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Freddy A. Guerrero Rodríguez y Myriam Román Muñoz
1. Conflicto armado -- El Arenillo (Valle del Cauca, Colombia) 2. Memoria histórica -- El Arenillo
(Valle del Cauca, Colombia) 3. Memoria colectiva -- El Arenillo (Valle del Cauca, Colombia) 4.
Víctimas de la violencia – Relatos personales -- El Arenillo (Valle del Cauca, Colombia) 5. Justicia
transicional I. Guerrero, Freddy A., editor II. Román Muñoz, Myriam, editora III. Pontificia
Universidad Javeriana Cali. Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales.
8 Docente del Departamento de Ciencias Sociales e investigador del Grupo BITACUS. Pontificia
Universidad Javeriana Cali.
Una figura desgastada por el tiempo, tocada con suavidad diariamente por
la brisa fría o el sol penetrante que suele manifestarse en las alturas que
preceden a los páramos, es el cuerpo de una Virgen de los Milagros con sus
prendas de yeso y pinturas enmohecidas, el aura desajustada de su cabeza
y el altar marchito por la intemperie; custodia la sacra imagen a la vera del
camino en uno de sus recodos destapados y polvorientos en los veranos, o
pantanosos y resbaladizos en los inviernos.
Allí, en la parte alta de El Arenillo, esta virgen es una de las tantas que
se encuentran en un recorrido que podría iniciarse desde Aguasclaras, un
punto de la parte plana del Valle del Cauca en que se bifurcan los caminos
que conducen a Palmira y Pradera, o que bien lleva a la Buitrera y, desde
allí, hacia la cordillera, en donde se enclava la comunidad de El Arenillo.
Desde Aguasclaras, las vírgenes, protegidas por unas barras dentro
de sus altares, adornan un recorrido que en el plano del valle deja ver los
verdes de la caña. Por el recorrido se interrumpe la vista por un pequeño
caserío de no más de diez casas; sobre el camino pavimentado dormitan
sin cambios diarios dos o tres perros que han tomado este tramo como su
territorio, enfureciendo con su aullido a uno que otro ciclista durante su
paso, o haciendo frenar con cautela los autos, motos y chivas que por allí
transitan en diferentes jornadas.
Una primera virgen cerca de este caserío marca hitos espaciales y
religiosos, como las dos vírgenes que se encuentran poco más adelante con
flores o velas apostadas en sus pies. El sentido religioso es accesible por
el tipo de imagen expuesta, pero la historia particular de su erección sobre
la carretera es en ocasiones desconocida; algunas están consagradas como
patronas de los caseríos. Para uno de los habitantes que nos acompaña
durante uno de los recorridos, una de estas imágenes fue colocada como
agradecimiento por la liberación de una religiosa que, luego de ser
secuestrada, fuese entregada en el punto donde se instala el altar con
la virgen.
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Figura 15. Vírgenes apostadas junto a la carretera que conduce
a La Buitrera. Fuente: Freddy A. Guerrero. 2018.
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y las azules montañas que, a la vista desde la virgen, cobijan la capital del
departamento del Valle. ¡Si esa virgen hablara! -me decía Carmen, como
sabiendo algunas cosas y adivinando otras de las que la virgen hablaría si
hablara-.
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Figura 17. Campesino bajando madera de la
zona alta de El Arenillo, actividad que motivó
la entrada de los primeros colonos y que
aún hace parte de la economía de algunos
habitantes. Fuente: Freddy A. Guerrero. 2018.
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Figura 18. Virgen de los Milagros en El Arenillo Alto. Fuente: Freddy A. Guerrero. 2018.
10 Similar versión entrega una mujer desmovilizada participante de los Acuerdos de la Verdad,
procedimiento para el cumplimiento de los requisitos para la obtención de beneficios jurídicos luego
de la desmovilización de los paramilitares; ella, que además era pobladora de La Buitrera cuando llegó
el grupo armado, rememoró en el procedimiento cómo los paramilitares al comienzo “se identificaban
ellos mismos como ‘Los Mocha Cabezas’, que era lo que nos daba pavor a todo el mundo, que porque
habían llegado Los Mocha Cabezas” (CNMH-DAV, 2018, p. 194). Esta mujer recuerda que en la zona
de La Buitrera se presentó, hacia finales de los 2000, la primera acción violenta del Bloque Calima: “Eso
nos alertó a toda la comunidad, cuando mataron a una pareja de campesinos con el hijo (...). Eso fue
muy sonado porque en esa zona no había pasado eso” (CNMH-DAV, 2018, p. 195).
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Yo estaba allí en esa esquina almorzando. Y, resulta que yo había estado
el sábado con mi hermana y mi cuñado jugando gallos en la gallera de
don Rodolfo, en Rancho Grande, cuando allá había gallera. Resulta que le
matamos 6 o 7 gallos a los negros y creíamos que eran los negros de Pradera
y resulta que eran los costeños que estaban en la Ruiza (...). Y vinieron aquí
fue a comprar los gallos. Me pasaron 300.000 y me dijeron: nos vamos a
llevar esos gallos - si quiere, y si no de todas maneras nos lo llevamos-.
A la siguiente semana ya estaban en eso filos con gallos [señala hacia
los cerros al norte de la finca], creíamos que era el ejército, pero sabíamos
que el ejército no anda con gallos. (Dagoberto, comunicación personal, 10
de julio de 2018)
Ese “saludo” introduciría una presencia que se extendería por cinco
años. En los alrededores de la vivienda, las solaces y laboriosas mañanas
de un paisaje campesino, se transformarían en un campo de entrenamiento
y establecimiento de la tropa; cerca de allí, en un chalet no ocupado por
sus propietarios, se instalaría un puesto de mando y sería la residencia de
algunos comandantes de la zona, así como un lugar de torturas, homicidios,
desaparición y fosas comunes. No sin razón le llamarán a este espacio los
habitantes de El Arenillo, “El Chalet de la Muerte”.
Pero la presencia oficial de estos nuevos habitantes de El Arenillo, tanto
en la parte alta como baja, se venía preparando desde antes; señalan como,
al igual que en otras poblaciones del Valle, las actividades iniciales fueron
de inteligencia:
después que pasan las cosas es que uno empieza a atar cabos de lo que
se veía en la zona, gente extraña que llegaba con ciertas cosas; unos
tratando de vender mercancía, otros llegaban a la zona haciéndose
pasar por personas de por ahí del vicio (...). O sea que inventaban
estrategias que uno inocentemente iba cayendo porque ellos iban
preguntando cómo era la región, pero uno nunca pensaba si eran
personas que de pronto hubieran enviado a hacer inteligencia en la
zona. (CNMH-DAV, 2018, p. 161)
Por ello, a mediados de 1999 no era extraño ver a vendedores con sus carretas
de ventas de utensilios, cauchos para la tapa de la olla exprés o cualquier
Profanaciones en la región
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para comprender la mengua de los lazos sociales sobre la simultánea
irrupción de las prácticas y sentidos de lo religioso y sagrado.
Las primeras acciones del Bloque Calima en el Valle del Cauca serían
precisamente en la Semana Santa del año 1999, cuando formalmente
manifestaron su llegada a la región en el corregimiento de La Moralia, en
el municipio de Tuluá:
El 31 de julio, siendo las 8:30 de la mañana, en el corregimiento de
La Moralia, municipio de Tuluá, llegaron tres camiones color blanco,
marca Kodiak, con aproximadamente 200 hombres pertenecientes a
las AUC. Allí llegaron porque estaban en las fiestas de la Virgen del
Carmen; esa fue la entrada al municipio de Tuluá y al corregimiento
de La Moralia; allí asesinaron a dos campesinos de la región.
(Molano, 2000)
Estas fiestas representaban para la comunidad un momento de encuentro y
festejo. La irrupción de los paramilitares marcaba un corte a la tradición:
(...) hasta tipo 7:30 de la noche que llegaron en unos camiones
camuflados, encarpados; y eso en par veinte, treinta segundos, estaba el
pueblo ya rodeado de toda esta gente. Y pues lo primero que hicieron
fue hacer apagar los equipos que habían prendidos y dieron la orden de
que nos teníamos que reunir todos en el parque, en la plaza principal.
Llegaron ahí y la gente que no salía de las casas pues iban y la sacaban.
(CNMH, 2018, p. 160)
Al siguiente año, más al sur del Valle del Cauca y durante el proceso de
expansión del grupo paramilitar, llegan a la zona rural de Palmira
un líder de la zona de La Buitrera (Palmira) relató que la llegada de
los primeros integrantes del Bloque Calima a ese corregimiento tuvo
lugar en la Semana Santa del año 2000, pero desde diciembre de 1999
tenían presencia en los alrededores de la finca La Ruiza (Palmira).
(CNMH, 2018, p. 194)
En esa dinámica de copamiento de territorios, de apertura de corredores y
de romper zona a través de los cuerpos de pobladores indefensos, durante
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a la Milagrosa se extendía un campo de reentrenamiento para los ilegales
que también se convertía de manera espontánea en un lugar de campo de
fútbol para algunos jóvenes paramilitares. Allí, los grises son más fuertes, no
solo en que el mismo espacio sea objeto de la preparación para la barbarie
y a su vez como lugar de solaz para las tropas; también por el hecho de las
relaciones configuradas con los pobladores locales.
Algún habitante manifestaba en la entrevista, cómo la pérdida de su
hermana por la acción de los paramilitares aún le llena de dolor. Por supuesto,
recordar en espacios colectivos y de trabajo de atención psicosocial, le
ha hecho llorar:; acontecimiento que, en lectura de algún profesional de
psicología y que les asiste desde una institución estatal, es un síntoma
de estrés postraumático; tal categoría daría por resuelta la condición de
víctima, la de unos victimarios y las consecuencias de esa relación. Pero
las narrativas múltiples y fragmentadas también han hecho que la misma
persona reconozca el afecto que llegase a tomar por algunos de los jóvenes
en armas, porque se compartía el café, se le escuchaban canciones a alias
el “cantante”, o se extrañaba a algunos de ellos durante los periodos en
que se ausentaban del lugar; entonces, la connotación de la experiencia era
síntoma para otro profesional en la asistencia a las víctimas de Síndrome
de Estocolmo. Así, entre esos dos extremos, existe una experiencia gris
inefable que escapa a las categorías patologizantes.
Volvamos a esa virgen testimonio y esos otros acontecimientos grises.
En alguna ocasión, recuerda Armando, ese improvisado campo de fútbol
desplegaba algunos miembros del grupo armado, quienes detrás de un
balón evadían algunos momentos de su tedio en la montaña. Por una
suerte de irónico azar, alguno de ellos golpea el balón con dirección a la
milagrosa, cuyo designio fue el desprendimiento de la cabeza de la virgen,
cumpliéndose así, de forma más simbólica y material, la constatación del
grupo como “mocha cabezas”.
Como veremos, el significado de tal profanación parece contradecir
esas otras ya referidas en la región durante lo que se llamó “romper zona”,
aprovechando precisamente acontecimientos religiosos para imponer las
huellas del horror en los espacios y poblaciones conquistadas. Tal vez
esas contradicciones son aparentes, pues las lecturas e interpretaciones de
los hombres y algunas mujeres, miembros de ese ejército ilegal, pueden
Figura 20. Imagen Virgen de los Milagros sin cabeza. Fuente: Freddy A. Guerrero. 2018.
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Como sea, este altar abandonado en una trinchera sostenía la fe y la
protección del paramilitar que le llevaba durante el combate con miembros
del Batallón Palacé de Buga, municipio de devoción de la imagen sagrada.
Esa fe y protección la deduce el nuevo custodio del rudimentario pero
significativo altar. La religiosidad paramilitar o guerrillera seguirá siendo
una veta de indagación en la cual encontrar esos tantos grises señalados
como formas de comprender otras lógicas dentro de los actores armados;
pero esto no es nuestro compromiso aquí, si acaso recoger estos fragmentos
señalados y nada más.
Figura 21. “Altar portable” del Señor de los Milagros de Buga. Encontrado en una trinchera
de los paramilitares luego de un combate con el ejército. Fuente: Carlos Arce. 2018).
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Otra procesión que convocaba a la comunidad era la de las “fiestas de la
virgen”, Marina pobladora de El Arenillo, matriarca y líder de la zona,
recuerda, mientras mira una añeja foto, cómo a las niñas las vestían de
rosado y las adultas asistían de azul; le causa alegría, dice, cómo la gente se
reunía y existía ese fervor por lo religioso. Un aire de melancolía expresa la
foto como las palabras de Luisa, quien afirma que todo aquello ha cambiado
(comunicación personal, 11 de julio, 2018). Seguramente, estas prácticas
religiosas no tienen la potencia de convocar a la comunidad como antes,
tal vez por el cambio generacional, las nuevas creencias o la ausencia de
ellas, la secularización de lo cotidiano y lo festivo; en fin, circunstancias
no particulares para la comunidad de El Arenillo.
No obstante, la irrupción de ese pasado del encuentro público y de la
marcha religiosa que recorría las veredas del lugar, fue fracturado por la
llegada y presencia paramilitar. La diferencia entre lo público y lo privado
era indistinguible con la fuerza armada ilegal que invadió la región: la puerta,
ese simbólico y material objeto que divide el adentro del afuera, lo público
de lo privado, lo familiar de lo comunitario; esa referencia simbólica de un
orden cultural particular, fue neutralizada por las acciones u órdenes del
grupo. Las puertas debían estar abiertas, era la orden, sino igual estas eran
inexistentes ante la imposición de los armados. Algunos habitantes de El
Arenillo recuerdan amanecer con paramilitares usando sus espacios de la
vivienda, consumiendo las provisiones del hogar, descargando las armas
junto a las paredes. En fin, los límites no existían; tan solo la indeterminación
en ese contexto ajeno a la cotidianidad a la que estaban acostumbrados.
Los espacios y las prácticas colectivas se replegaron en El Arenillo.
Cultivar, ¿para qué?, si lo producido quedaba en manos de los abusos
y discrecionalidad paramilitar. Don Alberto, otro líder de El Arenillo,
recuerda cómo en alguna ocasión al salir un campesino con sus productos
para el mercado a la ciudad de Palmira, un paramilitar detuvo la carga y
con una navaja marcó el zapallo que transportaba el campesino, colocando
las iniciales de las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia); con ello,
el producto ya estaba perdido. Otros recuerdan la pérdida de ganado, de
gallinas, huevos y otros productos más, lo que por supuesto desestimulaba
cualquier actividad productiva en la zona de El Arenillo.
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comunidad; o la Unidad para Atención y Reparación Integral a las víctimas
del conflicto armado, cuya presencia reconocen tanto como presencia positiva
del Estado, como algo de compensación de la ausencia o connivencia de otras
instituciones durante la ocupación de la región por los paramilitares. Esta
percepción sobre fue determinada por supuesto en las interacciones con los
profesionales de psicología y de derecho, principalmente, que comenzaron
a acompañar sus procesos de reparación.
Aun así, la estigmatización de haber sido tildados de paramilitares o
guerrilleros, dependiendo de la presencia o actos de las diferentes fuerzas
ilegales en la comunidad, ha sido, según algunos habitantes, una de las
consecuencias de las circunstancias vividas en medio del conflicto armado,
condición que en efecto ha limitado su reconocimiento y autorreconocimiento
como población rural, campesina o, en otros términos, como ciudadanos
con plenos derechos.
Es posible que la participación forzada o determinada por las condiciones
vividas entre los años 1999 y 2004, condicionara la vinculación de algunos,
no muchos, pero sí representativos, pobladores en diversos roles de lo que
fuese el grupo que inicialmente aparece como Ejército de Ocupación.
En consideración a esos procesos de estigmatización, de pérdida de los
encuentros comunales y festivos, de la producción local, de los vínculos
sociales y con el objetivo de recomposición comunitaria, aparecen diversas
iniciativas que, desde lo productivo, social y cultural, conducen a esos
propósitos. Una de estas iniciativas fue la construcción de una capilla, lugar
sacro levantado con las manos de algunos miembros de la comunidad, pero
de forma particular por desmovilizados del Bloque Calima asentados e
incluidos como parte de la comunidad luego de la salida del grupo armado
ilegal de El Arenillo. Esta labor estuvo asociada al servicio social dentro
de los procesos de reintegración de los desmovilizados y promovida por la
Agencias Colombiana para la Reintegración (ACR); acción que muestra
una suerte de conversión de las relaciones establecidas luego del año 2004,
con la salida del frente paramilitar.
La capilla, ubicada en la calle principal, la única calle del caserío, se
construyó como símbolo de resiliencia y reconciliación. Es uno de tantos
lugares que intentan resignificar las huellas de la guerra dejada en los lugares
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Figura 23. Invitación a una de las conmemoraciones anuales
realizadas en El Chalet. Fuente: UARIV (2017).
El Chalet será objeto durante varios años y casi de forma regular de actos
de perdón, de rituales de limpieza, de encuentros simbólicos, de misas y
conmemoraciones. Con ello se ha pretendido que al chalet se le denomine
El Chalet de la Vida, o El Chalet de la Esperanza. Aun así, las descripciones
locales, las apariciones y fantasmas parecieran persistir: luego de los actos
simbólicos y pasados los días se encuentra en el suelo, en la intemperie, bajo
la luz el agua y el tiempo, un letrero desdibujado y roído que dice “Chalet
de la Vida”, usado en alguno de las acciones conmemorativas, como si
después de los actos y rituales, la inevitable referencia a los hechos de los
que fue testigo este lugar, se resistiera por un lado a denotar lo sucedido y por
otro a dejarse exorcizar de sus demonios. Más se acerca a ser este un lugar
liminar, un limbo indeterminado, que un espacio de resolución del pasado.
Retomando a Pollak (2006), se podría apelar a esos silencios que se
mantienen como memorias privadas que se solapan bajo esas otras formas
de memorias o encuadramientos institucionales que posicionan unos
significados específicos de los lugares, pero que mantienen esos otros
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Referencias
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