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HIPPY ELEGANTE
JUAN BARRETO: «Llegué a estar desesperado, pero, ni una sola vez en todo ese tiempo me sentí
tan jodido como para pedirle a mi padre el pasaje de regreso al Perú.»
—Ya me había acostumbrado totalmente a esa vida de tramp, a que mi casa fuera la calle, cuando
cambió mi suerte.
Estaba pintando retratos a carboncillo, por un par de libras esterlinas cada uno, a las puertas del
Victoria & Albert Museum, en Brompton Road, cuando, inesperadamente, una señora con una
sombrilla para el sol y unos guantes de gasa le pidió que retratara a la perrita que paseaba, una
King Charles de manchas blancas y cafés, cepillada, lavada y peinada con aires de lady. La perrita
se llamaba Esther. El dibujo doble que le hizo Juan, «de frente y de perfil», encantó a la señora.
Cuando iba a pagarle descubrió que no llevaba consigo ni un centavo, porque le habían robado la
cartera o la había olvidado en casa. «No importa», le dijo Juan. «Ha sido un honor trabajar para
una modelo tan distinguida.» La señora, confundida y llena de agradecimiento, se fue. Pero luego
de dar unos pasos, regresó y alcanzó a Juan una tarjeta. «Si alguna vez pasa por aquí, toque la
puerta, para que salude a su nueva amiga.» Le señalaba a la perrita.
Juan Barreto tocó la puerta de la viuda un mediodía en que tenía más hambre, soledad y angustia
que otros. Ella lo reconoció enseguida.
—He venido a saber cómo anda mi amiga Esther. Y, si no es mucho pedir, a que me convide un
pedazo de pan.
MRS. STUBARD
—Pase, artista —le sonrió ella—. ¿Le importaría sacudirse un poco esas asquerosas sandalias que
lleva? Y aproveche también para lavarse los pies en el caño del jardín
RENE, JODY Y ASPERN (AMIGOS HIPPY) que les llevo a presentar a la señora. Rene, Jody y
Aspern explicaron a Mrs. Stubard que formaban un triángulo amoroso y que hacer el amor a tres
era rendir culto a la Santísima Trinidad — Dios Padre, Dios Hijo y Espíritu Santo—
Juan. «Porque, aunque no te lo creas, casi tres años de hippy callejero me quitaron la costumbre
de la ducha. En casa de Mrs. Stubard, poco a poco, fui redescubriendo la perversión miraflorina de
la ducha diaria.»
Juan Barreto. «Yo, en mis adentros, me reía de él tomándolo por un palurdo», se recriminaba
Leo ofreció pintar un retrato de Primrose, la yegua estrella del establo, a la que él preparaba, y,
feliz con las satisfacciones que le daba en los hipódromos, quería eternizarla en un óleo. Le ofrecía
200 libras si el retrato le gustaba; si no, Juan podría quedarse con la tela y recibiría 50 pounds por
el esfuerzo.
A Mr. Chick el óleo de Primrose le gustó y le alcanzó al maravillado Juan Barreto las 200 libras
prometidas. Lo primero que hizo Juan fue comprarle a Mrs. Stubard un sombrerito con flores y un
paraguas que hacía juego con él.
Juan —La vida que has llevado en París es la de un funcionario de la Unesco, Ricardo —se burlaba
—, la de un miraflorino puritano. Te aseguro que en muchos ambientes de París hay la misma
libertad que aquí.
Juan insistió mucho, desde nuestro primer encuentro, en que cada vez que fuera a Londres me
quedara en su pied-à-terre de Earl's Court. Él lo ocupaba apenas porque la mayor parte del tiempo
la pasaba en Newmarket transfiriendo equinos de la realidad a las telas. Yo le haría un favor
desapolillando el pisito de cuando en cuando. Si coincidíamos en Londres, tampoco habría
problema porque él podía dormir donde Mrs. Stubard —seguía conservando su cuarto— y, en
último caso, en su pied-à-terre se podía instalar una cama plegable en el único dormitorio. Insistió
tanto que, al final, acepté.
En su cuarto
¿Qué? Un mero parecido. Volví a escudriñarla y deseché la idea. Ese día regresaba a París. Los dos
meses que estuve sin volver a Londres aquella sospecha me estuvo rondando hasta volverse una
idea fija. ¿Podía ser que la ex chilenita, la ex guerrillera, la ex madame Arnoux, estuviera ahora en
Newmarket?
Juan —¿La conoces? —se sorprendió, cuando por fin pude señalarle la foto e interrogarlo—. Es
Mrs. Richardson, la mujer de ese tipo tan flamboyant que ves allí, medio zampado. De origen
mexicano, creo. Habla un inglés graciosísimo, te morirías de risa si la oyes. ¿Seguro que la
conoces?
Ricardo —No, no es la persona que creía. Pero estuve totalmente seguro de que sí era.
Fiesta
¿Por qué no tenía Juan una pareja estable, como tantos otros hippies? En las fiestas a las que me
llevaba casi siempre terminaba desapareciéndose con una chica, y a veces hasta con dos. Pero,
una noche, me sorprendí viéndolo acariciar y besar en la boca con mucho ímpetu a un muchachito
pelirrojo, delgado como un canuto, al que estrujaba en sus brazos con furia amorosa.
Ricardo: a mis treinta y cinco años ya nada me chocaba en el mundo y aún menos que otras cosas
que los seres humanos hicieran el amor al derecho o al revés.
Juan: —Yo lo hago de las dos maneras y así soy feliz, viejo —me confesó, distendiéndose— Creo
que me gustan más las chicas que los chicos, pero en todo caso no me enamoraría de una ni de
otro. El secreto de la felicidad, o, por lo menos, de la tranquilidad, es saber separar el sexo del
amor. Y, si es posible, eliminar el amor romántico de tu vida, que es el que hace sufrir. Así se vive
más tranquilo y se goza más, te aseguro
Al fin, dio resultado. Había una subasta de caballos de cierre de temporada y, luego, un criador
italiano casado con una inglesa, el signar Ariosti, daba una cena en su casa a la que invitó a Juan.
Ariosti: encantado.
Los diecisiete días que debí esperar para que llegara aquella fecha los recuerdo como unas
nebulosas con súbitos ataques de sudor frío y exaltaciones de adolescente, imaginando que iba a
ver a la peruanita, y unas noches insomnes en las que no hacía otra cosa que recriminarme: era un
imbécil reincidente por seguir enamorado de una loca, de una aventurera, de una mujercita sin
escrúpulos con la que ningún hombre, y yo menos que cualquier otro, podría mantener una
relación estable, sin terminar pisoteado. Pero, en los intervalos de esos soliloquios masoquistas,
sobrevenían otros, de alegría e ilusión: ¿habría cambiado mucho? ¿Conservaría esa manerita
atrevida que tanto me atraía, o vivir en el mundo estratificado de los caballistas ingleses la habría
domesticado y anulado?
El día que tomamos el treft a Newmarket —había que cambiar de línea en la estación de
Cambridge— me asaltó la idea de que todo aquello era una elucubración fantasiosa y que la tal
Mrs. Richardson era efectivamente nada más y nada menos que una pinche señora de origen
mexicano. «Y qué tal si has estado todo este tiempo corriéndote una paja, Ricardito.»