furor,

ignorando los efectos de sus actos. Empleando los poderes de la piedra,

Valaner forjó un complejo mecanismo

de dominio casi omnipotente y, cuando su obra estuvo terminada,

abandonó su cuerpo y, como energía pura, se integró

a los circuitos y a la inteligencia de su propio sistema. Con paciencia,

aguardó a que los engendros de su mente se reprodujeran y lucharan

contra las personas, hasta que se realizó el milagro:

apareció la madre del guerrero. Entre miles de sirvientes y soldados,

Valaner consiguió identificarla: se introdujo en los impulsos

de su pensamiento, y la animó a oponerse al sistema y a fugarse,

y ella, dócilmente, obedeció. Fue así como el último invencible,

llamado también “Alauwen”, se apartó de sus compañeros,

para concebir al hijo que habría de aniquilar a Valaner y sus creaciones,

liberándolo de su inmortalidad, extendida por un milenio y medio.

Alauwen, que descubrió su origen encerrada en un salón de la ciudad,

conmovida hasta el alma y sollozante, se puso de rodillas y rogó:

170
"Todo esto es un error. Por favor, Mhannir, amigos,

no resistan: ingresen sin luchar a la ciudad, y aquí van a entender

el sinsentido de esta guerra ".

47.

"Tu súplica fue desatendida", dijo, resignado, el servidor:

"Tu hijo y sus camaradas iniciaron el ataque. Pero nada estará decidido

hasta que él y tú se encuentren". Alauwen siguió arrodillada

frente a los dos servidores, en el salón oscuro y silencioso.

"Valaner", dijo de pronto: "¿No existe ninguna manera

en que pueda contactar a Valaner?" El sirviente contestó,

tras dudar por un instante: "Desde tu rebelión y tu partida,

una señal que bien conoces, oculta bajo el nombre de 'vux 7',

interfirió nuestros sistemas, borrando y alterando información.

Solamente al rastrearla hacia el pasado, comprendimos que ese era Valaner,

o lo que resta de él y sobrevive, recorriendo la ciudad y sus circuitos.

Pese a todo nuestro esfuerzo, no logramos extinguirlo ni bloquearlo:

por último, debimos separar y clausurar la cámara infectada,

de modo que allí sigue Valaner, cautivo hasta que la ciudad entera

desaparezca junto a su creador. Pero no te hagas falsas ilusiones:

Valaner no va a cambiar el futuro ni el pasado. Ya diseñó su trampa

para ustedes y nosotros, y ahora todos dependemos de tu hijo. Que la Madre

sea aniquilada o permanezca, junto a nuestro sistema y los humanos,

escapa al control de Valaner". "Quisiera, en cualquier caso", dijo Alauwen,

"comunicarme con él. Todavía hay preguntas que tan sólo

Valaner responderá. Y lo que me conteste influirá en mis decisiones

y en las decisiones de mi hijo. Por mi supervivencia y la de ustedes,

les ruego que me dejen conversar con Valaner". Ambos servidores asintieron

y la condujeron a una puerta, que abrieron sin traspasar su umbral.

"Aquí está Valaner y aquí te abandonamos", le dijeron:

171
"tú sola vas a entrar y vas a hacer lo que estimes necesario".

Mhannir, Zoddi y Qusbudar ingresaron en la ciudad callada,

sus pasajes desolados y vacíos, como si no hubiera habido nunca nadie.

Desactivaron los dispositivos y, a pausados pasos, recorrieron

avenidas de piedra y de metal, admirando los espejos y cristales en los muros

de la altura de colinas. En un par de ocasiones, advirtieron

el uniforme de un sirviente, que pronto se perdió tras las esquinas,

antes de que sus armas lo apuntaran. Luego de horas

de andar sin dirección, Mhannir empezó a llamar a Alauwen, y sus gritos

no recibieron más respuesta sino el eco de su voz, amplificada

de uno a otro edificio. Cuando comenzó a caer la noche,

se sentaron, hambrientos y agotados, a descansar un rato y reponerse,

y a todos los venció la somnolencia, pero cuando el cansancio ya rendía

a Mhannir, creyó escuchar a Alauwen, sollozando junto a sus oídos.

"¿Madre?", dijo Mhannir y, sin despertar a los otros,

a tientas avanzó por la ciudad, cruzó por un umbral y se internó

en un pasillo, oyendo a cada instante los lamentos de su madre más cercanos.

Atravesó una serie de salones y, al salir de uno de ellos, se dio cuenta

de que estaba frente a una sirvienta, a la cual se dirigió con sus cuchillos.

"Las tropas de la Madre ya regresan", le dijo la mujer, con toda calma,

"de los frentes de combate en el oriente y en el norte.

Antes de que esta noche acabe, millares de soldados

entrarán en la ciudad, a salvarla de ti y tus compañeros.

Mas no habrá necesidad de combatir, si vienes antes

a conocer al décimo invencible". "Por lo tanto, habita aquí",

Mhannir exclamó con alegría, "y no en un sitio oculto y alejado,

como nos habían dicho". "El último Bherezat", le contestó la sirvienta,

"hace poco ha retornado a la ciudad y espera verte. Yo he venido

a guiarte hasta él". "Llévame", dijo Mhannir, "y no intentes traicionarme,

172
que mis dagas estarán sobre tu cuello". De este modo, ambos caminaron

por largos y torcidos corredores, sin intercambiar otra palabra,

hasta que la servidora se detuvo ante una puerta y le murmuró a Mhannir:

"Aquí está el Bherezat y aquí te dejo, cara a cara con tu último enemigo:

tú solo vas a entrar y vas a hacer lo que estimes necesario".

En medio de la noche, Qusbudar y Zoddi despertaron

y no hallaron a Mhannir. Lo buscaron en vano por las calles

y al fin, con el temor de distanciarse más de él, decidieron regresar

al punto de partida, pero en ese laberinto de edificios y de puentes,

perdieron la orientación, extraviándose del todo. Inseguros y aterrados,

se escondieron a la entrada de un pasaje, para esperar allí el amanecer,

sobresaltados de continuo por el vibrar del viento en los cristales

o por los crujidos del metal, enfriándose al llegar la madrugada.

Abrazados ambos, para entibiar sus cuerpos congelados

y abrigar entre los dos a Kundan'cashma, conversaron por horas, discutiendo

la suerte de Mhannir y de su madre, y soñando con abandonar los muros

de la ciudad y armar sus nuevas vidas. Tanto Zoddi

como Qusbudar se prometían establecerse al sur del continente

donde, eliminada la presencia de la Madre, podrían sembrar y cultivar,

levantar viviendas, y a lo mejor ganarse la confianza y atraer

a los habitantes de los bosques, devolviéndoles su condición humana.

Y Qusbudar y Zoddi pensaron en Kundash y la felicidad que sentirían

al verla convertirse en una joven, creciendo sin temores ni amenazas,

protegida por su padre y sus amigos. Sonreían los dos, imaginando

y bromeando acerca del futuro, cuando despertó Kundash con un gemido

y, al prestar atención alrededor, percibieron que el suelo retumbaba

a intervalos rítmicos, y en pocos segundos comprobaron

que el temblor iba en aumento, y ambos presintieron de inmediato

que incalculables tropas se acercaban, provenientes

173
de los lejanos frentes de batalla, a defender la Madre y la ciudad.

En silencio reverente, se llevaron las esferas a los labios

y, acorazados e indemnes, esgrimieron sus bastones

y aguardaron el ataque, con ansias de poner principio y fin

al último combate y así, terminada la guerra, llevar a cabo sus sueños

en el sur y sus praderas apacibles, criando a la pequeña Kundan'cashma

en la compañía de su padre y de su abuela.

48.

Tan pronto como traspasó el umbral, Alauwen reconoció la sala

en la que había trabajado cuando era una sirvienta de la Madre.

Contó sus pisadas lentamente, avanzando en las tinieblas del salón,

hasta que llegó a su antiguo puesto y colocó sus manos en la placa

polvorienta y herrumbrosa, que nadie había usado en quince años.

Un cosquilleo eléctrico sorprendió sus dedos, y enseguida

oyó una voz profunda y familiar, diciendo: "Alauwen,

Alauwen, ¿eres tú?" Y ella respondió: "Sí, Valaner.

Sin embargo, no soy quien liberaste, como tú tampoco eres

aquel en quien creía: me ha sido revelada nuestra historia ".

"¿Dónde está Mhannir, tu hijo?" "Dirigiendo el asalto a la ciudad

y abriéndose paso hacia nosotros, para decidir nuestros destinos".

Ambos se quedaron en silencio, hasta que ella no puedo retener

la cólera que ardía en sus entrañas y, entre lágrimas, lo increpó y le dijo:

"¿Por qué nos elegiste? ¿Para qué nos creaste, sino para destruirnos?

En tu inmortalidad y omnipotencia, tal vez nos consideras

las piezas de un juego que manejas, a solas y apostando contra el tiempo,

pero se te olvida que sentimos, que amamos, que forjamos esperanzas

y las alimentamos con sangre y con sudor, en cada instante que vivimos".

"Yo lo sé mejor que nadie ", Valaner le respondió:

"Toda mi vida ha consistido en la búsqueda de algo que al final

174
resultó una ilusión y un simulacro. Yo te entiendo

y comparto tu ira y tu dolor, pero a la vez tú debes intentar

comprender mi aflicción y la de todos, la de generaciones infinitas

que han caído en vano en este mundo, procurando remediar el sufrimiento

absurdo de su especie y, al contrario, agravándolo con cada nueva lucha.

Cada vez que engendraste una esperanza, engendrabas también tu decepción.

Esa vez en que concebiste un hijo, concebías su muerte y su agonía.

Existe solamente una manera de interrumpir el ciclo, y es el modo

que he trazado y que Mhannir consumará". Alauwen, conmovida, replicó:

"Pero hay tanta hermosura en este mundo. Es cierto: los humanos son brutales

y habitan en un mundo de crueldad, plagado de dolencias y peligros,

e incluso en su más perfecta dicha, están siempre amenazados por la muerte,

menos dura para quienes la padecen, que para aquellos que sobrevivimos.

¿Te acuerdas de Rhantu, el aldeano que alguna vez quisiste como amigo?

No fue tan longevo como tú y, sin embargo, deseaba descansar

de sus pérdidas constantes, porque todo lo que amó se lo quitaron.

Y, aun así, cuando rozaba el arpa con sus dedos, provocaba

a su alrededor tanto placer que, cuando falleció, me lamenté

de no volverlo a disfrutar, aunque él prefiriera el cementerio.

Y eso, Valaner, es la belleza: la música de Rhantu, la sonrisa de mi hijo,

las caricias de mi amado, el asombro al despertar y abrir los ojos

y ver el sol y oler un día nuevo: gotas luminosas en un mar

oscuro y frío, pero más hermosas por ser más precarias,

más frágiles y humildes. Para mí y para los hombres y mujeres,

un resplandor aislado justifica las desazones de una vida entera.

Eso no debe terminar. Si te encuentras en penumbras

y toda tu visión y tu calor dependen de una llama temblorosa,

¿tiene algún sentido sofocarla porque te resulta insuficiente?

Para eliminar lo más horrible, no puedes derribar lo más precioso".

Valaner meditó en esas palabras, pero a su pesar le contestó:

175
"Hablas con sensatez y, al mismo tiempo, te equivocas. La belleza tiene fin,

pero no la estupidez ni la maldad, de las cuales no has experimentado

sino una minúscula fracción. Una persona, en un instante,

puede probar toda la dicha que es capaz de soportar; no el sufrimiento,

que siempre se prolonga más allá de sus límites y su imaginación.

Yo no sé, Alauwen, en verdad, si todo lo existente sucumbirá en este día.

En muchas ocasiones anteriores, la gente ha demostrado su insistencia

en perdurar frente a las peores catástrofes y plagas. Sé que yo me extinguiré

una vez que tú desaparezcas, junto a todas mis creaciones. Sé que mares

y montañas, bosques y animales, hombres y mujeres morirán,

porque así me lo han confiado mis visiones, y nunca antes ellas me han fallado.

No obstante, es posible que subsistan algunas personas e inauguren

otro mundo, mejor que este o peor. Eso lo ignoro,

al igual que desconozco mucho más: la procedencia

de la piedra, por ejemplo, y su propósito primero, y si he cumplido

con lo que mi destino me encargó. No estoy seguro

tampoco de qué va a prevalecer en el alma de tu hijo:

si el sentido de su lucha o el de la supervivencia,

si el odio hacia la Madre o el apego hacia su madre verdadera.

Quizá Mhannir prefiera mantener en opresión a los humanos

y no arriesgar tu vida, la suya y la de otros. Con tu misma incertidumbre,

yo aguardo su decisión, y hasta que él y tú se enfrenten,

el futuro está en sus manos, no en las mías".

Alauwen esperó a que continuara y, cuando vio que nada más diría,

supo que por fin era el momento de realizar sus últimas preguntas,

las que nunca nadie había contestado y ninguno jamás respondería

sino Valaner, y las únicas capaces de alterar

el curso de su vida y de su muerte. Entonces dijo:

"Cuando observé tu pasado, muchas veces te vi orando y dando gracias

a tu Dios, y luego renegando y maldiciéndolo, y sabía,

176
porque alguien me lo había señalado, que el diseño de la Madre se basaba

en antiguas concepciones de ese Dios. Quisiera sólo

que me digas quién es Dios, si lo conoces, si lo has visto

y si tú le hablas a Él del mismo modo en que yo te he hablado a ti".

"Lamento desilusionarte", le respondió Valaner,

"pero no tengo certezas al respecto. Cuando yo vine a este mundo,

casi todos los hombres y mujeres lo adoraban. Sin embargo,

aquellos que masacraron a mis maestros y amigos, y también los que arrasaron

con los nativos de este continente, lo hicieron en el nombre de mi Dios

y le dedicaron sus delitos. Creo, con franqueza, que los peores

crímenes y brutalidades que presencié en catorce siglos,

fueron cometidos por aquellos que querían agradar a esa presencia

difusa y misteriosa, a aquel supuesto Padre omnipotente y bondadoso.

Al adquirir el poder de crear y de dar vida, me di cuenta de que nada

me distanciaba de Él: yo era como Él, pero quise ser mejor, porque yo amaba

a los miembros de mi especie, lo que nunca pareció importarle a Dios.

Pero al fin seguí sus pasos: mi ambición sobrepasó mis intenciones.

Y cuando me reclamas y me increpas por mis actos, yo recuerdo

cuando yo clamaba a Él por justicia y compasión, y Él me evitaba.

No sé, Alauwen, qué decirte: quizás yo sea Dios, o tal vez nunca hubo un Dios

y sólo existió desde siempre el deseo de alcanzar las facultades

que hoy poseo y que me han convertido en el más desdichado de los hombres.

Porque todos quisieran ser como Él, para derrotar la muerte y dirigir

al destino impredecible, pero nadie lo podría soportar

de otro modo que el que yo lo soporté: abdicando tras un milenio y medio,

decepcionado y confundido, y confundiendo y traicionando a mis criaturas.

Y así es cómo voy a acabar mis días, vuelto un criminal y una impostura".

Alauwen susurró: "A mis ojos, no lo eres. Te tocó una suerte y un deber,

como a mí los míos. No siento hacia ti rencor ni asco, sino sólo compasión,

y asimismo compadezco a tus engendros y a este mundo.

177
Todos somos víctimas inermes, sin un victimario al cual culpar.

¿No estás de acuerdo, Valaner?" "Estoy de acuerdo, pero incluso así,

suplico tu perdón por transgredir los límites de tu libre albedrío

y la voluntad de tantos otros". "Hiciste lo que hiciste: lo exigido

por tu fatalidad y tu conciencia. ¿Qué podría perdonarte?

Adiós, buen Valaner". "Adiós, Alauwen.

Haz tú también lo que prefieras, de entre aquello que te ofrece tu destino".

"No te quepa duda alguna. Ahora que conozco nuestra historia,

sé hacia dónde la fortuna nos conduce. Yo seré

mejor que tú y que Dios. Aguarda, Valaner, y ya verás".

49.

Cuando Alauwen se alza de su puesto, distingue una silueta detenida

en el umbral del salón. Se vuelve rápidamente para enfrentarla, creyendo

que se trata de un sirviente o un soldado, y entonces reconoce la figura

de Mhannir, con dos cuchillos empuñados y un fusil colgando desde el hombro,

sus ropas desgarradas y cubiertas por el polvo y la sangre del combate.

Aun más desconcertado que su madre, Mhannir la identifica por su aroma,

aunque en un principio lo confunde el olor del uniforme de un sirviente.

Convencido al fin de que están solos, Mhannir le pregunta: "¿Te hallas bien?"

"Estoy bien", Alauwen le responde: "Dime, ¿qué ha sucedido con los otros?"

"Casi todos perecieron en la lucha. Sólo me han acompañado a la ciudad

Qusbudar y Zoddi, que ahora velan con mi hija Kundan'cashma,

la hija de Abbenámar y tu nieta". "Me habría dado gusto conocerla",

dice Alauwen, sonriendo y apenada. "Una vez que salgamos, la verás",

y Mhannir, percibiendo la tristeza de su madre y sin saber a qué atribuirla,

se atropella en explicar: "La sirvienta me trajo hasta esta sala,

prometiéndome al décimo invencible. Debí de adivinar que me mentía,

pero en todo caso le agradezco que me haya conducido adonde estabas.

¿Qué importa el Bherezat? Lo que interesa es que hemos conquistado

178
la ciudad, y tú y yo seguimos vivos. Acompáñame: vamos a volver

por donde vine, y en menos de una hora nos reuniremos con nuestros amigos".

"Ya no alcanzaremos a salvarlos", dice Alauwen: "Miles de tropas se aproximan

desde todos los frentes. Pese a las esferas, Qusbudar y Zoddi

van a ser vencidos. Sólo tú puedes librarlos del peligro que corren, derribando

al último Bherezat". Aferrado al brazo de su madre y todavía

forcejeando por sacarla de la sala, Mhannir le pregunta: "¿Cómo quieres

que enfrente al invencible si, tal vez, como Insguin sospechaba,

se oculte bajo el mar o bajo tierra?" Cuando Alauwen se escabulle de su mano,

Mhannir teme que haya enloquecido bajo la intimidación de los sirvientes,

pero su tranquilidad y su firmeza lo convencen de que ella está enterada

de algún secreto horrendo que él ignora. Y así, atemorizado y tembloroso,

oye a su madre decir: "Nawaken e Insguin advirtieron que sería su escondite

el lugar más improbable y su aspecto el que menos presentimos,

y no se equivocaban. Y tampoco te engañó la servidora

que hasta aquí te trajo. Estás frente a frente a tu enemigo.

Yo soy el décimo invencible, y es a mí a quien tendrás que destruir,

para liberar a Kundan'cashma y al mundo del dominio de la Madre".

Mhannir queda en silencio y luego insiste, seguro de que Alauwen desvaría:

"Vámonos de aquí. Cuando salgamos, te sentirás mejor. Los de Finlag

además nos necesitan. Si las tropas se avecinan, aún podemos ayudarlos”.

"Ya sabes cómo hacerlo", dice Alauwen, "y créeme que no hay otra manera.

Mentiste al confesarme que los demás guerreros fallecieron en la lucha.

Ylhanoir mató a Dorosania y tú ejecutaste a Ylhanoir, porque tenías

que salvaguardar tu liderazgo: su muerte me dolió, probablemente

tanto como a ti, pero acepto que fue una acción correcta. En este día,

cumplirás otro deber desagradable, pero aun más necesario y más urgente”.

Y entonces le revela su pasado, rescatando las memorias

de su vida en la ciudad y el insólito llamado que la impulsó a la fuga,

y la ayuda de Eliosad y Dorosania, quien la transformó en un ser humano,

179
y el pergamino del sepulcro, y la búsqueda por años de una clave

para el misterio, al fin resuelto mediante los sirvientes y el salón

donde le explicaron el origen de la piedra, y su encuentro final con Valaner.

Al terminar este relato, a Alauwen le extraña que Mhannir

esté de rodillas en el suelo e inclinada la cabeza, sacudido

por las fuertes convulsiones de una risa incontrolable.

Solamente cuando él levanta el rostro, Alauwen se da cuenta de que llora

con tanto abandono y desconsuelo que parece otra persona: el niño de antes,

cuyo sueño ella veló por tantas noches, durante la infección de sus retinas

y, como en ese tiempo, la estremece verlo humilde y desvalido,

tan pequeño y solitario, en medio del furor de su fortuna.

"Pero, si es verdad lo que me dices", murmura Mhannir entre sollozos,

"no existe solución ni escapatoria. Si tú vives, perdurará la Madre

y sus máquinas y tropas nos derribarán más tarde o más temprano.

Y si mueres, todos, amigos y enemigos, moriremos junto a ti".

Alauwen lo interrumpe: "Si me matas, cabe aún la alternativa de que algunos

de ustedes sobrevivan. Por esa sola esperanza, aunque débil y aunque incierta,

llevarás a cabo tu misión. Hazlo por tu hija y por aquellos que han caído

intentando protegerte y ayudarte. Hazlo por tu segunda madre,

tu maestra Dorosania, y por el anciano Insguin, y el amor

inmenso de Abbenámar, y por tus compañeros, por aquellos

que lucharon y murieron por nosotros, por Sánnak y Eliosad, tu pobre padre,

quien te legó el acero indestructible de su valentía y sus cuchillos.

Toma uno de ellos y atraviesa mi garganta. En un instante,

todo estará consumado". Mhannir roza su frente contra el suelo

y vuelve a levantarla, surcado de lágrimas su rostro, y repite

el mismo gesto en varias ocasiones, hasta que murmura tiritando:

"No puedo hacerlo, madre. No me insistas que lo haga. Olvidemóslo y finjamos

que nunca sugeriste esta locura, y reunámonos con Zoddi

y con Qusbudar en la batalla, y verás a Kundan'cashma, y partiremos

180
lejos de la ciudad, sin jamás pensar de nuevo en tu pasado ni en la Madre".

"No, Mhannir", Alauwen le responde: "Si te hago caso, nunca encontraremos

sino el cadáver de tu hija, y nunca cruzaremos estos muros.

Si abrazas otra vez a Kundan'cashma, dile todo

y cuéntale que Alauwen fue su abuela y que murió por ella y por sus hijos.

Adiós, mi buen Mhannir", y Alauwen le arrebata de sus manos

una daga y la sepulta hasta la empuñadura en su garganta,

y se dobla de bruces y su cuerpo se va desvaneciendo lentamente,

en tanto que una esfera cae y rueda junto a las rodillas de Mhannir.

De repente, el suelo tiembla y las paredes

se resquebrajan y se desmoronan y, tras la polvareda y el estruendo,

el olfato y el oído de Mhannir le indican que se ha quedado solo

en medio de la llanura extensa donde antes se emplazaba la ciudad.

Al divisar a las tropas cruzando las murallas e inundando

las calles, Qusbudar y Zoddi supieron que, aun con los dispositivos

y aunque a último minuto recibieran la ayuda de Alauwen y Mhannir,

estaban condenados. Las bombas estallaban a su alrededor, bajo el acoso

constante de las naves y, mientras los dos sobre sus bestias

destrozaban escuadrones, confundidos por el humo y por el polvo del combate,

tenían que sortear las explosiones y el fuego y los escombros de los muros

desplomándose a su lado. Se acercaron entre sí en algún instante,

rodeados y empujados por el avance de sus enemigos,

y Qusbudar vio a Zoddi, salpicado de sangre y de cenizas,

recibiendo en su armadura los disparos insistentes

de incontables fusiles y, cuando Zoddi la miró a su vez,

le gritó: "¡Me despido, Qusbudar, como siempre fue mi anhelo:

como un héroe, luchando por los míos! Qusbudar, acuérdate de mí,

si es que logras salir de la ciudad, y que tus hijos

se enteren de mi nombre y me conserven en su corazón y sus romances".

181
Y entonces Qusbudar sintió un temblor más intenso que el fragor de la pelea

y Zoddi se esfumó frente a sus ojos, al igual que las torres y las calles

y las máquinas y tropas. De pronto, Qusbudar se halló de pie,

sin bestia ni espadas ni armadura, y sola en la planicie bajo el sol.

Con su conciencia y sus oídos todavía acostumbrándose al silencio

del fin de la batalla, oyó a Mhannir llamándola de lejos.

Llorando, fue hasta él y lo abrazó. Mhannir le preguntó: "¿Y Kundan'cashma?"

Qusbudar abrió con gentileza el atado de mantas que llevaba

colgando entre sus pechos. Allí estaba Kundan'cashma,

jugando con los dedos de sus pies y sonriendo ante Mhannir y Qusbudar,

con su sonrisa de costumbre, tan despreocupada y tan serena.

50.

Al abandonar el valle pedregoso, ahora sin murallas ni edificios,

Mhannir, llamado “ojos de serpiente”, hijo único de Eliosad y Alauwen,

y Qusbudar, su acompañante y la protectora de Kundash,

advirtieron los cambios del paisaje: la meseta en la que habían pernoctado

antes del ataque a la ciudad, se había dividido, dando origen a una red

de ríos y colinas. Más al sur, continuaron descubriendo

nuevos llanos y montañas, en tanto que otros que ellos recordaban

ya no existían más. Aun peor fue el destino de los bosques, donde el mar

había arrasado o sepultado los árboles en lagos y pantanos

que impidieron que siguiesen su camino. Por meses, esperaron que las aguas

se devolvieran a la costa y, cuando se internaron por el fango,

no encontraron cadáveres ni rastros de los habitantes del lugar.

Convencidos de que nadie más logró sobrevivir al cataclismo,

Mhannir y Qusbudar edificaron un refugio sobre una angosta franja

de tierra, donde el césped ya brotaba más verde y con más vigor que antes.

Recogieron semillas del pantano y el suelo, purificado y fértil,

las hizo germinar y propagarse. Una tarde, cuando estaban cosechando

182
las primicias de su huerto, una bestia apareció entre los rastrojos,

la primera en siete meses: una víbora veteada

con escamas blancas y rojizas, anillándose y meneando

su cabeza triangular, mientras les silbaba amenazante

y los observaba con sus párpados inmóviles. Ambos la consideraron

un presagio favorable y, a partir de entonces, desde el océano y los montes,

empezaron a surgir los animales: peces, ciervos, aves y reptiles

llenaron el paisaje silencioso de color, sonido y movimiento.

Entre los recuerdos de su infancia, Kundan'cashma conservaría siempre

la imagen de un pelícano muy blanco, revoloteando en torno a Qusbudar,

y la de un gato negro, que rasguñó a la puerta en su cabaña,

hasta que fue Mhannir a alimentarlo y, en tanto le rozaba con los dedos

el pelaje lustroso, con lágrimas en sus ojos ciegos, explicó

ante la curiosidad de Kundan'cashma que eran viejos conocidos,

porque, a diferencia de los hombres, las bestias nunca mueren:

simplemente, se suceden en generaciones eternas, para que el gato de hoy

reconozca las caricias del pasado, del padre de Mhannir, cuando era joven

y no pensaba en alcanzar los confines del mundo con su amada. Sus palabras

provocaron en Kundash tanto interés, que por años no dejó de preguntarle

por sus abuelos y sus vidas, por sus viajes y la guerra, y así vino

a enterarse de la Madre, la ciudad y Valaner. Mhannir y Qusbudar

engendraron otros hijos, y estos hijos a los suyos,

y de la unión de una hija de Kundash y un hijo de su hermano,

nací yo, la que reunió los cantos que mis padres y sus padres

compusieron y heredaron, por conservar intacta la memoria

de Alauwen y Eliosad. Yo desconozco cuánto de sus hechos y figuras

es invención o realidad: Alauwen pudo ser una mujer como cualquiera,

pero con algo singular que los demás juzgaron inhumano. Quién podría

aseverar que Dorosania y Eliosad fueran capaces de dirigir los vientos

y entenderse con los animales. Incluso es muy posible que la Madre,

183
sus Bherezats y Valaner no consistan sino en sueños y ficciones,

creados como justificación de un desastre natural o alguna guerra

que casi exterminó a la especie humana. No me extrañaría en absoluto.

Yo sé que nosotros, las personas, poseemos la tendencia natural

de engarzar inconexos eslabones para forjar cadenas de coherencia:

lo visible viene hasta nosotros para que lo transmutemos en un símbolo invisible

grabado en nuestras mentes y en el mundo, y le concedamos un sentido

y lo hagamos perdurar, verso a verso y nombre a nombre,

mediante nuestras voces y recuerdos. A eso he limitado mi labor:

a recopilar fragmentos de romances, y a llenar sus múltiples vacíos, y a esperar

que esos cantos sobrevivan al olvido. Y quién sabe si algún día estas palabras

logren llegar a los oídos y los ojos de otra gente, en el futuro o el pasado,

y también ellos conozcan a Alauwen y Eliosad, y su memoria se convierta

en la de mis ancestros y en la mía.

184

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