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¿Por qué elegí “Potestad”, de Eduardo Pavlovsky?

Poner en palabras Potestad es saber de antemano que llevo todas las de


perder. Denunciada esta impotencia, puedo seguir a tientas con la esperanza
de que el lector salte el cerco del encierro y los consumos culturales puertas
adentro, para encontrarse frente a frente ante el despliegue que representa
María Onetto, que encarna de una manera matemática y furiosa al protagonista
de esta obra.

Estar es el verbo que rige el hecho escénico, porque es en el cruce de los


cuerpos entre escena y público donde los sentidos encuentran el cauce.

Habrá que entrar a la sala intentando dejar afuera el juicio rápido, el River-
Boca, el tomar partido, porque cuando sólo hay buenos o malos, la realidad se
encoge a niveles en los cuales vivir es casi estéril, y pensar se vuelve tan
incómodo que se descarta por imposible.

Los límites de lo que un ser humano es capaz de hacer y hace, se extienden


cuando “la tortura como institución” es lo que se está discutiendo, tal como
planteara Tato en distintos momentos en los que le recriminaron su decisión de
representar al apropiador con esa candidez casi rayana en la adolescencia. En
esa medida, habrá que dilatar al máximo todas nuestras capacidades; no sólo
intelectuales, sino sensibles. No hay que olvidar que cuando escribió esta obra,
el robo de bebés y la apropiación de la identidad por parte del Estado, bajo el
poder de la dictadura militar, era información que recién estaba emergiendo al
dominio público. La realidad no es lo que queremos ni mucho menos lo que
desearíamos que fuera. La realidad es aquello que cada persona vive y hace,
inmersa en su contexto vincular, social y económico, atravesado por las
políticas públicas y privadas que legitiman o censuran ciertos comportamientos.
Se sabe, Josef Mengele no habría sido posible sin el Estado Nazi en el que
procedió. No quito responsabilidad individual, señalo el costado monstruoso
que anida en el espíritu de las personas. Si vivimos dándole la espalda a lo
abyecto, el monstruo estará esperando a los pies de la cama, o un día nos
encontraremos amordazados por nuestra propia sombra. Creo que esto, en
alguna medida, es parte de lo que planteó Tato Pavlovsky.

En el monólogo exasperado que por momentos se codea más con un fluir de la


conciencia angustioso que con un orden discursivo, como el que se pretende
impartir al cuerpo, se revelan rasgos paranoides y persecutorios del médico. El
procedimiento es brutal. El protagonista pasa de víctima a victimario en un abrir
y cerrar de boca. Se interrumpe el proceso (qué palabra) de identificación que
desarrollamos a lo largo de tres cuartas partes de la obra con el protagonista,
pero queda un hueco para que la dinámica no se bloquee del todo. Y entonces
uno querría odiar pero ya no puede. Y ya no puede porque antes del monstruo
estuvo el hombre, e inmediatamente después, también.
¿La fatalidad lo mueve? No, en todo caso, pareciera ser más la faltalidad. Con
esa “l” de limbo donde amor, frustración, resentimiento, ternura, destrato, cariño
y dolor se cifran en la falta. La posición física es de alguna manera la historia
del vínculo. Y en ese vínculo de sostén dependiente se pierden las
perspectivas. No se vacila cuando la historia es vista desde un destino que se
mira por lo que falta; ese nunca más que avasalla porque el olvido juega
cómplice con la oscuridad. Pero no todo es falta, quiero creer, ni sólo nos
movemos para llenarla.

Algo del dispositivo y del mecanismo en la incorporación de técnicas del teatro


Noh que Onetto entrenó para la gestualidad (casi inmóviles las manos) y los
desplazamientos con Daniela Rizzo, especialista en el teatro japonés, genera
un extrañamiento que recuerda la incomodidad de los procedimientos de un
Lars Von Trier en Dogville, por ejemplo. En esa película, el escenario tiende a
la vista todo el dispositivo, que recrudece la historia en vez de quitarle
verosimilitud, triturándonos en lo ominoso de sus engranajes. En el caso de
esta nueva Potestad, la precisión del trabajo físico y la marcación en el
escenario para los deslizamientos de la actriz, maquillada también con el estilo
del teatro noh, despersonalizándola logra que su cuerpo se convierta en una
zona, en una territorialidad política a la cual cada quien le otorgará sus rasgos.
Y esto también pareciera ser una denuncia de la indiferencia que nos
caracteriza como sociedad frente al abuso de poder. Como si con esto Briski
estuviera denunciando, de la mano de Tato, que mecanismo, procedimiento,
programación, reproducción y automatismo son estrategias todas del poder
para lograr la máxima despersonalización de los individuos, y de ellos
conseguir que se vuelvan herramientas dóciles y serviles a todo discurso del
odio.
¿Por qué elegí “Las venas abiertas de América Latina”, de Eduardo
Galeano?

Es difícil leer Las venas abiertas de América Latina sin sentir un nudo en la
garganta. Conocida por muchos como la “biblia latinoamericana”, se trata del
más conocido libro del genial escritor y periodista uruguayo Eduardo Galeano
(1940-2015). Aunque fue publicada en 1971, Las venas abiertas de América
Latina continúa siendo un importante referente en las artes y en la identidad
cultural de muchos latinoamericanos. Solo para brindar una idea de su alcance,
podemos afirmar que ningún otro ensayo histórico ha inspirado tantas
canciones en esta parte del mundo. Y es que no solo es un libro de historia
bien escrito. Es la denuncia aún viva de todo un continente que sufrió el
saqueo, la opresión y el control de muchas potencias extranjeras a lo largo de
su historia. Es una denuncia cuyas evidencias reunidas abarcan casi cuatro
siglos.

Las venas abiertas de América Latina es la narración de la historia económica


de Latinoamérica y su constante relación de comercio, explotación y
conspiración con Estados Unidos y Europa desde las invasiones del siglo XV
hasta la época del “libre comercio” del de fines del siglo XX. Como mejor lo
diría Eduardo Galeano, el libro busca “ofrecer una historia del saqueo y a la vez
contar cómo funcionan los mecanismos del despojo” (p. 17) que hasta ahora
sufre nuestro continente. Sin embargo, no se trata solo de un ensayo de
investigación. Si bien hay gran cantidad de referencias a textos de historia,
geografía y economía de América y Europa, el libro de Galeano está escrito
con un lenguaje muy accesible, directo e, incluso, muy cercano al lector. En
varios pasajes el autor uruguayo da muestras de su fina ironía o también ilustra
algunos ejemplos con obras literarias (Gabriel García Márquez, Alejo
Carpentier, Mario Vargas Llosa, Álvaro Cepeda Samudio, entre otros). Estos
son algunos de los elementos que hicieron del libro de Galeano un libro muy
difundido y, por ello, muy peligroso, hasta el punto de ser censurado en
muchos países de Latinoamérica.

Y no es para menos. Las venas abiertas de América Latina inicia enfocándose


en los dolorosos procesos de extracción que aplicaron sobre nosotros varios
imperios europeos en el siglo XVI. Recursos como el oro, la plata, el plátano, el
café y el azúcar fueron extraídos por toneladas durante muchos años mediante
la esclavización de los pueblos aborígenes. Según las investigaciones que
reúne Eduardo Galeano, las enormes cantidades de riqueza usurpadas
violentamente a Latinoamérica sirvieron para industrializar a casi toda Europa y
luego a Estados Unidos. La consolidación de esta industria y la acumulación de
recursos permitieron que estos países impulsen, difundan y, por supuesto,
lideren el capitalismo que nos rige desde inicios del siglo XX hasta el día de
hoy. Como se podrá deducir, en esta historia el proceso de independencia que
permitió la creación de los países latinoamericanos que ahora conocemos, no
fue sino un simulacro. El libro explica muy bien de qué manera pasamos de la
esclavización a la ejecución de los “salarios de hambre” que aún explotan a la
mayoría obrera y campesina del continente. El repaso que Galeano hace por
nuestra historia evidencia que nuestras clases dominantes (“dominantes hacia
dentro, dominadas desde fuera”) han privilegiado y protegido este sistema
comercial durante muchas décadas, incluso a costa de desaparecer y reprimir
a otros latinoamericanos. Paradójicamente, se repite el mismo sistema
centralista en el interior de cada país, donde la capital acumula las riquezas del
resto de regiones, mientras que al mismo tiempo se difunde la idea de
“progreso”. Esto motiva que muchos migrantes traten de acercarse lo más
posible a la ciudad. Esta desigualdad “maquillada” ocasionará la aparición de
“los tugurios conocidos como favelas en Río de Janeiro, callampas en Santiago
de Chile, jacales en México, barrios en Caracas y barriadas en Lima, villas
miseria en Buenos Aires y cantegriles en Montevideo” (p. 322). No resulta
casual que las actuales capitales de muchos países latinos hayan funcionado
antes como centros de poder colonial: la historia, con otros títulos, otros
acuerdos, al final se repite.

Planteamientos como el anterior abundan en cada capítulo de Las venas


abiertas de América Latina. Desde la época de las colonias, pasando por la
independencia, la república, las guerras y las dictaduras, hasta la globalización,
el libro de Eduardo Galeano nos enfrenta con la cara más cruda de nuestra
historia. Sin embargo, detrás de este doloroso retrato se encuentran muchas
razones para seguir resistiendo y seguir fortaleciendo nuestra identidad
colectiva. Galeano cuenta, en un epílogo titulado “Siete años después” (p.339),
que el presente libro acompañó a muchos lectores latinoamericanos a pesar de
las adversidades. Entre estos se menciona a una chilena que huía de las
matanzas en su país y que llevaba el libro entre los pañales de su bebé. O,
también, nos enteramos de un joven argentino que recorrió varias librerías de
Buenos Aires leyendo este libro por partes en cada una, ya que no tenía dinero
para comprarlo. Como sea que lo hagamos, la lectura de este libro es un acto
imprescindible por estar atada a las venas de nuestra historia e identidad.
¿Por qué elegí “El golem”, de Jorge Luis Borges?

El poema hace referencia a una vieja leyenda de la cábala judía. Los cabalistas
sostenían que si la creación fue hecha por las palabras divinas “Hágase la luz”
(Génesis 1:3), la palabra puede crear; además si la Biblia es palabra de Dios es
un libro absoluto y nada en él puede ser casual. San Juan, ya cristiano y
evangelista, siguiendo esta vieja tradición nos dirá que “Al principio era el
Verbo” (Juan 1:1), siendo “Verbo” la traducción tradicional en este pasaje del
término griego “Logos”, que también significa “razón”, de donde deriva la
palabra “lógica”; el mundo es lógico porque fue creado por la palabra y esa
razón que rige todo es en última instancia Cristo y Dios, según San Juan.

El Golem es parte de esta interesante tradición judía. Se trata de una criatura


que el hombre puede hacer con barro, como Dios hizo con Adán (nombre que
etimológicamente significa “hecho de barro”) y que a partir de unas ciertas
palabras mágicas, cobra vida. Para realizar este prodigio necesitamos
averiguar alguno de los nombres secretos de Dios, o más fácil todavía, usar
simplemente la palabra hebrea EMET, que significa «verdad», escrita en su
frente. Según esta versión de la leyenda, para quitar la vida otorgada a la
criatura, solo basta con borrar la primera letra de EMET, lo que dejaba escrito
la palabra “muerte”. El Golem es una advertencia, un deseo latente o
simplemente un reconocimiento metafórico de que el hombre como imagen de
Dios es también un creador y que su capacidad creadora no parecer conocer
sus propios límites.

Borges se basó para su poema en la novela “El Golem” de Gutav Meyrink, la


cual se encuentra inspirada en la leyenda de Judah Loew Ben Bezalel, un
conocido rabino del siglo XVI que se dice, creó al Golem para defender el gueto
de Praga de los ataques antisemitas de su época. La creación de vida por parte
del hombre es un tópico común: los homúnculos de Paracelso, los complejos
autómatas medievales, el Frankenstein de Mary Shelley o el Pinocho de
Lorenzini, pero también los actuales sueños informáticos de una posible
inteligencia artificial. El Golem es una vieja versión de una más vieja aspiración
humana.

Para la tradición judía, el ser creado nunca puede llegar a ser más que una
sombra de aquél que lo creó, una imagen, y en este caso, una imagen de una
imagen: todo Golem carece de alma. Si se le ordena llevar a cabo una tarea, la
llevará a cabo de un modo sistemático y literal; no hay metáfora allí.

Se cuenta que la esposa del rabino Lowel le pidió al Golem que fuera «al río a
sacar agua»; la criatura obedeció, fue al río y comenzó a sacar agua sin parar,
hasta que terminó por inundar la ciudad. La pregunta es si toda criatura solo
puede aspirar a ser una imagen de su creador; si de poder crear vida,
necesariamente esa vida será peor, más imperfecta. Tal vez sea solo un
prejuicio religioso. A fines de prevenir el sacrilegio, conviene pensar que la
criatura únicamente puede llegar ser una imagen porqué sino, la alta altura de
Dios puede que no sea tan alta. Además valdría preguntarnos seriamente, si
todo hombre tiene alma y si no hay hombres de carne y hueso que solo
obedecen sin cuestionar, como meros Golems.

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