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SANTO TOMÁS DE AQUINO Y LA ECONOMÍA

Congreso Nacional S.I.T.A. Argentina “Santo Tomás, maestro de humanidades”, 13 de noviembre de 2021.

Me pidieron una breve charla acerca del Aporte de Santo Tomás a la Economía.

Antes que nada, pienso que deberíamos distinguir o precisar a qué nos referimos cuando hablamos de Economía.

Y esto porque se trata de un término equívoco que se usa para referirse a cosas distintas.

A los fines de esta exposición, me interesan tres:

1. En primer lugar, vayamos a la etimología. La palabra Economía viene del griego OIKOS + NOMOS.
 OIKOS era casa u hogar, pero también familia—familia en el sentido antiguo, es decir, ampliada, con algunos parientes
y los criados—, que además era un hogar autárquico, es decir autosuficiente.
 NOMOS era ley o justicia (en el sentido de quien dispensa o administra justicia).
 Es decir que en esta primera aproximación estamos hablando de Economía en el sentido de Administración u
Organización del hogar (en el sentido por ejemplo cuando se habla de “ecónoma” para referirse a la ama de casa).
 Pero también se puede extender el concepto a todo tipo de Administración.
2. Otra forma de entender a la Economía es entendiéndola como Actividad Económica, como cuando describimos a un país en
términos de PBI, de exportaciones, de inflación, de deuda pública y un largo etcétera. Es lo que podríamos llamar Economía
Descriptiva y que a veces ha sido llamado Economía Nacional.
3. Finalmente, tenemos a la Ciencia Económica. Es decir, la economía especulativa o teórica. Con su ubicación propia en el
esquema de las ciencias —entre las ciencias humanas, las ciencias prácticas o morales, como capítulo de la ética y auxiliar de la
Política, el Derecho, etc. Pero que tiene su propio método científico, que en este caso es lógico (deductivo o inductivo) y
cuantitativo (por definición la Economía se encarga de lo medible).

Creo que es importante tener clara y presente esta distinción, en todo momento, para no caer en errores que son bastante comunes al
confundir los planos. Ya sea que caigamos en un economicismo, al extender el método más allá de lo que es el campo propio o el objeto de
estudio de la Economía; o, por el contrario, en minimizarla, cayendo en una especie de voluntarismo o “realismo mágico”, creyendo que
las “leyes económicas” no se nos aplican.

Cuando pensamos, entonces, en el posible aporte de alguien como Tomás de Aquino, un fraile dominico que vivió en el siglo XIII, a la
Economía también nos va a ser útil esta distinción.

Si tomamos casi cualquier libro de Historia del Pensamiento Económico donde se cite a Santo Tomás (muchos lo pasan de largo), muy
probablemente vamos a encontrarnos con una visión que podríamos llamar “evolucionista”.

Me explico. Nos van a mostrar al Aquinate realizando ciertos “avances” con respecto a sus predecesores, una especie de peldaño o escalón
en una escalera ascendente hacia la “Ciencia Económica Moderna”.

Se nos dice que Fray Tomás mejoró la comprensión de temas que tocan lo económico tales como la Propiedad, el Comercio, el Salario, la
División del Trabajo, el Interés, la Moneda y el Precio.

Ciertamente Tomás de Aquino, el maestro de teología en Nápoles y en París, no era un Economista. Al menos no si entendemos la
Economía en ese tercer nivel de que hablé, como Ciencia Económica, como saber teórico y especulativo. Y ahí sí no hay problema en decir
que el Aquinate fue un eslabón más en una cadena.

No existía propiamente una Ciencia Económica. Y esto porque aún no había aparecido su objeto de estudio. En tiempos de Tomás, en el
siglo XIII, aún faltaban unos cuantos siglos de desarrollos técnicos y descubrimientos geográficos y científicos que pongan en marcha una
Economía dinámica. Porque, en sus tiempos, la Economía —y aquí ahora utilizamos el término en su segunda acepción— no era una
economía expansiva ni dinámica; era una economía muy mayoritariamente regular o circular, relativamente estática.

Difícilmente entonces podría el de Aquino haber desarrollado los complejos modelos matemáticos usados hoy en día por los economistas,
que —en cualquier caso— hubieran estado absolutamente alejados de cualquier realidad y necesidad de su época.

Sin embargo, siendo una cabeza bien dotada, una mente tan poderosa, “el más santo de los doctores y el más docto de los santos” —como
dijo León XIII—, pudo realizar estos aportes que decía antes a una Ciencia Económica a la que todavía le faltaban varios siglos para surgir.

Santo Tomás entiende la importancia de la Propiedad para incrementar la producción de la riqueza, es decir, para hacer más eficiente la
economía. Y también comprende lo significativo que es una propiedad privada bien distribuida entre amplios sectores de la sociedad, el
mayor número posible, para una mayor libertad de los “agentes económicos” —que diríamos hoy— es decir las familias.

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Señala también la función del Comercio para el intercambio de habilidades, dones, recursos, bienes y servicios que se hallan desigualmente
distribuidos sobre la faz de la tierra, siendo prácticamente imposible que todos hagan todo desde cero en cada generación. Pero, al mismo
tiempo, sabe que, como naturaleza caída, necesitamos de prácticas, reglas y leyes que penalicen el fraude y cualquier atentado contra el
bien común y los bienes particulares, ya sea que las dicte el gobernante o, mejor, lo hagan los propios gremios profesionales.

Indicó también el Aquinate la necesidad, la nobleza y la dignidad de todo Trabajo que contribuya al bien común, comprendiendo la
eficiencia para la sociedad de la División del Trabajo. Siempre sobre bases justas y acordes a esa dignidad de la persona humana —de toda
Persona— que él supo resaltar.

Entendió que el Precio es mucho más que simplemente el esfuerzo o el costo, siendo también función del tiempo, de la utilidad pública y,
por ende, de la “estimación” de la comunidad, es decir del mercado. Asimismo comprendió, contra toda mediocridad, que las mejoras
aplicadas a las materias primas merecen una mayor recompensa. Y supo valorar la escasez y el riesgo asumido por el mercader, también
reflejado en una mayor retribución para el mismo.

Con respecto al tema del Interés o la usura —de que tanto se habla, pero muchas veces de manera superficial— si bien siguió la condena
bíblica —por supuesto— y agregó la explicación aristotélica sobre la esterilidad de la moneda en sí misma, sentó las bases sobre las cuales,
siglos después, la Escolástica de Salamanca, distinguirá la necesidad de que al resarcir un préstamo se recompensen también la inflación, el
lucro cesante, el riesgo y el tiempo asumidos por el prestamista, todos ellos fenómenos que hacen a la justicia conmutativa en los
cambios.

Pero más importante que todo esto, al hablar del aporte de Tomás de Aquino a la Economía, es —creo yo— una contribución que no es un
mero peldaño, sino principios o guías que los economistas en su faceta científica, los políticos en cuanto responsables de determinados
políticas económicas y nosotros todos en general como simples ciudadanos que compramos y vendemos, que trabajamos y cobramos un
salario, que ahorramos (si podemos) o pedimos prestado, deberíamos tener en cuenta.

Me refiero a los principios filosóficos y éticos que el Aquinate dejó fijos para siempre.

En primer lugar, creo yo humildemente, tenemos que señalar el Realismo tomista, o la “filosofía del sentido común” como la llamó
Chesterton. La ciencia económica, como muchas otras ciencias contemporáneas, suele ser muy deudora del nominalismo en su faz
especulativa y del conceptualismo en su faz práctica. Aquí el sentido común tomista, que nos dé la necesaria practicidad, un pragmatismo
bien entendido, es fundamental. No encasillarnos en un modelo determinista ni en etiquetas ideológicas, sino aplicar en cada situación,
aquí y ahora, lo que mejor explique o lo que mejor resuelva determinada situación, según las “reglas del arte”, un método científico que
sea realmente sincero.

En segundo lugar, yo pondría la gnoseología tomista y su filosofía de las ciencias. Aquella distinción entre Fe y razón, que distingue sin
separar, sin que se pierda su unidad ni su subordinación. Aquella negación tan enfática de Tomás a la “doble verdad” de los averroístas,
“corruptores de Aristóteles”, y la confirmación tomista de que es posible conocer la verdad porque Dios no nos engaña. Claramente nos
tiene que impulsar a explorar las ciencias, la Economía, pero sin perder de vista el lugar de ella en el concierto de los distintos saberes, ni
su peculiar método.

En tercer lugar, el plan de Dios para el hombre en la creación, no sólo en el mundo natural creado sino también en la sociedad humana,
sin hundirse en un atomismo mecanicista ni en un individualismo egoísta, sino remarcando su preeminencia dada por su especial dignidad
y, al mismo tiempo, su subordinación en el bien común, que —como dijeron los Papas— es bien de todos y de cada uno. No es un
promedio, ni un ideal teórico, ni una entelequia supraindividual, sino las condiciones de vida para cada uno que nos pongan en situación de
alcanzar aquellos fines que están más allá de esta vida.

Creo que en cuarto lugar, el lugar que da el Aquinate a la familia, en todos los aspectos, y no en menor medida como causa final de la
actividad económica. Siendo también razón de la comunidad política proteger y perfeccionar a ese conjunto de familias, a esa gran familia
de familias que es una patria. Aquí veo yo lo que, muchos siglos después, la Doctrina Social llamará Principio de Subsidiariedad.

Y si se me permite un comentario al margen, es por esto también que cuando hablamos de Doctrina Social de la Iglesia o de Magisterio
Social no tenemos que entenderlo como algo separado o distinto de toda la doctrina cristiana, sino tan sólo como el hecho de poner la lupa
sobre algunos aspectos, aspectos que están relacionados con el Magisterio íntegro y sobre todo el referido a la vida y a la familia.

En quinto lugar, “last but not least”, no es desdeñable la importancia que da Santo Tomás a la libertad de mercado, como dijimos al hablar
del comercio y del precio, pero entendida esa libertad como fin de perfección, es decir sujeta a la Justicia, en general, y a las leyes y
normas, en particular, así como a las virtudes y a los fines contemplativos de la vida humana, funcionando conforme a las “leyes
económicas” que —como bien señala Meinvielle— son derivadas de la Ley Natural.

Justicia que debe reflejarse en:

-el Precio, dado por la escasez, la necesidad y el bien común;

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-la Moneda, patrón de medida, facilitador de los cambios y reserva de valor, todo para lo cual debe ser estable;

-el Préstamo, donde el “interés” se limite a resarcir con lo equivalente a lo prestado;

-la Inversión, que debe ser asumiendo riesgos y responsabilidades;

-el Salario,

1. que permita una vida digna para el trabajador y su familia (incluyendo, como recordaba Pío XII, una porción de ahorro que le
permita adquirir propiedad);
2. que sea de acuerdo con el real aporte del trabajador a la empresa, es decir justo;
3. que tenga en cuenta la situación particular de la empresa, del sector industrial y de la economía en general, es decir dentro del
bien común.

Resumiendo.

Creo que podemos decir que una Economía que fuese fiel a estos principios fijados por el Doctor Común—como lo ha llamado la Iglesia—
deberá ser:

1. respetuosa y armoniosa con la Creación


2. privilegiando lo funcional, lo artesanal y lo estético (en general todo lo que sea más acorde a la dignidad humana)
3. poniendo énfasis en la familia y en la comunidad local
4. contemplando y alentando las actividades no monetarias vinculadas a lo familiar y no monetario, es decir lo gratuito y lo
colaborativo
5. de acuerdo a necesidades reales, innovando para contemplarlas, y no para generar o crear deseos o “necesidades” artificiales,
antes inexistentes
6. privilegiando el trabajo sobre el capital, pero siempre de manera colaborativa, justa, no en enfrentamiento y que permita al
trabajador capitalizarse mediante el ahorro honesto
7. protegiendo a las pequeñas unidades económicas de “escala humana”, como las empresas familiares o comunitarias,
impidiendo la acción de monopolios, generalmente surgidos de ventajas concedidas por los gobiernos
8. privilegiando la diversidad agrícola apuntando a las necesidades locales por encima de políticas mundiales que favorezcan la
especialización por vía del monocultivo
9. finalmente, privilegiando el ocio contemplativo por sobre el negocio productivo, siempre dentro de los límites de la justicia y el
bien común. Es decir, una economía que permita trabajar para vivir y no vivir para trabajar.

© 2021 J. L. E. Trento

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