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Yo vendo, pero no compran

(Miguel Ángel Santos Guerra)

Los procesos de aprendizaje que se producen en las instituciones dedicadas a la enseñanza tienen una
complejidad extrema. No sólo por la naturaleza de dichos aprendizajes sino porque cada alumno o alumna es
único, irrepetible, irreemplazable y tiene un peculiar estilo cognitivo. La psicología demuestra que cada persona
tiene unas capacidades, unas expectativas, unas actitudes, unos ritmos de aprendizaje peculiares. Sin embargo el
quehacer de la escuela hace que todos tiempos y lugares, a través de idéntica metodología y que la evaluación se
lleve a cabo en el mismo momento y por métodos idénticos.

Añádase a esta complejidad intrínseca, la que se deriva de las condiciones en las que se realizan esos procesos
de aprendizaje en el seno de una organización concreta: relación de profesor/alumnos, espacios para la
enseñanza, medios didácticos disponibles...

La comprobación de que el aprendizaje se ha producido es también un fenómeno complejo.

¿Cómo saber que se han conseguido lo que se pretendía? ¿Cómo tener la seguridad de que se ha aprendido lo
deseable? Según algunas investigaciones (y esta es una cuestión menor) para que haya cierto rigor en la
corrección de exámenes de ciencias hacen falta más de diez correctores. Y más de cien para los de letras. Pero
existe otro problema. Y éste también crucial. ¿Por qué no aprenden los alumnos y las alumnas? Parece ser que
sólo a ellos es atribuible el fracaso. Son torpes, son vagos, están desmotivados, no se esfuerzan, tienen poca base,
reciben influencias nefastas, sus familias no les ayudan, la televisión les distrae de sus deberes académicos... ¿Y
la institución? ¿Y el profesor?

El profesor se parece a un comerciante que, ante el fracaso de ventas, explica la situación de esta curiosa manera:
Yo vendo, lo que pasa es que no compran.

Alguna reflexión podría hacer sobre la importancia y calidad de los materiales que tiene a la venta, sobre el precio
que ha colocado a los artículos, sobre el lugar donde tiene la mercancía, acaso sobre el prestigio que ha acumulado
la tienda, quizás sobre las relaciones que establece con los clientes o sobre la competencia que ofrece los mismos
productos a precios significativamente más baratos...

Acabo de leer en un libro que se publicará en breve y que llevará el título “El ego docente', esta significativa historia:
«En un Congreso sobre Educación Superior, un ponente brasileño empezó su discurso comunicando al auditorio
un logro impresionante: He enseñado a hablar a mi perro, y lo tengo ahí fuera. Los asistentes murmuraban, ante
la originalidad de la propuesta y la importancia de la cuestión. Todos tenían deseos de ver lo que parecía imposible:
Le enseñé a hablar, y está esperando fuera, reiteraba el comunicante, muy seguro de sí mismo. Finalmente, salió
de la estancia, y entró inmediatamente con un perro. El ponente colocó sobre una mesa al animal, visiblemente
asustado. Rodeándole, decenas de expresiones asombradas, esperaban que dijese algo. Las miradas humanas y

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las del animal se cruzaban. Del perro no salía una palabra. Ahora las miradas se dirigían al ponente quien,
inmediatamente, apostilló: Yo le enseñé, pero él no aprendió».

Parece que el sistema educativo organiza su actividad de forma que lo importante no sea que el alumno aprenda
sino que el profesor enseñe. De hecho, a los docentes se nos paga por las horas de clase que hemos dado, no
por los conocimientos que los estudiantes hayan adquirido.

He pensado muchas veces en la curiosa repetición que las azafatas de vuelos aéreos, de manera tan mecánica
como inútil, hacen de las instrucciones de salvamento. La situación es pintoresca. Me recuerda algunas clases
impartidas por profesores despreocupados. La azafata se coloca delante de los pasajeros sin que éstos le hayan
preguntado nada. Muchos de ellos ni miran. Otros contemplan con embeleso las atractivas facciones de la
improvisada profesora. Algunos leen distraídamente el periódico, otros charlan con los compañeros de viaje, hay
quien mira por la ventanilla e, incluso, quien coloca su equipaje de mano debajo del asiento. Ella explica con gestos
idénticos para todos, como si todos estuviéramos igualmente interesados, sin importar que entre los pasajeros esté
un piloto o un analfabeto. Da igual que haya personas sordomudas o ciegos de nacimiento. El mensaje es el mismo
para todos. Da igual que haya niños o personas adultas. El mensaje es el mismo. Para colmo, al terminar, muestra
un folleto y sugiere que en el respaldo del asiento el pasajero tiene otro igual en el que puede consultar aquello
que no haya entendido. Nunca he visto a nadie echar mano al manual de instrucciones. ¿Qué sucedería si, al final,
exigiesen a los pasajeros que demostrasen el resultado del aprendizaje como requisito para continuar en el avión?
Si le preguntamos a la azafata, qué piensa de lo que han aprendido los pasajeros, probablemente dirá que no lo
sabe. Es más, que ni siquiera le importa. A ella le pagan por repetir su lección. Lo que los pasajeros entiendan no
es cosa suya. ¿Cuántas veces nos han explicado cómo ha de colocarse el salvavidas en caso de accidente aéreo?
¿Cuántos lo sabríamos colocar adecuadamente llegado el caso de intentarlo? ¿Por qué este fracaso reiterado?

Otra cosa muy distinta sería que cada uno manejase su chaleco e hiciese prácticas con él, colocándolo y quitándolo
aunque sólo fuera un par de veces. Otra cosa es que la azafata se acercase al que tuviera alguna duda o alguna
dificultad. Otra cosa sería si los que sabe ayudan a los que no saben. Lo que pasa es que lo más importante es
que la azafata explique, no la pagan por dar la explicación, independientemente de su utilidad y de la repercusión
real en el aprendizaje.

Algunos docentes pueden entender estas reflexiones como un ataque a la profesión. No lo son. Tratan
sencillamente de avivar la reflexión sobre un proceso tan decisivo como complejo.

Sé que la mayoría de los docentes aman su profesión, se dedican con responsabilidad a ella y reflexionan con rigor
sobre su práctica. Por eso las someten a la crítica y al análisis. Por eso solicitan y admiten las críticas ajenas que
les ayudan a entender lo que sucede. El peligro está en las actitudes de quienes creen que son perfectos y que
todo el fracaso se debe a los alumnos y a las alumnas. Es el caso del médico (permítame el lector una tercera
metáfora) que, ante el reiterado desastre de sus operaciones, explica el fracaso diciendo que los pacientes son
cada día más endebles, que no saben aplicar el tratamiento, que el quirófano está mal montado o que el ministro
del ramo es un perfecto inútil. ¿Podrá mejorar alguna vez lo que hace?
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