Decir injerencia imperialista es una redundancia, porque la “esencia” de
todo imperialismo es la injerencia en los asuntos internos, políticos, económicos, culturales y psicosociales, tanto en los países que son sus vasallos históricos como en aquellos que al intentar ejercer su soberanía nacional chocan o interfieren en sus planes geoestratégicos de control y dominación política y económica.
La injerencia imperialista en nuestro tiempo y espacio (América Latina
después de 1948) se expresa de múltiples formas y en distintos niveles, las más conocidas mediáticamente son las violentas, las que se realizan de manera directa a través de intervenciones militares porque generan el rechazo popular y no se pueden ocultar, pero las que se ejercen pacíficamente mediante planes y programas de desarrollo y modernización de las estructuras y funciones de los Estados nacionales pasan como políticas de intercambio y complementación internacionales. Ambas formas se aplicaron a lo largo de todo el siglo 20, pero en la década de los 90 la forma violenta cedió paso a la pacífica con el denominado “Consenso de Washington” y los “ajustes estructurales” que hoy, siglo 21, intentan reimponer en los países que iniciaron el nuevo siglo con políticas soberanistas, redistributivas y de justicia social, como Venezuela, Argentina, Brasil, Bolivia y Ecuador.
Podríamos señalar y analizar múltiples formas y ocasiones que en las
dos primeras décadas del siglo 21 se ha concretado la injerencia estadounidense en estos cinco países, pero nuestro interés hoy es abordar lo que consideramos el marco conceptual ideológico de la política exterior del imperialismo estadounidense desde 1948. Política que afecta no sólo a los países, Estados y sociedades latinoamericanas sino al (des)concierto de las 193 naciones representadas oficialmente en la ONU. Nos referimos a la “doctrina universal” de los derechos humanos expuesta en la conocida mundialmente como Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH), aprobada en 1948.
La susodicha Declaración, es el manifiesto de la política exterior
injerencista de Estados Unidos para la segunda mitad del siglo 20 y los tiempos futuros y lo han aplicado con tal éxito que fue su más eficiente “arma de destrucción masiva” para implosionar a la Unión Soviética y disipar en la calima del neoliberalismo mundial las propuestas soberanistas y liberadoras del anticapitalismo y el socialismo inspirados en el marxismo.
En la declaración de la ONU de 1948, el gobierno de Estados Unidos, ya
en manos de las élites neoconservadoras, a través de su vocera Eleanora Roosevelt y el pequeño comité seleccionado y dirigido por ella bajo la supervisión del Pentágono y la Casa Blanca, forjó los que necesitaba imponer como derechos humanos “universales”, es decir, sacó de contexto unos derechos liberales cuyo eje central es el individuo egoísta y posesivo y los resignificó como derechos inherentes a todos los seres humanos en cualquier lugar y tiempo, esto es “universales”, ocultando su origen provincial o localizado territorial y culturalmente y desconociendo con ello las condiciones materiales y las características políticas y socioculturales de la diversidad de los pueblos del mundo.
De esta manera, unos “derechos humanos” pensados por hombres
eurocéntricamente formados y reformados por el sistema educativo estadounidense (como los supuestos representantes de Egipto, Charles Malyk, y de China, Peng-chun Chang, que se formaron en escuelas y universidades estadounidenses), cuyo modelo ideal es el hombre blanco, masculino, propietario, heterosexual y educado bajo los preceptos del cristianismo fundamentalista, se convierten en la “esencia” de la naturaleza humana que Estados Unidos está llamado a proteger de cualquier barbarie que amenace dicho ideal, sea el Islam, el comunismo, el ecologismo, el bolivarianismo, etc.
La (re)creación de tales derechos y su aceptación por la mayoría de los
representantes nacionales en la Asamblea General de la ONU, fue producto de las presiones políticas, económicas y militares que ejerció el gobierno estadounidense a través de dicho comité y del equipo técnico que lo acompañó durante la redacción del documento entre 1944 y 1948, cuando fue votada por 50 de los 58 países representados en esos años de inicio de la “jaula de hierro” más grande y más sutil que haya creado el Sistema Mundo Capitalista Colonial eurocéntrico moderno.
No es descabellado afirmar que la DUDH, es la joya de la corona de la
Guerra Fría Cultural que realizó Estados Unidos a través de la CIA, para enfrentar, contrarrestar y anular las influencias ideológicas en Europa occidental y el mundo periférico (América Latina, África y Oriente Medio) de su enemigo histórico desde 1917: el comunismo soviético. Dicha declaración, es la concreción conceptual e institucional de la supremacía mundial del liberalismo estadounidense que orientó el combate anticomunista político y cultural y que tuvo como principal campo de batalla a Europa.
La discrecional selección de los 30 derechos que conforman la
declaración de 1948, estuvo enmarcada no sólo en una atmósfera internacional de presiones económicas de Estados Unidos a través del FMI y el BM que había creado en Breton Wods, en 1944, a la vez que imponía al dólar como patrón o referencia monetaria del comercio internacional, sino también por el miedo al súperpoder nuclear estadounidense que había mostrado, con toda crueldad e inhumanidad, en Hiroshima y Nagasaki su decisión de destruir a quien considerara su enemigo político. La Declaración Universal de Derechos Humanos es el discurso de apertura de la diplomacia nuclear estadounidense que, como todo discurso imperialista, disfraza de vida y paz sus objetivos de guerra y muerte.
La aprobación de dicha Declaración, bajo las condiciones impuestas por
Estados Unidos, legitima el derecho del Estado más poderoso del mundo, económica y militarmente, a intervenir, en la forma que considere necesaria en los países que se nieguen a aceptar su “universalidad” o la rechacen bajo pretextos soberanistas. Y en el sistema interestatal diseñado como estructura de poder en la ONU, se asume como necesario que Estados Unidos actúe unilateralmente y de la manera que quiera (bloqueo económico, invasión armada, etc.) en cualquier país cuando considere que están en peligro los derechos humanos.
Después de la declaración de 1948, se elaboró el resto de documentos
(pactos, convenciones, tratados, etc.) que la complementan, creándose los sistemas de protección dizque “universales” y “regionales”, con los que la jaula de hierro se consolidó y perfeccionó a tal nivel que pocas personas, gobiernos, ONG, etc., se atreven a dudar de que haya vida política fuera de la ONU, o que haga falta rehacer dicha declaración después de 68 años de su probación, lo que la consagra como el manifiesto imperialista más influyente del siglo 20 y lo que va del 21.
Podríamos concluir afirmando: decir derechos humanos es decir
injerencia imperialista, unas veces sutil y muchas otras cruda y dura, como lo demuestra la historia de las relaciones de Estados Unidos con América Latina durante el siglo 20 y lo que va del 21, pero, queremos profundizar un poco más.
Desde nuestro punto de vista crítico, la política exterior estadounidense
en derechos humanos no se debe a una concepción pragmática que lo lleva a utilizar un doble rasero en su evaluación de los otros países en dicha materia, por lo que aprueba a unos y reprueba a otros de acuerdo a sus intereses circunstanciales. Su maniqueísmo no es pragmático es fundamentalista. Obedece a una concepción fundamentalista cristiana, ultraconservadora y ultraliberal de la “esencia humana”, por lo tanto, cuando el gobierno gringo le declara la guerra a un “gobierno violador de los derechos humanos”, tiene en mente un escenario de lucha mortal contra el mal que pervierte los valores constitutivos de dicha esencia: la libertad individual, la igualdad ante la ley, la propiedad privada, la democracia representativa, etc., y por eso le importa poco dejar caer toneladas de bombas y misiles sobre pueblos indefensos militarmente: porque al mal hay que eliminarlo de raíz.
La base principista y programática de la política injerencista de Estados
Unidos sigue estando en los 30 artículos de la Declaración Universal de Derechos Humanos, de 1948, cuyo postulado sobrentendido reza: acéptense y cúmplase con estos derechos o aténganse a las consecuencias… Cualquier parecido con el “Requerimiento” leído por los conquistadores españoles a los pueblos originarios de Abya Yala antes de masacrarlos por desobedecer o desconocer el mensaje de salvación cristiana que ellos le traían, es pura rutina imperialista.