Está en la página 1de 208

Jorge Cruz Campillay CHIPASSE TA TATARA, EL RENACER DE UN PUEBLO

3
4
Jorge Cruz Campillay

Obras publicadas del mismo autor


2004 “La loica bajo el pimiento” Novela
2006 “El pequeño pastor” Novela
2008 “Un faro de esperanza” Novela
2010 “Bajo el sol de Canutillo” Novela
2012 “La sombra del sauce” Novela
2013 “Las pintadas del Huasco” Catastro del Arte
Rupestre en el
Valle del Huasco
2015 “Biodiversidad de la Coautor, Capítulo I
Provincia del Huasco”

5
CRUZ. JORGE
Chipasse Ta Tatara
El renacer de un pueblo
Quillota, Editorial “El Observador”, 2022
206 páginas, 21 cms x 15 cms
ISBN - 978-956-8918-07-1
Historia de Chile, Antropología, Diaguitas.

Dirección editorial:
Roberto Silva Bijit

Diseño portada e interior:


Pamela Pérez Rojas

Fotografía:
Jorge Jaime Cruz Campillay
(Todas las fotos publicadas en este libro pertenecen al autor)

Corrección:
María Soledad Valdés Riffo

Impresión por orden de:


Empresa Periodística “El Observador” Ltda.
La Concepción 277, Quillota, Chile

Jorge Jaime Cruz Campillay


Registro de Propiedad Intelectual Nº 2021-A-8234

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser


reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida
por sistema alguno de recuperación de información, en
ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico,
magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin
permiso previo, por escrito del autor.

Primera edición marzo de 2022 - 300 ejemplares

6
ÍNDICE

CAPÍTULO I
Tras el paso de la historia ................................ 9

CAPÍTULO II
Sumario del Huasco indígena ........................ 13

CAPÍTULO III
Rostro del pueblo diaguita .............................. 41

CAPÍTULO IV
Invasión al territorio de los “antiguos” ......... 87

CAPÍTULO V
Éxodo de Huasco Alto .................................... 127

CAPÍTULO VI
La larga noche histórica ................................ 165

7
8
CapítuloI
Tras el paso
de la historia

9
Capítulo I
Tras el paso de la historia
Esta pequeña obra pretende rescatar la historia de la
Comunidad Diaguita Chipasse Ta Tatara, que en el idioma de
esa nación indígena correspondería decir “hijos de Tatara”,
antiguo asentamiento humano establecido originalmente en
el lecho de la quebrada homónima, al sur del río Huasco. Hoy,
su población también ocupa la planicie oriental.
Con respecto a la palabra Tatara, el historiador y político
de finales del siglo XIX, Joaquín Santa Cruz, relaciona su
origen con “tatar”, que en habla originaria se traduciría como
blanco; en la protohistoria, la encontramos referida al nombre
propio de la esposa de Marican, cacique principal del valle a
la llegada de los europeos; asimismo, figura en la obra que
lleva por título el mismo nombre del mencionado cacique,
drama histórico en verso escrito por Luis Joaquín Morales,
publicado en 1912. Según ésta, corresponde a un caserío
formado desde tiempos pretéritos por un grupo de indígenas
diaguita, gente olvidada, negada y borrada del acontecer
histórico, primeramente por el proceso invasor europeo, por
la colonización que vino a continuación y, obviamente, por el
Estado chileno durante los años de vida republicana.
En la identidad de los pobladores, nos encontramos con
siglos de desarrollo cultural y autoreconocimiento como
pueblo originario que, hasta la invasión europea, poblaba y
deambulaba libremente por las serranías del valle del Huasco,
lugares en donde frecuentemente encontramos testimonios
de esos antepasados que, parecieran decirnos así, nunca han
dejado de existir.
Para acercarnos y recuperar su historia perdida en la
brumosa memoria y entender las vicisitudes de los primeros
hombres asentados en este singular paño de terreno, es

10
necesario ir a la fuente misma, a sus habitantes, descendientes
de aquellos. Con la perspectiva del tiempo transcurrido,
hoy es otra promoción, con una cultura diferente, porque
ya no es posible hallar un rincón en nuestra tierra donde
se conserve invariable la vida indígena, que no sean los que
reconocemos como propios de los chilenos; sin embargo, en
sus rutinarios desplazamientos serranos, utilizan los mismos
senderos de trashumancia y pisos ecológicos de la raza vieja,
extraordinario legado cultural transmitido desde los primeros
tiempos por los ancianos patriarcas en el seno familiar.
Con el propósito de darle al trabajo cierta directriz que nos
permita contribuir a valorar un pasado vivo, fue necesario
proceder independientemente de opiniones ajenas al valle y
presentar el tema según nuestro concepto personal. Además,
hemos tratado de bosquejar un texto que permita una lectura
amena para aquellos que no conocen esta tierra. Puede que
contenga errores pero, a lo menos, tiene el mérito de intentar
poner en concierto la tradición de un grupo humano que
hunde sus raíces en el remoto pasado.
De igual modo, me complace manifestar que nuestro
objetivo no es realizar un pulido estudio sobre esta zona y su
gente en particular, sino exponer información dormida en la
tradición oral sin entrar en los dominios de la arqueología o
de la antropología, porque siempre existen datos transmitidos
a través de una serie más o menos dilatada de siglos en el
seno de la población rural, esperando el momento para que
un escrito los saque a la luz del conocimiento público. Sin
embargo, también podría ser útil a los cultores de aquellas
ciencias si consideran válidas ciertas características
enunciadas, propias de los diaguitas del Huasco.
Por otra parte, al entregar el trabajo a la publicidad,
debemos justificarnos, porque la redacción ha sido más
laboriosa de lo que pudiera creerse; digo esto, no por simple
vanidad del autor, sino para manifestar lo nada que hasta
ahora se ha escrito sobre la materia. No debemos olvidar que
está en la naturaleza de las hipótesis que se forman sobre los

11
problemas de los orígenes de los pueblos, el ser tan difícil de
refutar como de demostrar.
Pero hay algo más. A pesar de existir un registro documental
insuficiente de la zona de Huasco Alto, cuna del pueblo
diaguita y lugar de origen de los primeros pobladores de
Chipasse Ta Tatara, reflejo de la crónica falta de investigación
formal, no se amilanan los sentimientos y los impulsos de los
corazones de muchos lugareños curiosos, incansables de la
historia local o la pasión de algunos románticos por conservar
y difundir su pasado, tan antiguo como reciente, que no todos
advertimos.

12
Capítulo II
Sumario del
Huasco indígena

13
Capítulo II
Sumario del Huasco indígena
Apenas comenzamos el capítulo, nos surgió un gran
problema: el nombre propio Tatara. Como pensamos que lo
tenemos medianamente resuelto continuamos, pero enseguida
nos enfrentamos a otro quizá mayor, la denominación verbal
de la provincia, Huasco, un nombre que ha inducido siempre
a opiniones encontradas sobre su origen.
Los investigadores que se han preocupado del tema con
dubitativas explicaciones, lo han asociado a los idiomas
quechua y araucano (Luis Joaquín Morales y Diego Barros
Arana), repitiéndose con el tiempo y por el peso de la costumbre
en cosa cierta. Sin embargo, la tradición oral no lo contempla
como algo válido. Asimismo, el historiador mencionado en el
capítulo anterior, en su obra Los indígenas del norte de Chile,
publicado en 1913, atendiendo el trabajo del etnógrafo y
lingüista argentino Samuel Lafone Quevedo en 1898, que toma
en consideración voces indígenas de Catamarca, presumible
lugar de origen de los diaguitas occidentales o de este lado
de Los Andes, lo atribuye directamente a su léxico. Más aún,
la existencia de una laguna y un salar con el mismo nombre
al interior de Iquique, en lengua natural Iqueyque, vendría
a fortalecer esta tesis, fundamentada principalmente por la
presencia de este pueblo en la zona antes de la incursión inca
y la gran dispersión comercial y social que tuvieron en toda
el área andina.
Sin embargo, mucho camino aún queda por recorrer y se
mantiene en la incertidumbre la etimología de la palabra,
pero estas modestas observaciones pueden ser útiles a los
que estudian el caso, ya sea para confirmarlo o desbaratar
una u otra hipótesis.
Debemos precisar que, en tiempos actuales, Huasco es en

14
propiedad el nombre del curso de agua que baña en sentido
latitudinal el ámbito bajo del valle homónimo, conformado
por las comunas de Vallenar y Freirina, hasta desembocar
en el océano Pacífico, al lado norte del puerto de su título
y capital de esa otra comuna, entre La Playa Grande y
Punta Blanca. Pese a no cruzar la totalidad del territorio,
los habitantes de estos tramos de recorrido lo han impuesto
como referente geográfico y el que da identidad al valle y a
la provincia. Por ello, cuando decimos “Valle del Huasco”,
se quiere decir “Valle del río Huasco”. Y si hablamos de
“Provincia de Huasco”, en realidad estamos resumiendo la
frase “Provincia del río Huasco”. Asimismo, si nos referimos
a Puerto Huasco, aludimos en el fondo a la frase “Puerto del
valle del río Huasco”.
En calidad de río principal, tiene como afluente al río El
Tránsito, singular cauce antiguamente conocido por “Río
de los Indios” que, a la vez, lo forman otros tributarios
menores provenientes de las más altas cumbres, cuyos trazos
son franjas estrechas que descienden desde la cordillera
y guarnecidas en sus costados con soberbias murallas
naturales. Ellos son: Chollay, Conay, Cazadero y Valeriano,
sin dejar de mencionar los singulares ríos “Laguna Grande” y
“Laguna Chica”, que tienen tal denominación porque en una
parte del curso de cada uno existen sendas lagunas, una más
extensa que la otra. La primera se encuentra a 3.473 metros
de altura y a 4.000 metros la segunda. Aguas abajo, para dar
nacimiento al río Huasco propiamente tal, en un lugar llamado
“Las Juntas”, se une con el río “El Carmen”, antiguamente
conocido como “Río de Ramos” o “De los Españoles”.
Para darle sentido al texto y lineamiento en el tiempo,
debemos cubrir un tema bastante espinoso como es la
ocupación humana en la provincia. Con ese fin, no está de
más mencionar que el poblamiento americano corre envuelto
en la misma oscuridad y ha estado en el centro del debate
desde el momento mismo en que el europeo de finales del siglo
XV pisó el continente. Para explicarlo se han desarrollado

15
variados modelos y teorías, aunque todavía subsisten muchas
interrogantes. Sin embargo, el mundo que los invasores
llamaron “nuevo” era tan viejo como el de donde venían y el
hombre que lo habitaba tan antiguo como ellos mismos, al
proceder, presumiblemente, del tronco asiático que pudo ser
común.
Pero el trabajo presente está limitado únicamente a este
pedazo de terreno. Instemos a los especialistas a que sigan
investigando en aquel otro plano de conocimiento y ojalá
puedan, en definitiva, entregarnos un escrito capaz de llegar
al lector medio. Cuestión interesante que, de ser resuelta,
daría base a los esclarecimientos que tanto se buscan sobre
la génesis de las razas americanas.
La extensa franja de tierra en donde está emplazado el
paño de terreno que nos convoca esta vez, lo que es hoy
nuestro Chile, cinta que festona la falda occidental de la
nevada cordillera de Los Andes, en términos geológicos es
relativamente nueva y a escala global, uno de los últimos
lugares en ser ocupados por el hombre.
Siguiendo este razonamiento, a comienzos del período
que los geólogos denominan Cuaternario, todavía no existían
habitantes, a pesar de que en Europa y, sobre todo, en Asia
y en África aparecían pobladores más o menos dispersos. El
territorio adyacente a la costa actual estaba ocupado por el
Océano Pacífico y penetraba, entonces, hasta el mismo pie de
Los Andes. Solo cuando las aguas desocuparon la costa y los
valles, han podido llegar los primitivos habitantes venidos de
lugares más altos sobre el nivel del mar.
Antes de aquel maravilloso momento, cuando el planeta
sufría los efectos de la última glaciación que provocó
importantes cambios climáticos, en el Valle del Huasco existía
un régimen de lluvia más intenso que el actual, las tierras
altas poseían un mayor cúmulo de nieves eternas, el centro
era más denso en cubierta vegetativa y las zonas de quebrada
más verdes, similares quizá al bosque valdiviano actual, lo
cual favoreció la concentración de fauna de gran alzada.

16
En estas condiciones ambientales, rebaños de
mastodontes, palaeolamas, caballos americanos, ciervos de
los pantanos y milodones, recorrían estos parajes. Testimonio
de aquella fauna pleistocénica es el guano fósil (coprolito),
correspondiente a un herbívoro encontrado en un alero rocoso,
ubicado en una estrecha garganta de elevados farellones
llamada “Las Vizcachas”, sitio conocido como “El Salto”, a
veintidós kilómetros al sureste de esta localidad, cuyo nombre
se debe a que se produce, en el curso medio de la quebrada,
una hermosa caída de agua en tiempos lluviosos.
Frente a múltiples hipótesis que hacen de América un
continente de poblamiento secundario, podemos conjeturar
la probabilidad de que, en el décimo milenio antes de
Cristo o tal vez en fecha aún más temprana, una avanzada
de cazadores nómades haya iniciado la colonización del
territorio. Los investigadores Bennett y Bird postulan que
penetraron a Sudamérica a través del istmo de Panamá, por
el tapón de Darién, a pesar de no descartar totalmente la
factibilidad de su ingreso por vía marítima, utilizando como
puntos intermedios las islas del Caribe. Una vez que llegaron
a lo que hoy conocemos como Colombia se dividieron: unos
fueron por la ruta fácil, perdiéndose para siempre en la magia
verde de la Amazonía; otros ascendieron supuestamente por
los valles formados por los ríos Magdalena y Cauca a la sierra,
alcanzando el altiplano central, donde fueron estableciendo
asentamientos en las mesetas altas y frías. Una vez adaptados
a la puna, se desplazaron al sur por la cordillera, para luego
descender hacia los territorios conocidos, en la actualidad,
como desierto chileno y pampa argentina; otros no se alejaron
jamás de la costa y así llegaron, es probable, hasta el extremo
austral.
Los rastros migratorios de estos hombres se encuentran
en diversos territorios de América y, por supuesto, en los
extremos norte y sur del país. Pero en realidad poco puede
afirmarse todavía; conformémonos por ahora con saber que
eran nómadas, habían alcanzado el estado homo sapiens-

17
sapiens u hombre anatómicamente moderno y descendían
de los primeros inmigrantes que llegaron al continente
americano.
Obviamente, se trataba de individuos que habían pasado
por una variedad de experiencias adaptativas que les
permitieron estar preparados para ocupar con éxito casi
cualquier tipo de ambiente. Ha influido en esta opinión
tan generalizada, la costumbre de mirar en el mapa aquel
brazo de mar localizado entre el extremo oriental de Asia y
el extremo noroccidental de América llamado Estrecho de
Bering, por donde tanto tiempo se ha creído que pasaron al
vasto continente las razas asiáticas, en ese entonces “puente
terrestre”, a veces denominado simplemente Beringia, que
apareció debido al descenso del nivel de los océanos, cuando
las grandes masas de hielo del último período glacial estaban
en su máximo desarrollo.
La América misma, desde las llanuras de Alaska, pasando
por las selvas centroamericanas y los territorios áridos
altoandinos, constituyó una escuela de adaptaciones. Se
puede decir, también, sea en términos de tradición cultural
o de memoria genética, que quienes colonizaron esta zona
tenían mucho respaldo cognitivo para afrontar la aventura y,
sin lugar a dudas, la caza y la recolección marcaban el rumbo
de su marcha.
De la misma manera, deben haber cambiado bastante
sus características étnicas, a consecuencia de los posibles
contactos y mezclas con otros grupos llegados igualmente
al continente, antes o después, logrando adecuar su
idiosincrasia a una nueva forma de vida en este suelo. Este
territorio les ofreció zonas discretas, amplias o reducidas,
para la instalación permanente de grupos humanos dispersos
y móviles, conforme a la cuenca del río mismo, las aguadas
enclavadas en las serranías que acotan el valle y otras,
espacios tan generosos, más o menos hostiles, que solo
admiten ocupaciones temporarias o transitorias, como son las
lagunas altoandinas y los humedales o vegas cordilleranas.

18
Por otra parte, la idea sostenida por muchos investigadores
sobre los primeros pobladores:

“…primitivos, con una tecnología extremadamente


simple y que disponían de estrategias alimentarias
elementales…”.

Corresponde a una imagen absolutamente improbable.


Debemos pensar que eran poseedores de un conjunto amplio de
conocimientos, incluyendo variantes tecnológicas, diferentes
formas de trabajar distintos tipos de rocas, habilidades para
utilizar materias primas alternativas como hueso o madera y
la capacidad para explotar una gran diversidad de recursos
alimentarios.
Entonces, no pudieron ser simples ni toscos. Ante todo,
requirieron de una eficiente organización social, con sistemas
de comunicación a larga distancia que les permitieran
coordinar sus movimientos. Esto debe entenderse como redes
de circulación de la información por contacto directo. Hay que
pensar en el requisito de disponer de refuerzos de gente al
explorar caminos alternativos o en necesidades concretas,
tales como conocer los lugares donde había recursos
disponibles.
Lo que estamos enfatizando es que una de las mayores
necesidades de un grupo explorador es mantener algún
tipo de unión con su población de origen. Sin un sistema
de comunicación eficiente, un grupo de avanzada no tiene
posibilidades de efectuar un aporte significativo a la geografía
cultural del núcleo del cual se está desprendiendo.
Fue así como en esta tierra, deshabitada de otro grupo
humano, los que pasarían a ser desde ese momento nuestro
tronco parental, portadores de carga genética, información
ancestral y conciencia, ponen fin a su aventurera excursión.
A partir de entonces, el macizo andino, costa, quebradas
interfluviales, tributarias y la cuenca misma, acunan en su

19
regazo a este “primer hombre”, cuya ocupación dio origen a la
cultura huasquina, que de forma independiente se desarrolló
y prolongó hasta el siglo XVI de nuestra era, centuria que
puede considerarse fin de la antigua y principio de la nueva
y cristiana era en el Valle del Huasco. Otros clanes o grupos
similares seguirían viaje al sur.
Sin duda, los grupos que poblaron el valle y los que fueron
desarrollándose posteriormente al afincamiento, no eran
de naturaleza étnica uniforme, ni tampoco cultural. Deben
haber llegado grupos con características muy diferentes en
el transcurso de las migraciones milenarias: algunos de la
costa del Pacífico y del norte, otros de las regiones altiplánicas
andinas y transpacíficas, unos últimos del noroeste argentino
y de las llanuras pampeanas.
Es natural asumir que todo ha de tener un comienzo. En
cuanto a lo que nos compete, las tesis difusionistas postulan la
existencia de algunos focos desde donde habrían comenzado,
a manera de dones, las últimas migraciones hacia nuestro
territorio; estos serían las regiones de la selva amazónica y
de las del Gran Chaco platense, cuando aún no había límites
políticos o fronteras separando países.
Los términos de este trabajo no me permiten abarcar más
el tema, dado que por su antigüedad los especialistas no
pueden precisar los tipos físicos y lenguas de los nómades
caminantes. Para nuestras pretensiones, bastará anotar que,
aparentemente, solo estos últimos lograron permanecer como
grupo y distinguirse a través de culturas superiores al de la
piedra dentada que les precedió (cultura Huentelauquén).
Obviamente, los que presenciaron el alejamiento de los hielos
hasta los actuales límites polares, la extinción de los bosques
y el detrimento de la fauna gigante, desaparecieron por
asimilación o por dilución, sin dejar huellas evidentes en el
territorio y en nosotros pero, sin duda, ayudando a formarnos
en alguna medida.
Esta gente, como cualquier sociedad humana, vive
un proceso único y continuo y es un magnífico ejemplo de

20
continuidad e interrelación natural, no solo por el hecho
de crear rutas, sino también por el valor de reconocerlas,
recorrerlas, prolongarlas y diversificarlas en el tiempo.
A pesar de que el valle mismo, quebradas tributarias y
aledañas están surcadas por altas montañas, los hombres
tuvieron los elementos requeridos para conformar un fácil y
equilibrado sustento familiar. Aquí, los ardores del sol y los
fríos invernales son moderados; las estaciones se suceden
con singular regularidad, de manera que los frutos naturales,
que son abundantes, nacen, crecen y maduran al influjo
ordenado de estas. Jamás al hombre que puebla esta tierra le
ha sido menester emigrar tras el alimento que ésta le ofrece
con prodigalidad, porque como ser racional, no prefiere la
necesidad a la satisfacción, ni los tormentos que impone el
hambre a la vida satisfecha.
Si bien es cierto que hay períodos de lluvia muy escasa
y hasta años sin un solo aguacero, nunca deja de nevar
lo suficiente como para llenar las más altas hondonadas
cordilleranas. Se comprende, así, que la gravitación y la
presión de las nieves obligan a una gran masa de agua a
buscar las grietas de las montañas para establecer corrientes
subterráneas permanentes entre la cordillera y el mar. En su
recorrido, se hacen presentes donde el subsuelo les permite
surgir en calidad de aguada o depósitos de agua libre para
saludables baños: unas calientes, otras frías, unas gruesas y
otras destiladas por las entrañas de la tierra.
Las primeras familias probablemente fueron pequeñas y
poco a poco aumentaron en densidad poblacional; de igual
manera desarrollaron su capacidad tecnológica y producción
agrícola, pero siempre se mantenía cada grupo parental
separado de otro. Con el tiempo y la alianza de variados clanes
familiares por algún trabajo específico, la distancia se hizo
cada vez más cercana hasta conformar pequeñas tolderías.
Su sistema social estaba probablemente organizado en
pequeñas bandas unidas por lazos familiares o clanes,
subsistiendo principalmente de la cacería de aquellos

21
grandes animales adaptados al clima frío reinante. No se
puede decir de ellos mucho más, solamente a imaginarnos
que venían siguiendo un líder, explorando y así habrían
llegado en oleadas sucesivas en el transcurso de los milenios,
constituyendo comunidades a lo largo de todo el espacio entre
la cordillera y el mar. Junto con la apropiación del territorio
y domesticación de los recursos naturales, adquirieron
conciencia de pertenencia, desarrollando sociedades con una
cultura tanto material como espiritual más organizadas.
Imposibilitados de poder mostrar ese todo tan complejo, los
investigadores guiados por un afán exclusivamente didáctico
se han tomado la libertad de dividir en exceso, llamando
Paleoindio o de los hombres tempranos a este estadio cultural;
sin embargo, hasta hoy, no existen evidencias estratigráficas
en el Huasco que nos permitan aceptar dicho período, debido
quizá a su misma topografía. Zona peculiar por la fuerte
pendiente del valle y sus numerosas quebradas, o porque las
específicas características requieren para su detección una
investigación dirigida, no solo a nivel de superficie como las
ocasionales realizadas hasta hoy.
Al llegar el Holoceno, la última y actual época del período
cuaternario, comienza un proceso de calentamiento global
con cambios enormes de clima en diferentes regiones de la
tierra, debido al avance y retroceso de los hielos polares hasta
cerca de los trópicos. Se derriten los glaciares, aumenta el
nivel del mar, la lluvia poco a poco cedería en intensidad y
gradualmente cambia la apariencia del paisaje, se destruyen
muchas especies vegetales y animales y se detiene la evolución
de otras. Ante estos grandes eventos climáticos, la megafauna
se desplazó hacia el territorio austral y, producto de una
suma de factores, al llegar el octavo milenio antes de nuestra
era, se extingue.
A los grupos humanos que permanecieron en esta zona, la
naturaleza misma les condicionó su actividad, trasladándose
primeramente de un punto a otro por la costa hasta establecerse
en espacios que el hombre aún ocupa y explota: Bahía Salada,

22
Totoral, Aguada Los Burros, Carrizal, La Herradura, Caleta
Angosta, Baratillo, Los Toyos, Huasco, Bahía Chapaco, Playa
Brava, Punta de Lobos, Punta Alcalde, Peña Blanca, Caleta
Chañaral, lugares donde entusiastas coleccionistas locales y
ocasionales veraneantes han encontrado importante cantidad
de piezas arqueológicas de todo tipo.
En estos dominios, la nueva sociedad experimentó un largo
proceso hacia la conquista de los recursos del mar, definida
según Agustín Llagostera (1989) en tres etapas: primero,
acceso a los recursos intermareales; segundo, acceso a las
profundidades a través del anzuelo; y tercero, acceso mar
adentro, a través de balsas de cuero de lobo marino infladas.
Entre las incertezas que acusa el tema, este puede ser el
hombre de los conchales que habitaba las caletas abrigadas
de la costa para guardar sus embarcaciones, en donde había
agua dulce para beber y al que se ha conocido bajo el nombre
de “chango”.
Del origen o etimología de este término, quedamos en la
más completa ignorancia, mas parece ser de uso histórico.
En la “Revista de la Sociedad Científica de Chile” de 1902,
el historiador Alejandro Cañas Pinochet sostiene que es una
palabra quechua, pero no da ninguna cita, ni razón que
apoye esta aseveración, ni intenta explicar su significado. Por
otro lado, el doctor en filosofía y políglota Rodolfo Lenz (1863-
1938), en el “Anexo de los Anales de la Universidad de Chile”,
declara no conocer su origen y que en el idioma quechua no
pudo encontrar ninguna palabra adecuada como raíz de la
que proceda o derive.
Por tenerlo muy presente, la primera mención del término
“chango” que hemos podido halla referida a esta zona, la
encontramos en la obra Descripción Histórico-Geográfica del
Reino de Chile, escrita por Vicente Carvallo y Goyeneche en
el año 1788. Décadas más tarde, don José Pérez García, en
su Historia de Chile, terminada en 1810, también emplea el
vocablo. En este sentido, únicamente podemos observar que,
tal como se emplea generalmente, no nos parece más que un

23
término genérico dado a todo indígena dedicado a la pesca o
bien indio de la costa.
No es extraño que encontremos tan poca información de
esta gente, en general, de todo lo referente al Valle del Huasco.
Sin lugar a dudas, por el simple motivo de ser un territorio
casi desconocido en los tiempos de la Colonia, el vecino valle
de Copayapu tenía la mayor figuración al ser considerado
“puerta” de entrada al reino. De igual manera, la ciudad de
La Serena en el valle de Coquimbo, según Pedro de Valdivia,
“…es la mitad del camino”.
Con respecto a la balsa de cuero de lobo marino inflada,
superficie flotante de una capacidad para dos personas, pero
en la cual excepcionalmente podían navegar hasta cuatro,
era de una estructura en extremo original e ingeniosa, fácil
de manejar, liviana para transportar y de data prehispánica.
Sin lugar a dudas, surge producto de la observación del
comportamiento del medio ambiente, en este caso de los lobos
marinos, que una vez muertos flotaban en la superficie, y el
ingenio humano.
Se componía de dos piernas formadas por dos odres
cada una de cueros de lobo “de un pelo” (Otaria jubata
Forst), perfectamente cosidos con espinas de quisco, que no
les permite entrar una gota de agua e hinchados de aire a
fuerza de pulmones, dispuestos formando un ángulo agudo
bastante levantado hacia proa, mucho más separado en
popa y unidos encima por medio de un encatrado ligero de
maderos, formando una plataforma.
Los bogadores van sobre ella de rodillas, o bien sentados
sobre sus talones; con frente a la proa, impulsan la
embarcación por medio de un remo corto de pala por ambos
extremos.
Para introducir el aire usaban unas tripas que estaban
unidas al odre por una de sus puntas, a proa; en el extremo
había un hueso corto y hueco a modo de boquilla, que se
aplicaba a la boca para inflar independientemente cada

24
pierna.
Por su comportamiento ligero y elástico resistían de
muy buena forma el oleaje y la resaca, lo que les permitía
maniobrar en la costa peñascosa poblada de mariscos y en
los islotes sin rada de atraque, donde los botes de madera no
pueden maniobrar o recalar sin exponerse a romperse.
Eran pintadas con una pasta compuesta de arcilla color
ocre y aceite de los mismos mamíferos sacrificados, con
la finalidad de impermeabilizarlas y protegerlas contra
los ataques de peces o animales marinos grandes, que las
destruirían si no lo hicieran así.
Todos los autores que se han ocupado del tema afirman
que los odres, al momento de fabricarlos, eran inflados a
fuerza de pulmones. Aquello parece no ser cierto; los bolsones
previamente remojados en agua dulce eran rellenados con
arena o totora, que venía a servir como de molde y los dejaban
secar para luego vaciar el contenido. Es indudable que tiene
que ser así, pues nos parece poco probable que pudieran ser
llenados como dicen, porque el mismo peso de los cueros
haría salir el aire al no poseer algún recurso semejante a una
válvula de retención moderna. Por ello, los cueros no perdían
su forma y el interior tenía una presión más o menos igual
a la atmosférica; bastaba una insuflación moderada para
mantenerlos convenientemente inflados.
En el primer tercio del siglo XX, fueron pocas las personas
que tuvieron la suerte de ver navegar esta singular embarcación
por el litoral, entre ellos el arqueólogo Junius Bird, desde isla
Guacolda a Huasco. En el siglo anterior, Federico Philippi,
hijo del afamado naturalista Rodulfo Amando Philippi,
también vio una balsa surcar el mar cerca del puerto de
Huasco y la señala como escasa. Dicha apreciación parece ser
bastante acertada, ya que en las denominadas “Memorias de
Marina”, información de tipo censal sobre diversos aspectos
de la naciente Armada y Marina Mercante Nacional, entre las
anotaciones del movimiento portuario aparece un número
bajo de balsas matriculadas en dicho puerto, clasificadas en

25
calidad de pescadoras o para la pesca. Entre los años 1860
y 1862 se registran simplemente como “algunas”; en 1863 se
registraron 2 balsas; en 1865, 3 balsas; en 1866, 5 balsas; en
1867, 2 balsas, y en1888, último año de registro, 2 balsas.
En 1940, el agricultor Guillermo Millie, dueño del fundo
Centinela, entusiasta investigador y coleccionista de huevos
de aves de la zona, fotografió una balsa navegando frente a
la caleta Chañaral con dos tripulantes. En su “cuaderno de
observaciones” dejó anotado:

“It was used later for anchoring the boat well away
from rocks and would also be used in case of
emergency as a life boat”.
“Solía usarse para el anclaje del bote, bien lejos de
las rocas y también podría haber sido utilizado en
caso de emergencia como un salvavidas”

Años más tarde (1955), Millie suministró amplia


información al arqueólogo Jorge Iribarren sobre estos
navegantes, estimados en aquella época a nivel académico
totalmente inexistentes en Chile desde hacía bastantes años.
En su recorrido por la mencionada caleta, conformada por
tres viviendas fabricadas con maderas que han varado en la
orilla de la playa, Iribarren encontró únicamente vestigios de
este interesante medio de navegación. La razón, a esa fecha
ya se utilizaban embarcaciones de madera para las faenas
de pesca; no obstante, recabó interesantes antecedentes
referidos a las actividades marítimas prestadas anteriormente
y lo más relevante, conoció a Roberto Álvarez, un pescador
que decía saber construirlas. Años más tarde (1965), junto
a Hans Niemeyer materializó el deseo de que aquel lugareño
fabricara una. Terminada la balsa ese mismo año, se exhibió
en el Museo Arqueológico de La Serena. De hecho, a mediados
de la década del setenta, fabricó para el museo de Vallenar
una réplica a escala reducida, con gran detalle y precisión.
26
Balsa de cuero de lobo marino inflada
(Museo Provincial del Huasco, Vallenar).

A comienzos del siglo XX, este tipo de embarcación


aún prestaba servicio en la movilidad de grupos costeros,
específicamente en la caleta. A partir de las enseñanzas de
Juan Aguirre, un viejo pescador de Cruz Grande, era llevada
a remolque a la Isla Chañaral, también conocida localmente
como isla Gaviotas y distante seis kilómetros de la costa, por
pescadores del lugar, en particular Luis Aguirre, hijo del viejo
pescador anteriormente mencionado, y los hermanos Nicolás e
Hilario Vergara (Nicolás Vergara era padre de Roberto Álvarez,
el lugareño que construyó la balsa para Iribarren).
Una vez fondeado el bote de madera, se le utilizaba para
transportar a la isla artículos de cocina, agua dulce, ropa de
cama, alimentos e implementos de pesca, residiendo en este
lugar por unos quince a veinte días, dedicados a extraer y secar
moluscos y pescados.
La razón para usar la balsa cubriendo el tramo entre el
bote y la isla, por supuesto, se debía a sus ya mencionadas
características, mejor desplazamiento para sortear los sitios
rocosos de las orillas y la facilidad al atracar. Sin embargo,
navegando en ella era difícil alcanzar la isla, porque un fuerte
viento sur o norte se la llevaba mar afuera, debido a que su
impulsor correspondía a un remo pequeño y por desplazarse
sobre la superficie del agua como un balón de fútbol. Por lo
tanto, estos navegantes debían tener gran conocimiento de las

27
condiciones meteorológicas predominantes en la zona, para
pronosticar los momentos de oleaje suave e inexistencia de
vientos, con el fin de navegar sin problemas.
Continuando con el patrón de movilidad, la tradición cuenta
que las generaciones más antiguas hacían largos viajes en
ellas y se arrojaban a las más encrespadas olas del mar, sin
miedo ninguno ni temor a borrascas, confiados simplemente
en el viento, casi por instinto, por conocimientos heredados a
través de generaciones, basados en el aspecto de las olas, de las
nubes y de la posición de las estrellas. En el caso de la pesca del
congrio, para evitar la pernoctación en el mar, los pescadores
calaban los espineles al anochecer, dormían en tierra y los
levantaban a la mañana siguiente.
En los años históricos, la función principal se mantuvo
relacionada con las actividades pesqueras; también se agrega
el transporte de mercaderías y pasajeros, cubriendo tramos
cortos y navegando a no más de un centenar de metros de la
orilla, alejándose un poco si la costa era muy rocosa. Un viaje
en balsa a la Isla Chañaral, probablemente debió demorar entre
cuatro y cinco horas. Este mismo tramo se cubre en bote a
remo en unas dos horas y hoy se realiza en una chalupa a
motor en cuarenta minutos.
Debemos destacar que las balsas de cueros inflados, al
parecer, no se encuentran en otras partes de América. Pero
donde tenemos balsas idénticas a las nuestras es en el interior
de China, hechas de cueros inflados de yaks. Fue el etnógrafo
y explorador sueco Erland Nordenskiöld, en 1931, el primero
que lo dio a conocer. Sin lugar a dudas, un caso notable de
enigmática convergencia.
Este singular medio de navegación también ha servido
para toda clase de especulaciones, incluyendo los contactos
transoceánicos, como si existiera un extraño designio, en el
sentido de que todo nuestro complejo desarrollo sociocultural
debió ser estimulado por exóticos viajeros llegados por el Pacífico.
Pero no debemos olvidar que esta zona tuvo un tiempo de varios
miles de años, suficiente para definir un proceso particular de

28
progreso, que implicó la elaboración de respuestas adaptivas de
suma originalidad y eficiencia.
Continuando con esta historia que tratamos de bosquejar,
al paso de los años, décadas, siglos y milenios, y a medida
que su población se multiplicaba por la vida más tranquila,
incursionaron hacia el Oriente. Es el momento en que
debieron readaptar sus métodos de caza y cambiar sus presas
por animales de menor tamaño: guanacos, vicuñas, zorros,
chinchillas y aves. De igual manera, comienzan a dedicar parte
de su tiempo a la recolección de frutos y semillas silvestres,
obteniendo un fuerte complemento en su dieta alimenticia y un
conocimiento acabado del potencial vegetal, lo cual abrió las
expectativas para la futura actividad agrícola.
En este nuevo estadio de desarrollo conocido como Arcaico,
entre los años 8000 y 300 a. C., los hombres tuvieron una
movilidad acorde a las condiciones favorables brindadas por la
zona, al contar con gran cantidad de quebradas que comunican
el interior con el litoral y, a la vez, conectadas entre sí.
Esta característica, propia del Valle del Huasco, cobra
la mayor importancia, ya que muchas de ellas disponen de
recursos hidrológicos durante todo el año, lo que constituiría
un factor decisivo para el asentamiento y desplazamiento de
grupos humanos. Toda esta bondad natural es producida por
la particular orientación del valle, el cual se interna hacia la
cordillera, posibilitando que el mar modere las temperaturas
del interior, brindando quebradas ricas en pasturas naturales.
Entonces, costa, valle, quebradas y cordillera dejan abierta la
puerta para que estos hombres se adapten a la trashumancia,
aprovechando el ciclo estacional favorable o quizá imitando
la sabia movilidad de las manadas de camélidos, que desde
esta época formarían parte significativa en su desarrollo como
sociedad. En cautiverio, los guanacos eran utilizados como
animales de carga, lo que facilitó significativamente la cantidad
de objetos que podían ser trasladados a larga distancia,
particularmente en el caso de materiales de gran volumen y
poco peso. Entonces, las montañas y quebradas en la alta

29
cordillera fueron conocidas y formaron parte de su hábitat y,
así, no tardaron mucho tiempo en cruzar el macizo andino.
Durante la estación invernal, época poco propicia para vivir
en la alta cordillera, la costa les ofrecía una variedad de recursos
que, secados o ahumados, podían almacenar, proporcionando
una estabilidad económica no comparable con la explotación de
otros ambientes. Fabrican morteros, primitivos instrumentos
de molienda, logrando hacer las primeras harinas de semillas,
principalmente del árbol algarrobo.
A esta unidad cultural desarrollada en la costa de todo el
norte semiárido, los especialistas la conocen como cultura
Huentelauquén y los sitios más representativos en el Huasco,
por el hallazgo fortuito de restos atribuibles a su factura,
serían: Baratillo, Puerto Guacolda, quebrada Taisani, Totoral y
Canto del Agua. Sin embargo, no hay mayores investigaciones
al respecto.
Hacia el término del último milenio antes de Cristo, con una
incipiente agricultura, este pueblo logró amplio dominio de los
ecosistemas locales; igualmente, la producción de cerámica
les permitió cocinar, almacenar agua y alimentos. Además, se
reconocen dos tipos de grupos humanos, los que viven en las
zonas altas del valle y los que ocupan las zonas costeras. Estos
grupos costeros y montañeses se han mantenido a lo largo del
tiempo, llegando incluso a extenderse hasta la época actual.
Estudios recientes aseguran que, en aquel tiempo, hubo una
oscilación climática cálida y seca llamada “optimum climático”,
época que coincide cuando los ahora montañeses, al explorar
las cumbres andinas, descubren los pequeños pastizales de
altura conocidos por los lugareños de nuestra época como
vegas cordilleranas, lugares utilizados aún en la actualidad por
pastores para alimentar sus rebaños de bovinos y caprinos en
los meses cálidos (veranadas).
A pesar de que la cordillera de Los Andes constituye un
sistema montañoso con abundancia de precipitaciones níveas,
también tiene períodos de escasez de nieve, cuando quedan

30
descubiertos corredores naturales llamados portezuelos, que
permitieron a gente del Huasco y sus contemporáneos situados
en la misma latitud atrás de Los Andes, grupos guaraníes del
Chaco que se habían establecido alrededor del año 2500 a. C.
en el noroeste argentino, conocieran con precisión meridiana
las dificultades, las jornadas de viaje y las paradas obligadas en
cada trayecto de sus desplazamientos, lugares donde el agua y
las pasturas no faltan nunca en la época estival y junto a ello
adquirieron el conocimiento de las propiedades terapéuticas
de un sinnúmero de hierbas y frutos que utilizaron para la
sanación de los enfermos.
Por sus singulares facultades curativas, los ibéricos
las convirtieron rápidamente en recetas infalibles para el
tratamiento de diversas enfermedades, que iban desde el
habitual malestar estomacal hasta los dolores causados por el
corazón y el “mal de ojo”. Por ello mismo, palqui, culén, paico y
otras hierbas se enviaron a España destinadas a formar parte
de la botica del rey. En los últimos tiempos, algunas plantas
no son ya solo del uso exclusivo de la medicina doméstica, sino
que también han caído en manos de la ciencia y muchas de
ellas gozan de una fama universal bastante merecida.
A través del constante intercambio de productos y personas
por el macizo andino, se originaron amplias redes de parentesco,
facilitando aún más los desplazamientos y lazos de cooperación
mutua entre ambas vertientes, desarrollándose de mejor
manera por este lado las tradiciones agro-alfareras y minero-
metalurgistas. Los hombres primigenios habían desaparecido
durante este largo proceso de evolución cultural o estaban tan
mezclados que habían perdido su identidad. Así, en los inicios
del primer milenio de nuestra era, intensificaron el tráfico
interregional, el pastoreo de camélidos y la trashumancia.
Esta última actividad la vemos manifestada no solo por
el aumento y tal vez diversificación de lugares en la cuenca
fluvial con contextos arqueológicos, sino también evidencias
de tránsito por áreas interfluviales, como senderos, talleres
líticos, campamentos y sitios con testimonios específicamente

31
asociados al asentamiento estacional en variados pisos
ecológicos.
Insistimos, esta actividad no puede ser vista como sinónimo
de primitivismo, sino como respuesta lógica a una necesidad
económica y resultado natural de los patrones de movilidad
normales a lo largo de muchas generaciones, variante de un
proceso de prueba y error, en la que no hay una separación
excesiva con respecto a los grupos de origen. En otros términos,
estamos considerando una situación en la que los grupos
humanos están dentro del radio de interacción que les permite
ser ayudados si lo necesitan.
Fue en esta etapa cultural cuando los huasquinos dejan
de depender exclusivamente de la caza y la recolección, su
economía tiende a hacerse cada vez más dependiente de la
producción de alimentos vegetales y de animales domesticados.
Se acentuó la alta movilidad por diferentes sectores comarcanos
ligados a la obtención de recursos estacionales, haciendo que
los asentamientos fueran de uso temporal, pero seguramente
recurrentes en el tiempo. Esta fascinante cultura se ha
denominado “Cultura de El Molle”.
Los rasgos característicos, que a juicio personal
corresponderían a la cultura más interesante de nuestra
prehistoria, son: el surgimiento de aldeas, que han dejado
junto a residuos y cenizas de hogueras como restos del más
alto valor; recintos cuadrangulares de piedra, de muro bajo con
bloques apircados, que pueden considerarse como las primeras
obras de arquitectura en el valle; uso de regadío artificial;
además de elementos culturales como cachimbas o pipas
trabajadas en piedra y cerámica gris negra con decoración
grabada (incisa). También emplearon collares, pequeños aros y
brazaletes de cobre, de lo más sencillo, pero verdaderos trofeos
del trabajo manual. Sin embargo, lo más peculiar fue el uso
del tembetá o bezote de piedra, especie de botón o de collera
con un cuello prolongado hacia atrás que se introducía en un
agujero practicado en el labio inferior. Este tipo de adorno aún
es utilizado por tribus amazónicas y chaqueñas.

32
Estructura habitacional Molle derruida en
el sector de Aguadita.

No deja de serlo también la pared gruesa de su cráneo, uno


de los temas más controvertidos en la Antropología Física de
Chile que, desde 1894 con el Dr. Luis Vergara Flores hasta
nuestros días, diversos investigadores se han referido a esta
condición describiéndola, interpretándola y utilizándola a veces
con criterios muy dispares. Pero los más doctos concuerdan
con un carácter racial, hereditario y de dispersión mundial,
como lo fue en pueblos prehistóricos de Europa y persiste
aún hoy día entre algunas tribus de Australia, naturaleza que

Cachimba o pipa para fumar


(Colección Museo de la Piedra, Vallenar).

33
puede abrir un ancho campo en los estudios de los orígenes
del hombre americano, un verdadero eslabón que ata despojos
antiquísimos de una raza ya desaparecida y que ha vivido quizá
tanto como la prehistoria misma.
Los cuerpos de los muertos eran inhumados bajo suelo,
cubiertos con grandes acumulaciones de piedras y tierra.
Estas sepulturas son conocidas, en términos académicos,
como “túmulos funerarios”. Aunque hoyados por buscadores
de “entierros”, hoy todavía podemos dar cuenta de ellos por las
referidas características, en esta zona en particular, sobre el
cono de deyección de la quebrada que dio origen a esta obra,
a los pies de la planta procesadora de alimento de la empresa
Agrosuper, sobre ambas terrazas en la desembocadura de
la quebrada El Negro, Punta del Viento, Los Chañares, llano
Los Loros, bodeguilla, sobre una terraza marina formada por
arenisca metamórfica en el sector Cabecera de Corrales en
Punta Alcalde y en los terrenos agrícolas del autor de esta obra,
a pocos kilómetros al oriente.
Desarrollaron un sistema dinámico de ocupación periódica
de territorios, probablemente ceñidos a secuencias naturales

Parte aérea de una de las sepulturas Molle en Tatara.

34
y a existencia de recursos, utilizando zonas montañosas como
centros focales que mantenían a relativa distancia ocupaciones
satélites menores.
Estos hombres, como los actuales, no debieron ni pudieron
ceñir su actividad cotidiana a la mera satisfacción de una
subsistencia vital, por lo que su accionar debió cubrir otros
aspectos prescindibles, pero de cualquier manera, necesarios
y provechosos para el desarrollo como individuo. Por qué no
pensar en la posibilidad de un condicionante psicológico, fruto
de un hábito repetido por generaciones o el agrado de viajar
de un lado a otro para disfrutar con determinados parajes que
podían resultar placenteros por razones espirituales, entre ellas
lo estético.
Desgraciadamente, las condiciones climáticas y el inexorable
transcurso del tiempo no han permitido conservar los tejidos y
la madera; sin embargo, otros vestigios de su presencia como
campamentos, sepulturas y talleres líticos, los encontramos
desde el macizo andino, los interfluvios, quebradas tributarias
y en el valle mismo. Estos testimonios nos demuestran la gran
capacidad de expansión y movilidad que tuvieron estos hombres.
Además, quizá sin pretenderlo, dejaron estampados inmutables
testimonios de su pensamiento en la superficie plana y limpia
de las peñas o al conquistar el volumen visible total de ellas,
como son las rocas culturizadas ubicadas a lo largo y ancho
de lo que hoy conocemos como Provincia del Huasco y en esta
zona en particular, sobre la meseta conocida como llano Las
Mulas, La Fortuna, Punta del Viento, Los Chañares, El Escorial
del Sauce, quebrada La Tenca, llano Los Loros, Ñisñiles, Las
Pintadas, en bloques planos mirando al mar en la ensenada
Tongoy y en una roca de regular tamaño ubicada a la vera de
un antiguo sendero de indudable tránsito indígena en el sector
Aguadita (1).

1.- Ver “Las Pintadas del Huasco”. Andros Impresores, primera edición octubre
2013. Catálogo fotográfico de arte rupestre presente en la Provincia del Huasco,
del mismo autor de esta.

35
Pero sus artífices ya no están para contar su historia y el
significado de su mensaje se diluyó en la memoria del tiempo.
Solo las montañas conocen la verdad impresa en un tiempo
primordial, cuando la población local fue establecida con
entera ausencia de límites territoriales. Estas obras, el tiempo
las ha redimido en toda la sensibilidad creativa de sus autores,
respetándolas, en algunos lugares, casi con veneración y, ante
esta maravillosa expresión de soberbia factura, conocida en el
mundo académico como arte rupestre indígena, solo podemos
callar, quizá por la incapacidad de comprender los símbolos de
una cultura totalmente diferente a la nuestra. Arte bastante
evolucionado, no realista ni naturalista en nuestros términos
culturales, que estaría transmitiendo imágenes simbólicas,
quizá referentes a conceptos muy elaborados, fruto de una
larga tradición.
Pero el hecho de que sean impenetrables en su significado,
no descarta que continuemos interesados en descubrirlas y
fotografiarlas, con la remota esperanza de encontrar alguna
vez una explicación satisfactoria a sus enigmas. Por otra parte,
al conocer los numerosos lugares de emplazamientos de estas
rocas culturizadas en la provincia, no solo las presentes en
este acotado sector, creemos erróneo lo que reiteradamente
aparece en artículos, revistas o algún trabajo investigativo
relacionado al tema:
¡Grafismos ocultos y alejados del mundo cotidiano!
Nada más distante de la realidad. Estas construcciones
gráficas estuvieron en convivencia directa con la morada
habitual de sus creadores, necrópolis, lugares de desplazamiento
y todas las parcelas de su vida. Además, es posible que algunas
sean de la misma antigüedad que las del sudoeste de Francia,
lugar usualmente considerado como “cuna” de la civilización
occidental.
Es necesario esclarecer que el término “occidental” alude a
la civilización que, teniendo su origen en Europa hace más o
menos 500 años, se ha extendido por todos los continentes,
naciones y pueblos, llevando una concepción de la naturaleza,

36
Grabados rupestres en quebrada Ñisñiles.

Grabados rupestres en llano Las Mulas.


un paradigma del saber, una forma de vida y un pragmatismo
que le han sido característicos.
La abundancia de agua, buena calidad de los terrenos
y el benigno clima que caracteriza al valle, no obligó a estos
hombres a formar grandes grupos para emprender pesadas
construcciones agrícolas, motivo por el cual tampoco se hizo
necesario que tuvieran una autoridad central. No había en
aquel entonces, como no hubo después, sino clanes más o
menos reducidos sujetos a la dominación parcial y lugareña de
las cabezas de familia. Dicha razón explicaría por qué los sitios
de asentamiento Molle son poco densos y sus cementerios se
reducen a unas pocas sepulturas.
La idea de la propiedad privada era ajena a su cultura, el
territorio era de todos y cada familia o clan tenía su ámbito. Si
se producía algún desplazamiento, cada familia se instalaba
donde prefería, siempre y cuando no molestara a sus vecinos,
particular sistema de convivencia aún practicado por las familias
de Chipasse Ta Tatara, como lo veremos a su tiempo.
En el transcurso del tiempo, la interrelación con pueblos
de las llanuras pampeanas, otros de las regiones altiplánicas
andinas y posiblemente algunos transpacíficos, permitió que
los mollinos (o mollenses) generaran mayor riqueza cultural,
quedando demostrada en su modo de vivir semi-aldeano;
también podemos decir que la alfarería fue evolucionando con
diferentes técnicas, creando productos cada vez más atractivos y
mejor confeccionados.
Los objetos en circulación por las diversas tolderías eran
extremadamente variados y provenían de todas las zonas de lo
que conocemos hoy como Provincia del Huasco. La costa oceánica
aportaba pescado y marisco; el valle y sus quebradas tributarias
maíz, zapallo, papas y frutos silvestres, como el algarrobo, la
mollaca y el chañar, madera, fibras vegetales y caña; la serranía,
además de cazadero, pieles de chinchilla y zorro; la cordillera sal,
plantas medicinales, vicuñas, plumas y huevos de pato silvestre.
Por mencionar solo algunos productos asociados a zonas
ecológicas particulares, a ellos hay que agregar una multitud

38
de objetos elaborados con materias primas que se encuentran
disponibles en todas las áreas, incluyendo rocas para la talla,
artefactos de metal y madera, cerámica y textiles.
Es así como en esta gente se consolidó un complejo desarrollo,
socialización y unificación de variadas culturas, con la aceptación
de todos, sin excepción, organización donde fue importante la
dignidad del hombre. Este proceso se mantuvo arraigado en
cada uno de sus componentes durante el transcurso del tiempo,
destacado de modo especial en la época colonial al brindar refugio
a indígenas perseguidos por encomenderos de valles vecinos y
nativos trasandinos que escapaban al sometimiento español.
Asimismo, muy entrada la época republicana, acogieron a
numerosas familias migradas desde la zona trasandina de Cuyo
en busca de mejores condiciones de vida, otorgándoles, además,
derechos a tierras.
La economía de esta nueva etapa tendió a la diversificación
agrícola, haciendo mejor uso de la trashumancia ganadera
asociada al intercambio de productos a grandes distancias,
mediante caravanas de camélidos. Los individuos usan el tembetá
mollino solamente como adorno y sus muertos son enterrados
en otro tipo de sepultura, junto a camélidos. Prueba de ello es el
cementerio indígena exhumado en 1886 en Peña Blanca, caleta
situada a treinta kilómetros al sur del puerto de Huasco.

Cántaro gris negro


con decoración
grabada (incisa),
cultura Molle
(Colección Museo de
la Piedra, Vallenar).

39
En esta etapa cultural del antiguo mundo indígena, los
investigadores, fundamentados en un estilo diferente de su
alfarería, pensaron que se trataba de un componente poblacional
distinto a la etapa anterior y siguiente, sin considerar que
cualquier cultura, independiente de su antigüedad, produce
una enorme variedad de artefactos, entre ellos algunos poco
complejos o menos refinados. Pero aquello no parece ser tomado
en cuenta por los especialistas, llevándolos a atribuir su factura
a una cultura diferente.
En cambio, la tradición oral menciona que aquel momento
fue simplemente una etapa de tránsito hacia la sociedad
humana más avanzada en términos culturales y tecnológicos
del Chile prehispánico, la cultura diaguita, alcanzando su
mayor desarrollo entre los años 1200 de la era vulgar hasta la
llegada de los europeos.
Si el origen Molle es todavía oscuro, mucho más es su
destino final. Lo más probable es que fueran asimilados por los
diaguitas, al mezclarse con ellos.

40
Capítulo III
Rostro del
pueblo diaguita

41
Capítulo III
Rostro del pueblo diaguita
El gentilicio diaguita era conocido y aplicado a los habitan-
tes de los valles transversales, definición tradicional que nos
enseñaron cuando niños, mucho antes de la invasión euro-
pea, cuya voz parece ser una corrupción fonética provocada
por los peninsulares de Tiakitas o mejor Tiyakitas. Tiya, en
lengua vernácula, es morar, y Tiyana es trono, asiento. Así
que Tiyakitas sería: los que vivían asentados en el lugar. Se
designaban así para distinguirlos de otras tribus nómades
que merodeaban el vasto territorio en donde moraban. Para
los cuzqueños más tardíos de la época prehispánica, sim-
plemente serranos, porque poblaban la serranía andina. En
tiempos históricos, siglos XVI-XVII, continuó siendo utilizado
por los españoles para designar a los habitantes del “cerca-
no norte chileno”, diferenciándoles así de los indígenas que
vivían en el valle central y bosques del sur. Sin embargo, la
tradición oral tiene su propia versión, poco conocida, pero no
por ello menos interesante, según la cual Tiakitas significaría
(pero leído como thia, lejos, y kita, fugitivos), los que llegaron
de lejos.
El concepto geográfico “cercano norte chileno”, menciona-
do en el párrafo anterior, podría ser conocido también como
“antiguo norte de Chile”, por el simple hecho de que el antiguo
Reino de Chile comenzaba en Copiapó. Esperamos terminar
así con la impropia y discutible denominación de nuestro te-
rritorio como Norte Chico, injusto y peyorativo. Por compara-
ción y oposición de conceptos, es lo más racional suponer que
“lejano norte chileno” o “nuevo norte chileno” podría referirse
a las regiones de Antofagasta y Tarapacá, por su más tardía
incorporación a la vida nacional.
Volviendo a los diaguitas, al igual que los mollinos, nada

42
se sabe con seguridad sobre sus orígenes, ni certera es la
época de su primera aparición en la zona. La tradición oral
nunca lo ha contemplado por tener el carácter de un abismo
infranqueable. Algunos tipos de alfarería adscritos a su cultu-
ra descubiertos en ciertas regiones de las provincias argenti-
nas, parecen pertenecer a un período anterior a la civilización
Tiahuanaco (600 a 900 d.C.), que abarcaba un área inmensa,
la cual se dilató fuera de las regiones de su asiento original
hasta el interior de lo que hoy conocemos como Ecuador, el
Salar de Atacama y los territorios del noroeste argentino. En
nuestro suelo, los restos más antiguos encontrados corres-
ponden a la misma época.
Incluso más, no se ha podido determinar con suficiente
certeza si se radicaron primero en Argentina, cruzando Los
Andes después o si sucedió al revés. Destacados investigado-
res aseguran lo primero y demás autores lo siguen escrupulo-
samente pero, como lo expresamos anteriormente, los restos
más antiguos parecen ser contemporáneos a uno y otro lado
de la cordillera, aumentando todavía más el grado de incerti-
dumbre.
Tomando para este trabajo como “más aceptado” el primer
argumento, la penetración de los diaguitas por los boquetes
cordilleranos desde el noroeste argentino, presumiblemente
Catamarca, debió ocurrir antes o en el momento de producir-
se el fenómeno conocido como “anomalía climática medieval”,
que implicó importantes cambios en el medio ambiente a ni-
vel mundial. Debemos hacer presente que, en aquel momen-
to, los vikingos se aprovecharon de la desaparición del hielo
en el océano Ártico para colonizar Groenlandia y otras tierras
periféricas del norte canadiense.
En este período, la cultura diaguita ya era desarrollada,
aun cuando todavía algo primitiva, pero contemporánea a
uno y otro lado de la cordillera. Tenemos, entonces, en el valle
del Huasco un pueblo afín a la vasta nación de los diaguitas
trasandinos, cuya cultura y desarrollo posterior han estado
sujetos a una estilización local y diferente, influyéndose recí-

43
procamente.
No entra en el plan de este libro reproducir los pormenores
de aquellos pueblos trasandinos. Las reminiscencias sucintas
que se anotan obedecen al propósito de acentuar el hecho
del acercamiento de las poblaciones por ambos lados de Los
Andes, un ir y venir de gente que por todos los tiempos ha
mantenido estrechos lazos de comunicación.
Sin duda, la característica geográfico-geológica del lugar
influyó en su compromiso con esta tierra, aun en tiempos
contemporáneos. Las catástrofes naturales como riadas, des-
lizamientos de cerro por licuación o bajadas de quebradas,
determinaron una sensación de estoicismo sobre la conducta.
Se saben expuestos a ser arrasados en cualquier momento del
lugar elegido para vivir por las fuerzas de la naturaleza, pero
cuando ello ocurre y un hogar es destruido por una avalan-
cha de lodo y piedras, no se marchan del sitio siniestrado, no
lo abandonan y reconstruyen la vivienda en el mismo punto.
Esta aceptación con alguna dosis de resignación aparece
no solo en las adversidades naturales, sino también en las
familiares y sociales. Suele ser una conformidad pasiva que
les provoca seguir viviendo en peores condiciones que antes
del desastre, pero simultáneamente tocados por un estoicis-
mo ardiente, un no dejarse vencer por las adversidades, con
una decisión heroica de seguir viviendo en aquel pedazo de
terreno y no en otro.
Serán estos clanes familiares los que se verán enfrentados
a los europeos al momento de la invasión y los protagonistas
de una nueva etapa en sus anales, de resistencia e integra-
ción a la ocupación extranjera.
Sus manos modelaron una cerámica variada y delicada, de
tal belleza, que no tiene comparación con otras hechas en el
territorio de la república. En general, consiste en la repetición
y combinación rítmica de unos pocos motivos básicos, como
escalas, rombos, triángulos, grecas y volutas, formando cam-
pos, por lo común, rodeados de una línea gruesa y separados

44
Fuente campanuliforme
(Colección Museo de la
Piedra, Vallenar).

Jarro zapato, utilitario diaguita para poner al fuego


(Colección Museo de la Piedra, Vallenar).

unos de otros por espacios libres o pequeños temas intercala-


dos, sirviéndose para sus dibujos de los colores negro, rojo y
blanco. Por lo demás, tenían tal seguridad en su trabajo, que
pintaron y dibujaron directamente sobre sus tiestos con sus
pinceles y colores, fiándose solamente de su cálculo intuitivo
para la compartición de los espacios.
Adicionalmente a la decoración imaginativa y geométrica,
dan vida a formas antropomorfas y zoomorfas, creando un
arte original y de profundo significado, como es el caso del
“jarro pato”.
Este cacharro de greda, junto con alcanzar un alto nivel
de sofisticación constructivo, resulta ser un reconocimiento
alegórico a los primeros clanes diaguitas que incursionaron
en esta tierra, simbolizado en esta ave acuática que nada con-

45
Jarro Pato
(Museo
Provincial
del Huasco,
Vallenar).

tra la corriente “el camino de los padres”, acción conocida en


lengua vernácula como “curapi”.
El deseo de decorar objetos de uso cotidiano son posible-
mente inconscientes manifestaciones del hombre que, a tra-
vés del obraje, crea valores estéticos, igual que la danza y la
música. Y el diaguita, en todos los tiempos, ha buscado esas
satisfacciones, las ha estimulado según su entendimiento y
conceptos, llevándolo por el camino de la evolución que lo
aparta algo de lo estrictamente material. Sin ninguna duda,
desarrollo influido también por las condiciones de bienestar
y, en especial, la mayor facilidad de procurarse el alimento,
base del diario vivir.
Es más, fueron talladores del hueso y de la piedra, forjado-
res del cobre, buenos tejedores, excelentes agricultores, pas-
tores y cazadores. Obviamente, sus tejidos deben haber sido
tan pintorescos y artísticos como su cerámica.
Considerando el gran desarrollo cultural que tuvieron, co-
nocidos en el sur andino como un pueblo de artistas, produc-
to de su concepción de vida, nunca llegaron a construir algún
gran centro urbano. Un asentamiento poblacional mayor o
ciudad era una ofensa a la naturaleza y a su manera de vivir;
ello implica que los que moran en esta deben ser alimentados

46
por los que ocupan el campo. Por ello mismo, en su socie-
dad no existía sometimiento y explotación de los pobladores
por alguna casta dirigente o de poder; tampoco pretendieron
realizar obras de arquitectura monumental, como los centros
administrativos, ceremoniales o templos de los pueblos de
Mesoamérica o la región del antiguo Perú.

“Tambería” o paradero de ocupación diaguita en la cordillera.


Los Pozos, río Laguna Grande.

47
Sus construcciones habitacionales eran chozas implemen-
tadas con madera, piedra, brea, churque, totora y barro, de
tamaño reducido y arquitectura simple, más bien modesta,
utilizadas simplemente para dormir. El benigno clima les per-
mitía realizar los trabajos cotidianos en los exteriores, bajo
la frondosidad de los algarrobos y sauces junto al río, en los
corrales y campos de cultivo.
Su filosofía de vida no estaba en la grandiosidad arquitec-
tónica o megalítica, sino apuntaba a una dirección mucho
más alta y refinada. Trabajar el ser, procurar construir un
tipo de persona con aspiraciones por lograr bienestar, sabi-
duría y espiritualidad elevada, capaz de alcanzar las instan-
cias más altas de la conciencia humana. El mayor honor al
que aspiraba un diaguita, a diferencia de reconocidas cultu-
ras americanas contemporáneas, no era “morir en la guerra”,
sino “trabajar la tierra”.
La tradición describe a los hombres: musculosos, de piel
tostada y cabellos negros tomados en moño, con altura corpo-
ral comprendida entre 1,65 y 1,70 metros, de carácter alegre
y amable.

Collares
de cuentas
discoidales
(Colección Museo
de la Piedra,
Vallenar).

48
Las mujeres, de menor y más fina contextura física, “de
buen parecer”, según relata Jerónimo de Vivar en su obra
Crónica y relación copiosa y verdadera de los reinos de Chile.
Gustaban de pintarse el rostro con pequeñas figuras seme-
jantes a medias lunas, usaban aros, brazaletes y pinzas de-
pilatorias de cobre; además, collares compuestos de pequeñí-
simos discos calcáreos perforados, alternados con pedacitos
de igual forma de malaquita (carbonato de cobre) y sostenidos
por medio de tendones de origen animal.
Tres siglos más tarde de aquella interesante apreciación
realizada por el cronista Vivar sobre la mujer diaguita, en
el mes de noviembre de 1821, debido al proceso investiga-
tivo por los intereses británicos en esta provincia, conocida
en aquella época como región minera de Chile, fondeó en el
puerto de Huasco el buque “El Conway”, al mando del oficial
de la marina británica Basilio Hall. De su obra Extractos del
Diario escrito en las costas de Chile, Perú y México, realizada
entre los años 1820 y 1824, publicada en francés en 1825 y
traducida por Carlos A. Aldao en 1916 para la Biblioteca La
Nación (Argentina), con el nombre “El General San Martín en
el Perú”, transcribimos de la página 214 el siguiente texto:

“Los hombres del Guasco eran de linda raza, bien


formados y generalmente hermosos, con manera
sueltas y más bien tranquilas; la mayor parte de
las mujeres son hermosísimas de rostro y figura;
en efecto, no vimos casi ninguna, entre cientos, que
no tuviera algo agradable en el semblante o la per-
sona. Lo que es más raro en climas tórridos, esta
observación comprende también a las mujeres ma-
duras; y aunque mucho más blancas que cualquier
sudamericano que hubiéramos visto hasta enton-
ces, todas se distinguían por los ojos oscuros y el
largo cabello negro de sus antecesores”.

49
La familia era el núcleo socioeconómico donde se producía
la diversificación del trabajo, ya sea por diferencia de edad,
género o habilidad propia de cada integrante. De esta mane-
ra, el hogar se convertía en el centro de formación social, don-
de se impartían las enseñanzas de hábitat, limpieza mental,
emocional y espiritual. Un modelo de sabiduría de cómo vivir
la cotidianidad y observación del entorno, caracterizado por el
fácil acceso a la felicidad y respeto por el medio natural, cono-
cimiento silencioso que no se enseña, simplemente se vive y
experimenta, entendiendo todo, sin necesidad de explicación
de nada.
La tradición familiar daba mucha importancia al momento
de venir a la mujer su flor o mes, la primera vez. La niña debía
ayunar durante tres días, permaneciendo todo este tiempo
en su casa; de igual manera, respecto de la primera relación
sexual de la joven célibe.
Las madres enseñaban y aconsejaban. El primer hombre
para una mujer debería ser un “buen hombre”, en el sentido
estricto de la palabra, porque en ella iba a quedar la impronta
de su energía, energía sutil que podría ser de calidad superior
o bien corresponder solo al apetito de la animalidad. Aque-
llo explicaría la razón de porqué muchas mujeres optaran,
sin cuestionamiento, a ser la segunda o tercera esposa de un
gran cazador o cacique, en lengua nativa “lachei”, para teñir
con calidad su virginal interioridad, en vez de ser la única
mujer de un hombre mediocre. Por este motivo era aceptada
y extendida la práctica de la poligamia, cuyo término le otorga
al hombre estar vinculado con más de una mujer al mismo
tiempo, donde las partes habitaban el mismo espacio residen-
cial y los hijos eran educados como hermanos. Sin embargo,
la primera mujer era la preferida y superior a las otras en el
manejo de la casa.
En consecuencia, para el apareamiento, la mujer buscaba
al macho que hubiera realizado en sí mismo lo que significaba
la alta dignidad de masculinidad. Porque esa misma fuerza,
esa misma energía que demandó la perfección de sí, es la

50
que se va a proyectar como semilla en su interior y se va a
reproducir inevitablemente en aquella tierra apta y fecunda
de hembra. Entonces, el gran dilema de la mujer diaguita era
saber escoger al sembrador para ser fecundada por la mejor
de las semillas, acogiendo y envolviendo en sus entrañas el
germen de la vida y de la acción, puesto que de un modo ex-
clusivo hace pura y fecunda la energía femenina.
Por lo expuesto, pocos hombres podían darse el lujo de
tener varias “mujeres”; la generalidad tenía que conformarse
simplemente con una.
En relación al mismo tema, no tenemos antecedentes his-
tóricos ni memoria colectiva que nos permitan dilucidar si los
hombres al emparejarse o llevar a vivir a una mujer al hogar
de sus padres debía pagar tributo al otro clan, como ocurría
en otras culturas de aquella época. Tampoco tenemos infor-
mación del sistema empleado para cargar los hijos; sin em-
bargo, la tradición oral nos cuenta que, desde su nacimiento,
los pequeños vivían y se desarrollaban al aire libre. De hecho,
muy rara vez llegaban a enfermarse y la mortalidad infantil
parece haber sido escasa, ya que en sus cementerios se ha
identificado un porcentaje muy pequeño de restos infantiles.
En cuanto a las mujeres, durante el embarazo no cam-
bian en nada su régimen de vida, continúan ocupadas en
sus faenas agrícolas, ceramistas, textiles y en los quehace-
res habituales del “ruco”. Sin excepción, bañan a sus hijos
diariamente desde el primer día y los amamantan hasta que
los pequeños adquieren la habilidad de correr por la tolde-
ría. Desde ahí comienza la alimentación vegetal, preparada de
modo especial en forma de papilla o mazamorra.
Algo que las caracterizaba de sobremanera era el baño. Lo
realizaban al mediodía, completamente desnudas y rara vez
solas. Por lo general, se juntaban las doncellas de los diversos
clanes que formaban la toldería en las aguas tranquilas de los
remansos del río, preferentemente en un espacio boscoso que
les permitiera esconderse fácilmente al ser sorprendidas. Si
se trataba de un lugareño, lo invitaban a compartir sin mani-

51
festar el menor recato, pero si era un extraño huían de pudor
a ocultarse en la espesura de los montes.
El sistema educativo, en general, enseñaba a servir a la co-
munidad y lograr la plenitud de su desarrollo. Cada aprendiz
era, a la vez, maestro de su hermano menor y desde la infan-
cia el hijo varón se asocia a los trabajos del padre. Este es el
iniciador del hijo en los trabajos y detalles de la vida indígena;
lo dirige junto a otros parientes del mismo sexo en los por-
menores de la caza, labrar la tierra, cosechar, criar animales,
cortar madera y componerla para los distintos usos. En el
caso de la mujer, la educación recaía en la madre y en mayor
grado en la abuela.
Los niños no eran castigados por algún mal comporta-
miento o recompensados por otro bueno. Se esperaba que
por sus propios actos ganaran la aprobación del clan y fue-
ran productivos lo antes posible. Se pretendía que los niños
observaran y emularan a sus mayores, fabricando trampas,
implementos de labranza y caza a manera de juguete, atra-
pando pájaros, cogiendo frutos silvestres y plantas medicina-
les. Junto a las mujeres en edad fértil, eran considerados la
semilla del clan y se les protegía a toda costa.
La producción de bienes y su distribución estaba rigurosa-
mente organizada. Se preveía que cada miembro tuviera dere-
cho a la tenencia de tierras de cultivo. Las viudas, ancianos y
desvalidos eran asistidos por la comunidad. No había desam-
parados, los niños huérfanos eran adoptados por padres que
habían perdido hijos o por sus abuelos. Nadie era humillado
ni vejado. Todos tenían hogar, tierra, trabajo, alimento y ves-
tido que les permitía vivir dignamente. Aún más, no conocían
los sentimientos de envidia, mezquindad o egoísmo.
Las decisiones importantes para el bien común eran toma-
das de manera colectiva a través de asambleas, donde parti-
cipaban todos los miembros de la toldería que tuvieran edad
para realizar trabajos autónomos. Unían fuerzas con clanes
vecinos cuando había que realizar grandes trabajos públicos,
como sería la construcción de canales de regadío, obra que

52
les permitiría transportar agua para consumo personal; así
también, regar terrenos de cultivos emplazados sobre conos
de deyección en quebradas, terrazas aluviales y laderas de
cerros terrados.
De igual manera, muchas tareas del campo eran desarro-
lladas con la colaboración de vecinos, fortaleciendo valores
como la solidaridad y trabajo en equipo, quedando evidencia-
das en cada una de las mingas programadas para efectuar
siembras, cosechas y cacerías.
Para disminuir la carencia de comida por efecto de desas-
tres naturales u otros casos similares, tenían por costum-
bre guardar alimentos en depósitos comunitarios construidos
bajo tierra. Asimismo, cuando alguna comunidad caía en des-
gracia, los demás clanes de inmediato intervenían acudiendo
en ayuda. Reparaban los daños, restauraban los almacenes
y restituían los alimentos perdidos. Así, en el menor tiempo,
todo volvía a la normalidad. Es decir, contaban con un efi-
ciente sistema de seguridad socioeconómica.
Si se presentaban amenazas externas o ataques, los caza-
dores de todas las tolderías del valle procedían de manera or-
ganizada y colectiva a enfrentarlas. Las armas utilizadas eran
dardos arrojadizos, lanzas largas, arcos y flechas, macanas,
hondas, ollas con fuego en su interior y galgas. Estas últimas,
piedras de gran tamaño que arrojaban desde los cerros ha-
ciéndolas rodar, de manera que arrastraban otras, generando
pequeños pero destructivos derrumbes.
Las puntas de lanzas y flechas generalmente eran fabrica-
das en sílex o pedernal, labradas y retocadas en sus bordes,
formando filos cortantes o dientes, a veces muy menudos.
También hacían hermosos ejemplares en cuarzo blanco, de
color y cristal de roca, que son verdaderas obras maestras.
No existían diferencias sociales o que un grupo determi-
nado tuviera jerarquía sobre otros. Lo que sí existía era un
sistema de regulación de conflictos, donde los que impartían
justicia eran generalmente los más ancianos, “tatay” en len-

53
gua vernácula, y de reconocida sabiduría, elegidos no por vir-
tud de una ley o decreto, ni siquiera por sus capacidades in-
natas, sino porque en todo momento y en toda circunstancia
procedían como el padre que ejerce su autoridad con senci-
llez y benevolencia. Estos personajes tenían por misión hacer
las paces entre miembros querellantes y dar consejo a los
que concurrían en su búsqueda, pero sin mayor poder que el
otorgado por las partes en conflicto; en la vida cotidiana eran
otros más entre sus iguales. El área de reconocimiento como
consejero o juez contemplaba las tolderías contiguas que te-
nían relaciones de parentesco entre sí o que solían aliarse en
viajes, recolecciones, faenas de caza o agrícolas. Posterior-
mente fueron llamados caciques, denominación traída por los
invasores de una isla en el mar Caribe (La Española), para
referirse a todo individuo rico, que ejerciera influencia en la
muchedumbre, de gran parentela o cabeza de linaje.
Debemos mencionar que, en 1538, la Corona dictó una
Real Cédula, ordenando que cualquier autoridad indígena
fuera solo llamada “cacique”, desde los más humildes jefes
de bandas poco numerosas, hasta los reyes y nobles de los
extintos imperios prehispánicos. Se ponía en este documento
especial cuidado en prohibir el tratamiento de “señor”, que en
castellano podía implicar una autoridad efectiva y un trato
reverencial.
Considerando el grado de complejidad social adquirida,
sumado a los abundantes recursos naturales a su disposi-
ción y ordenamiento parental que se daba al interior de las
diversas tolderías, este pueblo no requería la existencia de
algún gobernante. Constituía una sociedad de caseríos inde-
pendientes entre sí, pero unidos por el lenguaje, creencias,
costumbres, incluido el territorio trasandino, comprendiendo
la parte suroeste de Salta, toda Catamarca, los valles occiden-
tales de Tucumán, La Rioja, excepto su parte más meridional,
la parte montañosa de San Juan y la región de Santiago del
Estero que limita con Catamarca.
Aunque no practicaban una religión como las conocidas

54
hoy, honraban e invocaban a sus ancestros, cuyo propósito
no era solicitar favores o perdón, más bien se trataba de un
deber filial de agradecimiento, un acto de valorar, respetar y
enaltecer a sus progenitores. En consecuencia, si honraban
la semilla, el fruto es honrado también.
Los europeos, bárbaros, ignorantes y de pensamientos
muy acotados a causa de la religión que profesaban, al co-
nocer esta singular práctica de culto familiar, sospechando
siempre la inspiración del demonio, comentaban que los in-
dios conversaban con los muertos.
Al hablar de “ancestros”, nos referimos a los que pertene-
cen al sistema familiar del que venimos; estos incluyen nues-
tros padres, a sus hermanos, a nuestros abuelos y bisabue-
los, a las generaciones que los antecedieron y a cualquier
persona que hizo algo por nuestro sistema, sea esto bueno o
malo. Y honrarlos, le daba a cada miembro de la comunidad
una mayor fuerza interior, gran carga de dignidad, responsa-
bilidad y sacralidad existencial. Por ello, las nuevas genera-
ciones tendrán conciencia familiar, conocerán la historia de
sus ascendientes, quiénes eran; amarán a los abuelos de sus
abuelos que no conocieron y mirarán el pasado sin juzgar;
solo agradecerán y darán alegría al clan. Porque la vida se
impone siempre hacia adelante, con el impulso de los que ya
estuvieron y en cada paso que dieran, estaban sus huellas
señalándoles el sendero, en particular, en los momentos de
apremio.
Tomaban solo lo necesario para el sustento familiar, no
había disputa por la propiedad territorial, esta no existía, las
enemistades que podrían haber ocurrido no pasaban de ser
cuestiones locales provenientes de la ancestral relación hu-
mana, conflictos de orden mágico-religioso o superchería, que
perduran hasta el día de hoy. No se trata de un nexo mejor
o peor al actual, sino una organización social distinta, inser-
ta en una naturaleza abundante de recursos, permitiéndoles
crecer demográficamente y desarrollar en su población el ca-
racterístico espíritu cooperativo y de gran fortaleza.

55
Honraban y amaban a la Mamu Ashpa (2), entendiendo
que lo que le suceda dependerá del armonioso equilibrio entre
todos los seres que la pueblan y, como buenos hijos, asu-
mieron la responsabilidad de convertirse en sus guardianes,
simbolizando en el gran guanaco blanco o “Llastay”, el espí-
ritu protector de la flora y fauna nativas, primer componente
sagrado del mundo diaguita. El vocablo guanaco, en lengua
cacán, es “llai”.
Desde remotos tiempos, existe la leyenda serrana de que
este ser mítico no permite una cuota de caza mayor a la es-
trictamente necesitada por los cazadores, ahuyentándolos del
lugar con fiereza y de las más variadas e insólitas maneras.
Algunas veces se le puede ver transfigurado en un guanaco
blanco de gran tamaño y belleza indescriptible, capaz de co-
rrer más rápido que cualquier otro animal y eludir las balas
de los cazadores furtivos modernos; u otras tantas, como un
solitario anciano diaguita con ojos de puma y voz poderosa.
Incluso, se le atribuye la capacidad de convertirse en viento
para desaparecer o pasar desapercibido entre los cazadores
como, también, asistir a los montañeses extraviados o que
sufren escasez de alimento, producto de alguna tormenta cor-
dillerana, señalándoles en sueños la ruta a seguir a los pri-
meros y dándoles la ubicación de las manadas de guanacos
sin crías a los otros, para que puedan cazar lo necesario y no
padecer hambruna.
Por cierto, hermosa y sentida elaboración intelectual en
un entorno natural, donde se privilegia la relación entre seres
animados con un sorprendente grado de interrelación.
Por otro lado, las altas virtudes del puma: actitud vigilante,
ataques ágiles y perfectos; aparición veloz y huida pulcra; el
largo alcance de su salto hacia arriba, necesario para tomar-
se el cielo por asalto, y su particular conducta sexual, al ser
el mamífero que más tiempo dedica al cortejo previo y post
apareamiento, hacen de este felino en la antigua conciencia

2. Vocablo diaguita referido a la Madre Tierra.

56
diaguita el representante de la máxima expresión de virilidad
y fuerza creadora serrana. Segundo componente sagrado del
mundo diaguita.
Dentro de su organización sociopolítica, el valle del Huasco
estaba integrado por dos partes o mitades que distinguían el
sector alto o montañés del sector bajo o costero. Cada unidad
contaba con un representante o cacique, considerado simbó-
licamente hermano uno del otro.
Con el referido sistema de gobierno dual, los lectores en-
contrarán, sin ninguna duda, origen y sentido a la antigua
nominación de Huasco Bajo y Huasco Alto, este último, tér-
mino utilizado hasta casi finales del siglo XX, sustituido en
las últimas décadas por la expresión “interior del valle” o sim-
plemente “interior”. Debemos precisar que, en los años co-
loniales, estos lugares eran conocidos como Huasco Bajo de
españoles al uno y Huasco Alto de indios al otro, por un sin-
gular pueblo, como lo veremos más adelante. A diferencia del
primero, del otro no se guarda memoria sobre el nombre pre-
hispánico, el que hoy tiene corresponde a finales del siglo XIX
y es en homenaje a la asunción o tránsito de la Virgen María.
No vivían concentrados en una comarca. Por lo extenso del
territorio, usaban varios pedazos de terrenos distantes entre
sí; también realizaban desplazamientos estacionales, lo que
implica control de territorios sin uso simultáneo de pisos eco-
lógicos ni desplazamiento de grandes agrupamientos, pero sí
de complementariedad de recursos entre grupos geográfica-
mente distantes, aunque emparentados.
Tenían sentido de la propiedad privada respecto a sus bie-
nes más íntimos: la familia y sus utensilios; en cambio, la
tierra y los animales pertenecían al clan. También contaban
con el recurso de la memoria; así, mediante la repetición y
declamación de los hechos relevantes, lograban que estos se
transmitieran de una a otra generación.
La idea mental que tenían sobre una fuerza sutil y gene-
radora está en todo y en todas partes, no es buena ni mala,

57
su transformación en creaciones beneficiosas o destructivas
depende de cómo es usada o calificada. El pueblo diaguita no
necesita validar nada con la ciencia occidental, puesto que
su espiritualidad se expresa desde un contexto ajeno a ella y
si recurrimos a sus nociones, es con el simple y único fin de
llegar a ser comprendidos por lectores no-indígenas, así como
hacer evidente, a los ojos de los lectores diaguitas contempo-
ráneos, los alcances formidables de su sabiduría ancestral,
viviendo en perfecta correspondencia con la fuerza descono-
cida que mueve la evolución.
Pero esta energía también requiere de opuestos para pro-
veer el equilibrio natural y este se produce por la conver-
gencia de los cuatro elementos fundamentales: tierra, agua,
aire y fuego. Aquello les llevaba a concebir que el medio en
que se vive y convive está hecho de paridades, de opuestos y
proporcionales; existe un equilibrio que se consigue según el
momento y las circunstancias. Asimismo, no pedían perdón,
sino rectificaban sus errores. Una de sus características más
destacadas en el diario vivir fue que hay que terminar todo lo
que se comienza y tiene que ser bien hecho.
Su cosmogonía estaba articulada por tres mundos: el
mundo de abajo, la raíz, nada puede existir sobre la tierra si
no está arraigada a ella y habría sido el puente de conexión
con los antepasados; el mundo inmediato, donde todo se ma-
terializa y ocupa el tiempo de nacimiento y muerte de cada
individuo; finalmente, el mundo de arriba, universo mágico
y espiritual, donde todos los seres están entrelazados. Aun
la inerte roca constituye un sujeto y participa de las conver-
saciones del microcosmos con el macrocosmos, los cuales se
encuentran en perfecta correspondencia.
Un componente importante en su concepción de la realidad
es que en ella convivían el mundo natural y el sobrenatural,
porque asumían este último tan real y tangible como el otro.
Su conocimiento era instintivo, la razón estaba supeditada
al espíritu, por tanto se espiritualizaba y dejaba de ser ins-
trumental. Imágenes e ideas determinadas que llegaban a sus

58
mentes tomaban sentido y se dejaban llevar, porque eran los
ancestros actuando como guías.
Tenían plena conciencia de que las cosas se revelan en
la medida que crecemos o evolucionamos. El ser de un niño
registra verdades del mundo distintas al adulto; el corazón
oscuro de un mal cazador ignora las verdades luminosas del
buen cazador; el ser de la mujer capta conocimientos válidos
del mundo distintos a los que se revelan en la mente del hom-
bre.
Concebían los lugares de asentamiento como puntos ener-
géticos del área andina, con una comunicación directa al cos-
mos o universo ordenado y armónico. No tenían lugares de
culto religioso ni liturgia, amaban todo, pero sin venerar a
nadie. Entendían que nada es más grande o más pequeño,
se sabían parte de un flujo evolutivo y estaban en este plano
para ser productivos y, si se entregaban a ese propósito, la
toldería con todos sus componentes podrían evolucionar ha-
cia un estado propio mayor.
Las estaciones del año eran conocidas por peculiares se-
ñales en la naturaleza. La época del pasto nuevo y nidos con
huevos empollando, primavera; la de los guanacos chicos, ve-
rano; de la grasa en los animales, otoño, y la escarcha maña-
nera, invierno.
Su particular conocimiento astronómico era fruto de la
observación profunda y constante del cielo nocturno. Algu-
nos astros destacados entre el manto estrellado les permitían
identificar lo que hoy conocemos como puntos que guían el
caminar; otros, explicaban su presencia con creaciones de
fantasía referidas a su experiencia terrena. Entre ellos, la Vía
Láctea y las nubes de Magallanes, respectivamente entendi-
das como sendero y revolcadero de guanacos; la constelación
estelar conocida hoy como Cruz del Sur, tenida por represen-
tación de la huella del ñandú, la mayor ave que conocemos,
no vuela pero se ayuda de las alas para correr a pie o los siete
guanacos, siete estrellas que se distinguen a simple vista en
los meses de estío, pertenecientes al famoso cúmulo abierto

59
Las Pléyades, en la constelación de Tauro. Rebaño de camé-
lidos vigilado por el pastor, la estrella más notable del cielo
nocturno y de la constelación del Can Mayor, conocida con el
nombre propio de Sirio.
Agradecían sus funciones, de igual manera los fenómenos
naturales, pero en ningún caso los adoraban, porque adorar
significa temor a una fuerza divina, dogma que caracteriza
las enseñanzas de las religiones occidentales. Sin embargo,
tenían gran fascinación por los ciclos solares y lunares, cuya
comprensión era fundamental para realizar buenos cultivos y
satisfactorias cosechas, aprovechando adecuadamente la in-
fluencia energética del sol en las diversas épocas del año y de
la luna. En virtud de lo anterior, sembraban maíz, poroto y
zapallo, cuando esta última se encuentra creciente; en cam-
bio, la papa y tala de árbol para madera en menguante.
Uno de los indicadores para predecir el comportamiento de
las lluvias dentro del período anual, era la observación de lo
que hoy llamamos “lucero”, denominación popular para refe-
rirse al planeta Venus, el objeto más brillante del cielo des-
pués del sol y la luna. Cuando se asienta hacia la cordillera y
se muestra visible a primera hora de la mañana, será “tempo-
rada buena” o lluviosa. Al contrario, cuando se asienta hacia
donde se pone el sol, igualmente visible al atardecer y duran-
te las primeras horas de la noche, será “temporada mala” o de
sequía. Para períodos más cortos, mediante la observación del
comportamiento de los animales, insectos, lombrices y aves.
Y para predicciones inmediatas, pongo por caso, cuando se
incursiona por los contrafuertes cordilleranos y la brisa del
amanecer trae consigo olor a monte húmedo, se debe buscar
refugio por la pronta llegada de un temporal.
Sin embargo, a partir de la medianía del siglo XX, los que
transitan por los arcaicos senderos andinos aseguran que,
producto de los cambios y transformaciones acontecidas en el
ámbito natural de la serranía, las sutiles señales del entorno
natural que permiten predecir el comportamiento del tiempo,
heredadas de los antiguos, se han tornado imprecisas.

60
Continuando con el asunto, en el ámbito social se regían
por códigos, principios morales y éticos prácticos aplicados a
la vida cotidiana, referentes que les indicaban qué hacer para
vivir bien, es decir, en armonía dentro de la comunidad, don-
de todos los integrantes se preocupan por todos y cada indivi-
duo trataba de ser útil a la toldería. Lo más importante para
este pueblo era el desarrollo de la conciencia colectiva y leer
las arrugas de los abuelos para retomar el camino extraviado
en algún momento de sus vidas.
El desarrollo de la espiritualidad se lograba viviendo en
armonía con el ambiente que les rodeaba; los escenarios na-
turales eran las aulas donde se manifestaba la energía crea-
dora en todo su esplendor. Los espacios domésticos, locales
o familiares eran lugares amables y gustosos para todos, fes-
tejados desde “el fondo del alma” con cantos y danzas al aire
libre. En ese estado pleno, no existe división de materia y
espíritu, ni separación entre lo abstracto y lo concreto, ni con-
fusión entre ilusión y realidad.
En virtud de las particularidades mencionadas, parece es-
tar el secreto para vivir conectado a la fuente primera, por-
que recién hoy entendemos que el poder creativo mayor del
universo surge primero en cada uno y luego fluye hacia los
demás.
La muerte no se considera negativa o cese de todo, sino
transformación. Cuando un anciano sentía el peso de los
años sobre su cuerpo y el llamado de la Mamu Ashpa, con-
vocaba a los hijos ante su presencia. Poniendo de testigos a
los ancianos de la comunidad, impartía consejos de unidad
familiar, de trabajo, de solidaridad y hacía repartición de sus
bienes, derecho que, a su vez, los herederos debían merecer-
lo. Así y todo, era bastante común, como una manera de aho-
rrar molestias a sus familiares, que se aislara en la serranía,
esperando con estoica resignación el final de su existencia.
El individuo que moría pasaba a ser parte del mundo es-
piritual y regresaba al lugar de donde surgió. Su aventura
terrenal terminaba y cruzaba el puente sobre las rápidas y

61
rumorosas aguas del río místico de regreso al origen, llevan-
do como vitualla únicamente la voluntad, suficiente amor y
agradecimiento en su corazón.
Las sepulturas o cistas, cajas pétreas un poco más largas
que el occiso, eran hechas con mucha habilidad. En el fondo
de una excavación poco profunda, se colocaban piedras lajas
graníticas de una altura de 50 a 60 centímetros, cercando
así la sepultura por los costados, más ancha en la cabecera
y más angosta en los pies, sin piso y tapadas muchas veces
con una gran plancha del mismo material o de dos y tres lajas
dispuestas una al lado de otra. El cadáver era depositado en
toda su extensión en decúbito dorsal. Así, también, sepulta-
dos simplemente en tierra.
Desgraciadamente, estos singulares cajones funerarios pé-
treos han desaparecido del territorio, por encontrarse situa-
dos en lugares aptos para desarrollar labores agrícolas inten-
sivas. Al estar a poca profundidad bajo la superficie del suelo,
la maquinaria agrícola de labranza del pasado siglo las des-
truyó; de la misma forma, la osamenta y el ajuar funerario,
sobretodo la alfarería. Si aquello no fuera todo, los mismos
labriegos terminaron por destruir las tumbas, al revolver los
restos óseos en busca de objetos valiosos.
El ritual fúnebre celebrado en el momento en que el alma
aloja con la muerte y se apronta para el despertar del espíri-
tu, a la entrada de ese amanecer espléndido que es la visión
desnuda de sí mismo, consistía en hacer presente lo que está
ausente con los componentes más significativos de su vida.
Esta formalidad reafirmaba los lazos familiares, tanto con pa-
rientes de sangre como con aliados. Tenían la convicción de
que el alma, hálito sutil y etéreo, una vez desprendida del
cuerpo físico, no desaparece ni “se va” de inmediato, sino gus-
ta frecuentar lugares y personas a las cuales estaba afectiva-
mente ligada. En consecuencia, tiene las mismas necesidades
y disfruta de los elementos, sentimientos y placeres que los
corporalmente vivos. Así, era preciso seguir atendiendo sus
necesidades para que nada le faltase, creándose, por este mo-

62
tivo, la costumbre de enterrar con los muertos aquellos obje-
tos, herramientas, armas e instrumentos utilizados en vida y
que caracterizaron su actividad en el clan.
Por consiguiente, a un cazador se le depositaba como ajuar
flechas o lanzas, peñascos de cuarzo o pedernal; a los alfa-
reros, una ollita, piedras de bruñir, tierras compactadas de
color blanco, negro o rojo; a un metalurgo, un crisol para fun-
dición. Desgraciadamente, otras actividades no han dejado
señales; el factor climático ha destruido sus vestigios, como
los que se ocupaban en las faenas agrícolas; los tejidos, cons-
tructores o los que trabajaban la madera, cestería, cueros y
muchas otras más.
Durante los veintiún días inmediatos al fallecimiento,
los indígenas estimaban que si nombraban al difunto por
su nombre, este podía volver del mundo de los muertos por
creerse llamado. Por tanto, durante ese período no hablaban
jamás de él pronunciando su nombre; empleaban solamen-
te alusiones como, “finado”, “difunto”, vocablos impersona-
les que hasta hoy son utilizados. Pero en su concepción del
mundo, los espíritus de los muertos seguían siendo parte de
la comunidad y como tales, por medio del poder de los sueños
o la intervención del curandero, se hacían presentes cuando
se les requería, en especial, para que ayudasen en trabajos de
gran envergadura.
Viviendo en estado natural, solían desarrollar una ma-
yor sensibilidad a estímulos provenientes del “otro mundo”,
conocidos en el campo normativo por estados alterados de
conciencia, adquiriendo información por medios diferentes a
los captados por los órganos de los sentidos e interpretando
ciertas situaciones como anunciadoras de la presencia de la
muerte en el lugar, entre las cuales podemos citar: cuando el
chuscho amparado en la oscuridad de la noche canta en los
alrededores de la toldería o al escuchar el lastimero y prolon-
gado aullido de un perro.
Como es natural, producto del intenso trabajo físico y una
adecuada alimentación, la salud de la población fue óptima,

63
aún más, contaban con un instinto serrano para encontrar,
dentro de su medio circundante, todo cuanto necesitaran
para tratar alguna dolencia física, por cuanto cada miembro
de la comunidad tenía la habilidad de automedicarse, em-
pleando simplemente elementos del entorno natural. Solo en
casos de enfermedades poco convencionales solicitaban ser
asistidos por un “especialista”.
El vocablo original para referirse al especialista o encar-
gado en prevenir y tratar la salud física y del alma de indivi-
duos, familias e incluso en su conjunto, era “kalku”, término
casi perdido en la tradición oral. Los más antiguos, por uso
y costumbre, utilizan el término “yatire”, tomado en tiempos
de la Colonia de la región altiplánica, también caído en des-
uso. Hoy se utilizan las palabras “curandero”, “yerbatero” o
“chamán”.
Este singular personaje estaba plenamente integrado a la
comunidad; no se comportaba como alguien superior o extra-
ño al grupo. Conocía los protocolos, cánticos y rituales como
líder espiritual; era consejero y médico asistente; poseía co-
nocimiento de las propiedades curativas de las plantas serra-
nas.
Su dignidad era otorgada y transmitida por herencia, de
una generación a otra y, ocasionalmente, por vocación. En
ambos casos, designada por fuerzas sutiles donde participa-
ban reconocidos antepasados del clan, con posterioridad am-
pliada de manera ecléctica, sobre la base de su experiencia y
preparación personalizada por el curandero guía.
Muy escasos son los datos que existen en la tradición sobre
tratamiento de enfermos pero, por lo poco que hemos podido
rescatar, el método de sanación se basaba en la convicción de
que todos los movimientos energéticos no convenientes pro-
ducidos a nivel del alma, se traspasan al cuerpo enfermándo-
lo y este personaje ejercía su arte reparando los vínculos rotos
o emociones desequilibradas, algunos de manera inmediata,
otros, en menos de dos plenilunios, lapso conocido posterior-
mente como cuarentena.

64
El proceso terapéutico se dirigía a la causa profunda de la
enfermedad, restaurando la integridad de aquella energía que
verdaderamente anima al ser y de la cual el cuerpo no viene a
ser más que una réplica, una manifestación material de aque-
lla. Eso nos sugiere que la alteración o desajuste físico expre-
sado en una dolencia o disfunción, no reside propiamente en
el órgano alterado, sino en ese doble etéreo responsable de
sostener la vida. Estas fuerzas no son convenientes al prove-
nir de otro lugar distinto a la vital unificadora y de claro efecto
adormecedor de la voluntad. Por lo tanto, los cuerpos exóge-
nos (¿tumores?), ubicados en algún órgano de sus anatomías,
no serán otra cosa que materializaciones que el propio indi-
viduo gestó inconscientemente, dada su precaria armonía y
ausencia de una mente consciente, capaz de impedir el accio-
namiento de fuerzas extrañas. Energía sutil, incorrectamente
llamada por el diaguita moderno como “mal”.
En un proceso de sanación llevado a efecto por el curande-
ro, el sonido seco y profundo del tambor armonizaba y abría
camino para que la energía reparadora se hiciera presente;
este le informaba el propósito y ordenaba al enfermo armo-
nizarse con la Mamu Ashpa. A continuación, agitaba en el
aire plumas de cóndor para que el espíritu del ave se llevara
lo que el cuerpo del consultante no necesitaba y la aspersión
con agua florida ayudaba a silenciar su mente; así se deses-
tructuraba cualquier intento de racionalizar el protocolo de
curación.
Hoy, con nuestro conocimiento y experiencia en sanación
holística, podemos afirmar que aquel ritual correspondía a
un evento de transferencia energética cuántica para eliminar
bloqueos.
Las plumas de cóndor utilizadas por el curandero eran
aportadas por cazadores escogidos del clan, aplicando una
antigua técnica de captura. Con gran respeto y solemnidad, el
selecto grupo de cazadores sacrificaba un auquénido herido
o viejo en las orillas de la Laguna Grande, lo cubría con gran
cantidad de sal y se ocultaba entre las matas de pingo-pingo,

65
cubierto con pieles de guanaco o puma. La majestuosa ave
carroñera muy pronto se hacía presente, debido a su vista ex-
traordinariamente aguda y se abalanzaba sobre la presa. La
carne salada le producía sed excesiva, llevándola a beber de la
laguna gran volumen de agua que, sumada a su característi-
ca de comer hasta saciarse, le provocaba como consecuencia
exceso de peso que le impedía volar, situación aprovechada
por los cazadores para salir del escondite, capturarla y quitar
las plumas requeridas, para luego ponerla en libertad.
Esta ave, “candei” en lengua cacán, que recorre el espacio
aéreo bañado de sol sereno con las alas desplegadas descri-
biendo grandes círculos, corresponde al tercer componente
sagrado en el mundo diaguita, representante del mundo es-
piritual que “todo lo ve”. Además, de aquella contemplación
mística ejerce un papel de la mayor importancia en el eco-
sistema: mantener la serranía libre de cuerpos en estado de
putrefacción.
Este buitre andino no es un ave de rapiña, ya que sus pa-
tas no son prensiles; sin embargo, son bastante robustas y
con dedos fuertes, pero de uñas romas relativamente débiles.
Fueron los ibéricos que equivocadamente sostuvieron, desde
los primeros tiempos de la invasión, la creencia de que era un
pájaro dañino, capaz de robar niños pequeños o animales de
los ganados.
Uno de los “kalku” o “yatire” de mayor renombre que ha
existido en el valle del Huasco, fue Paypullan. La tradición
oral nos señala que era una mujer de edad indefinida; na-
die de sus contemporáneos conoció verdaderamente su edad.
Habría nacido probablemente en los alrededores del lugar lla-
mado en la actualidad Quebradita. Sin importarle su lugar de
origen en donde debía ejercer su habilidad, recorría el valle
con sus rincones, llevando bienestar a los numerosos clanes.
Poseía gran poder de control sobre los elementos de la na-
turaleza, motivo que llevó a los ibéricos a temerle de sobre-
manera, entre ellos el gobernador Ambrosio O’Higgins, en los
días de su incursión a la toldería de Paitanas. Uno de sus

66
tantos “dones” consistía, utilizando solo el pensamiento, en
levantar y arrojar gran cantidad de piedras a la vez, con mu-
cha precisión y del tamaño capaz de hacer caer un jinete de
su cabalgadura.
Aquella extraordinaria habilidad de Paypullan llevó a los
invasores a capturar y torturar un yatire de menor jerarquía,
hasta obtener la información que causaría desdicha a la ve-
nerable mujer. Para contrarrestar su poder, debía ser poseída
por un hombre impuro.
En consecuencia, fue apresada y violada reiteradamente
por la soldadesca en el transcurso de un fatídico día. Luego
de ser acusada de brujería, fue atada a un algarrobo, el árbol
sagrado del pueblo diaguita, para ser quemada viva en el infa-
me fuego purificador de la hoguera, en el mismo lugar donde
hoy se alza la iglesia San Ambrosio de Vallenar.
Asimismo, antes hubo otro poderoso yatire en la costa,
cuyo nombre era Hayahueco. Utilizaba como instrumento de
sanación conchas de mar, portadoras de la carga energética
de aquel gran cuerpo de agua, elemento relacionado con la
pureza y la vida espiritual. Las conchas pequeñas las utiliza-
ba en la fabricación de collares de protección personal y en el
tejido de móviles para ser colocados en la puerta de las cho-
zas, con el fin de ahuyentar los “malos espíritus”.
En el Huasco Alto, contemporáneo al primer contacto eu-
ropeo, existió el valeroso yatire Ango Pango. La tradición oral
nos cuenta que en lenguaje vernáculo su nombre quiere decir
“espíritu del agua”, probablemente aludiendo al “talento” de
hablar con ella y provocar lluvia en años de necesidad.
Como elemento de sanación utilizaba cristales de cuarzo
aurífero. Según su concepción, este mineral era simplemente
agua cristalizada. En tiempos contemporáneos, impronta quí-
mica dejada por la evolución como presente por la capacidad
de detectar nuestras frecuencias energéticas y alinearlas. Co-
locando las vibraciones positivas por encima de las negativas,
el trabajo de sanación se centra en curar el aura y equilibrar

67
los centros energéticos y fomentar el amor.
La intensa búsqueda realizada por los invasores en su con-
tra, se debió a la ambición desmedida por la obtención de oro.
Era, además, conocedor de lugares en la serranía donde se
encuentran grandes depósitos del codiciado mineral.
Infructuosa resultó la búsqueda por la soldadesca; nunca
fue encontrado. Como buen diaguita conocía cada rincón de
la serranía donde ocultarse. La tradición también nos cuenta
que, antes de buscar refugio, trasladó a un lugar desconoci-
do, aun para los clanes, un cuantioso cargamento de oro. La
tradición oral a este respecto está fragmentada: unos dicen
que fue a la quebrada La Plata, de ahí provendría su nombre;
otros, a la quebrada Pinte, la mayoría en ambas. Sea donde
fuere, este valioso y sagrado cargamento, contenedor de la
energía sutil de varias generaciones diaguitas, no nos merece
ninguna duda que está y seguirá oculto bajo la protección de
los kalku o yatires que partieron de este plano de existencia y
hoy decoran el oriente eterno.
Las mujeres parían en sus hogares por medio del parto
vertical. La parturienta tomaba una posición perpendicular
al suelo, de rodillas o en cuclillas, con sus muñecas sujetas
a una o dos cuerdas pendientes del techo; le introducían plu-
mas de gallina negra por la boca, para provocar arcadas y por
ende pujos. Algunas veces era necesario aplicar el “manteo”,
acción de colocar a la mujer sobre una manta meciéndola
hasta lograr ubicar al bebé en posición de parto. En general,
el proceso era dirigido por una partera y asistido por mu-
jeres de la familia. Este singular sistema de alumbramiento
condensa todo el concepto de maternidad indígena; no solo
refiere un hecho participativo familiar y comunitario, sino que
permite, a la vez, que el nacido sea investido por la energía
de los tres mundos que formaban su cosmovisión serrana.
Finalmente, la placenta era enterrada.
De esta manera, las parteras aprendían el oficio asistiendo
a sus familiares y vecinas. Del mismo modo, las sobadoras
desarrollaban sus habilidades al tratar los problemas mús-

68
culo-esqueléticos primeramente de algún miembro familiar,
ganando prestigio cuando sus habilidades trascendían el
ámbito inmediato y la comunidad comenzaba a reconocer su
competencia en aquel campo.
Una de las características sociales más destacadas de las
mujeres consistía en visitarse unas a otras, llevando consigo
labores menores para continuar trabajando en ellas mientras
charlaban. Las visitas jamás se hacían sin llevar alguna pren-
da o un canasto de alimento como presente. Posteriormente,
en la época colonial, aquella buena práctica fue imitada por
mujeres criollas y españolas.
La vestimenta habitual del hombre consistía en una cami-
sa sin mangas ni cuello, que llegaba hasta poco más arriba
de la rodilla, ceñida a la cintura. En la época fría, llevaban
encima un poncho cuadrado que les cubría desde los hom-
bros hasta media pierna. El calzado era elaborado con talones
de guanaco, en una sola pieza amplia formando suela, cuyos
extremos se levantan a los lados y, por delante, cosido a otra
pieza que hace de empeine.
El cinturón eran dos correas de cuero o cuerdas de fibra
textil, crin o tendón de animal, en cuyos extremos se sujeta
un receptáculo flexible desde el que se dispara una piedra
natural redondeada de río a manera de proyectil, alcanzando
gran distancia y poder de impacto. En las hábiles y entre-
nadas manos de los pastores, era muy efectiva como arma
disuasiva, contra el ataque de pumas y zorros a los rebaños
de camélidos al pastar en la serranía; asimismo, por los la-
briegos, para espantar aves y animales que asolan las plan-
taciones nuevas.
En tiempos históricos, esta arma con un amplio espectro
espacial y temporal, es conocida como honda. Su nombre en
lengua vernácula lo desconocemos; solamente ha permane-
cido en la tradición oral la denominación quechua “waraka”.
Las mujeres, al igual que los hombres, utilizaban una ca-
misa sin cuello y sin mangas; además, un manto grande que

69
les enfundaba desde los hombros hasta los tobillos, anudado
al cuello o lo prendían con alfileres grandes de cobre, cuyo
remate era ancho y tableado; en su defecto, de hueso o es-
pina de cactus. Encima se ponían otra manta más pequeña,
cubriéndoles desde los hombros hasta la corva y la prendían
sobre los pechos por los mismos medios anteriores. Llevaban
sobre la frente, sujetando el cabello suelto o trenzado, una
cinta o huincha. Se amarraban la cintura con una faja ancha
y larga, con la que daban muchas vueltas al cuerpo. Su cal-
zado era como el de los hombres.
En ambos casos, las prendas de vestir eran holgadas,
permitiéndoles desempeñar con facilidad las actividades co-
rrespondientes al diario vivir. Sin embargo, por lo regular,
durante gran parte del año, el hombre cubría los genitales
con un taparrabo y la mujer lo hacía con un cobertor púbi-
co o especie de falda, llevando ambos el torso desnudo. De
igual manera, los niños y las niñas generalmente andaban
casi desnudos, cubiertos solo sus partes pudendas con tapa-
rrabos pequeños.
La ropa de vestir, mantas u otras prendas del hogar, eran
confeccionadas por las mujeres de la familia en los tradicio-
nales telares de cintura y suelo, con algodón o fibra de camé-
lidos, en especial vicuña, lana muy estimada por su finura
para realizar trabajos delicados.
Si la ropa de vestir o cualquier otra prenda se le rompía, no
a causa de vejez sino por accidente o se quemaba por alguna
chispa de fuego u otro percance semejante, la cosían con una
aguja hecha de espina y hebra de hilo del mismo color y del
mismo grosor empleado en la prenda, de manera que, hecho
el remiendo, parecía no haber sido rota. Y aunque fuese la
rotura del tamaño de un puño o mayor, la remendaban sir-
viéndose como bastidor la boca de un cántaro o de una cala-
baza partida por la mitad, para que la tela estuviese tirante
y pareja.
Por otra parte, la hora de la primera comida era por la
mañana, cuando la naturaleza había desplegado todo su po-

70
der y el paisaje era un escenario monumental; la siguiente al
atardecer, en el momento cuando el sol deja de jugar con el
brillo de las piedras. Los alimentos se consumían en el hogar
de manera familiar, alrededor del fuego, de forma lenta, con
tranquilidad y en medio de risas y bromas.
No hacían más comida que estas dos; en raras ocasiones,
se servían algún alimento al mediodía, cuando pastoreaban o
trabajaban la tierra. El alimento ingerido era liviano, pero de
alto valor nutritivo. Esta vieja costumbre la vemos hoy utili-
zada por arrieros en los viajes a la alta cordillera. El beber fue
distinto; no ingerían bebidas alcohólicas mientras comían,
pero después, según las circunstancias, podían beber hasta
el anochecer.
Como hemos dicho antes, desarrollaban una vasta activi-
dad de pastoreo de guanacos y vicuñas en forma doméstica
para la dieta de consumo. Aun así, realizaban cacería a las
manadas serrinas cada tres años, porque durante este perío-
do la lana ha logrado el máximo desarrollo y, en general, los
animales han tenido el tiempo suficiente para multiplicarse.
De ahí que, para respetar este ciclo natural, tenían varios
cazaderos llamados “chacos”, de manera que en cada tempo-
rada cazaban en tierras donde las manadas habían cumplido
el tiempo de protección, período de prohibición conocido en la
actualidad como veda.
El trabajo comunitario para la ocasión, conocido hoy como
rodeo, consistía en atrapar un gran número de camélidos sin
abatirlos. Los cazadores conformaban una gran cadena hu-
mana, desplazándose a través de las quebradas hasta cercar-
los; también se incluía el concurso de las mujeres y la colabo-
ración de perros, que desde cachorros eran adiestrados para
esta faena. Luego de una captura selectiva mediante lazadas,
eran trasquilados y algunos beneficiados para aprovechar la
carne como alimento comunal durante los días que durara
la faena. Después del esquile eran liberados para continuar
reproduciéndose. Tenían el cuidado de tomar solo lo que ne-
cesitaban para no contraer deuda con la naturaleza.

71
Antes de emprender una gran tarea o cualquier actividad
trascendente, invocaban a los ancestros como intermediarios
con el mundo espiritual, a modo de efectuar una transacción
energética sagrada. Es decir, “yo doy, tú me das, en reciproci-
dad y justicia serrana”.
Tenían la certeza de que, en definitiva, todo se paga, todo
se devuelve, por más que superficialmente se crea que no se
entregó nada a cambio de lo cedido o de lo tomado. Muchas
veces, el cobro de la naturaleza que se compensa a sí misma,
llega de un modo inusual.
Reanudando el tema, la tradición oral cuenta que, para
esta operación, venían los diaguitas catamarqueños, unién-
dose familias de ambas vertientes cordilleranas en una gran
fiesta sobre las cumbres andinas. Presumiblemente, aquello
habría dado origen a la creación de las diversas construccio-
nes pétreas emplazadas en la vasta cordillera.
Las incursiones de gente por ambos lados del macizo an-
dino debieron ser frecuentes y numerosas, como siempre lo
ha mencionado la tradición oral, interrumpidas únicamente
cuando las nieves del invierno cerraban los boquetes cordille-
ranos. El historiador Tomás Guevara, en su obra Historia de
Chile, publicada en 1925, hace referencia a que en una incur-
sión de indígenas chilenos al valle Yocavil, hoy Santa María,
en el centro este de la provincia argentina de Catamarca, fue
tan importante el número de miembros en la expedición que
algún cronista de la época la confundió con una invasión de
Occidente.
Con respecto al “mejor amigo del hombre”, mencionado
anteriormente como de gran ayuda en los rodeos, muchos
sostienen que en esta tierra no había en la época prehispá-
nica. Pero, sin duda, estos nobles animales ingresaron com-
partiendo la vida de los primeros hombres llegados al valle.
La tradición oral lo describe de tamaño mediano, con el pelo
largo y crespo, de color blanco o canelo, de piernas cortas, na-
riz aguda, cola enroscada y, generalmente, de ojos legañosos.
Por cierto, hasta hoy ha tenido muchos cruzamientos; sin em-

72
bargo, no son poco frecuentes los ejemplares de esta raza en
cuestión que vemos en la parte alta del valle, a pesar de que
casi desaparecieron después del contacto europeo, debido a
la introducción de otras razas caninas que trajeron nuevas
enfermedades, diezmando a la población perruna local.
Es imposible continuar por la historia del Huasco indí-
gena, sin dejar de mencionar algunas características de las
piezas de caza preferidas del diaguita. El guanaco, animal
serrino de la familia de los camélidos, tiene el pescuezo largo
y parejo, cuyo pellejo desollaban y lo sobaban con aceite del
cerebro del mismo animal hasta ablandarlo y con ello hacían,
como lo mencionamos anteriormente, el calzado que utiliza-
ban. Tenían la precaución de descalzarse al pasar arroyos y
en tiempos de lluvia intensa, porque el cuero mojado pierde
la dureza y toma la textura de una tripa.
Con la “tripa gorda” o intestino grueso elaboraban bolsitas
para la conservación de pequeños productos, como tendones
o grasa para ablandar estos mismos. No es improbable que,
asimismo, fabricaran otros objetos sencillos de uso corriente
para alguna aplicación que nos es desconocida.
Junto con aprovechar su carne y lana, haciendo hermosos
tejidos, lo utilizaban también para transportar pequeñas car-
gas, máximo treinta kilos, y la jornada de exigencia era de no
más de doce kilómetros por día.
Cuando se cansa, se echa en el piso y no hay manera de
levantarlo, aun cuando le quiten la carga. Si se lo exige en de-
masía, estira en alto el largo pescuezo, arquea la cola y echa
atrás ambas orejas; con esfuerzo muscular, hace subir las
hierbas a medio digerir que contiene su estómago y mediante
soplo enérgico arroja o escupe contra el instigador un tipo de
proyectil mucoso y olor desagradable, procurando alcanzar
el rostro antes que otra parte del cuerpo, con una precisión
impresionante.
Su carne es tierna, sana y sabrosa; la de sus crías de cua-
tro o cinco meses era prescrita por los curanderos para ser

73
consumida por enfermos en tratamientos prolongados. La
bosta era empleada como fertilizante y material de combus-
tión; además, cernida y diluida en agua, aún es utilizada por
arrieros para contrarrestar el mal de altura o puna.
Al bezoar o cálculo gástrico que se forma en el estómago
de estos animales, le atribuían poder cicatrizante de heridas,
cura de enfermedades de la vista; lo ingerían pulverizado para
aliviar el dolor de estómago, aunque era más requerido por
el efecto que tendría sobre el estado de ánimo de quienes lo
portaban. Hasta fines del siglo XIX, todavía les solicitaban a
los arrieros estos voluminosos cálculos llamados comúnmen-
te “piedras de guanaco”. Igualmente, patas de macho para
utilizarlas como elemento de masaje en el tratamiento y cura
de la parálisis facial, síndrome agudo o debilidad muscular en
un lado de la cara, conocido tradicionalmente como “hora”.
En la cotidianidad son rutinarios o, mejor dicho, sistemá-
ticos, menos cuando se ven perseguidos; entonces dejan los
senderos y se empinan con suma presteza, sin traspié, a las
más escarpadas rocas. Andan a paso lento y comiendo sin ce-
sar; siguen los caminitos que sus antepasados han marcado
en las subidas más recias, sendas perfectamente señaladas
que no logran borrar los inviernos.
En particular, se desplazan por la falda de los cerros. Allí
forman en el día de hoy rebaños de diez hasta cincuenta ca-
bezas, entre hembras adultas y jóvenes de uno u otro sexo, y
bajo el dominio absoluto de un líder. En épocas pasadas, las
manadas deben haber estado compuestas de muchos más
ejemplares. El hecho es que hasta finales del siglo XIX, tal vez
más cerca de nosotros, abundaba tanto el guanaco que los
abuelos cuentan haber visto, a la vera de los caminos, gran-
des manadas sin que manifestaran mucha sorpresa, porque
aún no eran tan inhumanamente perseguidos.
El revolcadero es público y se aprovecha en momentos con
orden determinado. A la salida y puesta del sol, el caudillo
de la manada, comúnmente llamado “relincho”, empieza el
ejercicio higiénico de revolverse en el polvo y después de él,

74
toda la manada; uno tras otro, sin atropello ni pretensiones
de primacía se revuelcan en el preciso sitio que pronto forma
una pequeña cavidad. Estos revolcaderos los utiliza cualquier
manada o individuo que los encuentre a su paso.
Así también son los defecaderos, presentándose como un
paradero obligado para cualquier rebaño o guanaco solitario
que camine por el lugar. Cada cual excrementa en el montón
general que, a la vez, llega a ser muy considerable, práctica
cuyo objetivo es conservar limpios los pastos serranos.
El “relincho” es el responsable de la dirección y defensa del
harén nómada. Tanto en los apacentaderos como en los des-
cansaderos vigila constantemente todos los contornos con ojo
avizor y al descubrir la presencia de algún enemigo da un ba-
lido especial, también llamado relincho, que pone sobre aviso
a toda la familia, la cual se presta a huir. Si da un segundo
balido, hembras y jóvenes emprenden fuga veloz, cubriendo
la retirada general, dispuesto a recibir los primeros golpes del
perseguidor. La agudeza de su vista y lo desconfiado de su
astuta experiencia, le ayudan de manera significativa en su
responsabilidad como líder.

Fotografía de guanaco, camélido silvestre.

75
El dominio de la manada es totalmente indivisible. Los ma-
chos que no han logrado atraer compañeras viven en hatos
dispersos y vagos o aislados y errantes. Tan pronto como los
machos jóvenes demuestran pretensiones conquistadoras, su
mismo padre los expulsa a viva fuerza con mordiscos, pata-
das y los persigue hasta considerable distancia del rebaño. Si
más tarde regresa, esperanzado en sus juveniles bríos y en
su buena estrella, traba una lucha parricida que dirime las
aspiraciones y los derechos del imperio. Lo propio sucede si,
en el vagabundear por la serranía, se produce el encuentro,
o de otro grupo ya constituido, o de algún macho solitario
reclamando el poder. Mientras el harén pasta indiferente, sin
preámbulo ni ultimátum se sueltan ambos en un encarnizado
combate cuerpo a cuerpo, en que forcejean todos los múscu-
los de cada luchador y en medio de gruñidos, salivazos, inter-
cambian coces terribles. A dentelladas se despedazan los la-
bios, orejas y mejillas; enlazan sus alargados cuellos y hacen
palanca uno en otro, tratando de derribarse mutuamente.
Cuando cae, por fin, uno de los combatientes, el otro lo patea
con insaciable furor y no termina el duelo hasta que uno, y
a veces ambos, quede tendido, sangrando y completamente
agotado, o vaya a rodar, al empuje del vencedor, por las pen-
dientes de las montañas o las asperezas de un precipicio.
De este modo, coronado de heridas, el glorioso triunfador
se señorea de las dos manadas fundidas en una y conserva el
imperio hasta que una derrota le arrebate el reinado.
Por su parte, la vicuña, animal mamífero más pequeño en
relación al guanaco, pero de la misma familia, frecuenta luga-
res elevados, fríos y secos, y desciende rara vez por debajo del
límite de las nieves altas. Al igual que su pariente, tiene las
patas largas y delgadas, terminadas en almohadillas, aptas
para caminar sobre varios tipos de superficie, incluso pedre-
gosa. No hay diferencia visible entre el macho y la hembra,
aunque el primero puede ser un poco más grande; es posible
diferenciarlos por su comportamiento.
Ocupa territorios bastante fijos a lo largo del año y, por lo

76
general, desarrolla allí todas sus actividades, cuyos límites
están demarcados por pilas de estiércol comunales o esterco-
leros que, además, sirven para la orientación de los miembros
jóvenes del grupo familiar. También cuenta con lugares de
baño de polvo o revolcaderos en los que empolvan el particu-
lar vellón, generándose un colchón de aire, volviéndolo más
aislante a las bajas temperaturas, evitando al mismo tiempo
el apelmazamiento de la preciosa y delicada lana. La zona
geográfica familiar en particular, en la cual las hembras son
atraídas por un macho territorial, posee un dormidero en el
sector más alto, un lugar de alimentación ubicado en una
elevación más baja y una fuente de agua. A diferencia del
guanaco, que subsiste a base del líquido vegetal, las vicuñas
no solamente escogen plantas suculentas, también necesitan
beber agua a diario.
Volviendo al tema que nos ocupa, si bien la necesidad e im-
portancia del alimento cárneo para el suministro de proteínas
debe ser indiscutiblemente reconocida, no lo deben ser me-
nos otros requerimientos fisiológicos en procura de conseguir
un adecuado balance dietético. Por una suerte de sapiencia
natural, como también milenaria, realizaban intercambio de
productos con otros clanes asentados en la parte baja del
valle que, además de la agricultura, tenían la pesca como ac-
tividad secundaria dentro de su ámbito económico.
Los grupos costeros no eran marinos avezados, si se los
compara con otros grupos étnicos marítimos del sur austral.
Fueron más bien pescadores de orilla; sin embargo, en sus
embarcaciones de cueros de lobo marino inflados, mamífero
muy abundante en la zona costera hasta el día de hoy, reco-
rrían fluidamente el litoral. Además de pescar y extraer locos
y lapas de los roqueríos, cogían algas marinas como cochayu-
yo y luche. Pero tenían una interesante manera de capturar
un marisco llamado macha.
Iban grupos de mujeres y niños a las playas del litoral para
cogerlas, aprovechando las mayores bajas de mareas en los
ciclos lunares. Se quitaban la ropa y se internaban en el mar

77
lo más lejos posible de la playa; cuando el agua les llegaba a
la altura de la cintura, revolvían con los pies la arena del fon-
do hasta encontrar el molusco y lo recogían hábilmente con
los dedos de los pies. Mientras realizaban esta maniobra, po-
nían gran atención a las olas y cuando veían venir una alta y
encrespada, corrían apresuradamente a tierra firme con gran
algarabía, evitando ser golpeados por ella y, posteriormente,
envueltos con la espuma de la resaca.
Disponían de un conocimiento acabado sobre la potencia-
lidad natural de su territorio y tenían una denominación para
todo paraje que mereciera ser identificado por alguna razón o
circunstancia. La memoria colectiva conservaba y transmitía,
de generación en generación, la valiosa información que daba
cuenta de la variedad, ubicación territorial de alimentos u
otros elementos, de la oportunidad en que podían conseguir-
se, del tiempo y forma en que debían explotarse.
El método para dar aviso de peligro, convocatoria, falleci-
miento o nacimiento a los miembros del clan dispersos por la
serranía y tolderías vecinas, era haciendo ahumadas de día
o llamaradas de noche. Para ello buscaban un lugar lo sufi-
cientemente elevado y encendían una hoguera en la que se
iba entremezclando hierba, ramas y hojas de diferentes tipos,
unas secas y otras humedecidas, lo que hacía que, según lo
que se echase, el humo tuviera diferentes tonalidades de gris
y formas. Sobre las llamas, dos nativos sostenían un pon-
cho tensándolo por los extremos mientras lo movían de arriba
abajo y otro de los nativos se encargaba de avivar el fuego e
ir echando las diferentes hierbas, con el fin de crear los di-
ferentes mensajes codificados en forma de nubes de humo o
llamaradas por la noche.
A pesar de su vida dedicada al trabajo, también existía una
fuerte vinculación al disfrute. Para ello, la música y los juegos
formaban parte de su esencia cultural. Con mucha regulari-
dad, cuando todos los integrantes de la familia estaban reuni-
dos junto al fuego, después de degustar la comida preferida,
hombres y mujeres danzaban saltando en alto y cayendo en

78
genuflexión, al son de flautas de caña (pincuyo) o de pan de
cuatro voces hechas de piedra talcosa y tambores.
El canto era monótono y de interminable repetición del
mismo texto, pero daban variación a la entonación con dife-
rentes voces. El excelente oído de los actuales comuneros y
su asombrosa facilidad en el aprendizaje y ejecución de los
instrumentos musicales, guitarra y acordeón, son sin duda
una herencia racial. Es de lamentar que los antiguos cantos
se hayan perdido por completo.
De igual manera, había momentos de recreación familiar
con un variado repertorio de juegos, cuyos objetivos y carac-
terísticas generales, según recuerdan los comentarios de sus
abuelos, los más ancianos hoy, no diferían sustancialmente
de los pasatiempos de las décadas pasadas.


Con la chala de maíz, entrecruzándola y atándola, forma-
ban una pelota blanda y ligera, para ir pasándola solo con
golpes de palma de mano entre uno y otro jugador. Perdía el
que la dejaba caer al piso, juego que se asemeja mucho a lo
que hoy se llama “La Quemada”. En ocasiones, era utilizada
como pelota una vejiga de camélido inflada, órgano muscular
con forma de bolsa, que en los siglos venideros fue sustituido
por el de vacuno, muy recurrido como sustituto del oneroso
balón de fútbol tradicional en mis días de niñez, cuando toda-
vía no conocíamos la pelota de material plástico.
En el caso de los niños, sus entretenciones consistían en
imitar, tomar como modelo a los demás seres de la naturaleza
o a los padres. Sus juguetes eran miniaturas de los utensi-
lios de uso común en los adultos, como hondas pequeñas,
similares a las que usaban estos últimos para cazar anima-
les. Así practicaban el oficio y aportaban a las tareas de la
comunidad; lo mismo ocurría con elementos para labranza o
pastoreo. A cierta edad recibían una cría de camélido, gesto
que tenía un doble carácter: lúdico y de formación. No era
una mascota, sino un animal al que debían poner nombre y
cuidar, incentivando al pequeño para ir formando su propio
rebaño.

79
Las niñas jugaban a las “visitas” o con muñecas fabricadas
por sus madres, de lana, barro o madera. Además, recibían
desde edad temprana piedras perforadas de distintos colores
para ir confeccionando un collar, que completaban cuando
alcanzaban la etapa de doncella.
A este respecto, podemos conjeturar que algunos juegos
conocidos el pasado siglo, también eran practicados por quie-
nes habitaban el territorio antes de la llegada de los europeos.
Unos son parecidos a otros que tienen orígenes muy diversos
y que se han expandido en todo el mundo. Los juegos están
presentes en la vida de los humanos desde sus inicios; por
ello, a veces, es muy difícil establecer un origen único. De
alguna manera, muchos se desarrollaron paralelamente en
distintos puntos del mapa, teniendo principios muy parecidos
e incluso hay tan antiguos y esparcidos por distintas partes
del globo, que no se puede establecer su origen, como ocurre
con el juego de los dados o el trompo de madera o arcilla.
En este contexto, los primeros españoles llegados a esta
tierra, según establece la tradición, se encontraron con una
fiesta singular de agua y danza celebrada por los diaguitas. A
esta expresión tradicional se le conocía como challa, “agua de
rocío” en lengua vernácula, y se debía a una antigua leyenda
serrana que nos cuenta:

“En la madurez del verano, una hermosa prince-


sa dolida de tristeza por su amor no correspondi-
do desapareció en las montañas convirtiéndose en
nube, nube que cada año vuelve para alegrar la tie-
rra y en el amanecer del día se posa en forma de
rocío sobre los pétalos de las flores del campo”.

El relato precedente, con explicables diferencias, se en-


cuentra también en la mitología de otros pueblos del área
andina, lo que permite entender que sus elementos descripti-
vos esenciales integran un patrimonio ancestral común, cuyo

80
origen se pierde en la noche del tiempo y los historiadores
nacionales han hecho desaparecer, pero no se ha perdido de
la conciencia popular.
Con el transcurso del tiempo, se produjo un sincretismo
cultural entre esta festividad con clara muestra de culto a
la naturaleza, a la época de calor, de las buenas cosechas
y a una determinación ecológica del tiempo humano que se
alegra y agradece los períodos de abundancia, con una cele-
bración de antigua tradición europea como era la saturnal
romana, que llegó a América asociada a la festividad católica
para dar espacio a prácticas no cristianas, fiesta situada en
tiempos de carnaval.
No existen crónicas que nos permitan reconstruir con fide-
lidad esta fiesta en los pasados siglos, pero la tradición oral
e imaginativa de los abuelos nos señala que consistía en el
abandono de la compostura para sumergirse en la desatada
fuerza de la naturaleza o de sus frutos, mediante juegos con-
sistentes en arrojarse agua de las acequias, tierras de color
“y otras cosas más”. Eran los días de las bromas pesadas,
los días en que nadie se enojaba o los días en que todos se
sentían niños.
Finalizados los tres días de alegría y locura, los diaguitas
volvían a su cotidianidad, quedando la fiesta carnavalesca
postergada para la vuelta de año. Sin embargo, al avanzar
y afianzarse el nuevo Estado republicano, las autoridades la
prohibieron de todos los lugares públicos, con la falsa justifi-
cación de hacerlo en aras de la “cultura y la decencia”. Moles-
taba a la élite burguesa ver mujeres en correrías con el pelo
suelto y enmarañado, los pechos jadeantes, brazos desnudos,
con los vestidos a media pierna empapados de agua y unidos
a la carne, dejando ver sus delicadas formas.
A pesar de la pretendida prohibición, el carnaval persis-
tió en el tiempo, pero bastante limitado, solo se “challaba”
con pétalos de flores, agua florida y papel picado. Aun así,
se le consideraba inmoral. Ahora se argumentaba que tenía
un marcado sentido erótico, provocado por la utilización de

81
la fragante albahaca, los papelitos de colores y los perfumes.
En la cuna del pueblo diaguita, suelo inmortal de los an-
tepasados de la Comunidad Chipasse Ta Tatara y lugar de
nacimiento del autor, antes de concluir el anterior siglo, el
carnaval como momento de jolgorio mutó; bien pudo ser rea-
lizado en un espacio de tiempo diferente al precedente a la
cuaresma, disociándose de su anterior significado y dejando
como herencia la “Fiesta Huasa de El Tránsito”, celebración
de estilo costumbrista impulsada por el Club de Huasos del
valle y realizada en el penúltimo fin de semana del mes de
febrero de cada año.
El esquema musical es mantenido durante largos perío-
dos, en donde se observan sutiles variaciones en cuanto a la
manera de tocar. Para un espectador ocasional, este sonido
puede resultar disonante y monótono; para los ejecutantes
son de una calidad estética insuperable y profundamente
arraigado en su vida.
Los brincos que acompañan aquella música pura, son
como saltos de niño tratando de complacer y congraciarse
con su madre. Estos cándidos danzantes no brincan para sí,
sino para alguien fuera del entendimiento racional.
La combinación de danza y música de baja frecuencia, con
gran espectro armónico, es un medio para alcanzar un estado
de conciencia que el pueblo diaguita estableció para relacio-
narse con el mundo sobrenatural, estado mental en donde
se cambia drásticamente la percepción del universo y surgen
sentimientos de unión cósmica y revelaciones fundamentales,
permitiendo unir, de esta manera, lo sagrado con lo profa-
no. Existe una abismante diferencia con el pensamiento oc-
cidental, en el cual lo religioso es solo divino, sin dar cabida
a lo humano, idea completamente opuesta al entendimiento
diaguita, en donde lo humano y lo divino forman un todo in-
divisible.
Su antigüedad no podemos precisarla. Los procesos socia-
les y culturales en esta tierra tienen inicios difusos. Por otra

82
parte, no existen registros en libros o documentos parroquia-
les; solamente tenemos la tradición oral que da cuenta de
una larga data. Posiblemente, comenzó con la evangelización
promovida por la Iglesia Católica para fomentar la devoción a
sus imágenes religiosas, como una forma de reemplazar las
tradiciones locales. Una cuestión más formal que de fondo, de
modo que los contenidos y significados de la doctrina no ne-
cesariamente se correspondían con las interpretaciones que
el mundo indígena les daba a las acciones rituales introdu-
cidas.
Es quizá la razón por la cual la memoria y la tradición po-
pular entienden esta expresión religiosa, que animadamente
ha pervivido durante siglos hasta nuestros días, como pro-
ducto del devenir histórico y social de carácter sincrético. En
este sentido, no es de extrañar que, en un principio, haya
sido llamado “baile de indios”, por la simple razón de que
eran indígenas quienes danzaban, cantaban, tocaban flautas
y tambores.
Aunque no es posible asegurar que la música y el baile que
vemos hoy sean los mismos de los primeros tiempos, creemos
que se manifestaron bajo una forma que hoy no podemos pre-
cisar, pero estimamos que guardaban apego a una práctica
diaguita que imperaba al momento de la invasión europea,
una curiosa costumbre indígena de celebrar y dar gracias a la
Mamu Ashpa, que el celo de la Iglesia de Roma no ha logrado
desterrar, sino el tiempo lo modificó en algún grado y, a la
vez, se dispersó a otros lugares del valle, en donde el sustrato
cultural y musical en la década del setenta del siglo pasado
también mutó.
Reanudando el tema, por el vivir en armonía familiar, con
los clanes vecinos y con el medio ambiente, pretenciosamente
suponemos que estos hombres no conocieron codicia o triste-
za, tampoco corrupción, locura, suicidio, soledad, delincuen-
cia, violación, asesinato de menores de edad y otras lacras
sociales difundidas en las noticias del acontecer diario de
hoy. En conjunto, todos compartían el mismo conocimiento

83
esencial, practicaban las mismas artes de vida, tenían igua-
les intereses y experiencias semejantes. Hombres y mujeres
se ven personas, no simplemente integrantes de operaciones
mecánicas, como la gente citadina actual ve a muchos de los
que tiene alrededor.
Obviamente, es en esta etapa de nuestra abandonada his-
toria cuando el huasquino alcanza la mayor integración al
ecosistema, generando la dieta alimentaria en relación al me-
dio y creando una tecnología propia de acuerdo con las nece-
sidades. Este período marca la consolidación de los procesos
de sedentarización habitacional que se venían gestando des-
de siglos antes, con una organización social más integrada y
compleja.
No se trata de idealizar un período definido de nuestra exis-
tencia, debido a que el hombre en todos los tiempos ha sido
un factor alterador de la naturaleza, pero en estricto orden,
esta época no registra acciones humanas que hayan desenca-
denado alteraciones ecológicas irreparables. A los miembros
de este pueblo, en ese entonces, jamás se les hubiera ocu-
rrido pensar que, en un futuro no lejano, el modo de sobre-
vivir en su propia tierra consistiría en ofrecer sus servicios a
cambio de una paga: la explotación del hombre por el hombre
no estaba en sus paradigmas. Nadie sabe o puede imaginar
las alturas de conocimiento civilizatorio y de perfección social
que hubiéramos alcanzado en ese camino de desarrollo per-
sonal y grupal, sin prisa, pero sin pausa.
Las particularidades culturales mencionadas anteriormen-
te, son una parte menor de un conjunto de residuos distorsio-
nados y degradados de su original tradición, que implicaban
una forma de alcanzar la iluminación diaguita, espiritualidad
sagrada que pone a disposición su modelo, práctica y cosmo-
visión de una manera sensata y abierta. A su vez, arquetipo
auténtico de bienestar, que aportaría principalmente a la cul-
tura occidental un conjunto de conocimientos y creencias ba-
sado en el contacto con la naturaleza esencial y respeto hacia
la sana convivencia de todos los elementos que la conforman.

84
Pero como en todo orden de cosas, al transcurrir el tiempo
histórico, la gente misma comenzó a degenerar, no tanto a
causa de la invasión europea, sino por la simple ley natural
de que todo nace puro y a medida que se aleja de su origen
se degrada, corrompe, anquilosa y muere. Por esta razón, los
descendientes de este pueblo comprendieron cada vez menos
la práctica espiritual y de sabiduría ancestral y hoy las cere-
monias y rituales están olvidados.

85
86
Capítulo IV
Invasión al
territorio de
los “antiguos”

87
Capítulo IV
Invasión al territorio de los “antiguos”
Al llegar los incas al territorio, a mitad del siglo XV, el
pueblo diaguita se encontraba culturalmente en la etapa de
transición hacia una sociedad de mayor desarrollo, contrario
a la apreciación de la mayoría de los historiadores chilenos.
La imagen de pobreza y escaso desarrollo, en todo sentido,
que se ha tenido de este lugar y de todo lo que hoy es Chile,
se debe al informe malintencionado de Diego de Almagro a
Carlos V para justificar el fracaso de su expedición. Es tan
cierta esta afirmación que Pedro de Valdivia, no creyendo
nada de lo expresado por Almagro, se vino a Chile pocos años
más tarde, invirtiendo su cuantiosa fortuna personal en la
empresa, seguro de que le daría buenos dividendos.

“Es tan llena de maldición aquella tierra, que en


ciento y veinte leguas de este yermo que anduvieron,
no se vio sitio ni aparejo para poblarse una choza”.
(Almagro, refiriéndose a Chile, en 1536;
citado por Gonzalo Fernández de Oviedo).

“Esta tierra es tal, que para poder vivir en ella y


perpetuarse no la hay mejor en el mundo; dígolo
porque es muy llana, sanísima y de mucho contento;
tiene cuatro meses de invierno no más, que en ellos,
si no es cuando hace cuarto de luna, que llueve un
día o dos, todos los demás hacen tan lindos soles
que no hay que llegarse al fuego…”.
(Carta de Pedro de Valdivia al rey Carlos V de España).

88
Ante tal incursión, los indígenas de Copayapu tomaron
las armas y resistieron la entrada imperial a su tierra,
produciéndose algunas escaramuzas. Los invasores no
querían imponer su poderío con derramamiento de sangre,
sino contemporizar con los locales para tener camino abierto
al territorio. Temían no poder sujetar esta tierra tan extensa
y tan lejana a la capital del imperio.
El Inca Garcilaso de la Vega y uno de los últimos cronistas
de Chile, Carvallo y Goyeneche, exponen en sus escritos
aquella etapa histórica de muy buena manera, pero la
tradición oral local también hace su aporte. Ella nos da
cuenta de que el yatire Ganapu fue uno de los más férreos
opositores al imperio.
Poseía una relación muy estrecha con el mundo natural y
gran conocedor de las hierbas medicinales serranas, campo
sagrado que provee todos los elementos necesarios para sanar
cuerpos enfermos y evolucionar espiritualmente.
Por siglos, los sanadores tradicionales han utilizado las
enseñanzas de este venerable maestro, aplicando la infusión
en agua de flores y plantas que transmiten las propiedades
de los elementos naturales del lugar. Sin embargo, el tiempo
ha ido borrando su recuerdo y los más ancianos herbolarios
lo buscan en el mundo mítico como una imagen, una guía
simbólica, un espíritu que da identidad y valor.
Producto de unos pocos parlamentos realizados entre
ambos pueblos, los hijos del sol establecieron una exitosa
alianza con los diaguitas del Huasco, de costumbres dulces
y cultivadas, produciéndose una interesante interacción
cultural.
Sin ninguna duda, la estrechez y simpleza de los senderos
emplazados en las altas cumbres del valle atestiguan una
incursión reducida y pacífica del incanato; no existen evidencias
de haber soportado la marcha de un gran contingente de
guerreros, como lo menciona la historia nacional. Si aquello
sucedió, debió ocurrir en la parte baja del valle.

89
Obviamente, de aquellas construcciones en las altas
cumbres, no podemos analizar aquí sus características
arquitectónicas, pero por la simpleza de sus muros compuestos
de piedras ásperas acomodadas sin gran cuidado, no evocan
las formas y los trazos cusqueños. Igualmente, la distancia
de emplazamiento entre una y otra nos sugiere que fueron
instalaciones usadas como albergue de familias en tránsito,
como lo mencionamos en el capítulo anterior, de cazadores
y centros de acopio de alimento (tambos) para cualquier
viajero que lo requiriera. Hoy se encuentran muy destruidas.
En primer lugar, por los mismos cazadores diaguitas en los
primeros años históricos como medio estratégico de defensa
y, sin ninguna duda, por la acción del tiempo.
Si bien sus construcciones denotan precariedad, la elección
de los materiales y ubicación son apropiados para protegerse
de las duras inclemencias del clima reinante en aquellas
alturas. De manera personal, en numerosas oportunidades
he utilizado, para capear el frío de la noche cordillerana,
las ruinas de Tambillo, escombro pircado emplazado en la
terraza alta derecha del río Laguna Chica, a unos veinte
metros sobre el lecho de la quebrada. También Los Amarillos,
conjunto arquitectónico de piedras en ruina ubicado sobre
una terraza natural en la ladera de la quebrada homónima y a
corta distancia del boquete del mismo nombre, que traspasa
la vertiente oriental andina.
Como en los tiempos idos, los que utilizan hoy estos refugios
dejan elementos necesarios para disminuir las privaciones
del lugar a otros que vendrán después o a ellos mismos en
incursiones posteriores. Es así como hemos encontrado en
su interior madera para fogata, escasa a esas alturas y en los
huecos dejados por las peñas que conforman los muros, cajas
de fósforos, sal, té, yerba mate y azúcar.
Escapa a esta apreciación utilitaria el conjunto arquitec-
tónico emplazado en el portezuelo de Cantarito y no quisiera
especular al respecto, pero podríamos mencionar que se tra-
ta de un recinto de construcción rectangular, compuesto de

90
una estructura con doble muro de piedras de color oscuro,
completamente abierto al sur, con piso emplantillado de pie-
dras lajas blancas que se extienden algunos metros fuera del
recinto. Esta construcción no presenta características de po-
sada caminera andina; no cuenta con habitaciones indepen-
dientes, corrales, ni zona de pastizal, pero sí se ubica a la vera
de la huella tropera procedente de la quebrada Las Yeguas,
lugar donde se traspasa la línea divisoria de aguas entre las
cuencas hidrográficas de Huasco y Copiapó.
Es pertinente destacar, además del sendero longitudinal
corriendo paralelo a las altas cumbres, dos transversales.
Uno se desplaza por el propio valle, tomando contacto con
las otrora poblaciones diaguitas, vía reutilizada en muchos
sectores por la antigua y actual ruta caminera hacia el
interior del valle. El otro, situado más al norte, avanza de
manera mucho más directa por cordones montañosos y zonas
despobladas en la actualidad.
Es natural que solo en este último trazado pedestre se
encuentren vestigios de aquella época, como son las ruinas
emplazadas en los sectores Lagunillas, León Muerto y Colinay.
Para el autor de este libro, no parecerá de mucho atrevimiento
insistir en lo narrado por la tradición y mencionado en páginas
anteriores. Aquellas ruinas pircadas encontradas de trecho
en trecho entre los cerros, son reliquias del pueblo diaguita
o antecesores y no deben atribuir su factura propuesta por
arqueólogos a los incas, sino simplemente su reutilización, al
igual que los senderos cordilleranos.
Si bien no conocemos con exactitud qué modificaciones
impusieron los incas a la población local, indiscutiblemente se
produjo una complementariedad de tradiciones andinas que
facilitó, en gran medida, una integración ideológica armónica,
cultivando adictas y gratas relaciones, acercándose más a un
proceso de aculturación que a un acontecimiento violento.
No modificaron los buenos resultados del trabajo
agropecuario local, sino más bien intensificaron las obras de

91
minería, en tanto mantuvieron la riqueza móvil del tráfico de
productos hacia los centros administrativos del altiplano y el
Cuzco, y el sistema de traslado de bienes y servicios de un
piso ecológico a otro del valle. Revitalizaron el uso de la costa,
reutilizaron los senderos existentes sin introducirles mayores
modificaciones, tanto longitudinales como transversales y
pasos cordilleranos. Mientras tanto, los diaguitas continuaron
con sus tradiciones y administración de su territorio.
La tradición oral nos cuenta que esta suerte de alianza se
debió fundamentalmente a que la gente del Huasco conocía
y hablaba la lengua general del Cuzco, aparentemente en
mayor proporción que en otros valles vecinos, debido a la
fluida comunicación que había existido desde siempre con la
zona del Altiplano andino, de gran importancia histórica por
haber sido el lugar en que surgieron diversas civilizaciones.
Por último, durante la Colonia, hacen gala de una actitud
negociadora con los españoles, posiblemente intentando
reproducir las relaciones de reciprocidad que habían
establecido con el imperio en no muchas décadas antes.
Los hechos posteriores les mostraron, en cambio, que la
política española no respetaba el mecanismo de reciprocidad.
Como haya sido esta interconexión, la gran sociedad incaica
abonaría el terreno para la invasión europea, que ocurrió a
continuación.
A la llegada de los españoles a la capital del imperio
Tahuantinsuyo, tras la muerte de Wuayna Cápac, este había
dejado como sucesor a Wáskar, pero su medio hermano
Atawallpa, encargado de las tierras de la Provincia de Quito,
ambicionaba el poder de todo el imperio, llevándolo a provocar
una sangrienta guerra civil. Al respecto, los historiadores
peruanos están divididos; algunos aseguran lo contrario;
incitado por su madre, Wáskar era el que ambicionaba el
poder.
Como haya sido, el hecho fue aprovechado con gran
habilidad por los europeos, quienes profundizaron el
conflicto con apoyo de curacazgos y rezagos de culturas

92
locales dominadas hasta entonces por el Imperio Inca,
alianza estratégica de estos pueblos con los invasores que les
permitiría, ante una victoria europea, retomar el control de
sus respectivos territorios, lo cual nunca ocurrió.
Hoy, con los antecedentes que nos entrega la historiografía
peruana, podemos suponer que el europeo fue muy astuto
al enfrentar las fuerzas militares del incanato, utilizando al
propio indígena sometido, asegurando, dicho sea de paso,
que las bajas hispánicas fueran mínimas o más bien nulas.
Esta hábil acción de carácter militar debilitó la organización
del imperio incaico, dando paso al nuevo control político-
militar-religioso de la Corona española, con gobernadores
como coprotagonistas.
La guerra fratricida llegó a término con la muerte de Wáskar
a manos de los atawualpistas en Andamarca y el presidio y
cobarde ajusticiamiento de Atawallpa por los europeos en
1533, este último, coronado inca en Cajamarca después de
derrotar a su adversario en la batalla de Cotabamba (agosto
de 1532).
Desaparecidos los herederos al trono del otrora poderoso
imperio, los ejércitos y los funcionarios del Estado convergieron
y reconocieron a los castellanos como nuevos gobernantes,
poniendo fin a la breve pero intensa historia de expansión y
conquista del reino quechua de los hijos del sol. Pese a que
Atawallpa tuvo sucesores nombrados por los españoles: Tupac
Hualpa, Manco Inca y Paullu Inca, por lo antes mencionado,
debemos considerarlo con toda justicia el último gobernante
del Imperio Inca.
Transcurridos aquellos acontecimientos en la región
nombrada por los españoles como Nueva Castilla, hoy Perú,
en lo que nos compete, el ocaso aparente de la cultura
huasquina ocurre cuando los vasallos del rey de España
empezaron a pasar por esta zona fértil y accidentada, rumbo
al sur, desde la Ciudad de los Reyes, por el norte, cruzando la
cordillera con el sentido presentimiento de estar cabalgando

93
hacia el fin del mundo.
Sin embargo, antes de salir del Cuzco, los europeos
conocían el nombre del territorio que hoy es nuestra patria.
Los cuzqueños denominaban Chili, que en su lengua significa
“frío”, a la región al sur de la costa cálida de Atacama, sin
duda, por ser una comarca más templada en razón a la latitud
que aquellos ocupaban en la zona tórrida. Ello se debía a
que años antes, cuando el Imperio Inca bajó de Tupiza por el
mismo camino que hoy se usa para transitar de Bolivia a la
Argentina, en Tucma, hoy Tucumán, tomaron conocimiento
del nombre y existencia de un vasto territorio, que se extendía
al poniente de las grandes montañas nevadas.
Pero hay algo más. Los chiriguanos, grupo procedente de
la Amazonía, que ocuparon el sur de Bolivia en el siglo XV y
un siglo más tarde se extendieron al noroeste argentino y al
oeste paraguayo, también llamaban a esta tierra con el mismo
nombre, pero en su léxico significaba “fin” o “término”, lugar
que ellos creían el fin del mundo, por concluir allí la tierra y
seguir el mar del sur.
El cambio de la letra “i” por la letra “e” en el nombre
de nuestra patria vino más tarde, en donde el motivo y la
exactitud del tiempo no está a nuestro alcance precisar.
Llegados a este punto, la historia tradicional nos cuenta que
primero fue Diego de Almagro el que abrió camino a nuestro
Chile, pero regresó al Perú, sintiendo que no había encontrado
la riqueza pretendida. Luego vino Pedro de Valdivia y con él
otros más, permaneciendo por el resto de sus vidas en lo que
era para ellos una tierra desconocida. Pero sin saberlo, como
hemos dicho antes, encontraron su propio pasado, olvidado
ya hace mucho tiempo, en el correr de miles de años.
Los acontecimientos relacionados a este período histórico,
están muy bien documentados en las obras escritas por Pedro
Mariño de Lobera, soldado llegado a Chile en 1551, Crónica
del Reino de Chile, y por el cronista mencionado en un
capítulo anterior, Jerónimo de Vivar (1558), también soldado,

94
incorporado a las fuerzas de Valdivia nueve años más tarde
de su paso por Pallantume, lugar conocido hoy como Huasco
Bajo, Crónica y relación copiosa y verdadera de los reinos de
Chile.
Esta última obra, paleografiada (3) por Irving Leonard y
encontrada en la Newberry Library de Chicago, fue publicada
en Chile por el Fondo Medina, recién en 1966. En el caso de
Mariño de Lobera, el manuscrito o texto original no ha llegado
a nuestros días y lo que de él se conoce se debe al sacerdote
jesuita Bartolomé de Escobar, quien recibió de parte del
virrey del Perú, García Hurtado de Mendoza, el encargo de
revisar y corregir los apuntes de Lobera. Esta labor dio forma
definitiva a la obra en la que, en estricto rigor, es fácil advertir
la pluma de un sacerdote católico, por relatos de sucesos
extraordinarios y sobrenaturales de carácter religioso, muy
diferente a la que pudiera haber escrito un soldado.
Debemos dejar presente que los relatos de los ibéricos
nunca deben ser tomados con demasiada seriedad, por
la parcialidad establecida en la materia, nombres propios
cambiados y citas alteradas por los copistas. Además, los
cronistas procuraban aumentar el número de indígenas en
las batallas para enaltecer, de esta manera, la obra de los
invasores, y los encomenderos tendían a disminuirlos, con
el objeto de evitar mayores contribuciones al rey o para
desalentar a quienes aspiraban a nuevas encomiendas.
Con respecto a estos últimos, no es menos cierto que
muchas cédulas de encomienda entregadas a los peninsulares
se referían a espacios absolutamente desconocidos. De hecho,
los que recibieron estas tierras, debido al aislamiento que
tenían, no se interesaron mayormente en ellas, y prefirieron
avecindarse en los partidos de Copiapó y La Serena, con mayor
presencia de compatriotas; por tanto, nunca obtuvieron

3. Paleografía: técnica que consiste en leer los documentos, inscripciones y


textos antiguos; determinar el lugar del que proceden y el período histórico en
el que fueron escritos.

95
provecho de sus bondades, convirtiéndola en una zona de
tránsito al Perú, porque su interés principal era la explotación
de minerales para colocarlos en el mercado español.
Según el historiador copiapino Carlos María Sayago
(1874), a la llegada del primer contingente invasor europeo,
era Maricondi, también llamado Marcandei o Marican, el
cacique que gobernaba lo que es hoy la Provincia del Huasco,
con residencia en Pallantume, lugar conocido más tarde como
San Francisco de Huasco Bajo, hoy simplemente Huasco Bajo.
Le sucedían Coluba, cacique de Carrizal, Canto del Agua y
Bahía Salada. Atuntaya y Moroco se repartían el territorio de
Paitanasa, hoy Vallenar, hacia la cordillera.
Del doble contacto de la población local con el mundo
europeo, no tenemos registros ni antecedentes de los
acontecimientos ocurridos en otros puntos del valle. Dicho esto,
revisten especial importancia las investigaciones realizadas
por anónimos miembros pertenecientes a las numerosas
agrupaciones diaguitas de la Provincia del Huasco, que están
esclareciendo cada vez más el panorama olvidado de esta
sociedad y rectificando errores divulgados por enseñanzas
ajenas al lugar, con la voluntad y sabiduría popular que,
generación a generación, se nutre y reproduce por medio
del reservorio rural, dejando cada vez mayores evidencias de
que al momento de salir a la historia mundial, el valle del
Huasco no era habitado por aborígenes desarrapados, ni por
grupos aislados de cazadores nómades, como generalmente
se establece en los libros de historia y en la historiografía
nacional. Al contrario, los diaguitas eran un pueblo de
agricultores, ceramistas, tejedores, forjadores de metales, con
una eficiente organización social.
La contraparte venía con sus propios antecedentes. Dos
mil años antes, los españoles habían sido sometidos por
los romanos durante siete siglos, bautizaron Hispania a su
territorio y dejaron su impronta también en el idioma, ya
que el español derivó del latín vulgar que impusieron. Más
tarde, el duro e incesante batallar durante ocho siglos contra

96
la invasión y ocupación de su territorio por los moros, hasta
la caída de Granada, a fines del mismo siglo XV en el que
se “descubrió” a América, había forjado en cada español
un soldado tenaz, con hábito de pillaje como un derecho
adquirido en la guerra cruel y rapaz. A todo ello, impulsados
por la religión profesada que ejercía gran influencia en su
espíritu, exigían a los indígenas no solo oro, también sus
mujeres; no solo tierras, también trabajo y dura esclavitud
en las minas. Igualmente, desprecio absoluto, falta de interés
y total incomprensión de las costumbres, lengua, valores y
tradiciones de este singular pueblo.
La invasión “kaika”, hombre extraño u hombre blanco en
lengua originaria, en sus años más tempranos no puede ser
considerada descubridora del territorio del Huasco, como lo
exponen los historiadores nacionales, puesto que esta tierra
había sido descubierta y colonizada varios miles de años
antes por aquel hombre primordial. Quisiera pensar que los
historiadores más doctos solamente abusan del término al
estar consagrado por el uso. Tampoco se le puede llamar
conquista, por no haber ganado territorio alguno. A lo sumo,
esta acción de carácter militar sirvió para dar a conocer al
mundo europeo la existencia de otra realidad, otra historia y
otra cultura para vivir y compartir. Porque nuestra historia es
hermosa y no queremos que termine perdida en la vorágine
de los nuevos tiempos.
Antes de continuar, debemos precisar que, a la llegada
del europeo a esta tierra, no había indígenas ni indios.
Estas expresiones de carácter despectivas para referirse a
los habitantes del lugar, surgen como noción aglutinante y
masificadora, donde precisamente se corta la continuidad
cronológica de sucesos con el orden arcaico del mundo
prehispánico. En época contemporánea, la misma imprecisión
algo desdeñosa es reflejada en los términos sudaca, wetback,
other, que propinan a los americanos hispanohablantes gentes
de otros espacios geográficos autodenominados civilizados.
A estas alturas de la obra, debemos reflexionar que de

97
aquellas pretéritas culturas precolombinas, caracterizadas
por trabajar en el desarrollo local con aportes tan importantes
como la domesticación de animales, inicio de cultivos
y construcción de estilos de vida que reflejan siglos de
actividad de innumerables generaciones, han permanecido
dificultosamente hasta hoy ruinas de habitaciones pircadas,
paraderos de pescadores y mariscadores reducidos a
montículos de conchas mezcladas con artefactos destruidos,
sencillos talleres líticos de cazadores y, como mencionamos
anteriormente, túmulos funerarios y el enigmático arte
rupestre, que el diaguita histórico parecía no entender, a
juzgar por los testimonios de ancianos atribuyendo su factura,
simplemente, a los “antiguos”.
Lo expuesto en páginas precedentes nos permite preten-
ciosamente establecer que la sociedad indígena, anterior a
la llegada de los europeos, poseía una estructura armónica,
tanto con su medio natural como en las relaciones internas.
Esta gente, llamada peyorativamente por los historiadores
“primitivos”, culturizó un territorio salvaje, le otorgó nombre
a los cerros, ríos y parajes, ocupando por siglos las tierras
donde hoy vivimos y nos desarrollamos. Una civilización ex-
traordinaria, desconocida por supuesto, que no se estudia en
la universidad, ni se enseña en la escuela y cuyas tradiciones
ancestrales no se practican hoy. Por ello, converso con los
ancianos y trato de difundir sus enseñanzas y dar lo poco que
sé de ella.
Sin embargo, será el proceso invasor español el que irá
aunando su historia; los diaguitas se verán obligados a
interactuar y relacionarse con ellos, la menor de las veces
en forma conflictiva y beligerante. Astutamente, prefirieron
mostrar hacia los españoles una estrategia de acercamiento
y relativa ductilidad durante todo ese período, aunque esta
actitud no fue recíproca por el trabajo servil, dominación
política e imposición cultural y religiosa, sumada la
introducción de enfermedades infecto-contagiosas frente a
las cuales carecían de defensas.

98
En el primer siglo del contacto europeo, la población nativa
se vio diezmada por la viruela, el sarampión, la influenza, la
escarlatina, la difteria, el tifus, la varicela, la tos convulsiva
y otras muchas enfermedades desconocidas para esta tierra,
pero presentes en Europa por varios siglos. Aún peor, muchas
de ellas, relativamente benignas entre los europeos, tuvieron
efectos devastadores en la población indígena. Su sistema
inmunológico no había tenido la posibilidad de desarrollar
anticuerpos.
Estos males se extendieron muy rápidamente y en todas
direcciones, propagándose incluso antes de que los lugareños
hubieran hecho contacto directo con los invasores. La razón
era muy simple. La viruela, por ejemplo, tiene un período
de incubación de diez a catorce días; el virus se esparce por
la respiración y también por las ropas personales. Cuando
los primeros síntomas aparecían en algún asentamiento, ya
individuos que aún no habían desarrollado la enfermedad
se habían desplazado a otros lugares, llevando con ellos la
infección. En consecuencia, las enfermedades se expandieron
por el territorio más rápido que los mismos europeos.
La historia oficial chilena y muchos autores atribuyen
la “conquista del territorio” a la superioridad de las armas
europeas, otros a su caballería y al ingenio militar, los menos
al espíritu misionero que daba especial ánimo y valentía a los
combatientes e incluso la ayuda de la bendita madre Santa
María y el bienaventurado Apóstol Santiago, pero esto no fue
realmente cierto. Si bien el arcabuz, la espada y el cañón
fueron armas muy efectivas en la disminución de la población
indígena, la verdad es que sus logros militares fueron en
gran parte favorecidos por el contagio de las enfermedades
mencionadas.
Es un hecho que esta invasión, más que una guerra
convencional, fue una guerra microbiológica. Los españoles,
sin ser conscientes, traían organismos patógenos y
destructivos para la población local en el tracto respiratorio y
digestivo, en sus animales, ropas y alimentos.

99
Como quiera que haya sido, aunque los españoles no
se propusieran traer gérmenes patógenos, lo hicieron y
provocaron sin querer, sin habérselo propuesto ni comprendido
ni remediado, uno de los mayores pesares y desdichas para
esta tierra. Ello obligó a que diversos clanes se alejaran de las
tolderías conformadas río abajo con presencia de españoles,
ocupando lugares de refugio relativamente determinados al
interior del valle, formándose así muchos de los asentamientos
hasta hoy establecidos, como en ese entonces Pueblo Bajo de
Indios, hoy El Tránsito.
Ahora bien, no tenemos antecedentes de si acaso los
líderes indígenas de las diversas tolderías de aquella época,
denominados genéricamente caciques o indios principales,
tuvieran la misma posición frente a los invasores. Al respecto,
Marican, cacique de Pallantume, dio muerte a tres soldados
enviados precedentemente al arribo de Almagro. Este suceso
pasó a convertirse en el primer derramamiento de sangre
europea en el Huasco y en Chile. La venganza que vino a
continuación consistió en la muerte de este, dos de Copayapu
y los caciques de Coquimbo mediante la hoguera.
En la segunda incursión europea, se encontraba un
descendiente del otrora cacique asesinado, ejerciendo
cargo en Huasco Alto y Atuntalla en Huasco Bajo. Junto
a Coluba se reúnen con los invasores, les entregan víveres
y les proporcionan asistencia de hombres para cargar
los pertrechos en su viaje al sur, permitiendo así que los
cargadores de Copayapo retornaran a su lugar de origen.
Un principio político diaguita que todo dirigente debía
conocer y manejar con habilidad era el de saber dar y recibir.
Para efectuar una cosecha, para señalar la voluntad de paz,
sellar una alianza, obtener la obediencia o pedir un favor, se
debían entregar dones, objetos que no eran propiamente un
regalo. La aceptación de un don o presente por parte de un
individuo, lo comprometía a devolver con un favor, trabajo u
otros bienes. En definitiva, quien aceptaba un don, asumía
un compromiso.

100
La reciprocidad era una de las bases de la política diaguita
y su funcionamiento requería de cierto protocolo: primero se
bebía y comía, se entregaban o intercambiaban objetos, luego
se conversaba y acordaba la forma en que debía restituir lo
recibido. Valdivia, por su parte, en retribución a la buena
voluntad diaguita, deja semillas de plantas y aves de corral.
Lamentablemente, en los relatos históricos en donde
se hace mención al descendiente de Marican, no figura su
nombre propio, tampoco su exacta ascendencia. El historiador
Sayago lo alude como nieto y el cronista Vivar se refiere a
él como hijo. Pero no todo ha de ser tan oscuro en lo que
respecta a los otros caciques. El nombre Atuntalla perdura
como apellido hasta nuestros días y la tradición oral cuenta
que, en el transcurso de los años, el nombre Coluba mutó al
actual apellido Calabacero.
Por cierto, Valdivia en su camino al sur, a diferencia
de Almagro, sumó victorias diplomáticas como también
militares, como vencer a Michimalongo en Aconcagua. Según
el cronista Mariño de Lobera, derrotados los indígenas, el
cacique tuvo que proporcionar datos sobre la zona aurífera y
entregar mujeres solteras de entre quince a veinte años para
que trabajaran en los lavaderos de oro.
A finales del año 1548, se realizó un levantamiento armado
en Copayapo, los indígenas destruyen el fuerte establecido en
aquel lugar y matan a cuarenta peninsulares provenientes
del Cuzco a cargo del capitán Esteban de Sosa; también
cae prisionero y luego ahorcado Juan Bohon, fundador
de La Serena. Dos meses más tarde, esta ciudad también
es arrasada e incendiada, muriendo todos los españoles
acantonados y cientos de indios auxiliares peruanos
entregados al sueño; además, un barco anclado en la bahía
de Coquimbo es saqueado. Esta resistencia indígena solo
decayó con la captura de Michimalongo y Tangolongo y por
la represión brutal ejercida por Francisco de Aguirre a los
poblados indígenas.
Aunque no tenemos antecedentes que digan lo contrario,

101
al parecer, los diaguitas del Huasco no tuvieron participación
en la incursión bélica efectuada en Copayapu, pero con
respecto al segundo acontecimiento, el historiador Carlos
María Sayago, en su obra Historia de Copiapó, menciona
que el ataque a La Serena fue perpetrado por indígenas de
Copayapu, Huasco, Coquimbo y Limarí.
Sin embargo, en general, el valle del Huasco permaneció
en completa paz y así continuó debido a la baja presencia de
europeos. Fue recién a partir de la refundación de La Serena
en 1549 y la destrucción de las ciudades levantadas por
los invasores al sur del río Biobío, que obligó a la población
hispana a volver a concentrarse en la región central del país,
lo que daría comienzo a la llegada de algunos españoles a
trabajar en el campo y en las minas, asentándose en lugares
ya conocidos en sus primeras incursiones hacia el sur, como
es la zona comprendida entre Pallantume y Paitanasa.
Estos hombres se enfrentaban a un mundo completamente
desconocido, en el que tanto la geografía montañosa como
la presencia de una cultura absolutamente diferente serán
fuente de discriminación racial y codicia.
El comportamiento de los europeos, sobre todo el
trato con los lugareños, dependerá de su origen familiar,
social, económico, de su educación, de su mayor o menor
religiosidad, etcétera. Para unos, solo valía la conquista del
territorio, no importando los métodos usados; para otros, tal
vez los menos, la incorporación de nuevas tierras y pueblos
desconocidos al reino de España era un reto que valía la
pena experimentar. Pero indiscutiblemente primó el primer
grupo, aquel que buscaba el enriquecimiento rápido por la
adquisición de metales nobles. Además, con la imposición
del sistema de encomiendas que vino a continuación, obtuvo
grandes mercedes de tierra, trabajadas gratuitamente por
mano de obra indígena. En ningún caso les interesó la cultura
local, mucho menos conservarla.
Pensamos que esta experiencia de convivencia racial,
muchas veces traumática, todavía se mantiene viva en la

102
memoria colectiva de algunos montañeses, expresado en su
modo de permanecer aislados, algunos en un estado de huida
permanente. En aquella época, esta actitud debió ser una
muestra de sentido común: se trataba, ni más ni menos, de
la mejor fórmula para permanecer libre.
Con el advenimiento de nuevas formas de producción
introducidas por los ibéricos, los paisajes y la forma de vida
en el valle cambiaron drásticamente. La rápida adaptación de
plantas europeas, como el trigo, el garbanzo; árboles frutales
como la vid, el olivo, la higuera, el durazno y el peral, junto a la
cría de ganado vacuno, caprino, ovino y porcino, modificaron
los sistemas de trabajo de nuestros comarcanos. Asimismo,
la aceptación de los ritos cristianos como el bautismo y la
edificación de las primeras iglesias, marcó el proceso de
afincamiento español y el territorio diaguita se incorpora a la
Corona española que nunca habló de ocupación territorial.
Así, lo europeo se introduce en nuestro suelo, por la fuerza,
por contagio y por adopción. Aquello llevó a que el sistema
de economía tradicional, de respeto por la naturaleza, de
protección de la flora y fauna nativas, comenzara a cambiar
hacia una actividad agrosilvopastoril más intensiva y
mercantil.
Fue el momento en que se rompe el delicado equilibrio
de la sociedad diaguita, se trastocan sus hábitos de vida
precedentes y se empieza a destruir su identidad ancestral.
Unos pocos indígenas van olvidando desde los nombres
de muchas especies del paisaje original hasta los vínculos
mantenidos con ellas. Sin embargo, los más emigran al
sector de Huasco Alto, convertido desde aquel momento en
terreno de refugio, producto del emplazamiento geográfico
absolutamente fuera de los dominios territoriales conocidos,
alejado de las vías de comunicación utilizadas por los
invasores que, longitudinalmente, atravesaban la depresión
intermedia y los caminos de la costa. Sumado a lo ignoto del
lugar, estaba la gran extensión de terreno que de ella cuenta,
constituyéndose esta tierra en un confín, un más allá de lo

103
que alcanza la vista o de lo que se puede ver.
Nos queda aún considerar la estrategia defensiva indígena,
para tratar de mantener libre el territorio de la presencia
invasora. Esta consistió en crear un vacío poblacional, en
la medida en que algún contingente foráneo avanzara por el
fondo del valle. Si aquello ocurría, una importante cantidad
de indígenas se retiraba a los cerros, donde no podían ser
localizados; los que quedaban en la retaguardia cortaban el
agua de las acequias y destruían u ocultaban el alimento que
los intrusos podían necesitar en la incursión. Dicha maniobra,
hábilmente concertada, provocó reiterados reclamos de
los encomenderos, al ver frustradas sus posibilidades de
apropiación de terrenos de cultivo, o de los curas, en su
propósito de evangelización.
Testimonio de aquel plan de acción es la gran cantidad
de piedras utilizadas para moler granos, conocidas desde
tiempos inmemoriales como “chancuanas”, que observamos
por doquier completamente destruidas, sin lugar a dudas,
por los mismos indígenas para evitar su utilización por los
invasores.
Estos trituradores pétreos están hechos de rodados más
o menos ovalados, de variados tamaños, un poco planos
y ahuecados por un lado, formando una amplia cavidad a
manera de campana invertida que abarca casi todo el bloque
rocoso, dejando un borde suficientemente grueso que le
brinda resistencia y estabilidad. La molienda se efectúa por
intermedio de otra piedra pesada, ovalada y un poco alargada
hacia arriba para tomarla con las dos manos y balancearla
en la cavidad de un lado a otro, triturando el grano por su
propio peso. Los lugareños también las denominan “piedras
de indios”.
Cabe hacer presente que no es de extrañar el hallazgo,
también, de estos singulares morteros con el fondo muy
gastado o simplemente perforado por el uso; otros, con dos,
tres o más cavidades en un mismo bloque, una realidad muy
diferente a lo expresado por los investigadores Niemeyer,

104
Cervellino y Castillo, en su libro Culturas Prehistóricas de
Copiapó, publicado en 1998:

“…No se han encontrado, sin embargo, piedras


tacitas o morteros en roca ni en Copiapó ni en el
Huasco. Hay que llegar al interior de Elqui o Limarí
para encontrar…..”.(p. 112)

Desconocemos el tenor de esta afirmación tan alejada


de la realidad. Las personas que medianamente conocen el
valle pueden dar testimonio de que su costra terrestre está
sembrada de tales restos culturales, testigos irrecusables de
su cuna; incluso, muchos descontextualizados de su lugar
de origen adornan antejardines y patios de hogares, tanto del
área urbana como rural.
Volviendo al tema que nos convoca, sumada a esta acción
evasiva estaba la larga experiencia de fracasos en el sur del
Reino de Chile, que hizo recelosos a los españoles en cuanto
a territorio, concluyendo que los indígenas desnaturalizados
rendían menos servicio; por tanto:

-¿De qué valía conquistar un valle fértil si no había


indios para trabajar?

Esta decisión no permitió la llegada de indígenas cautivos


de Arauco, como ocurrió en valles de más al sur, según cuenta
la tradición y la historia oficial.
En el año 1696 se realiza una matrícula de lugareños,
donde figuran apellidos que representan una interesante
continuidad con las familias actuales. En Huasco Alto:
Licuime, Campillay, Guanchicay, Cayo, Pallauta, Chilla y
Tamblay. Mientras en Huasco Bajo los apellidos son: Zapatero,
Lule, Montero, Marañón, Pilón, Quilquile, Atuntalla, Pelado,

105
Calabacero, Lanquintín, Normilla, Gallo, Chulantai, Chuspe
y Discreto. En Paitanas: Guamanta, Quilpatai, Zentella,
Carpintero, Mala Alma, Mulillo, Toco, Normilla, Mojado,
Atacama, Chuño y Cojo. Claramente vemos que los apellidos
están distribuidos geográficamente.
Para la cultura diaguita, los nombres posteriormente
asumidos como apellidos, tenían su origen en las
particularidades geográficas del lugar de nacimiento o donde
se desarrollaban los individuos; asimismo, a las cualidades,
peculiaridades y rasgos que denotaban. Por tanto, expresan
un momento de desarrollo de la sociedad y se manifiestan
permanentes cuando existe la continuidad histórica de la
familia.
Por aquella misma época, pero en fecha indeterminada
por falta de antecedentes que no sean la tradición oral, dos
españoles no encomenderos, Villegas y Santibáñez, muy
posiblemente, desertores del ejército realista, se avecinan en
Huasco Alto, transgrediendo la segregación de castas, es decir,
indígenas y españoles debían residir en lugares diferentes.
Prueba de su arraigo a esta tierra, son sus descendientes,
que figuran en un listado realizado en 1750. La tradición,
además, cuenta que fueron los primeros ibéricos en quedar
prendados de la belleza de la mujer diaguita y no existen
dudas de que en aquel entonces se da comienzo a un incipiente
mestizaje indígena con sangre europea.
Los nuevos comarcanos trajeron e incorporaron al trabajo
agrícola el arado metálico, permitiendo poner en producción
terrenos más amplios y con menos esfuerzo; pero, sin lugar a
dudas, su mayor aporte fue la internación del caballo.
Para nosotros hoy día parece una situación trivial, pero
el mayor número de indígenas de América, al momento del
primer contacto con los europeos, quedó anonadado ante la
presencia de este enorme animal. No así los diaguitas. Por la
fluida comunicación con el área andina, estaban informados
de todo cuanto sucedía en la zona de conflicto más al norte.

106
Más tarde, las crías de estas bestias retornaron a su estado
natural y formaron grandes hordas, desplazándose libremente
por las vegas ribereñas y humedales cordilleranos, siempre
cubiertos de un abundante y nutritivo pasto, como ocurre
hasta hoy en la quebrada Las Yeguas, a los pies del mítico
“Cerros de Cantarito”.
Esta montaña tiene gran significado para el pueblo
diaguita, al ser considerada el punto desde donde se irradia
el poder ejercido por la naturaleza que protege al territorio y
sus habitantes. Su hermoso aspecto, con cima redondeada y
siempre brillante de nieve, atrae de inmediato la mirada de los
viajeros. En noches de plenilunio, resalta su silueta contra el
cielo estrellado y nadie que descienda por los contrafuertes
cordilleranos la deja atrás sin darse vuelta para verla por
última vez.
Reanudando el tema, producto del nuevo género de vida,
sumado a los bruscos cambios de altitud y temperatura en esta
tierra, la raza original se ha regenerado en vigor y en actividad,
aunque ha perdido una parte de la belleza de sus formas.
Los abuelos cuentan que aquellos primeros ejemplares eran
más grandes, de color overo y pocas veces negro, pudiéndose
reconocerlos muy bien por el gran tamaño de sus cabezas.
Desde el mismo momento de la llegada de los cuadrúpe-
dos, los cazadores diaguitas aprendieron a reproducirlos, do-
mesticarlos y cuidarlos, transformándose pronto en diestros
jinetes; asimismo, sirvieron como vehículo de desplazamiento
rápido al otro lado de la cordillera y alivianaron de modo con-
siderable la pesada faena de las mujeres; en tanto, el burro y
la mula sentaron sus ancas en la zona baja del Huasco.
Si durante milenios para los pueblos originarios locales el
guanaco había sido el animal providencial en su existencia,
tal calificación es superada largamente en lo que se refiere al
caballo. Entonces, desde su adopción, pasó a ser determinante
en la vida del diaguita. Por consiguiente, adaptaron la silla de
montar española, haciéndola más sencilla y liviana mediante
unos pequeños fustecillos de madera, amoldados al lomo del

107
animal con cojines de lana. La brida, riendas y cabezada las
fabricaron de cuero; la embocadura y estribos, de madera.
Naturalmente, no usaban herraduras.
Por otro lado, los mulares no dejan de ser menos interesantes.
Está la mula propiamente tal y el macho, mucho más fuerte
y ágil, llamados así por su sexo. Estos animales siempre
estériles, por no poder tener descendencia, son el resultado
del cruzamiento entre un asno macho (pollino) y una hembra
de caballo (yegua). Se distinguen por heredar la resistencia, la
docilidad y el paso seguro del asno; así, también, el tamaño,
la fuerza y la velocidad del caballo, pero lo más destacado
es el grado de inteligencia superior a las dos razas gestoras.
Su relación con el amo es proverbial; le obedecen sin mirarlo
siquiera. Una vez recorrido un camino, jamás lo olvidan, por
muchos años que transcurran. Por todas partes, muestran el
peculiar instinto que les marca los lugares con la fidelidad de
un compás y el viajero extraviado no tiene mejor guía que esta
admirable cualidad.
Por cierto, la topografía montañosa del valle no puede menos
que desarrollar y avivar este instinto que los caracteriza. Ha
sucedido muchas veces que mulas llevadas a otros lugares
han vuelto a su tierra natal recorriendo grandes distancias,
sin más guía que su instinto proverbial.
Se les ensilla con un aparejo, se les carga encima y están
listas para caminar largas distancias. Salen por la mañana
temprano y caminan frescas todo el día, no importándoles el
calor, la montaña y el alimento, pero una vez entrado el sol es
preciso descargarlas; en una actitud de terquedad absoluta
no dan un paso más. Muchos de los nuevos arrieros prefieren
al caballo sobre la mula. La razón consiste precisamente en
que esta piensa y comprende demasiado para ser una esclava
dócil y obediente del hombre.
Por cierto, los ibéricos quedaron admirados ante los nuevos
animales que se presentaban ante sus ojos. Encaramados en
las montañas, vicuñas y guanacos, mientras les sobrevolaba
un ave jamás vista por europeos: el cóndor, fuerte, ligero, de

108
ala veloz y mirada certera, descendiendo en picada sobre toda
clase de cadáveres, limpia las montañas de focos de infección.
Estos singulares inmigrantes comenzaron un interesante
proceso de adaptación a su nuevo hogar, a través del empleo
de aquellos nativos que, con o sin autorización, se ausentaban
de sus pueblos para trabajar como hombres “libres”, muchos
llegados de la provincia trasandina de Cuyo y en menor me-
dida de migrantes venidos de Nueva Castilla. Se instalan en
este pueblo al observar el nuevo proceso que se está llevan-
do a efecto, manteniendo una vida comunitaria caracterizada
por la igualdad entre todos los lugareños, tanto para el tra-
bajo como en el comportamiento social y moral. Con sensatez
piensan, si son parte de este nuevo orden, tendrán mayores
posibilidades de llevar una vida independiente y que su acción
productiva se centrará en sus propias fuerzas y recursos.
No debemos dejar de mencionar que, a fines del siglo XVIII,
hubo una gran fuga de indígenas de las minas establecidas
en la zona de San Francisco de la selva de Copiapó hacia esta
tierra. Lo ocurrido fue una situación difícil de manejar para
los empresarios mineros del valle vecino, quienes en julio de
1780 se presentan ante las autoridades, exigiendo que pongan
fin a las fugas de peones mineros y castiguen a los que los
acogen. Este hecho está muy bien documentado en la historia
nacional.
A mitad del siglo XVIII, a este lugar de refugio indígena
se habían sumado otros apellidos, como: Alquinta,
Quilpatay, Guamanta, Ardiles, Riveros, González y Rangel.
Posteriormente, en una matrícula de pago de tributos a la
Corona realizada a finales del mismo siglo, consistente en una
lista de 724 personas con 116 tributarios, se suman otros
apellidos, como: Torres, Inga, Trigo, Liquitay, Pereyra, Araya,
Yriarte, Espejo, Acevedo y Godoy. Incluso, un alto porcentaje
de las familias lleva el apellido Campillay. Por demás, la
mayoría de los nuevos apellidos corresponde a mujeres, lo
que podría llevarnos a corroborar lo expuesto anteriormente
como lugar de refugio o lo que dice la tradición oral sobre la

109
aplicación de la exogamia, es decir, la tendencia del hombre a
buscar para casarse mujeres de otros pueblos y evitar así la
consanguinidad.
En aquellos tiempos, la familia era amplia y compleja.
En la casa del padre o jefe familiar convivían todos sus
descendientes masculinos: abuelos, padres con sus esposas,
hijos con sus esposas, nietos, etcétera. Las mujeres, al
parecer, no llevaban a sus esposos a la choza paterna; el
enlace o acuerdo matrimonial seguía reglas patrilocales, esto
es, la mujer se cambiaba de casa adoptando la del marido.
Sin embargo, ellas constituían un puntal fundamental en el
trabajo de la comunidad, en la siembra y recolección de la
cosecha; fueron creadoras de la alfarería y artífices del telar y
la cestería. Aun más, participaban activamente en asambleas
políticas por el devenir del grupo social. El cronista Pedro
Mariño de Lobera lo documenta de muy buena manera con
la actuación de Lainacacha, cuando interviene en un consejo
indígena para salvar de la muerte a dos españoles que habían
sido condenados en Copayapu. Este hecho también es narrado
por Antonio de Herrera, llamando cacica a Lainacacha. Años
más tarde sería cristianizada con el nombre de María.
Hoy, en los primeros años del siglo XXI, la directiva de la
“Asociación Indígena del Pueblo Diaguita por la Biodiversidad
Alimentaria Territorial y Patrimonial de la Provincia del
Guasco” y la mayoría de los cargos directivos en las distintas
comunidades diaguitas del valle del Huasco, es ejercida por
mujeres.
Tomando en consideración antiguos antecedentes orales,
podemos observar que algunos apellidos de origen indígena
prácticamente desaparecieron en el transcurso del tiempo,
presumiblemente producto de los padrinazgos. Era común en
la Colonia que los párvulos llevaran el apellido del padrino,
muchos de ellos de origen español, como también hubo
familias indígenas que prefirieron autodenominarse en el
idioma oficial colonial por estatus o movilidad social. Existe
también la posibilidad, mencionada en páginas anteriores, de

110
que los componentes de todo un tronco familiar hayan sido
víctimas de las numerosas oleadas de epidemias traídas por
los europeos.
A principios del siglo XVIII, a las tierras bajas llegan
inmigrantes andaluces y vascos de oficio mineros, trapicheros
y fundidores de metales, atraídos por las buenas expectativas
de trabajo generadas en las minas de oro de Capote, Canutillo
y las de cobre de Carrizal y San Juan. Esta situación determinó
que las autoridades de Santiago de Nueva Extremadura,
capital del Reino de Chile, le otorgaran a este sector del valle
mayor atención y asistencia.
Imposible seguir avanzando en el tema, sin dejar de
señalar que, en tiempos contemporáneos, la mayoría de los
historiadores que se ha referido al valle del Huasco, cometa el
error de exaltar a inmigrantes europeos o a sus descendientes,
en el ámbito social, político e industrial, a la vez, denostando y
dejando relegado al pueblo diaguita a una enigmática existencia,
provocando que cada día transcurrido se vuelva más difícil
su investigación, simplemente, por la falta de antecedentes y
la pérdida cada vez más acentuada de referencias a períodos
antiguos de los que no quedan, lógicamente, testigos vivos.
Sin buscar demasiado, el historiador Luis Joaquín Morales,
en su obra Historia del Huasco (1896), se refiere a nuestros
indígenas en los siguientes términos:

“…sus nociones agrícolas eran completamente


nulas, su civilización la más atrasada posible, por
naturaleza apáticos, indolentes y desidiosos”.

Sin lugar a duda, expresiones recurrentes en aquel tiempo


de un sector que se decía ilustrado en su orden social contra
miembros de los pueblos originarios pintados de incultura.
Y presumiblemente, como tantos otros historiadores, sin el
criterio de lo “visto y lo vivido” jamás recorrió el Huasco Alto,
menos conoció a los verdaderos diaguitas o compartió con

111
ellos, en un período de nuestra historia en que todavía se
podía encontrar su esencia indígena poco contaminada por el
modernismo. Además de todo aquello, la información presente
en su obra referente al período prehispánico, en lo relativo a la
influencia cultural inca, las actuales comunidades diaguitas
no lo consideran válido, a la luz de informaciones aportadas
por la propia tradición oral, que nunca han sido tomadas en
cuenta por el mundo académico.
Hasta finales del siglo pasado, la sociedad burguesa
consideraba al pueblo diaguita como una cuestión que se
debía dejar atrás en este camino hacia el futuro. Sin embargo,
a poco andar, la devastación del planeta, nuestro fracaso en
las relaciones humanas, espirituales y morales, nos han hecho
voltear la mirada y ver la tremenda riqueza que esta cultura
guarda para nuestra propia sanación como sociedad.
Pero no siempre ha existido la idea de que los indígenas
eran más bárbaros que los pueblos llamados modernos; por el
contrario, en las tradiciones orientales, griegas y hasta en la
edad media, se veía a las sociedades primitivas como viviendo
en el paraíso, siendo puras y morales. En nuestro caso, no
se trata de una relación mejor o peor a la actual, sino una
organización social distinta, enfrentada a una naturaleza
abundante en recursos, permitiéndole crecer en tamaño y
desarrollar adecuadamente a su población.
Esta gente, a pesar de haber mantenido contacto con
el invasor europeo, continuaba poseyendo la libertad del
montañés, que no obedece a horarios ni días de trabajo. Como
sus ancestros, continuaban viviendo no solamente en un sitio,
sino utilizando otros pedazos de tierra, distantes entre sí,
donde se desplazaban periódicamente en busca de recursos
estacionales. Aquellos lugares eran asentamientos de paso
ubicados en quebradas tributarias del río, aguadas en la
serranía, vegas cordilleranas, playas de las lagunas andinas y
terminaban en las pampas trasandinas para, a continuación,
volver sobre sus pasos.
Las primeras incursiones “kaikas” al lugar de refugio, no

112
fueron obra de soldados asalariados por la Corona española,
sino por mercaderes ibéricos primeramente, criollos a
continuación y mestizos varias décadas más tarde. Aquel
contacto comercial significó la incorporación del lucro como
concepto intelectual novedoso en su vida económica y afectará
al democratismo casi total que los caracterizaba. Las tareas
de dirección en la toldería adquieren mayor importancia
por el trato con los ocasionales comerciantes y su sistema
igualitario se va desfigurando, van apareciendo los derechos
de herencia cacical, por tanto, las castas de poder, surgiendo
una jerarquía social y una centralización del poder antes
inexistentes.
Anterior a la invasión ibérica, el cacicazgo, como fue
mencionado en páginas anteriores, no se heredaba, sino que
se accedía a él por mérito. Es el caso de los caciques Alonso
Contulién (1612-1623), Victoriano Campillay (1668) y Juan
Palo (1671). Posiblemente fue la acción de los misioneros
jesuitas que buscaban dominar las cabezas de esta sociedad
la que implantó el cacicazgo hereditario, con la obligación de
contemporizar todo lo posible con los españoles. Los caciques,
por su parte, vieron en ello una forma de asegurar su poder
interno en la sociedad diaguita y también el camino hacia
una mayor integración con el sistema administrativo colonial.
De los pocos antecedentes que existen a este respecto, fue
el clan Licuime, señor del viento en lengua vernácula, el que
ejerció el derecho de cacicazgo durante gran parte de la época
colonial. Se le anteponía a su antropónimo el prefijo Paco (4),
cuyo significado es jefe social y/o religioso, para distinguirlo
entre sus parientes.
Posterior a 1688, el cargo de cacique en Huasco Alto lo
ostentaba Juan Pacolicuime. Al parecer, elegido por méritos
propios, no se tiene antecedentes de que fuera por herencia o

4.- El origen de Paco se remonta a San Francisco de Asís, fundador de la Orden


Franciscana. Sus hermanos de hábito le llamaban Pater Comunitas (Padre de la
Comunidad). Por tanto, Paco sería un acrónimo de PAter COmunitas.

113
impuesto por algún medio externo a la tradición de los clanes.
Durante los últimos años de vida, a causa de su vejez, quien
asume el cargo fue su hijo Francisco, tomando el título en
propiedad tras su muerte en 1723. En 1769 recae el mando
en su hijo Ramón, quien muere en 1779. A la muerte de este,
ante la ausencia de un heredero presente, el cargo lo ejerció
Gregorio Saguas, residente en Huasco Bajo.
Tras una larga ausencia del valle, Julián, primogénito
de Ramón Pacolicuime, , vuelve en 1789 y realiza el
correspondiente petitorio a la Real Audiencia del Reino por su
derecho sobre el cargo cacical. Este es concedido y comienza
a ejercerlo en el mismo año de la eliminación del sistema de
encomiendas en Chile.
Con la abolición de este brutal sistema socioeconómico
colonial, que cobraba un pago de tributo a la población
indígena en nombre del rey de España para costear los
servicios de los invasores, más bien dicho, prestar servicio a
un encomendero, algunos autores sostienen que termina el
período de esclavitud en los pueblos indígenas. No obstante,
debían seguir pagando impuesto a la Gobernación de Chile
y los encargados de la recaudación fueron las autoridades
locales, corregidores de partido, subdelegados de valles, entre
otros. Con ello, el apellido compuesto Pacolicuime pierde
vigencia hasta su desaparición.
En la memoria del mundo indígena local, la causa de los
años de ausencia del valle de este personaje que reclama
el máximo cargo tribal, está dividida. Unos pocos aseguran
razones familiares y de trabajo en la zona de Catamarca; los
más mencionan haber formado parte de uno de los tantos
viajes, siguiendo antiguas rutas andinas hacia el territorio
altiplánico de los chibchas, en el centro de la actual República
de Colombia.
Por consiguiente, en esta historia que no está escrita,
se cumplen al menos dos constantes de un mismo patrón:
por una parte, el característico ir y venir a través del macizo
andino y, por otra, la dispersión comercial y social a grandes

114
distancias de que nos hablan los abuelos.
Avanzando en el tema, durante los casi trescientos años
que duró el dominio español en suelo chileno, existió en
el pueblo diaguita una compleja relación de resistencia y
adaptación de sus tradiciones, llegando casi a identificarse
con la manera de vivir propia de la gente rústica en la cultura
de los “civilizados”. Aquello también lo vemos manifestado
en algunas posesiones personales, por lo común, muy
apreciadas, como espejos, peines y chucherías entre las
mujeres; instrumentos musicales, naipes y dados, entre los
hombres, muñecos y objetos lúdicos en los niños.
Junto a la transformación de sus viviendas, se fueron
incorporando paulatinamente a su sencillo mobiliario otros
elementos de origen ajeno, como mesas y asientos, pero siempre
en un contexto de rústica simplicidad. En el caso particular
del catre para dormir, estaba formado por un bastidor
rectangular alargado, sostenido por estacas enterradas
en el suelo que soportaban dos largueros entrelazados por
correas de cuero; encima, a manera de colchón, un sencillo
saco relleno con lana o paja, sábanas de algodón ordinario,
un poncho tejido con lana de guanaco u oveja y una gruesa
sobrecama tejida con los mismos materiales; la almohada
era de tocuyo bordado. Debajo se podía encontrar un tiesto
generalmente de cobre como orinal.
En el transcurso del tiempo, por lo dificultoso de la
aplicación del adoctrinamiento religioso y al no poder en este
lugar ser establecido un pueblo formal de indios, como ocurrió
en Huasco Bajo o en el pueblo de San Fernando de Copayapu,
los lugareños entraron en la categoría de indios de estancia.
Esta clasificación de asentamiento indígena se refería a una
pequeña propiedad individual que tenía cada comunero, más
derecho sobre terrenos comunitarios llamados de “estancia”.
Si bien es cierto que el rey de España era señor de las
tierras invadidas, no lo eran menos los caciques diaguitas
que tenían también señorío derivado de un respetado título
otorgado por sus pares, cual era la administración de la

115
antigua posesión en que se hallaban. Para conciliar ambos
intereses, la doctrina colonial estimó que al rey de España le
competía el dominio directo y al cacique indígena el dominio
útil.
La imposición de un sistema social a través del
adoctrinamiento religioso, la evangelización, significó un
cambio en las prácticas más adentradas de la sociabilidad
indígena. Los primeros misioneros católicos prefirieron para
su conquista espiritual el uso de la lengua quechua, ya
conocida en este territorio, más la imposición del idioma de
los ocupantes.
En ese período temprano de la Colonia, la población era
trilingüe, hablaba los dialectos cacán y quechua, además del
idioma español, que desde 1634 toma el carácter de lengua
administrativa, comenzando de esta manera, y sin mayor
presión, la extinción de la lengua serrana. Fue recién en 1770
que el idioma español se establece como lengua obligatoria.
Pero una vez que el contacto cultural entre españoles y
diaguitas se dejó sentir, quedó en evidencia la incorporación
de un considerable repertorio de voces locales al mundo
criollo, especialmente en denominaciones geográficas.
De esta manera, los diaguitas también sellaron su presencia
idiomática, aunque a esas alturas de la historia local habían
adoptado una lengua foránea. Es un hecho conocido y
comprobado históricamente que, en la lucha por la existencia
entre dos o más lenguas, la más desarrollada generalmente
vence, sobre todo cuando existen otros factores favorables y
la otra va desapareciendo como cosa “fuera de moda”.
En consecuencia, tras no largos años, el tipo indígena y
su lengua van tomando los aspectos y los rumbos de la raza
invasora, que se impone a los influjos de la ineludible ley del
perfeccionamiento humano.
Sin tomar en cuenta la tradición oral, solamente
considerando que los indios de Jujuy y Catamarca traídos
por los españoles en los primeros años de la invasión se

116
entendían de muy buena manera con sus similares de este
hoy valle del Huasco, nos permite articular que utilizaban
la misma jerga, en lo sustancial, aunque posiblemente no
era homogénea o la pronunciación variara. Dicho de otra
manera, hablaban el cacán, lengua común de los pueblos
que formaban las provincias diaguitas trasandinas y que
tiene muchas analogías, según Santa Cruz, con el idioma
atacameño y puquino.
El famoso misionero jesuita y lingüista Alonso de Bárcena
o Barzana, realizó en el siglo XVI un vocabulario, hoy perdido,
de la lengua común de los pueblos que formaban aquellas
provincias diaguitas, territorio que abarca lo conocido
hoy como el suroeste de Salta, toda Catamarca, los valles
occidentales de Tucumán, La Rioja, excepto su parte más
meridional, la parte montañosa de San Juan y la región de
Santiago del Estero que limita con Catamarca.
Siguiendo en este razonamiento, tres siglos más tarde,
en 1894, Lafone Quevedo, en su trabajo titulado Tesoro de
catamarqueñismos, expresa:

“Existe en Chile sangre y lenguaje de los pueblos


orientales diaguitas”.

Ratificando lo que la tradición oral ha tenido siempre


presente, en todos los tiempos, por ambas vertientes
cordilleranas había asentamientos humanos emparentados,
compartiendo lengua, identidad y tradición cultural,
conformando la “nación diaguita”. Quizá una razón más
para que, en tiempos de la Colonia, la región montañosa
del norte de San Juan, correspondiente al territorio oriental
diaguita, como fue mencionado anteriormente, perteneciera
administrativamente a la Gobernación de Nueva Extremadura
o Gobernación de Chile, también conocida de manera coloquial
como Reino de Chile, a pesar de que nunca tuvo rey propio.
Los argentinos poseen abundante documentación

117
referente al pueblo diaguita de aquel lado; sin embargo, por
el lado chileno existe gran carencia, a pesar de haber sido el
pueblo con mayor desarrollo cultural en aquella época. En
este sentido, el gran mérito de Lafone Quevedo es el de haber
probado que no puede hablarse de identidad lingüística entre
quechua y cacán, propuesta por variados historiadores. La
lengua cacana no era la misma que la del Cuzco.
Algunos pocos investigadores, por este lado de los Andes,
si bien han mencionado la existencia del habla cacán, no
han logrado identificarla plenamente por la superficialidad
de la información o bien por la poca amplitud y seriedad en
las investigaciones. Más bien, han realizado especulaciones
de gabinete y otros han carecido de dotes de observación y
registro en los trabajos de campo. Posiblemente, su temprana
extinción se debió sobre todo a lo que los investigadores
trasandinos califican de “sobremanera difícil”, “por extremo
reservada”, “extrañamente difícil”, acentuada, quizá también,
por la falta de medio gráfico de representación en el momento
del gran cambio fonético y fonológico al español.
Sin embargo, pretenciosamente podemos asegurar que en
este lugar permaneció después del primer contacto europeo
durante al menos dos o tres generaciones, aunque cada vez
más confinada al entorno familiar, específicamente en el
femenino.
Hoy su rastro lo encontramos en la toponimia, apellidos en
el hábitat huasquino y palabras sueltas que han permanecido
en la tradición oral como aporte cultural de la más larga data.
Distinto a lo ocurrido con la lengua quechua. En nuestra
tierra aún perviven en el léxico cotidiano los vocablos chacra,
tambo, quincha, pirca, charqui, guagua, chinche, chuño,
totora y muchos otros más, fenómeno común en todos
los pueblos donde el caudal de voces de otros dialectos se
impregna y coexisten.
Por otra parte, el aislamiento geográfico del territorio y
su condición relativamente marginal respecto de los centros
de mayor irradiación cultural, como la capital del Virreinato

118
del Perú o la capital del Reino de Chile, Santiago de Nueva
Extremadura, no permitieron la llegada de algún personaje
con mayor desarrollo intelectual, que a manera de agente
de cultura general realizara alguna pequeña investigación
o listado de palabras sueltas; para qué hablar de algo más
elaborado como un diccionario.
Por el lado de la lengua española, esta misma situación
restó fuerza a la influencia de un modelo de prestigio
idiomático o culto, facilitando en cambio el desarrollo de usos
propios del habla vulgar, que aún hoy se escucha en ciertos
sectores poblacionales.
Considerando las nuevas circunstancias, principalmente
en el área comercial, al ver la importancia de los tejidos,
los cacharros de greda y la carne de animal como bienes
transables con los ibéricos, los lugareños optaron por
reformular algunos elementos de su cultura, lo que les
permitió adaptarse e influir sobre las condiciones de aquella
época. En 1789, el subdelegado Martín Gregorio del Villar lo
deja muy bien expresado:

“… la principal ocupación de éstos es la labranza y


poco a las minas, y sus cosechas abastecen a este
partido (Paitanasa)… ”.

Al mismo tiempo, en el “Plano General del Reino de Chile


en la América Meridional”, realizado en 1793 por orden del
virrey del Perú, Francisco Gil y Lemos, según consta en la
simbología del bosquejo, los habitantes de Huasco Alto son
catalogados como “Indios estancieros fieles”.
Sus liderazgos, concepciones religiosas y relaciones con
el nuevo estado también se fueron transformando, quizá
veladamente, con el objeto de preservar sus costumbres,
memoria y territorio. No hubo hasta ese tiempo destrucción de
sus bases culturales, sí su silenciamiento y deslegitimación
social.

119
A los ojos europeos, su forma de vida y vestimenta se
encontraba relacionada con los conceptos de pobreza e
incultura; por ello, la cultura aborigen no fue considerada,
no correspondía al grado de complejidad presentado por el
desarrollo europeo. Esencialmente, al producirse el mestizaje,
el aporte cultural nativo tomó el carácter de folclore.
En consecuencia, desde los primeros tiempos históricos,
nuestro desarrollo cultural ha estado controlado por el
espíritu mercantil europeo y, desde mediados del siglo pasado,
por la intromisión económica y cultural norteamericana.
Pero, culturalmente, hoy no somos prolongación ni apéndice
de ninguna de las dos, tampoco continuación de la cultura
precolombina nativa. Ni una mezcla de esto con lo anterior,
sino un mundo cultural nuevo, en formación, a expensas
de todos esos ingredientes, como resultado de una síntesis
dialéctica que nos hace un producto diferente, un mundo
ecológico-social que se está expresando distintamente.
Volviendo a la vieja época, las curanderas y parteras se
conocieron peyorativamente como brujas o hechiceras,
de acuerdo a la concepción de la Iglesia Católica, en
circunstancias de que eran mujeres sabias, herederas de la
medicina ancestral, conocedoras de la interrelación que existe
entre el cuerpo y la energía natural, expertas en el uso de las
hierbas medicinales que tapizan la serranía y cumplían, como
en los primeros tiempos, las funciones de líderes espirituales,
consejeras y médicos asistentes. Afortunadamente, el
Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición no consideraba
a los indígenas dignos de vigilancia, porque se les tenía por
demasiado ignorantes para caer en la herejía; solo capaces de
tener supersticiones infantiles, sujetos arraigados a su pasado
que no podían asimilar nuevas costumbres y creencias.
En el ámbito social, considerando que el prejuicio imponía
los esquemas matrimoniales, los españoles pobres se casaban
con mujeres indígenas jóvenes; los criollos procuraban
casarse con mujeres que tuvieran apariencia europea y las
criollas de familias adineradas se esforzaban por desposar

120
españoles peninsulares. En contraste a lo que sucedió con
los señores y oficiales en los primeros tiempos de invasión,
estos trajeron a sus esposas de Europa, tan pronto como lo
permitió el estado del país.
No obstante, la nueva población residente, criolla, mestiza
e indígena, poco a poco se iría convirtiendo en la base de la
población actual. A ellos se sumaban algunos pocos ibéricos,
dado que no todos pertenecían a la clase respetable o, lo
que es lo mismo decir, no todo el grupo social de españoles
era rico y educado, porque el fenómeno migratorio no es un
proceso que inequívocamente conduce al éxito material y
la consecución de un estatus social deseado. En términos
cuantitativos, la mayoría de los peninsulares en esta tierra
no logró obtener los resultados esperados; fueron muchos
los que solo pasaron una mediana subsistencia, y otros ni
siquiera eso.
La abolición de las encomiendas que llegó por cédula real
el 10 de junio de 1791, cuerpo legal donde se declara que los
indígenas sometidos por la Corona quedasen en calidad de
súbditos como los demás españoles, dio paso a que algunas
pocas familias diaguitas, desde ese momento libres, se
asentaran en la toldería San Francisco de Huasco Bajo, hacia
la costa y a la iglesia, hoy El Tránsito, al interior, en mucha
mayor cantidad. De tal modo, este último y singular pueblo se
transformó en la mayor concentración de población diaguita.
Distinta fue la situación ocurrida años más tarde, cuando,
producto de un gran sismo que sacudió la zona el 30 de
mayo de 1796, muchas familias españolas de Paitanasa, tras
perder sus hogares y pertenencias, se vieron en la necesidad
de emigrar por ayuda a Santa Rosa del Huasco y al Río de
Ramos, hoy Valle del Carmen, lugares donde residía la mayor
cantidad de españoles a quienes se había concedido lotes de
terreno, no así a la Iglesia, donde permaneció la pureza de la
raza nativa.
Estos nuevos concesionarios se encontraron con un suelo
regable, preparado desde tiempos remotos para siembra de

121
cereales. Solo tuvieron que limpiar el área que deseaban
aprovechar y ensanchar las acequias, trabajo obligado para
radicarse y ganar el sustento.
La llegada de un mayor contingente de ibéricos al Río de
Ramos acentúa aún más la diferencia racial entre valles,
identificándose desde ese momento como Río de los Españoles
y al hoy valle de El Tránsito como Río de los Naturales,
expresión que pretendió suavizar el despectivo término
“indio”, utilizado por los invasores hasta ese momento para
referirse al nombre propio de este río (Río de los Indios).
En los primeros tiempos de la invasión europea, el lugar de
origen de la gente que pobló la quebrada Tatara y dio nombre
al asentamiento, como lo veremos en el próximo capítulo,
era conocido como Pueblo Bajo de Indios, posteriormente
La Iglesia, a continuación La Plaza, hoy El Tránsito y era
administrado por un cacique. Sin embargo, el valle vecino era
conocido como Alto de Españoles, después Río de Ramos, más
tarde Río de los Españoles, hoy del Carmen y lo gobernaba un
hacendado español o juez territorial.
Esta interesante separación racial y territorial propició que,
en el año 1800, el subdelegado Escudero y Román, sucesor de
Martín Gregorio del Villar, lo dividiera administrativamente
en distritos independientes. Aun más, en la primera mitad
del siglo XIX, 1840, el sabio polaco Ignacio Domeyko señala:

“…entre las montañas, en una grieta continental


permanece de los tiempos precolombinos el reducto
indio Guasco Alto, cuyos habitantes conservan el
color y las facciones de los americanos primitivos,
aunque olvidaron ya el idioma y las costumbres
antiguas”.

Por lo expuesto, podemos presumir que la población


cordillerana controló su raíz indígena; por el contrario, los

122
grupos que permanecieron en la zona baja la fueron perdiendo
progresivamente. Sin embargo, con la presencia de mitimaes
traídos por los incas -porque sabido es que estos reclutaban
sus ejércitos en diversas partes del imperio- algunos de
cuyos miembros pudieron quedar instalados a perpetuidad
en el lugar, sumados los indígenas de valles vecinos llegados
en busca de refugio durante la época colonial y españoles
empobrecidos, produjo en el tiempo un interesante mestizaje
biológico, social y cultural. De manera similar, a consecuencia
de la revolución independentista, debemos incluir unos pocos
españoles desterrados en 1818, acusados de urdir planes de
conspiración en Copiapó. De algunos sabemos solamente sus
apellidos: Maldonado, Carmona, Escuti; con ellos también
llegaron José Picón, Agustín Vallejo y un vecino de Vallenar,
José Martínez.
El proceso de asimilación a un nuevo orden social que
se venía desarrollando, que por ningún motivo ocurrió en
pocos años o décadas, anuló el régimen de comunidad y los
lugareños comenzaron a dividir la tierra en pedazos y muchos
a apropiarse de ellos, a la manera europea. Entonces, los
que quedaron sin tierra debieron trabajar para los otros,
produciéndose una marcada división social, resultando la
creación de un grupo de marginados o desposeídos, quedando
el trabajo asalariado como el fundamento laboral de su vida.
El desarraigo espacial y laboral llevó a este nuevo personaje
a vivir el día, sin expectativas de porvenir, sin recuerdos de
familia ni del lugar donde nació. Anda y anda, siempre en
búsqueda de un nuevo trabajo que le proporcione, si no más
salario, más descanso. De ahí que los agricultores de la época
hayan visto en ellos solo focos de vicios y flojera.
Los indígenas encontraron el mercado español muy
provechoso para sus necesidades y adoptaron su sistema
de producción y venta, en donde también estuvo presente
la ganadería mayor introducida por los invasores desde los
primeros tiempos. De ella, fueron objetos de comercio los
caballos, asnos, mulares, vacunos y sus productos derivados

123
como cebos, cueros para suelas de zapato; de los ovinos, lana
y cueros para badanas. Igualmente, fruta seca, aguardiente,
vino y chicha. Estos últimos productos fueron el resultado
de haber reproducido, de muy buena manera, las semillas
entregadas por Valdivia en Pallantume que, ayudadas por un
clima admirable, prosperaron, se multiplicaron y mejoraron
en calidad.
En aquellos tiempos había una economía de trueque. No
debemos pensar que la negociación fuera cosa sencilla y
breve; por el contrario, era larga y fastidiosa. Los mercaderes
procuraban obtener los cotizados artículos indígenas al menor
precio posible y la contraparte deseaba el mejor pago por sus
productos.
Pero este precario intercambio comercial aceleró el proceso
de transición para el establecimiento de una cultura foránea,
fenómeno que venía ocurriendo desde el primer contacto con
los europeos. Primero fue la alimentación, donde la harina
tostada tomó un importante rol como alimento de los lugareños,
en menor medida el mote de trigo, pero ambos productos
alimenticios relegaron el uso de la harina de algarroba. El
sistema de trabajo se vuelve cada vez más complejo; las
necesidades de dinero se hacen más apremiantes en la
población indígena y se comienzan a producir relaciones de
subordinación en las tareas agrícolas, actividades que antes
eran realizadas por cada grupo familiar. Muchos venden su
fuerza de trabajo, alejándose del lugar por períodos cada vez
más largos.
Las prendas de vestir se siguieron confeccionando con
técnicas ancestrales, pero se cambia el vestir indígena por
el hispano, en particular la mujer. No obstante, subsisten
prendas como ponchos, mantas y otras ropas de abrigo para
soportar el frío clima cordillerano; del mismo modo, siguieron
utilizando prendas y accesorios en cuero. Las olleras o loceras
continuaron la tradición ceramista; sin embargo, sus obras
diferían en mucho de las prehispánicas, privilegiando las
piezas de tipo funcional. Esto causó que la antigua alfarería

124
indígena, caracterizada por su rica decoración, comenzara a
perder protagonismo.
Este proceso tiene un costo sociocultural enorme; se va
debilitando el sistema de reciprocidad, las formas sustentables
de convivencia con la naturaleza que limitaban la caza y la
recolección a lo únicamente necesario para el mantenimiento
familiar o comunal. Se van produciendo crecientes diferencias
entre las familias en razón de sus vínculos con el mundo
europeo, generando divisiones al interior de la comunidad,
quedando cada vez más relegado su sistema de cooperación
comunitario regido por los principios de igualdad y equidad
social, que contribuían a fortalecer las relaciones asociativas
basadas en la confianza y la solidaridad.

125
126
Capítulo V
El éxodo de
Huasco Alto

127
Capítulo V
El éxodo de Huasco Alto
Mientras en Huasco Alto las cosas se daban como hemos
intentado describirlas en general, cuando llegó el aventurero,
el buscador de oro y el misionero, kaikas de todas las
intenciones; algunos buenos, sin duda, pero perversos,
muy perversos los más y el diaguita perdió el tejido de las
dulces costumbres de su toldería, algunas familias, las más
reaccionarias a la convivencia con el europeo y con el nuevo
orden que se está imponiendo, en la época del año cuando
se habían ido las noches frescas y las madrugadas con
escarcha, en un esfuerzo por volver al seno de la naturaleza
abandonan el pueblo rumbo a Paytepen. Lugar en donde aún
están presentes añosas sendas, conformando una red de
comunicación armónica entre las altas cumbres del macizo
andino que conecta a los valles intermontanos orientales, la
zona de los llanos, la costa y el valle vecino de Copiapó.
En aquel extraordinario escenario que nos da la geografía
serrana, en donde el viento está presente con silbidos agudos,
con llantos suaves o con roncos gritos y cuando sopla podero-
so, lo que casi siempre hace, sus bramidos estridentes hacen
estremecerse las montañas; se les unen otras familias con
los mismos ideales procedentes de la quebrada de Colpe (5),
voz desde luego cacana que en el lenguaje de hoy equivaldría
decir “manantial de agua clara”.
Sintiéndose castigados por el destino, en conjunto, alzaron
un resonante clamor de adiós a ese pedazo de tierra que los
vio nacer. De modo que la sierra se llenó de sollozos y gemidos,
como despedida doliente de gente que se refugia en medio de

5.- Existe una localidad con el mismo nombre al poniente de la Provincia de


Catamarca, dentro del Departamento de Pomán.

128
las peñas. Lloraron los viejos y los hombres maduros se tra-
garon las lágrimas, increpando con voz mojada en llanto a sus
mujeres y a sus hijos para que se callaran.
Más tarde, el crepúsculo cedió el paso a la noche y el mur-
mullo del viento turbó la quietud. Reunidos a la luz de una
llameante fogata que centelleaba en la oscuridad dibujando
imprecisas formas sobre las roquerías, tuvieron la impresión
que algo maravilloso les esperaba en los días por venir y, per-
cibieron nuevamente, después de largo tiempo, aquella sen-
sación de independencia que entrega la serranía huasquina,
conocida simplemente como ¡libertad!
Habían estado mucho tiempo amargados, desesperanza-
dos, creyendo ser lo que otros les habían dicho. Ahora, el
reencuentro con el verdor de las vegas de altura, la fragancia
balsámica de la salvia y el poleo, sumados a otros testimo-
nios más de las fuerzas inconmensurables de la naturaleza
presentes en ese enorme bastión montañoso, infundieron en
sus corazones nuevos aires, haciéndoles levantar sus cabezas
pletóricas de esperanza e invadidas sus almas de una extraña
y dulce paz.
Con el transcurrir de los días, en uno de aquellos tantos
hermosos amaneceres, cuando los serranos u hombres de las
tierras altas despertaban de su letargo nocturno, silencioso y
con paso mesurado, pero solemne, un cóndor de plumaje gris
oscuro asomó de una condorera. Movió el cuello para probar
sus músculos, abrió las alas en toda su amplitud, despere-
zándose de la inacción de la noche y sacudiendo con violencia
la cabeza lanzó un poderoso graznido que se sobrepuso a los
cánticos que de todos lugares surgían en honor al nuevo día.
Aquella señal enviada a las cumbres nevadas, era la voz del
soberano de aquel espacio aéreo andino, señalando que iba a
emprender vuelo por sus dominios. Sin embargo, permaneció
largo rato de pie sobre una aislada roca con los ojos fijos
sobre el improvisado campamento. Más de pronto, batió las
alas, corrió un corto espacio hacia adelante y de un enérgico
impulso remontó vigoroso ascenso, planeó tres vueltas en

129
círculo sobre el campamento y emprendió viaje rumbo hacia
donde se pone el sol.
Los “tatay” del grupo interpretaron aquel magnífico
vuelo como un mensaje enviado por los ancestros. Siempre
generosos con sus hijos, les señalaban por intermedio de
Candei, tercer componente sagrado para el pueblo diaguita,
el camino que debían seguir. Entonces, por el sendero que
transitaron sus antepasados desde tiempos pretéritos, de no
más de medio metro de ancho, flanqueado por ondulantes
faldas de cerros y quebradas se movilizaron rumbo a lo que
sería su nuevo hogar.
Así, aquel día fue sólo el primero de una larga serie de
jornadas que vendrían a continuación, caminatas llenas de
acontecimientos gratos, de acrecentado encanto y de olvido.
Desgraciadamente, no tenemos información de la cantidad de
familias o personas que formaron parte en aquella travesía
hacia las tierras bajas del Huasco. Sin embargo, lo que
hemos podido recoger de la tradición oral correspondiente al
organizador y guía, este habría sido un cazador de cabeza
cana y rostro surcado de arrugas, cuyo nombre está perdido
en la memoria. No obstante, algunos aseguran que era del clan
cazador, es decir, del linaje Campillay. Hombre avezado, su
habilidad como jinete y como seguidor de huellas no tenía par,
interpretaba con facilidad las más variadas manifestaciones
del entorno natural, capaz, en alguna ocasión, de ver sucesos
anticipadamente y medir intuitivamente el tiempo y las
distancias.
El apelativo Campillay, de indudable origen diaguita, hoy
apellido muy extendido a lo largo y ancho del valle del Huasco,
equivaldría decir en su lengua “corazón o alma de guanaco”.
En esta peregrinación avanzan alegres hacia un destino
incierto, pero libres, dejando atrás solamente las cenizas de
un pasado esquivo. Las inclemencias de la pedrería en las
quebradas, algunas pocas secas, se anulan al momento que
alcanzan la falda de los cerros, marcando una particular línea
irregular que salía de un extremo de la nada y se perdía en el

130
otro. Cabe señalar que en el mundo andino fueron conocidos
como muy buenos caminadores, cosa que siempre asombró
a los invasores.
Por otro lado, han dormido casi toda la vida en el suelo y, les
consta que no hay mejor lugar para descansar. Entonces, al
momento de acampar, imitando al guanaco excavan un poco
el terreno formando un hueco para el cuerpo y se cubren con
unos pocos cueros y mantas, los pies los mantienen siempre
un poco más altos que la cabeza y defendidos contra el gélido
viento nocturno. Así, nunca se resfriarán. Generalmente,
despiertan bajo las pálidas estrellas del alba, reposados y con
renovados ánimos. Si lloviera o nevara, terminan tapándose
simplemente la cabeza y duermen profundamente.
A su paso, innumerables lagartijas se cruzan y huyen
apresuradas hacia sus escondrijos; entre los arbustos
ramosos se escucha de vez en cuando la crepitada fuga de
una liebre; un zorro escapa furtivo entre los montes que
cubren las laderas perseguido por los perros y sobre un lomaje
cercano, en desesperada carrera, una pequeña manada de
guanacos con sus crías huyen de una hembra de puma, a
cada momento miran hacia atrás y conminan a los pequeños
a que aceleren la carrera. El desenlace no es difícil de
predecir, a cada minuto se acorta el intervalo entre ellos y el
cansancio hace que se rezaguen cada vez más los chulengos.
Antes de alcanzar unas peñas, en un remolino de colmillos
descubiertos y poderosas zarpas, la leona andina derriba al
más rezagado. En medio de un crujido de potentes quijadas,
el balido aterrado del pequeño animal dejó súbitamente de
oírse, cuando el imponente carnívoro le abrió la garganta. Un
surtidor de sangre mojó el hocico de la cazadora cuadrúpeda
y manchó de carmesí su piel dorada oscura. Las patas de
la presa se agitaban espasmódicamente todavía, cuando la
leona le abrió el estómago y le arrancó un bocado de carne
roja y caliente que, sin lugar a dudas, servirá de alimento a
sus crías. Más adelante, una vizcacha apresuradamente se
esconde en su madriguera y desde el cielo un ave rapaz la

131
vigila con atención cazadora.
Vienen de todas las edades. Viejos, uno de ellos muy
anciano de venerable aspecto y ayudado por una vara para
caminar, jóvenes, adultos, niños, infantes de pecho. Mujeres,
con su variedad de cargas, cueros, mantas, jaulas con gallinas
y los infaltables perros. También, portan un sinnúmero de
canastos hechos de caña en que han guardado herramientas,
semillas y renuevos de árboles para la replantación en la
nueva tierra.
Marchan, uno detrás del otro, en compás solemne entre
los amarillos pajonales. Los hombres a caballo se mueven
marginalmente en plan de caza, con intervalos de descanso y
ayuda a las mujeres embarazadas o con niños a cuestas en
los pasos difíciles, como portezuelos, vegas y pantanos.
Traen un gran rebaño de cabras. Van muy juntas, formando
una compacta masa que avanza lenta pero invariablemente.
De hecho, es sorprendente no ver ningún pastor que las guíe.
Pero al frente del rebaño va un perro y detrás otro. Ellos son
los que conducen ordenadamente el hato.
Por si fuera poco, traen una piara de mulares jóvenes,
de orejas inquietas y de lomos nerviosos y sensibles al más
leve cosquilleo. Caminan atadas entre sí por largas cuerdas,
a ratos se atropellan o se rechazan a patadas que terminan
en brutales sacudidas de las ataduras. Los gritos de sus
cuidadores las aquietan.
-¿Quién ha sido el primer cazador en recorrer esta ruta?
Los más ancianos habían escuchado a sus abuelos que
originalmente fue un sendero de guanacos, luego utilizado
por los “antiguos” y en las últimas centurias cazadores
diaguitas. Pero, para alguien que no es hijo de esta tierra pasa
desapercibido, porque la arenilla llevada por el viento que
sopla diariamente cubre toda huella. Si lo recio del viento no
es capaz de borrarlo, la lluvia y la nieve lo harán sin ninguna
duda.
Forma parte de los emigrantes un anciano de edad

132
indeterminada, portando gran surtido de hierbas medicinales.
Tiene la reputación de ser un buen curandero y como en
todos los tiempos, ignorado por los sanos y requerido por
los enfermos. Sabía entablillar extremidades fracturadas
o luxadas y componer dislocaduras. Unos cuantos tirones
y masajes entre huesos y tendones descoyuntados eran
suficientes para un efectivo tratamiento.
En los días de cacería, a la hora del crepúsculo, los
guanaqueros alcanzaban la caravana trayendo alimento
cárneo obtenido por la caza de animales de manadas sin crías,
momento en que las mujeres cocían papas para acompañar la
sabrosa carne. Así, muy pronto, el aire se llenaba del aroma a
carne asada, ese manjar tan apreciado en la serranía. Además,
mientras las familias dormían, los cazadores vigilaban el
campamento por turnos de media noche, no permitiendo que
el fuego se extinguiera hasta pasada la primera comida del
día y continuaran viaje.
También hubo noches en que fuertes ráfagas de viento
animaban intermitentemente la hoguera. Unas veces rugía
y chisporroteaba, iluminando las inmóviles figuras de los
que estaban cerca, mientras a otras las dejaba sumidas en
la mayor oscuridad. No obstante, sin preocupación alguna,
los contertulios continuaban sus animadas chácharas, sus
alegres cantos y sus frecuentes carcajadas. Había también
parejas de jóvenes enamorados paseando bajo la esplendorosa
luz centelleante de las estrellas y, cuando se calmaba el
viento, se podía escuchar sus conversaciones amorosas como
un dulce murmullo.
Los cazadores no eran la única fuente de aporte de
alimentos para las familias. Con frecuencia, las mujeres, a
pesar de ir cargadas, recolectaban montes, frutos o raíces y
lo hacían con tal eficiencia que apenas retrasaban la marcha.
Una mata de pacul, chañar o algarrobo a la vera del camino
era prontamente despojada de sus carnosos frutos. El berro,
arraigado en las vegas pantanosas era todavía más fácil de
obtener.

133
Hubo una noche clara y estrellada con el aire cargado de
misterio, en que se escuchó el rugido de un animal a lo lejos,
el ganado cabrío y las mulas se inquietaron, los perros emitían
gruñidos amenazadores y su postura pasaba de una actitud
defensiva a otra más bien agresiva, preparados para atacar.
Los cazadores se pusieron en tensión sosteniendo sus armas,
mientras sus fantasmagóricas siluetas se desdibujaban entre
los montes.
-¿El puma? Preguntó alguien en voz baja.
Otro rugido como respuesta, luego silencio y volvía la
quietud, solo el susurro de la brisa impedía que aquel silencio
fuese absoluto.
Los días eran bastante cálidos, pero los vientos nocturnos
todavía solían traer el gélido soplo del hielo de las cumbres.
Era la época del pasto nuevo, entonces, fue frecuente
encontrar manadas de guanacos apacentando en los rústicos
pastos de altura. Cuando el grueso del grupo se acercaba,
sin manifestar mucha sorpresa los animales se movían hacia
adelante o hacia atrás al trote y luego de pasar los serranos
regresaban al mismo lugar para continuar pastando. Sin
embargo, el macho que no conoce aún al hombre, hace gala
de valentía: se adelanta fieramente, solo, erguido, soberbio,
dando ciertos gruñidos de desafío y cólera, listo para entrar
en pelea o sufrir el primer choque del atacante, como era su
característica.
Durante el día, los cóndores venían a posar de centinelas
en las rocas vecinas al camino o describían vastos círculos y
lentos espirales, cuyo centro era el grupo errante. Sin lugar a
dudas, marcando con énfasis el camino al nuevo hogar.
En las noches, antes de conciliar el sueño, contemplaban
extasiados las estrellas. Para el diaguita, cada una es una
joya admirable, es más, sostienen que manos divinas han
querido que el hombre las pueda contemplar todas juntas,
para que sienta de mejor manera su generosa magnificencia y
que goce de su luz misteriosa, sin atreverse a escudriñar sus

134
secretos. Puede ser que sean la morada de las almas que han
dejado el valle o, bien, mundos en formación destinados a
reemplazar a los que desaparezcan. ¡Misterio! Lo único cierto
es que son una fuente inagotable de poéticos ensueños para
su alma sencilla, que las mira con amor y admiración. A decir
verdad, agradecido por su fidelidad inquebrantable al guiarlo
por las montañas.
Pocos días después llegaron a una quebrada que en el
presente se le conoce como Chanchoquín o La Totora -en
donde discurría rápido un riachuelo sobre el lecho salpicado
de cantos rodados- y el grupo siguió el curso del agua. La
temperatura era más agradable que en la serranía, porque en
la amplia garganta continuamente soplaba una brisa fresca
que atemperaba los ardientes rayos del sol.
La persona que enfrente por primera vez esta torrentera,
hoy seca, puede sentir diversas emociones, pero nunca
indiferencia. La magnificencia del paisaje sobre el que
quedaron grabadas las cicatrices de una turbulenta historia
geológica, estalla en una gama infinita de colores que, desde
el ocre al amarillo se multiplica en marrones y grises, donde
hoy el verde es el gran ausente a los ojos.
Es más, el hombre primordial también había dejado su
impronta. A medio camino se encuentra un prominente bloque
rocoso aislado, conocido por los lugareños como “Piedra del
Gato”, con motivos de gran finura artística grabados en todas
sus caras, copitas de variados tamaños y unos pocos trazos
de pintura roja de difícil observación. El móvil que dio el
particular nombre a la roca, es la aparente figura de un felino
(gato) grabado en la cara que mira quebrada abajo.
Siguiendo el curso de las aguas, a la vera de un sendero
que remonta la quebrada conocida hoy como Amolanas,
de manera semejante, se localiza uno de los núcleos de
arte rupestre más conocidos en la provincia, tanto por sus
representaciones como por el marco de belleza natural.
Singular unión que provoca en el visitante una mitigación a
su nociva soberbia intelectual.

135
Para los diaguitas contemporáneos estas excelsas mani-
festaciones culturales no tienen significado y su factura sim-
plemente la atribuyen, como dicta la tradición oral a los “an-
tiguos”. De todas maneras, desde nuestra perspectiva actual,
en cada roca culturizada hay una dialéctica entre lo que se ve
y lo que se cree ver, sobre todo lo que se infiere e interpreta a
partir de lo que se cree ver, porque como el tema es arqueo-
lógico, el registro que tenemos no es completo. El tiempo, el
agua, el viento, los animales, los insectos y diversos factores
de alteración antrópica han contribuido para que el significa-
do de la obra se torne indescifrable.
Muy abajo, subiendo por una empinada quebradilla que
discurría por el lado poniente, abandonaron el rumoroso
cañón.
Como había sido en los tiempos anteriores a la invasión,
las doncellas disfrutaban los días de travesía con juegos,
cánticos y danzas, proporcionando regocijo al grupo. Alegre y
tierna era la expresión de sus facciones, negros sus ojos como
la noche y sobre sus espaldas caían en perfumadas trenzas los
cabellos de aquel mismo color. Los senos desnudos ostentaban
orbes voluptuosos, una especie de falda cubría en parte sus
agraciadas formas, que partiendo de la cintura terminaba a
media pierna, cuyos suaves contornos se ofrecían a la vista
como se ve alrededor de nube cenicienta la claridad de la
luna. Con igual encanto, del lóbulo de sus orejas pendían
primorosas figuras en cobre, brazaletes del mismo metal
ceñían sus torneados brazos o tobillos y ornaban su garganta
largos collares compuestos de diminutos anillos de malaquita.
Una muchacha que todavía no era mujer, pero que
transportaba la misma carga como una más caminaba detrás
de las doncellas; de vez en cuando, volvía la mirada hacia un
mozo que casi era un hombre y avanzaba detrás del grupo de
mujeres llevando una regordeta liebre al hombro, abatida por
una certera pedrada de su honda. Con gran ingenio se las
arreglaba para dejar entre ellas y él la suficiente distancia para
que pareciera formar parte de los cazadores que constituían

136
la retaguardia, protegiendo, como era su costumbre, al grupo
de niños.
Como lo mencionamos en un capítulo anterior, tenían la
mayor consideración con los niños. Los bebés eran mimados
por hombres y mujeres por igual y, cuando crecían, los criaban
con afecto y cariño, pero también con disciplina que se iba
haciendo gradualmente más severa a medida que crecían. Su
castigo era, simplemente, la indiferencia.
Cuando la languidez de la tarde envolvía el campamento,
los viejos agradecían la jornada cumplida y esperaban con
ansiedad la próxima. Los días que dejaban detrás parecían
cada vez más lejanos y los malos recuerdos se desvanecían
por igual. Para los niños había llegado el momento de adquirir
conciencia de su deber y de prestar atención a la gran labor
que sus padres se habían impuesto realizar.
También, en cada mañana al comenzar a alborear el
día, cuando el silencio de la noche aún imperaba sobre
las montañas, las familias entonaban un solemne himno.
Comenzaba muy suave, como el melodioso murmullo que
brinda un pequeño arroyo y, al subir la intensidad de voz,
cambiaba también a un ritmo más alegre. Era el alma del
diaguita surgido de la noche, agradeciendo la luz mañanera.
Día tras día marcaron su huella sobre la falda de los
cerros, las horas pasaban de prisa, cada día subsiguiente
se asemejaba a su predecesor, pero más rico en emociones
y la distancia recorrida parecía siempre la misma. De igual
manera, la serranía no cambiaba como conjunto total, más
vista de cerca, mudaba constantemente y, como territorio
bravío, en numerosas ocasiones vieron a hembras de guanaco
con sus crías huir a protegerse en parajes rocosos, llenos
de obstáculos y cóndores que caídos del cielo en círculos
de muerte las azotaban al pasar con furiosos aletazos para
atemorizarlas y ahuyentarlas de su refugio. Sin embargo,
temblorosas, inmóviles, cobijando con el cuerpo a cada
hijuelo soportaban las embestidas, hasta que frustradas en
su táctica las aves se alejaban.

137
Es posible que un viajero actual imagine la imposibilidad
de sobrevivir en un ambiente tan particular, donde las piedras
y el viento parecen dueños absolutos del espacio y el tiempo.
Sin embargo, si recorre las protegidas quebradas o los fértiles
bolsones escondidos entre cerros, observará que su primera
impresión es errónea. Descubrirá que allí, donde existen
pequeños cursos de agua y vertientes como una maravilla
más de la naturaleza, brotan extensos manchones de pastos
verdes que los diaguitas tienen en la mayor consideración,
por ser gran sustento para sus animales.
A pesar que caminaban cuesta abajo, no llegaron a la hoy
llamada quebrada San Antonio antes de veinte amaneceres,
en horas de la tarde, cuando el sol había sido empujado hacia
los cerros del lado poniente, tras los cuales parece ir a pasar la
noche. Acamparon en un lugar en que la parte despejada del
terreno y algunos troncos desgajados mostraban que había
sido utilizado con el mismo fin anteriormente, las hojas de
los árboles estaban medio desarrolladas, la hierba era verde,
las flores de intenso color azul se inclinaban con gracia al
extremo de unos largos tallos, mientras la brisa murmuraba
suavemente al pie de los montes.
En aquel hermoso rincón serrano, el ganado permaneció
quieto y silencioso; no se escuchaba sonido alguno, salvo el
chasquear de las ramas de chilca al quemarse en la fogata. A
causa de sus entretenidas conversaciones las doncellas no se
dieron cuenta del transcurso del tiempo hasta cuando, a través
de los árboles, observaron una radiación plateada mostrando
que la luna había salido por los contrafuertes cordilleranos.
Y mientras continuaban animosamente parloteando y riendo,
el luminoso disco de la luna en su fase llena se apareció a sus
ojos, cruzado por las oscuras ramas de los árboles.
Dos días más de camino, cuando el sol estaba todavía
bajo, divisaron la extensa planicie conocida hoy como Llano
de Marañón, aparentemente del todo horizontal. Sin prisa,
entraron a la llanada tapizada de flores que contrastaban al
mediodía la violencia del sol adueñado de toda la amplitud del

138
cielo azul. No se veía la mínima mancha de nube, su tiranía
era completa. En horas de la tarde, con la vista puesta en el
horizonte, el rosado crepúsculo los invitó a descansar de la
jornada y disfrutar del suave viento que atravesaba la pradera
barriendo las hojas secas.
Al siguiente día, se sintieron maravillados al ver la brisa
mansa y suave de la mañana producir graciosas ondulaciones
en aquel manto de colores, formando un cuadro que supera
la concepción humana que se tiene sobre la belleza, la
potencialidad imitativa del artista y toda noción de estética,
para elevar el espíritu a reflexionar sobre la grandeza creadora
de la Mamu Ashpa. En sus límites, una jornada más tarde,
se encontraron frente a los cerros de Yatara, hoy Guantemé.
La bajada por la quebrada conocida en el presente como
Las Ventanas, terminó a la vera del río gratamente sombreado
de sauces y maitenes.
Embargados de tanto esplendor natural, muchos dejaron
caer sus cuerpos extendidos en el terreno fragante, fresco y
de intenso color verde por la chépica, otros bebían a mano
alzada el refrescante líquido, algunas mujeres lavaban sus
cabellos con zumo de salvia, los más, mojaban el rostro para
enfriar la piel castigada por el implacable sol y el aire seco de
la serranía que los había acompañado durante aquellos días
de aventura. Las doncellas que estaban donde el río cubría
sus piernas hasta las rodillas comenzaron a jugar y, pronto,
el lugar se llenó de risas, cantos y gritos de euforia juvenil,
aumentando aún más el júbilo en los viajeros.
Debemos hacer presente que en aquel tiempo, en esta
zona en particular, existían muy pocos habitantes, como
lo mencionamos en un capítulo anterior, la mayoría de los
diaguitas habían emigrado a la zona de refugio, al valle oculto
tras las montañas, separado por completo del mundo invasor.
Continuando con el viaje, horas más tarde tomaron camino
por una de las márgenes del río, siguiendo el rumoroso cauce.
Una brisa fresca y amable acariciaba los rostros, mientras

139
las ramas de los árboles cernían la potente luz de un cielo
prístino. El paisaje les parecía sublime, la arboleda estaba
bulliciosa y soñadora, impregnada de una suave fragancia a
flores silvestres que adornaban la espesura.
Las aves depositaron muy pronto su confianza en los
recién llegados. Viendo que nada debían temer, se acercaron
y los llenaron de alegría con la suave tonalidad de su belleza
de colores y voces insolentes; cien voces resuenan en los
matorrales. Asimismo, se hizo presente como un cántico de
reconocimiento el graznido de los patos silvestres, el silbido
de las taguas y los pidenes ocultos en las matas de totora,
colas de zorro y cañaverales junto al río.
Después de caminar por terreno cenagoso, sombrío debido
a la vegetación robusta y no talada, evitando los pantanos
que caracterizan el lugar conocido posteriormente como
fundo Paraíso de Ánimas hoy Quebrada Alday, se presentó
una garganta que estrecha el cauce. El promontorio del lado
izquierdo perfilaba el cielo brillante y en el piedemonte el río
ocupaba gran espacio. Era la desembocadura de una singular
quebrada conocida desde remotos tiempos como Tatara.
Envueltos en la bella y frágil luminosidad del atardecer y de
la emoción bullente en el pecho de todos, observaron que un
centenar de metros antes se presentaba un remanso del río
de gran extensión y en ambas riberas había garzas de plumaje
tan blanco como de esbelta figura buscando su alimento. El
vado pertenecía al cono de deyección de la quebrada misma,
que ha esterilizado en las crecidas de los inviernos rigurosos
extensiones de vegas en gran proporción.
La ribera se llenó de voces y gritos de niños jugando,
doncellas cantando, hombres y mujeres sentían el rebosar
de un cúmulo de emociones y desordenados pensamientos.
Más luego, aprovechando las bondades de aquel paso de río
correspondiente a la época del año, lo vadearon por donde
la corriente levantaba espuma alrededor de las rocas que
sobresalían del agua poco profunda.

140
Panorámica de la quebrada Tatara.

Los cazadores abrían paso al núcleo de mujeres y niños,


flanqueados por los hombres mayores. Los varones jóvenes
formaban la retaguardia, llevando en sus brazos uno a uno al
ganado cabrío, volviendo una y otra vez, hasta lograr pasar
todo el rebaño, mientras las mulas hacen lo propio con su
carga. Una mujer, más o menos a mediados de su embarazo,
avanza delante de las demás que llevan bultos atados detrás,
colgando y amontonados encima. La carga que transportaba
no se había visto aligerada porque estuviera embarazada,
llevaba, al igual que las otras, un gran canasto sujeto a sus
espaldas.
En seguida, continuaron abriendo camino por un
terreno de abundante vegetación en donde predominaban
chañares, molles, breas y colas de zorro, haciendo el caminar
dificultoso, hasta alcanzar unos añosos túmulos funerarios
pertenecientes a la raza vieja. Con respeto y veneración, como
era su manera de honrar a sus ancestros, clavaron al suelo
una caña con una pluma de ave pintada de color rojo atada a
una hoja de totora y continuaron.
Era el ocaso del día, el sol enviaba sus últimos rayos. Cantos
melodiosos, trinos delicados, agudos silbidos, murmullos
ligeros, mil rumores y grandes cuchicheos llenaban de vida
el embrollado follaje de la quebrada. Una pared del cañón se
oscurecía con sombras juguetonas, mientras la otra brillaba
aún con un áureo tinte. A poco caminar desapareció el sol y el
cañón perdió el reflejo tornasolado que lo había acompañado

141
Panorámica de la segunda terraza llano Tatara.

minutos antes. Pronto llegó el crepúsculo y en seguida la


noche.
Aquella vez no montaron campamento, a medida que se
adentraban por el lecho de la quebrada el cazador Campillay
los instaba a continuar. El nuevo hogar estaba muy cerca, les
insistía. La luna menguada aun no salía por los contrafuertes
cordilleranos, no obstante, la luz estelar era suficiente para
no dar tropezones. Desde el lado del río llegaba el profundo
gañido de un zorro y una lechuza posada en un algarrobo
emitía su característico ulular, más parecido a un quejido
lamentable.
En compañía de aquellos sonidos nocturnos alcanzaron
un lugar donde nada ni nadie había y, en el transcurso de los
días que vinieron a continuación formaron ranchos dispersos
de carácter rústico, sin orden ni simetría, sólo obedeciendo a
la más elemental comodidad de cada familia.
Así nació el caserío Tatara y su gente se autodenominó
Comunidad Chipasse Ta Tatara. Como lo mencionamos
en las primeras páginas, en lengua cacán quiere decir
“hijos de Tatara”, nombre asumido con un gran sentido de
agradecimiento al pedazo de terreno que los acogería con
generosidad desde aquel mismo momento. No obstante,
debemos señalar que jurídicamente se estableció como
Comunidad en el año 2011, cuando se realiza la inscripción

142
Panorámica sector comunitario terraza llano Tatara.

como tal en la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena


(Conadi).
Como eran desde donde vinieron, las chozas fueron
construidas en medio de la copiosa y arborescente geografía,
expresando un modelo de sabiduría sobre cómo habitar la
tierra. La altura era de tamaño más bien baja y se componían
de dos ambientes, uno que hace de dormitorio y el otro
de sala. Puede decirse que la casa estaba reducida a este
último cuarto, en donde se observan generalmente labores
de cestería y una muy simple ornamentación en madera.
Mientras el umbral al otro solo se utilizaba dos veces en
el día: a la hora de entrar a dormir y a la hora de salir a
trabajar. Las paredes eran de palos enterrados en el suelo,
a trechos; en los intervalos brea, churqui o caña entretejida
y en los intersticios barro; la estructura de la techumbre
se sostenía por medio de vigas de madera apoyadas en los
muros perimetrales, sobre las que se extendían costaneras
para dar soporte al techo de totora o caña cubierto con una
gruesa capa de barro seco, de una o dos aguas; las puertas y
ventanas eran de madera sin ornamentación orientadas hacia
la salida del sol o “guanchoi”, como se conocía al astro rey en
lenguaje vernáculo. El piso está casi siempre bien nivelado y
es simplemente tierra húmeda apisonada.
Este sistema constructivo tradicional en el valle del
Huasco es conocido como quincha, muy eficaz como material

143
antisísmico a causa de la elasticidad del entramado, el cual
absorbe las vibraciones evitando que se propaguen por el resto
de la estructura. Además, su ligereza facilita la construcción
y tiene un razonable aislamiento termal, debido a su mediana
inercia térmica, cualidad que es proporcionada por el total
recubrimiento de barro y pequeña dimensión de las ventanas.
No obstante, implícito a un aparente desorden habitacional,
primaba una lógica ocupacional, procurando sacar el máximo
provecho de los recursos materiales disponibles: leña, agua
y tierras de labranza. Del mismo modo, el área habitable
estaba surcada por senderos estratégicos, donde prevalecía el
ancestral criterio de evacuar con facilidad a la población en la
serranía, a consecuencia de algún evento de carácter invasivo
o catastrófico natural.
El camino principal estaba tendido a lo largo de la quebrada,
a un centenar de metros del caserío y en los años que vinieron
a continuación lo prolongaron hacia la escarpadura del
portezuelo del cerro Ñisñiles, que formaba un hito gris en el
horizonte, extendiendo más al sur su dominio territorial.
Al respecto, debemos insistir en manifestar que eran
diaguitas y, como tales, hacían lo que sus antepasados les
legaron y lo supieron hacer muy bien: desplazarse y explorar,
con la finalidad de encontrar un mejor lugar para vivir, pero
también, saber qué había más allá. Interesante característica,
no aceptada en el mundo académico por no estar escrita en un
estudio clásico. Por supuesto, el que escribe es descendiente
de aquel pueblo originario, por lo tanto, no es imparcial en sus
apreciaciones, pero lucha pretendiendo lograr el encuentro de
la ciencia con la tradición.
En esta singular nueva tierra; por la mañana, el espléndido
sol lucía sobre la floresta su deslumbrante disco esparciendo
sus rayos sobre la naturaleza aun dormida. Más tarde,
la fragante y fresca brisa de la costa hacía ondear la ropa
tendida en los colgaderos; con el bochorno del mediodía, una
quietud lánguida y placentera invitaba a la siesta que tan
característica ha sido hasta nuestros días. Por la tarde, el sol

144
en su ocaso enviaba sus postreros rayos pintando la toldería
de luz dorada.
El fogón se levantaba a ras de suelo, tres o cuatro piedras
grandes teñidas de negro por el hollín sostenían las ollas
de barro cocido en donde humeaba el puchero. En torno a
él se reunía la familia al término de la jornada, a comer y
conversar, antes de la llegada de la hora de dormir. Era el
momento esperado para que los historiadores o cazadores
ancianos de la toldería narraran las aventuras y peligros que
habían corrido sus antepasados, junto a sus observaciones
guardadas en el rincón de los recuerdos, como resultado de
sus propias experiencias.
Como era todavía de uso común descansar en el suelo en
cuclillas, pocos comuneros tenían asientos de madera de una
sola pieza y muy bajos; los más se sentaban en el suelo sobre
mantas o cueros curtidos. En casi ninguna casa hay mesa
para comer, los platos se reciben directamente de la cocinera
cuando están servidos y se mantienen a pulso mientras se
apura el contenido.
Cada familia tenía en torno del quincho un pedazo de
terreno para cultivar lo que sería el sustento de cada hogar.
De igual manera, derecho en común a todo el pasto y leña
de los cerros que se encuentren en torno al caserío. A esto
se debe que cada familia tenga la posibilidad de mantener
bien forrajeados varios animales de carga. No obstante,
su ancestral tradición cazadora continuaba presente, los
animales de caza esta vez serían simplemente los presentes
en la fauna silvestre del sector: guanacos, liebres, perdices,
distintas variedades de patos, bandurrias y otras aves en
general.
No existe morada por pobre que ella parezca, donde no
se encuentren con frecuencia suspendido a un costado de
la entrada gordos cuartos de guanaco o cabro a disposición
del que lo requiera. Era tenido por hombre “mal criado”,
aquel que procura sacar alguna ventaja en particular con el
alimento que generosamente se le ofrece. Por otra parte, las

145
casas mantenían corrales con gallinas, lo que aseguraba el
abastecimiento permanente de carne de ave y huevos. Estos
últimos eran de consumo extensivo, ya fueran duros, fritos,
como complemento de los guisos o en forma de tortilla. Para
los días de fiesta o cuando hay invitados, nada más sencillo
que estirar la mano hacia el “chiquero” de las gallinas, hacia
los nidos con huevos o a los cabritos del corral. Toda una
variedad de alimento está a su alcance.
En cuanto al agua necesaria para que los hombres y las
bestias abreven, el caserío está surcado por dos acequias:
una que nace de una aromosa vega con menta, toronjil,
hierbabuena y culén, un centenar de metros de la última
choza quebrada arriba y la otra viene del cordón montañoso
más al sur. Ambas de caudal muy límpido, hoy ninguna está
presente.
Si pudiéramos viajar a ese tiempo de ensueño, veríamos
algunos hombres preparando herramientas de labranza
cuidadosamente, cuyos diseños, proporciones y ejecución
son una fina obra de carpintería realizada en madera seca
y fuerte; sobre los fogones, trozos de carne tostándose
lentamente y las ollas de cerámica humeando con el hervido
de chuchoca, espesa, sustanciosa y sazonada con un poco
de sal; los niños tampoco estarían ociosos, seguramente se
encontrarían en los campos pastoreando el rebaño de cabras
y las niñas, quizás, ayudando en el hilado y torcido de lana;
unos perros saliendo de la sombra se acercan a oler los bultos
descargados de una tropa de mulas recién llegada del cerro.
En uno que otro patio, sobre una lienza tendida de poste
a poste, veríamos secarse carne cortada en tiras delgadas,
desgrasada y preparada con sal común. El color de las
tiras tratadas irá tornándose oscuro a medida que el sol
las endurece y toman la textura semejante a la del cartón e
incluso a la del cuero. Es el charqui, una ventajosa conserva
prehispánica y singular alimento que ha acompañado en el
vientre de las alforjas a los diaguitas en todas las épocas.
En los primeros tiempos correspondió a carne de guanaco o

146
vicuña y a partir de la época histórica se les sumó la de cabro,
vacuno y asno.
En el costado de afuera de un rancho, una pareja de
mujeres pone a punto el horno excavado en el suelo, donde se
cocerán las utilitarias y bellas piezas de cerámica. Sin asomo
de sorpresa, levantan la cabeza y saludan efusivamente a un
hombre que se acerca trayendo sobre el lomo de un burro la
carga de leña para comenzar la “quema”.
También, una mujer de edad mayor sentada en el suelo,
tendiendo el cuero de un chivato sobre la falda lo adoba con las
manos como si amasara pan, hasta que adquiera la suavidad
necesaria. Cuando el cuero requiere dureza, no se soba ni se
quita el pelo. Los que se destinan para calzado se amoldan a
los pies y se les da la forma en que han de quedar, teniendo
cuidado de dejarlos un poco más grandes de lo necesario;
en seguida se perforan las orillas con los ojetes precisos
para pasar los correones que los sujetan. Para hacerlos más
resistentes e impermeables, era frecuente ahumar los cueros
sobre fuego de leña verde o estiércol de guanaco. Frente a
ella, una mujer joven de pelo largo y suelto sentada en el
suelo tiene en sus brazos una guagua amamantando, y sobre
su falda, otro pequeño niño entre sus piernas.
Más allá, un anciano cazador trenza un lazo de cuero tratado
con aceite de animal, dejándolo suave y flexible, mientras
narra a un grupo de niños historias sobre el mundo andino,
también, enseña técnicas para orientarse en las montañas.
Como llamado de magia ancestral, en aquel momento de las
herbáceas lomas que rodean el caserío surge el relincho de un
arrogante guanaco macho.
Bajo la sombra de una ramada, otra mujer, ya madura, en
un encatrado de madera que da cuerpo a un particular telar
teje un primoroso poncho para el invierno. El color moreno
de su rostro muestra un leve matiz dorado, está peinada con
dos trenzas, largas pestañas velan sus ojos y lleva una falda
abierta a un costado por cuya abertura se ve su piel menos
tostada que la de su rostro. Tiene un collar compuesto de

147
pequeños discos de malaquita, de dos vueltas alrededor del
cuello, que juguetonamente sigue el movimiento del telar.
A campo abierto vemos seis mujeres adultas descalzas, tres
parecen pisar alguna gramínea, mientras que las otras tres
ordenan la paja en el suelo. Al ser mujeres de edad similar,
con seguridad forman parte de familias diferentes y realizan
una actividad comunitaria.
¡Oh!..., por cierto, sentadas en las trancas de un corral,
tres doncellas en las que se advierte el virtuoso desarrollo
que proporciona la vida natural: hermosos y firmes pechos,
cintura diminuta y torneadas piernas de piel morena,
conversan animadamente, mientras transcurre su parloteo,
levantan las manos en señal de saludo a un mocetón, fuerte
y arrogante, que a la distancia lleva dos mulas de tiro. Es uno
de los tantos comuneros dedicados a recoger leña para una
fundición no lejana.
Por supuesto, nuestra imaginación puede habernos jugado
una mala pasada. Sin embargo, estas peculiaridades sirven
para darnos una pequeña idea de la sencilla pero rica vida
cotidiana de los primeros habitantes del lugar.
Los hombres de las tierras altas se quedaron a vivir en este
lugar, nuevo en su geológica vejez, sin lugar a dudas, por las
condiciones naturales propicias. Principalmente la relativa
lejanía del curso del río o ruta de tránsito frecuente de los
europeos. Y, como era su tradición, no vivían solamente en
la quebrada, también usaban pedazos de tierra distantes
donde se desplazaban periódicamente en busca de pastos
estacionales, formando asentamientos de paso que les
permitían la utilización de todos los recursos naturales y, que
aun hoy son utilizadas como majadas. Sitios conocidos hoy
como La Gallina, Pozo Seco, Aguadita, Ñisñiles, Ramaditas,
Perdices y Punta Alcalde…
Debemos hacer presente que majada, según la lengua
española, quiere decir lugar donde se recoge de noche el
ganado y se albergan los pastores.

148
Es en estos lugares en donde, año tras año, en la época
cuando el sol calienta con mayor intensidad el suelo, el
silencio serrano es interrumpido por el balido de las cabras
ansiosas de “tirar al monte”, cuando se despiden de sus
chivitos o viceversa. Mientras los hombres buscan leña,
fabrican carbón o llenan sacos con guano para fertilizar los
campos, las mujeres a cargo del “ruco” y pastoreo de los
animales, entre alguna que otra pedrada y profundos gritos
guturales, repetidos, imagino a través de siglos, ponen orden
en el rebaño caprino.
Como hemos dicho, desde mucho antes de su salida de
Huasco Alto, los diaguitas habían sustituido la crianza de
guanacos por el pastoreo y cría de ganado cabrío, animal
introducido de gran sobriedad, manso y fácil de criar. Se
alimentan de cualquier arbusto, trepan por las rocas sacando
de las grietas las aromáticas hierbas secas; acuden por la
tarde al encierro sin necesitar de mayor vigilancia. Además
de todas aquellas bondades, son tan prolíficos que un hábil
criador puede llevar una vida cómoda e independiente.
Su leche es exquisita, mejor que la de vaca y sin olor; los
quesos producidos son muy apreciados. El cuero era destinado
para la confección de pergaminos que hacía frecuentemente las
veces de papel entre los primeros invasores, posteriormente,
de la grasosa carne fundían el sebo para la fabricación de
velas, muy solicitadas por los mineros para iluminar los
oscuros socavones, igualmente, el cuero para fabricar odres
o sacos de agua.
En esta etapa histórica del Huasco desapareció la crianza
de vicuñas y el guanaco tuvo que retirarse a la serranía. Pero,
como en tiempos pasados, la actividad pastoril continuó
siendo una fuente permanente de carne, cuero, queso y leche,
obviamente caprina. Además, por la amplitud geográfica del
lugar y la tradición de su gente, no descartamos la idea que
desde sus orígenes, el trabajo de la tierra se desarrolló según
las condiciones del entorno, riqueza de saberes y tradiciones,
como rotación de cultivos, aplicación de fertilizantes naturales

149
a los suelos y descanso de los mismos. Hombre y paisaje
constituyen una unidad indisoluble, para comprender al uno
debemos entender al otro, en un paraje agrícola-ganadero,
donde el cazador domina la serranía y el labriego ve salir el
sol antes que nadie, trabaja, luego duerme, para despertar a
repetir el día y las noches y los días a lo largo del tiempo.
La agricultura, aunque muy rudimentaria todavía no
era una actividad de subsistencia, estaba relacionada
principalmente con costumbres y hábitos alimentarios, que a
su vez le permitieron a este asentamiento indígena desarrollar
múltiples redes de comercialización en el incipiente entorno
minero de la época, ocupación preferente de otros nuevos
invasores.
Los descendientes de aquellos primeros soldados, ya
criollos, con mayor quietud y conocimiento del terreno en
donde nacieron, dieron comienzo a la invasión de los campos
con la agricultura y la ganadería. Otros, decepcionados
quizás por los mezquinos rendimientos de los lavaderos
de oro en la zona central, porque para entonces habían
perdido los terrenos auríferos al sur del Biobío, tornaron sus
actividades a los veneros de plata y posterior cobre, surgiendo
así, a la codicia y admiración desde el primer siglo colonial,
yacimientos mineros que la memoria local aun recuerda como
Quebradita, Labrar, Aguadita, Arenillas, Fragüita y el mineral
aurífero de Canutillo.
Por cierto, solamente nos referimos a los grupos de minas
y la población que se formó con los trabajos en las vetas que
atraviesan sus pertenencias, con los cuales los comuneros de
Chipasse Ta Tatara mantenían contacto comercial, lugares
situados en parajes montañosos al suroeste de sus dominios.
Por otro lado, el riego mediante acequias les posibilitaba
realizar cultivos de alto rendimiento y la guarda de semillas
para su utilización en próximas temporadas, les permitió tener
la posibilidad de abastecer los núcleos familiares de manera
segura en todos los tiempos y lugares de asentamiento.

150
Para mantener una familia de diez o quince personas, era
suficiente un terreno de media hectárea. Haciendo cultivos
rotativos de productos el suelo podía descansar más que hoy
y dar mejores cosechas. Los sembrados más comunes eran el
maíz, poroto, zapallo y papa, con un trabajo agrícola realizado
por todo el grupo familiar y medios de labranza sencillos.
También cultivaban algodón, quínoa, de la uva de mollaca
que tiene un sabor dulce hacían una chicha de color café
que es un deleite al paladar y, como en todos los tiempos,
recolectaban frutos de chañar y algarrobo.
La importancia de este último componente arbóreo en la
vida indígena y su relativa abundancia a lo largo del valle no ha
sido bien reconocida y merece una profunda reconsideración.
Desde su frondosidad, se elevaban al cielo los cantos de cientos
de pájaros de hermosos colores y la sombra espesa protegía
a los rebaños contra los ardores del sol. Era un verdadero
maná para los indígenas, proporcionaba madera, leña, tinta
para colorear telas, una bebida refrescante elaborada con
agua y especias llamada aloja. Asimismo, una pasta seca y
rica en proteínas conocida como patay, también llamada “pan
diaguita” y, cuando estaba viejo y seco, era alegre y candente
alimentando las fogatas hogareñas que regocijan el corazón al
calentar el cuerpo en las noches frías.
Lo consideraban árbol sagrado, sin temor a equivocarnos,
por las bondades expuestas. Pero, hay más, bajo su sombra
generosa, sentados en el espeso lecho de hojas secas, los
diaguitas pasaban largas horas escuchando con el alma los
mil murmullos de la naturaleza, tomando pleno contacto con
la Mamu Ashpa y el mundo que les rodeaba se convertía en
ellos. De igual manera, los ancianos o tatay, para arreglar
diferencias en base a leyes no escritas que siguen de
generación en generación o discutir decisiones importantes
para la comunidad. Estas últimas particularidades llevaron a
los invasores en los primeros años a talarlos y que utilizaran
aquel tiempo “ocioso” trabajando para ellos.
Habría que mencionar también que los diaguitas conocían

151
a este árbol por tacu o taco. Los invasores lo llamaron
algarrobo, un nombre de origen árabe con el que designaban
en Europa a un árbol cuyos frutos son muy parecidos a los
del nuestro. Los guaraníes le conocen como ibope-para, que
en su lengua quiere decir “árbol puesto en el camino para
comer”. Hoy, los lugareños llaman taco a su fruto o vaina.
Como hemos dicho antes, era notable la independencia de
productos alimenticios que tenía este caserío y la ancestral
tarea del cuidado y preservación de las semillas hoy toma
máximo valor. Esta práctica nos permite reconocer que fueron
conservadores en el estricto sentido de la palabra, debido a
que sus métodos de trabajo estaban destinados a conservar y
no a destruir. Esta sentida apreciación podríamos decir que
es testimoniada por Mariño de Lobera en su crónica, donde da
cuenta de la incursión de tres españoles que se adelantaron
a la invasión de Almagro en 1535 y consiguieron que los
indígenas pudieran en corto tiempo reunir gran cantidad
de alimento para abastecer la horda invasora que venía en
camino:

“…Juntaron cuatro mil fanegas de maíz, mataron


otros tantos guanacos de los cuales hicieron charqui
y 15.000 perdices, de las cuales hicieron cecinas,
etc…”.

Lo anterior nos permite conjeturar que, desde el primer


asentamiento humano hasta hoy, ha existido un numeroso
contingente de gente anónima que ha recolectado, seleccionado,
mezclado, domesticado semillas y plantas. Prueba de aquello
son los sitios arqueológicos próximos a Tatara, conocidos
como El Salto, en la quebrada Las Vizcachas y Las Lajas, este
último ubicado en el borde de la quebrada donde muere el
cordón montañoso La Escondida.
En el primer sitio, personal del Museo Arqueológico de
La Serena rescató una bolsa de piel con semillas de poroto

152
y zapallo en su interior y en el segundo, un pirquinero que
buscaba vetas de minerales encontró en el interior de un
cacharro de greda -tipo jarrón- semillas de algarrobilla y
olivillo. Por si fuera poco, en el año 2015, cuando la población
mundial de las últimas décadas se ha visto invadida de
productos sucedáneos o sustitutos funcionales producidos
por biotecnología, emerge en este lugar un compendio que
rescata la biodiversidad agrícola con valor alimentario y
patrimonial de las comunidades diaguitas y campesinas del
valle del Huasco, del cual hablaremos más adelante.
Avanzando con el tema, en una época difícil de precisar,
la población europea en las zonas de Paitanas y Pallantume
había seguido aumentando por inmigrantes españoles
sin recursos económicos venidos del Perú, lugar donde no
encontraron las oportunidades que habían imaginado. Los
más se emplearon en las explotaciones mineras y predios
agrícolas de propiedad de sus connacionales asentados en
esta tierra muchas décadas antes, otros trabajaron como
zapateros, sastres y peluqueros y, aquellos con cierta
capacidad de emprendimiento, instalaron pequeños talleres
artesanales de herrería, carpintería y comercios varios.
Fueron escasos los inmigrantes que habían traído sus
familias, la mayoría eran hombres solos, quienes una vez
establecidos en esta tierra se casaron con mujeres indígenas
jóvenes, como había ocurrido anteriormente y formaron
familias de gran estabilidad.
En aquellos tiempos, los minerales del Huasco fueron
limitadamente trabajados y no existe mención especial de
ellos. En general, este proceso fue protagonizado por españoles
pobres y mestizos, quienes se amparaban en una legislación
minera que autorizaba la explotación de las minas por
cualquier vasallo que procediera a su denuncio e inscripción
y las mantuviese “pobladas”. La legislación española atribuía
al Rey, es decir, al Estado, la propiedad de las minas y la
facultad de conceder la explotación y goce en la forma y bajo
las condiciones que establecieran las leyes.

153
Probablemente, la pobreza del lugar en aquella época fue la
razón que no existan registros oficiales, los pocos mineros de
la zona optaban por vender sus metales en forma clandestina
en vez de llevarlos a la Real Casa de Moneda -establecida
desde 1743- y pagar el impuesto correspondiente al soberano,
también llamado “quinto real”. Otro factor pudo ser el carácter
periférico del Huasco con respecto al núcleo central del país,
tanto en términos geográficos como en la distribución del
poder político y social. También, puede obedecer al escaso
desarrollo, al menos hasta la segunda mitad del siglo XX, de
la historiografía económica y social. Aun hoy día, el común de
los chilenos desconoce la historia y la realidad interna de la
vida y la economía minera, a pesar de estar conscientes del
enorme peso que esa actividad ejerce sobre los destinos del
país.
Por cierto, la Sociedad Nacional de Minería, en su Boletín
Nº 175 de 1911, hace referencia que el mineral y la fundición
más antigua de la zona, fue la mina de cobre en Huasco Bajo
del Sargento Mayor Diego de Morales, antes de 1600. Según
el historiador Luis Joaquín Morales, en 1608 el corregidor y
justicia mayor de este partido le había cedido terrenos desde
el cerro Chanchoquín, que está a los pies de Paitanas hasta
Bodeguilla, comprendiendo lo que es hoy Paona, Bodega y
el lugar que nos ocupa. Por ser los títulos más antiguos que
registran los archivos, puede asegurarse que estos terrenos
fueron los primeros cedidos a un español. También, debemos
hacer presente que este funesto encomendero pagaba menos
que ningún otro a los naturales trabajando a su servicio.
En su testamento de 1621 declara: “Les debo tres años de
vestuario”, como era su obligación proveerlos.
Años más tarde, se avecindó en el Huasco el capitán Juan
Fernández del Castillo. Había estado sirviendo a la Corona
algunos años en Potosí y, naturalmente, estaba familiarizado
con la explotación minera, no solo de plata, también de cobre.
Trajo las herramientas necesarias para fundir minerales
en hornos llamados de manga o de soplete, con tan buena

154
disposición para sus connacionales de la zona, que las facilitó
a los que las requirieran.
Hemos llegado a una época histórica donde las formas
de vida en la sociedad diaguita cambian. En buena medida,
relacionadas con la transformación que el ambiente natural
sufrió en este período. Un verdadero trauma social que habría
de precipitar el quiebre de la vida tradicional y dar paso a
una reestructuración en el plano productivo y laboral. Los
senderos por donde transitó la vieja raza fueron reutilizados
por la minería, tomando esta zona baja del valle nuevos
rumbos. Como lo anticipamos, se comienzan a establecer
asentamientos de población española sin respetar la
propiedad indígena constituida sobre la base de la legislación
colonial. Así también, muchos españoles se quedaron a vivir,
a gusto o no, entre las familias diaguitas y fragmentos de
ambas culturas se mezclaron en el transcurso de los años que
vinieron a continuación. No obstante, dentro del contexto de la
época es posible comprender con mayor amplitud los cambios
y adaptaciones a la nueva realidad. Consecuentemente, se
intensifica el variopinto color del mestizaje y la singular mezcla
cultural del Huasco, porque se generaliza una activa fluidez
intermatrimonial que termina por derribar las fronteras
interétnicas.
Esto parece un corto período de tiempo, sin embargo los
ecos de aquella historia aún tienen repercusión en la vida
actual del hombre de Chipasse Ta Tatara, en sus costumbres
y tradiciones. Es decir, en la misma esencia de su identidad
cultural.
A mediadios del siglo XVIII, ya creado el Departamento del
Huasco a consecuencia de un mineral llamado Santa Rosa,
se establecen algunos españoles en los conos de deyección de
unas quebradillas formando un caserío de aspecto irregular,
callejuelas estrechas y senderos, cierros precarios, ranchos y
algunas pocas casas de adobe. Asentamiento humano que el
conde de poblaciones, título otorgado por el rey Fernando VI
al gobernador Domingo Ortiz de Rozas, lo declara “Asiento de

155
Santa Rosa del Huasco”, con un corregidor representando el
poder de la corona y la justicia. Años más tarde, el gobernador
Ambrosio O’Higgins, en carta enviada a don Antonio Valdés
el 24 de enero de 1789 lo menciona como Asiento o Real de
Minas de Santa Rosa. En 1814, el viajero francés Jurrier
Mellet lo describe como un pueblo de “indios tributarios” y, en
1824, fue elevada de su condición de asiento a la categoría de
villa con el nombre de Freirina, en honor al Director Supremo
Ramón Freire, autoridad máxima del Chile republicano en
esos años.
Dicho esto, debemos recordar lo mencionado en un capitulo
anterior. Producto del gran sismo que sacudió la zona el 30
de mayo de 1796, y tras perder sus hogares y pertenencias,
muchas familias españolas de Paitanas se vieron en la
necesidad de emigrar por ayuda de compatriotas radicados
en este asiento.
Con la llegada a Santa Rosa del Huasco de un gran
contingente humano en busca del enriquecimiento rápido y
la distancia relativa al caserío, aquella característica evasiva
traída por los comuneros desde Huasco Alto les resultó
de gran ayuda para permanecer ocultos en la serranía,
huyendo la mayoría de las veces ante la presencia de ibéricos
primeramente y criollos después, en busca de información
sobre yacimientos mineros.
No obstante, los escondidos senderos, las ásperas rocas,
los arbustos del lugar, hacían difícil a los nuevos invasores
ponerse en contacto con los indígenas de la Comunidad
Chipasse Ta Tatara. Así también, cualquier incursión de un
extraño al lugar era delatado por el fuerte graznido de los
queltehues cuidando el nido y los polluelos y el relincho del
guanaco macho que vigila la serranía mientras la tropilla
duerme o pasta. Este último da la señal de alarma estertórea,
estridente, como un clarín guerrero y se repite en las quebradas
por el eco delator que magnifica cualquier sonido, por muy
débil que sea, como también se rinden al dulce y melodioso
canto del pastor.

156
La imagen del diaguita como cateador de minerales era
conocida desde antes de que los españoles se quedaran en los
vericuetos mineros a excavar su destino. En general, la zona
del Huasco contaba en su haber con una tradición minera
vernácula. Las minas de oro y cobre venían siendo trabajadas
desde tiempos remotos, cuyo origen se pierde con el pasado
indígena. Ahora bien, las evidencias de aquellos laboreos hoy
son nulas debido, entre otras razones, a que las minas fueron
reocupadas por los invasores con la consiguiente destrucción
de las herramientas elementales. Vestigios de cuya civilización
fueron completamente desdeñados y aun mirados por el vulgo
como cosas del demonio.
En virtud de lo anterior, la historia de la humanidad
nos señala que más de dos mil años antes de nuestra era,
en Sudamérica, más exactamente en Los Andes centrales,
el poblador andino logró el dominio de las más sofisticadas
técnicas para fundir, alear y laminar metales. Este proceso de
“domesticación” de los minerales estaba ligado a un “corpus” de
conocimiento y técnicas, como el uso de los pequeños hornos
de barro llamados “guairas” en que los fundían, aprovechando
la fuerza del viento o el soplo al unísono de varios indígenas
por medio de largos canutos de caña.
Cerca nuestro, en el sector conocido como Punta del Viento,
promontorio que se alza a la vera del camino que corre por la
ribera norte del río frente a Freirina, a ojos de buen observador,
aun es posible apreciar vestigios de una construcción de muy
antigua data. Según antiguas voces, se trataría de los restos
de uno de estos singulares hornos de fundición. Sin duda,
emplazado en este sitio para obtener del viento que caracteriza
y da nombre al lugar, el aire y tiraje natural necesario que
permita al combustible dispuesto en la cámara central la
temperatura requerida para la fusión del mineral.
En este contexto, para dejar mejor establecido el dominio
ancestral minero, nos parece pertinente mencionar que en
un desolado paraje de Chuquicamata, en una estrecha grieta
colapsada de una pequeña mina, fue encontrado en 1899

157
el cuerpo momificado de un indígena que murió aplastado
por un derrumbe en el socavón donde extraía cobre, en las
primeras centurias de nuestra era.
El estado de conservación del longevo cuerpo pigmentado
de verde y sus rudimentarias herramientas, casi intactas,
despertó el interés de los pobladores y mineros de entonces.
Según el antropólogo norteamericano Junius Bird, su cuerpo,
músculos y tejidos pudieron disecarse y conservarse gracias
a la acción de las sales de atacamita, un hidroxicloruro de
cobre de un color verde muy característico, lo que explica el
tono verdoso de su piel y que dio pie a su bautizo como el
“Hombre de Cobre”. También es conocido como “el minero
más antiguo de Chile” o primer minero accidentado en el
territorio nacional.
Desgraciadamente, su historia posterior es la de un largo
peregrinaje entre fraudes y peleas legales que no es tema
nuestro precisar. Sin embargo, debemos hacer presente
que a partir de 1905, el Hombre de Cobre se exhibe en el
Museo Americano de Historia Natural de Nueva York. Desde
entonces, lejos de las tierras que lo vieron nacer.
Todavía cabe señalar, que los análisis respectivos al
individuo momificado naturalmente, el cual forma parte del
Museo Provincial del Huasco “Alfonso Sanguinetti Mulet”,
tienden a sugerir que también murió a causa del derrumbe
ocurrido al interior de una mina.
De acuerdo a la inspección del cuerpo realizada por los
arqueólogos Ivo Kuzmanic y Julio Sanhueza, se trata de un
individuo de sexo masculino, en el cual se observa el pene y
escroto con vello pubiano no muy abundante. Posee un rango
de edad de adulto maduro. En relación a su estatura, tiene
un promedio estimativo de 162.37 cm, con una desviación
estándar de 159.38-165.36 cm. Además, le asignan un
parámetro cronológico relativo entre 500 y 1000 años de
nuestra era.
Las observaciones radiológicas realizadas permitieron

158
definir a un individuo politraumatizado. Tiene una gran
fractura expuesta en la pierna izquierda; esta herida es de
bordes limpios, lo que implica que la muerte se debió producir
poco después de que el individuo se traumatizara, ya que no
se percibe regeneración ósea. En una vértebra dorsal baja
se registra un grave aplastamiento del cuerpo vertebral,
seguramente a consecuencia de una compresión axial muy
fuerte. Se observa una gran luxación a nivel de una vértebra
dorsal superior. Además, se suman múltiples fracturas en
diversas secciones de las costillas.
El fardo funerario con su ajuar: cinco bolsitas de cuero con
piedras turquesa en su interior, trozos de charqui, pata de
camélido y otros elementos, procede de un lugar al nororiente
del cerro Indio Muerto, fue donado al Museo a comienzos
de 1971 por sus descubridores, la familia Carmona García,
quienes en ese tiempo residían en dicho campamento minero.
El descubrimiento se realizó incidentalmente a fines de 1970,
específicamente en la quebrada Las Turquesas, en lo que hoy
es el mineral de El Salvador, en un pequeño foso vertical de
sedimento calcáreo asentado sobre un sustrato rocoso de
escasa profundidad; entre la base rocosa y el cuerpo había
una manta o poncho bicolor, en tanto, el fardo estaba atado
dentro de una red de cordeles de lana que lo rodeaban
completamente y, el cuerpo del individuo estaba cubierto con
una túnica sobrepuesta, dejando al descubierto solamente la
cabeza.
Según el arqueólogo Jorge Iribarren, el sitio del hallazgo
correspondería a un cementerio indígena saqueado, con
alrededor de 30 excavaciones. Es muy posible, de acuerdo a
las referencias consignadas, que el fardo en cuestión proceda
de aquella profusa necrópolis.
No quiero dejar pasar esta oportunidad para hacer presente
la gran tristeza e impotencia existente en la comunidad
vallenarina, provocada por la acción inconsulta de la Dibam
al entregar dicha momia, diversos objetos etnohistóricos
y arqueológicos, de los cuales no existe registro, al Museo

159
Regional de Atacama. En los medios de prensa se publicó
como un hallazgo arqueológico, sin embargo, los componentes
culturales estaban guardados en el subterráneo del edificio
de la Gobernación Provincial, hasta cuando el museo tuviera
una sala con las condiciones adecuadas para su exhibición.
El término empleado “hallazgo” dista mucho de la realidad,
ello quiere decir algo nuevo, hecho que no es cierto. También,
se habla de desmantelamiento del Museo del Huasco y, en el
Boletín del Museo Regional de Atacama Nº 04, del año 2013
se expresa:

“…las cuales formaron parte de la colección del ex


Museo del Huasco…”

Nada de lo expuesto corresponde a la verdad, a pesar


de que la colección museológica -aporte de la comunidad
huasquina, en particular de entusiastas miembros del
desaparecido Grupo Cultural “Horacio Canales Guzmán”-
ha tenido enormes problemas para encontrar una sede
definitiva y ha estado durante las últimas décadas en lugares
“no adecuados” para exponer y difundir el material con
que cuenta. Sin embargo, desde su creación oficial el 28 de
septiembre de 1968, cinco años antes que el Museo Regional
de Atacama, nunca ha cerrado sus puertas. Además, como lo
cita este mismo organismo en un boletín del año 1978:

“…afiliado al Consejo Internacional de Museos


(ICOM), organismo reconocido por UNESCO, con
sede en París…”

Esperamos que a corto plazo, estos componentes


patrimoniales vuelvan al valle del Huasco, de donde nunca
debieron salir.

160
Reanudando el tema, a consecuencia de la poca relación
dispensada por los diaguitas de Chipasse Ta Tatara hacia los
europeos, estos generaron una serie de prejuicios en su contra,
asignándoles una suerte de inferioridad innata, tratándolos
de bárbaros, salvajes e infieles. Todos estos conceptos aún
persisten en la actualidad, a base de la información dada en
los textos escritos por historiadores capitalinos y no pocos
educadores contemporáneos que continúan pasivamente
repitiendo.
Con el transcurrir del tiempo, los descendientes de aquellos
desadaptados de la sociedad dominante, continuaron
ocupando con sus ganados de cabras las aguadas próximas.
Sin lugar a dudas, hubo un gran período de prosperidad
económica en que los animales caprinos llegaron a ser varios
miles, sin contar caballares, mulares y porcinos. El rendimiento
forrajero debió ser óptimo, puesto que ecológicamente se
estima, bajo condiciones de agua permanente y lluvias sobre
lo normal, el ecosistema serrano puede soportar una gran
densidad de ganado caprino.
Para evitar la sobreexplotación de aquellas zonas de
pastoreo, como en los tiempos idos, los rediles se desplazan
por la serranía en busca de otros pastos y aguadas sin que
las primeras queden completamente despobladas. También
lo hacen algunos comuneros hacia el litoral, comenzando
a ocupar de manera transitoria ensenadas que servían de
caletas como Sarco, Peña Blanca, Los Bronces, Punta Alcalde
y Chapaco.
De todas maneras, el grupo socio-económico básico sigue
siendo la familia nuclear. En este género de vida, cuidan el
rebaño tanto el hombre como la mujer y los niños, también
parientes consanguíneos o políticos. Cuando el año se
presentaba en extremo seco la familia se disgrega, hombres y
mujeres viven separados durante los meses críticos, dedicados
los primeros a la pesca y ellas, ocupadas en apacentar sus
cabras; moviéndose continuamente de un lugar a otro, según
encuentran pasto y agua. Los hijos quedan con las madres y

161
en el caso particular de los varones, hasta cuando alcancen la
suficiente edad para sumarse a los trabajos del padre.
Con el transcurso de los años, un nuevo contingente
de inmigrantes se hace presente en el Huasco. Llegan
comerciantes y artesanos vascos, en menor grado catalanes
y aragoneses, formando una clase social orientada a la vida
urbana, lo que contrastaba con los castellanos que tenían
una fuerte orientación a la guerra y la agricultura, únicos
afanes que nutrieron a los viejos invasores en los primeros
tiempos históricos. Así también, mujeres que han cruzado el
Atlántico y bajado por el Pacífico para hacer “vida maridable”
con sus compatriotas. Por otra parte, cada vez fue menor el
número de indígenas que se mezcló con los “coños”, estos
últimos se unieron con mestizas, por tanto, la población se
fue “blanqueando”.
Acorde con la convivencia diaria, es un apodo corriente
para el varón español llamarlo “coño”, del latín cunnus,
partes genitales de la mujer. Ello se debió a que estos, por
lo general, iletrados y de baja condición social, empleaban
mucho como interjección la palabra aludida. En el caso de
las mujeres, se las llamaba madama, voz españolizada de la
francesa madame, usándose como fórmula vulgar de cortesía,
equivalente a señora, o mejor dicho “señora mía”.
De todas maneras, para los diaguitas eran “kaika”, a
quienes se les miraba con recelo y desconfianza, porque
muchos se hacían los que no comprendían las costumbres
para sacar provecho de alguna situación o prescindir de
responsabilidad.
Desde aquel momento, producto de la imprevisión,
ignorancia y ambición desmedida de los hombres,
pretendiendo satisfacer las exigencias del mercado nacional,
peruano, rioplatense y español, los hornos de fundición de
minerales exigieron más y más combustible, comenzando a
producir en esta tierra uno de los mayores daños ecológicos
de que se tiene registro, efecto devastador dejando como
secuela desierto y sequedad.

162
En 1803, don Juan Egaña, secretario del Real Tribunal de
Minería, destacado precursor de la independencia nacional
y participante del Cabildo de Santiago en 1810, tuvo una
visionaria y certera preocupación ecológica. Presentó a las
autoridades realistas de la época un Informe de Minas en que
hacía un llamado de urgencia por la indiscriminada tala de
la cubierta vegetal boscosa silvestre de las montañas y de los
matorrales en las laderas y quebradas, utilizadas como único
combustible en los “ingenios” de cobre. Constituyéndose más
tarde en una de las mayores causas de la desertificación de
la zona, privando a los animales del abrigo y sombra que
necesitan, sin darles lugar a que las tantas aves útiles puedan
construir sus nidos en las partes frondosas de las ramas de
los árboles. Con el concepto aves útiles, nos referimos a que
sirven para controlar insectos y animalitos perjudiciales a la
agricultura, contribuyendo de este modo a hacer las cosechas
más fructíferas.
En referencia a la lengua serrana, desde antes que se
produjera el autoexilio dejó de hablarse y fue olvidada por
su baja valoración otorgada por los invasores. Sin embargo,
abuelas y madres la hablaban cuando los hijos no estaban
presentes, con la intención que dominaran el otro idioma,
porque el propio debe ser hablado en contexto natural, en
el espacio abierto que brinda la serranía. También, la veían
como objeto de discriminación (lengua de “indios”, signo de
falta de “civilización”, sinónimo de “atraso”, etc.) y el español
como herramienta capaz de entregar más oportunidades en
el nuevo sistema social que se gestaba en las entrañas del
Huasco.
En consecuencia, la identidad local emprendería
paulatinamente una intensa reconfiguración que se vería
retroalimentada por el mestizaje y el sincretismo religioso.
Paralelo a ello, muchos jóvenes indígenas, buscando
satisfacciones pasajeras de vanidades y seducidos por
un modo de vida ajeno, que quizás juzgaran superior al
propio -hipótesis en la que pudo hallarse tanta gente en

163
circunstancias semejantes-, dejan la quebrada para migrar
a Santa Rosa del Huasco, donde se mestizaron y más tarde
muchos de ellos olvidaron las obligaciones con su tierra.
En principio, este cambio habría consistido en la
desfiguración de su imagen personal, es decir, se habrían
cortado el cabello, vestido a la manera española y adoptaron
su lenguaje, con la pretensión de confundirse con los mestizos
en este mayor asentamiento y con ello entrar en una época
social, cultural y económica distinta. Este proceso social
marcó un después, comenzando a perderse el respeto por el
equilibrio ecológico que había caracterizado al pueblo diaguita
y que nosotros hasta hoy en día aún no hemos sabido entender
ni apreciar, mientras para ellos era parte fundamental en su
modo de vida.
Mientras, en este apartado lugar la vida serrana transcurría
sin mayores sobresaltos, y a nivel general del Reino de
Chile se aproximaban grandes cambios políticos, sociales y
económicos.

164
Capítulo VI
La larga noche
histórica

165
Capítulo VI
La larga noche histórica
Debemos hacer presente que los aires de emancipación
nacional, proceso histórico complejo y multicausal, no fueron
conocidos en este lugar. La razón evidente fue el predominio
en el sentir diaguita de una identidad localista, no suscitaba
interés conocer por qué peleaban entre sí los kaikas. Hay
que mencionar también, que el escenario independentista
había sido generado en la zona central del Reino de Chile,
un lugar muy lejano para los comuneros de Chipasse Ta
Tatara. En general, Atacama no tuvo un papel protagónico
en el movimiento que condujo a la formación de una Junta o
Gobierno Nacional, en lugar del Gobernador.
La invasión de España por los ejércitos napoleónicos, la
prisión del rey Fernando VII y el nombramiento de una junta
que cautelara los intereses del monarca mientras estuviera
cautivo por los franceses, sirvió de pretexto para iniciar en
las colonias el movimiento separatista. De hecho, el deseo de
autogobierno que en aquellos momentos se venía gestando en
toda América, se vio incrementado por intereses económicos
de comerciantes, mineros y terratenientes, al sentirse perju-
dicados por el Decreto de Libre Comercio establecido por el
rey Carlos III en 1778 y criollos, al estar estos últimos priva-
dos de los favores en la administración real y eclesiástica, por
el solo hecho de haber nacido en esta tierra. En el caso de los
grupos económicos mencionados, su estrategia consistía en
tomar el control político y desde aquella posición eliminar la
imposición que les obstaculizaba la apertura a otros merca-
dos diferentes de los controlados por la Corona.
Los términos de este trabajo no me permiten abarcar más
el tema, del que existen numerosas y muy bien documentadas
obras y tema obligado en nuestra educación básica. Para lo que

166
nos compete, bastará anotar que en febrero de 1817, después
de una larga y paciente preparación detrás del macizo andino,
se presenta en el territorio nacional un ejército comandado
por los generales San Martín y O’Higgins. El éxito de sus
armas fue completo, con la gloriosa carga en Chacabuco y el
histórico abrazo de Maipú entre ambos generales el 5 de abril
del año siguiente, se inicia en Chile una nueva era.
Durante aquella convulsionada etapa histórica nacional,
los lugareños de Chipasse Ta Tatara gozaban de entera libertad
comercial con los asientos mineros emplazados al suroeste
de la quebrada, llevando leña, carbón, charqui, carne fresca
de cabro, quesos, caballos, asnos y mulares. De hecho, con
el puerto Peña Blanca, donde se efectuaban los embarques
de los minerales de San Juan para Lota, abasteciendo a su
población y a los buques que arribaban. Poco o nada con los
puertos de Sarco y Huasco, abastecidos por otros sectores del
Huasco.
Como fue en aquel tiempo, los hombres dedicados a
la minería constituían un grupo pequeño y marginal a la
élite de sucesores de encomenderos y militares. Como lo
mencionamos en el capítulo anterior, eran de cultura muy
limitada y no tuvieron voz en los asuntos públicos, distinto al
grupo empresarial minero de la segunda mitad del siglo XIX,
una emergente burguesía nacional que amagó a la tradicional
élite terrateniente, comercial y aristocrática de Santiago, que
por más de un siglo y medio manejó el país.
Un puñado de años más tarde, la obra “Geografía Náutica”
del capitán de fragata Francisco Vidal, nos da cuenta que
en 1880 el caserío del puerto de Peña Blanca contaba con
130 habitantes, un edificio fiscal que sirve de aduana, siete
casas, una bodega, multitud de ramadas y grandes canchas
para el acopio de metales. Las autoridades consistían en un
subdelegado civil y un teniente administrador de aduana
dependiente de Carrizal Bajo. Este último también cumplía el
cargo de subdelegado marítimo.
Antes de esta publicación, no tenemos mayores antece-

167
dentes, solamente que en 1838 se embarcaban minerales de
cobre provenientes de la subdelegación San Juan y recién en
1870 fue habilitado para el comercio del cabotaje. En el censo
de 1907, nos encontramos con una población disminuida a
tan solo 81 habitantes, 44 hombres y 37 mujeres. En 1920, la
población aumenta, 175 habitantes, 114 hombres y 61 mu-
jeres. En 1930, la población vuelve a bajar, 27 habitantes, 7
hombres y 20 mujeres y en 1952 existe solamente una familia
compuesta de 1 hombre y 3 mujeres. Debemos mencionar
anticipadamente que, a esa fecha, la quebrada Tatara había
sido abandonada por sus pocos moradores.
Volviendo a los años de intenso tráfico comercial en
esta acotada zona del Huasco, es bastante conocido por
la tradición oral que también venían huascoaltinos con
recuas de mulas cargadas con costales (6) y cuarterolas (7),
trayendo variados productos como: harina tostada de trigo,
chuchoca, higos, nueces, huesillos, arrope, pajarete, fruta y
algunas verduras frescas. Utilizaban una caja subdividida
en su interior para medir los productos en fanega y almud.
Unidades de medidas de capacidad para granos y líquidos en
la metrología tradicional española, anterior al establecimiento
e implantación del sistema métrico decimal (29 de enero de
1848). En cuanto a la moneda, esta solo servía para tasar
de manera simbólica los productos que se intercambiaban.
De esta forma, realizaban un tipo de equivalencia entre sus
bienes y los obtenidos en la costa.
En este fluido tráfico comercial se reflejaba un carácter de
complementariedad económica, reminiscencia de un pasado
no tan remoto a esa fecha. Regularmente, a los huascoaltinos
les interesaban colleras (8) de pescado ahumado, sartas de
mariscos secos, luche en panes y atados de cochayuyo. A

6.- Recipiente confeccionado con cuero de vaca. Generalmente cada animal


era cargado con dos.
7.- Recipiente de madera para acarrear agua dulce o bebidas alcohólicas.
8.- Conjunto de 12 o más moluscos unidos con totora. Generalmente, la
collera y la sarta eran comercializadas como unidades individuales.

168
diferencia del cuero y aceite de lobo marino, productos muy
solicitados por los mineros locales. El cuero para confeccionar
calzados y capachos, que son bolsones con arciales usados
para transportar minerales en la espalda por el apir (9)
y el aceite como combustible para las lámparas mineras o
“chonchones”, en menor proporción para ser bebido como
“golpe vitamínico” por la población minera.
La caza de lobos marinos la realizaban los costinos
principalmente en verano, época en que las hembras
difícilmente abandonan a sus crías recién nacidas (pupos). Los
animales eran descuerados y las pieles estiradas en estacas
de madera para secarlas por el período de una semana. Al
mismo tiempo, la grasa era picada en trozos pequeños y frita
en tarros para convertirla en aceite.
La tradición oral también nos cuenta, como lo mencionamos
anteriormente, que muchos comuneros, además de tener
majadas con ganado caprino y pequeños huertos en la
quebrada, solían trabajar en ciertas épocas del año como
pescadores y buceadores de orilla. En este tiempo aún se
utilizaban las balsas de cuero de lobo marino inflado para
traer de las islas el estiércol de las aves depositado en las
rocas, con el cual abonaban sus maizales y demás cultivos,
también, choro zapato y erizos extraídos a resuello, más una
gran variedad de pescados como jerguilla, rollizo, pejeperro y
cabinza, entre otros más, capturados con pequeñas redes de
3 a 5 metros de alto y de 15 a 30 metros de largo.
Nos parece interesante mencionar que los pescadores
prehispánicos de nuestro litoral tenían por costumbre pintar
sus lienzas de pesca con una tintura de color rojizo encendido
extraída del churque. Sin lugar a dudas, este color debió
jugar un papel muy importante en nuestros ancestros. Lo
vemos recorriendo el valle desde los tiempos más remotos: en
la alfarería, tejidos y como el pigmento utilizado con mayor

(9) Peón o minero que se dedica a la extracción de los minerales o agua desde
el pique.

169
proporción en las pictografías. Es más, una variedad de
arcilla rica en hematita u óxido de hierro, el cual le aporta
el color característico, era utilizada por los curanderos en
tratamientos curativos como ayuda para cauterizar.
No menos interesante es la utilización del antiguo sistema de
comunicación diaguita, mencionado en capítulos anteriores.
Antes de regresar a puerto, los pescadores encendían fogatas
para avisar a las familias que los esperaran y estas hacían lo
mismo en respuesta.
Los moluscos, entre ellos la lapa, eran extraídos de la zona
intermareal rocosa y reunidos en chinguillos, red de carga tipo
recipientes que normalmente se sujeta a la cintura. Antes de
secarlos se les daba una sancochada o hervor, después se les
pasaba de un extremo a otro una aguja enhebrada con totora
y se colgaban expuestos al sol por un período variable de días.
En el caso de los pescados, primero se los desviceraba, se les
esparcía un poco de sal por la superficie y posteriormente se
ahumaban.
Lo expuesto anteriormente podría considerarse de gran
valor cultural, por la situación de trabajo actual de algunos
miembros de la comunidad Chipasse Ta Tatara que llevan
una vida de pastores, arrieros y pescadores eventuales en la
favorecida franja litoral, comprendida entre los sectores Peña
Blanca y Punta Alcalde. Pequeños lugares de abrigo sujetos
a las rocas, que nunca llegaron a formarse en caletas y, hoy,
son utilizados como varadero de algas por algunos comuneros
y otras personas de piel curtida por el aire salino. Tal vez, los
últimos descendientes de esos changos del pasado….
Antes de continuar, me gustaría dejar algunas
apreciaciones sobre el lugar llamado Punta Alcalde. Se trata
de un promontorio roqueño y prominente al sur del puerto
de Huasco, formado por la proyección de un cordón de cerros
que descienden hacia el poniente. Se halla cubierto de arena,
pero asoman algunos peñascos, uno de los cuales es muy
visible desde el Sur, por ser el más alto de todos.

170
La importancia de esta elevación rocosa radica en su
alto valor arqueológico. De hecho, existen figuras impresas
en bloques rocosos planos mirando el mar de indudable
factura indígena; sepultados por la arena de las dunas que
caracterizan el lugar encontramos gran cantidad de conchas
marinas, fragmentos de cerámica monocroma y percutores; en
el paredón rocoso se observan aleros naturales, algunos con
sus techos fuertemente impactados por fuego y desperdicios
modernos en el piso: huesos, latas de conserva, botellas de
vidrio y más. Es más, en el portezuelo del cerro El Águila que
domina la bahía, se observa un cementerio de la raza vieja.
Durante aquellos largos años de contacto comercial con los
españoles y a posterior con el empresariado minero chileno,
un alto número de comuneros Chipasse Ta Tatara trabajaba
más que sus necesidades. Había despertado en ellos el deseo
de adquirir las comodidades que estos gozaban, otros, vestirse
con los mismos ropajes y se empeñaban en comprarlos. Pero
aun así, continuó existiendo el género de vida del criancero
de ganado caprino, explotando el ecosistema de las aguadas
y pastos naturales en los faldeos y piedemontes, siempre lejos
de los poblados.

Vista de la costa, sector Punta Alcalde.

171
No obstante, cuando el gobierno celestial envió un invierno
duro que además de apagar temprano la luz del sol y de prenderla
tarde, paralizó la vegetación hasta no dejar suficiente pasto
para los rebaños, unos pocos comuneros retomaron el antiguo
oficio de cateador de minerales, conocimiento aquilatado
durante siglos, a buscar riquezas que no podía ser otra cosa
que un yacimiento medio oculto, una veta o un derrumbadero
de piedras promisorias. Esta vez, con una orientación distinta
a los tiempos de sus abuelos. Pero, aun así, no ambicionando
riqueza, sino soñando con la prosperidad. Porque el diaguita
no fue ambicioso sino soñador; no lo alentó el deseo de ser
rico, sino el placer de descubrir o ser el primero. Por tanto, el
momento más peculiar de su vida es aquel cuando sus golpes
de martillo dejan a la vista una ancha faja de brillante metal.
Razón por la cual pasa largo tiempo recorriendo la serranía
soñando distancias, porque allá, detrás del cerro, está esa
veta que le llenará el corazón de alegría. Nada más que el
corazón. No por nada, fueron cateadores indígenas quienes
descubrieron importantes yacimientos mineros como Capote,
Agua Amarga, Camarones, Veta de Varas, Calavera, El Orito
y muchos otros más.
Siguiendo este razonamiento parece estar el origen de la
pequeña minería en el Huasco, actividad aventurada realizada
entre las fronteras de la existencia humana. En el caso del
lugar del que hablamos, también hay comuneros de manos
y espalda callosa de tanto barrenar y apiriar, con pantalones
reforzados en el trasero y rodillas, algunos también usaban
culeros (10) y aquella faja que los caracterizaba, hecha en los
primeros tiempos de buena lana tejida y más tarde simplemente
de saco harinero. Esta última prenda era utilizada para evitar
la hernia y tapar los ojos del burro o la mula al cargarlos. Por
otro lado, durante el transcurso de los años, los tiestos de
barro cocido fueron reemplazados por tachos metálicos, en

(10) Cuero o paño usado por los mineros, que cuelga de la cintura y cubre la
parte posterior del cuerpo hasta la altura de las corvas.

172
que el de mayor tamaño servía de tetera y otro más pequeño
como jarro “choquero”, al que se le adosaba un alambre que
servía de “oreja”.
Debemos hacer presente, que no es éste el lugar de
bosquejar ni aún en sus rasgos más generales la historia
de la industria minera en la zona. Ese sería el tema de un
escrito especial, el cual no podría reducirse a unas estrechas
páginas. Lo expresado de manera breve sobre este campo
en particular, es con la finalidad de entender el desarrollo
cultural de una época en este acotado sector de la Provincia
del Huasco.
La consolidación del orden republicano del país dominada
por concepciones liberales, su crítica a los títulos de nobleza,
defensa de la ciudadanía jurídica, el impulso igualitario de
O’Higgins eximiendo del tributo a los indígenas y otorgándoles
ciudadanía en el año 1819, llevó a eliminar los cacicazgos
diaguitas. Así también, se pierden las huellas filiativas y el
sistema de clasificación étnica que había imperado hasta
entonces, basado en privilegios estamentales y señoriales de
la aristocracia terrateniente. Además, junto con la aparición
de románticos idealismos, se desarrolla el fortalecimiento de
las estructuras racionales del pasado siglo, una de las más
destacadas expresiones de esta racionalidad es la importancia
que adquieren los procesos productivos.
Es necesario destacar que Chile como país soberano
se benefició con esta transformación política, en efecto,
lo llevó a una consolidación temprana de las instituciones
republicanas y a disponer de la inmensa herencia dejada
por sus progenitores. Pero, la contraparte fue la exclusión y
negación del pasado indígena.
Al repudiar a España la nueva sociedad chilena se imaginó
ligada a la cultura francesa, que ejercía una poderosa influencia
en gran parte del mundo, y trató de establecer barreras con
sus raíces nativas. Esta cultura alternativa fue vista como
un obstáculo contra el progreso por las elites del siglo XIX y
la propaganda contra los habitantes originarios perpetuó su

173
imagen de flojos, ladrones y pendencieros. Los intelectuales
del siguiente siglo, emulando a sus predecesores en su
peculiar forma de narrar la historia continuaron marginando,
ignorando y denostando a nuestra gente y a la vez exaltando
al europeo.
Antes, los dogmáticos invasores denigraron y despreciaron
al pueblo diaguita por sus restos materiales, por su música
y danza que ocupaban un destacado lugar dentro de su
desarrollo espiritual y las múltiples variantes del erotismo,
que no era considerado pecaminoso, sino una relación más
entre los humanos. Ahora, la injusticia de los hombres y los
desencantos del patriotismo inexperto, el Chile independiente
le daba la espalda a su herencia indígena, juzgándola como
algo “bárbaro”. A decir verdad, no tan solo al indígena, también
estaban incluidos los chilenos.
Benjamín Vicuña Mackenna en su obra “El libro del
cobre y del carbón en Chile” publicado en 1883, precisa con
determinado énfasis la desventaja comercial que afectaría por
la condición de chileno a don Enrique Sewell Gana, dueño
en 1853 de los hornos de fundición en Bodega de Perales,
sitio al poniente de Vallenar, conocido hoy simplemente como
Bodega:

“...habría tal vez ganado mucho suprimiendo su


segundo apellido, por ser este chileno…”

Peor aún, desde el primer tercio del siglo XX, algunos


núcleos mineros, obreros y artesanos, definidos por ideologías
revolucionarias ateas como el anarquismo y el marxismo,
que buscaban mitigar los efectos del capitalismo mientras
se preparaban para destruirlo, mediante la denominada
“cuestión social”, también reprodujeron el desprecio elitista
hacia los pobladores indígenas, a quienes veían inmersos en
un mundo rural, tradicional y religioso católico.
Continuando con el asunto, el comunero de Chipasse Ta

174
Tatara había oído hablar de godos y patriotas, que los unos
y los otros se hicieron la guerra, pero no tenía ninguna idea,
ni interés, respecto a quiénes eran o por qué pelearon. Él era
indígena de su tierra y si fuera transportado a un lugar lejano
y allí interrogado por el país de su nacimiento, no nombraría
a Chile, sino a Tatara.
En realidad, a mediados del siglo XIX, gran parte de esta
población aún no se reconocía a sí misma como chilena,
predominando una identidad localista y provinciana, por
sobre una idea de identidad nacional chilena. Es así como
la población sigue visualizándose con la única identidad que
conoce, la local, no se catalogan a sí mismos en algo que no les
representa y que no comprenden. Ese algo era la chilenidad.
En los años que vinieron a continuación, el Huasco fue
adquiriendo cada vez mayor protagonismo a nivel nacional.
Fértil y depositario de ricos yacimientos auríferos y
argentíferos, con la ventaja de tener cobre además.
En la época colonial, este mineral era considerado de tercer
orden, solía tener un precio tres veces menos que el hierro
importado de Vizcaya. Era usado simplemente para fabricar
implementos de uso casero como tachos, candeleros, braseros,
en la fundición de unas pocas baterías de cañones para
defender al virreinato de los piratas ingleses y holandeses que
pululaban por la costa del Pacífico o forjar ciertas campanas
de argentífero sonido para los curas, también empleado como
lastre para los buques que regresaban vacíos a España o Perú
y, lo más común, pailas destinadas a la elaboración de dulces
y mermeladas. El tiempo que vino después dijo lo contrario,
dando razón al pueblo diaguita que lo consideraba un
metal precioso, como los chinos, japoneses y otras naciones
adelantadas del lejano oriente.
En el caso de nuestros indígenas del Huasco, las cualidades
físicas y químicas de este metal fueron aprovechadas para
elaborar, como lo expresamos en capítulos anteriores,
instrumentos utilitarios y piezas ornamentales, tanto por
repujado de chapas o por colado en moldes. Así también, los

175
encontrados en estado nativo, como venas o planchas entre
las rocas.
Ahora bien, la vida económica de la zona se comienza a
desenvolver según las fluctuaciones de la minería. Aparecen
y desaparecen asientos mineros y se habilitan puertos que
después caen en desuso. Esta situación tiene repercusiones
profundas en las actividades de este villorrio. Con el auge minero
aumenta enormemente la demanda de animales mulares y
asnales, grasa para velas y carne de cabro para satisfacer la
alimentación de las nuevas poblaciones o placillas.
Los comuneros de Chipasse Ta Tatara, herederos de la
ancestral actividad de arriería, fueron los carreteros que
abrieron las huellas por donde correría la vida comercial,
industrial o simplemente viajera. Conduciendo carretas para
acceder a los centros mineros y fundiciones con menesteres
y leña; bajando los metales a los centros de venta o puertos
de embarque por parajes silenciosos, muertos, como las
osamentas insepultas que las recuas dejan en los senderos
y en todo su trayecto. También, realizaban la labor de
“herramenteros”, llevando desde las faenas mineras a la
fragua las herramientas en mal estado para su reparación.
El modesto comercio establecido por los comuneros ya
no era una pauta económica tradicional de reciprocidad
como en los tiempos viejos, sino una economía mercantil,
en base al dinero como medio de cambio. El trueque ya no
era válido para estos nuevos tiempos, de igual manera, los
pescadores habían dejado de usar materiales autóctonos en
sus faenas de mar. Su relato queda fuera de los alcances de
nuestra historia, pero no podemos dejar de mencionar que,
la “chalupa”, embarcación sin diferencia entre proa y popa
sustituyó la balsa de cuero de lobo, que les permitió tener
mayor capacidad de carga, pescar el congrio colorado usando
espineles en dos caladas (11), pernoctar durante la noche

11.- “Calar” es el término utilizado por los pescadores para referirse a la acción
de colocar las redes o espineles en el mar.

176
en la misma embarcación y en sitios alejados, saliendo y
regresando en ocasiones en el mismo día, como también, se
evitaban los cansadores viajes remando de rodillas. Décadas
más tarde hizo aparición el bote, que tiene por característica
ser de pequeña eslora y presentar la popa ancha y cerrada.
En tiempos más recientes, se usa como embarcación de pesca
el “falucho” con motor a petróleo, de mayor eslora que las
anteriores. Los anzuelos, antes de hueso y concha fueron
fabricados de cobre o bronce, la lienza de “pita” y más tarde
de material plástico sustituyó la fibra vegetal sacada del
chagual o de los intestinos de los lobos marinos, el corcho
como flotador reemplazó la vejiga o estómago de este animal
y la calabaza traída desde Huasco Alto.
Hasta 1824, la explotación de los minerales por fundición
había sido tan moderada que no se notó el agotamiento de
los bosques que ostentaba el Valle del Huasco; los renuevos,
gracias a la humedad constante, formaban árboles en corto
tiempo y se reponía lo consumido. Cubierto de bosques el
suelo en su mayor parte, las lluvias caían periódicamente y
las hojas y raíces del arbolado mantenían bastante humedad
a una vegetación lujuriosa, de verano a verano.
No conocemos ningún estudio de los pasados siglos sobre
la composición arbórea que caracterizaba el lugar. Ahora bien,
la tradición oral nos cuenta que los bisabuelos conocieron el
bosque que llegaba hasta el límite de las nieves y era frondoso
y tupido; la falda de los cerros estaba cubierta de pimiento,
algarrobo, molle, maitén, espino, chañar, algarrobilla y otros
arbustos de amplio y arrastrado ramaje que amparaban con
sombra algunos metros cuadrados de superficie, manteniendo
con ello en el subsuelo frescura suficiente para el crecimiento
constante de las yerbas forrajeras o de mero adorno; a orillas
del río había espesos bosques de sauce cimarrón, algarrobo,
chañar y romero silvestre. Gran variedad de quiscos cubrían
los lomajes suaves, en estos y los llanos, las más variadas y
lindas flores.
Con la introducción del horno de reverbero del empresario

177
Carlos Lambert y el proceso de fundición conocido como
“método galés”, pasada la segunda mitad del siglo XIX
fue posible fundir los abundantes sulfuros de cobre que
caracterizan a nuestra geología, hasta entonces presentes en
los desmontes mineros como compuesto cuproso inservible
desde la Colonia.
Sucedía que los primitivos hornos de manga fabricados en
barro solo fundían los llamados “cobres de color”, compuestos
fundamentalmente por carbonatos, sulfatos y silicatos de
cobre, correspondiente a la “zona oxidada” de los yacimientos,
a menudo ubicados en la parte superficial. Cuando las
minas llegaban a los llamados “bronces amarillos, morados o
negros”, que corresponden a sulfuros de ese metal, las minas
se consideraban “broceadas” o “bronceadas”, perdiendo todo
valor económico.
Fue aquel proceso nuevo de fundición que llevó a la
deforestación de la zona, por la necesidad de mayor cantidad
de combustible. Asimismo, la entrada en producción de
yacimientos cupríferos de baja ley y otras minas consideradas
anteriormente agotadas. Entonces, el renuevo de los viejos
bosques apenas alcanzaba a satisfacer las necesidades del
consumo de leña. Vicuña Mackenna fue bastante explícito
cuando escribió:

“…los antiguos hornos de manga o fuelle


necesitaban casi la misma cantidad de leña que
las panaderías, mientras que las hogueras de la
reverberación requerían arrasar los montes más
lozanos…”

Para cumplir las nuevas demandas, los leñadores


arrancaban desde su base, aun sus raíces, árboles de todas
edades, de todas dimensiones, hasta los quiscos de la costa,
sin cuidado o sin miramiento de conservación. La leña estaba
al lado de los minerales; ninguna ley prohibía la tala de los

178
bosques; por el contrario, existía la servidumbre de leña. Se
estableció libremente en cada mineral de cierta importancia
una serie de hornos alimentados con leña, únicamente leña.
Así talaron el pimiento, noble árbol que proporcionó el
fuego para cocer la greda de la elaborada y hermosa cerámica
diaguita; el algarrobo que brindaba sombra, calor y sustento
alimenticio a los hogares diaguita. Al espino lo hacharon
despiadadamente, al chañar y al sauce también. No obstante,
en la actualidad, el pasto para el ganado cabrío aún resiste a
las sequías, lo que da a entender que las especies forrajeras
locales son muy vigorosas.
En 1838, la primera Sociedad de Agricultura que se formó
en el país, presentó un proyecto de ley sobre la corta de
bosques, pero los intereses de la minería primaron entonces
sobre los agrícolas y aquel intento fracasó. Igual suerte cupo
más tarde a la moción presentada por el senador Irarrázabal
sobre el mismo asunto. Fue en 1873, cuando se dictó un
decreto de prohibición sobre corta de árboles en terrenos
planos y que estuvieran a menos de 200 metros de distancia
de manantiales. La prohibición también incluía la vegetación
que cubre la falda de los cerros desde la medianía hasta la
cima y las rozas a fuego al norte del Biobío; más al sur se
debía contar con un permiso del gobernador respectivo.
A fin de cuentas, el hombre mismo arrancó el vestido
modesto que cubría esta tierra, le quitó la cornucopia y la
entregó a la desertificación para que la esconda y la tape. No
solo en este acotado sector, sino en todo el valle, prolongándose
esta acción depredadora hasta cuando se comenzó a utilizar
como combustible el carbón proveniente de Arauco. Todo
aquel que recorra hoy la serranía de este acotado territorio,
encontrará montones de escorias abandonadas a orillas de
antiguos caminos y muy cerca unos de otros.
Desaparecieron desde luego las lluvias normales y la
humedad permanente del suelo, el caudal de aguas del río se
hizo inestable. Por aquel entonces, comenzó el fenómeno de
períodos de años sin lluvias invernales y sin caídas de nieve

179
en la cordillera, que duraban un lustro, para luego seguir con
años llamados lluviosos que, siendo efectivamente abundantes
en precipitaciones no producían crecidas extraordinarias del
río.
Estos períodos de años secos vienen repitiéndose de manera
cíclica, con la curiosa recurrencia de que va aumentando
el número de años secos y aumentando también las aguas
caídas por corto tiempo en los pocos años lluviosos que le
siguen. Según fuentes orales, hacia comienzos del siglo XX
disminuyó el agua progresivamente hasta desaparecer en las
quebradas Agua Salada, Ñisñiles, Maitencillo, El Chorro, La
Higuera, El Berraco, Juica (conocida también como La Cuica)
y Tatara propiamente tal. También, la pérdida de muchos
abrevaderos naturales de la zona en cuestión, tanto al norte
como al sur del río. No descartamos que otra causa pudo
ser un fenómeno de cambio climático desfavorable, del cual
hay iguales testimonios en otros lugares con menos impacto
minero como Huascoalto, en las quebradas La Totora, Las
Pircas, La Plaza, Pinte, Colpe, La Plata, El Corral, Conay y
demás aguadas.
En aquel tiempo, también vino el acoso sistemático
hasta casi el exterminio de la chinchilla. En los tiempos
prehispánicos, los indígenas cazaban estos roedores por
medio de trampas realizadas con lazos de corredera de crin
que aprisionaba la pata del animal. Ingenioso dispositivo
colocado a la entrada de las madrigueras. Su pelo era utilizado
para hacer prendas finas y su carne era muy apetecida. En
su aspecto general este animalito tiene la cabeza gruesa;
los bigotes largos, algo tiesos; las orejas grandes, anchas,
redondeadas y casi peladas; los ojos negros y grandes; la
cola es larga y arqueada hacia arriba. El pelo es muy suave,
sedoso, tupido y fino. Su color varía mucho, desde tintes
cenicientos, blanquizcos, amarillentos y plateados, al parecer
a causa de la estación del año y el paraje que habita. Los
lugares utilizados para establecer madrigueras son terrenos
áridos, pedregosos y rocallosos, como la falda de los cerros

180
donde el terreno tiene grietas o se presta para abrir cuevas y
de preferencia lugares donde crece la algarrobilla, cuya vaina
es su alimento preferido.
A finales del siglo XIX sus cueros fueron muy requeridos
por la industria peletera. Los primeros tramperos las cazaban
principalmente con armas de fuego, pero producto de la
gran demanda que vino a continuación, los intermediarios
pagaron a indígenas y mestizos por su captura y así poder
dar cumplimiento a los contratos pactados con las casas
comerciales que les obligaban la entrega de cierto número de
pieles en un plazo determinado. Los resultados no pudieron
ser más desastrosos para la supervivencia de estos singulares
roedores, porque la persecución se hizo implacable, en vista
de los excelentes precios que por ellas se pagaban. Además
de los tramperos habituales, muchos lugareños abandonaron
las faenas agrícolas y otros las minas para “chinchillar”.
Los medios de los que se valían para su captura eran muy
variados: perros, quema de madrigueras, humo, pólvora o
dinamita, métodos muy bárbaros y crueles. Menos cruel fue
la trampa ratonera que se hacía más grande que las comunes,
ya fueran con piedras o tablones pesados. En muy contadas
ocasiones se utilizaron trampas para cazarlas vivas, así
estaba la posibilidad de poner a salvo los animalitos pequeños
o hembras preñadas.
En el año 1916 se prohíbe su caza, pero ya era tarde. Hoy
podemos decir que en la Provincia del Huasco estos pequeños
animales están casi extinguidos. Su piel fue la más solicitada
por la admiración que su finura causaba en todo el mundo.
Situación similar ocurrió con la caza indiscriminada del zorro
y el exterminio sistemático de la algarrobilla.
Por otro lado, durante el día resonaban los disparos de
armas de fuego a uno u otro lado de la quebrada, cual si
se estuviera librando una batalla. Los guanacos heridos por
certeros impactos de bala cojeaban por el campo con la lengua
afuera, en busca de la maleza más alta para ocultarse y morir.
A su vez, en los rostros de los cazadores se dibujaba una

181
expresión de satisfacción y crueldad. La naturaleza con sus
animales nada les representaba, matarían todos los animales
de la serranía que se pusieran a tiro de fusil, aunque sólo
fuese por una botella de aguardiente. Por el contrario, los
diaguitas pensaban que la Mamu Ashpa había creado a los
guanacos para proporcionar carne y lana, tanto a indígenas
como a kaikas y, no para condenarlos a desaparecer de la faz
de la tierra por el afán de lucro de unos pocos desalmados.
Como fue mencionado anteriormente, de aquel primer
contingente que pobló la quebrada, no tenemos antecedente
de la cantidad y quiénes participaron en el éxodo de Huasco
Alto, dignos de un eterno recuerdo, pese a que la tradición oral
los envió al pozo del olvido. A pesar de cualquier investigación,
los resultados demográficos serán confusos para un período
de inmigración caprichosa, sin registros, de fuerte migración
interna, de fuerte mortalidad, de natalidad abundante en
algunos sectores y deficitaria en otros. Las matrículas de los
obispados y corregimientos tampoco son exactas, debido a
que la composición social de la Colonia permitía una gran
población sin filiación, específicamente la indígena.
Ahora bien, aquel estado de animadversión generado en el
pueblo diaguita hacia cualquier intruso que pisara su tierra,
no permitió a la Corona y al Gobierno chileno -en el primer
siglo como nación- tener conocimiento de la real cantidad
de habitantes en el lugar. Así también, la deficiencia de los
primeros censos establecidos por la República, que únicamente
empadronaba a los indígenas residentes en ciudades. Es más,
no debemos dejar de mencionar la ineficiencia administrativa
presentada por los diversos personeros de gobierno de la
época.
Ahí tenemos el censo realizado el 28 de septiembre de 1813,
cuya Junta Cívica estaba formada por José Ignacio Ureta,
Vicente García y José Ignacio de Hodar. Devuelto en el mes
de noviembre de aquel mismo año para reformarse y volver
a repetir, a consecuencia de ser el peor empadronamiento
realizado a nivel del reino. No tenemos antecedentes si aquella

182
orden se cumplió.
En época republicana, el primer censo oficial se realizó en
1835. En cuanto a lo que nos compete, solo hace referencia
a Vallenar y Freirina, cuando estos incipientes centros
poblados eran departamentos pertenecientes a la Provincia
de Coquimbo, que se extendía en aquellos años desde el
despoblado de Atacama hasta el río Choapa.
De los censos que vinieron a continuación, en los años
1843 y 1854, no se cuenta con antecedentes, ambos fueron
desestimados de manera oficial por falta de preparación, poca
información y baja participación en el proceso.
En los censos realizados a partir de la segunda mitad
del siglo XIX, Tatara figura como distrito perteneciente a la
subdelegación Freirina Oriente, el cual comprendía los fundos
Bodeguilla, Maitencillo y El Peñón, la estación Maitencillo y
este caserío propiamente tal. El recuento de 1865 nos informa
de una población de 172 habitantes, 122 hombres y 50
mujeres. El de 1875, 19 habitantes, 7 hombres y 12 mujeres.
El de 1885, 155 habitantes, 78 hombres y 77 mujeres. El
de 1907 nos da cuenta de un total de 386 habitantes, 184
hombres y 202 mujeres.
Desgraciadamente, los respectivos censos no informan la
cantidad de habitantes por localidad, pero el censo de 1920
es más específico. Este caserío está compuesto de cuatro
viviendas con una población de 15 habitantes, 8 hombres y 7
mujeres. El de 1930 es similar al anterior. En el de 1940 no
se menciona el lugar, pero tenemos información que las cifras
originales de aquel año fueron ajustadas por los estadísticos
de la Dirección sin que se publicaran los datos efectivamente
empadronados.
Así llegamos al censo de 1952, cuando se precisa el caserío
Tatara, pero es declarado sin habitantes, de igual manera la
estación Nicolasa. Por primera vez aparecen el fundo Tatara,
compuesto de 3 viviendas con 13 habitantes, 9 hombres y 4
mujeres y el caserío Maitencillo, conformado por 9 viviendas

183
con 68 habitantes, 36 hombres y 32 mujeres.
A pesar de la información recopilada, dudamos de la
veracidad de los datos entregados por los respectivos censos.
Las razones serían principalmente la poca rigurosidad por
parte de los empadronadores; la mala preparación de la
ciudadanía para el proceso, muchos lugareños huían por
atribuirle fines militares o de presión económica; los hábitos
aventureros y nómadas de buena parte de la población que
hace en muchos casos incierta la residencia y en especial la
ausencia de familias completas de arrieros y cabreros, al ser
realizado los empadronamientos a partir de 1885 en el mes
de noviembre, período del año cuando los comuneros van
con sus animales camino a los pastos de altura, en aquel
tiempo una cantidad no menor. También, por desplazamiento
estacional en años de sequía, lo que implicaba viajar a majadas
geográficamente distantes y desconocidas para el común de
las autoridades y encuestadores propiamente tales.
Si consideramos el cultivo de forrajeras como el hilo
conductor para seguir los cambios en la zona baja del
Huasco, podemos distinguir en su producción dos grandes
etapas situadas en la primera mitad del siglo XIX. La primera
correspondió a la necesidad de mantener con prioridad el
ganado mular y asnal que trabajaba en las faenas mineras.
La segunda, a la engorda de los vacunos que se traían desde
Huasco Alto para el consumo de carne y leche en la población.
En este contexto, son los empresarios mineros los que
necesitaban asegurar el tráfico regular de las tropas de
animales, a fin de mantener el trabajo extractivo y acarrear
los minerales a los puertos de embarque, para lo cual se
debe garantizar su alimentación. Como realmente el éxito
de una empresa depende de la otra, estos deciden, además,
incursionar en la agricultura. Es así que entre 1823 y 1850
se forman sociedades que solicitan la venta de los terrenos
fiscales en los “llanos” comprendidos entre Vallenar y Freirina.
En ambos lados del río, desde Vallenar hasta la costa, el
valle se ensancha y presenta sobre modestas formas aluviales

184
una serie de terrazas de gran amplitud y hermosas formas,
que se alzan a 40, 80 y 120 metros sobre el lecho del río.
Sobre las tierras baldías de la más baja de ellas se hacen las
primeras demandas de tierra, provocando una transformación
profunda en el paisaje.
Se amplía a casi el doble el área cultivada. Las terrazas,
anteriormente yermas se habilitan y se cultivan. Para ello,
se construyen canales de decenas de kilómetros de largo y
“tranques de noche”, pequeños embalses dentro de los terrenos
particulares que tienen por objeto regar mayores extensiones
de tierra; se imponen turnos para el usufructo del agua, ya
que ésta se hace insuficiente para regar los nuevos predios.
El cuadro de la estructura de tenencia agrícola se altera,
irrumpiendo en la configuración tradicional de los antiguos
dueños una nueva categoría: propietarios acaudalados,
surgidos de las ganancias obtenidas en la minería e invertidas
en la tierra. Así nacen las grandes haciendas, hoy parceladas
y en una deplorable inactividad agrícola.
La segunda parte del siglo XIX fue un período de grandes
oportunidades para la zona baja del Huasco, la minería en su
fase expansiva marcó a Freirina con el sino del crecimiento
y de los sueños. Llegaron cientos de trabajadores en busca
del filón o la veta que revirtiera la situación de pobreza que
marcaba la existencia de la mayoría de la población del
país. Esta verdadera avalancha demográfica aumentó con
el arribo de contingentes poblacionales provenientes de
países limítrofes y de ultramar, que se avecindaron para
desempeñarse en la minería o en alguna de las etapas de la
cadena económica implementada para satisfacer las múltiples
demandas asociadas a dicha actividad. Esta prosperidad
económica la vemos reflejada en la construcción de la iglesia
en honor a Santa Rosa, patrona de la villa; el inmueble cívico
“Casa de Gobierno” conocido hoy como “Los Portales” y la
declaración de ciudad establecida el 17 de enero de 1874.
Alguna vez escuché decir: Freirina es hija del cobre, como
Vallenar de la plata.

185
La evidente baja densidad poblacional registrada a mitad del
siglo XX, la desaparición de las construcciones habitacionales
junto a los terrenos de cultivos en la quebrada, se deberían
a la declinación minera, paulatina, pero inexorable, después
de casi media centuria de bonanza. Este nuevo panorama
no acabó del todo con la actividad minera, quedando su
explotación minimizada en manos de pirquineros.
Al respecto, la minería indígena había mutado. La
tecnología artesanal nativa se apropió de un novedoso
material introducido por los invasores: el hierro, que
poco a poco desplazó el palo, las piedras y el cuero en la
construcción de los utensilios propios del oficio. Con todo,
salvo por la incorporación de este nuevo material, no significó
nuevos cambios ni en las herramientas ni en las técnicas de
explotación, cuya continuidad se observa en las piezas que
vemos esparcidas por el suelo en los socavones abandonados
de reconocida labor indígena, en particular, la angostura de
su entrada, puesto que entonces, a diferencia de cómo se
trabaja hoy, solamente el nativo entraba en él.
Esta modalidad de trabajo perduró en el tiempo conviviendo
con la forma tradicional autónoma, acompañado a lo más
de su núcleo familiar y valiéndose solo de sus fuerzas y
herramientas básicas. Hoy, esta actividad económica se conoce
como pequeña minería, minería artesanal o pirquinería. No
obstante, aun siendo más antiguo que la propia república, el
oficio de pirquinero no fue reconocido en la ley chilena sino
hasta la década de 1990.
La caída de la actividad minera en la zona se debió, sin lugar
a dudas, al agotamiento de las vetas o porque su explotación
se hizo antieconómica por la hondura y dificultad para extraer
los metales a la superficie. Otra causa de la mayor importancia
sería la baja del precio en los metales, situación que desalienta
a los industriales mineros, resolviendo suspender los trabajos
antes de exponerse a perder sus haberes. Por cierto, incidió
en ello el ingreso de nuevos actores a la oferta mundial de
cobre provenientes de Australia, Estados Unidos y España,

186
explotaciones que sumadas contribuyeron a hacer cada vez
más marginal la oferta de cobre chileno.
En consecuencia, los pobladores de las diversas placillas
instaladas en los yacimientos quedan sin fuente laboral y
deben buscar el sustento familiar en las haciendas. Como
lo hemos dicho, establecidas en los terraplenes que se
despliegan en alturas correspondientes por ambos lados
del valle, a trabajar en una actividad que aunque les ofrecía
menores perspectivas económicas (salarios bajos), brindaba
mejores condiciones de vida.
En el caso del costino, antes de la época de bonanza
minera había sido un pescador o mariscador de humilde
origen. Pero, después pasó a ser un botero o un lanchero o un
estibador o un guachimán o un pontonero o patrón, con buena
remuneración. Y cuando los apremios de aquellos tiempos le
lanzaron marejadas de pobreza, volvió a sus raíces.
Como mencionamos antes, el censo de 1952 nos arroja
una lapidaria información del lugar que nos ocupa. Este se
encuentra sin moradores. En lo que respecta a las placillas
vecinas con las cuales los tatarinos mantuvieron un fluido
comercio y que un día estuvieron llenas de actividad, les
sucede lo mismo. Hoy son parajes con abandonados socavones
mineros en donde se ocultan las huellas de la seducción
por el enriquecimiento rápido. Asentamientos humanos que
murieron después de haberlo dado todo.
Por otro lado, a manera de reflexión, en algún momento la
historia nacional debe reconocer que la explotación minera
del Huasco en general, permitió el financiamiento de la
revolución independentista, el regadío del Valle Central, la
extracción del carbón de Lota y la instalación de las primeras
industrias nacionales.
La otrora Subdelegación minera de San Juan, sembrada de
caseríos prestigiosos que -cuando vivían- rivalizaron con los
más escogidos escenarios de la aventura y la fortuna, apenas
ha podido conservar el nombre. En este nuevo siglo solo son

187
montones de piedras correspondientes a hogares que ya no
son y el tiempo los convirtió en algo así como ruinas con un
encanto especial.
Aquí está Quebradita, según el XII Censo Nacional de
Población y Vivienda, estaba reducida a 8 viviendas con 55
habitantes, 30 hombres y 25 mujeres. Hoy, de su larga y
característica calle, donde la mayoría de las casas estaban
construidas en madera, solamente queda en ruinoso estado
la singular escuela pública, de aspecto irreal, por ser un típico
edificio urbano de dos pisos construido sobre la pendiente
fuerte de un cerro. Así también, el cementerio del pueblo
desaparecido, en donde los zorros acompañan a los muertos
en las noches de plenilunio, ubicado en el empalme de la
quebrada con el camino que en aquellos años conducía a la
provincia de más al sur.
Algo similar ocurre con el asiento de Labrar, 3 viviendas
con 12 habitantes, 6 hombres y 6 mujeres. En aquella
época del censo la actividad minera estaba paralizada desde
hacía bastante tiempo antes. Hoy encontramos solamente
ruinas del poblado que habitó en el área, vastos campos de
escoria simplemente revueltos y pallaqueados y de la antigua
fundición de cobre, tres chimeneas manteniéndose en pie
todavía, únicas de este tipo que se conservan en el país y de
las cuales dos fueron declaradas Monumento Histórico.
Cosa parecida encontramos en Fraguita: 3 viviendas con
27 habitantes, 15 hombres y 12 mujeres, pequeño oasis verde
en la bajada del portezuelo Arco Molle. Quien lo conoció en
sus años de esplendor no lo podrá olvidar, hoy está muerto,
atado a muros derruidos y pircas de rocas naturales.
De igual modo, Aguadita, 1 vivienda con 5 habitantes, 2
hombres y 3 mujeres; hoy solamente se observa en la falda del
cerro la veta de cuarzo ferruginoso coloreado débilmente por
carbonato de cobre y el desmonte que solo muestra rocas sin
valor comercial porque ya ha sido pallaqueado varias veces.
A continuación, Canutillo, 4 viviendas con 27 habitantes,

188
12 hombres y 15 mujeres. Hoy existen unas pocas familias
asentadas cerca de un añoso maray. También, aun podemos
identificar en su característica geografía los niveles que
ocupó un establecimiento minero en 1897. En el superior
estaba la cancha de almacenamiento y un molino de bolas
que realizaba la molienda del mineral por vía húmeda. En el
segundo, el caldero, el motor a vapor y un recinto con ciertas
medidas de seguridad en donde se realizaba la amalgamación,
permitiendo el envío de una barrita de oro a Valparaíso todas
las semanas. En el tercero, los depósitos de relaves.
En cuanto al otrora puerto de Peña Blanca, 1 vivienda
con 4 habitantes, 1 hombre y 3 mujeres. Hoy, se observan
diversas estructuras de metal adosadas a los roqueríos, parte,
seguramente, de los soportes del muelle; una minúscula
población transitoria de recolectores de orilla, algueros,
buzos apnea y el espacio geográfico donde estuvo alguna vez
su población, bodegas, ramadas y canchas para el acopio de
mineral se encuentra cubierto por dunas.

Sector habitacional histórico en Aguadita.

189
Todos estos lugares de escombros revelan una opulencia
ya pasada, una riqueza metalífera que en su mayor parte ha
desaparecido con el transcurso del tiempo, que todo destruye
y aniquila. Aunque no es este el lugar para entrar en detalles,
en manos de vecinos en Freirina podemos encontrar fichas
mineras que circularon como moneda privada en los centros
de producción en la época aludida, fabricadas unas pocas
en níquel y las más de ebonita (un derivado del caucho),
utilizadas para pagar salarios respectivamente y otros usos,
como la regulación de algunos intercambios comerciales.
Tatara no cuenta con materiales que testifiquen aquellos
tiempos. Los objetos textiles elaborados con fibras animales,
la madera, el cuero y otros más no han podido resistir el paso
del tiempo, el clima o una u otra bajada de quebrada. Lo
mismo puede decirse de las viviendas, al ser construidas con
la técnica del “enquinchado” tampoco han sobrevivido hasta
nuestros días.
No obstante, en los sectores Perdices y Ramaditas,
penosamente y en pleno estado de abandono, todavía
podemos observar algunas obras de este tipo de inmueble.
A pesar de haber sido construidas en tiempos relativamente
recientes, sus constructores mantuvieron algunos aspectos
de aquella singular arquitectura, no así la altura. De igual
manera, como en los tiempos más remotos, los comuneros
actuales ocasionalmente emplean para dormir aleros rocosos
en Punta Alcalde y Casa de Piedra en el sector de Guantemé,
que alguna vez, en un tiempo perdido en la memoria, sirvió
de refugio a la raza vieja, imperecedera, aquella que mientras
más sabemos de ella, más nos impresiona.
Pero los habitantes de hoy, que repoblaron por segunda o
quizá por tercera vez el lugar, pese a toda interculturización
ocurrida en este primer cuarto de siglo, forman una sociedad
que continúa siendo una fusión de lo indígena con lo criollo,
a la cual se le han sumado con el tiempo diversas influencias
externas que constituyen en conjunto lo que son hoy en día.
Más allá de los conflictos del pasado, debemos ser capaces

190
de asumir que su cultura no es superior, tampoco inferior a
la de otra sociedad cualquiera y su historia y herencia es tan
valiosa como la de todas.
Como fue mencionado en las primeras páginas, ya no
es posible encontrar un rincón de nuestra tierra donde se
conserve, en lo sustancial, la vida indígena, con sus espacios,
creencias, ritos, sus modos de vida, que no sean los que
reconocemos como propio de los chilenos. Sin embargo,
los comuneros actuales, muchos cabreros o crianceros
representan una forma de vida serrana única, costumbre
mantenida desde los tiempos más remotos, trabajo lleno de
naturaleza viva. Oficio que delata los vestigios trashumantes
del indígena que grita en la sangre de sus venas por libertad,
viviendo una existencia propia y dejando huella en la tierra
que ama. Sumado, el apego que tiene a su tierra, a sus
animales y voluntad de permanecer en la misma actividad.
Por ello, este hombre es recio y generoso, camarada del sol y la
soledad, porque hacia donde mire encuentra inmensidad que
rechaza la blancura y la perspectiva mezquina, imponiéndole
un comportamiento realista y fantástico, y al mismo tiempo,
un diálogo permanente con su yo.
Además, según lo mencionamos en páginas anteriores,
en una que otra majada aún existen obras arquitectónicas
en tierra cruda, es el caso de la pirca, algunas relativamente
recientes, pero realizadas con materiales locales que recuerdan
el origen de un estilo propio y las narraciones familiares son las
encargadas de sustentar los recuerdos que asocian el pasado
con el mundo diaguita a manera de argumento identitario.
De igual manera, la comunidad mantiene presente como
legado ancestral la celebración del año nuevo indígena a finales
del mes de junio en el sector de Pozo Seco o en algunos años
en particular, compartiendo con otras comunidades indígenas
en el suelo inmortal de los antepasados, lugares como Pinte o
La Arena. Algo semejante ocurre con la festividad de la challa
en el sector El Chorro, celebración de indudable raigambre
diaguita, mencionada en uno de los primeros capítulos, que

191
representa el espíritu creador en forma de agua depositada
en las montañas, fiesta de las frutas, de las flores y de los
amores nuevos.
En cuanto al trabajo textil, como ha sido en la tradición
diaguita, es la mujer quien se ocupa de este oficio con alto
valor patrimonial. Mientras los componentes del “ruco” están
descansando de sus labores, ella se queda trabajando en el
telar con un fin utilitario, para el diario vivir de su familia. Este
singular arte tiene una intima relación con la visión de la mujer
como tejedora de los símbolos de la vida, del pensamiento
y de la relación madre mujer-madre naturaleza, donde se
conecta con sus más profundos sentires para comenzar a
crear la trama de la pieza que realizará de manera amorosa.
En consecuencia, muchos tejidos son utilizados para otros
fines, como sanación o protección. Pongamos por caso, la
vilcha ceremonial, las pulseras de color rojo de los bebés o
el cinturón del mismo color usado por las mujeres durante
el período menstrual. Entonces, trasciende por mucho lo
estético y está íntimamente ligado a la tradición. Por ello es
tan importante cuando una prenda tejida pasa de mano en
mano o como dote, pues se transforma en patrimonio familiar.
Las tejedoras crean un modelo mental del tejido que les
sirve de referencia en las diferentes etapas del trabajo. Este
ejercicio se sustenta en una tradición ancestral muy propia
que actúa en la memoria de cada mujer diaguita, porque en
los diversos pasos del proceso la lana pierde su condición
de estado “natural” y se convierte en un objeto cultural de
notable valor. Así pues, debe ser manipulada por manos
delicadas que no dañen su valor simbólico y material.
En el caso particular de esta comunidad, Avelina Cortés
Chávez y Nicole Donoso Lemus, son las artesanas textiles
que conocen y dominan las complejas técnicas y formas en la
producción de tejidos, así también los usos, colores, prendas
domésticas como fajas, chales y mantas. También, se hacen
presente alforjas y otros aperos para caballo con el fin de
amortiguar la rigidez de la montura y el peso del jinete.

192
Recinto pircado ubicado en la falda del cerro El Carbón.

Los telares indígenas son de construcción sencilla, pues se


trata de palos atados entre sí en formatos variados y versátiles.
Sin embargo, en la actualidad ambas comuneras trabajan
el telar María, conocido también como “telar de mesa”, sin
olvidar el “telar de palo plantado”, artefacto de indudable
reminiscencia prehispánica y que permite un trabajo textil
intenso, generando piezas densas y regulares como el
característico poncho que, por su cualidad impermeable,
protege al arriero de los aguaceros y las frías noches en
la serranía. En cuanto al telar de cintura, de los tiempos
primordiales, está prácticamente olvidado en el Valle del
Huasco. Al respecto, en una zona alta y selvática del estado
de Chiapas en Mexico, el autor tuvo la fortuna de observar
trabajar en el telar aludido a una joven de la comunidad
indígena Tzotziles.
Para las tejedoras mencionadas, una obra textil implica
considerar saberes procedentes de sus antepasados diaguitas
de Huasco Alto. Nicole, de la quebrada de Colpe y Avelina del
sector El Corral. Aquellos pasos consagrados por la tradición
serían: la lana esquilada se somete a un largo proceso de

193
Escena de tejido a telar con doña Avelina Cortés.

limpieza manual, lavado con frutos del tomatillo y enjuague


en agua corriente; luego se seca y se escarmena (abrir la lana);
una vez que el vellón está limpio y cardado viene el hilado
con huso de madera de palo nativo (algarrobo o chañar). Para
el teñido de las madejas utilizan productos naturales que
proveerán los diversos tintes de color. Pongamos por caso,
raíz de pacul tiñe café, mollaca tiñe amarillo, uvilla de palqui
tiñe de azul morado, cáscara de nuez tiñe café, tola de sauce
tiñe café claro y otros más.
Cosa parecida sucede en la fabricación de un pan muy
propio, similar al “patay” o pan diaguita que, antes de la
invasión cada familia indígena elaboraba en su hogar por
expertas manos, con mínimos ingredientes y era cocido
simplemente sobre brasas o la parrilla del tradicional brasero
doméstico.
Su origen, según cuenta la tradición, se remonta al tiempo
de los “antiguos”. Una mujer dejó calentando en el fuego una

194
olla con papilla de granos de algarroba triturados, mezclados
con agua caliente y olvidó quitarla de las llamas a su debido
tiempo. Cuando volvió encontró una torta granulada seca y
aplastada, y al retirarla del recipiente tenía el aspecto de una
galleta, fácil de cortar con la mano, de comer y más sabrosa
de lo que era antes. Igualmente, era capaz de durar semanas
sin descomponerse y aunque estuviera dura se podía comer
remojándola con un poco de agua o leche.
Dicho lo anterior, fue la mujer quien desempeñó esta
ocupación desde la época más remota y también fue el primer
molinero. Entre sus quehaceres tenía que atender, mientras
molía en una piedra el grano de algarroba o maíz, al niño
cargado en sus brazos y a los demás pequeños que la rodeaban
y que le impedían la buena ejecución de su trabajo, ya fuera
porque aquél lloraba al verse condenado por su madre a una
posición incómoda, ya porque los otros exponían sus dedos a
los golpes que el grano debía recibir.
Debido a su rápida elaboración se configura como un
alimento típico del lugar, por igual, en ferias costumbristas,
eventos varios o reuniones de comunidades indígenas.
Como en los tiempos idos, las especialistas en el arte del
amasijo son mujeres, hijas de la comunera Robertina
Campillay Santibáñez: Uberlinda, Georgina, Isabel y Cecilia,
amasanderas que mantienen la tradición de este alimento
básico diaguita. Hoy, la harina utilizada en la masa es de trigo
y se le conoce con el nombre de “churrasca”.
Por otro lado, existe la convicción generalizada en el mundo
diaguita actual, que lo hecho en casa se valora por sobre lo
fabricado de manera industrial, que recibe diversos aditivos.
De manera puntual nos referimos al pan común de panadería,
que en sus primeros tiempos, por la cantidad de manteca que
los panaderos españoles utilizaban en su elaboración, era
pesado y se endurecía rápidamente. Digamos también, que
al ser un alimento portador de costumbres ancestrales, no
sólo provoca un agradable momento al compartirlo en familia,
igualmente, transmite el legado de todo un pueblo originario.

195
Tomando en consideración los oficios anteriores referidos,
es importante asegurar que el conocimiento vernáculo
trascienda, que continúe circulando entre las familias de
generación en generación. Los saberes originarios de la mujer
diaguita son patrimonio del Valle del Huasco y estamos
orgullosos de poder contarlo.
En otro orden de cosas, a consecuencia del cierre de las
labores mineras y la poca consideración que los empresarios
le atribuían al burro, estos fueron desestimados quedando
libres a su suerte, reproduciéndose y creciendo salvajes entre
llanos y quebradas, convirtiéndose con el paso de los años en
una verdadera explosión de manada. Tal situación dio origen
a la creación de una actividad tradicional que se realiza cada
primavera en los sectores de Carrizalillo, Estancia La Arena y
Agua del Medio, conocida como rodeo de burros salvajes.
Esta curiosa faena, poco conocida, pero no por ello menos
interesante, es un espectáculo montaraz, donde durante dos o
tres días, los jinetes previamente organizados y dirigidos por un
capataz de campo salen de madrugada en busca de los asnos
que viven asilvestrados en las zonas mencionadas, formando
un gran abanico que se va cerrando hasta dejar cautivos a los
animales en los corrales dispuestos para el caso. En concreto,
una versión moderna del rodeo de guanacos realizado por
cazadores diaguitas en los contrafuertes cordilleranos en los
tiempos más remotos, ancestral tarea referida en un capítulo
anterior.
Es más, cuando cae la hora que facilita el descanso a la
dura jornada, al calor de una fogata mientras se forrajean
los animales, en una animada fiesta con vino y cerveza
los jinetes degustan empanadas, cazuela de ave y asado
de carne de los propios animales capturados, previamente
preparados por sus muy bien organizadas mujeres. No
obstante, la carne equina, ahora tan de moda en Europa,
desde su arribo al Valle del Huasco no ha sido consumida
por el pueblo diaguita, ya que por ser el caballo un animal
muy noble ha sido apreciado y respetado. Pero no deja de

196
ser el plato preferido por los pumas, que lanzándose de las
ramas de los algarrobos y pimientos se montan sobre el lomo,
le hunden las garras en el cuello hasta estrangularlos y lo
comen íntegramente. Los asnos, con mayor razón, sufren
igual suerte.
Volviendo a la singular fiesta, en los últimos años
también mutó, tendiendo a ser un espectáculo de atractivo
turístico. Los visitantes llegan en variados tipos de vehículos
motorizados a disfrutar la presencia de centenares de
burros al galope; ver a los raudos, ágiles y audaces jinetes
que no erran jamás al tirar el lazo o su admirable forma
de dominar al caballo. Asimismo, como los crianceros que
una vez también fueron pirquineros del oro y del cobre,
reconocen, marcan, tusan y comercializan sus asnos. En
caso de confusión, como sucede comúnmente con las crías
no marcadas, se hacen arreglos de “palabra”, a semejanza
de los tiempos más remotos.
Llegados a este punto, debemos reconocer que el suelo
que vemos es diferente al encontrado por los primeros
pobladores. Parece mentira que hubieran podido ser, alguna
vez, praderas alegres cubiertas con hierbas, árboles o
huertas con plantaciones de estación en las que los frutos
se ofrecían generosos. Hoy se halla compuesto de capas de
guijarros rodados que aparecen a través de la escasa tierra
vegetal, mostrándose de este modo en la superficie, dando la
impresión de un terreno muy pedregoso, carente de recursos,
que no produce más que hierbas y pastos. Tampoco existen
las antiguas fuentes de agua corriendo por la quebrada. Sin
embargo, como el Huasco es de los pocos valles cuyos campos
pueden regarse sin mucha dificultad, el uso consuntivo de
agua del canal Nicolasa que corre por la segunda terraza,
-abierto entre 1902 al 1908 por el empresario minero José
Tomás Marambio para regar la hacienda homónima-, le
otorga una fertilidad extraordinaria al lugar, debido no solo a
la calidad de su tierra, sino también a la influencia benéfica
del clima, permitiendo la existencia de huertos con árboles

197
frutales y pequeños espacios con siembras de alfalfa.
Algo semejante ocurre en los faldeos pedregosos y en la tierra
simplemente llana, en donde el clima ofrece poca variación
anual dentro de una sequía muy estable, suelos pardos y
blanquizcos que parecen escaldados por el sol. Una lluvia
desganada de cinco o seis horas parece traer violentamente
el pasado y se queda un par de meses para reverdecer la
serranía. Así mismo, cada cierto número de años (cinco, siete
o diez), cuando se producen lluvias invernales inusualmente
abundantes, asociadas por lo general al Fenómeno del Niño,
precipitaciones con un mínimo de 15 mm de agua caída, en la
fecha adecuada y con la temperatura y humedad ideal, resulta
fundamental para la floración masiva de un gran banco de
semillas escondidas bajo tierra. El feraz suelo se cubre de un
tapiz multicolor de flores creciendo en afortunada confusión.
Azulillos, patas de guanaco, lirios de cuatro pétalos, garra de
león y añañucas de largas y delgadas hojas con flores blancas
o color sangre se balancean a impulsos de “Liu”, por la carga
de ávidos insectos o mimadas por las abejas fabricantes de
la más deliciosa de las mieles. En los trechos desnudos,
aislados, recibiendo los rayos del sol con toda su potencia,
flamean los capullos blanco-anaranjados de los cactus.
Hay que mencionar, además, el esquivo chagual, un brazo
que emerge de la tierra seca con su manojo de florecillas
delicadas, ofreciéndole al ardiente sol el color esperanza de
su candelabro de embrujos.
Hoy, la bella añañuca, al ser publicitada como la
flor representativa de la provincia lo está pagando caro,
porque cualquier transeúnte que deambule por la serranía
sencillamente edénica, arranca de cuajo sus delicados tallos,
con mayor vehemencia los floristas improvisados que la
comercializan fuera de la provincia.
Ahora bien, no es esta la oportunidad para anotar la
enorme variedad de flores que dan a la serranía el aspecto
de tan maravillosa belleza, de tan amplia fecundidad y de tan
variada e intensa gama de colores, como no podrá soñarlo

198
jamás el que no la ha visto. Singular fenómeno natural que
hace realidad los inspirados versos de nuestro himno nacional:

“…Y ese campo de flores bordado


es la copia feliz del Edén…”

Vista del “desierto florido”.

Muchos se preguntarán, ¿cómo llegaron las semillas


al lugar? Si bien no existe una explicación oficial, se cree
que esta manifestación del muy bien llamado “desierto
florido” ocurre hace miles de años. Desde entonces, estas
semillas que no germinan todas a la vez, aun en eventos de
lluvias extremas, dan paso a que aquellas llamativas flores
produzcan cientos y miles de semillas que caen alrededor
de la planta madre y continúan almacenándose en el suelo,
en espera de una lluvia pródiga para volver a producir aquel
milagro de la naturaleza.
Al igual que estas singulares plantas, con semillas u órganos
subterráneos resistentes, que pueden esperar muchos años
bajo tierra las condiciones favorables para germinar y brotar,
el pueblo diaguita ha debido esperar durante largo tiempo

199
las mejores condiciones para resurgir, florecer y continuar
su ciclo de existencia. De hecho, el descenso de los grandes
espíritus tutelares de la Mamu Ashpa, guardianes del suelo
huasquino, augura la realización de importantes aconteceres
durante este siglo de luz que se está gestando en las entrañas
de la provincia. Este despertar se produce por las sublimes
vibraciones que se manifiestan sobre toda la zona, razón por
la cual Chipasse Ta Tatara está llamada a ser la comunidad
diaguita que oriente e ilumine el renacer del pueblo originario,
clamando por reencontrar el valor de su pasado, sus raíces
y su cultura, despertando de la larga noche que le impuso la
historia.
En este contexto, en el año 2015 la comunidad Chipasse
Ta Tatara, junto a otras comunidades diaguitas del Huasco,
tuvieron la sensata idea de rescatar, valorar, difundir y
establecer como dominio público el patrimonio biocultural
del valle, dando a conocer al mundo la extraordinaria
abundancia alimentaria que posee el valle del Huasco,
incuestionable riqueza fitogenética milenaria y sin precedente.
Se trata de un trabajo que quedó documentado en el libro
“Biodiversidad de la Provincia del Huasco” (12), realizado por
los ingenieros agrónomos Esteban Órdenes Abarca y Nicole
Aguayo Georges, a los que se sumó posteriormente Thamar
Sepúlveda Cuevas y de la cual tengo por orgullo haber sido
invitado por sus autores a escribir el primer capítulo. La
obra contempla 500 páginas, donde se describen más de 250
variedades tradicionales, entre hortalizas, cultivos y frutales
de la provincia. También la historia agrícola del siglo pasado
y actual, con relatos de habitantes de la zona quienes han
actuado como personajes activos en la construcción de su
realidad agraria.
Este escrito es una invaluable herencia para las próximas
generaciones, al poner a disposición de la sociedad
contemporánea, enfrentada a la urgente necesidad de

12. Véase: Biodiversidad de la Provincia del Huasco. Ocho Libros Editores.

200
establecer relaciones más equilibradas con la naturaleza, la
enorme diversidad de semillas, plantas, técnicas y saberes
de la agricultura ancestral. Habría que decir también,
sobreponer la herencia biocultural, fundada en las bases
del conocimiento tradicional sobre la agricultura industrial
actual, sustentada en el monocultivo, semillas híbridas,
transgénicas y la dependencia de insumos petroquímicos.
Habría que decir también, que se implementó un semillero
pasivo o banco de germoplasma inaugurado el año 2016, en la
tercera terraza de este mismo lugar, en el cual se mantienen
al día de hoy más de 900 variedades tradicionales, con la
finalidad de asegurar el uso gratuito de ellas y procesos
agrícolas, evitando injustas privatizaciones de carácter
legal. Asimismo, demostrar que los mejoramientos que estos
requieren para enfrentar los desafíos productivos existen y
se encuentran de manera natural en las mismas zonas o
comunidades que las enfrentan.
Podemos condensar lo dicho hasta aquí, señalando que
Chipasse Ta Tatara es un buen ejemplo para exhibir la
relevancia y el poder que posee un lugar, capaz de rescatar
del olvido realidades sociales negadas por el poder de la
administración territorial centralista. Son las narrativas,
las creencias y las prácticas ancestrales de su gente las
que han sido capaces de permanecer en el tiempo y re-
emerger. Aquí, el hombre perdido y olvidado en la serranía
del Huasco levanta su verdad histórica y cultural, en donde
el “saber” y “saber hacer” no son productos de la instrucción
tradicional, sino del aprendizaje vicario del niño que sigue
al padre por las huellas del quehacer diario y la niña que
observa atentamente a la madre en las labores domésticas, a
la abuela en el trabajo de hilado, teñido y tejido en un añoso
telar.
El viejo fantasma de gente originaria, denostado
primeramente durante la Colonia y a continuación por la
República, se encarna en un pueblo que reconoce con orgullo
su pasado indígena y levanta su narrativa histórica que hace

201
diverso el sentido del espacio habitado, donde los lugares de
memoria, muchos de ellos mencionados en el transcurso de
esta, fueron piedra angular para la emergencia y presencia
actual.
Hoy, Chipasse Ta Tatara conforma un asentamiento
rural estable, el buen nivel de suministro de infraestructura
se logró mediante un notable proceso de movilización
comunitario, en el buen sentido de la palabra. Las familias
ya no habitan quinchos, sino en viviendas fabricadas con
materiales de construcción moderna, cuentan con agua
potable rural y energía eléctrica. Ahora bien, su desarrollo
no se limita únicamente a la instalación de servicios públicos
básicos, sino que también incluye infraestructura social,
como son una sede comunitaria de muy buena factura y
una bien implementada multicancha.
A raíz de que algunos historiadores contemporáneos
han asentado la premisa de que los indios diaguitas
desaparecieron por el mestizaje cultural y racial o fueron
dispersos por el desarraigo, conviene hacer alguna reflexión
al respecto. Como fue mencionado en los primeros capítulos,
la adopción de apellidos españoles por algunos pocos, su
incorporación a la sociedad colonial y republicana los más,
no significó la desaparición de este pueblo originario. Más
aun, su presencia independiente del aparataje administrador
colonial, hasta más allá de la Revolución Emancipadora, nos
hace suponer que los mestizos como los indios racialmente
puros se plegaron sencillamente a la nacionalidad chilena,
donde perduramos aún como ciudadanos de raigambre
indígena, con mayor o menor grado de mestización. Profundo
cataclismo social, origen querido o no, aceptado o rechazado,
de todos nosotros, los chilenos y los indígenas.
Terminando con este razonamiento, toda la tradición
cultural que hoy admiramos, a través de la cerámica, las
costumbres funerarias, los objetos que alguna vez formaron
parte o adornaron un hogar y que con creciente interés
atesoramos, se esfumó. Lo propio aconteció con la lengua,

202
Sede social de la Comunidad
Indígena Chipasse Ta Tatara.

muchas costumbres y usos sociales, la religión, las vestiduras


y las creencias, resultantes de un proceso compartido de una
u otra manera con otros pueblos andinos. Ahora bien, todo
este patrimonio cultural perdió su validez, para bien o para
mal, cuando llegaron los europeos y con ellos la “civilización
occidental”.
No obstante, para minimizar la pérdida cultural como
pueblo originario, debemos escuchar lo poco que nos queda
de su tradición oral, sabiduría lentamente acumulada
y casi innata, rescatarla y atesorarla. En la medida que
dignifiquemos nuestro pasado, dignificaremos el presente
y el futuro. Por esto, no existe molestia en la comunidad
si se les llama indios, indígenas u originarios, porque el
sentido que se pone en juego es que el otro pueda repensar
el significado de los términos empleados, como sujetos
políticos activos, sociales, del presente y no como objetos de
estudio del pasado.
Así, para un diaguita contemporáneo, la fascinación que
pudo provocarle esta obra con la menguada historia de los
203
“desadaptados de la sociedad dominante” en los primeros
tiempos históricos, también deberá enriquecer su espíritu
con un sentimiento de enlace ancestral a sus verdaderas
raíces, y al mismo tiempo, aceptar ser heredero y portador de
las tradiciones agrícola, arriera y minera.

Multicancha de la localidad.

204
205
Este libro, “CHIPASSE TA TATARA. El renacer de un pueblo”,
escrito por Jorge Cruz Campillay, se terminó de imprimir en el
verano del año 2022, por la Empresa Periodística “El Observa-
dor” y en conjunto con la Comunidad Indígena Diaguita, Chi-
passe Ta Tatara.

206
Jorge Cruz Campillay CHIPASSE TA TATARA, EL RENACER DE UN PUEBLO

También podría gustarte