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LA REVOLUCIÓN NORTEAMERICANA*

1. EL PROBLEMA IMPERIAL

EL PROBLEMA DEL FEDERALISMO EN EL IMPERIO BRITÁNICO

El Imperio británico de mediados del siglo XVIII era en su funcionamiento de


hecho, aunque no desde el punto de vista teórico o estrictamente jurídico, un
imperio federal. Era un imperio en el que los poderes estaban distribuidos entre un
gobierno central y gobiernos locales. Durante siglo y medio el Parlamento se había
hecho cargo de todos los asuntos de carácter general; las asambleas locales, desde
un principio, habían ejercido un control práctico sobre todas las cuestiones de
carácter local. Si el Imperio hubiera quedado congelado, de alguna manera, en
1750, esto habría sido patente.
Pero jurídicamente, el Imperio no era federal, sino que estaba centralizado.
Jurídica y teóricamente en el Parlamento estaba depositado todo el poder. Y
cuando, después de 1763, los estadistas británicos se pusieron a la tarea de
reorganizar el Imperio, recurrieron a la supremacía legal o teórica del Parlamento.
Insistieron, como reza el texto del Acta Declaratoria de 1766, en que las colonias
"han estado, están y por derecho deben estar, subordinadas y dependientes de la
Corona imperial y del Parlamento de la Gran Bretaña", y en que el Parlamento tenía
"poderes y autoridad plenos para formular leyes y estatutos de fuerza y validez
suficientes para obligar a las colonias y a los habitantes de América... en todos y
cada uno de los casos".
Ante la oportunidad de crear un verdadero sistema federal, los estadistas
británicos la dejaron escapar. Pero el problema no se resolvió en 1776, ni terminó
tampoco con la separación de las colonias y la madre patria. Se trasladó
simplemente a los Estados Unidos. Desde 1775 hasta 1787, los norteamericanos se
enfrentaron al mismo problema, a saber, el de dotarse de un gobierno unificado por
lo que toca a los fines de carácter general, y mantener intacta la autonomía de los
gobiernos de los estados respecto de los asuntos locales. El primer esfuerzo
norteamericano para resolver este problema —el de los Artículos de
Confederación— fue un fracaso. Aleccionados por una amarga experiencia, los
estadunidenses lo intentaron de nuevo y en la Constitución Federal de 1787 se
dotaron de un sistema federal perdurable.
Uno de los grandes temas de este periodo revolucionario, por consiguiente, un
asunto que no debemos perder de vista en medio del humo de la batalla y de la
marcha hacia la democracia, es la solución del problema de la organización imperial
y el surgimiento de un sistema federal. Ese sistema, tal como se constituyó
finalmente, tuvo como fundamento la experiencia de un siglo en el Imperio británico,
en los debates y discusiones entre Gran Bretaña y sus colonias americanas

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después de 1773, en los trabajos y sufrimientos de la guerra y en las tribulaciones
de la Confederación. El logro final del federalismo, que fue la Constitución de 1787,
es una de las grandes realizaciones constructivas de la época.

CAUSAS GENERALES DE DESCONTENTO

No es fácil señalar con exactitud la fecha en que empezó la Revolución. Lo cierto


es que no se inició en 1775. Después de todo, sólo una minoría de colonizadores
norteamericanos, hacia julio de 1776, estaba convencida de lo atinado que sería
separarse del Imperio británico. Quizá la mitad de los norteamericanos de esa fecha
deseaba aún evitar el divorcio político. A lo largo de la guerra, de acuerdo con el
testimonio de John Adams, hasta un tercio de los coloniales seguía oponiéndose a
la rebelión, y otro tercio sentía indiferencia. Por consiguiente, sería más exacto decir
que la Revolución antes de 1776 se hallaba en la mente de parte del pueblo, y que
la lucha de 1776-1783 fue una lucha por imponerla al resto del pueblo y conseguir
que el gobierno británico la reconociera.
Al tratar de las causas económicas de la Revolución, tenemos que distinguir con
todo cuidado entre los diferentes sectores e intereses. El mercader norteño abrigaba
un conjunto de agravios totalmente diferente del que afligía al hacendado sureño, y
el especulador en tierras del oeste tenía motivos de queja diferentes de los otros
dos.
Las leyes mercantiles o de navegación perjudicaron a las colonias norteñas
mucho más que a las sureñas. Estas colonias norteñas carecían de géneros
valiosos que pudiesen transportar directamente a Inglaterra a cambio de artículos
manufacturados. En general, tuvieron que pagar con dinero contante y sonante sus
importaciones de Inglaterra y, para obtenerlo, tenían que traficar con las Antillas.
Llevaron trigo, carne y maderas a las Antillas y se trajeron de allí algodón, índigo o
azúcar.
Otro motivo de disgusto lo constituyó el alza del impuesto sobre exportaciones de
géneros continentales enviados a las colonias desde Gran Bretaña en 1764, del
2.5% al 5%. Se ordenó a los funcionarios de las aduanas que se mostraran más
estrictos y se reforzó el cumplimiento con varias medidas; por ejemplo, la de apostar
barcos de guerra en aguas norteamericanas para capturar a los contrabandistas, y
la emisión de órdenes de cateo que permitieran a los funcionarios de la Corona ins-
peccionar locales sospechosos.
El Sur estaba en una situación completamente diferente. Comerciaba poco o
nada con las Antillas. Despachaba sus géneros —tabaco, índigo, pertrechos
navales, maderas, cueros— directamente a Inglaterra y recibía a cambio artículos
manufacturados. Pero este comercio con Inglaterra se basaba en un sistema que
favorecía a la madre patria y no era favorable para los colonizadores. Estaba en
manos de casas mercantiles británicas y de los agentes que enviaban a las
provincias. Estos agentes compraban tabaco y otros géneros a precios que a

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menudo eran injustamente bajos; vendían ropas, muebles, vinos, vehículos y otros
artículos cuyos precios a menudo eran injustamente elevados. Los despreocupados
hacendados se hicieron el hábito de encargar lo que les viniera en gana a Londres,
pagarlo con letras y dejar que sus deudas se acumularan hasta alcanzar ruinosas
magnitudes. Muchas deudas se transmitieron por herencia de padre a hijo; como
escribió Jefferson después de la Revolución: "estos hacendados eran una especie
de propiedad anexada a ciertas casas mercantiles de Londres".
Otro gran interés económico lo constituyó la especulación en tierras y el
poblamiento del Oeste. En las regiones del Oeste, la riqueza se alcanzaba
principalmente de dos maneras: traficando pieles con los indios y organizando
compañías para la adquisición, fraccionamiento y venta de grandes extensiones de
tierras salvajes. Además de estos dos grupos, después de 1760 encontramos otro,
el de los veteranos coloniales de la Guerra de los Siete Años, a quienes se había
premiado con tierras del Oeste. Buena parte del pueblo común de Pensilvania,
Virginia y las Carolinas tenía hambre de tierras. Al finalizar la guerra era patente que
no tardaría en producirse una gran estampida hacia el Oeste. Compañía tras
compañía de bienes raíces se empezaron a organizar; los hombres de mayor talla
del continente —Benjamín Franklin, George Washington, sir William Johnson—
estaban vivamente interesados en ello. Hubo una avalancha de reclamaciones de
tierras, compras y levantamientos topográficos.
Pero mientras esta multitud trataba de apoderarse de tierras en el Oeste, el
gobierno británico estaba decidido a practicar una nueva política de estricto control y
vigilancia. Para mantener la paz con los indios, impedir que los colonizadores se
extendieran demasiado por el oeste y quedaran fuera del alcance del control inglés,
y para poner fin al caos de títulos sobre tierras que se traslapaban unas a otras, en
1763 proclamó que la colonización debía detenerse en las crestas de los Apalaches.
Las tierras que quedaban más allá de este "Límite de Proclamación" quedaron
temporalmente prohibidas, en calidad de dominio de la Corona, y en ninguna parte
se podían vender tierras indias salvo a la Corona.
La teoría afirmaba que una pequeña demora no podía causar daño, que era
preciso dar oportunidad de aplacarse a los inquietos indios, y que luego las tierras
podrían ofrecerse gradualmente a los colonos. Pero esta proclama ofendió a los
traficantes en pieles, a las compañías de bienes raíces, a quienes habían recibido
gratificaciones y en general a quienes tenían hambre de tierras occidentales, pues
pareció cerrar la puerta que los norteamericanos habían obligado a abrir a los
franceses.
Otro motivo de disputa fue la cuestión de la defensa imperial. Era seguro que
habría muchas guerras con los indios, en tanto que los franceses se morían de
ganas de vengarse, y a los españoles del otro lado del Mississipi no se les podía
tener confianza. El gobierno británico no creía que las colonias pudieran defenderse
por sí solas. Se quejaba de que se habían mostrado perezosas y mezquinas por lo
que toca a reclutar tropas para la guerra reciente, aparte de que no habían actuado

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en armonía. El único organismo central era el gobierno imperial de Londres. Por
consiguiente, no tardó en decidirse el mantenimiento de 10 000 soldados en la
América del Norte, y que un tercio del costo de su manutención se pagara con
impuestos coloniales. Esto significó que deberían recaudarse 360 000 libras al año
en las colonias. El gobierno británico, luego de fijar un año de plazo y de
asegurarles a las colonias que estaba dispuesto a aceptar un proyecto mejor si
éstas lo presentaban, lanzó un decreto para el pago de un timbre fiscal que se
impondría a los periódicos y documentos legales de otra índole. El Parlamento lo
promulgó en 1765 y junto con él una disposición que exigía a las colonias
abastecer a las tropas con combustible, iluminación, camas, utensilios de cocina y
sitios para su alojamiento. A Inglaterra esto le pareció una cosa de nada, pero para
los coloniales esta Ley del Timbre constituía un caso claro de fijación de impuestos
sin representación.
Finalmente, la América británica era un suelo fértil para doctrinas de un carácter
republicano. Su población había vivido durante siglo y medio en una atmósfera de
democracia o de "nivelación". Las diferencias económicas eran pocas. Había
oportunidades económicas iguales para todos. La aristocracia que existía
estimulaba simplemente el desarrollo de los principios democráticos. Existía una
pequeña clase o camarilla en las costas que tenía en sus manos la mayor parte de
la riqueza, y en algunas provincias, como Virginia y Carolina del Sur, el poder
político, y en contra de ella la naciente democracia del interior libró una larga lucha.
Los pequeños agricultores del interior, los inmigrantes escoceses-irlandeses y
alemanes, los jornaleros y obreros de las ciudades constantemente trataron de
hacer valer sus derechos en contra de los antiguos mercaderes y hacendados. Lo
hicieron, en la generación anterior a la Revolución, con una energía que escandalizó
a sus superiores, y el mismo espíritu empapó su celo revolucionario en contra de la
madre patria.
Cuando observamos la lista de los dirigentes de la rebelión contra Inglaterra,
descubrimos un conjunto de hombres instruidos, escritores y pensadores —hombres
como Samuel Adams, John Adams, John Jay, Alexander Hamilton, William
Livingston, Benjamín Franklin, John Dickinson, Thomas Jefferson, George Mason, y
John Rutledge—. Los hombres instruidos utilizaron la palabra y la pluma con toda
intensidad y distribuyeron montones de folletos, llenaron de ensayos los periódicos y
propagaron sus ideas políticas en reuniones públicas.
Estos escritores y panfletistas coloniales se apoyaban en las ideas de dos
poderosos grupos de pensadores británicos: el grupo que había escrito para
justificar las doctrinas de la república puritana y el grupo que había justificado la
revolución Whig de 1688. Es decir, tomaron sus argumentos de Sidney, Harrington,
Milton y, sobre todo, John Locke. El segundo libro de los Dos tratados sobre el
gobierno civil de Locke contiene los gérmenes de la Declaración de Independencia
norteamericana. Locke afirmó que la función suprema del Estado es proteger la
vida, la libertad y la propiedad, a las que todo hombre tiene derecho. La autoridad

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política, dijo, se delega para beneficio exclusivo del pueblo. Cuando se violan los
derechos naturales del hombre, el pueblo tiene el derecho de abolir o de cambiar el
gobierno. Esta doctrina está escrita en el preámbulo a la Declaración de
Independencia. "El verdadero remedio para la fuerza sin autoridad es oponerle otra
fuerza", afirmó Locke. Puso también otra gran piedra angular para la Revolución
cuando expuso, en su Carta sobre la tolerancia, la opinión de que la Iglesia y el
Estado ocupan con propiedad esferas separadas y deberían mantenerse aparte. En
su carácter más sano, demostró, la Iglesia es una organización voluntaria, sostenida
libremente por sus miembros y no por el poder fiscal del gobierno.
Locke y los pensadores afines a él fueron profundamente admirados por todos
los norteamericanos instruidos interesados en política. Los norteamericanos, de
hecho, heredaron su filosofía política en el preciso momento en que los británicos se
estaban apartando de ella. La practica constitucional británica, después de 1688,
constituyó un sistema de representación deformado y nada democrático.
Los futuros Estados Unidos tuvieron un sistema que se fue haciendo más
representativo; Inglaterra, un sistema que se había vuelto menos representativo.
Ambos pueblos creían en los derechos naturales y la Declaración de Derechos era
una gran herencia británica; pero muchos británicos se inclinaban a aceptar una
autoridad parlamentaria casi absoluta, en tanto que la mayoría de los
norteamericanos la rechazaba como a cualquier otra autoridad absoluta. Cuando
estallaron los conflictos con la madre patria en 1765, los norteamericanos
descubrieron que contaban con una filosofía política que satisfacía plenamente sus
necesidades.

EL MALENTENDIDO

Rara vez dos antagonistas se han malentendido de manera más completa el uno
al otro que los colonizadores norteamericanos y la Corona británica durante los diez
años que precedieron a la Revolución. Ninguna de las primeras disposiciones
británicas se inspiró en un deseo de "tiranizar" a Norteamérica. Los esfuerzos por
resolver el problema indio, por dotar de guarniciones a las colonias para su propia
protección y para fortalecer el servicio aduanero les parecieron a los ministros de
Londres justos y moderados. Pero para una infinidad de norteamericanos estas
medidas parecieron ser una bien calculada máquina de opresión.
Después de la Guerra de los Siete Años, vinieron tiempos difíciles. Hombres que
carecían de trabajo y de dinero deseaban encontrar nuevos hogares del otro lado de
las montañas y se los prohibía el "Límite de Proclamación". El comercio andaba mal
y escaseaba el dinero; sin embargo, la Corona aprovechó este momento para sacar
del país oro y plata mediante nuevos impuestos arancelarios, cuyo cumplimiento se
vigiló estrictamente. Mientras tanto, por la Ley del Timbre se fijaron impuestos a los
colonizadores sin su consentimiento. El dinero de tal manera recolectado se
utilizaba para sostener a un ejército permanente, cuya necesidad no entendía la

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mayoría de los colonos; y esta amenazadora guarnición habría de contribuir, a su
vez, a reforzar el cumplimiento de las engorrosas normas aduaneras y las injustas
leyes impositivas. A los funcionarios de la Corona les pareció correcto, en 1761,
pedir a los tribunales autorizaciones de cateo para luchar contra los contrabandistas.
Pero para los colonizadores estas órdenes, que podían afectar a cualquiera, daban
un poder absoluto a los funcionarios que las emitían y permitían el cateo del hogar o
de la tienda de cualquier hombre, eran intolerables. El gobierno británico había
decretado ciertas leyes para restringir o prohibir manufacturas en las colonias. La
Corona pensó que esto era justo, ya que creía que el Imperio prosperaría mejor si
las colonias se especializaban en materias primas y Gran Bretaña en artículos
manufacturados. Pero muchos habitantes de las colonias tomaron a mal la
intervención.
Y detrás de estas disputas sobre cuestiones prácticas había un desacuerdo
teórico que proporcionó profundidad a la disputa y creó entre las partes un abismo
insalvable.
La mayoría de los funcionarios británicos sostenía que el Parlamento era un
organismo imperial que ejercía una autoridad igual sobre las colonias que sobre la
madre patria. Podía formular leyes para Massachusetts tal y como las formulaba
para Inglaterra. Las colonias, era cierto, tenían sus propios gobiernos. Pero las
colonias, no obstante, eran simplemente corporaciones y, como tales, quedaban
sujetas todas al derecho inglés; el Parlamento podía limitar, ampliar, o disolver sus
gobiernos cada vez que lo quisiera hacer. Pero los dirigentes norteamericanos
afirmaban que esto era falso, puesto que no existía un parlamento "imperial". Sus
únicas relaciones legales, afirmaron, los vinculaban a la Corona. Era la Corona la
que había aceptado establecer colonias al otro lado del mar, y la Corona les había
proporcionado gobiernos. El rey era por igual rey de Inglaterra y rey de
Massachusetts. Pero el Parlamento inglés no tenía más derecho a formular leyes
para Massachusetts que el que tenía la legislatura de Massachusetts de promulgar
leyes para Inglaterra. Si el rey necesitaba dinero de una colonia, lo podía conseguir
solicitando una donación; pero el Parlamento carecía de autoridad para recaudarlo
mediante la promulgación de una Ley del Timbre o de cualquier otra ley sobre
rentas. En pocas palabras, a un súbdito británico, lo mismo en Inglaterra que en
América, sólo se le podían fijar impuestos por y mediante sus representantes.
Cabe señalar, sin embargo, que tanto en Gran Bretaña como en Norteamérica
los sentimientos respecto de las cuestiones principales estaban marcadamente
divididos; que la disputa que se estaba realizando no era tanto una lucha entre las
colonias y la madre patria como un conflicto civil dentro de las colonias y también
dentro de Gran Bretaña.

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LA ORGANIZACIÓN DE UNA REVUELTA

La rebelión contra el gobierno británico no fue un movimiento vasto y


espontáneo. Antes bien, fue cuidadosamente planeado por hombres sagaces, y
laboriosa e inteligentemente ejecutado por algunos de los espíritus más activos del
continente. Jamás hubiera triunfado si no se le hubiera organizado. Debido en parte
a que los patriotas se supieron organizar bien, en tanto que los tories o leales no
supieron hacerlo, los primeros consiguieron la victoria.
El primer paso del movimiento consistió en la aparición de motines esporádicos y
no relacionados entre sí para hacer resistencia a las medidas británicas. La Ley del
Timbre de 1765 produjo esta respuesta en varias colonias. Las legislaturas
protestaron, y Virginia, en especial, tomó decisiones que ejercieron influencia. Pero
la acción más efectiva fue la que emprendieron las turbas que en Massachusetts,
Nueva York, Virginia, Carolina del Norte y otras provincias destruyeron timbres y
otras pertenencias, obligaron a los recaudadores del timbre a renunciar o huir, e
incluso llegaron a amenazar las vidas de los gobernadores reales. Estos alborotos
contaron con gran apoyo popular al principio, pero los ciudadanos ricos y partidarios
del orden no tardaron en manifestar su desaprobación de los mismos. Empezaron a
existir también organizaciones llamadas de los Hijos de la Libertad para mantener la
oposición popular a la opresión parlamentaria.
El segundo paso consistió en la institución de un boicot económico de parte de
grupos de comerciantes, apoyados a veces por las asambleas provinciales. Esta
reacción la provocó la Ley Townshend, de 1767, que fijó impuestos sobre el té, el
papel, el vidrio y las pinturas. Mercaderes y ciudadanos acomodados en numerosas
comunidades concertaron entre sí acuerdos de no importación o no consumo, y
boicotearon los géneros a los que se habían fijado los impuestos británicos. Esta
medida se tomó en Boston, en marzo de 1768, y se propagó por las colonias hasta
que, al cabo de dos años, las había afectado a todas ellas. En algunas colonias, las
importaciones británicas bajaron casi a la mitad; en otras, los acuerdos no se
cumplieron rigurosamente. El movimiento concluyó en 1770, cuando el Parlamento
suprimió todos los impuestos Townshend, con excepción del fijado al té.
El tercer paso consistió en la formación de un sistema de comités de
correspondencia locales e intercoloniales. Samuel Adams de Massachusetts,
propagandista y organizador nato, fue el dirigente principal de esta empresa. Era la
figura dominante en la asamblea general de ciudadanos que controlaba Boston, a la
vez que desempeñaba un papel sobresaliente en la legislatura de Massachusetts.
En el verano de 1772, los ciudadanos se enteraron de que el gobierno real tenía la
intención de otorgar salarios al gobernador y a los jueces superiores, con lo que los
liberaría del control popular. Se convocó a una reunión de la ciudad y se constituyó
un comité de correspondencia para comunicarse con otras poblaciones de la
provincia. Cada población no tardó en contar con un comité semejante y la provincia
zumbaba como una colmena enojada, el pueblo quedó organizado en una formación

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bien dirigida. Otras colonias organizaron comités locales semejantes y los
burgueses de Virginia, en 1773, formaron el primero de un sistema de comités
intercoloniales que rápidamente se extendieron por todo el territorio de los futuros
Estados Unidos.
El cuarto paso hacia la Revolución consistió en la creación de legislaturas
revolucionarias, o, como generalmente se Ies llamó, congresos provinciales. Los
primeros aparecieron en 1774, a consecuencia de las noticias de la promulgación de
la Ley sobre el Puerto de Boston. Su creación fue generalmente muy sencilla. Las
antiguas legislaturas regulares no habrían sido útiles para los radicales por dos
razones. Estaban compuestas, en gran parte, por conservadores, dueños de
propiedades vinculados al orden existente y lentos para actuar; y además se
encontraban en parte bajo el control de los gobernadores, que podían prorrogarlas o
suprimirlas cuando quisieran.

2. LA REVOLUCION Y LA INDEPENDENCIA

EL RECURSO A LAS ARMAS

Poco a poco fueron aumentando la irritación y la turbulencia en las colonias. La


presencia de tropas británicas en varias ciudades ofreció a los líderes radicales la
oportunidad de excitar al populacho. En Boston se produjo un choque más grave. El
ruido de tambores cuando los dos regimientos de la guarnición cambiaron de
guardia el domingo enojó a algunos ciudadanos puritanos, en tanto que individuos
más rudos se complacieron en soflamar y provocar a los "caparazones de langosta".
Cuando se ordenó a las tropas que se contuvieran al máximo, las burlas y chanzas
se fueron haciendo cada vez más descaradas.
Finalmente, el 5 de marzo de 1770, personas de la ciudad atacaron y golpearon
a los soldados. Las campanas tocaron a rebato para que la gente se echara a la
calle. Estalló una revuelta general y otros soldados, sin esperar órdenes, dispararon
también. Tres hombres murieron en el sitio y otros dos quedaron mortalmente
heridos. La Matanza de Boston les pareció a muchos que era un caso ejemplar de
tiranía británica. Su aniversario se celebró solemnemente y despertó los
sentimientos del populacho como ninguna otra cosa lo había hecho antes.
El gobierno británico no supo interpretar correctamente el significado de esta
desconfianza y hostilidad crecientes. En 1772 se produjo otro incidente significativo.
Un pequeño barco de guerra de ocho cañones, el Gaspee, encargado de la lucha
contra el contrabando en aguas de Rhode Island, encalló cerca de Providence, en
junio. Un grupo de ciudadanos lo atacó, sometió a la tripulación y prendió fuego al
aborrecido navío.
Todos los impuestos fijados por las leyes Townshend habían sido suprimidos,
salvo el que gravaba al té, conservado por cuestión de principio; el consumo de té
cesó prácticamente en las colonias y la East India Company cayó en dificultades

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financieras. Para ayudarla, el ministerio, en 1773, le permitió enviar té a América en
condiciones que abarataban mucho el producto; pero el gobierno británico insistió
todavía en conservar el impuesto de tres peniques por libra en las colonias, diciendo
que el rey lo consideraba como prueba de autoridad.
Esa declaración despertó una aguda indignación. La compañía despachó cierto
número de barcos. En cada puerto las personas habían decidido hacerle resistencia.
En Charleston, el té quedó encerrado en bodegas; desde Filadelfia y Nueva York se
le mandó de regreso en los barcos que lo habían traído. En Boston, la agitación se
elevó particularmente. En la noche del 16 de diciembre de 1773, un grupo de unos
50 hombres disfrazados de indios, encabezados por el propio Samuel Adams,
abordó las naves, abrió 343 cajas de té y las tiró a las aguas de la bahía. Ningún
funcionario de la ciudad trató de impedir la destrucción de propiedad. Mediante este
acto de violencia, que fue aplaudido desde Maine hasta Georgia, Boston lanzó su
desafío a los pies de la Corona y el gobierno británico lo recogió rápidamente.
Jorge III y la mayoría del Parlamento estaban decididos a castigar a la rebelde
Boston. El ministerio logró arrancarle al Parlamento una serie de cinco decretos
drásticos. Uno de ellos cambió radicalmente la venerada Constitución de
Massachusetts al destruir algunos de sus rasgos más liberales. Otro convirtió al jefe
militar británico de América del Norte en gobernador de Massachusetts, lo apoyó
con cuatro regimientos, y autorizó el alojamiento de tropas en las casas de la
población. Otro dispuso que los funcionarios acusados de delitos capitales en el
ejercicio de sus deberes podrían ser enviados hasta Inglaterra, con testigos, para su
juicio. Otro cerró el puerto de Boston a todo comercio hasta que no se pagara
indemnización por el té destruido y se proporcionaran pruebas de que los impuestos
se pagarían cabalmente. Finalmente, la Ley de Quebec extendió los límites del
Canadá sobre todo el territorio situado al norte del río Ohio y al oeste de los Montes
Alleghenies. Esta última disposición no era de carácter punitivo; había sido
considerada durante mucho tiempo, se basaba en estudios expertos y tenía como
propósito proporcionar una mejor regulación del comercio de pieles del Noroeste,
así como sujetar a los habitantes católicos franceses de Michigan e Illinois a una
autoridad más afín a ellos. Pero fue inoportuna y los habitantes de las colonias de la
costa pensaron naturalmente que les cerraba el Noroeste.
Estos severos decretos del Parlamento produjeron ira y consternación. Se
pusieron en actividad los Comités de Correspondencia intercoloniales. Se hicieron
reuniones, se escribieron artículos en los periódicos y se divulgaron por todas partes
folletos. Cuando los legisladores de Virginia despacharon una convocatoria a un
congreso anual para discutir "los intereses unidos de América", la respuesta fue
inmediata y entusiasta. La Convención Provincial de Virginia eligió delegados y otras
provincias no tardaron en imitarla.
El 5 de septiembre de 1774, se reunió en Filadelfia el Congreso Continental, en
el que estuvieron representadas todas las colonias menos Georgia. Entre sus 51
delegados figuraron George Washington, Benjamín Franklin, John Adams, John

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Dickinson y otros hombres de talento. Haciendo caso omiso, con toda intención, del
Parlamento, se dirigieron al rey y al pueblo de Gran Bretaña y de Norteamérica.
Redactaron una firme declaración de derechos coloniales, en la que aseveraron que
las provincias poseían la "facultad exclusiva" de legislar respecto de sus propios
asuntos, a reserva del veto real, pero prometieron acatar los decretos parlamen-
tarios en materia de comercio exterior formulados en bien del Imperio.
Pero, sobre todo, el Congreso Continental adoptó dos medidas que apuntaban
directamente a un rompimiento con el gabinete británico. Una de ellas fue la
preparación de un acuerdo, que debería difundirse ampliamente, por el cual sus
firmantes suspenderían al cabo de tres meses todas las importaciones de géneros
ingleses y en el plazo de un año todas las exportaciones a los puertos británicos, sin
exceptuar a los de las Antillas. Esto constituía un duro sacrificio. Los hacendados de
Virginia ya no podrían enviar su tabaco a los consumidores ingleses; los armadores
de Massachusetts ya no podrían tomar parte en el lucrativo comercio con las
Antillas.
Once de las colonias (Nueva York y Georgia se mantuvieron al margen)
ratificaron la "asociación", en tanto que en la totalidad de las 13 colonias enérgicos
comités locales se pusieron a la tarea de vigilar el cumplimiento de lo dispuesto.
Tomaron juramentos, publicaron listas de infractores y a veces recurrieron a la
violencia física con quienes no acataban lo dispuesto. El otro paso consistió en la
redacción de una resolución —que prácticamente equivalió a un ultimátum—, por la
cual el Congreso no sólo aprobaba la oposición de Massachusetts a los recientes
decretos del Parlamento, sino que declaraba que si se empleaba la fuerza contra el
pueblo de esa colonia, "toda la América deberá apoyarlo" en su resistencia.
Para ese entonces, era inevitable ya el choque. O bien los decretos del
Parlamento se anulaban o bien se tendría que emplear la fuerza para ejecutarlos.
Ninguno de los dos bandos podía echarse para atrás. El Parlamento declaró que
Massachusetts se había alzado en rebelión y ofreció a la Corona los recursos del
Imperio para sofocar la revuelta. Por todo el país se compraron armas y se comenzó
a entrenar a compañías de soldados.
En Boston, el gobernador militar de Massachusetts creyó que en la primavera de
1775 se produciría un ataque contra sus fuerzas. Decidido a apoderarse de algunos
pertrechos militares ilegales que había en Concord, la tarde del 18 de abril puso en
marcha a una columna de 800 hombres. Los patriotas lo habían estado vigilando.
Los agricultores dispuestos a la lucha se reunieron al amanecer con sus mosquetes
en los terrenos comunales de Lexington. Se produjo una breve escaramuza, ocho
norteamericanos cayeron muertos y comenzó la Revolución, que finalizaría seis
años después con el triunfo de las colonias.

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LA INDEPENDENCIA

Lo que había empezado siendo una guerra por los "derechos de los ingleses" y
la mera rectificación de agravios, en poco más de un año se convirtió en una guerra
de independencia. Esto fue perfectamente natural. Al principio, el Congreso declaró
apasionadamente su lealtad a la Corona. Pero el encono causado por los
derramamientos de sangre y la destrucción, el resentimiento provocado por la
actitud implacable de Jorge III y el sentido de que era un derecho natural de los
norteamericanos determinar su propio destino, no tardaron en conducir a la
separación completa. A principios de 1776, el ejército de Washington enarboló una
bandera claramente norteamericana.
Al mismo tiempo, estaba produciendo un impacto profundo el folleto titulado
Sentido común, escrito por un agudo joven radical, Thomas Paine, que hacía poco
había llegado desde Inglaterra. Argumentó que la independencia era el único
remedio; que costaría tanto más trabajo conquistarla cuanto más tiempo se apla-
zara, y que sólo ella haría posible la unión americana. Al llegar junio, muchos
miembros del Congreso se impacientaron. Un delegado de Virginia, Richard Henry
Lee, propuso una resolución en favor de la independencia, que John Adams
secundó. Un comité de cinco personas, cuyo redactor fue Thomas Jefferson,
escribió una declaración formal de independencia que el Congreso adoptó el 2 de
julio y proclamó el 4 de julio de 1776.
Los hombres que redactaron y adoptaron este documento, que hizo época, no se
contentaron con una simple declaración de independencia. Confesaron sentir "un
honorable respeto por las opiniones de la humanidad", y se esforzaron en establecer
las causas que los empujaron a la separación , así como la filosofía que la justifi-
caba. Estas causas —una lista de 25 o 30— no se citaron como si justificaran por sí
solas un paso tan decisivo. Su lista se compuso, antes bien, con el fin de demostrar
que Jorge III tenía la intención de reducirlos bajo un despotismo absoluto. Es
significativo que desde los mismísimos comienzos de su historia nacional los
norteamericanos se hayan fundado en principios y hayan proclamado una filosofía.
¿Y cuáles son esos principios de gobierno que entonces recibieron expresión
inmortal? "Afirmamos que estas verdades son evidentes por sí mismas", escribió
Jefferson:
Que todos los hombres han sido creados iguales; que su Creador los ha dotado
de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están los de la vida, la libertad y la
búsqueda de la felicidad. Que, para garantizar estos derechos, se han instituido
gobiernos entre los hombres, que derivan sus justos poderes del consentimiento de
los gobernados; que cada vez que alguna forma de gobierno impide la realización
de estos fines, el pueblo está en su derecho de alterarlo o suprimirlo, y de instituir un
nuevo gobierno, poniendo sus fundamentos en tales principios y organizando sus

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poderes de la forma que les parezca más conveniente para la consecución de su
seguridad y su felicidad.
La Revolución, en resumen, proporcionó al pueblo norteamericano un lugar
independiente en la familia de las naciones. Le había proporcionado un renovado
orden social, en el que la herencia, la riqueza y el privilegio contaban menos y la
igualdad humana contaba más; en el que las normas de la cultura y los usos y
costumbres descendieron transitoriamente, pero se elevaron las de la equidad. Pero
el pueblo norteamericano todavía tenía que demostrar que poseía una auténtica
capacidad para gobernarse a sí mismo, para conseguir que su república fuera un
éxito. Aún tenía que demostrar que era capaz de resolver el problema de la
organización imperial.

3. LA FORJA DE LA CONSTITUCIÓN

LA CONVOCATORIA A LA CONVENCIÓN

Probablemente fue una suerte que los Artículos de Confederación, que los
estados adoptaron cuando llegaba a su fin la Guerra de la Independencia, fueran tan
patentemente defectuosos. Si hubieran constituido una mejor estructura de
gobierno, los estadunidenses podrían haberse contentado con hacerle algunos
remiendos y el país habría tenido que vivir penosamente, durante muchas décadas,
en el marco de una pobre constitución. Como se vinieron abajo casi por completo,
se les hizo a un lado; como su derrumbe se originó en su debilidad, la nueva
Constitución se hizo excepcionalmente fuerte. Fue afortunado también que el
derrumbe de los Artículos coincidiera con una gran depresión comercial en 1785 y
1786. Sólo una crisis manifiesta podía convencer a muchos norteamericanos
desconfiados de la conveniencia de aceptar un poderoso y nuevo gobierno central.
Mientras los hombres reflexivos se estaban hartando de la debilidad nacional y
de las peleas entre los estados, en 1785, representantes de Virginia y de Maryland
se reunieron en Mount Vernon con George Washington para discutir el tema de la
navegación por el Potomac y la bahía de Chesapeake. James Madison, que estaba
allí, creía que debería convocarse a una conferencia más grande con el objeto de
conseguir que los estados confiaran sus regulaciones al Congreso. Este cuerpo se
reunió en Annapolis, en 1786; uno de los delegados, Alexander Hamilton,
convenció a los allí reunidos de que solicitaran a los estados el nombramiento de
comisionados que habrían de reunirse en Filadelfia, en el mes de mayo siguiente,
para reflexionar sobre la situación de los Estados Unidos y para "concebir las
disposiciones que les parezcan necesarias, a fin de que la Constitución del gobierno
federal se ajuste a las exigencias de la Unión". Durante el otoño y el invierno, todos
los estados eligieron delegados, salvo el contumaz y pequeño Rhode Island.
Los delegados fueron elegidos por las legislaturas estatales. Algunas legislaturas
estaban dominadas por grupos agrarios radicales y en todas ellas tenían fuerza los

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defensores de la soberanía de los estados. Sin embargo, en su mayoría,
recomendaron a sus delegados la creación de un gobierno nacional fuerte, y
enviaron a Filadelfia un conjunto de hombres de ideas nacionalistas. Al fin y al cabo,
los "nacionalistas" —más tarde se llamaron a sí mismos federalistas— eran quienes
se habían preocupado tan profundamente por el quebrantamiento de la
Confederación y también quienes habían hecho el llamado a la reunión de la
Convención.
Fueron nacionalistas, también, los que se hicieron cargo de la Convención.
Tuvieron la suerte de que Washington se pusiera de su parte, y Washington fue el
inevitablemente elegido por todos los delegados para presidente de la Convención;
tuvieron el acierto de acudir preparados con un borrador de lo que sería una nueva
constitución, y de hacer que este plan, y ya no los viejos Artículos, fuera el que
tendría que discutirse.
A principios de mayo de 1787 fueron llegando los delegados a Filadelfia. Cabe
señalar que algunos de los que habían participado más activamente en todo el
proceso revolucionario no eran delegados a la Convención. Jefferson se encontraba
en Francia; Patrick Henry había rechazado la elección; John Adams era embajador
en Inglaterra, y no se había elegido a los grandes agitadores que fueron Thomas
Paine y Samuel Adams.
Algunos historiadores han subrayado que la mayoría de los delegados eran
personas acomodadas y tenedores de valores continentales o estatales. Pero debe
recordarse que los norteamericanos, en su gran mayoría, pertenecían a la clase me-
dia propietaria. Había, como señaló Benjamín Franklin, pocos muy ricos y muy
pocos pobres en el siglo XVIII en los Estados Unidos. Y a esto debería añadirse que
la Convención federal fue probablemente la asamblea política más representativa
que se pudiera encontrar en el mundo occidental en aquella época.

LA CONVENCIÓN EN ACCIÓN

La Convención fue una rara creación, la creación de un cuerpo verdaderamente


deliberativo. Dado que a cada estado se le había permitido enviar cuantos
delegados quisiese —pues cada estado votaba como una unidad— esto fue notable.
Pero, por razones de economía, los estados en su mayoría enviaron delegaciones
pequeñas. En total, sólo asistieron 55 hombres; algunos se quedaron poco tiempo,
de manera que al final sólo 39 estaban presentes; y unos cuantos, entre los que se
contó por supuesto Washington, habitualmente no abrían la boca durante los
debates.
Cerca de la mitad había hecho estudios superiores, y en su gran mayoría eran
abogados, por lo que sabían expresarse concisamente y bien. No se llevó registro
de los debates al pie de la letra, y en sus discusiones, se auxiliaron por la regla del
secreto, que la Convención respetó estrictamente.

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Al principio, los delegados se pusieron tácitamente de acuerdo en no revisar los
Artículos de Federación, y en que deberían, antes bien, redactar una constitución
totalmente nueva.
Al describir la obra de la Convención es importante hacer hincapié en unas
cuantas grandes consideraciones generales. Los delegados sabían que debía
forjarse un mecanismo complejo, ya que no bastaría con un gobierno sencillo. En
primer lugar, tenían que reconciliar, escrupulosamente, dos poderes diferentes: el
poder de control local que ya ejercían los trece estados semi independientes, y el
poder del gobierno central de nueva creación. James Madison y unos cuantos más
habían realizado intensos estudios en materia de gobierno en general y de las
confederaciones griega, helvética y holandesa en particular, en tanto que la mayoría
de los delegados estaban bien instruidos en materia de pensamiento político. El
principio adoptado fue que las funciones y poderes del gobierno nacional deberían
definirse cuidadosamente, en tanto que debería entenderse que todas las demás
funciones y poderes correspondían a los estados. Los poderes de la soberanía
nacional, por ser poderes nuevos, generales e inclusivos, simplemente tenían que
ser declarados.

LOS TRABAJOS FINALES

De acuerdo con este proceso de declaración avanzó la construcción del aparato


político nacional. Aquí también un principio general constituyó la base del trabajo. Se
dio por sabido que deberían constituirse tres ramas de gobierno distintas, cada una
de las cuales sería igual a las otras dos, y se coordinaría con ellas: los poderes
legislativo, ejecutivo y judicial, ajustados e interconectados, de tal manera que fuera
posible su funcionamiento armonioso, pero tan bien equilibrados al mismo tiempo
que ninguno de ellos pudiera sobreponerse a los otros dos. Esta idea del equilibrio
de poderes fue una concepción de la política propia del siglo XVIII.
El principio se derivaba naturalmente de la experiencia colonial y le inyectaron
fuerza los escritos de Locke y Montesquieu, con los que estaban familiarizados los
delegados en su mayoría. La definición norteamericana de gobierno tiránico decía
que era aquel en el cual un solo elemento desempeñaba un papel dominante. Fue
natural también pensar que la rama legislativa, al igual que las legislaturas
coloniales y el parlamento británico, debería constar de dos cámaras: no todo el
mundo creía en que debería existir un solo ejecutivo; pero se calló a los que
abogaban por un ejecutivo plural, recurriendo al ejemplo general de las colonias y
los estados.
La decisión de crear una legislatura de dos cámaras facilitó mucho el arreglo de
la disputa fundamental, aunque carente de realismo, que estalló en la Convención
acerca de los poderes de los estados pequeños y de los estados grandes. Los
estados pequeños afirmaron que, lo mismo que en la Confederación, tenían derecho
a una igualdad precisa con sus hermanos mayores; y que el pequeño Connecticut

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jamás debería ser pisoteado por el gran Nueva York, o la pequeña Maryland por la
gran Virginia. Los estados grandes afirmaban que el poder debería ser proporcional
al tamaño, a la población y a la riqueza.
Conforme a la componenda que finalmente se adoptó, a los estados pequeños
se les dio representación igual a la de los grandes en el Senado, pero en la Cámara
de Diputados las curules tendrían que basarse en la población. Respecto al
ejecutivo, la más grande dificultad estuvo en la manera de establecer el modo de su
elección. ¿El presidente debería ser elegido por el Congreso? Tal cosa determinaría
que fuera dependiente del poder legislativo, con lo que se alteraría el equilibrio de
poderes. ¿Se le debería elegir por votación popular? El pueblo de los Estados
Unidos estaba disperso sobre una extensión enorme y creciente, y las comunica-
ciones eran malas. Por consiguiente, sería difícil que la elección se concentrara en
uno o unos cuantos candidatos. Se efectuaría un gran número de elecciones y no
habría un solo hombre que consiguiera una mayoría de votos. Por consiguiente, se
decidió finalmente crear un colegio electoral, en el que cada estado tendría tantos
electores como senadores y diputados tuviera. Este sistema de ninguna manera
funcionó como lo habían pensado sus autores, pues éstos no previeron el desarrollo
de partidos políticos que tuvo lugar inmediatamente. En lo que respecta a la tercera
rama, la del poder judicial federal, los jueces deberían ser designados por el
presidente, por y con el consejo y el consentimiento del Senado, y serían vitalicios
mientras mantuvieran una buena conducta.
Cada una de las tres ramas era independiente y coordinada, y sin embargo cada
una de ellas tenía en las otras un contrapeso. Las leyes del Congreso no se
convertían en leyes hasta que los aprobara el presidente; el presidente, a su vez,
tenía que someter a aprobación del Senado muchos de sus nombramientos y todos
sus tratados, y podía ser juzgado y depuesto por el Congreso. El poder judicial
debía atender todos los casos comprendidos bajo las leyes y la Constitución y, por
consiguiente, tenía el derecho de interpretar tanto la ley fundamental como los
códigos. Pero el poder judicial era nombrado por el presidente y confirmado por el
Senado, y los jueces podían ser juzgados también por el Congreso. Puesto que los
senadores eran elegidos por las legislaturas estatales para un periodo de seis años,
puesto que el presidente era elegido por un colegio electoral, y puesto que los
jueces eran nombrados, ninguna parte del gobierno quedaba expuesta a la presión
pública directa, salvo la Cámara de Diputados del Congreso. Además, los
funcionarios del gobierno eran elegidos por una tan amplia variedad de periodos,
que iban desde lo vitalicio hasta los dos años, que un cambio completo de personal
sólo lo podía efectuar una revolución.
Al gobierno federal se le concedieron libre y plenamente poderes para fijar
impuestos, con lo que se le dieron los medios para pagar la deuda ya tan atrasada,
para restaurar su crédito y para recaudar un dinero aplicable al bienestar general.
Podía tomar dinero en préstamo, fijar contribuciones, impuestos y alcabalas
uniformes y promulgar leyes uniformes sobre bancarrota. Se le dio autoridad para

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acuñar dinero, determinar los pesos y medidas, conceder patentes y derechos de
autor y establecer oficinas de correo y caminos de posta. Se le facultó para reclutar
y mantener un ejército y una armada. Podía regular el comercio interestatal. Se le
confió la plena administración de las relaciones con los indios, de las relaciones
internacionales y de los asuntos de guerra. Si estallara "violencia interior" en
cualquier estado y la legislatura o el gobernador del mismo le solicitaran ayuda,
podría intervenir para restablecer el orden. Estaba facultado para promulgar leyes en
materia de naturalización de extranjeros. Como controlaba las tierras públicas, podía
reconocer la constitución de nuevos estados sobre la base de la igualdad con los
antiguos.
Debería tener su propia capital en un distrito que no midiese más de 25.9
kilómetros cuadrados. En pocas palabras, el gobierno nacional fue poderoso desde
un principio y no tardó en cobrar mayor fuerza todavía, gracias a las interpretaciones
que de la Constitución hizo la Suprema Corte. Esta fuerza fue una reacción natural a
la debilidad de la Confederación.
Sin embargo, los estados siguieron siendo fuertes. Conservaron todos los
poderes de gobierno local y regularon la mayoría de los asuntos de la vida cotidiana
de la población. Escuelas, tribunales locales, tareas de policía, los permisos para la
constitución de pueblos y ciudades, la formación de bancos y compañías por
acciones, el cuidado de puentes, caminos y canales, estos y muchos otros asuntos
quedaron en manos de los estados. Los estados debían decidir a quién dar el voto y
cómo efectuar las elecciones. Tenían a su cargo la protección de las libertades
civiles. Durante mucho tiempo, muchas personas se consideraron primero de Geor-
gia, de Pensilvania o virginianas antes que estadunidenses.
Finalmente, la Convención se enfrentó al problema más importante de todos:
¿cómo deberían hacerse cumplir las disposiciones de los poderes otorgados al
nuevo gobierno nacional? La vieja Confederación había poseído, nominalmente,
amplios poderes, aunque de ninguna manera suficientes. Pero, en la práctica, sus
poderes habían sido casi nulos, puesto que los estados no les hacían el menor
caso. ¿Qué podía hacerse para evitar que el nuevo gobierno tropezara con los
mismos obstáculos y rechazos precisamente? Al principio, la mayoría de los
delegados dio una y la misma respuesta: el uso de la fuerza. Virginia propuso que al
Congreso se le facultara para "lanzar la fuerza de la Unión contra cualquier
miembro... que no cumpliera con su deber conforme a los artículos de la misma".
Esto era un error teórico, pues la fuerza es un instrumento del derecho internacional.
En la práctica habría sido fatal, puesto que podría provocar la guerra civil. La
utilización de la fuerza habría quebrantado rápidamente la Unión con derramamiento
de sangre y mucha destrucción.
Entonces, ¿qué podría hacerse? A medida que avanzó la discusión, se fue
descubriendo un nuevo y perfecto expediente. El gobierno, se decidió, no debería
actuar sobre los estados en lo más mínimo. En cambio, debería actuar directamente

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sobre el pueblo de esos estados. Habría de legislar para y sobre todos los
residentes del país, haciendo caso omiso de los gobiernos de los estados.
La Convención adoptó como pieza clave de la Constitución el siguiente artículo
breve:
“Esta Constitución, y las leyes de los Estados Unidos que se deriven de la
misma, y todos los tratados concertados, o que hayan de concertarse, bajo la
autoridad de los Estados Unidos, serán la Ley Suprema del país; y los jueces de
todos los estados quedarán sujetos a ella, sin que importe nada de los que en
contrario existan en la Constitución o en las leyes de cualquier estado.”
Conforme a esta disposición, las leyes de los Estados Unidos eran obligatorias
en sus propios tribunales nacionales, a través de sus propios jueces y alguaciles.
Eran de cumplimiento forzoso también en los tribunales de los estados, a través de
los jueces estatales y de los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley en los
estados. Esta disposición le dio a la Constitución una vitalidad que de otra manera
jamás hubiera conseguido, y constituye, quizá, el mejor ejemplo de esa combinación
de sentido común e inspiración, de ingenio práctico y amplia visión, que caracterizó
al instrumento en su conjunto.
El lunes 17 de septiembre, la Convención tuvo su última reunión. Sólo tres de los
delegados presentes se negaron a firmar, y la mayoría de los miembros se
complació en hacerlo. El anciano Franklin rogó a los hombres a los que no les
gustaran algunos de los rasgos de la Constitución, que dudaran de su propia
infalibilidad un poco y aceptaran el documento.

LA RATIFICACIÓN

¿Ratificarían los estados la nueva Constitución? A muchos hombres comunes les


parecía estar repleta de peligros, pues ¿el gobierno central fuerte que establecía no
habría de tiranizarlos, oprimirlos con pesados impuestos y arrastrarlos a guerras
extranjeras? La Convención había decidido que cobraría vigencia tan pronto como
la aprobaran nueve de 13 estados. Antes de que terminara 1787, Delaware,
Pensilvania y Nueva Jersey la habían ratificado, pero ¿harían otro tanto otros seis?
Los autores del nuevo sistema experimentaron graves angustias al respecto.
La lucha en torno a la ratificación dio origen a la formación de dos partidos, el de
los federalistas y el de los anti federalistas; el de quienes estaban en favor de un
gobierno fuerte y el de quienes querían una simple liga de estados. La disputa se
libró en la prensa, en las legislaturas y en las convenciones estatales. Ambos
bandos esgrimieron apasionados argumentos. Los mejores fueron los de El
Federalista, escritos en favor de la nueva Constitución por Alexander Hamilton,
James Madison y John Jay, obra que se convirtió en un clásico del pensamiento
político.
Los tres estados en los que se libraron las más duras batallas fueron
Massachusetts, Nueva York y Virginia. En Massachusetts, el sólido respaldo de los

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que trabajaban en los astilleros, en las fundiciones y en otros talleres de Boston y
que reforzaron a los abogados, comerciantes y a buena parte de los granjeros, llevó
a la victoria a la Constitución. En Nueva York, la elocuencia de Alexander Hamilton
finalmente convenció a su principal rival en los debates, destruyó a las fuerzas
enemigas y consiguió la ratificación con una considerable mayoría. En Virginia, la
influencia de George Washington (poderosa en todas partes) y los sólidos
argumentos de Madison se llevaron el triunfo.
Hacia las fechas en que Virginia actuó finalmente, otros nueve estados habían
dado su aprobación, de manera que sin duda el gobierno se pondría en práctica;
pero el apoyo pleno del estado de donde era Washington se consideró
indispensable y se le recibió con alegría tumultuaria.
Se tomaron medidas para la elección del presidente y del Congreso y para que
empezara a actuar el nuevo gobierno en la primavera de 1789. En boca de todos los
hombres estaba el nombre del nuevo jefe del Estado, y George Washington fue
elegido presidente por unanimidad.
El 30 de abril, en presencia de una multitud inmensa, apareció en el balcón del
edificio federal en Wall Street para jurar su cargo. El canciller de Nueva York le tomó
el juramento, y después, volviéndose hacia la multitud, exclamó: "¡Viva George
Washington, presidente de los Estados Unidos!" Desde la multitud que lo
escuchaba abajo, se elevó un formidable clamor.

Dante A. Giorgio

* Resumen de: Breve Historia de los Estados Unidos, de Allan Nevins y Henry
Steele Commager con Jeffrey Morris, México, Fondo de Cultura Económica,
1994, pp. 67-85, 92-94,103-105 y 110-120.

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