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Al concluir la Guerra de los Siete Años en 173, difícilmente algún colono americano abrigaría

sentimientos de independencia. Estaban muy ligados a Gran Bretaña por lazos de interés y
afecto. Cuando los ministros de Jorge III trataron de afianzar el control sobre la vida económica
y social de las colonias, hubo una resistencia inmediata y vigorosa. Los colonos comenzaron a
reexaminar su posición en la estructura imperial. En 1776 los colonos decidieron, como
expresaba la Declaración de Independencia, “asumir, entre los poderes de la tierra, la posición
separada e igual a la que las leyes de la naturaleza y de la naturaleza de Dios les da derecho”.
Gran Bretaña pretendía organizar los resultados de la guerra. Se necesitaba una política
occidental coherente para reconciliar las necesidades en conflicto de tierras para el
asentamiento, el tráfico de pieles e los indios.
George Grencille, primer ministro del rey en quién recayó la tarea de la reorganización
imperial, no tuvo en cuenta ciertos problemas futuros. La principal preocupación de Grenville
era aumentar el ingreso colonial. La Guerra de los Siete Años había duplicado la deuda
nacional británica. Su Ley del Azúcar, aprobada en abril de 1764, aumentó los derechos de
varias importaciones coloniales, mientras que reducía los de las melazas exteriores de seis
peniques el galón a tres peniques (Ley de las Melazas de 1733). La Ley del Azúcar iba a ser de
cumplimiento obligado, como solían serlo las leyes de comercio. Grenville estaba determinado
a revitalizar el servicio de aduanas coloniales. Por último, llegó la Ley de la Moneda de 1764,
que extendía a todas las colonias la prohibición sobre el papel moneda de curso ilegal
impuesta en Nueva Inglaterra en 1751.
En América, el programa de Grenville no gustó. La perspectiva de contar con un ejército
permanente en medio despertó las suspicacias coloniales, lo mismo que la negativa a que
pudiera celebrarse un juicio por jurado en los casos de rentas públicas. Para una gente que ya
sufría una depresión posbélica, los nuevos impuestos y los efectos deflacionarios de la Ley de
la Moneda parecían significar la ruina económica. Los comerciantes de Nueva Inglaterra se
sintieron especialmente agraviados puesto que la Ley del Azúcar, al proscribir su intercambio
con las Indias Occidentales francesas y españolas, cortaría su mejor fuente de circulante. Ahora
que había desaparecido la amenaza francesa, los colonos se sentían menos dependientes de la
protección británica.
La oposición colonial continuó siendo local hasta que el Parlamento aprobó la Ley del Timbre
de 1765. Determinaba que debían pegarse unos timbres fiscales a los periódicos, folletos,
documentos legales, etc. La Ley del Timbre era de aplicación universal y provocó la hostilidad
de otros grupos influyentes. Era el primer impuesto directo que el Parlamento asignaba a las
colonias.
En octubre de 1765, los representantes de nueve colonias se congregaron en Nueva York en un
Congreso sobre la Ley del Timbre, que fue la primera reunión espontánea intercolonial y un
importante mojón en el camino a la independencia. Los delegados redactaron una Declaración
de Derechos y Agravio, denunciando la Ley del Timbre y declarando que solo sus propios
poderes legislativos podían constitucionalmente gravarles con impuestos.

La protesta y revuelta coloniales dejaron impasible al gobierno británico, pero las sanciones
económicas resultaron más persuasivas. La Ley del Timbre dio un nuevo impulso a la política
de no importación adoptada por los comerciantes coloniales tras la aprobación de la Ley del
Azúcar.
La aprobación de la Ley del Té en 1773 era un intento de aliviar los problemas financieros de la
Compañía de la India al permitirle exportar té a las colonias directamente y venderlo al por
menor. El té enviado a Charleston fue desembarcado, pero la presión popular evitó que se
ofreciera en venta; el consignado a Nueva York y Filadelfia fue rechazado y devuelto a
Inglaterra; en Boston el 16 de diciembre de 1773, u grupo de hombres disfrazados de indios y
dirigidos por Sam Adams abordó los barcos de té y arrojó sus cargamentos al puerto.
A comienzos de 1774, el Parlamento aprobó las llamadas Leyes Intolerables en las colonias.
Cerraban el puerto de Boston hasta que se hubiera pagado el té destruido, revisaban la carta
de Massachusetts para aumentar los poderes del ejecutivo. Estipulaban la transferencia a
Inglaterra de los juicios por asesinato en los casos de aplicación obligatoria de la Ley e imponía
una nueva ley de acuartelamiento a todas las colonias. Estas leyes unieron a las colonias en su
defensa. La propaganda radical convenció a los colonos de la necesidad de una acción común.
En mayo de 1774, la asamblea de Virginia envió una convocatoria para reunir al primer
Congreso Continental.
Aunque los delegados que asistieron al Congreso Continental estuvieron de acuerdo en la
necesidad de una acción concertada, al principio se mostraron divididos en cuanto a sus
formas. Los conservadores estaban a favor del esquema de una federación imperial. Su Plan de
Unión habría creado un poder legislativo continental que compartiría el poder con el
Parlamento sobre los asuntos coloniales. Después apoyó las Resoluciones de Suffolk, que
habían instado la resistencia a las Leyes Coercitivas. Antes de clausurarse, el Congreso redactó
una Declaración de Derechos que entraría en vigor el 1 de noviembre de 1774.
Los congresos provinciales asumieron las funciones del gobierno. El Plan de Conciliación de
North del 20 de febrero de 1775 solo prometía que el Parlamento “renunciaría” a gravar con
impuestos a toda colonia que pagara el coste de su propia administración civil y que
contribuyera de forma satisfactoria a la defensa imperial.
En la primavera de 1776, colonia tras colonia instituyeron a sus delegados ante el Congreso
Continental para que votaran por la separación. El 2 de julio aprobó por unanimidad la
resolución de Richard Henry Lee de que “estas Colonias Unidas son, y por derecho deben ser,
estados independientes”. Fue este voto, el 4 de julio, el que proclamó formalmente el
nacimiento de los Estados Unidos.
La Declaración de Independencia fue escrita por Thomas Jefferson, Benjamin Franklin y John
Adams. Consistía en una extensa enumeración de los agravios cometidos contra los colonos
desde 1763, haciendo responsable de todos ellos a Jorge III. La fama que obtuvo la Declaración
de Independencia se basó en una exposición de la filosofía política en la que fundamentaba la
afirmación de independencia de los colonos.
El efecto inmediato de la Declaración fue crear disensión. Alejó a quienes no podían renunciar
a las lealtades tradicionales. Al menos la mitad de la población estaba a favor de la
independencia, mientras que de la parte restante los neutrales

sobrepasaban a quienes permanecían leales a Jorge III. El número de realistas activos no fue
insignificante. Solo en Nueva Inglaterra, Virginia y Maryland su número era pequeño. La
Revolución Americana fue en esencia una guerra civil que dividió a las clases sociales y a las
familias.
La opinión británica también se dividió en cuanto a la guerra americana. A pesar de que unos
pocos pero importantes cargos militares y navales renunciaron a sus puestos antes de luchar
en América, la lealtad de las fuerzas armadas en su conjunto nunca estuvo en cuestión. La
oposición no estaba más dispuesta que el gobierno a abandonar los derechos parlamentarios a
legislar para las colonias y menos aún a abrigar la noción de una América independiente. Tanto
el Parlamento como el pueblo apoyaron sólidamente la guerra contra los americanos.
Cuando la guerra comenzó, Gran Bretaña parecía invencible. Sobrepasaba a los Estados Unidos
en población, poseía una superioridad militar y naval, y un potencial bélico infinitamente
mayor. Los americanos no sólo carecían de un ejército y una flota, sino incluso de un gobierno
efectivo. Un localismo arraigado hizo que los artículos de la Confederación, adoptados por el
Congreso Continental en 1777 pero no ratificados por los estados hasta 1781, confirieran sólo
pode-es limitados al gobierno central. Aunque tenía poder para hacer la guerra, se le negaron
los medios para que fuera efectivo.
Sin embargo, as ventajas no estaban tan a favor de los británicos como parecían. Transportar y
mantener un ejército tan equipado cruzando más de 4.000 km de océano y librar una guerra
en un territorio hostil eran tareas formidables. El suelo americano desconocido, las vastas
distancias y las pobres comunicaciones no eran apropia dos para maniobras elaboradas,
formaciones de tipo desfile y batallas elaboradas a las que estaban acostumbrados los
británicos. Aunque todas las ciudades importantes de América cayeron ante los británicos
durante la guerra, no había tropas suficientes para guarnecerlas.
Howe planeó un asalto a la ciudad de Nueva York. El 2 de julio de 1776, su ejército desembarcó
en la isla de Staten. Washington había concentrado sus fuerzas para proteger la ciudad, pero
sus disposiciones fueron defectuosas y en la batalla de Long Island su flanco fue rebosado y lo
derrotaron por completo.
Los británicos reanudaron la ofensiva y capturaron Nueva York. Invadieron después Nueva
Jersey y persiguieron a los americanos cruzando el Delaware.
Tras el fracaso de las fuerzas británicas e indias procedentes del lago Ontario para reunirse con
él, la situación de Brugoyne se hizo crítica. Su ejército, debilitado por las deserciones de
canadienses e indios. Sólo una retirada rápida podía salvar la expedición, pero Brugoyne se
aventuró a romper las líneas americanas para llegar a Albany. Después de haber sido
rechazados dos intentos con fuertes pérdidas, se encontró rodeado. En Saratoga, el 17 de
octubre, sus soldados exhaustos depusieron sus armas.

Francia entró en Saratoga y la rebelión local se convirtió en una guerra mundial. El ministro de
Asuntos Exteriores francés, vio en la rebelión americana una oportunidad para cambiar el
veredicto de la Guerra de los Siete Años.
Los resultados del 6 de febrero del 1778 fueron dos tratados franco-americanos, uno un
acuerdo comercial y el otro una alianza defensiva que entraría en vigor cuando Francia fuera a
la guerra contra Gran Bretaña, en junio de 1778.
En 1779, España entró en la guerra contra Gran Bretaña, aunque por razones propias y como
aliada de Francia, no de los Estados Unidos. Al año siguiente, los holandeses siguieron el
ejemplo. Pero aunque sus enemigos europeos contribuyeron de forma indirecta a la victoria
final de los americanos, no estaban necesariamente bien dispuestos hacia la joven república.
España, considerándola una amenaza a su posición en el valle del Misisipí, no tomó parte en la
guerra americana, sino que se concentró en expulsar a los británicos del Caribe y en recuperar
Gibraltar.
El Ejército Continental había aumentado y estaba mucho mejor equipado.
Al principio, los americanos no tuvieron capacidad para beneficiarse de los apuros británicos.
En 1780, Benedict Arnold, resentido por menosprecios reales e imaginarios a manos del
Congreso, conspiró para devolver la fortaleza de West Point a los británicos por 20.000 libras
esterlinas. La conjura abortó cuando el emisario de Clinton, el mayor John André, fue
capturado con pruebas incriminatorias. André fue ahorcado como espía, pero Arnold escapó
para luchar con los británicos, con, lo que su nombre se convirtió en sinónimo de traición. El
motín de la Línea de Pensilvania en enero de 1781 fue el resultado de un descontento latente
durante mucho tiempo por las condiciones del servicio. La comida y la ropa eran inadecuadas;
la paga, magra desde un principio y habitualmente con meses de retraso, perdió valor a
medida qué la moneda se depreció.
Los problemas con las pagas de los soldados sólo eran una indicación de que el Congreso tenía
desesperados agobios financieros. No contaba con ingresos fiscales propios, no logró inducir a
los estados a cumplir sus requisitorias y no tenía esperanzas de poner en circulación
empréstitos internos a largo plazo debido a la gran escasez nacional de numerario, así que sólo
podía financiar la guerra mediante emisiones cada vez más frecuentes de papel moneda. Los
estados eran aún más pródigos: Virginia sola emitió más papel que el Congreso Continental. En
1779, el país estaba ya sepultado por el papel moneda, en su mayoría no garantizado. A
medida que aumen-1 taba su cantidad, su valor descendía y los precios crecían en proporción.
Para controlar la inflación, algunos estados experimentaron con los controles sobre los precios,
pero no pudieron hacerlos cumplir. En la primavera de 1780, el Congreso se vio obligado a
devaluar y a fijar la relación del papel moneda continental con el numerario en 40 a 1. Sin
embargo, el nombramiento en 1781 de Robert Morris, un acaudalado comerciante de
Filadelfia, como superintendente de Finanzas disminuyó la crisis. Puso en circulación cartas de
crédito respaldadas por su propia fortuna, presionó a los estados para que contribuyeran con
dinero en efectivo, negoció un crédito francés y estableció el Banco de Norteamérica para
actuar como agente discar del gobierno.
La última fase de la lucha se desarrolló en el sur.
En una operación ejecutada con rapidez y perfectamente cronometrada, los ejércitos franco-
americanos alcanzaron Virginia a comienzos de septiembre y de este modo se

enfrentaron a Cornwallis con una fuerza que doblaba a la suya y lo atraparon en la península
de Yorktown.
La opinión británica estaba ya preparada para conceder la independencia americana. La guerra
había debilitado el comercio y su coste resultaba ruinoso. En Europa, Gran Bretaña se
encontraba peligrosamente aislada. Convencida de la inutilidad de mayores esfuerzos, la
Cámara de los Comunes adoptó una moción en abril de 1782 para abandonar la coerción.
Tras prolijas negociaciones, los comisionados americanos firmaron un tratado de paz
preliminar con Gran Bretaña el 30 de noviembre de 1782. En el acuerdo definitivo que fue el 3
de septiembre de 1783, también se suscribieron España, Francia y los Países Bajos. Gran
Bretaña reconoció formalmente la independencia americana y estuvo de acuerdo en que los
límites de los Estados Unidos se extendieran por el oeste hasta el río Misisipí, por el norte
hasta los Grandes Lagos y hacia el sur hasta el paralelo 31. Se otorgó a los americanos la
<<libertad>>, aunque no el derecho, de pescar en los bancos de Terranova y de secar y salar el
pescado en las costas no colonizadas de Nueva Escocia y Labrador.
Los términos de la paz guardaban poca relación con la situación militar. Casi todas las cláusulas
del tratado de paz contenían ambigüedades, algunas de las cuales iban a endemoniar las
relaciones anglo-americanas durante décadas. Los Estados Unidos habían obtenido un acuerdo
de paz muy ventajoso, que debía mucho a la postura intransigente de Franklin, Jay y Adams, y
a su habilidad para explotar sus oportunidades. La diplomacia no habría obtenido tal triunfo si
la guerra por la independencia nacional no se hubiera convertido en un conflicto general
europeo. Los británicos se habían visto obligados a comprar la paz.
Fue encabezada por un grupo de caballeros conservadores en su mayoría bien acomodados.
Los hombres que la hicieron permanecieron controlando lo que habían creado y murieron a su
debido tiempo.
La Revolución Americana fue un verdadero acontecimiento revolucionario. Los cambios
sociales que acompañaron la Revolución no fueron fáciles de percibir al principio. Los
dirigentes revolucionarios no pretendían crear un nuevo orden social. Todos ellos aceptaban
que las distinciones de clase eran naturales e inevitables. No intentaron redistribuir la riqueza
o promover la igualdad social.
La Revolución aumentó la movilidad social, al menos dentro de los estratos medios de la
sociedad. La gran aceleración del movimiento hacia el oeste, característico del proceso
revolucionario, fue una causa. La tierra del oeste era más barata y más fácil de obtener que la
del litoral. Sin embargo, la movilidad social disminuyó una vez que terminó la etapa de
frontera y la sociedad se hizo más estable.
También la ideología republicana tuvo efectos sociales. Aunque los americanos continuaban
aceptando los principios de la estratificación social, no estaban preparados para reconocer los
que no se basaban en el mérito personal. Muchas constituciones estatales prohibieron de
forma explícita la ocupación hereditaria de cargos.
El período revolucionario también produjo un ascenso rápido del humanitarismo. Los códigos
penales se hicieron menos duros, hubo un intento de mejorar las condiciones de las prisiones y
aumentó la preocupación por el tratamiento de los locos. La esclavitud, por primera vez, se vio
sometida a un ataque extendido. A muchos americanos les impactaba lo incongruente que
resultaba reclamar la libertad para sí mismos mientras mantenían a otros cautivos. El
antiesclavismo revolucionario no fue
solo el producto del nuevo liberalismo. Aunque casi todos los estados prohibieron el tráfico de
esclavos, la mayoría actuó por la convicción de que inhibía la inmigración blanca. En todos los
estados del norte se tomaron medidas para abolir por completo la esclavitud o para establecer
una emancipación gradual. En Nueva York y Nueva Jersey, los dos únicos estados norteños con
una población esclava considerable, la oposición fue lo bastante fuerte para retrasar la
aprobación de las leyes sobre la emancipación gradual hasta 1799 y 1804 respectivamente.
Además, la libertad no proporcionó igualdad a los negros del norte: estaban discriminados en
todos los aspectos concebibles.
En el sur la institución se vio menos afectada. En Virginia y Maryland el liberalismo
prevaleciente llevó a algunos propietarios de esclavos, como George Washington, a
proporcionarles la manumisión por escritura o voluntad expresa. Más al sur, donde la
población esclava era mayor, la agitación contra la esclavitud casi no tuvo impacto. A pesar de
todo, la Revolución produjo un efecto duradero sobre las actitudes hacia ella. Otra
consecuencia más del levantamiento revolucionario fue el fortalecimiento de la libertad
religiosa. Los americanos no sólo continuaron siendo un pueblo religioso, sino que insistieron
en mantener una dimensión religiosa en su vida nacional. A pesar de todo, los dirigentes
americanos afirmaron su convicción de que las creencias religiosas, el culto y las asociaciones
eran asuntos estrictamente privados.
Aunque se prohibió al Congreso en la Carta de Derechos (1791) aprobar leyes, el triunfo de la
libertad religiosa no fue fácil ni ocurrió igual en todas partes. La batalla más dura se libró en
Virginia y terminó con la aprobación del Estatuto de Libertad Religiosa, redactado por
Jefferson. Repudiaba el antiguo principio europeo de que la pertenencia de un ciudadano a
una religión determinaba su posición y función.
Cuando los gobernadores reales se marcharon con el estallido de la guerra, los congresos
provinciales tomaron el poder. Dar una base legal a estos gobiernos interinos pareció una
necesidad urgente a los dirigentes revolucionarios, profundamente preocupados porque la ley
gobernara y temerosos de que se extendiera el desorden civil. En consecuencia, el Congreso
Continental recomendó a las colonias que establecieran nuevos gobiernos. Entre 1776 y 1780
todos los estados menos dos adaptaron nuevas constituciones. Las excepciones fueron Rhode
Island y Connecticut. La mayoría de las nuevas constituciones de los estados fueron redactadas
y puestas en vigor por sus poderes legislativos sin una autorización específica del electorado.
Sin embargo, Massachusets puso en funcionamiento un procedimiento elaborado y detallado
para conseguir el consentimiento explícito de los gobernados: primero se eligió una
convención con el propósito expreso de formular una constitución y luego se envió al
electorado para su aprobación. Más tarde, este método se convirtió en la norma para redactar
una constitución en los Estados Unidos. Las nuevas constituciones se parecían unas a otras en
muchos aspecto. Establecían una estructura de gobierno que claramente imitaba el antiguo
modelo colonial.
La Declaración de Derechos de Virginia, redactada por George Maon en 1776, proporcionó el
modelo. Enumeraba las libertades fundamentales inglesas que los americanos habían llegado a
considerar como propias: libertad de expresión, culto y reunión, el derecho a un juicio por
jurado, protección contra los castigos crueles y desacostumbrados, contra las órdenes de
registro, y la subordinación del ejército al poder civil.
Sin embargo, la Revolución trajo cambios en la composición de los gobiernos estatales. Las
asambleas se hicieron mayores. El resultado fue que los hombres de fortunas relativamente
modestas comenzaron a ser más prominentes en la vida pública.

El 12 de junio de 1776, el Congreso Continental nombró un Comité de los Trece para redactar
una constitución. Tras un mes de debate, resultó un borrador: los Artículos de la
Confederación. En gran medida obra de John Dickinson, establecían un gobierno central con
poderes limitados. Podía declarar la guerra, concluir tratados y alianzas, repartir los gastos
comunes entre los estados, acuñar moneda, establecer el servicio de correos y regular los
asuntos indios. Pero carecía de la capacidad de recaudar impuestos y la de regular el comercio.
No se estipulaba un poder ejecutivo o una judicatura nacionales. Los poderes de la
confederación sólo los debía ejercer el Congreso, una asamblea legislativa unicameral en la
que cada estado tenía un voto. Las medidas importantes necesitaban la aprobación de nueve
estados al menos, y los Artículos no podían enmendarse sin el consentimiento de los trece
estados.
Tal era la hostilidad hacia una autoridad centralidad que los artículos no obtuvieron la
aprobación necesaria hasta noviembre de 1777. No se obtuvo el consentimiento unánime de
los estados hasta febrero de 1781,es decir, hasta que casi había finalizado la guerra
revolucionaria.
Durante los ocho años que estuvieron en vigor los Artículos de la Confederación (1781-1789),
los Estados Unidos solo tuvieron la apariencia de un gobierno nacional y a veces ni siquiera
eso.
La Confederación obtuvo un éxito sustancial para su reputación: la regulación de la
colonización del Oeste.
Las esperanzas puestas por la Confederación en el Oeste era difícil que se hicieran realidad
puesto que Gran Bretaña y España negaban a los Estados Unidos el control pleno de la región.
A pesar de haber prometido en el tratado de paz evacuar el suelo americano rápidamente,
Gran Bretaña seguía manteniendo una serie de puestos fronterizos al sur de los Grandes Lagos.
La insatisfacción con los Artículos de la Confederación había comenzado a desarrollarse antes
incluso de que se hubieran ratificado.
El nacionalismo emergente dio un ímpetu suplementario al movimiento encaminado a
conseguir un gobierno nacional más fuerte.
Los reformadores también sostenían que la debilidad de los Artículos amenazaba con la
desintegración y el caos inminentes.
Se reunió en el edificio de la cámara legislativa de Filadelfia del 25 de mayo al 17 de
septiembre de 1787. Todos los estados estuvieron representados, menos Rhode Island.
Después de elegir presidente por unanimidad a Washington los delegados tomaron decisiones
como mantener secretas sus deliberaciones para aislar a la convención de las presiones
externas y alentar una discusión franca. Decidieron redactar una constitución completamente
nueva. Convinieron en la necesidad de fortalecer el gobierno central.
El primer paso de la convención fue considerar un borrador de la constitución. El plan de
Virgina establecía una asamblea legislativa nacional de dos cámaras, en cada una de las cuales
la representación iba a ser proporcional a la población. La asamblea legislativa iba a contar con
amplios poderes: elegiría tanto al legislativo como al judicial y tendría veto sobre la legislación
estatal que infrigiera la constitución. Se otorgaba a los estados una representación igual en la
cámara alta (el Senado), mientras que se establecía la representación proporcional en la
cámara baja (La Cámara de Representantes).
Las rivalidades entre los estados eran menos significativas en la realidad que el choque de
regiones o sectores económicos, en especial el Norte y el Sur. Los estados sureños querían que
se incluyeran los esclavos en la población total cuando se trataba de repartir los escaños del
Congreso, pero excluirlos para determinar la responsabilidad en cuanto a la tributación
directa. Los estados norteños querían excluir a los esclavos de la representación pero incluirlos
en cuanto a la tributación. El

resultado fue un segundo compromiso, la cláusula de los “tres quintos”, mediante la cual un
esclavo contaba con tres quintos de una persona tanto para la representación como para la
tributación directa.
El gobierno federal ya no dependería de la buena voluntad de los estados: podía actuar
directamente, mediante sus propias autoridades, sobre los ciudadanos individuales. Su
autoridad ejecutiva sería ejercida por una sola persona, el presidente, aunque se le uniría el
Senado para hacer los nombramientos importantes y concluir tratados. El presidente sería el
comandante en jefe del ejército y la marina. Podía vetar las leyes del Congreso si no contaban
con dos tercios de los votos de ambas cámaras y solo podía ser separado de su cargo por
impugnación y por la convicción de haber cometido “altos delitos y conductas incorrectas”.
El rasgo más distintivo de la Constitución era su nueva e ingeniosa división de soberanía entre
dos gobiernos, el estatal y el federal. Con soberanía plena dentro de su esfero propia, cada uno
operar directamente dentro de la misma comunidad política.
En la lucha por la ratificación, los partidarios de la Constitución (los federalistas) fueron
apoyados con más fuerza por los hombres de propiedades y posición: plantadores, granjeros
acomodados, abogados y comerciantes. Muchos de los oponentes antifederalistas eran
pequeños granjeros, sobre todo si tenían deudas.
Quienes se oponían a la ratificación organizaron un ataque formidable. Además de declarar
que la nueva Constitución era ilegal y que no había necesidad de abandonar los Artículos de la
Confederación, suscitaron un sinnúmero de objeciones específicas que reflejaban suspicacia
hacia el poder centralizado. La mayor objeción antifederalista era que la Constitución carecía
de una Carta de Derechos que garantizara las libertades populares.
En algunos estados la ratificación se logró con facilidad. Como su última ley, el Congreso de la
Confederación ordenó elecciones nacionales para enero de 1789.
Las elecciones de 1789, las primeras bajo la Constitución, dieron a los federalistas el control del
nuevo gobierno. Las elecciones también dieron como resultado, como habían anticipado los
artífices de la Constitución, la elección de George Washington como primer presidente. La
nación que se le había pedido que presidiera era débil y no estaba unida; tenía una forma de
gobierno experimental y una Constitución sin probar; la deuda la aplastaba y estaba abierta a
las incursiones indias y limitada por los imperios de dos grandes potencias europeas. El 30 de
abril de 1789 prestó juramento al cargo.
La Constitución recién ratificada había proporcionado una estructura de gobierno general. La
labor de rellenar sus huecos y clarificar las ambigüedades quedaba por hacerse. Los
federalistas establecieron una serie de precedentes que influyeron el desarrollo constitucional
de forma permanente, a veces en direcciones que no habían previsto los Padres Fundadores.
Así, el primer Congreso adoptó y envió a los estados diez enmiendas y entraron en vigor en
diciembre de 1791. Garantizaban la libertad de religión, de expresión, de reunión y de prensa,
el derecho de súplica y de llevar armas y la inmunidad contra el registro y la detención
arbitrarios.
Washington eligió a su secretario y ayuda de campo durante la guerra. Alexander Hamilton,
quien, al colaborar en la Organización del Banco de Nueva York, había adquirido un buen
conocimiento de las finanzas públicas. Thomas Jefferson se convirtió en secretario de Estado.

Hamilton se convirtió en la principal fuerza conductora del gobierno debido a su energía y su


ambición. Su programa financiero se expuso en una serie de informes en 1790 y 1791 que
trataban, respectivamente, del crédito público, un banco nacional y las manufacturas.
El programa financiero de Hamilton restauró el crédito público y aseguró el éxito del nuevo
gobierno. Pero lejos de cimentar la Unión, como había esperado, sirvió para agudizar las
divisiones y para darles forma política.
Durante el segundo gobierno de Washington, los problemas surgidos de la Revolución
Francesa y el estallido de la guerra en Europa agudizaron las diferencias partidistas. Gran
Bretaña, poco dispuesta a tolerar un intento tan obvio de eludir su bloqueo, emitió una orden
del Consejo en noviembre de 1793 que invocaba la <<norma de 1765>>, que sostenía que un
tráfico ilegal en tiempos de paz lo seguía siendo en tiempos de guerra. El cumplimiento de esta
orden llevó a la incautación de unos 250 navíos americanos que transportaban artículos a las
Indias Occidentales francesas a Francia y al apresamiento de sus tripulaciones.
La incautación provocó una airada reacción americana y en la primavera de 1794 los Estados
Unidos y Gran Bretaña ya se hallaban próximos a la guerra. Pero Washington , consciente de
que la paz era la mayor necesidad de la joven república, decidió enviar a al presidente del
Tribunal Supremo, John Jay, a Londres para tratar de negociar un acuerdo. Los británicos no se
hallaban en un talante negociador.
El tratado de Jay, firmado en noviembre de 1794, cumplía mucho menos de lo que se le había
instruido pedir. La única concesión británica significativa era una promesa - que esta vez se
mantuvo- de evacuar los puestos del noroeste antes de 1976. También aceptaban envar a
arbitraje las reclamaciones de compensación americanas por la incautación de los barcos y
otorgaban a su comercio un limitado acceso a las Indias Occidentales británicas. No consiguió
el esperado tratado comercial o la compensación por los esclavos que los británicos se habían
llevado en 1783.
Al crear la impresión de que británicos y americans se acercaban y quizás estuvieran
contemplando una acción conjunta contra Luisiana, el tratado de Jay indujo al gobierno
español a suavizar su actitud hacia los Estados Unidos. Thomas Pinckney, pudo concluir en
octubre de 1975 un tratado que otorgaba a los Estados Unidos el us libre del Misisipí y el
derecho a depositar bienes en Nueva Orleans. España también aceptaba la reclamación
americana de que el paralelo 31 fuera del límite de Florida y prometía contener los ataques de
los indios a los asentamientos de la frontera. El tratado de Pinckney puso fin a una década de
intriga española y complots secesionistas del Oeste: Misisipí fue abierto al tráfico americano.
Agotado por el peso de la presidencia, el tratado de Jay, Washington rechazó presentarse a la
reelección de 1796. Su decisión estableció una tradición de dos mandatos presidenciales que
todos sus sucesores, excepto Roosevelt, iban a seguir.
La rivalidad partidista que Washington desaprobaba se volvió más intensa con su retiro. En
1776 la presidencia se convirtió por primera vez en una cuestión de partido. Los republicanos
eligieron como candidato a Jefferson. Los federalistas acabaron nombrando a John Adams.
Hamilton esperaba manipular la maquinaria electoral para conseguir que la presidencia fuera a
parar a Thomas Pinckney. Como entonces la Constitución no requería una votación separada
para el presidente y el vicepresidente, cada elector emitía dos votos sin especificar qué
candidato prefería para presidente. El que obtuviera una votación más alta sería el presidente
y el sobrepasado el vicepresidente.

Adams se convirtió en presidente con 71 votos, pero la vicepresidencia recayó e Jefferson. Fue
la única ocasión en la historia americana en la que fueron elegidos presidente y vicepresidente
candidatos de diferentes partidos. Los votos de Adams provenían casi por completo de los
estados situados al norte; Jefferson contaba con casi todo el sur más dos nuevos estados
occidentales, Kentucky y Tennessee. Diversos factores influían la lealtad partidista. Las
rivalidades estatales y el apego local eran importantes, al igual que los conflictos familiares.
Algunos votaban a los federalistas por veneración a George Washington, otros simplemente
seguían la dirección de un magnate local. La religión también desempeñaba un papel
importante. Los congregacionalistas eran abrumadoramente federalistas y poco menos los
episcopalistas y los cuáqueros. Los baptistas tendían al republicanismo. Sin embargo, ninguno
de estos factores explica por qué mucha gente votaba como lo hacía.
No confiaba en la democracia. Cuando se convirtió en presidente, había acumulado una
experiencia variada en la política y en la democracia.
Cometió el error de retener el gabinete de Washington, la mayoría de cuyos miembros
reconocían a Hamilton como su dirigente y continuaban recurriendo a él para recibir consejo.
El presidente se dio cuenta pronto de esto pero tardó en ejercer su autoridad o formar su
propio gobierno de seguidores.
El problema más urgente que enfrentaba su gobierno era el deterioro de las relaciones con
Francia. Los Estados Unidos se habían convertido virtualmente en un aliado de Gran Bretaña.
En junio de 1797 ya habían sido capturados más de trescientos barcos mercantes americanos.
La fiebre de la guerra se elevó incluso entre los republicanos y el Congreso derogó fondos para
el aumento del ejército y la flota. Se nombró a Washington comandante general del ejército
ampliado. Entre 1798 y 1800 los Estados Unidos y Francia libraron una guerra naval limitada y
no declarada.
La histeria de la guerra dio a los federalistas la oportunidad de golpear a la vez a una influencia
extranjera y a sus adversarios internos. En el verano de 1798 apresuraron una serie de
medidas, conocidas colectivamente como las Leyes de Extranjeros y Sediciosos. La Ley de
Naturalización aumentaba la residencia requerida para la ciudadanía de cinco años a catorce.
Una Ley de Extranjería dio al presidente el poder de deportar a todo extranjero que
considerara “peligroso para la paz y seguridad de Estados Unidos”. La más represiva de todas
era la Ley de Sedición, que pretendía silenciar no solo a los escritores defensores de los
republicanos, sino también a los disidentes nacionales; prescribía fuertes multas y el
encarcelamiento a las personas convictas de publicar “cualquier escrito falso, escandaloso o
malicioso” que atentara contra la reputación del gobierno, el Congreso o el presidente.
Los republicanos denunciaron las Leyes de Extranjeros y Sediciosos como una extensión
arbitraria del poder federal y una violación de la Carta de Derechos. En 1798-1799 las
asambleas legislativas de Virginia y Kentucky adoptaron resoluciones de protesta que
invocaban la teoría de que la Constitución era un pacto común de los estados que habían
delegado ciertos poderes específicos al gobierno federal.
La alta facción federalista dominada por Hamilton estaba ávida de una declaración de guerra
franca a Francia. Creían que este paso uniría al país tras sus dirigentes y fortalecería el
gobierno central. También abriría paso a la aventura exterior. Adams seguía confiando en una
solución pacífica. A comienzos de 1799 decidió reabrir las negociaciones con Francia. El tratado
resultante, conocido comúnmente como la Convención de 1800, saldó las principales
diferencias entre los dos países y liberó formalmente a Estados Unidos de la alianza defensiva
con Francia de 1778.

Cuando Adams se presentó a la reelección en 1800, no le apoyó casi ningún dirigente


federalista. Hamilton escribió un folleto declarándole inadecuado para la presidencia y,
adoptando la misma táctica que en 1796, esperó derrotarlo apoyando al candidato federalista
a la vicepresidencia. Los republicanos volvieron a nombrar a Jefferson y Aaron Burr. Se
centraron en las Leyes de Extranjeros y Sediciosos y condenaron la subida de impuestos para
pagar el aumento del ejército y la flota. También acusaron a Adams de tendencias
monárquicas. Los federalistas describieron a Jefferson como ateo y libertino. La derrota de
Adams se debió a su negativa a subordinar los intereses nacionales a los fines partidistas.
Además de la división en las filas federalistas, el factor clave fue la superior organización y
campaña electoral de los republicanos. Los jeffersonianos habían estado construyendo una
maquinaria nacional permanente, eficiente y muy disciplinada, celebrando reuniones
populares, recolectando fondos para la campaña y fundando periódicos del partido.
Aunque Adams había resultado claramente derrotado, la identidad del presidente que le
sucedería siguió en duda por algún tiempo. Los republicanos habían elegido a Jefferson como
presidente, pero él y Burr habían obtenido los mismos votos. La Constitución establecía que en
el caso de un empate, la elección recaía en la Cámara de Representantes, en la que la
delegación de cada estado tendía derecho a emitir un voto único. Como los federalistas eran
mayoría en la Cámara, la decisión dependería de ellos. En el invierno de 1800-1801 se siguió
una votación a otra sin resultados. Durante los doce años que habían ocupado el cargo, los
federalistas habían lanzado con éxito una nueva Constitución, habían construido una
estructura fiscal que salvaguardara el crédito de la nación, y habían evitado guerras que podían
haber originado la separación del país. En 1800 el Partido Federalista ya había perdido la
vitalidad y el atractivo. La muerte de Washington en diciembre de 1799 le privó de su símbolo
más efectivo. Se le había abierto un abismo entre los dirigentes federalistas y la gente común.
Las medidas de los federalistas habían dado como resultado que se les asociara ampliamente
con el militarismo.

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