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Miguel Ángel Monge (ed.

MEDICINA PASTORAL
Cuestiones de Biología, Antropología, Medicina, Sexología, Psicología y
Psiquiatría de interés para Formadores
COLABORADORES

Burggraf, Jutta
Doctora en Psicopedagogía, Universidad de Colonia,
Doctora en Teología, Profesora de Antropología, Facultad de Ciencias, Universidad de Navarra
Cervera Enguix, Salvador
Doctor en Medicina, Catedrático de Psiquiatría, Consultor Clínico y Director del Departamento de
Psiquiatría y Psicología Médica, Clínica Universitaria
Profesor Ordinario de Psiquiatría, Facultad de Medicina, Universidad de Navarra
de Castro Lorenzo, Purificación
Doctora en Medicina, Consultora Clínica, Departamento de Neurología, Clínica Universitaria
Profesora Adjunta, Facultad de Medicina, Universidad de Navarra
Gual García, Pilar
Doctora en Medicina, Profesora Adjunta de Psicología y Psiquiatría, Universidad Internacional de
Cataluña
Lahortiga Ramos, Francisca
Doctora en Psicología, Consultora Clínica, Departamento de Psiquiatría y Psicología Médica, Clínica
Universitaria
Profesora Adjunta, Facultad de Medicina, Universidad de Navarra
López García, Guillermo
Doctor en Medicina, Consultor Clínico y Director del Departamento de Ginecología y Obstetricia,
Clínica Universitaria
Profesor Agregado de Ginecología, Universidad de Navarra
López Moratalla, Natalia
Doctora en Ciencias, Catedrática de Bioquímica y Biología Molecular, Directora del Departamento
Interfacultativo de Bioquímica, Facultad de Medicina, Universidad de Navarra
Schlatter, Javier
Psiquiatra, Colaborador Clínico, Departamento de Psiquiatría, Clínica Universitaria, Universidad de
Navarra
Zapata García, Ricardo
Doctor en Medicina, Consultor Clínico, Departamento de Psiquiatría y Psicología Médica, Clínica
Universitaria, Universidad de Navarra
Profesor Agregado de Psiquiatría y Psicología Médica, Facultad de Medicina, Universidad de
Navarra
PRÓLOGO

A lo largo de veinte años de trabajo como capellán de un hospital,


cuando algún enfermo conoce casualmente mi anterior condición de médico
y me pregunta si este hecho ha supuesto alguna ayuda en mi tarea pastoral,
he respondido afirmativamente, aunque añadiendo inmediatamente que no
me ha sido imprescindible. En realidad, para cumplir su tarea, el capellán
sanitario –y con mayor razón, cualquier otro sacerdote– no necesita un
bagaje abundante de conocimientos médicos o psicológicos. Ciertamente,
en el caso de los capellanes sanitarios, la experiencia del trato con los
enfermos, los médicos, las enfermeras y demás trabajadores del hospital,
aunque sea muy profano en la materia, se va familiarizando poco a poco
con las nociones básicas de Medicina, términos del argot hospitalario, etc.,
alcanzando un nivel suficiente para desenvolverse con soltura en su trabajo.
Sin embargo, es conveniente que el pastor de almas, o agente de pastoral
(que actúa en una parroquia rural o de una gran ciudad, en un centro de
enseñanza media o en una residencia de personas mayores; o en cualquier
otro encargo), posea algunos conocimientos básicos de Medicina, de
Psicología y de Psiquiatría. Efectivamente, la tarea pastoral (tanto a la hora
de aconsejar en asuntos espirituales como cuando se plantean cuestiones
éticas) presupone algunas nociones sobre esas materias. Por ejemplo, será
difícil acertar en un criterio ético relacionado con la supresión o no de un
medio terapéutico extraordinario o desproporcionado en un enfermo
hospitalizado, si se desconocen algunos elementos de la enfermedad
terminal o de cuidados paliativos; como resulta problemático atender
espiritualmente a enfermos depresivos o escrupulosos, desconociendo
algunos rasgos psicopatológicos de la personalidad de estos pacientes.
Desde hace más de un cuarto de siglo han desaparecido del mercado
editorial –al menos en el de lengua castellana– los textos de Medicina
pastoral [1]; existieron anteriormente manuales útiles y de altura que no se
han actualizado respecto a las cuestiones de nuestra época. También ha
desaparecido la «Medicina pastoral» como disciplina de los planes de
estudio en las Facultades de Teología. Se ha considerado quizá que la
Bioética podría responder a esa necesidad, pero lo hace sólo a medias.
Entiendo que la Medicina pastoral es distinta –y se encuentra a un nivel
diferente– de la Bioética, ya que ésta estudia temas concretos del quehacer
médico, pero en su aspecto más estrictamente ético y juzgando en la línea
de lo posible, en zonas a veces fronterizas con aquélla. La Medicina
pastoral pretende ofrecer a todo pastor de almas unos conocimientos
médico-biológicos elementales, que hoy se consideran necesarios para el
ejercicio habitual de su ministerio, y no sólo ante situaciones especiales.
Comparto la idea de que el sacerdote no puede convertirse en un
especialista: psicólogo, sociólogo, antropólogo [2]. Esto, sin embargo, no
exime de conocer algunos elementos de Antropología, Medicina o
Psicología. Así lo enseña el Magisterio de la Iglesia, al recordar que al
sacerdote «pueden ser de gran utilidad las llamadas ciencias del hombre,
como la sociología, la psicología, la pedagogía, la ciencia de la economía y
de la política, la ciencia de la comunicación social» [3]. Ello es así porque
«su tarea es la de servir a la verdad y a la justicia en las dimensiones de la
temporalidad humana, pero siempre dentro de una perspectiva que sea la de
la salvación eterna» [4]. Por ello, afirma el Papa, «ésta tiene en cuenta las
conquistas temporales del espíritu humano en el ámbito del conocimiento y
de la moral, como ha recordado admirablemente el Concilio Vaticano II
(Gaudium et Spes, nn. 38-39.42), pero no se identifica con ellas y, en
realidad, las supera» [5].
La dificultad estriba en determinar esos imprescindibles conocimientos
básicos, en señalar qué es lo elemental que interesa conocer, y evitar un
eruditismo superfluo. Con este libro pretendo afrontar este objetivo nada
sencillo.
Frente a tal dificultad, podría haber indicado un elenco de obras sobre los
temas médicos útiles para el «pastor de almas»: obras generales, y, la mayor
parte, monografías. Quizá ésta haya sido la práctica habitual de muchos
sacerdotes cultos que, con paciencia y tesón, han completado su propia
biblioteca para estar al día y así responder a las cuestiones que se les
plantean en su ministerio. La bibliografía que se ofrece al final de cada
capítulo, servirá a este propósito [6]. Pero, con el consejo y la ayuda de
buenos profesionales, he optado por la tarea laboriosa y arriesgada de
escribir un libro específico acerca de esta materia. El lector juzgará sobre el
acierto de mi intento.
Si se examinan libros de Medicina pastoral, aun observando notables
diferencias entre ellos, se descubren también elementos comunes.
Efectivamente, muchas cuestiones se mantienen inalterables a pesar del
transcurso del tiempo; son aquellas que arraigan en las capas más profundas
del ser humano y que no cambiarán: pensemos en el valor de la vida
humana, la dignidad de la persona, el respeto del enfermo y de toda
minusvalía, la bondad del sexo, etc. Pero otros muchos temas han ido
surgiendo al filo del vertiginoso desarrollo de la ciencia médica durante los
últimos 50 años, como sucede, por ejemplo, con la reproducción asistida, la
donación, la manipulación genética, la terapia génica, etc. Otros son
consecuencia de progresiva maduración en conceptos ya sedimentados,
como sucede con la nueva clasificación de enfermedades psiquiátricas o la
actitud frente a diversas alteraciones de la conducta (sirvan de ejemplo, la
anorexia, la bulimia, la cleptomanía, etc.). A todos ellos tendremos que dar
respuesta.
He conversado con muchos colegas, capellanes de hospital y profesores
de Teología. También he dialogado con profesores de ciencias médicas y
biológicas (basta ver la amplitud de colaboradores de este libro) y he
procurado indagar las inquietudes de muchos sacerdotes jóvenes (algunos
con una anterior profesión civil de abogado, filósofo, ingeniero, etc., otros
licenciados en Teología o en Derecho canónico), para descubrir cuáles
podrían ser esos temas y su interés.
Con tales apoyos, he abordado una obra de conjunto en la que se ofrece
un desarrollo –lo más claro y sencillo posible– de temas médicos y
psiquiátricos, entre los cuales se afronten, por ejemplo, problemas en
relación con la eutanasia, las drogas, el empleo de anticonceptivos, la
caracteriología del hombre y de la mujer, el modo de comportarse con los
enfermos depresivos o escrupulosos; asuntos más «técnicos», como la
GIFT, la impotencia sexual, la frigidez o la transexualidad; o cuestiones
más simples, ya sabidas, pero que a veces permanecen un tanto difusas,
como el conocimiento de la anatomía o fisiología de la reproducción, etc.
Soy consciente de que la Medicina es una ciencia en continuo y gradual
crecimiento, desde los ritos mágicos del hombre primitivo hasta la ciencia
especializada y técnicamente tan compleja de hoy. Basta comparar, por
ejemplo, la «anestesia» del siglo XIII (inhalación de humos de diferentes
hierbas, o ingestión de productos intoxicantes) con la anestesia actual,
viendo la eficacia de una ligera dosis intravenosa de dipriván, fácilmente
metabolizable.
Piénsese igualmente en los más sofisticados elementos de la actual
Medicina: ecografía, TAC (tomografía axial computarizada), RM
(resonancia magnética), PET (tomografía por emisión de positrones), etc.
No es mi propósito poner al día en todos los asuntos técnicos. Si esto resulta
muy difícil para un profesional de la Medicina, resultará imposible para los
demás. Los progresos de la Psiquiatría, con más interés para nuestro
propósito, serán tratados con mayor detenimiento. Así se encontrará en
estas páginas un conjunto de conocimientos ya sedimentados de
Antropología, Biología, Medicina, Psicología, y Psiquiatría con la única
pretensión de que puedan servir de ayuda en la tarea pastoral.
Este libro responde también a otro propósito. La enseñanza moral del
Magisterio de la Iglesia ha sido a veces mal entendida, al ser acusada de no
tener en cuenta las aportaciones de las ciencias humanas (Psicología,
Sociología, Etnología, Ciencias de las religiones, etc.). Nadie niega hoy que
tales ciencias constituyen una valiosa ayuda para la Teología, el Derecho
canónico y la Doctrina moral de la Iglesia [7]. Pero parece conveniente
matizar, delimitando sus campos propios y evitando deslumbramientos
pasajeros.
En primer lugar, se observa que algunas de esas ciencias están todavía en
pleno proceso de maduración, a veces en un estadio experimental y con
frecuencia tienden a extrapolar sus conclusiones. Son muy útiles porque, al
considerar nuevos aspectos de los problemas humanos, ayudan a conocer
mejor al hombre. Siempre convendrá mantener una sana actitud crítica, ante
su tendencia a la extrapolación.
Por otro lado, se advierte una frecuente tendencia a valorar
excesivamente esas ciencias. Como, por ejemplo, afirmaciones de este tipo:
«la dimensión ética no puede concebirse con independencia de las
exigencias biológicas», o «las pautas morales deben edificarse sobre los
avances científicos». Según tales propuestas, parece que la perspectiva
biológica debe ser principio configurador de muchos de los contenidos
concretos de la ética. Aserto que nos parece razonable sólo si se respeta el
estatuto epistemológico de las ciencias. Es verdad que las ciencias,
experimentales o no, pueden arrojar luz sobre los comportamientos
humanos [8], pero eso no justifica cambiar la norma moral, sino en todo
caso motivará una comprensión de la persona [9]. En muchos de estos
planteamientos late la convicción de que un mejor conocimiento de las
ciencias humanas, ayudará sin duda a los cultivadores de las ciencias del
espíritu, a la hora de ofrecer soluciones éticas o pastorales. Esto es
justamente lo que aquí nos proponemos: un conocimiento riguroso de un
conjunto de aspectos de la ciencia médica que puede ser de utilidad en la
tarea del pastor de almas. En ese sentido, resulta obvio que la Medicina es
una ciencia, en parte consolidada, y siempre en continuo progreso.
Una última consideración. He tenido la suerte de contar con la
colaboración de muchos profesores de la Universidad de Navarra, en la que
desarrollo mi tarea como capellán de su Clínica Universitaria y en la que,
ocasionalmente, he impartido clases de Teología para universitarios (en la
Escuela de Enfermería y en la Facultad de Farmacia). Varios profesores han
redactado o han colaborado en la redacción de diversos capítulos. Mi
agradecimiento a Jutta Burggraf, de la Escuela Universitaria de Enfermería
(capítulo I), a Natalia López Moratalla, de la Facultad de Ciencias (capítulo
II), a la doctora Purificación de Castro, neuróloga (capítulo VI), y al
Departamento de Psiquiatría de la Clínica Universitaria de Navarra (los
doctores Salvador Cervera, Ricardo Zapata y Javier Schlatter, y las doctoras
M.ª Pilar Gual y Paquita Lahortiga), por sus aportaciones en los capítulos
IX, X, XI y XII, en los cuales debo también sugerencias muy interesantes a
los doctores Jorge Plá y Felipe Ortuño, del mismo departamento. Agradezco
al doctor Guillermo López, director del Departamento de Ginecología, sus
valiosas aportaciones y los dibujos para la redacción de los capítulos
dedicados al matrimonio y la sexualidad (capítulos VII y VIII). Agradezco
igualmente las sugerencias de Rafael Jordana, profesor de Zoología y
Ecología de la Facultad de Ciencias, y de los doctores Ignacio Lucas,
profesor y consultor de Medicina Interna, y Pablo Monedero, director del
Servicio de Anestesiología de la Clínica Universitaria; la ayuda recibida de
Miguel Ángel Martínez y Jokin de Irala, profesores de Epidemiología y
Salud Pública en la Facultad de Medicina, y de Augusto Sarmiento,
profesor de Teología Moral. Bien puedo afirmar, sin ninguna clase de
retórica, que sin esa colaboración de los médicos de la Clínica Universitaria
y los demás profesores de la Universidad de Navarra, no hubiese sido
posible este libro. A todos, mi más sincero agradecimiento. Agradecimiento
que incluye también a los otros capellanes de la Clínica Universitaria, por
sus acertadas sugerencias y por su ayuda en algunas ocasiones, al
«descargarme» de trabajo en las tareas propias de la Capellanía para dedicar
tiempo a este libro.
Mucho debo sobre todo a mi antiguo colega en tareas docentes y buen
amigo Jesús Ferrer, doctor en Medicina y en Teología, lector paciente del
manuscrito, por sus valiosísimas observaciones y sugerencias. Vaya,
finalmente, mi agradecimiento a José Antonio Vidal-Quadras, profesor de
Proyectos Periodísticos en la Facultad de Comunicación de la Universidad
de Navarra, por sus atinadas correcciones de estilo; a Freddy Beltrán, por su
ayuda en los procesos informáticos y a Enrique Jurado, en la corrección de
pruebas.
MIGUEL ÁNGEL MONGE
Valle de Belabarce, Pirineo Navarro,
16 de diciembre de 2001
INTRODUCCIÓN

1. Concepto de Medicina pastoral

La llamada tradicionalmente Medicina pastoral no constituye


propiamente una rama o especialidad de la Medicina, aunque su fin sea el
mismo de las ciencias médicas: el estudio del hombre, sano o enfermo. Lo
específico de la Medicina es el «arte de curar» y aquí nos interesa la «cura»
en otro sentido: lo que suele denominarse «cura de almas», que más
adelante explicaremos.
Tampoco es una mera aplicación a la Medicina de las cuestiones ético-
morales que se plantean en su ámbito. Ya hemos comentado que esa tarea
corresponde a la Bioética, ciencia en pleno desarrollo en la actualidad.
La Medicina pastoral es, más bien, la aplicación de los conocimientos
médicos a los problemas que se le plantean en la práctica al «pastor de
almas» o «agente de pastoral». Resulta innecesario advertir que cuando
hablamos de almas lo hacemos en sentido analógico, puesto que nunca se
trabaja con almas sueltas, que no existen en la tierra separadas del cuerpo,
sino con personas, compuestas de alma y cuerpo, sean hombres o mujeres,
niños, adultos o ancianos, sanos o enfermos.
El profesor Soria –de quien aprendí las nociones fundamentales en esta
materia– propone la siguiente definición de la Medicina pastoral: «Ciencia
que estudia –a la luz de la fe y de la ciencia médica, y con fines prácticos
pastorales– un conjunto de problemas de Antropología y de Medicina, que
manifiestan una íntima conexión con la dimensión ético-teológica de la vida
humana» [1]. Pienso que quizá no es tanto una ciencia, aunque así se
defina, sino una especie de prontuario, que recoge los conocimientos
médico-psicológicos que son necesarios al pastor de almas. En efecto, todo
agente de pastoral, con la misión de ser mediador entre Dios y los hombres
(cfr. 2 Tim 2, 5), debe ser «pastor», es decir, consejero, asesor y, puesto que
su tarea consiste también en orientar, escuchar o corregir, dar luz y paz,
necesita conocer aquellas cuestiones médicas que se relacionan con la
aplicación práctica de algunos principios de Teología Moral y espiritual. A
modo de ejemplo, señalamos algunas:
– problemas psicológicos o psiquiátricos en relación con el carácter, el
temperamento o la enfermedad;
– conocimiento adecuado de la sexualidad humana: su ejercicio normal y
sus manifestaciones patológicas;
– análisis del grado de responsabilidad moral que conllevan
determinadas enfermedades psiquiátricas;
– implicaciones ascéticas de la crisis de la pubertad, la menopausia, el
climaterio, la jubilación, etc.,
– influjo de las pasiones en la vida moral de la persona, etc.
No faltan autores que sugieren como nombre más apropiado el de
Antropología Médico-pastoral o simplemente Antropología Pastoral. Pero
para delimitar su objeto conviene tener en cuenta lo siguiente. La Medicina
pastoral –o como quiera que se la llame– se dirige, primordialmente, no al
médico, sino al agente de pastoral. No es Pastoral médica, sino Medicina
pastoral.
Dejando de lado la cuestión del título, se pretende en estas páginas
ofrecer unos conocimientos médicos, útiles al agente de pastoral; necesarios
para formarse un juicio sobre los actos morales de la persona que le pide
ayuda. Por eso hemos decidido mantener –con todas sus limitaciones– el
título de Medicina pastoral, consagrado por el uso.

2. Breve reseña histórica

La Medicina pastoral es una disciplina relativamente reciente, aunque ya


desde el siglo XVII se comienzan a tomar en consideración algunas
cuestiones. Famosas son las Decretales del Papa Gregorio IX (siglo XIII) en
relación con el peritaje médico para casos de impotencia [2]. Digna de
mención es también la obra del P. Zacchia sobre Quaestiones medico-
legales, publicadas en la primera mitad del siglo XVII, y vigente hasta el
siglo XIX. Pero hasta finales del siglo XIX y comienzos del XX no
aparecen los primeros tratados de Medicina pastoral. Recordamos tres obras
que fueron muy consultadas en su tiempo y que siempre conservarán
conceptos perennes:
– Von Olfers, Pastoral Medizine, Herder, Frigurgo 1881.
– C. Cappellmann, Medicina Pastoralis, París 1883, Padeborn 1923.
– P.J.C. Debreyne, Teología Moral en sus relaciones con la Fisiología y
la Medicina, Barcelona 1858.
En el siglo XX aparecen muchos estudios, con enfoques diversos,
aunque algunos se parecen más a tratados de moral médica. Por su interés
histórico destacamos los siguientes:
– I. Antonelli, Medicina Pastoralis in usum confesarium, professorum
theologiae moralis et curiarum ecclesiasticarum, Roma 1932.
– C. Capellmann-W. Bergmann, Pastoral-Medizin, Padeborn 1923.
– E. Delorenzi, Manuale di Medicina Pastorale, Marietti, Turín 1967.
– I. Pujiula, De Medicina Pastorali, Marietti, Turín 1945.
– A. Niedermeyer, Compendio de Medicina Pastoral, Herder, Barcelona
1961; también, Compendio de Higiene pastoral, Barcelona 1956.
– H. Blees, Pastoral Psiquiátrica, Razón y Fe, Madrid 1957. Este autor
trata con acierto diferentes enfermedades del espíritu (nerviosas o
psíquicas), la dirección espiritual de sujetos considerados «anormales» y
deslinda posibles estados sobrenaturales, en almas extraordinarias, de
síntomas enfermizos anormales.
– J.A. del Val, Introducción a la Antropología Pastoral, Sal Terrae,
Madrid 1967.
– J.L. Soria, Cuestiones de Medicina Pastoral, Rialp, Madrid 1973.
– G. Hagmaier-R.W. Gleason, S.J., Orientaciones actuales de Sicología
Pastoral, Sal Terrae, 3.ª ed., Santander 1964. La primera edición apareció
en Estados Unidos en 1959. Está escrito por dos sacerdotes católicos, uno
psiquiatra y otro moralista, que pretenden incorporar a la moral católica los
progresos de la psicología de la época.
La Editorial Razón y Fe lanzó una colección con el título de «Psicología,
Medicina, Pastoral», con algunas obras interesantes, como la citada de
Blees y otras. Pero a partir de 1970, por causas a las que hemos aludido en
el prólogo, se pone fin a esta producción, al menos en la literatura de lengua
castellana. A comienzos del nuevo siglo, queremos contribuir con una obra
que, inspirada en todos los autores que nos han precedido y tratando de
recoger cuanto de valioso han aportado, sea capaz de lograr una síntesis
incluyendo los progresos de los últimos treinta años.

3. Contenidos y esquema general

Es prácticamente imposible hacer una relación completa de temas


susceptibles de un estudio médico-pastoral, porque caben todas las
cuestiones. Recordamos que los antiguos autores hablaban de una Medicina
pastoral general, que comprendía las nociones elementales de Anatomía,
Fisiología y Psicología, y de una Medicina pastoral especial, que estudiaba
temas concretos, como los siguientes:
a) Cuestiones de Antropología relacionadas con la Moral o la Ascética:
temperamento y carácter, pasiones y emociones, sexualidad normal y
patológica, etc.
b) Antropología diferencial, con particular atención a las circunstancias
psicobiológicas a las que está sometida la persona: parámetros cronológicos
(infancia, adolescencia, juventud, madurez, vejez [3]), polaridad
enfermedad/salud, celibato/matrimonio, hombre/mujer, etc.
c) Problemas relacionados con la administración de los sacramentos:
Bautismo (de fetos o de monstruos), Matrimonio (problemas de impotencia
o esterilidad), Sacerdocio (idoneidad de los candidatos), Unción de
enfermos (diagnóstico de muerte, muerte aparente).
d) Cuestiones concretas de la práctica médica (aborto, trasplantes,
eutanasia, etc.) o de investigación en Biología (lo que actualmente estudia
la Bioética).
Pues bien, sin pretensiones de exhaustividad, se ofrece en esta obra un
conjunto de cuestiones de Medicina, Psicología y Psiquiatría que pueden
servir al fin que nos hemos marcado.
El texto se estructura en 14 capítulos que quieren dar respuesta a las
cuestiones que hemos mencionado.
El capítulo I pretende ofrecer una fundamentación a toda la obra,
inspirada en un enfoque antropológico de tipo personalista, que ayude a un
tratamiento profundo de conceptos como corporeidad, sexualidad,
integridad e identidad personal, etc.
El capítulo II analiza algunas cuestiones previas acerca de la vida
humana, su origen y comienzo, con especial atención a los últimos datos de
la Biología en relación con la hipótesis evolucionista.
Los capítulos III-VIII desarrollan temas clásicos de Medicina pastoral:
cuestiones sobre la vida y la muerte, salud y enfermedad, sexualidad y
matrimonio, con sus logros innegables y las sombras que conllevan (aborto,
eutanasia, eugenesia, etc.).
Hay 4 capítulos (IX-XII) dedicados a Psicología y Psiquiatría, que
incluyen muchas cuestiones antiguas y nuevas de este apasionante campo:
desde la Psicología evolutiva y diferencial (2 capítulos), con una particular
atención a la psicología diferencial hombre-mujer, hasta la psicopatología
de la sexualidad (disfunciones sexuales, alteraciones de la cualidad objetiva
del impulso sexual, etc.). En esta materia, el capítulo XII me parece
decisivo, con un planteamiento moderno de la Psiquiatría, que tal vez pueda
desconcertar a algún lector, al ver modificada la terminología tradicional –y
no sólo ella– de las enfermedades psiquiátricas por un planteamiento más
novedoso, en el que –junto a los temas clásicos, como la depresión, los
escrúpulos, etc.– aparecen cuadros nosológicos desconocidos en los
tratados antiguos: anorexia, bulimia, cleptomanía, ludopatía, etc.
Es novedad también el capítulo XIII, relacionado con el desarrollo de la
Medicina de los últimos años. En él se contemplan tanto aspectos éticos de
recientes temas específicamente médicos (consentimiento informado,
«hospitalismo», valoración moral de los recursos terapéuticos de la
Medicina de vanguardia, etc.) como la presencia de diversos modos de
enfermar (y los problemas éticos que eso conlleva) en la época actual (el
enfermo estresado, el adicto a medicamentos, el drogodependiente) o, en
otros casos, ocasionados paradójicamente por el mismo desarrollo de la
Medicina (enfermos crónicos, oncológicos, trasplantados, hemodializados,
etc.).
Se concluye con un tema típico: la Pastoral de los sacramentos, donde a
las cuestiones ya clásicas (Bautismo o Confirmación de urgencia) hemos
añadido otros más novedosos (los Sacramentos en las UCI, la prescripción
médica del ayuno antes de cualquier intervención quirúrgica, etc.).
Al final, para facilitar la tarea de lectura, se incluye índice alfabético, por
temas y por autores.
CAPÍTULO I
BASES ANTROPOLÓGICAS DE LA
MEDICINA:
ANTROPOLOGÍA CRISTIANA

Jutta Burggraf
La reflexión sobre el hombre es una tarea permanente del saber. Al
querer explicado aparecen términos como enigma, misterio, sentido,
verdad, problema, etc. A la pregunta ¿qué es el hombre?, se responde de
diversas maneras: un autómata de reflejos, un mecanismo de instintos, un
animal en pie... La visión cristiana trasciende estas doctrinas. No ve al
hombre solamente desde abajo, como un producto de la herencia y del
mundo de su alrededor. Lo mira desde arriba, desde Dios, quien le llama a
la existencia y le quiere «por sí mismo» [1]. Para la teología, el «misterio»
del hombre se enmarca y queda iluminado en el misterio de Dios, y más
concretamente en el misterio de Cristo [2].
Según la definición clásica (de origen aristotélico), el hombre es zoon
politikon, «animal racional». Esta definición fue acogida por la tradición
filosófica medieval y ha pasado –a pesar de algunas críticas– al
pensamiento moderno. Muestra acertadamente la doble composición del ser
humano, los dos elementos que entran en su constitución: lo corporal y lo
espiritual, en plena y completa unidad. Sin embargo, no parece oportuno
utilizar esta definición en nuestros días, porque puede llevar a equívocos: el
hombre no es un animal, por elevado que sea éste [3]; y su realidad es
demasiado compleja para encerrarla en una definición escueta.
Los Padres de la Iglesia llamaron al hombre «un ser viviente capaz de ser
divinizado» [4]. Esta descripción al menos señala dos aspectos que parece
importante recordar: apunta a la grandeza y al misterio del hombre. La
exigencia, siempre actual, de «aceptarse a sí mismo y a los demás», desde
la fe: descubrir y reconocer su propio misterio, y el de los otros.

1. EL HOMBRE COMO IMAGEN DE DIOS

El punto de partida para nuestra visión del hombre es la obra de la


Creación. Los cristianos creemos que el amor divino está en el origen y en
el mantenimiento de toda la naturaleza; y está, de un modo muy particular,
en el origen y en el mantenimiento de cada hombre. El mismo hecho de ser
hombre quiere decir: ser querido por Dios. El amor divino penetra tan
profundamente al hombre que éste nos es revelado como una «imagen de
Dios» [5]. Algunos teólogos llegaron a elaborar, a partir de ahí, que el
hombre es un verdadero y propio lugar teológico; es decir, que Dios se da a
conocer de un modo muy especial justamente en él.
Pero la fe cristiana no nos ofrece solamente una nueva comprensión de
Dios que se acerca a los hombres y vive, en la unidad de tres Personas, una
vida eterna de amor y donación [6]. Nos ofrece también una nueva
comprensión del hombre, esencialmente distinta a todas las demás ideas que
circulan por el mundo. Cabe preguntarse, entonces: ¿qué significa para el
hombre ser imagen de Dios?

1.1. Marcado por el Espíritu

Por ser imagen de Dios, «el ser humano tiene la dignidad de persona: no
es solamente algo, sino alguien» [7]. Es capaz de conocer y amar. Tiene
profundidades impensadas de entendimiento, libertad y creatividad. Es
alguien, en definitiva, cuya dignidad está fundamentada en Dios.
Tradicionalmente se ha dicho con frecuencia que una dimensión del
hombre, la más noble, es la imagen divina, que radicaría en el alma y no en
el cuerpo. Esto ha llevado a no pocos autores cristianos a una marcada
tendencia dualista. Algunos recordarán frases como: «a Dios le interesan
todas las almas», o el hablar de «pecados de la carne» y «pecados del
espíritu»... Hoy se ha superado en buena parte esta forma de expresión
dualista. Todo el ser humano, con su alma y su cuerpo y sus posibilidades
de acción, es imagen de Dios. La imagen divina es constitutiva del hombre,
pertenece a la misma estructura de su ser. No es algo añadido. Dios no crea
al hombre, y luego le da su imagen. El hombre no tiene una imagen de
Dios, sino que es imagen de Dios desde el principio.
Toda la existencia humana es una existencia en el cuerpo. La
Encarnación de Cristo es un rotundo sí al cuerpo. Dios ha querido ser
reconocido de una figura corporal: nació de una mujer, trabajó, se sintió
cansado, lloró por la muerte de un amigo; quiso recrearse en la belleza de
los campos cuajados de flores... También la gracia sobrenatural alcanza al
cuerpo; lo hace de un modo manifiesto, por ejemplo, en las virtudes de la
templanza, en la castidad, en la fortaleza, etc. Enseña el Beato Josemaría
Escrivá que «el auténtico sentido cristiano –que profesa la resurrección de
toda carne– se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin
temor de ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un
materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos
cerrados al espíritu» [8].
La Tradición de la Iglesia, oriental y occidental, da todavía un paso más
en esa imagen divina. Es unánime al designar al Espíritu Santo como
«iconógrafo» afirmando que es él quien imprime al hombre la imagen
divina: le hace ser imagen divina [9]. De modo que «el hombre, en su
condición actual no es ya sólo psíquico (dotado de vida natural), sino
espiritual (animado por el Espíritu Santo) (cfr. 1 Cor 15, 44 ss.)» [10]. Esto
significa que cada hombre participa por su misma naturaleza, de un modo
muy singular, de la luz y de la fuerza del Espíritu Santo, quien desempeña
un papel primario en su formación [11].
Si el hombre vive, se debe, pues, a una acción particular del Espíritu. Por
tanto, cuando en el lenguaje cristiano se habla de la «vida espiritual» del
hombre, no se entiende referido simplemente a una vida superior, en
contraposición a la corporal o biológica. «Todo el hombre es espiritual,
vive en el Espíritu y por el Espíritu de Dios» [12]. Lleva en sí un misterio
que jamás llegará a agotar. A partir del momento en que lo pensamos como
imagen de Dios, «el hombre excede infinitamente al hombre» [13].
Como el Espíritu divino siempre es completamente original y libre
(«soplando donde él quiere»), también la imagen que realiza participa de
estas características. Cada hombre es original y único. Con cada
nacimiento, algo singularmente nuevo comienza en el mundo. Lo nuevo,
dice Hannah Arendt, «siempre aparece en forma de milagro» [14]. Nadie
sabe cómo va a evolucionar, qué llegará a ser, para qué utilizará sus
capacidades. Es propio del hombre cierta autoteleología: no sólo está
dotado de la facultad de proponerse un fin, sino también de ser, en cierto
modo, su propio fin [15]: está llamado a realizarse a sí mismo. Aspira a
desarrollar los propios talentos y a madurar en la totalidad de su
personalidad. Puede llegar a hacer algo realmente grande de su propia
existencia, de sí mismo. Cabe esperar de él lo inaudito, lo inesperado.

1.2. Llamado a la comunión

Pero la imagen de Dios no se da sólo en el hombre en particular; se


refleja también en las relaciones humanas de comunión y amor [16]. «Si
consideramos al individuo en sí, entonces llegaremos a ver tanto del
hombre como vemos de la luna; sólo el hombre con el hombre es una
imagen cabal» [17]. A semejanza de la vida íntima de Dios, la persona
humana se realiza en el amor, en la donación a los demás. Dios es Amor; y
el hombre, su imagen, ha sido creado para dar testimonio de ese Amor, para
salir de sí mismo y abrirse a los demás. Se puede, incluso, decir que su
autorrealización más profunda consiste en ayudar a los demás a ser ellos
mismos.
El hombre es, en cierto modo, su propio fin y, a la vez, se trasciende,
mirando a otras personas y de modo pleno a Dios, a las cuales quiere amar
y para las cuales quiere vivir. «En esto se manifiesta el carácter social del
hombre: necesita otros seres como él [...] Las relaciones interpersonales
pertenecen al “ser” del hombre [...] Hacen crecer al hombre como hombre,
lo enriquecen y forman parte del designio creador de Dios, que no quiere
que el hombre esté solo» [18].
La persona humana es un ser en sí y un ser con otros y para otros,
imagen de Dios Trino que se nos revela como relación, don y entrega.
Solamente en la relación con otra persona es capaz de conocerse a sí mismo
y de encontrar la plena realización de su personalidad [19]. Corresponde a
su estructura intrínseca vivir en relación [20]. La amistad, el amor, la
preocupación por otros y la participación en el destino de los demás no son
algo casual, decorativo, y al fin y al cabo superfluo para la persona humana,
sino que son absolutamente imprescindibles para la maduración espiritual y
la felicidad. Si una persona no es capaz de relacionarse con los demás, si no
es capaz de hacer y mantener una amistad, padece una deficiencia seria, y
es preciso buscar la causa, que puede ser una enfermedad de origen
corporal, psíquico o espiritual.
En la misma medida en que la persona se considera a sí misma una meta
[21] y anhela llegar al despliegue de la propia personalidad, es cierto que
solamente llega a realizarse, si es un «don» para el otro, como dice el Papa
Juan Pablo II [22]. Naturalmente, se refiere aquí a una entrega con
responsabilidad y sensatez. La entrega nunca debe ser mal interpretada,
como si se tratara de ponerse a disposición de otro de manera que se sea un
medio para que esa otra persona alcance su fin. El hombre nunca debe
comprender ni a los demás ni a sí mismo como medio, sino como fin en sí.
La persona humana es llamada a vivir en comunión con otros, y para
otros. La auténtica comunión es desinteresada; no tiene más objetivo que la
otra persona en cuanto que es tal [23]. Es acción y reacción, llamada y
respuesta al mismo tiempo. Consiste en dar y recibir. Pues al recibir, se
enriquece, fortalece y hace feliz también al otro, dado que la receptividad
en sí es ya uno de los mayores dones que se le puede hacer a otra persona.
La receptividad también apunta a una actividad, pero a una actividad que
acepta, interioriza y está al servicio de la profundización de la actividad del
otro. Aparte de todo eso, sólo se puede comprender íntegramente la
receptividad, reconociendo en ella una manera especial de actividad, de
expresión, de creatividad.
Pero el hombre no sólo está llamado a la comunión con sus iguales.
Desde su nacimiento, es invitado a un diálogo amoroso con Dios, y tiene
toda la vida por delante para responder a esa invitación [24]. Su existencia
es vocación y respuesta a la vez.

2. LA UNIDAD DE LA PERSONA HUMANA

Cuando afirmamos que el hombre es imagen de Dios, no nos referimos al


alma como algo separado del cuerpo u opuesta a él, sino a toda la persona
humana. Sin embargo, esta persona representa como un «límite» entre el
mundo material y espiritual [25]. Está viviendo en el tiempo y respirando ya
en la eternidad; está sumergida en el mundo visible, y lo trasciende a la vez.

2.1. Corporeidad y espiritualidad

Se ha llamado al hombre, con razón, «un espíritu en el cuerpo» [26].


Pero el cuerpo no es entendido como una cárcel o tumba para el espíritu
humano, de la que sería preciso escapar, tal como sostenían los platónicos y
pitagóricos. Es visto, más bien, como la realidad material y sensible que es
actualizada por un principio espiritual, que es el alma. Ambas magnitudes
son inseparables. Una vez que se unen, forman una sola sustancia. De ahí
que se afirma que el hombre es un compuesto sustancial de cuerpo y alma
(una «unidad sustancial»). El alma es la fuerza configuradora del cuerpo
(«forma corporis»); vivifica y estructura la materia para que sea un cuerpo
humano, y se mezcla y funde tan estrechamente con éste, que sólo juntos
constituyen una existencia.
El alma es aquello «por lo que primeramente vivimos, sentimos, nos
movemos y entendemos» [27]. Es el principio de todas las operaciones,
tanto somáticas como psíquicas y espirituales, y, en cuanto tal, está en todo
el cuerpo y en cada una de sus partes. Una vez unida al cuerpo ya no hay
más que una sola sustancia responsable de todos los actos del hombre [28].
Dicho esto, podemos obtener cierta luz sobre las relaciones concretas
entre alma y cuerpo, mente y cerebro. El hecho de que algunos se plantean
estas interacciones mutuas como un problema, indica que, en el fondo, se
parte de una concepción dualista. El cerebro no es materia sólo (mientras
pertenece a un ser vivo) ni la mente es algo desencarnado. El cerebro, como
el estómago, están animados por el mismo principio. Por esto se ha llegado
a decir: «Uno piensa y digiere con todo su organismo». Es como decir: «Es
el hombre quien piensa y digiere. Es la persona la que realiza toda la
acción». No es la inteligencia la que entiende algo, sino el hombre [29].
El cuerpo del hombre goza de una dignidad especial ya que está, junto
con el alma, en estrecha relación con Dios. Los órganos humanos (cerebro,
corazón, hígado, etc.), por tanto, aunque morfológica y bioquímicamente
sean parecidos a los de los animales, sin embargo, mientras pertenecen al
hombre vivo, son esencialmente distintos. Se distinguen por el principio
que los vivifica; éste no es un «alma» animal (vegetativa o simplemente
inmaterial), sino un alma humana. Los órganos corporales del hombre no
son mera materia, ya que están sustancialmente unidos a un alma espiritual.
Tienen el valor que les da el alma. Esto no obsta para no perder de vista que
lo que da sentido y valor a cada órgano es el todo, es la persona.
Aquí alguien se puede plantear el problema ético de los xenotrasplantes.
Si un hígado de cerdo es esencialmente diferente de uno humano, ¿será
lícito realizar este trasplante? Realmente, no hay incompatibilidad ética. El
hígado de cerdo, una vez separado del «donante», deja de estar animado por
su propio principio vivificador y, desde el momento que tal hígado se
integra en el receptor humano, es el principio vital de éste quien lo anima.
O sea, formará parte de la dignidad de toda la persona.
Cuando hablamos del cuerpo humano, hablamos del alma que lo
estructura e informa (o formaliza). Cuando hablamos del alma, decimos
algo sobre el cuerpo que lo manifiesta. No es posible separar uno del otro
ya que –como hemos visto– cuerpo y alma no son dos «cosas», sino más
bien dos aspectos recíprocamente implicados de un solo ser real, que es la
persona humana.
2.2. El significado del cuerpo

En cierto sentido, el hombre es verdaderamente su cuerpo. No se reduce


a poseerlo o habitarlo. Existe en el mundo no solamente «a través de su
cuerpo» (Merleau-Ponty), sino «dentro de su cuerpo», «siendo su cuerpo»
(Congar). Por su constitución intrínseca, es su cuerpo y a la vez,
misteriosamente, lo sobrepasa.
El cuerpo es para el hombre un medio de expresión [30]. Da a conocer su
mundo interior, «traduce» las emociones y aspiraciones, la alegría y la
decepción, la generosidad y la angustia, el odio y la desesperación, el amor,
la súplica, la resignación y el triunfo; y difícilmente engaña. San Agustín
habla de un «lenguaje natural de todos los pueblos» [31], que se muestra en
el rostro, la mirada, la voz, en el modo de andar y bailar (danzas fúnebres,
guerreras, festivas).
El cuerpo es como una imagen del alma, «un signo de nuestro misterio
personal» [32]. Lo modelamos, hasta cierto punto, e inscribimos en él, poco
a poco, nuestra propia historia. Esto confirma el adagio: «La cara es el
espejo del alma». Es el espejo de lo que una persona quiere sobre todas las
cosas. «Quien se mira a sí mismo, no resplandece», dicen los chinos.
Por otro lado, el cuerpo es también un medio de acción en el mundo. «El
significado del propio cuerpo –dice el Papa Juan Pablo II– emerge
precisamente del hecho de que el hombre vivirá para “cultivar la tierra” y
“someterla”» [33]. El hombre forma el mundo mediante sus manos. Es,
según decían los antiguos, inteligencia y manos («ratio et manus») [34].
Santo Tomás le llama «el único animal con manos»: no tiene pezuñas o
garras para acaparar cada vez más cosas, sino manos para arreglar y cuidar,
y para orientar todo hacia un bien mayor [35]. El hombre no sólo tiene
manos para poseer, sino también para dar. Es un índice más de que se
realiza en la donación.
Por otro lado, el cuerpo también es un límite. Permite ciertas acciones y
otras no (el hombre no tiene alas para volar). Es bastante frágil; una simple
picadura de un insecto puede convertirse en obstáculo para expresar lo que
piensa y quiere. El cuerpo puede llegar hasta paralizar o suprimir la
actividad espiritual. Y se gasta con el tiempo.
Además, el cuerpo nunca expresa del todo el mundo interior; también lo
oculta. Las palabras se encuentran, a veces, muy lejos de lo que siento y
realmente quiero decir. Dos personas nunca pueden comprenderse
directamente. Siempre lo hacen «a través de» la mirada o la sonrisa, un
apretón de manos, un beso, un abrazo...
El cuerpo es para el hombre, pues, un medio de expresión y un velo.
Manifiesta y oculta su vida interior. Es un instrumento y, a la vez, cierto
obstáculo para actuar en el mundo. Si se mira al hombre con realismo, no se
puede negar, además, una determinada tensión entre el cuerpo y el espíritu:
hay en el cuerpo ciertas fuerzas que se oponen al espíritu, ciertas energías
que llevan a una dinámica propia e incontrolable.
Si nuestro cuerpo es pesado y «peligroso», no es porque esté unido al
alma, sino porque «no lo está del todo». Escapa a la plenitud de su influjo,
porque hay en el hombre una misteriosa ruptura interior, que conocemos
comúnmente como «pecado original», lo que significa: nuestra naturaleza
(el alma unida a un cuerpo) ha sido creada por Dios, pero su estado actual
es obra nuestra [36].
Sin embargo, una oposición radical entre el cuerpo y el alma no es
auténticamente bíblica. Si San Pablo habla de la «vida según la carne» y la
«vida según el espíritu» [37], se refiere, en su leguaje propio, a una vida
apartada de Dios o (por la gracia) cerca de Él. No hay un «pecado de la
carne». Siempre es la persona humana quien peca, en alma y cuerpo, y
quien nota las consecuencias en la falta de armonía interior. La ruina del
cuerpo es, más profundamente aún, una ruina del alma, que corrompe al
cuerpo. Las palabras famosas de San Pablo –«No pongo por obra lo que
quiero, sino lo que aborrezco, eso hago» [38]– no muestran un conflicto
entre el cuerpo y el alma, sino un conflicto interior a la misma alma. Por
tanto, si queremos curar al cuerpo, tenemos que comenzar por «liberar» el
alma.
El cuerpo, con todo su valor y belleza, no es un fin en sí, no debe
convertirse en un ídolo. Si posee una dignidad radical, lo debe al alma que
le constituye en el cuerpo de un ser creado a imagen de Dios. Es el alma la
que confiere a esa parcela de «barro» su ser corporal. Sin el alma no es más
que mera materia. Su dignidad se define por su relación al alma. Un «culto
al cuerpo», por tanto, no puede justificarse desde una visión cristiana del
mundo.
Por otro lado, la sociedad nos ofrece hoy muchas posibilidades –la
higiene, el deporte, el justo redescubrimiento de la sexualidad– para que nos
acerquemos sin prejuicios a nuestro cuerpo. Tenemos no sólo derechos, sino
también deberes a su respecto: pues el cuerpo es nosotros mismos, y
nosotros somos nuestro cuerpo. ¡Debemos amarnos de verdad! Los médicos
pueden ayudar a los demás a conocer y aceptar su cuerpo. Pero nuestros
deberes para con el cuerpo no comienzan cuando estamos enfermos:
empiezan en la salud que tenemos que expandir, sin caer en un misticismo
pagano (cfr. capítulo IV).

2.3. La diferenciación sexual

Partiendo de que la semejanza del hombre con Dios se basa en su mismo


carácter personal, se deduce que el hombre está orientado, por su misma
esencia, a la comunión. Particularmente significativo es el hecho de que
exista como varón o mujer. La sexualidad (en su sentido más amplio) es una
expresión de que la persona humana está orientada, desde su origen, hacia
la relación. Significa la disposición personal e integral hacia otra persona.
Por eso, no es algo exclusivamente relativo al ámbito de lo biológico; ni
vinculado únicamente a la procreación. Porque para la reproducción sería
también posible una propagación de personas de forma partenogenética o
bien asexual, o un aparejamiento entre hermafroditas u otras posibilidades
como las que se pueden encontrar, en gran diversidad, en el reino animal.
Estas serían al menos imaginables y darían testimonio de cierta
autosuficiencia.
La diferencia sexual no es ni irrelevante ni adicional, y tampoco es un
producto social. No es una mera condición que igualmente podría faltar, y
tampoco es una realidad que se pueda limitar sólo al plano corporal. El
varón y la mujer se complementan en su correspondiente y específica
naturaleza corporal, psíquica y espiritual. Ambos poseen valiosas
cualidades que les son propias, y cada uno es en su propio ámbito superior
al otro, hecho que está siendo continuamente confirmado a través de
investigaciones médicas y psicológicas.
Es netamente perceptible y concreto el hecho de que varón y mujer son
diferentes. Las diferencias no necesitan ser niveladas o negadas. La
capacidad de reconocer diferencias es por antonomasia la regla que indica
el grado de cultura del ser humano. En este contexto se puede mencionar el
antiguo proverbio chino, según el cual «la sabiduría comienza perdonándole
al prójimo el ser diferente». No es una armonía uniforme, sino una tensión
sana entre los respectivos polos la que hace interesante la vida y la
enriquece.
Por supuesto, no existe el hombre o la mujer por antonomasia, pero sí se
diferencian en la distribución de ciertas facultades. Aunque no se pueda
constatar ningún rasgo psicológico o espiritual atribuible a sólo uno de los
sexos, hay, sin embargo, características que se presentan con una frecuencia
especial y de manera pronunciada en los hombres, y otras en las mujeres. Es
una tarea sumamente difícil distinguir en este campo. A veces se ha
planteado, si algún día será posible decidir con exactitud científica lo que es
«típicamente masculino» o «típicamente femenino», pues la naturaleza y la
cultura, las dos grandes modeladoras, están entrelazadas muy
estrechamente. Pero el hecho de que hombre y mujer experimentan el
mundo de forma diferente, solucionan tareas de manera distinta, sienten,
planean y reaccionan de manera desigual, lo puede percibir y reconocer
cualquiera, sin necesidad de ninguna ciencia. (Para un desarrollo más
completo de esta cuestión, remitimos a los capítulos X, 8 y XI, 6, donde se
abordan las diferencias biológicas, psicoconductuales y psicosociales entre
hombre y mujer).

3. LA INTIMIDAD DE LA PERSONA HUMANA

El hombre, al crecer, descubre que tiene un espacio interior, en el cual


está, de algún modo, a disposición de sí mismo. Se da cuenta de que,
esencialmente, no depende ni de los padres, ni de sus maestros, ni de los
medos de comunicación o de la opinión pública. Experimenta un espacio en
el que está solo consigo mismo, donde está libre. Descubre su intimidad. Es
decir, no sólo tiene una «interioridad» (como tienen también los animales),
sino que goza de cierto dominio de su mundo interior, de modo que puede
manifestarlo al exterior o no, según convenga a la realización de su vida y a
la de los demás [39]. Gottfried Keller habla del «corazón más interior que
no se deja dar órdenes» [40].
Intimidad significa mundo interior, este mundo dentro de mí, del que yo
tengo alguna consciencia; es el «santuario» de lo humano. Lo íntimo es lo
que sólo conoce uno mismo: es lo más propio. Puedo entrar dentro de mí, y
ahí puedo estar solo conmigo mismo; nadie puede apresarme. De alguna
manera, me poseo en el origen, soy dueño de mí mismo. Este poseerse a sí
mismo es característico del espíritu.

3.1. La experiencia de la libertad interior

La persona humana es consciente de sí misma; capaz de dominarse y de


condicionarse (al menos hasta cierto punto) [41]. Esto es, con otras
palabras, su libertad interior. No es una mera propiedad de sus actos, sino
de su mismo ser [42]. El hombre no sólo tiene libertad, sino que es libre, y
puede experimentado en un nivel muy personal e íntimo.
Las situaciones pueden estar en favor o en contra de la libertad; pueden
ser la razón para que ella aumente o disminuya. Pero no intervienen
esencialmente en el acto libre. Así, estoy condicionada, en cierto modo, por
el país, la sociedad, la familia en la que he nacido, estoy condicionada por
la educación y cultura que he recibido, por el propio cuerpo, mi código
genético y mi sistema nervioso, mis talentos y mis límites y todas las
frustraciones recibidas, pero a pesar de esto soy libre: soy libre para opinar
sobre todas estas condiciones. Un hombre puede ser libre incluso en una
cárcel, como lo han mostrado Boecio, Santo Tomás Moro, Bonhoeffer y
muchos más. «Hay algo dentro de ti que no te pueden alcanzar, que no te
pueden tocar; es tuyo», dice un preso a otro preso, en un diálogo
impresionante, que aparece en la película Sueños de libertad. Un hombre
puede ser libre también en un Estado totalitario, aunque las amenazas y el
miedo disminuyan la libertad. Puede mantener una creencia, un deseo o un
amor en el interior del alma, aunque externamente se decrete su abolición
absoluta. Así, Sajarov no sólo fue grande como físico; sobre todo fue
grande como hombre, como apasionado luchador por la libertad de cada
persona humana. Pagó por ello el precio del sufrimiento, que le impuso el
régimen comunista, cuya mendacidad e inhumanidad él destapó ante los
ojos del mundo.
Darse cuenta de su libertad y gozar de ella, es muy propio de la
adolescencia, en la cual el mundo interior es vivido por primera vez como
algo inédito. Sin embargo, la libertad interior no es una «trinchera», detrás
de la cual uno se aísla dando la espalda a los demás, o rechazándolos. Si se
actúa de este modo, uno puede convertirse en un introvertido, amando ante
todo su independencia, su inviolabilidad. Así puede separarse de los demás
y quedar solo, sin amigos [43].
Una vida aislada no lleva a la felicidad, ya que el hombre está llamado a
la comunión. Es «co-existir, intimidad abierta» [44]. En rigor, se podría
decir que la libertad me es dada para los demás. Es «mi modo» de vivir con
los otros, mi forma de enriquecer el mundo, siendo fiel a mí mismo y
haciéndome mejor para servir mejor. El amor a la libertad, en el fondo, no
es otra cosa que amor a los demás.
Después de haber descubierto la propia interioridad, conviene pasar al
segundo nivel: abrirse, manifestar y ejercer la libertad.

3.2. El proyecto vital

Nuestra vida no es algo dado, de una vez para siempre. Es más bien un
quehacer, un proyecto que debemos llevar a cabo. Ser libre quiere decir,
«estar abiertos a posibilidades que convertimos en proyectos» [45]. Se trata
de afirmar «¡sé tú mismo, realízate! ¡Sé el que puedes llegar a ser!».
Entonces empieza una historia personal y única. El hombre que utiliza su
libertad comienza a vivir la propia vida.
La libertad es la radical apertura del hombre a la realidad. Cada uno se
encuentra ante un horizonte indefinido. ¿Qué haré de mi vida? Por el
entendimiento y la voluntad puedo dirigirme, de alguna manera, al mundo
entero, ya que estas dos facultades espirituales tienen por objeto formal la
realidad: todo lo que es, en cuanto que es, puede ser pensado y querido. Y
ante este horizonte indefinido, el hombre no sólo tiene la posibilidad, tiene
también la tarea de ser él mismo.
Las posibilidades han de convertirse en proyectos. En principio, cada
persona adulta ha adquirido algunas ideas generales sobre su vida, aunque
sea de un modo poco reflexivo. Cada hombre tiene algún proyecto vital.
Este proyecto puede ser valioso o pobre, amplio o estrecho, superficial o
profundo; contiene ideas acerca de la familia y de la profesión, unos
principios morales y unas creencias religiosas. «Si quieres conocer a una
persona –dice San Agustín– no le preguntes lo que piensa, sino lo que ama»
[46].
La pregunta clave es: ¿para qué utilizo mi libertad? Si no hay un hacia
dónde, una meta que vale la pena conseguir, puedo utilizar la libertad para
cosas insignificantes. Puedo limitarme a representar un papel social, meras
apariencias, deseos triviales, aspiraciones pequeñas y estrechas, o realizar
mis propias obras... Una libertad cuyo único argumento consistiera en la
posibilidad de satisfacer las necesidades inmediatas, no sería una libertad
humana, seguiría recluida en el ámbito animal.
La libertad se mide por aquello a lo cual nos dirigimos. Es independencia
y compromiso a la vez. «En ella lo importante son los proyectos, el blanco
al que apuntan las trayectorias, las verdades que inspiran mi vida, los
valores y modelos que trato de imitar, los bienes arduos, difíciles, pero
apasionantes, que me he propuesto conseguir» [47]. Es importante apuntar
muy alto para engrandecer el corazón y movilizar las energías. «Cuando
quieres construir una nave y buscas personas para realizar esta tarea –
subraya un dicho popular alemán– no les digas que busquen el material y
hagan cálculos complicados: sino despierta en ellas las ansias hacia el
océano grande y amplio».
Santo Tomás dice que hay un «amor originario» en la naturaleza humana
que tiende hacia la plenitud, hacia la felicidad; Leibniz lo llama una «fuerza
interior». El Papa Juan Pablo II habla de una «búsqueda secreta», de un
«impulso íntimo» [48] que mueve la libertad.
El proyecto vital se va perfilando, cada vez más, en la medida en que el
hombre encuentra la verdad de sí mismo. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo y a
dónde voy? ¿Por qué estoy en el mundo? Cada uno tendría que hacerse
estas preguntas y descubrir, que no puede realizarse a sí mismo, en el orden
operativo, en contra de la verdad de sí mismo, en el orden constitutivo. Esta
verdad tiene muchos aspectos, y muchos caminos llevan a ella. En último
término el hombre encuentra en Dios, la suma verdad, quien da el sentido
completo a la vida humana, y quien colma las inquietudes más profundas.
Las famosas palabras de San Agustín pueden comprenderse también hoy:
«Nos creaste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que
descanse en ti».
Sin embargo, es un rasgo muy característico de nuestro tiempo, que no
pocas personas parecen carecer de esa inquietud del corazón. Parecen hasta
«alegres» en cierto nihilismo práctico que no se preocupa del porqué de la
vida, y no se formula la mera pregunta por el sentido de la existencia. En
efecto, el plantearse este interrogante es ya una señal de que uno se rebela,
se niega a vivir como un animal, que no hace más que alimentarse, correr,
dormir, reproducirse y «morir».
El hombre tiene una libertad «para algo», está llamado a la comunión
con otros. Y es invitado a un diálogo con Dios. Establecer una relación con
Dios, es, sin duda, el reto más importante de su vida [49]. A este respecto,
el cardenal Ratzinger afirma con mucha insistencia: «El hombre puede ver
la verdad de Dios en el fondo de su ser creatural [...] Sólo se deja de ver
cuando no se la quiere ver, es decir, porque no se la quiere ver [...] El que la
lámpara de señales no centellee, es consecuencia de haber apartado
voluntariamente la mirada de lo que no queremos ver» [50]. Sin la verdad,
el hombre se mueve en el vacío; su existencia se convierte en una aventura
desorientada.
Muchas veces no será un acto explícito de la voluntad de no querer ver a
Dios, de no querer preguntarse por el significado completo de la vida. Será
simplemente la decisión de interesarse más por otras cosas: por las
necesidades inmediatas, la profesión, el próximo congreso, la televisión...
El estrés y la inquietud, seguramente, desempeñan un papel importante en
la aparición del ateísmo práctico contemporáneo; también, el cansancio
excesivo, el agotamiento, la sobrecarga; toda la dureza que puede tener la
vida profesional lleva a no tener tiempo ni fuerza para pensar por cuenta
propia.
Pero si una persona no ve un pleno significado para la vida, su
existencia, a veces, puede hacerse insoportable. Si, en cambio, descubre un
sentido, crece su fortaleza interior. «Quien tiene un “porqué” para su vida,
soporta casi siempre el “cómo”», afirma Nietzsche [51]. Y Frankl, un
psiquiatra judío, añade: «El hombre tiene la peculiaridad de que no puede
vivir si no mira al futuro sub specie aeternitatis, y esto constituye su
salvación en los momentos más difíciles de su existencia» [52].
Si no veo un sentido último detrás de las cosas, pueden darse situaciones
de perplejidad, de angustia, o de desesperación. Frankl habla de la
«frustración existencial» [53]. Al menos en algunos momentos de la vida, el
hombre sufre por no poder explicarse su mundo, y ese padecimiento puede
originar trastornos psíquicos. Algunos se vuelcan, entonces, en un
activismo desenfrenado, para eliminar el drama de su corazón. Pero en vez
de salir de la crisis, se hunden más en ella.
La felicidad, que todos los hombres anhelan, ciertamente, no es fácil de
conseguir. Pero al menos se pueden cumplir algunas condiciones previas.
La primera consiste en descubrir un sentido último y seguro de la propia
existencia, por el que vale la pena vivir. Y la segunda apunta a cierta
armonía interior, que significa que mis acciones están acordes con lo que
pienso y siento.
Con esto llegamos a las tres grandes vías, que comunican a la persona
humana con el mundo exterior: la vía cognoscitiva, la afectiva y la activa
[54].

3.3. El conocimiento del mundo exterior


En el nivel del ejercicio, la libertad se expresa a través de la voluntad.
Gracias a ella, yo decido sobre el rumbo de mi vida. Me conduzco a mí
mismo y, en consecuencia, me «hago» a mí mismo. Cuando una persona
decide ser médico, en pocos años será otra persona distinta que si hubiera
decidido ser músico.
Pero no actúo sólo a través de la voluntad. Utilizo también la
inteligencia. Antes de elegir una carrera, por ejemplo, me entero de las
exigencias del estudio y de la futura profesión. Trato de conocer el mundo
que me rodea.
La inteligencia, a su vez, está estrechamente unida a la corporeidad.
Hemos visto que, por un lado, le es esencial al espíritu humano el ser la
fuerza configuradora del cuerpo y, por el otro, al cuerpo humano le es
esencial ser expresión del espíritu. Por tanto, todo conocimiento humano
incluye en sí, necesariamente, una estructura sensible.
Los sentidos corporales son como las puertas imprescindibles de nuestro
conocimiento. Son como unos canales por los que me llegan las
informaciones sobre el mundo exterior. Se distinguen los sentidos inferiores
y los superiores. Entre los inferiores se encuentran –según Lersch [55]– los
órganos sensitivos de la piel (temperatura, dolor, tacto), el sentido
cinestésico (que proporciona la conciencia del estado de los músculos y
tendones durante la realización de los movimientos), el sentido del olfato y
del gusto. Estos sentidos no se hallan en regiones del cuerpo especialmente
diferenciadas, sino esparcidos por toda la superficie corporal. Son como
«órganos de orientación en el mundo» [56]. Transmiten la comunicación
más elemental con el entorno. Los sentidos superiores, en cambio, nos dan
a conocer el mundo con más objetividad, a cierta distancia que excede el
espacio vital próximo en torno al cuerpo. Son la vista y el oído. Dan acceso
al espacio lejano de una situación vital concreta, y sirven de vehículo al
mundo espiritual. Transmiten, además de las formas y colores, del canto y
de la música, también la palabra (escrita o hablada). Por esto tienen una
importancia especial en la vida humana, ya que facilitan, de un modo
eminente, la comunicación con otras personas. «Ningún ser carente de alma
posee la palabra», destacó ya Aristóteles [57]. Parece que el oído es todavía
más rico en connotaciones y está más unido al espíritu que la vista. Por eso,
la sordera afecta más a la persona que la ceguera. La sabiduría popular
afirma: «La ceguera separa de las cosas, la sordera separa de las personas».
De todos modos, el ser humano puede superar los límites que implican la
ceguera y la sordera y llegar a una comunicación profunda con quienes le
rodean.
Cada uno de los sentidos externos nos abre una determinada dimensión
de la realidad. Y todos ellos están, a su vez, relacionados con los sentidos
internos: el sensorio común unifica los materiales que se reciben desde
fuera; la memoria retiene algunos acontecimientos, abriendo así la
sensación de pasado; la estimativa me abre la dimensión de lo que me
puede llegar a pasar en el futuro; y la imaginación (o fantasía) me permite
que olvide mi alrededor, sumergiéndome en otro mundo [58].
Así, a través de los sentidos recibimos unas informaciones desde fuera y,
elaborándolas en un proceso muy complejo, llegamos a un conocimiento
espiritual. Con esto no podemos perder de vista que «todo acto cognoscitivo
es un acto regulado desde arriba..., activado desde la inteligencia» [59]. Y
la inteligencia es movida por la voluntad, es decir, por mí.
Hay una interacción estrecha entre inteligencia y voluntad [60]. Por un
lado, es cierto que la voluntad está bajo la influencia de la inteligencia. Ésta
le presenta algo (una persona, un objeto, una situación) que puede querer o
rechazar. Antes de decidir, por ejemplo, que voy o no a un congreso sobre la
literatura del siglo XX, me conviene saber que, realmente, hay un congreso,
cuál es el tema exacto, dónde tiene lugar y cuándo será. El entendimiento
proporciona los datos y, según éstos, puedo decidir. Es importante que los
datos sean verdaderos. Si decido ir el 20 de mayo a tal congreso en Sevilla,
y este congreso tiene lugar el 17 de junio en París, el entendimiento me ha
hecho un mal servicio. Igualmente me hace un mal servicio, si me presenta
como comestibles unas setas que, en realidad, son venenosas. Si me fío de
mi entendimiento erróneo y como las setas, puede ser que muera.
O sea, el acto libre de la voluntad sigue a unos conocimientos que le
proporciona el entendimiento. Es necesario que estos conocimientos sean
verdaderos. Hay que excluir la ignorancia y el error. Para llegar a la verdad
cada vez más plena, la voluntad, de alguna manera, estimula el
entendimiento. Esto quiere decir que la inteligencia, a la vez que orienta la
voluntad, está también influida por ella. Con respecto a las setas: quizá
tengo miedo a que puedan ser peligrosas; por esto decido investigar y
consultar a otras personas. Quiero tener más conocimientos antes de
comerlas (empujo al entendimiento a actuar). Puede ser también que estas
setas me parezcan tan apetecibles que me pongo en seguida a comerlas. No
quiero más informaciones, porque me parecen superfluas y molestas en este
momento (entonces, decido no emplear más el entendimiento).
Tanto la inteligencia como la voluntad tienen objetos universales que se
incluyen mutuamente: lo verdadero es un aspecto del bien universal; lo
bueno es una razón particular de verdad. De ahí la mutua interacción de las
dos facultades. La voluntad no se mueve a querer, si previamente la
inteligencia no le propone un objeto conveniente. Ni la inteligencia entiende
algo, si no es movida a la acción por la voluntad. Una persona, por ejemplo,
sólo se apasiona por un libro, si lo ha leído; y sólo lo lee, si se interesa por
el contenido.
Por esto dice Santo Tomás que la libertad es la obra conjunta de la
inteligencia y de la voluntad: facultas voluntatis et rationis. Es la propiedad
de tener en sí mismo el principio de cada actuación procedente. En el nivel
del actuar, tiene su raíz en la inteligencia, que conoce el mundo. Su sujeto
propio es la voluntad, a través de la que me dirijo hacia este mundo
conocido. Como la voluntad pone todas las facultades en ejercicio, es en
ella sobre la que recae, en último término, la decisión de los actos libres.
Sin embargo, la vida humana no siempre es consciente. Se entiende por
vida consciente lo que el sujeto percibe, de manera inmediata y directa,
como suyo. Pero no siempre nos damos cuenta de lo que sucede en nuestro
interior. Se llama inconsciente a lo que está fuera del ámbito de la
conciencia. El término pasó de la Filosofía a la Psicología (son interesantes
las aportaciones de Freud, que, sin embargo, llegó a interpretaciones
exageradas y equivocadas) para designar una zona psíquica difusa que se
opone a la conciencia y que, sin advertirlo, influye de alguna manera en el
actuar humano. Así se denomina inconsciente al conjunto de procesos
psíquicos (sensaciones, representaciones, etc.) que escapan a la
introspección; se trata de acontecimientos de la vida pasada, caídos en el
olvido, que, sin embargo, presionan en la conciencia del presente, a la que
condicionan en diversos grados. Sobre las interpretaciones que pueden
darse a ese hecho (en la creación artística, en los sueños, en los estados
hipnóticos, etc.), remitimos a los tratados de Psicología.
La inconsciencia (o ausencia completa de consciencia) se presenta en el
sueño profundo, en la anestesia total y situaciones semejantes. Entonces no
funciona el sensorio común, las imágenes se escapan a la conciencia, y
queda eliminada toda actuación de la inteligencia y de la voluntad. Por esto,
una persona dormida no es responsable de sus actos [61].
Lo mismo vale para el caso de los ensueños, que son casi inconscientes.
En ellos actúa la imaginación: forma combinaciones de imágenes, al
margen de toda relación con la inteligencia. Cuando el dormir es menos
profundo, hay más influjo racional. Pero mientras no aparece la conciencia,
no puede haber responsabilidad moral.
Subconsciente viene a ser lo consciente atenuado: cuando algo se cruza
por la mente distrayendo, molestando, agradando, en suma, interfiriendo en
el objeto de atención, y cuando el interés psicológico procura excluirlos.

3.4. La dinámica de los sentimientos

Los sentimientos pertenecen a la naturaleza humana como el


entendimiento y la voluntad [62]. No somos unos seres meramente
espirituales; tenemos también un cuerpo y un corazón [63] que es el centro
de toda nuestra afectividad, la esfera más tierna, más interior, más secreta
de la persona. Sin los sentimientos, nuestros actos no son íntegros, maduros.
Dietrich von Hildebrand lamenta el hecho de que el corazón no ha tenido un
lugar propio en la filosofía. Muchas veces, se ha estudiado la inteligencia y
la voluntad, sin tener en cuenta el rico mundo de los sentimientos. Así, a
veces, se cayó en el peligro de construir teorías sobre la realidad sin
consultar a la realidad [64]. Este autor pone al descubierto la superficialidad
de todo neutralismo afectivo, de toda falsa «sobriedad», y de todos los
ídolos de una razonable falta de afectividad, de la hipertrofia de la voluntad
y de la pseudo-objetividad: «Tener un corazón capaz de amar, un corazón
que puede conocer la ansiedad y el sufrimiento, que puede afligirse y
conmoverse, es la característica más específica de la naturaleza humana»
[65].
La insensibilidad es una verdadera carencia. Santo Tomás, siguiendo a
Aristóteles, considera que no es sólo un defecto, sino un vicio [66]. Si una
persona es incapaz de disfrutar de las cosas buenas de la vida, si en su
comportamiento es excesivamente fría y seca, puede tener esto también un
origen patológico [67].
Los sentimientos son una dimensión específica del vivir. Se fundan en
los impulsos (instintos, apetitos, tendencias) como en su fuente. Estos
impulsos se pueden observar también en los animales. Se dividen,
tradicionalmente, en dos grandes grupos: unos pertenecen al «deseo» o la
«tendencia hacia un bien» (appetitus concupiscibilis) y otros a la «lucha»,
para conseguir este bien (appetitus irascibilis). A diferencia de los
animales, sin embargo, la persona humana es consciente de sus impulsos, y
puede modularlos hasta cierto grado.
La esfera afectiva comprende experiencias de nivel muy diferente. Van
desde las sensaciones corporales (el dolor de cabeza, la sed) a los
sentimientos «psíquicos» (que son, por ejemplo, la fatiga, ciertas
depresiones o el «buen humor» que se siente después de tomar una bebida
alcohólica). Pero la vida afectiva de la persona no se puede limitar a estas
experiencias. El hombre también es capaz de «sentimientos espirituales»
[68]; es capaz de un entusiasmo noble, de una alegría profunda, de la pena,
la contrición, la compasión y muchos otros afectos que despiertan su
corazón; le pueden encender en amor o romper por la pena. En sus
sentimientos está presente, de ordinario, tanto una componente sensible
como la afectividad superior.
Ciertamente, los sentimientos pueden oscurecer la verdad. Normalmente
es por ellos por los que la voluntad frena la actuación del entendimiento: no
quiero enterarme de si un alimento es peligroso o no, porque tengo muchas
ganas ahora de comer. Por esto, las experiencias afectivas deben ser
controladas por la voluntad, y aquellos sentimientos que no corresponden a
mi proyecto vital, deben ser desaprobados, al menos hasta tal punto que no
influyan en la actuación. Esto, normalmente, es posible. Una persona
humana no puede evitar, directamente, el surgir de los sentimientos, pero,
en el caso normal, puede elegir si quiere hacer o no lo que los sentimientos
le dictan. Cuando un sentimiento se prolonga en la actuación, se hace más
propio, más «personal».
Cuanto más profunda, intensa y persistente sea la vivencia afectiva, más
difícilmente se deja orientar por la voluntad [69]. Un determinado estado
psíquico –por intenso que sea– no puede ni debe convertirse en permanente.
A este estado, sigue un lento proceso de desprendimiento, pues la vida
continúa. No podemos quedarnos siempre ahí, como pegados al pasado. Si
permanecemos en el dolor, bloqueamos el ritmo de la naturaleza; entonces,
la relación hacia una persona fallecida, por ejemplo, no puede considerarse
como una relación sana. Frente a esa situación, advierte Lewis, un filósofo
anglicano: «Es muy bueno cumplir lo prometido, tanto a los muertos como
a los vivos. Pero empiezo a comprender que el “respeto por los deseos de
los muertos” puede ser una trampa» [70]. El respeto de que se habla puede
convertirse en una tiranía y detrás de la supuesta voluntad de la persona
fallecida, muchas veces se oculta la propia voluntad. En realidad, existe el
gran peligro de cohibir a los demás con frases como «el difunto así lo
deseaba». Lo importante no es aquello que una persona, hace diez, veinte o
cuarenta años habría deseado, sino lo que desearía ahora. Si somos
cristianos y creemos que la persona que ha muerto en gracia está con Dios,
pensamos que ella querrá lo que Dios quiere: que sigamos viviendo y que
seamos felices.
Los sentimientos no son un fin en sí; no deben paralizarnos. Además, se
ha advertido con acierto que «lo que una persona siente por otra no es
cuestión de sensaciones, emociones o palpitaciones del corazón, sino que se
ve en la conducta... Muchas veces el comportamiento delata los
sentimientos de modo más directo, visible y auténtico que las palabras»
[71].
Con esto, tenemos claro que no es una meta no tener sentimientos o tener
siempre una alegría natural. La meta consiste en tener los sentimientos
adecuados para una determinada situación; y la situación, a veces, puede
exigir un sufrimiento profundo. Von Hildebrand lo demuestra con un
ejemplo del Antiguo Testamento, el ejemplo de Abraham: Cuando Abraham
escuchó que Dios le mandaba sacrificar a su hijo Isaac, respondió «sí» con
su voluntad y rechazó todos sus sentimientos paternos. Pero su corazón
tenía que sangrar y responder con la tristeza más grande. ¿Habría sido más
perfecta su libertad, si su corazón hubiera reaccionado sin esta tristeza? «Al
contrario –dice Hildebrand–, se hubiera tratado de una actitud monstruosa».
Según la voluntad de Dios, el sacrificio de su hijo requería una respuesta
del corazón de Abraham: la respuesta del dolor [72].
No debemos menospreciar la importancia de los sentimientos en la vida
del hombre. Sin ellos, no nos desarrollamos completamente. Los
sentimientos nos pueden impulsar o frenar. Son directivos del futuro. En
ocasiones parecen tener una dinámica propia. Los entrenadores deportivos
saben que, algunos días, sus atletas rinden más, y otros, menos. Cuando
hemos sufrido un fracaso o una decepción, estamos desanimados, sin
energías. Si recibimos una buena noticia, estamos dispuestos a emprender
grandes cosas. Conviene conocerse a sí mismo, y tener en cuenta que el
estado actual de ánimo influye sobre nuestra manera de ver el mundo.
La experiencia nos enseña, además, que muchas impresiones, aun cuando
han dejado de ser conscientes, no acaban de desaparecer por completo de la
conciencia. Forman parte de nuestra vida psíquica subconsciente [73], que
se constituye por cierta dinámica latente de impresiones, deseos y
sentimientos pasados. Como nuestra conciencia es limitada, algunas
concepciones e imágenes pueden desaparecer de nuestro «campo visual».
Pero siguen ahí, en las profundidades de nuestro interior y, sin que lo
sepamos, por una actuación de la que somos inconscientes, pueden influir
poderosamente en nuestra manera de obrar. El subconsciente es esa parte de
la vida inconsciente que está todavía en relación con nuestra conciencia
actual, y puede ejercer sobre ella gran influencia. Es importante tenerlo en
cuenta, especialmente cuando se trata de explicar algunos fenómenos
psicopatológicos [74].

4. LA INTEGRIDAD PERSONAL

A lo largo de nuestra vida podemos experimentar etapas de oscuridad y


sufrir decepciones. La estabilidad emocional y la madurez espiritual son
bienes cuyo desarrollo no es lineal o ininterrumpido; por el contrario,
generalmente se alcanzan a través de pocas o muchas situaciones de crisis.
Sin embargo, una crisis no es una catástrofe. Luego de una prueba y
mediante ella, una persona puede hacerse más madura y más profunda. Con
el tiempo y «detrás de cada tempestad», el deseo de darse a los demás
puede renovarse, purificarse y crecer.

4.1. Realización en el amor

Lewis distingue entre el amor-dádiva, que mueve a un hombre a trabajar


para el bien de la sociedad, a hacer planes y ahorrar para el mañana,
pensando en el bienestar de su familia, y el amor-necesidad: es el que lanza
a un niño solo y asustado a los brazos de su madre [75]. No podemos
despreciar este amor-necesidad, que está en el fondo de muchas
aspiraciones, de muchas relaciones humanas. El mismo «amor originario»
(la misma «espontaneidad» hacia el bien), en primer lugar es necesidad.
Necesitamos de los demás física, afectiva y espiritualmente. No podemos
cualificar el amor-necesidad como «solamente egoísmo». Nadie llama
egoísta a un niño porque acuda a su madre en busca de consuelo, y tampoco
a un adulto que recurre a un amigo para no estar solo o conversar. «Los que
menos actúan de ese modo, adultos o niños, son normalmente los más
egoístas», dice Lewis. «Al sentir el amor-necesidad puede haber razones
para rechazarlo o anularlo del todo; pero no sentirlo es, en general, la señal
del frío egoísmo. Dado que realmente nos necesitamos unos a otros [...], el
que uno no tenga conciencia de esa necesidad [...] es un mal síntoma
espiritual, así como la falta de apetito es un mal síntoma médico, porque los
hombres necesitan alimentarse». Sobre todo el amor a Dios es, en buena
medida, amor-necesidad, porque –sigue Lewis– «todo nuestro ser es, por su
misma naturaleza, una inmensa necesidad» [76]. Cuanto más cerca estamos
de Dios, más vemos nuestra necesidad, y llegaremos a ser «alegres
mendigos» [77].
Cuanto más cerca estamos de Dios, por otro lado, más nos asemejamos a
Él, y más fácil nos resulta vivir el amor-dádiva con respecto a los demás; es
un reflejo del amor divino que siempre es generoso e incansable en dar, sin
buscar nada propio. Una persona que es capaz para el amor-dádiva, es tan
libre que incluso puede amar a los que, naturalmente, rehúye, a aquellos
cuya presencia, espontáneamente, no busca: a los antipáticos, orgullosos,
altercadores, egoístas. Y, finalmente, Dios incluso capacita al hombre para
que tenga amor-dádiva hacia Él mismo. Es claro que, en el fondo, el
hombre no puede dar nada a Dios que no sea ya suyo. Pero puede entregarle
algo que, anteriormente, ha recibido de él: su capacidad de amar, su
corazón. O sea, la libertad que Dios le ha regalado como don natural al
comenzar su vida, llega a la máxima realización cuando se la devuelve al
Creador. «Mi libertad para ti»: no quiere decir que el hombre anule su
libertad, renunciando a ella. Esto no sería digno y, además, no es posible. El
hombre en cuanto hombre nunca puede vivir sin libertad. No puede
arrancarse su propio ser (don de Dios) justo al llegar a Dios. Esta actitud
«mi libertad para ti» no destruye, sino que potencia la libertad: quiere decir
que en este espacio íntimo, donde nadie puede entrar sino yo, no quiero
estar solo. Invito a Dios a entrar y estar conmigo –y a conducir mi vida–.
Entonces, mi autodeterminación consiste en hacer lo que él me diga.
Pero el amor a Dios no «sustituye» el amor a los hombres. Resulta
peligroso imponerle a una persona el deber de radicarse más allá del amor
terreno, cuando su verdadera dificultad consiste en llegar a él, en salir de sí
mismo y pensar en los demás. Un filósofo moderno ha dicho con respecto a
ciertos cristianos tibios: «No quieren a nadie; por eso piensan que quieren a
Dios».
Ciertamente, todos los amores terrenos pueden ser «desordenados», sin
orientación al fin. Pero «desordenado», explica Lewis, no significa
«insuficientemente cauto», ni tampoco quiere decir «demasiado grande»; no
es un término cuantitativo. Es probable que sea imposible amar a un
hombre «demasiado» [78]. «Podemos amarle demasiado “en proporción” a
nuestro amor por Dios; pero es la pequeñez de nuestro amor a Dios, no la
magnitud de nuestro amor por el hombre, lo que constituye lo desordenado»
[79]. San Agustín lo expresa así: «No digo que no debéis amar a vuestra
mujer, sino que debéis amar más a Cristo» [80]. En definitiva, el hombre
está llamado a amar a Dios y a los demás hombres con todo el corazón. Así
realiza su libertad plenamente, y así llegará, algún día, y ordinariamente
después de muchas vueltas y revueltas, a «realizarse» plenamente.
Con esto tocamos otra dimensión esencial de la persona humana. En
cuanto que es un cuerpo, está sometido a las leyes de la temporalidad. En
cuanto que tiene un espíritu, sobrepasa el tiempo. Es capaz de conservar el
pasado y anticipar el futuro. Le conviene, pues, conquistar una relación
adecuada con el tiempo.

4.2. Mirando al pasado: el perdón

El pasado es una fuerza presente. Todo lo que hicimos ayer puede tener
consecuencias en el hoy y en el mañana. Cuando, por ejemplo, digo una
palabra, la persona que escucha puede repetirla ante otras tres personas más,
y éstas la repiten ante otras veinte distintas; después, alguien toma nota,
otro escribe un artículo, otro un libro que se vende en cinco ediciones y
sirve de base para otros libros. En este sentido se dice que los actos libres
son irreversibles. Son ellos los que hacen la historia de la persona humana;
esta historia puede perdurar e influir mucho tiempo después de la muerte de
la persona. (Un perro no tiene «historia»: cuando «muere», se acaba todo).
¡Cómo influyen los padres sobre sus hijos! ¡Cómo influyen los
pensamientos de Platón, o las decisiones de algunos políticos! Los actos
libres forman también la historia de la humanidad. Ponen en marcha unos
procesos que perduran en nuestras sociedades. En sentido estricto, un acto
libre no tiene un punto final. El proceso que comienza puede literalmente
perdurar a través del tiempo hasta que la humanidad acabe.
Que nuestros actos posean tan enorme capacidad de permanencia,
advierte Hannah Arendt, «podría ser materia de orgullo, si fuéramos
capaces de soportar su peso, el peso de su carácter irreversible» [81]. ¿Qué
pasa cuando nos arrepentimos de nuestra actuación, cuando queremos
rechazar una parte del propio pasado? El pasado es necesario; nadie puede
cambiar lo acontecido. Los procesos que hemos puesto en marcha,
seguirán; muchas veces ya no podemos influir sobre ellos; dependerán de la
libertad de otros. Todos tenemos conciencia de que quien actúa nunca sabe
del todo lo que hace. Muchas veces se puede hacer, de alguna manera,
«culpable» [82]. Se puede hacer «culpable» de unas consecuencias que, a lo
mejor, jamás intentó o pronosticó, que pueden ser desastrosas y
completamente inesperadas. Aquí aparece una cara muy oscura de la
libertad. El hombre, a veces, parece más víctima y paciente que el autor y
agente de lo que ha hecho. Es dueño del comienzo de sus actos, no de todo
el proceso que sigue.
Además, muchos acontecimientos de la vida se guardan en nuestra
memoria (o en el subconsciente). Es allí donde se encuentra, con
frecuencia, uno de los últimos secretos de nuestro estado sentimental. Y es
allí donde se puede y se debe «corregir». No siempre somos capaces de
influir en lo exterior, pero –fuera de caso de enfermedad– tenemos
posibilidades de rectificar lo interior. Somos capaces de distanciarnos de
nuestros actos pasados, de «arrepentirnos» y «purificar la memoria». El
arrepentimiento es, según Guardini, «una de las más poderosas formas de
expresión de nuestra libertad» [83]. Además, podemos obtener realmente el
perdón.
Hannah Arendt, judía, llama a la facultad de que se nos perdonen los
errores y equivocaciones, «la posible redención» de nuestro pasado [84].
Todos necesitamos el perdón para liberarnos de nuestros actos pasados
erróneos (equivocados) y comenzar de nuevo. Todos necesitamos disculpa.
Cuando dos amigos se perdonan mutuamente, pueden comenzar de nuevo
su amistad. Cuando un país perdona al otro las culpas de la guerra, la
próxima generación puede vivir en libertad. Perdonar quiere decir deshacer
los nudos, poner un nuevo inicio.
Todos necesitamos ser perdonados, y también necesitamos perdonar.
Es una obligación estricta que, en el fondo, procede del hecho de que «no
saben lo que hacen» (no sabemos lo que hacemos). El acto de perdonar es
un asunto eminentemente libre. Es la única reacción que no re-actúa
simplemente, sino que actúa de nuevo y de forma inesperada, no
condicionada por el acto que la provocó. Cuando perdono, de algún modo
pongo fin a las consecuencias; impido que la reacción en cadena contenida
en toda acción siga su curso. Entonces libero al otro, que ya no está sujeto
al proceso iniciado. Pero, al perdonar también me libero a mí mismo.
Cuando perdono, me curo a mí mismo la herida que otra persona me ha
causado con su actuación. Me desato de los enfados y rencores. No estoy
«re-accionando» de modo natural y automático, sino que pongo un nuevo
comienzo, también en mí.
Si, en cambio, una persona no perdona, toma a los demás demasiado en
serio, con su libertad y todas las consecuencias. Pero «tomar a un hombre
perfectamente en serio –dice Spaemann– significa destruirle, pues ser
tomado perfectamente en serio es algo que exige demasiado de nosotros»
[85]. Si lleváramos la cuenta de todos los fallos de una persona,
acabaríamos transformando en un monstruo hasta al ser más encantador.
Nadie puede cumplir completamente lo que su ser promete. Y si a una
persona no le es perdonada su culpa, ella, con el tiempo, se aleja cada vez
más de su ideal, de su autorrealización. Entonces, su afectividad se
configura en las formas de la tristeza, la pasividad, la amargura, el rencor, el
resentimiento, la ansiedad y la angustia. Kierkegaard habla de la
«desesperación de aquel que, desesperadamente, quiere ser él mismo», y no
llega a serlo [86].
Sólo mediante la mutua exoneración de lo que hemos hecho, volvemos a
la propia identidad. El perdón nos restituye a la verdad. Al perdonar,
alguien nos dice: «No, tú no eres así. ¡Sé quién eres! En realidad eres
mucho mejor». Entonces, seguimos siendo agentes libres, podemos cambiar
de opinión e iniciar algo nuevo, hasta el último momento de nuestra vida.
Aunque hemos de morir, no hemos nacido para eso, sino para comenzar,
justo en este momento, de nuevo.
El cristiano sabe que quien perdona en primer lugar es Dios. No nos
regala la libertad solamente una vez, al comenzar la vida. Entonces, con el
primer fallo, seríamos víctimas para siempre. Dios nos regala la libertad
siempre de nuevo, cuando nos arrepentimos de nuestro pasado y le pedimos
perdón. A la pregunta de por qué, tras la caída de los ángeles, Dios creó al
hombre, San Ambrosio responde así: «tras esa experiencia, Dios quería
tener trato con seres a los que pudiera perdonar» [87].

4.3. Mirando al futuro: la promesa


Cuando hablamos del perdón, miramos al pasado. Encontramos un modo
de corregirlo, de integrarlo plenamente en nuestra existencia y de aprender
de él.
Sólo desde la aceptación de nosotros mismos y del propio pasado, el
camino lleva al auténtico futuro. La realidad no es una piedra para sentarse
en ella a llorar, sino un trampolín en el que apoyar bien los pies para saltar
hacia otra realidad mejor. Todos podemos ser felices, pero «desde» lo que
somos, desde la fidelidad a nosotros mismos, lo cual, en el fondo, no es otra
cosa que la fidelidad al proyecto divino sobre nuestra existencia.
Mirando al futuro descubrimos otra característica de los actos humanos:
es lo imprevisto de la libertad. Todos los actos libres de todos los hombres
son inesperables, incalculables. Cada persona puede poner, en cada
momento, un nuevo comienzo. Así, el futuro se nos ofrece como campo de
decisiones innovadoras. Esto, además de ser un gran estímulo, es también
un gran riesgo. El futuro, considerado así, es sumamente inseguro. Es, por
definición, «el océano de inseguridad», dice Hannah Arendt [88], y puede
tener algo de angustioso.
Pero hay también un modo de influir en el futuro. Hay un modo de
determinar, en el presente, nuestros actos libres futuros. Lo hacemos a
través de la promesa. «El remedio de la imposibilidad de predecir, el
remedio de la caótica inseguridad del futuro se halla en la facultad de hacer
y mantener las promesas» [89], en todos los sentidos: contratos,
compromisos... [90]. Es tan propio del hombre poder hacer promesas, que
Nietzsche vio en esta facultad la distinción misma que deslinda la vida
humana de la animal. Prometer quiere decir garantizar que, a través de
todas las vicisitudes de la vida, uno mismo será siempre uno mismo y estará
siempre allí, para alguien o para algo. Y esto significa poseerse no sólo en
el origen, sino también en el futuro.
A través de las promesas se pueden estabilizar las situaciones humanas.
Los hombres pueden adquirir cierta seguridad ante lo imprevisto, lo
inesperado. El poder de hacer promesas es de gran interés para la vida
social, jurídica y política, como atestiguan las innumerables teorías sobre
los contratos que se han elaborado desde el derecho romano. También es
sumamente importante para la vida personal del hombre. Una persona que
es capaz de hacer una promesa y mantenerse fiel a ella durante toda la vida,
es una persona libre. Su voluntad ha adquirido fuerza y vigor; le ayuda en el
empeño de conseguir los ideales y continuar adelante, cuando surgen
dificultades y los vientos son contrarios a sus deseos. Una voluntad recia y
consistente es la clave del éxito de muchas vidas, por ejemplo de un
matrimonio feliz. Cuando un hombre hace una promesa y se mantiene fiel a
ella, entonces se revela, poco a poco, su única y personal identidad. Una
persona que no quiere obligarse y cumplir ningún compromiso, no puede
hacer ni siquiera un contrato laboral. Es un vagabundo; le falta identidad.
Scheler dice que cuanto más libre es alguien, más previsible es su actuación
[91]. Se posee en el futuro.
Esto, por supuesto, no quiere decir que hemos de reaccionar como
autómatas. Es conocido que el filósofo Kant tenía un horario muy fijo: se
paseaba todos los días a la misma hora por las mismas calles. La gente
podía predecir perfectamente su actuación; no había ninguna espontaneidad.
Los vecinos ponían en hora sus relojes, cuando Kant paseaba. Esto pasa a
ser un vicio de la libertad; es manía y obsesión. Decir que los actos de un
hombre libre son predecibles, significa que un hombre verdaderamente libre
se posee en el futuro, por una promesa que cumple con amor.
El hombre caprichoso es un hombre al que falta libertad. Decir que se es
libre, porque se opera por impulsos y gustos, es un modo de engañarse. La
auténtica libertad se ejerce en la fidelidad a las promesas. Y la verdadera
fidelidad, por otro lado, no es posible sin libertad, sin un amor siempre
renovado.
Un grupo de personas, que se mantiene fiel a una promesa común, está
unida por las mismas intenciones; adquiere fuerza y superioridad con
respecto a los que no están sujetos a ninguna promesa. Esta superioridad
deriva de su identidad y de la capacidad para disponer del futuro, casi como
si fuera el presente.
Quien, plenamente, dispone del futuro como si fuera el presente, es Dios.
También Él nos hizo una promesa y la cumplirá, porque Él es fiel. Nos
prometió la máxima felicidad, cuando sigamos su llamada hasta el final.
4.4. La «definición completa»

Allí, al final, encontraremos la definición completa del hombre. No se da


en el origen, en Adán y la Creación, sino en Cristo y la obra de la
Redención. La antropología cristiana es esencialmente una antropología de
la Redención. Es Cristo quien «manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» [92]. Por esto, no basta
el estudio de la naturaleza humana para conocernos. Conviene profundizar
en el misterio de Cristo.
Cristo nos ha ganado la gracia y enviado su Espíritu, quien no sólo
interviene, de un modo muy particular, en el origen de nuestra existencia;
también quiere unirse con nosotros, de un modo todavía más profundo y
misterioso: quiere habitar en nuestro corazón [93]. La gracia nos conduce
hacia el radio de la acción divina. Ilumina la inteligencia, fortalece la
voluntad, enciende el corazón y hace posible la estabilidad emocional.
Penetra hasta las capas más profundas de nuestro interior; les da su calor,
las «acrisola». De nosotros espera Dios un mínimo de disposición, de
abrirse a su amor. Lo dice el salmista: «Si escucháis hoy su voz, no
endurezcáis vuestro corazón» [94].
Por el amor a Dios, la libertad va más allá del tiempo. Mira a la vida
eterna en la que, a cada uno, será dado un «nuevo nombre», que nadie antes
ni después ha tenido. Será nuestra plena identidad, la completa realización,
la máxima felicidad. Von Hildebrand advierte: «La felicidad es un regalo,
un puro regalo. Por mucho que podamos prepararle el terreno, la auténtica
felicidad constituye siempre un regalo que se derrama sobre nuestro
corazón y que brilla gratuitamente en nuestra alma como un rayo de sol»
[95]. Al ver a Dios, cara a cara, descubriremos que se asemeja a nuestro
«primer amor», porque, realmente, es nuestro primer amor. «Cuando
veamos el rostro de Dios –dice Lewis– sabremos que siempre lo hemos
conocido. Ha formado parte, ha hecho, sostenido y movido, momento a
momento, desde dentro, todas nuestras experiencias terrenas de amor» [96].
Entonces, supongo, comprenderemos el sentido completo de nuestra
existencia sobre la tierra. Y, probablemente, captaremos nuestro propio
misterio.
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CAPÍTULO II
LA VIDA BIOLÓGICA DEL HOMBRE

Natalia López Moratalla


El término vida no es unívoco, no siempre significa lo mismo. Así, se
habla de vida vegetal, animal, humana, divina, intelectual, afectiva, moral,
etc., conceptos y realidades tan dispares que lo único que tienen en común
es la analogía. Resulta, pues, adecuado definir el concepto y distinguir entre
los diferentes grados, géneros y clases.
Analizamos en este capítulo, en primer lugar, la noción de vida, con
especial atención a la vida biológica del ser humano, diferente pero
inseparable de su vida biográfica. Luego, la aparición de los seres vivos y
del cuerpo humano en el proceso evolutivo. Después, la importante cuestión
del origen y comienzo de cada ser humano. Y, finalmente, la influencia de
algunos elementos orgánicos sobre el actuar moral de la persona.

1. NOCIÓN DE VIDA: DIFERENCIA ENTRE UN SER VIVO Y


NO VIVO

El concepto vida es abstracto, está sacado de vivir. Y vivir se refiere al


conjunto de actividades realizadas por los seres llamados vivientes. Existe
una enorme variedad de seres vivos, desde los que consisten simplemente
en una sola célula hasta los formados, como es el caso del organismo
humano, por millones y millones de ellas.
A diferencia de los materiales que constituyen el mundo inerte, las
estructuras corporales de cualquier ser vivo son complejas asociaciones de
moléculas organizadas en niveles jerarquizados. Pero, sobre todo, lo que le
caracteriza y distingue de la realidad natural no viva, es que en un ser vivo
cada componente y cada parte del organismo tiene su función propia. Si se
trata de un organismo pluricelular, todas las células, tejidos y órganos,
mantienen una unidad dentro del conjunto, que hace que viva ese
organismo, ese individuo concreto. El conjunto individualizado es más que
la suma de las partes; precisamente porque todas las partes se integran con
armónica perfección, cada organismo vivo tiene una vida propia, con un
inicio, un desarrollo temporal en el que se completa, crece, se adapta a
diversas circunstancias, se reproduce, envejece, a veces enferma, y
necesariamente muere. En términos generales, podemos decir que las
funciones biológicas que realiza en cada una de estas etapas están escritas
en los genes, constituyendo el programa o mensaje genético.
Una máquina, o un artefacto, se construye con un boceto y cada pieza se
integra con las demás para que el conjunto funcione; un artefacto se puede
estropear y normalmente deja de funcionar con el paso del tiempo. Pero no
es un ser vivo. Lo que les distingue y define como artefactos, frente a los
seres vivos, es la manera en que materia y forma se componen en cada caso.
En un ser artificial materia y forma no se corresponden. Se puede hacer una
máquina con uno u otro material, de igual manera que los mismos
materiales se pueden emplear para hacer cualquier otra. No tienen una
identidad propia; los materiales no están íntimamente ligados a su
arquitectura o estructura, aunque unos materiales sean de suyo más aptos
para construir unas estructuras que otras.
Por el contrario, un ser vivo se construye a sí mismo: toma materiales del
entorno, los convierte en suyos y modela su propio organismo siguiendo el
programa escrito en su propio material genético. La identidad de cada
individuo, en su unidad, y con todas las características particulares que le
hacen ser ese individuo concreto, está expresada, escrita de forma precisa
en su dotación genérica, presente en todas y cada una de sus células. Esa
información genética se escribe en forma de secuencias específicas de los
cuatro nucleótidos del ADN que integra los cromosomas. La dotación
genética, los cromosomas, que hereda de sus progenitores, constituye su
diseño, su estructura; en ella están escritos los caracteres que le hacen ser
un individuo concreto y este patrimonio genético propio permanece como
tal a lo largo de su vida. Por ello, y a pesar de los cambios de tamaño, e
incluso de aspecto, que conlleva el paso del tiempo, mantiene a lo largo de
su existencia una identidad biológica. Cada parte de su organismo le
pertenece durante toda su vida y sólo muy limitadamente admite un
transplante de un órgano o tejido; por el contrario, a una máquina se le
puede cambiar hasta el motor entero, traspasarle el de otra, sin que ocurra
ningún tipo de rechazo. Ya que, puesto que nada le es propio, no puede
distinguir lo propio de lo extraño.

1.1. Funciones vitales

Los seres vivos realizan una serie de funciones específicas y


características que se denominan funciones vitales.
Por la nutrición, hasta el más modesto ser vivo es capaz de permanecer
en su ser y crecer, porque es capaz de tomar de su entorno los materiales
disponibles y empleados en la obtención de la energía que necesita para
alimentarse, moverse, reproducirse, etc. y que transforma en sus propios
constituyentes. Pero además los seres vivos transforman el medio en el que
viven, y establecen una relación vital de manera que entran en
comunicación con el mundo exterior; para ello poseen sistemas de
recepción de estímulos, los llamados receptores. Y ellos mismos, al poder
autorregular sus propias capacidades, se adaptan a lo que su entorno les
ofrece.
Por la reproducción, los seres vivos generan otros seres semejantes a sí
mismos, en cuanto que dotados de los caracteres propios de la especie a que
pertenecen. La reproducción sexual requiere la participación de dos
individuos para la producción de la descendencia, aportando cada uno,
padre y madre, la mitad del material genético del nuevo ser; por el
contrario, en la reproducción asexual, un sólo individuo puede dar lugar a
otro, desde una parte de él o por autofecundación.
La capacidad de replicación, esto es, de producir una copia del material
genético propio, es sin duda el atributo más llamativo de los seres vivos. La
clave del proceso de replicación se encierra en la estructura de los
cromosomas; un material peculiar, que no sólo contiene la información
genética, sino que en virtud de la complementariedad entre las dos hebras
del ADN, da lugar a copias que contenidas en las células germinales pueden
pasar a ser dotación genética de otro individuo.
Pero aún hay más; la realización de estas copias es lo suficientemente
flexible, como para que, andando el tiempo, pueda cambiar y, conservando
lo fundamental del mensaje previo, «inventar» nuevos mensajes; esto es,
evolucionar. Así es como los seres vivos surgen por generación de
progenitores semejantes a ellos y pueden evolucionar hacia otras formas
diferentes.

1.2. Origen de los seres vivos

Las ciencias positivas afirman la existencia de un proceso de evolución


biológica, y proponen explicaciones acerca de cómo han ido surgiendo los
organismos más complejos, a partir de las formas más elementales de vida.
Todos los seres vivos proceden así de unas primeras y elementales formas
vivas. La aparición de los primeros microorganismos se remonta hasta hace
unos 3.800 millones de años, en la primera mitad del Precámbrico. Con
anterioridad a esa fecha, tuvo lugar una etapa de Evolución prebiótica en la
que se habrían formado los primeros compuestos orgánicos, precursores de
los actuales materiales biológicos; y después, su integración, o
autoensamblaje, habrían constituido los precursores elementales de los
organismos vivos, con capacidad de réplica de sí mismos y de conseguir
materiales y energía por poseer actividades transformantes del entorno. Este
proceso, en su totalidad, ha ocurrido una sola vez, y además en unas
condiciones muy concretas de la historia geológica de nuestro planeta; en
otras condiciones, las actuales por ejemplo, tal proceso es imposible.
Hasta hace unas décadas la cuestión del origen de la vida era pura
especulación, pero actualmente se pueden dar respuestas válidas. Se cuenta
para ello con los conocimientos acerca de los materiales presentes en el
sistema solar, fuera de la Tierra, con la simulación en el laboratorio de las
diferentes etapas de este proceso y con un tipo peculiar de «registro fósil
bioquímico», aportado por procesos genéticos y celulares ancestrales que se
han conservado en los organismos actuales. Aunque se reconoce que
existen grandes lagunas, hay un consenso bastante generalizado de que se
pueden aceptar como válidas las explicaciones del origen de las primeras
formas de vida por un lento proceso de formación autocatalítica de los
primeros genes y el establecimiento del código genético que, aún en la
actualidad, «traduce» la información contenida en los genes a proteínas.
Es obvio que la vida no pudo surgir de un encuentro único de un gran
número de moléculas diversas, que produjera una impresionante
coalescencia, y se formasen así unas células constituidas por materiales
seleccionados. Las estructuras vivas iniciales debieron de ser mucho más
simples que las células actuales; y sobre todo aparecieron como resultado
de una larga secuencia de pasos aislados, en que cada uno supone una
modificación pequeña respecto al anterior. Cada una de estas etapas deben
ser suficientemente probables, según las leyes físicas y químicas, y por ello
ocurrir en un tiempo «razonable» y ser «razonablemente» estables en las
condiciones en que se formaron para poder tomar parte de la etapa posterior
[1]. La naturaleza –las propiedades de lo que ha aparecido en una etapa, en
unas condiciones dadas– determina lo que estará favorecido y podrá, por
tanto, participar en una etapa siguiente. Y esas propiedades son el hilo
conductor del proceso que conduce a la aparición en la Tierra primitiva de
los precursores vivos de las células y organismos actuales.
Algunos pasos debieron de darse al azar: no hay nada que determinara
que ocurriera de una forma y diera lugar a ese tipo de molécula y no a otra.
Pero en etapas posteriores se fija para siempre una de las formas;
generalmente por el hecho singular y asombroso de que es esa forma, y no
otras, la que ofrece más posibilidades para formar parte de la organización
estructural o funcional de la etapa siguiente; esta selección de materiales, en
el sentido de que sólo un tipo, y no otros, es apto para autoasociarse en
organizaciones más complejas, es el componente de determinación que
marca la dirección del proceso; proceso que va desde compuestos
inorgánicos sencillos hacia una organización de materiales más complejos
en estructuras armónicamente ensambladas capaces de dotar a ese conjunto
individualizado de materiales de los atributos mínimos del ser vivo: replicar
el material genético que contiene la información propia, metabolizar los
materiales del entorno y construirse y crecer.
Una cuestión importante, y que comúnmente late de fondo en los
intentos de explicación de cualquier proceso evolutivo, es la de si existe o
no un propósito definido, una «intención». ¿Qué fuerzas o «motores»
intervienen y dan cuenta de tales procesos? ¿Esas fuerzas programan algo
así como unos patrones evolutivos de diversidad, o más bien el proceso
global no es más que el resultado de una serie de «accidentes congelados»,
o el resultado de la suma de oportunidades? ¿La idea del Homo sapiens
como término al que se dirige el proceso evolutivo es algo más que una
pretensión de nuestra no pequeña vanidad? La respuesta a estas preguntas
no es simple, ya que todo esfuerzo por comprender la evolución arrastra en
última instancia la cuestión de nuestro propio origen; y la respuesta al «de
dónde venimos» entraña unificar conocimientos que proceden de diferentes
formas de saber, que tienen su propio método y están tratando, de hecho, de
aspectos diferentes del mismo problema. No es infrecuente encontrarse con
un potente prejuicio intelectual que puede resumirse simplificadamente así:
la idea de procesos al «azar» remite a la aparición de la realidad natural sin
Creador, mientras que los procesos «determinados», que ocurren por
«necesidad», remite de alguna manera a una Inteligencia que proyecta y
dicta un designio. Sin embargo, el orden biológico se construye siguiendo
leyes según las cuales el azar y la determinación no sólo no se oponen, sino
que cooperan [2].
Los seres vivos manifiestan un orden «arquitectónico» y un orden
«funcional», que les hace estar integrados en el «proyecto» de mantener la
vida, transmitida, e incluso cambiar a otras formas de vida; esto es,
manifiestan una teleología. No hay diferencia entre preguntarse «para qué
sirve» un órgano, o un proceso, o preguntarse cuál es su fin. Explicar cuál
es el origen último de esa finalidad no es función de las ciencias
experimentales. La naturaleza de ese «propósito» no es cuestión abordable
desde la ciencia y, por tanto, tampoco es posible desde las ciencias explicar
o rechazar la existencia misma de un proyecto de este tipo. Lo que es
cometido de las ciencias biológicas es descubrir las propiedades de los
materiales biológicos y dar cuenta con ellas del orden de lo vivo; explicar
por qué funcionan, cómo lo hacen y cómo pudieron aparecer. Así, a la
pregunta acerca de si es posible una intención en la aparición de los
primeros seres vivos, se puede contestar que las propiedades de los
compuestos de carbono, en unas condiciones determinadas, permiten paso a
paso ordenarse de tal forma que se integran en un proyecto con un propósito
bien definido: vivir.
La contemplación del universo inerte o de los seres vivos, ha sido para
algunos el camino de descubrir a Dios como autor de todo lo natural; pero
ese razonamiento es filosófico, es un contemplar el orden, la bondad, etc. de
las criaturas que lleva al conocimiento de la existencia de un Dios Creador,
Omnipotente, etc. Es diferente del método científico-experimental que
analiza «el cómo» se ha ido haciendo en el tiempo todo lo creado. Al
mismo tiempo, los datos de la ciencia sólo buscan ese «cómo»; y más aún,
los datos acerca de los procesos evolutivos y de las leyes que rigen tales
procesos pueden ser interpretados, «leídos», en diferentes registros
filosóficos, algunos de los cuales –el materialista, por ejemplo– no son
válidos en sí mismos y, por ello, parecen contradecir la existencia de un
Creador. Para ellos, de la misma materia increada emergería incluso el
espíritu humano.

1.3. Los diversos tipos de seres vivos: creación evolutiva

El concepto de vida no se aplica lo mismo a un virus que a un árbol o un


caballo. De hecho, clasificamos los seres vivos según la complejidad de
funciones que pueden ejercer; y usamos como punto de referencia, como
vértice, la vida biológica humana.
Como la ciencia biológica enseña, la aparición de las especies en la
historia del Universo no es brusca o discontinua, sino que las diferentes
especies han ido cambiando y dando así paso a nuevas formas vivas. La
narración, con la que comienza la Biblia, no quiere decir necesariamente
que el Creador hiciera aparecer directamente de la nada a cada una de las
criaturas y las fuera situando en el mundo de forma que resultara un
conjunto armonioso. La evolución se opone a un origen independiente de
las diferentes especies, como defienden algunos protestantes
fundamentalistas. Y, a su vez, algunas hipótesis científicas pretenden
explicar una evolución creadora, según la cual la materia, por sí misma,
daría origen a todo. Pero evolución y creación no se contraponen: no hay
que elegir entre pensar que la vida y las diversas especies surgen de un
proceso evolutivo, o creer que proceden de la acción creadora de Dios.
Crear es producir algo de nada, es decir, sin partir de ninguna materia
previa [3]. La creación no es una transformación; no es un movimiento, un
acontecimiento que se dé en el tiempo; algo que sucedió y que puede ser
registrado por medio de la experiencia sensible. La creación es algo mucho
más profundo y real que un hecho. Es la situación estable de dependencia
de las criaturas respecto a su Creador. Por eso la creación es tan real y
actual hoy como en el primer día del Génesis. Por el contrario, la evolución
concierne a los mecanismos de cambio de los seres vivos; se ocupa del
devenir, no del ser. Además, el término «evolución» dice algo más que
cambio; es un cambio con un sentido, finalizado. Un sentido que es
perfectivo: se pasa a algo en cierto modo mejor. En el plano del devenir, ese
dinamismo, esa evolución, corre por cuenta de las mismas realidades
creadas, que son realmente capaces de operaciones propias, por medio de
las cuales se realizan.
La evolución [4] sólo entra en conflicto con la creación cuando se
formula como evolucionismo radical, como un transformismo universal,
que no es una teoría científica, sino una forma de materialismo: no hay nada
que no sea material y la materia da cuenta de sí misma y de sus propias
transformaciones que van de lo imperfecto a lo perfecto, según una presunta
ley del progreso universal. También la postura opuesta creacionista a
ultranza confunde el plano del ser con el del devenir: toda innovación en el
devenir tiene que ser una innovación en el ser que requeriría la intervención
especial de la Causa creadora. No tiene en cuenta que la existencia y la
acción de la Causa Primera no excluye –sino que fundamenta– la existencia
y la acción de las causas segundas. La creación no es un acontecimiento que
por serlo tenga que repetirse. Por su propia índole incluye la conservación
en el ser; no una creación continuada, sino la creación de realidades que,
por su propio modo de ser, «continúan» existiendo a lo largo del tiempo.
Para los seres vivos, continuar existiendo en el tiempo equivale a cambiar, a
evolucionar. La creación no excluye la evolución, ni tampoco la incluye.
Ahora bien, de hecho, la creación [5] es evolutiva, pero la evolución no es
creadora; lo que realmente hay es una creación de cosas materiales que
evolucionan precisamente porque han sido creadas con sentido. En el orden
ontológico lo superior precede a lo inferior y, en el orden del acontecer, lo
imperfecto a lo perfecto.
Evolucionar es dar paso, al tiempo que se transmite la vida, a la
construcción del patrimonio genético, que difiere del propio, no sólo en las
características que le definen como individuo, sino en las características de
la especie a que pertenece: es transformar, cambiar la forma [6]. El
desarrollo actual de la Bioquímica y de la Genética permiten dar una
explicación razonable de este proceso, describir los mecanismos de ese
cambio genético. No podemos entrar aquí en la discusión de las teorías
evolutivas, ideas que dieron sus primeros pasos con Lamarck (1774-1829) y
fueron sistematizadas por Darwin (1809-1882), en su obra El origen de las
especies (1859). Sólo destacaremos un aspecto importante; y es que
contamos con dos tipos de modelos, cada uno de los cuales es una buena
explicación de los dos diferentes tipos de procesos que intervienen en la
aparición de las nuevas especies a diferente nivel; ambos son válidos en
tanto en cuanto no pretendan ser la explicación de todo.
La explicación darwinista se apoya en un «modelo gradualista», en el
sentido en que las especies están sometidas a un cambio morfológico lento
y continuo; y, según el cual, la divergencia morfológica empieza mucho
antes de que se conviertan en especies diferentes. La selección natural es la
fuerza conductora, ya que elige, en virtud del mayor número de
descendientes que dejan, aquellos individuos de la población inicial a los
que la acumulación gradual de cambios en su dotación genética les ha
conferido ventajas en el entorno en que viven. La selección natural origina
diversidad, optimización de funciones y adaptación al entorno; esto es, una
microevolución: variaciones dentro de lo mismo, que incluso puede llegar a
separar una población en dos especies muy similares. Este mecanismo es,
pues, una buena explicación, contrastada y confirmada, de la enorme
variabilidad y riqueza biológica y de la casi total adaptación de cada especie
a su entorno.
Sin embargo, el auténtico cambio evolutivo, la macroevolución, es un
proceso diferente: es un cambio aislado, concreto, que no confiere ninguna
ventaja adaptativa a quien lo sufre y que, por tanto, no es dirigido por el
cambio de las condiciones del entorno, sino por la dinámica interna de la
vida y su transmisión. La explicación de los procesos macroevolutivos
sigue el «modelo puntuado»: la teoría del equilibrio puntuado, propuesta
por los paleontólogos Nieles Eldredge y Stephen Jay Gould, plantea que los
cambios morfológicos experimentados por individuos de un mismo linaje
son la causa de la separación. Se da, en un tiempo breve, una aceleración
del cambio morfológico en unos pocos individuos, que divergen de la
especie original para formar otra nueva.
Si, como pretenden los neodarwinistas, el darwinismo, aun en su versión
corregida y «evolucionada», fuera la única y total explicación de todo el
proceso de aparición de las diferentes especies, la evolución sería un puro
transformismo: los límites mismos de especie, familia, género, orden, como
conceptos (modos de ordenación) de diferente naturaleza se desfiguran o
desaparecen. La finalidad propia de la misma evolución quedaría también
sin explicar. La identificación del pensamiento evolucionista con el
neodarwinista es otro de los prejuicios intelectuales que es necesario
superar para alcanzar una comprensión del proceso por el que unas especies
más simples van dando paso a otras más complejas.

1.4. Lo propio de la vida humana: origen del Homo sapiens

¿Cuál es la situación del hombre en el orden de los seres vivos? ¿Es


esencialmente diferente incluso de los más evolucionados primates? ¿Ha
surgido por mera evolución de ellos? La experiencia muestra –basta mirar
la Historia, el Arte, la Cultura, la Filosofía, el Derecho, etc.– que cada
hombre tiene una vida humana, una biografía que trasciende y que no puede
ser reducida a su vida meramente biológica. No se trata aquí de analizar
quién es el hombre; se tratará solamente de señalar que se dan
peculiaridades en la biología humana que la distinguen de la mera zoología;
que la conducta humana difiere radicalmente del comportamiento animal.
La plena unidad entre cuerpo material y alma espiritual, que enseña la fe
cristiana, se manifiesta en el cuerpo del hombre, que no es nunca un cuerpo
a secas, sino cuerpo humano. Lo más característico de la especie humana es
una peculiar inespecialización y carencia de verdaderos instintos [7]. Para
cada especie animal existe un número fijo de desencadenantes, que
determinan un tipo de comportamiento muy similar y además constante,
para todos los individuos que pertenecen a esa especie. De manera que la
conducta alimenticia, sexual, agresiva, etc. se pone automáticamente en
marcha cuando se dan los acontecimientos biológicamente significativos,
los desencadenantes. El ajuste pleno y genéticamente determinado entre
estímulos y respuestas, permite una especialización morfológica y de
conducta a un entorno especializado: su nicho eco lógico. El
comportamiento del hombre se sale de este funcionamiento biológico; es un
ser inespecializado, inadaptado a un entorno específico y, con ello, abierto
al mundo. No tiene un conjunto fijo de estímulos: puede interesarse por
cosas que no le sirven para nada e incluso que no existen. Y, a su vez, una
vez captado el estímulo puede reaccionar de formas diversas, no
determinadas biológicamente, e incluso no reaccionar.
Una inespecialización que se refleja en características tales como la
capacidad de unión sexual no ligada a un tiempo de celo, el no poseer
órganos de ataque, aguantar grandes oscilaciones de temperatura y, sobre
todo, en resolver con la técnica lo que la naturaleza le niega. Tiene muy
poca especialización digestiva, y no solamente puede comer de todo, sino
que hace arte culinario; y, más aún, puede hacer huelga de hambre y morir
de inanición poseyendo y teniendo delante alimento abundante, sin
responder al instinto de alimentación y ni siquiera de conservación.
Esta indeterminación instintiva es el presupuesto biológico, obviamente
no la causa, de la libertad humana. Un cuerpo estrictamente determinado
por la biología no es humano; no puede constituir unidad, hacerse uno, con
un alma espiritual. Supera esas carencias biológicas porque tiene algo
suprabiológico: la inteligencia. La inteligencia es la capacidad de hacerse
cargo de la realidad en cuanto tal, en lo que es y no sólo en cuanto hace
relación a las propias necesidades biológicas. Sabe lo que es la realidad y
pueden dar razón de ella. El hombre es racional. Los animales son capaces
de juzgar acerca de si algo es agradable o no, beneficioso o perjudicial; pero
no juzgan acerca de su juicio. No reflexionan y no tienen, por tanto, razones
hacia las que orientar su conducta. Por eso no hablan, sino que emiten
sonidos, que no pasan de ser señales de comunicación entre los miembros
de la especie o del grupo, de los peligros de depredadores o de la existencia
de alimentos.
En el proceso de hominización, los individuos de la especie humana
adquieren unas características morfológicas que les diferencian de sus
antecesores homínidos [8]; entre otros una disarmonía entre el diámetro de
la cabeza del feto y la amplitud de la pelvis femenina, que conlleva un
acortamiento del tiempo de gestación. La criatura humana nace
necesariamente pronto, por un «parto prematuro», y un retraso en la
diferenciación de las neuronas, que le «obligan» a una dependencia y
aprendizaje familiar largo; precisa de mucho tiempo para incorporar lo
propio de un ser que es animal cultural. La inteligencia, la técnica, la
libertad y el lenguaje son, pues, los rasgos más peculiares que diferencian al
ser humano de los animales. Y precisamente la capacidad de la conducta
que los fundamenta no es una capacidad biológica: trasciende la materia.
Por ello tenemos, y no sólo apoyados en la fe, sino apoyados en el
conocimiento racional, motivos para afirmar que ha de haber una especial
intervención de la causa Creadora, no sólo en la aparición de la especie
Homo sapiens, sino en la de cada hombre singular.
Las ciencias biológicas clasifican a los individuos de la especie Homo
sapiens, única existente en la actualidad del genero Homo, en la
superfamilia de primates hominoideos, que incluye además los simios
inferiores (siamang y gibón) y los grandes simios (pan, gorila y orangután).
Hace unos 8 y 6 millones de años se separaron los miembros de Gorila y
Pan respectivamente de los componentes del género Homo. En el lago
Turkana, al noroeste de Kenia, se ha hallado un gran número de fósiles, que
se remontan a 1,5 o más millones de años, de miembros primigenios del
género Homo y del Australopithecus. El análisis de las características de
estos fósiles encontrados, permite establecer una separación entre ambos
hace al menos 3 millones de años y, a su vez, ha permitido establecer que
los humanos han ido pasando por diversas etapas: los agrupados como
Homo habilis viven desde hace aproximadamente 2 millones de años;
después, hace 1,6 millones de años, les suceden los Homo erectus, y
posteriormente en Europa viven los hombres de Neanderthal y finalmente
los Homo sapiens, que hicieron su aparición en África y se extienden por
todo el mundo sustituyendo a sus antepasados y que mantienen, hasta
nuestros días, sus rasgos morfológicos característicos. A esta larga marcha
de la humanidad desde los primeros Homo habilis hasta los modernos
Homo sapiens se le suele denominar humanización.
¿Qué significa la afirmación de las ciencias experimentales acerca de
nuestra procedencia de primates, por cuanto parece bien probado que
compartimos antecesores comunes? La fe cristiana [9] nos permite entender
la creación de Adán y Eva como la acción creadora del alma individual de
cada uno de ellos por parte de Dios, que informa una materia concreta,
haciéndola ser cuerpo de Adán y cuerpo de Eva. Ellos son primeros padres
de todos los humanos: no hay seres previos, animales primates, que sean
partícipes del poder creador de Dios.
La materia informada por sus almas es preparada por Dios «amasando el
barro de la tierra», por evolución biológica; un proceso que tiene en sí la
dirección y el sentido dados por el designio creador. Se puede decir que no
es posible que Dios infunda un alma espiritual a un cuerpo animal, por
evolucionado que éste sea. Realmente se puede afirmar que el hombre no
proviene del mono, si éste se entiende como unión del alma humana a un
cuerpo de primate, ya que en tal caso faltaría la adecuada correspondencia
materia-forma. Sí es razonable, por el contrario, el origen evolutivo del
cuerpo humano por un cambio innovador del mensaje genético de una
especie concreta de homínidos, probablemente de Australopithecus. Dios
«amasa el barro» hasta que pueda ser cuerpo de un ser libre, organismo lo
suficientemente indeterminado, que sea materia capaz de corresponderse
con un alma espiritual. Los datos científicos [10] apuntan hacia una
modificación del patrimonio genético en construcción, durante el proceso
de fecundación y construcción del patrimonio genético de un cigoto
engendrado por primates: un cambio en los genes, lo más probable en los
genes que controlan el desarrollo embrionario, originarían el mensaje
genético del hombre; sólo esa disposición de la materia es entonces apta
para ser informada por un alma espiritual, esto es, para ser cuerpo humano.
Este proceso evolutivo de hominización –que da lugar a las características
morfológicas y fisiológicas del hombre– no son las causas de que sea
hombre; lo que supone es la aparición de las condiciones previas necesarias
para que pueda ser un cuerpo humano.
Una última cuestión es cómo Adán y Eva, nuestros primeros padres, dan
origen a todo el género humano. ¿Es posible un origen monogenista?
¿Puede una especie formarse desde una sola pareja? Las ciencias biológicas
afirman que los mecanismos de especiación suponen el establecimiento de
una barrera reproductora entre los individuos de la vieja especie y los de la
nueva. Los diferentes modelos biológicos que explican cómo se establece
tal barrera plantean que, o bien los cambios genéticos se acumulan en una
población, o bien son cambios aislados en unos pocos individuos, que al
cabo de varias generaciones y en virtud de la baja fecundidad de los
híbridos acaba por separar reproductivamente de sus predecesores a los que
han cambiado. Cabe pensar en uno y una, surgidos juntos y en el mismo
tiempo, por ejemplo gemelos monocigóticos, con idénticas características
genéticas y diferente determinación sexual [11]. Sin embargo, en sí mismo,
la aparición de uno y una en el mismo sitio y en el mismo tiempo, no es
garantía de especiación. Y por otra parte, hay que suponer que este extraño
y poco frecuente proceso de gemelación, coincidiera además con un cambio
en el mensaje genético. En todo caso, aunque este mecanismo no sea
fácilmente verificable, indica, y esto es lo más valioso, que no es
biológicamente imposible un origen monogenista de una especie. No
obstante, se debe señalar que no es necesario un aislamiento reproductor,
para que Adán y Eva se convirtieran en los únicos y primeros padres de
todos los hombres; y precisamente porque la creación por parte de Dios del
alma de cada uno de ellos los ha hecho ser seres humanos, personas. El
primer hombre y la primera mujer, por ser hombres, tienen la capacidad de
reconocerse mutuamente como iguales entre sí y de saberse diferentes del
resto de los no-humanos, incluidos sus progenitores y sus parientes más
próximos. Por tanto, sin necesidad de una barrera reproductora biológica,
que pudo haber existido o no, libremente realizan lo que podríamos llamar
un «aislamiento procreador» que en alianza con el poder Creador de Dios
hace de su prole la familia humana [12].

1.5. La relación del hombre con la naturaleza y el valor de la vida


biológica

La fe cristiana enseña que el hombre es querido directamente por Dios


[13]. En el origen de cada hombre está el acto creador del Amor de Dios
por el que de forma inmediata crea de la nada su alma inmortal. La
consideración de esta verdad nos lleva a distinguir, sin separar, entre los
diversos significados que tiene la noción «vida» en el hombre. Por una
parte, la vida plena del hombre es la que ha sido querida por sí misma por el
Amor Creador y, por tanto, la que tiene un valor absoluto y no valor como
medio. Cada hombre ha de alcanzarla, desde la vida en situación actual, con
el uso de su libertad. Y, por otra, la vida física, biológica, el sus trato
material de la vida en el tiempo, que es condición necesaria para su
existencia en el mundo y también para transmitir la vida procreando,
colaborando con Dios. La vida física del hombre no es un valor absoluto,
pero es sagrada por ser vida de una persona, de un ser querido en sí mismo
por Dios.
El desarrollo de los movimientos ecologistas, a pesar de los
desequilibrios que derivan de la «divinización» de la naturaleza, junto a la
descalificación de los seres humanos como injustos y egoístas
depredadores, ha aumentado la sensibilidad hacia el hecho de que la
naturaleza no es producto de la acción humana. Lo cual ha contribuido
indirectamente a situar el hecho de que efectivamente no ha sido hecha por
el hombre, pero sí creada para el hombre, como nos da a conocer la
Revelación.
El sentido profundo de la narración bíblica apunta a que en la creación se
da un perfeccionamiento progresivo de ser y de vida, que culmina con la
peculiar intervención de Dios con la que aparece el hombre. Cabría decir
que el mundo ha sido creado en el acto del Amor Creador dirigido al
hombre [14]. Las criaturas no-humanas han sido «concreadas», y no son
objeto de un acto creador propio e independiente: todas las formas de ser y
de vida han aparecido como consecuencia de la llamada del hombre a la
existencia por parte de Dios. De este modo los seres, especialmente los
vivientes, son bienes objetivos en sí mismos, por su relación con la vida
corporal del hombre, que a su vez participa de lo único que es en sí mismo
un bien, un valor absoluto: la persona. Cuanto más próxima esté una forma
de vida a la vida física del hombre, cuanto sus funciones vitales y sus
capacidades sean más una incoación de lo que es una capacidad humana,
más valiosa es esa vida. Son como huellas del camino ontológico, a través
del cual el hombre ha sido creado, saliendo desde la nada hacia la realidad
concreta de su existencia corporal.
Querida por Dios y dada como don al hombre, también la Naturaleza
tiene un valor que el hombre debe respetar y cuidar, no como dueño
absoluto, sino como administrador.

2. ORIGEN Y COMIENZO DE LA VIDA HUMANA

2.1. Origen del ser humano

El tema del origen de cada hombre, del comienzo de cada vida humana
o, en definitiva, del momento de la infusión del alma en el cuerpo para
constituir esa perfecta unidad de materia-espíritu que es cada hombre,
remite a la cuestión acerca de la raíz de la doble condición del hombre: cada
hombre es un individuo de la especie Homo sapiens y al mismo tiempo es
persona dotada de dignidad absoluta. Es un cuerpo material y es un alma
espiritual, sin que esta doble condición signifique, de ningún modo,
dualismo en cualquiera de sus versiones. El porqué de esa unidad plena y
perfecta la explica la doctrina cristiana cuando afirma que en el origen
concreto de cada persona se encuentran y se aúnan, de una parte, la acción
creadora de un alma individual por Dios, y de otra, la acción generadora de
los padres. La unidad del ser humano deriva precisamente de su origen en
Dios que lo crea y en los padres que lo engendran.
Para la antropología cristiana ambas acciones, la de Dios que crea el
alma inmortal y la de los padres que engendran, no son dos causas
separadas que tengan unos efectos distintos y separados, que después en un
momento dado misteriosamente se unirán, sino verdaderas con-causas.
Ambas acciones constituyen un único principio que da origen a una
persona. No puede decirse sencillamente que Dios crea el alma aislada
mientras que los padres engendran un cuerpo material sin alma. El término
del acto creador de Dios y el término de la generación paterna es el mismo:
la persona del hijo. Por ello, los padres que engendran son, verdadera y no
metafóricamente, partícipes del poder creador del Amor de Dios que pone
en la existencia a cada ser humano. Esta alianza de Dios que crea, y los
padres que con Él procrean, introduce en la historia en un momento preciso
la absoluta novedad de una nueva vida humana. Los seres humanos no
transmiten la vida por simple reproducción: en el origen de cada hombre
está, junto a la generación de los padres, una acción creadora de Dios que
confiere a esa materia producida por los padres la condición humana y con
ello la dignidad propia de una criatura querida por sí misma por parte de
Dios.
De ahí que la pregunta acerca del momento de la infusión del alma en el
cuerpo no sea una formulación del todo correcta del tema del origen de un
ser humano o del comienzo de la vida humana. La plena correspondencia
entre la llamada a existir, que dirige Dios al crear en ese instante un alma
espiritual, y el engendrar el cuerpo humano de los padres, implica que entre
el alma y el cuerpo hay una correspondencia que es también plena, aunque
a su vez espíritu y materia sean inconfundibles. La vida personal que
comienza, y que manifestará más tarde las actividades propias de la
persona, es inseparable de la vida biológica que arranca en ese momento,
aunque al mismo tiempo aquélla no pueda ser reducible a ésta. Es decir, el
cuerpo del hombre es siempre un cuerpo humano con carácter personal.
Justamente esa creación inmediata del alma de cada ser humano por Dios es
lo que constituye a cada individuo de la especie humana en persona. El
designio de Dios hace que se sea hombre por el mero hecho de ser realidad
humana: individuo de la especie Homo sapiens. Se es ser humano cuando
las características genéticas indican pertenencia a la especie humana, con
absoluta independencia de que tenga, o no tenga todavía, o no tenga nunca,
la posibilidad de actuar como persona.
Esta capacidad sólo la alcanzará con un proceso temporal psíquico-
orgánico; en un desarrollo que va, desde su inicio hasta la muerte, y aunque,
en distintos momentos y situaciones de su vida no está capacitado para
actuar como persona, no deja por eso de serlo. Como no deja de sedo, si
Dios permite que esa capacidad no llegue nunca a alcanzar la plenitud en
todas sus dimensiones, por deficiencias del cuerpo. No existe un cuerpo
humano, que esté en un momento concreto del proceso de construirse, y que
reciba un alma: si se está iniciando la construcción de un cuerpo humano, es
porque tiene alma. El cuerpo del hombre es siempre, incluso si es un
embrión pequeñísimo o se encuentra en coma profundo, un cuerpo humano;
no es nunca un cuerpo a secas, un simple organismo vivo con órganos y
estructuras corporales, al modo como lo es un vegetal o un animal, cuyo
origen está solamente en el proceso reproductivo de sus progenitores. Que
el cuerpo de un ser humano sea siempre necesariamente un cuerpo humano,
significa o puede expresarse diciendo que el alma es la forma del cuerpo.
Existe una correspondencia plena y, por tanto, no toda disposición de la
materia individualizada como un organismo vivo, tiene potencia o
capacidad de recibir un alma humana; sólo tiene potencia de ser humana la
disposición de la materia que resulta del engendrar de los hombres, de la
fusión en una unidad de un gameto paterno y otro materno.
Se acepte o no, se crea o no, siempre está el amor de Dios en el origen de
cada persona, y ese amor es el sello de garantía de la dignidad inviolable de
cada criatura humana desde su inicio. Debido a la perfecta unidad de cuerpo
y alma, que es todo hombre, alcanzar la plenitud humana en todas sus
dimensiones supone y exige que se desarrolle, siguiendo un proceso
temporal, un cuerpo adecuado a la condición humana; puede resultar un
organismo perfecto o defectuoso; puede enfermar en un momento dado,
pero no puede perder nunca el valor, la dignidad, que le confiere su origen
en Dios, que le llamó a la vida dándole, creándole, un alma. En esa unidad
materia-espíritu, que es cada ser humano, el alma tiene primacía.
La fe cristiana afirma la inmortalidad del alma y con ello afirma que con
la muerte física el hombre no muere del todo, ya que hay en él una vida que
no está totalmente identificada con sus procesos biológicos materiales ni es
totalmente dependiente de ellos. El cuerpo humano, hemos dicho, es
personal, pero el alma humana es en cierto modo más que la mera forma del
cuerpo. Existe una correspondencia entre materia y forma en la unidad del
ser humano, pero en esa unidad el alma no queda nunca completamente
determinada por el cuerpo. Correspondencia no significa solapamiento
pleno. El mismo dualismo hedonista, que ve el cuerpo humano como algo
que se posee y se usa, y que rinde culto a la salud, a estar en forma física, a
veces es el mismo que niega el respeto de todos los derechos humanos a los
embriones, a los deficientes o a los ancianos. Son manifestaciones de dar la
primacía a lo material; pero la unidad cuerpo-alma del ser humano no se
rompe, ni se malogra por grande que sea la debilidad física corporal.
En resumen, podemos afirmar que en el origen de cada persona, en la
procreación, Dios y los padres dan vida a ese único ser que es la persona del
hijo. Dios al llamarle a la existencia a Su imagen y semejanza, hace que el
ser humano, y no sólo las potencias del alma, sea espiritual, puesto que
también la dimensión material de la persona ha sido fruto de esa llamada
creadora aliada a la generación por los padres. Por ello la vida entera del
hombre, sobre esta tierra, tiene el carácter de una respuesta a la llamada
creadora, puesto que el proyecto divino lo ha de hacer realidad cada hombre
colaborando con su Creador [15]. De esta forma la vida humana configura a
la persona; es decir, lo que cada hombre es, en su singularidad personal, es
fruto también de su historia. Aunque todos los hombres tienen la misma
naturaleza, las diferencias entre las personas son muy grandes, en cuanto a
intensidad de «vida personal». En efecto, parte de las disposiciones de una
persona le vienen de nacimiento, son la «dotación natural», pero otra gran
parte se debe a la propia historia personal.

2.2. Comienzo de la vida humana

¿Cuándo da comienzo exactamente una nueva vida?, esto es, ¿cuál es la


estructura inicial de un nuevo individuo, mediante la cual éste comienza su
propio ciclo vital?, o si se quiere, ¿cuál es la disposición de la materia,
preparada por el engendrar de los padres, que tiene los elementos
necesarios, para poder considerar que ha comenzado a vivir un nuevo ser
humano? Son preguntas que sólo puede contestar la ciencia biológica. Pues
bien, como expondremos a continuación, la ciencia biológica actual tiene
una respuesta precisa y bien fundamentada: en la fecundación. Con la
fusión de una célula germinal paterna con una célula germinal materna
empieza a existir una nueva célula, el cigoto (para algunos, embrión
unicelular), que inicia un nuevo ciclo vital por división celular. El cigoto es
un ser humano, con el programa ya activado para llegar a constituirse en un
organismo adulto.
El cigoto está dotado de una nueva estructura de información genética,
procedente pero diferente de sus progenitores, que le comunica una
identidad específica e individual. El significado biológico de la fecundación
es precisamente dar inicio a un nuevo individuo. El cigoto significa
biológicamente la estructura inicial de un nuevo individuo: en él se
constituye un nuevo mensaje, o información genética, que lo distingue de
todos los demás cigotos humanos; con él surge un nuevo programa de vida
individual, con un nuevo centro coordinador de sus funciones vitales que le
dirige hacia la construcción de un organismo. Es una totalidad corpórea que
intrínsecamente tiende a un desarrollo completo; el cigoto posee un genoma
humano completo, que no necesita que se añada nada esencial, excepto la
presencia de un ambiente favorable, para llegar a ser un ser humano adulto,
en cuanto haya desarrollado el programa que le llevará a construir el
organismo: tiene la potencialidad activa de llegar a ser ese adulto. Es ya
hombre desde el principio, no sólo llegará a ser hombre, porque lo que le
define no es su morfología o las funciones que ya es capaz de realizar, sino
su constitución como individuo reflejada principalmente en su nuevo
genoma. Después de la fecundación no hay nada que pueda ser añadido a su
naturaleza; no se desarrolla el hombre, sino como hombre; sólo la
fecundación y la muerte constituyen los dos extremos que marcan la
discontinuidad biológica de cada hombre [16].
Cada ser humano, como todo animal, pasa, desde su concepción hasta su
muerte, por una serie de etapas en que se da desarrollo, crecimiento y
envejecimiento [17]. Esta nueva célula humana, el cigoto humano,
comienza inmediatamente a actuar como una unidad individual que tiende a
una gradual y completa expresión del programa inscrito en su dotación
genética, mediante un proceso de desarrollo continuo, caracterizado por una
estrecha interacción de cada una de sus partes y el ambiente externo que le
rodea en el seno materno. Durante este proceso de desarrollo embrionario,
su dotación genética, su peculiar diseño, se mantiene en cada una de sus
células. Cada parte de su organismo le pertenece durante toda su vida. La
identidad de cada individuo, con todas las características particulares que le
hacen ser ese individuo concreto, está expresada de forma precisa en su
dotación genética, y permanece y siempre estará presente en todas y cada
una de sus células. En la dotación genética, que hereda de sus progenitores,
están escritos los caracteres que le hacen ser ese individuo concreto de la
especie Homo sapiens; ahí están sus peculiaridades, como, por ejemplo, la
coloración de la piel. Pero sobre todo ahí están encerradas las instrucciones
precisas, claras, para que se construyan los diversos órganos y tejidos, el
corazón, los ojos, etc. Ahí están las instrucciones para que adquiera, pasado
un cierto tiempo, lo que se ha denominado «el yo molecular»; cada
individuo es un ser biológicamente específico singular y distinto de los
demás, debido en última instancia a la capacidad de reconocer, de hacer
frente a agentes invasores y, en ocasiones, destruir a aquellos organismos y
estructuras que reconoce como extrañas. Más aún, guarda memoria de ello.
Y por último, ahí, en el programa genético, también está diseñado el límite
de edad, más allá de la cual no le corresponde pasar, precisamente por ser
un hombre y no un caballo o un ratón, a los que corresponde tener otro
límite de tiempo.
Este diseño, escrito como mensaje genético de cuatro letras, en los genes
y cromosomas de cada individuo, se fija y determina por completo en su
concepción: cuando el gameto paterno, espermatozoide, fecunda el óvulo
materno y surge el cigoto, embrión de una célula.

2.3. Desarrollo embrionario: coordinación, continuidad y gradualidad

El proceso de desarrollo sigue etapas, que se suceden con un orden


riguroso y preciso desde el momento en que esa primera estructura, el
embrión de una célula, duplica la información genética que ha recibido de
sus progenitores, y se constituye en embrión de dos células. Todas las
etapas son necesarias e imprescindibles para construir íntegramente cada
uno de sus órganos, tejidos y estructura corporal y para vivir como
individuo de esa especie. A pesar de los cambios de tamaño y aspecto, de la
posibilidad de manifestar determinadas funciones, que irá teniendo lugar
sólo con el paso del tiempo, y con independencia de los alimentos que
ingiera y de las circunstancias del entorno en que viva, del recambio de las
células de sus tejidos, ese individuo mantiene a lo largo de su existencia la
identidad biológica: es ese individuo concreto de esa especie, igual y al
mismo tiempo diverso de sus congéneres. Puesto que el «nuevo ciclo vital»
iniciado con la fecundación prosigue sin solución de continuidad, se trata
siempre de un mismo individuo que va adquiriendo su forma definitiva; esta
ley de gradualidad implica que a pesar de los diferentes estados por los que
va pasando, el embrión conserva su propia identidad e individualidad.
La embriología molecular da cuenta de la identidad propia de cada
individuo, con la unidad que posee desde su mismo inicio. En el transcurso
de escasas horas después de que un espermatozoide haya fecundado un
óvulo, el cigoto del mamífero engendrado, mientras se mantiene como una
célula, duplica la herencia paterna y materna y se dispone a dividirse y pasa
a ser un embrión en estado de dos células, como ya se ha referido [18]. El
proceso se repite y las células que se originan, por divisiones sucesivas del
cigoto originario, son más o menos equivalentes entre sí. Sólo tras la
división que hace pasar de 4 células a 8, empiezan a apreciarse diferencias
entre ellas. Las células que quedan en la superficie presentan una membrana
asimétrica, con una zona lisa y otra cubierta de microvellosidades. En
cambio, las que han quedado hacia el interior mantienen una membrana
uniformemente lisa.
Sin embargo, el parecido de unas células con otras no quiere decir que se
haya dado una multiplicación de la identidad del cigoto, ni tampoco que en
estas etapas iniciales la identidad sea todavía inexistente. En efecto, el
embrión de 2, 4, 8, 16 ó 32 células no es un simple amasijo de células vivas,
semejantes entre sí y semejantes al cigoto y dotadas cada una de la misma
individualidad que éste. A diferencia de lo que sería un grupo de células
vivas, encerradas bajo una cubierta esférica, sin más relación entre sí que la
mera cercanía física, las células del embrión temprano constituyen una
única realidad biológica, forman ya un elementalísimo organismo bicelular,
tetracelular, etc. Se da una coordinada sucesión de actividades moleculares
y celulares, dirigida por la información genética, y controladas por las
señales producidas en la incesante interacción dentro del mismo embrión y
entre éste y su ambiente: tiene la unidad de un organismo vivo.
Esa unidad procede del hecho de que están comunicadas entre sí a través
de interacciones de componentes específicos de sus membranas [19].
Durante ese inicio del proceso de desarrollo embrionario, en los primeros
pasos, han ido apareciendo en la membrana celular moléculas
especializadas, glicoproteínas, glicoesfingolípidos, etc. Estas moléculas
actúan a modo de «pegamento», permitiendo a las dos células del embrión
bicelular, o a las ocho del embrión octocelular, reconocerse entre sí y
permanecer unidas. Pero esas uniones que ligan a las células entre sí hacen
algo mucho más importante: permiten que cada una de éstas sintetice y
mantenga en su interior señales moleculares, que les dan noticia a cada una
de la presencia de las otras y les dicen además cómo seguir adelante. Se
establece así entre las células una conexión precisa que las ordena en la
arquitectura propia de cada etapa, como puede verse en la Figura 1 A. Así,
por ejemplo, en el embrión de 16 células, al igual que en el embrión en
estado de mórula, la posición que ocupan las células marcará su destino y
hará que den lugar a dos tipos diferentes en la etapa embrionaria siguiente,
la de blastocisto: las células situadas hacia el exterior se convertirán en el
trofoblasto, mientras que las del interior darán lugar a la masa interna.

Figura 1. A. Con la fecundación se inicia la nueva vida al formarse el cigoto (para algunos,
embrión de una célula), que contiene en su material genético heredado del padre y de la madre,
toda la información y capacidad para construir el organismo adulto. El conjunto de células
procedentes de las divisiones sucesivas de esta primera célula adquieren la arquitectura del
embrión, propia de cada etapa, gracias a las moléculas de adhesión, situadas en las membranas, que
actúan a modo de pegamento entrelazándolas específicamente y constituyendo el embrión
temprano bicelular, octocelular, mórula o blastocisto, etc. Estas interacciones dan noticia a cada
célula de su pertenencia al conjunto unitario, y dirigen la elaboración de señales intracelulares que
guían las etapas siguientes.
B. En algunos casos el mensaje genético de un determinado cigoto puede dar señales de forma que
las sustancias pegamento elaboradas den lugar a interacciones intercelulares más débiles, lo que
permite que se seccione el embrión y cada conjunto celular resultante se articule y continúe el
desarrollo embrionario por separado: dos cigotos en lugar de un embrión bicelular, dos embriones
bicelulares en lugar de un embrión tetracelular o dos embriones en fase de blastocisto si se
segregan las células de la masa interna de uno sólo; en cualquiera de los casos podrán nacer dos
gemelos monocigóticos.

La naturaleza de las moléculas de adhesión que articulan las células del


embrión se conoce [20]. Las señales que dan las instrucciones para que se
elaboren estas moléculas están ligadas al mismo proceso de fecundación e
inicio del desarrollo; estas instrucciones son las primeras que emite el
programa genético recién estrenado. Los «pegamentos», algunos de ellos
ausentes por completo en las células germinales de sus progenitores,
aparecen en un momento preciso, y desaparecen después, también en un
momento preciso. En este período tan temprano de la vida –de unos seis
días si se trata de un embrión humano– el embrión sólo tiene que ocuparse
de seguir las instrucciones. La madre acumuló en el óvulo alimentos y
energía que permitirán al embrión vivir, mientras recorre el largo camino
del oviducto, que va del extremo superior de la trompa, donde
habitualmente comienza su vida, hasta el útero, donde se implantará para
seguir recibiendo ayuda hasta estar en condiciones de nacer.
Es obvio que, si bien el programa contenido en el patrimonio genético de
cada individuo se va explicitando a lo largo de la vida, en una sucesión de
etapas sin solución de continuidad, hay momentos de la vida de un
individuo que podrían calificarse de biológicamente más densos:
adquisición de una arquitectura, en la que ya puede vislumbrarse la forma
corporal propia o el desarrollo del sistema nervioso, nacimiento y pubertad;
y momentos cruciales para la supervivencia, como la implantación en el
útero materno, indispensable para permanecer vivo. Pero ninguno de tales
momentos, con toda su intensidad, significa un comienzo de esa vida única.
Todo acontecimiento que ocurre en el desarrollo es condición necesaria para
el acontecimiento siguiente. El proceso de desarrollo, por el que se
construye un organismo, es un proceso continuo en el que las distintas fases
entrañan un cambio morfológico y funcional, pero nunca un cambio de
naturaleza. El embrión y el adulto, aunque tengan una apariencia bastante
diferente, ambos son pasos distintos en la ejecución del programa hombre.
Este proceso de desarrollo embrionario gradual y continuo se hace
irreversible desde muy pronto; con palabras de Lejeune, «en el proceso de
desarrollo el sistema de subrayado cambia progresivamente de modo que
las células se diferencian y especializan [...] A decir verdad, durante este
proceso de expansión de la fórmula primaria que está escrita en el ser
humano no se aprende nada sino que progresivamente se van olvidando
cosas. La primera célula sabía más que el estado de tres células y el estado
de tres células sabía más que la mórula, que a su vez sabía más que la
gástrula, la cual sabía más que la línea primitiva y el sistema nervioso
primitivo. Al comienzo no sólo estaba escrito lo que constituye el mensaje
genético, que podemos leer en cada célula, sino también el modo en que
debía leerse una secuencia tras otra [...] Todo está escrito en la primera
célula y se olvida progresivamente en las demás células de nuestro cuerpo»
[21].
Cada ser humano solamente puede expresarse con plenitud cuando su
alma está unida a la forma corporal adecuada: el alma da carácter humano a
la «materia» generada por los padres en el inicio de su vida y caracterizada
por tener toda la potencia de constituirse por sí mismo en un organismo; a
medida que el desarrollo corporal se completa se podrá llevar a cabo la
correcta manifestación de sus potencias.

2.4. Correspondencia del alma y el patrimonio genético: los gemelos


idénticos

Como hemos señalado, el origen de cada persona, y con ello el


fundamento último de la dignidad de la persona humana, radica en la
alianza de la acción creadora de Dios de un alma individual con la
generación por parte de los padres. Esto significa que los padres procrean y,
además, significa que la individualidad de la llamada creadora de Dios, no
sólo se expresa en la singularidad irrepetible personal, sino también
biológicamente, o dicho de otro modo, la singularidad personal se expresa
también biológicamente. Lo que expresa la singularidad personal, dentro de
la comunidad específica con los demás «individuos de la especie humana»,
es la dotación genética única y singular de cada hombre. Esa determinación
irrepetible es función fundamental del genoma, aunque a esa irrepetibilidad
contribuye también, en menor grado, la diversidad material: el citoplasma
del óvulo materno, el propio entorno materno y los componentes y su
diferente interacción espacio-temporal en el medio ambiente. De hecho, los
gemelos monocigóticos no son genéticamente idénticos del todo. Pero aun
teniendo en cuenta esas otras pequeñas contribuciones, se puede afirmar
que el patrimonio genético es como la huella o expresión material de la
función ordenadora e integradora del alma como forma sustancial. Como la
forma, también el genoma está en todas las células «marcando» cada parte
del organismo, como parte de un único todo. No se pretende identificar el
alma humana con el genoma, sino señalar que la constitución de un nuevo
genoma es la base biológica que indica la presencia del alma: el comienzo
de una nueva vida humana.
En la especie humana –como en muchas otras de mamíferos–, cuando en
los primeros días de vida el programa genético empieza el despliegue de sus
potencialidades, es posible que las células originadas por división de un
único cigoto se separen, y se reagrupen de nuevo, dando lugar a dos
embriones que se anidan independientemente y originan dos hermanos
idénticos, dos gemelos monocigóticos. Si la separación no llegara a
completarse nacerían hermanos siameses. Aunque puedan separarse las dos
células iniciales, o dos grupos de dos o más células, y continuar luego por
separado sus divisiones, esa posibilidad de no estar unidas entre sí, a pesar
de estar juntas, depende de la interacción, a través de las moléculas de
membrana, con función de «pegamento». Su aparición en el momento
adecuado, la cantidad elaborada y las pequeñas variaciones de su
composición, que afectan a la fuerza de pegado de estas moléculas, son
circunstancias precisamente controladas por la dotación genética de ese
cigoto. Puede afirmarse que la gemelaridad natural no es tanto un accidente
que ocurre al azar, como una capacidad establecida ya en el patrimonio
genético concreto del cigoto, que surge al fecundar un espermatozoide
concreto a un óvulo concreto. Esto no quiere decir que en ese único cigoto y
con esa dotación genética haya dos individuos, sino más bien que en ese
único individuo puede darse –le corresponde de acuerdo con sus genes– lo
que en biología se denomina una multiplicación vegetativa; esto es, la
formación de un nuevo individuo por un proceso de escisión, o
simplemente porque se separen de él unas pocas células, con capacidad de
construir un organismo completo: individuo no significa indivisible, sino
indiviso, no dividido, y por ello no se puede decir que, antes de la división
gemelar, no hubiera un individuo.
La individualidad proviene fundamentalmente de la fecundación, proceso
en el que se forma un genoma único y así, mientras el cigoto forma una sola
individualidad biológica, estamos ante un solo individuo, pero si se divide
en dos unidades, con un proyecto vital independiente, entonces tenemos dos
individuos: dos almas han hecho ser seres humanos a dos disposiciones de
materia, producidas en la misma generación, capaces de ejecutar, con
ligeras diferencias, un programa genético idéntico. Pero que dos gemelos
tengan el mismo mensaje genérico, no hace que sean dos seres idénticos e
indiscernibles; cada actualización del programa –en un caso con la
fecundación y en otro con la activación de las células escindidas– configura
un ser vivo diferente, individualizando los elementos materiales con que se
construye ese organismo.
Es necesario subrayar que esta escisión, para poder dar lugar a gemelos,
solamente puede producirse en los primeros momentos del comienzo de la
ejecución del programa. En esas primeras fases, las células, denominadas
blastómeras, son totipotentes; esto es, no han olvidado aún ninguna de las
instrucciones del programa y pueden «independizarse» y expresarlo en su
totalidad, construyendo así un organismo completo. Pasados esas
primerísimas etapas, las blastómeras dejan de ser totipotentes, se
diferencian y adquieren una función específica, mientras se van
organizando para formar parte de un determinado órgano o tejido. Si pasado
ese tiempo inicial se escindieran algunas células, lejos de producirse
gemelos, el único embrión quedaría mutilado; se le habría separado un
brazo, o cualquier parte del cuerpo.
Por tanto, aparece una nueva individualidad, comienza una nueva vida,
no sólo con la fecundación, sino también, aunque muy raramente, cada vez
que una célula totipotente, o un grupo de estas células, se actualiza, al
separarse del organismo del que formaba parte.
La totipotencialidad de las células formadas en las primeras divisiones
del cigoto no contradice su individualidad biológica; el programa está
establecido en el embrión de una célula dando inicio a ese individuo, y que
continúe como tal individuo depende de que el programa esté en todas sus
células. Y de este modo el desarrollo puede continuar su curso, aunque en
los primeros momentos en el estado de mórula o de blastocisto se
produzcan pérdidas celulares. El embrión en estado de mórula o de
blastocisto no es un «pre-embrión» o un simple conglomerado de células:
mientras están unidas no se desarrollan de modo independiente, sino como
partes del todo. Afirmar que la individualidad, y con ello el carácter
humano, de un embrión no se alcanza hasta que pierde la posibilidad de
escisión gemelar es una falacia [22].
Obviamente, identidad –esto es, que dos cosas, dos seres vivos, sean la
misma o el mismo– no significa que en todos los instantes de su existencia
ambos tengan todas las mismas propiedades y todas las propiedades.
Identidad significaría entonces que no puede haber ningún cambio. La
identidad del ser vivo es del ser humano, desde su inicio, que se mantiene a
lo largo de todos los cambios que van ocurriendo en el desarrollo
embrionario y a lo largo de toda la vida de ese individuo; y esos cambios
podrían incluir en casos poco frecuentes escisión gemelar, e incluso el raro
fenómeno de la fusión embrional [23].

3. VIDA BIOLÓGICA Y VIDA BIOGRÁFICA DEL HOMBRE

3.1. La unidad de la vida del ser humano

En cada hombre se da una perfecta unidad de materia y espíritu y cada


uno es, al mismo tiempo, individuo de la especie humana y persona dotada
de dignidad absoluta. La corporalidad es una dimensión humana verdadera
y propia; la persona humana es cuerpo vivo. En la unidad del ser humano
existe una correspondencia entre materia-vida biológica y forma-vida
humana, aunque esa correspondencia no signifique que se dé un
solapamiento total. Cada uno de los seres humanos tiene una «vida
personal», una historia, una biografía que no puede ser reducida a la vida
corporal: es mucho más que nacer, crecer, alimentarse, reproducirse,
enfermar y morir. Y al mismo tiempo esa historia personal es inseparable
del nacer, crecer, enfermar, morir. y más aún, justamente con la muerte
corporal acaba la etapa temporal de la vida humana. Esa única vida del
hombre tiene una trayectoria temporal que no es paralela de la trayectoria
temporal del hacerse y deshacerse del cuerpo, pero es inseparable y está
íntimamente conectada con esa trayectoria.
Parte de las disposiciones de una persona le vienen de nacimiento, son la
dotación natural, genética. Al mismo tiempo, la vida personal de cada uno
influye en el desarrollo, plenitud física o deterioro de la vida corporal. No
hay un determinismo ni genético ni fisiológico, aunque los estados del alma
tengan su expresión corporal y a su vez estén en dependencia del
funcionamiento de los procesos fisiológicos que les acompañan. Un estado
mental de ansiedad y preocupación puede, de hecho, producir una úlcera del
mismo tipo que la que produciría la ingestión de un líquido muy ácido; pero
resolver esa situación exigirá primariamente solucionar el problema
humano emocional, de estrés, de soledad, de falta de sentido, etc., más allá
de sanar la lesión corporal. Igualmente puede afirmarse que algunas
perturbaciones psíquicas y las alteraciones cerebrales merman o dificultan
la libertad, y no se puede ignorar que muchos estados patológicos proceden
de anomalías puramente corporales.
Esa unidad se manifiesta especialmente intensa en aquellas dimensiones
humanas que, siéndolo, están a su vez intrínsecamente asociadas a la
corporalidad, como son la actividad cerebral, el mundo de la afectividad, la
actividad sexual, etc. La identidad personal, ser «alguien», es característica
propia de la persona humana. La vida que cada uno ha vivido, desde la
dotación natural recibida, define esa identidad. Cada uno se experimenta a
sí mismo como un sujeto, un «yo», que tiene su historia, que ha vivido una
vida. Suele decirse de alguno que «es otra persona» cuando su vida ha
experimentado un profundo cambio. Una identidad personal que no se
pierde, no cambia, aun cuando una parte del organismo se sustituya por la
de otro, o por una prótesis material. Ahora bien, no todos los órganos tienen
el mismo significado. Es patente que los órganos sexuales, por producir las
células que transmiten la propia naturaleza individualizada, contienen una
«condensación» especial de la identidad personal y no podrían ser objeto de
un transplante al modo como lo son el riñón o el hígado; de igual forma una
operación de transexuación sería atentar contra la identidad personal.
También una manipulación material del cerebro, que es el órgano de la
mente, de los pensamientos personales, sería manipulación de la persona.

3.2. Huellas biológicas de la biografía

Una de las manifestaciones de la mentalidad materialista, o conductista,


tan frecuentes en la actualidad, es la suposición de que un producto químico
o un circuito de neuronas bien intercomunicadas, pueden sustituir virtudes
como la paciencia, la serenidad, etc. La afirmación de que «Usted, sus
alegrías y sus penas, sus recuerdos y sus ambiciones, su propio sentido de la
identidad personal y su libre voluntad, no son más que el comportamiento
de un vasto conjunto de células nerviosas y de moléculas asociadas» [24] ha
sido propuesta como hipótesis de trabajo científico una y otra vez.
Naturalmente para muchos, científicos o no, es obvio que un ser humano es
bastante más que «un montón de neuronas»; aunque sea tarea nada fácil
alcanzar una explicación de la mente, o de cómo la persona, cuerpo y alma
a la vez, se expresa a través de los procesos cerebrales y cómo estos
necesariamente le influyen.
Hoy se sabe bastante acerca de cómo las alteraciones de determinadas
áreas cerebrales, o procesos neuronales, dificultan o impiden una
determinada actividad intelectual, volitiva o emocional; sin embargo, se
conoce muy poco acerca de cómo esos procesos permiten y son vehículo,
para la mente, la libertad o la conciencia. De hecho, no es infrecuente la
pretensión de explicar, en términos de genes o de áreas cerebrales o de
secreciones químicas, un determinado comportamiento como por ejemplo la
agresividad o la conducta homosexual. En cierta medida estos
planteamientos se basan en la extrapolación de datos obtenidos con
animales y que hacen referencia a los cambios bioquímicos que tienen lugar
en procesos de aprendizaje. Es posible que como base molecular de la
memoria se encuentren cambios en la estructura de moléculas, que
«registran» de alguna forma lo aprendido. Es más, si un proceso de este tipo
constituye la base bioquímica de la memoria su alteración o manipulación
podría modificar esta capacidad, como se ha logrado en animales de
experimentación.
La Neurobiología comienza a darnos a conocer cómo algunas actividades
y comportamientos implican cambios unas veces en la expresión de genes y
en otros en las propiedades fisiológicas de ciertos circuitos neuronales.
Justamente descubrir las «huellas» de los procesos mentales, la secuencia
de cambios celulares y moleculares que suceden en el cerebro durante la
percepción de un estímulo o la memoria, etc., es el reto más atrayente que
tiene planteado esta ciencia.
Cabe pensar que cada individuo tiene un punto de partida y adquiere, con
el tiempo y con el aprendizaje, diferencias en las estructuras de las
neuronas, ya que la adquisición de nueva información deja su huella. Estos
cambios materiales serían las huellas biológicas de la biografía personal y,
obviamente, no las causas de esa historia personal. Supongamos que un día
un hombre arriesga y pierde su vida por salvar a otro. Es evidente que su
actitud vital heroica, la tensión y el miedo que sin duda sintió, quedó de
algún modo reflejada en un cambio bioquímico en su sangre; a nivel
molecular; su heroicidad podría expresarse en concentración de adrenalina
o de cualquier otra molécula mensajera. Y es igualmente evidente que si se
inyectara en la sangre de cualquier otro ser humano el contenido de esa
secreción, no le transforma por sí misma en un héroe, o en un mártir. La
bioquímica no puede nunca crear una «situación vital» aunque, por el
contrario, una situación vital cree subproductos bioquímicos.
Cada persona es «fruto» en parte de su dotación natural biológica, en
parte de la educación que ha recibido, del ambiente en que se ha
desarrollado, de la cultura y relaciones humanas que ha tenido y, sobre todo,
de su propia conducta, de los hábitos que ha adquirido y de las decisiones
que, en el ejercicio de su libertad, ha tomado a lo largo de su vida. No se
trata ahora de dar una explicación del hombre desde una perspectiva
antropológica o psicológica; trataremos aquí simplemente de algunos
aspectos acerca de la combinación que se da en la vida de cada uno entre lo
que viene «dado» y «lo adquirido»; de cómo el patrimonio genético, la
constitución corporal, especialmente cerebral, suponen factores que
predisponen hacia unas tendencias individuales y propias, hacia cierta
«necesidad». No obstante, y pese a la existencia de una tal
«determinación», la «fuente de información» personal es cultural, no
genética, y orienta a dar libremente luz verde o luz roja a esa tal necesidad
[25].

4. LO DADO Y LO APRENDIDO: TEMPERAMENTO,


CARÁCTER Y PERSONALIDAD

Señala José Antonio Marina [26] que en la personalidad pueden


distinguirse tres estratos. El primero es el temperamento; es decir, la
constitución heredada y los esquemas biológicos que son manifestaciones
(pulsiones instintivas, tendencias, estados de ánimo, sentimientos vitales)
ligadas a factores genéticos, a la vida biológica. Se puede definir como el
«conjunto de inclinaciones innatas, propias de un individuo, resultantes de
su constitución psicológica e íntimamente ligadas a factores bioquímicos,
endocrinos y neurovegetativos, que imprimen unos rasgos distintivos a la
conducta de la persona»; es la capa instintivo-afectiva de la personalidad. Si
al temperamento se suman los hábitos aprendidos, se tiene el segundo
estrato, el carácter; comprende el conjunto de cualidades o disposiciones
psicológicas y de actitudes propias de la persona y ligadas a su vida
biográfica; hace referencia al estrato intelectivo-volitivo, a hábitos
adquiridos; está más ligado a factores ambientales, educativos, culturales, y
admite un mayor coeficiente de plasticidad. Y si al carácter se añade el
comportamiento libre, se tiene la personalidad. En realidad, los dos estratos
inferiores están penetrados del superior (la libertad), y también influyen en
él (lo condicionan, de algún modo).

4.1. Tipos psicológicos y caracteriología

Los estudios sobre el temperamento comienzan en la Medicina antigua


[27] y, a comienzos del siglo XX, Kretschmer clasifica los tipos
psicológicos. Según los autores de las escuelas de caracteriología, todos los
caracteres son susceptibles de ser reducidos a ocho tipos, que se obtienen
combinando los tres factores fundamentales de la persona humana: la
emotividad, la actividad y la repercusión.
a) Emotividad es la mayor o menor facilidad con que una situación dada
provoca en la persona una reacción afectiva, emoción o sentimiento.
b) Actividad es la necesidad espontánea, sin obligación ni interés
especial, que empuja a una persona a actuar, a ejecutar un proyecto o una
idea.
c) La repercusión se refiere al hecho de que todas las impresiones que
una persona experimenta ejercen sobre ella, mientras están efectivamente
presentes, una acción, que se puede denominar función primaria.
La definición de estas tres grandes propiedades del carácter ha permitido
agrupar a los diferentes individuos tipos, según el dominio mayor o menor
en cada uno de ellos de la emotividad, la actividad y la repercusión [28].
Emotividad Actividad Repercusión Tipo
emotivo activo primario = colérico
emotivo activo secundario = apasionado
emotivo no activo primario = nervioso
emotivo no activo secundario = sentimental
no emotivo activo primario = sanguíneo
no emotivo activo secundario = flemático
no emotivo no activo primario = amorfo
no emotivo no activo secundario = apático
Así resumidamente, se denominan coléricas las personas de acciones
improvisadas, con reacciones rápidas, frecuentemente impetuosas;
extrovertidos, alegres, confiados, de gran vitalidad, dispersos en el trabajo,
inestables afectivamente. Los apasionados tienen una personalidad tensa en
torno a la obra que van a realizar, sostenida por un esfuerzo continuo y
constante. Los nerviosos tienen una emotividad intensa e irregular, son
inestables y susceptibles. Los sentimentales son soñadores, meditativos,
replegados sobre sí mismos, inclinados a la melancolía, tímidos, pero
dotados de gran sensibilidad, constantes en sus sentimientos. El sanguíneo
es frío, objetivo, decidido, de gran sentido práctico y facilidad para el
trabajo; de concepción rápida, diplomáticos, oportunistas. Los flemáticos
son tardos y lentos en las acciones, tranquilos, impasibles, amantes del
orden y de la limpieza, moderados y ponderados, puntuales y objetivos. Los
amorfos son disponibles, conciliadores por indiferencia, negligentes,
ligeros, inclinados a lo placentero; carentes de personalidad y carácter
propio. Y los apáticos son encerrados en sí mismos, taciturnos, carentes de
hábitos, de ánimo impasible, con dejadez e indolencia, y faltos de vigor o
energía. Obviamente, en la realidad no se suelen dar «formas puras». En
general, cada ser humano es una mezcla de temperamentos y tipos
morfológicos, en el que se distingue, a lo sumo, una característica
dominante.
Por otra parte, hay estilos de obrar que se confunden con rasgos del
carácter [29]; respecto a la acción se puede ser impulsivo o inhibido,
tímido, constante, veleidoso, firme, voluntarioso, irresoluto, etc. Algunos
estilos sentimentales también se confunden con el carácter: iracundo,
celoso, envidioso, miedoso, enamoradizo. Y por supuesto, el carácter tiene
mucho que ver con la voluntad; hay personas «sin carácter»: flojas,
perezosas, claudicantes, abandonadas, irresolutas, tímidas. Es cada persona
concreta, con sus preferencias, debilidades, mentalidad, expectativas,
miedos, esperanzas, hábitos, la que actúa de una forma impulsiva,
automática, deliberada, voluntariamente, libremente.
Por ello, desde el punto de vista pastoral interesa conocer en qué medida
esos tipos o caracteres pueden influir en la responsabilidad de las acciones
humanas. Ciertamente los rasgos temperamentales, que nos vienen
genéticamente «dados», tienen un influjo en la personalidad. Es más,
numerosos datos y observaciones confirman que el lóbulo frontal del
cerebro ejerce una influencia decisiva en el desarrollo de la personalidad. Y
así, lesiones o alteraciones de ciertas áreas cerebrales llevan consigo un
cambio en el temperamento, humor, memoria, facultades imaginativas y
creadoras, etc., hasta el punto de que cuesta reconocer que ésa es la misma
persona que antes de sufrir tales alteraciones. También es bien conocido que
determinadas alteraciones biológicas impiden a la persona «enferma» actuar
voluntaria y libremente y, por tanto, ser totalmente responsable de sus
acciones. Y se han descrito, a su vez, patologías de la voluntad
precisamente porque hay un modo voluntario de realizar un acto y una
personalidad voluntaria, capaz de dirigir la acción.
No podemos entrar a fondo en este campo; solamente cabe señalar que
existe, por ejemplo, la psicopatología de la irresolución; quienes la padecen
son incapaces de tomar resoluciones, debido a una falta de emociones que
les deja sin incentivos, y son personas que no reaccionan ante hechos
graves; y fisiológicamente se asocia a lesiones prefrontales ventromediales.
Pero no siempre la causa de esos comportamientos es orgánica; por
ejemplo, en una persona sana pueden darse hábitos adquiridos de
«rumiaciones interminables», pasividad y pesimismo. De igual forma, el
hecho de que cierto tipo de lesión neuronal impida hacer un determinado
movimiento o ejecutar cierta acción, es muy diferente de la actitud vital de
un perezoso o vago. En algunas personas existe un déficit orgánico, tal vez
hormonal, que se manifiesta en un déficit en la motivación y falta de
impulsos, deseos o apetencias y en otras se trata de una apatía «cultivada»;
han adquirido un estilo de vida en el que casi nada vale la pena el esfuerzo.
En resumen, podemos decir que la dotación natural podría aportar cierta
«propensión» a ser, por ejemplo, violentos, egoístas o agresivos; lo que sólo
significa la necesidad de más esfuerzo personal para alcanzar las virtudes
que nos hacen pacíficos, generosos, templados y serenos. Ya su vez hay
enfermos en los que un determinado comportamiento no es falta de virtud,
sino alteración del cerebro; entonces es al médico a quien corresponde el
diagnóstico y la terapia. De forma similar, la alegría es una cualidad
humana, una virtud adquirible, y al mismo tiempo es bien cierto el dicho
popular que «en un cuerpo sano el alma baila».

4.2. Escuelas psicológicas

Distintas escuelas psicológicas han tratado de explicar el


comportamiento humano. A comienzos del siglo XX, tuvo una gran
influencia el conductismo o behaviorismo (cfr. capítulo XII, 1), que plantea
la conducta humana según una relación estímulo-respuesta, al modo de los
condicionamientos de la conducta animal. Pero la conducta humana no se
condiciona, como proponen los conductistas, de la misma manera que la del
animal que el investigador coloca en un determinado lugar y actúa según el
estímulo recibido. El hombre, «situado» en un recinto cualquiera, lleva
siempre consigo una intimidad biográfica propia y diferente de la de
cualquier otro hombre. Uno puede estar «allí» y otro a miles de kilómetros.
Se ha descrito la experiencia de dos hermanos gemelos idénticos, que
habían vivido juntos siempre, recibido la misma educación en el mismo
ambiente, convivido con las mismas personas, y que fueron recluidos en un
campo de concentración; uno pasó por esa situación con generosidad,
comprensión, abnegación, sirviendo y animando y consolando a otros,
mientras que su hermano la vivió de forma miserable, cruel y egoísta.
Claramente, el hombre vive en situación vital, y ese interior determina la
biografía personalísima que cada uno «arrastra» consigo. Es libre; y aun en
las situaciones más adversas mantiene la dimensión moral, la capacidad de
decidir hacer el bien y evitar el mal.

5. HERENCIA BIOLÓGICA Y PREDISPOSICIONES

La experiencia de que los hijos frecuentemente se parecen a sus padres es


un hecho conocido desde la más remota antigüedad; ya en la mitología
griega se hace uso de la genealogía para dar razón del carácter de los
personajes [30]. Se puede definir la herencia, la transmisión hereditaria,
como la propiedad de los seres vivos de trasmitir a sus descendientes las
características biológicas específicas que ellos, a su vez, heredaron.
Desde los estudios del fraile agustino Gregorio Mendel (1822-1884) son
bien conocidas las leyes que regulan la herencia de la mayor parte de los
caracteres de los seres vivos. La característica fundamental es que cada
individuo recibe un genotipo: un conjunto de genes de cada uno de los
cuales posee dos copias; una copia del padre y una copia de la madre; al
expresarse una de las copias se· pondrá de manifiesto un determinado
carácter, resultando de este modo el fenotipo peculiar. En la constitución de
cada conjunto de caracteres, de cada fenotipo, desempeña un papel
importante la ley mendeliana de la dominancia: cuando coinciden dos
copias de un gen que son antagonistas, se manifiesta fenotípicamente sólo
uno de los caracteres de la pareja de copias, el carácter dominante; el otro,
llamado recesivo, permanece latente.
Aunque en términos generales la herencia es mitad paterna y mitad
materna, algunos caracteres son de herencia exclusivamente materna; por
ejemplo los genes que se encuentran en el cromosoma X, y que en el varón
proceden sólo de la madre. Un típico ejemplo de herencia materna es la
hemofilia: una lesión o defecto en un gen situado en el cromosoma X
origina esta enfermedad ligada al sexo. No la padece la madre, si sólo tiene
afectada la copia de uno de los cromosomas X y no la del otro; ahora bien,
transmite la enfermedad a aquellos hijos varones que hayan heredado
precisamente el cromosoma X que contenía la copia defectuosa. También
son de herencia sólo materna los genes que se encuentran en el ADN de las
mitocondrias, ya que los hijos e hijas sólo heredan las mitocondrias
maternas contenidas en el óvulo. Pero esto no es todo en la herencia;
durante su desarrollo embrionario, cada individuo va construyendo su
cuerpo usando bien la copia paterna o materna en los diferentes
cromosomas, en unos casos de forma indiferente y en otros usando
necesariamente una concreta de ella. Es ésta la herencia no-mendeliana, y
debido a ella, algunos caracteres defectuosos son transmitidos sólo por el
padre, o sólo por la madre, aunque no estén codificados por genes situados
en los cromosomas sexuales.
A su vez, toda expresión génica está sometida a la influencia del medio
interno –hormonas por ejemplo– y a la del externo que puede inducir
mutaciones o cambios de la expresión de algunos genes. Esta influencia
tiene lugar tanto durante el desarrollo embrionario como en la vida adulta.
Y todo ello constituye la base genética de la peculiar dotación natural de
cada uno.
Es intenso y creciente el interés por conocer en qué grado real influyen
en el hombre las condiciones genéticas y las ambientales, culturales y
sociales. En algunos aspectos se ha dado una simplificación errónea al
pretender asociar o relacionar conductas complejas a un factor genético; sin
embargo, parece cierto que determinados factores genéticos puedan influir
en la aparición y en el desarrollo de determinadas conductas, como veremos
después.
Es importante, también, resaltar que puesto que la mitad del potencial
hereditario de cada persona procede de cada uno de sus progenitores, nadie
puede ser exactamente igual a su padre o a su madre, aunque lo parezca;
tampoco es biológicamente igual a sus hermanos, ya que las características
heredadas dependen de la unión de las células germinales, que durante su
formación mezclan o «recombinan» los componentes del patrimonio
genético en un proceso al azar; de ahí las variaciones en el conjunto de
genes que se trasmiten a los hijos y la diversidad dentro de la misma
familia.
Desde la perspectiva pastoral se debe tener en cuenta que puede ser
injusto esperar más, o menos, de lo que realmente la dotación natural de una
persona puede dar, por el hecho de quiénes son y cómo son sus padres o sus
hermanos. Por otra parte, la herencia del patrimonio genético permite
establecer los elementos heredados de una determinada persona, lo cual
sirve para poder establecer una prueba de paternidad. Por último, cabe
señalar que las leyes de la herencia ayudan también a comprender el porqué
de la existencia de los llamados impedimentos de parentesco en el
matrimonio [31]. Aunque estos impedimentos son instrumentos técnicos del
derecho para tutelar a la familia [32], están al servicio de evitar la
posibilidad de una descendencia tarada, que se haría manifiesta por razón
de la concurrencia de los caracteres dominante o recesivo, de realizarse un
matrimonio entre consanguíneos. Aunque no se puede descartar la
posibilidad de potenciación de elementos hereditarios positivos, la
experiencia confirma que los pueblos en los que abunda la endogamia
tienen una tasa más alta de enfermedades hereditarias.

5.1. Pertenencia a la especie

La pertenencia de un individuo a una especie viene dada por su genoma,


por el patrimonio genético que ha recibido de sus progenitores. Se es ser
humano si se tiene el patrimonio genético humano. La variabilidad dentro
de ese patrimonio aporta los rasgos diferenciales de cada uno, así como las
posibles taras, malformaciones o enfermedades heredadas, debidas a
alteraciones cromosómicas o lesión de algún gen o genes. Algunas
enfermedades y malformaciones se deben a alteraciones en el número de
cromosomas; así, el síndrome de Down, con los característicos rasgos
morfológicos y el inevitable retraso mental, es debido a un cromosoma 21
de más (trisomía 21).
Algunas consideraciones acerca de lo expuesto pueden ser de interés
pastoral. En primer lugar, la pertenencia a la especie humana, el ser hombre,
no es algo vinculado a la elección y arbitrio de nadie. Se es persona
humana, sujeto de derechos y con la dignidad que le corresponde al ser
persona humana, por el simple hecho de ser individuo de la especie Homo
sapiens. Y esto es así con independencia de que presente alteraciones
cromosómicas y, por ello, tenga de por vida una fuerte limitación intelectiva
(como el mencionado síndrome de Down), con independencia de que sea
enfermo y portador de un genotipo con taras, o de que sea embrión, feto,
esté en coma o sea anciano.
La probabilidad de transmitir taras y enfermedades, que tienen su origen
en lesiones genéticas, puede ser evaluada analizando las características
genómicas de ambos progenitores; esto permite un consejo genético que
oriente la decisión de contraer o no matrimonio, o de ser o no padres a
parejas que tienen familiares con determinados defectos genéticos.

5.2. Pertenencia a diferentes grupos étnicos

En la especie humana el concepto de raza se desdibuja, no existe


propiamente, y lo que destaca es la diversidad individual. En la historia de
la humanidad, las inmigraciones y mezclas han sido continuas, incluso entre
personas procedentes de regiones geográficas alejadas, por lo que no se dan
grupos puros que hayan existido como unidades diferentes, salvo en grupos
extremos que han vivido durante mucho tiempo aislados. Se han realizado
diversos estudios comparando la variabilidad entre las razas principales:
africanos, ameridios, aborígenes australianos, caucasianos, indios y
pakistaníes, mongoles, aborígenes del sur de Asia y Oceanía y se ha visto
que la variabilidad génica mayor es la individual; la variabilidad neta entre
individuos de naciones diferentes de una misma raza o de diferentes razas
es muy pequeña. El racismo no tiene ningún apoyo en las ciencias
biológicas.

5.3. Determinación sexual: sexo biológico y sexo cerebral

El ser varón o mujer viene dado en primer lugar a nivel cromosómico, se


es XY o se es XX; el sexo genético de cada individuo se determina en la
fecundación. De forma similar al síndrome de Down, existen alteraciones
del sexo cromosómico, por alteración del número de los cromosomas X o Y,
como los conocidos síndrome de Klinefelter (XXY) y síndrome de Turner
(XO). Existen además genes determinantes del sexo masculino situados en
el cromo soma Y, y genes determinantes de la feminidad, que dirigen
durante el desarrollo embrionario la formación de las gónadas y con ello la
fabricación de las hormonas sexuales masculinas o femeninas. Una
alteración en el número de los cromosomas sexuales, en los genes
determinantes del sexo, o en la producción de las hormonas sexuales,
especialmente durante el desarrollo embrionario, da lugar a malformaciones
a nivel de las gónadas y de los caracteres sexuales secundarios, o a
alteraciones fisiológicas.
Se ha propuesto la tesis de que las hormonas sexuales, diferentes
cualitativa y cuantitativamente en hombres y mujeres, realizan una
impregnación sexual del cerebro [33]. Pueden modificar la anatomía
cerebral promoviendo la supervivencia de las neuronas en unas áreas del
cerebro y facilitando la desaparición en otras; y ésta es la base molecular de
las pequeñas, pero significativas, diferencias anatómicas del cerebro de los
hombres respecto del de las mujeres. Los niveles de hormonas sexuales en
sangre y sus efectos sobre el cerebro varían a lo largo de la vida; son muy
marcadas en el período fetal interviniendo en la construcción del cerebro.
Se han buscado diferencias según el sexo en un amplio abanico de
estructuras cerebrales y se ha visto que en algunas regiones es el sexo
masculino el que tiene más neuronas, y en otras, el femenino; no parece,
por tanto, que uno sea superior en cuanto al número de neuronas se refiere:
depende de la región cerebral que se considere. Esta diferencia regional
refleja una especialización distinta en ambos sexos, aunque se desconocen
aún las consecuencias reales. Las hormonas sexuales parece que dirigen
también de forma específica y diferencial lo que podríamos llamar el
«cableado» del cerebro, las conexiones entre las neuronas. La acción de las
hormonas sobre el cerebro se produce de una forma totalmente
inconsciente, pero afecta nuestro modo de actuar, nuestra actividad
intelectual y nuestro estado de ánimo. A la vez, cada tipo de cerebro
segrega un diferente patrón de otras hormonas que dirigen algunos aspectos
de la fisiología masculina y femenina. Son las bases naturales de las
peculiaridades y diferencias entre los varones y las mujeres: dos formas
diferentes de ser seres humanos íntimamente relacionados con las
diferencias entre ser padre o ser madre.
Cuando lo natural y lo cultural se ha desarrollado en equilibrio, se da una
correspondencia entre el sexo cromosómico, el geniral-gonadal, con la
identidad y la orientación de la conducta sexual. Sin embargo, en algunas
personas existen discrepancias de la orientación, en el caso de la
homosexualidad, o de la identidad sexual en el transexualismo (cfr. capítulo
IX, 4.1). No existen pruebas sólidas que correlacionen de forma inequívoca
cambios psicológicos de la identidad y orientación sexuales con los
cambios hallados en el tamaño de las estructuras cerebrales, las alteraciones
en la secreción o de la captación de hormonas, o la herencia genética. Por
tanto, si bien puede afirmarse que hay un sus trato biológico en la
organización del sexo, la orientación y la identidad tienen y requieren
aprendizaje. El sustrato biológico predispone en una dirección, pero no
determina la biografía; las discrepancias requieren una explicación desde el
ámbito del desarrollo psicológico de la personalidad que está más allá de la
biología. Y obviamente en un plano aún más allá, el moral, se sitúa la
práctica homosexual, conducta voluntariamente vivida, tanto en algunas
personas que sufren estas discrepancias como por otras que no las tienen y
optan por esas formas de ejercicio de la sexualidad (cfr. capítulo IX, 4.4 y
5.2).

5.4. Capacidad mental


La dotación natural también determina lo que podríamos llamar una
capacidad intelectual basal; esa capacidad que «miden los test» y que no se
identifica con la inteligencia; las habilidades cognitivas vienen dadas. La
inteligencia incluye, por supuesto, habilidades cognitivas, pero la eficacia
de estas habilidades depende de componentes afectivos y motivaciones.
«Inteligencia –afirma Marina [34]– es saber pensar, pero también, tener
ganas y valor de ponerse a ello». De nuevo lo natural y lo adquirido se
combinan en el hombre.

5.5. Predisposiciones, drogadicción y alcoholismo

La dotación natural incluye también ciertas predisposiciones para


desarrollar un tipo de carácter, para algunas pautas de conducta, tendencias
y actitudes especiales, de igual forma que existe una predisposición
hereditaria para sufrir algún tipo de enfermedad física o mental. El
resultado del patrimonio natural es un cuerpo con unas potencialidades o
capacidades que hasta en lo motor es personal e intransferible, esto es,
inimitable. Un copista jamás puede imitar a la perfección la obra de arte,
que es el fruto conjunto de lo innato y lo adquirido de un genio. Y también
es cierto que al heredar unas formas de estructura corporal, cerebral, etc.
pueden ser heredadas o negadas habilidades como, por ejemplo, para la
música.
Diversos estudios clínicos realizados en hermanos gemelos
monocigóticos, y, por tanto, con idéntica dotación genética, sugieren la
existencia de factores genéticos importantes en la iniciación del consumo de
tabaco o de alcohol. Es bien conocida la influencia esencial del ambiente en
el inicio de estas dependencias, pero de alguna forma unas personas son
más «influenciables» que otras ante unos estímulos objetivamente idénticos.
En un estudio, ya clásico, efectuado en personas no adictas a las drogas,
se pudo comprobar que, de hecho, unas percibían la inyección de heroína
como algo agradable, mientras que otras lo hacían como algo adverso. En la
base de esta percepción se encontrarían diferencias cualitativas o
cuantitativas de la expresión de genes que codifican productos críticos para
la comunicación entre neuronas.
De forma semejante, está muy comprobada la importancia de los factores
genéticos en el desarrollo del alcoholismo a través de las interacciones con
acontecimientos ambientales [35]. Se han identificado diversos marcadores
biológicos de riesgo que permiten identificar a las personas con más
probabilidad de desarrollar alcoholismo. Los parámetros de predisposición
son de una parte biológicos; concretamente, una mayor sensibilidad al
efecto de alivio del estrés que produce la intoxicación de alcohol puede dar
un mayor efecto reforzador de la conducta de beber; también factores
bioquímicos, como la actividad de la enzima mono-amino oxidasa llevan a
una menor percepción de los efectos del etanol a dosis en las que la mayoría
de las personas toman conciencia de que se están intoxicando y deciden no
seguir bebiendo. Junto a estos factores biológicos destaca la elevada
incidencia de un trastorno de la conducta con hiperactividad y déficit de
atención en la infancia, que desemboca en conducta antisocial impulsiva en
el adulto. Algunas carencias en las capacidades cognitivas, como memoria,
atención, pensamiento abstracto, etc., que conllevan fracasos predisponen a
desarrollar conductas más impulsivas.
Existe actualmente una considerable unanimidad en considerar la
drogadicción más como enfermedad que como vicio; es cierto que es más
fácil ayudar a recuperarse a las personas que se encuentran en esa situación,
si no se sienten humilladas. No obstante, la disyuntiva herencia-ambiente
no es simple. Sin negar la predisposición hereditaria, pesan mucho el
ambiente y la educación; en definitiva, existe la libertad y no sería
razonable justificar el mal comportamiento moral, apelando a los rasgos
hereditarios, puesto que el hombre no está necesariamente forzado al mal a
causa de su constitución hereditaria.
Es interesante, al respecto, la denominación que da Julián Marías a estas
conductas: habla de enfermedades biográficas. Efectivamente, en la
biografía influyen muchos elementos, algunos de los cuales son dados y los
demás aprendidos, inducidos por una situación concreta, muchas veces
fruto de la casualidad. Como comenta Marina [36], «una persona que
contrae una enfermedad cardiaca porque ha comido mucho, a lo que estaba
inducido por la angustia, ha hecho poco ejercicio, porque tenía una relación
poco confortable con su cuerpo, y ha estado sometido a gran estrés,
impulsado por un poderoso afán de poder, se ha ido haciendo enfermo. A
esta intrincada mezcla de elementos fisiológicos, psíquicos y conductuales
podemos llamarla con buen sentido “enfermedad biográfica”». Este es el
caso del drogadicto, que es un ser que «ha estropeado su biografía». Con
una extrema delicadeza el Papa Juan Pablo II, con ocasión de un Congreso
sobre las drogas, caracterizó el mal propio de la drogadicción como
«quebranto de las razones de esperanza que se albergan en todo individuo».

BIBLIOGRAFÍA

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CAPÍTULO III
NACER Y MORIR EN LA MEDICINA
ACTUAL (I)

Miguel Ángel Monge


Es ya un lugar común referirse a los extraordinarios progresos de la
Medicina de nuestra época. Técnicas diagnósticas muy avanzadas: TAC
(tomografía axial computarizada), resonancia magnética nuclear, PET
(tomografía de emisión de positrones), etc., espectaculares intervenciones
quirúrgicas, trasplante de diversos órganos, progresos en ingeniería
genética, perspectivas en terapia génica, y demás, son signos de ese
poderoso desarrollo de la investigación en Medicina.
Se podría pensar que todo aquello que técnicamente puede hacerse, debe
llevarse a cabo, con tal de conseguir una mejor salud, la curación de una
enfermedad o la felicidad de una persona que sufre. Se trata de una
tentación frecuente en nuestra época. Pero ¿existen unos límites éticos al
quehacer científico? Habrá que preguntarse con Juan Pablo II: «Esos
progresos de los que el hombre es autor y defensor, ¿hacen nuestra vida
sobre la tierra más humana desde todos los puntos de vista? ¿La hacen más
digna del hombre?» [1]. Dando por supuesta la bondad intrínseca de la
ciencia, «hace falta una regla moral y ética que permita a los hombres
aprovechar las aplicaciones prácticas de la investigación científica» [2]. Así
pues, habrá que considerar la dimensión ética de las intervenciones médicas
en el curso la vida humana, desde el nacimiento hasta la muerte.
Conviene recordar cómo importantes científicos, que fueron en su
momento entusiastas partidarios de un «mejoramiento» de la humanidad a
través de la ciencia, más tarde se volvieron escépticos sobre esto. Es el caso
de Jean Rostand, quien escribía ya en 1956: «Hoy, en ciertos momentos,
nos invade una ligera duda [...] Y nos preguntamos si la ciencia no está a
punto de tocar una suerte de límite más allá del cual sus avances pueden ser
más dañinos que beneficiosos [...]; por audaces que seamos –o que creamos
serlo...– debemos reconocer que hay algo en nosotros que se inquieta, que
se rebela, que protesta viendo esbozarse en las brumas del futuro el extraño
paraíso que nos prepara la biología» [3]. El tiempo parece haberle dado la
razón [4].
Estudiamos en este capítulo los problemas ético-pastorales que se
plantean en relación con las aplicaciones de la Medicina, desde la
fecundación artificial y la supresión de la vida –incipiente (aborto) o
terminal (eutanasia)– hasta la manipulación genética, la clonación, la
eugenesia y los trasplantes.

1. FECUNDACIÓN ARTIFICIAL

La fecundación es el proceso biológico por el que se unen las dos células


reproductoras, masculina y femenina, para dar lugar a una nueva vida: el
«cigoto» o embrión unicelular, En condiciones naturales, la fecundación
tiene lugar cuando se fusionan el óvulo (gameto femenino) con el
espermatozoide (gameto masculino), en el tercio externo de la trompa de
Falopio. Enseguida, el cigoto comienza a dividirse, se convierte en embrión
multicelular al tiempo que es impulsado hacia el interior del útero. Allí se
implanta y allí completa los nueve meses de desarrollo que le quedan hasta
el momento del nacimiento.
Sucede que, a veces, la mujer no es fértil debido a una obstrucción de las
trompas de Falopio (oclusión tubárica) o a otras causas; como en esos casos
no puede realizarse el proceso normal de la fecundación, se han buscado
otros procedimientos para conseguir que la mujer sea fecundada. Eso se
consigue introduciendo –mediante alguna manipulación– el esperma del
varón o el óvulo ya fecundado en el aparato genital femenino.
Dos sistemas se presentan en la actualidad a las parejas infértiles para
tener un hijo: son la inseminación artificial (IA) y la fecundación in vitro
(FIV), seguida de transferencia embrionaria (TE) (suele usarse, por eso la
sigla FIVET o simplemente FIV). Describiremos su naturaleza y luego
haremos su valoración.

1.1. Inseminación artificial

En Zoología es muy usada esta técnica de reproducción, que consiste en


situar las células germinales masculinas (espermatozoides) en condiciones
de poder realizar la unión fecundante con las femeninas (óvulos), estando,
por tanto, ausente la acción directa del macho en el proceso reproductor.
Las serias implicaciones morales que comporta en la especie humana hacen
que su uso no sea lícito, como veremos más adelante.
En la especie humana, la IA consiste en el empleo de algún artificio para
introducir el semen en el tracto genital de la mujer. La inseminación puede
realizarse a nivel intrauterino, endocervical o vaginal (la modalidad más
utilizada). A partir de ahí el proceso reproductor sigue su vía normal.
La IA puede realizarse con semen fresco o congelado. El semen puede
proceder:
a) del marido, inseminación artificial homóloga (IAH);
b) de un donante anónimo, inseminación artificial heteróloga (IAD).

1.2. Fecundación in vitro

Esta técnica de laboratorio consiste en poner en contacto oocitos con


espermatozoides en un recipiente, tratando de que se cumpla en un medio
de cultivo lo que de modo natural sucede en la trompa. Los oocitos se
obtienen de la madre o de una donante por punción del ovario; los
espermatozoides, ordinariamente, por masturbación. Producida la
fecundación en la probeta, comienza la división y esos óvulos fecundados
(cigotos), al cabo de unos pocos días, y ya en fase embrionaria, se
transfieren al útero, donde continúan el desarrollo normal.
Como es sabido –la prensa se hizo eco en su momento– el primer caso de
FIV tuvo lugar en el Reino Unido en 1978, donde, merced a los trabajos de
Edwards y Steptoe, nació la primera niña probeta, Louise Brown. Desde
entonces, la técnica se ha difundido ampliamente. En el Tercer Congreso
Mundial de FIVET, en Helsinki, mayo 1984, se recogían los siguientes
datos: 7.733 mujeres habían recibido por lo menos un embrión en su útero,
se inició un embarazo en 1.160 (15%) y los niños nacidos fueron 590 [5]. A
pesar de las técnicas depuradas que se emplean, los éxitos obtenidos hasta
ahora son escasos. Los resultados finales, en las diferentes fases de la FIV,
son los siguientes:
– en la captación de oocitos, 98%;
– en la fecundación, 60%;
– en las transferencias, 20-22%.
El resultado final está alrededor del 20, es decir, que de cada cinco
matrimonios que acuden a la FIV, sólo uno consigue un hijo.
En mayo de 1987 se celebró en Norfolk (Virginia, EE.UU.) un Congreso
Mundial de FIVET, en el que participaron los principales especialistas del
mundo en técnicas de fecundación in vitro [6]. Entre los datos del Congreso
puede destacarse que sólo nueve de cada cien mujeres que se someten a la
FIVET consiguen tener el hijo deseado. Los estudios de ese Congreso
ponen también de relieve que los embarazos obtenidos con la FIVET son a
menudo complicados. Según una ponencia del doctor J. Cohen, basada en el
examen de 2.342 casos de diversos centros de todo el mundo, la tasa de
abortos espontáneos es del 26,2%, muy superior a la que se produce en los
embarazos naturales. La tasa de embarazos extrauterinos es del 5,25%,
también anormalmente elevada. La de embarazos múltiples (gemelos o
trillizos) es un 19,3%. La de cesáreas es elevadísima: 46% para los
embarazos únicos y 72% para los múltiples. El riesgo de parto prematuro y
de hipotrofia fetal es tres veces superior al de los embarazos normales. En
cambio, el porcentaje de otro tipo de malformaciones es sustancialmente
idéntico. Según el doctor G. Sarrot, una de las causas que influyen en estos
resultados, radica en el estado psicológico peculiar, de gran tensión
nerviosa, a que se ven sometidos tanto la mujer como el equipo médíco que
la atiende.
Según los datos aportados por el Registro estadounidense de FIV (1995),
el FIV-NAT francés y el FIV-CAT de Cataluña (1996), los resultados más
recientes dan unas cifras de embarazo que varían entre el 20 y el 31% [7].

1.3. Otras posibilidades

Cuando se habla de la FIV se piensa en primer lugar en la FIV


homóloga, es decir, la que se realiza con semen del marido, en óvulos de su
mujer y donde los embriones obtenidos se implantan en el útero de esa
misma mujer. Pero caben otras posibilidades:
– fertilización de óvulos de la mujer con esperma de un donante
anónimo;
– fertilización de la mujer con esperma del marido, pero introduciendo
los embriones en el útero de otra mujer (madres de alquiler o subrogadas);
– fertilización del óvulo de donante con esperma del marido,
introduciendo el embrión en el útero de la esposa;
– fertilización del óvulo del donante con esperma de donante e
introducción del embrión en el útero de la esposa.
Las posibilidades e intercambios pueden multiplicarse, llegándose a
situaciones variadísimas e incluso aberrantes: inseminación postmortem de
mujeres solteras que desean un hijo «sin padre», etc. Se ha podido decir que
un niño obtenido por FIV puede tener hasta cinco padres: el hombre y la
mujer que los han encargado y que serán sus padres sociales, los donantes
de gametos, que son en realidad los padres genéticos y la madre gestacional
(«en alquiler») que recibe al embrión en útero y lo incuba hasta que nace.
En cada ciclo de FIV, se suelen transferir de uno a cuatro, o más,
embriones, pues las posibilidades de embarazo son del 7,21 y 28% si se
transfieren uno, dos o tres embriones respectivamente. La transferencia de
más de cuatro no es aconsejable por el riesgo de ocasionar embarazos
múltiples.
Este modo de actuar supone que se produce excedente de embriones.
¿Qué se hace con los embriones que no se implantan? Unas veces, se
desechan (es decir, se matan), otras se conservan congelados para ser
transferidos a la misma paciente en un ciclo posterior o a otra paciente, con
consentimiento de la pareja donante; pueden también ser empleados con
fines de investigación científica. En cualquier caso, se trata de
manipulaciones con auténticos seres humanos, como veremos enseguida.

1.4. La GIFT

Más recientemente, se ha difundido una nueva técnica, descrita por


primera vez en 1983, por R. Asch y colaboradores [8], que se presenta
como una ayuda en el proceso de la transmisión de la vida: la Gift (Gamete
intrafallopian transfer), transferencia intrafalopiana de gametos. Sus
partidarios se apoyan, a veces, en la Instrucción Donum vitae, que recoge
las palabras de Pío XII: «La conciencia moral no prohíbe necesariamente el
uso de algunos medios artificiales destinados exclusivamente sea a facilitar
el acto natural, sea a procurar que el acto natural realizado de modo normal
alcance su fin» [9]. De manera que, continúa la Instrucción, «si el medio
técnico facilita el acto conyugal o le ayuda a alcanzar los objetivos
naturales puede ser moralmente aceptado. Cuando, por el contrario, la
intervención técnica sustituye al acto conyugal, será moralmente ilícita»
[10].
Técnica. Actualmente, con el nombre de Gift se designan técnicas muy
diferentes, algunas de las cuales son superponibles a cualquiera de las otras
de reproducción asistida. Pero cuando se haba de la Gift ideal, se la
presenta como respetuosa de la unidad moral entre el proceso y el acto
sexual y que, por tanto, no sería rechazada por el Magisterio de la Iglesia.
Algunos autores hablan de ella como un «procedimiento que todavía está en
discusión desde el punto de vista de sus consecuencias morales» [11].
Consiste en: recogida del esperma obtenido del acto sexual mediante
preservativo perforado o desde el fondo vaginal; capacitación del esperma –
si fuese necesario– en laboratorio; obtención de un solo oocito;
transferencia del esperma y del oocito al cuerpo de la mujer donde tiene
lugar la fecundación. Obviamente se acude a la Gift porque existen lesiones
orgánicas o funcionales que impiden el desarrollo normal del proceso
procreativo, y se puede remediar médicamente la dificultad.

1.5. Valoración ética

Muchos son los problemas éticos que se plantean en relación con las
técnicas de fecundación asistida. El primero es que la inseminación, por lo
que tiene de manipulación y de artificioso, convierte la procreación (acto
personal) en un acto tecnificado, privado de toda relación interpersonal: el
hijo es fruto de un acto de amor de los padres y el único lugar digno para
engendrado es el acto conyugal. «El hijo es fruto de la unión conyugal,
cuando se expresa plenamente, con el concurso de las funciones orgánicas,
de las emociones sensibles que lo acompañan, del amor espiritual y
desinteresado que lo anima» [12]. Juan Pablo II señala igualmente que el
origen del hombre es el resultado de una procreación ligada a la unión no
solamente biológica, sino también espiritual de los padres unidos por el
vínculo del matrimonio [13].
Pero no es esto lo que sucede con la inseminación artificial, en la que se
ha separado la actividad biológica de la relación personal de los cónyuges.
Por ello, el Magisterio de la Iglesia las considera moralmente ilícitas.
Conviene advertir, sin embargo, que el Magisterio no pone reparos a lo
que se llama inseminación artificial impropia, que se limita al uso de ciertas
técnicas (dilatación del cuello uterino, recogida del semen del fondo de la
vagina y su ulterior reintroducción en el útero), para conseguir que la unión
sexual de la pareja produzca el embarazo deseado: «Si el medio técnico
facilita el acto conyugal o le ayuda a alcanzar sus objetivos naturales puede
ser moralmente aceptado. Cuando, por el contrario, la introducción técnica
sustituya al acto conyugal, será moralmente ilícita» [14].
El principal problema ético que se plantea en la FIV es la relación con lo
que podemos considerar el estatuto del embrión humano: ¿es un ser
humano en fase embrionaria o se trata de una «cosa»? La respuesta es
decisiva puesto que en la FIV hay pérdidas de embriones en diferentes fases
del proceso; hay también sobrantes que son desechados o que se usan para
investigación.
Cuando estudiemos el aborto, analizaremos ampliamente esta cuestión,
que ya se mencionó en el capítulo II, 2.2. Baste ahora recordar que el
embrión es un ser humano. Puesto que la vida humana comienza con la
fecundación, desde ese momento hay vida humana, una vida que tiene un
valor tan pleno como el de cualquier otro ser humano. Por tanto, si se
manipula un embrión, si deliberadamente se le deja morir, se está atentando
a un derecho fundamental.
Algunos tratan de obviar este grave problema señalando que hasta que no
ha alcanzado cierta fase de desarrollo o hasta que se produce la anidación,
el embrión no es ser humano, sino que tiene una existencia que califican de
pre-humana (pre-embrión). Por ejemplo, el informe Warnock (encargado,
en el año 1984, por el Secretario de Estado para los Servicios Sociales del
Gobierno británico) establece como tope para todo tipo de manipulación
con embriones el día 14, considerando que hasta esa fecha no es todavía
humano. Pero este planteamiento no tiene base biológica. El embrión es
humano desde el principio, no hay una fase del desarrollo embrionario que
no sea humana: el ADN de la célula germinal es el mismo que tiene a los 14
días, a los 40 y hasta que el sujeto muera (si es que lo dejan nacer). El
propio Dr. Edwards define el embrión –ya desde el período
preimplantatorio– como «un microscópico ser humano en un precocísimo
estadio de desarrollo» [15].
Sobre esta cuestión se ha pronunciado con claridad la citada Instrucción
Donum vitae, de 22-II-1987, cuando afirma que «el ser humano debe ser
respetado –como persona– desde el primer instante de su existencia». «El
fruto de la generación humana desde el primer momento de su existencia, es
decir, desde la constitución del zigoto, exige el respeto incondicionado que
es moralmente debido al ser humano en su totalidad corporal y espiritual»
[16]. Lo que significa que desde el instante de su concepción se le deben
reconocer los derechos de la persona, y el primero de todos es el derecho
inviolable de todo ser humano inocente a la vida (cfr. capítulo II).
Éste es el argumento más sólido en contra de la FIVET. Cuando la
esterilidad de una pareja se resuelve por este sistema, no puede olvidarse
que se ha conseguido a costa de sacrificar varios seres humanos, de
auténticos abortos por tanto. Y esto es inaceptable.
En el caso de la FIV heteróloga, donde se emplean espermas u óvulos de
donante o se transfieren embriones a una mujer distinta de la esposa, se
advierte fácilmente su carácter inmoral, por lo que supone de paternidad
anónima (equiparable a un adulterio biológico, aunque se trata de una
injusticia mucho más grave) y por los posibles peligros derivados de
consanguinidad o incesto, aparte de diversos problemas jurídicos,
psicológicos y sociales, aún poco estudiados.
Añádase también el modo de obtener el semen, ordinariamente por
masturbación (ilícita moralmente); y el suscitar en la mujer la idea del
«derecho al hijo», como si tuviese necesidad de conseguirlo a toda costa
[17], cuando propiamente una persona no tiene derecho a poseer a otra
persona.
Finalmente, existe otra grave razón, y no es la menos importante, que
vale para todos los casos de FIV (homóloga y heteróloga) y para la
inseminación artificial. Se refiere a lo que supone de ruptura de los
aspectos unitivo y procreador del acto conyugal. Aquí puede plantearse esta
duda: ¿es moralmente lícito dar origen a una nueva persona con un acto
diverso del acto conyugal? La respuesta es negativa. Sólo un acto de amor
en el cual toda la persona de los cónyuges está implicada es digno de dar
origen a una nueva persona humana. Toda persona –y, por tanto, también la
que va a nacer– debe ser querida en sí misma y por sí misma: es decir, por
amor. La FIV establece entre quienes realizan la fecundación y el que va a
nacer una relación de «producción de un objeto», y una persona no puede
ser objeto producido por el trabajo del hombre, sino un ser querido por un
acto personal de amor. «Todo ser humano ha de ser acogido siempre como
un don y bendición de Dios. Sin embargo, desde el punto de vista moral,
sólo es verdaderamente responsable, para con quien ha de nacer, la
procreación que es fruto del matrimonio» [18].
Estamos tal vez ante una de las cuestiones más difíciles de entender en
nuestra época. Para algunos esposos, la FIVET se presenta como el único
medio para obtener un hijo sinceramente querido. Y se preguntan si, en su
caso, la totalidad de su vida conyugal no bastaría para asegurar la dignidad
propia de la procreación humana. Pero esta buena intención no es
suficiente: «El procedimiento de la FIVET se debe juzgar en sí mismo, y no
puede recibir su calificación moral definitiva de la totalidad de la vida
conyugal en la que se inscribe, ni de las relaciones conyugales que pueden
precederlo o seguirlo» [19]. La clave para resolver la cuestión está en la
naturaleza del acto conyugal y de la íntima unión de sus aspectos unitivo y
procreador que tratamos en otro lugar [20]. A este respecto, son
clarificadoras estas palabras: «La importancia de la unión moral existente
entre los significados del acto conyugal y entre los bienes del matrimonio,
la unidad del ser humano y la dignidad de su origen, exigen que la
procreación de una persona humana haya de ser querida como el fruto del
acto conyugal específico del amor entre los esposos» [21].
En los últimos años, varias Conferencias Episcopales de diversos países
(Reino Unido, Canadá, Australia, Francia, etc.) se han pronunciado
negativamente sobre la FIVET, señalando sus reservas morales a este modo
artificial de transmisión de la vida, recordando lo afirmado por la
Congregación para la Doctrina de la Fe con la ya citada Instrucción.
Sobre los riesgos que se ciernen sobre la humanidad si se desatienden las
reservas éticas que merecen muchas de estas prácticas, bástenos esta idea:
«Las posibilidades que ofrece actualmente esta técnica se alejan cada vez
más de la ya sospechosa meta inicial –resolver la esterilidad y poder
realizar una selección genética– hasta llegar, con la manipulación de ovarios
y espermatozoides de donantes, congelación de embriones humanos,
cultivos de ovarios, ectogénesis, fertilización interespecies, etcétera, a una
situación en que la reproducción –convertida en una “técnica” más– queda
completamente separada de la familia y confiada “a la responsabilidad de
los sabios”. Se habría llegado a la mayor locura de la historia: una sociedad
que “edita” niños, sin padre ni madre [...] donde la palabra AMOR carece
de significado alguno» [22].
Para una valoración ética de la Gift, recordamos que su origen está en
relación con la búsqueda de soluciones técnicas acordes con la dignidad de
la persona, es decir, que puedan ser aceptables moralmente. Se ha
comentado que cuando se publicó la instrucción Donum vitae ya existía la
Gift y, sin embargo, ésta no es contemplada en ese documento. Ese silencio
fue interpretado por algunos como una aprobación implícita. Otros, sin
embargo, lo entienden de modo diverso, alegando la dificultad que existe
para distinguir cuándo la técnica va a ser ayuda y cuándo va a sustituir al
acto conyugal.
Entre los moralistas católicos se dan las dos opiniones: unos consideran
como aceptable lo que denominan Gift ideal, aquella que se realiza en un
matrimonio estable, separada de la FIVET y en determinados casos
concretos [23], y otros piensan que, a pesar de todas las restricciones, la
Gift es, en realidad, no una ayuda en el acto sexual, sino la verdadera causa
de la fecundación [24], y que conlleva todos los problemas éticos de la
fecundación artificial: embriones perdidos, la idea del hijo como «derecho»
de los padres, la separación de los aspectos unitivo y procreador del acto
sexual, etc., ya considerados anteriormente.
Lo que se discute en este caso es si, en cuanto tal, ese determinado
recurso a la técnica es o no es respetuoso con la dignidad de la persona
humana, es decir, ¿se trata de una asistencia o de una sustitución del
proceso procreador? Estamos ante un problema todavía en estudio, que
requiere ulteriores desarrollos doctrinales, pero pensamos que son tantos los
actos necesarios para la realización de la técnica (diversas personas,
distintas intervenciones) que resulta difícil ver a los esposos como la causa
principal de la fecundación y aún más difícil entender la unidad amorosa
del proceso procreador.
En cualquier caso, nos parece que se deben considerar éticamente lícitas
las acciones médicas de tipo quirúrgico o farmacológico que se inscriban en
un contexto de capacitación tanto del hombre como de la mujer, en orden a
que el acto conyugal sea fecundo. Es el caso de la LTOT (Low tubal ovum
transfer, transferencia de óvulos a la trompa): se extraen los oocitos de los
folículos y se depositan en el tercio externo de la trompa; los oocitos son
fecundados por los espermatozoides –producto de la relación conyugal– que
han llegado a través del tracto genital femenino [25].
1.6. Reducción embrionaria

La FlVET, debido a la estimulación ovárica que conlleva –en ocasiones,


se trata de una clara hiperestimulación– da lugar con relativa frecuencia a
embarazos múltiples. Estos embarazos ocasionan no pocos problemas ya
que se puede producir tanto la muerte espontánea (en realidad provocada
por la situación en que artificialmente se les puso) de algunos embriones
como el nacimiento prematuro de los otros, sin ninguna esperanza de vida.
Añádase a ello las dificultades obstétricas (y el consiguiente peligro para la
madre) si todos los nascituros llegasen al parto. Partiendo de estos
supuestos, se acaba justificando la selección y eliminación de algunos
embriones con vista a salvar a los demás o, por lo menos, a uno de ellos. Es
la técnica, denominada «reducción embrionaria», que consiste en eliminar
algunos embriones del útero para facilitar que sólo algunos puedan llegar a
término.
Este planteamiento ha dado lugar a una intervención magisterial [26],
que apoyándose en la Encíclica Evangelium vitae [27], rechaza este modo
de proceder [28], ya que procura la eliminación voluntaria de una vida
humana y –afirma taxativamente– «jamás podrá ser moralmente lícito
provocar la muerte de manera voluntaria» [29].

2. MANIPULACIÓN GENÉTICA

Un número muy elevado de enfermedades (cerca de 2.500) tienen su


origen en un defecto genético, es decir, en la alteración de un gen o de su
sistema de expresión, que no permite la síntesis de una determinada
proteína en su forma biológicamente activa. Pues bien, se ha pensado que
los enfermos portadores de estas anomalías podrían beneficiarse de las
técnicas llamadas de «ingeniería genérica». Es tal el espectacular progreso
de la biología y de las tecnologías médicas, que ya se puede aislar un gen,
determinar su estructura, intervenir sobre embriones y alterar sus
características, etc. En ese sentido, enfermedades que tienen su origen en la
alteración de un gen, podrían tener solución con una terapia génica que
permita la no inserción del gen defectuoso, o la corrección de las señales
que controlan su expresión en los tejidos afectados [30].
Las técnicas que se ocupan de esta área del saber se conocen con el
nombre de «ingeniería» o manipulación genética. Para algunos este último
nombre tiene connotaciones peyorativas (no les agrada lo de manipulación)
y se prefiere el de ingeniería o «instrumentación» genética.
El objeto propio de este tipo de técnicas está sujeto a debate. Para
algunos autores, la «ingeniería genética» tiene un sentido muy amplio, y
sirve para referirse a cualquier intervención biomédica, ya sea la
transmisión de la vida, la fecundación artificial o la selección de sexo. Para
otros, con ese nombre se quieren indicar los métodos sobre el tratamiento
de la información genética contenida en el ADN. Convendría, pues,
diferenciar dos modalidades o tipos de intervención [31]: las «terapéuticas»
o «correctoras» y las «constructivas» o «creativas», cada una de las cuales
da lugar a diferentes problemas éticos. Las «terapéuticas» están dirigidas a
reparar los defectos orgánicos que producen algunas enfermedades en los
individuos y a mejorar las características fenotípicas de la humanidad. La
ingeniería «creativa» tiende a crear o a desarrollar nuevas características,
morfológicas o funcionales, en el organismo, modificando el contenido
genético hereditario» [32].

2.1. Aspectos ético-pastorales

La ingeniería genética plantea diversas cuestiones éticas. La Instrucción


Donum vitae ofrece respuesta a muchas de ellas:
a) son lícitas las intervenciones sobre el embrión humano, siempre que
se respete la vida y la integridad del embrión, que no lo exponga a riesgos
desproporcionados, que tengan como fin su curación, las mejoras de sus
condiciones de salud o su supervivencia individual;
b) se requiere en todo caso el consentimiento libre e informado de los
padres, según las reglas deontológicas previstas para los niños [33].
No parece, por ejemplo, que la transferencia de genes a células somáticas
humanas –cuando sea posible técnicamente– deba ser rechazada, cuando se
dirige a la curación de lesiones determinadas genéticamente y se limita al
individuo sometido a tratamiento. «En la reflexión teológico-moral actual
se abre camino la convicción de que una intervención en el código genético
con finalidad estrictamente terapéutica es legítima. El paradigma original
para resolver estas cuestiones morales es el de los trasplantes de órganos,
contexto ya familiar en el razonamiento moral. La diferencia con la práctica
del trasplante consiste solamente en el hecho de que se mueve en un plano
molecular. Se puede, por consiguiente, invocar el clásico principio de
totalidad, que declara lícita la intervención en un órgano o función, con una
finalidad netamente terapéutica, con tal de que se tengan fundadas
esperanzas de un éxito que compense el riesgo asumido» [34]. En efecto,
como enseña el Magisterio, «una intervención estrictamente terapéutica que
se fije como objetivo la curación de diversas enfermedades, como las
debidas a deficiencias cromosómicas, será, en principio, considerada como
deseable, siempre que se tienda a la verdadera promoción del bienestar del
hombre, sin dañar su integridad o deteriorar sus condiciones de vida. Tal
intervención se sitúa, en efecto, en la lógica de la tradición moral cristiana»
[35]. Pero –son también palabras de Juan Pablo II–, «la manipulación
genética se convierte en arbitraria e injusta cuando reduce la vida a un
objeto, cuando olvida que se ocupa de un sujeto humano, capaz de
inteligencia y de libertad, respetable a pesar de sus limitaciones; o cuando la
trata en función de criterios no basados en la realidad integral de la persona
humana, con el riesgo de atentar contra su dignidad» [36]. Por ello, la
expresión «manipulación genética– resulta con frecuencia ambigua, ya que
puede referirse tanto a intervenciones deseables y razonables que procuran
la corrección de ciertas anomalías (algunas enfermedades hereditarias, por
ejemplo) o convertirse en un aventurado ensayo, que termina manipulando
al hombre, al que convierte en un «objeto» de investigación científica. Será
el sentido común, inspirado en los principios morales indicados, el que
decida lo más conveniente en cada caso [37]. Sabiendo que toda
intervención sobre la vida humana, aplicando técnicas biomédicas
avanzadas, cuyo fin sea salvar vidas, curar enfermedades o mejorar la
calidad eventualmente precaria de alguna vida, estará éticamente
justificada. Pero las prácticas manipuladoras (que llevan consigo
destrucción de embriones, abortos, mutación no terapéutica del código
genético, etc.) son objetivamente rechazables [38].

3. ABORTO

3.1. Noción

El aborto es la expulsión prematura de un feto no viable, cuando no es


posible la supervivencia fuera del seno materno. En la actualidad, el
progreso médico ha hecho descender el límite de viabilidad y existen casos
de fetos de sólo 20 semanas nacidos vivos y con evolución favorable,
aunque esto es raro. Cuando el feto es ya viable se habla de parto
prematuro. Aunque lo que realmente caracteriza al aborto, desde el punto de
vista ético-moral, no es tanto la expulsión prematura del feto, sino su
muerte: lógicamente, cuando el feto vivo no es viable, a su expulsión sigue
siempre la muerte.
Prácticamente iguales que el aborto son la embriotomía y el feticidio, que
consisten en dar muerte al embrión o al feto dentro del seno materno. Lo
mismo logran algunas técnicas más recientes, presentadas, a veces, como
eficaces métodos de control de la natalidad, que actúan como verdaderas
sustancias abortivas. Nos referimos al DIU (dispositivo intrauterino) ya la
RU-486, que estudiamos en el capítulo VIII.

3.2. Formas

Recordamos la terminología empleada, según se considere el aborto


desde el punto de vista médico, jurídico o moral.
3.2.1. Desde el punto de vista médico

a) Aborto espontáneo, casual o involuntario, que se produce en los


primeros días de la gestación (se le llama aborto ovular) o más tarde. Suele
ser secundario a lesiones maternas u ovulares que provocan alteraciones
que pueden conducir al defectuoso desarrollo e incluso a la muerte del
huevo, en cuyo caso éste es expulsado espontáneamente. Obviamente, no
plantea ningún problema moral puesto que es, como hemos dicho,
involuntario.
b) Aborto provocado, cuando es procurado voluntariamente. Es del que
aquí tratamos.
c) En la terminología médica se habla a veces de «aborto terapéutico»
para referirse a aquel con el que se intentan suprimir en la madre los
riesgos, reales o supuestos, provocados por la existencia de un embarazo.
Es un término impropio y a efectos morales debe ser incluido dentro del
provocado.

3.2.2. Desde el punto de vista jurídico

Hasta los años sesenta, sólo tenía interés el denominado aborto criminal
considerado como delito grave en los Códigos Penales. Actualmente,
repasando el ordenamiento jurídico de aquellos países donde el aborto está
legalizado (el aborto sigue siendo un grave delito, aunque se haya
despenalizado), se advierten diferentes modalidades:
– para favorecer la salud física o mental de la madre;
– cuando el embarazo es consecuencia de violación o incesto, o se
produce en una mujer que no ha alcanzado determinada edad;
– cuando la madre ha padecido rubeola en una fase crítica de la gestación
(con el riesgo consiguiente de una malformación congénita del niño) o ha
estado expuesta a otros riesgos (como ciertos fármacos o radiaciones
ionizantes) de trastorno de desarrollo fetal;
– cuando se ha diagnosticado por amniocentesis o por otros medios el
síndrome de Down u otra anomalía cromosómica;
– cuando los padres padecen deficiencia mental y se considera que son
incapaces de atender adecuadamente al hijo.
Aparte de esas indicaciones, presuntamente basadas en consideraciones
médicas, eugenésicas o médico-sociales, algunos instrumentos legales
autorizan el aborto por razones socioeconómicas o simplemente
económicas [39].

3.2.3. Desde el punto de vista ético

En este aspecto solamente tiene interés la clasificación entre aborto


directo (directamente provocado) e indirecto. El primero, querido
directamente como fin principal, incluye todos los tipos de aborto
provocado que puedan plantearse, desde el mal llamado aborto
«terapéutico» hasta el criminal. Aquí el aborto se busca como fin o como
medio para obtener un fin: salud de la madre, evitar que nazca un niño
subnormal, motivos de honor, etc. Por el contrario, el aborto indirecto no es
querido ni buscado directamente, sino que es consecuencia –accidental y
probable– de una intervención dirigida a curar un mal de la mujer,
independiente de suyo del embarazo; por ejemplo, la extirpación de un
cáncer de útero en una mujer embarazada, o una intervención en caso de
embarazo ectópico, cuando es acompañado de hemorragia o, en general, del
aborto que podría seguirse de la aplicación de remedios médicos aplicados a
la madre para curar directamente una enfermedad grave. Los problemas
éticos del embarazo ectópico se tratan en el capítulo VIII, 4.4.

3.3. Métodos abortivos


Resulta interesante conocer cuáles son los procedimientos que se
emplean para provocar el aborto. Son los siguientes:

3.3.1. Aborto por raspado uterino

Es el más antiguo de los métodos usados actualmente. Se aplica entre las


siete y las doce semanas de concebido el nuevo ser. Se realiza con una legra
o cuchilla quirúrgica de extremo encorvado que se introduce por la vagina y
por el cuello uterino (que ha sido previamente dilatado) hasta alcanzar la
pared de la matriz, que es raspada hasta que se consigue desprender todo
vestigio del embrión o feto y de la placenta que lo envolvía. Para evitar
«riesgos» a la mujer, es indispensable que los abortadores pongan especial
cuidado en recontar bien los trozos del no nacido, pues si quedara en el
útero algún residuo de los despojos de la víctima, podría ocasionarse una
infección o una hemorragia. Se usa anestesia general.

3.3.2. Aborto por cesárea o por histerectomía

Se desarrolla como una operación cesárea mediante la incisión quirúrgica


abdominal y extracción del nuevo ser. La diferencia radica en que una vez
cortado el cordón umbilical, se deja al no-nato morir sin asistencia. Esta
forma de aborto se utiliza cuando el embarazo está muy avanzado y ya no
se pueden aplicar los otros sistemas.

3.3.3. Aborto por succión

Fue inventado en los países comunistas propagándose después en


Occidente. Consiste en aspirar el contenido del útero por medio de una
potente bomba de vacío. El cuerpo del diminuto no nacido, desmembrado
por la fuerza de la aspiración juntamente con los restos de placenta,
atraviesa el tubo de succión y cae en un frasco de cristal. Como en el
método de raspado uterino, es necesario que los abortadores se aseguren de
que han salido todos los restos, pues si no la mujer podría sufrir infección o
hemorragia. Es una técnica fácil, con duración máxima de dos minutos, lo
que permite rendimientos a escala industrial en las clínicas donde se
practica.
La técnica de succión garantiza la muerte del concebido en cualquier
momento del período que va desde las primeras etapas de su vida hasta las
12 semanas (tres meses) en que su escaso volumen corporal todavía permite
el paso de los despojos a través de los 11, 12 ó 13 mm de diámetro de la
cánula que se usa según los casos.

3.3.4. Aborto por inyección intraamniótica

Consiste en inyectar en el saco amniótico, a través del abdomen, una


solución de sal al 20% o suero glucosado al 50%, después de haber extraído
por el mismo medio de 10 a 300 ml de líquido amniótico. La placenta sufre
necrosis, el no nacido tarda aproximadamente una hora en morir por efecto
del envenenamiento salino y termina por ser expulsado antes de
transcurridas treinta y seis horas después de haber sido puesta la inyección
de solución hipertónica. Hay cierto riesgo de perforación uterina y aun de
muerte por paso de la solución salina a la sangre de la mujer.
Esta técnica garantiza la muerte del hijo concebido a partir de las 16
semanas (4 meses), momento en que la bolsa placentaria contiene ya
suficiente líquido como para permitir la inyección mortal.

3.3.5. Aborto por perfusión de prostaglandinas


Consiste en inyectar por vía intravenosa lenta ciertas prostaglandinas que
tienen especial actividad sobre la contractibilidad de los músculos uterinos.
La expulsión del feto se produce en el término de pocas horas. Esta técnica
parece llamada a sustituir a la anterior.
Si se comparan entre sí los períodos idóneos de aplicabilidad del aborto
por succión y del aborto por inyección intraamniótica hipertónica, se cae en
la cuenta de que entre arribos queda un margen difícil para abortar: el que
se extiende desde las 12 semanas (3 meses) hasta las 16 semanas (4 meses).
Un mes en el cual no se puede usar la técnica de succión porque el pequeño
ser humano tiene ya demasiado volumen como para que sus despojos
quepan en el diámetro de la cánula, ni se puede tampoco aplicar la
inyección salina porque la bolsa placentaria en que se alberga no contiene
suficiente líquido amniótico. El método de la inyección intravenosa de
prostaglandinas se utiliza para este breve período.
Recientemente se está comercializando la llamada RU-486 [40]. Se trata
de una antihormona que se opone a la acción de la progesterona, la
hormona indispensable para el inicio y continuación del embarazo.
Asociada a prostaglandinas, que estimulan las contracciones del útero,
provoca la expulsión del embrión en la mujer embarazada. Se trata, pues, de
un auténtico aborto.

3.4. Argumentos abortistas y su crítica

Analizamos las motivaciones [41] que suelen presentarse con la


consiguiente valoración crítica.

3.4.1. Embriopatías y aborto

Actualmente, la Medicina está en condiciones de prever casi con certeza


posibles malformaciones, mediante la biopsia de vellosidades coriales, la
amniocentesis y la ecografía en los casos de malformación fetal [42].
Humanamente se comprende que, frente a la certeza o a la casi certeza de
malformación o por lo menos ante la duda motivada por una amplia
probabilidad estadística, este caso sea hoy para los padres de una
importancia dramática, mucho más que en el pasado cuando se carecía de
precisos métodos diagnósticos. Desde el punto de vista médico habría que
acudir en esos casos a una buena profilaxis, al tratamiento prenatal cuando
sea posible, a una terapéutica endouterina en los casos en que también sea
factible y, en último extremo, a la rehabilitación. Pero nunca se puede
provocar directamente la muerte de un ser inocente.
Por lo demás, la no aceptación de la minusvalía, supone una especie de
racismo de los sanos, de racismo cromosómico, en frase de Lejeune, que
podría traer gravísimas consecuencias para la humanidad.
La doctrina cristiana aporta nueva luz a estos casos dramáticos. «Es
también difícil el caso que se plantea cuando existe el riesgo de que nazca
un niño con graves anomalías congénitas. No puede minimizarse la tragedia
de tales situaciones. Pero, aun en tan dramáticas circunstancias, nadie puede
arrogarse el derecho a suprimir la vida humana, por muy deforme que sea.
No puede valorarse una vida por su normalidad o por su futura
productividad, sino por su intrínseca dignidad. Como se ha afirmado
repetidas veces, la presencia de tales seres puede y debe ayudar en el seno
de una sociedad altamente deshumanizada y utilitaria a fundar nuestras
relaciones mutuas en el respeto debido a todo ser humano, más allá de lo
que aporta o de lo que produce. Sería necesario que los organismos
competentes creasen las instituciones convenientes para la educación de
tales personas, cuya atención rebasa las posibilidades de la propia familia.
Debemos recordar que en estas circunstancias, como en otras muchas a lo
largo de nuestra vida, nos encontramos enfrentados con el misterio del dolor
y del mal, que es el misterio de la cruz de Cristo que, según nuestra firme
esperanza, conduce a la luz de la Resurrección. La actitud del cristiano ha
de ser la de asumir confiadamente su cruz de cada día, sintiéndose llevado
por la mano del Padre de los cielos» [43].

3.4.2. Salud física o mental de la madre: aborto «terapéutico»


En la actualidad puede afirmarse –son tales los avances médicos– que no
existe la posibilidad del antiguamente llamado aborto «terapéutico». Son
extraordinariamente raros los casos en los que se plantea el dilema de salvar
a la madre a costa de la vida del hijo. Baste el siguiente testimonio de hace
ya más de 30 años: «No cabe duda de que el embarazo constituye a veces
una muy grave sobrecarga para la salud de la mujer, alguna tan grave que se
podría temer que la maternidad le costase la vida. Si quizá abundaron en el
pasado, se puede decir que hoy día son prácticamente inexistentes aquellas
embarazadas, bien cuidadas, tratadas con los modernos adelantos de la
ciencia y que no son capaces de llevar adelante una gestación» [44]. El paso
de los años y el consiguiente progreso de la medicina, no hace más que
refrendar esta afirmación. El doctor Botella, en posteriores declaraciones a
la prensa, aseguraba: «El aborto terapéutico no existe» [45].
Pero ni siquiera en los rarísimos casos en los que el embarazo pudiera
poner en peligro la vida de la madre sería lícito acudir a una intervención de
carácter abortivo. Cuando ese problema se planteó, por los años cincuenta,
el Papa Pío XII afirmó: «Todo ser humano, y, por tanto, el hijo en el vientre
de la madre, recibe el derecho a la vida inmediatamente de Dios, no de sus
padres, ni de cualquier sociedad o autoridad humana. Nadie, ninguna
autoridad humana, ninguna ciencia o indicación médica, eugénica, social,
económica o moral, puede conceder un título jurídicamente válido para
disponer directa y libremente de una inocente vida humana, disposición que
tendería a eliminarla, pudiendo ser esta eliminación el objetivo o bien un
medio para otro objetivo ulterior que de por sí estuviese permitido. El salvar
la vida de la madre es objetivo sumamente elevado, pero matar
directamente al niño como medio para este fin no está permitido» [46].
Por otro lado, la justificación del aborto por razones de salud mental
tiene poca consistencia. Los psiquiatras saben muy bien que la terapia
moderna puede eliminar cualquier problema psíquico provocado por un
embarazo. Es más, saben que los abortos son los que producen muchas
perturbaciones mentales. Los médicos tienen la experiencia de que las
mujeres para las que se justifica el aborto por razones psiquiátricas son las
mismas que corren mayor riesgo de problemas mentales una vez realizado
el aborto.
3.4.3. Libertad para disponer del propio cuerpo

«Mi cuerpo es mío», «nuestro cuerpo nos pertenece»: son los gritos de
algunos grupos feministas que consideran el feto como un simple apéndice
de la madre, y, por tanto, podría ser eliminado por su libre determinación.
Este argumento constituye un craso error biológico. El nuevo ser que
vive en el seno materno tiene un código genético propio, distinto del de su
madre: es un organismo que crece completamente diferenciado y nunca
puede ser considerado como parte del cuerpo de la madre (cfr. cap. II,
donde se ha tratado ampliamente sobre el origen de la vida humana). La
madre puede tener cierto derecho al propio cuerpo [47], pero el prenacido
no es parte de su cuerpo: es el cuerpo de otro ser. Y los derechos de cada
uno y su libertad terminan donde empiezan los derechos de los demás.
Es llamativa la contradicción que se da cuando se quieren «conciliar» la
libertad y los derechos humanos. Comentando un estudio sobre el aborto en
el mundo, hecho en 1999 por el Instituto Alan Guttmacher (Washington),
que da la cifra de 26 millones cada año, lo que equivale a 35 abortos por
cada 1.000 mujeres, el autor afirma: «El hombre occidental puede
tranquilizar su conciencia: ser campeón de los derechos humanos, de la
dignidad humana y de la democracia es algo compatible con la liquidación
masiva de los no aceptados por los vivos o por los más fuertes» [48].

3.4.4. Violación e incesto

Para legitimar el recurso al aborto en estos casos se suele esgrimir que la


mujer que ha sido violada sufre un trauma que perdurará toda la vida.
Efectivamente, puede que sea así (conviene en todo caso conocer que la
posibilidad de que se produzca embarazo tras una violación es mínima
[49]). Pero en este caso el aborto ni resuelve el trauma ni lo reduce: al
contrario, puede aumentarlo. Pero, sobre todo, resulta inadmisible una
«solución» que consista en matar al inocente en pago de la culpa de su
padre.

3.4.5. Control de la natalidad

Para frenar el crecimiento de la población en algunos lugares, se recurre


al aborto. Incluso se barajan demagógicamente las cifras y se presenta el
crecimiento de la población como una catástrofe para el planeta. Se trata de
un problema complejo en el que ahora no podemos entrar [50]. Bástenos
decir que, querer incluir el aborto en la «política demográfica» resulta,
cuando menos, aberrante. Porque, del mismo modo y dentro de una mayor
lógica –con el mismo criterio materialista–, puede también plantearse la
posibilidad de «eliminar» a los ancianos, cuando dejan de ser población
activa y ya no producen, a los enfermos incurables, a los locos, a los
subnormales, etc.
Por otra parte, estudios de economistas y demógrafos, ponen en
entredicho –desde el punto de vista puramente científico– el presupuesto
neomalthusiano de que el crecimiento de la población constituye de por sí
un obstáculo al desarrollo. Son muchos los autores que afirman hoy que «el
crecimiento demográfico y el económico están unidos a mecanismos
estructurales comunes», de modo que en la práctica el crecimiento de la
población acaba constituyendo un factor de desarrollo económico [51].
Además, desde hace unos cuantos años, los datos sobre el decrecimiento
de la población en el mundo occidental empiezan a ser alarmantes, y –en
frase periodística ajustada–, ya hay quien afirma que caminamos hacia una
Europa sin hijos. Es un hecho conocido el descenso de la tasa de fecundidad
que está llevando a bastantes países a traspasar por debajo el umbral de la
renovación de las generaciones.

3.4.6. Los riesgos del aborto clandestino


Este argumento se formula así: como, por desgracia, el número de
abortos clandestinos aumenta de un modo alarmante y la ley no puede
ignorar tal realidad, es necesario legalizar esa situación de hecho y dotar a
las madres que se encuentran en la «necesidad» de abortar de los medios
sanitarios necesarios para evitar los derivados de la clandestinidad (malas
condiciones higiénicas y sanitarias, personal poco preparado, etc.). Esto
último no suele ser verdad, ya que el aborto clandestino se ejecuta –
exceptuando algunos pocos casos– en lugares adecuados, por personal
técnicamente bien adiestrado [52]. Si bien es cierto que la ley debe tener en
cuenta la realidad social, conviene recordar que un Estado que renuncia a la
protección del bien común más importante, el derecho a la vida en los seres
más desprotegidos (los no nacidos), se descalifica totalmente. Aquí no
estamos ante una ley de tolerancia o de simple despenalización, sino de una
positiva autorización del mal.
Por otra parte, y esto sí que resulta sorprendente en países donde se ha
despenalizado el aborto, se constata que con la legalización no disminuyen
sin más los abortos clandestinos. «El número de abortos clandestinos está
muy lejos de disminuir en la proporción anunciada por los promotores del
aborto legal; a veces, incluso aumenta... Este hecho se explica por la
“desculpabilización”. Desde el momento en que se concede autorización en
ciertos casos sociales (salario escaso, vivienda insuficiente), casi parece
legítimo recurrir al mismo procedimiento en condiciones apenas diferentes.
Además, cuando el aborto es generalmente practicado en hospitales,
muchas mujeres prefieren permanecer en el anonimato» [53]. La
clandestinidad en el Reino Unido, por ejemplo, aumenta por las condiciones
exigidas, por la no notificación de la mujer al marido, porque es fruto de
relaciones extramatrimoniales, etc.

3.4.7. El hijo no deseado

El embarazo «por error» también es motivo para que algunos justifiquen


el aborto: ¿para qué tener un hijo que no se desea? Agudamente afirmaba
Alfred Sauvy: «Esta noción de embarazo no deseado no significa siempre
nacimiento indeseado. Por una parte, el embarazo ha podido ser efecto de
una voluntad inconsciente, bien conocida por los psicólogos; por otra, el
sentimiento inconsciente puede cambiar en el curso del embarazo. Los
últimos nacidos, los benjamines, son a menudo los más mimados, siendo
también cierto que en su mayor parte han sido los menos deseados». El
mismo autor añade: «Se han hecho estudios acerca del trato a los niños que
habían sido deseados y a aquellos que no lo habían sido: un 90% de los
niños maltratados habían nacido tras un embarazo consciente y planeado. El
Dr. Lenoski –autor del estudio citado, que comprende 500 niños
maltratados– señala que, desde el descubrimiento de la “píldora” (que
lógicamente reduce el número de embarazos no deseados), el número de
niños maltratados ha aumentado al triple. Pero, además, el poner como
condición a un ser humano la de ser deseado o querido por alguien para
poder tener derecho a la vida, es un concepto realmente pavoroso: por
lógica se seguirá que aquel “no deseado” podrá ser eliminado» [54].

3.4.8. El comienzo de la vida humana

No faltan autores que intentan apoyarse en lo que ellos consideran


incertidumbre del comienzo de la vida humana para justificar el aborto. Si
en esos primeros compases del desarrollo embrionario no hay certeza de
que existe vida humana, ¿qué impide eliminarla si existen motivos para
ello?
Pero se trata de un planteamiento superado. En la Edad Media se
introdujo la cuestión filosófica-teológica del momento de la infusión del
alma en el cuerpo. Surgieron dos teorías: la animación inmediata (el feto
está animado desde la concepción) y la animación retardada, defendida por
Santo Tomás de Aquino, apoyado en San Agustín, según la cual el alma se
infundiría en el cuerpo a los 40 días en el varón y a los 80 en la mujer;
existiría, pues, una etapa de feto inanimado, en la que no sería persona hasta
los 40 u 80 días. Este modo de pensar es debido a que no disponían de los
conocimientos científicos actuales y a que estaban muy influidos por la
física aristotélica, que consideraba sólo al varón principio activo. Por lo
demás, hay que decir que el tomismo proporciona instrumentos
conceptuales adecuados para resolver también esta cuestión.
Sobre el momento de la infusión del alma en el cuerpo, aunque no existe
una definición solemne del Magisterio [55], nos basta con saber que «la
vida humana existe desde la concepción» [56] y esto no es tanto una
cuestión filosófica, sino un hecho de orden biológico, genético.
Los más recientes avances de la Citología, de la Genérica y de la
Biología Molecular, han puesto de manifiesto el verdadero carácter
dinámico de la naturaleza de la vida individual. La vida de cualquier
individuo viviente, en cualquier especie animal o vegetal es el desarrollo de
un minucioso programa. Las instrucciones de ese programa están escritas en
su ADN, en lenguaje cifrado. Precisamente, el descubrimiento de la cifra, el
código genérico, se considera uno de los más brillantes logros alcanzados
por la ciencia moderna. Pues bien, es justamente en la fecundación de los
seres pluricelulares, hombre incluido, cuando se constituye dicho programa
que inmediatamente pasa a ser ejecutado. Ese programa único, original, y
distinto de los programas del padre y de la madre, funcionará sin solución
de continuidad desde ese momento hasta la muerte senil del individuo,
dictando las órdenes para la constitución de órganos y la puesta en marcha
de funciones según una precisa cronología.
Es curioso que las experiencias sobre fecundación in vitro llevan a la
misma conclusión. Cuando Edwards y Steptoe lograron transferir la
minúscula Louise Brown –el primer bebé concebido por fecundación
artificial– al útero de la señora Brown fue porque la Genética y la Biología
aseguraban que ese pequeño ser no era un tumor, ni un parásito, sino un ser
humano, maravillosamente joven. La conclusión a la que llega Lejeune es
ésta: «Después de millares de niños concebidos de la misma manera, se
puede afirmar ya, como un hecho experimental, que el ser humano
comienza con la fecundación» [57].

3.5. Aspectos ético-pastorales


Frente a todos los intentos de justificar el aborto en el mundo actual, la
Iglesia católica ha mantenido con firmeza y constancia su postura, que no es
otra que la defensa a ultranza de la vida humana. Así lo expresan
numerosos documentos del Magisterio: «La vida humana es sagrada porque
desde su inicio comporta la “acción creadora de Dios” y permanece siempre
en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de
la vida desde su comienzo hasta su término: nadie, en ninguna
circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser
humano inocente» [58]. Esta enseñanza, fundamentada en aquella ley no
escrita que cada hombre encuentra en el propio corazón (cfr. Rom 2, 14-15),
es corroborada por la Sagrada Escritura, trasmitida por la Tradición de la
Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. Por ello, en la
Encíclica sobre el valor y el carácter inviolable de la vida humana, el Papa
Juan Pablo 11 se expresa solemnemente: «Con la autoridad conferida por
Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los obispos de la Iglesia
católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano
inocente es siempre gravemente inmoral» [59].

3.5.1. Aborto y excomunión

Como es sabido, el aborto, si se consigue su efecto, lleva consigo la pena


de excomunión [60]. En este sentido, la doctrina tradicional consideraba
como delito de aborto la expulsión provocada del feto no viable. Ahora, se
considera aborto cualquier acción contra el ser humano que consiga su
muerte, desde el momento mismo de la concepción. De todos modos, hay
que distinguir entre las técnicas que producen el aborto del embrión del que
se conoce su existencia y aquellas otras donde es posible («píldora del día
siguiente», el DIU, etc.). En ambos casos hay pecado de aborto (al menos se
acepta el riesgo), pero sólo en el primero hay excomunión pues, para la
pena canónica, hace falta haber cometido delito, no basta la posibilidad (cfr.
capítulo VIII, 3) [61].
Por lo que se refiere a la absolución del pecado de aborto, existe en el
confesor la obligación de tener en cuenta las normas canónicas. Si el
arrepentimiento es sincero y resulta difícil remitir el caso a la autoridad
competente, a quien está reservada levantar la censura, todo confesor puede
hacerlo a tenor del canon 1357 del Código de Derecho Canónico,
sugiriendo la adecuada penitencia e indicando la necesidad de recurrir ante
quien goza de tal facultad, ofreciéndose eventualmente para tramitarlo [62].

3.5.2. Objeción de conciencia

De un modo general e inmediato, se puede considerar la objeción de


conciencia como una forma de resistencia hacia una norma, siempre que
dicha reserva se produzca por la aparición de un conflicto entre las
obligaciones morales o religiosas de la persona y el cumplimiento del
precepto legal. Existe, pues, un enfrentamiento entre un deber moral y un
deber jurídico [63]. Pues bien, en el caso de leyes injustas, como las que
admiten el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ellas [64]. Así
lo expresa con firmeza en Magisterio de la Iglesia: «El hombre no puede
jamás obedecer una ley intrínsecamente inmoral, y éste es el caso de una
ley que admitiese, en línea de principio, la licitud del aborto» [65]. En esas
circunstancias, debe esgrimirse la objeción de conciencia, negándose a su
cumplimiento. Es más, esa resistencia constituye un deber y un derecho
fundamental que ha de ser reconocido a los agentes sanitarios y a los
responsables de las instituciones hospitalarias [66], de tal manera que
«quien recurre a la objeción de conciencia debe estar a salvo no sólo de
sanciones penales, sino también de cualquier daño en el plano legal,
disciplinar, económico y profesional» [67]. Por ese motivo, la Carta de los
Agentes de la Salud recuerda concretamente que médicos y enfermeras –los
profesionales a los que les afecta de modo directo la cuestión– están
obligados a defender la objeción de conciencia: «El grande y fundamental
bien de la vida convierte tal obligación en un deber moral grave para el
personal de la salud, inducido por la ley a practicar el aborto o a cooperar
de manera próxima en la acción abortiva directa» [68].
Recordemos que los Códigos deontológicos de las profesiones sanitarias
contemplan la objeción de conciencia como un deber y un derecho [69].
Un tema de debate actual es el caso de los farmacéuticos que, de acuerdo
con la ley natural, no venden productos contrarios a la vida humana
(abortivos, contraceptivos, etc.). La Iglesia es consciente de la complejidad
de estos problemas, debidos también a la novedad de la ciencia y de las
técnicas. Por ese motivo, ofrece indicaciones concretas a los profesionales
sanitarios. En lo que se refiere a la venta de anticonceptivos y abortivos hay
un principio claro: nunca es lícito vender cosas que, por su misma
naturaleza, no tienen más que un uso malo [70]. En este sentido, son
ilustrativas estas palabras de Juan Pablo II: «La distribución de
medicamentos –así como su concepción y su utilización– debe ser regida
por un código moral riguroso, atentamente aplicado. El respeto de este
código de conducta supone la fidelidad a ciertos principios intangibles que
la misión de los bautizados y el deber del testimonio cristiano convierten en
particularmente actuales» [71].
Otro serio problema es el de la cooperación de médicos, enfermeras, etc.
en los casos de aborto. Digamos que la gravedad del aborto es tal que nunca
es lícita una cooperación material inmediata o directa (por ejemplo, el
trabajo de los que están en el quirófano, la autorización médica para
proceder a la acción abortiva, administrar la anestesia, etc.) [72].

3.5.3. Ayuda a las madres con problemas

Manteniendo los principios morales en relación con el valor de la vida


humana, la perspectiva cristiana no puede, sin embargo, volver las espaldas
a las penas y miserias que acompañan a las personas que sufren el drama
del aborto. «Toda persona de corazón, y ciertamente todo cristiano, debe
estar dispuesto a hacer todo lo posible para ponerles remedio. Esta es la ley
de la caridad, cuyo primer objetivo debe ser siempre instaurar la justicia.
No se puede jamás aprobar el aborto, pero por encima de todo hay que
combatir sus causas» [73]. Esto comporta, sigue afirmando el documento,
una acción política, pero «es necesario al mismo tiempo, actuar sobre las
costumbres, trabajar a favor de todo lo que pueda ayudar a las familias, a
las madres, a los niños» [74].
El Papa Juan Pablo II se refiere a la ayuda pastoral que se debe ofrecer a
las mujeres que han recurrido al aborto. Lo hace con palabras llenas de
comprensión [75] y de esperanza [76]. A la vez que las anima a convertirse
en testigos cualificados del amor a la vida [77]. En este sentido, los obispos
católicos de todo el mundo animan a la creación de programas de servicio y
asistencia para poder proporcionar a las mujeres una alternativa al aborto
[78].
Muchos de estos servicios son frecuentemente ofrecidos por entidades
sostenidas por la Iglesia, las cuales se dedican a la salud y a los servicios
sociales y solicitan la dedicación de profesionales y de voluntarios. A ellos
se une la colaboración de otros grupos privados y el apoyo de la asistencia
estatal, que debería ser más generosa [79].

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TOMÁS GARRIDO, G.M.ª, Manual de Bioética, Ariel, Barcelona 2001.
CAPÍTULO IV
NACER Y MORIR EN LA MEDICINA
ACTUAL (II)

Miguel Ángel Monge

4. EUGENESIA

La palabra eugenesia procede del griego y significa «engendrar bien».


Fue usada por primera vez por Galton, un científico preocupado por
conseguir un mejoramiento de la vida humana, mediante el cuidado y
selección de la especie; intentó aplicar al hombre los estudios sobre la
herencia de Gregorio Mendel.

4.1. Historia

El concepto de eugenesia –en sentido negativo– se remonta a la


Antigüedad. Platón pone en boca de Sócrates estas palabras: «Es necesario
que sólo hombres escogidos tengan relaciones con mujeres muy selectas;
los tarados con taradas. Pero con esta diferencia: se debe cuidar mucho a los
hijos de las primeras uniones; no a los de las segundas, si queremos que el
pueblo sea excelente» [1]. Platón señala también normas concretas para la
educación de los niños que nacen de padres sanos y robustos, y para
aquellos otros que nacen con alguna imperfección, de los que no hay que
preocuparse demasiado. El mismo Galton se movía en esta línea:
preocupado por la raza blanca, cuya decadencia quería evitar, propuso
impedir el acceso al matrimonio a los tarados físicos o morales.
En Estados Unidos, a comienzos del siglo XX, algunos estados
adoptaron disposiciones legales, que obligaban a la esterilización de todos
los sujetos portadores de genes dominantes de ciertas enfermedades. La
primera ley de esterilización eugenésica se estableció en 1907 en el estado
de Indiana.
En la Alemania nazi las medidas eugenésicas tomaron un cariz
marcadamente racista: con la pretensión de una defensa de la raza aria, se
pusieron en marcha programas de esterilización, y más tarde de exterminio,
de deficientes mentales, malformados, etc. El asunto es suficientemente
conocido y no hace falta detenerse en él.
Actualmente, ante lo que algunos consideran el deterioro genético de la
humanidad, el problema se plantea en otros términos. Es un hecho conocido
que la higiene y la medicina moderna mantienen con vida a muchos
individuos que antes sin duda habrían muerto bajo condiciones más severas.
Ello lleva a suponer que se está produciendo un deterioro del acervo
genético de la humanidad y que, por consiguiente, habría que poner en
práctica alguna medida de eugenesia (esterilización, aborto, prohibición del
matrimonio, etc.) para impedir o frenar ese deterioro. Pero como afirmaba
el profesor A. del Amo, «estos sombríos vaticinios ignoran o silencian que
si ha aumentado la frecuencia de esos genes gracias a los cuidados médicos
o higiénicos, es porque la viabilidad y la fertilidad, y por tanto la
reproductividad de los individuos portadores de esos genes, ha mejorado, o
lo que es lo mismo, porque en tales condiciones, los genes han dejado de
ser, al menos bajo ese aspecto, desfavorables, aunque esto se haya hecho
con algún gasto económico, personal o colectivo» [2]. En todo caso, será
necesario recordar que no pueden legitimarse ni siquiera para evitar una
descendencia tarada, una serie de medidas que atentan directamente contra
la dignidad de la persona. La vida es un bien tan fundamental que no se
puede parangonar con ciertos «inconvenientes» aunque sean gravísimos [3].
Por lo demás, no se combaten las enfermedades eliminando a los enfermos,
como tampoco son necesariamente mejores los hombres físicamente más
fuertes. Aun admitiendo que el «racismo cromosómico» pudiese conducir a
mejorar físicamente a la especie humana (cosa muy dudosa desde el punto
de vista genérico), no conduciría ciertamente a mejorarla desde el punto de
vista moral [4].

4.2. Eugenesia positiva y negativa

La eugenesia se refiere al conjunto de conocimientos que tienen por


objeto engendrar hijos sanos (eugenesia positiva) y evitar el nacimiento de
aquellos que pudieran tener taras hereditarias (eugenesia negativa). Se
apoya en el estudio de la herencia biológica [5] de sus leyes y del influjo
que sobre ella operan factores sociales y ambientales.
Eugenesia positiva es, por tanto, la que tiende a modificar el patrimonio
hereditario a través de las modificaciones de las condiciones ambientales o
sociales en las que nace, vive y se desarrolla el individuo. Ahora también
mediante la modificación del genoma, para desarrollar nuevas cualidades,
aunque esto recibe un rechazo prácticamente universal.
Las medidas que propone son en buena parte de carácter higiénico, entre
las que pueden señalarse:
a) mejora de las condiciones de vida: en el hogar, en las fábricas, talleres,
oficinas, etc.;
b) mejora de la alimentación de los individuos;
c) protección de la madre durante el embarazo, el parto y la lactancia;
d) fomento de la práctica de los deportes;
e) eliminación de sustancias desfavorables o nocivas para la salud:
drogas, alcohol, tabaco, etc.
Nos parece que en esta línea se mueve la Ecología [6] y los movimientos
ecologistas, tan activos en nuestra época. La preocupación por la
conservación de la naturaleza, la pureza de las aguas, la polución nuclear y
atmosférica, el deterioro del medio ambiente, etc., son evidentes señales del
interés por lograr un hábitat adecuado para que el ser humano –dueño, que
no destructor, de la naturaleza creada– desarrolle armónicamente su vida.
La eugenesia negativa aspira a restringir en lo posible que se produzcan
seres deficientes, evitando la transmisión de determinadas enfermedades
hereditarias, o incluso impidiendo el nacimiento de los menos dotados. Está
muy ligada a las leyes sobre la herencia y, por tanto, a los conocimientos
médicos sobre Genética.
Estas medidas eugenésicas comprenden, por ejemplo, la prevención de
algunas enfermedades infecciosas que se contagian en el seno materno
(VHI, rubeola, sífilis), durante el parto (gonococia) o en la primera infancia
(tuberculosis), aunque ninguna de estas enfermedades pueden considerarse
hereditarias en sentido estricto.
Se consideran también enfermedades hereditarias en sentido amplio
algún tipo de patología mental, como neurosis, psicosis maniacodepresiva,
esquizofrenia, epilepsia, etc. Pero el objeto particular de la eugenesia
negativa son las enfermedades hereditarias en sentido estricto, que se
transmiten de padres a hijos de modo semejante a como se transmiten los
caracteres de la especie y del individuo. A modo de ejemplo pueden citarse:
la corea de Huntington, las hemoglobinopatías, la enfermedad de
Duchenne, la fibrosis quística, la hemofilia, algunos tipos de sordomudez y
de ceguera, etc.

4.3. Aspectos pastorales

El interés por la eugenesia ha llevado a una serie de medidas, unas


legítimas, como hemos dicho en el caso de la eugenesia positiva, y otras
absolutamente inmorales, como la prohibición del matrimonio, la
esterilización y el aborto.
En otro lugar ya nos hemos referido a la esterilización eugenésica (cap.
VII, 8.2.1) y al aborto provocado como consecuencia de una embriopatía
(cap. III, 3.4.1). Nos detenemos ahora en otras cuestiones, que están
relacionadas con el tema que nos ocupa.
4.3.1. Prohibición del matrimonio

Los partidarios a ultranza de la eugenesia llegan a propugnar que la ley


civil prohíba el matrimonio a todas aquellas personas en las que un examen
médico descubra la condición de portadores de genes patológicos. Pero a
este planteamiento han de oponerse numerosas reservas, científicas y, sobre
todo, éticas. Desde el punto de vista científico, todavía hoy son tan
frecuentes los errores en la predicción de enfermedades genéticas, que
muchos pronósticos resultan carentes de garantía.
En cuanto a las enfermedades hereditarias en sentido estricto, la Genética
actual ha puesto de relieve toda la complejidad de la situación, de modo
que, si bien los genes defectivos son diagnosticados cada vez más
frecuentemente en la población humana, no resulta fácil determinar la
conducta que se debe seguir, porque no existen o no se conocen bien leyes
fijas en la transmisión de caracteres a través de la herencia.
Desde la perspectiva ética, se afirma que está permitido desaconsejar el
matrimonio a una pareja en la cual un examen médico detecta la posibilidad
fundada de una tara hereditaria en la descendencia. Y si esa tara hereditaria
se descubriese una vez contraído el matrimonio podría ser conveniente en
todo caso aconsejar no tener hijos. Pero lo que no resulta lícito nunca es la
prohibición del matrimonio por ese motivo, puesto que el matrimonio es un
derecho de la persona, que el Estado debe reconocer. Los que así obran «se
olvidan de que es más santa la familia que el Estado, y de que los hombres
se engendran principalmente no para la tierra y el tiempo, sino para el cielo
y la eternidad. Y de ninguna manera se puede permitir que a los hombres de
suyo capaces de matrimonio, se les considere gravemente culpables si lo
contraen, porque se conjetura que, aun empleando el mayor cuidado y
diligencia, han de engendrar hijos defectuosos; aunque de ordinario se les
debe aconsejar que no lo contraigan» [7].
Otra cosa es el conjunto de deberes y obligaciones de toda persona que
contrae matrimonio, respecto al otro cónyuge, a los hijos que puedan nacer
y a toda la familia humana. Ellos son los que deben ponderar los riesgos.
4.3.2. Certificado prematrimonial

La eugenesia positiva postula la conveniencia de un reconocimiento


médico previo al matrimonio. Esta medida parece razonable, sobre todo si
hubiera sospechas de que alguno de los futuros cónyuges es portador de
alguna enfermedad con riesgo de incidir en la descendencia. Cabe incluso la
posibilidad de un examen médico obligatorio, siempre que no se convierta
en un impedimento para el matrimonio. Pero no parece razonable el
certificado médico prematrimonial obligatorio y eliminatorio, por las
siguientes razones:
– por las dificultades prácticas que conlleva;
– porque podría lesionar el secreto profesional del médico o ir contra
determinados deberes de conciencia;
– y, sobre todo, porque va contra el derecho de la persona de contraer
matrimonio, si no hay impedimentos de ley natural.
Digamos que, más acorde con el ideal de libertad, sería la gradual
implantación de la visita médica prematrimonial, sin ninguna intervención
de los poderes públicos. Un informe médico serio, que concrete todos los
riesgos posibles [8], en muchos casos llevará a la pareja a renunciar a ese
matrimonio, si ello resulta lo más adecuado. Pero quede claro que la visita
médico-prematrimonial debe limitarse a informar ya poner a la pareja frente
a su responsabilidad, siendo por otra parte conscientes de las dificultades y
limitaciones que ofrece esta información. «El consejo genético abarca tres
aspectos: diagnóstico de la enfermedad existente en los familiares,
pronóstico de la aparición de la enfermedad en el sujeto o en sus posibles
descendientes –a ser posible expresado numéricamente–, y la comunicación
de la respuesta al que pregunta. Lógicamente, lo determinante es el
pronóstico preciso del riesgo, y hoy en día no se conoce todo lo necesario
para dar ese pronóstico con plena garantía» [9].
4.3.3. Consejo genético y diagnóstico prenatal

El consejo genético se define como «el consejo profesional referente a la


magnitud, consecuencias y alternativas existentes para tratar el riesgo de
aparición de un trastorno hereditario en una familia» [10].
Este consejo tiene como finalidad instruir a los padres sobre los posibles
riesgos que pueden correr con la concepción de un nuevo hijo. Trata de
informarles adecuadamente para que –conociendo los posibles riesgos–
puedan decidir serena y prudentemente sobre la conveniencia o no de la
procreación y, una vez producida ésta, ayudarles en el diagnóstico y
tratamiento de los eventuales trastornos genéticos.
Entre los diversos métodos diagnósticos, se cuentan [11]:
a) amniocentesis o punción transabdominal del saco amniótico para
obtener líquido;
b) fetoscopia: visualización directa del feto y de la placenta utilizando un
instrumento de fibra óptica;
c) funiculocentesis: obtención de muestras hemáticas del cordón
umbilical, mediante una aguja guiada por ultrasonidos.
d) ecografía: visualización de los órganos y tejidos blandos por medio de
ultrasonidos;
e) biopsia de corion: obtención de material de las vellosidades coriónicas
por vía transcervical o transabdominal para efectuar un estudio
cromosómico o bioquímico; sus indicaciones coinciden con las de la
amniocentesis, teniendo como ventaja la rapidez de los resultados.

4.3.4. Amniocentesis
Es uno de los principales métodos de diagnóstico genético prenatal. Se
realiza introduciendo una aguja a través del abdomen y de la matriz de la
embarazada, para recoger una muestra del líquido amniótico que envuelve
al feto y realizar las subsiguientes pruebas bioquímicas y cito lógicas. La
muestra contiene células del feto, que son examinadas después de tres o
cuatro semanas de cultivo en laboratorio. De esta manera, se puede saber si
el feto sufre alguna anomalía cromosómica o alguna otra de las
enfermedades congénitas (unas trescientas), detectables por examen del
líquido amniótico.
Para obtener resultados válidos con la amniocentesis, el examen suele
efectuarse cuando han transcurrido al menos 16 semanas de gestación (a
veces se hace amniocentesis precoz, a las 12 semanas), ya que sólo
entonces es favorable la relación entre el tamaño del feto y la cantidad del
liquido amniótico. Después, deben transcurrir unas tres semanas para el
cultivo de las células en el laboratorio. De modo que hasta las 20 semanas
no se está en condiciones de asegurar el diagnóstico. Obviamente, en ese
tiempo la gestación está ya muy avanzada y la madre percibe ya los
movimientos fetales.
Esta técnica tiene algunos riesgos: además de riesgos a medio o largo
plazo (complicaciones del embarazo y del parto, aumento del índice de
prematuridad o morbilidad perinatal, errores de diagnóstico, etc.), se
señalan algunos riesgos inmediatos para la madre y para el feto, entre el 1 y
2%: hemorragias, infecciones, desprendimiento de placenta y aborto
espontáneo, muerte fetal (la pérdida fetal actualmente es del 0,3%), muerte
materna (ésta es muy rara [12]).
Sobre el riesgo, cabe la siguiente advertencia. Se considera que una
técnica diagnóstica no debería tener un riesgo mayor del 2%. Si se tiene en
cuenta que el riesgo a tener un niño con alguna patología genética viene a
ser del 2%, se comprende que sólo en casos muy excepcionales puede
acudirse a esta técnica, ya que no parece razonable producir artificialmente
el mismo o mayor porcentaje de peligro del que existe en la propia
naturaleza. ¿Para qué someterse a un diagnóstico no exento de riesgos
cuando, hoy por hoy, existe poca posibilidad de curación y la solución que
ordinariamente se ofrece es el aborto? De modo que sólo sería
recomendable la amniocentesis en caso de existir una probabilidad elevada,
por edad avanzada de la madre o por el historial familiar, de que el hijo
sufra alguna enfermedad congénita.
Además sucede que actualmente son muy pocas las enfermedades
congénitas que pueden ser tratadas o curadas in utero o después del
nacimiento. En realidad, la única salida que suele ofrecerse, en los casos de
una amniocentesis con resultado positivo para alguna malformación, es el
aborto [13]. De hecho, los autores que recomiendan la amniocentesis lo
hacen casi siempre con el fin de indicar el aborto selectivo de los fetos
supuestamente tarados.
De modo que, además de las científicas, el diagnóstico prenatal y el
consejo genético tienen implicaciones humanas y éticas. Estas
implicaciones éticas vienen expuestas en la citada Instrucción Donum vitae,
I, 2, que a la pregunta ¿es moralmente lícito el diagnóstico prenatal?,
responde:
1) Es lícito, si respeta la vida e integridad del embrión y del feto humano,
y si se orienta hacia su curación. La razón es que el diagnóstico prenatal
puede dar a conocer las condiciones del embrión o del feto y permite, más
precozmente y con mayor eficacia, algunas intervenciones terapéuticas,
médicas o quirúrgicas. Pero para ello hace falta:
– consentimiento de los padres, debidamente informados;
– y que los métodos empleados salvaguarden la vida y la integridad del
embrión y de su madre, sin exponerles a riesgos desproporcionados [14].
El Documento señala que la obligación de evitar riesgos
desproporcionados exige un auténtico respeto del ser humano y la rectitud
de la intención terapéutica. Esto sirve para cualquier experimento científico
con el hombre, y comporta que el médico «ante todo deberá valorar
atentamente las posibles consecuencias negativas que el uso necesario de
una determinada técnica de exploración puede tener sobre el ser concebido,
y evitará el recurso a procedimientos diagnósticos de cuya honesta finalidad
y sustancial inocuidad no se poseen suficientes garantías. Y si, como sucede
frecuentemente en las decisiones humanas, se debe afrontar un coeficiente
de riesgo, el médico se preocupará de verificar que quede compensado por
la verdadera urgencia del diagnóstico y por la importancia de los resultados
que a través suyo puede alcanzarse en favor del concebido mismo» [15].
2) Es ilícito cuando, en dependencia de sus resultados, contempla la
posibilidad de provocar un aborto; de manera que «un diagnóstico que
atestigua la existencia de una malformación o de una enfermedad
hereditaria no debe equivaler a una sentencia de muerte». Comete, pues,
una acción gravemente ilícita:
a) la mujer que solicita un diagnóstico, con la intención de proceder al
aborto en el caso de que se confirme la existencia de una malformación o
anomalía;
b) el cónyuge, los parientes o cualquier otra persona que aconseja o
impone el diagnóstico a la gestante, con ese mismo propósito. Estas
personas podrían incurrir en la pena de excomunión, si el aborto se verifica
como consecuencia de la ayuda prestada [16].
También es responsable de cooperación ilícita el especialista que, al
hacer el diagnóstico o por el modo de comunicar sus resultados, contribuye
directa y voluntariamente a establecer o favorecer la concatenación entre
diagnóstico prenatal y aborto.
Finalmente, el Documento condena, como violación del derecho a la vida
de quien va a nacer y como transgresión de los prioritarios derechos y
deberes de los cónyuges, las directrices o programas de las autoridades
civiles y sanitarias que de cualquier modo favorecen la conexión entre
diagnóstico prenatal y aborto; y lo mismo, los programas o directrices que
indujesen a las gestantes a someterse al diagnóstico prenatal planificado con
objeto de eliminar los fetos afectados de malformaciones o enfermedades
hereditarias [17].
5. TRASPLANTES Y DONACIÓN DE ÓRGANOS

El desarrollo y avance de la técnica de los trasplantes corresponde a la


Medicina de finales del siglo XX. Aparte de las rutinarias transfusiones de
sangre, están ya consolidados en la práctica clínica los trasplantes de
córnea, huesos, piel, riñón, válvulas cardíacas y corazón. El primer
trasplante renal humano se hizo con éxito en 1954 entre gemelos
univitelinos. Desde entonces miles de enfermos viven en todo el mundo,
desarrollando una actividad prácticamente normal, gracias a los trasplantes
de riñón. Otros han sido los órganos trasplantados: corazón (1967,
Barnard), hígado, páncreas, pulmón (el primero, se realizó en 1963 en la
Universidad de Missisipi, pero hasta la década de los ochenta –con la
aparición de la ciclosporina– la técnica no se convierte en alternativa
terapéutica razonable), etc.
Si se exceptúan los de riñón, corazón e hígado, ya generalizados, la
mayoría de los trasplantes se encuentran todavía en fase experimental,
aunque ya hay experiencias muy interesantes y alentadoras en los de
pulmón, páncreas, etc.

5.1. Noción y terminología

El trasplante se define como el traslado de una porción mayor o menor


de tejido o de un órgano desde una parte del cuerpo a otra, o desde un
organismo a otro.
Suelen distinguirse las siguientes especies:
5.1.1. Autotrasplantes (autoinjertos o injertos autoplásticos): cuando el
donante y receptor es el mismo individuo, llevando de una parte a otra de su
organismo un trozo de piel, de hueso, etc.
5.1.2. Heterotrasplantes: el donante y receptor son distintos; en unos
casos el donante es un animal (xenotrasplante) [18] y en otros, más
frecuentes, otro hombre, y se suele hablar entonces de homotrasplantes
(homoinjerto o injertos homoplásticos u homólogos). Dentro de esos
trasplantes hombre-hombre, caben a su vez dos posibilidades, ya se trate del
trasplante de órganos o tejidos procedentes de un cadáver –lo más
frecuente– o de un vivo. Por lo que se refiere al trasplante hepático con
parte del órgano procedente de un familiar vivo, no sólo es viable, sino que
permite obtener resultados similares a la de donación de cadáveres y
presenta un riesgo tolerable en los donantes [19].

5.2. Criterios para la donación

Conviene advertir, en relación con la donación de órganos, que ha


existido, en ocasiones, exceso de retórica. No todos los que mueren son
posibles donantes. Una vez asegurado el diagnóstico de muerte [20], existen
unos criterios médicos para evaluar la idoneidad de la donación. Así, por
ejemplo, existe la contraindicación absoluta para la extracción de órganos
en casos de sepsis o bacteriemia comprobadas o shock prolongado.
A ellos se añaden otros criterios particulares, y así, por ejemplo, para los
donantes de riñón –los más frecuentes y los más necesarios– se establecen
los siguientes requisitos:
– Edad (12 meses-60 años).
– No existencia de nefropatías, procesos malignos (a excepción de
tumores cerebrales), diabetes mellitus, angiopatías sistémicas
(arteriosclerosis), enfermedades transmisibles (hepatitis, sífilis, sida, etc.) o
enfermedades del colágeno.
En los trasplantes intervivos se suelen establecer algunas condiciones
que parecen totalmente razonables:
Por parte del donante:
1) Que se trate de un órgano no estrictamente necesario para la vida.
2) Que la donación sea libre, no exigida ni obligada, y con un fin
honesto; no cabe coacción alguna, incluso si se trata de parientes.
3) El donante debe saber con detalle el riesgo a que se expone.
Por parte del receptor:
Que el trasplante sea verdaderamente necesario para su vida o salud.
Por parte de la operación:
Que tenga razonables esperanzas de éxito y haya proporción entre el
beneficio que se espera alcanzar en el receptor y el perjuicio que se causa al
donante.

5.3. Consideraciones ético-pastorales

«El trasplante de órganos –enseña la moral católica– es conforme a la ley


moral si los daños y los riesgos físicos y psíquicos que padece el donante,
son proporcionales al bien que se busca para el destinatario. La donación de
órganos después de la muerte es un acto noble y meritorio, que debe ser
alentado como manifestación de solidaridad generosa. Es moralmente
inadmisible si el donante o sus legítimos representantes no han dado su
explícito consentimiento. Además, no se puede admitir moralmente la
mutilación que deja inválido, o provocar indirectamente la muerte, aunque
se haga para retrasar la muerte de otras personas» [21].
Teniendo en cuenta los distintos tipos de trasplantes, se pueden
establecer los siguientes principios:
5.3.1. Se acepta comúnmente la licitud de los autotrasplantes (por la
misma razón que las intervenciones quirúrgicas ordinarias) y la de los
heterotrasplantes cuando el donante es un animal.
5.3.2. Igualmente se acepta la licitud de los trasplantes tomados de un
cadáver, siempre que se respeten las leyes civiles vigentes (en algunos
países ya existe una Ley de trasplantes) y las «exigencias de la ley natural
que prohíbe considerar y tratar el cadáver de un hombre simplemente como
una cosa o como el de un animal» [22].
En tales casos habrá que contar –si la ley no dispone otra cosa [23]– con
el consentimiento del donante, otorgado antes de su muerte o con la
autorización de los parientes. En estos casos, un problema moral delicado
que se plantea es el de la certeza de la muerte del donante. Como es sabido,
el éxito del trasplante radica en buena parte en la prontitud en disponer del
órgano que se va a trasplantar, pero, por otra parte, antes de su extracción
hay que tener la certeza de la muerte del donante (aunque exista una
supervivencia vegetativa de algunos órganos o tejidos). Sobre esta cuestión
del diagnóstico de la muerte, cfr. el capítulo VI, 1.
5.3.3. Hasta no hace mucho tiempo, los homotrasplantes humanos
intervivos han constituido objeto de discusión entre los moralistas; no han
faltado algunos que los rechazaban considerándolos como una forma ilícita
de mutilación. Actualmente, desde el punto de vista ético, estos trasplantes
se justifican invocando el llamado principio de finalidad: un hombre sano
puede –libremente– ofrecer parte de su organismo no necesario para su
vida, en provecho del prójimo enfermo, sin contradecir la moral. Es más, si
se hace –como suele suceder– movido por un acto de generosidad, tal
acción no sólo se justifica, sino que puede ser meritoria. En este sentido,
hoy se fomenta entre los cristianos, en el más profundo respeto a la libertad
individual, la donación de órganos como una forma de imitar a Jesucristo
que «dio su vida por la salvación de los demás» (Jn 3, 14) [24].
Esto, sobre todo, se refiere al caso de los trasplantes de un cadáver a un
vivo. Como el progreso científico ha hecho posible que los órganos de una
persona muerta puedan servir a un vivo, cada vez se comprueba más la
utilidad de las donaciones de riñones, de córneas, de corazón, de hígado, de
huesos, y otros órganos y tejidos. Se entiende que vaya creciendo un
sentimiento generalizado en favor de la donación de órganos tras la muerte,
sentimiento que sólo merece una reserva: que se respete la libertad personal
y no se convierta en una imposición.
La donación de órganos manifestada o aceptada por la familia del
difunto, se convierte en un gesto de valor altamente positivo, por la nobleza
y dignidad de sus motivaciones. El Papa Juan Pablo II, al elogiar la
iniciativa y finalidad de una Asociación Italiana de Donantes de Sangre y
de Órganos, afirmaba: «Este gesto es tan laudable por el hecho de que no os
mueve, al realizarlo, el deseo de intereses o miras terrenas, sino un impulso
generoso del corazón, la solidaridad humana y cristiana: el amor del
prójimo que constituye el motivo inspirador del mensaje evangélico y que
ha sido definido, con toda la razón, el mandamiento nuevo (cfr. Jn 13, 34).
»Al donar la sangre o un órgano de vuestro cuerpo, tened siempre esta
perspectiva humana y religiosa: que nuestro gesto hacia los hermanos
necesitados sea realizado como un ofrecimiento al Señor, el cual se ha
identificado con todos los que sufren a causa de la enfermedad, de
accidentes en la carretera, o de desgracias en el trabajo; que sea un regalo
hecho al Señor paciente, que en su Pasión se ha dado en su totalidad y ha
derramado su sangre para la salvación de los hombres.
»Si ponéis también esta intención sobrenatural, vuestro gesto
humanitario, ya por sí tan noble, se elevará y se transformará en un
espléndido testimonio de fe cristiana y vuestro mérito, ciertamente, no
quedará perdido» [25].
Cuestión no banal que se plantea es si puede pedirse una compensación
económica a cambio de un órgano para un trasplante o sangre para una
transfusión [26]. Merece la pena recordar las palabras de Pío XII: «Mérito
del donante es el rechazo de una compensación, pero necesariamente no es
una culpa el aceptada» [27]. La legislación española es clara al respecto:
«En ningún caso se podrán exigir, ofrecer o entregar prestaciones materiales
o económicas de cualquier tipo a cambio de la obtención de órganos o
piezas anatómicas» [28].
Convendrá igualmente tener en cuenta algunas cuestiones éticas en
relación con los trasplantes; a ellas nos hemos referido en otros lugares:
a) la determinación del momento de la muerte del donante, para proceder
posteriormente a la extracción de órganos (cfr. capítulo VI, 1);
b) la naturaleza jurídica del cadáver para saber quién tiene autoridad o
potestad sobre él, para determinar su eventual uso con fines terapéuticos,
científicos, etc. (cfr. capítulo VI, 7);
c) un tema relativamente nuevo, ya que los recursos son aún insuficientes
para afrontar las necesidades médicas, es el de los criterios de asignación de
los órganos donados para el trasplante, que hacen necesaria elaborar listas
de espera. Sobre esta cuestión, el Magisterio de la Iglesia anima a no
guiarse por criterios discriminatorios, sino que deben prevalecer los
criterios inmunológicos y clínicos [29].

6. EUTANASIA

6.1. Noción y naturaleza

Aunque eutanasia, etimológicamente del griego eu (bien) y thanatos


(muerte), significa «buena muerte», muerte agradable, dulce, sin
sufrimientos atroces, en realidad, en su acepción general, puede definirse
como «una acción u omisión que, por su naturaleza, o en la intención, causa
la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor» [30].
La palabra fue usada por primera vez por F. Bacon en 1623, cuando
afirmó que «la función del médico es devolver la salud y mitigar los
sufrimientos y los dolores, no sólo en cuanto esa mitigación puede conducir
a la curación, sino también si puede servir para procurar una muerte
tranquila y fácil (eutanasia)» [31]. Hoy esta palabra se emplea para
significar la terminación voluntaria de la vida para facilitar la muerte y
liberada de todo dolor, o para anticipar la muerte del enfermo desahuciado,
o para suprimir vidas humanas «sin valor».
Los pueblos antiguos no solían tener escrúpulos en eliminar de una
manera u otra a los individuos considerados inútiles para la sociedad.
Platón, por ejemplo, escribe: «Establecerás en el Estado una disciplina y
una jurisprudencia que se limite a cuidar de los ciudadanos sanos de cuerpo
y de alma; se dejará morir a quienes no sean sanos de cuerpo» [32]. Una
laudable excepción se encuentra en el juramento hipocrático (450 a.C.):
«No daré ningún veneno a nadie, aunque me lo pidan, ni tomaré nunca la
iniciativa de sugerir tal cosa».
El problema ético de la eutanasia no se plantea, sin embargo, hasta la
llegada del cristianismo que significó también en este aspecto una
renovación de las costumbres, obedeciendo al mandato divino: «No
matarás» [33]. Como en el aborto, también son abundantes, en la tradición
cristiana, los documentos condenatorios, que se sintetizan en este texto:
«confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en
cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona
humana» [34].

6.2. Diversas especies

Para entenderse adecuadamente en esta materia conviene conocer la


terminología que suelen emplear los autores. Digamos, en primer lugar, que
esta terminología resulta un tanto confusa y sería deseable llegar a una
clarificación. Espigando en la literatura médica, legal y ética, se pueden
establecer las siguientes especies:
6.2.1. Eutanasia suicida. Cuando el propio sujeto (solo o con ayuda de
otros) recurre a medios letales para acortar o suprimir su vida; hay, pues,
consentimiento por parte del sujeto.
6.2.2. Eutanasia homicida, que tiene dos formas:
a) La eutanasia por «piedad» (homicidio piadoso), para liberar de una
enfermedad dolorosa, de una vejez angustiosa, etc. Es la que actualmente se
intenta justificar, ya que se presenta como la más «razonable» de todas las
formas. Pretende la «muerte sin sufrimiento» de un enfermo ya
desahuciado.
b) Eutanasia eugenésica o social, para eliminar «vidas sin valor» o para
purificar la raza.
6.2.3. Ortotanasia. Etimológicamente significa «muerte normal».
Consiste en omitir cualquier tipo de ayuda médica, ineficaz o inútil. Para
algunos autores el término tiene otro significado (muerte justa, a su tiempo)
y en ese caso se puede considerar un ideal ético.
6.2.4. Eutanasia positiva o por comisión. Consiste en provocar la muerte
por medio de una intervención activa (equivale a la eutanasia suicida u
homicida). Eutanasia negativa o por omisión: consecuencia de omitir la
ayuda médica debida, que también es culpable si esa ayuda era debida y
necesaria para que la persona siguiera viviendo.
6.2.5. No son propiamente eutanasia ni la llamada muerte sin dolor,
debida a la administración de fármacos con objeto de mitigar o suprimir los
sufrimientos físicos de la enfermedad o de la agonía (mal llamada por
algunos eutanasia lenitiva), ni la presunta aceleración de la muerte, no
buscada directamente para abreviar la vida, sino causada igualmente por el
empleo de sustancias que se administran como terapia, aunque
indirectamente acorten la vida.
6.2.6. Distanasia. Este término, bastante reciente, se aplica a la omisión
de los medios considerados extraordinarios o desproporcionados para
prolongar artificialmente la vida de un enfermo en proceso patológico
irreversible. No es, pues, una modalidad de eutanasia, por estar ausente la
acción positiva de matar y por no haber posibilidad de vida natural, pero
plantea algunos delicados problemas éticos, en concreto, en lo que se refiere
a lo que se consideran medios ordinarios o proporcionados y
extraordinarios o desproporcionados, que analizamos a continuación.
6.2.7. Actualmente se tiende a imponer la terminología de eutanasia
activa o directa para referirse a la eutanasia propiamente tal (procurar la
muerte para evitar el dolor) y eutanasia pasiva, negativa o indirecta que ni
es ni deberá llamarse eutanasia, ya que lo que en estos casos se procura es
aliviar al enfermo de sus dolores o evitarle sufrimientos innecesarios o
desproporcionados, aunque se corra cierto riesgo de acortamiento de su
vida. Es lo que estudiamos a continuación.
6.3. Medios proporcionados y desproporcionados

Esta cuestión, paradójicamente, viene planteada por los enormes avances


de la Medicina: ¿hasta qué punto hay que agotar con cada enfermo todos los
medios terapéuticos existentes?, ¿es lícito emplear curas costosas y
difíciles, aunque den sólo una pequeña esperanza de éxito?, ¿es obligatorio
poner todos los medios disponibles en cada caso, para mantener a un
enfermo con vida el mayor tiempo posible?, ¿se puede o se debe prolongar
artificialmente la vida? [35].
Son interrogantes frente a lo que algunos declaran como «derecho a
morir dignamente», expresión ambivalente, ya que para unos designa el
derecho de procurarse o hacerse procurar la muerte (eutanasia), y para otros
el derecho a morir con dignidad, tener una muerte humana, sin permitir que
la técnica la convierta en un hecho mecánico. Sobre esto se ha llamado la
atención señalando los riesgos que hoy corren algunos enfermos en la fase
terminal, al ser objeto de un tecnicismo médico abusivo que puede llegar a
lo que se ha llamado «obstinación, encarnizamiento o ensañamiento
terapéutico» [36]. Es como si el médico (o la familia del enfermo) no
quisieran aceptar que se ha llegado al final y se empeñasen en buscar
nuevas armas terapéuticas, cuando lo que se debiera procurar es «dejar
morir en paz».
A la hora de encontrar solución a estos problemas se afirma que «no
siempre hay que recurrir a toda clase de remedios posibles». Hasta ahora los
expertos solían responder que no es obligado el uso de medios
«extraordinarios» para mantener la vida. Hoy día, en cambio, tal respuesta,
siempre válida en principio, puede parecer tal vez menos clara, tanto por la
imprecisión del término como por los rápidos progresos de la terapia. Por
este motivo se prefiere hablar de medios «proporcionados» y
«desproporcionados». Para valorados habrá que tener en cuenta el tipo de
terapia, el grado de dificultad y el riesgo que comporta, los gastos
necesarios y las posibilidades de aplicación, sopesadas con el resultado que
se puede esperar de todo ello, teniendo en cuenta las condiciones del
enfermo y de sus fuerzas físicas y morales [37].
Con estos elementos habrá datos suficientes para decidir un tratamiento
que prolongue la vida o para conformarse con los medios normales que la
medicina puede ofrecer. Rechazar otros medios «desproporcionados» (no
exentos de peligro, demasiado costosos, etc.) no equivale al suicidio:
«Significa más bien, o simplemente la aceptación de la condición humana,
o deseo de evitar la puesta en práctica de un dispositivo médico
desproporcionado a los resultados que se podrían esperar, o bien una
voluntad de no interponer gastos excesivamente pesados a la familia o a la
colectividad» [38].
Un texto de la Conferencia Episcopal Alemana afirma: «Si el paciente,
sus parientes y el médico, después de haber ponderado todas las
circunstancias, renuncian al empleo de medicamentos y de medidas
excepcionales, no por eso son imputables de haberse irrogado un lícito
derecho a disponer de la vida humana» [39]. Pero, al mismo tiempo dice:
«Siempre que se pueda prever que de esa manera el enfermo grave pueda
curarse de nuevo, es un deber utilizar tales medios y es tarea del Estado
hacer que estén a disposición de todos los que necesiten los aparatos y
medicamentos, también los costosos. Sólo se habría de limitar el uso de los
medios extraordinarios cuando el único resultado que se consigue es
retrasar artificialmente la muerte».

6.4. Aspectos ético-pastorales

La eutanasia, en sentido estricto, es gravemente ilícita, porque lleva


implícito un homicidio; por tanto, ninguna razón puede legitimar un acto
que lleva a suprimir una vida: ni conmiseración, ni humanitarismo, ni
aparente piedad. El hombre no es dueño absoluto de su vida: es sólo
usufructuario.
El principio fundamental –de ley natural y de moral cristiana– que
preside toda la ciencia médica y el obrar humano, es el del respeto absoluto
a la vida de la persona humana: «Todo lo que va contra la vida misma,
como toda clase de homicidio, el genocidio, el aborto, la eutanasia... todas
éstas y otras semejantes, son ciertamente infamias y, al mismo tiempo que
afean a la civilización humana, denigran más a quienes las practican que a
quienes las sufren, y suponen una grave injuria al honor del Creador» [40].
6.3.1. La eutanasia suicida no es más que una modalidad del suicidio,
inmoral como él.
6.3.2. La ortotanasia, en su primera acepción, es una falta grave de
responsabilidad en el ejercicio profesional, por omisión de la atención o
curas necesarias a un enfermo. Desde el punto de vista jurídico puede
constituir un homicidio culposo.
6.3.3. La eutanasia eugenésica (por razones políticas, económicas,
racistas, etc.) es rechazada hoy unánimemente: «Matar directamente por
mandato de la autoridad pública a los que, no habiendo cometido ningún
delito de muerte, no sean útiles a la nación por sus defectos físicos o
psíquicos y se consideren una carga para el Estado y como contrarios a su
vigor y fortaleza, es contrario al derecho natural y al derecho divino
positivo» [41]. Sólo hace sesenta años que se escribieron estas palabras,
cuando Europa se estremeció con las atrocidades de Adolf Hitler, entre ellas
la de suprimir las vidas de los viejos inútiles a la nación (de sobra es
conocido su concepto de «utilidad»). Los actuales partidarios de la
eutanasia aseguran que esto no volverá a suceder, porque ahora se trataría
de una disposición voluntaria, solicitada libremente.
Los expertos afirman que los ancianos rarísima vez piden la muerte, si se
excluyen algunos casos de pacientes deprimidos o de psicópatas suicidas.
Son más bien los parientes, cansados de atenderlos, quienes desean terminar
con sus sufrimientos. El derecho a la vida es un derecho fundamental del
hombre; y si un individuo, en el futuro, fuera a sentirse presionado por el
clima social a abandonar la vida, se haría la mayor de las erosiones a la
libertad humana. Además, no olvidemos que si algunos Estados han
legislado ya sobre el comienzo de la vida humana, ¿no sentirán pronto la
tentación de disponer también sobre el fin de la vida?
6.3.4. Eutanasia por piedad. Tampoco es lícita la eutanasia por «piedad»
que algunos intentan justificar, incluso legalizar. Pese a todas las razones de
tipo sentimental, humano, económico, etc., la valoración ética es la misma.
La vida humana merece un respeto absoluto y, por tanto, la eutanasia es
siempre ilícita. La inclusión del factor piedad no cambia las cosas, porque
lo fundamental sigue siendo la eliminación directa de la vida humana.
Además, la consideración del argumento «piadoso» abriría las puertas a
oportunidades siniestras, pues la piedad podría ser utilizada para justificar
la eliminación de los débiles, de los subnormales; llevaría al poco tiempo a
terribles presiones por razón de intereses públicos, más o menos fundados, a
invitar a los ancianos a que «libre» o «espontáneamente» solicitasen la
eutanasia. «Dígase lo mismo de otras consecuencias sociales que seguirían
a la aprobación de la eutanasia: la pérdida de confianza en los médicos que
serían vistos por los enfermos como sus propios futuros asesinos; los
homicidios por eutanasia que fácilmente se cometerían para acelerar el
momento de entrar en posesión de una herencia deseada. Añádase el riesgo
de errores en el diagnóstico, que llevaría a la eutanasia a personas
consideradas incurables, aunque pudieran recuperarse físicamente. Todo el
esfuerzo científico y humanitario para atender a los dementes se vería
destruido de un golpe. Perderían su fisonomía no solamente los hospitales,
sino los institutos de beneficencia, los asilos para ancianos, etc., que
quedarían transformados en siniestros establecimientos dedicados al
asesinato profesional y científicamente organizado» [42].
Pero lo más importante de la cuestión es que supone dejar en manos de
un médico la decisión de juzgar el sentido del sufrimiento y de la muerte.
La medicina tiene como noble finalidad evitar la muerte y evitar al paciente
el dolor por medio de la ciencia y de la técnica. La solución brutal de
eliminar la vida es contraria a la esencia misma del acto médico.
Desde un punto de vista cristiano es criminal privar directamente a un
hombre de un tiempo de vida que podría ser decisivo para su salvación
eterna. La moral católica condena rotundamente la eutanasia. En 1949, el
Papa Pío XII denunció «la falsa piedad que pretende justificar la eutanasia y
sustraer al hombre al sufrimiento purificador y meritorio, no mediante un
alivio caritativo y laudable, sino con la misma muerte que se da a un animal
sin inteligencia y sin inmortalidad» [43]. Estas palabras del Papa subrayan
además el valor del sufrimiento, que tiene, como se ha dicho, una finalidad
purificadora para el hombre.
«Vivir es sufrimiento y sobrevivir es encontrar sentido al sufrimiento»,
ha dicho Viktor Frankl. Pues bien, para el creyente el sufrimiento tiene
sentido. Si es lícito aliviar el dolor en los enfermos o en los moribundos, no
lo es jamás quitarles la vida para que no sufran. El sufrimiento es, en fin de
cuentas, la última posibilidad del enfermo de identificarse con Jesucristo
antes de que comience su visión en el Cielo. En un discurso de 1970, Pablo
VI recordó la misma doctrina sobre la ilicitud de la eutanasia: «La
eutanasia, con consentimiento del enfermo, es un suicidio y si no se cuenta
con él es un homicidio». Luego afirmaba: «Es una tentación la de querer
atentar contra la vida del hombre con el falso pretexto de procurarle una
muerte dulce y tranquila para no verlo seguir en una vida sin esperanza o en
una atroz agonía. Pero lo que es moralmente objeto de delito no puede, bajo
ningún pretexto, legalizarse» [44]. Lo reafirma un Documento de la Iglesia
dedicado expresamente a la eutanasia y a los problemas que plantea el
enorme progreso de la ciencia médica, en relación con la prolongación de la
vida (lo que hemos denominado distanasia). Sobre la eutanasia, afirma
tajantemente: «Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano
inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o
agonizante. Nadie, además, puede pedir este gesto homicida para sí mismo
o para otros confiados a su responsabilidad, ni puede consentido explícita o
implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni
permitido» [45].
Por lo demás, el argumento de acudir a la eutanasia para ahorrar
sufrimientos inútiles a los enfermos no tiene validez. Todos los médicos
están de acuerdo en este punto: hay que procurar evitar sufrimientos inútiles
a los enfermos terminales y, por fortuna, la farmacopea actual dispone de un
verdadero arsenal de analgésicos y otros tratamientos del dolor y de la
ansiedad, de modo que no tiene sentido justificar la eutanasia por motivo de
los sufrimientos. Como dijo, con cierta ironía, el Dr. Wilke, siendo
presidente del Comité Nacional por el Derecho a la Vida en Estados
Unidos: «Si no le pueden aliviar su dolor, no pida usted la eutanasia,
cambie de médico, porque el suyo es incompetente» [46]. A ello nos
referiremos al tratar de los enfermos terminales y de las Unidades de dolor
en el capítulo VI, 1.
Por lo que refiere al empleo de medios ordinarios y/o extraordinarios,
para mantener con vida a un enfermo, podría resumirse la cuestión de la
siguiente manera:
a) La finalidad de la Medicina y, por tanto, el deber del médico es
proteger la salud, curar las enfermedades, aliviar los sufrimientos y
confortar, respetando siempre la libertad y la dignidad de la persona.
b) Es lícito recurrir, a falta de otros remedios y con el consentimiento del
enfermo, a los nuevos medios que ofrece una medicina de vanguardia,
aunque estén todavía en fase experimental y no estén libres de todo riesgo;
con esa actitud el enfermo podrá, incluso, dar ejemplo de generosidad para
el bien de la humanidad.
c) Sin embargo, es lícito interrumpir –de acuerdo con el enfermo, la
familia y médicos competentes– la aplicación de tales medios, cuando los
resultados defrauden las esperanzas puestas en ellos.
d) Es siempre lícito contentarse con los medios normales que la medicina
puede ofrecer. No se puede, por tanto, imponer a nadie la obligación de
recurrir a curas no exentas de peligro o demasiado costosas (lo que se
denominan medios desproporcionados). El deber de defender la vida,
afirmaba Pablo VI en 1970, no supone la obligación del médico de utilizar
todas las técnicas de supervivencia que le ofrece una ciencia
infatigablemente creadora.
e) Ante la inminencia de una muerte inevitable, a pesar de los medios
empleados, es lícito, en conciencia, tomar la decisión de renunciar a unos
tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y
penosa de la existencia. En tales casos hay que distinguir bien entre
«medios que curan» (que se supone ya inoperantes) y «medios que sólo
mantienen la vida».
f) No es lícito suspender las curas ordinarias [47] de un enfermo, aunque
el pronóstico sea fatal. Es, por tanto, injusto el planteamiento de que el
personal sanitario de los hospitales no está obligado a «mantener con vida»
a los enfermos incurables, cuando la muerte biológica es inevitable.
7. CLONACIÓN HUMANA

Se designa con el nombre de «clonación», del griego clon, esqueje, a la


producción de un ser idéntico a otro, a partir del material genético de una
célula del mismo ser que se va a copiar: el individuo así obtenido sería una
copia genética exacta de un progenitor único. Para lograrlo, se introduce en
un óvulo desnucleado el núcleo reprogramado de una célula somática, a fin
de obtener una célula capaz de desarrollo embrionario portadora de un
patrimonio genético idéntico al del donante del núcleo.
Se trata de una forma de reproducción artificial, lograda sin la aportación
de los dos gametos sexuales. La fecundación propiamente dicha, es
sustituida por la «fusión» de un núcleo extraído de una célula somática del
individuo que se quiere clonar con un ovocito enucleado, es decir, privado
del genoma de origen materno. Puesto que el núcleo de la célula somática
lleva todo el patrimonio genético, el individuo conseguido posee –salvo
posibles alteraciones–la identidad genérica del donante del núcleo [48].

7.1. Historia y técnica

A principios de 1950, dos biólogos norteamericanos, R.W. Brigg y T.J.


King, dieron a conocer en revistas especializadas los resultados obtenidos
con una técnica muy ingeniosa. Consistía en extirpar, por microcirugía, el
núcleo de un huevo virgen de rana (de 3 milímetros de diámetro) y a
continuación introducir en él un núcleo de un embrión joven de rana, en la
fase llamada de «mórula», cuando ésta consta de alrededor de 80 células,
todas aparentemente iguales. El resultado fue sorprendente: los huevos así
tratados se desarrollaban normalmente y originaban renacuajos normales y
ranas idénticas al dador.
El progreso en el conocimiento de las técnicas en el ámbito de la biología
molecular, genética y fecundación artificial, han hecho posible desde hace
tiempo la experimentación y la realización de clonaciones en el ámbito
vegetal y animal. Hasta 1997, sólo se había realizado con éxito en algunos
animales y carecía de aplicaciones médicas. Fue famoso el nacimiento de la
oveja Dolly, por obra de los científicos escoceses J. Vilmut y K.H.S.
Campbell, noticia publicada en la revista Nature, el 27 de febrero de 1997.
Dolly era un clon derivado del núcleo de una célula de glándula mamaria de
una oveja adulta.
En el hombre, este tipo de experiencias fue objeto de un pacto científico
para no realizarse. La Declaración de la UNESCO sobre Genoma y
Derechos Humanos de 1997 recomendó a los gobiernos su prohibición. Las
leyes de muchos países (también en España) prohíben su práctica. Sin
embargo, ya se plantea como posibilidad y algunos científicos a los que, al
comienzo, parecía repugnante la clonación humana, empiezan a justificar lo
que denominan clonación terapéutica: se trataría de producir embriones
clónicos para utilizarlos (dentro de los primeros catorce días de su
existencia, que llaman impropiamente pre-embrión [49]) como cantera de la
que extraer células, a partir de las cuales obtener tejidos u órganos para
trasplantar a otros seres humanos; una vez utilizados, esos embriones serían
destruidos.
Todo parece indicar que, sin atender a criterios éticos de respeto a la
vida, estas técnicas se irán difundiendo con grave peligro para la especie
humana [50].

7.2. Valoración ética

La clonación humana es éticamente inaceptable: «el ser humano ha de


ser respetado –como persona– desde el primer instante de su existencia»
[51]. La misma Instrucción, después de rechazar como contrarios a la
dignidad humana los procedimientos de manipulación de embriones
humanos, añade: «También los intentos y las hipótesis de obtener un ser
humano sin conexión alguna con la sexualidad mediante fisión gemelar,
clonación, partenogénesis, deben ser considerados contrarios a la moral en
cuanto que están en contraste con la dignidad tanto de la procreación
humana como de la unión conyugal» [52]. Fácilmente se advierte que una
vez emprendida la senda de la disociación entre procreación y acto de amor
conyugal, es difícil poder detener la serie de manipulaciones que de ahí
pueden derivarse. Es contrario a la dignidad humana mantener con vida
embriones para fines experimentales y exponer deliberadamente a la muerte
a embriones obtenidos in vitro. La posible congelación se presenta además
como una ofensa sobreañadida, ya que se les expone a graves riesgos de
muerte o daño de su integridad y se les priva, al menos temporalmente, de
la acogida y gestación materna, exponiéndoles a nuevas manipulaciones
[53]. La clonación supone además un atentado a la integridad del embrión,
pues, por un lado, le puede acarrear la muerte y, por otro, supone la pérdida
de su individualidad biológica al ser copiado su patrimonio genético [54].
El ser humano no es «algo», sino «alguien», es persona que trasciende en el
núcleo más esencial de su ser lo más puramente material y biológico [55].
Téngase en cuenta además que el hombre es una mezcla sumamente
complicada de material genético por las fusiones, durante siglos, de muy
distintos individuos y que siempre será peligroso actuar sobre su material
genético, pues puede haber genes anormales recesivos, portadores de graves
malformaciones, que están fenotípicamente ocultos por genes normales
dominantes y que podrían aparecer si operamos sobre éstos.
La clonación «terapéutica» no es justificable éticamente. Proponer traer a
la vida para después dar muerte a uno de nuestros semejantes, es un acto de
injusticia que lesiona en sus fundamentos la dignidad humana y la misma
civilización, aunque trate de garantizar la salud de otros. El Papa Juan Pablo
II ha señalado que «los intentos de clonación humana con vistas a obtener
órganos para trasplantes implican la manipulación y destrucción de
embriones humanos. Son técnicas moralmente inaceptables aunque su
objetivo sea bueno en sí mismo» [56]. Lo mismo afirma una Declaración de
la Academia Pontificia para la Vida [57]. En la actualidad, se está
trabajando con material biológico obtenido del adulto a partir de células
madre o estaminales. Los resultados son esperanzadores y éticamente
correctos [58].

BIBLIOGRAFÍA
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Navarra, Pamplona 1985.
ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA, Comentario interdisciplinar
a la «Evangelium vitae» (dir. Lucas, R.), BAC, Madrid 1996.
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la eutanasia, 5 de mayo de 1980.
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procreación, 22 de febrero de 1987.
CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La eutanasia, 100 cuestiones
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católicos, 14 de febrero de 1993, EDICE, Madrid 1993. Cfr.
Documentos MC, Palabra, Madrid 1993.
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MONGE, F., Persona humana y procreación artificial, Palabra, Madrid
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SARMIENTO, A. (dir.), El don de la vida. Comentarios a la Instrucción
«Donum vitae», Palabra, Madrid 1995.
SARMIENTO, A.; RUIZ-PÉREZ, G.; MARTÍN, J.C., Ética y genética, 2.ª
ed., Ediciones Internacionales Universitarias, Barcelona 1997.
SERRANO RUIZ-CALDERÓN, J.M., Eutanasia y vida dependiente,
Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 2001.
CAPÍTULO V
SALUD, DOLOR Y ENFERMEDAD

Miguel Ángel Monge


La relación salud-enfermedad es algo connatural al hombre y puede
decirse que esa relación ha estado siempre presente a lo largo de la historia
de la Medicina. En los últimos tiempos, sin embargo, ha cambiado la
manera de considerar ambos polos: la salud no es sólo «carencia de
enfermedad» sino que se plantea como una situación de «completo
bienestar» y en tal sentido se llega a exigir a las instancias sanitarias una
«calidad de vida» para todos (jóvenes y viejos, sanos y enfermos), que
incluso puede llegar a evaluarse con determinados parámetros. No será
posible lograrlo siempre, pero se plantea como un reto para todos los
organismos sanitarios, aunque muchas veces no pase de ser una meta
utópica. Lo que es claro es que se ha pasado de la llamada «medicina
paternalista» a una nueva situación –positiva, pero no exenta de algunos
riesgos– en la que los derechos de los enfermos o pacientes son defendidos
vigorosamente [1].
Analizamos en este capítulo las distintas concepciones de la salud (física
y mental) y de la enfermedad y su trasfondo constante: ¿qué hacer con el
dolor y el sufrimiento? Como complemento añadido que puede ocasionar
dolor y comprometer la posesión de la salud, consideramos también el
cansancio y el envejecimiento.

1. SALUD Y ENFERMEDAD
1.1. Hacia un concepto moderno de salud

El concepto de salud [2] ha ido cambiando con el paso del tiempo, pero
sí queremos recordar algunas definiciones que se han dado sobre ella:
a) hay una definición «popular», que considera la salud como vitalidad
física exuberante, como ausencia de toda disfunción; así, se afirma de una
persona que está «rebosante de salud»;
b) para los Sistemas nacionales de Salud, las Mutuas aseguradoras, etc.,
la salud viene a ser el estado de eficiencia para desempeñar los trabajos
propios del individuo en la sociedad: persona sana significa que es apta para
el trabajo, enfermo es «el que va al médico»;
c) para los médicos y el resto del personal sanitario, salud es la ausencia
de limitaciones o de dolencias, ya sean orgánicas o funcionales;
d) se ha impuesto, sin embargo, la definición de la Organización Mundial
de la Salud (OMS), que considera la salud como «estado de perfecto
bienestar, físico, psíquico y social en interacción con el medio y no sólo la
ausencia de dolor o enfermedad».
Esta definición marca un notable progreso sobre las precedentes, ya que
incluye la dimensión psíquica y tiene en cuenta el carácter social de la
persona y, por otra parte, pone más acento en la promoción de la salud que
en la curación de las enfermedades. Tiene, sin embargo, algunas
limitaciones:
a) considera todavía la salud desde una perspectiva individualista y
privada;
b) al afirmar la idea de «completo bienestar», aparte de constituir una
meta inalcanzable y generar vanas ilusiones, dilata enormemente el
concepto de enfermedad, ya que cualquier bienestar incompleto es
considerado como enfermedad: así planteada, esta definición de salud –que
corresponde al tipo de vida de una sociedad del bienestar– no deja de ser
una ingenua utopía de vida sin sufrimiento, de dicha sin dolor, de una
sociedad sin conflictos, donde por mucho que se desarrolle la Medicina,
dicha salud perfecta seguirá siendo una meta imposible. Además, al entrar
en la lista de derechos sociales reconocidos, con los relativos deberes del
Estado, induce a los ciudadanos a pretensiones o esperanzas desmedidas. Ya
hay autores que advierten que la obsesión por la salud y el bienestar –al
reclamar del sistema sanitario fines inconscientes, como la negación del
dolor y de la muerte– puede ser peligrosa.

1.2. Presupuestos antropológicos de la salud

Un concepto de salud o de persona sana, coherente con los presupuestos


de la Antropología [3] debe tener en cuenta al hombre como «espíritu
encarnado» o «cuerpo espiritualizado», es decir, la íntima unidad
substancial de los aspectos corporales y espirituales del ser humano; sin
caer en el «biologismo» (una especie de psicobiología sin alma), ni en un
falso espiritualismo, que desconoce o subestima lo somático.
Al hablar de buena salud, estamos diciendo: «mi cuerpo» está en forma;
al hablar de enfermedad, estamos afirmando: «mi cuerpo» no funciona
como debiera. Pero sería más exacto decir: «yo estoy sano», «yo estoy
enfermo», porque la salud y la enfermedad son condiciones del yo en su
totalidad y, por tanto, afectan a toda la persona. En ese sentido, hoy se
aceptan plenamente los postulados de la llamada medicina psicosomática
[4], considerada como influjo e interacción entre lo somático y lo psíquico;
basten, a modo de ejemplo, expresiones como: «se me sube la sangre a la
cabeza», «se me encoge el corazón», «tengo un nudo en la garganta», que
muestran cómo hasta en el lenguaje coloquial se expresan esas estrechas
relaciones.
Efectivamente, hay enfermedades orgánicas o físicas, que tienen origen
en la esfera psíquica, y sucede también que el curso de una enfermedad
depende mucho de los planteamientos ético-morales del sujeto. Así, el
miedo puede provocar disturbios cardíacos, la vida agitada produce en
ocasiones úlceras gástricas o duodenales, etc.
En la actualidad se exalta el valor –en sí mismo bueno– de la salud
(física, psíquica o mental) y, en ese sentido, se hacen grandes
investigaciones (piénsese en los grandes presupuestos destinados a
investigar en cáncer, sida, Alzheimer, Parkinson, etc.), pero la misma
sociedad no favorece una vida sana; y aparecen por ello grandes amenazas
para los ciudadanos. Bastaría fijarse en los desequilibrios ecológicos, la
contaminación atmosférica, los accidentes de tráfico, la drogadicción, etc.
Muchas enfermedades (cardiopatías, angiopatías cerebrales, cirrosis, etc.)
proceden de un estilo insano de vida, propio del hombre actual.
Entre los factores que perturban y dañan la salud, señalamos, a modo de
ejemplo:
– la falta de descanso suficiente;
– el ritmo agitado de vida, que lleva a desplazamientos constantes, sobre
todo en las grandes urbes;
– la excesiva alimentación, lo que lleva a que algunos se hagan esta
pregunta: ¿vivir para comer o comer para vivir?;
– el poco ejercicio físico;
– la falta de contacto con la naturaleza;
– el abuso de bebidas: alcoholismo, drogas, etc.
Se puede apreciar cómo diversos factores: biológicos, de medio ambiente
y dependientes del estilo de vida, influyen decisivamente en la salud,
aunque no se pueda explicar en qué proporción.

1.3. La enfermedad, deterioro de la salud

Así como se ha desarrollado el concepto de salud, se impone también la


necesidad de definir la enfermedad en relación con la concepción formulada
a propósito de aquélla.
Advertimos en primer lugar que, en el orden natural, la enfermedad está
ligada a la naturaleza biológica del hombre. Hubo un momento, antes del
pecado original, en que no existía –por un don explícito de Dios (los
llamados dones preternaturales [5])– ni enfermedad ni dolor, prerrogativas
que se perdieron con el primer pecado. Desde entonces, la enfermedad
acompaña constantemente, a veces con caracteres dramáticos, la existencia
humana. Basta ver, a modo de ejemplo, algunos datos estadísticos sobre la
enfermedad (Cuadro 1).
Cuadro 1
Principales causas de muerte en el mundo
Europa Resto del mundo
1. Enfermedades cardiovasculares 1. Enfermedades cardiovasculares
2. Enfermedades cerebrovasculares 2. Enfermedades cerebrovasculares
3. Cáncer de pulmón, de tráquea 3. Infecciones del aparato
respiratorio y de bronquios
4. Infecciones del aparato 4. Sida
respiratorio
5. EPOC (Enfermedad Pulmonar 5. EPOC
Obstructiva Crónica)
6. Cáncer de recto y de colon 6. Patologías diarreicas
7. Cáncer de estómago 7. Circunstancias perinatales
8. Accidentes de tráfico 8. Tuberculosis
9. Accidentes diversos 9. Cáncer de pulmón, de tráquea y
de bronquios
10. Accidentes de tráfico
Fuente: OMS, 1999.

Cuando se contrae la enfermedad, se experimenta, quizá por primera vez,


el dolor físico, con lo que tiene de desagradable y molesto, pero también
con su carga purificadora, si se sabe aceptar. Lo que más preocupa no es
tanto el dolor, sino la interrupción de la propia actividad. El paso brusco del
estado de salud al de enfermedad, puede provocar reacciones de tristeza, de
desesperación o de rebeldía. Aunque puede ser también el primer paso para
un comportamiento espiritual lleno de frutos.
Como en la salud, también aquí podemos distinguir diversas acepciones:
a) el sentido más corriente: la consideración «clínica» de la enfermedad,
viendo en ella «carencia de salud», con afectación de cierta entidad de la
integridad o funcionamiento físico y/o psíquico del individuo;
b) la enfermedad de la persona como incapacidad de utilizar todas las
energías y facultades que se poseen en cualquier situación, aunque sean
difíciles o dolorosas.
En la enfermedad en sentido «clínico» no suele haber responsabilidad
moral (puede haberla en su causa, por ej., en la droga, sida, etc.) porque no
es querida, aunque puede quererse la causa (es el caso de la cirrosis de los
alcohólicos o el sida en los drogadictos, por ejemplo [6]). En la enfermedad
«de la persona», puede darse una insuficiente madurez humana y cabe que
se dé cierto grado de responsabilidad, en el sujeto y en los que le rodean [7].
En todo caso, existen profundas conexiones entre ambas concepciones.
En realidad, es la persona la que siempre está en la génesis de la
enfermedad, como lo está en el disfrute de la salud [8]. Por ello, «la Iglesia
considera la medicina y los cuidados terapéuticos no sólo como algo que se
refiere a la salud del cuerpo, sino que afecta a la persona como tal, a la que
el mal ataca en el cuerpo [...] Es la persona como tal, que en el cuerpo es
golpeada por la enfermedad. La enfermedad y el sufrimiento son
experiencias que miran no sólo al sus trato físico del hombre, sino al
hombre entero, en su unidad, somático-espiritual» [9]. Efectivamente, la
enfermedad y el sufrimiento no son experiencias que se refieren sólo a la
condición corporal, sino que afectan al hombre en su totalidad y en su
unidad de cuerpo y alma [10].

1.4. Salud y enfermedad mental

Aunque cualquier persona tiene un conocimiento implícito de lo que es


estar sano psíquicamente, sin embargo, desde un punto de vista científico
no es fácil establecer una definición de salud y enfermedad mental. La
afirmación de «completo bienestar» de la Organización Mundial de la Salud
(OMS) no resulta –como ya hemos dicho– fácilmente comprensible ni para
la salud en general ni cuando se aplica a la salud mental. Y esto porque, si
se considera el sentimiento de enfermedad por parte del enfermo, hay
pacientes que, junto a cuadros clínicos con rasgos psicopatológicos,
manifiestan encontrarse psíquicamente bien. Y, por el contrario, hay
pacientes hipocondríacos, en quienes el sentimiento de enfermedad excede
con mucho los síntomas clínicos objetivos.
Se pueden establecer, sin embargo, unos posibles conceptos de salud
mental:
a) la normalidad psíquica es considerada a veces como expresión de lo
que establece el término medio de la población respecto a la conducta
psíquica del individuo. Se basa en un promedio estadístico, que no resulta
plenamente válido. Por ejemplo, sería como admitir que la caries dental, tan
frecuente, es un signo de salud;
b) salud equivale a ausencia de enfermedad, por lo que una persona que
no tenga un trastorno mental diagnosticable y se encuentre libre de síntomas
psíquicos molestos puede considerarse como mentalmente sana. Este
criterio es posiblemente en la práctica el más idóneo, aunque no retleje
plenamente lo expresado por la OMS. Téngase en cuenta, sin embargo, que
la salud mental es algo más que la ausencia de enfermedad, e implica un
sentimiento de bienestar y la facultad de ejercer plenamente las capacidades
físicas, intelectuales y emocionales del individuo.
Los parámetros usados para delimitar la salud mental suelen ser:
ausencia de estructuras psicopatológicas; integración armónica de los
distintos rasgos de la personalidad; percepción de la realidad, sin
distorsiones; adaptación adecuada de la persona al entorno y a los distintos
conflictos y circunstancias de su vida.
En cambio, para definir la enfermedad mental es necesario valorar los
síntomas clínicos, el modo evolutivo y la perspectiva sociocultural en que
está inmersa. En conjunto, suele considerarse que todas las enfermedades
mentales tienen tres notas comunes: estar determinada o acompañada por
un trastorno corporal; la de llevar consigo una reducción de la libertad
psicológica; manifestarse por estructuras vivenciales anómalas.
Las distintas anormalidades psíquicas han sido clasificadas
tradicionalmente en estos tres grandes grupos:
a) Psicosis. Serían las enfermedades psíquicas propiamente dichas, en las
que se presenta, al menos transitoriamente, una plena ruptura de sentido: la
vivencia anómala es inexplicable racionalmente, se resiste a la integración
con lo normal. Entre las psicosis, unas son de origen conocido, exógeno
(por intoxicación, por enfermedad infecciosa, tumores o lesiones cerebrales,
etc.), y otras endógenas, de las que se discute aún su etiología, pero que
cada vez se van conociendo más (esquizofrenia, psicosis maníaco-
depresiva, ciclotomías).
b) Psicopatías. La anormalidad, en este caso, está en la misma
personalidad del enfermo, que sufre por esta causa y hace sufrir a los
demás, en tal grado que, para muchos autores, lo característico de este
grupo de enfermedades psíquicas sería la conducta antisocial incorregible
(sexópatas, megalomaníacos, etc.). Tienen un fuerte componente
hereditario.
c) Neurosis. Existe una elaboración patológica frecuentemente
angustiosa de experiencias personales. En el enfermo aparecen anomalías
del vivenciar en campos más o menos extensos del psiquismo, que él
mismo suele interpretar como de origen reactivo y que es consciente de su
desproporción o carácter conflictivo. Su origen es muy discutido, y en ellas
no se da la ruptura de continuidad de sentido característica de la psicosis.
Sin embargo, las notables diferencias existentes entre unas neurosis y otras
han llevado a que, actualmente, la ciencia psiquiátrica tienda a evitar el
término mismo de neurosis, que es poco preciso.
En la actualidad los criterios de clasificación de las enfermedades
mentales son diferentes, como se verá en el capítulo XII.

1.5. Minusvalía física y psíquica


En la línea apuntada anteriormente, aparecen los términos
«discapacitados», «disminuidos» o «inválidos», conceptos sumamente
lábiles y de difícil precisión, pero que cada vez cobran más fuerza en el
ámbito social; se emplean también los términos de «subnormalidad. o de
«invalidez». Dejando claro que no existe una «invalidez absoluta» (Pío XII
afirmó que el «inválido integral» no existe, porque le queda el alma y la
capacidad de trabajo), se llaman disminuidos a aquellos que no gozan de un
perfecto estado de salud. Corresponde al Derecho positivo, apoyado en la
Medicina del trabajo, catalogar los diferentes tipos de minusvalías:
invalidez temporal (permite, después del tratamiento adecuado, reintegrarse
a la actividad normal), invalidez parcial o total para la profesión habitual e
invalidez absoluta para cualquier profesión. Los sociólogos hablan también
de invalidez física, mental o social.
En el cristianismo, se procuró desde muy pronto proteger a los inválidos.
Las llamadas «obras de beneficencia» han ocupado siempre lugar destacado
en las tareas asistenciales de la Iglesia católica. De ello dan fe tantas
instituciones que han surgido a lo largo de los siglos (hospitales, orfanatos,
asilos, etc.). En el siglo XX, las encíclicas sociales de los Papas (desde la
Rerum novarum de León XIII hasta la Laborem exercens de Juan Pablo II),
insisten en la obligación de atender a los pobres, abandonados, disminuidos,
marginados, etc., portadores todos de la misma dignidad humana. Más
tarde, los sistemas de pensiones y los seguros sociales han asumido en parte
esa tarea [11]. En cualquier caso, asistimos a un impulso creciente que trata
de incorporar a esas personas, en la medida de lo posible, al mundo de los
sanos.

2. DOLOR Y SUFRIMIENTO

Aunque se suelen emplear indistintamente estos dos términos, no son


sinónimos:
a) el dolor hace referencia al orden de lo somático, de lo fisiológico (ha
sido definido como «sensación desagradable producida por la acción de
estímulos de carácter perjudicial»); este dolor es muy controlable por la
medicina [12], aunque no siempre se logre;
b) el sufrimiento es más psicológico, está más en relación con la persona
y conecta con otras factores (personalidad, actitudes ante la vida, vigor
espiritual...); lo acusa no sólo el enfermo, sino también su entorno. «El
sufrimiento es algo todavía más amplio que la enfermedad, más complejo y
a la vez más profundamente enraizado en la humanidad misma; el
sufrimiento físico se da cuando de cualquier manera duele el cuerpo,
mientras que el sufrimiento moral es dolor del alma. Se trata, en efecto, de
dolor de tipo espiritual, y no sólo de la dimensión psíquica del dolor que
acompaña tanto al sufrimiento moral como al físico» [13].
Sin embargo, con mucha frecuencia se emplean indistintamente ambos
términos, aunque no faltean matices. Así, casi todos aprecian, por ejemplo,
que no es lo mismo decir «me duele mucho» que «sufro mucho».

2.1. Tratamiento del tema del dolor a lo largo de la Historia

De modo resumido, recordamos las diversas interpretaciones que se han


dado:
a) en las culturas más antiguas, en las que con frecuencia se mezcla lo
profano y lo sagrado, la enfermedad y el dolor se interpretaban con un
sentido «espiritual», viéndolos como algo en relación con la divinidad; de
ahí la frecuente consideración de la enfermedad como castigo y del dolor,
por tanto, como consecuencia del pecado;
b) más tarde, aparecen médicos, como Hipócrates, que comienzan a
considerar la enfermedad no como un fenómeno «sobrenatural», sino como
algo «físico», es decir, natural; idea que se generaliza a partir del siglo
XVII, cuando se explica la enfermedad como algo propio de la naturaleza,
ya que los seres vivos tienden a vivir unos a costa de otros. A pesar de ello,
la visión de la enfermedad como castigo sigue muy presente en nuestra
sociedad [14];
c) en la sociedad secularizada, el dolor se ve como un acontecimiento
radicalmente negativo. En consecuencia, hay que luchar contra él con todos
los medios; ésta es la tarea de la ciencia médica, puesto que si la
enfermedad es algo natural, ¿por qué no vamos a poder dominarla?;
d) en la cultura cristiana, el dolor –que no deja de ser considerado malo
en sí mismo– es visto, sin embargo, en otra dimensión. El dolor contribuye
a la maduración de la persona, es prueba y ocasión de encuentro con Dios y
puede llegar a ser salvífico.
Desarrollamos brevemente esos aspectos.

2.1.1. Sentido pedagógico del dolor y la enfermedad

El Catecismo enseña que «la enfermedad puede conducir a la angustia, al


repliegue sobre sí mismo, a veces incluso a la desesperación y a la rebelión
contra Dios. Puede también hacer a la persona más madura, ayudándola a
discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que es»
[15].
Efectivamente, el dolor puede ayudar a madurar a quien lo padece. Una
enferma clínicamente curada de cáncer, decía: «Esta enfermedad me ha
enriquecido». Y es que, como afirma Frankl, «el hombre que no ha pasado
por circunstancias adversas, realmente no se conoce bien». Este psiquiatra,
que estuvo internado en un campo de concentración de los nazis [16], llega
a la conclusión de que el dolor puede tener sentido hasta el último instante.
«No conviene olvidar la cantidad de creatividad, de amor, de riqueza que
representa la vida que termina. Si en la vida se da una ecuación entre éxito,
dinero, acierto, en el mundo del dolor no se trata ya de éxitos frente a
fracasos. El orden de valores ha cambiado y es preciso entonces dar con el
sentido esencial de la vida humana. Esto nos hace capaces de encararnos
con los sufrimientos y la muerte» [17].
Lo mismo corrobora C.S. Lewis, cuando afirma que «el dolor es el
megáfono que Dios utiliza para despertar a un mundo de sordos» [18]. Un
gran pensador francés, G. Thibon, sentencia: «cuando el hombre está
enfermo, si no se encuentra esencialmente rebelado, se da cuenta de que
cuando estaba sano había descuidado muchas cosas esenciales; que había
preferido lo accesorio a lo esencial» [19].

2.1.2. El dolor como prueba y ocasión de encuentro con Dios

Aunque el dolor puede provocar el enquistamiento de la persona, la


experiencia muestra que «en la indigencia, en la soledad, en el sufrimiento,
el corazón se abre con más facilidad a Dios. Decía San Agustín: “Dios
quiere darnos algo, pero no puede porque nuestras manos están llenas. No
tiene sitio en el que poner sus dádivas”» [20]. Por ello no es extraño que en
los momentos más duros de la vida es cuando se acaba descubriendo la
mano de Dios. Es impresionante, por ejemplo, el relato autobiográfico de
Alexander Solzenitzyn, al describir el proceso de maduración interior que
se produjo en él cuando estaba en el archipiélago Gulag [21].
Es el testimonio de un gran médico, el Dr. Ortiz de Landázuri, que a lo
largo de 50 años atendió a miles de enfermos: «La enfermedad siempre nos
enseña muchísimo. Creo que el que pasa por la vida bruscamente, sin
ninguna enfermedad, es indudable que Dios le dará otras posibilidades, pero
lo que está claro es que una de las vías para comprender mejor a Dios es la
enfermedad. Es el camino que nos conduce a Dios. Entonces, los que
mueren a causa de un accidente... ¿es que no han podido acercarse al
Señor? Estoy seguro que en este caso existirán otras circunstancias. Sin
embargo, no cabe duda de que la enfermedad es uno de los caminos más
importantes para llegar a ese encuentro... y al final, uno lo agradece» [22].

2.1.3. El dolor salvífico

El dolor, que siempre es un misterio [23], sólo se entiende a la luz de


Cristo: «Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la
muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad» [24].
El mismo texto conciliar añade que «cuando falta ese fundamento divino y
esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones
gravísimas y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor,
quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación»
[25]. O, como enseña Juan Pablo II: «El sufrimiento es también una
realidad misteriosa y desconcertante. Pues bien, nosotros, cristianos,
mirando a Jesús crucificado encontramos la fuerza para aceptar este
misterio. El cristiano sabe que, después del pecado original, la historia
humana es siempre un riesgo; pero sabe también que Dios mismo ha
querido entrar en su dolor, experimentar nuestra angustia, pasar por la
agonía del espíritu y el desgarramiento del cuerpo. La fe en Cristo no
suprime el sufrimiento, pero lo ilumina, lo eleva, lo purifica, lo sublima, lo
vuelve válido para la eternidad» [26]. En la Carta Salvifici doloris, dedicada
explícitamente al tema, señala el Papa que el misterio del dolor se aclara a
la luz de la fe, porque el dolor a los ojos de Dios tiene una explicación:
«Para percibir la verdadera respuesta al porqué del sufrimiento, tenemos
que volver nuestra mirada a la revelación del amor divino, fuente última del
sentido de todo lo existente. El amor es también la fuente más rica sobre el
sentido del sufrimiento que es siempre un misterio» [27].

2.2. Sentido humano del dolor

Es frecuente escuchar a los que tienen trato con enfermos que cuando se
tiene fe es más fácil comprender, o al menos aceptar, el dolor, pero cuando
se carece de un sentido trascendente, la pregunta que uno puede hacerse es
¿para qué vale el sufrir? Anteriormente hemos recordado diversas
explicaciones que se han ofrecido a lo largo de la historia. Pero hemos de
decir que existe también un sentido humano del dolor, como la Psicología y
la Pedagogía tratan de mostrar. Estas son algunas explicaciones que se
suelen dar:
a) el dolor tiene sentido en un ser que está en desarrollo; enseñan los
psicólogos y pedagogos que no se puede educar sin sufrimiento: no se
puede dar a los niños todo lo que piden (hay que dejarles llorar en la cuna,
no darles todo lo que apetecen, etc.). Un sufrimiento acompañado es bueno
para el desarrollo del yo;
b) también tiene sentido para los adultos, cuando éstos quieren ser
autores de su existencia, y así:
– el sufrimiento realza la existencia humana, despierta lo verdaderamente
espiritual en el hombre (ya nos hemos referido antes al valor humanizador
del sufrimiento, con el ejemplo de Solzenitzyn);
– el sufrimiento deja al hombre a solas consigo mismo y le ayuda a
pararse, a «reposar y a repasar», a despegarse de las cosas; «el dolor
desnuda la esencia de las cosas» [28];
– el sufrimiento –que acaba remitiendo al sentido de la propia
existencia– debería ser siempre personalizador y personalizante. Algunos
filósofos dicen que el hombre es un ser inacabado y con el sufrimiento se
puede lograr ese acabamiento;
– sirve para descubrir al ser humano su condición humana, su
insuficiencia radical;
– pone a prueba a la persona, ayuda a superarse ante las dificultades;
– puede fortalecer, asentar a la persona, y en ese sentido es una ayuda en
la adquisición de las virtudes;
– remueve al ser humano y le recuerda que éste no es su sitio; ayuda a
trascenderse y a la creatividad; es capaz de actualizar la esperanza;
– une a las personas: el que ha sufrido comprende mucho mejor a los
demás.
Es muy interesante la explicación que ofrece Viktor Frankl [29]. Con el
sufrimiento se realizan los «valores de actitud», valores que, según él, están
por encima de los valores creadores (trabajo) y valores vivenciales (amor).
Frankl distingue:
– el homo faber: el que llena su sentido existencial mediante sus
creaciones;
– el homo amans: el que llena su sentido a través del amor;
– el homo patiens: el que sufre, y presta un «servicio», un «rendimiento»
con sus padecimientos.
El homo faber es –humanamente hablando– un triunfador y se mueve
entre las categorías de triunfo y fracaso, buscando siempre el éxito. Para el
homo patiens las categorías son otras: cumplimiento y desesperación, que
se insertan en otra dimensión. El homo patiens puede realizarse incluso en
el fracaso; la experiencia enseña que son compatibles cumplimiento-
fracaso, como éxito-desesperación, aunque a los ojos del homo faber el
triunfo del homo patiens sea visto como necedad y escándalo (es la locura
de la Cruz de la que habla Pablo de Tarso).

3. EL CANSANCIO

El cansancio con frecuencia es doloroso y muchas veces es el principio


de enfermedades depresivas o neurológicas, cuando no de cuadros
inespecíficos, que reclaman la atención del médico. Por ese motivo lo
estudiamos en este capítulo dedicado al dolor y sufrimiento.
El hecho es que llegan momentos en los que una persona puede sentirse
agotada, no tanto por un cansancio físico –que suele tener poca
trascendencia–, sino por un agotamiento más sutil, menos diferenciado, el
llamado cansancio psicológico, que puede llevar, en sus grados más
extremos, a un verdadero agotamiento nervioso, al llamado «surmenage».
No nos referimos, pues, a la «falta de fuerzas que resulta de haberse
fatigado» (Diccionario de la Real Academia), al cansancio, muscular, de
tipo físico, que se produce en el ejercicio de cualquier trabajo, más o menos
prolongado o intenso, y del que es fácil recuperase con el descanso
ordinario (sueño, ejercicio físico, distracciones, etc.), sino del que se va
acumulando progresivamente por el influjo de diversos factores: la falta del
debido reposo, el choque con las dificultades del ambiente, el peso de los
días aparentemente iguales, los fracasos –reales o aparentes– en la vida
familiar o profesional, la falta de relieve de la propia existencia cuando no
es vivida con sentido sobrenatural, el carácter agónico de la existencia
terrena con lo que lleva de incertidumbre y de riesgo, la necesidad de tomar
continuamente decisiones, no sólo aquellas en las que se determina el
rumbo de la vida (elección de carrera, de estado, etc.), sino también
aquellas otras, quizá menos importantes, que surgen al filo de la vida diaria.

3.1. Causas

Como causas inmediatas de esta situación, se pueden señalar:


a) factores generales, de tipo colectivo, como el ritmo acelerado de la
vida, debido a la necesidad de trabajar intensamente para conseguir unos
ingresos económicos aceptables; la alteración del ritmo vigilia-sueño como
consecuencia de convencionalismos sociales; el aumento de estímulos
acústicos, luminosos, etc., que suponen un «bombardeo» psicológico para la
persona. En ese sentido, el Papa Juan Pablo II advierte que «incluso en
nuestros días, el trabajo es para muchos una dura servidumbre, ya sea por
las miserables condiciones en que se realiza y por los horarios que impone,
especialmente en las regiones más pobres del mundo, ya sea porque
subsisten, en las mismas sociedades más desarrolladas económicamente,
demasiados casos de injusticia y de abuso del hombre por parte del hombre
mismo» [30];
b) factores individuales, como la falta de fijeza y de concentración en el
trabajo, los conflictos familiares o profesionales, el insomnio prolongado, la
prisa interior que puede ocasionar una tensión psicológica agotadora, etc.
A juzgar por las consultas médicas, es probable que estos factores sean
más frecuentes en la época actual. Desde luego, son más frecuentes las
depresiones (cfr. capítulo XII, 2.2), el estrés (cfr. capítulo XIII, 8),
concomitantes muchas veces con el cansancio y con el que en ocasiones
fácilmente se confunden.
Esta situación de cansancio, algunas veces, puede enmascarar algún tipo
de depresión, incluso de alguna psicopatía (cfr. capítulo XII, 2.3). Pero en
realidad, el cansancio como tal, existe, puesto que responde a la misma
condición humana, ya que, junto a la enfermedad y el dolor, acompaña al
hombre en su caminar por la tierra: es el eco del oráculo divino: «comerás
el pan con el sudor de tu frente» (Gn 3, 19).
La Sagrada Escritura ofrece algunos ejemplos de hombres cansados.
Cuenta el libro de los Reyes (1 Reg 19, 3-8), cómo el profeta Elías,
perseguido por la reina impía Jezabel, «huyó para salvar su vida y llegó a
Berseba, que está junta a Judá; y dejando allí a su siervo siguió por el
desierto un día de camino y sentóse bajo una mata de retama». Elías se
encuentra cansado, no tanto por la fatiga física del día de camino y del
hambre, sino porque también siente el fracaso en la misión que Dios le ha
confiado; el desaliento le lleva a desear la muerte: «¡Basta Jahweh, lleva mi
alma que no soy mejor que mis padres!». Es la tentación de decir basta
cuando el propio quehacer cansa, parece aburrido o resulta estéril, cuando el
cuerpo amenaza derrumbarse. Dios no atenderá la petición del profeta;
mediante un ángel le alimenta y le anuncia: «Levántate y come, porque te
queda todavía mucho camino». Efectivamente, Elías, después de un sueño
reparador y del alimento, caminó durante cuarenta días hasta el monte
Horeb, para dar fin a la misión que Dios le tenía encomendada.
No se trata de nada patológico. Ni siquiera los santos se han visto libres
del cansancio. Es interesante el testimonio de Santa Teresa de Jesús, un
alma con experiencia, que –como ella misma afirma– tenía «ánimo más que
de mujer», y que, sin embargo, conoció –ciertamente unido a sus muchas
enfermedades– el agotamiento físico en grado extremo: «Viénenme algunos
días –aunque no son muchas veces, y dura como tres o cuatro o cinco días–,
que me parece que todas las cosas buenas y hervores y visiones se me
quitan, y aún de la memoria, que aunque quiera no sé qué cosa buena haya
habido en mí; todo me parece sueño o a lo menos no me puedo acordar de
nada. Apriétanme los males corporales en junto; turbáseme el
entendimiento, que ninguna cosa de Dios puedo pensar, ni sé en qué ley
vivo. Si leo, no lo entiendo; paréceme estoy llena de faltas, sin ningún
ánimo para la virtud, y el grande ánimo que suelo tener queda en esto, que
me parece a la menor tentación y murmuración del mundo no podría
resistir. Ofréceseme entonces que no soy nada para nada, que quién me
mete en más de en lo común. Tengo tristeza, paréceme tengo engañado a
todos los que tienen algún crédito en mí; querríame esconder donde nadie
me viese; no deseo entonces soledad para virtud, sino de pusilanimidad,
paréceme querría con todos los que me contradijesen» [31].
Se ve, pues, que las almas grandes también han conocido y
experimentado el cansancio, fruto, unas veces de sus muchos trabajos, y
otras, de la misma enfermedad, que acompaña a la condición humana y no
respeta ni tan siquiera los afanes de santidad. Interesante es también el
testimonio del Beato Josemaría Escrivá sobre un episodio de cansancio en
su vida de sacerdote joven, tal como él mismo lo narra: «Fui a casa de mi
madre, y estuve todo el día en la cama, sin hablar ni ver a nadie, y mejoré
algo de momento. Es agotamiento físico: en estos ocho últimos meses he
hablado, entre pláticas, meditaciones y charlas, trescientas cuarentaitantas
veces, la vez que menos media hora. Encima, la dirección de la Obra,
dirección de almas, visiteos, etc. Así se explica que haya momentos
terribles en los que me fastidia todo, hasta lo que más amo. Y el demonio ha
hecho coincidir este decaimiento fisiológico con mil pequeñas cosas» [32].
Además, no pocas veces, trabajos agobiantes y enfermedades caminan
juntos, lo que contribuye a complicar la situación.

3.2. Síntomas

Señalamos algunas manifestaciones, somáticas o psíquicas, de esos


estados de cansancio:
– aumento de la sensibilidad en relación con agentes externos, ya sea el
calor, el frío, los ruidos, los olores penetrantes, etc.;
– dolor de cabeza, dificultades de coordinación muscular, etc.;
– presencia de ideas fijas, pesimistas, casi obsesivas, en relación con uno
mismo o con los demás («no me estiman», «no me comprenden», «no me
hacen caso»...);
– insomnio, sueño ligero y superficial;
– espíritu crítico exacerbado:
– tristeza y malhumor continuo e inexplicable: todo hiere y enfada,
molesta hasta la alegría del prójimo;
– respuestas bruscas, hirientes, ironía despiadada; las personas más
próximas parecen extrañas, lejanas, indiferentes; hasta su misma compañía
se vuelve insoportable;
– búsqueda de la soledad, tendencia al egocentrismo o al llanto;
– pérdida de atención, desinterés por las cosas que siempre han
ilusionado, evasión de la realidad.
Puede apreciarse que algunas de las anteriores descripciones, más o
menos patológicas, son más propias de la depresión, enfermedad en la que
se produce una alteración del estado de ánimo, con tristeza, inhibición
psíquica e incluso angustia. Esta cuestión la tratamos en el capítulo XII.

3.3. Remedios: el necesario descanso

Los remedios contra el cansancio parten del reconocimiento del carácter


limitado de la criatura humana. En primer lugar, hace falta humildad para
saberse necesitados de descanso. Sirvan estas palabras del Concilio
Vaticano II: «Todos los que trabajan deben tener la posibilidad de
desarrollar sus cualidades y su personalidad, precisamente en el trabajo
mismo. Pero después de haber aplicado responsablemente su tiempo y sus
energías a ese trabajo, tienen derecho a un tiempo de reposo y descanso que
les permita una vida familiar, cultural, social y religiosa. Y es menester
también que tengan la posibilidad de entregarse libremente al
perfeccionamiento de las actitudes cuyo ejercicio no encuentra acaso en el
trabajo las oportunidades suficientes» [33].
Entre otros remedios, recordamos:
3.3.1. Las que podríamos llamar normas de descanso ordinario, que
tienen diversas manifestaciones, unas generales y otras particulares, puesto
que lo que descansa a una persona no necesariamente descansa a otra.
Recogemos algunas de esas normas, que vienen dictadas por el sentido
común:
a) dormir las horas suficientes. En ocasiones, no habrá más remedio que
recortar el tiempo de sueño, sin pensar por ello que se está desarrollando
una tarea sobrehumana. Pero no conviene abusar: se ha dicho que «las
deudas de sueño son como las deudas de juego, se pagan siempre», y suele
ser verdad;
b) practicar ejercicios físicos con regularidad, sabiendo que existen
deportes para todas las edades y que conviene ser prudentes para evitar
aquellos que rebasan las propias capacidades físicas;
c) paseos, excursiones, lecturas extraprofesionales, cine, televisión, etc.;
d) tener algún tipo de afición, que no debe convertirse en una manía o
excentricidad, sino ser tan sólo un medio de distracción (pintura, jardinería,
fotografía, bricolage, recolectar setas, etc.);
e) junto a estos medios de orden natural, habrá que contar también con
los sobrenaturales, que no son propiamente remedios del cansancio, sino
exigencia constante de la vida ordinaria. No conviene olvidar que «la
relación entre el día del Señor y el día de descanso en la sociedad civil tiene
una importancia y un significado que están más allá de la perspectiva
propiamente cristiana» [34]. Finalmente, el sentido de la filiación divina,
que lleva al abandono confiado y sereno en la divina Providencia, a sentirse
en todo momento en las manos de Dios-Padre, ayuda a que muchos
cansancios desaparezcan.
3.3.2. Cuando el cansancio es más intenso y amenaza con quebrantar la
salud física o espiritual de la persona, habrá que acudir a medios
extraordinarios: unos cuantos días tranquilos, a ser posible en el campo,
lejos del propio trabajo y ambiente, un horario más prolongado de sueño,
una comida más apetitosa, alguna lectura divertida y ligera (puede ser un
«tebeo»). En definitiva, poner en práctica aquel acertado consejo:
«Decaimiento físico. Estás derrumbado. Descansa. Para esa actividad
exterior. Consulta al médico. Obedece y despreocúpate. Pronto volverás a la
vida y mejorarás, si eres fiel, a tus apostolados» [35]. Y mientras dura el
cansancio, una precaución elemental: la de no tomar decisiones de
importancia que puedan lamentarse posteriormente durante el resto de la
vida. Teniendo en cuenta la falta de objetividad que aparece en tales
circunstancias, es necesario extremar la prudencia para no decidir
precipitadamente y abandonar las cosas más o menos grandes que se han
ido realizando a lo largo de la vida.

4. ENFERMEDAD Y VEJEZ

La vejez, en cuanto última etapa del ciclo vital, es tratada en el capítulo


X, 7. Aquí nos interesa en su relación con la enfermedad. Aunque
propiamente la vejez no sea considerada como enfermedad, lo cierto es que
a ella se asocian muchos deterioros del cuerpo humano, porque el
progresivo deterioro del organismo conduce inexorablemente a su
quebranto. Por su repercusión en el tejido social y también por sus
connotaciones pastorales, señalamos brevemente algunos de ellos, ligados
al declinar físico de la persona, pero con notables repercusiones
sociosanitarias.

4.1. Enfermedad de Parkinson

Se trata de un trastorno del sistema nervioso, de origen desconocido,


descrito por el médico británico James Parkinson, en 1817. Afecta a una de
cada mil personas, cinco de cada mil entre mayores de 60 años y al 1% de
personas mayores de 65 años. La sustancia negra del cerebro degenera y
origina la disminución de la concentración de dopamina (la sustancia
neurotrasmisora) en la zona del estriado (centro nervioso que regula el
movimiento voluntario, la postura y el equilibrio). Los síntomas son:
trastornos mentales, temblor en estado de reposo, rigidez de los músculos
de los miembros, lentitud de movimientos (bradicinesia) y defectos
posturales. No son infrecuentes las complicaciones psiquiátricas.
Por ahora, el tratamiento paliativo consiste en la administración de
fármacos (agonistas dopaminérgicos y, sobre todo, el levopoda) que
controlan los síntomas. Se ha ensayado el trasplante de células fetales, que
ofrece serias reservas éticas, y el autotrasplante de células del glomus
carotídeo [36], que puede abrir muchas esperanzas.

4.2. Enfermedad de Alzheimer

Debe su nombre al médico alemán que la descubrió en 1906,


curiosamente en una mujer de 50 años. Tras la autopsia, el Dr. Alzheimer
identificó las lesiones de su paciente: placas neuríticas y ovillos
neurofibrilares. Al principio, se pensó que sólo afectaba a personas en edad
presenil (antes de los 65 años), pero más tarde se descubrió que la mayoría
de las demencias seniles eran debidas a la enfermedad de Alzheimer [37].
No se conoce cuál es el desencadenante de la enfermedad, pero sí su
efecto fundamental que consiste en la muerte de millones de neuronas de la
zona del cerebro que tiene que ver con las facultades intelectuales: la
memoria, el lenguaje, el juicio, la abstracción. Por eso, los síntomas más
frecuentes son: trastornos de memoria, empobrecimiento del lenguaje,
dificultades de orientación en el espacio y en el tiempo; también, trastornos
de comportamiento: agresividad, ideas delirantes como sentirse robado,
perseguido, o no reconocer a los propios familiares.
La enfermedad dura, por término medio, unos 8-10 años y la muerte se
produce por un proceso recurrente (neumonía, etc.) En la actualidad se
investiga en su prevención y, aunque las expectativas son optimistas, se
avanza despacio.
En su tratamiento se desea que los enfermos estén todo el tiempo posible
en su casa, porque empeoran cuando ingresan en residencias. Pero hay
etapas de la enfermedad en las que no hay más remedio que el ingreso. Los
dos pilares para que los enfermos de Alzheimer estén bien atendidos son:
a) la atención a domicilio (sanitaria y social, estrechamente unidas);
b) el Centro de Día, un centro terapéutico donde los enfermos tienen un
programa de estimulación cognoscitiva, motriz, recreativa, etc.
El cuidado global del enfermo con Alzheimer es bastante más que la
farmacoterapia, por muy eficaz que ésta sea. El médico que en primera
instancia y cada día atiende al enfermo ha de procurar convencer a la
familia de la necesidad de un programa de estimulación cognitiva.
Pastoralmente, tiene mucho interés la persona que cuida estos enfermos
(suele ser la hija o la nuera), sometida con frecuencia a una gran tensión,
puesto que llevan una tremenda sobrecarga física, psíquica y hasta
económica; no son raros, por ello, los problemas familiares, depresiones,
insomnios, ansiedad, etc. Por ese motivo, se debe prestar mucha ayuda a los
«cuidadores» de estos enfermos. Se tiende a un «cuidador» entrenado, que
conozca algo de la ciencia neurológica, de geriatría y de psiquiatría, y que
esté en conexión con el médico de cabecera. No sirve de nada, por ejemplo,
regañar al enfermo o decir frases de este estilo: «mamá, te he dicho cien
veces que...», puesto que no conducen a nada.

4.3. Demencia senil

Las demencias se definen como un síndrome clínico caracterizado por un


deterioro de grado variable de las funciones psíquicas, consecutivo a un
proceso orgánico y adquirido del cerebro. Aunque existen algunos tipos de
demencias reversibles (cuando se elimina el factor causal, por ejemplo, un
tumor cerebral, desaparece o se aminora el trastorno), la mayor parte son
irreversibles, entre ellas la demencia senil.
El comienzo de lo que puede llegar a constituir una demencia senil suele
exteriorizarse por una disminución progresiva del interés ante situaciones o
apetencias preexistentes. Se dificulta la comprensión y el pensamiento
pierde profundidad; el paciente se obstina en sus ideas y se muestra poco
permeable a otros puntos de vista. Aparecen fallos en la memoria,
especialmente para hechos recientes. Se produce desorientación en el
tiempo, en el espacio y en relación con la propia persona. En etapas
avanzadas aparecen trastornos senso-perceptivos, con frecuencia
alucinaciones auditivas.
Emocionalmente, aparece indiferencia afectiva hacia los demás,
incluyendo a los seres queridos. Puede haber episodios de apatía,
irritabilidad o depresión.
El deterioro gradual y progresivo en las manifestaciones anteriores,
puede llevar en algunos casos a adoptar actitudes exhibicionistas e incluso
obscenas [38].
Para un profano, algunos de estos síntomas en los primeros períodos de
la enfermedad pueden confundirse con la enfermedad de Alzheimer, ya que
ambas cursan con lesiones similares. Por eso, será conveniente acudir al
especialista.

4.4. Atención pastoral

Para la atención pastoral de los ancianos enfermos, remitimos al capítulo


XI, 2.5, y para la de los enfermos psiquiátricos, a los capítulos IX
(«Psicopatología de la sexualidad») y XII («Pastoral psiquiátrica»). Para las
alteraciones en las distintas edades de la vida (niñez, juventud, madurez,
etc.), véase el capítulo XI.

BIBLIOGRAFÍA

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–, El cristiano y la enfermedad, Centre de Pastoral Litúrgica, Barcelona
1994.
–, Humanizar la salud, Humanización y relación de ayuda en enfermería,
Paulinas, Madrid 1997.
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CAPÍTULO VI
LA MUERTE, FINAL DE LA VIDA HUMANA

Miguel Ángel Monge con la colaboración de la Dra. Purificación de Castro


La vida humana comienza con la fecundación y acaba con la muerte.
Entre ambos polos discurre la existencia terrena del hombre. En el capítulo
II nos hemos referido al origen y comienzo de la vida; aquí estudiamos su
final, es decir, la muerte, en concreto, su determinación, su significado y el
modo o los modos de afrontarla, señalando los problemas que se le pueden
plantear en algunos casos al pastor de almas.
El hombre tiene una vida genéricamente limitada. La expectativa media
aproximada se estima en los 80 años para la mujer y en los 76 para el
hombre [1]. La máxima duración de la vida no ha aumentado, si bien cada
vez son más las personas que alcanzan las edades referidas. Es obvio que
con la edad se envejece, es decir se produce una declinación de las
capacidades intelectuales y físicas, aún en situación de salud. Por otro lado,
existen enfermedades, como el Parkinson y el Alzheimer, por ejemplo,
incuestionablemente ligadas a la edad. Se estima que si las personas
alcanzasen los 110 años de vida, tendrían todas la enfermedad de
Alzheimer. Además el hombre está expuesto a enfermedades y accidentes –
vivir supone un gran riesgo–, que pueden ocasionar graves limitaciones y
por supuesto la muerte a cualquier edad.
La muerte, como suceso biológico, es común al hombre y al animal. Pero
en el hombre tiene un aspecto biográfico, una perspectiva específicamente
humana. A diferencia del animal, el hombre sabe que va a morir y, en
consecuencia, tiene que adoptar una actitud y desarrollar una conducta ante
su propia muerte. El animal no sabe, no puede reflexionar sobre su muerte;
si presiente la muerte no es un hecho individual, sino un acto instintivo de
la especie (el toro que se arrima a tablas, los cementerios de elefantes, etc.).
Se es más humano, cuando más consciente se es de que la vida tiene una
cita terminal.
Como sucede con las grandes cuestiones, resulta difícil definir la muerte.
Empecemos, pues, por describirla. La muerte «sobreviene cuando el
principio espiritual que preside la unidad de la persona no puede ejercitar
más sus funciones sobre el organismo y en el organismo cuyos elementos,
dejados a sí mismos, se disocian. Ciertamente, esta destrucción no golpea el
ser humano entero. La fe cristiana –y no sólo ella– afirma la persistencia,
más allá de la muerte, del principio espiritual del hombre. La fe alimenta en
el cristiano la esperanza de reencontrar su integridad personal transfigurada
y definitivamente poseída en Cristo (cfr. 1 Cor 15, 22)» [2].
En otros tiempos, la ciencia médica indicaba como momento de la
muerte la detención de la respiración y del latido cardíaco; la teología y la
acción pastoral de la Iglesia católica se atenían, por ejemplo en la
administración de los Sacramentos, a esas condiciones. Más tarde, con el
progresivo desarrollo de los medios técnicos, se va modificando el
diagnóstico de la muerte y a ello se acomoda la teología, puesto que es
consciente de que corresponde a la ciencia médica determinar el momento
en el cual ésta se produce, como ya señaló Pío XII [3]. Esta decisión se
basa, obviamente, no en los criterios subjetivos, sino en una estricta
verificación de los criterios establecidos. En octubre de 1985, la Academia
Pontificia de las Ciencias publicó un documento sobre el tema, cuya
conclusión es que «la muerte cerebral es el verdadero criterio de muerte»
[4]. Un escrito posterior de la misma Academia ha precisado más
exactamente que «el establecimiento de la pérdida total e irreversible de
todas las funciones encefálicas es el verdadero criterio médico de muerte
habitualmente aceptado» [5].

1. ASPECTOS MÉDICOS: VERIFICACIÓN DE LA MUERTE

La muerte tiene dos características definitorias: la irreversibilidad: no es


posible volver de la muerte a la vida, y la descomposición del cuerpo
humano, que se inicia, una vez que la persona ha fallecido, en algunos
tejidos a los pocos minutos, y que progresa hasta llegar a la total
desintegración en unos meses, permaneciendo únicamente restos óseos.
Para la verificación de la muerte pueden darse dos supuestos:

1.1. Parada cardiorrespiratoria

Una parada cardiorrespiratoria de más de 10 minutos de duración en el


adulto es suficiente para ocasionar la pérdida irreversible de todas las
funciones encefálicas y, por tanto, en condiciones ordinarias la
comprobación de que ha ocurrido esa parada lleva a determinar que la
persona ha fallecido. Sin embargo, con maniobras de reanimación se puede,
en algunos casos, revertir la situación (en general, paradas detectadas en el
instante que se producen: enfermos monitorizados, asfixias neonatales,
entre las más frecuentes).
La reanimación o resucitación cardiopulmonar es el conjunto de
maniobras encaminadas a restablecer la respiración y/o circulación cuando
éstas han cesado por una causa potencialmente reversible. La causa más
frecuente de parada cardíaca en los adultos es la fibrilación ventricular (un
tipo de arritmia) en el contexto de una cardiopatía isquémica (angina o
infarto de miocardio). Cada año en Estados Unidos (donde disponen de
estadísticas fiables) unas 500.000 personas sufren un episodio de parada
cardíaca, y de ellas sólo 100.000 serían reversibles, pero menos de un 3%
(15.000 personas) responden a las maniobras de reanimación. El objetivo de
la reanimación es sustituir primero y restablecer a continuación una
circulación espontánea, para proporcionar un flujo sanguíneo adecuado al
corazón y al cerebro. Para ello se utilizan un conjunto de maniobras y
técnicas diversas (apertura de la boca, ventilación artificial, masaje
cardíaco, desfibrilación eléctrica, administración de fármacos vasoactivos
y/o antiarrítmicos, etc.) que pretenden evitar el daño cerebral que se
produce con la ausencia de un adecuado flujo de sangre oxigenada.
En circunstancias ordinarias, cuando es conocido que el paciente ha sido
desahuciado, se sabe que padece una enfermedad avanzada en fase
necesariamente mortal y tiene lugar el fallo cardiorrespiratorio, no tiene
objeto pretender una reanimación cardíaca. Muchas veces, aunque se
pretendiera y se dispusiera de todos los medios técnicos, no se lograría que
el corazón volviese a latir de modo autónomo y en otras, aunque se
consiguiese y se conectase al paciente a un respirador, habría tenido ya
lugar la parada circulatoria cerebral y el cese completo de las funciones
encefálicas, con lo cual sólo se estaría conectando un respirador a un
cadáver. Para evitar estos dos últimos supuestos que atentan contra la
dignidad de las personas, es práctica habitual en muchos hospitales dejar
indicada la advertencia de que si una persona, ya desahuciada, fallece no se
realicen este tipo de maniobras.
En otras circunstancias como traumatismos, paradas cardíacas en
personas no desahuciadas, intoxicaciones medicamentosas, niños muy
pequeños y especialmente en accidentes por inmersión, deben hacerse todos
los esfuerzos por lograr la reanimación cardio-pulmonar.
Una vez que se consigue recuperar el latido cardíaco y restablecer la
respiración (espontánea o mecánicamente), la situación de secuelas
neurológicas en que finalmente va a quedar la persona a la que se ha
reanimado puede ser muy variable: recuperación completa, limitaciones
intelectuales y conductuales en grado variable, severo daño cortical con
funciones preservadas de tallo encefálico, que le van a permitir una
respiración autónoma (estado vegetativo y situaciones clínicas cercanas),
daño tanto cortical como subcortical y de tallo encefálico, con compromiso
de nivel de conciencia y dependencia del respirador (estados de coma en
todos sus grados). En ocasiones, la muerte sobrevendrá inexorable después
de un tiempo, aunque la persona esté conectada a un respirador y se
mantenga el latido cardíaco y la circulación de los distintos órganos
mediante la utilización de múltiples fármacos de acción periférica, porque
habrán cesado irreversiblemente todas las funciones encefálicas.

1.2. Criterios neurológicos de muerte

El corazón tiene capacidad de latir de un modo autónomo, aún


desconectado por completo del resto del organismo. Esta capacidad permite
que, en ausencia completa de funcionamiento encefálico, pueda conectarse
el paciente a un respirador y mantenerse la circulación del resto de órganos
de ese individuo. Se pueden así conservar los órganos en buen estado y
proceder a su extracción para trasplante. En este supuesto, el individuo está
muerto, aunque su corazón sigue latiendo.
La verificación de que han cesado las funciones encefálicas de modo
irreversible tiene que realizarse de ordinario en las unidades de cuidados
intensivos, en algún caso excepcional en un quirófano, porque ya se habrá
dado una de las condiciones de muerte: la parada respiratoria irreversible y
la persona estará, por tanto, conectada a un respirador. Para comprobar si la
persona cumple criterios neurológicos de muerte, se retiran todas las
medicaciones que pueden tener un efecto depresor sobre el sistema
nervioso: en casos de intoxicación hay que esperar el tiempo necesario para
que la sustancia tóxica haya sido eliminada. En primer lugar se comprueba
la ausencia de funciones corticales, perceptividad, y subcorticales,
reactividad inespecífica y al dolor. Se procede a ventilar a la persona con
oxígeno al 100%, durante 20 minutos; pasado ese tiempo se desconecta el
respirador y se introduce oxígeno a 6 litros/m, mediante un catéter
endotraqueal y se comprueba, tras 10 minutos, que no hay función
respiratoria. Hecha esta comprobación, se vuelve a conectar el respirador.
A continuación se exploran otros reflejos de integración en tronco
cerebral, comprobándose su ausencia: las pupilas no responden a la luz ni a
maniobras que provocan dolor, tampoco hay cambios en la frecuencia
cardíaca con la provocación de dolor, no se obtienen movimientos oculares
con la irrigación de agua helada en los oídos, no hay reflejo tusígeno a la
introducción de una sonda en tráquea, no se modifica la frecuencia cardíaca
tras la inyección de atropina; se comprueba también hipotermia. Si se dan
estas circunstancias, que están evidenciando la ausencia total de respuestas
corticales, subcorticales y de reflejos integrados en el tallo encefálico,
puede hacerse el diagnóstico de muerte. Se retira el respirador y en poco
tiempo, de ordinario en pocos minutos, rara vez más de media hora, cesa
también el latido cardíaco.
Los datos clínicos que permiten verificar la muerte en las circunstancias
referidas, pueden corroborarse mediante varias técnicas exploratorias, entre
ellas, pruebas que evalúan la función neuronal (electroencefalograma y
potenciales evocados, que serán siempre planos o isoeléctricos) y pruebas
que evalúan el flujo sanguíneo cerebral (arteriografía, angiogammagrafía,
sonografía doppler transcraneal), que ponen de manifiesto la ausencia de
flujo sanguíneo a nivel encefálico, que es otro fenómeno patológico propio
de esa situación [6].

2. ANTROPOLOGÍA DE LA MUERTE: DIVERSAS


RESPUESTAS

Las interpretaciones que se dan de la muerte están en función de la


interpretación sobre qué es el hombre. Simplificando, podríamos decir que
hay dos posturas antagónicas:
La que afirma que el ser (también el ser humano) es fundamentalmente
materia, de modo que lo que llamamos espíritu queda reducido a un
epifenómeno de la actividad material (materialismo, naturalismo). Para el
materialismo, la muerte no es problema; es un simple hecho del orden
natural, ya que en todos los seres se dan nacimiento, desarrollo,
reproducción y muerte.
Y el realismo antropológico, que parte de la concepción del hombre
como un ser personal, dotado de valor en sí mismo, no como mero
individuo que se disuelve en la especie o en el devenir del mundo, y de esa
manera se abre a la perspectiva religiosa [7].
Esta antropología afirma que el hombre trasciende lo material, lo cual
obliga a analizar las relaciones entre lo material y lo espiritual en el
hombre. Hay dos posiciones para explicar esas relaciones, que repercutirán
en la explicación de la muerte:
1.ª) Los que definen al hombre como pensamiento, que lo identifican con
el alma; ésta es concebida como sustancia completa, autónoma, cuya
relación con el cuerpo es accidental. Para ellos, la muerte es separación de
dos sustancias distintas; el hombre al morir no pierde nada ni experimenta
ruptura, sino más bien recupera su ser puro, libre de la contaminación del
cuerpo. La muerte sería una reconquista. Es la visión del platonismo, con
repercusión en el pensamiento occidental (cartesianismo, idealismo...), para
el que el cuerpo es la cárcel del alma.
2.ª) Los que definen al hombre como ser compuesto de cuerpo y alma en
unidad sustancial. Es la visión de Aristóteles, que hacen suya los
pensadores cristianos. Santo Tomás de Aquino integra esta visión de la
filosofía aristotélica en la teología cristiana. Este modo de ver, parte de la
consideración del hombre como persona (que trasciende las coordenadas de
espacio y tiempo) y mantiene la unidad del compuesto humano, dando así
cuenta de las diversas propiedades fundamentales del hombre: interacción
somato-psíquica, historicidad, sociabilidad, comunicabilidad, etc. Esta
visión del ser humano como ser unitario no es sólo propia de Aristóteles.
Puede decirse que la antropología moderna la defiende también de modo
muy general, aunque no acuda al hilemorfismo.
La muerte es ruptura de esa unidad, es un desgarro de la persona, el peor
de todos los males biológicos: «un manotazo duro, un golpe helado / un
hachazo invisible y homicida / un empujón brutal te ha derribado» [8], dice
el poeta. Es vista como una violencia, la más dolorosa e incomprensible que
pueda pensarse. Muchos escritores (Kierkegaard, Dostoievski, Kafka...) así
la describen.
Esto también lo ponen de manifiesto algunos médicos, que alertan sobre
el peligro de enfatizar el término muerte digna, ya que ese término requiere
muchas matizaciones y con frecuencia no es más que «la expresión del
anhelo universal de nuestra sociedad por conseguir un elegante triunfo
sobre la rigurosa y a menudo repugnante conclusión de los últimos aleteos
de la vida» [9].
A la pregunta por la significación de la muerte, se hallan a lo largo de la
historia diversas respuestas:

2.1. Aniquilación
Con la muerte el hombre se reduce a la nada, deja de ser. Epicuro
afirmaba: «Cuando yo existo, no existe la muerte, cuando existe la muerte,
no existo yo». Es, pues, una postura materialista radical, defendida más
tarde por Feuerbach y Haeckel, un controvertido biólogo alemán, acérrimo
defensor de la evolución. Si la vida humana no es más que el resultado de
combinaciones de moléculas, átomos y partículas, la muerte será la
descomposición de esos elementos en el universal proceso cósmico. Esta
postura contradice el culto a los muertos desde los albores de la humanidad
y el ansia universal de inmortalidad del género humano.

2.2. Reencarnación

Es la idea oriental según la cual el alma va animando cuerpos animales


y/o humanos diferentes, en camino a un venturoso final (nirvana). Las
encuestas sobre creencias y opiniones vigentes hoy en las sociedades
occidentales coinciden en señalar el retorno de la idea de la reencarnación.
Aunque aparece con distintas variantes y adaptada a la mentalidad
evolucionista moderna, se presenta con la pretensión de ofrecer una
alternativa a la fe cristiana en la resurrección o a cualquier otra forma de
esperanza en la victoria sobre la muerte. Esta vuelta de antiquísimas ideas
sobre la vida y el destino del hombre pone de manifiesto:
a) que el ser humano sigue estando necesitado de una respuesta a su
pregunta por la brevedad y la precariedad de esta vida: «La sed de
eternidad, la convicción de que esta etapa mortal de la vida no puede ser la
definitiva, está tan arraigada en el ser humano que, cuando las personas no
se encuentran en la fe con Jesucristo, en quien la naturaleza humana ha sido
realmente asumida en la vida eterna de Dios, se entregan a las promesas y a
las propuestas con las que las modas pretenden saciar aquella sed» [10];
b) estas ideas reencarnacionistas ponen también de relieve la necesidad
de una etapa ulterior de reparación o purificación. La brevedad de esta vida
exige –dicen– que las almas pasen etapas o ciclos en diversos cuerpos para
lograr su automaduración. Esta idea tiene puntos de contacto con la del
cristianismo con su doctrina sobre el Purgatorio (purificación posterior a la
muerte).
El documento de los obispos españoles, que hemos citado, señala
algunos de los errores que se contienen en las doctrinas reencarnacionistas:
a) no dejan lugar para la gracia de Dios, la única capaz de redimir al
pecador y de purificar al justo: «Es Dios mismo, en su vida eterna
gratuitamente compartida con sus criaturas capaces de diálogo personal con
él, la que constituye la verdadera plenitud del hombre» [11];
b) limitan la plenitud humana sólo al alma, no al cuerpo, ya que conciben
al ser humano como un alma migratoria que peregrina de cuerpo en cuerpo,
llamada ella sola a la plenitud [12];
c) por lo mismo, ignoran la fe en la resurrección de la carne, en la que se
expresa en su plenitud la esperanza cristiana. «El cuerpo, la carne, es decir,
la dimensión de la persona en el tiempo y en el espacio que la relaciona con
su entorno, con su mundo natural y social, también es creación de Dios, y
también será transformado y asumido en la vida eterna de Dios» [13].
El Catecismo de la Iglesia Católica lo resume magistralmente: «La
muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre del tiempo de gracia
y misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el
designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin “el
único curso de nuestra vida terrena” (Lumen gentium, n. 48) ya no
volveremos a otras vidas terrenas. “Está establecido que los hombres
mueran una sola vez” (Hb 9, 27). No hay reencarnación después de la
muerte» [14].

2.3. Sentido trascendente

En la Liturgia de las exequias cristianas [15], hay unas orientaciones del


episcopado español que afirman: «La fe cristiana nada pretende enseñarnos
de la naturaleza biológica de la muerte ni sobre su esencia metafísica, sino
que nos ilumina su sentido último, en la economía salvífica de Dios. La fe
nos dice qué papel juega el fenómeno universal y enigmático de la muerte
en el plan divino de la salvación que tiene trazado sobre todos los
hombres». Este plan lo expresa el Credo cristiano que termina con la
proclamación de la fe en la resurrección de los muertos, al final de los
tiempos, y en la vida eterna: «Creemos firmemente, y así lo esperamos, que
del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los
muertos y que vive para siempre, igualmente los justos después de su
muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en
el último día (cfr. Jn 6, 39-40)» [16].
El sentido cristiano de la muerte, siguiendo al Catecismo, se puede
resumir así:
a) la muerte es el final de la vida terrena. Como dijo el poeta, «nuestras
vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir...». La muerte se
presenta como un hecho natural del que nadie se libra, como la terminación
normal de la vida [17]. Ha escrito San Jerónimo: «Lo mismo muere el justo
y el impío, el bueno y el malo, el limpio y el sucio, el que ofrece sacrificios
y el que no los ofrece. La misma suerte corre para el bueno que para el que
peca. El que jura lo mismo que el que toma el juramento. De igual modo se
reducen a pavesas y a cenizas hombres y animales» [18];
b) la muerte entró en el mundo a consecuencia del pecado [19];
c) la muerte fue trasformada por Cristo, que la convirtió de maldición en
bendición [20]. Por eso, la muerte del justo no es amarga; es cierto que
morir es perder mucho, pero también es ganancia, ya que permite poder
abrazarse a Cristo y ver a Dios cara a cara. Dice el beato Josemaría Escrivá:
“No lo olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y en el
amor a Dios encontraréis además, todos los amores limpios que habéis
tenido en la tierra. El Señor ha dispuesto que pasemos esta breve jornada de
nuestra existencia trabajando y, como su Unigénito, haciendo el bien (Act
X, 38). Entretanto, hemos de estar alerta, a la escucha de aquellas llamadas
que San Ignacio de Antioquía notaba en su alma, al acercarse la hora del
martirio: ven al Padre (Ep. ad Romanos, 7), ven hacia tu Padre, que te
espera ansioso» [21];
d) por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección
Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo trasformado,
reuniéndolo con nuestra alma.

2.4. Los novísimos o escatología

La visión cristiana de la muerte lleva, pues, a la consideración del sentido


trascendente de la vida y, por consiguiente, postula lo que tradicionalmente
se han denominado novísimos o realidades escatológicas o últimas. A la
pregunta ¿qué sucede después de la muerte?, la fe cristiana responde que
existe un juicio divino y una posterior retribución, que se concreta en tres
posibilidades: Cielo, Purgatorio o Infierno. Así lo enseña el Catecismo:
«Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución
eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de
una purificación [...], bien para entrar inmediatamente en la
bienaventuranza del cielo [...], bien para condenarse inmediatamente para
siempre [...]» [22]. Por eso, ante la pregunta de «¿qué actitud tomar ante la
muerte?, la respuesta es: El creyente sabe que su vida está en las manos de
Dios: “Señor, en tus manos está mi vida” (Ps 16/15, 5), y que de Él acepta
también el morir: “Esta sentencia viene del Señor sobre toda carne, ¿por
qué desaprobar el agrado del Altísimo?” (Sir 41, 5-6). El hombre, que no es
dueño de la vida, tampoco lo es de la muerte; en su vida, como en su
muerte, se debe confiar totalmente al agrado del Altísimo, a su designio de
Amor» [23].

3. EL ENFERMO TERMINAL

La Medicina está al servicio de la vida humana, trata de conservar la


salud, mitigar los padecimientos del enfermo y, si es posible, prolongar su
vida. Ciertamente, se han obtenido resultados espectaculares en lo que se
refiere a la duración media de la vida y a su calidad. Mas, con todo, el ser
humano camina a su fin y llega un momento en el que ni el médico ni la
Medicina pueden hacer ya nada: «Que querer hombre vivir cuando Dios
quiere que muera, es locura» [24].
«Cuando las condiciones de salud se deterioran de modo irreversible y
letal, el hombre entra en la fase terminal de la existencia terrena. Para él, el
vivir se hace particular y progresivamente precario y penoso. Al mal y al
sufrimiento físico sobreviene el drama psicológico y espiritual del despojo
que significa y comporta el morir» [25]. Nos encontramos en esos casos
ante el llamado «síndrome terminal de enfermedad», que plantea diversas
cuestiones: extremar la atención humana que, sobre todo en esos momentos,
merece todo enfermo [26]; informar adecuadamente a éste acerca de su
gravedad y sobre lo referente al empleo de medios terapéuticos ordinarios o
extraordinarios para mantener o prolongar la vida. Y plantea quizá el
problema más importante, la eutanasia, que ya ha sido tratada en otro lugar
(cfr. Capítulo III, 6).
Antes de explicar en qué consiste esa ayuda, nos detenemos para centrar
científicamente la enfermedad terminal en su contexto apropiado.

3.1. Síndrome terminal de enfermedad

La enfermedad terminal se considera como la fase final de numerosas


enfermedades crónicas progresivas cuando se han agotado los tratamientos
disponibles y se alcanza el nivel vital de irreversibilidad. Se define como el
estado clínico que provoca expectativas de muerte en breve plazo. En estos
casos hay que valorar las propuestas terapéuticas que se planteen,
considerándolas proporcionadas o desproporcionadas a lo que puedan
conseguir. Un tratamiento quirúrgico, reanimación cardiorrespiratoria, uso
de ventilación artificial, hemodiálisis renal, serán medidas
desproporcionadas con toda probabilidad; también lo serán otras maniobras
en razón de la ineficacia e impracticabilidad del método o sus riesgos
inherentes. Es recomendable advertir de la situación a los familiares del
enfermo, explicando también la contraindicación o imposibilidad de las
maniobras terapéuticas, dejando constancia escrita sobre las órdenes de no
resucitación cardiorrespiratoria y otras medidas.
Entre los criterios diagnósticos del síndrome terminal de enfermedad se
incluyen [27]:
3.1.1. Enfermedad causal de evolución progresiva: enfermedades en las
que ya se han agotado los tratamientos convencionales, se han ensayado
nuevas estrategias e incluso hasta tratamientos experimentales, que no dan
los resultados apetecidos o que –por su agresividad– son rechazados por el
enfermo.
3.1.2. Pronóstico de supervivencia inferior a un mes: este dato se obtiene
a través de los datos clínicos de la enfermedad causal, las tablas de vida de
las estadísticas y la experiencia médica. Se afirma que en el 90% de los
enfermos terminales correctamente tratados la supervivencia es inferior a un
mes.
3.1.3. Ineficacia comprobada de los tratamientos: hasta que no se han
agotado los tratamientos disponibles no puede hacerse el diagnóstico de
enfermedad terminal, valoración que deben hacer los especialistas, quienes
pueden asegurar que se han aplicado los tratamientos adecuados sin
resultados favorables.
3.1.4. Insuficiencia irreversible de órgano, única o múltiple: puede ser
insuficiencia pulmonar, cardíaca, circulatoria, renal, hepática, intestinal,
cerebral o varias de ellas, evidenciables por la pérdida funcional y las
alteraciones analíticas.
3.1.5. Ausencia de otros tratamientos activos: cuando los tratamientos
convencionales ya no son eficaces y no existen tratamientos alternativos se
genera (en el enfermo, en la familia y hasta en el personal médico) la idea
de que se ha llegado a una fase incurable de la enfermedad, que es el
preludio del fin.
3.1.6. Complicación irreversible final: sujeto vivo, pero muriéndose: es
el enfermo terminal en su fase extrema. Cuando una persona padece una
enfermedad, con fallo irreversible de uno o varios sistemas funcionales
(encefálico, respiratorio, cardíaco, renal, hepático, intestinal), la muerte va a
llegar irremediablemente en un plazo de días, con independencia de las
medidas terapéuticas que se utilicen.
Se podría alargar algo ese período, pero a costa de la permanencia del
paciente en una UCI, muy probablemente inconsciente, con una atención
médica y de enfermería muy costosa y alejado de sus familiares más
directos. En una situación como ésta, es perfectamente lícito, incluso mejor
que lo contrario, simplificar estas medidas terapéuticas, pasando al enfermo
de la UCI a una habitación de planta, incluso trasladándolo a su domicilio.
Para ello será necesario, a veces, retirar un respirator, suprimir una diálisis,
una alimentación parenteral, etc., es decir, efectuar acciones médicas lícitas
que corren el riesgo de ser malinterpretadas, si no ha habido una buena
relación con los familiares y no se les ha informado previamente.
Médicamente las cosas pueden ser muy simples, por ejemplo, fallo
hepático por metástasis a cualquier edad, o fallo hepático por cirrosis a una
edad muy avanzada; o más complejas, por ejemplo, se puede intentar
conservar la vida a ultranza a un paciente joven con cirrosis, en espera de
que pueda ser sometido a un trasplante hepático. Pero, si no se logra un
donante, esa persona probablemente morirá en una UCI, con un respirator
conectado, con sonda nasogástrica, sonda vesical y varios perfusores
endovenosos. Es tal vez el precio de haber intentado salvarle la vida con
tanto esfuerzo.
En algún caso concreto el médico responsable del paciente, tiene que
tomar la decisión de interrumpir o seguir un tratamiento, en situaciones
particularmente complejas. Tendrá que consultar con otros colegas, actuar
con prudencia y decidir en conciencia, Ha de informar a los familiares de
las razones que le han llevado a esa decisión, pero no puede abstenerse y
pedirles que sean ellos los que decidan unilateralmente. Aun en las
situaciones más difíciles, el arte médico podrá lograr que las familias
acepten serenamente la decisión que los médicos estimen oportuna. En
palabras del Papa Juan Pablo II, la relación médico-enfermo es la relación
entre la conciencia del médico y la confianza del enfermo y de la familia
[28].

3.2. Tratamiento y cuidados


De ordinario, en la enfermedad terminal se han agotado los tratamientos
causales y sólo caben los cuidados sintomáticos. La literatura médica
enumera los síntomas y signos más frecuentes (dolor, ansiedad, disnea, tos,
hipo, etc.) y señala las recomendaciones terapéuticas, entre las que se
incluyen: analgésicos, sedantes, antibióticos, transfusiones, oxigenoterapia,
sondas, drenajes, etc.
La finalidad inmediata de estos cuidados y tratamientos es aumentar la
calidad de la vida en esa fase terminal. Como objetivos concretos pueden
señalarse: aumentar el período de descanso del enfermo y de la familia,
aumentar la comunicación y la actividad física del paciente, disminuir los
sentimientos de impotencia o de culpa, etc.
En cualquier caso, la planificación terapéutica debe ser esmerada. Las
bases para organizar un buen programa de asistencia son:
a) Tratamiento adecuado del dolor, uno de los síntomas frecuentes de la
enfermedad terminal, especialmente en el cáncer (70% de los casos). Sobre
este punto, basta decir que existen actualmente suficientes remedios para
controlar cualquier tipo de dolor, aunque en ocasiones a expensas de
disminuir el nivel de conciencia. Son ya frecuentes las Unidades de dolor
en muchos hospitales.
b) Valoración de la ansiedad-depresión, con el adecuado uso de los
psicofármacos, que ayudan a controlar la ansiedad o la depresión, el temor,
el insomnio y potencian además el efecto de los analgésicos.
c) Cobertura completa durante el día, tanto por parte del médico como
sobre todo del personal de enfermería.
d) Contar con un equipo multidisciplinar que pueda tratar las diversas
manifestaciones que se presenten.
Una cuestión que se plantea con frecuencia es si lo conveniente es morir
en casa o en un centro sanitario. La inmensa mayoría de los ciudadanos –
también los médicos–, cuando se les pregunta por este asunto, preferiría
pasar los últimos días de su vida en su casa y no en el hospital [29]. Pero la
realidad es muy distinta, pues las familias se declaran demasiado afectadas
en su sensibilidad para soportar el ver cómo se van degradando
corporalmente uno de los suyos, y carecen de ánimos para atenderles
adecuadamente. Se piensa además que los centros sanitarios están mejor
preparados para esa tarea. A ello se suman las condiciones laborales que
impiden una atención permanente y continuada, la falta de preparación para
determinados cuidados, motivos económicos (suele ser más cara la atención
en el domicilio), etc. Todo lo cual hace que el deseo de morir en casa, como
lo más natural, no pasa de ser eso, un buen deseo. La realidad es que la
mayor parte de los enfermos mueren en el hospital (en Estados Unidos, el
80%).

3.3. Cuidados paliativos y Unidades de dolor

Hemos advertido que cuando la Medicina no puede curar, sigue teniendo


otras tareas: aliviar, confortar, cuidar. Ésta es la razón de ser de la llamada
medicina paliativa, que se inspira en aquella afirmación de Claude Bernard:
«Si no podemos dar días a la vida, demos vida a los días». Sus principios
básicos son los de la atención integral, individualizada y continua,
atendiendo a las necesidades físicas, emocionales, sociales y espirituales de
los enfermos; la consideración del enfermo y familia como una unidad; la
concepción activa, viva y rehabilitadora, y la promoción de la dignidad y
autonomía del enfermo, definida por él mismo. El enfermo y sus
necesidades se convierten así en el eje fundamental de la atención.

3.3.1. Cuidados paliativos

Son programas de tratamiento dirigidos a aliviar los síntomas molestos y


aumentar la serenidad del paciente que sufre una enfermedad
potencialmente mortal en corto plazo. Comprenden un control experto de
los síntomas, el apoyo al paciente y a su familia en los diversos problemas
que le produce su padecimiento, la preparación para la muerte e incluso el
seguimiento posterior de los que están en duelo [30].
Desde hace siglos, el cuidado de los enfermos ha estado a cargo de
instituciones religiosas (recuérdese el «hospicio», como lugar de reposo de
peregrinos). En el Reino Unido, por los años sesenta, surge un movimiento
destinado a mejorar el apoyo a los enfermos en fase terminal y ayudarles a
morir, gracias a la labor de Cicely Saunders, médico, enfermera y asistente
social, quien en 1967 crea el St. Cristopher Hospice de Londres, centro
donde los pacientes y sus familiares podrían adaptarse mejor (emocional y
espiritualmente) a la situación terminal [31]. La doctora Saunders,
convencida de que «la vida tiene sentido en cualquier situación» y que, por
tanto, es preciso ocuparse de la «calidad de vida de las personas con
enfermedades incurables», está considerada como pionera de la Medicina
paliativa.
El Papa Juan Pablo II ha señalado el importante papel de la familia y del
hospital en estos cuidados paliativos: «Cuando la existencia terrena llega a
su fin, de nuevo la caridad encuentra los medios más oportunos para que
[...] los llamados enfermos terminales puedan gozar de una asistencia
verdaderamente humana y recibir cuidados adecuados a sus exigencias, en
particular a su angustia y soledad. En estos casos es insustituible el papel de
las familias; pero pueden encontrar gran ayuda en las estructuras sociales de
asistencia y, si es necesario, recurriendo a los cuidados paliativos, utilizando
los adecuados servicios sanitarios y sociales, presentes tanto en los centros
de hospitalización y tratamiento públicos como a domicilio» [32].
Después de estas experiencias, empiezan a aparecer centros específicos y
de asistencia domiciliaria en muchos países [33]. Señalamos que la
Medicina paliativa [34] fue reconocida como especialidad en el Reino
Unido en 1977. En España, la primera unidad de cuidados paliativos se creó
en el hospital Marqués de Valdecilla de Santander (1984) Y la segunda en
Lérida (1987). Luego, se ha extendido por muchos hospitales. En diciembre
de 1995 se celebró en Barcelona el Primer Congreso de la Sociedad
Española de Cuidados Paliativos. Se aprobó la llamada Declaración de
Barcelona, según la cual los cuidados de enfermos terminales deben ser
incluidos como parte de la política gubernamental sanitaria, como
recomienda la Organización Mundial de la Salud (OMS). Además, los
cuidados paliativos evitan que se solicite la eutanasia, pues normalmente el
enfermo no quiere la muerte, sino evitar el sufrimiento.
3.3.2. Unidades de dolor

Surgen después de la segunda guerra mundial, debido a la gran cantidad


de heridos con fuertes dolores. Su fin era conservar y mejorar su calidad de
vida, logrando el control del dolor. En España, empiezan en el Hospital
Primero de Octubre, de Madrid, y luego se extienden a la Clínica de la
Fraternidad, también de Madrid, y a los Hospitales San Pablo y Príncipe de
España, de Barcelona, etc. Desde entonces se van haciendo habituales en
muchos hospitales [35].

3.4. Actitud ante el enfermo

Por lo general, la participación del paciente en estos casos está muy


restringida debido a su mal estado general y al deterioro de sus funciones
mentales. Por ello la responsabilidad recae –contando con la familia y, si
fuera posible, con el propio enfermo– sobre el equipo médico y de
enfermería.
La concepción actual del síndrome terminal de enfermedad se orienta a
tres áreas importantes de actuación, cuyos objetivos concretos son:
1) Comunicación. Información al paciente y familiares. Respeto de sus
deseos. Asesoramiento. Aspectos emocionales.
2) Tratamientos y cuidados específicos, Soporte vital. Alimentación.
Higiene.
3) Organización para continuar los cuidados. Previsiones de asistencia.
4) Apoyo a la familia.
Se desarrollan a continuación los criterios y objetivos más importantes
en cada una de estas áreas.
3.4.1. Comunicación, respeto, asesoramiento

Se trata de demostrar que se comprenden todas las limitaciones y las


necesidades del paciente, haciendo notar la intención de colaborar «sin
límites». Ofrecemos algunos ejemplos:
– Se deben dar explicaciones sencillas y claras, manteniendo el diálogo
en todas las actuaciones para asegurar la aceptación del enfermo y/o de la
familia.
– Proporcionar asistencia profesional las 24 horas del día.
– Decir siempre la verdad, con delicadeza, sin herir; no mentir.
– Proporcionar serenidad, ahuyentar temores del enfermo y de la familia.
– Aumentar la frecuencia de las visitas: los médicos dos veces al día por
lo menos y muchas más las enfermeras: hay que evitar en el enfermo
terminal el sentimiento de abandono o de inutilidad.
– Respeto a la intimidad (habitación individual si es posible).
Se han descrito diversas etapas psicológicas en el proceso de la
enfermedad grave que conduce a la muerte. El médico y sobre todo la
enfermera deben estar sobre aviso, para comprender por los pequeños
indicios que proporciona el enfermo, su estado anímico, y actuar en
consecuencia. Como el enfermo terminal a veces no comprende bien las
razones de su enfermedad y sufrimiento, hay que proporcionarle consuelo
humano, animándolo a aprovechar espiritualmente la situación.
El análisis de la psicología del paciente terminal que ha alcanzado más
difusión es el de Kübler-Ross [36] (véase número siguiente), que distingue
cinco fases: negación, enfado, negociación (con Dios), depresión y
aceptación. Forman un conjunto evolutivo y algunas veces ocurren de modo
simultáneo. En el enfermo terminal puede predominar la frustración, la
depresión y el temor, aunque existe un resquicio por donde se descubre la
presencia de una gran esperanza, habitualmente mantenida hasta casi el
final, cuando deja paso a la aceptación de la muerte como algo
irremediable. La respuesta psicológica que aquí se articula en relación con
la muerte es la misma que tiene lugar ante cualquier otra de las
contrariedades serias que pueden irrumpir en la vida de las personas. La
prueba es que la propia familia del enfermo puede pasar por las mismas
etapas. Conviene conocerlas para prestar el mejor apoyo a las personas, y
no pretender que los enfermos acepten la muerte serenamente, a la primera
ocasión, sin darles tiempo a que resuelvan la conflictividad interior que
conlleva. Pero también hay que advertir que no tienen valor universal ni se
dan siempre igual –si es que se dan– en todos los pacientes: algunos se
detienen más en una fase y otros ni siquiera pasan por ellas.

3.4.2. Etapas psicológicas del morir humano

E. Kübler-Ross [37], apoyándose en doscientas entrevistas a pacientes


terminales, describe así el proceso arquetípico psicológico del enfermo
terminal:
a) En un primer momento, el paciente tiende a negar la realidad
inminente de su fallecimiento y se engaña a sí mismo buscando el modo de
no darse por enterado de su situación.
b) A este mecanismo de defensa, de actitud de negativa radical a aceptar
el hecho próximo del desenlace, casi siempre sucede otra fase en la que la
aceptación de la muerte se traduce en una profunda cólera. Es el período en
que dominan los sentimientos de ira, envidia y resentimiento, se producen
continuas reacciones airadas, en las que molesta profundamente la vitalidad
ajena y en la que obsesiona la pregunta «¿por qué precisamente a mí?».
c) La tercera fase, «fase de la negociación», es la etapa en la que se
intenta posponer la muerte, pidiendo a Dios una prórroga o realizando todo
tipo de promesas.
d) A este período sucede una fase depresiva en la que predominan los
sentimientos de pérdida, culpabilidad y vergüenza. La autora distingue en
esta fase depresiva dos momentos: una depresión reactiva inicial y una
depresión preparatoria, que se presenta como la profunda tristeza que el
paciente terminal tiene que soportar, a fin de preparase a sí mismo para
abandonar este mundo. Es la situación en la que el paciente se separa de
todas las personas y de las cosas que ama. Este profundo y radical
desasimiento se caracteriza, frente a la primera depresión reactiva, por el
profundo silencio y porque se piensa mucho más en el futuro que en el
pasado.
e) La última fase, que la autora llama «aceptación», y a la que llegan la
mayoría de los pacientes, se caracteriza por la desaparición de la depresión
y de la ira, que son sustituidos por la aceptación de la muerte. Más que de
un período feliz, se trata de una situación casi desprovista de sentimientos.
Es, para Kübler-Ross, como si tras la superación del dolor y el abandono de
la lucha, adviniera «el descanso final preparatorio del gran viaje». A medida
que el paciente terminal logra la paz y la aceptación de la muerte, el círculo
de sus intereses disminuye. Desea permanecer solo y en silencio, y no ser
molestado con problemas del mundo exterior.
Se trata de un estudio de mucho valor por los datos que aporta acerca de
las diversas fases de los moribundos (la autora se pasó mucho tiempo
sentada junto a la cama de niños y ancianos que morían). Pero esas fases
obviamente no se dan siempre ni en estado puro. La misma Kübler-Ross es
crítica con su tesis y afirma que las personas no son robots y no se pueden
someter sin más a datos teóricos [38]. También el Dr. Nuland, que aplaude
el intento de Kübler-Ross de sistematizar una secuencia de respuestas en los
que están cerca de la muerte, piensa que muchos enfermos se quedan a
mitad de camino [39].

4. LA VERDAD ANTE EL ENFERMO

Estadísticamente serán pocas las personas que tendrán la oportunidad de


morir plenamente conscientes. Muchas se verán sorprendidas por una
situación de riesgo vital inmediato sin tiempo a darse cuenta –a veces un
instante para decir «me muero» y fallecer–, como puede ocurrir con un
infarto de miocardio fulminante o una embolia pulmonar masiva. La
mayoría va a morir con las facultades muy disminuidas, al menos días antes
de fallecer, por la enfermedad grave que padece o por los años;
circunstancia que hará mucho más llevadero el sufrimiento físico y moral
del moribundo. Se estima que no más de un 30% de la población podrá
recibir la noticia de que padece una enfermedad que necesariamente le va a
producir la muerte a corto plazo. Y de estas personas, a un porcentaje no
mayor del 10% se le dará esa noticia con una oferta de luchar
denodadamente por evitarlo: el caso de una espera de un órgano para
trasplante, por ejemplo. Al 20% restante se les dará la noticia con carácter
de irremediable y de ellas un porcentaje no pequeño se aferrarán a la
esperanza de que no ocurra. La posibilidad de morir plenamente consciente
realmente es algo reservado a unos pocos, podría ser considerado un
privilegio si no fuera porque a las muertes por causas naturales en estas
circunstancias se unen las muertes violentas: asesinatos, suicidios y
eutanasia.
Pero a la hora de hablar con los enfermos, ésta es una de las cuestiones
más espinosas en la práctica sanitaria. Hoy nadie niega el derecho del
enfermo a conocer la verdad de la enfermedad que padece. Pero se piensa
que muchas veces no está preparado para recibir la mala noticia, que podría
serle contraproducente y, en consecuencia, se le oculta la realidad de la
enfermedad. Es decir, se acepta en principio que todo enfermo tiene derecho
a estar informado de su dolencia, pero en la práctica, como se supone que la
desnuda y cruda verdad resulta perjudicial, se opta por no dar información.
No se puede establecer una tajante alternativa entre hablar o callarse, ya
que hay otras muchas cuestiones que se pueden plantear: «¿Debemos
animar a un paciente, o al contrario, debemos disuadirle, cuando comienza
a hablarnos de temas que han de desembocar en la conversación acerca de
la muerte? ¿Hemos de mentirle si sospechamos que solamente espera que se
le diga que todo irá bien? Si desea saber sinceramente si su enfermedad
habrá de llevarle a la muerte, ¿hemos de confirmar sus sospechas? En caso
de que nunca lo pregunte directamente, ¿tenemos el deber de decírselo? ¿Es
correcto privar del conocimiento de la muerte a quienes no preguntan, o es
incorrecto revelarlo a quienes no muestran ningún deseo de saber acerca de
ella?» [40].
Desde luego, hoy no sirve aquel viejo consejo, atribuido erróneamente a
Hipócrates: «oculta al enfermo, durante tu actuación, la mayoría de las
cosas [...]; repréndele a veces estricta y severamente, pero otras anímale con
solicitud y habilidad, sin mostrarle nada de lo que le va a pasar ni de su
estado actual; pues muchos acuden a otros médicos por causa de la
declaración, antes mencionada, del pronóstico sobre su presente y futuro»
[41]. Los aires que hoy corren van en otra dirección: el grado de madurez
personal y social también apoyan este hecho. Cada día los pacientes y sus
familiares reclaman más información y con frecuencia el médico se ve
urgido a comunicar más y más datos [42]. Aunque nunca faltan las
sorpresas. Contaba, sorprendido, un médico que tras comunicar a un
paciente que le exigía el diagnóstico («tiene usted un tumor en el
pulmón»...), éste le dijo: «Al decirme usted eso, me ha hecho una
canallada».
La experiencia enseña que en este asunto no se pueden dar reglas fijas. El
conocido aforismo de que «no existen enfermedades sino enfermos» puede
también aplicarse a esta cuestión, puesto que la reacción frente al hecho de
la enfermedad –y de su conocimiento– es diferente en cada enfermo y
existen todas las actitudes posibles: desde el que «exige» conocer en cada
momento toda la verdad, hasta la de quien jamás hace preguntas porque
prefiere «no enterarse» del mal que padece (en una serie inglesa sobre 65
enfermos de cáncer, se advertía que sólo un 32% deseaban más información
o confirmación del diagnóstico; los demás expresaron no querer
información [43]). Conscientes de la dificultad, apuntamos algunas reglas
prácticas, teniendo en cuenta las diversas condiciones de enfermos:

4.1. Enfermos que conocen su estado terminal

Son personas que, por su situación de malestar general, terapia que


reciben, etc., sospechan con suficiente claridad la gravedad de su situación
y que están llegando al final de su vida. Bastará simplemente ir
confirmando gradualmente sus impresiones; aun así, convendrá mantener
alguna expectativa. Esto es especialmente importante para las personas
creyentes. Decía el que fue Gran Canciller de la Universidad de Navarra,
Monseñor Álvaro del Portillo, en una ocasión: «Si se tiene fe es una gran
cosa saber que uno va a morir dentro de tres meses: ¡Qué fuerza se pone
para disponerse bien a dar el gran salto!» [44].
Generalmente, el enfermo se da cuenta y no le preocupa su situación sino
la de su familia. Recordamos a un enfermo que se sentía morir y todos
eludían responsabilidades; quiso hablar con el sacerdote a solas: «Quiero
que me dé la Santa Unción pero sin que se entere mi familia, para que no se
asuste». Después, uno de la familia le pidió al sacerdote: «Hemos pensado
que sería bueno que Ud. preparara bien a mi padre para morir y le diera la
Unción, pero sin que se entere porque se va a asustar». La cuestión es:
¿quién es el que se asustaba?
Los profesionales de la salud tendrían que perder el miedo a hablar de
estos temas. Una estudiante de Enfermería contaba el impacto que le
produjo la naturalidad y confianza con que un oncólogo hablaba con una
enferma, que estaba a punto de morir. Con otras compañeras, acudía a
visitar a esa enferma, fuera de su horario de prácticas. Lo narra así: «Al
llegar, nos avisaron de que la enferma estaba en coma. Nos sorprendimos
bastante, pues hacía tan sólo cuatro días que la dejamos y no pensamos que
el tumor podría avanzar tanto en tan poco tiempo. Cuando entramos, estaba
el médico con ella, y al vernos creyó que éramos de su familia, pero
enseguida nos identificamos. Él se daba cuenta de que clínicamente no se
podía hacer nada. Aquí dominaba el terreno humano. Pero antes le dijo al
oído unas palabras –no sabemos hasta qué punto estos pacientes oyen y son
conscientes de lo que escuchan– que nos emocionaron: “Son tres amigas
tuyas estudiantes de enfermería. Han venido a verte y te traen un ramo de
flores con mucho cariño. Quiero que cuando estés cerca de la Virgen y de
Dios pidas por ellas para que sean unas enfermeras muy humanas y buenas
profesionales”. Ello fue para mí –concluye– un reto y me propuse el llegar a
ser así algún día».
No se piense, sin embargo, que conocer esta situación terminal supone
perder toda esperanza. La esperanza sólo se pierde si se ha dicho la verdad
de modo brutal y se deja al enfermo abandonado. Es conveniente en todo
caso mantener en el enfermo la convicción y la realidad de que nunca se le
dejará de cuidar, procurando por ejemplo eliminar la fiebre, estimular el
apetito, evitar el dolor, ponerle en condiciones de recibir a la familia, etc.
4.2. Los que desconocen su situación

Existen también enfermos que ignoran –o fingen ignorar– su situación


real y corren el riesgo de llegar al final sin haber advertido su gravedad. En
estos casos, la necesidad de hacerles conocer su situación toma carácter de
urgencia y existe una grave obligación de informarles adecuadamente. Esta
tarea de anunciar la muerte a un enfermo es una de las cuestiones más
difíciles de lograr, a pesar de que hay un consenso en los médicos sobre la
conveniencia de dar esa información, superando toda ambivalencia.
Cuadro 1
Motivos por los que los enfermos prefieren morir en su casa
• Es lo natural. Dejar el hospital para en enfermo que lo necesita y hacer lo posible por recuperar la
muerte familiar con la convicción de que esto es, como siempre fue, lo más natural y lo mejor
para el enfermo.
• Cuesta menos dinero. En el caso de los enfermos terminales, puede decirse que casi nunca van a
necesitar de la infraestructura del hospital, ocasionándoles más inconvenientes que ventajas.
• Hay más control y libertad. En casa, el enfermo puede ir cediendo poco a poco el control de su
propia vida, con lo cual le será más fácil aceptar lo que está sucediendo y rendirse. Tendrá más
libertad para hacer lo que necesita o quiera.
• La comida es más fresca y nutritiva.
• Se siente útil y que se le necesita. El paciente va a tomar decisiones acerca de su enfermedad y
sus cuidados y sabe que se le tiene en cuenta.
• Disminuye el riesgo de duelo patológico en los supervivientes. El pensamiento de que se ha
conseguido que muera en casa, como siempre quiso, es de gran importancia para ayudar a superar
correctamente la fase de duelo.
• Una persona próxima a morir puede enseñarnos a cómo vivir. Cierta familiaridad con la muerte
nos hace amar más la vida y, sobre todo, nos enseña a relativizar las cosas y a reorganizar nuestra
escala de valores.
• El entorno es más bello. Cualquier cosa es más atractiva que la habitación de un hospital.
• Los familiares no tienen que desplazarse constantemente de casa al hospital y viceversa.
• Es más fácil conservar la dignidad y el respeto.
• En casa, la familia manda. La falta de formación en cuidados paliativos lleva a olvidar que la
familia también es objeto terapéutico.
• Hay más tiempo y más intimidad.
Fuente: GÓMEZ, M., Medicina Paliativa, Arán Ediciones, Las Palmas 1999.

La experiencia muestra, sin embargo, que muchas veces los


profesionales de la Medicina, escudándose en mil motivos, no se atreven a
decir la verdad. Es significativo el relato del Dr. Nuland, un cirujano
norteamericano autor de un interesante libro [45], que plantea crudamente
la cuestión. Como médico formado en la cultura anglosajona, está a favor
de decir siempre la verdad, pero cuando le toca informar de la enfermedad
grave a un miembro de su familia, hace exactamente lo que siempre había
desaconsejado: «Me convencí de que decide a mi hermano toda la verdad
era quitarle su única esperanza» [46]; pero al decir la verdad a medias,
«estaba actuando con el erróneo paternalismo de aquel aforismo que me
enseñaron los profesores de una generación anterior, “comparte el
optimismo y resérvate el pesimismo”» [47]. Menos mal que Nuland
reconoce su error: al ocultar el diagnóstico de una enfermedad grave, en
este caso a una tía suya, «estábamos cometiendo uno de los peores errores
en que se puede caer durante una enfermedad terminal» [48]. Termina así su
relato: «Sabíamos cuál sería el final, lo mismo que ella; pero nos
convencimos de que no lo sabía y ella debió convencerse de que nosotros
no lo sabíamos, aunque debió saber que lo sabíamos. Así, nosotros también
representamos el antiguo drama que con tanta frecuencia ensombrece los
últimos días de los enfermos de cáncer: lo sabíamos, ella lo sabía, sabíamos
que ella lo sabía, ella sabía que nosotros lo sabíamos, y nadie hablaba de
ello cuando estábamos juntos. Mantuvimos la mascarada hasta el final»
[49].
No se puede eludir la responsabilidad, puesto que la persona enferma
tiene derecho a estar informada sobre su propio estado de vida. Es cierto
que la proximidad de la muerte hace difícil y dramática la notificación, pero
eso no exime de la veracidad. «La comunicación entre el que está muriendo
y sus asistentes no puede establecerse sobre el fingimiento. Este jamás
constituye una posibilidad humana para quien se halla al final de su vida y
no contribuye a la humanización del morir» [50].

5. ATENCIÓN A LA FAMILIA
La enfermedad no sólo afecta al sujeto que la padece, sino que golpea a
toda su familia, que, por un lado, sufre las consecuencias de la enfermedad
y, por otro, constituye el principal soporte del enfermo. Por eso, la atención
a la familia es de gran importancia. Convendrá tener en cuenta los
siguientes elementos [51]:
a) influencia de la enfermedad en la familia: la enfermedad, sobre todo si
es prolongada, provoca diversos trastornos que pueden desorganizar la vida
cotidiana, ya que conlleva ansiedad, preocupación, cambios en el espacio y
en el tiempo, etc. [52];
b) para facilitar una buena relación paciente-familia se recomienda:
– comunicación del diagnóstico hecha de modo adecuado. Al igual que al
enfermo, la familia también necesita comunicación porque la incertidumbre
constituye una de las mayores fuente de estrés. Aunque el destinatario
primero de la información es el propio paciente, será preciso ir explicando a
su familia el diagnóstico, el probable curso que seguirá la enfermedad y las
pautas de tratamiento conforme vaya evolucionando;
– apoyo para mejorar la comunicación: en un momento en que se
necesita que ésta sea lo más fluida y cordial posible, habrá que estar muy
atentos para evitar malentendidos, desacuerdos, trastornos emocionales,
etc.;
– ayudar en las fases de adaptación a la enfermedad. Ya hemos
comentado que las familias atraviesan, al igual que los enfermos, las
diversas etapas de negación, cólera, etc., descritas por Kübler-Ross. Habrá
que estar advertidos para percibir en qué fase se encuentran y lograr la
comunicación adecuada. Con frecuencia, las familias no aceptan la
inevitabilidad de la muerte y se bloquean, y pueden requerir mucho apoyo.
c) entre los elementos que los equipos de apoyo deben considerar en su
relación con la familia, se encuentran:
– mostrar una verdadera preocupación por sus problemas; la familia sabe
distinguir fácilmente entre los ofrecimientos de ayuda rutinarios y aquellos
otros hechos con generosidad;
– saber escuchar, tener reuniones periódicas con ellos para aclarar dudas
o conflictos;
– sensibilidad para descubrir sus necesidades: posible cansancio,
agotamiento físico o psíquico, etc.;
– fomentar la educación sanitaria de la familia, para que pueda colaborar
en temas como alimentación, higiene, ciertas curas, etc.;
– proporcionar apoyo moral y social, que puede ser más necesario a la
familia que al propio paciente;
– ayudar todo lo posible en el trance de la muerte del enfermo. Hace falta
mucho tacto para saber estar presente en esos momentos tan delicados; si se
ha estado muchas veces en la habitación del enfermo, compartiendo ratos
de conversación o de silencio, la tarea resulta fácil;
– tras el fallecimiento, procurar acompañar a la familia. Nada hay tan
gratificante como sentirse acompañado en el momento del duelo.

6. LA ATENCIÓN ESPIRITUAL DE LOS ENFERMOS


TERMINALES

El enfermo en fase terminal sigue siendo persona humana, necesitada de


una adecuada atención en todos los niveles (médicos, psicológicos, sociales,
etc.), también, por lo tanto, en sus aspectos espirituales [53]. Esta atención
es una necesidad y un derecho de todo enfermo, y un deber de los que le
atienden, especialmente de los agentes de la pastoral de la salud. Pero no se
trata sólo de facilitar la tarea que deben desarrollar los capellanes del
hospital, los sacerdotes, etc., sino de colaborar con ellos en todo lo que se
pueda. Ha escrito, por ejemplo, Virginia Henderson, tenida como un
referente fundamental en el campo de la Enfermería: «El respeto a las
necesidades espirituales del paciente y la ayuda para que pueda satisfacerlas
forman parte de los cuidados básicos de enfermería, en toda clase de
circunstancias. Si las prácticas religiosas son esenciales para el bienestar del
hombre en estado de salud, son todavía más indispensables en caso de
enfermedad. Este concepto de hacer todo lo posible para que el paciente
pueda practicar su religión supone una serie de actividades específicas que
no podrían enumerarse en esta ocasión. Sin embargo citaremos algunas de
las más manifiestas: ayudar al paciente a ir al oratorio o capilla, hacer que el
sacerdote de su religión lo visite, darle facilidades para que pueda hablar
con el sacerdote y permitirle que reciba los Sacramentos que forman parte
de su vida religiosa» [54]. Y lo mismo puede decirse de los médicos, del
resto del equipo sanitario y de los acompañantes. Unos y otros deben saber
llegar hasta el final, puesto que, aunque se hayan agotado los tratamientos
médicos disponibles y el enfermo haya alcanzado el nivel de
irreversibilidad, no por eso termina su función. Además de los cuidados
físicos y psicológicos necesarios, se ha de procurar acompañar al enfermo,
rezar con él, ayudarle a dar sentido sobrenatural al dolor, etc. [55].
La Conferencia Episcopal Española dio a conocer en 1989 un informe
[56] que destacaba sobre todo la elaboración de un testamento vital que fue
acogido muy positivamente. Se refería además a una serie de objetivos y
acciones concretas, tales como:
– catequesis sobre la muerte, el dolor, el sufrimiento, etc.;
– revitalizar en las parroquias la asistencia pastoral a los enfermos,
terminales o no;
– recuperar la Unción como el Sacramento de los enfermos, y el Viático
como la Eucaristía del tránsito de esta vida;
– promover la creación de centros que presten una ayuda integral a los
enfermos terminales (a ello nos hemos referido en los cuidados paliativos).
Trataremos con más detenimiento estas cuestiones en el último capítulo.
El rechazo natural de todo lo que supone sufrimiento y lo absurdo que le
resulta al hombre la idea de la desaparición afectan de un modo muy similar
a la estructura psicológica de la persona, ocasionándole una gran angustia.
Sin embargo, no hay que olvidar que los recursos individuales pueden
variar enormemente de persona a persona en razón de la interpretación
antropológica de lo que es el hombre y en definitiva de sus creencias
religiosas. La persona que vive de modo coherente con su fe, pero también
la que ve tambalearse la seguridad de lo pensado hasta entonces, de que
todo se acaba después de la muerte, pueden sorprender tremendamente a las
personas que les cuidan, por su serenidad y por su fortaleza para afrontar la
idea de que van a morir pronto y los sufrimientos físicos y morales que esa
situación les acarrea. Llega un momento en la vida de las personas en el que
el pensamiento de morir o enfermar les lleva no a desear que las maten en
cuanto el sufrimiento sea importante, como los partidarios de la eutanasia
argumentan a menudo, sino a querer pasar ese trance de un modo digno,
mereciendo por sí mismo o por otros, unidos a la Cruz de Cristo como han
visto hacer a alguno de sus familiares o amigos, o pacientes. El personal
sanitario suele tener «modelos» de cómo han afrontado la muerte varios de
sus enfermos. La oportunidad de ver morir a personas conscientes,
aceptando que ha llegado su hora, preocupadas hasta el último momento de
cómo están los que le cuidan, o pidiendo que preparen un sobre para «el
pobre que ayer llamó a la puerta» (y al que sus hijas –agobiadas al ver
moribunda a la madre– no le dieron nada), como fue el caso de la madre
nonagenaria de una enfermera, supone un impacto muy positivo y favorece
la capacidad de comunicación y consuelo de los cuidadores hacia los
pacientes terminales.

7. NATURALEZA DEL CADÁVER

Una vez acaecida la muerte, no todo se termina. Vienen después el duelo


y las exequias, y la eventual utilización del cadáver para usos terapéuticos.
En estos casos se plantea cuál es la naturaleza jurídica del cadáver, cuestión
importante de cara a su posterior utilización, sobre todo para trasplantes, y
también para otros usos: autopsias con fines científicos, prácticas de
estudiantes de Medicina, etc.

7.1. Respeto al cadáver


Ciertamente, el cadáver ya no es, en el sentido propio de la palabra,
sujeto de derechos [57], pero eso no significa que no se den en relación con
él determinadas obligaciones morales. Efectivamente, el cadáver constituye
un resto de la persona. La persona ha dejado de vivir, pero permanecen
temporalmente sus «restos mortales», los cuales merecen respeto y
consideración. La doctrina cristiana enseña que el cadáver no es una simple
«cosa» ni puede ser tratado en el mismo plano que el cadáver de un animal,
que puede ser utilizarlo a capricho. «El cuerpo humano era la morada de un
alma espiritual e inmortal, parte constitutiva esencial de una persona
humana, con quien compartía su dignidad; y algo de tal dignidad queda
todavía en él» [58]. Esa es la razón del respeto que merece el cadáver, lo
cual no es óbice para que se pueda proceder a la autopsia, a una extracción
de órganos para trasplante o a diversos estudios anatomopatológicos. En tal
sentido, esos usos se consideran modos de servir después de la muerte, lo
cual puede entenderse como una clara manifestación de solidaridad.
Actualmente se acepta comúnmente que la ciencia médica necesita del
cadáver tanto para la investigación como para la terapia. El progreso
científico de nuestra época ha hecho posible que las partes sanas de un
cadáver, desde la córnea al corazón, puedan ayudar a mejorar la salud de los
vivos, y en ese sentido, todo lo que se haga para fomentar la donación de
órganos es tarea laudable. Pero hay que dejar clara la libertad del donante y,
si ésa no es posible, la de sus allegados (cfr. cap. III, 5).

7.2. Solidaridad entre vivos y muertos

En cualquier caso, hay que tomar conciencia de la gran oportunidad de


vivir la solidaridad con los demás que ofrece la donación de órganos del
propio cuerpo, los cuales, después de la muerte, pueden salvar o mejorar
notablemente la vida de otros seres humanos. Para un cristiano, las palabras
de Juan Pablo II a la Asociación Italiana de Donantes de Sangre y de
Órganos arrojan mucha luz: «Este gesto es tan laudable por el hecho de que
no os mueve, al realizarlo, el deseo de intereses o miras terrenas, sino un
impulso generoso del corazón, la solidaridad humana y cristiana; el amor al
prójimo que constituye el motivo inspirador del mensaje evangélico y que
ha sido definido, con toda razón, el mandamiento nuevo (cfr. Ioh 13, 34). Al
donar la sangre o un órgano de vuestro cuerpo, tened siempre esta
perspectiva humana y religiosa: que nuestro gesto hacia los hermanos
necesitados sea realizarlo como un ofrecimiento al Señor, el cual se ha
identificado con todos los que sufren a causa de la enfermedad, de
accidentes en la carretera, o de desgracias en el trabajo; que sea un regalo
hecho al Señor paciente, que en su Pasión se ha dado en su totalidad y ha
derramado su sangre para la salvación de los hombres» [59].
Sintéticamente, lo mismo dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «El don
gratuito de órganos después de la muerte es legítimo y puede ser meritorio»
[60].

7.2.1. Exigencias legales en el caso de trasplantes de órganos

Si está previsto que la persona en la que se comprueban los criterios


neurológicos de muerte se convierta en donante de órganos, la ley exige que
se verifique que ha muerto según los criterios neurológicos comentados.
Recientemente, en España se ha promulgado una ley [61] que contempla las
condiciones legales para proceder al trasplante de órganos, admitiendo el
diagnóstico de muerte, tanto por parada cardiorrespitatoria como por
cumplirse criterios neurológicos (muerte encefálica).

7.2.2. Controversia sobre los criterios de verificación de la muerte

Los criterios neurológicos de muerte gozan de un gran consenso en la


comunidad científica desde su explicitación en los Criterios del Comité ad
hoc de Harvard de 1968. Permanece un punto de controversia referente al
tiempo máximo de conservación del latido cardíaco, ya que han sido
referidos casos, sobre todo de gente joven, adolescentes, en los que se ha
documentado la persistencia de latido cardíaco durante varios meses, sin
más soporte que el mantenimiento de la ventilación y la alimentación [62].
En cualquier caso, sigue cumpliéndose el criterio de irreversibilidad, y para
los neurólogos no pasan de ser descripciones anecdóticas. Lo esperado y lo
que ocurre, según la experiencia acumulada día a día en las unidades de
cuidados intensivos, después de verificarse los criterios neurológicos de
muerte, aun con todas las posibilidades terapéuticas para mantener la
función cardíaca, es que éste cese en corto plazo; por eso algunos han
propuesto la necesidad de reducir el período legal de espera para los
trasplantes.
Otro punto de la controversia es que una situación tan prolongada hasta
el fallo cardíaco se quiera asemejar al estado vegetativo prolongado. Aun
aceptando que socialmente ambas situaciones pudieran plantear una
problemática con ciertas analogías, científicamente son situaciones
inequívocas, ya que en el estado vegetativo el paciente está respirando de
modo autónomo. También podría querer equipararse a situaciones de coma
profundo, consideradas irreversibles, en las que es preciso apoyar con
ventilación asistida, a la respiración que el paciente mantiene todavía, pero
de modo muy precario, ya que haría una parada cardiorrespiratoria si se
retirase el soporte. En estos casos se puede retirar el respirador si se le
considera una medida desproporcionada.
Por último, otro motivo de discusión viene dado por el hecho de que los
distintos tejidos tienen diferente sensibilidad a la hipoxia, de tal manera que
las células mueren escalonadamente, y el funcionamiento de algún órgano
se mantiene mientras otros ya están irreversiblemente dañados. La muerte
significa irreversibilidad del funcionamiento biológico integrado de la
persona como una unidad y comienzo del proceso de la desintegración
tisular, y estos supuestos se dan una vez que ha ocurrido la parada
circulatoria cerebral y solamente cuando ha ocurrido. Se puede hablar de
que la muerte es un proceso desde el punto de vista clínico. Por ejemplo, el
período considerado terminal en un paciente desahuciado, o las horas de
vida que le quedan a un paciente con un cuadro irreductible de hipertensión
endocraneal con herniación cráneo-caudal, o la agonía, nos lleva a decir con
propiedad «se está muriendo». Pero es equívoco plantear que una persona
no ha muerto hasta que no mueren todas sus células. Como afirma
Martínez-Lage [63], «la muerte o la cesación de la vida no admite
adjetivos». Se está muerto o no se está muerto. Se desaconsejan incluso los
términos «muerte clínica» o «muerte cerebral» que pueden confundir sobre
grados o tipos de muerte, la cual es única y unívoca. Es mejor referirse
simplemente a «muerte». El diagnóstico neurológico de muerte ha de ser (y
de hecho es) total e independiente de cualquier factor o cualquier
circunstancia concerniente a la persona fallecida, a los deseos o creencias
de su familia y a una eventual donación de órganos para trasplante.

7.3. Autopsia. Necropsia

Los médicos siempre han considerado la autopsia del cadáver como el


mejor libro de texto para el estudiante y el medio de control de calidad de la
medicina que se hace en un hospital. Un gran clínico, al agravarse su
enfermedad, expresó su voluntad de que se le hiciera la autopsia al morir, y
dijo a sus discípulos: «Sólo la realidad de las necropsias permite ser
sencillos en los juicios» [64]. Actualmente, algunos piensan que las más
modernas pruebas diagnósticas (TAC, PET, etc.) podrían hacer inútil esta
práctica, pero son muchos los médicos que no comparten tal opinión. Se
sigue afirmando –con razón– que la autopsia es el acto médico más
completo de la Anatomía Patológica.
Para una valoración ética de la autopsia, recordamos lo que enseña el
Catecismo: «es moralmente admisible cuando hay razones de orden legal o
de investigación científica» [65].

7.4. Cremación

En lo que se refiere al enterramiento del cadáver, existen diversos usos


culturales. En el mundo occidental ha sido práctica habitual la costumbre de
sepultar bajo tierra (inhumación), tal vez como un eco de la narración
bíblica sobre el origen del hombre (« Yahwé formó al hombre del polvo de
la tierra...», Gn 2, 7). Los cristianos siempre han procurado enterrar los
cuerpos de sus hermanos difuntos. Seguían así la tradición judaica y, sobre
todo, imitaban la sepultura de su Señor Jesucristo, testimoniada por los
cuatro Evangelios, mencionada en 1 Corintios 15,4 y proclamada –passus et
sepultus est– en los Símbolos de la Fe. Uno de los textos litúrgicos del
Miércoles de ceniza dice: «Recuerda que eres polvo y en polvo te
convertirás».
En los países de tradición cristiana, la práctica de la inhumación se ha
mantenido, sin contestación alguna, hasta los últimos decenios del siglo
XIX. Fue entonces cuando algunos comenzaron a disponer que, después de
su muerte, se procediera a la incineración del cadáver. Con esta medida,
querían expresar su negación de la fe en la resurrección de la carne. Esta
intención testimonial provocó el firme rechazo de la Iglesia ante la práctica
de la cremación: prohibición expresada en dos decretos del Santo Oficio,
uno en 1886 [66], y otro en 1892, una respuesta de la misma Congregación;
todo ello quedaría plasmado en el canon 1203 del Codex de 1917.
Sin embargo, no era el hecho mismo de la destrucción por el fuego del
cuerpo muerto –lo cual podría ser aceptado en casos de grave necesidad
[67]–, sino la mencionada intención anticristiana lo que había determinado
la tajante prohibición eclesiástica de la crematio cadaveris. Cuando no
existiera esa intención, podrían concederse exequias cristianas a los que
hubieran optado por la práctica de la incineración; aunque siempre fue
preferible «la piadosa y constante costumbre de la inhumación de los
cadáveres de los fieles» [68]. Este es el criterio que se ve recogido en el
vigente Código de Derecho Canónico: «Vivamente aconseja la Iglesia que
se conserve la piadosa práctica de sepultar los cuerpos de los difuntos; pero
no prohíbe la cremación cuando no ha sido elegida por razones contrarias a
la doctrina cristiana» [69]. Lo mismo afirma el Catecismo: la Moral
católica la permite «cuando no se cuestiona la fe en la resurrección de los
cuerpos» [70]. Hay que advertir que la cremación no es algo simplemente
tolerado, puesto que no es intrínsecamente mala, ni se exige justa causa
para elegida, sin embargo, la Iglesia aconseja vivamente la inhumación
[71], que expresa mejor la fe en la resurrección y la honra del cuerpo [72].

8. PROBLEMAS PASTORALES
A lo largo del capítulo hemos hecho referencia a muchos de ellos. Quizá
el principal problema que se presenta –sobre todo de cara a un posible
trasplante de órganos– es el del diagnóstico exacto de la muerte, al que ya
nos hemos referido en 1.1. Otros problemas, como la obligación de emplear
todos los medios posibles para la reanimación [73] o de retirarlos cuando se
consideren desproporcionados, o el deber de contar con el parecer de la
familia, etc., se estudian con más detenimiento en los tratados de Bioética,
aunque algunos aspectos han sido considerados anteriormente (cfr. nn. 3 y
4).

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Capítulo VII
SEXUALIDAD HUMANA

Miguel Ángel Monge con la colaboración del Dr. Guillermo López García
Los más recientes documentos de la Iglesia animan a conocer «los
procesos biológicos que dan origen a una nueva vida» [1]. El Papa Juan
Pablo II, cuando aconseja «vivir la sexualidad humana según el plan de
Dios», recuerda que los esposos deben conocer «la corporeidad y sus ritmos
de fertilidad» [2]. Este mismo documento repara también en la
conveniencia de «hacer todo lo posible para que semejante conocimiento se
haga accesible a todos los esposos» [3]. Parece, pues, razonable conocer
bien estas cuestiones, desde los ritmos biológicos de la mujer hasta el
desarrollo de una nueva vida. Aunque en esta tarea no corresponde al
sacerdote intervenir directamente como informador, es conveniente que
tenga un conocimiento adecuado de estos temas. Esto nos lleva a estudiar la
sexualidad en el hombre y en la mujer: desde algunos elementos de
Anatomía y Fisiología de la reproducción humana, hasta cuestiones
relacionadas con el matrimonio y la intimidad conyugal, los posibles
problemas de la maternidad en madres «mayores» y por cesáreas repetidas,
algunas cuestiones pastorales relacionadas con la contracepción, etc.

1. ANATOMÍA Y FISIOLOGÍA DE LA REPRODUCCIÓN [4]

1.1. Aparato genital masculino


Los órganos sexuales masculinos se encuentran parcialmente fuera del
cuerpo, en la base del abdomen. Además de participar en la reproducción
también forman parte del sistema urinario evacuando del cuerpo un líquido
residual llamado orina. El aparato genital está formado por los testículos,
vías eferentes (epidídimo, conductos deferentes y eyaculadores y uretra) y
glándulas accesorias, que son las vesículas seminales, las glándulas
bulbouretrales y la próstata.
Los testículos se encuentran en la cavidad abdominal hasta el final de la
vida intrauterina; después, salen al exterior y se encuentran en el interior de
una bolsa de piel, llamada escroto situada en la ingle. Son de pequeño
tamaño y tienen forma redondeada. La otra parte externa de los órganos
sexuales es el pene, una estructura en forma de tubo situada encima de los
testículos, que también se utiliza para evacuar la orina.
Cada testículo contiene unos haces de tubos muy bien enrollados
llamados túbulos seminíferos. En estos túbulos se producen continuamente
células sexuales masculinas o espermatozoides. Estas células pasan a través
de un tubo colector llamado epidídimo hacia otro conducto de mayor
tamaño, llamado conducto deferente. En los testículos se producen cada día
aproximadamente cien millones de espermatozoides.
Los espermatozoides abandonan cada testículo siguiendo el curso del
conducto deferente, que se dirige hacia el final del sistema urinario.
Algunas glándulas producen un líquido que se añade a los espermatozoides
para dar lugar a una mezcla líquida lechosa llamada semen. Este semen se
almacena en unas bolsas llamadas vesículas seminales. Durante la
eyaculación los espermatozoides pasan desde el epidídimo, a lo largo del
deferente, hasta la uretra. A la vez se produce la secreción de las vesículas
seminales, la próstata y las glándulas accesorias, todo lo que en conjunto
constituye el semen. Cuando se necesita para la reproducción, el semen sale
de las vesículas seminales y, siguiendo el curso del conducto deferente y
uretra a través del pene, penetra en los órganos sexuales de la mujer.
El pene generalmente es blando, pero durante el estímulo sexual la
sangre penetra en algunas zonas esponjosas de su interior, y de esta forma
aumenta su tamaño y se hace más rígido. Se dice entonces que el pene se
encuentra en erección y está listo para el contacto sexual. Entonces puede
depositar el semen en el interior de los órganos sexuales de la mujer
(inseminación), recorriendo el cuello, cuerpo uterino hasta llegar al inicio
externo de la trompa, donde fecundará al óvulo.

1.2. Aparato genital femenino


Los órganos sexuales femeninos se encuentran casi completamente en el
interior del cuerpo. La única estructura externa es la vulva, una abertura en
forma de hendidura que atraviesa los pliegues de la piel de la ingle.
Las células sexuales femeninas se llaman óvulos y se producen en los
ovarios. Los ovarios son dos y están destinados, por una parte, a la
producción y liberación de los óvulos y, por otra, a la secreción de
hormonas. Tienen forma de almendra y sus medidas vienen a ser de 3 x 2 x
1 cm. Tienen aproximadamente el mismo tamaño que los testículos del
varón. Los dos ovarios se encuentran en la pelvis, en la parte baja del
abdomen. Cada ovario está parcialmente rodeado por un capuchón o
embudo con aspecto de chimenea y unas proyecciones cuyos bordes o
fimbrias, parecen dedos. El «embudo» es la abertura de la trompa de
Falopio, u oviducto, a través del cual pasaran los óvulos.
Las trompas de Falopio son dos, y se dirigen desde la parte superior del
útero o matriz hasta el ovario; conducen los óvulos hasta el útero en cuyo
interior se desarrolla el niño.
El útero se encuentra situado detrás de la vejiga y delante del recto. Tiene
forma de pera invertida aplanada de atrás a adelante y mide unos 7 cm. de
largo, 3 cm. de espesor, pesando unos 60 gramos en la mujer adulta no
embarazada. Su principal misión consiste en albergar en su interior el huevo
fecundado. Con la gestación aumenta considerablemente, mientras que con
la menopausia disminuye. La entrada hacia el útero se llama cérvix o cuello
de la matriz. Ésta es una formación muy muscular que, por lo común, se
encuentra muy bien cerrada. Se abre para permitir el paso del
espermatozoide y durante el parto se dilata completamente para que el niño
pueda salir hacia el exterior.
El cuello o cérvix penetra hacia el interior de una formación tubular de 8
cm de largo, llamada vagina. La vagina se encuentra aplanada entre la
vejiga y el recto, pero puede ensancharse para admitir al pene durante el
acto sexual o para permitir el paso del niño durante el parto.
La vagina se abre en la vulva junto con un pequeño tubo llamado uretra
que conduce la orina de la vejiga. En la parte delantera de la vulva se
encuentra una formación muy pequeña llamada clítoris que aumenta de
tamaño durante el estímulo sexual, de un modo semejante a un pene de
pequeño tamaño.
Las partes externas de la vulva se llaman labios y consisten en pliegues
de piel que protegen el interior.
La abertura vaginal (vestíbulo) está rodeada por la membrana himeneal.
El himen cierra parcialmente la entrada a la vagina y suele romperse en las
primeras relaciones sexuales.

1.3. Ciclo genital femenino

El ciclo femenino es una sucesión de cambios fisiológicos periódicos que


afectan al aparato genital de la mujer, y también a todo el organismo,
producidos en torno a la ovulación. Tiene una duración de unos 28 días, con
ligeras oscilaciones en más o en menos. Como primer día del ciclo se toma
el primer día de la menstruación, fácil de precisar por el comienzo de la
pérdida hemorrágica.
Cada ovario de una niña recién nacida contiene por lo menos doscientos
cincuenta mil óvulos, Pero en el momento de la pubertad, con el comienzo
de la madurez sexual, quedan aproximadamente sólo diez mil. Durante los
años en los cuales la mujer puede tener un niño, se utilizarán algunos de
estos óvulos, uno cada vez, a intervalos mensuales.
Ciclo ovárico. Se reconoce que la ovulación, es el centro en torno al cual
giran toda la serie de cambios morfológicos y funcionales que constituyen
el ciclo femenino.
Cada 28 días, un óvulo madura en uno de los ovarios. Cerca de la
superficie del ovario se forma un pequeño bulto llamado folículo ovárico.
Cuando tiene un diámetro de aproximadamente 15 a 20 mm estalla y el
óvulo se libera. Este proceso se llama ovulación. El óvulo penetra
rápidamente en el interior del extremo en forma de embudo de la trompa de
Falopio.
Este proceso, aunque se pudiera considerar como el proceso central del
ciclo, no es el único, porque todo el aparato genital femenino experimenta
modificaciones cíclicas paralelas al curso de la maduración del folículo y la
ovulación. De estos cambios resultan un conjunto de condiciones
morfológicas y funcionales que son las más apropiadas para facilitar la
fecundación y la implantación. En condiciones normales, hay unos días en
los que la situación bioquímica y fisiológica es la más adecuada para la
anidación del óvulo fecundado y para su desarrollo hasta la fase terminal.
Es decir, a lo largo de la transformación cíclica, llega un momento en que
todo está como a punto para la continuación del embarazo.
Después de que el óvulo ha salido, el folículo ovárico se transforma en
una pequeña masa de color amarillo, llamada cuerpo lúteo. El ovario
durante varios años produce unos mensajeros químicos muy poderosos
llamados hormonas. Si no se produce el embarazo, el cuerpo lúteo
desaparece.
La ovulación forma parte de una serie repetitiva de fenómenos llamada
ciclo menstrual. Cada mes el revestimiento interno del útero, llamado
endometrio, se hace más grueso hasta que el óvulo se libera durante el
proceso de la ovulación. En ese momento el endometrio se encuentra listo
para recibir el óvulo fecundado si se ha producido la fertilización.
Permanece en esta situación durante aproximadamente diez días. Si al cabo
de este tiempo la fertilización no ha tenido lugar, el cuerpo lúteo deja de
producir hormonas, y el endometrio se desprende, dando lugar a una
pérdida de sangre y de tejidos a través de la vagina. Se dice entonces que se
ha producido un período o menstruación. Pocos días después, la
menstruación cesa y el ciclo de ovulación y menstruación comienza de
nuevo.

1.4. El proceso de la fertilización

Una o dos horas después de la ovulación, el óvulo comienza a moverse


lentamente por la trompa de Falopio. Este desplazamiento dura dos días y
durante este tiempo el óvulo puede ser fertilizado en el tercio externo de la
trompa.

Los espermatozoides se introducen en la profundidad de la vagina por el


pene erecto durante el acto sexual. Durante el proceso de la eyaculación se
liberan aproximadamente trescientos millones de espermatozoides. El
semen se deposita en el cérvix y los espermatozoides nadan a través de él
hacia el interior del útero. Aproximadamente sólo un millón de
espermatozoides atraviesan el cérvix, y de éstos sólo unos pocos cientos
nadarán a través del útero hasta la trompa de Falopio, donde tiene lugar el
encuentro con el óvulo.
El óvulo se encuentra rodeado por una capa de pequeñas células y una
membrana llamada zona pelúcida. Aunque varios espermatozoides pueden
atravesar la capa exterior, sólo uno atravesará la zona pelúcida y penetrará
hacia el interior del óvulo después de haberse desprendido de su cola.
Tanto los espermatozoides como los óvulos contienen cromosomas, que
son estructuras alargadas en forma de hilo, que mantienen codificada la
información que se necesita para producir una nueva vida. Estos
cromosomas se reúnen, tras lo cual la fertilización ha quedado completada:
desde ese instante ya podemos afirmar que existe un nuevo ser humano.

1.5. Anidación
El óvulo fecundado pasa a través de la trompa y comienza rápidamente a
dividirse. Primero da lugar a dos células idénticas, después se divide de
nuevo formando cuatro. El proceso de la división continúa rápidamente
duplicándose el número de células hasta ocho, dieciséis, treinta y dos, y así
sucesivamente. Esta repetida división da lugar a la formación de la mórula,
desaparece la que rodeaba al óvulo, y llega a la cavidad uterina en la fase
conocida con el nombre de blástula o blastocisto, que corresponde a una
fase más avanzada del desarrollo. Una vez llegada la blástula al interior del
útero se pone en contacto con el endometrio, que se encuentra en una fase
avanzada de secreción y allí anida. Con la anidación, y las funciones de la
placenta que se desarrolla después, el embrión dispone de un medio
adecuado que le garantiza el aporte de sustancias nutritivas y la respiración
celular. De las células más periféricas del blastocisto deriva el trofoblasto,
que por la producción de determinados fermentos penetra en el endometrio,
implantándose en él. Una parte del trofoblasto se condensa y desarrolla
llamativamente, concretándose paulatinamente en un órgano fundamental
para la evolución normal del embarazo, la placenta.
1. Maduración del folículo en el ovario, desde el oocito inicial hasta el folículo terminal.
2. Folículo maduro, inmediatamente antes de la ovulación.
3. Envoltura del folículo, inmediatamente después de la ovulación, en vías de transformación en el
cuerpo lúteo.
4. Cuerpo lúteo.
5. Óvulo en la trompa, antes de la fecundación.
6. Fecundación 12 a 24 horas desde la ovulación.
7. Esquema del mismo proceso. Se representan espermatozoides entre las células que envuelven el
óvulo, y uno sólo ha pasado al interior.
8. Después de la primera división celular. A las 30 horas de la ovulación.
9. Mórula, a las 40 ó 50 horas.
10. Mórula a las 60 horas.
11. Mórula a los 4 días.
12. Blastocisto libre a los 5 días.
13. Implantación del blastocisto a los 6 días.

1.6. Desarrollo del embarazo

Consideramos aquí el aspecto evolutivo de la fecundación de un ser


humano que en nueve meses se transforma de una célula única en un
organismo evolucionado y considerablemente diversificado.
El huevo humano de doce días con su corion envolvente permite
diferenciar en éste dos capas celulares, una externa llamada
sincitiotrofoblasto y otra interna, citotrofoblasto. Alrededor del día 16 el
embrión hace patente su línea primitiva o disco embrionario, a partir del
cual se desarrollarán tres capas de tejidos: una capa externa o ectodermo
primitivo, una media o mesodermo, que aparece antes que la tercera capa
interna, llamada endodermo [5].
Según se desarrolla el embrión, de estas tres capas de tejidos van
apareciendo estructuras concretas que se derivan de ellas. Así, del
ectodermo proceden la piel y el sistema nervioso; del mesodermo, el
aparato circulatorio, el aparato reproductor, los músculos y el tejido
conjuntivo; derivados del endodermo son el aparato respiratorio, el aparato
digestivo, hígado y páncreas.
Hasta la duodécima semana el producto de la concepción se llama
embrión y, a partir de entonces, feto, hasta el final del embarazo. La
duración del embarazo en la especie humana es de 280 días (diez meses
lunares).
En el primer mes lunar el embrión mide unos 0,10 cm. y a los dos meses
su longitud viene a ser de unos 3 cm. El crecimiento es ahora muy rápido y
así, al terminar el tercer mes, alcanza los 9 cm., a los 4 meses 16 cm. y pesa
unos 125 gr. En el quinto mes mide de 25 a 30 cm. y pesa 300 gr.,
duplicando el peso en el mes siguiente. Llegado al séptimo mes, el feto pesa
alrededor de 1.400 gr. y mide 35 cm, llegando a los 2 kg y 40 cm. al final
del octavo mes lunar, época en la que el feto es viable (sin necesidad de
cuidados médicos) fuera del útero. En el noveno mes el feto mide ya unos
45 cm. y pesa 2,5 kg.
El desarrollo es especialmente rápido en los periodos embrionario y fetal,
siendo el crecimiento en masa paulatinamente menor a medida que progresa
el embarazo, admitiéndose un crecimiento más lento hacia el sexto mes,
volviendo a hacerse más rápido en el séptimo y aumentando
progresivamente hasta el final del embarazo, en que pesa 3.500 gr. El peso
de los varones en general es 200-300 gr más que el de las hembras. La talla
alcanza al término del embarazo los 50 cm. Los niños son uno o dos cm.
más altos que las niñas.
El juicio sobre la madurez fetal se basa entre otros parámetros en el
estudio de estas dos variables –peso y talla–, que guardan, hasta cierto
punto, correlación con la duración del embarazo, aunque factores
ambientales y heredo-constitucionales desempeñan papeles muy
importantes en el peso y talla del recién nacido.

1.7. Anomalías orgánicas

En el desarrollo embrionario, o más tarde, pueden producirse diversas


alteraciones. De modo sumario, hacemos referencia a algunas de ellas:
1.7.1. Agenesia (de a, privación y gennesia, engendramiento). La palabra
puede significar falta de desarrollo de un órgano (riñón, pulmón, útero,
etc.). Referida al aparato reproductor significa imposibilidad o incapacidad
de engendrar. En ese sentido es sinónimo de infecundidad o de esterilidad, y
así se habla, por ejemplo, en el ciclo ovárico, de días agenésicos y días
genésicos.
1.7.2. Hipospadias/Epispadias: cuando en el embrión masculino no se
cierra la hendidura genital, la uretra se abre en la parte inferior del glande o
en la parte inferior del pene y se habla de hipospadias. Si la abertura fuese
hacia la parte superior, sería epispadias [6].
1.7.3. Criptorquidia: en el desarrollo embrionario, los testículos no
penetran en el escroto y quedan retenidos en la cavidad abdominal o en el
conducto inguinal. Mediante una sencilla operación quirúrgica son
colocados en su sitio y conservan su capacidad fecundante, si se hace
precozmente.
1.7.4. Fimosis: se debe a que no se ha producido bien el normal
desprendimiento de la adherencia entre el glande y el prepucio, de modo
que éste no puede retroceder hasta dejar descubierto el glande. Como puede
dar lugar a inflamaciones, y dificultar la higiene y el coito, se corrige
quirúrgicamente eliminando la adherencia, cortando el prepucio
(circuncisión).
1.7.5. Prolapso uterino: se trata de un cambio de posición del útero, que
se hunde en la cavidad vaginal y puede incluso aparecer al exterior, entre
los labios de la vulva. Se puede dar en mujeres que han dado a luz repetidas
veces y han trabajado mucho. Se corrige quirúrgicamente.
Otras anomalías de los órganos genitales, que dan lugar a los llamados
estados intersexuales, se estudian en el Capítulo VIII, lo mismo que las
anomalías funcionales (frigidez, ninfomanía, dispareunia, vaginismo,
satiriasis, etc.).

2. NATURALEZA DE LA SEXUALIDAD

2.1. Diversos significados

a) Condición sexuada. Sexualidad es –según la primera acepción del


Diccionario de la Real Academia– el conjunto de características anatómicas
y fisiológicas propias de cada sexo o, lo que es lo mismo, la condición
sexual, propia de la especie humana y de todos los animales, que se
reproducen mediante la unión de células específicas y diversas de una a
otra: una masculina y otra femenina.
b) Instinto sexual. Otras veces se entiende por sexualidad –ahora ya en el
campo de los vivientes superiores– un aspecto concreto, que es el impulso
hacia el individuo del sexo opuesto. El Diccionario de la Real Academia lo
expresa así: «apetito sexual, propensión al placer carnal». Este impulso, que
en los animales reviste claramente las características instintivas, en el
hombre –teniendo en cuenta su racionalidad y el papel de la voluntad en la
conducta– adquiere otras modalidades, de tal manera que se tiende incluso a
evitar la palabra instinto sexual, para referirse a la sexualidad humana. Se
prefiere la palabra tendencia o impulso, pues el instinto incluye unas
características de incoercibilidad y de espontaneidad de aprendizaje, que no
se dan netamente en la persona humana [7]. En el hombre, la sexualidad –
excepto las reacciones reflejas– cae bajo el control de la voluntad; ni
siquiera las hormonas sexuales condicionan de modo determinante la
conducta.
c) Genitalidad. Una tercera posibilidad –bastante extendida– es la que
identifica sexualidad con genitalidad, es decir, con uno de sus elementos,
concretamente con lo que de modo directo tiene que ver con la propagación
de la especie. En otras palabras, se identifica la sexualidad –que es todo un
conjunto de características muy diversas– con los fenómenos y mecanismos
propios de los órganos genitales y su fisiología.
d) En este mismo sentido restrictivo, pero en dirección opuesta, otros
entienden por sexualidad todo el constitutivo genético, anatómico,
hormonal, fisiológico, psíquico, etc., del hombre y de la mujer, hecha
abstracción de lo que es específicamente genital.
Naturalmente estos dos últimos modos de entender la sexualidad, ya sean
fruto de un prejuicio o resultado de una elaboración racional voluntaria, son
una distinción especulativa, porque en realidad no puede separarse por
completo sexualidad y genitalidad, pero esa distinción es útil ya que
permite el estudio de numerosos problemas relacionados con estos temas.
El discurso común de los autores actuales (filósofos, psicólogos,
teólogos) es afirmar la dimensión personal de la sexualidad. Sucede, sin
embargo, que, al partir de concepciones antropológicas distintas, se separan
en el valor y significado que asignan a la relación existente entre la persona
y la sexualidad.

2.2. Aspectos de la sexualidad

Son muchos los aspectos o dimensiones que ofrece la sexualidad: así se


habla de una dimensión procreativa, afectiva, cognoscitiva, hedonista,
educativa, religiosa, etc. Aquí nos interesan sobre todo cuatro aspectos:
generativo, afectivo, cognoscitivo, y geocéntrico [8]. Pero para
comprenderla cabalmente, se requiere un estudio global, analizando los
distintos elementos que comporta e integrándolos en la totalidad de la
persona. Así lo hace el Catecismo: «La sexualidad abraza todos los
aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma.
Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de
procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de
comunión con otro» [9]. Porque la consideración aislada de la sexualidad,
como sucede frecuentemente, tiene el evidente peligro de desvincularla del
conjunto total de la persona y por tanto de exagerar su papel en la existencia
humana. El hombre es un ser sexuado, pero eso no significa que apenas sea
otra cosa que sexo [10]. Esta absolutización de lo parcial —en frase de R.
Allers— fue el error que cometió Freud con su doctrina del psicoanálisis,
tan presente curiosamente en gran parte de los planteamientos actuales
sobre el sexo [11].
La doctrina cristiana postula que para penetrar en la verdad y significado
último de la sexualidad hay que admitir a la vez la unidad sustancial de la
persona y que la sexualidad pertenece al modo de ser de la persona humana
[12]. Dado que la persona humana es la totalidad unificada cuerpo-espíritu
–esa es la realidad que llamamos hombre [13]– y puesto que esa totalidad
no tiene otra posibilidad de existir que siendo hombre o mujer, la sexualidad
es constitutiva del ser humano.
En cualquier caso, una explicación antropológica nos parece insuficiente
para sostener los principios morales cristianos en materia de sexualidad en
el ambiente cultural de nuestro mundo. Se hace necesaria una referencia
directa a Dios, de Quien el hombre es imagen [14], para alcanzar una
mínima comprensión de las características y exigencias del amor personal y,
por tanto, de las directrices morales que lo salvaguardan. Esto nos lleva,
aunque sea muy brevemente, a una explicación teológica del tema.

2.3. Fundamentación teológica

La reflexión teológica sobre la sexualidad humana se inserta en los tres


momentos esenciales que marcan el ritmo del designio de la Providencia de
Dios sobre el mundo creado, a saber: la Creación, la Redención y la
Glorificación final [15].
Conviene advertir que el discurso bíblico sobre la sexualidad humana se
inicia con la narración de la creación misma del hombre. Éste sale de las
manos creadoras de Dios como varón y mujer y esta marcado desde el
principio por la diferenciación sexual. Es importante constatar este hecho
para comprender la verdad de la sexualidad humana. El pasaje bíblico, en
efecto, revela su sentido fundamental: de una parte, no dejar al ser humano
solo y, de otra parte, constituirlo en sujeto de una bendición especial, la de
la fecundidad.
La Escritura descubre la primera y permanente verdad sobre la
sexualidad humana: en la relación interpersonal entre el hombre y la mujer,
la sexualidad (la diferenciación sexual) constituye un hecho de capital
importancia. Además de ser cauce de mutua complementariedad y
comunión entre el varón y la mujer, es el espacio –como se ha dicho– para
la bendición de la fecundidad; es, por tanto, el lugar en el cual y desde el
cual surgirán las otras personas humanas. Esta inherencia de la fecundidad
en las entrañas de la donación interpersonal entre el varón y la mujer
constituye uno de los puntos centrales del pensamiento cristiano sobre la
sexualidad humana.
Por otro lado, la Sagrada Escritura se refiere al matrimonio como a una
estructura estable y permanente, querida por Dios en los orígenes para ser
cauce de la unión entre el hombre y la mujer a la que está ordenada la
diferenciación sexual en que fueron creados [16]. Por sabia disposición del
Creador [17], el matrimonio está ordenado al bien personal de los esposos y
de la misma humanidad [18]. Así pues, en el origen del matrimonio y del
amor humano está Dios-Creador, que ha creado al hombre a su imagen y
semejanza. Como Dios es Amor [19], la vocación al amor forma parte del
dinamismo interior del ser humano. «El amor es, por tanto, la vocación
fundamental e innata de todo ser humano» [20]. Esta vocación se realiza
tanto en la virginidad o celibato apostólico por el Reino de los Cielos como
en el matrimonio ya que ambos son «modos específicos de realizar
íntegramente la vocación de la persona al amor» [21]. Se entiende por ello,
que el matrimonio sea una concretización de la verdad más profunda del
hombre, de su ser imagen de Dios.
En el orden de la Redención, la corporeidad y la sexualidad humana se
inscriben en el proyecto de Dios de la divinización del hombre en Cristo. El
varón y la mujer, justificados por la presencia del Espíritu Santo, están en
grado de reintegrar en su originaria verdad el significado de su corporeidad
y de su sexualidad, puesto que han sido capacitados para hacer de sí
mismos, en el amor, un don total. A través de este don total adquieren la
santificación de su cuerpo y de su sexualidad [22].
Finalmente, la Redención de Cristo ha revelado al varón y a la mujer otro
modo de vivir la sexualidad humana y les ha dado la posibilidad de
realizarlo: la virginidad. La razón de que el hombre, varón o mujer, pueda
renunciar al matrimonio y, en consecuencia a un legítimo ejercicio de su
propia sexualidad, reside en la relación que el mismo Cristo establece entre
esta decisión, el «Reino de los cielos» que predica y la resurrección final de
la carne. Por ello, también el tema de la virginidad es una cuestión central
en el discurso cristiano sobre la sexualidad humana [23].

3. FINALIDAD DE LA SEXUALIDAD HUMANA

3.1. Matrimonio, sexualidad y amor

«La sexualidad tiene como fin intrínseco el amor; más precisamente, el


amor como donación y acogida, como dar y recibir. La relación entre un
hombre y la mujer es esencialmente una relación de amor. Cuando dicho
amor se actúa en el matrimonio –que es su ámbito propio–, el don de sí
expresa, a través del cuerpo, la complementariedad y la totalidad del don
[...]; cuando por el contrario falta el sentido y el significado del don en la
sexualidad, se introduce una “civilización de las cosas y no de las
personas”; una civilización en la que las personas se usan como si fueran
cosas. En el contexto de la civilización de placer, la mujer puede llegar a ser
un objeto para el hombre, los hijos un obstáculo para los padres» [24].
En el marco de la antropología de la que partimos se ve como la
sexualidad está orientada a expresar y realizar la vocación del ser humano
al amor [25]. Es decir, la diferenciación sexual está al servicio de la
comunicación interpersonal y, de esa manera, a la perfección propia y de los
demás. Incluso desde la consideración de la biología es imposible reducir el
lenguaje de la sexualidad al exclusivo significado procreador [26].

3.2. Sexualidad y procreación

Sin embargo, desde cualquier perspectiva que se contemple, se descubre


fácilmente que la sexualidad está también orientada a la fecundidad. Esto
explica, entre otras cosas, las diferencias anatómicas y fisiológicas del
hombre y de la mujer.
Asistimos hoy, sin embargo, a un intento de someter a revisión este
hecho; muchos se plantean esta disyuntiva: ¿el sexo debe inscribirse en el
contexto del amor conyugal y orientarse a la procreación o constituye por sí
mismo un placer que el hombre o la mujer pueden procurar impidiendo
incluso esa orientación radical? O, dicho en otras palabras, ¿se puede
mantener siempre la unión de los aspectos unitivo y procreador que integran
la sexualidad humana o puede romperse voluntariamente y desde fuera esa
unión? Aquí está la clave. O seguir aceptando, como se desprende de su
misma naturaleza, que el sexo se ordena al amor conyugal y a la
procreación o despojarlo arbitrariamente de esa finalidad.
Hace setenta años, Wilhelm Reich [27], el principal de los teóricos de la
revolución sexual, propugnaba la ruptura de esos dos elementos: «entender
el deseo sexual como orientado al servicio de la procreación es un medio de
represión de la sexología conservadora», afirmaba. Esta afirmación, a lo
sumo despojada –a veces ni eso– de su carga demagógica, ha adquirido
carta de naturaleza en muchos sectores del mundo actual, donde el hombre,
y sobre todo la mujer (porque a ella le afecta más), reclaman el derecho de
disociar su comportamiento sexual del amor conyugal y de su finalidad
procreadora. Basten algunos ejemplos, tomados de revistas, que reflejan esa
actitud. Una de las líderes del movimiento feminista escribía: «Desde hace
milenios, la vida amorosa y sexual de la mujer está completamente
absorbida por la maternidad, inextricablemente mezclada a la fecundidad...
Sólo muy recientemente, la fecundidad y la sexualidad han dejado de
coincidir. Por primera vez, desde que el mundo es mundo, la mujer, dueña
de su fecundidad, llamada a vivir más tiempo, a ser durante más tiempo
apta para la vida sexual, descubre la exigencia de su plenitud corporal»
[28].
De un modo más desapasionado, incluso con visos de formulación
científica, se expone la misma idea en muchos estudios de sexología, una
nueva disciplina que ha venido a refrendar –haciendo norma moral lo
estadístico– tales planteamientos. En una revista de sexología médica, un
ginecólogo alemán, comenzaba así un articulo: «A causa del desarrollo de
métodos anticonceptivos seguros, la paternidad y la maternidad
planificadas, como imagen rectora y concepto de valor de nuestra sociedad,
resultan cada vez más realizables. Con ello tiene lugar una disociación entre
el comportamiento sexual, por una parte, y el proceso de la reproducción,
por otra. Ello conduce, sobre todo, a una liberación de la mujer (mas
también del hombre) de embarazos no deseados». Es posible observar que
estos mismos planteamientos se encuentran en los exponentes de la
Teología Moral católica que se opusieron al contenido de la Encíclica
Humanae vitae: B. Haring, J. Fusch, A. Hortelano, A. Kosnik, E. Curran,
Marciano Vidal, B. Forcano, etc. [29].
Con esos presupuestos, el sexo se considera, pues, como fuente de placer,
necesario para el desarrollo y maduración de la persona y, sobre todo,
desvinculado de su orientación a la creación de nueva vida. En
consecuencia se tiende a considerar algo corriente, como normal y, por
tanto, lícito y bueno, la satisfacción indiscriminada –sin ninguna condición–
del apetito sexual. Así opinan muchos sexólogos de corte naturalista, para
los cuales la sexualidad es una «función natural, como respirar o digerir»
[30]. Lamentablemente este modo de pensar está hoy presente en la mayor
parte de los planteamientos culturales, artísticos, etc., de nuestra época [31].
Baste un comentario de un grupo musical compuesto por cinco jóvenes
inglesas de cierto éxito en 1997: Cuando les preguntan sobre el sexo, su
respuesta es muy simple: «Tú decides cómo, cuándo y dónde» [32].
Ante esta situación, la Iglesia Católica mantiene la doctrina de moral
natural, reforzada por la ley divina [33], de que la sexualidad, «como valor
y función de toda la persona creada, varón y mujer, a imagen de Dios» [34],
es buena pero dentro del matrimonio y debe estar abierta a la procreación
[35]. El acto por el que Dios ha dispuesto la transmisión de la vida, tiene
una finalidad principal –la procreación–, de la que no puede privársele
voluntariamente si se desea respetar sus leyes propias [36]. Este ha sido
siempre el sentir de la Iglesia. Pío XI enseñaba: «Ningún motivo, aun
cuando sea gravísimo, puede hacer que lo que va intrínsecamente contra la
naturaleza sea honesto y conforme a la misma naturaleza: y estando
destinado al acto conyugal por su misma naturaleza a la generación de los
hijos, los que en el ejercicio del mismo lo destituyen adrede de su
naturaleza y virtud obran contra la naturaleza y cometen una acción torpe e
intrínsecamente deshonesta» [37].
Posteriores documentos del Magisterio eclesiástico confirman esta
enseñanza. Como es sabido, la Encíclica Humanae vitae de Pablo VI no
vino simplemente a zanjar una cuestión disputada (si era o no lícito el
empleo de anticonceptivos), sino que afrontó directamente el sentido de la
sexualidad humana, con base en la cual el Papa rechazaba el empleo de los
métodos anticonceptivos. A este respecto, la encíclica es definitiva: «La
Iglesia, al exigir que los hombres observen las normas de la ley natural
interpretada por su constante doctrina, enseña que cualquier acto
matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida. Esta doctrina,
muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable
conexión que Dios ha querido y el hombre no puede romper por propia
iniciativa entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo
y el significado procreador. Efectivamente, el acto conyugal por su íntima
estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la
generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del
hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y
procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido del amor mutuo y
verdadero y su orientación a la altísima vocación del hombre a la
paternidad» [38]. La misma doctrina exponen documentos posteriores [39].
Así pues, el amor y el sexo no se deben considerar aparte de los hijos, en
cuanto que todo forma parte del plan divino, un plan que no presenta fisuras
ni índices de corrección. No hay oposición entre lo humano, lo natural, de
un lado, y lo divino, de otro, porque Dios es precisamente el autor de la
naturaleza humana. El matrimonio de un solo hombre con una sola mujer, la
familia, el amor, la diferencia de sexos, son distintos aspectos de un mismo
proyecto de Dios. Desligar la sexualidad de su orientación a la procreación
o buscar la procreación sin sexualidad contradice la verdad y la naturaleza
del matrimonio [40].

3.3. A modo de resumen

Señalamos lo que nos parecen los elementos más destacables sobre la


sexualidad humana:
a) El instinto o tendencia sexual tiene estas características: es innato
(nace con el individuo); teleológico (se ordena a un fin preciso: la
procreación): psicológicamente trascendental (se ordena a salir de uno
mismo); no exige la intervención de la inteligencia, pero es regulado por
ella.
b) El hombre es sexuado, pero eso no significa que no sea otra cosa que
sexo. El sexo está siempre presente, pero no lo es todo (como la luz blanca
incluye el color azul, pero no es solo azul). El error de Freud aparte de su
mecanicismo, etc., fue el «pansexualismo».
c) El sexo tiene una realidad objetiva, forma parte de los planes de Dios
para el hombre, y es bueno. Pero debe estar sujeto a normas morales: de
igual modo que todo lo sensible debe estar dominado y contenido en los
justos límites por el espíritu, así también la vida sexual debe estar regida
moralmente de acuerdo con la ley natural. El primer principio moral sobre
la vida sexual es éste: el matrimonio es la única forma natural y querida por
Dios en el que puede actuar moralmente la vida sexual humana.
d) La sexualidad es el vehículo biológico de la entrega hombre-mujer
pero el amor, si es humano, compromete todos los planos del ser, también
los afectivos y los espirituales [41]: la sexualidad debe estar al servicio de la
persona; hoy se tiende a desligar amor-sexo, o se usa la palabra «amor» –
desligada de sus deberes y compromisos de justicia– como simple requisito
para practicar el sexo.
e) El instinto o, mejor, tendencia sexual –aunque tiene otras
connotaciones– se ordena esencialmente a la propagación de la especie, a la
transmisión de la vida; de ahí que no se deben separar los aspectos unitivo y
procreador del amor sexual.
f) La sexualidad, en sus tres dimensiones: biológica (instinto), pática
(afectos) y noética (racionalidad), se integra en la unidad pluridimensional
del ser humano.

4. BONDAD DEL SEXO

Frente a algunas acusaciones con poco fundamento, la doctrina cristiana


ha enseñado siempre la bondad natural del cuerpo humano, y
específicamente del sexo y de su lugar adecuado de ejecución, que es el
matrimonio, ambos obra de la Providencia divina, que ha dispuesto así la
perpetuación del género humano: «La sexualidad humana es un bien: parte
del don que Dios vio que “era muy bueno” cuando creó a la persona
humana a su imagen y semejanza, y hombre y mujer los creó (Gen 1, 27)»
[42].

4.1. Bondad del matrimonio

La Iglesia Católica siempre ha enseñado que la unión del hombre y de la


mujer en el matrimonio es algo bueno y santo. Es bueno, como dice la
Sagrada Escritura, puesto que Dios lo instituyó y estableció sus
características [43], y es santo porque Jesucristo lo elevó a la categoría de
sacramento [44], y lo convirtió en fuente de gracia [45]. Esta bondad del
matrimonio se refiere obviamente también al sexo, manera propia de
expresarse y realizarse el amor esponsal. «Los actos con los que los esposos
se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y realizados de
manera verdaderamente humana, significan y favorecen el don recíproco,
con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud» [46].
No faltan autores, incluso algunos teólogos y moralistas que se
denominan católicos, que han acusado a la Iglesia de tener una visión
negativa y anticuada del sexo, a la vez que ellos gustan de presentarse como
los «renovadores» de una enseñanza moral necesitada de cambio [47].
Siempre les resulta fácil encontrar anécdotas ñoñas sucedidas en épocas
pretéritas, para de ahí establecer un antes y un después en esta materia:
antes, visión pesimista y negativa del sexo; ahora, por fin, descubrimiento
de su dignidad. Así proceden algunos de esos autores, al referir que en
épocas pasadas «el placer sexual ha sido denostado y vilipendiado» [48] y
aplauden –carentes de rigor crítico– todas las más recientes aportaciones de
la moderna Sexología. Hay que pensar, más bien, que esas visiones
pesimistas, cuando se han dado, proceden del influjo de teorías maniqueas,
gnósticas, jansenistas, etc., que han tenido una consideración peyorativa de
todo lo relacionado con el cuerpo [49].

4.2. El sexo en la historia

Los primeros cristianos eran plenamente conscientes de que la doctrina


del Nuevo Testamento sobre el matrimonio, la virginidad y la sexualidad
era radicalmente opuesta a la forma de pensar y de vivir del mundo pagano.
A la vez, se tenían que enfrentar a los movimientos gnósticos que iban
surgiendo, los cuales consideraban la materia (por tanto, el sexo) como
mala. Por ello la Iglesia siempre tuvo que estar en guardia ante esa actitud
negativa con respecto al sexo. Es verdad que se puede encontrar en algunos
Padres cierta prevención frente a la sexualidad, pero igualmente es cierto
que todos proclaman bueno el matrimonio, y afirman que las relaciones
sexuales dentro de él son moralmente buenas [50].
Analizando serenamente la historia, se puede comprobar cómo, en lo
esencial, dejando de lado cuestiones anecdóticas, la enseñanza de la Iglesia
sobre la sexualidad se mantiene idéntica a lo largo del tiempo y puede
resumirse así: bondad radical del sexo dentro del matrimonio, inmoralidad
de todas sus diversas formas de uso fuera del matrimonio: fornicación,
adulterio, contracepción, sodomía, etc. [51]. Sin negar que en los últimos
años la Iglesia ha ampliado y profundizado sus enseñanzas sobre materia
sexual [52].
La reflexión sobre el sexo como don divino aparece frecuentemente en el
magisterio de Juan Pablo II [53]. La misma enseñanza aparece igualmente
en la predicación del beato Josemaría Escrivá, pionero de la llamada
universal a la santidad, que ha llevado a miles de hombres y mujeres
casados por ese camino: «El sexo no es una realidad vergonzosa, sino una
dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la
fecundidad» [54].

4.3. Visión global de la sexualidad

Ciertamente, la sexualidad no es algo puramente biológico,


exclusivamente natural. «En el sexo radican las notas características que
constituyen a las personas como hombres y mujeres en el plano biológico,
psicológico y espiritual, teniendo así mucha parte en su evolución
individual y en su inserción en la sociedad» [55]. En realidad no hay ningún
factor de la vida del hombre que pueda ser considerado exclusivamente
natural o biológico, sino que cualquier manifestación de la vida revela lo
que el hombre es: un ser complejo en el cual se unen la materia y el espíritu.
«El hombre creado a imagen y semejanza de Dios (Génesis 1, 26-27) no es
solamente carne, ni el instinto sexual lo es en él todo; el hombre es también
y sobre todo, inteligencia, voluntad, libertad; gracias a esas facultades es y
debe tenerse como superior al universo; ellas le hacen dominador de los
propios apetitos físicos, psicológicos y afectivos» [56].
En cualquier nivel de la naturaleza humana, en cualquier zona de las
experiencias del hombre, en cualquier manifestación de la vida, la materia y
el espíritu están presentes. El sexo, ciertamente, es algo biológico, pero
como todo lo humano trasciende lo biológico; en el hombre expresa un
deseo de unión para realizar el afán de prolongarse más allá de su propia
vida; el profundo deseo humano de la paternidad está así inserto en la
sexualidad humana. Nada tiene de extraño que el hombre haya
experimentado siempre el sexo como algo sagrado, algo que le pone frente
al misterio, el misterio de la vida y de su prolongación. Si el sexo no se
entiende enmarcado en la espiritualidad se vuelve inhumano, y lo inhumano
es más bajo que lo simple animal [57]. El sexo, aislado del mundo
espiritual, ve en otro un «objeto sexual», no una «persona amada». La pura
unión carnal desprovista del espíritu rebaja a las personas a la condición de
cosas que sólo tienen sentido en cuanto producen satisfacción o placer: en
el lenguaje cristiano a eso siempre se le ha llamado lujuria [58]. Los
psiquiatras señalan además sus efectos neurotizantes. «Cuando se excluye o
margina el compromiso afectivo en esas relaciones interpersonales, la
relación humana queda abismada, perturbándose y descendiendo a un nivel
que está debajo de la relación entre animales. El hombre y la mujer, aunque
funcionalmente puedan entrelazarse como seres anónimos, de hecho, ni lo
son ni jamás pueden serlo. El tratamiento del hombre por la mujer o
viceversa, como simple objeto de placer, es siempre un atentado contra la
esencia metafísica del hombre. La represión de la dimensión afectiva genera
sentimientos de culpa, de subestimación, de asco, de náusea, etc. –incluso
entre los no creyentes–, que acaban por cercar a la persona en el estrecho
perímetro de la neurosis» [59].
Para los que ven en el acto sexual la máxima manifestación de amor
entre dos personas, conviene recordarles que, en la relación hombre-mujer,
«la entrega sexual puede ser amor transferido a la esfera corporal pero no en
todo caso “prueba” de amor, aunque a menudo sea exigida como tal» [60].
La sexualidad es ciertamente el vehículo biológico de la entrega, pero el
amor, por ser humano, comprende todos los planos de la persona, también
los afectivos y espirituales; como dice Torelló, «el amor no se dirige a los
atributos psicológicos o físicos del ser amado, sino hacia el exclusivo e
irrepetible “ser-así” de la persona que se ama» [61].

5. EDUCACIÓN DE LA SEXUALIDAD Y DE LOS AFECTOS

5.1. Etapas evolutivas


La sexualidad está abierta a una continua evolución a lo largo de las
múltiples etapas evolutivas que atraviesa la vida del hombre. En este
desarrollo hay que recordar que «la vida humana ni está unívocamente
determinada, ni tampoco completamente por hacer. El hombre –y todo lo
que él hace– está enraizado en su naturaleza y, a la vez, abierto a la historia.
No cabe, pues, encorsetarlo en ninguno de estos dos determinismos: ni el
fisicalismo biológico, ni el historicismo pretendidamente autorrealizador.
Porque el hombre en cualquier momento de su vida, no está del todo hecho,
ni del todo por hacer: es un ser libre» [62]. También sucede esto en el
ámbito de la sexualidad. En tal sentido, la teoría de una pretendida
bisexualidad congénita general ha sido rechazada por casi todos los
estudiosos. Es mucho más justo hablar en todo caso de una sexualidad
todavía indiferenciada o de una inseguridad de los objetivos de la
sexualidad juvenil [63]. Existe una naturaleza que «fija» al hombre en lo
que es (varón o mujer) y existe una libertad que le lleva a elegir. Entre
ambos polos se sitúa el hombre-varón o el hombre-mujer. Pero lo que no
cabe en esos casos es hacer de la libertad el valor absoluto, convirtiendo a la
naturaleza humana en un material biológico o social siempre disponible a
expensas de esa pretendida libertad, concebida como instancia creadora de
sí misma y de sus valores [64]. Frente a la opinión de algunos moralistas
que contraponen libertad y naturaleza, la enseñanza católica es que «una
doctrina que separe el acto moral de las dimensiones corpóreas de su
ejercicio es contraria a las enseñanzas de la Sagrada Escritura y de la
Tradición» [65].

5.2. Identidad sexual

No nos detenemos aquí en los elementos que confluyen en la adquisición


de la identidad sexual. Esta identidad viene marcada por diversos factores:
cromosómicos y gonadales (el llamado sexo genético [66]), hormonales y
morfológicos, neurohormonales y socioculturales [67]. Cada uno de ellos
tiene su peso en el desarrollo de la sexualidad, sea masculina o femenina.
Digamos que el proceso de adquisición de la identidad sexual –partiendo
siempre de los datos biológicos, que son determinantes– se hace también a
expensas de un marco de referencias culturales muy amplias. Nos parece de
mucho interés señalar también la importancia que los modelos de imitación
tienen hoy en la génesis y configuración de la identidad sexual personal,
tanto que en ocasiones se llegan a valorar más los elementos socioculturales
(lo que algunos llaman el sexo psicológico) que los meramente biológicos.
Sin negar que el proceso de adquisición de la identidad sexual se hace a
expensas de un marco de referencias culturales muy amplio, como hemos
señalado, y que por lo tanto los factores culturales pueden ejercer gran
influencia [68], hemos de mantener sin embargo que los elementos más
determinantes de la identidad sexual proceden obviamente del factor
biológico.

5.3. Pedagogía sexual versus zoología

El verdadero problema de la educación sexual no es tanto la explicación


de la fisiología de las relaciones sexuales, sino la debida preparación de
toda la actitud global frente al amor y al matrimonio. Entonces, la
pedagogía sexual se convierte en una «educación del Amor» [69]. Cuando
una persona no se halla bien integrada consigo misma ni en el seno de su
comunidad, puede burlarse del «problema sexual» y tratará de campar a sus
anchas por ese terreno, sin ningún control: muchos casos de las llamadas
«desviaciones sexuales» tienen ahí su origen. Lo mismo sucede cuando esa
persona se repliega sobre sí misma, o se inhibe de sus responsabilidades en
el trabajo, en la familia o en la vida social. Bastará abrirse al mundo, a los
demás, a Dios, para encauzar razonablemente el impulso sexual.
El enorme desarrollo que ha adquirido en la Educación General Básica la
asignatura llamada «Educación sexual», que se imparte muchas veces como
si se tratara de una materia de Zoología, ofrece por ello, muchísimas
reservas. Y no es que no se deba procurar esa educación de la sexualidad
[70], tarea posible y necesaria por cuanto se trata de una función humana
compleja y misteriosa, cuyo desarrollo se hace muy paulatinamente en el
tiempo [71]. Lo que queremos decir es que la educación sexual no debiera
nunca reducirse a la mera información acerca de la sexualidad.
Esta cuestión se aborda con amplitud y hondura en un documento del
Magisterio que ya hemos citado, Sexualidad humana: verdad y significado.
En él se recuerda que «la Iglesia se opone firmemente a un sistema de
información sexual separado de los principios morales, tan frecuentemente
difundido, que no es sino una introducción a la experiencia del placer y un
estímulo para perder la serenidad, abriendo el camino al vicio desde los
años de la inocencia» [72] y propone cuatro principios generales sobre la
información que se debe dar respecto a la sexualidad, que resumimos:
a) Todo niño es una persona única e irrepetible y debe recibir una
información individualizada.
b) La dimensión moral debe formar siempre parte de las explicaciones.
c) La educación en la castidad y las oportunas informaciones sobre la
sexualidad deben ofrecerse en el más amplio contexto de la educación al
amor.
d) Los padres deben dar una información con extrema delicadeza, pero
de forma clara y en el tiempo oportuno [73].
Y es que la sexualidad, en tanto que función digna y valiosa de la
persona humana, no puede limitarse a la mera genitalidad, sino que, «por
ser libre ejercicio e implicar forzosamente a otra persona, supone también
un conjunto de actitudes y valores que lógicamente superan el restringido
ámbito de lo meramente informativo» [74]. El problema sexual no es, pues,
un asunto puramente biológico y, por lo tanto, la educación sexual no es un
tipo de educación que pueda realizarse con independencia de los otros
aspectos educativos: el intelectual, el social, el moral. La educación sexual
es uno de los aspectos o contenidos de la educación en el que influyen los
otros aspectos. No se puede plantear el problema de la educación sexual
prescindiendo de los aspectos morales, religiosos y sociales de la educación
en conjunto.

5.4. Contenidos de la educación sexual


Digamos finalmente, a modo de resumen, que la educación en la
sexualidad debe afrontar una multitud de contenidos muy diversos [75], ya
que en esa tarea se conjuntan muchas disciplinas (psicología, antropología,
fisiología, psiquiatría, religión, etc.). Esos contenidos van desde las
diferencias individuales a la afectividad, de la diferenciación sexual a la
comunicación interpersonal, desde la distribución de responsabilidades
hasta las limitaciones éticas del comportamiento sexual. Entre los
principales objetivos que debería reunir cualquier programa de educación
sexual, citamos los siguientes, siguiendo a Polaino: «suministrar la
información necesaria sobre esta materia; delimitar cuál es la finalidad,
sentido y significado de la sexualidad humana en el marco de una
antropología realista; informar acerca de las diferencias psicobiológicas
entre el hombre y la mujer, además de explicar proporcional y
adecuadamente, según la edad, las relaciones sexuales en el ámbito del
matrimonio; contribuir a disminuir o extinguir los temores y ansiedades que
habitualmente surgen por miedo al desajuste o al fracaso sexual; fomentar
la comprensión entre los cónyuges, mejorando su comunicación
interpersonal y redistribuyendo mejor las cargas y responsabilidades que
cada uno debe asumir; y ofrecer un código ético congruente y los principios
en que aquel se funda, de manera que cada educando pueda realizar en sí y
llevar a término los valores morales por los que opte en este ámbito» [76].

6. DE LA ADOLESCENCIA A LA SENECTUD

La adolescencia es el periodo de tiempo comprendido entre la infancia y


el estado adulto, durante el cual el cuerpo completa su crecimiento. En este
periodo tiene lugar la pubertad.
La pubertad abarca un periodo variable de años a lo largo de los cuales se
va produciendo paulatinamente el paso de niña a mujer, de niño a hombre,
como consecuencia de las modificaciones funcionales del sistema
endocrinológico.
6.1. Menarquia y pubertad

Por menarquia se entiende la fecha en que la niña tiene su primera


menstruación, hecho que ocurre a lo largo de la pubertad, alrededor de los
12-14 años, con oscilaciones que varían según la raza y la constitución. La
pubertad es toda una época en la vida de la mujer. La menarquia es
solamente una fecha. El comienzo de las menstruaciones habitualmente no
se acompaña de fertilidad; pasa un tiempo, variable, desde la menarquia
hasta que la mujer puede ser fecundada. Cuando la mujer adquiere esta
capacidad se dice que es núbil.
En ese tiempo, se deposita grasa debajo de la piel y, de ese modo, la cara,
muslos y caderas adquieren forma más redondeada. También comienza el
desarrollo de las mamas y crece el vello en el pubis, así como en las axilas.
En ese momento comienza la menstruación, al principio de forma irregular,
y después acoplándose al ciclo mensual regular. Las mamas aumentan de
tamaño y el cuerpo continúa haciéndose más redondeado durante varios
años después del comienzo de la menstruación. La aparición y el desarrollo
de los caracteres secundarios en la mujer contribuyen y facilitan su
identificación con el cometido sexual femenino.
Paralelamente a estos cambios, que afectan al desarrollo físico de la niña,
su psicología adquiere caracteres peculiares, desarrollándose la
personalidad y carácter de la mujer [77]. La educación y el medio en que la
niña vive, influyen de forma decisiva en la adquisición de hábitos.
En los niños, la pubertad comienza entre los 14 y 17 años. Antes, el pene
y los testículos son pequeños, y no hay vello en el pubis ni en las axilas. En
la pubertad comienza a crecer el pelo en esas zonas, y los órganos sexuales
aumentan de tamaño. Al mismo tiempo, la estatura de los niños aumenta de
tal modo que generalmente son más altos que las niñas de la misma edad.
También aparecen otros cambios físicos: en las mejillas y barbilla comienza
a crecer el pelo, la voz se vuelve más ronca y los hombros se hacen más
anchos.
El resultado final de todos estos cambios, excepto a los que afectan a los
órganos sexuales, se denominan caracteres sexuales secundarios. Su
aparición se rige por modificaciones hormonales, pero ya hemos advertido
anteriormente el peso de los factores socioculturales. Los estudiaremos más,
al analizar los distintos trastornos de la sexualidad.

6.2. «Esquema corporal»

Estos cambios biológicos corporales masculinos y femeninos necesitan


ser comprendidos y aceptados por los adolescentes. Se trata de conocer lo
que se conoce en Psicología se llama «esquema corporal» [78], es decir, la
percepción del propio cuerpo y de su representación: lo que se suele
denominar autoimagen.
Esta percepción corporal tiene diferente peso en el varón y en la mujer
(también en su patología), pero su importancia es grande en ambos. Como
dice R. Allers [79], lo que ocupa el centro de cuanto acontece durante la
pubertad no es la llegada a la madurez sexual y las vivencias que con ella se
relacionan, sino más bien la formación del yo definitivo. Durante la
adolescencia, se le revela al ser humano por primera vez el carácter
problemático de su existencia y aparece la inseguridad. Psíquicamente, la
adolescencia viene caracterizada por el predominio del «yo», del
egocentrismo, y por una actitud defensiva frente a todo aquello que se
estima como una amenaza. El muchacho de esta edad solo sabe conjugar el
«yo», no el «tú», ni el «nosotros»; para él solo existe el «hoy», no el
«mañana»; comprende perfectamente la «superioridad» y parece
desconocer todo aquello que suponga «inferioridad» [80]. Un excelente
resumen viene hecho en Sexualidad humana: verdad y significado: la
pubertad es «el momento del descubrimiento de sí mismos “y del propio
mundo interior; el momento de los proyectos generosos, en que brota el
sentimiento del amor, así como los impulsos biológicos de la sexualidad,
del deseo de estar con otros; tiempo de una alegría particularmente intensa,
relacionada con el embriagador descubrimiento de la vida. Pero también es
a menudo la edad de los interrogantes profundos, de las búsquedas
angustiosas e incluso frustrantes, de desconfianza en los demás y del
repliegue peligroso sobre sí mismo; a veces también el tiempo de los
primeros fracasos y de las primeras amarguras” (Juan Pablo II, Exh. ap.
Catechesi tradendae, 16-X-1979, n. 38)» [81]. Resultaría por eso
excesivamente simplista querer reducir todas las dificultades de esos años
de la vida al despertar del instinto sexual.
Por otro lado, la espiritualidad de la juventud, explica Allers, es
«humanista», se caracteriza por la fe en el poder del Hombre, capaz de
renovar el mundo [82]. Habrá que procurar preservar esa fe, pero
conservándola dentro de las fronteras de la condición humana. El joven
debe aprender que no es el creador de las cosas, sino que está llamado a
colaborar de manera creadora, sin permitir que el idealismo de la juventud
se hunda en la mediocridad.
Desde el punto de vista de la orientación en los problemas que pueden
plantearse en esta etapa de la vida, hay que recordar que «la juventud, por
regla general, posee una sensibilidad más viva para determinados
problemas de la existencia humana. Del mismo modo que a la persona
joven le afecta más cualquier injusticia y se entusiasma más fácilmente por
cualquier forma de grandeza, así también se muestra a menudo más
permeable a los problemas últimos, aun cuando le falte por un lado el
instrumental adecuado y asimismo, la posibilidad de entrever estas
cuestiones en toda su profundidad» [83].
Por el contrario, es conocida la «indiferencia» de los adultos que
califican las inquietudes juveniles como «superfluas»: «Cuando yo era
joven, también sentía esas inquietudes, pero al hacerme mayor, he
aprendido a colocarlas en su justo lugar...».

6.3. Climaterio y menopausia

Por climaterio se entiende el periodo de tiempo que va desde el final de


la madurez sexual a la senectud. A lo largo de este periodo tiene lugar el
cese de las menstruaciones; a este fenómeno se le llama menopausia (fecha
de la última regla). El climaterio comprende por tanto todo el periodo de
tiempo, antes y después de la menopausia, durante el cual, paulatinamente,
cesa la actividad ovárica y declina la actividad sexual de la mujer. Este
periodo de tiempo dura aproximadamente unos diez años, de los 45 a los
55.
La menopausia se establece alrededor de los 48-50 años, con amplias
variaciones raciales y constitucionales [84]. En esta época de su vida la
mujer se encuentra en plena actividad social y profesional; de ahí que, en
ocasiones, pequeñas molestias «propias de esa edad» precisen tratamiento.
La reducción en la producción de estrógenos por el ovario es la causa
fundamental del síndrome climatérico. Sin embargo, el hipotálamo y la
hipófisis mantienen en esta época un buen funcionamiento, lo que hace
pensar que es el ovario el que agotó su función a lo largo de la época de
madurez sexual de la mujer. Es precisamente ese agotamiento ovárico el
que determina la aparición del climaterio.
Al declinar la función ovárica, el hipotálamo e hipófisis modifican su
comportamiento, lo que contribuye a la aparición de una distonía
neurovegetativa. Aparecen sofocos, cefaleas, palpitaciones, sudoración,
mareos, etc., que, sumados a pequeñas alteraciones psíquicas, contribuyen a
configurar la sintomatología del síndrome climatérico.
Como consecuencia del déficit estrogénico, la mujer climatérica es más
propensa a enfermedades cardiovasculares, así como a la aparición de
osteoporosis y obesidad.
La disminución en la producción hormonal del ovario provoca el cese de
la actividad menstrual, no siendo infrecuentes las hemorragias en esta
época. El endometrio disminuye su espesor y paulatinamente se atrofia.
También la vagina y los genitales externos son asiento de procesos
regresivos, propios del paulatino envejecimiento. A ese declinar de cierto
tipo de funciones, pueden añadirse manifestaciones somáticas de cierta
virilización; teniendo en cuenta la importancia que la mujer da a su aspecto
físico, este hecho representa un papel importante.
El climaterio se extiende desde el inicio del envejecimiento ovárico hasta
su completo reposo. Su duración oscila entre diez y quince años. Pre y
postmenopausia son las épocas anteriores y posteriores a la última regla. La
premenopausia dura de uno a tres años, mientras que la postmenopausia es
más larga (7-10 años). En la menopausia cesa en primer lugar la función del
cuerpo lúteo. La eliminación estrogénica comienza a descender ya al final
de la tercera década de la vida o a principios de la cuarta, pero se manifiesta
claramente hacia los 40 años. La producción de gonadotropinas va subiendo
lentamente a partir de la época premenopáusica, luego hay un lento
descenso durante la senectud. El síndrome premenopáusico se caracteriza
por irregularidades del ciclo menstrual.

6.4. Modificaciones psicológicas

Además de la sintomatología expuesta, a lo largo del climaterio aparecen


síntomas que podemos denominar como psicológicos, y resulta difícil decir
si son tales, o si son secundarios al déficit de estrógenos. Hoy se acepta una
relación indudable entre el hecho biológico (déficit de estrógenos) y la
aparición de síntomas psicológicos, que afectan a cada mujer según la
reactividad propia de su personalidad.
En este periodo, las mujeres casadas pueden sentirse en condiciones de
inferioridad respecto al marido, por no tener ya la posibilidad de procrear,
pues en el varón esa posibilidad dura muchos años más que en la mujer. Es
clásico el «miedo al embarazo» que tienen bastantes mujeres en esa etapa,
lo cual hace muy problemática la convivencia conyugal en esos años.
Los trastornos psíquicos producidos por la menopausia suelen ser
pasajeros. Aunque algunas veces pueden llegar a requerir tratamiento
médico, normalmente se superan con medios ascéticos, descanso y alguna
medicación sumaria. Lo normal es que la mujer se adapte a esa nueva
situación, aun después de un periodo particularmente susceptible y hostil
frente a su ambiente habitual.
Por otra parte, ese periodo en la mujer ofrece también un sentido muy
positivo: la mayor madurez alcanzada a esa edad, permite cumplir mejor
otras funciones e ideales.
6.5. Climaterio masculino o andropausia

Por analogía, puede hablarse también de climaterio masculino, aunque


actualmente se prefiere usar el término de «andropausia». Pero en el
hombre no ofrece un acento tan marcado. También pueden aparecer
trastornos de naturaleza psíquica (irritabilidad, insomnio, tendencia a la
depresión). Aunque con los años cesa la actividad espermatogénica, no
desaparece el componente psíquico de la sexualidad (en algunos casos
incluso se refuerza) [85].
Por lo que se refiere a la vida sexual en este largo periodo de la madurez,
tanto en el hombre como en la mujer, aunque de ordinario se trata de una
etapa de bonanza, no faltan sin embargo amenazas y peligros. Polaino-
Lorente [86] señala los siguientes:
a) la rutina, un cierto conformismo formalizado, que acaba paralizando
las relaciones sexuales. Frente a ello, la solución es la renovación
permanente, «hasta conseguir hacer reverdecer las viejas ilusiones y
recuperar los proyectos utópicos que antaño iluminaron el encuentro» [87];
b) el peligro de refugiarse en el trabajo. Se ha descrito el «síndrome del
yuppi», para marcar la aparente preferencia del hombre de negocios (pero
también de la mujer) por su trabajo, en lugar de por su pareja; el peligro de
centrar la vida en la autorrealización personal en lugar de la
autorrealización conyugal, que puede llevar –si no se pone remedio– al
fracaso en las relaciones conyugales;
c) puede darse –sobre todo en el varón– el enrarecimiento del carácter y
la inhibición sexual, como consecuencia de los resultados más o menos
malos de su vida profesional (no haber llegado al «techo» profesional,
imposibilidad de lograrlo, etc.). Esto lleva, incomprensiblemente, a la
desilusión familiar y conyugal y hasta a la abstención en las relaciones
conyugales;
d) finalmente, puede aparecer la soledad y la pérdida del entusiasmo,
que, muchas veces, procede de anteriores incomprensiones que no se
supieron resolver.
En cualquier caso, para remontar y superar estas situaciones es preciso
apelar una y otra vez al esfuerzo y a la creatividad de la imaginación.
Para una posible orientación pastoral, hay que ayudar a todo aquel que
entra en ese periodo a reajustar su espíritu a esa nueva situación. Hay que
darle un sentido positivo: el de una vida madura, más ponderada y serena,
con la eficacia de la experiencia. De ello hablaremos en el cap. IX, 5, al
tratar de la madurez.

7. EL CELIBATO

Puede darse el caso de una renuncia al ejercicio de la sexualidad por


motivos puramente naturales, como sucede, por ejemplo, en personas que
por tener que cuidar de sus padres o de otros parientes, deciden vivir
célibes. En la atención pastoral de estas personas –recordándoles que su
situación les ofrece grandes posibilidades de ayuda a los demás– habrá que
facilitarles los medios espirituales para que puedan afrontarla con visión
sobrenatural. Las exigencias de la castidad en este caso pueden resultar
duras, quizá más en el varón. Al no mediar motivos sobrenaturales, es
preciso llevarles poco a poco a una vida de piedad que les haga comprender
el valor de esta virtud [88].
Pero la razón más poderosa para esta renuncia proviene de motivos de
orden sobrenatural; es la de aquellas personas, hombres y mujeres, que
siguiendo el consejo de Jesucristo, «se han hecho eunucos por el Reino de
los Cielos» (Mt 19, 10-12).
Hay que hacer notar, sin embargo, que el celibato no es condición
privativa de ninguno de los estados o clases de fieles que existen en la
Iglesia: lo viven los sacerdotes, los religiosos y también muchos fieles
laicos, que han seguido de este modo la peculiar llamada de Dios [89]. Es
claro que el laico puede abrazar esta condición, sin que por ello quede, en
modo alguno, modificada o disminuida, ni teológica ni jurídicamente, su
condición de laico en la Iglesia. Pero el celibato, aunque no pertenezca a la
esencia del sacerdocio, se exige sin embargo a los sacerdotes en la Iglesia
Católica: «La Iglesia, convencida de las profundas motivaciones teológicas
y pastorales que sostienen la relación entre celibato y sacerdocio, e
iluminada por el testimonio que confirma que también hoy –a pesar de los
dolorosos casos negativos– la validez espiritual y evangélica en tantas
existencias sacerdotales, ha confirmado en el Concilio Vaticano II y
repetidamente en el sucesivo Magisterio Pontificio, la “firme voluntad de
mantener la ley, que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para
los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito latino”» [90].
La cuestión ha sido estudiada desde muchos puntos de vista: teológico,
histórico [91], pastoral, psicológico, etc., en los que no podemos
detenernos. Digamos, como idea madre, que el celibato –«novedad
innegable vinculada a la Encarnación» y «gracia especial por parte de Dios»
[92]– introduce al varón y a la mujer en el misterio esponsal de la unión con
Cristo y con la Iglesia. En la renuncia a la paternidad/maternidad física, el
corazón humano es colmado por la superabundancia del amor divino que lo
hace capaz de ofrecer la propia vida por los demás, especialmente los más
débiles, los indefensos, los inocentes, los abandonados, como dan ejemplo
tantas y tantas instituciones de la Iglesia a lo largo de los siglos [93]. Aquí
analizamos sólo los aspectos médico-pastorales.

7.1. Dificultades

Hubo épocas en que se llegó a pensar que la abstinencia sexual podría ser
causante de algunas enfermedades mentales [94]. Esta afirmación es
insostenible desde el punto de vista científico. Muchos psicólogos y
psiquiatras de prestigio lo confirman. Basta recordar a Adler, Allers,
Binswanger, von Gebsattel, Frankl, Boss, etc., que han fundado un saber
verdaderamente moderno sobre la normalidad y la patología humana; ellos
insisten en que sólo cuando la abstención sexual es vivida como represión o
negación de la sexualidad podría crear problemas. Vivida positivamente,
como «afirmación gozosa», se convierte en liberadora [95].
Más recientemente, se esgrimen argumentos pretenciosos, acusando al
celibato de espiritualismo desencarnado, como si la continencia comportara
desconfianza o desprecio de la sexualidad [96]. Ya nos hemos referido a la
bondad del sexo (cfr. epígrafe 4). No hace falta añadir que el sacerdote y, en
general, toda persona que renuncia al matrimonio «propter regnum
coelorum», vive el celibato con libertad interior, con motivaciones
evangélicas y fecundidad espiritual [97], en un horizonte, en suma, de
convencida y alegre fidelidad a la propia vocación y misión [98].

7.2. Remedios

«Puesto que el carisma del celibato, aun cuando es auténtico y probado,


deja intactas las inclinaciones de la afectividad y los impulsos del instinto,
los candidatos al sacerdocio necesitan una madurez afectiva que capacite a
la prudencia, a la renuncia a todo lo que la pueda poner en peligro, a la
vigilancia sobre el cuerpo y el espíritu, a la estima y respeto en las
relaciones interpersonales con hombres y mujeres» [99]. Estas palabras,
referidas directamente a los candidatos al sacerdocio, pueden aplicarse
igualmente a todas las personas que viven el celibato. Por ello, para
garantizar y custodiar este carisma en un clima de sereno equilibrio y de
progreso espiritual se deben poner en práctica algunas recomendaciones.
Las que se aconsejan son, entre otras, las siguientes:
a) prudencia al relacionarse con personas cuyo trato puede poner en
peligro la personal honestidad o resultar escandaloso en los fieles [100].
Juan Pablo II señalaba que «una ayuda valiosa podrá hallarse en una
adecuada educación a la verdadera amistad, a semejanza de los vínculos de
afecto fraterno que Cristo mismo vivió en su vida (cf. Jn 11.5)» [101];
b) procurar vivir las «normas ascéticas, que han sido garantizadas por la
experiencia de la Iglesia, y que son ahora más necesarias debido a las
circunstancias actuales, por las cuales prudentemente evitarán frecuentar
lugares y asistir a espectáculos, o realizar lecturas que pueden poner en
peligro la observancia de la castidad en el celibato» [102];
c) una sincera vida de piedad, fundamentada en la comunión con Cristo y
alimentada con la oración, la frecuencia de los Sacramentos y una tierna
devoción a Santa María Virgen. El celibato encuentra su más alta razón de
ser en el amor a Dios. No se trata sólo de estar disponibles a las necesidades
de los demás, lo cual es muy conveniente para el desarrollo de la propia
vocación, sino de vivir enamorados. El hombre o la mujer célibes, que
viven de amor a Dios y –por Dios– a los demás, encuentran motivos para
que su continencia no sea una carga, sino que la vivan –afirmaba el Beato
Josemaría Escrivá– como una «afirmación gozosa» [103].

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CAPÍTULO VIII
MATRIMONIO Y SEXUALIDAD

Miguel Ángel Monge con la colaboración del Dr. Guillermo López García
El matrimonio constituye el marco adecuado para el ejercicio de la
sexualidad. La enseñanza moral católica es clara: el único lugar apto para
vivir la sexualidad es el matrimonio [1]. En ese caso, la sexualidad no sólo
es legítima sino que se convierte en «un signo y garantía de comunión
espiritual» [2]. Procurando y gozando del placer sexual, los esposos no sólo
no hacen nada malo [3] sino que cumplen el plan previsto por Dios: «Los
actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son
honestos y dignos, y, realizados de modo verdaderamente humano,
significan y fomentan la recíproca donación, con la que se enriquecen
mutuamente con alegría y gratitud» [4]. Esto no quiere decir, sin embargo,
que cualquier uso de la sexualidad entre los casados es ya por sí mismo
honesto. Puede haber también abusos y errores. Existe por eso, también
para los casados, una virtud, la castidad: «Todo bautizado es llamado a la
castidad. El cristiano se ha “revestido de Cristo” (Gá 3, 27), modelo de toda
castidad. Todos los fieles de Cristo son llamados a una vida casta según su
estado de vida particular. En el momento de su Bautismo, el cristiano se
compromete a dirigir su afectividad en la castidad» [5]. Las personas
casadas están llamadas a vivir la castidad conyugal, que debe vivirse
igualmente en el tiempo de preparación para el matrimonio [6].
Analizamos a continuación algunas cuestiones relacionadas con la
preparación para el matrimonio, la intimidad conyugal, el embarazo en las
madres mayores, los posibles riesgos de la cesárea y diversos aspectos
médico-pastorales de la regulación de la natalidad.
1. EL NOVIAZGO

Según el Diccionario de la Real Academia, novio/a es aquel o aquella


que «mantiene relaciones amorosas en expectativa a futuro matrimonio». Se
trata, pues, de una situación de tránsito en las relaciones entre un hombre y
una mujer antes de casarse. Situación no institucionalizada, que ha tenido a
lo largo de la historia formas diversas (recuérdense los esponsales, la
petición de mano, etc.), que pese a todo se mantiene de manera más o
menos informal [7].

1.1. El noviazgo en la época actual

El noviazgo en su forma actual se caracteriza por una mayor libertad e


independencia de criterio, frente a lo que era práctica habitual en otras
épocas, a la hora de elegir pareja. A la vez la relación hombre-mujer en el
matrimonio se va alejando de los patrones tradicionales. Pero siempre será
el tiempo de conocerse recíprocamente en cuanto a carácter, sentimientos,
gustos, aficiones, ideales de vida, religiosidad, exigencias para un
compromiso conyugal, etc. Puede ser también una excelente escuela de
formación de la voluntad, que combate el egoísmo, fomenta la generosidad
y el respeto, estimula la reflexión y el sentido de responsabilidad [8]. Es, en
definitiva, el tiempo de preparación al matrimonio, tiempo que no debería
ser ni demasiado corto (pues no se alcanzaría verdadero conocimiento), ni
demasiado largo, que podría constituir una pérdida de tiempo, con perjuicio
sobre todo para la mujer, y ocasión de tentaciones. El Magisterio lo presenta
como «una preparación a la vida en pareja, que presentando el matrimonio
como una relación interpersonal del hombre y de la mujer a desarrollarse
continuamente, estimule a profundizar en los problemas de la sexualidad
conyugal y de la paternidad responsable, con los conocimientos médico-
biológicos que están en conexión con ella, y los encamine a la familiaridad
con rectos métodos de educación de los hijos, favoreciendo la adquisición
de elementos de base para una ordenada conducción de la familia (trabajo
estable, suficiente disponibilidad financiera, sabia administración, nociones
de economía doméstica, etc.)» [9].
En todo caso, «el noviazgo debe ser una ocasión de ahondar en el afecto
y en el conocimiento mutuo. Y, como toda escuela de amor, ha de estar
inspirada no en el afán de posesión sino por el espíritu de entrega, de
comprensión, de respeto, de delicadeza» [10].

1.2. Noviazgo y castidad

Un aspecto concreto en la dirección espiritual de los novios es orientarlos


en los temas relacionados con la virtud de la castidad, en concreto en cómo
vivir la sexualidad dentro del noviazgo. Es actualmente muy frecuente la
confusión acerca de los criterios morales en las relaciones entre personas
jóvenes no casadas de distinto sexo; y no sólo entre los mismos interesados,
sino también entre los padres, educadores y otras personas que intervienen
de algún modo en su formación. Incluso cuando se trata de cristianos de
recta conciencia, es fácil que la presión de un ambiente hedonista les lleve
al acostumbramiento y a la condescendencia con ciertas prácticas en el trato
social que no son ni cristianas ni conformes a la ley moral.
Digamos de entrada que la castidad en el noviazgo tiene en general las
mismas características que la de los demás célibes. Tan sólo cambia la
motivación para ciertas conversaciones más personales y algunas
demostraciones de afecto, que no sean ocasión de pecado. Ante la
perspectiva concreta, real, y relativamente próxima, de matrimonio –aunque
no exista la certeza de que se llegará a contraerlo– cabe hablar de una nueva
situación en la que el compromiso tiene garantías objetivas y externas de
estabilidad, como son la edad, la situación profesional, la maduración del
conocimiento recíproco, etc. En esas circunstancias, pueden ser moralmente
rectas ciertas manifestaciones de amor mutuo, delicadas y limpias, que no
encierren ni siquiera implícitamente una intención torcida, y que en todo
caso se han de cortar enérgicamente si llegaran a representar una tentación
contra la pureza, en los dos o en uno solo [11]. Expresiones de cariño que
no son «en parte iguales y en parte diversas» a las propias de los cónyuges,
sino esencialmente diversas, como es diverso su compromiso de pacto
matrimonial, y que, por tanto, han de estar presididas por el peculiar respeto
recíproco que se deben dos personas que aún no se pertenecen: «Los novios
están llamados a vivir la castidad en la continencia. En esa prueba han de
ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y
de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios. Reservarán para el
tiempo de matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor
conyugal» [12].

1.3. Duración del noviazgo

La prudencia cristiana ha aconsejado siempre que la duración del


compromiso antes del matrimonio sea relativamente breve. Eso no significa
que no deba haber un profundo conocimiento mutuo, sino que para alcanzar
ese conocimiento es suficiente una etapa de trato recíproco y de amistad
previa al establecimiento del compromiso. Por tanto, en este período, las
manifestaciones de confianza que resultan adecuadas se miden por los
cánones propios de la amistad en general, no con aquellos del compromiso
del matrimonio.
Es frecuente, sobre todo en personas bastante jóvenes, que deseen
establecer muy pronto un compromiso de este tipo, porque confunden la
convicción subjetiva de la seriedad de sus intenciones con la realidad
objetiva de la situación en que se encuentran. En estos casos puede suceder
que, aun queriendo excluir comportamientos que son ocasión próxima de
pecado, piensen equivocadamente que la firmeza de su decisión les autoriza
a tener expresiones de confianza y de afecto más íntimas que las que son
propias de una mera amistad. Permitirse tales manifestaciones cuando
prevén una larga permanencia en esa situación, es una imprudencia seria,
pues se habitúan a un régimen de intimidad que les expone a tentaciones
graves y que, en sí mismo, empaña la limpieza de sus relaciones y lleva
muchas veces a un oscurecimiento de la conciencia.
Desaconsejar este tipo de trato no supone pensar mal ni ver malicia
donde no la hay; es, por el contrario, advertir con prudencia –con realismo–
el peligro de ofender a Dios, y de que la concupiscencia, alimentada por esa
intimidad inapropiada, llegue a presidir las relaciones recíprocas,
determinándolas reductivamente por la atracción sexual, lo cual no les une
sino que los separa [13]. Comportándose de ese modo, llegarían a verse el
uno al otro, progresivamente, más como un objeto que satisface el propio
deseo que como una persona a la que el amor inclina a darse [14].
Sin descender a la casuística, nada impide que los novios tengan aquellas
manifestaciones de afecto y de cariño que se consideran correctas en un
ambiente cristiano. Existe una pregunta que, con frecuencia, se plantea:
¿hasta dónde se puede llegar?, que no tiene respuesta, ya que «cada etapa de
la maduración humana, espiritual y cristiana, del amor debe tener sus
expresiones afectivas y físicas apropiadas» [15]. Es normal que los
prometidos se manifiesten sensiblemente su amor [16], pero con la reserva
que llama al rechazo de pasar hacia la unión sexual. Es claro que la moral
cristiana no contempla como legítimas las relaciones prematrimoniales [17].

2. CASTIDAD CONYUGAL

La vocación de la persona humana al amor se realiza en dos formas: el


amor conyugal y el amor virginal o celibato [18]. En ambos casos, se
requiere el compromiso de vivir la castidad de acuerdo con el propio estado
y situación [19].
En la tarea de integración de la sexualidad en el bien de la persona
(respetar la verdad, el significado y el bien de la sexualidad) la criatura
humana encuentra no pocas dificultades, debido al desorden introducido por
el pecado original. El ser humano experimenta que se ha quebrado la
armonía de la sexualidad en la unidad interior de su ser corpóreo-espiritual
y también en las relaciones personales entre el hombre y la mujer. Este es el
cometido de la castidad, que no es la negación de la sexualidad, sino su
salvaguardia (Baerdiaef), ya que su tarea es poner orden en el mundo de la
sexualidad. El Beato Josemaría Escrivá, refiriéndose a la castidad conyugal,
ha escrito: «No hay amor humano neto, franco y alegre en el matrimonio si
no se vive esa virtud de la castidad, que respeta el misterio de la sexualidad
y lo ordena a la fecundidad y a la entrega [...] Aseguro a los esposos que no
han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación
es la base de la vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten
mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con
naturalidad, con modestia. Les diré también que las relaciones conyugales
son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas
a la fecundidad, a los hijos» [20]. Los tratados de Moral definen la castidad
como la virtud que orienta la actividad de la sexualidad hacia su propio
bien, integrándolo en el bien de la persona. De ese modo, se convierte en la
«afirmación gozosa de quien sabe vivir el don de sí, libre de toda esclavitud
egoísta» [21].
No nos corresponde aquí tratar de los aspectos concretos de la virtud de
la castidad, que se estudian en los tratados de Moral. Ya nos hemos referido
a algunos temas en relación con el noviazgo y abordamos ahora el de la
intimidad conyugal, que en ocasiones –por falta de información– pueden ser
mal entendidos.

3. INTIMIDAD CONYUGAL

Con esta expresión nos referimos al conjunto de actos propios de la vida


matrimonial. La vida sexual dentro del matrimonio no es un simple acto
físico: la llamada cópula. Lleva consigo un conjunto de expresiones
amorosas (besos, caricias, conversaciones, etc.) que preparan, disponen y
enriquecen el acto sexual. Por lo mismo, se trata de acciones íntimas que no
resulta oportuno vividas ante la mirada de los demás. Siendo buenas en sí
mismas, pertenecen a lo íntimo de las personas y no parece oportuno
mostrarlas en público. Los esposos, en el desarrollo de sus expresiones
amorosas, atenderán a estos detalles, cuidando el pudor delante de la familia
y de los amigos.

3.1. Hombre y mujer ante el apetito sexual


Conviene tener en cuenta en relación con este tema, un importante
elemento de la psicología diferencial. El deseo sexual se despierta de
manera diferente en el hombre y en la mujer. Se ha dicho que «en el hombre
nace el amor a través del deseo; en la mujer el deseo, a través del amor». El
hombre se excita sexualmente más rápidamente que la mujer; en ésta, la
curva de la excitación es más suave. La mujer, para despertar el deseo
sexual necesita primero la «seducción» mental, es decir, sentirse amada.
Puede encontrar frustración cuando el hombre se da demasiada prisa por
llegar a su objetivo, lo que demuestra que le interesa más obtener placer que
regalarlo.
R. Allers [22], representante de la «Tercera Escuela Vienesa» de
Psicología (centrada en el Análisis existencial y la Logoterapia), explica
esta diferencia con la siguiente metáfora: en el hombre, los episodios
sexuales se parecen a «estallidos» o erupciones (la apetencia estalla de
manera abrupta, alcanza verticalmente su punto culminante y luego vuelve
rápidamente al nivel de partida). En cambio, en la mujer se presenta como
una ola amplia, en la que la excitación sexual va aumentando
paulatinamente y luego disminuye en la misma forma. Afirma también
Allers que la diferencia más notable parece ser el hecho de que la
sexualidad femenina, una vez despertada, ya no vuelve a descender a nivel
cero. La razón que aduce es que, en la mujer, lo sexual se halla de algún
modo más cerca del meollo de la personalidad [23].

3.2. La afectividad

Importante es igualmente conocer la diferencia en el modo de vivir la


afectividad. «La mujer, explica Soria, vive su afectividad de un modo más
universal –simpatiza y vibra más de acuerdo con los tonos emocionales de
lo que la rodea– y más integral, porque suele empeñar más el yo en lo que
quiere; el hombre adopta ante las cosas una actitud más independiente,
interponiendo una muralla de objetivación entre sí mismo y lo que le rodea,
y no es apresado de modo tan vital por las circunstancias. La mujer se da
más a la presentación, a los matices, a los símbolos –quizá en sí
insignificantes–, pero importantes para ella porque expresan una atención;
el hombre se adhiere más a lo concreto, a lo sólido» [24]. Por eso, concluye
nuestro autor, «si se descuidan estas particularidades, la mujer puede irritar
al marido, que la encontrará sentimental o complicada; y el marido
molestará a la mujer, que lo encontrará grosero o indiferente» [25].
Si el matrimonio es fruto del amor, puede decirse que también el amor es
fruto del matrimonio, y el «arte de amar» no puede ser el conjunto de
técnicas más o menos sofisticadas para buscar el placer carnal, sino la
ciencia de hacer durar y de acrecentar ese amor. Y es que el amor, como
todo lo humano, está en continuo cambio y no es capaz de subsistir sin una
continua renovación; de ese modo, se mantiene el amor en sí mismo y se
salvaguardan muchos otros bienes que dependen de la existencia del amor
humano en el hogar. Lo que parece claro es que el amor humano no puede
reducirse a las relaciones físicas, sino que necesita un clima afectivo de
ternura y de entrega mutuas, que son indispensables para la realización de la
virtud y del mismo amor. Como explica K. Wojtyla: «Puesto que el
organismo de la mujer tiene la particularidad de que su curva de excitación
sexual es más larga y lenta, la necesidad de ternura en el acto físico, tanto
antes como después, posee una justificación biológica. Si se tiene en cuenta
que en el hombre la curva de excitación es más corta y rápida, es posible
afirmar que un acto de ternura por su parte en las relaciones conyugales
adquiere la importancia de un acto de virtud, de virtud de continencia,
precisamente, e indirectamente de amor» [26].

4. EL EMBARAZO

Desde el momento en que el óvulo ha sido fecundado por el


espermatozoide, da comienzo una nueva vida, una vida que se desarrolla en
el interior de la mujer y a sus expensas. Se dice entonces que la mujer ha
quedado embarazada.

4.1. Modificaciones en la mujer


El diagnóstico del embarazo suele ser sencillo la mayoría de las veces y
se basa en la amenorrea (no aparición de la regla) y en el aumento del
tamaño del útero. Los médicos señalan unos signos de presunción y de
probabilidad de embarazo (náuseas, vómitos, irritabilidad, trastornos del
sueño, ciertas modificaciones genitales, etc.) y otros ciertos, que con
seguridad permiten afirmar la existencia de una gestación (pruebas
inmunológicas). Como ya hemos dicho, un signo precoz de embarazo es la
falta de menstruación.
En algunos momentos de la historia de la Medicina, se llegó a considerar
a la mujer embarazada «casi una enferma y el embarazo una enfermedad de
nueve meses» (Mauriceau), dada la posibilidad de alteraciones patológicas
consecutivas al embarazo y al parto. Otros, sin atreverse a considerarlo
patológico, lo han catalogado como un estado neutro, señalando que se trata
de una situación especial de la mujer en que con extrema facilidad se pasa
del estado de salud al de enfermedad. En la actualidad, con el notable
desarrollo de la Obstetricia, se considera a la mujer embarazada como
normal.
Conviene resaltar que todo embarazo constituye una simbiosis armónica
y homogénea entre el huevo y el organismo materno, es decir «la madre y el
feto constituyen una unidad biológica» (Seitz). Esto lleva consigo en la
mujer una serie de modificaciones anatómicas, fisiológicas y psicológicas:
– Anatómicas, tanto genital es como extragenitales: se produce
hiperplasia y gran vascularización genital, hipertrofia tiroidea y hepática,
etc. [27].
– Biológicas: el huevo fecundado pasa por diversas etapas: mórula,
blástula, etc.; el trofoblasto se pone en contacto con el endometrio, al que
perfora y va como excavando un lecho o cámara en la que se alojará el
huevo.
– Notable importancia adquieren las modificaciones hormonales: los
estrógenos (en sangre y orina) experimentan un aumento extraordinario a lo
largo de la gestación, y con el parto sufren un brusco descenso; la
progesterona aumenta inmediatamente después de la fecundación y hacia el
cuarto mes se inicia su regresión.
– Importantes son también las modificaciones psicológicas en forma de
alteraciones del carácter, irritabilidad, antojos, etc. [28].

4.2. Cuidados de la mujer embarazada

El embarazo, debido a esas modificaciones que conlleva, puede influir –y


de hecho, influye– en la vida de la mujer. Ésta, sin embargo, deberá
mostrarse en todo momento alegre y esperanzada, aceptando de buen grado
los sacrificios que esa situación pueda suponer. Si el hijo ha sido querido y
deseado, resultará fácil. En todo caso, los controles periódicos del embarazo
que hoy se realizan, servirán para detectar eventuales alteraciones. Por lo
demás, según hemos dicho, hay que considerar a la mujer embarazada como
normal, y eso se notará en su trabajo, en la familia, etc. [29]. Pero
convendrá tener en cuenta algunos hechos:
a) si la embarazada hace habitualmente una vida normal, sana, no debe
modificarse, en lo fundamental, su género de vida. En aquellas mujeres que
trabajan fuera de casa, el tipo de profesión debe ser conocido por el médico,
por si existiese algún peligro para el embarazo. Las legislaciones laborales
actuales prevén esas circunstancias, que pueden aconsejar un cambio en el
puesto de trabajo e incluso la baja laboral. Dado que la embarazada requiere
un mayor reposo, está previsto también por ley un mayor descanso.
Los viajes, si no hay antecedentes de abortos u otro tipo de patología, no
deben prohibirse, aunque nunca se garantizará que sean inocuos. Los
ejercicios moderados son convenientes, pero se evitarán los violentos, y se
aconsejan paseos diarios [30];
b) en relación al hijo que se espera, debe cuidarse de la llamada
educación prenatal: hoy es conocido cómo los diversos estados de ánimo de
la mujer embarazada (alegría, mal humor, disgustos, etc.) pueden influir en
la criatura que lleva en su seno y que ya participa de los cambios que
experimenta el equilibrio biológico de la madre [31]. De los conocimientos
que nos proporciona la Psicología se deriva que la vida en el seno materno
es una vida real y que, como tal, implica no sólo un desarrollo fisiológico,
sino también una realidad evolutiva. Conviene, por ello, evitar a la futura
madre miedos, carencias, problemas, es decir, todo aquello que repercuta
desfavorablemente en el feto: un trabajo excesivo, que lleve al agotamiento,
los disgustos y arrebatos de ira, las emociones violentas, etc. Es muy
recomendable prescindir de sustancias tóxicas, concretamente de las drogas
(incluso las de uso medicinal), el alcohol, el tabaco, etc. [32];
c) surgen igualmente algunos deberes de la embarazada con respecto a
los otros hijos y al marido. En cuanto a los otros hijos –si los hay– la mujer
debe vivir con naturalidad su situación, sin manifestar quejas ante las
incomodidades que se produzcan, que podrían llevar –sobre todo en el
marido– a una actitud de rechazo de los hijos. En el clima gozoso de respeto
a la maternidad, los niños entienden la sexualidad en un contexto de amor
que les defiende de enfoques o planteamientos deformados;
d) por lo que se refiere a las relaciones conyugales durante el embarazo,
hay que advertir que son perfectamente legítimas (aunque no exista
posibilidad de procreación), ya que son muestra de amor y fomentan el
cariño mutuo. Solamente deben evitarse mes y medio antes y después del
parto, así como durante el primer trimestre si hay antecedentes de aborto.

4.3. El puerperio

Después del parto, el aparato genital femenino va recuperando poco a


poco la normalidad. El puerperio empieza después de la expulsión de la
placenta y tiene una duración aproximada de seis semanas.
Las modificaciones puerperales afectan en primer lugar al útero, que
sufre un proceso de involución progresivo, de tal forma que, a los diez o
doce días, está ya debajo del pubis, disminuyendo su tamaño en ese tiempo
desde el nivel del ombligo. Si llegó a pesar entre 1.500 y 1.700 gramos, se
quedará en unos 50, tras siete u ocho días de contracciones más o menos
dolorosas.
La involución uterina afecta a todas sus partes. El endometrio se elimina
en dos semanas. La herida placentaria se va reparando por cicatrización
desde sus bordes y termina por la regeneración glandular a partir de los
fondo de saco glandulares.
El cuello uterino y las vías genitales se recuperan de las pequeñas heridas
producidas en el parto, hasta alcanzar una situación similar a la que tenían
antes del embarazo. Sin embargo, la recuperación nunca es total, hecho que
permite diferenciar después a una mujer que nunca tuvo partos, de otra que
sí los tuvo.
Mientras duran estos días, se deben evitar situaciones en las que se corra
peligro de infección, en concreto, las relaciones conyugales y los baños.
Si la madre no da el pecho, los ovarios están en condiciones de producir
estrógenos unos 25 días después del parto. Estas hormonas estimulan la
formación del endometrio, el tejido que recubre la cavidad del útero, fuera
del embarazo.
Las madres que amamantan (es lo que recomienda la Obstetricia
moderna) tardan más tiempo en tener la regla, ya que la hormona
prolactina, que favorece la producción de leche, suele impedir la ovulación.
Muchas mujeres la recuperan unos 45 días después del destete, pero otras
tardan hasta 60 días. Es probable que durante unos ciclos los ovarios no
ovulen, pero nunca se puede asegurar.
En cuanto a las relaciones sexuales, conviene recordar que al principio,
tras el parto, no suelen ser placenteras. El exceso de trabajo, las nuevas
responsabilidades y, sobre todo, las molestias del corte vaginal
(episiotomía) disminuyen el deseo de muchas mujeres; además, la mucosa
vaginal está atrofiada por falta de las hormonas que produce el ovario, y la
penetración puede resultar molesta o dolorosa.

4.4. El embarazo ectópico


Se denomina así a una situación patológica en la que el embrión no anida
en su lugar natural (el útero), sino que lo hace fuera de él, ya sea en la
trompa de Falopio (embarazo tubárico, 98%), el ovario (1%) o el abdomen
(1%).
En los últimos años se ha detectado un aumento notable de estos casos,
sobre todo en los países industrializados. Como causas, se señalan el gran
incremento de enfermedades de transmisión sexual y el empleo de
dispositivos intrauterinos; también, ciertas intervenciones médicas como la
inducción de la ovulación, el uso de estrógenos y gestágenos como
anticonceptivos, la FIVET, etc.
El embarazo ectópico lleva consigo, además de pérdida o disminución de
la fertilidad, el riesgo de muerte de la madre, causado por hemorragia
intraperitoneal. Estos riesgos han justificado siempre la intervención
quirúrgica sobre la trompa con la fórmula tradicional del llamado «aborto
indirecto»: y así se actuaba, eliminando un tejido tubárico lesionado que,
«lamentablemente» –se decía–, contenía un embrión, vivo o muerto.
La cuestión viene planteada desde antiguo. Para muchos médicos y
moralistas [33], el embarazo ectópico tiene un carácter invasor y destructor,
y lo suelen comparar con un tumor, que, además de ser inviable, lesiona
poco a poco los tejidos vecinos. Por ello, frente a la actitud expectante que
algunos ya antiguamente proponían (Merkelbach, Gemelli, etc.), aquéllos se
inclinaban por la intervención, justificada moralmente en razón de las
acciones de doble efecto.
Actualmente las cosas no son tan fáciles, ya que, con la ayuda de la
ecografía, se puede detectar fácilmente la existencia de un embarazo
ectópico, cuando todavía no ha dado signos patológicos. El 40 de estos
embarazos se resuelven sin necesidad de intervención y cursan de modo
silente en las primeras semanas. El otro 60% es patológico. En cualquier
caso, muchos médicos procuran un tratamiento inmediato para evitar los
riesgos que hemos señalado, mediante la intervención (quirúrgica o
farmacológica) sobre el embrión, que se está desarrollando en la trompa.
Alegan, para ello, que se trata de un tejido patológico, que tarde o
temprano, explotará, como si fuera una bomba de relojería. Les apoyan
algunos moralistas que siguen considerando el embarazo ectópico como una
verdadera patología.
Pero, con este modo de actuar, estaríamos eliminando directamente una
vida humana. Puesto que, aunque se sabe con certeza que, en estos casos, el
embarazo no puede llegar habitualmente a término (se citan casos
aisladísimos, de dudosa confirmación), no parece correcto proponer esa
solución, que sería en realidad un aborto. En cambio, es legítima la llamada
actitud expectante. Mientras vive el embrión y la gestación ectópica no
perturbe la estabilidad hemodinámica de la madre, el médico debe mantener
una actitud tolerante hacia el embarazo, respetando al embrión ectópico que
todavía está vivo. Se trata de una actitud de calidad profesional aceptada, ya
que puede ahorrar laparoscopias y laparotomías inútiles. Pero tiene también
sus costos, al mantener una situación de alarma que puede durar unas pocas
horas o unos días o incluso semanas con la consiguiente hospitalización de
la mujer. Estamos ciertamente ante una situación que pone en evidencia la
conciencia del médico, que no puede limitarse a seguir aquí los criterios
tradicionales de la antigua Medicina que apelaba con facilidad al «aborto
indirecto». El médico debe abstenerse de intervenir hasta que se produce la
inminente rotura de la trompa o la muerte del embrión. Tal actitud impone
algunas incomodidades, pero permite respetar la vida humana del embrión y
salvar algunos de ellos. Las técnicas modernas (en concreto, la
administración de metrotexate) proporcionan mayor comodidad, seguridad
y mejor pronóstico para la madre, pero a costa de la lesión indirecta de la
vida en gestación, aunque sea inviable, como suele suceder en el embarazo
ectópico, y esto no es lícito moralmente.

5. LA CESÁREA Y SUS EVENTUALES RIESGOS

La cesárea es una de las intervenciones obstétricas más frecuentes.


Gracias a los avances de la anestesia, la antibioticoterapia y la transfusión
sanguínea, esta intervención ha ido ganando terreno en la práctica
quirúrgica obstétrica. Así en los últimos 25 años, el índice de cesáreas ha
pasado de un porcentaje aproximado de 3% en todos los partos a un 15%.
En algunos hospitales este porcentaje llega a ser del 35 y 40% de todos los
partos [34].
La cesárea tiene unas indicaciones precisas que han contribuido
positivamente a la reducción de la mortalidad perinatal y las
complicaciones maternas. Hoy se ha convertido en una técnica quirúrgica
sencilla, pero que tiene mayor morbilidad que el parto por vía vagina].
Desde el punto de vista de sus indicaciones, han de considerarse los
antecedentes maternos, y el futuro genésico de las mujeres no presenta
mayores riesgos que aquel embarazo que se retrasa más de 2, 3 ó 4 años.
Una frase antigua que aparece en los viejos libros de Obstetricia decía
que «una cesárea, siempre será seguida de otra cesárea». A este respecto ha
de decirse que no existe en la bibliografía actual ningún dato que sostenga
esa afirmación [35]. Sin embargo, sí existen en la bibliografía médica
estudios suficientemente documentados en los que se demuestra que
muchas de las mujeres que terminaron su primer parto mediante una
cesárea, en un segundo embarazo, con prueba de parto, llegan a tener partos
vaginales normales el 77% de los casos. Esto demuestra que aquella frase
acuñada hace años, carece de base científica.
Lo mismo podemos decir respecto a la posible rotura de la cicatriz de la
cesárea. Con un control adecuado (monitorización materno-fetal), como se
hace actualmente en todos los partos, la rotura uterina en el momento actual
es excepcional. Solamente ha de tenerse en cuenta el riesgo de rotura
uterina en aquellas mujeres que tienen antecedentes de intervenciones
ginecológicas para la extirpación, por ejemplo, de tumores benignos del
útero (miomas). En esta situación el ginecólogo sabe muy bien que ha de
practicar una cesárea electiva, sin que la mujer se haya puesto de parto,
dado que la cicatriz de la intervención ginecológica efectuada sobre el útero
no gestante tiene riesgo de rotura uterina. A este respecto hemos de decir
que la cesárea iterativa, de repetición, en el momento actual es frecuente en
Obstetricia. La pregunta que se repite insistentemente sobre cuántas
cesáreas pueden realizarse en una mujer, no tiene una respuesta sencilla y
concreta. El estudio caso a caso dictará la conducta adecuada.
Otra cuestión que se presenta habitualmente es el tiempo que ha de
transcurrir desde la práctica de una cesárea hasta que pueda tener una nueva
gestación.
Las dos cuestiones planteadas anteriormente (número de cesáreas
posibles en una mujer e intervalo entre una cesárea y una nueva gestación)
son las que con mayor frecuencia se presentan en la consulta de Obstetricia
en mujeres que tienen este antecedente quirúrgico.
La respuesta al número de cesáreas posibles en una mujer varía con las
circunstancias de cada caso. En el momento actual, cualquier ginecólogo
con experiencia tiene entre sus pacientes mujeres que han sido sometidas a
más de 4 y 5 cesáreas sin riesgos especiales. Pero también se tiene la
experiencia de mujeres sometidas a una sola cesárea y que en la segunda
presentan dificultades quirúrgicas, que son consecuencia de la evolución
personal de cada caso. Por eso la respuesta a este interrogante no puede ser
muy concreta, sino que ha de estudiarse en cada caso. No obstante, se puede
afirmar como norma general que, en el momento presente, dados los
avances en las técnicas quirúrgicas, no existe un riesgo mayor en practicar
una segunda o tercera cesárea a una mujer que practicar la primera.
Por lo que se refiere al intervalo entre una cesárea y una siguiente
gestación hemos de decir que tienen mayor importancia los aspectos
familiares, sociales y psicológicos de la mujer sometida a una cesárea que
los problemas físicos derivados de una cicatriz, tanto en el útero como en la
pared abdominal.
Hoy es perfectamente conocido que la cicatrización de la herida
quirúrgica, tanto abdominal como uterina, se consigue en unas pocas
semanas y así se puede afirmar que un embarazo surgido un año después de
una cesárea no presenta mayores riesgos que aquel embarazo que se retrasa
más de 2, 3 ó 4 años.
En relación con las cesáreas repetidas (pero también con algunos partos),
se ha planteado la posibilidad del llamado «aislamiento uterino», es decir, la
ligadura de las trompas, para prevenir los riesgos de un eventual embarazo.
Sobre la cuestión, existe una respuesta negativa de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, indicando que, en tales casos, el útero no constituye in se
et per se ningún peligro actual para la mujer, como se deriva de la propuesta
de sustituir la histerectomía por el «aislamiento uterino». En cambio, sí
sería lícita –afirman– la histerectomía para evitar un grave peligro actual
para la vida o la salud de la madre [36].

6. EL TEMOR A LOS HIJOS EN LAS MADRES «MAYORES»

Después de los 40 años, el aparato genital de la mujer comienza a


envejecer, y lo hace más deprisa que cualquier otro sistema orgánico [37].
El ovario comienza a perder sus funciones cíclicas. Obviamente, a medida
que la mujer se va acercando a la menopausia, disminuye la fertilidad.
¿Existe una edad ideal para la fecundidad? Hay muchas opiniones. La
realidad es que la mujer puede ser fecunda desde la pubertad hasta la
menopausia, y pretender buscar criterios de edad ideal para esa función es
difícil.
Hay una cuestión importante, planteada frecuentemente con tonos
alarmistas. ¿Es arriesgado ser madre pasados los 40 años? Hay quienes
desaconsejan la maternidad en esos casos, apoyados en razones
psicológicas, ya que a esa edad la tarea de educar a un hijo puede constituir
una carga que quizá no se pueda soportar. Lo cual resulta muy relativo,
puesto que en tales casos la edad no es el único criterio fundamental: hay
madres mayores que son más capaces psicológicamente que muchas madres
jóvenes a la hora de criar y educar a sus hijos.
Más importante es el miedo a una descendencia con algún tipo de
embriopatía. De todos es conocida la preocupación de las madres
«mayores» ante la posibilidad de engendrar un hijo subnormal. ¿Qué se
puede decir? Está comprobado que, con los años, en el caso del
mongolismo o síndrome de Down, aumenta la probabilidad de una
descendencia tarada, concretamente se pasa de una probabilidad de un 0,1%
en mujeres de 17 años a un 2-3% en las de más de 45 años [38]. La
diferencia es notable, y eso puede aumentar los temores de esas mujeres a
un nuevo embarazo. Estudios recientes demuestran, sin embargo, que,
exceptuando el caso citado del síndrome de Down y alguna otra
cromosomopatía, la probabilidad de dar a luz un niño con un defecto
congénito no aumenta con la edad [39]. La investigación muestra como la
frecuencia de taras congénitas como la espina bífida, paladar hendido, labio
leporino, deficiencias cardíacas, malformaciones de las extremidades, etc.,
no aumentan con la edad de la madre, ni siquiera cuando pasa de 40 años.
En todo caso, ese riesgo –cuando se diera– no sería razón suficiente para
evitar la concepción: un hijo, aunque naciese subnormal, es más importante.
Recuérdese la insistencia del Magisterio de la Iglesia en la altísima dignidad
de toda vida humana, cualquiera que sea su calidad. Juan Pablo II califica
de ignominiosa la mentalidad que pretende medir el valor de una vida
humana siguiendo solo parámetros de «normalidad» y de bienestar físico
[40].

7. PATERNIDAD RESPONSABLE

El concepto de paternidad responsable aparece por primera vez en la


Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II (n. 50), aunque es
Pablo VI, en la Encíclica Humanae vitae, quien desarrolla su significado,
que estaba solamente apuntado en aquel documento conciliar.
Siguiendo el orden de esta Encíclica, paternidad responsable significa:
a) Cierto grado de conocimiento acerca de los procesos biológicos que
dan origen a una nueva vida [41]. De ello hemos tratado ampliamente en el
capítulo VII. Conocer estos mecanismos, sin embargo, no puede conducir a
interferir en ellos, sino que debe mover al respeto de esos procesos
naturales, dado que no se trata de simples leyes de biología natural, sino de
«leyes biológicas que forman parte de la persona humana» [42]. Pues una
cosa es que los esposos lleguen a adquirir un conocimiento lo más adecuado
posible sobre la transmisión de la vida, y otra muy distinta que lleguen –
mediante ese conocimiento– a convertirse en «árbitros» del designio divino
sobre la comunión conyugal y en manipuladores de la sexualidad humana
[43].
b) «En relación con las tendencias del instinto y de las pasiones, la
paternidad responsable comporta el dominio necesario que sobre aquellos
han de ejercer la razón y la voluntad» [44]. Todo lo que está en conexión
directa con la transmisión de la vida participa del poder creador de Dios y,
en consecuencia, ha de ser tratado con respeto y responsabilidad. Se
entiende así que el Papa Juan Pablo II advierta que el conocimiento de los
ritmos biológicos «debe desembocar en la educación al autocontrol», y que
haga una llamada apremiante a la «absoluta necesidad de la virtud de la
castidad y de la educación en ella» [45]. No es necesario advertir cómo la
falta de responsabilidad en este punto acarrea graves consecuencias, y
cuando ese sentido de respeto para el acto sexual se sustituye por una visión
egoísta y superficial, de búsqueda de placer, las consecuencias son
catastróficas para la vida moral del individuo, y del matrimonio.
c) «En relación con las condiciones físicas, psicológicas, sociales, la
paternidad responsable se pone en práctica, ya sea con la deliberación
ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea con la
decisión, tomada por causas serias y respetando la ley moral, de evitar un
nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido» [46].
Se podría decir que el concepto de paternidad responsable es el
fundamento tanto de la decisión de formar una familia numerosa (alabada
por el Concilio Vaticano II [47]) como de la obligación de regular la
procreación cuando existan motivos graves para ello. De esto tratamos a
continuación.

8. REGULACIÓN DE LA PROCREACIÓN

La sexualidad tiene una ordenación primordial a la propagación de la


vida: «el matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia
naturaleza a la procreación y la educación de la prole» [48]. Pero es sabido,
por lo demás, que no todo acto sexual es fecundo, ya que a lo largo del ciclo
sexual de la mujer se dan períodos fecundos e infecundos. Y por otra parte,
en el deber de transmitir la vida humana son los esposos los que «de común
acuerdo y común esfuerzo», deben «procurarse un juicio recto, atendido
tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o
todavía por nacer, discerniendo las circunstancias de los tiempos y del
estado de vida tanto materiales como espirituales y, finalmente, teniendo en
cuenta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la
propia Iglesia» [49].
A la hora de la regulación de los nacimientos se habla de métodos o vías
lícitas o ilícitas, según se aplique un criterio moral [50]. O también de
métodos naturales [51], para referirse a los primeros, y de métodos
artificiales, para referirse a los segundos, que es lo que hacemos a
continuación.

8.1. Métodos naturales

La Organización Mundial de la Salud define los Métodos naturales como


aquellos métodos que se basan en la observación y reconocimiento, por
parte de la mujer, de las fases fértiles de su ciclo ovárico, y en la abstinencia
en la fase fértil, si la finalidad es aplazar temporal o definitivamente una
gestación. Se basan en los hechos fisiológicos del ciclo menstrual de la
mujer, teniendo en cuenta que la viabilidad media del óvulo es de 12 a 24
horas y la de los espermatozoides de hasta 5 días. Es importante, pues,
conocer bien el ciclo genital femenino, estudiado ya en el capítulo VII,
1.1.3.
Se trata de métodos no farmacológicos y que, por tanto, no conllevan
efectos secundarios. Su eficacia es alta, siempre y cuando exista
motivación, conocimientos adecuados y seguimiento fiel de sus normas,
tras la enseñanza por parte de un monitor. No son métodos individuales,
sino cooperativos, que implican a ambos miembros de la pareja.
Sobre ellos, la enseñanza moral de la Iglesia católica es ésta: «Si para
espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las
condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias
exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos
naturales inherentes a las funciones generadoras, para usar del matrimonio
sólo en los periodos infecundos y así regular la natalidad sin atender a los
principios morales que acabamos de recordar» [52]. Es la cuestión de la
continencia periódica que estudiamos seguidamente.

8.1.1. Continencia periódica

Son conocidos los trabajos de Ogino y Knaus que permitieron establecer


bases sólidas para la fecundación periódica de la mujer y que han dado
lugar al llamado método Ogino- Knaus, perfeccionado más recientemente
por la medida de la temperatura basal o por los cambios de elasticidad del
moco cervical (método de Billings).
La continencia periódica se basa en el hecho, conocido desde antiguo, de
que la mujer es fértil solamente en unos pocos días del ciclo sexual,
concretamente los que preceden y siguen inmediatamente a la ovulación.
Esto es lo que sirvió de base a K. Ogino (1932) ya H. Knaus (1933) para
establecer su método. Si consideramos que de una menstruación a otra
transcurren 28 días (suele ser normal, aunque varía de unas mujeres a
otras), la ovulación suele tener lugar hacia el día 14, de donde –teniendo en
cuenta la limitada vitalidad de los espermatozoides y del óvulo– se puede
deducir que la fertilidad no se extiende antes de día 12 ni después del 16.
Esto significa que la mujer es fértil a lo sumo durante cinco o seis días de
cada mes, con lo que absteniéndose de las relaciones sexuales en esos días
conseguirá no quedar embarazada. Algunos libros de moral, y por supuesto
los de Medicina, suelen ofrecer tablas, más o menos complejas, para –según
la fecha de la regla y la duración del ciclo– calcular la de la ovulación y, en
consecuencia, señalar los días de abstención.
Esto que resulta en teoría fácil, se complica en la práctica (y puede fallar
con frecuencia) por dos razones: porque no se puede predecir con seguridad
el día de la ovulación (sólo se puede establecer a posteriori) [53] y porque
existen, según muchos autores, las llamadas ovulaciones «reflejas» o
espontáneas (aunque otros, Billings, por ej., las niegan).
La clave del problema está, pues, en conocer con la mayor exactitud
posible el día de la ovulación. En esa línea se hallan dos métodos más
recientes: el de la temperatura basal y el Billings.

8.1.2. Método de la temperatura

Se basa en lo siguiente: la temperatura corporal basal en ciclos ováricos


es bifásica, con un desfase entre ambas fases de al menos 0,2ºC. En la fase
preovulatoria presenta un nivel hipotérmico, y en la fase postovulatoria, un
nivel hipertérmico que se prolonga unas dos semanas, siendo la ovulación
el hecho desencadenante de dicho proceso. Llevando un control diario de la
temperatura, observando el ascenso térmico, la mujer está en condiciones
de detectar cuándo tiene lugar la ovulación [54]. Su eficacia teórica se
calcula en 98,7-99,6%.

8.1.3. Método Billings

Está basado en la observación de que la mucosa vaginal se vuelve más


húmeda y las secreciones del cuello uterino son más acuosas en el período
periovulatorio. Cuando el moco cervical pasa de pegajoso a viscoso y con
filancia, se deben evitar las relaciones sexuales. Cuando se vuelve pegajoso
y grueso probablemente han pasado dos días después de la ovulación [55].
Para elaborar el patrón de fertilidad propio y personal de cada mujer es
fundamental que elabore una gráfica en la que diariamente anote la
apariencia y sensación que detecta, y siga las normas específicas descritas
para este método, que en sus primeros ciclos se requiere el seguimiento por
parte de un monitor.
Este método, éticamente correcto, tiene la misma eficacia de los
anticonceptivos orales (su eficacia teórica del 97,2%) y resulta además muy
útil en mujeres con ciclo irregular, en la lactancia y en el climaterio.

8.1.4. Aspectos pastorales


La continencia periódica, como su nombre indica –continencia– es una
virtud. Si se dan todas las circunstancias puede vivirse un uso no
continuado del derecho al acto conyugal entre los esposos. La técnica de
poder hacerlo es evitar los períodos en que la mujer es naturalmente
infecunda. Que esto sea acudiendo al Billings, a la temperatura, etc. es un
problema médico. Pastoral, es decir, moral, es la cuestión de su licitud.
«La ciencia ofrece hoy –afirma Juan Pablo II– la posibilidad de descubrir
con seguridad los periodos de fecundidad e infecundidad del organismo
femenino. Los esposos pueden servirse con provecho de este conocimiento
por diversas razones legítimas: no sólo con el fin de distanciar o limitar los
nacimientos, sino también con la finalidad de elegir para la procreación los
momentos más favorables desde cualquier punto de vista, o incluso con el
fin de determinar los periodos con mejores posibilidades de lograr la
concepción, en algunos casos que presentan dificultades» [56]. Recordamos
que, para la moral católica, el único método lícito para realizar la unión
sexual evitando la generación es la continencia periódica [57].
Pero la simple licitud del medio no basta por sí sola para la rectitud
moral de su uso, y pensar, por tanto, que se puede recurrir a la continencia
periódica siempre que se desee [58]. Como hemos dicho, aunque se trata de
una decisión personal que han de tomar los esposos –ellos deben juzgar la
gravedad de los motivos– deben existir siempre razones serias. El tono que
ha usado el Magisterio de la Iglesia al referirse a la cuestión ha sido siempre
de este tenor: motivos suficientes y seguros, motivos graves, inconvenientes
morales, etc. [59].
Se entiende fácilmente que sean necesarios estos motivos graves o serios,
pues han de ser proporcionados a lo que, apoyados en ellos, se excluye: la
transmisión de la vida, que es una cosa muy seria, a la que, además, están
por naturaleza orientados el amor y la unión conyugal [60]. Estos motivos
pueden ser actualmente más frecuentes en algunos matrimonios, pero se
pueden minimizar esas razones hasta convertir en válido cualquier motivo
subjetivo [61].
Recordamos que no corresponde al sacerdote decidir si, en las
circunstancias planteadas por el penitente, es lícita la continencia periódica.
Deberá dar los criterios generales sobre la necesidad de justas y
proporcionadas causas para esa licitud, dejando claro que el juicio y la
decisión competen a los cónyuges. Tampoco recomendará la continencia
periódica (sí puede informar, sin descender a muchos detalles, a quienes le
pregunten sobre la existencia de métodos naturales), excepto en el caso de
aquellos que emplean métodos artificiales de control de la natalidad, a
quienes puede y debe aconsejar sobre ella.
Finalmente, conviene recordar, como enseña Juan Pablo II, que la
continencia periódica requiere una cultura profunda de la persona y del
amor: «Exige, de hecho, escucha recíproca y diálogo entre los esposos,
atención y sensibilidad hacia el otro y dominio constante de sí mismo: todas
estas cualidades manifiestan el amor auténtico hacia la persona del cónyuge
por lo que es y no por lo que se quisiera que fuese. La práctica de los
métodos naturales exige el crecimiento personal de los cónyuges en la
edificación común de su amor» [62].

8.2. Métodos artificiales

Además del aborto, descalificado reiteradamente por el Magisterio


eclesiástico, se contemplan aquí todas aquellas acciones que «o en previsión
del acto conyugal, o en su realización o en el desarrollo de sus
consecuencias naturales, se propongan, como fin o como medio, hacer
imposible la procreación» [63].
Aquí aparecen todos los métodos anticonceptivos que interfieren en el
normal desarrollo de la unión sexual, sean mecánicos, físicos o químicos, o
se dirijan de cualquier modo o en cualquier momento a impedir la
procreación.
Se han hecho diversas clasificaciones de estos métodos artificiales para
el control de la natalidad: según su modo de actuación (antigametogénicos,
anticoncepcionales, antiimplantatorios), o simplemente, métodos físicos,
químicos, mecánicos, etc. Sin entrar en la valoración de esas
clasificaciones, hacemos aquí una breve descripción de los métodos más
empleados.

8.2.1. Esterilización

Puede realizarse tanto en la mujer como en el varón:


a) la esterilización tubárica (salpinguectomía) consiste en la ligadura o
electrocoagulación de ambas trompas de Falopio en la mujer. Es totalmente
eficaz como método anticonceptivo. Suele ser irreversible, aunque
actualmente ya existen técnicas de repermeabilización (cfr. 8.3.2).
b) vasectomía en el varón: consiste en ligar el cordón deferente de ambos
lados con lo que se intercepta el paso de los espermatozoides. La
intervención es sumamente sencilla: se opera a través de una pequeña
incisión en el escroto.

8.2.2. Métodos de barrera

Consisten en el uso de sustancias que producen una barrera física o


química que impide el paso de los espermatozoides. Entre los más
conocidos están:
a) el preservativo (copula recta): unión sexual cubriendo el pene con una
membrana (condón) que retiene el semen e impide la fecundación.
b) los diafragmas vaginales, que tienen el mismo efecto en la mujer.
c) los espermicidas vaginales: cremas, geles, óvulos, aerosoles
espumantes, etc., que procuran la destrucción del esperma después de la
relación sexual. A veces, se presentan –engañosamente– como productos
desinfectantes para la «higiene íntima» de la mujer.
También se emplean como métodos anticonceptivos: el coitus
interruptus, pesarios, lavados vaginales, etc.

8.2.3. Anticonceptivos hormonales: su mecanismo de acción

Se han considerado durante mucho tiempo como lo más efectivo para


impedir la fecundación. Son preparados que contienen –en diversa
proporción– dos hormonas sexuales femeninas que tratan de impedir el
desprendimiento del óvulo [64].
Los estrógenos y gestágenos usados con fines anticonceptivos [65],
podrían compararse a un complicado mecanismo de seguridad, compuesto
de varios seguros, de tal forma que la esterilización artificial de la mujer se
consigue siempre, incluso en la eventualidad de que alguno de ellos no
funcione [66]. Muy esquemáticamente (véase Figura 1) pueden resumirse
esos mecanismos de acción del modo siguiente [67]:
1. Efecto sobre el ovario e hipotálamo: se inhibe la ovulación (efecto
anovulatorio).
2. Cambios en la motilidad de la trompa de Falopio, lo que a su vez
modifica el tempus de llegada del óvulo fecundado al útero, adelantándolo
o retrasándolo según los componentes químicos del preparado; en cualquier
caso, el efecto es antiimplantatorio, pues el óvulo fecundado o llega antes
de lo previsto para el anidamiento o llega tarde y muere. Este mecanismo de
acción es, pues, abortivo.
3. Efectos sobre la mucosa uterina: ésta queda modificada de tal forma
que no permite la anidación del óvulo fecundado, que ya en esa fase de
desarrollo se denomina blastocisto (efecto antiimplantatorio, es decir,
abortivo).
4. Acción sobre el moco cervical del cuello uterino: aumenta su
viscosidad de manera que se forma una especie de tapón que impide la
entrada de los espermatozoides en la cavidad uterina (efecto
anticonceptivo).
Se entiende así por qué la «píldora» es tan segura [68], como afirman sus
propugnadores. La multiplicidad de mecanismos de acción es lo que
asegura el alto porcentaje de prevención del embarazo. Como se ve, pues, a
través de esos diversos mecanismos de acción, se pueden producir tres
efectos principales:
1. impedir la ovulación;
2. impedir la fecundación (unión del espermatozoide con el óvulo);
3. impedir la anidación del óvulo fecundado en la cavidad uterina.
Los efectos 1 y 2 son anticonceptivos, el 3 es abortivo.
Hay que advertir que según el tipo de preparado: composición, dosis,
etc., prevalece un efecto sobre los otros, pero frecuentemente se superponen
o se complementan: si falla el anticonceptivo, actúa el antiimplantatorio.
Digamos finalmente que los modernos anticonceptivos combinados (no
secuenciales) –como el Diane 35– hacen prácticamente imposible la
ovulación y, por tanto, el aborto precoz (al impedir siempre la ovulación, no
cabe que el óvulo llegue a la mucosa uterina no preparada y sea expulsado;
es sabido que este efecto antiimplantatorio o abortivo lo provocaban a veces
los contraceptivos hormonales secuenciales de baja dosificación). Esto
influye obviamente en el consejo pastoral sobre la cooperación material del
esposo (cfr. 8.3.5).
Conviene tener en cuenta un último punto: en la fabricación de estos
productos, se tiende a mantener la ovulación como índice de normalidad, lo
que implica un creciente aumento de las probabilidades del efecto abortivo.
O más sencillamente, se busca eliminar por el método más directo y eficaz,
los posibles seres ya concebidos. Es lo que sucede con la RU-486.
8.2.4. Dispositivos intrauterinos (DIU)

Son aparatos, construidos de un material inerte (suelen fabricarse de


polietileno y adoptan diversas formas) que se introducen en la cavidad
uterina y actúan produciendo un efecto mecánico o irritativo local.
Producen un estado de inflamación de la mucosa uterina que altera la
implantación del huevo; puede alterar, también, el mecanismo de transporte
de los espermatozoides, dificultando la fecundación (efecto anticonceptivo).
Su efecto fundamental es antiimplantatorio y, por tanto, abortivo precoz,
aunque este hecho no suele mencionarse en la literatura médica.

8.2.5. RU-486

Se trata de una de las más recientes técnicas abortivas, conocida como


«píldora de aborto francesa» [69]. Se emplean dos poderosas hormonas
sintéticas, de nombre mifepristona y misoprostol, para inducir
químicamente el aborto en mujeres embarazadas de cinco a nueve semanas
[70]. Cuando se administran en una etapa temprana del embarazo, provocan
la desintegración de las deciduas mediante el bloqueo de los receptores
uterinos de progesterona. Esta conduce al desprendimiento del blastocisto
[71]. La mifepristona fue sintetizada en 1980 por los franceses D. Philibert
y E. Baulieu. Es altamente efectiva si se administra antes de la novena
semana de la gestación [72].
El empleo de la RU-486 requiere por lo menos tres visitas a un
establecimiento donde practiquen el aborto. En la primera visita, la mujer es
sometida a un examen físico, y si no tiene ninguna contraindicación obvia
(asma, presión arterial alta, obesidad, etc.) se toman los comprimidos de
RU-486. La RU bloquea la acción de la progesterona, la hormona natural
vital para mantener el rico recubrimiento nutritivo del útero. El feto, en vías
de desarrollo, muere por inanición conforme el recubrimiento nutritivo se
desintegra.
En la segunda visita, 36 ó 48 horas después, la mujer recibe una dosis de
prostaglandinas artificiales, normalmente misoprostol, que desencadena
contracciones uterinas y hace que el niño en estado embrionario sea
expulsado. La mayoría de las mujeres aborta en la clínica durante el período
de espera de 4 horas, pero aproximadamente un 30% abortan después en
casa, en el trabajo, etc., incluso hasta 5 días después.
Una tercera visita, dos semanas después, determina si el aborto ha
ocurrido o si es necesario un aborto quirúrgico para completar el
procedimiento (5 a 10% de todos los casos) [73].
La RU se utiliza en Francia, Reino Unido, Suecia, China, EE.UU., India,
etc., pero todo parece indicar que su uso se irá extendiendo cada vez más.
En España, se aprobó en 1998 su uso sólo en medios hospitalarios, debido a
los efectos secundarios que hemos señalado.

8.3. Aspectos ético-pastorales

8.3.1. Valoración moral de conjunto

Los métodos citados son anticonceptivos, ya que impiden –de diversos


modos– la fecundación. Al separar los dos aspectos (unitivo y procreador)
de la sexualidad, son reprobables moralmente [74]. Algunos, como el DIU,
ciertos anticonceptivos orales («píldora del día siguiente» [75]), o la RU-
486, son además abortivos, lo que añade nueva malicia moral a su uso. En
unos casos, se trata de un aborto sumamente precoz (se impide la
implantación en la cavidad uterina del óvulo fecundado), en otros, como en
la RU-486 se trata de un aborto en toda la regla, que logra su eficacia
durante las seis primeras semanas de embarazo. Estamos ante una variante,
más prosaica y vulgar, del aborto, carente del dramatismo y la tensión del
aborto quirúrgico. En todo caso, «el aborto químico es tan inmoral como el
quirúrgico» [76].
Es cierto que los anticonceptivos y el aborto, desde el punto de vista
ético, son males específicamente distintos (es más grave destruir la vida ya
formada que impedir su formación), pero la experiencia muestra que la
anticoncepción lleva al aborto. Está tan difundida en muchas mujeres la
mentalidad antinatalista, el rechazo del hijo a toda costa, que fácilmente se
pasa de un método a otro, aunque frívolamente se afirme que el empleo de
anticonceptivos evitaría el aborto [77]; las estadísticas, sin embargo, lo
desmienten: crece constantemente el empleo de métodos anticonceptivos y
el número de abortos se mantiene.

8.3.2. Repermeabilización tubárica

Puede plantearse un problema pastoral en algunas personas que han


recurrido a algún método anticonceptivo y después se arrepienten. ¿Qué se
puede hacer? En ciertos casos, el mal ya está hecho y sólo cabe la
contrición, es decir, reparar por el pecado cometido. Es lo que sucede, por
ej., con el aborto. En tales circunstancias hay que mover a esas personas a la
penitencia, a la expiación y también, si es posible, a la reparación pública.
Pero en otros, el arrepentimiento comporta además la interrupción de los
procedimientos anticonceptivos que se venían practicando: dejar de ingerir
las píldoras anticonceptivas, extracción del DIU, etc. Hay que recordar que
aún en esos casos la unión sexual sigue siendo ilícita mientras no se
remuevan los efectos de aquellos actos o –si estos fuesen perpetuamente
irreversibles– no hubiese verdadero arrepentimiento del mal cometido [78].
En el caso de una esterilización quirúrgica [79] cabe plantearse la
obligatoriedad de someterse a una intervención para reparar la función
dañada. La cuestión no es fácil de resolver, pero se puede afirmar que si
existen ciertas posibilidades de éxito, la persona esterilizada ha de procurar,
si le es moral y físicamente posible [80], el remedio. En la actualidad
existen técnicas quirúrgicas que permiten intentar con éxito la
repermeabilización de las trompas de Falopio o del cordón espermático en
varones sometidos previamente a la vasectomía con fines anticonceptivos.
A la pregunta de si, en el caso de que no sea posible la
repermeabilización, es lícita la realización del acto sexual, se responde que
sí, cuando exista verdadero arrepentimiento y se han procurado los medios
para intentar remover la dificultad.
Los datos más recientes disponibles son estos:
a) El porcentaje de éxitos depende en parte de la técnica que se usó para
la vasectomía, de los años transcurridos y de la experiencia del cirujano que
intenta la reconstrucción. En los casos más favorables llega a un 50%
cuando se realiza en personas jóvenes, antes de los cinco años de haberse
sometido a la vasectomía. Hoy por hoy, tiene menos efectividad si han
pasado diez años entre la esterilización y el intento de repermeabilización,
pero aun así hay casos en los que se ha llegado a tener hijos tras la
reconstrucción.
b) Para hablar con más precisión, la vasovasostomía recupera la
permeabilidad de los conductos deferentes en el 70-80% de los casos. Otra
cosa diferente es la fertilidad, que puede quedar afectada por la presencia de
anticuerpos antiespermatozoides en proporción mayor conforme ha
transcurrido más tiempo desde la vasectomía. El factor más importante para
el pronóstico es, por lo tanto, el tiempo transcurrido entre la vasectomía y la
repermeabilización. Para algunos autores, las posibilidades de fecundidad,
cuando no han pasado cinco años, son del 50%, y del 7% cuando el número
de años es superior. Además, a mayor tiempo transcurrido, será menor el
número y la movilidad de los espermatozoides.
En cuanto a las mujeres, los resultados son similares [81]. Las técnicas
quirúrgicas de reanastomosis tubárica son muy variadas y dependen del
lugar anatómico en el que se haya producido la ligadura. Los resultados
dependen de la técnica empleada en la esterilización. En una serie de 1.800
procesos microquirúrgicos para retunelización tubárica, se informa de la
consecución del 64% de embarazos intrauterinos y de un 4% de embarazos
ectópicos.

8.3.3. Uso terapéutico de los estrógenos y gestágenos


Los diversos preparados farmacológicos que entran en la composición de
los llamados «anticonceptivos orales» pueden, en algunas ocasiones, tener
un uso terapéutico y, por tanto, ser lícitos moralmente. Así lo señala el
Magisterio de la Iglesia: «La Iglesia en cambio, no considera de ningún
modo ilícito el uso de los medios terapéuticos verdaderamente necesarios
para curar enfermedades del organismo a pesar de que se siga un
impedimento, aun previsto, para la procreación con tal de que ese
impedimento, no sea por cualquier motivo querido» [82].

8.3.3.1. Uso terapéutico claro

Es, pues, la ciencia médica la que debe estudiar los distintos síndromes
(casos de esterilidad, metrorragias, dismenorreas, endometriosis, etc.) en los
que está indicada la terapia hormonal con estrógenos y gestágenos; baste
simplemente señalar cómo desde el punto de vista ético ese uso está
justificado cuando se emplean por razones terapéuticas, pero no cuando se
emplean como terapia de otras situaciones; por ejemplo, cuando un
embarazo puede ser una sobrecarga o constituir un peligro para la salud de
la madre (mujer cardiópata, tuberculosa, anémica, etc.); en esos casos hay
médicos que no dudan en recetar anticonceptivos hormonales con la
finalidad de que esos fármacos impidan la concepción y, por tanto, se evite
un peligro. En este caso se trataría de un uso anticonceptivo.
Al que aquí nos referimos como lícito es al uso propiamente médico, es
decir, cuando los estrógenos y gestágenos se usan como terapia de una
enfermedad, aunque secundariamente produzcan una esterilidad.

8.3.3.2. Casos dudosos


Hay además una casuística de utilización terapéutica que desde el punto
de vista moral es dudosa, y es cuestión en la que tanto los médicos como los
moralistas tienen aún que profundizar, puesto que el Magisterio de la Iglesia
no se ha pronunciado. Por ejemplo, el uso de los estrógenos y gestágenos en
la regulación del ciclo menstrual, cuando éste es un ciclo irregular: si esa
situación se considera patológica, podrían emplearse progestágenos para
regular el ciclo y así poder acudir luego a la continencia periódica. Por el
contrario, si con los anticonceptivos se pretendiese enmascarar la
irregularidad del ciclo, no sería aceptable. Además, hay médicos y
moralistas que mantienen sus dudas sobre si un ciclo irregular pueda
considerarse patológico, al menos, si se trata de una irregularidad poco
marcada. También hay dudas sobre su uso durante la lactancia cuando
parece que fisiológicamenre ya existe una esterilización en la mujer. Como
hay casos en los que se demuestra que no se produce la esterilización,
algunos sugieren administrar progestágenos durante el tiempo de lactancia
por asegurar la esterilidad temporal (lo que algunos han llamado «reposo
ovárico»). Pero en la práctica, la utilización de anticonceptivos hormonales
en ese período no parece una indicación terapéutica fundada. Por lo demás,
son los especialistas en Fisiología del embarazo y del puerperio los que
tienen que precisar hasta qué punto la ovulación precoz durante la lactancia
sería patológica o no.
Hay otro aspecto todavía más complicado: el uso de anticonceptivos
como defensa de la mujer para evitar un posible embarazo en casos de
violación, cuando se prevé razonablemente que tal violación pueda
producirse. No parece que ofrezca duda la licitud de esa medida preventiva:
no es anticonceptiva, porque la violación no es, para la persona violada
(moralmente tampoco para el violador), un acto humano ordenado a la
procreación. Algunos la plantean como una «anticoncepción de urgencia»,
pero ese planteamiento suscita muchos problemas morales que aquí no
podemos abordar. Remitimos a los tratados de Bioética. Conviene dejar
claro, en todo caso, la ilicitud del uso de estos productos si se busca
directamente un fin anticonceptivo, y sólo indirectamente la regulación del
ciclo.

8.3.4. La llamada «anticoncepción de emergencia»


Se denomina así la acción química, que tiene como finalidad impedir la
concepción después de una relación sexual presumiblemente fecundante.
Los defensores de la legalidad de estos métodos los justifican afirmando
que, antes de la implantación del óvulo fecundado, no se produce el
embarazo, y no se puede, por tanto, hablar de aborto [83]. En este sentido,
para definir estos métodos y distinguidos tanto de la contracepción, que es
previa a la fecundación, como de los métodos abortivos en sentido estricto,
prefieren hablar de «intercepción» o «métodos interceptivos». Tales
métodos varían desde la aplicación de un dispositivo intrauterino hasta la
suministración de varias sustancias químicas (estrógenos, progestágenos,
antiprogesterónicos, etc.) que tienen como efecto alterar o reducir el
endometrio. Uno de estos métodos es el empleo de mifepristone, la RU-486
de la que hemos tratado anteriormente (cfr. 8.2.5).
En realidad, más allá de los artificios terminológicos, estamos en
presencia de métodos de aborto temprano, en las dos primeras semanas
desde la concepción. El juicio moral no puede ser otro que el que merece el
aborto. El Papa Juan Pablo II ha recordado el principio fundamental: «La
vida, especialmente la humana, pertenece sólo a Dios: por eso quien atenta
contra la vida del hombre, de alguna manera atenta contra Dios mismo»
[84]. Más adelante, hablando del aborto, el mismo documento precisa:
«Para facilitar la difusión del aborto, se han invertido y se siguen
invirtiendo ingentes sumas destinadas a la obtención de productos
farmacéuticos, que hacen posible la muerte del feto en el seno materno, sin
necesidad de recurrir a la ayuda de un médico. La misma investigación
científica sobre este punto parece preocupada exclusivamente por obtener
productos cada vez más simples y eficaces contra la vida y, al mismo
tiempo, capaces de sustraer el aborto a toda forma de control y
responsabilidad social. Se afirma con frecuencia que la anticoncepción,
segura y asequible a todos, es el remedio más eficaz contra el aborto. [...] Es
cierto que anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son males
específicamente distintos: la primera contradice la verdad plena del acto
sexual como expresión propia del amor conyugal; el segundo destruye la
vida de un ser humano. [... ] Lamentablemente la estrecha conexión que,
como mentalidad, existe entre la práctica de la anticoncepción y la del
aborto se manifiesta cada vez más y lo demuestra de modo alarmante
también la preparación de productos químicos, dispositivos intrauterinos y
“vacunas” que, distribuidos con la misma facilidad que los anticonceptivos,
actúan en realidad como abortivos en las primerísimas fases del desarrollo
de la vida del nuevo ser humano» [85].

8.3.5. Problemas de cooperación del otro cónyuge

Una cuestión que a veces se plantea en los casos de contracepción, es la


de la posible cooperación [86], al pecado del cónyuge que voluntariamente
hace infecundo el acto matrimonial. El Vademecum para los confesores
distingue entre cooperación propiamente dicha y la violencia o injusta
imposición por parte de uno de ellos, a la cual el otro no se puede oponer.
Considera que la cooperación podría ser lícita, cuando se dan
conjuntamente estas tres condiciones:
a) que la acción del cónyuge cooperante no sea en sí misma ilícita;
b) que existan motivos proporcionalmente graves para cooperar al
pecado del cónyuge;
c) que se procure ayudar a la otra parte (pacientemente, con la oración, la
caridad, con el diálogo: no necesariamente en aquel momento, ni en cada
ocasión) a desistir de tal conducta [87].
Además, advierte que se deberá evaluar cuidadosamente la cooperación
al mal cuando se recurre al uso de medios que pueden tener efectos
abortivos, pues este tipo de cooperación, en términos absolutos, nunca es
lícita.

8.3.6. Consideraciones finales: el buen pastor


Ya se han comentado los criterios morales en relación con los temas aquí
tratados. Nos parece oportuno hacer ahora algunas consideraciones sobre la
actitud del pastor de almas con las personas que encuentran dificultades
para vivir lo que enseña la Iglesia en esta materia. Son muy oportunas las
orientaciones pastorales del Vademecum para los confesores, que señala
cuatro aspectos que se deben tener en cuenta:
a) el ejemplo del Señor que «es capaz de inclinarse hacia todo hijo
pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o
pecado [88];
b) la prudente cautela en las preguntas relativas a estos pecados;
c) la ayuda y el estímulo que debe ofrecer al penitente para que se
arrepienta y se acuse íntegramente de los pecados graves;
d) los consejos que, en modo gradual, animen a todos a recorrer el
camino de la santidad [89].
Son consejos que proceden de una dilatada experiencia pastoral de la
Iglesia, que es Madre compasiva, siempre inclinada a acoger a sus hijos.
Los sacerdotes y, en general, todos aquellos que desempeñan tareas de
formación o gobierno, no deberían nunca olvidados.

BIBLIOGRAFÍA

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CAPÍTULO IX
PSICOPATOLOGÍA DE LA SEXUALIDAD

Dr. Javier Schlatter


La sexualidad es una de las cuestiones que más interés ha despertado en
todos los tiempos y lugares, y como tal, se ha intentado estudiar desde los
más diversos campos, de forma especial en las últimas décadas, en las que
puede decirse que se han producido verdaderos aluviones de información.
La base biológica de la sexualidad (teoría de los neurotrasmisores,
cambios hormonales...) constituye un tema tan apasionante como confuso.
Existen, por otra parte, pruebas abrumadoras sobre la influencia ejercida
por el ambiente, desde los inicios de la vida del individuo. Unas escuelas y
otras (biologicistas y ambientalistas) han aportado nuevos datos para una
mejor comprensión desde un enfoque médico y antropológico.
Tanto desde el punto de vista médico como asistencial, se trata de un
asunto muy a tener en cuenta por la repercusión que puede alcanzar en los
aspectos conductuales, cognitivos y afectivos de la persona. Además es
indudable que su exploración psicopatológica y asistencia! es especialmente
delicada, por sus connotaciones y distintos puntos de vista que pueden
darse.
En este capítulo tratamos de esquematizar y clarificar las patologías que
pueden aparecer en la vida sexual de una persona, es decir, aquello que se
aparte de la normalidad. Convendría explicar lo que entendemos por
normalidad, pues, en términos de frecuencia, es evidente que la normalidad
sería distinta según el entorno y la época. Tampoco usaremos criterios
subjetivos, que llevarían a considerar como anormal aquello que produce
malestar, dolor o sufrimiento, o aquello que se hace pese al rechazo, siendo
normal lo contrario; desde este punto de vista sería prácticamente imposible
delimitar estas patologías, incluso para el mismo sujeto. Usaremos, pues,
los criterios funcionales para distinguir lo que es anormal, entendiendo por
normal lo que cumple su función biológica, psicológica, social y ética.

1. DIFERENCIACIÓN SEXUAL

El mismo concepto de sexo, que según la Asociación Americana de


Psiquiatría (1995) sería «el estatus biológico de una persona en cuanto
varón o mujer», admite distintas acepciones a su vez y nos sitúa ante la
realidad de algunos casos, que se denominan estados intersexuales. En
ellos, el individuo manifiesta, mezcladas y en distintos grados,
características de cada sexo, incluyendo formas físicas, órganos
reproductores y comportamiento sexual.
Adquiere una gran importancia el conocimiento del normal procese) de
la diferenciación sexual, que es secuencial en el tiempo, está organizado y
pasa por distintas etapas:
a) El sexo cromosómico se establece en el momento de la fecundación, y
viene determinado por el cromosoma sexual del espermatozoide. La mujer
al tener una dotación XX, sus óvulos siempre tendrán un cromosoma X; el
varón, en cambio, tiene una dotación XY, por lo que el espermatozoide
puede ser X o Y. Según cuál de los dos espermatozoides sea el que fecunde
el óvulo, quedará determinado el sexo cromosómico del embrión.
b) El sexo gonadal, dependerá de qué gónadas u órganos productores de
células sexuales tenga el embrión: ovarios para la mujer y testículos para el
hombre.
c) El sexo fenotípico se refiere al aparato urogenital masculino y
femenino, con sus características sexuales primarias y secundarias. Tanto el
sexo gonadal como el fenotípico pueden agruparse, a su vez, como «sexo
anatómico».
d) Por sexo psicológico, se entiende la identidad sexual en su dimensión
bipolar (masculino/femenino).
Habitualmente se da una sucesión ordenada y existe una correspondencia
entre estos niveles o acepciones de sexo, tanto en el hombre como en la
mujer. Cualquier alteración en las etapas del proceso embriogénico puede
producir una alteración de la diferenciación sexual. Entre las causas
conocidas de dichos trastornos, se encuentran las agresiones ambientales
(por ej. ingerir fármacos virilizantes durante el embarazo), aberraciones no
familiares de los cromosomas sexuales, los defectos de desarrollo presentes
en el nacimiento y de etiología multifactorial, y los trastornos resultantes de
mutaciones en un solo gen.
El diagnóstico específico suele efectuarse tras la valoración genética,
cromosómica, endocrinológica y fenotípica. Habitualmente se puede
asignar adecuadamente el sexo, incluso en los casos más extremos de
genitales ambiguos, adoptando el fenotipo más correcto.
En una situación de normalidad, durante los primeros 40 días de vida, el
desarrollo del embrión es idéntico, ya se trate de un sexo cromosómico
masculino o femenino. En ese momento, se inicia una segunda fase de la
diferenciación sexual, consistente en la conversión de la gónada indiferente
hacia testículo u ovario. Esta conversión dependerá del tipo de cromosomas
sexuales que tenga el embrión; así si existe un cromosoma Y siempre habrá
testículos y al revés; y esto independientemente de cuántos cromosomas X
haya heredado (por ej., 48, XXXY).
La etapa de traducción del sexo gonadal hacia el sexo fenotípico,
depende directamente del tipo de gónada formada y de las secreciones
endocrinas de las gónadas fetales. El desarrollo del sexo fenotípico
determina la formación del aparato urogenital masculino o femenino.
Ordinariamente existe una perfecta correspondencia de los órganos
genitales primarios y secundarios entre ambos sexos, como distintas
diferenciaciones de un origen común. La masculinización del feto es
consecuencia directa de la acción de las hormonas del testículo fetal
(testosterona, entre otras), mientras que el desarrollo femenino no requiere
la presencia de ovario: basta la ausencia de hormonas androgénicas. Dicho
de otra forma, un embrión todavía indiferenciado, en el hipotético caso de
ser «abandonado a su propia suerte», sin influencias externas, acabaría
diferenciándose hacia el sexo femenino. El desarrollo del fenotipo sexual
concluye prácticamente al final del primer trimestre de embarazo.
Por último, el proceso de diferenciación sexual concluye con la
influencia ambiental y educacional que recibe el niño en los primeros años
de la vida, y que contribuirá al buen desarrollo del sexo psicológico.

2. ALTERACIONES EN LA DIFERENCIACIÓN SEXUAL

Se pueden producir en cualquiera de los niveles ya mencionados:

2.1. Alteraciones del sexo cromosómico

Aparecen cuando los cromosomas sexuales X/Y son anormales en


estructura o número. Como es lógico, suele conllevar una alteración
consecuente del sexo gonadal, fenotípico y psicológico. En este apartado se
encuentran los cuadros más frecuentes: síndrome de Klinefelter (47XXY),
que se manifiesta a partir de la pubertad, con apariencia externa poco
alterada y orientación psicosexual masculina; el síndrome de Turner
(45XO) que se da en la mujer; y el caso más extremo de ambigüedad
biológica sexual, o hermafroditismo [1] verdadero, que posee una gónada
de cada sexo (un ovario y un testículo) y órganos genitales externos que
muestran toda la gradación del espectro masculino a femenino. En este
último cuadro, del que se han descrito unos 400 casos en la bibliografía [2],
si se efectúa el diagnóstico en el recién nacido o en la primera infancia, la
asignación del sexo se hará atendiendo a las características anatómicas
dominantes.
Cuadro 1
Glosario de términos sobre la sexualidad
Sexo: estatus biológico de una persona en cuanto varón o mujer. (En función de las circunstancias,
esta determinación puede basarse en la apariencia de los genitales externos o del cariotipo).
Identidad sexual (identidad de género): convicción interna de una persona acerca de ser varón o
mujer.
Papel o rol sexual: actitudes, patrones de comportamiento y atributos de personalidad definidos
por la cultura en que el individuo vive como papeles sociales estereotipadamente «masculinos» o
«femeninos».
Inclinación o preferencia sexual: atracción erótica que siente un individuo como excitación
espontánea ante un determinado estímulo-objeto sexual.
Orientación sexual: atracción erótica que siente un individuo como excitación espontánea ante
personas del mismo género (homosexual), del otro género (heterosexual) o de ambos géneros
(bisexual).
Elección sexual: estímulo-objeto sexual que el individuo elige para la realización de su actividad
sexual.

2.2. Alteraciones del sexo gonadal

Se producen cuando el sexo cromosómico es normal, pero la


diferenciación gonadal resulta patológica por diferentes razones, sin existir
correspondencia entre ambos tipos de sexo, por lo que recibe el nombre de
hermafroditismo. El tratamiento quirúrgico y hormonal se iniciará lo antes
posible e irá dirigido a que exista una máxima identidad sexual, con
resultados bastante satisfactorios. Se trata de casos poco frecuentes, entre
los que destaca por su peculiaridad el síndrome de feminización testicular
en el que a pesar de tener cromosomas XY desarrolla genitales externos
completamente femeninos.

2.3. Alteraciones del sexo fenotípico

Se dan en aquellas personas que tienen un sexo cromosómico y gonadal


claramente definidos e identificados, pero el desarrollo del aparato
urogenital es patológico, por presentar alteraciones en la síntesis o en los
receptores de las hormonas sexuales. Existe una gran variedad de
posibilidades. Aunque objetivamente el trastorno es más «superficial»,
puede influir mucho sobre el sexo psicológico y sus connotaciones. El
tratamiento consistirá en un aporte hormonal substitutivo y la cirugía.
2.4. Alteraciones en el sexo psicológico

Pueden venir en algún caso desencadenadas por las alteraciones de los


otros tipos de sexo ya mencionados, pero en su mayoría nacen de
alteraciones de la afectividad o sencillamente conductuales, y son los casos
más frecuentes.
Sería conveniente, antes de entrar a definir las distintas patologías de la
sexualidad, remarcar una de las diferencias que existen entre la sexualidad
masculina y la femenina, con sus consecuencias también a la hora de la
patología. La sexualidad masculina se basa más en la corporalidad y, en este
sentido, sus alteraciones se manifiestan más externamente y están menos
influidas por una posible causa psíquica, mientras que en la mujer se apoya
más en la afectividad, y llega a ser fundamental el bienestar psíquico, para
una correcta vida sexual valorándose menos también los aspectos externos.
También se entiende así que «lo que alimenta lo aperitivo en el hombre es el
“deseo de ella”; en la mujer, en cambio, el deseo que incrementa sus
apetencias es sentirse “ella deseada por él”; es decir, su deseo consiste en
“ser ella misma deseada”» [3].
En principio, las alteraciones en el terreno de la vida sexual de una
persona, se pueden clasificar en (Cuadro 2):
1) Alteraciones de la función sexual, sean de origen orgánico o no.
2) Alteraciones en la cualidad objetiva del estímulo sexual:
a) Alteraciones de la identidad sexual (de género) o transexualismos.
b) Alteraciones del papel del sexo o travestismos.
c) Alteraciones de la inclinación sexual o parafilias.
d) Alteraciones de la orientación sexual u homosexualidad.
Cuadro 2
Dimensiones de la conducta sexual y sus alteraciones
Normales Alteradas
Función sexual Disfunciones sexuales
Identidad sexual (de género) Transexualismo
Papel o rol sexual Travestismo
Inclinación sexual Parafilias o perversiones
Orientación sexual Trastorno homosexual

3. DISFUNCIONES SEXUALES

Las disfunciones sexuales, consisten en alteraciones de la función sexual


en sí, independientemente del estímulo que la cause. Pueden clasificarse en
las que tienen un origen orgánico (alteraciones anatómicas y fisiológicas) y
en aquellas que no tienen un origen orgánico (alteraciones psicógcnas), que
serán las que aquí tratemos.

3.1. Fases de la función sexual

La función sexual normal se puede subdividir en cuatro fases, cada una


de las cuales puede ser origen de una alteración psicopatológica. La
alteración da lugar a personas incapaces de participar en una relación sexual
normal. Para que sea significativa, esta alteración ha de durar más de seis
meses, y no debe ser atribuida a ningún otro trastorno mental u orgánico.
En muchos casos, estas alteraciones se pueden producir como efecto
secundario indeseable de la medicación que reciben; tales disfunciones no
se encuadrarían en este apartado.
En la fase del apetito o deseo sexual, pueden existir personas que
carezcan del deseo o impulso sexual (frigidez [4]), o un aumento de él
(ninfomanía); o bien que no sientan el placer sexual fisiológico (anhedonia
sexual).
Respecto a la fase de excitación, se trataría del fracaso en la respuesta
genital, ya sea en el varón por incapacidad para realizar la cópula o
dificultad en alcanzar o mantener una erección adecuada (impotencia [5]) o
en la mujer por sequedad vaginal o deficiencia en la lubrificación.
Durante la fase de penetración puede existir la dispareunia (sensación
dolorosa, frecuente por igual en ambos sexos) y el vaginismo (espasmo
muscular de la pared pelviana que rodea la vagina).
Por lo que se refiere a la última de las fases o fase de eyaculación-
orgasmo, destacan la eyaculación precoz y la anorgasmia (ausencia o
retraso del orgasmo), que es más frecuente en la mujer.

3.2. Masturbación

También se puede incluir en este apartado la masturbación, ya que se


trata de una alteración en la función sexual, en cuanto no se produce con
una persona del otro sexo, sujeto complementario del acto sexual, sino que
uno mismo se procura la propia satisfacción sexual. Antiguamente, algunos
autores usaban indistintamente el término «onanismo» como sinónimo, pero
se trata de un uso impropio, pues el onanismo en su origen se refiere
estrictamente al acto sexual interrumpido para evitar la fecundación. El
Catecismo de la Iglesia Católica da esta definición de masturbación:
«excitación voluntaria de los órganos genitales a fin de obtener un placer
venéreo» [6].
Durante la infancia existen casos de masturbación habitual, producidos
por el descubrimiento, por parte del niño, de la sensación de placer
secundario a determinadas maniobras, y que repetirá a modo de hábito
reforzado positivamente, inconsciente de su contenido sexual o valoración
moral. En estos casos, y pensando en el desarrollo armónico psicosexual del
niño, además de las posibles consecuencias de índole moral por el arraigo
del hábito, se debería instaurar una terapia de tipo conductual y moral.
Hay circunstancias que explican la mayor frecuencia de esta práctica en
los años de la adolescencia, aunque existen otras épocas de la vida en que
también pueden cobrar especial importancia. Así, existen predisponentes de
tipo fisiológico (desarrollo de los órganos sexuales, fenómenos de erección
espontánea, poluciones nocturnas...) y de tipo psicológico (curiosidad hacia
el propio cuerpo en lo relacionado con la sexualidad, situaciones de
insatisfacción psicológica, tensión psíquica, desamparo afectivo, falta de
una correcta educación sexual...) que convierten a la adolescencia en la
época de mayor incidencia. También, la lógica inmadurez en el terreno
sexual, el no haber alcanzado el pleno desarrollo heterosexual, hace que el
impulso sexual se dirija de una manera más egocéntrica a la consecución
del placer sexual.
Pero todo esto no justifica la práctica de la masturbación. Aunque no
faltan autores que, considerando la frecuencia de este hecho en la pubertad
[7], llegan a calificarlo como normal, la Iglesia católica enseña que, por
tratarse de un desorden grave, es ilícito en sí mismo: «El uso deliberado de
la facultad sexual fuera de las relaciones conyugales normales contradice a
su finalidad, sea cual fuere el motivo que lo determine» [8]. Sin embargo, la
inmadurez propia de la adolescencia, que a veces puede prolongarse más
allá de esta edad, y el desequilibrio psíquico o el hábito contraído, pueden
influir sobre la conducta, atenuando el carácter deliberado del acto y
haciendo de este modo que no haya siempre falta subjetivamente grave. La
cierta predisposición de los adolescentes a la masturbación, no es obstáculo
para que se les deba ayudar a superar estas manifestaciones de desorden
moral, que son frecuentemente expresión de conflictos internos de la edad y
no raramente de una visión egótica de la sexualidad [9].
Fuera de la adolescencia o pubertad, y al margen de conductas aisladas
motivadas por situaciones de especial tensión nerviosa (momentos de
abatimiento, fugas de la realidad, preocupaciones, insomnio, etc.), o por
concesiones a la sensualidad, la masturbación, como hábito, suele encerrar
cierto componente neurótico o de desequilibrio [10].
Dentro de la patología psiquiátrica se podrían hacer las siguientes
consideraciones:
En la realización de la historia psiquiátrica de un paciente se encuadraría
dentro de lo referente a la vida sexual, y podría ser una orientación sobre la
madurez psico-sexual. Se podría entender que, a veces, un hábito de
masturbación sea consecuencia de una inmadurez psico-afectiva ya la vez
contribuya a su radicación.
En los trastornos de la afectividad, tanto en su componente de ansiedad
como en su componente anímico, se dan circunstancias que hacen más
propicias estas conductas y que dificultan el vencimiento de un hábito que
resulta en sí mismo placentero.
También podría aparecer dentro del trastorno obsesivo-compulsivo. Se
caracteriza por la aparición de ideas de modo reiterativo, que el sujeto vive
como propias y a la vez como molestas, y que, por tanto, intenta rechazar.
Este cuadro puede reducirse a la reiteración obsesiva de una idea que, si
tiene un contenido sexual, puede predisponer a la masturbación, o contener
también actos compulsivos –pudiendo llegar a ser los dominantes–, que
serían reiterativos y realizados como única forma de poner fin a las ideas
obsesivas previas. Estos actos compulsivos, por definición, no son deseados
en sí, aunque dada su naturaleza conllevan un placer sexual añadido. El
deseo y la dificultad de vencer tanto las ideas como los actos compulsivos,
pertenecen a las características individuales del cuadro en ese paciente.
Otra posibilidad es encontrarlo dentro de los cuadros conocidos como
trastornos del control de los impulsos. Como su nombre indica, existe una
impulsividad patológica, difícil de controlar, que en este caso va dirigida
hacia la repetición de la masturbación. Por definición, lo impulsivo no nace
de un acto libre voluntario, se realiza sin programación previa, sin atenerse
a las posibles consecuencias posteriores, y, de hecho, genera después en el
paciente un sentimiento de culpa o al menos un sentimiento negativo hacia
ese acto.
Indudablemente, los trastornos de la personalidad, pueden predisponer a
este hábito: baste pensar en la situación de tensión habitual en que viven los
anancásticos y ansiosos; la tendencia al escrúpulo de los anancásticos que,
paradójicamente, puede desembocar en este tipo de hábitos; la debilidad
afectiva de los dependientes; la repetición de actos del disocial, que tras
toca todas las reglas morales y de convivencia de manera fría; o la conducta
de los trastornos de inestabilidad emocional de la personalidad (tanto el tipo
límite como el tipo impulsivo) que, como su propio nombre indica, hacen
muy difícil la adquisición estable de un hábito y pueden favorecer, por su
alteración de la afectividad, estas conductas psicosexualmente inmaduras o
alteradas. Los trastornos de la personalidad, por definición, comienzan en la
adolescencia y se perpetúan en el tiempo, al no conseguir una maduración
armónica de la personalidad. Existen determinados criterios que han de
cumplirse en cada caso, y que se tratarán en el capítulo correspondiente de
este libro (cfr. capítulo XII, 2.3).
Por último, todas las situaciones patológicas mencionadas en el apartado
3 de este capítulo, resulta obvio que pueden verse complicadas con más
facilidad con este hábito, al estar alterada la cualidad del estímulo sexual
natural y, en muchos casos, aumentada la libido.
Como puede verse, en todos los casos referidos, y alguno más que podría
incluirse (por ejemplo, en el marco de una esquizofrenia), la valoración
psiquiátrica podrá realizarse siempre y cuando el paciente lo vea como algo
no-querido, ocasionando, por tanto, un malestar psíquico, y esté causado o
sea consecuencia de un cuadro psiquiátrico. Se podrá realizar un
tratamiento cognitivo-conductual (más bien este último), dirigido a la
desaparición del hábito como tal, o al control de las circunstancias que
pueden estar contribuyendo (cansancio físico o intelectual, tensión
acumulada...) y, por supuesto, un tratamiento del cuadro psiquiátrico, de
base tanto psicoterápico como psicofarmacológico, según proceda, unido a
la ayuda moral necesaria.

4. ALTERACIONES DE LA CUALIDAD OBJETIVA DEL


ESTÍMULO SEXUAL

Estas alteraciones hacen referencia no a alteraciones de la función sexual


en sí, sino a una «incoherencia» en el modo de producirse el estímulo
sexual, ya sea por una conciencia alterada de la propia sexualidad, o por
tratarse de un objeto de estímulo distinto al sexo contrario, que sería lo
natural.
4.1. Alteraciones de la identidad sexual (de género): transexualismo

Entiende la OMS por identidad sexual (de género), la convicción interna


de una persona acerca de ser varón o mujer. Esta identidad queda
establecida normalmente a los tres años de edad, y tiene lugar en la fase de
individualización de la persona. Sin ser determinante, tiene gran
importancia el sexo con el que se educa al niño/a, adquiriendo por este
motivo gran resistencia al cambio. Este proceso se completa mediante el
aprendizaje social y moral y la imitación e identificación con modelos de su
mismo sexo; y se acentúa durante la adolescencia con la aparición de las
características sexuales secundarias. La alteración de esta identidad sexual
se conoce con el nombre de transexualismo: consiste en el deseo de vivir y
ser aceptado como un miembro del género opuesto durante al menos dos
años, acompañado, por lo general, del deseo de alterar mediante métodos
hormonales o quirúrgicos el propio cuerpo, para hacerlo lo más congruente
posible con el género preferido.

4.2. Alteraciones del papel sexual: travestismo

El papel sexual es un conjunto de actitudes morales, patrones de


comportamiento y atributos de personalidad definidos por la cultura en que
el individuo vive como estereotipos sociales de lo masculino o femenino.
Su alteración patológica se conoce como travestismo; consiste en vestir
atuendos del género opuesto, para conseguir temporalmente la sensación de
pertenecer al sexo opuesto, sin que exista una motivación sexual en esa
acción.

4.3. Alteraciones de la inclinación sexual: parafilias


Se conoce como inclinación sexual la dirección de la tendencia sexual
estimada según el tipo de estímulos-objetos sexuales ante los que el
individuo siente atracción erótica como excitación espontánea. Las distintas
patologías dentro de la inclinación sexual se encuadran dentro de las
parafilias (también conocidas como perversiones sexuales), cuya nueva
denominación se va extendiendo más en los últimos años, por querer
hacerla más «aséptica» moralmente. Hasta el momento no se ha podido
demostrar la existencia de ninguna alteración orgánica o psicológica que
cause estas conductas.
Algunos han intentado definir este grupo de conductas patológicas como
aquellas en las que no se tiene en cuenta la libertad del otro, pero no resulta
convincente, pues las hay que se realizan en solitario, y también hay otras
en las que existe un acuerdo mutuo. Hay autores que dividen las parafilias
en benignas y patológicas, en función del consentimiento. No obstante, se
trata de una clasificación poco práctica o esclarecedora.
Otros las entienden como patológicas en función de la frecuencia con
que se realizan o el grado de incapacitación que suponen para mantener una
actividad sexual no parafílica. En lo referente a la frecuencia, parece
razonable que se distinga una o unas conductas aisladas de un hábito
adquirido, y, de hecho, las clasificaciones de enfermedades mentales hablan
de una duración mínima de 6 meses. En lo concerniente al segundo aspecto,
se puede objetar que hay conductas parafílicas que podrían ser aceptadas
libremente, aunque ilícitamente, por los dos miembros de una pareja; en
cambio, ciertos casos de incesto, por muy esporádicos que sean y a poco
que parezca que repercuten en la actividad sexual de quienes lo cometen,
pueden ser más graves.
Otros autores distinguen entre las que conllevan o no una ofensa sexual a
otra persona. Esta clasificación, algo simplista, no aporta nada al
conocimiento de las parafilias, pues, tanto en un caso como en el otro, nos
interesa la interioridad del individuo, ya sea activo o pasivo, ya experimente
placer directamente o indirectamente, a través del sufrimiento.
Por último, también se podría distinguir entre la práctica de parafilias,
teniendo en cuenta la finalidad de un acto, o su incorporación a las
actividades sexuales normales, en forma de fantasías. Hay personas que
usan de estas fantasías para aumentar su excitación durante el acto sexual.
La Organización Mundial de la Salud, en su Clasificación Internacional
de Enfermedades, décima versión (CIE-10) [11], las define como impulsos
sexuales y fantasías de carácter recurrente e intenso que implican objetos y
actividades inusuales, actuando el sujeto conforme a esos impulsos o
sintiendo un marcado malestar a causa de ellos. Como ya se mencionó, la
duración mínima debe ser de seis meses.
Epidemiológicamente es muy difícil obtener datos fiables por múltiples
motivos de privacidad, sociales y culturales. Sí parece claro, en estas
estadísticas, que se dan más en el varón (20/1), a excepción del
masoquismo, que es más frecuente en la mujer [12].
Se hacen hipótesis sobre distintas etiologías. Desde el punto de vista
biológico se habla de mayores niveles de andrógenos, de alteraciones a
nivel del lóbulo temporal, etc., sin que ninguna de ellas haya podido ser
confirmada. Desde la perspectiva psicológica, la teoría del aprendizaje
propone que estas conductas se instauran por haber sido reforzadas en un
momento dado (generalmente en la pubertad), y por su ulterior repetición
en fantasías sexuales y en la masturbación [13]. Psicosocialmente, se
sugiere que la falta de habilidades sociales y de seguridad podrían
predisponer a las parafilias.
A continuación pasamos a hacer una breve descripción de las más
conocidas:

4.3.1. Fetichismo

Un objeto inanimado es la fuente de estimulación sexual, o es esencial


para una respuesta sexual satisfactoria; travestismo fetichista: la persona
viste ropas o atuendos del género opuesto, para crear la apariencia y el
sentimiento de pertenecer a ese sexo, lo cual va unido a la consecución de
placer sexual que desaparece al quitarse las ropas fetiches.
4.3.2. Exhibicionismo

Inclinación recurrente o persistente a exponer por sorpresa los genitales a


extraños –generalmente del sexo opuesto– y casi siempre acompañado de
deseo sexual o de masturbación, sin intención de contacto sexual con el
«testigo» ni de incitación.

4.3.3. Voyeurismo

Inclinación recurrente o persistente a mirar a personas realizando


actividades sexuales o que están en situaciones íntimas, como
desnudándose, acompañada de excitación sexual o de masturbación; en esas
situaciones, el individuo no desea descubrir su presencia ni desea tener
relaciones sexuales con las personas observadas.

4.3.4. Paidofilia

Inclinación persistente o predominante hacia la actividad sexual con uno


a más prepúberes; la persona ha de tener al menos 16 años y ser por lo
menos 5 años mayor que los niños por los que se siente atraído).

4.3.5. Sadomasoquismo

Inclinación hacia un tipo de actividad sexual, bien sea como receptor


(masoquismo), como ejecutor (sadismo), o como ambas formas, que
implica la presencia de al menos uno de los siguientes síntomas: dolor,
humillación y sometimiento; la actividad sadomasoquista es la fuente más
importante de estimulación sexual o es necesaria para la gratificación
sexual, etc. Indudablemente pueden darse combinadas, y lo más frecuente
es la combinación de fetichismo, travestismo y sadomasoquismo.

4.4. Alteraciones de la orientación sexual: homosexualidad

La orientación sexual es la dirección de la tendencia sexual, estimada


según el género de las personas, ante las que el individuo siente atracción
erótica. En algunos casos, una determinada experiencia sexual repetida,
especialmente en la etapa de maduración, puede favorecer la adquisición de
una orientación sexual contraria o ambigua a lo que sería de esperar
naturalmente. Su patología correspondiente es conocida como trastorno
homosexual.
En las últimas décadas, el concepto que una parte de la Psiquiatría tiene
sobre la homosexualidad ha ido variando, y, de hecho, en las más recientes
clasificaciones de enfermedades (la DSM-IV de la Asociación Americana
de Psiquiatría y CIE-10 de la Organización Mundial de la Salud) ha dejado
de presentarse como trastorno mental. En este cambio, es evidente lo mucho
que ha influido la presión ejercida, a nivel internacional, por determinados
colectivos («gays», lesbianas, etc.), empeñados en presentar la
homosexualidad como «una opción más» [14].
Aunque algunos datos apuntan a que el número de pacientes que acuden
al médico por esta circunstancia para cambiar su orientación sexual ha
disminuido (ya sea por la escasa ética de valores a nivel en las personas, ya
sea por la menor presión social al respecto), parece claro que el número de
atenciones por parte del psicólogo o el psiquiatra ha aumentado por efecto
del malestar que, como reconoce la propia OMS, suelen generar estas
situaciones [15].
En cuanto al origen de la homosexualidad, existen de nuevo dos
corrientes o escuelas, con puntos de vista bien distintos: los biologicistas y
los ambientalistas o psicologistas.
La mayoría de los estudios epidemiológicos reflejan que es un fenómeno
no específico de determinadas sociedades, y que se da al margen de que se
encuentre permitida o sancionada por la ley. No obstante, es indudable el
aumento en números absolutos y relativos que se está produciendo en los
países de Occidente.
Existen autores que prefieren hablar de tres tipos de homosexualidad:
homosexualidad biológica (causada por la alteración primaria del sexo
cromosómico o del anatómico), homosexualidad episódica –o de la
adolescencia– (entendida como alteración de una fase de la normal
maduración de la afectividad en esa época de la vida) [16] y
homosexualidad de conducta, que es la que realmente va en aumento, y que
estaría causada por cambios en el entorno social, cultural, moral, etc., y en
la cual tendría un papel fundamental la libertad del individuo [17].
Se podría decir, resumiendo, respecto a la típica disquisición de si el
homosexual nace o se hace, que algunos nacen con esa tendencia, y que
entre los que se hacen, unos son desviaciones por desorientación o
influencias negativas en la adolescencia y otros por conductas libres, pero
desviadas y repetidas en cualquier momento del desarrollo de su vida.
Según algunos autores defensores de la homosexualidad como fenómeno
natural, no se podría dicotomizar entre homosexuales y heterosexuales, sino
que éstos ocuparían los dos extremos de un continuum, a lo largo del cual se
van situando todos los individuos, de forma no inamovible.
Los datos orientan a que la homosexualidad exclusiva es poco frecuente
(4% en varones y 1% en mujeres), y que, en cambio, se está produciendo un
aumento de la conducta bisexual, en la cual la persona tendría relaciones
sexuales con personas de ambos sexos, en mayor o menor proporción. A
propósito de este aumento de conductas bisexuales, resulta esclarecedor que
esto se deba a una alteración puramente conductual, y no a una alteración
primaria de la afectividad que, de modo natural, no parece posible que se
sienta atraída a la vez por dos sexos contrarios entre sí.
Los intentos de encontrar un origen genético a la homosexualidad son
antiguos. Los primeros trabajos de Kallman, en 1952, en que encontraba un
100% de concordancia en cuanto a la homosexualidad en 37 pares de
gemelos homozigóticos, no se han confirmado. Se han realizado ulteriores
estudios en gemelos criados juntos o separados, que defienden un origen
multifactorial.
Desde otro punto de vista, se ha descubierto un aumento de la tendencia
homosexual entre los pacientes esquizofrénicos, pero no puede concluirse si
se debe a una alteración de la afectividad sintomática de esta enfermedad, o
a una manifestación más de alteración en el neurodesarrollo que
hipotéticamente padecen estos enfermos [18].
Otros autores sugieren que, en el caso de las mujeres, hay más
probabilidades de que se trate de un rasgo adquirido. Esto último viene a
coincidir con el contenido más afectivo de la sexualidad en la mujer, y más
corporal en el varón, pero no ha podido ser demostrado.
También se ha sugerido que existe una mayor historia de abusos sexuales
durante la infancia entre los homosexuales que entre los heterosexuales, si
bien esto podría entenderse como un predisponente o como desencadenante
de una tendencia previa.
La búsqueda de «marcadores biológicos» ha tenido también poco éxito.
Los trabajos dedicados a investigar posibles diferencias de testosterona en
orina o sangre, metabolitos de hormonas sexuales, etc. han dado resultados
contradictorios. Una de las hipótesis más extendida, pero no confirmada, es
que los homosexuales tendrían una alteración en el eje hipotálamo-
hipófisis-gonadal (es decir, la conexión del sistema nervioso central con las
gónadas (testículos u ovarios), en sentido descendente y ascendente), de
manera que los andrógenos testiculares deberían frenar o estimular
normalmente al hipotálamo, atendiendo a sus niveles en sangre; en este
caso habría una resistencia por parte del hipotálamo. Si esto se produjera en
el período crítico de la diferenciación sexual, podría causar una alteración
en este proceso.
Para defender una posible base biológica [19], algunos han propuesto la
existencia de centros nerviosos que se encuentran en el hipotálamo (órgano
del sistema nervioso central) y que se encargan de controlar la conducta
sexual, que en los homosexuales varones tendría una estructura femenina.
Una de las primeras observaciones en este sentido la hizo Gorski (1978),
defendiendo el «dimorfismo sexual hipotálarnico», de manera que un
núcleo en el área preóptica, que denominó núcleo sexual dimórfico, tiene un
tamaño doble en el varón.
Años más tarde, Le Vay (1991,1993), describió 4 núcleos en el
hipotálamo anterior, que denominó «núcleos intersticiales del hipotálamo
Anterior 1-4» (NIHA) que tienen relación con la conducta sexual. Según
sus estudios, el NIHA n.º 3, que suele ser 2 veces más voluminoso en el
hombre que en la mujer, en los homosexuales tendría el volumen de la
mujer. Esta afirmación que fue acogida en un principio con verdadero
entusiasmo por la comunidad homosexual y que supondría un dimorfismo
sexual hombre-heterosexual/hombre-homosexual, no se ha visto confirmada
con posterioridad. Son criticables la dispersión de las muestras del estudio,
el reducir la diferenciación a volumen y no a número de neuronas o su
cariometría, etc. [20].
En lo referente al fundamento genético, hay un conocido estudio que
defiende la existencia de un gen en el cromosoma X, que sería el
responsable de la «gaycidad» [21]. Nadie ha podido confirmar estos
resultados [22].
Desde el punto de vista psicológico [23], hay indicios de que los
homosexuales presentan más problemas de soledad, baja autoestima y
también depresiones e ideas de suicidio, sin que se haya conseguido
identificar un perfil de personalidad específico para el homosexual. En el
difícil equilibrio psicológico de los homosexuales, influyen factores tales
como la interacción personal, la propia actitud ante la orientación sexual, el
tipo de convivencia, etc.
El Magisterio de la Iglesia católica recoge en un documento cómo el
origen psíquico permanece en gran medida inexplicado, y que se debe
distinguir entre la tendencia, que puede ser innata, y los actos de
homosexualidad, que son «intrínsecamente desordenados» y contrarios a la
ley natural. En este sentido, para la mayoría de las personas con tendencias
homosexuales, tal condición supone una prueba, y están llamados a realizar
la voluntad de Dios en su vida y a la castidad, y deben ser acogidos con
respeto, dignidad y delicadeza, evitando toda discriminación injusta [24].
La atención desde el punto de vista médico y del asistente social es
difícil, empezando por la habitual falta de colaboración del paciente. Se han
usado fármacos que reducen el impulso sexual, como sustancias
antiandrógenas, suscitando en algunos casos problemas de tipo médico
(efectos secundarios) y también de índole ético-legal cuando se han
administrado sin el consentimiento del paciente.
Desde el enfoque psicológico, lo más utilizado son las técnicas derivadas
de la teoría del aprendizaje. Parecen más eficaces las técnicas que buscan
instaurar conductas nuevas, mediante un refuerzo, que las que pretenden
eliminar una conducta desadaptada mediante el castigo. En este enfoque
también se estudian métodos basados en el autocontrol, entrenamiento en
habilidades sociales, terapia cognitiva, terapia de pareja, etc.
En cualquier caso, y contando con la voluntad del paciente, existe un alto
porcentaje de casos que pueden resolverse positivamente con una terapia
apropiada, especialmente en aquellos en los que la práctica de actos
homosexuales esté menos enraizada. En este sentido, los padres que
adviertan en sus hijos en la edad infantil o en la adolescencia, alguna
manifestación de dicha tendencia o de tales comportamientos, deben buscar
la ayuda de personas expertas y cualificadas para proporcionarles todo el
apoyo posible. Sin embargo, en los casos de homosexuales totalmente
satisfechos de su condición, es inútil todo intento terapéutico [25].

5. CONSIDERACIONES PASTORALES (Miguel Ángel Monge


Sánchez)

Sin pretender juicios de valor donde no correspondan (si son conductas


gravemente desordenadas hay que decirlo: otro problema es no juzgar a las
personas), dada la complejidad de estos temas, esbozamos algunos criterios
pastorales, que deberían tenerse en cuenta, a la hora de tratar estas
alteraciones del comportamiento sexual. Debido a su mayor frecuencia, nos
centramos más en la masturbación y en la homosexualidad, pero
analizaremos también otras situaciones.
5.1. Masturbación

En relación con los casos de masturbación infantil, que procede de la


curiosidad del niño sobre su propio cuerpo, no son convenientes en los
padres actitudes severas. Es mejor desviar la atención hacia otros temas, sin
dar excesiva importancia a la cuestión. Desde luego, no se debe regañar al
niño, sino en todo caso aprovechar la ocasión para iniciarle paulatinamente
en una correcta educación sexual.
Por lo que refiere al dato sociológico de extensión de este
comportamiento, no conviene confundir frecuencia con normalidad, como
hacen algunos psicólogos [26]. La masturbación no es per se una
característica inherente y necesaria del desarrollo humano [27]. En todo
caso, la masturbación es siempre objetivamente una grave ofensa a Dios:
«La razón principal es que el uso deliberado de la facultad sexual fuera de
las relaciones conyugales normales contradice esencialmente a su finalidad,
sea cual fuere el motivo que lo determine» [28]. Por ello, «sea lo que fuere
de ciertos argumentos de orden biológico o filosófico de que se sirvieron a
veces los teólogos [...] tanto el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con una
tradición constante, como el sentido moral de los fieles, han afirmado sin
ninguna duda que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente
desordenado» [29].
Pero hay algunos hechos que el pastor de almas debe tener en cuenta:

5.1.1. Grado de libertad

La masturbación habitual supone en muchos casos una disminución de la


libertad. «La psicología moderna ofrece diversos datos válidos y útiles en el
tema de la masturbación para formular un juicio equitativo sobre la
responsabilidad moral y para orientar la acción pastoral. Ayuda a ver cómo
la inmadurez de la adolescencia, que a veces puede prolongarse más allá de
esas edades, el desequilibrio psíquico o el hábito contraído pueden influir
sobre la conducta atenuando el carácter deliberado del acto, y hacer que no
haya siempre culpa subjetivamente grave» [30]. Aunque el mismo
documento advierte a continuación que «no se puede presumir como regla
general la ausencia de responsabilidad grave. Eso sería desconocer la
capacidad moral de las personas» [31]. En el mismo sentido se expresa el
Catecismo: «Para emitir un juicio justo acerca de la responsabilidad moral
de los sujetos y para orientar la acción pastoral, ha de tenerse en cuenta la
inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de
angustia u otros factores psíquicos o sociales que pueden atenuar o tal vez
reducir al mínimo la culpabilidad moral» [32].

5.1.2. ¿Pecado siempre?

Por ello, en la práctica resulta a veces difícil, para el confesor, juzgar si


en un caso particular el penitente ha cometido o no pecado grave, ya que
son frecuentes los casos de insuficiencia de libertad y/o de conocimiento.
Pastoralmente, será oportuno no limitarse sólo al pecado en sí, sino buscar
la forma de ayudar al penitente a luchar en relación con todo el contexto de
su vida cristiana [33], aconsejando medios naturales, que son sobrenaturales
por el fin, para vencer las tentaciones (ocupar el tiempo, tener actividades
ilusionantes, hacer deporte, etc.), evitar las ocasiones de pecado, unido a
todos los demás medios sobrenaturales de la ascética cristiana.
Para valorar la responsabilidad moral de los casos concretos, la
Declaración Persona humana ofrece algunos criterios orientadores:
a) considerar el comportamiento de la persona en su totalidad: no sólo en
cuanto a la práctica de la caridad y de la justicia, sino también en cuanto al
cuidado en observar el precepto particular de la castidad;
b) ver si se cumplen los medios naturales y sobrenaturales recomendados
por la experiencia ascética cristiana para superar las tentaciones, vencer las
pasiones y progresar en la virtud [34]. En ese sentido, es fundamental el
recurso frecuente al sacramento de la Penitencia.
5.1.3. Masturbación y análisis de semen

Para el estudio de la esterilidad o de algunas enfermedades del varón se


solicita en ocasiones un análisis de semen (semiograma). Para su recogida,
se acude con frecuencia a la masturbación. Pero ni siquiera en estos casos
es moralmente lícita, ya que como hemos dicho, se trata de un acto malo en
sí mismo, sea cual sea su finalidad [35].
Existen métodos de recogida de semen, acordes con la moral católica. Se
emplean dos modos:
a) recogida del sobrante después del coito; tiene el inconveniente de que
no recoge la totalidad del volumen del eyaculado;
b) el condón perforado. Se trata de preservativos especiales (no
contienen espermicidas) en los que un pequeño orificio anula su efecto
anticonceptivo. Un documento de la Congregación para la Doctrina de la
Fe, en respuesta a una consulta privada, señala que, cuando se trata de
recoger semen para análisis clínicos, es lícito el uso de este tipo de
instrumentos, siempre que no se impida la generación, pues en este caso se
realiza «un verdadero y propio acto conyugal» [36]; los resultados de cara
al diagnóstico y a la investigación son válidos, como confirma, con
suficiente experiencia, la ciencia médica.

5.2. Homosexualidad

En la enseñanza de la Iglesia católica se contienen los elementos más


precisos a la hora de abordar pastoralmente este tema. Lo primero que llama
la atención es la consideración compasiva, llena de benignidad, con la que
se presenta la cuestión: (los homosexuales) «deben ser acogidos con
respeto, comprensión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo
de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la
voluntad de Dios en su vida, y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la
cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su
condición» [37].
Sin entrar en el origen de este comportamiento [38], el Catecismo se
limita a señalar que «un número apreciable de hombres y mujeres presentan
tendencias homosexuales profundamente arraigadas». Esta inclinación,
objetivamente desordenada, constituye para la mayoría de ellos una
auténtica prueba [39]. «Su origen psíquico permanece en gran medida
inexplicado» [40]. Esto confirma –dejando aparte los casos de brutal
beligerancia de algunos sectores del mundo de la homosexualidad
(movimientos «gays» y lesbianas que «exigen» todo tipo de «derechos»
[41])– la actitud benévola que muestran los Pastores de la Iglesia con estas
personas. Dicha actitud no procede de una ambigüedad, pues es bien sabido
cuál es el juicio moral de la Iglesia: «Apoyándose en la Sagrada Escritura
que los presenta como depravaciones graves (cfr. Gn 19, 1-19; Rm 1, 24-27;
1 Co 6, 10; 1 Tm 1, 10), la Tradición ha declarado siempre que “los actos
homosexuales son intrínsecamente desordenados” (CDF, Decl. Persona
humana, 8)» [42]. Las razones que, de modo sintético, da el Catecismo son
las siguientes:
– los actos homosexuales son contrarios a la ley natural;
– cierran el acto sexual al don de la vida: en las uniones homosexuales
hay una esterilidad frustrante, al no existir referencia al bien procreador de
la sexualidad [43];
– no proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual:
«la afectividad homosexual no expresa una unión complementaria, capaz de
trasmitir la vida, y por lo tanto contradice la vocación a una existencia
vivida en esa forma de auto-donación que, según el Evangelio, es la esencia
misma de la vida cristiana» [44].
Desde el punto de vista moral, habrá que distinguir claramente entre la
llamada «tendencia homosexual» y su práctica. El criterio moral de la
Iglesia se dirige hacia los actos homosexuales y no hacia la condición
psíquica de homosexual. En general, esta condición no se establece
voluntariamente y, por ello, queda fuera de un control racional directo [45].
La mera tendencia, aunque desordenada, si no llega a prácticas
homosexuales, aparte de tener muchas posibilidades de que no se convierta
en irreversible, al no ser aceptada, no conlleva culpa moral, es decir, no es
pecado. Por el contrario, un acto o un comportamiento homosexual es de
suyo moralmente grave, aunque la culpabilidad habrá que juzgarla con
prudencia [46].
Advertimos que aunque la Iglesia enseña el carácter grave del uso
desordenado del sexo por el objeto del acto, no excluye la ausencia de culpa
grave debida a la falta de deliberación plena en el querer [47]. La
Declaración Persona humana insiste que en este campo es particularmente
posible tal imperfección [48].
También en estos casos hay que distinguir entre el comportamiento, que
se debe rechazar, y las personas, que merecen todo respeto. Hemos
comentado ya la benevolencia que muestra el Catecismo y la misma actitud
está presente en los diversos documentos posteriores. Destacamos la Carta
de la Congregación para la Doctrina de la Fe a los obispos sobre la atención
pastoral a las personas homosexuales del 1 de octubre de 1986 [49].
Recordamos igualmente el Mensaje pastoral de los obispos estadounidenses
a los padres con hijos homosexuales (1-X-1997), que lleva el sugerente
título «Siguen siendo nuestros hijos» [50].

5.3. Hermafroditismo verdadero

En estos casos, posiblemente el primer criterio pastoral con el que


conviene actuar sería el de dejar al individuo en el sexo en el que vive –sea
o no el que le corresponde genéticamente– eliminando, en todo caso, la
gónada contraria, recurriendo a la oportuna corrección quirúrgica. Esto no
tiene nada que ver con los hipotéticos «cambios de sexo» que, en la época
nuestra, se procuran algunas personas con un organismo bien constituido,
de hombre o de mujer, que pretenden la apariencia externa del sexo opuesto
al que se tiene.
En todo caso, el cambio de sexo (transexualismo) plantea serios
problemas. Unas veces, estamos ante indicaciones clínicas precisas, para
aliviar o sanar a la persona que padece una alteración; pero otras, tal
intervención se presenta como problemática desde el punto de vista ético.
Como afirma un conocido psiquiatra, «sólo desde la permisividad moral
que caracteriza a nuestra sociedad contemporánea puede admitirse un
cambio quirúrgico de sexo, sin que haya motivos para ello. Es como si este
tipo de intervenciones se homologasen, sin más, a las realizadas en el
ámbito específico de la cirugía estética» [51].
Puede haber dificultades sobre la conducta, que se debe seguir desde la
infancia, cuando se da una discordancia entre el sexo gonadal y el
psicológico. Actualmente, la ciencia médica cuenta con abundantes resortes
(valoración genética, endrocrinológica, fenotípica y cromosómica) para
hacer el diagnóstico del sexo de un recién nacido, cuando el aspecto externo
de sus genitales podría confundir al médico, a la comadrona o a sus padres.
En algunos casos, especialmente difíciles, habrá que tomar una decisión
aleatoria tras el nacimiento; si fuera el caso de una persona adulta (situación
bastante excepcional), sería ella la que decidiría a qué sexo desea
pertenecer.
La dificultad subsiste a la hora de decidir qué tipo de educación
(masculina o femenina) se quiere dar a estas personas. Hay autores
partidarios de educarlos manteniendo el sexo gonadal y otros que prefieren
esperar a una posterior evolución, hasta que se manifieste más el sexo
psicológico y, entonces, hacer las modificaciones oportunas.
Estas anomalías pueden plantear algunos problemas en relación con los
sacramentos del Orden y del Matrimonio. Como es sabido, para la validez
del Orden, es necesaria la pertenencia al sexo masculino [52] y para la
licitud se requiere la ausencia de defectos corporales notables [53]. Ambas
cosas pueden estar comprometidas en el hermafroditismo. Sólo en el caso
del hermafroditismo masculino, que fuese mínimo, se podría hablar de un
sujeto hábil para la ordenación sacerdotal. Pero la mayoría de los autores lo
desaconsejan. Por análogas razones, se desaconseja igualmente la entrada
en el estado religioso.
En relación con el matrimonio, el hermafroditismo suele comportar el
impedimento de impotencia [54], que impide la celebración del matrimonio
válido. Si la impotencia fuese dudosa, no se puede impedir el matrimonio
[55].
5.4. Frigidez e impotencia sexual

Se trata de disfunciones en las fases de apetito o de la excitación sexual,


que pueden ser debidas a enfermedades orgánicas, pero que muchas veces
son de origen psíquico (cfr. apartado 3.1 de este capítulo). La falta de
sensaciones específicas y la correspondiente falta de orgasmo en la mujer,
constituye la frigidez, que, en el varón, se traduce en impotencia coeundi;
en ambos casos, casi siempre por motivos psicológicos, por una inadecuada
educación sexual o falta de entrega de uno de los cónyuges.
Pastoralmente se plantea con relativa frecuencia el caso de mujeres
casadas, que no encuentran en las relaciones sexuales la satisfacción
natural, ligada al punto culminante de la excitación sexual (orgasmo). Esta
frigidez puede ser consecuencia de alguna patología orgánica y psiquiátrica,
pero en otras se debe a una falta de entrega total en el acto sexual. Con
frecuencia, «es resultado del egoísmo del hombre, que, al no buscar más
que su propia satisfacción, incluso de manera brutal, no sabe o no quiere
comprender los deseos subjetivos de la mujer, ni las leyes objetivas del
proceso sexual, que en ella se desarrolla» [56]. Si los esposos tuvieran en
cuenta lo que hemos comentado, en relación con el distinto ritmo del deseo
sexual en el hombre y en la mujer (cfr. capítulo VIII, 3.1.), se podrían evitar
muchas situaciones dolorosas.
En todo caso, la educación sexual no puede limitarse a una explicación
del fenómeno del sexo. No ha de olvidarse que la repugnancia física en el
matrimonio no es un fenómeno capital, sino que suele ser una reacción
secundaria: en la mujer, se trata de una respuesta al egoísmo y la brutalidad
del hombre. «A largo plazo es necesaria una educación sexual, cuyo
objetivo esencial debería ser inculcar en los esposos la convicción de que el
“otro” es más importante que el “yo”. Semejante convicción no nacerá de
repente por sí misma sobre la base de las meras relaciones físicas, sino que
debe resultar de una profunda educación del amor» [57].
A la hora de ayudar a estas personas casadas, hay que lograr que pierdan
el miedo (a veces, inconsciente) al sexo, que lo vean como realidad querida
por Dios para ellas y que acudan –si es preciso– a un psiquiatra o psicólogo
con sentido cristiano. El pastor de almas deberá limitarse a confirmar y/o
reforzar los consejos recibidos, siempre que se trate de criterios cristianos
(si no parece que habría que sugerir cambios de psiquiatra), recordando en
todo caso que el ejercicio de la sexualidad no es un mero acto «físico», sino
que conlleva, como hemos indicado muchas veces, manifestaciones de
ternura y entrega. «El matrimonio no puede reducirse a las relaciones
físicas, sino que necesita un clima afectivo indispensable para la realización
de la virtud, el amor y la castidad» [58].
El empleo de sustancias como el sildenafilo (comercializado en España
con el nombre de Viagra) que se administran para la disfunción eréctil o
impotencia, no desencadenan ni aumentan el placer sexual por sí mismos,
por lo que su uso, además de requerir el prudente consejo médico, debería
restringirse a los principios generales de la moral en lo referente al uso de la
sexualidad. En ese sentido, no parece que existan problemas morales
cuando se emplean para mejorar la capacidad del coito dentro del
matrimonio legítimo. Tampoco lo habría siempre que la situación pueda
considerarse una enfermedad, cuya curación puede afrontar el médico sin
necesidad de investigar el uso que el enfermo hará de la salud cuando la
recupere. Pero en los otros casos, la sola búsqueda de placer en el acto
sexual no lo justifica, por lo que será moralmente ilícita.
Como es sabido, la imposibilidad de acceder a la cópula (también la
carencia de órganos de copulación) da lugar a un impedimento para
contraer matrimonio, por falta de aptitud en el sujeto en orden al
cumplimiento de aquellos actos destinados a la generación de la prole [59].
Esta impotencia coeundi indica la imposibilidad de realizar entre sí los
actos propios de los esposos y de por sí aptos para la generación. La
impotencia generandi se refiere a que del acto matrimonial no se sigue el
efecto generativo. Sólo la primera es impedimento matrimonial [60].

BIBLIOGRAFÍA

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VAN DER VELDT, J. y ODENWALD, R.P., Psiquiatría y catolicismo,
Luis de Caralt, Barcelona 1969.
CAPÍTULO X
PSICOLOGÍA EVOLUTIVA Y DIFERENCIAL
(I):
LAS EDADES DE LA VIDA

La vida del hombre sobre la tierra, al igual que la de todos los vivientes,
como enseña la Biología, es una marcha en varias etapas: se nace, se crece,
se llega a la plenitud, se envejece y se muere [1]. Hay que aprender a pasar
de una etapa a otra suavemente, sin brusquedades, y saber encontrar en cada
una de ellas su sentido; pero aceptando la realidad inexorable del propio
desgaste físico y psíquico. Son las cuestiones que tratamos a continuación,
comenzando con unas consideraciones sobre el llamado «ciclo vital».
La Psicología evolutiva tiene por objeto el análisis del desarrollo
psíquico del individuo (los fenómenos que se producen y su fundamento),
desde el momento de la concepción hasta la vida adulta. Se centra en el
estudio de las tres trayectorias más importantes del desarrollo: el desarrollo
físico (cambios corporales, desarrollo cerebral, adquisición de habilidades
motoras), el desarrollo cognitivo (cambios en los procesos del pensamiento
que afectan al aprendizaje, las habilidades lingüísticas y la memoria) y el
desarrollo psicosocial (cambios en los aspectos emocionales y sociales de la
personalidad). Aunque con fines didácticos separaremos estas áreas de
estudio, hay que decir que las tres están íntimamente relacionadas, y que
cada una de ellas ejerce una influencia sobre las otras dos.

1. EL CICLO VITAL (Dr. Ricardo Zapata García)


La idea de «ciclo vital» sugiere la existencia de un orden subyacente al
curso de la vida humana desde la concepción a la vejez. Aunque cada vida
humana es singular, todas atraviesan básicamente la misma secuencia, lo
cual tiene una importancia decisiva en la comprensión de la vida humana,
ya que la significación de los sucesos y relaciones particulares está
fuertemente teñida por la fase del ciclo vital en la que ocurren.
No existe ninguna teoría que estudie el desarrollo del ser humano en su
conjunto. De los diversos intentos que han surgido, uno lleva a afirmar que
el desarrollo psicológico se realiza en forma de grados o fases, cada una de
ellas se basa en la fase anterior, y no es posible alcanzar un grado superior
en este desarrollo sin que se hayan superado las conductas que son propias
del grado anterior. Además, es un proceso constante a lo largo de la vida del
individuo, que afecta al ser humano en su totalidad y que implica una
variación que es progresiva e irreversible, es decir, una vez alcanzado un
determinado grado de desarrollo no se vuelve al anterior, excepto en casos
patológicos. Por medio de este proceso se produce una diferenciación y
especialización, tanto de las funciones físicas como de las psíquicas. Todos
los individuos pasan estas fases en el mismo orden, pero no necesariamente
a la misma edad.
Una de las teorías al respecto es el modelo de desarrollo psicosexual de
S. Freud (1856-1939). Existen otras, como la de E. Erikson (1902-1994)
que, basándose en los postulados freudianos, acentúa el papel de la sociedad
en la estructuración de la personalidad [2] o la del psicólogo suizo lean
Piaget (1896-1980) que, probablemente, ha sido el autor más influyente en
el estudio del desarrollo cognitivo. En contraste con estas teorías, que
acentúan la importancia de la motivación interior, las teorías del aprendizaje
social, de inspiración conductista, hacen mayor hincapié en la importancia
que tiene el ambiente en el desarrollo infantil.
La síntesis de Remplein [3] tiene por objeto dar una visión total del
desarrollo psíquico del hombre desde que nace hasta su plena madurez.
Sigue las directrices de Spranger para comprender al hombre desde su
mundo personal de valores y aprovecha la penetración descriptiva de
Lersch y la visión sintética de Bühler sobre la expresión y la articulación de
las fases del curso de la vida.
Aunque tiene en cuenta los fundamentos anatómico-fisiológicos más
importantes del desarrollo psíquico, se atiene al principio de que lo psíquico
no depende exclusivamente de procesos corporales, sino que también se
halla sometido a leyes propias, y, por tanto, no debe explicarse sólo
causalmente.
Por otra parte, tiene también en cuenta que el desarrollo psíquico no es
un proceso exclusivamente madurativo como el crecimiento del cuerpo,
sino un proceso sometido a la influencia del aprendizaje, cuya meta –la
personalidad plenamente desarrollada– se consigue mediante una ardua
tarea educativa.
El desarrollo psicológico es un proceso que comienza ya desde el
momento del nacimiento [4] y continúa hasta la vida adulta, con períodos
en los que predomina la adquisición de nuevas funciones o el aprendizaje
de nuevas conductas y, otros, en los que el número de adquisiciones es
mucho menor: lo que se produce, sobre todo, es un afianzamiento, una
fijación de las conductas aprendidas.
El desarrollo psíquico va a depender de dos factores: la herencia y el
ambiente. En relación con la herencia es necesario subrayar que lo que se
heredan son disposiciones, rasgos potenciales que el individuo va a
desarrollar a lo largo de su vida, y esto va a depender, en gran medida, del
ambiente, o medio en que se desenvuelve. Así, muchas disposiciones
inestables, como es el caso de las dotes específicas, dependen en su
aparición de un proceso de aprendizaje, producto de la influencia ambiental,
que es constante en la vida del individuo, se ponen de manifiesto incluso ya
durante el período prenatal, y son especialmente importantes durante los
primeros años de la vida, en los que la personalidad está en formación y el
individuo es mucho más vulnerable.
En definitiva, resulta esencial reconocer que no hay modo de simplificar
las edades de la vida por medio de polarizaciones hipotéticas de sus
características. La vida es demasiado compleja y la humanidad demasiado
diversa para agrupar los datos y las experiencias en simples apartados. El
«reloj social» –la receta cultural que indica «la edad apropiada» para dejar
el hogar, empezar a trabajar, casarse, tener hijos y jubilarse– varía de una
cultura y época a otra. Por ello muchos investigadores se muestran
escépticos frente a estos intentos de definir la vida adulta como una serie de
etapas claramente delimitadas. De todos modos, y hecha esa salvedad, es
posible establecer esas «edades de la vida» y a ellas nos referimos a
continuación.
Aunque han aparecido estudios posteriores, seguimos, como ya hemos
dicho, a un autor que nos parece clásico y el más completo (Remplein,
1971); en su estudio de la Psicología evolutiva, podemos dividir el
desarrollo evolutivo en los siguientes grados o fases:
Cuadro 1
Desarrollo evolutivo, según Remplein
a) Lactancia (Primer año)
b) Primera infancia (1 a 5 años y medio)
c) Segunda infancia (5,5 a 10,5 años en las mujeres, o 12 años en los hombres)
d) Juventud (10 años y medio-12 años a 20-21 años)
e) Edad adulta (20-21 años a 56-58 años)
f) Vejez (56-58 años en adelante)

2. LACTANCIA (PRIMER AÑO DE VIDA) (Dra. Francisca


Lahortiga Ramos)

En este primer período de la vida, el niño se halla indefenso, su sistema


sensorio-motor está muy inmaduro y tiene un repertorio muy limitado de
aptitudes para enfrentarse a las exigencias de la vida, lo que le coloca en
una situación de absoluta dependencia de los mayores. A pesar de ello,
puede hacer muchas más cosas de lo que se piensa. Desde que los niños
nacen, parpadean ante una luz brillante, responden a estímulos dolorosos,
orientan sus cabezas hacia un sonido, etc. Se puede considerar el desarrollo
en tres aspectos:
2.1. El desarrollo físico

Tanto el crecimiento físico como el desarrollo de las habilidades


motoras, tales como andar y correr, están muy influidos por pautas
hereditarias, que van apareciendo con la maduración y que se manifiestan
según un patrón biológicamente predeterminado. Las primeras capacidades
motoras que muestra el niño no son, técnicamente hablando, habilidades,
sino reflejos, es decir, respuestas involuntarias ante estímulos externos, que
suponen un mecanismo de protección y defensa. Dentro de ellos están el
reflejo respiratorio, el de succión o el de búsqueda.
Cuadro 2
Gómez Lavín. C.

Además de estos movimientos reflejos, durante los primeros meses de la


vida aparecen movimientos impulsivos. Son movimientos desordenados,
que se presentan espontáneamente, sin ningún estímulo externo que los
provoque. Aunque carecen de finalidad, sirven de preparación a otros
movimientos ordenados, que aparecerán posteriormente en el desarrollo y
tendrán una finalidad. Así, por ejemplo, el pataleo le servirá al niño para
madurar su sistema muscular, lo que posteriormente le permitirá andar.
Respecto al desarrollo de las capacidades sensoriales y perceptivas,
durante los primeros meses de esta etapa evolutiva, destaca la primacía del
sentido del oído y del tacto, que proporciona las sensaciones de contacto, de
temperatura o de presión, mientras que la visión está menos desarrollada. El
desarrollo de las aptitudes perceptivas, va a ser producto de la interacción
de la maduración cerebral con la experiencia del niño en su relación con el
ambiente.

2.2. El desarrollo cognitivo

El desarrollo cognitivo en la infancia tiene un ritmo asombroso. El paso


de tener unas ciertas capacidades adaptativas en el momento del
nacimiento, a ser capaz de entender y comunicarse con el mundo, ha
intrigado a los psicólogos del desarrollo infantil. La explicación más
influyente sigue siendo la formulada por Piaget, quien propuso una teoría
para explicar, desde el punto de vista cualitativo, los distintos niveles del
desarrollo cognitivo. Este autor parte de la base de que el crecimiento
psíquico es el resultado de la interacción del niño con su ambiente y cree
que, en el curso del desarrollo, los niños van pasando por distintas etapas;
en cada una de ellas, ven el mundo de manera diferente y codifican la
información que les llega de un modo distinto. El acceso a cada nueva etapa
no es posible sin que el niño haya incorporado lo propio de la etapa anterior.
Durante el primer año de vida, además, los niños empiezan a desarrollar
la comprensión de la constancia perceptiva, es decir, la conciencia de que el
tamaño y la forma de los objetos no varía, a pesar de la diferente
perspectiva o distancia desde la que se le observe. Este desarrollo se verá
acrecentado cuando el niño comience a andar y sea capaz de aproximarse a
los objetos.
El origen de la memoria comienza siendo una facultad de reconocer
cosas o personas que tienen relación con lo afectivo (el biberón, la voz de la
madre) y tiene que estar unida a la percepción exterior; es decir, el niño en
esta edad necesita ver para reconocer.
En cuanto al desarrollo del lenguaje, la capacidad de comprensión de las
expresiones de los demás se desarrolla mucho antes que la capacidad de
expresión. De esta forma, el niño de nueve meses de edad es capaz de
comprender algunas expresiones simples, como el enfado, o una negativa
de su madre, sin ser capaz de pronunciadas. La velocidad del desarrollo del
lenguaje depende en gran medida de la interacción del niño con los padres.

2.3. El desarrollo psicosocial

Ya desde las primeras semanas de vida, el niño es capaz de expresar


muchas emociones, tales como el miedo, la angustia o la sorpresa. La
expresión emocional del niño tiene aquí como rasgo distintivo el hecho de
tener un carácter global; así como el adulto manifiesta una emoción, sólo
por la expresión de los ojos o el hecho de fruncir el ceño, el niño en esta
edad expresa con todo su cuerpo la emoción: grita, llora, patalea, mueve los
brazos, etc. En los primeros meses de la vida, y dada la dificultad de
adaptación al nuevo ambiente, predominan los sentimientos displacenteros,
como lo demuestra la mayor frecuencia de expresiones de llanto, gritos, etc.
Cuadro 3
Estadios psicosociales del yo según Erikson [5]
Infancia Confianza básica vs Desconfianza básica (ESPERANZA)
Niñez Autonomía vs Vergüenza/Duda (VOLUNTAD)
temprana
Edad del juego Iniciativa vs Culpa (FINALIDAD)
Edad escolar Industria (laboriosidad) vs Inferioridad
(COMPETENCIA)
Adolescencia Identidad vs Difusión identidad (FIDELIDAD)
Juventud Intimidad vs Aislamiento (AMOR)
Adultez Generatividad vs Estancamiento/autoabsorción
(CUIDADO)
Vejez Integridad vs Desesperación (SABIDURÍA)
Entre la quinta y la octava semanas de vida tiene lugar un hecho
importante en la relación del niño con el ambiente: la aparición de la
sonrisa social, que supone una orientación y comienzo de contacto con el
exterior.
Las diferencias temperamentales comienzan a aparecer, ya
prácticamente, desde el nacimiento y se van a mantener durante toda la
vida. Buena parte de las disposiciones básicas a las que denominamos
temperamento están basadas en la herencia genética, otras son más
susceptibles a las influencias del ambiente [6].

3. PRIMERA INFANCIA (1 A 5 AÑOS Y MEDIO) (Dra.


Francisca Lahortiga Ramos)

Los comienzos de este período evolutivo vienen marcados por dos


nuevas adquisiciones, andar y hablar, que lo diferencian claramente del
período de la lactancia. El poder andar permite al niño un dominio mucho
mayor del espacio, aumenta el número de campos que percibe y va, poco a
poco, perfeccionando la percepción en relación al tamaño, forma y color de
las cosas; es decir, hace que perciba y configure el ambiente de distinta
manera y le hace más autónomo. Con la adquisición del lenguaje, aparece
un impulso a la comunicación, una necesidad de hablar que favorece la
sociabilidad y el deseo de conocer el ambiente. Consideramos también tres
aspectos:

3.1. El desarrollo físico

Tras los dos primeros años de vida de progreso rápido, el crecimiento


físico se desarrolla a un ritmo más lento, aproximadamente unos siete
centímetros por año. Las variaciones en el ritmo de crecimiento están
provocadas por factores genéticos, la nutrición y la atención sanitaria.
Desde el punto de vista fisiológico, el desarrollo más importante es la
continuación de la maduración del sistema nervioso central, que va a ser la
base para el desarrollo de las aptitudes cognitivas y para el control y
coordinación, cada vez mayores, del cuerpo. Una indicación de la
importancia del desarrollo cerebral durante esta época de la vida es el peso:
a la edad de 5 años el cerebro ha alcanzado aproximadamente el 90% de su
peso adulto, mientras que el peso corporal total sólo alcanza alrededor del
30%.
El nivel de actividad es elevado, sobre todo en los dos o tres primeros
años de la vida; posteriormente va disminuyendo. El juego sigue siendo la
actividad dominante del niño, pero ahora se manifiesta de manera diferente.
Así como en la etapa anterior era un juego funcional (interesaba el manejo
de los objetos), ahora empieza a interesarse por el contenido de las cosas y
las acciones, pero según él lo experimenta subjetivamente; son los
denominados juegos de ilusión, en los que el niño imita las acciones que
realizan los demás, según las capta (por ej. hace de mamá con sus
muñecos); en muchas ocasiones, la observación de estos juegos da una
buena oportunidad para el estudio del niño. Al final de este período el juego
se hace eminentemente creativo; ya no interesa el contenido o la función de
los objetos, sino que el niño muestra predilección por los juegos que le
permitan expresar su creatividad. Además, adquiere la idea del trabajo, que
diferencia claramente del juego, y le gusta que se le den responsabilidades,
como forma de recibir valoración.

3.2. El desarrollo cognitivo

La teoría de Piaget acerca del desarrollo cognitivo denomina como etapa


preoperacional a la que se extiende de los 2 a los 6 años de edad. Se
caracteriza porque el niño empieza a mostrar su primera actividad
simbólica; esta etapa va unida a la adquisición del lenguaje, que
proporciona al niño los símbolos para la representación de las personas,
objeto o hechos y es, según Piaget, el principal logro en relación con el
desarrollo cognitivo. Durante este período los niños pueden pensar en
objetos que no tienen delante de su vista, imitar acciones que no ven,
aprender números o usar el lenguaje, pero su pensamiento dista mucho de
parecerse al del adulto; se trata de un pensamiento prelógico. Así, el niño de
esta edad no es capaz de tener en cuenta todos los aspectos de un problema
o situación y se centra en un único aspecto, ignorando otros de igual
importancia. Además son egocéntricos, no pueden percibir las cosas desde
el punto de vista de otro; las conversaciones de los niños en esta edad
revelan, a menudo, este egocentrismo, que no se produce de un modo
intencional o egoísta, sino que refleja la dificultad para adoptar el punto de
vista del otro.
A medida que se van incrementando las capacidades cognitivas, el ritmo
y la amplitud del aprendizaje del lenguaje aumentan considerablemente, de
modo que en la primera infancia se aprenden aproximadamente unas 10.000
palabras y la comprensión de las formas gramaticales básicas. El desarrollo
del lenguaje se apoya en los logros cognitivos, pero a la vez contribuye al
crecimiento del pensamiento durante la infancia.

3.3. El desarrollo psicosocial

En los comienzos de esta etapa evolutiva la afectividad del niño se


caracteriza por la existencia de una marcada labilidad; el niño pasa en un
momento del llanto a la risa, lo que es debido a que vive por completo «al
instante» y experimenta los sentimientos con fuerza, pero con escasa
duración. Además es muy sugestionable y se contagia con facilidad de los
sentimientos de los demás. Es característica la proyección de los
sentimientos que experimenta al exterior (la muñeca está enfadada, si la
niña está enfadada). Esto es debido a que no existe una clara separación del
Yo y el ambiente. Esto comienza a ocurrir aproximadamente a los dos años
y medio y se ve acompañado por un cambio radical en la conducta del niño:
de tener un comportamiento sumiso y obediente ante los padres, pasa a ser
desobediente, intenta imponer sus deseos constantemente, se vuelve
obstinado.
Remplein denomina a la etapa, que va de los dos años y medio a los tres
y medio, la primera edad de la obstinación, precisamente porque ésta es la
característica que define la conducta del niño. Este comportamiento se debe
al desarrollo de la experiencia del Yo, como algo distinto al mundo exterior,
y tiene como finalidad afianzar ese sentimiento del Yo. Por ello, es
importante permitirle al niño, al menos en cosas intrascendentes, dejar que
imponga su voluntad, como modo de afianzar el Yo. La resolución de esta
etapa trae consigo una armonía gradual en las relaciones del niño con los
padres, que se acompaña de un mayor control afectivo, y la acentuación de
los sentimientos transitivos, tales como la empatía, lo que se observa en la
presencia de un mayor interés por realizar tareas en común y en el
incremento de juegos con otros niños; esta etapa, además, se acompaña de
un aumento en el interés por colaborar en actividades en la familia; por ello
es bueno fomentar este impulso al trabajo, haciéndole colaborar en tareas
comunes. La necesidad y capacidad de contacto irán creciendo en lo
sucesivo, aunque ya aparecen diferencias caracterológicas entre niños más
reservados o sociables.
Además de estas diferencias caracterológicas, el niño desarrolla el
sentido de quién es, mediante la identificación con las personas que le
rodean. A través de ella, los niños adoptan ciertas características, creencias,
valores y conductas de otras personas; la identificación es uno de los
aspectos más importantes del desarrollo de la personalidad durante la
primera infancia.

4. SEGUNDA INFANCIA (5 AÑOS Y MEDIO A 10-12 AÑOS)


(Dra. Francisca Lahortiga Ramos)

Se denomina así al período comprendido entre los 5 1/2-10 1/2 años en


las mujeres y entre los 5 1/2-12 en los varones; a partir de esta edad, y hasta
la llegada a la etapa adulta, como se verá, las mujeres acceden más
tempranamente a cada una de las fases evolutivas.

4.1. El desarrollo físico


Para la mayoría de los niños ésta es una fase de crecimiento estable y de
mejoría notable, tanto en las habilidades motoras globales como en las
finas.
En el aspecto físico, los niños crecen más lentamente que antes. Los
mayores cambios se observan, sobre todo, al comienzo de este período (por
término medio entre los 5 1/2-6 1/2 años) en que aparece un crecimiento
rápido de brazos y piernas, lo que proporciona una figura más estilizada.
Además, los músculos se fortalecen y aumenta la capacidad de los
pulmones, por lo que los niños tienen mayor fuerza y resistencia haciendo
ejercicios. De hecho, existe un aumento del impulso motor, un afán de
moverse, que hace que el niño esté en actividad casi constante. La
enfermedad y la mortalidad son más raras durante estos años que durante
cualquier otro período.
El aumento de la fuerza y de la actividad llega a su plenitud al final de
esta etapa y se manifiesta de manera más acusada en los varones; se dice
que este último período, que Remplein denomina la niñez tardía, es una
etapa típicamente masculina, porque en los varones ocupa un mayor tiempo
de la vida (de los 9 a los 12 años) y porque la plenitud de fuerzas se
manifiesta de manera más acusada en los niños, que suelen dedicarse a
juegos violentos, pruebas de fuerza; el valor es muy apreciado entre ellos y
es la típica edad de las peleas entre pandillas. La importancia de los
aspectos físicos y de la fortaleza incluso afecta a las amistades, que en parte
se basan en la apariencia y en la competencia física. Aquí se da una primera
separación entre los sexos, en cuanto a preferencias por distintos tipos de
juegos. Sobre todo los niños prefieren los que implican fuerza y potencia
física y, en consecuencia, buscan compañeros masculinos para los juegos.

4.2. El desarrollo cognitivo

La segunda infancia es un tiempo en el que se producen muchos cambios


cognitivos, que convierten al niño en un tipo de pensador, muy diferente al
niño de la primera infancia. No sólo aumentan sus conocimientos, sino que
tienen más recursos para planificar y utilizar sus aptitudes cognitivas,
cuando se enfrentan a la resolución de un problema. Así, se produce una
notable mejoría en la utilización de la atención selectiva, es decir, la
capacidad para filtrar las distracciones y concentrarse en su tarea, o para
poner en marcha nuevos procedimientos para retener informaciones en la
memoria.
Las habilidades lingüísticas continúan mejorando en esta etapa, lo que se
observa por el aumento del número de palabras que el niño utiliza y por la
mayor riqueza de la sintaxis. Esta mejoría es favorecida en parte por el
colegio y la familia, pero también porque el mayor desarrollo cognitivo
facilita la adquisición de vocabulario nuevo, la comprensión de
construcciones gramaticales difíciles y el uso del lenguaje en las situaciones
diarias.
El niño de esta edad se hace eminentemente realista, trata de observar el
mundo a través de la razón, buscando la objetividad de las cosas, y no a
través de la fantasía. Este realismo se puede percibir por la aparición de dos
fenómenos característicos: la disminución del interés por los cuentos (el
niño deja de creer en los cuentos y muestra interés sólo por aquellos relatos
que se basan en hechos reales), y el desarrollo que se produce en sus
dibujos, que se hacen más realistas, más exactos en proporción y detalles, y
con una mejor captación de la relación espacial entre los objetos.
De todas formas, este realismo es todavía limitado, porque su
pensamiento está ligado a realidades concretas, es decir, para él sólo es real
lo que es capaz de conocer a través de los sentidos.
Unido a este realismo, se desarrolla en el niño de esta edad una actitud
crítica, tanto respecto a sí mismo como al ambiente. Respecto a sí mismo,
juzga su rendimiento, sus capacidades personales y tiende a observar su
conducta. Tiene una mayor capacidad para diferenciar el bien y el mal, con
lo que la capacidad de valoración moral aumenta. Es, por eso, el momento
de explicar el sacramento de la Penitencia o Confesión y de preparar para la
Primera Comunión. Respecto a los demás, observa críticamente a los padres
y profesores; por ejemplo, presta especial atención al hecho de si el profesor
es justo y trata a todos los niños por igual. Critica los mandatos y
prohibiciones de los demás, ya no los acepta de una forma ingenua, sino
que observa la conducta ajena y regula la suya propia en función de lo que
ve en los otros. Esta actitud crítica no es todavía personal, sino que está
basada en los principios morales colectivos: el niño se guía por lo que se
hace o se piensa.

4.3. El desarrollo psicosocial

En esta fase existe un predominio del desarrollo cognitivo, por lo que la


afectividad, en líneas generales, no perturba tanto el funcionamiento del
niño. Tras una primera etapa de transición entre la primera y segunda
infancia (hasta los 6 1/2 años aproximadamente), en la que existe una
mayor labilidad de los estados de ánimo, una falta de dominio sobre los
sentimientos y un sentimiento del propio poder y valor debilitados, los otros
años de la segunda infancia se caracterizan por la estabilidad emocional,
con predominio del optimismo, el buen humor y la alegría, una buena
autoestima y un enriquecimiento de los sentimientos transitivos.
Ésta es una época en la que aumenta el afán de convivencia, el niño
busca amigos fuera del ambiente familiar, con quienes encuentra intereses
comunes y prefiere los juegos en común, sobre todo los que exigen
someterse a reglas, que cumplen rigurosamente; el colegio contribuye a
formar el sentimiento social y es típico que empiecen a aparecer los líderes.
Aparecen también los ideales, modelos que imitar, al margen del ambiente
familiar; los ideales tienen una influencia importante en el desarrollo de la
personalidad.
El niño muestra un gran deseo de saber y una disposición a aprender, que
coincide con el hecho de poseer una buena memoria, con lo que se
encuentra especialmente capacitado para aprender; la necesidad de recibir
estimación por sus logros favorece el rendimiento. Se produce una clara
separación entre el juego y el trabajo, y el niño capta perfectamente el
sentido de la obligatoriedad del trabajo, frente a la diversión del juego; la
voluntad se fortalece [7].
Emocionalmente, el niño de esta edad es mucho más sensible, capta con
facilidad lo que ocurre a su alrededor y reacciona. Además comienzan a
desarrollar un punto de vista multifacético sobre los demás, y empiezan a
entender la conducta humana como un conjunto de acciones que están
influidas al mismo tiempo por necesidades y emociones diversas, y por
relaciones y motivos humanos complejos. En consecuencia, adquieren una
mayor sensibilidad y un mayor grado de empatía respecto a las experiencias
emocionales de los demás. Gracias a su creciente comprensión de las
personas, se hacen más sensibles a las necesidades de los que le rodean y
más dados a participar en acciones de ayuda a otras personas, incluso a
desconocidos.
A la vez que se desarrolla la comprensión de los otros, también se
desarrolla la comprensión de sí mismos y la capacidad para autorregularse y
controlar sus reacciones. Los niños se hacen más autocríticos, y su
autoestima se resiente cuando empiezan a verse de forma más realista y a
darse cuenta de sus puntos débiles; por ejemplo, advierten en qué materias
tiene menos capacidad que sus compañeros, y desaparece la
sobreestimación propia de la edad anterior.
El sentido de la amistad también cambia. Así como el niño de la primera
infancia definía la amistad en función de sí mismo (él es mi amigo, vive en
mi barrio) ahora, dada la mayor flexibilidad de pensamiento que poseen, las
amistades adquieren un carácter más recíproco. De todas formas, los niños
de esta edad pueden ser posesivos y envidiosos de otras amistades de sus
amigos; no es hasta la llegada a la adolescencia cuando se respetan las
necesidades de los amigos para la mutua dependencia y autonomía.

5. EL PERIODO JUVENIL (Dra. Francisca Lahortiga Ramos)

La juventud es un proceso lento y complicado que tiene como finalidad


el cambio de niño a adulto. Se dice que la adolescencia concluye y
comienza la edad adulta cuando el proceso de maduración del joven ha
concluido. Pero este proceso de maduración se tiene en tres vertientes
distintas: la corporal, la psíquica y la social, y el progreso en cada una de
ellas no cursa sincrónicamente.
La maduración corporal es un proceso natural que depende de la
interacción entre factores disposicionales y factores ecológicos (clima,
forma de vida). La maduración biológica supone el cambio en la forma y
funciones del cuerpo del niño que se convierte, morfológica y
fisiológicamente, en adulto. Esta maduración culmina en la pubertad.
La maduración psíquica engloba la maduración de la personalidad y
experimenta su avance más importante durante la adolescencia, si bien hay
que reconocer que no se detiene nunca y que sólo concluye con la muerte.
La maduración social es un logro de tipo sociocultural. Se refiere a la
capacidad profesional y socioeconómica para hacer frente con éxito a las
exigencias ambientales y depende mucho, lógicamente, de las
circunstancias personales y de las condiciones sociales. Como puede
observarse, existe una falta de sincronismo entre la maduración biológica,
la psíquica y la social, lo que hace que sea muy arbitraria la separación
entre juventud y edad adulta. Como afirma Myers [8], la distancia resultante
entre la madurez biológica y la independencia social es la adolescencia.
Según Remplein [9], el período juvenil se extiende de los 10 1/2 años a
los 20 en las mujeres y de los 12 años a los 21 en los hombres, si bien, en la
actualidad, por los motivos antes señalados, asistimos cada vez más a un
alargamiento en la etapa juvenil, que hoy puede llegar a fijarse entre los 25-
26 años. Este autor divide la juventud en distintas etapas.

5.1. El desarrollo físico

La prepubertad comienza cuando aparecen los primeros signos de


maduración biológica y suponen el síntoma final de la niñez,
aproximadamente a los 10 1/2 años en las mujeres y a los 12 en los
hombres. Se manifiesta porque comienzan a aparecer variaciones en el
aspecto corporal del niño, en el sentido de un predesarrollo sexual: ligero
desarrollo de los senos y redondeamiento inicial de las caderas en las
mujeres, desarrollo de los órganos sexuales, cambios en la voz y un lento
crecimiento de la nuez de Adán en los hombres y, en ambos sexos,
aparición del vello pubiano y axilar.
Cuadro 4
Etapas en la juventud, según Remplein
Prepubertad: 10 1/2 - 13 años en mujeres
12 - 14 en hombres
Pubertad: 13 - 15 en mujeres
14 - 16 en hombres
Crisis juvenil: 15 - 16 en mujeres
16 - 17 en hombres
Adolescencia: 16 - 20 en mujeres
17 - 21 en hombres
Se ha denominado a esta etapa la edad del segundo cambio de
configuración (el primero se produjo a los 5 1/2 años), que comienza ahora
y durará hasta los 17-18 años. Se produce, en ambos sexos, un brusco
crecimiento en altura, que se localiza en las extremidades, mientras que el
tronco sigue manteniendo su proporción infantil; las manos y los pies
aumentan desproporcionadamente en relación con antebrazos y piernas, las
facciones se hacen más toscas. Esta desproporción da lugar a una
disarmonía en la figura, más acusada en los varones que en las mujeres.
Existe también una disarmonía en el plano motor y expresivo: los
movimientos son torpes y rígidos, les resultan difíciles los trabajos
manuales de cierta finura.
El criterio biológico que marca el inicio de la pubertad es la aparición de
la primera menstruación en las chicas (13 años por término medio) y de la
primera eyaculación en los varones (14 años aproximadamente), aunque
existen diferencias de tipo ambiental en cuanto a estas edades de aparición.
La capacidad genésica que aparece en esta edad es al principio más bien
simbólica, puesto que tras la primera menstruación o la primera eyaculación
viene una fase de esterilidad fisiológica. La figura corporal se equilibra, por
el aumento que se produce en la altura del tronco, con lo que disminuye la
longitud relativa de las extremidades. Se completan los caracteres sexuales
secundarios y la voz se hace más profunda.
En la adolescencia, desde el punto de vista corporal se producen
pequeñas variaciones, dirigidas a completar la armonización de la figura,
que adquiere el aspecto total del individuo adulto. Los chicos suelen
alcanzar la madurez corporal, por término medio, a los 18-19 años y las
chicas a los 16-17.
La secuencia de todos estos cambios físicos es mucho más previsible que
el momento de su presentación, que puede variar ampliamente de unos
individuos a otros. Hay diversos factores que influyen en este hecho, tales
como los hereditarios y genéticos, la nutrición, la atención médica, la
posición socioeconómica, al influir en la dieta, el estrés, que influye en los
hábitos alimentarios, y el peso y el porcentaje de grasa corporal [10].

5.2. El desarrollo cognitivo

Lo mismo que la madurez física, la madurez cognitiva se desarrolla en el


curso del tiempo a lo largo de la juventud. La maduración del sistema
nervioso desempeña un papel importante en el desarrollo cognitivo, pues
para que cualquier pensamiento real tenga lugar, es necesario que el sistema
nervioso esté suficientemente desarrollado.
La madurez cognitiva, o capacidad para pensar de forma abstracta, se
alcanza de ordinario durante la adolescencia y corresponde a la etapa que
Piaget [11] denomina de las operaciones formales.
El primer progreso se produce ya en la prepubertad, el paso del
pensamiento intuitivo-concreto al pensamiento abstracto, en donde los
procesos de pensamiento se independizan de la representación imaginativa
de los objetos. Este hecho se observa por ejemplo en el aumento del número
de conceptos abstractos que el joven presenta, cuyo contenido no suele ser
representable en la imaginación de una forma concreta. Lo nuevo no
consiste en que el joven pueda extraer conclusiones, sino que comienza a
utilizar un pensamiento formal de tipo hipotético-deductivo, en el que
puede comprobar una conclusión sin necesidad de partir de una situación
real o representada imaginativamente. A partir de este momento pueden
pensar en una variedad infinita de posibilidades, pueden pensar en
situaciones hipotéticas, considerar todos los aspectos de una situación y
plantearse un problema intelectual de forma sistemática.
De acuerdo con Piaget, en el pensamiento formal se pueden distinguir
cuatro aspectos importantes. En primer lugar, los jóvenes son capaces de
introspección, es decir, de reflexionar críticamente acerca de sus propios
pensamientos. De todas formas, durante los primeros años de la juventud, el
razonamiento es egocéntrico y esto hace que los jóvenes a menudo crean
que sus experiencias personales son únicas y que otras personas (que
afrontaron las mismas experiencias que ellos en sus vidas) no pueden
entender lo que les pasa.
Los restantes aspectos del pensamiento formal son la capacidad de
abstracción, es decir, la capacidad de trascender de lo que es real a lo
posible, el pensamiento lógico o capacidad para considerar todos los hechos
o ideas importantes y llegar a conclusiones correctas, y el razonamiento
hipotético o capacidad para formular hipótesis, examinar su evidencia y
determinar si son correctas.
Al final de este período el individuo ha acabado su desarrollo cognitivo,
sin que ello suponga que no pueda aprender o saber más, sino que ya tiene
los medios necesarios para posteriores aprendizajes.
Las investigaciones en relación con los postulados de Piaget han puesto
de manifiesto que existe una variabilidad en cuanto a la edad de acceso a
esta etapa del desarrollo cognitivo, y que no todos los adolescentes y
adultos logran alcanzar la etapa de las operaciones formales. Además, como
afirman Berger y Thompson [12], los adolescentes parecen aplicar la lógica
formal a algunas situaciones, pero no a otras, y su razonamiento depende
mucho más de sus dotes intelectuales idiosincrásicas, experiencias e
intereses que de la aplicación de las habilidades de razonamiento formal en
sí. En cualquier caso, lo que parece fuera de toda duda es que, aunque en la
adolescencia no se domine por completo el pensamiento formal, se
producen unos avances tan claros en el desarrollo cognitivo que permite
establecer una neta frontera entre el niño y el adolescente [13]. En este
sentido, la familia y el colegio pueden acelerar o demorar el desarrollo de
las operaciones formales.
Relacionado con el desarrollo del pensamiento lógico, se produce en el
joven un desarrollo muy acusado de la actitud crítica respecto a sí mismo y
sobre todo respecto a los demás, lo que le lleva a mostrar con frecuencia
actitudes de intransigencia. La aplicación del pensamiento lógico le permite
analizar y percibir incongruencias entre el razonamiento de los demás y sus
actos, lo que le lleva en ocasiones a un derrumbe de la imagen idealizada
que se había formado de esa persona y a actitudes de enfrentamiento con el
ambiente.
El idealismo, el egocentrismo y la autoconciencia son también resultado
del desarrollo del pensamiento operacional formal. Así, la capacidad para
reflexionar sobre sus propios pensamientos hace que los adolescentes
cobren una aguda conciencia de ellos mismos, lo que les hace egocéntricos
e introspectivos, con un sentimiento frecuente de ser el centro de atención
de los demás. Estos aspectos están relacionados con las características del
desarrollo emocional y social que se verán a continuación.

5.3. El desarrollo psicosocial

Bajo el punto de vista psicológico y social, la juventud aparece como un


período de transición entre la infancia y la adultez; es, por tanto, un período
de cambios profundos marcado, sobre todo en sus primeras etapas, por la
inestabilidad y la provisionalidad. Este carácter transicional se manifiesta,
principalmente, en la dificultad que existe de determinar su límite final,
como se indicaba al comienzo de este capítulo; así como el inicio de la
juventud se puede fijar de manera más neta por los cambios biológicos que
se producen, el final es mucho más difícil de delimitar, porque implica la
formación de la identidad personal, el afianzamiento de un Yo capaz de
autorregulación y el desarrollo de las competencias que le permitan al joven
adaptarse y enfrentarse satisfactoriamente al mundo.
Remplein [14] denomina a la primera etapa de la juventud, la
prepubertad, como la segunda edad de la obstinación, por el tipo de
conducta que presenta el joven: terquedad, egocentrismo, oposicionismo,
crítica a los demás, afán de independencia. Hay una disconformidad con
todo lo establecido y un afán por vivir nuevas experiencias; cuando la
realidad se lo impide, el prepúber se refugia en la fantasía como modo de
buscar una satisfacción compensadora a la realidad.
En esta edad aparece la sexualidad como una pulsión consciente que
adquiere una gran fuerza. Así como en la infancia la sexualidad estaba poco
diferenciada dentro del conjunto de las vivencias, ahora comienza a
destacarse y a diferenciarse de una forma más intensa.
Existe en esta época una labilidad que afecta a las emociones y al
comportamiento, con una especial sensibilidad e irritabilidad. El origen de
toda esta conducta puede enmarcarse en el derrumbamiento de la vida
psíquica infantil, que se produce en el inicio de la juventud, y a que se está
preparando la formación de la estructura psíquica madura.
Desde el punto de vista psicosocial el hecho más importante que se
produce en la juventud es la búsqueda de la identidad, resolver la cuestión
de «quién soy en realidad», «qué debo hacer con mi vida», «a qué valores
debo ajustarme». Esta cuestión no se va a resolver plenamente en la
adolescencia; para la mayoría, la búsqueda de la identidad continúa después
de la juventud y reaparece sobre todo en momentos decisivos de la vida
adulta. Erikson [15] describe esta búsqueda en su quinta fase, que él
denomina de búsqueda de la identidad frente a confusión de roles. Según
Erikson, en esta etapa los jóvenes intentan afianzar su sentido de la
identidad personal como una parte de su pertenencia a un determinado
grupo social y, en caso contrario, se sienten confundidos acerca de lo que
son o acerca de lo que pretenden hacer en su vida.
Esta búsqueda de la identidad, que se manifiesta ya en la pubertad, se
acompaña de una actitud introvertida, de reflexión sobre sí mismo y de
autocrítica, en un intento de comprenderse y conocer el propio mundo
psíquico. El grado de introversión puede variar en función de las
características constitutivas, pero es un rasgo típico en este tramo de la vida.
La necesidad de contar con amistades cercanas se hace crucial y cambian
los contactos sociales, se buscan más bien grupos reducidos de amigos y en
el amigo se busca sobre todo comprensión.
Aparecen por primera vez reflexiones metafísicas sobre el sentido de la
vida, el significado de la muerte, la responsabilidad ante los demás, etc.
Todo está relacionado con la búsqueda de valores que den sentido a la
existencia.
Los cambios en la imagen corporal, las contradicciones en la búsqueda
de la identidad y los conflictos con el ambiente, producen una reducción de
la autoestima, sobre todo en las primeras fases de la juventud. Normalmente
la autoestima empieza a desvanecerse en torno a la edad de once años y
alcanza su punto más bajo a los trece años; a partir de esa edad empieza a
mejorar lentamente [16].
La adolescencia supone el acceso a una etapa de mayor estabilización de
la conducta y consolidación de los aspectos de personalidad. Así como la
prepubertad era una fase de desintegración de la estructura psíquica infantil
y la pubertad un tiempo de formación, la adolescencia es un período de
estabilización de lo recién adquirido.
La maduración en la conducta comienza a manifestarse con relación a la
sociedad y también en relación con el propio rendimiento personal. Éste es
el momento de elección de carrera o de trabajo profesional, es decir, de
forjarse un proyecto de vida; y aumenta el afán de rendimiento personal.
La adolescencia es el momento de empezar a tener valores personales
significativos. La mayor independización de la familia paterna y la
adquisición de cierta autonomía propia, la agudizada conciencia de sí
mismo y el aumento de la autoestima se asocian a la interiorización de
valores que, por lo general, van a ser duraderos en la etapa adulta. A pesar
de que se acostumbra a caracterizar a la adolescencia como una época en la
que la influencia de los adultos es reducida, las investigaciones demuestran
que los jóvenes no suelen alejarse demasiado de los valores e ideales de los
padres, al menos en lo que se refiere a los valores básicos [17].
A esta edad, disminuye la importancia de lo afectivo propia de etapas
anteriores y la vida emocional se estabiliza, por lo que pensar y sentir
entran en una relación más equilibrada. El adolescente es capaz de
prescindir de sus sentimientos en los juicios que hace del mundo exterior y
ejercita una crítica mucho más realista, lo que no quiere decir que abandone
su postura idealista ante el mundo, sino que idealismo y realismo quedan,
hasta cierto punto, en equilibrio. Esto se ve favorecido por la consolidación
del pensamiento lógico que se produce en esta época.
La actitud introvertida cambia y se produce una nueva fase de
extroversión. El adolescente está más abierto a la comunicación y a las
relaciones sociales. Hay un afán por asociarse y se busca el compañerismo.
La experiencia de la amistad es más relajada y las relaciones se hacen más
pacíficas, menos tensas y conflictivas.
La mayor capacidad para dominar los sentimientos y el afán por el
rendimiento personal, hacen que los sentimientos de seguridad y valor
personal sean más fuertes. Este afianzamiento del sentimiento de sí mismo
y esta actitud más objetiva respecto de los demás, hacen que vayan
apaciguándose los conflictos que existían hasta ahora con el ambiente, lo
que se manifiesta en la mejoría que aparece en la relación con los padres y
en la actitud más receptiva hacia las orientaciones que se le puedan dar. El
final de la adolescencia supone la llegada a la madurez psíquica y la
transición a la edad adulta.

6. MADUREZ (Dr. Ricardo Zapata García)

Los términos madurez y edad adulta no denotan unos años definidos con
precisión, sino que más bien aluden a un proceso que tiene lugar en la mitad
de la vida y que incluye, tanto el crecimiento y el desarrollo como el
envejecimiento y el declinar. Desde la perspectiva del ciclo vital, la edad
madura o madurez forma parte del proceso general de envejecimiento que
avanza fisiológica, psicológica y socialmente desde el momento de la
concepción.
La edad madura puede considerarse como el pináculo en la carrera que
va desde la niñez y juventud a la madurez; como un fin en sí misma, una
época con sus propios problemas y realizaciones peculiares; o como unos
años de transición y preparación para la vejez. Pero no hay duda de que la
edad madura es un proceso dinámico que engloba conceptos de crecimiento
y desarrollo, y no simplemente transformaciones relacionadas con el
declinar. Aunque con el final de la edad juvenil concluye el desarrollo
propiamente dicho, el hombre sigue cambiando, corporal y psíquicamente.
En la edad adulta se alcanza, con la madurez psicofísica, cierto equilibrio;
pero continúan produciéndose cambios significativos –intelectuales,
sociales y personales– de los que pueden deducirse determinadas
tendencias, pautas y patrones evolutivos de comportamiento.
Claro está que estos patrones de desarrollo de la edad adulta siguen una
evolución menos dependiente del paso del tiempo que los de etapas
anteriores, y están más condicionados por las diversas experiencias de la
persona. Puede decirse que dichos cambios, en realidad, no suponen la
aparición de nada nuevo, sino la consolidación de lo que la persona ya tenía
en un perfilamiento cada vez más claro de la individualidad.
Desde un punto de vista psicosocial, en la sociedad occidental, la adultez
es el estadio de la asunción plena de todas las responsabilidades:
procreación y cuidado de la familia, educación y transmisión de las pautas
normativas de la sociedad; trabajo y producción en el sistema económico
que nos caracteriza, dirección y gestión de la sociedad política; y búsqueda
definitiva de elementos trascendentes que, dando coherencia a todas estas
dimensiones, aporten sentido a la existencia.

6.1. Características de la edad adulta

Durante la vida adulta el psiquismo sufre un importante cambio de


estructura. El sentimiento disminuye en intensidad frente al pensar y al
querer; los sentimientos de la vitalidad y del propio ser individual pierden
su vigor ante los sentimientos transitivos; y el máximo rendimiento de la
inteligencia, que al comienzo de la edad adulta se da en las operaciones
lógico-formales, pasa luego al terreno de la experiencia, de la crítica y de la
independencia de criterio.
Estos cambios de estructura constituyen la condición indispensable para
ir consiguiendo aquella madurez de la personalidad, que se espera del
hombre conforme avanza en edad y que trascendiendo el mero desarrollo
biológico, exige el esfuerzo y la autoeducación como tarea que no termina
nunca. Asimismo, este cambio de estructura da lugar al fenómeno
paradójico de que la curva fisiológica del envejecimiento no coincida con la
curva espiritual de la maduración: dicho cambio de estructura «compensa»
la tendencia biológica hacia la decadencia, que se hace sentir ya después de
los 30 años, y permite, gracias a ello, que pese al descenso corporal, se
produzca una elevación espiritual.
Así pues, aunque las máximas capacidades psicofísicas corporales e
intelectuales –fuerza, rapidez de reacción, habilidad y coordinación
psicomotriz, resolución de los tests de inteligencia– se alcanzan ya en la
edad adulta temprana; el máximo rendimiento, en lo que se refiere a tareas
que presuponen experiencia crítica y discernimiento, se encuentra en la
edad adulta tardía. Sirva de confirmación el hecho comprobado de que
muchas obras maestras de artistas, científicos y estadistas proceden de la
segunda mitad de la vida y de la vejez.
Por otra parte, sigue progresando la objetivación, que ya comenzó en la
edad juvenil; y junto con el aumento de experiencias personales se produce
la consolidación de comportamientos, hábitos, costumbres y actitudes.
Dicha consolidación, que conlleva una pérdida de plasticidad, con dificultad
para el cambio a nuevas situaciones, contribuye a un perfilamiento, cada
vez más claro de la individualidad; mediante la automatización y el hábito
se facilita la acción y el rendimiento.
Debido a la progresiva individuación, las diferencias interindividuales
son extraordinariamente grandes. Estas radican en la disposición,
especialmente en el grado de vitalidad personal, en las circunstancias del
medio ambiente, en las condiciones socioeconómicas del individuo y en las
realidades y acontecimientos que suceden por Providencia divina, como la
salud, la enfermedad, las pérdidas graves, la amenaza de la existencia por
las guerras, las revoluciones, etc.

6.2. Edad adulta temprana (de 20-21 a 30-32 años)

El adulto joven ha alcanzado la plena madurez corporal y se halla en


plena posesión de todas las funciones psíquicas. «En sus rasgos generales
esta edad se caracteriza por una gran vitalidad y un gran realce de la
individualidad [18]. Su estado de ánimo es, por lo general, elevado. Su
escasa tendencia al cansancio y su rápida recuperación le capacitan para un
buen rendimiento».
«El amor, de un modo especial en el sexo masculino, se encuentra
fuertemente ligado a lo impulsivo y conserva todavía [...] como base la
proyección en la persona elegida de todas las añoranzas e ideales del
arquetipo de mujer o de hombre. En esta época se ama más el amor en sí,
que la persona misma. No se penetra en la auténtica manera de ser de esa
persona, ni muchas veces tampoco en las circunstancias exteriores (por
ejemplo, económicas). [...] La mujer es capaz, ya a los 20-25 años, de un
amor espiritualizado y más objetivo. Puede ver al elegido tal como es, con
sus méritos y defectos, y, no obstante, o, precisamente por eso, amarlo. Esto
sólo le es posible al hombre de 25-30 años» [19].
Aunque en esta fase el hombre puede emprender cosas por las que más
tarde ya no podría decidirse, se encuentra en el período de determinación
inespecífica y provisional. Tiende a no sujetarse ni circunscribirse
demasiado pronto a una determinada dirección, sino más bien a
experimentar sin compromiso, antes de decidirse definitivamente por una
meta determinada (cambio de estado, profesión, etc.).
Los adultos jóvenes aspiran a dar a la vida un sentido más profundo, a
llenarla con un valor. Para ello se hace indispensable un cambio de actitud:
una síntesis de realismo e idealismo, que la mayoría de las veces sólo se
consigue en la edad adulta media. Por un lado, están convencidos de la
validez de las grandes ideas sin el radicalismo de los años juveniles (como
es típico del doctrinario, del fanático y del «eterno revolucionario») y, por
otro, no capitulan ante la realidad, ni sobreestiman el resultado práctico
(como sería el caso de los utilitaristas y materialistas). «En conjunto, la
edad adulta temprana constituye un periodo muy positivo de la vida, con
muchas posibilidades de realización y que, también desde el punto de vista
subjetivo, se vivencia como una época en que se eleva la curva de la vida»
[20].
Por otra parte, desde un punto de vista psicosocial [21], la edad adulta
joven se caracteriza por la separación real e intrapsíquica de la familia de
origen y el compromiso con nuevas tareas específicas (Cuadro 5). El sujeto
termina por resolver la dependencia infanta-juvenil, establece la confianza
en sí mismo y comienza a formular nuevos objetivos adultos, que inducen
nuevas estructuras destinadas a promover la estabilidad y la continuidad.
La «tercera individuación», o separación psicológica de los padres, que
se produce en esta primera edad adulta supone la culminación del proceso
de separación-individuación que se inicia en la infancia (como primera
individuación, que establece la sensación de estabilidad y capacidad para
relacionarse con otros); y que se continúa con la separación psicológica de
los padres en la adolescencia (segunda individuación). Esta tercera
individuación la induce una nueva definición interna de sí mismo, como
sujeto competente y en soledad confortable, capaz de cuidarse real e
intrapsíquicamente, e inaugura el desplazamiento gradual de sus
expectativas, desde la familia de origen a la familia de procreación.
Cuadro 5
Tareas del desarrollo de la edad adulta
Edad adulta temprana (20-21 a 30-32 años)
1. Realizar la «tercera individuación»
2. Establecer relaciones de intimidad
3. Establecer una identidad laboral adulta
Edad adulta media (30-32 a 42-44 años)
1. Desarrollar la capacidad de paternidad biológica y/o psicológica
2. Desarrollar una relación de apoyo mutuo e igualdad con los padres
3. Realizar una dedicación equilibrada a las tareas
Edad adulta tardía (42-44 a 56-58 años)
1. Aceptar el envejecimiento corporal, la limitación del tiempo y la muerte personal
2. Mantener la intimidad y revalorizar las relaciones
3. «Dejar partir» a los hijos, alcanzar una relación de igualdad con ellos e integrar nuevos
miembros a la familia
4. Aceptar la inversión de roles con los padres ancianos
5. Permitir y apoyar el relevo generacional sociolaboral
Otra tarea en esta edad es la de desarrollar relaciones de intimidad. Se
trata de la capacidad para formar lazos emocionales estrechos, sin temer la
pérdida de la propia identidad, de desarrollar relaciones de amistad, de
cooperación con los demás, de comprometerse en empresas comunes y
afiliarse a grupos concretos. Conlleva la capacidad para compartir
confianza mutua, para sacrificarse y comprometerse por estar con el otro,
para ser tolerante y aceptar las diferencias percibidas en los demás. En
definitiva, supone la capacidad de conferir, a las necesidades y
preocupaciones de los otros, la misma importancia que a las propias.
En tercer lugar el adulto joven se enfrenta con la tarea de establecer una
identidad laboral adulta. La transición, desde el aprendizaje y el juego al
campo laboral puede ser gradual o abrupta, pero en algún momento del
segundo decenio de la vida, el trabajo se convierte en una actividad central
para la estabilidad y progresión intrapsíquica. Sentirse productivo y
competente es parte importante del autoconcepto y de la identidad
psicosocial.

6.3. Edad adulta media (de 30-32 a 42-44 años)

Constituye el núcleo de la vida y debería representar la edad del adulto


maduro. En ella se llega a una estabilización de todo lo que hasta ahora se
encontraba en agitación. La actitud frente a la vida se hace más seria y
reflexiva. Desde el punto cumbre de su vida, el hombre mira no sólo hacia
adelante, sino también hacia atrás, adoptando una «nueva actitud con
respecto al tiempo: éste se valora ahora más y se aprovecha con más
intensidad para sentir la vida lo más posible y para llevarla al pleno éxito.
El adulto aún joven creía tener ante sí un tiempo ilimitado [...]; el adulto
maduro, en cambio se da cuenta de que dispone para la realización de sus
planes, tan sólo de un tiempo limitado, y por eso lo economiza» [22].
La actitud del individuo en esta edad es predominantemente extrovertida,
es decir, se encuentra vuelto hacia el mundo exterior. «Especialmente el
hombre se siente poseído por el afán de producción y por los intereses
objetivos, aunque tampoco se vea libre del afán de poder y de hacerse valer.
Quiere ser eficaz y tener éxito. Para ello no tiene ya el gran empuje de su
juventud, aunque sí mucha más seguridad en sí mismo. [...] Se encuentra
ya, lejos de la época del experimentar, en la fase de la determinación
específica y definitiva y persigue directamente los fines que tiene
proyectados. En todo caso, lo que le falta de fuerza de voluntad juvenil lo
suple con una mayor concentración de ella: constancia, perseverancia,
resistencia y fortaleza. La clara determinación de los fines a que aspira,
junto con la seguridad, experiencia y rutina que ha adquirido, lo capacita
para el máximo rendimiento profesional, hasta tal punto que puede hablarse
del estadio de la madurez profesional» [23].
La consolidación que fundamenta todo esto se debe, en parte, a procesos
inconscientes de estabilización, y en parte, a la limitación consciente: se
renuncia a una serie de posibilidades en favor de unas pocas, que se
explotan hasta el máximo. Esta reducción y la actitud de extroversión típica
de esta edad traen consigo, de un modo natural, el peligro de la «estrechez
de miras», embotamiento, y de lo que se ha llamado «introversión vulgar» o
indiferencia frente a la importancia de su vida psíquica. El individuo apenas
comprende lo que atañe al sentimiento y le falta tiempo para ocuparse en sí
mismo.
«Ambos sexos debieran haber alcanzado la madurez social, siendo aptos
para un amor profundo y totalizador, así como para guardarse mutua
fidelidad y para asumir la responsabilidad de una familia. Además, están
capacitados para acoger con tolerancia y comprensión la distinta manera de
ser y la distinta orientación valorativa de su cónyuge. Esto será tanto más
fácil cuanto más se haya realizado la citada síntesis de idealismo y realismo.
Finalmente, la edad adulta media implica asimismo la decisión sobre la
orientación valorativa. Puesto que ahora se produce la fijación de la
estructura psíquica, se fija también la actitud con respecto a las distintas
esferas de valores. Gracias a esto, el carácter adquiere su acuñamiento
definitivo, y no simplemente por medio de procesos espontáneos de
valoración, sino también por medio de un activo analizarse y decidirse. Con
esto se alcanza también ahora, tras haber pasado la época de búsqueda y de
prueba, la madurez del carácter» [24].
En conjunto, la edad adulta media, en condiciones normales, es una
época feliz. El hombre se siente en plena posesión de su fuerza y capacidad.
Se enfrenta a la vida con conciencia de sí mismo y con gusto por el trabajo
y el rendimiento.
Psicosocialmente son tres (cfr. Cuadro 5) las tareas fundamentales que el
individuo tiene que llevar a cabo en esta edad adulta media [25].
En primer lugar debe desarrollar la capacidad de paternidad. La
capacidad de intimidad se completa y concreta al elegir y amar activamente
a otra persona con la que compartir la identidad exclusiva de padres. La
paternidad bio-psicológica entraña actitudes de vinculación y compromiso
progresivo con los hijos, que inducen cambios intrapsíquicos profundos.
En segundo lugar tiene que establecer una relación de apoyo mutuo e
igualdad con los padres. El matrimonio y la paternidad facilitan esta tarea.
La paternidad profundiza la individuación en la familia de origen, y los
nuevos padres, al asumir los papeles que eran prerrogativa de sus
progenitores, se equiparan con ellos. Es decir, en la medida que el adulto
joven contrae matrimonio, es padre, trabaja, forma amistades adultas y se
convierte en miembro de la comunidad, se completa la tercera
individuación, transformándose la relación intrapsíquica de dependencia en
otra de apoyo mutuo e igualdad.
Finalmente, el adulto medio tiene que desarrollar la capacidad de
dedicación equilibrada a las tareas de adulto: de autocuidado personal,
familiares, laborales, sociocomunitarias, de ocio, etc. La multiplicidad de
papeles y actividades que en esta época recaen sobre el individuo, implica
la necesidad-habilidad de una adecuada organización, programación y
control espaciotemporal de éstos; lo que, a su vez, presupone y desarrolla la
indispensable flexibilidad psicológica y el sentimiento de plenitud y
progreso personal. El excesivo celo por alguna de las tareas –y/o el
abandono mantenido de otras– puede dar lugar a desequilibrios
provocadores de conflictos en alguno de los campos de actuación o, por lo
menos, a un empobrecimiento personal, con reducción de intereses y
experiencias.
6.4. Edad adulta tardía (de 42-44 a 56-58 años)

La edad adulta tardía, también llamada edad involutiva, es una época de


decadencia biológica y graves conmociones psíquicas. De los 45 a los 50
años se presenta una notoria disposición a las llamadas crisis de inflexión
de la vida. En la mujer el climaterio (del latín, climax = escala: descenso de
la curva de la vida) comienza normalmente entre los 40 y 50 años, y
termina aproximadamente a los 55. La menopausia (interrupción de las
reglas mensuales) se presenta casi siempre entre los 45 y los 50 años [26].
En el hombre, aunque no existe un climaterio en sentido literal ni se llega,
como en la mujer, a la pérdida de la facultad de reproducción, se anuncian,
con frecuencia, entre lo 50 y 56 años, fenómenos parecidos a los que sufre
la mujer en sus años críticos: cierto cansancio general, una pérdida de la
elasticidad y una tendencia a depresiones y a perturbaciones orgánicas [27].
La predisposición a las enfermedades y la mortalidad aumentan en
ambos sexos. Predomina un sentimiento de la vida depresivo unido a una
pérdida del impulso vital. «La fuerza de imponerse se reduce y las
motivaciones de autodefensa y afianzamiento de sí mismo adquieren más
importancia» [28]. Los visibles cambios, que se producen en el aspecto
exterior de la persona, tienden a provocar sentimientos de inferioridad. En
la profesión, disminuye el impulso de trabajo y el rendimiento, a la vez que
aumenta la fatiga.
Al descender la curva de la vida cambia también la vivencia del tiempo.
La impresión de que el tiempo transcurre cada vez más aprisa, se hace más
intensa que hasta ahora y se mira mucho más al pasado.
Ante la percepción de decadencia, la persona no madura puede
reaccionar con actitudes anómalas: aferrarse a la idea de la juventud, viendo
en ésta únicamente su lado positivo, y en el envejecer, algo negativo; pavor
a envejecer; resentimiento y hostilidad frente a la juventud, y el fenómeno
llamado «pánico a llegar tarde» (recuperar el tiempo perdido, las metas no
alcanzadas, las experiencias no vividas... antes de que sea demasiado tarde)
que suele dar lugar, al final de este quinto decenio de la vida, a frecuentes
crisis profesionales, familiares, matrimoniales y existenciales. En definitiva,
dado que la experiencia de monotonía es provocada, en gran parte, por la
pérdida del propio impulso vital, el estímulo de la novedad que supone el
cambio sólo la disipa pasajeramente, sin que con ello pueda recuperarse la
vitalidad de la juventud.
En la personalidad madura se produce un cambio de actitud. A través de
una introversión consciente se renuncia a la satisfacción en lo vital, para
acceder a la madurez en lo espiritual. Mientras que hasta este momento se
ha vivido vertido hacia fuera y se ha aspirado a la posesión, al prestigio y al
poder, ahora se vuelve hacia dentro y se preocupa de los valores personales
y formativos. Así se produce un apaciguamiento interior y una afirmación
de sí mismo, potenciándose las energías vitales, aún existentes, para llevar a
cabo las tareas de la vida. De este modo, después de que el hombre se ha
encontrado de nuevo a sí mismo en una introversión temporal, se produce
en un plano superior una nueva extroversión, una vuelta a la sociedad y al
mundo de las cosas.
Vista en conjunto, la edad adulta tardía supone una gran prueba de
confirmación de la personalidad. Gracias al paso de lo vital a lo espiritual,
tiene que adquirirse la fuerza suficiente para poder superar las cargas físicas
y enfrentarse serenamente con la muerte.
Erikson [29] resume el compromiso fundamental de esta edad como
generatividad –generación de nuevos seres, nuevas ideas, nuevos
productos, incluida la autogeneración– que entiende como el interés
altruista por la productividad y la creatividad de uno mismo y de los otros, y
la capacidad para convertirse en mentor y modelo de la siguiente
generación, actuando como transmisor de los valores ideales.
Así pues, las tareas psicosociales con las que se enfrenta el adulto en esta
edad (cfr. Cuadro 5) serían: aceptar el envejecimiento corporal, la
limitación del tiempo y la muerte personal; mantener la intimidad, pese a
las interferencias físicas, intrapsíquicas y ambientales, con revalorarización
del matrimonio y de los compromisos adquiridos durante las etapas
anteriores; dejar partir a los hijos, alcanzar una relación de igualdad con
ellos, e integrar nuevos miembros a la familia –en el aspecto laboral y
profesional esta tarea tendría su reflejo en permitir y apoyar el relevo
generacional o acceso a puestos de responsabilidad de las siguientes
generaciones–; y finalmente, aceptar la inversión de papeles con los padres
ancianos.
Especialmente el cuidado de los padres ancianos supone una difícil tarea
en la edad adulta tardía. Además de los problemas económicos y de control
que supone, obliga a reelaborar temas de la niñez, centra la atención en las
limitaciones del tiempo, en la muerte personal y anticipa la inevitable
inversión de papeles con los propios hijos.

7. VEJEZ (Miguel Ángel Monge Sánchez)

Al llegar a los 40-50 años, se suele alcanzar la plenitud de vida. Desde


entonces, se presenta una meseta, más o menos larga, de vida equilibrada y
serena. Por lo general, es el tiempo de máxima producción intelectual,
espiritual, etc. Si la línea de separación entre adolescencia y madurez es
difícil de definir, aún lo es más la que hay entre madurez y vejez. Así como
para la gente joven, el matrimonio suele señalar un momento crítico, este
hecho lo representa ahora la jubilación, pero con amplias diferencias: hay
personas que a los 50 años se podrían llamar «viejas», psicológicamente
hablando, mientras que otras que tienen 70 o más se diferencian muy poco
de su fase de los 40. Pero el hecho es que hacia los 60-70 años comienza el
declinar físico-intelectual de la persona, la vejez.
Ante la dificultad de establecer características universales del comienzo
de la vejez, mensurables y comparables a nivel biológico, psicológico y
sociológico, se suele utilizar el criterio adoptado por la Asociación Mundial
de Geriatría, que es meramente cronológico y sitúa el comienzo de este
proceso a los 65 años.

7.1. El declinar de la persona: «tercera» y «cuarta» edad


El antropólogo francés G. Minois [30] señala cómo, a través de toda la
historia de la humanidad, se percibe un fenómeno permanente de
ambigüedad respecto al concepto de vejez. El anciano es, a la vez, alabado
por su grado de máxima experiencia y evitado por su estado de máxima
debilidad. Hay una especie de movimiento pendular (gerontofobia,
gerontofilia) en todas las culturas, difícil de explicar.
Dentro de la vejez (geros de los griegos, senectus de los romanos) se
distinguen dos grupos: a) la «tercera edad», vejez «oficial», que suele
comenzar a los 65 años, debido a la legislación sobre el retiro laboral; es la
etapa de la vida situada alrededor de la jubilación y que, en general,
mantiene intactas las condiciones funcionales y las capacidades de relación
y de aprendizaje; b) y lo que llaman «cuarta edad», a partir de los 75-80
años, cuando comienzan a plantearse problemas funcionales y psíquicos, en
los que la independencia personal está cada vez más mermada. Pero
muchos individuos de la tercera edad y algunos de la cuarta tienen muchas
cosas que pueden aportar: tiempo, experiencia, habilidades, ejemplo, etc.

7.2. Modificaciones en la vejez

Con el paso de los años, puede aparecer en las personas mayores un


conjunto de cambios físicos y psicosociales, atribuibles –pero sólo en parte–
a una base biológica (degeneración y atrofia del sistema nervioso) [31].
Hay cambios físicos que se evidencian en el deterioro de las funciones
sensoriales (especialmente acusable en la visión y en la audición), fragilidad
de memoria, sueño débil. Los sentidos pierden viveza día a día; las fuerzas
comienzan a fallar, aparecen con más constancia y facilidad las
enfermedades, que terminan por convertirse en crónicas e irreversibles [32].
Hay un declive gradual en las actitudes cognitivas, pues las facultades
intelectuales comienzan a fallar. Aparecen olvidos extraños. La inteligencia
pierde su ingenio, no se acierta con la palabra adecuada. El sueño se
apodera en los momentos más inoportunos, etc.
Y hay cambios motivacionales o psicosociales: se disminuye en interés
por las tareas, baja el nivel de actividad y los incentivos mueven menos. Se
producen cambios en el concepto de sí mismos, como reacción a la
percepción de los procesos de vejez y a un distanciamiento del ambiente
exterior. Poco a poco el anciano se va sintiendo inútil, piensa que molesta, y
comienza a depender de los demás. Su voluntad se hace débil, sumisa,
sugestionable. El que hasta hace poco era autosuficiente, emprendedor, y
contribuía con su esfuerzo al bien de los demás, ahora pasa a una situación
nueva.
Situación típica de la vejez es la «fragilidad» de estos sujetos, que se
manifiesta en la pérdida de la capacidad de adaptación del organismo
(homeostasis), frente a situaciones como la enfermedad, los accidentes, etc.
La nota más característica de esta etapa de la vida es, sin duda, la
inseguridad. Esta inseguridad no se debe tanto a la llegada de la
enfermedad, del dolor, sino a la sensación de dependencia.
La dependencia se define como la necesidad de ayuda de otras personas
para la realización de las actividades de la vida diaria (alimentación,
higiene, deambulación, vestido, incontinencias, etc.). Si la expectativa
actual de vida, tras cumplir los 65 años, se amplía unos 15 años más, un
40% de esos últimos 15 años será una vida dependiente de otra persona para
realizar actividades básicas. El esfuerzo de todos los profesionales
implicados en su atención tiene que ir encaminado a mitigar esta situación.
Se podría destacar asimismo el «pavor» que produce, en las personas
mayores, la posibilidad de «perder la cabeza» (Alzheimer y otras
demencias). Esta situación de despersonalización es realmente preocupante
por la dificultad de quienes han de cuidarles para sentirse motivados para
atenderles en esas fases avanzadas de la enfermedad. En estos casos,
conviene buscar motivos trascendentes, y profundizar en el cariño y en la
comunicación no verbal con el enfermo y su entorno familiar.

7.3. La jubilación
Momento clave en esta etapa final de la vida es la llegada de la jubilación
laboral, la cesación del trabajo profesional, que suele establecerse, aunque
varía según las distintas legislaciones, en torno a los 65 años. Jubilación
viene de júbilo: «viva alegría y especialmente la que se manifiesta con
signos exteriores» (Diccionario de la Real Academia Española). En muchos
casos, así sucede y muchos jubilados aprovechan esos años para viajar,
divertirse, ayudar a sus hijos o nietos, etc. Pero para otros muchos la nueva
situación no ayuda precisamente a disfrutar de esa alegría viva; al contrario,
el anciano, que se siente agostar, se va sumiendo en un sentimiento de
humillación constante, se siente relegado y aislado del trabajo, de la
sociedad y de la familia. Acobardado ante sus limitaciones y su incapacidad
física, se siente incapacitado para superarse, desesperanzado [33].
En ese aislamiento puede comenzar una carrera que le va llevando por la
inseguridad y bajo el signo de la frustración. La desilusión provoca mal
humor, tristeza, amargura. El desaliento se apodera de su personalidad y
llega el miedo: al dolor, a la muerte, a la pobreza, a la soledad, a la
invalidez, etc.
Aunque se pierden muchas facultades, sin embargo, la imaginación, en
forma de susceptibilidad, se mantiene bastante despierta; metido en sí
mismo y en sus preocupaciones, el anciano desconecta fácilmente del
mundo que le rodea, del que desconfía y en ocasiones tiene por enemigo.
Pero no se piense que todo es negativo. En el capítulo XI (cfr. n. 5), al
referirnos a la tarea pastoral con los ancianos, trataremos de las
posibilidades y los retos que se presentan en esta etapa de la vida.

8. PSICOLOGÍA DIFERENCIAL: HOMBRE Y MUJER (Dr.


Ricardo Zapata García)

La categorización diferencial de hombres y mujeres es un fenómeno


universal. Las diferencias físicas y psicológicas entre los sexos se expresan
en múltiples hechos de experiencia. El problema se plantea cuando se
intenta delimitar cuáles de estas diferencias son producto de disposiciones
congénitas, innatas a cada uno de los sexos –y que, por lo tanto, convendría
respetar o incluso fomentar–, y cuáles de ellas son resultado del aprendizaje
sociocultural, de los condicionamientos e intereses más o menos arbitrarios
de los grupos y de los tiempos sociales. Estas últimas, que pueden
encorsetar de una u otra forma las posibilidades de realización del
individuo, están sujetas a las modificaciones que se vean convenientes sin
que por ello se altere la diferencia entre los sexos.
No está claro cuál es el papel exacto de la herencia y del ambiente en las
diferencias psicológicas relacionadas con el sexo. En principio parece
lógico pensar que las diferencias de sexo [34] en la apariencia están más
determinadas por la biología, mientras que las diferencias de género [35] en
la conducta dependen más de la influencia cultural. Pero sin duda ambas
diferencias son consecuencia de la interacción entre biología y cultura. De
hecho, las diferencias hormonales y sexuales de hombres y mujeres
influyen sobre su conducta social, aunque sólo sea de manera indirecta, a
través de las consecuencias sociales de las meras diferencias físicas.
Cuadro 6
Tipos de diferencias entre los sexos
DIFERENCIAS FÍSICAS
Genotípicas (Cromosómicas)
Cromosomas sexuales XX/XY
Fenotitncas (Anatomofisiológicas)
Caracteres sexuales primarios (órganos sexuales externos e internos)
Caracteres sexuales secundarios (restantes diferencias somáticas)
DIFERENCIAS PSICOLÓGICAS
Cognitivas
Comportamientos sociales
DIFERENCIAS SOCIALES
Roles o papeles sociales

También parece lógico que las diferencias morfológicas, por una parte, se
traduzcan, a su vez, en una serie de diferencias en cuanto a facultades
psicomotrices y capacidades psicofísicas [36], incuestionables para la
generalidad de los individuos de cada uno de los sexos (y bastante
resistentes por cierto a los vaivenes psicoeducativos socioculturales), y, por
otra, constituyan la base potencial sobre las que se asientan las diferencias
promovidas por el aprendizaje sociocultural de los papeles [37] masculino y
femenino.
De esta forma, basándose en dichas diferencias morfológicas, cada
cultura a lo largo de la historia habría ido infiriendo y adjudicando a cada
uno de los sexos aquellas características que, según las determinadas
necesidades de supervivencia, adaptación y desarrollo, ha creído más
adecuadas para la realización psicosocial de sus individuos y de sus grupos.

8.1. Diferencias psicobiológicas

Aunque la variedad de papeles y funciones que llevan a cabo mujeres y


hombres no se circunscriben a sus diferencias biológicas –puesto que las
superan en mucho y tienen que ver con las creencias, normas culturales y
leyes de cada grupo social–, no se puede negar que las diferencias
existentes entre los distintos órganos que integran morfológicamente el
cuerpo están, por su función vital, en íntima conexión con la temática
vivencial. Cuerpo y psique, en cuanto unidad vitalmente interdependiente,
se condicionan e interpretan mutuamente [38]. De aquí que las diferencias
corporales –caracteres primarios y secundarios– hayan constituido uno de
los puntos inmediatos para intentar aclarar algunas de las diferencias
psíquicas entre los sexos.

8.1.1. Hormonas sexuales

Los hombres y mujeres son variaciones de una sola forma. Ocho


semanas después de la concepción es imposible distinguidos
anatómicamente. Después los genes activan el sexo biológico: los cromos
amas sexuales XY dirigen el desarrollo de un varón. Los cromos amas XX
dan lugar al desarrollo de una mujer. Después de que los testículos del
embrión masculino se forman internamente, comienzan a segregar
testosterona, la principal hormona sexual masculina, que desencadena el
desarrollo de los órganos sexuales masculinos externos. Si no se produce
testosterona, el embrión continúa su curso orientado al desarrollo de los
órganos sexuales femeninos.
La agresividad también es diferente entre uno y otro sexo. Dicha
diferencia aparece en una etapa temprana de la vida [39] y se manifiesta en
muchas especies de mamíferos. Así mismo, en diferentes especies animales
se puede aumentar la agresividad administrando testosterona. En los seres
humanos, los criminales violentos presentan un promedio superior al
normal en los niveles de testosterona [40] y la agresividad en el hombre se
atenúa en la edad adulta, cuando los niveles de testosterona disminuyen.
Aunque ninguna de estas comprobaciones es concluyente, la confluencia de
las pruebas sugiere que la agresividad masculina tiene sin duda, y aparte de
las influencias sociales, raíces biológicas hormonales.

8.1.2. Cerebro

Mediante las nuevas técnicas de diagnóstico, que permiten captar


imágenes de la morfología del cerebro y visualizar su funcionamiento
mientras se reflexiona, se recuerda o se siente, se han encontrado una serie
de diferencias entre ambos sexos. Los investigadores han comprobado que
ciertas estructuras del sistema nervioso son distintas en el hombre y en la
mujer, y que uno y otro no siempre utilizan las mismas partes del cerebro
para realizar un ejercicio mental similar.
Así, se ha podido comprobar que la mujer emplea una zona del cerebro
más amplia cuando tiene pensamientos tristes y una más reducida cuando
resuelve determinados problemas matemáticos; que el hombre tiene un diez
por ciento menos de neuronas en el lóbulo temporal, donde se sitúan las
actividades del lenguaje, del reconocimiento de la voz y de los sonidos; y
también que la comisura anterior y el cuerpo calloso, elementos que
conectan los hemisferios derecho e izquierdo, presentan un tamaño mayor
en el sexo femenino [41].
Estos hallazgos podrían ser la base para explicar algunos
comportamientos cotidianos considerados tradicionalmente como diferentes
entre un sexo y otro. Así, el hecho de que en la mujer el hemisferio derecho
–el de las emociones– se enriquezca con la información del izquierdo –el de
la racionalidad– podría ser la clave de la pretendida intuición femenina. Y
el que ese lado derecho, donde se ubican las pasiones, tenga una buena
conexión con el izquierdo, responsable del lenguaje, podría justificar las
mejores habilidades de la mujer en materia lingüística, tal y como parece
sugerir la neuropsicología [42].

8.1.3. Sistema musculoesquelético

Uno de los caracteres sexuales secundarios que más se deja notar a través
de toda la configuración corpórea es el sistema óseo o esqueleto (cráneo,
manos, brazos, piernas y pies, cinturón escapular y columna vertebral) más
débil, por lo general, en la mujer que en el varón. En el hombre, los
músculos estriados aparecen más desarrollados y presentan contornos más
precisos que en la mujer. Como consecuencia de esa diferencia de masa y
de espesor del sistema musculoesquelético, el peso de la mujer es, por lo
general, inferior al del varón, y sus formas más redondeadas, menos
acusadas frente a las más esquinadas, abruptas y angulosas del hombre.
Por todo ello, desde el punto de vista del funcionalismo orgánico se ha
argüido [43] que el cuerpo masculino, por su mayor robustez y consistencia,
está físicamente más preparado que el femenino para resistir fuerzas y
soportar cargas; que las formas corpóreas esquinadas son más apropiadas
que las redondeadas para oponerse, atacar y rechazar; y que la mano del
varón, por lo general, más huesuda y robusta, parece más indicada que la de
la mujer para la «transformación física» del mundo.
En este mismo sentido, también parece significativa la diferencia sexual
de la proporción entre la anchura de la espalda y la de las caderas. Las
caderas son la parte más amplia del cuerpo femenino, de modo que el
conjunto de su figura adquiere un acento distinto de la del varón, en la que
los hombros sobresalen en relación con las caderas. Desde el punto de vista
funcional, es lógico pensar que la anchura de las caderas en la mujer está en
conexión con su función biológica de alojar y alumbrar al niño, y que el
mayor desarrollo de la caja torácica en el varón está al servicio de una
mayor fuerza operativa –en cuanto base robusta de inserción de los brazos–
y de la mayor capacidad pulmonar que –dada la gran cantidad de oxígeno
que consume la musculatura estriada– dicha fuerza operativa necesita.

8.1.4. Psicomotricidad

Otra diferencia entre hombres y mujeres, que resulta evidente durante la


infancia y durante el resto de la vida, además del tipo de estructura y
configuración corporal, es la constituida por el nivel de actividad y las
habilidades motoras. A los 3 años, los niños y las niñas manifiestan ya
diferencias típicas de comportamiento en el sentido de una mayor actividad
motora en los niños; éstos utilizan más que las niñas el espacio disponible
[44] (hecho que, al facilitar contactos más frecuentes con personas y cosas
que constituyen obstáculos «a superar», podría estar también en relación
con su mayor agresividad) y participan más en actividades motrices
globales como correr, trepar y lanzar objetos. En contraste, las chicas, que
maduran con mayor rapidez que los chicos en muchos aspectos –entre ellos
en destreza y habilidades motoras finas–, muestran un menor nivel de
actividad y tienden a pasar más tiempo en actividades que exigen una
coordinación motora más fina y la cooperación y participación mutua [45].
Si el nivel innato de actividad de algunos niños (en su mayoría chicos) es
elevado, parece natural que dichos niños disfruten participando en
actividades de juego como correr, trepar y lanzar objetos y también en
juegos de acoso y derribo. Por otra parte, si algunos niños (en su mayoría
chicas) tienen un nivel de actividad relativamente bajo y un grado
apreciable de maduración de las habilidades motoras finas, parece también
natural que prefieran actividades y juegos más sedentarios y que impliquen
habilidad manual y destreza de movimientos. Con todo, estas diferencias
son poco marcadas durante los años preescolares ya que hasta la pubertad
ambos sexos siguen unas vías muy parecidas de desarrollo biológico, siendo
aproximadamente de la misma talla, y pudiendo hacer prácticamente las
mismas cosas a la misma edad [46].
En la edad adulta persisten ciertas diferencias motrices a las que sin duda
contribuye también la diferente estructura corporal (masa muscular,
longitud de tronco y extremidades y proporción tórax-caderas) de ambos
sexos. El hombre tiene una mayor coordinación y rapidez en los
movimientos corporales generales (orientados hacia el espacio circundante)
tales como correr, lanzar o alcanzar algo con la mano, etc., mientras que la
mujer tiene mayor destreza y fluidez en los movimientos centrados en sí
misma, sus pasos son más cortos y mueve más las caderas al andar [47].

8.2. Diferencias psicoconductuales

Las diferencias de conducta en los seres humanos parecen ser menores


que las de la apariencia corporal. Con todo, hay una serie de
comportamientos cognitivos y sociales actualmente más propios de la mujer
o del hombre, cuyas raíces psicobiológicas y/o psicosociales están aún por
desvelar.

8.2.1. Comportamiento cognitivo

En general, los estudios sobre capacidades cognitivas parecen indicar que


la mujer posee principalmente un pensamiento más analítico y secuencial –
pone una cosa detrás de la otra–, mientras que el del hombre es más
sintético –actúa en paralelo–; que ellos resuelven con más eficacia
problemas de razonamiento matemático y se manejan mejor en el terreno
abstracto, de planificación global, y que ellas desarrollan las operaciones de
cálculo mucho más deprisa y se desenvuelven mejor en las situaciones
concretas y en las actuaciones inmediatas. Con todo, y a pesar de que las
evaluaciones neuropsicológicas permiten confirmar que la media de los
varones se mueve con más soltura en algunos campos cognitivos que la
media de las mujeres y viceversa, no se debe olvidar el enorme peso de las
variables socioculturales, ya que, sin duda, son las expectativas sociales las
que determinan los intereses y las cualidades de niños y niñas [48].

8.2.1.1. Capacidad verbal

En lo que se refiere a capacidad verbal, los estudios no encuentran


diferencias significativas según el sexo. Así, la capacidad verbal media,
según la estimación aportada por las pruebas de vocabulario, comprensión
lectora y de resolución de analogías, es similar para hombres y mujeres
[49]. Sí que es cierto que los varones superan a las niñas en los extremos
inferiores: es más frecuente que los varones aprendan lentamente a hablar y
que en las clases de refuerzo de lectura los varones superen a las niñas en la
proporción de tres a uno [50].

8.2.1.2. Capacidad aritmética

En cuanto a la capacidad aritmética parece estar claro que la diversidad


intra sexos es mucho mayor que la que se da entre ambos sexos; que en las
calificaciones en matemáticas, la niña promedio suele igualar o superar al
varón promedio [51]; y que en los tests de matemáticas, administrados a
más de tres millones de muestras representativas en 100 estudios
independientes, los varones y las mujeres han alcanzado casi las mismas
puntuaciones medias [52].
Aunque las mujeres tienen cierta ventaja en el cálculo matemático, los
varones de ciertas culturas alcanzan puntuaciones más elevadas en la
solución de problemas matemáticos [53]. Con todo, se ha comprobado que
la ventaja masculina en la resolución de problemas de matemáticas se
acentúa con la edad y tan sólo se percibe tras la escuela elemental, y que la
distancia entre los sexos va disminuyendo a medida que aumenta el número
de niñas a quienes se induce a desarrollar sus capacidades en matemáticas y
ciencias [54].

8.2.1.3. Capacidad espacial

Finalmente, la capacidad espacial sí que parece estar, hoy por hoy, más
desarrollada en los hombres. La diferencia media entre varones y mujeres
en la capacidad de realizar mentalmente la rotación rápida de objetos
tridimensionales (capacidad útil cuando se trata de acomodar maletas en el
maletero, jugar al ajedrez o resolver cierto tipo de problemas geométricos)
es ligera a favor de los varones [55]. No obstante, como siempre, hay que
recordar que se está hablando estadísticamente y que los estímulos externos,
la educación y el ambiente resultan determinantes.

8.2.2. Comportamiento social

Existen diferencias entre los géneros en cualidades y comportamientos


sociales. Al margen de que esa diversidad tenga raíces biológicas o esté
determinada socialmente, es un hecho comprobado que la mujer mantiene,
en general, más vínculos sociales que el hombre. Esto, que había sido
interpretado erróneamente como un síntoma de dependencia de la mujer
(que, incapaz de una adecuada autonomía emocional, necesitaría apoyarse
excesivamente en los demás), ha sido reformulado en una «nueva» visión
de la relación humana conocida como interdependencia [56]. Según dicha
elaboración, ser interdependiente no significa impotencia, indefensión, falta
de control y necesidad de ayuda, sino predisposición para influir sobre otros
y mostrarse sensible a ellos, tendencia a suministrar y recibir apoyo, a
confiar y a que confíen en uno, a definirse uno mismo en relación a otros, y
a verse uno mismo no como un ser solitario, sino vinculado a otros que son
importantes para la propia vida.
Los comportamientos sociales más estudiados por las investigaciones
sobre las diferencias entre los géneros han sido los de sociabilidad,
vinculación asistencial, empatía, dominancia social e iniciativa sexual.

8.2.2.1. Sociabilidad

En cuanto a sociabilidad, es algo confirmado que las mujeres muestran,


en general, mayor tendencia a establecer relaciones sociales. En parte, esto
podría estar relacionado con una mayor capacidad atencional de la niña –
por menor nivel de actividad y cierto adelanto de la maduración cerebral–
que le llevaría a captar mejor las expectativas socioambientales y a disfrutar
más con la interacción. También se ha interpretado que las niñas (a
diferencia de los varones, que necesitan definirse separándose de la persona
–generalmente una mujer– que los cuida) al identificarse más fácilmente
con sus madres, adquirirían una identidad más basada en sus relaciones
sociales, es decir, una mayor tendencia a la interdependencia [57].
Posteriores experiencias reforzarían el sentido del yo independiente en
los hombres y del yo interdependiente en las mujeres. Así, es típico que los
varones jueguen en grupos numerosos, con un foco de actividad y escasa
discusión íntima. Las niñas juegan en grupos más pequeños, sus juegos son
menos competitivos que los de los varones e imitan más las relaciones
sociales. Tanto en el juego como en los posteriores medios de relación, las
mujeres son más abiertas y más sensibles que los varones a la
retroinformación [58]. Así mismo, las mujeres tienden él utilizar la
conversación preferentemente para explorar relaciones, mientras que los
hombres la usan sobre todo para obtener soluciones.

8.2.2.2. Vinculación asistencial


Respecto al grado de vinculación asistencial, también es algo admitido
que las mujeres muestran una mayor dedicación a tareas de ayuda social
que los hombres. Así, las mujeres no sólo valoran en especial la atención
dispensada a otros, sino que, de hecho, suministran la mayor parte de la
atención, cuidado y apoyo que requieren los niños y los ancianos. También
en sus decisiones y actitudes profesionales las mujeres manifiestan su
mayor vinculación asistencial, ya que en la mayoría de las profesiones que
implican dispensar cuidados el otros –trabajo social, docencia, enfermería–
superan en número a los hombres. Esta mayor vinculación de la mujer a
tareas asistenciales podría tener su origen en su también mayor nivel de
interdependencia y empatía; aunque también podría deberse el un
condicionamiento sociocultural: una forma de relegar a la mujer a
profesiones de cuidado y ayuda a los demás, a las que la sociedad
occidental asigna poco valor y escasa remuneración.

8.2.2.3. Empatía

La capacidad de empatía (capacidad para identificarse con los demás, de


ponerse en su lugar y comprender lo que deben sentir y experimentar) es
una característica en la que tradicionalmente la mujer supera al hombre. En
las encuestas, las mujeres se describen a sí mismas como poseedoras de
empatía con mayor frecuencia que los hombres. Con todo, las medidas
fisiológicas de la empatía (por ejemplo, el ritmo cardíaco cuando el
individuo contempla la angustia de otro) revelan una diferencia por sexos
menor que la proporcionada por las encuestas [59]. De todos modos, las
mujeres tienen más probabilidades de expresar empatía, de llorar y de
demostrar angustia cuando observan que alguien está angustiado.
También se ha comprobado en dichas encuestas que aunque muchas
personas afirman mantener una relación estrecha con el padre, son muchas
más las que refieren estar más cerca de la madre [60]. Así mismo, tanto los
hombres como las mujeres confiesan que sus relaciones amistosas con
mujeres son más gratas y positivas [61], y que cuando necesitan
comprensión y contar con alguien para compartir inquietudes y sufrimientos
buscan generalmente a mujeres. De hecho, las cualidades empáticas parecen
ser una ventaja en las relaciones matrimoniales [62], de forma que se ha
comprobado que cuando uno de los cónyuges posee los rasgos femeninos
tradicionales, como por ejemplo gentileza, sensibilidad o calidez –o mejor
aún, cuando ambos los poseen–, la armonía y la satisfacción conyugales son
mayores [63].

8.2.2.4. Dominancia social

Las diferencias intersexos en cuanto a dominancia social son también


admitidas por todo el mundo. Se considera que los hombres son más
dominantes, agresivos y orientados hacia la obtención de logros, y que las
mujeres son personas más deferentes y con mayor tendencia a prestar apoyo
y a unirse [64]. También es una realidad que en todas las sociedades los
hombres son individuos que dominan socialmente. Así, cuando se forman
grupos, el liderazgo tiende a recaer en los varones; y en su función de
líderes, los hombres tienden a adoptar una actitud directiva, incluso
autocrática, mientras que las mujeres acostumbran a ser más democráticas
[65].
Igualmente, en la vida cotidiana, es más probable que los hombres se
comporten como lo hacen las personas con poder: que hablen
afirmativamente, que interrumpan, que promuevan el contacto, que se rían
menos, que miren fijamente. En la interacción, los hombres tienden más a
formular opiniones, y las mujeres, a expresar su apoyo. Finalmente tampoco
hay que olvidar, como otra expresión de dominancia social, que los sueldos
correspondientes a profesiones tradicionalmente masculinas suelen ser más
altos.

8.2.2.5. Iniciativa sexual


Parecen existir ciertas diferencias en la forma en que hombre y mujer
experimentan la vivencia sexual. En el hombre no es extraño que la
sexualidad permanezca menos afectivamente condicionada que en la mujer
y que surja inicialmente al margen de la afectividad, como un impulso
fuerte y definido a la satisfacción física genital. En la mujer, en cambio, una
menor pulsión física del impulso, haría más fácil la integración afectiva de
éste y la experimentación de la apetencia sexual como un sentimiento
erótico menos compulsivo.

8.3. Diferencias psicosociales (papeles sexuales)

Se ha dicho y con razón, que el ambiente acentúa lo que la biología


promueve. La conformación de la identidad genérica (vivencia de ser
hombre o mujer) es determinada en gran medida por la categoría social de
varón o mujer que la sociedad asigna a cada uno. Las categorías sociales de
varón o mujer entrañan rasgos y patrones conductuales diferenciados que
constituyen los papeles característicos para cada sexo. Dentro de cada
identidad sexual se dan diferentes «tipos» de hombre y mujer, es decir,
individuos con distintas proporciones de rasgos e intereses considerados
tradicionalmente como masculinos o femeninos, y también diversas formas
de entender y desarrollar el propio papel sexual. De hecho, la conducta
social que se considera típica de los sexos suele ser en realidad la conducta
de unas minorías que se utiliza para calificar a todo el grupo [66].
La conformación social del género parece ponerse en marcha desde el
principio de la vida. A la edad de tres meses, los bebés parecen darse cuenta
de que las voces y las caras de los hombres son diferentes de las voces y las
caras de las mujeres ya la edad de 1 año, se piensa que los niños ya pueden
haber empezado a absorber las normas culturales referentes a la forma de
vestir «apropiada a cada sexo» que existen entre sus compañeros.
Entre los conceptos o esquemas que provienen del esfuerzo de los niños
por comprender el mundo, se encuentra el esquema referido a su propio
sexo. Hacia los 3 años los niños comienzan a organizar su mundo sobre la
base del género, que actúa como una lente a través de la cual perciben su
propia experiencia. A través del lenguaje, del vestido, de los juguetes, etc.,
el aprendizaje social plasma los esquemas del género. Después los niños se
comparan con su propio concepto de género y adaptan su conducta
consecuentemente [67].
Los niños aprenden formas de conducta relacionadas con el sexo (típicas
de su género) observando e imitando los modelos, identificándose con el
progenitor del mismo sexo y adoptando sus características típicas del
género. Con todo, las diferencias con que los padres tratan a los varones y a
las niñas no alcanzan a explicar la tipificación sexual [68], ya que incluso
cuando las familias no alientan la tradicional tipificación de los sexos, los
niños se organizan en mundo de varones y mundo de niñas, cada uno
guiado por reglas acerca de lo que varones y las niñas hacen.
En definitiva, la adquisición de la identidad sexual supone el aprendizaje
del papel social previsto y culturalmente adecuado a cada sexo. Los papeles
sexuales, al concretar las aptitudes, actitudes, comportamientos y tareas que
se esperan de cada sexo facilitan, en principio, el aprendizaje, el
rendimiento del grupo y las relaciones sociales; pero pueden también dar
lugar a exageraciones estereotipadas de las funciones de cada sexo, con el
consiguiente sufrimiento y estigmatización de los individuos que se apartan
de la convención social.

8.3.1. Variaciones culturales y evolutivas

A diferencia de las funciones biológicas, los papeles sexuales varían a


través de las culturas y del tiempo. Así, por una parte, las expectativas
sociales sobre los papeles sexuales determinan su configuración cultural y
delimitan sus diferencias y, por otra, la asunción de papeles diferentes tiene
consecuencias psicológicas, ya que da lugar a la adquisición de habilidades
y actitudes diversas que contribuirían a explicar las distintas conductas
sociales de los sexos [69].
Las variaciones culturales de los papeles según el sexo resultan
evidentes. En todo el mundo los hombres destacan en las actividades de
guerra y de caza, y las mujeres, en la atención de los niños. En las
sociedades nómadas formadas por individuos recolectores de alimentos, la
división del trabajo según el sexo es escasa, y los niños y las niñas reciben
más o menos la misma crianza. En las sociedades agrícolas, en que las
mujeres están cerca del hogar, en los campos y con los niños, y los hombres
se desplazan más libremente, a los niños se les inculcan típicamente papeles
de género más diferenciados [70]. En los países industrializados de
diferentes regiones del mundo, tanto los papeles como las prácticas de
socialización varían enormemente de un país a otro. Con todo, por lo
general, las niñas dedican más tiempo que los varones a ayudar en las tareas
de la casa y en el cuidado de los niños y los varones dedican más tiempo al
juego no supervisado [71].
Por otra parte, dentro de una misma cultura, los papeles sexuales varían
también a lo largo del tiempo. Las tareas de la mujer y las actitudes hacia
ellas han sufrido en Occidente un espectacular cambio durante los últimos
cincuenta años. Y lo mismo puede decirse, aunque tal vez en menor grado,
respecto de las tareas y actitudes del varón. El nivel de aprobación social de
la mujer casada dedicada a los negocios o a la industria ha ido creciendo
paulatinamente; el número de universitarias que esperaban dedicar todo su
tiempo al cuidado del hogar ha disminuido drásticamente; ha aumentado la
proporción de mujeres pertenecientes a la fuerza del trabajo y se ha
multiplicado el número de médicas, abogadas e ingenieras. Los varones, por
su parte, han ido consagrando cada vez más tiempo al trabajo del hogar,
aunque las diferencias culturales siguen siendo enormes. A pesar de esto,
incluso en los países que han promovido la igualdad, persisten las
distinciones según los géneros [72].
Finalmente, también son muy significativas las variaciones de los
papeles sexuales durante el curso de la vida. Las diferencias entre los
géneros, en sociabilidad, agresividad, dominancia, etc., culminan hacia el
final de la adolescencia y principios de la edad adulta (precisamente en los
años en que generalmente se estudian dichas diferencias con más
frecuencia). En la adolescencia las niñas se muestran cada vez menos
asertivas y más coquetas, y los varones más dominantes e inexpresivos. A
medida que aumenta la edad disminuyen las diferencias intersexos [73]. Las
mujeres llegan a ser más asertivas y a mostrar más seguridad personal, y los
hombres demuestran más empatía y menos impulso de dominio.
Estas variaciones de los papeles sexuales a lo largo de la vida han sido
achacadas en parte a lo que se ha llamado «exigencias del papel» [74].
Durante el galanteo y los primeros años de la paternidad, las expectativas
sociales conducirían a ambos sexos a remitir a un segundo plano los rasgos
que interfieren con sus respectivos papeles. Así, mientras se espera que los
hombres provean y protejan, éstos ignoran sus facetas más dependientes y
tiernas; y de igual forma, mientras se espera que las mujeres alimenten y
eduquen, éstas desechan los impulsos que les llevan a mostrarse asertivas e
independientes. Una vez dejados atrás estos papeles de la edad adulta
temprana, hombres y mujeres gozarían de más libertad para desarrollar y
expresar las tendencias que antes estaban inhibidas.

8.3.2. Tendencias actuales

En las últimas décadas, muchos psicólogos evolutivos y también muchos


padres vienen fomentando en nuestra cultura el equilibrio entre lo que
normalmente se consideran características psicológicas «masculinas» y
«femeninas». Los motivos de esta tendencia deben de ser múltiples, pero
sin duda el fenómeno no sería ni siquiera razonable si los avances técnicos
y humanos no hubieran hecho insignificante la importancia de la fuerza
física humana para la supervivencia y la realización personal, y permitido –
salvo en aspectos de fuerte dependencia biológica– la casi total
subsidiariedad funcional, psicológica y sociolaboral, de los sexos.
El objetivo explícito de esta corriente de opinión, además de
contrarrestar la concepción errónea de que la masculinidad y la feminidad
son opuestas, es el de intentar liberarse de las restricciones de los papeles
tradicionales de cada género y permitir que cada persona se defina a sí
misma en primer lugar como un ser humano, antes que como hombre o
mujer. Así, hoy día, sobre todo en niveles socioculturales medios y altos de
los países de cultura occidental, son cada vez más numerosos (a nuestro
parecer con un predominio ascendente) los hombres y mujeres (sobre todo
las mujeres –los varones se encuentran aún en un proceso de transición–)
que comparten muchas de las mismas características de personalidad y
exhiben comportamientos alejados de los esquemas tradicionales de los
papeles de cada género.
Los hombres se consideran menos dominantes que los varones
tradicionalmente masculinos y las mujeres se consideran más dominantes
que las mujeres tradicionalmente femeninas [75]. Hombres y mujeres son
cariñosos al mismo tiempo que independientes, e intentan no ser ni fríos ni
pasivos. Son más flexibles en sus papeles sexuales y aspiran a desplegar las
mejores cualidades de los estereotipos tradicionales. Estos individuos
«psicológicamente andróginos» parecen ser generalmente más competentes
y tener un sentido más alto de la autoestima que las personas que siguen los
esquemas de conducta tradicionales relativos a los papeles de género [76].
Sin embargo, no existen estudios longitudinales completos sobre el
desarrollo y los efectos de una personalidad «andrógina», y las
investigaciones disponibles presentan resultados ambiguos o, al menos, de
efectos diferentes en los distintos momentos de la vida.

8.4. Conclusiones

En conclusión, se puede decir en primer lugar que las diferencias


sexuales genéticas se tornan morfológicas y fisiológicas con el desarrollo
embrionario y fetal; y que más tarde aparecen las diferencias conductuales,
que con el desarrollo infantil se van incrementando y trascendiendo del
plano fisiológico al psicológico y al social.
Desde el punto de vista psicológico se puede afirmar que las semejanzas
entre los géneros son elevadas, sobre todo hacia mediados y finales de la
vida adulta; que las diferencias son reducidas si las comparamos con las
enormes desigualdades interindividuales; y que, en definitiva, las
distribuciones parcialmente superpuestas de las cualidades masculinas y
femeninas que se dan en la práctica, hablarían a favor de una concepción de
la psicología de los sexos en la que hombres y mujeres comparten
básicamente los mismos o parecidos rasgos y cualidades y, por lo tanto, una
potencial capacidad de subsidiariedad.
En cuanto a la discutida cuestión de la mayor o menor conveniencia
social de los papeles de género y, más en concreto, sobre si conviene
preservar los papeles diferenciados según el género, coexisten diversas
corrientes de opinión que en el fondo no son incompatibles.
En primer lugar están los que creen que la intensidad y persistencia de
los papeles de género en el mundo entero hacen dudar de que vayan a
desaparecer algún día. Por mucho que se intente reconstruir el concepto
acerca del género «no podemos modificar la historia evolutiva de nuestra
especie, y algunas de las diferencias que nos separan son sin duda función
de esa historia» [77]. En las diferencias sexuales «hay un núcleo duro,
irreductible, tenaz, de urgencia y necesidad biológica, de razón biológica,
que la cultura no puede alcanzar y que se reserva el derecho (que tarde o
temprano ejercerá) de enjuiciar la cultura, de resistida y revisada» [78].
Hay un límite, incluso dentro de la sociedad contemporánea, más allá del
cual, la evolución biológica empezará a revertir la evolución cultural hacia
ella misma. Los datos derivados de la investigación sobre «lo que es» o «lo
que nos gustaría que fuera» no deberían entorpecer la investigación de «lo
que debería ser». El conocimiento sobre «lo que es» debe ayudar a la
investigación de «lo que debería ser», aunque todavía no sepamos muy bien
de qué modo. Aunque es cierto que los sexos comparten muchos rasgos y
cualidades, cada sexo también aporta dones especiales: igualdad y libertad
de decisión individual, sí; identidad, no.
En segundo lugar se encuentran los que piensan que, aunque puede haber
diferencias sexuales de base biológica en la conducta, la construcción social
del género las exagera mucho. Según éstos, en condiciones sociales
igualitarias las diferencias sexuales no serían tan considerables ni tan
variadas como las actuales; por ello habría que hacer esfuerzos para que las
formas de conducta humanas y los atributos de la personalidad no continúen
socialmente vinculados al sexo. Para evitar la tipificación sexual en la
educación de los niños habría que asignar los mismos privilegios y las
mismas responsabilidades a varones y niñas; el sexo no debería guardar
relación con las tareas del hogar ni con los juguetes y habría que enseñar a
la población a identificar –y rechazar– los sutiles estereotipos y
discriminaciones sexuales. Las diferencias biológicas son irrelevantes desde
el punto de vista social y no deberían impedir alcanzar, a hombres y
mujeres, una condición plenamente humana: asertiva y educativa, segura de
sí misma y tierna, independiente y compasiva [79]. Aunque a veces se
exagera, llegando a identificaciones inadmisibles entre los sexos.
En definitiva, la consciencia del género y las distinciones sobre el papel
biológico que desempeña el género, no tienen por qué conllevar la
aplicación de dichos esquemas a la atribución de diferentes rasgos
caracterológicos y mucho menos su extensión de forma rígida a la
distribución sexuada de las tareas, haciendo que los estereotipos
inamovibles limiten el pleno desarrollo del niño o del adulto. Así pues, se
piensa que los conceptos sobre el papel de cada género han ido e irán
cambiando a medida que cambien las circunstancias socioculturales; y que
en la sociedad contemporánea, liberada de los condicionamientos
biológicos de las tareas, la «androginia» psicológica –o equilibrio entre lo
que tradicionalmente se consideran características psicológicas
«masculinas» y «femeninas»– parece constituir un objetivo, existencial y
funcionalmente, deseable.

BIBLIOGRAFÍA

BERGER, K.S. y THOMPSON, R.A., Psicología del desarrollo: Infancia y


adolescencia, Panamericana, Madrid 1998.
CARRETERO, M.; PALACIOS, J.; MARCHESI, A., Psicología evolutiva,
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CAPÍTULO XI
PSICOLOGÍA EVOLUTIVA Y DIFERENCIAL
(II):
ASPECTOS PASTORALES

Miguel Ángel Monge


A las consideraciones expuestas en el capítulo anterior, se añaden a
continuación algunas anotaciones pastorales. En primer lugar, se advierte la
oportunidad de la división de las distintas etapas en el desarrollo de la
persona, desde la infancia a la edad adulta, pasando por la pubertad y
adolescencia. Éste es, por ejemplo, el esquema que adopta un documento
del Consejo Pontificio para la Familia [1], donde se ofrecen interesantes
orientaciones educativas. Al referirse a las fases principales del desarrollo
de la persona, analiza: 1) los años de la inocencia (infancia); 2) la pubertad;
3) la adolescencia y 4) hacia la edad adulta. Pues bien, sobre cada una de
estas etapas propongo algunas consideraciones [2] que pueden ser útiles al
pastor de almas. A ellas añadiré la última etapa (vejez) y otras situaciones
(la diferencia hombre-mujer), que cobran cada día mayor interés, también
por lo que se refiere a la tarea pastoral en la Iglesia católica.

1. ATENCIÓN DE LOS NIÑOS

Antes de llegar al uso de razón, los niños desconocen el alcance moral de


sus acciones: en ellos, lo malo y lo bueno dependen del juicio de las
personas mayores, de las que reciben un premio o un castigo por lo que han
realizado. A partir de los 7-8 años (y, a veces, antes), comienzan a captar los
principios morales y se hacen cargo paulatinamente del alcance moral
(objetivo) de sus actos, y de su consiguiente responsabilidad moral:
empiezan a comprender que las obras son buenas o malas por su objeto
moral [3]; también empiezan a darse cuenta de la importancia de la
intención, como otro elemento determinante de la moralidad.
Por eso, al valorar algunas conductas de los niños, conviene recordar que
antes de los 7 años, las mentiras no son auténticas, y de ordinario no deben
valorarse con los principios aplicables a un adulto. Los niños suelen mentir,
a veces, por maravillar; otras llevados por su fantasía, por juego o por
escapar inconscientemente de un peligro o castigo. Si las mentiras fuesen
muy frecuentes, habría que pensar en una dificultad de adaptación; que
muchas veces proviene del exterior: excesivos castigos, falta de un clima
adecuado para confiarse, etc. Las desobediencias pueden surgir por diversos
motivos: con frecuencia porque los adultos coarten demasiado su
espontaneidad; es lo que sucede, a veces, con las madres
«superprotectoras», que con su exagerado control de todas las actividades
del niño provocan en él una reacción de rechazo.
Cuando se conversa con un niño, al emitir un juicio, conviene razonarlo
de modo adecuado a su inteligencia, pero con lógica, y evitando argumentos
que sólo sirvan a la comodidad o a la defensa de la autoridad de los
mayores («porque lo dice papá», etc.), ya que esto podría llevarle a creerse
incomprendido o tratado con injusticia.
La labor del sacerdote o consejero espiritual será fundamentalmente
orientadora. Convendrá valorar con prudencia si las mentiras y
desobediencias del niño constituyen realmente pecados, para ayudarle a que
se forme la conciencia en estos aspectos. De ordinario, en las charlas no
hará falta argumentar demasiado las razones que se aducen: basta la
autoridad del director espiritual, y que cuanto se dice sea razonable; por
eso, será suficiente dar una sencilla explicación [4], un motivo para apoyar
el consejo, etc.
Conviene también estimular las incipientes virtudes humanas del niño.
Como suele ser más activo que reflexivo, interesará insistir en puntos como
la lucha contra la pereza, en todos los campos –estudio, aseo personal,
puntualidad al levantarse, ayuda en casa, etc.–, y en las virtudes humanas,
como la sinceridad, lealtad, compañerismo, fortaleza, generosidad,
exigencia personal, etc., proponiéndoles siempre un motivo sobrenatural,
acomodado a su capacidad intelectual –por ejemplo, una intención
apostólica concreta, las misiones–; de tal modo que vayan descubriendo el
mundo de los valores espirituales y la importancia de la vida de piedad.
Respecto a la virtud de la castidad conviene tener en cuenta que, en los
niños, los problemas suelen presentarse en el terreno de los actos, realizados
a veces por juego, o por inducción de una persona mayor, o por imitación
de cosas que han visto en la calle o en la televisión, o por curiosidad; puede
ocurrir que suceda en compañía de otros niños de su mismo sexo –el
significado es distinto que en los mayores–, compañeros de juegos o
parientes. En esa edad se pueden prevenir los malos hábitos que esas
acciones pueden originar. El mejor modo de conseguirlo es, nos parece,
animando a los padres a que hablen periódicamente con sus hijos acerca de
esos temas.

2. ATENCIÓN ESPIRITUAL DE ADOLESCENTES Y JÓVENES

En la pubertad, los cambios de orden físico más importantes dependen


del inicio de las funciones sexuales, y comprenden la aparición de los
caracteres sexuales secundarios. Respecto a los cambios psicológicos, que
acompañan a los anteriores [5], el niño, con el crecimiento en fuerza física,
crece también en sentimiento de masculinidad, en coraje, valentía, etc.; a la
vez aparece cierta ansiedad e inseguridad por los procesos que está
sufriendo, por las posibilidades que le abre el mundo, y una inestabilidad de
carácter muy acentuada. En las chicas, la pubertad tiene otras
manifestaciones [6]. La aparición de la menstruación y sus cambios
psíquicos, provocan con cierta frecuencia en ellas reacciones de rechazo,
movimientos de rebeldía, o estados subdepresivos, y se hacen más
reservadas, vergonzosas, y empiezan a guardar sus «secretos».
Habitualmente, esta etapa es fácilmente superada. En los chicos es
importante favorecer actitudes que ayuden a la diferencia sexual, por
ejemplo, valorando como normal la atracción por las chicas. También será
conveniente hacerles ver que las normales manifestaciones de cariño hacia
los amigos son algo positivo y no presuponen manifestación de tendencia
homosexual.
La pubertad da paso a la adolescencia, que presenta como nota bastante
característica la tendencia a extremar las actitudes. Así, por ejemplo, los
jóvenes tienen manifestaciones de egoísmo y, a la vez, son capaces de
sacrificarse y entregarse por un ideal, con una gran fuerza e ilusión, pero
también sin la falta de madurez y amor profundo que se dan en una persona
adulta. Los adolescentes establecen relaciones afectivas ardientes, pero con
poca consistencia, que pueden romperse con la misma facilidad con que se
iniciaron. Se lanzan a la vida de relación, pero conservando cierto deseo de
soledad. Denotan, en ocasiones, detalles que manifiestan intereses
materiales, pero, a la vez también, están abiertos a grandes ideales. Pueden
pasar del optimismo más ingenuo a un pesimismo también sin base real.
Todo ello es debido probablemente a que «la juventud es el periodo de la
personalización de la vida humana. Es también el periodo de la comunión:
los jóvenes, sean chicos o chicas, saben que su vida tiene sentido en la
medida en que se hace don gratuito para el prójimo» [7].
Muchas cualidades que se encuentran en la gente joven –generosidad,
magnanimidad, desprendimiento, optimismo, capacidad de amar–, se han
de poner a prueba con el transcurso del tiempo: sucede, a veces, que son
desprendidos, porque no saben lo que cuesta ganar las cosas; o son
confiados y optimistas, porque aún no han sufrido contrariedades de ningún
tipo; o viven esperanzados porque toda la vida se les presenta llena de
posibilidades: «La juventud ha tenido siempre una gran capacidad de
entusiasmo por todas las cosas grandes, por los ideales elevados, por todo lo
que es auténtico» [8].
El adolescente pretende colocarse como igual entre sus mayores y,
además, se siente en cierto modo diverso a ellos: quiere sorprenderlos y
superarlos, pretendiendo transformar el mundo. De ahí que sus planes estén
llenos de sentimientos generosos, de proyectos altruistas, y que, a la vez,
puedan resultar inquietantes por su megalomanía y su egocentrismo
inconscientes. Es frecuente descubrir en ellos una mezcla de abnegación por
la humanidad y un egocentrismo muy marcado. Recordamos que en esa
edad está teniendo lugar el proceso de autonomía e independencia, que el
pastor de almas debe no sólo aceptar, sino favorecer.
Por todo lo dicho, sería un error considerar que la adolescencia se define
exclusivamente por el aparecer del instinto sexual. El adolescente descubre
también el amor, como capacidad de darse y como sentimiento, pero ese
descubrimiento es parte de todo un sistema de ideales más amplio.
Durante este período no hay que inquietarse demasiado por las aparentes
extravagancias y desequilibrios de los adolescentes: el trabajo profesional,
una vez superadas las últimas crisis de adaptación, restablece el equilibrio,
marca así definitivamente el acceso a la edad adulta.

3. LA ELECCIÓN

Un momento clave de la llamada edad evolutiva, que acaece en torno a la


adolescencia/juventud, es el que se denomina la elección, es decir, cuando
hay que escoger el camino que se desea seguir, aquel que marcará la vida de
la persona a partir de esa decisión. La juventud, afirma Juan Pablo II, «no es
solamente el periodo de la vida correspondiente a un determinado número
de años, sino que es, a la vez, un tiempo dado por la Providencia a cada
hombre, tiempo que se le ha dado como tarea, durante el cual busca, como
el joven del Evangelio, la respuesta a los interrogantes fundamentales; no
sólo el sentido de la vida, sino también un plan concreto para comenzar a
construir su vida» [9]. No se trata necesariamente de un único momento,
sino que la «elección» viene precedida y acompañada de otras muchas, que
la confirman, la encauzan o la rectifican. Tradicionalmente, esta cuestión ha
sido tratada como el problema vocacional, y referido habitualmente a la
vocación sacerdotal o religiosa. Hoy no se acepta esta visión reduccionista,
puesto que los distintos caminos abiertos al cristiano, ya sea el sacerdocio o
el celibato, pero también el matrimonio [10] o la elección de trabajo, etc., se
pueden considerar igualmente como verdaderas y propias vocaciones,
aunque de distintos niveles [11].
Aquí nos detenemos sólo en algunos aspectos médico-pastorales de la
vocación en general, ya que las grandes decisiones de la vida (y la elección
es una de ellas) requieren un adecuado conocimiento de la realidad (del
ambiente circundante y de uno mismo), para después poder obrar con
libertad y responsabilidad. En ese sentido, cualquier elección seria, que
tome una persona, puede encuadrarse dentro de esta cuestión. Para nuestro
propósito, aquí habrá más referencias a la vocación en sentido eclesial: al
sacerdocio, religioso/a, celibato apostólico, etc.
Al considerar cuál es la edad apta para iniciar una elección fundada, se
considera que antes de la adolescencia (15-16 años) no se suelen dar las
condiciones de madurez que requiere tal decisión. Aunque esto resulta
relativo (no siempre equivale la madurez a una determinada edad y, sobre
todo, hay factores de orden sobrenatural que no son cuantificables), en lo
que se refiere, por ejemplo, a la vocación sacerdotal, la Iglesia católica
señala –aparte de la edad [12]– algunos requisitos de tipo médico y
biológico, que conviene tener en cuenta. En los casos en los que una
elección lleva consigo la práctica del celibato, obviamente se requiere en el
candidato un conocimiento efectivo de las circunstancias en las que pueda
encontrarse. Hasta llegar a la pubertad, cuando comienzan a sentirse los
estímulos de la sexualidad y se aprende a dominarlos, no parece prudente
plantear tal elección.

3.1. Consejo médico prevocacional

La vocación (al sacerdocio, a la vida consagrada, al celibato apostólico,


etc.) es una llamada de Dios que, como tal, es gratuita y conlleva la
correspondiente capacidad que el mismo Dios otorga a quienes llama. Pero
aunque «la historia de cada vocación sacerdotal, como por lo demás la de
toda vocación cristiana, es la historia de un diálogo inefable entre Dios y el
hombre, entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que
responde a Dios en el amor» [13], como la vocación «subsiste en la Iglesia
y por la Iglesia [...] es propio del Obispo o del Superior competente, no sólo
someter a examen la idoneidad y la vocación del candidato, sino incluso
reconocerla» [14]. Corrientemente –si se exceptúan casos extraordinarios
como un Pablo de Tarso o un Agustín de Hipona–, la llamada de Dios se
manifiesta tanto por signos ordinarios, es decir, por la presencia de algunas
cualidades (atracción, recta intención, idoneidad), como por la ausencia de
impedimentos. Por ese motivo, la Iglesia advierte que «según la edad y
progreso en la formación de cada candidato, investíguese con mucho
cuidado acerca de su recta intención y libre voluntad; de su idoneidad
espiritual, moral e intelectual; de su salud física y psíquica, teniendo
también en cuenta las condiciones hereditarias. Considérese, asimismo, la
capacidad de los alumnos para cumplir las cargas sacerdotales y para
ejercer los deberes pastorales» [15].
Por lo que se refiere, por ejemplo, a los criterios de selección en los
candidatos al sacerdocio, el canon 241, 1 del Código de Derecho Canónico
–inspirado en el Decreto Optatam totius del Concilio Vaticano II– establece
concretamente que se verifiquen: a) las dotes humanas, morales,
espirituales e intelectuales; b) la salud física y psíquica; c) la recta
intención. Para nuestro propósito, nos interesa sobre todo lo que se refiere a
la salud física o psíquica; por eso hacemos referencia a los factores
hereditarios (consanguinidad, etc.) y a otras condiciones de salud que
pueden tener relación con la vocación.

3.2. Factores hereditarios: consanguinidad, etc.

Aunque la presencia de taras hereditarias en la familia de un candidato es


ya un dato a tener en cuenta, que deberá ser valorado convenientemente, no
se debe proceder con decisiones drásticas: si se pretendiese, por ejemplo,
eliminar de los seminarios a todos los que el estudio de los caracteres
hereditarios permite temer el posterior desarrollo de una enfermedad
psíquica, se perderían probablemente muchos valiosos candidatos al
sacerdocio. Pero tampoco se puede obrar él la ligera. Habrá que conocer
muy bien las leyes de la herencia (cfr. capítulo II, 5).
La consanguinidad, por sí misma, no produce efectos patológicos en la
descendencia, al contrario de lo que se piensa frecuentemente. Sucede, sin
embargo, que, al ser muy similar el patrimonio genético de los cónyuges
consanguíneos, se da mayor facilidad de que aparezca en la descendencia
algún carácter hereditario que estaba oculto en los padres (era recesivo), y
pueden originar en el hijo alguna enfermedad.
Este hecho obliga a ser más prudentes en la elección de los candidatos,
hijos de padres consanguíneos, si se sospecha la presencia de una tara
hereditaria [16]. Aparte de algunas enfermedades hereditarias, que se
manifiestan como malformaciones congénitas (labio leporino, hipo-
epispadias, criptorquidia, hermafroditismo, etc.), nos interesan, sobre todo,
las enfermedades mentales. Hoy parece comprobado que, algunas de estas
enfermedades, son en parte hereditarias, aunque tarden a veces mucho
tiempo en manifestarse. Acontece en la oligofrenia, esquizofrenia, algunas
psicosis maníaco-depresivas, y otras disfunciones, que, aunque no
constituyan propiamente una enfermedad mental, suponen una tara
importante, sobre todo si se piensa en la futura vida del sacerdote o de la
persona entregada a Dios en la Iglesia.
Sin embargo, la presencia de factores hereditarios en el campo de las
enfermedades mentales, no siempre es determinante de la aparición de la
enfermedad; además, es difícil conocer con exactitud el riesgo de incidencia
en los descendientes directos o colaterales del enfermo, y tampoco es bien
conocido el valor de la influencia positiva o negativa, que ejercitan el
ambiente y la educación recibida [17]. Por todo ello, convendrá ser muy
prudentes, tanto para no dejarse llevar de una «falsa compasión», aceptando
candidatos que no sean dignos, como de un excesivo celo que lleve a
rechazar personas, que tienen defectos, pero que son perfectamente
superables. Como criterio orientador, sirvan estas palabras del Papa Pablo
VI: «A los sujetos que se descubran física, psíquica o moralmente ineptos
se les debe disuadir inmediatamente del camino del sacerdocio: sepan los
educadores que éste es un gravísimo deber suyo; no se abandonen a
esperanzas falaces y a ilusiones peligrosas y no permitan de ningún modo
que el candidato las alimente, con resultados dañosos para él y para la
Iglesia. Una vida total y delicadamente comprometida, en su intimidad y de
modo externo, como es la del sacerdote célibe, excluye, de hecho, a los
sujetos de insuficiente equilibrio psicofísico y moral, y no se debe pretender
que la gracia supla en esto a la naturaleza» [18].

3.3. Integridad corporal para el sacerdocio


Por lo que se refiere a los candidatos al sacerdocio, al investigar los
antecedentes médicos personales, hay que valorar también lo que concierne
a la integridad corporal. El Código de Derecho Canónico establece que
«sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación» [19].
También señala el Código que son irregulares para recibir órdenes quienes
padecen alguna forma de amencia u otra enfermedad psíquica, por la cual,
según el parecer de los peritos, quedan incapacitados para desempeñar
rectamente el ministerio [20]. Será también requisito necesario comprobar
la condición viril. Otras cuestiones de interés, como el hermafroditismo, las
enfermedades mentales y los trastornos de carácter psicosomático, son
tratadas en otros lugares de esta obra.

3.4. Consejo médico prematrimonial

En el capítulo III, 2.3 hemos tratado de esta cuestión al estudiar la


eugenesia positiva y negativa, y el consejo genético y diagnóstico prenatal.
Basta señalar que mucho de lo dicho a propósito de la madurez suficiente
para acoger una vocación, sirve también para quien toma la decisión de
contraer matrimonio. No pocos decretos de nulidad, debidos a inmadurez de
una de las partes, se podrían evitar con una adecuada preparación (humana,
psicológica, afectiva, etc.) para ese importante paso del matrimonio.
Aunque en otros casos, sin embargo, podría verse afectada la misma validez
del pacto matrimonial, a tenor del canon 1095, 3 del Código de Derecho
Canónico [21].

4. MADUREZ: LA CRISIS DE LA EDAD ADULTA

La madurez –ya está dicho– no se identifica con una edad determinada:


es consecuencia del pleno y armónico desarrollo de todas las capacidades
de la persona; por tanto, en el concepto de madurez, han de estar presentes
también las virtudes sobrenaturales –teologales y morales– que acompañan
a la gracia divina y, al mismo tiempo, las virtudes humanas.

4.1. Madurez y equilibrio personal

Una persona madura sabe juzgar de los acontecimientos y de las demás


personas con sentido sobrenatural y con mesura, con serenidad y
objetivamente; estará en condiciones de querer y obrar con criterio, libre y
responsablemente. El sentido sobrenatural hará que las decisiones de todo
tipo, se tomen de acuerdo con el orden querido por Dios y, en consecuencia,
aparecerá la unidad de vida que es característica primordial de la madurez,
es decir, saber integrar todo en función de lo que ocupa un lugar central en
la vida y tiene un valor permanente [22].
Entre las notas típicas de la madurez, que se va logrando con la ayuda de
la gracia divina, y por tanto, con la lucha interior, se encuentran la
serenidad, la mesura, la responsabilidad en la toma de decisiones.
Manifestaciones propias de madurez son también la capacidad de
adaptación a las circunstancias, sabiendo ceder y transigir en cosas o
situaciones de suyo intrascendentes; y viceversa, fortaleza para mantener
firmemente –aun en contra de opiniones de moda y de «lugares comunes»–
aquellas convicciones fundadas en verdades perennes; el equilibrio interior
de la persona, con orden y armonía en el terreno afectivo, de relaciones con
los demás; la perfecta conjunción en el ejercicio de la libertad y
responsabilidad personales, etc.
Aunque se hayan logrado superar problemas básicos de la adolescencia,
hay peligros propios de esta época de la vida: puede perderse en parte –si
no hay una lucha amorosa– la virtud de la generosidad, y abrirse paso el
egoísmo y la comodidad, que se presentan de diversas formas; por ejemplo,
cuesta más aceptar los consejos personales dirigidos a superar los defectos,
aunque se aceptan fácilmente en el plano teórico.
Los problemas en la edad adulta suelen ser más reales y objetivos que en
la juventud, tanto en el terreno familiar como en el social y profesional.
Quizá el caso más grave sea el del «adulto menor de edad». Si se diera esa
situación en la dirección espiritual, habría que mostrar al interesado la
necesidad ineludible de un trabajo serio –muchas veces bastará conseguir
esta sola meta para solucionar el problema de fondo–, y ver si existen otras
posibles causas o problemas «antiguos» –mala formación en la libertad y
responsabilidad, timidez, etc.– que hayan dado origen a ese estado anormal.
En esos casos, como siempre, para superar la situación hay que recurrir a
los medios humanos y sobrenaturales: oración, mortificación y entrega a los
demás.

4.2. Crisis que pueden presentarse

La llamada «crisis de los 30 años» suele darse cuando una persona,


pasados unos años después de abrirse paso luchando en la vida, ha
conseguido colocarse y establecerse en el lugar adecuado. De modo
general, en esta situación influye la autonomía personal definitivamente
conquistada, el choque de los ideales con la realidad presente y,
especialmente, la capacidad crítica plenamente desarrollada, que no tiene el
contraste de una autoridad o regla a la que se sometía antes. Así, puede
suceder que esa capacidad crítica se manifieste primero en la comparación
con los demás, sobrevalorando las metas alcanzadas por los compañeros de
profesión, dando lugar a la envidia o al resentimiento. También cabe la
posibilidad de una autocrítica personal, analizando y midiendo los
principios morales y sociales que antes se aceptaban. Esto puede llevar –si
se encauza rectamente– a un mayor sentido de responsabilidad, pero podría
tener también un efecto negativo.
Se ha descrito también la llamada «crisis de los 40 años». En el hombre,
si atraviesa por esta dificultad, suele ser más de carácter psicológico que
somático. En la mujer se acompaña de signos fisiológicos evidentes, aunque
también existan componentes somáticos y psíquicos. Lo ha explicado muy
bien el Beato Josemaría Escrivá: «Aparece entonces en algunas almas –no
en todas, y ni siquiera en la mayoría– lo que he llamado la mística
ojalatera: ojalá hubiese sido médico, en lugar de abogado; ojalá no me
hubiese casado, ojalá... cualquier cosa distinta a la que de hecho se tiene.
Junto a eso, un cambio de carácter, tal vez una excesiva preocupación por la
salud, la aparición de enfermedades imaginarias, una cierta pérdida de
interés por el trabajo profesional.
»En el fondo de todo, y acaso como lo más característico de ese
momento, se encuentra una actitud interior de balance: hasta entonces, y
humanamente hablando, la vida intelectual y física ha ido creciendo hacia la
madurez. De entonces en adelante se iniciará el declive humano, y se tiene
la impresión de que ese balance, al que la prudencia de la carne invita, tiene
un cierto carácter de definitivo o de irreparable» [23].
También puede producirse cierto deseo de experimentar aquello que, si
antes no se ha vivido, se tiene la seguridad de que ya no se realizará jamás.
Como consecuencia, pueden presentarse tentaciones contra la castidad, que
hasta ese momento no se habían tenido, o tentaciones antiguas, con formas
nuevas, más «retorcidas». Al lado de estos elementos, hay otros de carácter
positivo: a esa edad se adquiere un juicio más ponderado y sereno; se
juzgan los acontecimientos con más profundidad y objetividad, etc. Este
tiempo también tiene sus ventajas «porque como observa San Jerónimo
(Comentaria in Amos, II, prol.), atenuando el ímpetu de las pasiones
“acrecienta la sabiduría y da consejos más maduros”. En cierto sentido, es
la época privilegiada de aquella sabiduría que generalmente es fruto de la
experiencia» [24].
Conviene tener presente que todas esas manifestaciones negativas, no
tienen necesariamente por qué darse y, de hecho, en bastantes casos no
aparecen. En una personalidad madura y bien formada, se da una unidad e
integración de las múltiples experiencias de la vida, integración sostenida
fuertemente cuando hay equilibrio personal y un adecuado sentido
sobrenatural.

5. VEJEZ

El pastor de almas debe tener en cuenta las cuestiones señaladas


anteriormente (cfr. capítulo X, 7) y ha de procurar que el anciano descubra
sus limitaciones y posibilidades de realizarse, de dar valor y sentido a su
situación. Pero, a la vez, debe plantearse que sería necio prescindir de la
ayuda que el anciano puede proporcionar a la familia, a la sociedad, a la
Iglesia.
Si bien el cuadro de la vejez se presenta, a veces, bastante oscuro, no
siempre debería ser así, como explica Juan Pablo II: «Los ancianos ayudan
a ver los acontecimientos terrenos con más sabiduría, porque las vicisitudes
de la vida los han hecho expertos y maduros. Son depositarios de la
memoria colectiva y, por eso, intérpretes privilegiados del conjunto de
ideales y valores comunes que rigen y guían la convivencia social» [25].
Cabe, pues, un enfoque positivo. Como enseña el Beato Josemaría Escrivá,
«el cristiano, aunque sea un anciano de ochenta años, al vivir en unión con
Jesucristo, puede paladear con toda verdad las palabras que se rezan al pie
del altar: entraré al altar de Dios, del Dios que da alegría a mi juventud
(Sal 42, 4)» [26]. Ante todo hay que intentar disfrutar y sentir alegría
(jubilación) por esta situación nueva. Y para ello es necesario aceptar la
realidad, tal como es, sabiendo que no todo es negativo, sino que tiene
muchas cosas positivas. «La entrada en la tercera edad –dice Juan Pablo II–
ha de considerarse como un privilegio; y no sólo porque no todos tienen la
suerte de alcanzar esa meta, sino también y sobre todo porque éste es el
periodo de las posibilidades concretas de volver a considerar mejor el
pasado, de conocer y vivir más profundamente el misterio pascual, de
convertirse en ejemplo en la Iglesia para todo el pueblo de Dios» [27].
Dejando claro que la vejez supone una nueva etapa vital –con todos sus
matices– hay que ayudar a estas personas a enfrentarse con la inseguridad,
que ya hemos señalado. La satisfacción personal viene fundamentalmente
de la sensación de «utilidad», que se tiene cuando la persona mayor se
siente útil a la sociedad, a la familia, a las instituciones, etc. Se trata de dar
sentido a su tiempo, en tareas de solidaridad: en el campo de la enseñanza,
cuidando a otras personas, cultivando aficiones o reemprendiendo tareas de
aprendizaje.

5.1. Papel de los ancianos


La vida del anciano tiene muchos objetivos que deberían impedir la
automarginación. Si la primitiva Iglesia se valió, para la extensión del
Reino de Dios, de la colaboración de los ancianos [28], hoy ¿cuántas
instituciones (parroquias, asociaciones, etc.) podrían recibir la ayuda
preciosa de las personas de la tercera edad, en tantas tareas de apostolado,
de catequesis y de otros servicios?
El anciano puede desarrollar muchas labores, para las que antes carecía
de tiempo. Pensemos, por ejemplo, en esos voluntarios que dedican su
tiempo libre a la compañía y cuidado de los enfermos hospitalizados. Otro
tipo de actividades son las relacionadas con el arte, la cultura, sociedades de
cualquier tipo, en las que pueden colaborar. De esta manera su labor
contribuye a hacer más auténtica la palabra del salmo: «Todavía en la vejez
producen fruto, se mantienen frescos y lozanos, para anunciar lo recto que
es el Señor» (Sal 91/92, 15 ss.). Por esto, «los ancianos son muy valiosos, y
diría que indispensables, en la familia y en la sociedad. ¡Cuánta ayuda dan a
los padres jóvenes y a los pequeños con su ciencia y experiencia! Su
consejo y su acción son una ventaja para muchos grupos, donde también
ellos están insertos, y para muchas iniciativas en el ámbito de la vida
eclesial y civil. ¡Todos les debemos estar agradecidos!» [29].
Para que el anciano encuentre su sitio y su misión «es necesario que se
desarrolle en la Iglesia una pastoral para la tercera edad, en la que se insista
en el papel creativo de ella, de la enfermedad y limitación parcial, en la
reconciliación de las generaciones, en el valor de cada vida, que no termina
aquí, sino que está abierta a la resurrección y a la vida permanente. Con ello
se hará una labor eclesial y se prestará un gran servicio a la sociedad,
clarificando la escala de tantos valores humanos» [30].

5.2. La tarea de los abuelos jóvenes

Donde tiene eficacia la actividad del anciano es en su hábitat natural, en


su «nido ecológico», la familia, donde siempre ha vivido. Ellos «tienen el
carisma de romper las barreras entre las generaciones antes de que se
consoliden: ¡cuántos niños han hallado comprensión y amor en los ojos,
palabras y caricias de los ancianos! Y ¡cuánta gente mayor no ha suscrito
con agrado las palabras inspiradas “la corona de los ancianos son los hijos
de sus hijos”! (Prov 17, 6)» [31]. Los abuelos son los transmisores de las
tradiciones. Una familia sin tradiciones es una familia a merced del viento.
Si no las recibiera de generaciones pasadas, el padre y la madre tienen que
ir poco a poco creándolas y enraizándose en costumbres que den cohesión y
unidad. Los ancianos hacen de puente entre el pasado y el presente, tratando
de comunicar la sabiduría adquirida a fuerza de años, a las generaciones
jóvenes. Si los abuelos saben superar el afán por contar sus hazañas y saben
escuchar, pueden convertirse en amigos seguros. Pueden tener
conversaciones en las que los nietos se desahoguen mejor que con sus
padres; y que el consejo del abuelo sea mejor escuchado por ser menos
interesado. Pueden igualmente ser mediadores en los conflictos entre padres
e hijos. Acaban convirtiéndose en los representantes de unos valores y de
una serenidad, que éstos quizá no ven en sus padres.

5.3. Las residencias de ancianos

En casi todos los países desarrollados se observa que, cada vez, son más
los ancianos que viven solos. La solución que se ha encontrado pasa por la
figura de las residencias de ancianos. Debería, sin embargo, revisarse la
concepción de algunas residencias para personas mayores. Ante el
alargamiento de la vida, tal vez se podrían adoptar nuevas fórmulas para
que las personas más ancianas no tengan que renunciar a su autonomía. En
Dinamarca, Suecia y otros países, por ejemplo, estas residencias de
ancianos se transforman en apartamentos, que los residentes decoran a su
gusto, con sus muebles y pertenencias; así pueden invitar a la familia y a los
amigos a comer o participar en otras actividades, como si se tratase de un
apartamento «normal».
Pero el gran problema está en cómo superar el aislamiento psicológico y
la marginación familiar de los ancianos, como señala Juan Pablo II: «De
hecho, el rechazo actual del modelo familiar patriarcal, especialmente en
los países ricos, ha favorecido el creciente fenómeno de confiar el anciano a
las estructuras públicas o privadas, que, en general, a pesar de sus buenas
intenciones, no pueden ayudarle totalmente a superar la barrera del
aislamiento psicológico y sobre todo de la marginación familiar, y le privan
del calor del hogar, del interés hacia la sociedad y del amor a la vida. Es
necesario, por ello, crear estructuras de acogida que tengan cada vez más en
cuenta estas exigencias psicológicas del ser humano, de las que depende en
medida determinante la “calidad de la vida” de quien ha llegado a tal
estadio. Ello podrá ofrecer una solución “humana” al anciano que no tenga
una familia propia con la que contar, que no pueda valerse por sí mismo o
que libremente quiera confiarse a tales estructuras, considerándolas
convenientes para su propia situación» [32].
En realidad, el éxito del alojamiento en un centro residencial viene
determinado por la voluntariedad del ingreso. La residencia impuesta al
anciano suele ser fuente de conflictos y contribuye a agravar la situación de
inseguridad ya comentada. Por ello, se entienden las reservas a considerar la
residencia como «situación ideal». Decía Juan Pablo II: «Sin embargo, hay
que afirmar con fuerza que no es ésta la situación ideal. El objetivo hacia el
que hay que dirigirse es que el anciano pueda quedarse en su casa, contando
eventualmente con adecuadas formas de asistencia domiciliaria. En ello, al
esfuerzo público podrá unirse la acción del voluntariado, con la aportación
de iniciativas inspiradas por las enseñanzas de la Iglesia católica, como
también por otros movimientos religiosos y humanitarios, merecedores de
respeto y de gratitud» [33].

5.4. Saber envejecer

La vejez es un problema natural y no se «cura». La medicina no tiene


como finalidad corregir el orden natural, sino conseguir que los ancianos
vivan plena, saludable y dignamente su ancianidad. Las aguas de la «eterna
juventud» no cierran las cicatrices del tiempo, no restauran la tersura de la
piel, ni devuelven a los músculos la flexibilidad juvenil. La «eterna
juventud» es una actitud psíquica y espiritual. El hombre nunca es viejo si
considera lo que le queda de vida: toda la eternidad. Se entiende que, en una
sociedad materialista, la vejez aparezca como un destino cruel, una lenta
preparación para el definitivo acabarse. Pero cuando una persona o una
sociedad se rige por los valores del Evangelio, entonces entra en juego el
valor de la esperanza, que promete un futuro eterno y al propio tiempo sirve
al anciano de acicate para trabajar aquí con ilusión por una sociedad más
solidaria.
Como afirma Juan Pablo II, «cuando una sociedad, dejándose guiar
únicamente por el consumismo y por la eficacia divide a los hombres en
activos e inactivos y considera a éstos como ciudadanos de segunda
categoría, abandonándolos en su soledad, no puede llamarse
verdaderamente cristiana. Cuando una familia no quiere en casa a las
personas de su propia sangre de la primera y de la tercera edad, los niños y
los ancianos, y a unos ya otros los olvida de cualquier forma o modo, no
merece ciertamente el título de comunidad de amor» [34].
No se pueden olvidar el valor y las raíces espirituales que tiene el amor
cristiano y cómo habrá que poner motivos humanos y sobrenaturales en
todas las acciones, cuando las dificultades inviten a una actitud egoísta. La
fuerza hay que buscarla en la palabra de Dios: «Hijo, cuida de tu padre en la
vejez, y en su vida no le causes tristeza. Aunque haya perdido la cabeza, sé
indulgente [...] Pues el servicio hecho al padre no quedará en olvido» (Sir 3,
12-14). El cristiano debe ver al anciano incurable como un ciudadano del
Cielo, cuyo cuerpo destruido será transfigurado en un cuerpo glorioso como
el cuerpo resucitado de Cristo [35].
Bien mirada, la vejez no es la «tercera edad» ni tampoco la «última
edad», sino en todo caso la «penúltima». En relación con Dios es juventud
[36]. Y cuando se vive con sentido sobrenatural, la muerte cercana es una
cosecha para una vida perdurable.

6. DIFERENCIAS HOMBRE-MUJER EN LA TAREA


PASTORAL

Por voluntad de Dios hay dos sexos –masculino y femenino– de igual


naturaleza humana: «Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo
creó; varón y mujer los creó» (Gn 1, 27). «El hombre y la mujer están
hechos “el uno para el otro”: no que Dios los haya hecho “a medias” e
“incompletos”; los ha creado para una comunión de personas, en la que
cada uno puede ser “ayuda” para el otro, porque son a la vez iguales en
cuanto personas (“hueso de mis huesos... “) y complementarios en cuanto
masculino y femenino» [37].
En la actualidad, está admitida la igualdad de hombre y mujer, y que
ésta, de modo general, puede desempeñar, igual que el hombre, todas las
funciones sociales. La mujer tiene acceso, dado por el Creador, al dominio
del mundo: educación, conocimientos, dinero, poder, etc. Igualmente, como
señala Juan Pablo II, la mujer debe ser educada por sí misma, como el
varón, y no exclusivamente en función de ser esposa y madre. Es evidente
que el hombre y la mujer son iguales porque ambos son personas, que
participan de una misma naturaleza y de una misma misión (cfr. Gn 1, 26-
27). Pero igualdad no es uniformidad. Entender estos dos puntos, igualdad
y diferencia, es de capital importancia para manejarse en esta cuestión [38].
Si se inclina la balanza en uno u otro sentido viene el desconcierto. Por ello,
«adherirse al discurso de la diferencia no debería dejar de proclamar la
igualdad de derechos; y adherirse al discurso de la igualdad, no debería
implicar una propuesta de simple imitación y repetición de lo masculino»
[39]. Como ha explicado el Beato Josemaría Escrivá: «Desarrollo, madurez,
emancipación de la mujer, no deben significar una pretensión de igualdad –
de uniformidad– con el hombre, una imitación del modo varonil de actuar:
eso no sería un logro, sería una pérdida para la mujer: no porque sea más, o
menos que el hombre, sino porque es distinta» [40]. Por ello, como explica
Juan Pablo II, la lucha por los «derechos de la mujer» no puede conducir a
su «masculinización». «La mujer –en nombre de la liberalización del
“dominio” del hombre– no puede tender a apropiarse de las características
masculinas, en contra de su propia “originalidad femenina” [...] Por ese
camino, continúa el Papa, la mujer no lograría realizarse y podría deformar
y perder lo que constituye su riqueza esencial» [41]. Más adelante
intentaremos desarrollar cuál es esa riqueza esencial de la mujer y sus
posibles lagunas.
Pero antes, procuremos desentrañar dónde radica la diferencia entre el
ser masculino o femenino. Ya se ha recordado en el anterior capítulo que
desde el punto de vista psicológico las semejanzas son grandes y que las
diferencias son reducidas si se comparan con las enormes diferencias
individuales entre las personas, ya que hombres y mujeres comparten
básicamente los mismos o parecidos rasgos y, por lo tanto, una potencial
capacidad de subsidiaridad [42]. Por ello, actualmente, en la cultura
occidental, no parece oportuno insistir en demasía en el contraste de
características diferenciales entre hombre y mujer (lo que se llama asimetría
intersexos) ni exagerar la polarización razón-intuición, pensamiento-
sentimiento, fortaleza-debilidad, actividad-pasividad [43], autonomía-
dependencia, etc., conceptos que en otras épocas estuvieron muy presentes.
Digamos tan sólo que hay algunas características psicológicas que son más
propias de la mujer o del varón, lo que Juan Pablo II denomina «recursos
personales de la femineidad» y «recursos de la masculinidad» [44].
Naturalmente, esto no debería de llevar a formarse una idea rígida, y pensar
que siempre y de modo necesario se dan en todos los casos: son rasgos
propios, que se presentaban en cada persona con mayor o menor intensidad.
En ese sentido, en la mujer se señalan algunas características comúnmente
aceptadas: mayor facilidad para conocer a las personas, delicadeza en el
trato, generosidad, capacidad para estar en lo concreto [45], la agudeza de
ingenio, la intuición, la tenacidad, etc. [46]. Y se consideran como
aportaciones del varón: la capacidad de proyectos a largo plazo, cierta
tendencia a la racionalización, la exactitud, el dominio de las cosas y la
inclinación hacia la técnica [47]. También muestran más agresividad y
suelen ser más impulsivos.
Por encima de que estas polarizaciones radiquen más o menos en lo
biológico o en lo biográfico [48], pastoralmente hay que tener en cuenta que
caben matices en la manera de como hombres y mujeres se enfrentan con la
realidad. Es lo que se quiere expresar cuando se afirma que unos lo hacen
como hombres y otros como mujeres. En todo caso, «la mujer debe entender
su realización como persona, su dignidad y vocación [...] de acuerdo con la
riqueza de la femineidad, que recibió el día de la creación y que hereda
como expresión peculiar de la “imagen y semejanza de Dios”» [49].
De todos modos, entre ambos sexos –iguales y complementarios [50]–
hay algunas diferencias de orden fisiológico y psicológico, que conviene
tener en cuenta en la tarea pastoral. En todas las culturas, tiempos y lugares
del mundo, hombre y mujer se han diferenciado en algunas dimensiones
básicas del quehacer y del comportamiento, casi siempre ciertamente en
detrimento de la mujer. A la hora de ofrecer consejos y orientaciones, la
Teología pastoral tradicional partía de esas características diferenciales más
o menos aceptadas, que formaban parte de la reflexión del hombre sobre la
mujer, sin tener en cuenta los matices que hemos apuntado. Recogemos a
continuación algunas, aunque somos conscientes de la dificultad que existe
en la época actual para deslindar si son debidas al sexo o más bien
corresponden al papel que a la mujer le ha tocado desempeñar en una
sociedad determinada [51].
– En cuanto al modo de considerar el mundo, se ha dicho que la mujer
tiende más a la subjetividad; es más apasionada y emotiva que el varón, y
como tiene una gran capacidad para fijarse y aquilatar el detalle concreto,
puede caer con más facilidad en susceptibilidades: en ese sentido, hay cosas
que quizá afectan poco a un hombre y, en cambio, tienen más resonancia en
la mujer. Por eso, éstas tienen más facilidad para dejarse llevar por
apasionamientos poco objetivos, que pueden deformar la realidad.
– La mujer suele afrontar el dolor con más madurez [52], tiene gran
capacidad para la renuncia. Mejor habría que decir que la mujer es fuerte
por la conciencia de que Dios «le confía de un modo especial el hombre, es
decir, el ser humano. Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a
todos y cada uno. Sin embargo, esta entrega se refiere especialmente a la
mujer –sobre todo en razón de su femineidad– y ello decide principalmente
su vocación» [53].
– La mujer tiende más a la interiorización, en el sentido de que presta
mayor atención a su propia persona, a sí misma, sin que esto sea
necesariamente una muestra de egoísmo: las cartas, los diarios íntimos, etc.,
son manifestación de esa tendencia. Bajo este aspecto encontramos que el
hombre habla más de lo que va a hacer, de sus planes y trabajos; la mujer,
en cambio, suele tener como tema más preferente a sí misma; el hombre –
según los casos– puede buscar el aplauso como reconocimiento de lo que ha
hecho; la mujer, como reconocimiento del servicio prestado y no tanto de la
obra misma realizada.
– Otra característica del modo de ser femenino es preocuparse más que el
hombre del juicio de los demás por lo que se refiere a su porte externo.
– En cuanto a la emotividad [54], se suelen señalar en las mujeres las
siguientes características:
a) predominio de lo afectivo e intuitivo sobre lo racional, del corazón
sobre la cabeza;
b) tendencia a lo concreto, que lleva a la observación minuciosa, a ser
más detallista; se ha dicho, gráficamente, que el hombre «ve lo que hay»; la
mujer nota «lo que falta»;
c) sensibilidad más acusada, que puede llegar a complicar asuntos en sí
intrascendentes, y a hacer montañas de pequeñeces. Esta sensibilidad, sin
embargo, rectamente entendida y vivida, otorga a la mujer lo que el Papa
Juan Pablo II llama «la defensa del ser humano» [55]. Por lo demás, no
faltan hombres hipersensibles y con gran tendencia a la complicación. De
nuevo, deslindar lo que corresponde al sexo y al género resulta difícil;
d) en general, a la mujer le resulta más difícil que al varón ser
anímicamente estable, en criterios y sentimientos; en ocasiones, este rasgo
depende de la educación recibida: no es raro que al varón, desde la infancia,
le enseñen a dominar las pequeñas emociones de miedo, nerviosismo,
enfado, etc. Cuando a la mujer se la eduque con los mismos patrones,
probablemente el resultado será el mismo que en el varón;
– En cuanto a los hábitos cognoscitivos, el pensamiento de la mujer es
más analítico y concreto que el del hombre; suele captar mejor los detalles y
ser más intuitiva; tiene más facilidad para encontrar la solución a un
problema, sin muchos razonamientos.
– Con referencia a la voluntad, la mujer, por lo general, tiene más sentido
de lo práctico, de lo seguro, de lo que ya está comprobado por la
experiencia. Le cuesta más cambiar, buscar nuevas fórmulas; su elección se
basa muchas veces en cosas pequeñas. Se habla también de cierta tendencia
natural a la aceptación que, en la práctica, puede traducirse en un menor
espíritu de iniciativa que el hombre. «El hombre siempre vuelve, la mujer
espera», dice un proverbio bosquimano [56].
– Por lo que se refiere a la dirección espiritual, será bueno conocer esas
características peculiares –con todas las salvedades que hemos
mencionado– para obrar con mayor prudencia en determinadas situaciones;
así por ejemplo, no habría que dejarse sorprender ni por la emotividad ni
por la mayor capacidad de relato de las mujeres, que se suele calificar como
locuacidad femenina. Conviene mantener la serenidad ante problemas que,
a primera vista, puedan dar la impresión de gravedad y luego resultan
intranscendentes. En esas situaciones, hay que ayudarlas a que manifiesten
las cosas con objetividad y claridad, escuchándolas, sin interrumpir su
discurso y sin pretender dar soluciones inmediatas. Dentro de la mayor
comprensión y respeto, conviene mantener en todos esos casos una actitud
de exigencia; a la vez que se anima, con consejos muy sobrenaturales, él las
personas que presentan esas situaciones momentáneas [57].
– Cuando la atención pastoral se dirige a varones, habrá que tener en
cuenta, como es obvio, los rasgos característicos que corresponden al modo
masculino de obrar; habrá que moderar su tendencia a la agresividad o su
afán competitivo, o inculcarles manifestaciones de afecto o de ternura en su
vida familiar, etc. Quizá en la dirección espiritual, se les puede hablar con
más fortaleza, más directamente [58].
En cualquier, caso no parece adecuado aferrarse a esquemas
excesivamente estrechos cuando la situación del mundo actual busca una
redefinición de los valores de género, donde ser hombre o mujer no pasa
por la identificación con esquemas excesivamente rígidos. Tal vez muchas
de las características «masculinas» o «femeninas» con las que
frecuentemente nos movemos no son tanto consecuencia de la diversidad
sexual, sino de los papeles que históricamente les ha tocado asumir a cada
género.

7. AFECTIVIDAD EN EL CELIBATO

Se denomina afectividad a la capacidad que tiene la persona de


experimentar íntimamente las relaciones con los que le rodean y, también,
la de experimentarse a sí mismo, convirtiendo en experiencia interna
cualquier contenido de su conciencia. Como especies concretas de la
afectividad se señalan: las emociones, los afectos, los estados de ánimo y
los sentimientos, conceptos ligeramente distintos, pero difíciles de separar
porque mantienen entre sí contornos difusos.
En el amor humano se suelen distinguir hasta cinco categorías: el amor
filial, el amor fraterno (que se dirige a la otra persona reconociéndola como
igual), el amor paternal (que reconoce al otro como hijo), el amor de
amistad (humano y espiritual, sereno y expansivo) y el amor conyugal
(erótico-sexual) [59]. Pues bien, excluido este último –por la entrega del
corazón que se ha hecho a Dios–, las otras cuatro categorías de amor caben
también en el hombre o mujer que viven el celibato.
Es decir, en la vida de la persona célibe propter Regnum coelorum, como
en la de cualquier otra persona, existe un sustrato afectivo. Como él
cualquier cristiano, a él también están dirigidas aquellas palabras del
Decálogo: «amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón (Dt 6, 5)...» [60].
El célibe (sea sacerdote, religioso/a, consagrado, persona entregada a
Dios en una vocación laical), efectivamente ha elegido el amor a Dios por
encima de un amor humano, pero no deja de tener corazón y capacidad
afectiva. El corazón humano, hablando en términos psicológicos, está hecho
para amar, y como por vocación divina no se ha entregado con exclusividad
a una criatura deberá satisfacer esta necesidad con el amor a Dios y al
prójimo; de otro modo, podría convertirse en una afectividad seca y vacía
[61].
Por eso, cuando se habla del problema afectivo de los sacerdotes (y por
extensión, de todos los que viven el celibato) y se exageran los problemas
de soledad [62], de incomprensión, en que éstos pueden incurrir, se
pretende insinuar que el celibato impediría la realización plena de la
personalidad. Pero esto sólo sería cierto si en tales casos el celibato fuese
vivido como un «tributo» que se paga al Señor, para acceder a las Órdenes
sagradas [63]. Porque ese celibato «impuesto» no sería verdadero [64]. El
celibato, en su núcleo más sustantivo, es una opción profunda hecha por
una persona madura; si se vive plenamente, no es una disminución de la
capacidad de amar, sino una forma más pura, más libre de intereses
personales [65].
Esto nos lleva a plantear una cuestión discutida, la de si es posible o
hasta qué punto y en qué medida, cabe expresar la vida afectiva en personas
del otro sexo [66]. Algunos han llegado incluso a aconsejar que el
seminarista o el sacerdote busquen la amistad de alguna mujer –
permaneciendo en un plano estrictamente espiritual, se entiende– para
favorecer así su integración afectiva. Aunque tal tipo de amistad sea posible
en algunos casos, y buena muestra de ello en la Iglesia, son los ejemplos de
amistad entre algunos santos y santas, como San Francisco de Asís y Santa
Clara; Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz [67]; San Francisco de
Sales y Santa Juana Francisca Fremiot de Chantal [68], etc., eso no justifica
–nos parece– la adopción indiscriminada de semejante norma de conducta.
Es cierto que la situación del mundo actual facilita mucho más el trato de la
persona célibe con las del otro sexo. Pero ese trato debe enmarcarse
únicamente en un esquema de relación paterno-materna, filial, fraterna o de
amistad. Sin embargo, «habrá que poner atención para que las relaciones
fraternas no se conviertan en otra cosa y, de una amistad que parecía única y
especial por la mutua comunicación de la experiencia de Dios, se pase a una
amistad tan normal como la de un sucedáneo de pre-noviazgo. Una relación
no es fraterna ni sana cuando en cualquier aspecto, coarta la libertad o crea
dependencia» [69]. Es decir, una amistad humana de este género puede
correr el riesgo de desembocar, antes o después, en un amor humano,
incompatible con el celibato, y puede convertirse –aun confiando en una
originaria rectitud de intención por ambas partes– en una ocasión próxima
de pecado. El corazón indiviso [70] de aquel que escoge el celibato por
amor de Dios y de las almas no consiente, por otra parte, estas
«integraciones» afectivas que algunos proponen [71].
Sólo con un ferviente amor de Dios, y con la ayuda fraterna de sus
hermanos en el presbiterio, los sacerdotes estarán en condiciones de
corresponder «con espíritu siempre joven y generosidad cada vez mayor a
la gracia de la vocación divina que recibieron y para saber prevenir, con
prudencia y prontitud, las posibles crisis espirituales y humanas a que
fácilmente pueden dar lugar muchos factores diversos: la soledad, las
dificultades del ambiente, la indiferencia, la aparente falta de eficacia en su
labor, la rutina, el cansancio, la despreocupación por mantener y
perfeccionar su formación intelectual y hasta –es el origen profundo de las
crisis de obediencia y de unidad– la poca visión sobrenatural de las
relaciones con el propio Ordinario, e incluso con sus demás hermanos en el
sacerdocio» [72]. Así lo formuló, por ejemplo, el Sínodo de Obispos de
1971, que –con palabras que más tarde recogía Juan Pablo II– consideró
que las dificultades actuales son superables, si se promueven las
«condiciones aptas, es decir: el incremento de la vida interior mediante la
oración, la abnegación, la caridad ardiente hacia Dios y hacia el prójimo, y
los demás medios de la vida espiritual; el equilibrio humano mediante la
ordenada incorporación al campo complejo de las relaciones sociales; el
trato fraterno y los contactos con los otros presbíteros y con el obispo,
adaptando mejor para ello las estructuras pastorales y también con la ayuda
de la comunidad de los fieles» [73].
En conclusión: «el celibato es una posibilidad para una naturaleza bien
constituida, pero no puede observarse con la ayuda de las solas fuerzas
naturales: Acertadamente, lo señala San Agustín: “N o tenía experiencia
aún y creía que la continencia se conseguía con las propias fuerzas, las
cuales echaba de menos en mí, siendo tan necio que no sabía lo que está
escrito: nadie es continente si tú no se lo dieres (Sab 8, 21). Lo cual
ciertamente me lo dieras si llamase a tus oídos con gemidos interiores y con
toda la confianza arrojase en ti mi cuidado» [74].
Por eso, además de inculcar en los futuros candidatos (en los seminarios,
noviciados, etc.) una vida ascética intensa, se requiere en los formadores un
maduro equilibrio en la tarea de iniciarles en la aventura transfigurante de
toda la afectividad: «Será preciso no sofocar, sino sublimar el romanticismo
juvenil; no reprimir, sino dilatar el ímpetu de la afectividad; no ocultar, sino
revelar horizontes con sus valores incomparables y con sus exigencias de
renuncias. Enseñar a “tener corazón” superando el egoísmo» [75].
Conscientes de que, con palabras del mismo autor, aunque «la sublimación
auténtica de toda la esfera sexual es efecto en primer lugar de la gracia de
Dios; requiere también una educación psicológica en la cual la colaboración
del sujeto es enteramente insustituible» [76]. Éste es el motivo por el que
hemos tratado aquí de esta cuestión.

BIBLIOGRAFÍA

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VILADRICH, P.J., La palabra de la mujer, Rialp, Madrid 2000.
CAPÍTULO XII
PASTORAL PSIQUIÁTRICA

Conviene a los agentes de pastoral tener algunos conocimientos sobre las


diferentes patologías de la vida psíquica, no porque competa a ellos mismos
la curación de los enfermos mentales, sino para ser capaces de apreciar
mejor la repercusión de esas alteraciones en la vida espiritual. Así podrán
colaborar en alguna medida con los médicos.
A continuación, después de mencionar las tendencias doctrinales o
escuelas psicopatológicas más importantes de nuestra época, se describen
las enfermedades psiquiátricas más frecuentes. El capítulo termina con
algunas consideraciones pastorales.

1. TENDENCIAS DOCTRINALES EN LA PSIQUIATRÍA


ACTUAL (Dr. Salvador Cervera)

Como la mayor parte de las anomalías psíquicas no son explicables –al


menos, en el estado actual de la ciencia psiquiátrica– como un simple
trastorno orgánico, ni tampoco el tratamiento farmacológico resuelve todos
los problemas, se han propuesto diversas interpretaciones teóricas, más o
menos ligadas a un procedimiento terapéutico. En la formulación de esas
interpretaciones desempeña un papel importante la inicial concepción
filosófica que se tenga sobre el hombre. Es decir, los conocimientos
obtenidos por el progreso científico son organizados, completados e
interpretados, según la concepción antropológica de cada escuela
psiquiátrica. De ahí que, además de escuelas psicológicas y terapéuticas, se
pueda hablar de tendencias doctrinales en la Psiquiatría, que pueden
reducirse a las siguientes: biológicas, psicodinámicas o psicoanalíticas,
conductistas, sociogénicas y fenomenológicas.
Interesa señalar que en el modo de enfermar con trastorno mental existen
numerosas componentes de tipo biológico, psicológico y biográfico –el
pasado del enfermo–, así como unas condiciones culturales o sociales. Esto,
de por sí, pone en guardia contra la inclinación a utilizar una sola de esas
tendencias de interpretación del enfermar mental. Mucho más cuando se da
el caso –especialmente las escuelas psicoanalíticas y conductistas– de que
presentan sus interpretaciones excluyendo a priori otras posturas, y, lo que
es peor, suplen sus deficiencias con planteamientos teóricos sin fundamento
científico.
Analizamos a continuación estas diversas tendencias o escuelas.

1.1. Tendencias biológicas

La Psiquiatría biológica interpreta los trastornos mentales como


consecuencia de una actividad neuronal y bioquímica anómala. Es decir, la
enfermedad mental es considerada como resultante de un concreto trastorno
biológico cerebral, genético, metabólico, endocrino, traumático o
infeccioso. Este planteamiento ha encontrado defensores y detractores. En
la actualidad, los modernos conocimientos sobre los mecanismos
hereditarios, los avances realizados en los últimos años en el campo de la
neurociencia y de la psicofarmacología, han contribuido notablemente a que
estas teorías adquieran una relevancia significativa.
Hay, en efecto, datos científicos que corroboran algunas de las
afirmaciones de los biologistas. Por ejemplo, resulta evidente que una serie
de anomalías cromosómicas son las determinantes de ciertos trastornos
psíquicos observados en la enfermedad de Turner o en el síndrome de
Down (mongolismo), etc.
Esta área de investigación –en oposición sobre todo al psicoanálisis–
parte de que la Psiquiatría es una rama de la Medicina, y sólo debe utilizar
metodología científica actualizada. Se procura delimitar claramente la
enfermedad y la normalidad. La enfermedad mental no es un «mito», sino
que es misión de la psiquiatría científica investigar las causas de las
diferentes enfermedades mentales, el diagnóstico y su tratamiento. Esto
presenta la ventaja de alejar de la psiquiatría los planteamientos ideológicos
pseudocientíficos.
Sin embargo, afirmar que todo trastorno psíquico depende
necesariamente de un factor biológico no sólo es exagerado, sino también
erróneo, porque todo ser viviente se desarrolla según dos parámetros: lo
heredado y lo adquirido. Y ambos se complementan de tal manera que, si
bien cada uno de ellos, aisladamente, representa un papel importante en la
forma de ser del individuo, las disposiciones biológicas pueden resultar en
ambos casos sustancialmente modificadas por los factores ambientales. Por
otra parte, la aplicación exclusiva de este modelo entraña serias dificultades
en psiquiatría, porque no siempre puede explicarse biológicamente un
síntoma. Resulta útil en el campo de las esquizofrenias y algunas
depresiones, pero fracasa cuando se trata de neurosis o diferentes trastornos
de la personalidad.
El planteamiento biológico es perfectamente compatible con una visión
integral del hombre, aunque algunos de los que pertenecen a esta escuela
nieguen la existencia del alma. Ese error no depende de su postura como
psiquiatras, sino de un prejuicio anterior de reduccionismo materialista.
Por eso, en principio, la Psiquiatría biológica tiene unos presupuestos
doctrinales plenamente aceptables, pues investiga las causas de la
enfermedad según el criterio que impera en el resto de la medicina respecto
a la base orgánica de las lesiones. Sin embargo, se observan algunos
criterios que, sin ser apriorísticos, pueden ocasionar algunos perjuicios. El
primero de ellos es la utilización desmesurada de los fármacos como único
medio de tratamiento. Esto puede producir un estado de sedación que aleja
la presencia del conflicto, que puede no tener base orgánica. En segundo
lugar, esta tendencia establece como única fuente de conocimiento del
trastorno la observación clínica o experimental, olvidando que también la
psiquiatría necesita de la investigación doctrinal; pues el ser humano no es
solamente un organismo.
1.2. Tendencias psicodinámicas o psicoanalíticas

Los trastornos mentales son originados, según estas tendencias, por


procesos inconscientes que defienden a la persona contra la ansiedad y los
conflictos psíquicos. Los síntomas que aparecen son resultado de los
mecanismos de defensa para anular la ansiedad. Es decir, se sustituyen los
factores biológicos por los psíquicos. En términos generales, se admite que
la angustia es la consecuencia psicológica de una reacción desadaptada, y
acontece cuando la seguridad básica del individuo está amenazada por un
acontecimiento intra o extrapsíquico.
El primer y principal representante de las tendencias psicodinámicas fue
Sigmundo Freud (1856-1939), fundador del Psicoanálisis. Con este nombre
se entiende, según el propio Freud, un método de investigación de procesos
psíquicos apenas accesible de otro modo; un método terapéutico de
perturbaciones neuróticas y una serie de conocimientos adquiridos de esas
dos maneras, que llegan a constituir una disciplina científica. Freud elabora
una imagen del hombre basada en el materialismo positivista de la época.
La psique es concebida como un aparato mecánico con elementos
constituyentes –el yo, el superyo, el ello–, con regiones –el consciente y el
subconsciente– y con fuerzas que se desarrollan, se transforman, se
reprimen o se descargan. En Freud, todas esas fuerzas se reducen a una
sola: la libido o energía sexual, que busca su satisfacción o descarga según
el principio de placer, y cuyas alteraciones constituirán la causa de los
trastornos o disfunciones del aparato psíquico. Los psicoanalistas dan
mucha importancia a las experiencias infantiles y ponen en ellas –en cuanto
que alteran la evolución de la tendencia sexual– la causa de los trastornos
de la vida adulta.
Ya desde una perspectiva experimental se pone de manifiesto cuanto de
artificial hay en esta concepción del psiquismo. Por eso, este modelo
freudiano ha experimentado múltiples correcciones a lo largo de los años,
que se pueden agrupar en las siguientes:
a) Teoría de la deficiencia adaptativa. Se mantiene la importancia dada
al instinto sexual, pero se agregan otros instintos, llamados constructivos,
que permiten al individuo un desarrollo armónico de la personalidad. Sus
principales representantes son Hartman, Rapaport y Erikson (1902-1994).
Los trastornos no son consecuencia de los conflictos instintivos, sino del
fracaso de las capacidades constructivas debido a una inadecuada
estimulación ambiental.
b) Teoría de la deprivación del objeto. Se mantiene también el énfasis en
el instinto, pero se sustituye lo sexual por otros instintos que promueven la
relación social, de forma que cuando una persona se ve privada de esa
relación, se originan modificaciones patológicas. Uno de los principales
representantes de esta teoría es Carl Jung (1875-1961) con su concepto de
inconsciente colectivo.
c) Teoría de la ansiedad interpersonal. Entre los representantes más
cualificados figuran H. S. Sullivan (1892-1949) y Karen Horney (1885-
1952) y también uno de los principales disidentes de la interpretación
freudiana: Alfred Adler (1870-1937). Mantienen que el principio de los
determinantes fundamentales de la patología no procede de las propiedades
biológicas de los instintos, sino de las actitudes que el sujeto adopte en su
relación con los otros. No son partidarios de la idea de Freud, de que la
patología del adulto debe entenderse solamente en función de las
dificultades de la libido infantil, y reducen la importancia del inconsciente
prestando gran interés a las actitudes conscientes del individuo.
Pese a las pretensiones de algunos sectores de la psiquiatría, los modelos
psicoanalíticos son de escasa validez científica. Uno de sus defectos
fundamentales es la valoración de las observaciones según esquemas ya
elaborados, con lo cual se deja de hacer ciencia. El mismo Freud reconoce
que apela a otras cosas que no son la estricta observación, subordinando
ésta a las ideas preconcebidas. Cada autor establece sus propios modelos,
que adopta dogmáticamente, construyendo hipótesis de hipótesis. Además,
aunque el método psicoanalítico se construyó como medio de indagar los
procesos psíquicos y como procedimiento terapéutico de ciertos trastornos
(neurosis), a partir de dichos conocimientos se elaboró una teoría del
psiquismo normal y un estilo psicoanalítico de actuar, tanto a nivel
individual como social.
En cuanto a los serios errores doctrinales, se puede decir que los dos
motores sustanciales del psicoanálisis son el determinismo psicológico y la
espontánea satisfacción de las tendencias biológicas, que reducen a la
persona a un ser privado de libertad. Además, desde una perspectiva
netamente psicológica, resulta incomprensible que la patología psíquica del
adulto sea consecuencia de una alteración del desarrollo de la tendencia
sexual.
Esta escuela ha ejercido cierto atractivo para quien parte de una
concepción espiritual del hombre, en cuanto que aparentemente es posible
aprovechar alguna de sus observaciones y conceptos. Pero eso exige una
redefinición total y a fondo de los conceptos psicodinámicos, que algunos
autores han conseguido realizar con éxito, por ejemplo, Rudolf Allers y
Viktor Frankl (1905-1997).

1.3. Tendencias conductistas

La aplicación de los principios del aprendizaje y de la psicología


experimental al estudio y tratamiento de la enfermedad mental, ha sido una
revolución reciente en el campo de la Psiquiatría, aunque la escuela
conductista se inició a principios de siglo con J.B. Watson (1878-1958). En
la actualidad, algunos han abandonado, en parte, las posturas reduccionistas
y excluyentes que caracterizaron en un principio a los seguidores de este
enfoque.
Esta teoría se basa esencialmente en el condicionamiento clásico de I.
Paulov (1849-1936) y en el condicionamiento instrumental u operante de
Skinner (1904-). El primero se utiliza para obtener respuestas simples; el
instrumental, enriquecido con las investigaciones de V.M. Bechterev y E.L.
Thorndike (1874-1949), considera la conducta del individuo como
instrumento para obtener una recompensa o evitar un castigo.
Según los principios conductistas, la patología psíquica es un complejo
modelo de respuestas aprendidas de forma incorrecta. Es una consecuencia
del principio de que el comportamiento del individuo es un conjunto de
reacciones establecidas según las leyes del aprendizaje. Así, enfermo
mental es aquel que ha fallado en el aprendizaje de habilidades y actitudes
sociales para su eficaz desenvolvimiento en el grupo al que pertenece. Otros
autores (Ullman, Krasner) definen que una conducta es patológica según la
sociedad en que está situado el individuo y, por lo tanto el concepto de
enfermedad mental depende de la cultura que se considere.
En la actualidad, los modernos psicólogos conductistas han desarrollado
toda una serie de técnicas para modificar las conductas consideradas
patológicas. Su tratamiento consiste en la sustitución de un aprendizaje por
otro, proporcionando los hábitos que falten y estableciendo las
discriminaciones necesarias para evitar la aparición de conflictos. Destacan
las aportaciones clínicas de Joseph Wolpe y más recientemente la obra de
Albert Bandura, que marca el abismo existente entre las formas de
aprendizaje animal y las del hombre.
Finalmente, B.F. Skinner [1] y su escuela prefieren considerar todos los
trastornos como un simple producto del medio ambiente que actúa mediante
refuerzos sobre el individuo. Los refuerzos ambientales configurarían las
posibilidades de conducta; y las diferencias entre conducta adaptada y
desadaptada serían consecuencia únicamente de los distintos modelos de
refuerzo a los que el individuo está expuesto. Es decir, toda conducta se
reduce a un único principio: el del condicionamiento.
Por lo que se refiere a la reducción de la conducta humana a una suma o
asociación de movimientos reflejos, hay que exponer lo siguiente:
a) Un análisis más preciso de las peculiaridades de la acción humana
demuestra que ésta tiene rasgos independientes y completamente distintos
de los reflejos. Así, son rasgos esenciales de la acción los siguientes: la
intencionalidad o la realización en el mundo de una meta tendencial; la
respuesta ante una situación y no como el reflejo, que es simple respuesta a
un estímulo; la respuesta de la totalidad psicosomática y no una simple
suma de movimientos reflejos.
b) Es más: desde un punto de vista evolutivo, la primera forma de
comportamiento activo, en el cual tiene lugar una utilización del medio
circundante, no es la del acto reflejo, sino la de la acción instintiva, cuyos
rasgos esenciales son los siguientes: adecuación finalista biológica o
adaptación al servicio de conservación de la vida; innato o heredado, forma
de carácter relativamente estereotipado. Estos rasgos se dan también en el
movimiento reflejo, pero mientras que la acción instintiva es respuesta del
sujeto psicobiológico a una situación que es vivenciada globalmente, los
movimientos reflejos son reacciones parciales del organismo a estímulos
aislados. Además, si las acciones instintivas fueran sólo una suma de
reflejos, no se comprendería por qué el hombre dispone de muchísimos
menos actos instintivos que el animal.
c) En fin, otro tipo de comportamiento activo lo constituyen las acciones
experienciales en las que, dependiendo del resultado positivo o negativo de
un determinado comportamiento con el que se reacciona ante una situación,
se establece o no un enlace asociativo entre la percepción de la situación y
dicho comportamiento. Así, analizando diversas experiencias, se establecen
formas de comportamiento humano que llamamos experienciales. A través
de la psicología comparada, se puede afirmar que el comportamiento
humano se basa mucho más en acciones experienciales que el del animal,
precisamente por ser el hombre más pobre que aquél en comportamientos
instintivos.
En cuanto a la función que desempeñaría el aprendizaje, el
planteamiento de las llamadas psicologías objetivas o positivas (de
tendencia conductista) encierra dos criterios fundamentales:
a) La convicción de que las diferencias en el modo de ser del hombre y
del animal no son cualitativas o sustanciales, sino únicamente debidas a la
diferente plasticidad de los elementos constitutivos de la acción
experiencial; por eso ni siquiera se plantean la duda sobre si los resultados
de la experimentación animal pueden aplicarse sin más a los hombres. Ante
esto, hay que decir que la conducta humana se distingue cualitativamente de
la del animal por estar basada en una motivación valorativa (valores
científicos, religiosos, éticos, políticos, etc.) y tener una vivencia de libertad
y una estructura racional. El aspecto valorativo del comportamiento
humano se traduce en un proyecto de realización existencial en una forma
de vida. Su racionalidad, se manifiesta en un sistema coherente de acciones
realizables y acciones adaptativas dirigidas a obtener determinados
objetivos. La libertad de la conducta humana se ejerce especialmente en el
acto de elección entre las tendencias y motivos presentes, lo que promueve,
consecuentemente, la pauta de conducta a seguir. Los valores, la
racionalidad y la libertad son elementos específicos constitutivos de la
conducta humana.
b) El segundo criterio establece como única fuente del conocimiento
humano la observación de su actividad personal, excluyendo toda
consideración acerca de los fenómenos del acontecer interior (vivencias).
Esto proporciona una perspectiva deformante y reductiva de la personalidad
humana, pues se minimizan los sentimientos, fantasías y la gran densidad y
riqueza de las causas motivas humanas, así como la posibilidad de adoptar
una actitud ante ellas.
En resumen, el modelo conductista, y la aproximación que establece del
aprendizaje como única forma de conducta, reduce al hombre a un conjunto
complejo de respuestas adquiridas que se derivan de una relación
mecanicista con el ambiente. Esta perspectiva es muy estrecha y tiende a
excluir las influencias de otros modelos interpretativos y, lo que es más
importante, rechaza la experiencia subjetiva y la posibilidad de cada
persona para un desarrollo más pleno y cualificado.
En cuanto a la praxis psiquiátrica, la metodología conductista, al enfocar
la terapia como el aprendizaje de un modo de comportarse, a veces propone
planteamientos contrarios a la moral; sobre todo en el campo de los
trastornos sexuales.

1.4. Tendencias sociogénicas

Según estas tendencias, sería una determinada estructura social la que


origina la enfermedad mental: ésta no sería, pues, más que un producto
artificial de la cultura. Las tendencias psiquiátricas apoyadas en este
planteamiento vienen a constituir lo que desde Cooper se ha llamado
antipsiquiatría. Pero también se podría llamar antimedicina, pues reduce
una disciplina clínica a un mero análisis social y político. Se han
establecido tres grandes enfoques, que constituirían las bases sociogénicas
del enfermar mental:
a) Enfoque familiar. A partir de los estudios de algunas familias
esquizofrénicas y de los análisis de la comunicación humana de la Escuela
de Palo Alto en California, se llega a afirmar que el grupo familiar es capaz
de determinar modalidades de enfermar mental. Su principal representante
es el psiquiatra británico Ronal Laing (1927-1989), quien aglutina ideas
provenientes del psicoanálisis, de la filosofía existencial, de la ideología
marxista y de la sociología. Sin embargo, su planteamiento ha sufrido
múltiples correcciones que contradicen o reducen su postura.
b) Enfoque político. La enfermedad mental, aunque se da en un
individuo, es un síntoma de la enfermedad social por las contradicciones de
la estructura social en que aparece. Basaglia y Cooper, partiendo de la obra
de Marx, hablan de una manera radical de luchas de las fuerzas sociales
contra la opresión psiquiátrica, acusando incluso al psicoanálisis de estar al
servicio de la ideología burguesa. Los principios que promueve este
movimiento vienen expresados en el texto de su constitución: «Las luchas
concernientes a la salud mental deben insertarse en el conjunto de luchas de
los trabajadores por la defensa de la salud y en forma coordinada con todas
las luchas de las fuerzas sociales y políticas por la transformación de la
sociedad [...], la locura es la expresión de las contradicciones sociales
contra las que debemos luchar como tales. Sin transformación de la
sociedad no hay posibilidad de una psiquiatría mejor, sino sólo de una
psiquiatría opresora».
c) Enfoque ético-sociológico. Basándose también en ciertos abusos, se
critica todo el sistema psiquiátrico llegando a negar la existencia de la
enfermedad mental, que sería un producto de la cultura y de la sociedad que
crea mitos y conductas que se consideran anormales, pero que no lo son.
Sus fundamentos parecen ser principios humanitarios liberales. Critican la
psiquiatrización de la vida y el poder del psiquiatra, que con su ciencia
decide quién está enfermo y quién no. El principal representante de este
enfoque es T. Szasz.
Es difícil hacer una valoración global de tendencias no uniformes, pero
puede decirse que, normalmente, las tendencias sociogénicas se basan en la
crítica radical izada de los abusos de otras corrientes, sin aportar soluciones.
Tienden a exagerar la influencia del contexto social –familiar, político– en
el origen y precipitación de la enfermedad mental (reduccionismo
sociológico), pretendiendo la mejoría del paciente a través del
«tratamiento» de las estructuras. Su postulado fundamental es: la
enfermedad mental no es sino una superestructura de una sociedad injusta y
opresora. No cabe duda de que los padres, los gobiernos y las diversas
instituciones tienen una influencia (y una responsabilidad) sobre las
personas a su cargo; esto, en realidad, ya está muy estudiado por la
psicología social. Pero, aparte de que es médicamente innegable que existen
otros factores en el enfermar psíquico, carece de rigor científico y, por lo
tanto, es reprobable moralmente proponer la acción terapéutica como una
«lucha» de corte marxista contra las instituciones.
En particular, respecto al enfoque familiar, puede decirse que los autores
han captado ciertas actitudes y relaciones de los padres respecto a los hijos
que pueden potenciar, condicionar o estimular la enfermedad mental. Sus
estudios se han basado en pacientes esquizofrénicos y sus familias; pero,
después, los han generalizado a todo tipo de trastorno mental que, por otra
parte, no distinguen suficientemente de la esquizofrenia. Que el influjo de la
familia en la enfermedad mental sea analizado desde el ente abstracto
«dinámica familiar», puede tener su sentido, ya que en la relación con el
hijo enfermo, fácilmente se ponen de manifiesto las posibles alteraciones de
la personalidad de los padres, y desde ahí se puede abordar más fácilmente
una terapéutica. Sin embargo, es absolutamente inaceptable la conclusión
de reforma radical de la institución familiar propugnada por R. Laing [2], y
por Cooper [3], que implica un burdo sofisma; semejante a decir: como hay
accidentes de tráfico, los coches no sirven.
En el enfoque político, partiendo de algunos abusos que se han dado en
instituciones psiquiátricas y de alguna orientación terapéutica y asistencial
despersonalizada, resulta patente que es pura demagogia arremeter contra la
«represión» de las estructuras. Aunque algunos autores de esta tendencia
han puesto de manifiesto la contribución del factor sociocultural en algunos
trastornos psíquicos como la esquizofrenia, sus métodos terapéuticos son
ambiguos: técnicas de estilo oriental según Laing y Cooper (meditación,
yoga, etc.), contracultural (LSD), comunidades o centros de crisis según
Berke y Morton Schatzman. Además, en su empleo se atenta contra la
dignidad humana (del paciente y del terapeuta) y no se respeta la intimidad
ni el pudor. En general, se oponen al uso de fármacos.
En el enfoque ético-social, hay ideas y principios válidos, como el
respeto a la persona del paciente y a sus creencias, la actitud de servicio del
terapeuta, etc. Sin embargo, como ocurre con las demás corrientes
sociogénicas, sus métodos de denuncia son sólo destructivos y
sensacionalistas, y dan lugar a actitudes de recelo indiscriminado hacia los
profesionales de la psiquiatría. Por otra parte, negar la existencia de la
enfermedad mental es una radicalización ideológica carente de sentido, en
la que puede verse una honda equivocación sobre la naturaleza humana
(«todo es normal»).

1.5. Tendencias fenomenológicas

De las diversas formas de concebir y aplicar el método fenomenológico –


iniciado en filosofía por E. Husserl– al análisis de las enfermedades
mentales, se han derivado tres tendencias psiquiátricas principales:
a) Fenomenología descriptiva, representada sobre todo por Karl Jaspers
(1883-1969), para quien la utilidad de la fenomenología estriba en
presentarnos intuitivamente los estados psíquicos de los enfermos,
delimitándolos y distinguiéndolos lo más estrictamente posible. Para
conseguirlo, parte de autodescripciones provocadas en los enfermos; toda
su obra se basa en la contemplación de las vivencias del enfermo. Jaspers
está influido por la distinción que hizo Dilthey entre comprender y explicar.
Lo primero establece conexiones de sentido, mientras que lo segundo sólo
relaciones causales. Así, para Jaspers, un acontecimiento psíquico es
comprensible cuando tiene un sentido, una conexión con la vida psíquica
actual del individuo y con el desarrollo biográfico del sujeto. Su aportación
fundamental estriba en haber elaborado una psicología comprensiva.
b) Fenomenología genético-estructural, representada por Minkowsky y
Von Gebsattel. Según esta tendencia, los fenómenos no sólo nos
proporcionan datos, sino también mutuas conexiones e interrelaciones. Se
alejan así de la pura descripción y, a partir de una determinada estructura,
establecen hipótesis o teorías explicativas.
c) Finalmente, la fenomenología existencial –representada sobre todo por
Binswanger y Boss– intenta también una comprensión de la vida psíquica a
partir de una determinada estructura. Se describe la existencia del enfermo
psíquico formando una unidad con el mundo («ser-en-el-mundo» en sentido
heideggeriano). La enfermedad mental es un existir anómalo, un vivir no
auténtico, por lo que la actuación terapéutica será ayudar al enfermo a
encontrar un sentido a la vida.
Frente a estos modelos fenomenológicos, también se han enunciado
numerosas críticas, pese a reconocer su atractivo por subrayar la
importancia de la individualidad de los seres humanos, y no estudiar
reacciones psicológicas aisladas, sino la totalidad de la persona. Sin
embargo, con mucha frecuencia los seguidores de estas tendencias emplean
términos psicológicos atribuyéndoles un excesivo sentido ontológico. Por
otra parte, lo esencial en la psicoterapia, para la mayoría de estos autores, es
la autenticidad de la persona del psicoterapeuta. El “encuentro” con el otro
es lo que puede ayudar al paciente. Pero esto, que en principio es aceptable,
pasa a depender de lo que cada escuela o autor considere qué es la persona,
lo auténtico, etc. Depende pues, del tipo de antropología o concepción del
hombre que tenga el psiquiatra. Así, un psiquiatra con una concepción
cristiana de la vida, puede enriquecerse de los conceptos fenomenológicos y
existenciales; éste es el caso, por ejemplo, de F. von Gebsattel [4]. Otros, en
cambio, aplican esas nociones fenomenológicas y existenciales en un
contexto general marxista (es el caso de Caruso): Lastre, por su parte,
considera como terapia posible –si no única– el encuentro erótico; etc.
Cabe señalar también que la aproximación fenomenológica, al
preocuparse de una manera muy estrecha de la experiencia consciente
inmediata, no presta atención suficiente a la importancia de la motivación
inconsciente, de las influencias circunstanciales, de los factores biológicos y
de otros aspectos parecidos en la determinación del comportamiento. La
afirmación de que las personas actúan como consecuencia de la vivencia de
la realidad no proporciona suficiente información para una mayor
comprensión de las variables que operan en el desarrollo, mantenimiento y
modificación de conductas humanas.
En resumen, no existe una clara teoría antropológica a la que se ciñan y
sobre la cual fundar una técnica terapéutica concreta; por eso es difícil
exponerla sistemáticamente. Además, se basan más en el arte personal del
psiquiatra que en el aprendizaje de una técnica adecuada. Algunos autores
critican precisamente esto: al no existir unos claros fundamentos
antropológicos y una técnica precisa, se ha impedido el desarrollo de una
válida psiquiatría fenomenológica.
Todo lo expuesto puede llevar a la consideración de que no existe un
modelo interpretativo del enfermar psíquico que sea más o menos válido
que los demás. Y, en efecto, así es, ya que todos tienen parte de verdad y
parte de error o al menos de limitación. Quizá los que más posibilidades
tienen de ser adoptados por un cristiano coherente con su fe son las
tendencias fenomenológicas y las biológicas, pero sin llegar a una
afirmación rotunda. Lo importante es que, sea cual sea el modelo que se
adopte, quien lo sugiera o lo ponga en práctica –el médico o el sistema
asistencial que sea– tenga principios coherentes con el sentido cristiano de
la vida o por lo menos sea respetuoso con las creencias del paciente.

2. SÍNDROMES Y ENTIDADES NOSOLÓGICAS MÁS


FRECUENTES EN PSIQUIATRÍA (Dr. Javier Schlatter)

La Psiquiatría es la especialidad de la Medicina dedicada al estudio y


tratamiento de los trastornos mentales. Para cumplir estos fines, se apoya en
la Psicopatología, que es la ciencia que se encarga de establecer normas y
reglas generales para valorar el funcionamiento psíquico patológico. La
Psicología, en cambio, es la ciencia que estudia el comportamiento y la
conducta humana normal. En las últimas décadas, se ha producido un
incremento exponencial en la divulgación de conocimientos básicos de
psicología y de psiquiatría, motivados, de una parte, por la mayor
conciencia social de la importancia de la salud mental y, de otra, por el
aumento proporcional de aquellos cuadros que parecen guardar una mayor
relación con los cambios en el estilo de vida personal y de relación, como
son, por ejemplo, los trastornos de ansiedad y del ánimo, causados por una
inadecuada adaptación.
Además, la imagen del enfermo mental, afortunadamente se ha hecho
menos estigmatizada. Si a esto le sumamos la disminución de elementos de
soporte a nivel individual y familiar, para afrontar estas enfermedades, y el
mayor volumen de recursos de salud, comprenderemos por qué ha
aumentado drásticamente el número de personas atendidas por un
especialista. De todas formas, sigue siendo elevado el número de pacientes
que acuden a consultas de atención primaria o de alguna otra especialidad,
refiriendo unos síntomas orgánicos que son habitualmente manifestaciones
de una enfermedad mental subyacente (generalmente de tipo ansioso o
depresivo).
Otro aspecto importante de este campo es la dificultad, con la que
también se encuentra el especialista, para distinguir en ocasiones los límites
de la patología. Es obvio que esta dificultad es mayor si no se es
especialista, y puede llegar a ser extrema en el caso de los familiares o
allegados al paciente.

2.1. Clasificación

Código Categorías principales de enfermedades


CIE-10
F00-F09 Trastornos mentales orgánicos, incluidos los sintomáticos
F10-F19 Trastornos mentales y del comportamiento debidos al consumo
de sustancias psicotropas
F20-F29 Esquizofrenia, trastorno esquizotípico y trastorno de ideas
delirantes
F30-F39 Trastornos del humor
F40-F49 Trastornos neuróticos, secundarios a situaciones estresantes y
somatomorfos
F50-F59 Trastornos del comportamiento asociados a disfunciones
fisiológicas y a factores somáticos
F60-F69 Trastornos de la personalidad y del comportamiento del adulto
F70-F79 Retraso mental
F80-F89 Trastornos del desarrollo psicológico
F90-F98 Trastornos del comportamiento y de las emociones de comienzo
habitual en la infancia y la adolescencia
F99 Trastorno mental sin especificación
En las últimas décadas se viene desarrollando un gran esfuerzo para
diferenciar y clasificar los trastornos mentales. A pesar de las sucesivas
mejoras introducidas en los sistemas de clasificación, siguen existiendo
dificultades, ya que un mismo proceso patogénico puede manifestarse de
formas clínicas diferentes, y varios procesos patogénicos se pueden
presentar como una misma forma clínica. Además algunas enfermedades no
encajan en una sola categoría, sino que tienen elementos que pertenecen a
varias categorías a la vez. Seguimos en concreto la 10.ª versión de la CIE
(Clasificación Internacional de Enfermedades) para el desarrollo de este
tema [5].

2.2. Cuadros de tipo psicótico

Esta categoría incluye aquellos trastornos cuyos síntomas fundamentales


se refieren a la presencia de ideas delirantes, alucinaciones o deterioro
grave del juicio de la realidad.
Estos pensamientos, emociones y percepciones se caracterizan por su
contenido peculiar o claramente extravagante, y además por el componente
de rigidez, realismo y seguridad con que lo vive el paciente. La seguridad
que tiene el paciente sobre la autenticidad de sus síntomas puede ser mayor
que la que tienen de su falsedad las personas del entorno.
Dentro de este grupo de enfermedades vamos a detenernos especialmente
en la esquizofrenia, y haremos algunos comentarios sobre el trastorno de
ideas delirantes persistentes (antiguamente llamado paranoia) y el trastorno
psicótico agudo y transitorio.

2.2.1. Esquizofrenia
La esquizofrenia es una enfermedad mental que en España afecta, en el
momento actual, a unas 300.000 personas. Se calcula que cada año se
diagnostican entre 15 y 30 casos nuevos por cada 100.000 habitantes. En
realidad, no se puede decir que sea una sola enfermedad, pues dada la gran
heterogeneidad de sus manifestaciones, se considera más bien como un
grupo de trastornos mentales que comparten algunos síntomas, el período
de la vida en que suele iniciarse y la cronicidad de su evolución.
El origen de la palabra esquizofrenia («mente dividida»), no se refiere a
lo que vulgarmente tiende a entenderse como división en dos partes, que
sería más parecido a la «doble personalidad», sino a una división entre la
realidad por up lado y el mundo interior con su peculiar visión de la
realidad por otro. Esta es la característica esencial de los cuadros psicóticos.
La esquizofrenia deteriora la capacidad de las personas para pensar,
dominar sus emociones, tomar decisiones y establecer relaciones con los
demás. Es una enfermedad crónica, compleja, que no afecta por igual a
todos los que la padecen. Paradójicamente, la característica más definitoria
de la esquizofrenia es su heterogeneidad.
La mayoría de los casos comienzan a manifestarse entre los 16 y 25 años
y afectan con una frecuencia parecida a ambos sexos, sin diferencias
significativas entre los distintos países o culturas. En general, la afectación
suele ser más grave cuanto más precoz es el comienzo.
Por el deterioro personal que lleva consigo la propia enfermedad, el
pronóstico se basa más en la calidad de vida presente y futura del paciente y
en su capacidad para desempeñar un papel adecuado en la sociedad, que en
el mayor o menor índice de mortalidad.
El origen de la esquizofrenia es uno de los temas que se está
investigando actualmente en psiquiatría con más interés. Después de la
teoría dopaminérgica (exceso de actividad de la dopamina en el cerebro), y
de la teoría viral (aún siguen apareciendo datos que parecen relacionada con
infecciones virales), actualmente la más defendida es la teoría del
neurodesarrollo, según la cual existirían factores que influirían en el
desarrollo intrauterino –quizá en los primeros momentos de la vida– que
alterarían el normal desarrollo neuronal.
Por lo que se refiere a la clínica, existe el inconveniente de que la
mayoría son síntomas subjetivos; sólo los conocemos si los refiere el
paciente, y es difícil la comprobación imparcial, lo que hace necesaria la
pericia del especialista y la máxima colaboración de familiares y amigos.
Un aspecto de la complejidad de esta enfermedad es, como se ha
señalado, su heterogeneidad también en la presentación, de manera que
apenas existen síntomas específicos, lo que dificulta aún más el diagnóstico.
Además, de momento, no existe ninguna prueba diagnóstica de análisis,
biopsias o de neuroimagen que tenga la suficiente especificidad para
confirmar el diagnóstico [6].
Existen dos grandes grupos dentro de los síntomas: síntomas positivos
que hacen referencia a todo aquello que el paciente hace, experimenta o
vivencia y que las personas sanas no suelen presentar, como delirios,
alucinaciones y conductas inadecuadas; y los síntomas negativos,
relacionados con aquello que el paciente deja de hacer en contraste con la
persona sana, como pensar con fluidez y lógica, experimentar sentimientos
hacia los demás, tener voluntad para levantarse a diario, emprender las
tareas encomendadas, etc. Pueden predominar unos u otros, e incluso suelen
variar con el curso de la enfermedad.
Como norma general, los síntomas –sobre todo los positivos– se
apaciguan con el tiempo, y van quedando las «secuelas»: pasividad, torpeza
del pensamiento, abandono de los autocuidados y de la casa, afectividad
disminuida, etc., y se habla entonces de la fase residual de la esquizofrenia.
Los síntomas mas típicos de la esquizofrenia son: trastornos del
pensamiento (se pierde fluidez y coherencia), ideas delirantes [7],
alucinaciones (visuales, auditivas, etc.), negación de la enfermedad,
cambios en las emociones (se producen cambios en su afectividad hacia los
demás, con tendencia al empobrecimiento), aislamiento, falta de motivación
y depresión (es una de las causas de suicidio en estos pacientes).
Estos síntomas, y otros que no hemos mencionado, no se presentan en
todos los casos, y cuando lo hacen, su intensidad es muy variable.
Habitualmente, son los cambios drásticos de conducta, o los
comportamientos claramente inadecuados, los que ponen sobre aviso al
entorno del paciente. También al principio es posible que el paciente solicite
ayuda, por notarse extraño o sentir que algo está cambiando en su interior.
Existen diversos tipos de esquizofrenia, lo cual tiene importancia de cara
a la evolución y tratamiento: esquizofrenia paranoide (la más frecuente),
hebefrénica, catatónica e indiferenciada.
Tratamiento
El tratamiento es fundamentalmente médico, aunque lo ideal es poder
combinarlo con medidas de rehabilitación socio laboral y psicoterapia:
a) Tratamiento médico
– Psicofármacos: constituyen la base del tratamiento. Son los conocidos
como antipsicóticos, cuyos preparados más modernos han conseguido
disminuir de manera importante los efectos secundarios.
– Terapia electroconvulsiva: pese a la mala imagen que tiene en la calle,
resulta muy eficaz y, en algunos casos, de primera elección. Con las
condiciones de aplicación actuales los efectos secundarios de la primera
época han desaparecido casi por completo.
– Psicoterapias: tanto individual como de grupo.
b) Tratamientos psicosociales
Varían mucho según la disponibilidad de medios que tenga el sistema de
salud donde se encuentre el paciente: hospitales de día, talleres terapéuticos,
pisos protegidos, grupos de autoayuda, etc.
Los consejos más importantes para la familia y entorno del paciente son
[8]:
– Tener la máxima información, adecuada a sus conocimientos, sobre la
enfermedad y su tratamiento.
– Sintonizar al máximo con el especialista.
– Seguir las prescripciones médicas e informar de inmediato sobre las
modificaciones que hagan sospechar que algo va mal. Se calcula que
después de un primer episodio psicótico, el riesgo de recaída, si el paciente
no recibe tratamiento antipsicótico, es de un 60% a un 80%; con tratamiento
preventivo este riesgo se reduce a la cuarta parte.
– Hablar con naturalidad de la enfermedad y de los problemas que se
plantean con familiares, amigos, vecinos, etc.
– Evitar el aislamiento, participando en grupos, reuniones y demás
acontecimientos cotidianos.
– Fijarse objetivos modestos y realistas.
– Evitar el enfrentamiento directo con el paciente, salvo caso de máxima
gravedad, y recurrir si es necesario a terceras personas.
– Nunca eludir el diálogo con el enfermo sobre aquello que le preocupa,
manifestándole en todo momento con veracidad qué es lo que padece,
aunque no lo entienda o no lo acepte.

2.2.2. Trastornos de ideas delirantes persistentes (paranoias)

Se trata de un trastorno caracterizado fundamentalmente por la aparición


de un único tema delirante o de varios relacionados entre sí, que pueden
cronificarse de por vida. La temática del delirio es muy variable: de
persecución, de grandeza, hipocondríaco, celotipias, etc. Lo más típico es
que no se presente otra sintomatología, pero tampoco sorprendería que
tuviera episodios depresivos, o incluso alucinaciones.
Además del comportamiento directamente relacionado con la ideación
delirante, su conducta puede ser prácticamente normal, así como su
afectividad y lenguaje. Las ideas delirantes suelen estar muy sistematizadas
y estructuradas.
Estos pacientes tampoco suelen presentar deterioro de sus capacidades
intelectuales e incluso pueden tener un elevado coeficiente intelectual,
llegando a desempeñar en algunos casos cargos de responsabilidad en la
sociedad.

2.2.3. Trastornos psicóticos agudos y transitorios

Aunque no hay información suficiente para dar una definición y


diagnóstico exactos, se trata de pacientes que de manera aguda (en menos
de dos semanas) presentan síntomas. Guardan relación en su inicio con una
situación de estrés agudo, físico y/o psíquico.
La recuperación completa tiene lugar generalmente en el plazo de dos o
tres meses, o incluso en días; y sólo una pequeña proporción se cronifica.
En muchos casos, la circunstancia desencadenante de un cuadro de estas
características es el consumo de alguna sustancia tóxica. En estos casos,
tampoco se puede saber al principio si se tratará de un episodio o brote
agudo, o si es el inicio de una enfermedad crónica como la esquizofrenia.

2.3. Trastornos de la personalidad

Los trastornos de personalidad son formas de comportamiento duraderas


y profundamente arraigadas, que se manifiestan como modalidades estables
de respuestas a un amplio espectro de situaciones individuales y sociales.
Representan desviaciones extremas, o al menos, significativas, del modo
como el individuo normal de una cultura determinada percibe, piensa,
siente y, sobre todo, se relaciona con los demás [9].
Estos trastornos muestran las siguientes características:
– Comportamientos y actitudes con marcada falta de armonía, que
afectan a varios aspectos de la personalidad, como la afectividad, control de
los impulsos, estilo de relación con los demás, etc.
– Aparece durante la infancia o la adolescencia y persiste en la madurez.
– La forma de comportarse es duradera, y no se limita a episodios
concretos.
– Ha de ser generalizada y claramente desadaptativa para un conjunto
amplio de situaciones sociales e individuales.
– Conlleva malestar personal, aunque éste pueda aparecer en fases
avanzadas.
– Suele acompañarse de un deterioro significativo del rendimiento
profesional y social.
La OMS, en su última Clasificación Internacional de Enfermedades
(CIE-10), ha distinguido los siguientes tipos de trastornos de la
personalidad [10]:
– Trastorno paranoide de la personalidad: son personas con una
sensibilidad excesiva a los contratiempos, rencorosos, con incapacidad para
perdonar agravios, suspicaces, con un sentido combativo desproporcionado
de los propios derechos, con tendencia a los celos patológicos y una
preocupación sin fundamento por conspiraciones.
– Trastorno esquizoide de la personalidad: son incapaces de sentir
placer, fríos emocionalmente, con pobre respuesta a críticas o elogios,
solitarios, que disfrutan más de la fantasía que de la vida real, carentes de
relaciones íntimas y con comportamientos excéntricos, que pueden
transgredir las normas sociales.
– Trastorno disocial de la personalidad: este tipo coincide con el
concepto que hay en la calle actualmente de psicópata. Son personas con
una cruel despreocupación por los sentimientos de los demás,
irresponsables, que no tienen en cuenta las normas sociales, incapaces de
tener relaciones personales duraderas, con muy baja tolerancia a la
frustración, a la que pueden responder con violencia, incapaces de sentir
culpa y de aprender de experiencias positivas o negativas, y con marcada
tendencia a culpar a los demás [11].
– Trastornos de inestabilidad emocional de la personalidad: son
personas con marcada tendencia a actuaciones impulsivas, sin tener en
cuenta las posibles consecuencias, junto con un estado de ánimo inestable,
con mínima capacidad para planificarse y frecuentes arrebatos explosivos,
especialmente cuando se les critica o se les limitan sus comportamientos
impulsivos. Existen dos variantes:
a) Tipo impulsivo: cuando predomina la inestabilidad emocional y la
ausencia del control de los impulsos.
b) Tipo límite: destaca la inestabilidad emocional, con imágenes confusas
sobre sí mismo, sus objetivos y preferencias; se implican en relaciones
intensas e inestables, y presentan frecuentes amenazas suicidas y actos
autoagresivos.
– Trastorno histriónico de la personalidad: se caracterizan por la
tendencia a la teatralidad, con gran capacidad de sugestión, afectividad
superficial, búsqueda imperiosa de emociones y tendencia a ser el centro de
atención, preocupación excesiva por el aspecto físico y deseo inapropiado
de seducir, manifestado en su aspecto y comportamiento.
– Trastorno anancástico de la personalidad: destacan por su falta de
decisión y precauciones excesivas, debidas a su gran inseguridad,
controladores, muy preocupados por detalles, listas, orden, extremadamente
perfeccionistas, escrupulosos, con preocupación injustificada por el
rendimiento y limitada capacidad para expresar emociones, rígidos y
obstinados, obsesivos y con tendencia a insistir en que los demás hagan las
cosas exactamente a su manera.
– Trastorno ansioso (o de evitación) de la personalidad: se distinguen
por tener sentimientos constantes de tensión y temor, preocupación por ser
un fracasado o ser criticado, resistencia a entablar relaciones nuevas cuando
no se tiene la seguridad ser aceptado.
– Trastorno dependiente de la personalidad: son personas que fomentan
o permiten que otros asuman responsabilidades importantes en su vida, con
sentimientos de malestar o abandono al estar solos, temor a ser
abandonados, y capacidad limitada para tomar decisiones ordinarias, sin el
consejo o seguridad de la persona de la que se depende.
2.4. Trastornos de la afectividad (depresiones)

La característica fundamental de estos trastornos es la alteración del


humor o de la afectividad, tanto los depresivos –más frecuentes– como los
de euforia o ánimo expansivo. Estos trastornos se suelen acompañar
también de un cambio en el nivel general de actividad o vitalidad. La
mayoría del resto de los síntomas son secundarios a estas alteraciones del
humor y de la vitalidad, o son comprensibles en su contexto.
Según datos de la OMS, la proporción de personas que a nivel mundial
padecen depresión es del 3-5%. En España, existen actualmente alrededor
de 1,5 millones de personas que sufren depresiones, aunque se podría hablar
de hasta un 20%, si incluyéramos aquellos que tienen síntomas depresivos
menores. Por otra parte, son muchos los que acuden a consultas de atención
primaria, por síntomas somáticos, que padecen un cuadro depresivo de
fondo.
Existen múltiples factores de riesgo repetidamente contrastados. Estos
trastornos se dan con más frecuencia en las mujeres con una proporción de
10 a 3 frente al hombre (el período premenstrual, el postparto y la
menopausia son épocas de mayor riesgo). El estado civil es importante,
siendo más frecuentes en personas separadas o divorciadas. También se ha
visto que son más frecuentes en poblaciones de zona urbana, en situaciones
estresantes, cuando existen antecedentes psiquiátricos en la familia y, por
último, si se poseen determinados rasgos de personalidad, entre los que
destacan la rigidez, la tendencia al perfeccionismo, la baja tolerancia a la
frustración, la hiperresponsabilidad, el pesimismo y una actitud hipercrítica,
entre otros.
Es importante distinguir: el síntoma depresión, que únicamente hace
referencia al ánimo bajo; el síndrome depresivo, que supone un conjunto de
síntomas; la depresión enfermedad, que ha de reunir, además, unos
requisitos de duración, intensidad, etc.
El síndrome depresivo se caracteriza fundamentalmente por el ánimo
bajo, la pérdida de capacidad de interesarse y disfrutar de las cosas y por
una disminución de la vitalidad, que lleva a una reducción de la actividad y
un cansancio desproporcionado. Además, pueden presentar también:
disminución de la capacidad de atención y concentración, pérdida de la
confianza en sí mismos y sentimientos de inferioridad, ideas de culpa y de
inutilidad, pesimismo ante el futuro, pensamientos y actos suicidas o de
autoagresiones, y alteraciones de las funciones básicas del sueño y del
apetito.
Con frecuencia la depresión se acompaña de síntomas somáticos, entre
los que destaca despertarse varias horas antes de lo habitual, el
empeoramiento matutino de la sintomatología, inhibición o agitación
psicomotriz, disminución marcada del hambre, sueño y apetito sexual e
incapacidad para disfrutar de actividades placenteras en general.
La alteración del estado de ánimo puede estar enmascarada por otros
síntomas, tales como irritabilidad, consumo excesivo de alcohol,
exacerbación de fobias u obsesiones preexistentes, o por preocupaciones
hipocondríacas. En los ancianos, además de la agitación o inhibición
psicomotriz, es frecuente que aparezcan ideas de desconfianza o suspicacia,
además de existir un mayor riesgo autolítico.
En el caso de la mujer, existen un grupo de trastornos depresivos que
están estrechamente relacionados con los cambios hormonales que sufren
en distintas circunstancias de su vida; los días previos a la menstruación
(síndromes disfóricos premenstruales), las depresiones postparto o durante
el embarazo, y las depresiones en torno a la menopausia (cfr. Capítulo VII,
6.3 y 6.4)
Cualquier síndrome depresivo, especialmente en los de mayor
intensidad, puede acompañarse también de síntomas psicóticos,
generalmente como ideas delirantes de culpa, de ruina, de condenación, etc.
Las depresiones pueden clasificarse según su origen, y en este caso,
muchos autores las dividen en 3 categorías:
a) Depresión endógena: también llamada melancolía. Su origen es
fundamentalmente biológico y está condicionada por factores hereditarios.
Su causa es una alteración a nivel de estructuras o sustancias del organismo
y no existen causas externas. El tratamiento prioritario será farmacológico.
b) Depresión psicosocial: causadas por trastornos de la personalidad y/o
por conflictos y estresores ambientales. En su aparición predominan estos
aspectos sobre los biológicos, por lo que son menos efectivos los
psicofármacos y, en cambio, es más útil la psicoterapia.
c) Depresión somatógena: secundarias a diversas enfermedades médicas
(como el hipotiroidisrno) o fármacos (como algunos antihipertensivos). El
tratamiento consiste fundamentalmente en suprimir el elemento causal.
Los trastornos depresivos también se pueden clasificar atendiendo a
distintos parámetros. Nosotros vamos a utilizar el criterio temporal o
evolutivo, según el cual se podrían clasificar en:
A. Agudos:
A.1. Episodio depresivo
A.2. Trastorno de adaptación
B. Crónicos:
B.1. Trastorno depresivo recurrente
B.2. Trastorno bipolar
B.3. Distimia
B.4. Ciclotimia
A.1. Episodio depresivo: consiste básicamente en un síndrome depresivo,
con una duración mínima de dos semanas de duración. Aunque puede
existir una causa que lo desencadene, lo típico de estos episodios es que se
presenten de manera espontánea, al menos aparentemente.
A.2. Trastorno de adaptación: se trata de una reacción de mala
adaptación, de tipo depresivo, ante un acontecimiento estresante, con el que
guarda una clara relación en el tiempo; son predisponentes importantes los
antecedentes y la personalidad previa del paciente. A la hora de valorar
situaciones especialmente estresantes como la pérdida de un ser querido, es
importante –y difícil en ocasiones– distinguir la reacción de duelo lógica de
lo que sería una reacción desadaptada, y más teniendo en cuenta las
diferencias de tipo cultural que existen; en estos casos, se hace más
importante el recurso al especialista para valorar y tratar, si es preciso, este
cuadro.
B.1. Trastorno depresivo recurrente: consiste en episodios repetidos de
depresión, sin antecedentes de episodios de exaltación del ánimo. Los
episodios suelen tener una duración media de seis meses, después de los
cuales se obtiene una recuperación completa o casi completa. La evolución
tiende a la cronicidad, aunque con tratamiento –fundamentalmente
farmacológico– puede lograrse una reducción del número de episodios y de
su intensidad.
B.2. Trastorno bipolar: esta enfermedad se conocía antiguamente con el
nombre de psicosis maníaco-depresiva. Se caracteriza por episodios
reiterados en los que el estado de ánimo y los niveles de actividad del
enfermo están profundamente alterados, de forma que aparecen episodios
con exaltación del estado de ánimo y un aumento de la vitalidad y del nivel
de actividad (manía o hipomanía), y otros, con disminución del estado de
ánimo y un descenso de su vitalidad (depresión); lo característico es que se
produzca una recuperación completa entre los distintos episodios.
Los episodios maníacos se caracterizan por un estado de ánimo eufórico,
que va desde una jovialidad descuidada, hasta una excitación incontrolable;
aumento de vitalidad con hiperactividad, locuacidad, disminución de la
necesidad de sueño, desinhibición, irritabilidad, planteamientos y proyectos
extraordinariamente optimistas, etc.; con frecuencia presenta ideas
delirantes que en estos casos suelen ser de grandeza [12].
B.3. Distimia: se denomina así a las depresiones crónicas del estado de
ánimo, que suelen ser de una intensidad menor que los episodios depresivos
ya mencionados, pero que, en cambio, no suelen presentar períodos de
recuperación total. Son marcados los sentimientos de incapacidad, aunque
normalmente pueden hacer frente a las necesidades básicas de la vida
ordinaria, lo que, al contrastar con un ánimo no excesivamente bajo, con
frecuencia puede generar incomprensión entre las personas del entorno,
sobre la veracidad del cuadro depresivo. El término clásico de depresión
neurótiea se asemeja bastante al de Distimia, debido a que en su
etiopatogenia tiene un papel importante la personalidad del paciente.
B.4. Ciclotimia: el rasgo esencial es la inestabilidad persistente del
estado de ánimo, lo que trae consigo un gran número de episodios de
depresión y euforia leves, de días de duración.
El tratamiento de los trastornos afectivos se puede clasificar en:
a) Tratamiento médico:
– Psicofarmacológico: existen diversos tipos de antidepresivos, cuya
eficacia, en general, es bastante parecida.
– Tratamiento electroconvulsivo: se trata de una técnica que con los
procedimientos actuales resulta de gran seguridad y eficacia. En términos
globales es más efectiva que los antidepresivos, pero por cuestiones
operativas, económicas y socioculturales, se ha reducido a indicaciones
muy concretas (presencia de ideaciones delirantes, riesgo de suicidio,
cuando se precisa una mejoría rápida, cuando hay riesgo vital por negarse a
alimentarse, etc.) [13].
b) Psicoterapia: se clasifican en psicoterapia de apoyo, cognitiva-
conductual, interpersonal y dinámica (de inspiración psicoanalítica).
La depresión, como la mayoría de las enfermedades mentales, supone
una sobrecarga para la familia, y, se benefician, a su vez, de manera
importante, de un buen apoyo familiar. En concreto, los consejos que con
más frecuencia se dan a las personas del entorno del paciente son:
– Conocer suficientemente qué es una depresión, cuál es el diagnóstico,
tratamiento y repercusión real de los síntomas, solicitando la información
pertinente al especialista. En este sentido, por ejemplo, es distinta la
depresión que guarda una estrecha relación con la forma de ser de aquella
cuya causa es más biológica u orgánica.
– En general, una actitud comprensiva siempre es de ayuda, mientras que
las actitudes radicales no son positivas; debe evitarse, por tanto,
«sermonear» continuamente, ridiculizar o minimizar al paciente. Una
postura de disponibilidad, cariño, paciencia y comprensión, pero no exenta
de firmeza en ocasiones, puede ser una buena fórmula para tratar de ayudar
al enfermo.
– Ante todo, asegurarse que el paciente acude a las visitas con el
especialista, acompañándole, para mostrarle apoyo y para informar al
médico de los posibles cambios en la situación del paciente. En muchas
ocasiones la persona deprimida no es consciente de su enfermedad y
rechaza el tratamiento.
– Comprobar que toma la medicación de forma adecuada. En ocasiones,
la pérdida de memoria o la apatía hacen que el paciente descuide este
aspecto.
– No presionar ni obligar a la persona deprimida para que realice
determinadas actividades. Lo mejor es insistir de forma suave, proponerle y
estimularle a hacer actividades con las que antes disfrutaba, pero sin
agobiarle, ya que podrían alimentarse los sentimientos de culpa e inutilidad,
propios de la enfermedad. Hay que evitar frases como «tienes que superarlo
por ti mismo» u otras que hagan pensar que lo puede superar a base de
esfuerzo personal.
– Procurar acompañar al enfermo a realizar dichas actividades, como por
ejemplo, el paseo.
– No pensar que la persona deprimida debe hablar de sus problemas con
cualquiera, como intentando que «se vacíe», ni presionarla en este sentido;
se le puede preguntar cómo se encuentra, pero no insistir en hablar sobre
determinados temas. Si ella lo necesita, se espera a que tome la iniciativa.
Las continuas preguntas sobre sus síntomas pueden ocasionar que se sienta
peor. Muchas veces, bastará con mirar antes al paciente a la cara, para ver si
es oportuno o no preguntarle sobre su estado.
– No intentar restarle importancia a lo que le está ocurriendo. No decirle
que «no es nada», que «no tiene importancia», ya que entonces se siente
incomprendido y, muchas veces, culpable por no saber sobreponerse
rápidamente a su estado.
– Es aconsejable disuadirle de que realice tareas importantes, sobre todo
la toma de decisiones que afecten a su futuro y que tengan gran valor,
debido a que es frecuente que tienda a valorar inadecuadamente una
situación como consecuencia de su estado anímico.
– Si se nota alguna mejoría en el paciente, comunicárselo, sin exagerar,
ya que el paciente de por sí es consciente de sus esfuerzos. Es buen criterio
calificar como muy positivo cualquier avance que se produzca, y restar
importancia a los retrocesos.
– Mostrar siempre confianza en el futuro y en el tratamiento.
Por lo que se refiere a la persona que sufre la depresión, los consejos
fundamentales podrían resumirse en los siguientes:
– Adquirir el conocimiento necesario sobre su enfermedad y el
tratamiento que recibe.
– Seguir las indicaciones recibidas del especialista. Así, es normal que la
mejoría no se note hasta pasadas varias semanas del inicio de un
tratamiento con antidepresivos y, en cambio, es frecuente que los efectos
secundarios aparezcan desde la primera toma; es importante consultar estos
efectos adversos con el especialista, y no dejar de tomar la medicación sin
ponerlo en su conocimiento.
– Hasta que note la mejoría, no esforzarse por ser sociable o disfrutar de
las cosas; limitarse a seguir la pauta de tratamiento y la mejoría irá
llegando.
– Ser absolutamente sinceros con el especialista al relatar sensaciones,
sentimientos, posibles ideas de muerte, etc.
– Cuando comience a sentirse mejor, debe esforzarse por salir, distraerse,
hacer ejercicio y emprender las actividades que más puedan satisfacerle. No
es recomendable, durante el tratamiento, ingerir bebidas alcohólicas por su
interacción con los fármacos; no debe dejar de tomar la medicación cuando
empiece a encontrarse bien si no hay indicación médica; es importante
conocer que los antidepresivos no crean dependencia.

2.5. Trastornos de ansiedad


La ansiedad es un estado de activación del sistema nervioso, secundario a
estímulos externos o a un trastorno endógeno o de la función cerebral. Esta
activación ocasiona síntomas periféricos y estimulación del sistema
nervioso central, que se traduce en los síntomas psicológicos de la ansiedad.
La ansiedad es un fenómeno psíquico universal que todos
experimentamos, en mayor o menor medida, a lo largo de la vida, y puede
considerarse que existe una ansiedad normal, adaptativa, que sirve para
prepararnos y responder en las mejores condiciones posibles a
circunstancias amenazadoras; cuando la ansiedad no es adaptativa, cuando
el peligro al que pretende responder no es real, cuando el nivel de
activación y su duración son desproporcionados con respecto a la situación
objetiva, o cuando no es capaz de generar una respuesta adecuada,
hablamos de ansiedad patológica.
La ansiedad es un síntoma que acompaña frecuentemente a otras
enfermedades psiquiátricas, aunque también puede constituir ella misma el
síntoma cardinal de un trastorno específico.
Dentro de los trastornos de ansiedad vamos a detenernos en los
siguientes:
1. Trastornos de ansiedad fóbica: temor excesivo e irracional ante
objetos o situaciones concretas, de manera que la exposición al estímulo
provoca ansiedad, aunque el mismo paciente lo vea como excesivo o
irracional.
2. Trastorno de angustia (con o sin agorafobia): consiste en crisis
recurrentes y breves de ansiedad grave (pánico), no limitadas a una
situación o circunstancias concretas, e imprevisibles. En muchos casos
recuerda un infarto de miocardio (palpitaciones, dolor precordial, sensación
de asfixia, mareo, sensación de irrealidad, etc.) y, de hecho, muchos de
estos pacientes han acudido una o más veces a un servicio de urgencias
antes de visitar al psiquiatra. Suelen tener durante la crisis un temor
marcado a morirse, o a enloquecer, o a perder el control, y posteriormente
desarrollan conductas de evitación a la situación concreta en que se produjo
la crisis. Se puede acompañar o no de agorafobia [14].
3. Trastorno de ansiedad generalizada: consiste en una situación
permanente y excesiva de ansiedad, de manera que no se asocia a
circunstancias concretas y supone un estado de tensión continua, inquietud,
irritabilidad, dificultad para concentrarse, temores y preocupaciones sobre
posibles sucesos futuros (aprensión) y cuadro neurovegetativo asociado.
4. Trastorno obsesivo-compulsivo: presencia de pensamientos obsesivos
y/o actos compulsivos recurrentes. El paciente reconoce que los
pensamientos son producidos por su mente, los vive como desagradables y,
de hecho, suele intentar resistirse, habitualmente sin éxito. Los actos son
repetitivos y estereotipados (rituales) y no son placenteros ni útiles en sí
mismos; el paciente los ve frecuentemente como irracionales, pero es la
única forma que tiene de prevenir algún hecho objetivamente improbable.
Pueden predominar los pensamientos o los actos, o aparecer como una
forma mixta.
Las personas del entorno han de considerar que:
– el paciente no tiene la culpa de su padecimiento, por ejemplo, por su
debilidad de carácter o falta de voluntad; aunque es consciente de lo
irracional o exagerado de sus conductas y pensamientos, no puede
controlados o suprimidos;
– es importante que se sienta acompañado y comprendido;
– si el paciente pide a los que le rodean que hagan algo para tranquilizar
sus obsesiones o complementar sus compulsiones, deben negarse, pues
estarían reforzando su enfermedad: hacerle ver que se le quiere ayudar, y
por eso no se cede ante la enfermedad;
– conviene tratarle como una persona normal, hablando con él de otros
temas distintos a la enfermedad, haciendo proyectos con él, etc.;
– felicitarle cada vez que se vea algún progreso, recordándole los
avances conseguidos;
–la familia debe hacer una vida normal, incluso exponiéndose a cosas a
las que tiene miedo el paciente.
5. Trastornos disociativos: antiguamente conocidos como histerias de
conversión.
Normalmente tenemos un considerable grado de control consciente sobre
qué recuerdos y qué sensaciones pueden ser seleccionados y sobre qué
movimientos hay que llevar a cabo. En estos trastornos, se ha perdido esta
capacidad en mayor o menor medida, siendo muy difícil averiguar hasta
qué punto parte de los déficits funcionales están bajo un control voluntario.
Se supone que su origen es psicógeno y guardan una estrecha relación
con acontecimientos traumáticos, problemas no resueltos o insoportables,
aunque en ocasiones sean negados por el paciente (e indiscutibles para el
entorno). Puede tener importancia en su evolución la existencia de
«ganancias secundarias» o «motivaciones inconscientes». En cualquier
caso, se tratará en la mayoría de los casos, de un diagnóstico de exclusión.
Destacan los cuadros de amnesia, fuga, trastorno de trance y posesión,
alteraciones de la motilidad voluntaria y sensibilidad, trastorno de
personalidad múltiple [15].
6. Trastornos somatomorfos: presentan síntomas somáticos de manera
repetitiva acompañados de demandas persistentes de exploraciones clínicas,
a pesar de los repetidos resultados negativos de estas pruebas y de la
continua garantía de los especialistas de que esos síntomas no tienen
justificación somática. El enfermo suele negarse a aceptar que el origen de
los síntomas sea psicógeno.
Dentro de este apartado habría que incluir el trastorno de somatización
(con múltiples y erráticos síntomas somáticos), el trastorno hipocondríaco
(en el que el paciente esta convencido de padecer una o más enfermedades
somáticas graves), el dolor somatomorfo persistente, etc.

2.6. Trastornos del comportamiento alimentario (Dra. Pilar Gual García)

En las últimas décadas, la presencia de trastornos del comportamiento


alimentario, entre la población femenina adolescente, se ha incrementado
sensiblemente. Las manifestaciones clínicas de estas patologías son
diversas, aunque siempre están presentes la preocupación excesiva por el
peso y la imagen corporal, las alteraciones en los hábitos alimentarios y el
miedo morboso a engordar. Los trastornos más conocidos son la anorexia
nerviosa y la bulimia nerviosa, aunque existen otros cuadros más leves,
denominados inespecíficos o incompletos, mucho más frecuentes y, en
ocasiones, más difíciles de detectar.
Se calcula que la prevalencia para la anorexia nerviosa en adolescentes y
adultas jóvenes oscila entre el 0,5-1% y, para bulimia nerviosa, entre el 2-
4%. La prevalencia para los cuadros atípicos se sitúa entorno al 5%. Entre
los varones la presencia de estas enfermedades es mucho menor, de cada 10
casos 9 son mujeres. Hasta hace relativamente pocos años, no se había
descrito ningún caso en mujeres de raza negra; se consideraba una
enfermedad propia de la cultura occidental, y que se daba exclusivamente
en países desarrollados. En estudios epidemiológicos recientes se observa
que estas enfermedades, en el momento actual, tienen una distribución
mucho más homogénea entre las distintas culturas y clases sociales.
El origen de estos trastornos es multicausal. En su génesis pueden
intervenir factores biológicos, psicológicos, familiares y socioculturales.
Aunque pueden darse en cualquier edad, lo característico es que su inicio se
sitúe en torno a la pubertad o adolescencia. Estas etapas evolutivas están
marcadas por tensiones, conflictos y cambios. En ellas los jóvenes
empiezan a asumir el papel de adulto, a tomar decisiones, a afrontar riesgos,
etc., lo que da lugar a cierta inseguridad. En este contexto, el incremento de
peso y talla y la aparición de los caracteres sexuales secundarios, provocan
un marcado cambio en la figura corporal. Todas estas modificaciones
pueden incidir, de forma importante, en el individuo, tanto en su relación
consigo mismo como con su entorno.
Algunos autores relacionan el inicio de los trastornos alimentarios, con
determinados acontecimientos vitales estresantes, como una desgracia
familiar de separación o pérdida, una ruptura sentimental, estancias en el
extranjero, etc., aunque no siempre encontramos un factor concreto que
actúe como desencadenante. Durante algunos años se ha estudiado la
familia de estos pacientes buscando ahí el posible origen de la enfermedad.
Posteriormente se ha observado que, si bien es frecuente encontrar
alteraciones en la dinámica familiar de los pacientes con patología
alimentaria, no es fácil establecer si el conflicto familiar es causa o
consecuencia. Lo que sí queda claro es que el trastorno repercute en todo el
grupo familiar.
Otro aspecto en el que se ha incidido al estudiar estas enfermedades es el
papel que desempeñan los factores socioculturales. A través de la
publicidad se transmite la idea de que poseer un cuerpo delgado afianza el
sentimiento de seguridad personal, refuerza la autoestima y ayuda a sentirse
mejor. Se sobrevalora la imagen y la corporalidad, relegando a un segundo
plano otros valores más personales. Se instruye –fundamentalmente a la
mujer– acerca de cómo alcanzar esa imagen «ideal» a través de dietas,
ejercicios, tratamientos diversos, etc. El impacto de estos mensajes en la
población adolescente puede favorecer conductas encaminadas a conseguir,
a cualquier precio, un cuerpo extremadamente delgado.

2.6.1. Anorexia nerviosa

El síntoma principal es un adelgazamiento progresivo, buscado y


originado por el propio enfermo, a través de restricciones alimentarias,
ejercicio excesivo, uso y abuso de laxantes, diuréticos o diversos productos
adelgazantes, vómitos autoinducidos, etc. Existe además un miedo morboso
a engordar, con características obsesivas, que puede acompañarse de una
distorsión de la propia imagen corporal [16]. Estas pacientes, al mirarse al
espejo, se ven extremadamente gordas a pesar del estado de desnutrición en
que se encuentran.
Las consecuencias físicas derivadas de la desnutrición intensa pueden ser
graves [17]. Estos trastornos se acompañan de disfunciones hipotalámicas
con pérdida de la menstruación (amenorrea) en la mujer. Podemos
encontrarnos también con diversas complicaciones físicas, como
alteraciones circulatorias, digestivas, renales, etc.

2.6.2. Bulimia nerviosa


Se trata de un trastorno en el que el paciente presenta una pérdida del
control sobre la conducta alimentaria [18]. Sufre de deseos imperiosos e
irresistibles de comer en exceso. Durante estos períodos de voracidad o
atracones el paciente ingiere grandes cantidades de alimento, en períodos
cortos de tiempo, rápidamente, en secreto y sin disfrutar. Esta ingesta
compulsiva se acompaña de un sentimiento de falta de control sobre la
comida durante el episodio y un intenso sentimiento de culpa después. Tras
el episodio son frecuentes conductas compensatorias para impedir el
aumento de peso. La más utilizada es la autoinducción del vómito. Otros
mecanismos empleados son el abuso de laxantes y diuréticos, el ejercicio
excesivo y la restricción posterior de la ingesta con largos períodos de
ayuno [19].
La patología bulímica afecta, sobre todo, a las adolescentes y mujeres
jóvenes en países desarrollados, de raza blanca, estudiantes y de clase social
media y alta. Es más frecuente que la anorexia nerviosa. Tiene una
prevalencia en torno al 2-4% de mujeres jóvenes, con una proporción 1-9
hombre-mujer, y un inicio medio en torno a los 17 años.
Al igual que los pacientes anoréxicos, los pacientes con bulimia nerviosa
presentan una preocupación persistente por el peso y la figura, y un miedo
morboso a engordar. Junto a esta sintomatología, que podríamos denominar
nuclear, también es posible encontrar otros síntomas psicopatológicos tales
como ansiedad, depresión, alteraciones de la impulsividad (intentos
autolíticos, conductas de heteroagresividad, cleptomanía, abuso de alcohol
u otras sustancias, promiscuidad sexual, etc.), así como una marcada
dificultad para expresar verbalmente o describir sus sentimientos y una
ausencia o disminución de la fantasía (alexitimia).
Podemos encontrarnos también con mujeres, en la edad adulta media o
temprana, que presentan episodios bulímicos que no van seguidos de
conductas compensatorias posteriores para perder peso. Durante y después
de los atracones aparecen intensos sentimientos de culpa. El aumento de
peso progresivo genera por su parte un fuerte sentimiento de insatisfacción
corporal. Es frecuente que esta patología se asocie a otros síntomas
afectivos como ansiedad y depresión. Se trata de un trastorno del
comportamiento alimentario no especificado, también denominado
trastorno por atracón.
No existe una causa única que conduzca al desarrollo de la enfermedad
bulímica; la etiología es multifactorial. Algunos de los factores implicados
son factores predisponentes, como estar llevando una dieta restrictiva, la
inseguridad, la presencia de conflictos familiares, las conductas
desorganizadas, la ausencia de hábitos alimenticios estructurados, el
perfeccionismo y la baja autoestima. Otros factores actúan como
precipitantes, y serían situaciones o períodos de estrés o la restricción
alimentaria. Hay factores que contribuyen al mantenimiento de la patología
bulímica y que tienen que ver con las propias conductas y cogniciones
alteradas, la presencia de conflictos emocionales, ansiedad y el concepto
negativo de la propia imagen corporal.
A estos factores individuales habría que asociar otros de índole colectivo
en los que todos participamos. Tienen que ver con estereotipos corporales
inalcanzables para la mayoría de las adolescentes; continuos mensajes
explícitos e implícitos de que lo importante es el éxito como fuente de la
felicidad; aspectos de la publicidad y de los medios de comunicación o de la
moda que suponen frecuentes invitaciones a la delgadez y al culto al
cuerpo; alteración de los hábitos alimentarios tradicionales; intereses
comerciales de laboratorios e industrias que ofrecen productos que más que
tener una determinada aplicación son presentados como camino hacia la
felicidad.

2.6.3. Tratamiento

El tratamiento de los trastornos del comportamiento alimentario tiene


que abordarse desde distintas perspectivas. En primer lugar, es necesario
valorar la situación orgánica, y resolver las posibles complicaciones físicas
de estas enfermedades. Muchos de los síntomas físicos que encontramos en
pacientes pueden ser debidos a la malnutrición. Por otra parte, la
recuperación ponderal, por sí sola, puede dar lugar a una mejoría de ciertas
alteraciones psicopatológicas, como la disminución del estado de ánimo, la
obsesividad, etc. El primer objetivo, por tanto, será establecer un plan de
recuperación de peso, reestructurar hábitos alimentarios y evitar cualquier
conducta purgativa (autoprovocación del vómito, abuso de laxantes o
diuréticos, etc.). Sin embargo, debido a la escasa conciencia de enfermedad
de estos pacientes no es fácil conseguir su colaboración para alcanzar estos
objetivos. Para ellos normalizar la ingesta y evitar el vómito supone
«engordar». Esta posibilidad les genera tanta angustia que rechazan
abiertamente cualquier tipo de ayuda o intentan no manifestar y mantener
ocultas sus conductas patológicas [20].
Además de las medidas dietéticas encaminadas a la rehabilitación
nutricional y a la recuperación de hábitos alimentarios sanos, en muchas
ocasiones es necesario iniciar un tratamiento psicofarmacológico para
reducir la ansiedad frente a la comida, disminuir la compulsión a comer en
el caso de pacientes bulímicos y mejorar el estado de ánimo.
Por otra parte, siempre es necesario iniciar un tratamiento psicoterápico
orientado a corregir las alteraciones psicológicas, familiares, sociales y
conductuales que presentan estos enfermos. Este apoyo psicológico irá
encaminado a conseguir que el paciente no sólo cambie su conducta, sino
también sus actitudes hacia su cuerpo y su peso. Se reforzará también su
autoestima. Estos pacientes se autoevalúan continuamente a través del peso.
Hay que ayudarles a descubrir sus creencias distorsionadas en relación con
la gordura, ya identificar los patrones cognitivos erróneos. Puede ser útil
también informarles acerca de los efectos de la desnutrición y de las
complicaciones de la enfermedad, y mostrarles las presiones socio
culturales a las que se ven sometidos y que, sin duda, influyen también en la
aparición de estos trastornos.

2.6.4. Evolución y pronóstico

La evolución y el pronóstico de estas enfermedades depende de distintos


factores: severidad del trastorno, edad de inicio de la enfermedad, tiempo de
evolución, apoyo familiar, etc. Se acepta que alrededor del 50% de los
pacientes presentan remisión total y que alrededor del 20% tienen una
evolución poco satisfactoria. En todos los casos, sin embargo, hay que tener
en cuenta que se trata de enfermedades de larga evolución. El curso puede
ser oscilante, con remisiones parciales y recaídas posteriores. Es posible
asimismo la alternancia de sintomatología anoréxica y bulímica. Son
factores de buen pronóstico: buena adaptación educativa y ocupacional,
madurez psicológica, buenas relaciones del paciente con sus padres y la
existencia de factores precipitantes del trastorno. Si hay comorbilidad con
trastornos de personalidad el pronóstico es peor.

2.7. Trastornos del control de los impulsos

La Organización Mundial de la Salud [21] en su 10.ª, revisión incluye,


dentro de sus categorías diagnósticas, los «Trastornos de los hábitos y del
control de impulsos». Se trata de comportamientos caracterizados por
«actos repetidos que no tienen una motivación racional clara y que
generalmente dañan los intereses del propio enfermo y de los demás». El
paciente refiere que no puede controlar estos impulsos. Su etiología no está
clara. Dentro de este apartado general se incluyen distintos trastornos entre
los que la ludopatía y la cleptomanía son los más frecuentes.

2.7.1. Ludopatía

La ludopatía o juego patológico consiste, según definición de la OMS, en


«la presencia de frecuentes y reiterados episodios de juegos de apuestas, los
cuales dominan la vida del enfermo en perjuicio de los valores y
obligaciones sociales, laborales, materiales y familiares del mismo».
Se trata de un trastorno crónico, con una alta prevalencia, ya que afecta a
un 0,5-2,5% de la población adulta. Es frecuente que se asocie a otras
alteraciones psiquiátricas y se considera un importante problema de salud
pública.
Los pacientes describen la presencia de un intenso deseo de jugar, difícil
de controlar. Ante situaciones de estrés, este deseo puede hacerse todavía
más imperioso. Existe una necesidad de jugar cantidades crecientes de
dinero para conseguir el grado de excitación deseado; aparecen reacciones
de irritabilidad o inquietud cuando intenta interrumpir el juego.
A pesar de las consecuencias sociales negativas que el juego conlleva
(deterioro de las relaciones familiares, pérdidas económicas, etc.) persiste
un jugar, apostando de modo desadaptativo, constante y reiterado. Después
de perder dinero, se vuelve al día siguiente para intentar recuperado. Los
afectados pueden arriesgar su empleo, mentir o transgredir la ley para
evadir el pago de sus deudas.

2.7.2. Cleptomanía

Con este nombre se designa el impulso incontrolado que experimenta


una persona de apoderarse de objetos que no necesita ni utiliza para el uso
personal. Al contrario, el enfermo después desecha, regala o esconde estos
objetos. Existe una sensación de tensión emocional antes de llevar a cabo el
acto y una sensación de gratificación, después. En ocasiones describen
sentimientos de culpa, ansiedad y abatimiento que no impiden, sin embargo,
que se vuelva a repetir la acción.
Se ha discutido mucho sobre la realidad de la cleptomanía. En algunos
casos se trata de un recurso alegado para justificar algunos hurtos en centros
comerciales o grandes almacenes. Pero el impulso patológico de apoderarse
de algo proviene de un problema psicológico grave. A veces se asocia a
coleccionismo (afán de conservar objetos, bajo la influencia de una
necesidad más o menos electiva, pero patológica). Es necesario estudiar
prudentemente la personalidad del cleptómano para poder valorar el grado
de culpabilidad.
3. APOYO ESPIRITUAL ESPECÍFICO (Miguel Ángel Monge
Sánchez)

Ofrecemos algunas consideraciones pastorales, específicas para cada uno


de los cuadros psiquiátricos señalados anteriormente. Bastarán unos breves
comentarios, estableciendo algunos criterios generales, que sirvan de
orientación a la hora de tratar con los distintos tipos de enfermos.
Recordemos, en primer lugar, algo que puede parecer obvio: estamos
ante personas enfermas, en este caso de la mente, que necesitan también
una adecuada atención humana y espiritual: «Quien sufre un trastorno
mental lleva en sí, “siempre”, como todo hombre, la imagen y semejanza de
Dios. Además tiene “siempre” el derecho inalienable no sólo a ser
considerado imagen de Dios y, por tanto, persona, sino también a ser tratado
como tal» [22].
La prudencia pastoral determinará el modo específico de actuación,
obrando siempre coordinadamente con el psiquiatra. Es conveniente no
recomendar profesionales (psiquiatras, psicólogos, ginecólogos, etc.)
desconocidos (los hay que aplican criterios freudianos, deterministas,
materialistas cerrados a la trascendencia, etc.), como también es aconsejable
indagar con preguntas prudentes sobre el tipo de consejos que los
interesados reciben de esos profesionales. Es buena práctica tener ya para
uso personal una lista suficiente de profesionales de criterio, para informar
en caso necesario (y en tal caso, nunca de uno sólo). En el caso de los
sacerdotes hay que extremar, como es obvio, la delicadeza con el sigilo
sacramental, a la hora de colaborar con médicos, psicólogos, etc.
Ofrecemos, en primer lugar, unos criterios muy generales, más o menos
comunes a cualquier cuadro psiquiátrico. Después –por su mayor frecuencia
en la actualidad– nos detenemos en algunos casos particulares: depresiones,
escrúpulos, anorexia, bulimia, etc. Cuadros, como la homosexualidad, la
demencia senil y las toxicomanías, se tratan en otros lugares de esta obra
(cfr. capítulos IX, 5.2; V, 4 y XIII, 9, respectivamente).
3.1. Enfermos mentales en general

Fuera de los casos en que un sacerdote ejerza su tarea como capellán de


un hospital o de un centro psiquiátrico, no será frecuente que, en su trabajo
habitual, se presenten muchos casos de enfermedades mentales. Sin
embargo, pueden acudir personas con trastornos psiquiátricos diversos o, en
ocasiones más excepcionales, con otras patologías que requieran claramente
la intervención de un médico.
De ordinario, basta con que tenga algunas ideas generales sobre las
enfermedades mentales: lo imprescindible para darse cuenta –a veces, basta
el sentido común– de que se encuentra ante una persona no del todo normal,
y tomar las medidas oportunas para proceder del mejor modo y, si es el
caso, remitir esa persona a un médico de recto criterio cristiano, etc.
El pastor de almas, ante un penitente que muestra signos claros de
anormalidad –por ejemplo una esquizofrenia o una depresión grave–,
procurará confirmar la existencia, y el grado de consentimiento, de los
pecados de que se acusa en la Confesión (la materia dudosa no basta), para
asegurarse de que se dan las condiciones requeridas para la validez del
sacramento.
Para juzgar la capacidad que tiene una persona enferma de incurrir en
culpa moral, se necesita la información del psiquiatra, que es quien puede
calibrar hasta qué punto los diversos estados patológicos son capaces de
reducir la libertad. Es cierto que la responsabilidad se relaciona
estrechamente con la propia conciencia, pues ésta es la norma subjetiva de
moralidad. Sucede con frecuencia que, en muchas enfermedades
psiquiátricas, aunque la persona tenga una conciencia bien formada –lo que
no siempre sucede–, el grado de responsabilidad suele estar disminuido. En
todo caso, es importante una relación habitual con el psiquiatra. El pastor de
almas no tiene derecho a desdeñar los resultados de la ciencia médica, y ha
de procurar no ser excesivamente riguroso con este tipo de enfermos;
tampoco se dejará llevar de una laxitud que le lleve a justificar todos los
errores o faltas de los enfermos que acuden a él. Debe esforzarse por
sopesar exactamente la culpabilidad de los penitentes y para ello se servirá
de todos los datos de la ciencia, para cumplir en su tarea de juez y
«médico», actuando con sabiduría y respeto a la verdad.
Se pueden tener dudas sobre si el enfermo está o no en condiciones de
recibir el sacramento de la Penitencia. En esos casos, conviene siempre una
actitud acogedora, procurando escuchar al enfermo. Como no faltan
situaciones de locuacidad (fases maníacas, por ejemplo), se buscará con
tacto el modo de abreviar la conversación. Nuestra experiencia es que no
son eficaces largas charlas. Pero es conveniente reforzar en el enfermo el
consejo concreto que hayan dado los médicos. Por lo que se refiere a las
cuestiones médicas, el sacerdote debe esforzarse en comprender –insistimos
que estamos ante personas enfermas–, limitándose a escuchar y apoyar los
consejos del profesional de la Medicina.
Pastoralmente, conviene saber que:
a) Lo más característico de la actitud del enfermo psicótico es la
incomprensibilidad de su conducta, que tiene algo de absurdo. El
observador choca con un muro impenetrable. Todo intento de persuasión
resulta inútil.
b) La paranoia es una entidad psiquiátrica que ofrece problemas serios.
Los paranoicos se muestran aparentemente normales, en muchos campos de
su actividad y de su conducta; pero lo característico de estos enfermos es
que presentan ideas delirantes, a veces obsesivas –delirios de persecución o
formas similares–, con una estructura interna coherente: dentro de lo
insólito de la historia delirante –que es percibido por la persona sana– hay,
sin embargo, cierto orden, coherencia y concatenación de hechos en lo que
narra el paciente, que la hace verosímil. No faltan, entre los paranoicos,
algunos que desarrollan bien un trabajo intelectual o manual, pasando su
enfermedad casi inadvertida, aunque resulta evidente para las personas que
les tratan de cerca.
c) Los trastornos de ansiedad se manifiestan como una reacción anómala
–pero comprensible– ante determinadas situaciones externas o internas del
sujeto. Se ha dicho que el «neurótico» convierte lo absoluto (Dios, la gracia,
etc.) en relativo, y lo relativo (lavarse las manos o no, etc.) en absoluto.
Cualquier persona puede reaccionar de un modo neurótico en situaciones
límite, pero se suele llamar neurótico al que lo hace en casos de relativa
normalidad, ante los que el hombre medio reaccionaría de modo mesurado.
Se puede manifestar de muy diversas formas: la histeria de conversión, por
la cual aparece un signo somático (parálisis, etc.) como consecuencia de un
problema emocional; las neurosis depresivas, la angustia exagerada ante
peligros ínfimos, las ideas obsesivas, las fobias, la ansiedad, etc.
En este campo, lo mismo que en el de personalidades patológicas, es
donde el formador o director espiritual puede ayudar de algún modo –por sí
solo o con la colaboración del médico–, puesto que estas personas son
capaces de llevar una vida de piedad y mostrarse –en determinados
aspectos– bastante normales. A veces tienen más confianza en el médico
que en el sacerdote, porque les parece que el primero no hace reproches
acerca de la conducta, y, en determinadas situaciones de angustia, puede
clarificarles las ideas con su modo de proceder clínico. Bien entendido, sin
embargo, que el cometido de uno y otro –médico y sacerdote– son distintos,
aunque consigan en el enfermo determinados efectos comunes, como puede
ser la serenidad interior. El sacerdote debe procurar la orientación espiritual
que le es propia, y ocuparse particularmente de lo que se refiere al
sacramento de la Penitencia.
Resulta evidente que no hay que exagerar ante estos casos. Algunos son
muy leves, y será suficiente consultar al médico de buen criterio y de recta
doctrina (si es posible, católico); de lo contrario, se podrían causar daños en
los enfermos, tanto de orden moral como de orden psíquico.

3.2. Enfermos con trastornos de la afectividad (depresiones)

Cuando se ha llegado a un diagnóstico de depresión, debe afirmarse que


el interesado no es responsable de su enfermedad. Esto quizá no siempre es
así (o al menos no parece claro que no se sea nunca responsable en su
causa), aunque no haya que decirlo expresamente al enfermo. Es importante
tener esto en cuenta, pues frecuentemente los que padecen una depresión se
plantean su posible culpabilidad, y dan vueltas a esa idea buscando razones
que expliquen su dolencia [23]. Interesa, por tanto, que intenten aceptar la
depresión como lo que es: una enfermedad más, como puede ser el cáncer o
la diabetes. Habrá que ayudarles para que ofrezcan a Dios su tristeza, con la
alegría de la fe, sabiendo que Dios les ayuda a sobrellevar –más aún, a
santificar– la enfermedad y que, en unión con la Cruz de Jesucristo, para los
que aman a Dios y a los demás «todo es para bien» (omnia in bonum),
como enseña San Pablo (Rm 8, 28).
Es muy ilustrativo el modo en que Santa Teresa de Jesús afronta la
cuestión de lo que ella llama melancolía, que en algunos casos, bien podría
entenderse como un cuadro depresivo. Avisa la Santa de Ávila de la
gravedad de esta situación, con dos razones: a) la primera, es que no parece
enfermedad: «Como no las fuerza a estar en cama, porque no tienen
calentura, ni a llamar médico...» [24]; b) la segunda, porque en otras
enfermedades se sana o se muere; aquí, «por maravilla sanan, ni de ella se
mueren», es decir, que la enfermedad se vuelve larga y pesada [25]. Por
ello, insiste en que «los que están del todo enfermos de este mal es para
haberles piedad, mas no dañan, y si algún medio hay para sujetarlos es que
hayan temor» [26].
No hay que poner nunca en duda las subjetividades nimias o delirios que
manifiesten estos pacientes, pues eso les haría desconfiar de las personas
que los atienden. En muchos casos basta con escucharles y no responder
directamente a sus planteamientos, que suelen ceder conforme la
enfermedad va mejorando. Es importante que se sientan comprendidos.
Pero no basta con manifestarlo, sino que han de notar palpablemente esa
comprensión. En este tipo de enfermedades es grande la carga subjetiva, ya
que la afectividad enfermiza suele deformarlo todo.
Importa, por tanto, escuchar les siempre y no pretender contestar a todas
sus preguntas, interrogantes y dudas. Necesitan sentirse entendidos y
queridos, y les ayuda más desahogarse que recibir muchos consejos.
Hay que hacerles ver, con paciencia y sin pretender que lo entiendan
enseguida, que esa enfermedad –como todo lo que ocurre en nuestra vida–
es algo permitido por Dios para su bien, el de su familia, para la Iglesia y
todas las personas [27]. De ningún modo puede considerarse como un
castigo. Dios no les quiere menos: por el contrario, les trata con especial
predilección, porque les ve con capacidad de sufrir por Él y con Él (hemos
tratado a enfermos, con una profunda depresión, que, sin embargo, son
capaces de aceptar, incluso agradeciendo a Dios, todas las limitaciones que
su enfermedad lleva consigo). Conviene animarles a que se apoyen
confiadamente en Dios, en la Virgen Santísima; que acudan con frecuencia
al Sagrario, a la oración de petición, en la medida en que su situación se lo
permita.
A las personas que siguen un plan de vida espiritual a través de algunas
normas de piedad (oración, lecturas, asistencia frecuente a la Santa Misa,
etc.) y determinados medios de formación cristiana, puede decírseles que
durante una temporada no se sientan obligados a cumplirlos. Este consejo
debe darse de acuerdo con el médico. En esa situación, es bueno
aconsejarles que sigan manifestando su trato con Dios a través de
jaculatorias, actos de amor, etc. Santa Teresa, por ejemplo, aconseja a sus
monjas afectas de melancolía que «no tengan muchos ratos de oración, ya
que tienen la imaginación flaca y harálas mucho daño» [28]. Igualmente
aconsejaba reducir las penitencias [29].
El papel del sacerdote –aprendiendo a deslindar lo psicopatológico y lo
moral– consiste básicamente en aconsejar obediencia a los médicos. Debe
ayudar a los enfermos a que entiendan esa situación como una oportunidad
nueva para darse a los demás y una ocasión para acercarse más a Dios.
Interesa aconsejarles que huyan de la soledad, de encerrarse en sí
mismos, de autocompadecerse; pero dándoles a la vez soluciones prácticas
y tareas que puedan hacer. No suele ser bueno –salvo prescripción médica–
que estén habitualmente en su habitación. Igualmente, se ha de cuidar que
los fines de semana no se aíslen o hagan planes extraños. Lo mejor es
adelantarse: sugerirles algunas actividades, preguntarles qué podrían hacer
y tratar de que alguien de su familia o algún amigo les acompañe.
Si aparecen síntomas de autocompasión o búsqueda de
«compensaciones» (faltas contra la sobriedad, concesiones en la
sensualidad, desaprovechamiento del tiempo, etc.), hay que hacerles ver
que, cuando una persona no sabe cómo portarse bien, nunca es solución
portarse mal, y convendrá ejercitar con ellos la fortaleza, sin ceder a falsas
comprensiones, que podrían dañar seriamente al interesado.
3.3. Cuadros psicóticos (esquizofrenia, etc.)

En estos casos, aunque no siempre se produce un deterioro de la


capacidad intelectual (incluso en algún caso los enfermos presentan un
elevado coeficiente intelectual), los procesos intelectivos de los pacientes
suelen estar alterados. Como para el ejercicio de la libertad es requisito
necesario la plena posesión de la capacidad intelectual, convendrá tener en
cuenta ese hecho al valorar la responsabilidad moral de estos pacientes.
Aquí el parecer del médico es necesario para establecer la línea divisoria
entre un trastorno, más o menos completo, de la capacidad intelectual y
aquellos otros en los que ésta no se da.
Conviene saber que en el curso de los cuadros paranoicos (como en otras
enfermedades mentales) existen intervalos de lucidez, en los que hay plena
conciencia y, por tanto, cierta responsabilidad moral. Por ello, será muy útil
la consulta con el psiquiatra, para actuar pastoralmente de modo más
oportuno. Por ejemplo, para atender su petición, no es suficiente que el
paciente manifieste deseos de confesarse, de recibir la Comunión, etc.; hay
que calibrar su lucidez mental y para ello es conveniente el parecer del
médico.
Ante la intranquilidad de estos enfermos, ante faltas quizá objetivamente
graves, resulta útil en la práctica que desahoguen su conciencia de esas
faltas que subjetivamente no lo son, animándoles en su esfuerzo –si les es
posible– por corregirse.

3.4. Trastornos del comportamiento alimentario

Tal vez lo primero que conviene tener presente frente a estos trastornos
es la responsabilidad que corresponde a la sociedad, en cierta medida
culpable de ellos. Responsabilidad que afecta también a la familia.
El papel que puede desempeñar la familia de un paciente con un
trastorno alimentario, tanto en la prevención como en el tratamiento de la
enfermedad, es muy importante. Algunos aspectos de esta intervención
familiar pueden ser: conocer qué comen los hijos, tanto en casa como en el
colegio; procurar que hagan todas las comidas en el momento adecuado y
que tengan una información suficiente sobre la necesidad de una
alimentación variada; intentar que hagan al menos una de las principales
comidas del día en familia, etc. En resumen, ayudarles a mantener unos
hábitos alimentarios saludables.
La familia es, además, el ámbito más adecuado para favorecer el proceso
de maduración personal en las etapas evolutivas de la pubertad y
adolescencia. Es necesario, para ello, saber combinar adecuadamente los
binomios autoridad-responsabilidad, convivencia-independencia y otros
similares, facilitar la expresión de sentimientos y problemas (evitando que
pueda hacerse a través de la comida), transmitir el valor del esfuerzo frente
al éxito, etc. En este contexto, conviene prestar especial atención a la
autoestima, fomentando el sentimiento del propio valor mediante
manifestaciones explícitas que hagan al adolescente sentirse aceptado y que
se cuenta con él.
Cuando el trastorno ya está instaurado, es importante que la familia sea
consciente de que nadie tiene la culpa de la enfermedad. Conviene evitar
estos sentimientos, tanto en los padres como en los hijos enfermos. Es
importante insistir en la necesidad de acudir al médico cuanto antes, sin
retrasos. A veces se producen actitudes de prevención frente a la
intervención del especialista. Hay que explicar también que el proceso de
recuperación es largo y difícil, y lo habitual es que haya avances y
retrocesos.
Los educadores y amigos, en muchos casos, tienen un papel similar a la
familia, aunque en otros ámbitos. A veces es más fácil que, amigos o
profesores, detecten estas alteraciones alimentarias. Además de aportar a la
familia la información de la que se disponga, urge también el apoyo
incondicional al paciente.
La atención pastoral suele ser una gran ayuda en la recuperación de esta
enfermedad. Conviene insistir mucho a las pacientes en la obediencia a los
consejos médicos, ayudando sobre todo en la sinceridad, ya que existe una
gran tendencia a engañar, ocultando datos (uso de laxantes, arrojar comida,
etc.) a los médicos y enfermeras. Como ese engaño no es del todo
consciente, se ha de emplear cierta suavidad, pero haciendo ver a las
pacientes que para llegar a la curación, tienen que ser totalmente sinceras
con sus terapeutas. Sin docilidad a ellos, no conseguirán la curación.

3.5. Trastornos del control de los impulsos

Ante personas que han caído en las garras de los juegos de azar
(ludópatas) o sienten una tendencia compulsiva a gastar dinero, que les
lleva a realizar compras costosas e innecesarias, ¿qué cabe hacer
pastoralmente?
Dejando claro que se trata de un comportamiento objetivamente
equivocado, hay que tener en cuenta que estamos frente a trastornos que
debilitan la capacidad de decisión. Estas personas, aun siendo conscientes
de su situación, no son capaces de dominar sus impulsos y, por tanto,
carecen de plena responsabilidad. Sin embargo, habrá que procurar
ayudarlas, de acuerdo con el médico, a superar el trastorno. El tratamiento
médico suele ser imprescindible. Es conveniente contar con las
asociaciones dedicadas a la rehabilitación de estos enfermos.

3.6. Personas escrupulosas

En las conversaciones con las personas que padecen de escrúpulos, se ha


de quitar importancia a sus problemas: esto les tranquiliza mucho. Al
mismo tiempo, hay que mostrar energía y firmeza: se perdería autoridad –y
como consecuencia, eficacia– si aun remotamente encontrasen alguna
contradicción al contestarles o al resolver sus preocupaciones: hay que
exigir una adhesión firme al criterio que se les dé.
En la Confesión, es necesario ayudarles a que se limiten a exponer los
hechos, recordándoles que el juez es el sacerdote y no ellos; y que la
obediencia a los consejos del confesor será el modo de que se formen poco
a poco una conciencia clara, y se vean libres de sus escrúpulos.
A veces puede ser útil, en la práctica, que el confesor les dé a entender
que no se les admite que hayan cometido pecado mortal, mientras no
puedan jurar, sin duda alguna, que lo han cometido. Hay que simplificarles
la vida interior y la dirección espiritual, para aumentar la confianza en Dios
y su sentido de filiación divina; simplificar el examen de conciencia, que
debe limitarse a una simple respuesta a unas pocas preguntas bien
determinadas, que se les habrán indicado previamente; y, a veces, será
aconsejable que no lo hagan por una temporada; insistirles en el olvido de sí
mismos, para que tengan trabajo abundante y preocupación por los demás:
porque éste es –humana y sobrenaturalmente– un recurso espléndido, y
Dios les dará luz, como premio a su buena voluntad.
Si, a pesar de todo, continuaran los escrúpulos, quizá pueden obedecer a
trastornos patológicos y habrá que acudir a un médico de buen criterio
cristiano. En cualquier caso, conviene actuar con extremada prudencia,
consultando frecuentemente con quien tenga mayor experiencia de almas,
pues a veces puede tratarse de delicadeza de conciencia, de una mayor
exigencia de la gracia, o de que Dios les pide más entrega.
Conviene saber que, a veces, una persona joven puede decir que tiene
escrúpulos, cuando en realidad se trata de asuntos mal resueltos, por
ejemplo, por falta de sinceridad, fundamentalmente en cuestiones de
castidad [30]; por lo tanto no suele ser prudente aceptar sin más –cuando no
existen otros datos que lo confirmen– que se trata de verdaderos escrúpulos.
En cualquier caso, convendrá dar a entender que se cree lo que se afirma, y
al mismo tiempo sondear indirectamente –sin provocar nuevas dudas– la
existencia de otros síntomas. Si se confirma que no son verdaderos
escrúpulos, con delicadeza y prudencia, habrá que ayudar a la sinceridad –
sin agobiarle–, quitando importancia al asunto –salvo que el problema
afectase a la validez de la Confesión–. Procurando siempre que esa persona
abra su alma de par en par, sin forzar, para que el interesado reconozca la
verdad con visión sobrenatural y con dolor de amor.
BIBLIOGRAFÍA

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CAPÍTULO XIII
PASTORAL TERAPÉUTICA

Miguel Ángel Monge


¿Cuál debe ser la actitud del agente de pastoral ante la enfermedad, sobre
todo en relación con aquellos que la sufren? No nos referimos a la búsqueda
de su sentido, cuestión que ya ha sido tratada en el capítulo V, sino que
pretendemos analizar ahora en qué medida la actividad del sacerdote puede
integrarse en una Pastoral terapéutica, es decir, en el modo de ejercer –con
su tarea específica de pastor– una acción, no sólo salvífica, sobrenatural,
sino también sanante.
Esto nos lleva al estudio de algunas cuestiones relacionadas con la
atención médica y la de «gestión» o política sanitaria, que deben ser
conocidas, aunque sea sumariamente, por los pastores de almas. Pero, sobre
todo, nos detenemos en el análisis de algunos tipos de enfermedades y/o de
enfermos que no han sido todavía tratados en páginas precedentes.
Con ello pretendemos ofrecer a la consideración de los agentes de
pastoral no especializados algunas observaciones, para que sepan
conducirse con prudencia en sus visitas esporádicas a los hospitales para
atender a los enfermos o a sus familiares.

1. VISIÓN INTEGRAL DEL HOMBRE ENFERMO

Cuando el hombre o la mujer enferman, siguen siendo personas. Su


ingreso en un centro hospitalario no les convierte en un simple número de
una historia clínica. Por el hecho de enfermar, no pierden su identidad
personal, ni dejan de ser «alguien» para convertirse en «algo».
Al ser el hombre una unidad psicofísica (cfr. capítulo I), al enfermar,
todo él se resiente. Por ello, la enfermedad no sólo afecta al cuerpo, sino a
la persona en su totalidad: puede decirse que enferma todo el hombre. La
atención del enfermo debe comprender, pues, no sólo los aspectos
biológicos, sino también los psicológicos, culturales, espirituales y
religiosos. Esta visión integral del enfermo ha formado parte de la más
genuina tradición médica [1] y viene expresada por aquella frase de una
joven paciente, ingresada en un hospital: «Yo no soy una enferma, soy una
persona que tiene un problema», y recalcaba con fuerza la palabra persona.
En la Medicina moderna, se han desarrollado mucho las posibilidades
diagnósticas y terapéuticas, pero a costa de olvidar a veces a la persona que
sufre. Porque no es suficiente tratar de curar el órgano o la función
lesionada, sino que hay que procurar cuidar y tratar al ser humano como tal.
Tarea que no siempre se logra. Como escribe un médico humanista,
«conocer a la persona enferma, no se consigue ni con la PET, ni la RM, ni
con la endoscopia, etc. Los métodos exploratorios somáticos dan datos
precisos y, en general, exigen poco tiempo. El estudio de la persona es
mucho más complejo; es difícil conocer datos precisos y exigen mucho más
tiempo. Si a esto añadimos que, por la diversidad y aun multiplicidad de
médicos, que ven de ordinario al mismo paciente, ése es reconocido por
todos y no conocido por ninguno [...] tenemos motivos más que suficientes
para pensar que la medicina que ahora se practica, y continuará
practicándose durante un cierto tiempo, es fundamentalmente, somaticista»
[2]. De ahí la necesidad de humanización de la que hablamos. Obligación
aún más grave en un profesional que se confiesa católico [3].

1.1. Humanización y deshumanización de la Medicina

En el complejo mundo de la Sanidad, se empieza a hablar de


humanización cuando surgen actitudes discordantes o denuncias en el modo
poco humano de tratar a los enfermos [4]. No es que hayan faltado o falten
ejemplos de generosa dedicación en la atención a los enfermos, sobre todo
los más desasistidos: niños, ancianos, afectados de sida, etc. Siempre los
habrá, porque la Medicina lleva en su entraña una radical vocación de
servicio. Sucede, sin embargo, que al producirse un retroceso en el arco de
los valores humanos, éstos, más que a una «filosofía» o a una actitud
cultural de sentido humanístico, han sido abandonados muchas veces a la
buena voluntad de las personas singulares. No es éste el momento de buscar
las causas de esta situación, donde probablemente podrían encontrarse
motivaciones económicas o sociales. Aunque el origen es más hondo, quizá
deriven de la misma concepción que se tenga de la Medicina. Como
advertía Juan Pablo II, al referirse a este tema, «se trata de saber, en
definitiva, si la medicina está al servicio de la persona humana, de su
dignidad, en aquello que tiene de único y trascendente, o si el médico se
considera ante todo como un agente de la colectividad, al servicio de los
intereses de los sanos, a los que habría que subordinar el cuidado de los
enfermos». El mismo Pontífice ofrecía la solución, al recordar que, «desde
Hipócrates, la moral médica se ha definido siempre por el respeto y
protección de la persona enferma» [5].
La técnica (el tecnologismo) ha conducido injustamente a un progresivo
apartamiento del sujeto de la Medicina, a una excesiva tecnificación y
medicalización de la salud y de la enfermedad, en detrimento del sentido
biográfico de los mismos pacientes. Los evidentes logros conseguidos (en la
asistencia hospitalaria y farmacéutica; en el aumento de hospitales,
ambulatorios y centros de salud; en la asistencia a minusválidos y desarrollo
de la rehabilitación, y tantas otras realidades de servicio al hombre
enfermo), han llevado, en ocasiones, a una desviación de valores y a
confiarse todo a la técnica. Se ha creado así un horizonte utópico, que lleva
a esperarlo todo de la ciencia médica.
La deshumanización se produce cuando se olvida que la persona enferma
ha de ser el fin de la estructura sanitaria y de la actuación profesional y
cuando se introducen otros intereses de carácter lucrativo o ideológico, de
prestigio profesional o de reivindicaciones laborales. Recordamos, en este
sentido, diversas recomendaciones de la Asamblea Parlamentaria del
Consejo de Europa, en las que late la inquietud ante el proceso de
deshumanización de los hospitales [6] y en las que se advierte igualmente
que el desarrollo técnico amenaza a los derechos del hombre y a la
integridad del enfermo, lo que puede llevar a un trato menos humano y a
una menor información al paciente. De ahí que se reclame cada vez con
mayor fuerza el derecho a una atención de calidad: a estar informado,
incluido el de poder prepararse a la muerte. El progresivo desarrollo del
Consentimiento informado (CI), con sus implicaciones médico-jurídicas, es
buena muestra de ello. En cualquier caso, «la humanización de la medicina
responde a un deber de justicia, cuyo cumplimiento no puede ser delegado
enteramente a otros. El campo operativo es vastísimo: va desde la
educación de la salud hasta la promoción de una mayor sensibilidad en las
responsabilidades de la cosa pública; del empeño directo en el propio
ambiente de trabajo a las formas de cooperación –local e internacional– que
son posibles gracias a la existencia de tantos organismos y asociaciones que
persiguen entre sus finalidades estatutarias el advertir, directa o
indirectamente, la necesidad de hacer siempre más humana la medicina»
[7].

1.2. Consentimiento informado

En la época actual, se considera el derecho a la información como uno de


los logros más importantes en el campo sanitario. Todo paciente, usuario de
la salud, como ahora se dice, tiene derecho a que se le informe
adecuadamente de los diversos actos médico-quirúrgicos a los que va a ser
sometido. El médico no posee, frente al paciente, un derecho separado o
independiente; y puede obrar sólo si el paciente lo autoriza explícita o
implícitamente; sin esa autorización, el agente de la salud se atribuiría un
poder arbitrario [8].
Se tiende a veces a considerar el consentimiento informado como un
mecanismo de defensa de la clase médica, frente a las posibles demandas
por casos de mala práctica. Pero no parece ese un buen planteamiento. La
Constitución española de 1978, al igual que los diversos códigos
deontológicos, lo presentan como una expresión de la dignidad y de la
libertad de la persona. Efectivamente, el consentimiento informado se
considera como un proceso gradual y verbal en el seno de la relación
médico-paciente, en virtud del cual, el paciente acepta o no, someterse a un
procedimiento diagnóstico o terapéutico, después de que el médico le haya
informado de modo suficiente, sobre la naturaleza, riesgos y beneficios que
el tratamiento conlleva, así como sus posibles alternativas.
A este respecto, conviene subrayar dos cuestiones que nos parecen
importantes:
a) el respeto absoluto que merece todo paciente. El médico no puede
nunca convertirse en dueño de la vida del enfermo, puesto que nadie es
dueño de la vida de nadie y cada ser humano es sólo administrador de su
propia vida;
b) pero nadie debería esgrimir este derecho con un talante altanero,
rechazando toda posible intervención del médico, como si se tratase de una
intromisión en su propia vida.
Las dos cuestiones vienen resumidas muy bien en el siguiente texto: «La
relación sanitaria es un contacto humano, dialogal, no de objetos. El
paciente no es un individuo anónimo sobre el cual se aplican los
conocimientos médicos, sino una persona responsable, a la que debe
hacerse copartícipe del mejoramiento de la propia salud y del logro de la
curación. Es una exigencia moral colocar al paciente en condiciones de
poder elegir personalmente y no en la de someterse a decisiones y
elecciones que otros han tomado por él» [9].

1.3. El enfermo, primer responsable de su salud

A lo largo de la historia de la Medicina, la relación médico-enfermo ha


sido heterogénea (el médico, como la parte fuerte, y el enfermo como la
débil); hoy, sin embargo, no se acepta una relación de tipo «paternalista»,
que ha sido sustituida por otra «informada y compartida». Algunos alegan
que, al reforzarse los «derechos» del enfermo, se ha producido cierta
deshumanización; aunque no debería de ser así. De lo que se trata es de dar
más protagonismo al enfermo como beneficiario de los sistemas de salud, lo
cual nos parece muy positivo. De hecho, son cada vez más abundantes las
quejas sobre la aplicación de criterios puramente economicistas en la
gestión de los sistemas sanitarios, las cuales han llevado a descuidar lo que
constituye el centro de la actividad sanitaria: la atención del paciente.
El Papa Juan Pablo II ha advertido en diversas ocasiones de los riesgos
de una deshumanización de la Medicina, animando a una atención
personalizada de cada enfermo: «Vosotros mismos tenéis necesidad de
comprender al enfermo en toda su realidad para ofrecerle una asistencia
personalizada. Es necesario, pues, que se establezca un vínculo entre la
esfera psicoafectiva del paciente y vuestro mundo interior de hombres,
antes incluso que de profesionales. La relación enfermo-médico, por ello,
debe convertirse en “un auténtico encuentro entre dos hombres libres...,
entre una confianza y una conciencia”» [10].
Por lo que se refiere a la relación enfermera-paciente, las cosas parecen
más sencillas, pero también han surgido problemas para encontrar el
equilibrio entre el deber de la enfermera de cuidar al paciente y el derecho
del paciente a su autonomía. El protagonismo del enfermo en su proceso de
recuperación de la salud, comprende también procurar reintegrarlo a su
ambiente y a la sociedad. Es lo que ordinariamente sucede, pero surgen
muchos problemas cuando se plantea con enfermos crónicos y algunas
patologías: drogadictos, enfermos mentales, etc., que analizaremos más
adelante.

1.4. Trato humano delicado y respetuoso

Aludimos aquí a la atención delicada y respetuosa que corresponde al


trato del médico con sus pacientes [11]. Se ha pensado a veces, que ésa era
tarea exclusiva de la Enfermería, como si la enfermera fuese la única
persona capacitada para realizar ese trabajo. Es cierto que la Enfermería es
la ciencia y el arte de cuidar a los enfermos, supliendo sus limitaciones y
adelantándose a sus necesidades físicas y espirituales. La enfermera es,
probablemente, la persona más capacitada para realizar esos trabajos, para
los que se requiere una fuerte carga de humanidad. Pero esa tarea
corresponde a todo el personal sanitario. Desde el mismo comienzo del
trato con el enfermo, debe existir confianza, respeto y delicadeza. «El que
está enfermo –decía el Mensaje de los obispos españoles para el Día del
Enfermo, en 1987– necesita ser amado y reconocido, ser escuchado y
comprendido, acompañado y no abandonado, ayudado pero nunca
humillado, sentirse útil, ser respetado y protegido». En este sentido, no cabe
delegar en colectivos especializados (sean enfermeras, voluntariado o
agentes de pastoral de la salud). Humanizar la relación con el enfermo
corresponde a todos los que le asisten y cuidan. Como enseña Juan Pablo II,
«ninguna institución puede de suyo sustituir el corazón humano, la
iniciativa humana cuando trata de salir al encuentro del sufrimiento ajeno»
[12]. Ésta es la tarea, costosa pero gratificante –convertida en una demanda
social–, que corresponde a todos los que trabajan en el campo de la Salud.
Cuadro 1
Decálogo del médico humanista
1. Respetar la vida humana, la dignidad de la persona y el cuidado de la salud, son sus deberes
primordiales.
2. Ser competente técnica y científicamente en el arte de la Medicina.
3. Los principios éticos que informan su labor diaria son: beneficencia, autonomía y justicia.
4. Trato humano con los pacientes.
5. Deberá poseer ideas, valores y modos de expresión provenientes del mundo del arte y de las
letras.
6. Procurará empatizar en el trato con sus pacientes.
7. Deberá ser consciente de sus deberes con la comunidad.
8. Tratará a sus colegas con la debida deferencia, respeto y lealtad y trasmitirá su saber de una
forma generosa.
9. Reconocerá en los restantes profesionales de la salud a sus verdaderos colaboradores.
10. Tendrá derecho a objetar científicamente en conciencia a las demandas irracionales o
antihumanas de sus pacientes u otros profesionales de la salud.

Fuente: José Antonio Trillo.

2. RECURSOS TERAPÉUTICOS ACTUALES: VALORACIÓN


MORAL DE SU EMPLEO
En las postrimerías del siglo XX, se ha constatado un notable aumento de
la demanda asistencial en el campo de la sanidad [13]; por otra parte, las
expectativas de vida y el envejecimiento de la población también han
aumentado, lo mismo que las tecnologías médicas, que son cada vez más
sofisticadas y, por supuesto, más caras [14]. Aunque la renta per capita
aumenta progresivamente, ya se vislumbra un futuro en el que el gasto
sanitario no podrá hacer frente a todas esas necesidades. Reducir costes y
aumentar la eficiencia es el ideal que ya se proponen todos los gobiernos
del mundo. Pero esto plantea diversas cuestiones éticas.
Es natural que, ante la enfermedad, exista la obligación de poner en
práctica todos los medios disponibles. Pero surgen, al menos, dos
dificultades:
a) la escasez de los recursos médicos, que no llegan a atender las
demandas de toda la población;
b) el uso adecuado (proporcionado o no) de tales recursos.
La primera cuestión –la escasez de los recursos médicos– pertenece a las
políticas sanitarias de los gobiernos, aunque no está exenta de criterios
éticos. Lamentablemente, lemas como «Salud para todos en el año 2000»,
propuestos por los organismos internacionales, no dejan de ser una utopía
[15].
La realidad es que se impone un uso racional de los recursos disponibles
[16], lo que lleva a establecer criterios, discutibles en algunos casos, por
«discriminatorios» (edad, aparatos disponibles, pronóstico de vida, etc.),
que deberán ser aceptados mientras no llegue a ser realidad la meta de
«salud para todos».
La segunda dificultad, debida paradójicamente al enorme desarrollo de la
Medicina. El tema ha sido tratado en otro lugar [17]. Digamos tan sólo que
rechazar otros medios «desproporcionados» (no exentos de peligro,
demasiado costosos, etc.) no equivale al suicidio: «Significa más bien, o
simplemente la aceptación de la condición humana, o deseo de evitar la
puesta en práctica de un dispositivo médico desproporcionado a los
resultados que se podrían esperar, o bien una voluntad de no interponer
gastos excesivamente pesados a la familia o a la colectividad».
Nos parece pues que es siempre lícito contentarse con los medios
ordinarios que la Medicina puede ofrecer. No se puede, por tanto, imponer a
nadie la obligación de recurrir a curas no exentas de peligro o demasiado
costosas (lo que se consideran medios desproporcionados). El deber de
defender la vida, afirmaba Pablo VI, no supone la obligación del médico de
utilizar todas las técnicas de supervivencia que le ofrece una ciencia
infatigablemente creadora. Ante la inminencia de una muerte inevitable, a
pesar de los medios empleados, es lícito, en conciencia, tomar la decisión
de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una
prolongación precaria y penosa de la existencia.

3. RECURSOS DE PSICOTERAPIA DE APOYO ACCESIBLES


AL PROFANO Y AL SACERDOTE

Se ha recordado ya que la enfermedad afecta a toda la persona. No basta,


pues, tratar de curar un órgano, aparato o función lesionados, sino que debe
ser sanada toda la persona. Lo afirmado anteriormente acerca de la
humanización de la medicina está en esa línea.
Aquí nos referimos al apoyo psicológico que requieren los enfermos. No
es suficiente que los profesionales realicen correctamente su tarea:
exploración, intervención quirúrgica, cura, diagnóstico, etc. Se espera más
de ellos. Como el ejercicio de la Medicina es un encuentro entre personas,
siempre deberá estar presente esa relación: «La relación personalísima de
diálogo y de confianza que se instaura entre vosotros y el paciente exige de
vosotros una carga de humanidad que, para el creyente, se expresa en la
riqueza de la caridad cristiana» [18].
Es importante que esta dimensión esté siempre presente en todos los que
trabajan en el campo sanitario, ya sea el Servicio de información, Cirugía,
Dietas o Enfermería. También aquí los agentes de pastoral desempeñan una
importante tarea, ya que no deberían limitarse a la atención espiritual –
aunque ésta sea su tarea principal–, sino que han de colaborar también en
los aspectos humanos y psicológicos: escuchando, dando paz y serenidad,
animando o corrigiendo; una advertencia que se hace con cariño,
desinteresadamente, puede ayudar a un enfermo a superar un momento
malo. Es la tarea que hoy se conoce como «relación de ayuda», y que con
frecuencia es tratada de un modo un tanto teórico [19].

4. EL ENFERMO HOSPITALIZADO Y EN LAS UCI,


CORONARIAS, DIÁLISIS

Muchas afirmaciones que se hacen en esta obra, referidas a los enfermos


en general, son válidas obviamente para los que se encuentran
hospitalizados, aquellos que pasan días, semanas o meses ingresados en un
centro sanitario [20]. No nos referimos al sentido de la enfermedad, al trato
humanizado, al apoyo psicológico o a la atención espiritual, que ya han sido
o serán tratados. Aquí nos detenemos en los problemas específicos que se
pueden presentar en algunos de los enfermos hospitalizados. Ya se ha
estudiado la atención de los enfermos terminales (cfr. capítulo VI). Ahora,
tratamos de los enfermos crónicos y los oncológicos, también del síndrome
denominado «hospitalismo» y de los enfermos que se hallan en las
Unidades de cuidados intensivos (UCI) y en las de Hemodiálisis.

4.1. «Hospitalismo»

Se conoce con el nombre de «hospitalismo» la situación de dependencia


que muestran algunos enfermos, en relación con el hospital donde
permanecen ingresados, generalmente, cuando han transcurrido varias
semanas-meses desde su ingreso. Los pacientes, cuando son hospitalizados,
tardan en adaptarse a su nueva situación; añoran su familia y su casa y
desean intensamente recuperar la salud para volver a su ambiente normal.
Sin embargo, con el paso del tiempo, sobre todo si la hospitalización se
prolonga, el enfermo va tomándose dependiente del personal sanitario en
sus diferentes estamentos –enfermeras, médicos, auxiliares– y del propio
hospital. Se halla protegido, afectiva y técnicamente, hasta el punto de no
desear su alta hospitalaria. Desarrolla un fuerte temor ante la idea de
encontrarse solo y desasistido en su domicilio; a veces, busca motivos y
«argucias» para prolongar su hospitalización; la evolución puede empeorar
psicológicamente, reaparecen signos y síntomas de la enfermedad que ya
había curado o estaba en vías de restablecimiento. Los profesionales
sanitarios denominamos «hospitalismo» a este estado, que tiene cierta base
psicológica: el enfermo en el hospital se encuentra protegido y tiene miedo
de alejarse y quedar sin la atención que venía teniendo hasta ese momento.
Naturalmente, esta situación implica una buena relación enfermo-
hospital así como con sus diferentes facultativos, especialmente médicos y
enfermeras.
No tiene nada que ver con el absentismo laboral ni la simulación. Es una
situación real que se vive, por parte de los pacientes a veces, incluso, con
cierta ansiedad y/o angustia. Es necesario, en estos casos, sentarse a razonar
con ellos y sus familiares; conectar con los médicos de cabecera que van a
seguir atendiéndoles y asegurarles una comunicación si fuera preciso, con
sus médicos del hospital. Aunque se siente con cierta «agudeza» la
situación de «hospitalismo» es transitoria y generalmente corta. Remite a
los pocos días de estar en casa. Se hace cierto el dicho popular «como en
casa, no se está en ninguna parte». Pocas veces el enfermo regresa en los
días siguientes al hospital en demanda de asistencia, sin embargo, es muy
frecuente que intente conectar por carta, teléfono fax o e-mail con su
médico del hospital para aclarar algún punto de tratamiento y, en todo caso,
para charlar un rato (el teléfono es el medio preferido) con la persona que
durante algún tiempo, ha significado tanto en su vida.

4.2. Unidad de cuidados intensivos

Las UVI (Unidad de vigilancia intensiva) o –sigla más moderna y


apropiada– las UCI (Unidad de cuidados intensivos) son el sistema de
asistencia clínica para la atención de aquellos enfermos en los que existe, o
puede existir de manera inminente, un compromiso severo de sus funciones
vitales [21]. Esos cuidados consisten básicamente en:
– vigilancia de dichas funciones;
– interpretación de sus alteraciones;
– medidas que se toman para asegurar su mantenimiento.
Los ocupantes de una UCI pertenecen a diversos tipos de enfermos [22]:
a) los que se encuentran en estado crítico, es decir, aquellos que sufren
un proceso agudo muy grave, que compromete su vida, pero que es
reversible. Con la terminología norteamericana, serían enfermos ACRE
(Agudos, en situación Crítica, Reversibles y de Eficaz diagnóstico y
tratamiento). Entre ellos, se encuentran: enfermos en estado de shock, crisis
agudas de insuficiencia respiratoria, infartos de miocardio, graves trastornos
metabólicos, etc. Con ellos, hay que extremar no sólo los cuidados (care),
sino también el tratamiento (cure);
b) en este grupo se podría incluir el de los enfermos quirúrgicos, que son
llevados a la UCI al salir de quirófano, para hacer allí un eficaz control del
postoperatorio, en los días inmediatos a la intervención. Está comprobada
clínicamente la eficacia de esta decisión;
c) los llamados enfermos terminales: aquellos que tienen también
comprometida su vida, por la enfermedad que padecen, pero además, de
modo irreversible.
El término enfermo terminal es bastante reciente y parece haber
sustituido al antiguo concepto de enfermo desahuciado, aquel que «el
médico considera sin esperanza de curación» (Diccionario de la Real
Academia Española). En estos casos, ya no se intenta curar, sino
simplemente aliviar y/o corregir las complicaciones.
Con la aparición de las UCI aparece el enfermo terminal, para referirse a
la fase aguda final de una enfermedad crónica, de meses o años, de duración
(neoplasias, nefropatías, cardiopatías, neuropatías, etc.), que han entrado en
un proceso de agudización irreversible y mortal. Para más detalles,
remitimos al capítulo V, 3.
En la UCI generalmente el enfermo se encuentra bajo sedación y por eso
apenas se da cuenta de lo que le sucede. Sin embargo, cuando recobra la
conciencia y –por criterio médico– debe continuar ingresado en ella, la UCI
se puede convertir para él en un lugar ingrato. Es fácil perder allí la noción
del tiempo (se borra la noción de noche/día, mañana/tarde, etc.) y puede
uno sentirse abrumado, al verse sometido a continua vigilancia y cuidados
permanentes, y a la vez tener la experiencia de sentirse solo. Todo lo que se
insista en el trato humano se convierte en estos casos en una necesidad
absoluta. El personal de UCI, altamente especializado, no debería descuidar
multitud de detalles humanos que reclaman estos enfermos: cordialidad,
paciencia, amabilidad, simpatía, etc. De los aspectos pastorales, hemos
tratado en el capítulo VI, 6: «Atención pastoral del enfermo terminal».

4.3. Hemodiálisis

Los enfermos con insuficiencia renal se someten a un tratamiento de


hemodiálisis que les permite seguir viviendo [23]. Se trata de un aparato
que purifica la sangre, supliendo la tarea del riñón que se encuentra dañado
[24]. Uno de los momentos más críticos de la enfermedad renal es la
entrada en diálisis. En primer lugar, para el paciente (el principal afectado),
pero también para las personas de su entorno familiar, al verse afectadas de
forma indirecta por la enfermedad. Esta situación supone cambios
importantes en la vida de todos y requiere un proceso de adaptación. El
tiempo que un paciente debe permanecer en diálisis, hasta que se trasplanta
un riñón, es muy oscilante, y varía según las características del grupo
sanguíneo y del tipaje. Se prefiere trasplantar a aquel paciente cuyo grupo
sanguíneo sea idéntico o, necesariamente compatible con el del donante.
También se intenta que los riñones vayan a parar al receptor que comparta
con el donante el mayor número de identidades, lo que hará mejorar la
supervivencia del injerto a largo plazo. Dentro de esa igualdad de
condiciones en cuanto a identidades, tienen prioridad los pacientes que más
tiempo lleven en diálisis y los que tienen una edad límite entre los 68 y 70
años.
Hay pacientes que no son trasplantados, por diversas razones:
– por cuestión de edad: trasplantar a receptores de edad superior a los 72-
74 años, supondría someterles a un riesgo vital excesivo y probablemente
para pocos años de vida (3-5 años) y, en ellos, la supervivencia en diálisis
es posiblemente mejor que el trasplante;
– por cuestiones técnicas;
– por contraindicaciones médicas o quirúrgicas: enfermedades cardíacas,
neurológicas, antecedentes de tumores, trastornos vasculares severos,
infecciones, etc.
Es interesante conocer algunos de estos datos que señalamos, porque
pueden influir en la actitud y comportamiento de los enfermos en diálisis,
preocupados porque no llega el riñón «apropiado», porque se acerca la edad
límite, etc. Disponer en esos momentos de apoyo psicológico y espiritual es
muy necesario.

5. EL ENFERMO ONCOLÓGICO

El cáncer es una de las principales causas de mortalidad en el mundo.


Ello explica que hasta hace unos pocos años, era palabra temida, algo tabú,
y no se podía ni siquiera mencionar porque el oyente (enfermo o familia) la
asociaba a una muerte próxima. Afortunadamente las cosas ya no son así.
Aunque se mantiene el temor en algunas personas, es ya frecuente que hasta
los propios enfermos hablen de su cáncer como de una enfermedad más
[25]. Esta actitud –propia de los profesionales de la salud– debería ser
también la del enfermo de cáncer y de su familia, en relación con esta
enfermedad. La misma que debe mantenerse, por ejemplo, en relación con
el sida, por citar un caso más reciente y dramático.
El enfermo oncológico es efectivamente un enfermo más, en el que el
pronóstico y el tratamiento están condicionados por muchísimos factores,
de manera que nos encontramos ante una gama de posibilidades, que van
desde la curación total a la muerte próxima, cuando se diagnostica muy
tardíamente. Pero incluso en estos casos, se puede ofrecer un tratamiento
paliativo, que evite el dolor. «A estas alturas podemos afirmar que el cáncer
es una enfermedad crónica, es la enfermedad crónica más curable y la más
prevenible» [26].
Es importantísimo el diagnóstico precoz para instaurar la adecuada
terapia, que suele ser muy eficaz. Afirmar que «el cáncer se cura» ya no es
una frase grandilocuente, sino una sencilla experiencia clínica. Ciertamente,
esta lucha suele ser laboriosa. Aunque en los casos de mal pronóstico o
cuando es diagnosticado tardíamente y no se puede ofrecer la curación,
cabe un tratamiento paliativo, que otorga al enfermo una calidad de vida
adecuada para el tiempo que se prolongue la enfermedad. La quimioterapia
suele ser muy eficaz. La contrapartida es su incomodidad, debida a los
diversos efectos secundarios. Por eso, sirve para cohesionar más a la familia
–es lo más frecuente–, aunque no falten casos en los que la convivencia se
erosiona de tal modo, que puede llegarse incluso a la separación
matrimonial: los esposos sobre todo son los que más se acobardan ante las
contrariedades. Conviene, por ello, ayudar a los pacientes a soportarla. La
atención que el profesional médico presta al paciente oncológico debe
cuidar mucho la comunicación y una correcta relación personal. No es
suficiente el adecuado comportamiento técnico, sino que resulta de suma
importancia el tipo de relación que se establece. Es preciso conocer bien al
enfermo y cuáles son sus necesidades, procurando que sea él quien tome las
riendas de su situación y que asuma las decisiones de recibir más o menos
información. Además, con frecuencia se acompaña de dolores más o menos
intensos, a veces resistentes a la analgesia ordinaria. A ese tipo de «dolor
crónico intratable» [27] nos hemos referido en el capítulo VI, 3, al hablar de
las Unidades de dolor.
El cáncer es una situación especial que puede provocar alteraciones
emocionales importantes. Se afirma que el 25% de los pacientes
oncológicos padecen una depresión grave, pudiendo aumentar hasta el 50%
en ciertos tumores agresivos, como el de páncreas. También es muy
conveniente el apoyo moral de la familia y de los agentes de pastoral
(capellanes, voluntariado, etc.). Aquí la tarea del sacerdote es importante,
ayudando, por ejemplo, a que la quimioterapia [28] deje de ser vista como
un «enemigo» y se convierta en un «amigo que hace sufrir», como decía
una enferma.

6. EL ENFERMO CRÓNICO

Respecto a la evolución clínica de la enfermedad, en Medicina se


distinguen tres formas: aguda, subaguda y crónica. La forma crónica es la
que se prolonga en el tiempo y no muestra signos de clara remisión. Se
establece de manera convencional un mínimo de 6 meses de duración para
considerar cualquier proceso con curso crónico.
También la cronicidad tiene una significación pronóstica desfavorable.
Cuando una enfermedad de comienzo y curso agudo-subagudo «pasa a la
cronicidad» se está queriendo decir que la curación o restablecimiento del
paciente es poco probable. Dentro de la acepción del término crónico caben
diversas situaciones clínicas. Puede tratarse de una cronicidad «estable» que
significa ausencia de progresión y, por tanto, mejor pronóstico. Esta
situación permite en muchos pacientes una aceptable-buena calidad de vida
con muy escasas molestias o con pocas limitaciones. Otras veces la
cronicidad es activa, progresiva o presenta descompensaciones que
ensombrece y empeoran su pronóstico. Entonces decimos que la
enfermedad, de curso crónico, presenta «agudizaciones» que aceleran su
progresión ocasionando mayor deterioro en los órganos o sistemas
afectados. En todo caso, puede considerarse junto al término cronicidad el
de irreversibilidad, aunque no siempre van juntos. Irreversible es la
situación clínica, muchas veces final, que se presente para indicar que ya no
es posible detener la progresión del proceso.
Se considera que la enfermedad crónica constituye la mayor parte de la
demanda asistencial en los centros sanitarios. Una buena parte de los que
ingresan en el hospital son pacientes crónicos. A este grupo pertenecen
algunos enfermos de los que ya hemos tratado: ancianos, terminales, o que
tratamos en este capítulo: enfermos drogodependientes y de cáncer. Un
porcentaje importante de estos enfermos, debido a su situación familiar
especial o a una patología muy inestable, desarrollan lo que se denomina
dependencia, que puede ser tanto del centro asistencial como de sus
profesionales [29].

7. EL ENFERMO ADICTO A LOS MEDICAMENTOS

Sin que exista muchas veces una verdadera enfermedad, asistimos hoy a
un abuso de fármacos por parte de personas sanas, que recurren a ellos con
la intención de verse libres de las molestias e incomodidades normales de la
vida: es el llamado «consumismo sanitario» [30]. Sin que exista un motivo
razonable o una prescripción médica, se consumen fármacos, vitaminas,
tranquilizantes, hipnóticos, adelgazantes, etc. Y así como el exceso en la
comida ocasiona problemas, igualmente el abuso de fármacos genera
enfermedades [31]. A la hora de buscar una explicación al problema [32],
intervienen diversos factores:
a) la tendencia a «medicalizar» cualquier problema, buscando una
solución fácil en los fármacos. Piénsese en los que acuden a los
medicamentos para resolver problemas de relación interpersonal, de
consumo de drogas, etc. Es una especie de factor psicológico particular, un
tanto irracional, que lleva a confiarlo todo a los fármacos;
b) el mito de la «salud perfecta», sólo existente en los mensajes
publicitarios, que lleva a no querer reconocer una serie de pequeños males
transitorios, leves enfermedades (un resfriado, una tos, etc.), que sería
bueno sobrellevar con paciencia y no pretender eliminar a todo trance;
c) los propios médicos también contribuyen a este exceso: no se concibe
una consulta que no concluya con una prescripción de fármacos, aunque
sean innecesarios o de eficacia discutible. Por lo demás, los propios
enfermos, que tienden a considerarse gestores de su propia salud, los exigen
cuando no les son indicados [33];
d) finalmente, hay que referirse al proceso de producción industrial de
los medicamentos en manos de grandes compañías, que ponen en el
mercado, para cada enfermedad, por ligera que sea, una enorme variedad de
productos, valiéndose no pocas veces de una incesante publicidad.
Las consecuencias del consumismo, aparte de la carga que suponen para
la economía, afectan sobre todo a la salud. El empleo abusivo de tanto
fármaco no puede ser inocuo para el organismo. Basta mirar la larga lista de
contraindicaciones y precauciones que aparecen en los prospectos
explicativos de todo medicamento para comprobar los posibles daños. Bien
es verdad que esto viene dado por imperativos legales, para evitarse
cualquier acusación, pero la realidad es que eventualmente pueden darse
tales efectos negativos. Pero tal vez los daños más importantes son los que
se refieren a la salud de la persona, ya que el «consumismo» agrava la
incapacidad para hacer frente, con las propias fuerzas, a las dificultades
ordinarias de la vida.

8. EL ENFERMO ESTRESADO

En el capítulo V, 3, hemos tratado del cansancio. Un tipo de cansancio


muy propio del estilo de vida de la sociedad actual es el estrés laboral, una
especie de sobretensión emocional que puede acabar en una depresión.
Afecta a trabajadores de toda condición, sobre todo entre los 30-50 años,
altos ejecutivos, empleados de industrias de elevado riesgo, miembros de
Cuerpos de seguridad, profesionales de la salud [34], de la enseñanza, etc.
Cuadro 2
Clasificación del estrés según las profesiones
• Competitividad: empresarios
• Creatividad: escritores y artistas
• Responsabilidad: médicos y profesionales sanitarios
• Relacional: trabajadores de servicios en contacto directo con el público
• Prisas: periodistas
• Expectativas: servidores del orden
• Miedo: funcionarios de prisiones, trabajadores de la construcción
• Aburrimiento: peones y empleados que realizan tareas repetitivas

Fuente: Francisco Alonso Fernández.

Vivimos en la llamada «cultura del estrés» [35], propia de las sociedades


occidentales, donde predomina el alejamiento de la vida natural, la falta de
comunicación humana, las relaciones competitivas, la sobreexigencia del
control, la prisa y los cambios acelerados en la forma de vivir (véase
Cuadro 2).
El estrés es generado por querer alcanzar metas inadecuadas que
terminan deshumanizando al propio sujeto. Se muestra en desconfianza y
hostilidad hacia los que le rodean en el trabajo. Aparecen el insomnio, los
dolores en las articulaciones, la vulnerabilidad al alcoholismo. Se acaba
consumiendo drogas y fármacos en gran número, para intentar recuperar las
fuerzas.
Como prevención contra el estrés, los psicólogos señalan el esfuerzo por
mantener la salud física y psíquica: descanso debido, deporte, satisfacción
en el trabajo, comunicaciones abiertas, mejora de la organización personal y
el desarrollo de las de dirección (trabajo en equipo).
Para evitar la acumulación progresiva de la ansiedad, se recomienda
períodos de desconexión tanto en los ratos libres –fines de semana– como
dentro del propio trabajo: una pequeña pausa, como la del café a media
mañana, es incluso recomendable. Si el estrés está muy avanzado se puede
acudir a tratamientos farmacológicos, internamientos en centros adecuados,
relajación y terapia psicológicas, etc.
Cuadro 3
El estilo de vida estresante
• Trabajo duro, difícil, aunque dinámico.
• Jornada intensa y agotadora (14 horas más problemas que se llevan a casa).
• Exceso de comidas, tabaco y alcohol.
• «Reunionitis».
• Continuos viajes nacionales e internacionales.
• Sedentarismo (al menos falta de ejercicio necesario).
• Vacaciones cortas (además se llevan el ordenador portátil).
• Ocio escaso y competitivo (ganar al tenis).
• Bajo apoyo social (la soledad del poder).
• Malos hábitos de comunicación (ni escuchan ni preguntan).
• Relaciones afectivas vulnerables.

Fuente: Departamento de Psicología de la Universidad de Salamanca.

No siempre es fácil diferenciar el estrés del llamado «síndrome de fatiga


crónica», una enfermedad también ligada al trabajo, pero a la que se añaden
otros elementos en su etiopatogenia. Por la frecuencia con que se presenta y
las incógnitas que plantea, constituye un problema para la Medicina actual.
Se caracteriza por la presencia de fatigabilidad muscular persistente o
recurrente y otros síntomas, como febrícula, faringitis, mialgias, cefaleas,
linfadenitis dolorosas y un conjunto de alteraciones neuropsiquiátricas
(dificultad para la concentración, ansiedad, insomnio, estado de ánimo
depresivo). En su desarrollo parece probable la implicación de algunos
virus, pero cada vez cobran más fuerza las alteraciones neuro-
endocrinoneurológicas [36].

9. LA DROGODEPENDENCIA

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), droga es «toda


sustancia (terapéutica o no) que introducida en el organismo es capaz de
actuar sobre el sistema nervioso central del individuo hasta provocar en él
una alteración física o intelectual, la experimentación de nuevas
sensaciones o la modificación del estado anímico, que predispone a un uso
reiterado del producto» [37]. Se contemplan siete familias de drogas:
1. Nicotina (fumar, rapé...)
2. Alcohol (cerveza, vino, licores...)
3. Opiáceos
4. Cocaína y anfetaminas
5. Cannabis (marihuana, hachís...)
6. Cafeína
7. Alucinógenos: naturales (mescalina, sustancias exóticas) o sintéticos
(LSD, éxtasis, etc.).
Las drogas difieren unas de otras en la composición química, en los
efectos sobre la conducta, en la toxicidad a largo plazo y en la posibilidad
de desarrollar un uso compulsivo. Algunas, como el alcohol, trastornan la
conducta y afectan a la seguridad personal y de los demás, incluso cuando
se usan de vez en cuando y de modo no aditivo. Otras, como la nicotina,
son básicamente peligrosas por los problemas de salud que provocan entre
los usuarios, pero no tienen efectos negativos sobre la conducta de los
consumidores. La heroína tiene importancia por sus fuertes cualidades
adictivas, pero sus efectos sobre el consumidor se limitan a tranquilizar y
sosegar. Sociológicamente, unas son institucionalizadas (tabaco, alcohol) y
otras no institucionalizadas (opiáceos, cocaína, etc.).
El problema de las drogodependencias y toxicomanías es parte de un
problema humano que nos desborda y que entra en un marco general
económico y sociopolítico. Bastan unos breves datos:
– en España, en 1986 existían 130.000 heroinómanos;
– en la Unión Europea se calculan 1,5 millones de heroinómanos en
jóvenes de 17 a 25 años;
– un heroinómano que consume diariamente de 0,5 a 1 gramo de heroína
necesita de 300.000 a 600.000 pesetas al mes [38].
Antes de hacer un análisis del complicado problema moral de la droga
señalamos algunos datos que ayuden a conocer lo que algunos denominan,
con todas las salvedades que se quiera, el perfil psicológico del
drogodependiente. Así, será más fácil poderles ofrecer la ayuda necesaria.
Se puede afirmar, ciertamente, que el toxicómano es un individuo
psicológicamente inmaduro, de modo que el modo de afrontar (o mejor, de
no afrontar) los problemas que le salen al paso es la huida, en concreto, la
huida hacia la droga. Pero esto no le soluciona los problemas, aunque le
ayuda a no sentir la angustia o el miedo a enfrentarse a las dificultades que
la vida lleva consigo. Eso le provoca sentimiento de culpa o de vergüenza y
le lleva a construirse un mundo ficticio, irreal, en el que acaba
considerandos e víctima de la familia o de la sociedad [39]. El problema no
radica, pues, en la droga, sino en la enfermedad del espíritu que conduce a
la droga [40].
Teniendo en cuenta algunos de estos datos es cómo uno se puede acercar
al problema, en el que –así lo indica la experiencia– suelen ser muy poco
eficaces los tratamientos psiquiátricos. El remedio viene por otras vías,
sobre todo, la prevención y la rehabilitación de los drogadictos. Nos parece
que la recuperación del drogadicto consiste no tanto en los intentos
farmacológicos («la droga no se vence con la droga», afirmaba en 1984
Juan Pablo II) o psiquiátricos, sino en un cambio de actitud, en la
promoción de una verdadera «cultura de la vida». Así lo expresa la
siguiente reflexión pastoral: «¿No sería preferible, frente a una política de
pura “limitación” o “reducción” del daño que admite como una cuestión de
civilización que una parte de la población se drogue y vaya hacia la ruina,
optar por una política de auténtica prevención, dirigida a construir (o a
reconstruir) una “cultura de la vida” en esta “marginación” de nuestra
civilización de la eficacia?» [41].
Por ello, en cuanto a la prevención, «hay que recuperar los valores
humanos del amor y de la vida, únicos capaces de dar pleno significado a la
existencia, sobre todo si son iluminados por la fe religiosa» [42]. Las
instituciones públicas deben empeñarse en una política seria, dirigida a
subsanar situaciones de desajuste personal y social, entre las que se
encuentran las crisis de la familia, la desocupación juvenil, los problemas
de vivienda, la falta de servicios sociosanitarios, las deficiencias del sistema
escolar, etc. [43].
Para la rehabilitación es necesario conocer bien al individuo que se droga
y comprender su mundo interior, llevarle al descubrimiento o
redescubrimiento de su propia dignidad y ayudarle, como sujeto activo, a
recuperar y hacer crecer aquellos recursos personales que la droga había
sepultado. El camino no es otro que el de una confiada reactivación de la
voluntad orientada hacia ideales nobles y seguros, pues el miedo al futuro y
al compromiso en la vida adulta, que se observa en muchos jóvenes, los
vuelve particularmente frágiles, con tendencia a encerrarse en sí mismos;
las fuerzas de la muerte les empujan a entregarse a la droga y a la violencia,
incluso hasta el suicidio [44]. Habrá, pues, que ampliar las actividades
educativas de los jóvenes en el tiempo libre y de ocio, facilitando los
mecanismos de participación de los adolescentes en esas tareas, a la vez que
se promueve la creación de una cultura viva que contrarreste los efectos
negativos de la «cultura» que les envuelve.
Han sido muchos los intentos que han surgido a lo largo del tiempo, para
ofrecer la ayuda conveniente (humana y espiritual) a los drogadictos;
muchos de ellos, y sin duda los más eficaces, proceden de ambientes
cristianos: instituciones religiosas, movimientos católicos, etc. [45].
Sobre la conducta del agente pastoral singular cuando se enfrenta con
estos casos, señalamos a continuación algunas ideas.
Lo primero que conviene tener presente es que todo lo que la ética
cristiana enseña sobre las exigencias morales en relación con los pobres, los
enfermos y los marginados sirve igualmente para los drogadictos. Con ellos,
enfermos también, el cristiano ha de actuar como el buen samaritano de la
parábola evangélica [46]. No se trata, pues, de pronunciar sentencias
condenatorias sino de insistir en la obligación de ayudar a los que han caído
en las garras de la droga y de impedir, en lo posible, que otros caigan.
En el trato pastoral, un error muy común es limitarse a escuchar a estas
personas, compadecerlas, incluso ofrecerles dinero. No nos parece ese el
camino. Habrá que ayudarles a que demuestren con hechos la seriedad de su
propósito de salir del mundo de la droga; estos hechos son, entre otros,
dejar de frecuentar a los compañeros de la droga, no salir solos de su casa o
salir sin dinero, etc. Sólo con una seria decisión de poner esos medios se
puede animar después al drogadicto a acudir a un centro donde encuentre
ayuda, tarea en la que habrían de colaborar los padres y el resto de la
familia [47].
En la atención pastoral de los jóvenes que inician una adicción a las
drogas (que de ordinario, además, ocultan a sus padres), hay que tener en
cuenta, además de lo ya dicho, estos otros criterios:
– advertir de la gravedad moral del recurso a las drogas, cono veremos a
continuación;
– igualmente, de la obligación de restituir los hurtos domésticos con los
que, sobre todo al principio, se proporcionan su consumo;
– también, de la obligación de abandonar determinadas compañías (se
puede incluso plantear una posible denegación de la absolución
sacramental, si no se hace).

9.1. Valoración moral

Siendo el hombre una unidad somato-psíquica [48], existe una mutua


influencia e interdependencia dentro de la actividad humana. Así, el
conocimiento influye en la voluntad y al revés; igualmente, la constitución
corporal y el estado de salud influyen en las diversas actividades
(recuérdese la doctrina sobre los hábitos y las virtudes y su importancia en
la vida moral). De modo que los atentados contra la salud, a no ser que sean
por causas justas y graves (médicos o enfermeras en su trabajo, profesiones
arriesgadas, etc.), no se justifican moralmente; y esto es lo que sucede con
el consumo de drogas [49].
A la hora de una valoración moral, la doctrina cristiana enseña que el uso
esporádico de las llamadas «drogas blandas», aunque en algún caso más
abstracto que real, podría constituir sólo una falta leve [50], en la realidad
constituye pecado grave. Gravedad que suele aumentar por las
circunstancias: por la edad (adolescentes y jóvenes), por la finalidad de su
uso (fuga existencial, facilidad para cometer pecados contra la castidad,
etc.), por los ambientes en que se consume, por el riesgo moral que
comporta tomar contacto con el tráfico de drogas y la cooperación, aunque
fuese remota, con esos ambientes. El tema se agrava aún más cuando se
trata de adolescentes que se inician en la droga en ambientes «festivos» con
pandillas de amigos, donde, aparte de la culpabilidad personal, se
contribuye a que otros se inicien en ella, con el consiguiente pecado de
escándalo y de cooperación al mal. Además, se infringen leyes civiles –con
raíces y repercusiones muy directamente morales–, cuya transgresión suele
ser civilmente delito grave.
Hay que rechazar también la comparación que a veces se hace de las
drogas con el alcohol, y que el Papa Juan Pablo II ha criticado [51].
Como es obvio, con los sujetos reincidentes que se hallan en tratamientos
ambulatorios, habrá que mostrar mucha paciencia, pero también fortaleza;
de otro modo, los resultados son ineficaces.

10. ALCOHOLISMO

Con este término se agrupa a los diversos síndromes que provoca el


consumo de alcohol. El alcohol es la sustancia que deriva de la
fermentación del azúcar contenido en algunos frutos, especialmente la uva
(vino), la manzana (sidra) y la cebada (cerveza). Mediante destilación se
obtienen otras bebidas alcohólicas de alta graduación (brandy, wisky,
wodka, etc.).
El alcohol ingerido es absorbido rápidamente en sangre [52] y pronto
llega a todos los tejidos. Esta rapidez de absorción permite al alcohol
convertirse en un inmediato aporte energético. Pero puede llevar consigo
también alteraciones del sistema nervioso central y afectaciones hepáticas,
hematológicas, endocrinas, etc. Sin referirnos a los graves daños sociales
que conlleva.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) en 1976 acuñó el término
de «síndrome de dependencia alcohólica» para referirse a «un estado
psíquico y habitualmente también físico resultado del consumo de alcohol,
caracterizado por una conducta y otras respuestas que siempre incluyen
compulsión para ingerir alcohol de manera continuada o periódica, con
objeto de experimentar efectos psíquicos o para evitar los motivos
producidos por su ausencia» [53].
En la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-10) de la OMS,
se incluyen una serie de trastornos mentales y del comportamiento debidos
al consumo de alcohol, cuya gravedad va desde la intoxicación aguda hasta
cuadros de psicosis y de demencia.
El abuso de alcohol lleva consigo problemas en unas de las siguientes
cuatro áreas vitales:
– incapacidad para cumplir las obligaciones principales;
– consumo en situaciones peligrosas, como la conducción de vehículos;
– problemas legales;
– consumo a pesar de dificultades sociales o interpersonales asociadas
[54].
La intoxicación aguda se evidencia en alteraciones del comportamiento:
desinhibición, actitud discutidora, agresividad, labilidad de humor, deterioro
de la atención, juicio alterado, etc. También están presentes otros síntomas:
marcha inestable, dificultad para mantenerse en pie, habla disártrica
(farfullante), nivel de conciencia disminuido, enrojecimiento facial, etc. A
la acción depresora de la capacidad de control se debe la proverbial
facilidad para entablar relaciones sociales, la cordialidad, la alegría, etc. que
suele ocasionar la bebida moderada de alcohol.
En términos generales, el 90% de la población es consumidora de alcohol
en algún grado y un 50% ha tenido problemas temporales inducidos por el
alcohol. España ocupa el tercer lugar en producción de bebidas alcohólicas
y está entre los diez primeros de consumo [55].
Cuando el contenido alcohólico de dichas bebidas es relativamente bajo,
su uso moderado no ofrece problemas éticos, pero el abuso, sobre todo en el
de las del segundo grupo (cognac, whisky, etc.) puede plantear y plantea, de
hecho, serias dificultades.

10.1. Atención pastoral de los alcohólicos


No nos detenemos en el estudio de las diversas formas de intoxicación
(aguda, crónica, etc.) ni en las consecuencias negativas del alcoholismo
sobre la familia, la actividad laboral, incluso a su potencial criminalidad
[56]. Digamos tan sólo que una vez que un individuo se ha hecho
alcohólico, por la causa que sea, se convierte en un enfermo, como puede
deducirse de los efectos físicos y psíquicos señalados. Su personalidad ha
cambiado, su fuerza de voluntad se ha debilitado notablemente, y por ello
se puede poner en duda su responsabilidad moral. Pero la pregunta es:
¿hasta qué punto un alcohólico es o no es responsable de su estado?
La respuesta depende del tipo de alcohólico. En los casos en que se
descubre una enfermedad mental previa (psicopatía, debilidad mental, etc.),
puede decirse que, en general, no son responsables de haberse hecho
alcohólicos. Lo mismo puede afirmarse de aquellos que a fuerza de beber
acaban convirtiéndose en enfermos. Otro es el caso de los que se hicieron
alcohólicos por mera fuerza del hábito. En ellos existe un voluntario in
causa, que les hace responsables por no haber puesto previamente los
medios para llegar a esa situación final. En muchos casos no se sabe con
precisión dónde está la línea divisoria entre el beber ordinario y el
compulsivo, por lo que el agente de pastoral habrá de actuar con notable
dosis de prudencia combinada con tacto y autoridad. Teniendo en cuenta
que estamos ante una enfermedad, que no se soluciona con meras
apelaciones a la moralidad o a fuerza de ejercicios de voluntad. En todo
caso, para intentar lograr la curación, convendrá acudir a psicoterapeutas
expertos, aunque no faltan terapias no profesionales practicadas por
alcohólicos curados entre ellos mismos en diversas organizaciones que dan
buen resultado [57].

11. TABAQUISMO

Las primeras noticias que se tienen del tabaco son de 1492, cuando los
soldados de Colón observaron que los indígenas «fumaban» hojas
provenientes de una planta. Se trataba de una solanácea (Nocotiana
tabacum), procedente de América, cuyas hojas, curadas, se reducen a polvo
o se convierten en cigarrillos para fumar.
En España, la prevalencia de fumadores se sitúa alrededor del 36%
(Encuesta Nacional de Salud de 1993); con valores próximos al 50% en
varones y el 25% en mujeres.
El tabaco posee una gran cantidad de alcaloides; el principal es la
nicotina. Al fumar, la nicotina se absorbe por la mucosa bucal, faríngea y
traqueal, y por los alveolos pulmonares. La nicotina tiene importantes
efectos sobre el sistema nervioso central, que incluyen estimulación y
sedación, dependiendo de la dosis, de la actividad del fumador, su
constitución y su estado psicológico.
El humo del tabaco es una mezcla de gases y partículas de alquitrán en el
que se han identificado cerca de mil componentes (óxido de carbono,
arsénico, níquel, etc.), dependientes del tipo de planta, la forma en que se
seca y el modo en que se fuma. Aunque tales efectos tóxicos se pueden
reducir con determinados filtros, los grandes fumadores no se ven libres de
peligro.
De todas las drogas, el tabaco es la que produce el mayor daño sanitario.
Es la primera causa de muerte prevenible en el mundo y se estima que más
de dos millones de muertes por año son atribuibles a su consumo en los
países desarrollados [58]. Entre las enfermedades relacionadas con el
tabaco se señalan: bronquitis, cáncer de pulmón, infarto de miocardio,
prematuridad y abortos en mujeres embarazadas, etc.
Desde su introducción en el mundo occidental, el tabaco ha contado
tradicionalmente con entusiastas y detractores. Ha alcanzado una difusión
universal, motivando la creación de una industria gigantesca, poniendo en
juego unos intereses económicos muy considerables en los que, por regla
general, los Estados tienen una sustanciosa participación. Aunque se ha
polemizado mucho sobre si el tabaco es perjudicial para la salud o no, hoy
se sabe realmente que su uso, el hábito de fumar (concretamente, el fumar
cigarrillos, que sucede en el 90% de los fumadores) está directamente
relacionado con la aparición del cáncer de pulmón, con la producción de
bronquitis crónicas y enfisema pulmonar; interviene en el desarrollo de una
serie de afecciones cardíacas y vasculares; igualmente, reduce el peso de los
recién nacidos en las embarazadas fumadoras, etc. En la actualidad, puede
afirmarse que hay datos objetivos para considerarlo un peligro para la salud
y, por tanto, para la vida del sujeto. Así lo reconoce la Organización
Mundial de la Salud y por ello se plantean verdaderas campañas para la
progresiva eliminación de este hábito.
Sin embargo, las soluciones para combatirlo no son fáciles, pues la
agricultura, la industria y el comercio se ven afectados por el problema. Se
hace, por tanto, necesaria una fuerte acción social y la promoción de un
cambio de mentalidad en la sociedad, de modo que se aplique
correctamente el lema «salud para todos» y que todos sientan, por
consiguiente, la necesidad de acabar con esta plaga [59].
Se trata, pues, de un comportamiento moralmente rechazable, que supone
una gravedad objetiva, aunque todavía no esté muy reconocida por los
fumadores, la mayor parte de los cuales subjetivamente no son culpables.
La situación se agrava cuando se fuma en lugares cerrados (con el añadido
perjuicio para otras personas), o cuando se induce a fumar a otros, etc. Sin
embargo, aunque la mayoría de los fumadores saben del peligro del hábito,
rechazan su importancia en su propio caso [60]. De cualquier manera, habrá
que ser tolerantes con los que no pueden o no quieren dejar de fumar, al
menos tratarles con la misma tolerancia que se tiene con otras conductas,
algunas incluso más antisociales que el tabaco.

12. ATENCIÓN PASTORAL

Además de lo que se ha indicado en cada uno de los epígrafes anteriores,


remitimos a lo dicho en el capítulo V, 4.4: «Atención pastoral en la
enfermedad».

BIBLIOGRAFÍA
AA.VV., La humanización de la Medicina, Actas de la II Conferencia
Internacional, promovida por la Consejo Pontificio para la Pastoral de
la Salud, Roma 1987: Dolentium Hominum, 7 (1987).
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Enfermo de Cáncer, Asociación Española contra el Cáncer, Madrid
1992.
ALONSO FERNÁNDEZ, F., Psicopatología del trabajo, EdikaMed,
Madrid 1997.
BERMEJO, J.C., Humanizar el encuentro con el enfermo, Desclée, Bilbao
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BOBES, J., Drogodependencia y crisis conyugales, Rialp, Madrid 1991.
BRUSCO, A., Humanización de la asistencia al enfermo, Sal Terrae,
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BRUSCO, A. y PINTOR, S., Tras las huellas de Cristo médico. Manual de
Teología Pastoral Sanitaria, Sal Terrae, Santander 2001.
GÁNDARA, DE LA, Estrés y trabajo. El síndrome de burn-out, Ed.
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LABIN, S., El mundo de los drogados, Argos Vergara, Barcelona 1976.
POLAINO-LORENTE, A., ¿Conoce usted los efectos del abuso del alcohol
y drogas blandas?, Acción Familiar, Madrid 1982.
CAPÍTULO XIV
PASTORAL SACRAMENTARIA

Miguel Ángel Monge


No tratamos aquí de la atención pastoral ordinaria (espiritual y
sacramental) de los enfermos [1] –lo que constituye para ellos una
necesidad, un derecho y, por tanto, un deber–, sino sólo de algunas
situaciones específicas, en las que el sacerdote suele recabar el parecer de
los médicos para actuar prudentemente en su tarea pastoral en algunos casos
de enfermedad. Nos referimos al Bautismo o Confirmación de los recién
nacidos en peligro de muerte, a la administración de la Eucaristía, sobre
todo a pacientes con patologías peculiares (enfermedad celíaca, por
ejemplo), a la Unción de enfermos y la atención de agonizantes en las
Unidades de cuidados intensivos; situaciones todas ellas en las que muchas
veces será oportuno, al actuar pastoralmente, conocer si existe o no una
grave patología o peligro de muerte.

1. ASISTENCIA PASTORAL DE LOS ENFERMOS

La persona, cuando enferma, necesita una adecuada atención que cubra


todos los aspectos de su enfermedad, tanto materiales (alimentación,
medicinas, etc.) como espirituales. Para todos los que trabajan en el campo
de la Salud, son oportunas unas palabras de Virginia Henderson –
considerada como una autoridad indiscutible en el campo de la
Enfermería–, que hemos recogido en el capítulo V, cuando se refiere al
respeto a las necesidades espirituales del paciente y la colaboración que
ellos pueden prestar: ayudar al paciente para ir a la capilla, hacer que el
sacerdote de su religión lo visite, darle facilidades para que pueda hablar
con él y permitirle que reciba los sacramentos que forman parte de su vida
religiosa [2].
Esta atención espiritual, en el caso de los enfermos ingresados en un
centro sanitario, viene reconocida como un derecho [3]. Pero aparte de
constituir un derecho, se muestra también como una necesidad, puesto que
«los pacientes, creyentes o no, demandan la posibilidad de tratar con
alguien los grandes temas vitales: sentido de la propia vida, posibilidad de
vida futura y trascendencia, etc.» [4]. Karl Jaspers, psiquiatra y filósofo
alemán, que padeció una enfermedad crónica, hace unas interesantes
reflexiones acerca de las que él denomina «situaciones-límite» de la vida,
aquellas en las que el ser humano traspasa el horizonte de lo cotidiano y
llega a tocar fondo; son momentos y situaciones en los que el individuo se
acerca al límite de la existencia y se abre al horizonte de la trascendencia.
Esto sucede, dice Jaspers, en las experiencias profundas del amor, pero
ocurre también en otras situaciones, como el sufrimiento y, sobre todo, la
muerte. Estas situaciones, que una mirada superficial tiende a considerar de
poco valor, pueden ser, por el contrario, uno de los momentos más
auténticos y genuinos de su vida [5]. Por ese motivo, puede decirse que la
atención espiritual, al ser un derecho humano, constituye un deber de todos
los que atienden y cuidan al enfermo.
En este sentido, el pastor de almas, que atiende o visita enfermos en un
hospital, puede encontrar dificultades para cumplir bien su tarea. No nos
referimos a los miedos del enfermo o de la familia ni tampoco a los
obstáculos que provienen de la propia estructura sanitaria [6], sino a las
dudas que proceden del mismo ejercicio de la Medicina; por ejemplo,
¿cuándo se está realmente en peligro de muerte?, ¿quién lo determina?, ¿el
médico?, ¿la enfermera?, ¿cómo puede conocerlo el sacerdote para poder
actuar antes o en ese momento? Téngase en cuenta que la fe católica
aconseja la administración de algunos sacramentos en peligro de muerte,
como el Bautismo o la Confirmación. Otras veces, se trata de apreciar el
carácter de gravedad, a la hora de juzgar el momento oportuno de la Unción
de los enfermos, y eso no siempre puede apreciarlo el agente de pastoral.
Aunque el trabajador sanitario no fuese cristiano, se encontrarán a veces
con personas que sí lo son y que, especialmente en la enfermedad, sienten
con más fuerza la dimensión religiosa de su vida, y esperan –no sólo del
sacerdote– la ayuda necesaria. Es el contenido de este capítulo, que ofrece
algunos criterios médicos que pueden ser útiles al pastor de almas.

2. EL BAUTISMO EN EL HOSPITAL

Puesto que el sacramento del Bautismo es el fundamento de toda la vida


cristiana y puerta de acceso a los demás sacramentos de la Iglesia [7], es
razonable que el pastor de almas procure su administración a los que se
encuentran ingresados en un centro hospitalario, recién nacidos sobre todo,
pero también a otros niños y adultos aún no bautizados. En el primer caso,
será la familia quien lo solicite, pero cuando no es así, tanto los agentes de
pastoral como –si son cristianos– los profesionales (médicos, enfermeras,
matronas, sobre todo), tienen el deber de plantearse esta cuestión. Interesa,
pues, tener claros algunos criterios en relación con esta importante cuestión.
Antes de referirnos al Bautismo de urgencia, recordamos algunos
conceptos fundamentales sobre este sacramento.
Por el Bautismo «somos liberados del pecado y regenerados como hijos
de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la
Iglesia y hechos partícipes de su misión» [8]. Sus efectos son: «el perdón
del pecado original y de todos los pecados personales (si son adultos); el
nacimiento a la vida nueva, por la cual el hombre es hecho hijo adoptivo del
Padre, miembro de Cristo, templo del Espíritu Santo. Por la acción misma
del Bautismo, el bautizado es incorporado a la Iglesia, Cuerpo de Cristo y
hecho partícipe del sacerdocio de Cristo» [9]. Por todo ello, se deduce su
importancia y necesidad en la vida cristiana y se comprende por qué la
Iglesia católica ha urgido desde antiguo su pronta administración.
¿Qué sucede cuando no se ha recibido el Bautismo? Es el caso, por
ejemplo, de los abortos espontáneos, en algunas madres, que si ya están
preocupadas por la pérdida del hijo (de 2, 3, 4 meses, o más), aumentan su
inquietud ante el hecho de que no se le haya podido bautizar. Como es
sabido, pertenece a la fe de la Iglesia que, sin la gracia de Cristo, es decir,
sin el sacramento del Bautismo –bien sea de agua, de fuego (se refiere al
martirio) o de deseo– es imposible entrar en el Cielo. Por esta razón,
siempre preocupó a los teólogos la suerte de los niños que mueren sin
Bautismo y, como es lógico, propusieron diversas hipótesis. Una de ellas,
fue la del limbo, es decir, un estado de felicidad natural, aunque sin gozar
de la visión de Dios. Otros dicen que estos niños se salvan por la fe de la
Iglesia o por la fe de sus padres. Como hemos dicho, el Catecismo de la
Iglesia Católica no alude al limbo ni a las hipótesis de los teólogos. Lo que
está claro es que Cristo ha muerto por todos los hombres y que Dios quiere
que todos se salven.
Para tranquilizar a esas madres, puede servir la enseñanza del Catecismo
de la Iglesia Católica. Éste, después de señalar que la Iglesia no conoce
otro medio fuera del Bautismo para asegurar el ingreso en la
bienaventuranza eterna, y que Dios ha ligado la salvación al sacramento del
Bautismo, indica que, «sin embargo, Él no está ligado a sus sacramentos»
[10], por lo que la Iglesia Católica confía los niños que mueren sin ser
bautizados a la misericordia de Dios, con la esperanza de que también para
ellos exista una vía de salvación [11].

2.1. El Bautismo de urgencia

Prescindimos aquí del caso de los adultos, de los que es preciso contar
siempre con su consentimiento para poder administrarles el sacramento del
Bautismo. Tampoco tratamos de cuestiones ya superadas actualmente, como
el llamado bautismo intrauterino [12], que la técnica quirúrgica de la
operación cesárea ha hecho innecesario en la actualidad.
Aquí nos interesa el llamado Bautismo de urgencia, de aquellos niños
ingresados en un hospital, en los que, por la gravedad de su situación, los
padres o tutores solicitan que sean bautizados cuanto antes [13]. Esta tarea,
pensamos, debería ser también preocupación de los profesionales cristianos:
ginecólogos, pediatras, matronas, etc. [14]. El Código de Derecho Canónico
contempla así la situación: «A no ser que el Obispo diocesano establezca
otra cosa, el bautismo no debe celebrarse en los hospitales, exceptuando el
caso de necesidad o cuando lo exija otra razón pastoral» [15]. Esta es la
realidad de la que tratamos.
Los casos en los que se puede plantear este Bautismo de urgencia son:
a) Recién nacidos con serias malformaciones congénitas en órganos
vitales, que ponen en riesgo su vida.
b) Recién nacidos con bajo peso (prematuros), con dudas sobre su
viabilidad [16]. En la actualidad, un recién nacido con 500 gramos es ya
viable, pero hasta los 1000 gramos tiene muchos riesgos y es aconsejable el
bautismo; a partir de este peso puede adoptarse una actitud expectante y, si
surgen complicaciones, hay tiempo para administrar el bautismo.
c) Niños que han sufrido un grave accidente o padecen alguna
enfermedad que amenace seriamente su vida.
d) Niños que han quedado con graves secuelas neurológicas que
incidirán seriamente en su calidad de vida [17].
Es conveniente que la valoración de la gravedad de la situación la haga el
médico responsable del paciente. Aunque en muchos casos se trata de
situaciones urgentes, se necesita un mínimo de tiempo –lo hay siempre–
para calibrar la situación de gravedad. Después de esa consulta con los
profesionales de la salud, el agente de pastoral puede decidir lo más
conveniente, atendiendo también a otras circunstancias, sobre todo
familiares.
Este Bautismo de urgencia debe ser administrado por el capellán del
hospital o por cualquier médico o enfermera que estén presentes en el
momento del parto; como generalmente es la enfermera la persona más
inmediatamente en contacto con la mujer que da a luz, ella es la que más
fácilmente puede hacerlo. Para ello no se necesita ninguna formación
especial; basta que se tenga la intención de hacer lo que hace la Iglesia en
esos casos y emplear la materia y forma debidas.
En concreto, recordamos que la materia del sacramento es el agua
verdadera y natural (puede calentarse ligeramente, si se emplea, por
ejemplo, en un niño que se encuentra en la incubadora), que el agua debe
derramarse tres veces sobre la cabeza, mientras se pronuncian las palabras
de la forma sacramental: «N., yo te bautizo en el nombre del Padre, y del
Hijo, y del Espíritu Santo». Amén.

2.2. Casos especiales

Algunos casos especiales que pueden plantearse en la tarea de un


capellán de hospital son [18]:
a) Los fetos abortivos. La enseñanza de la Iglesia es que «en la medida
de lo posible, se deben bautizar los fetos abortivos, si viven» [19]. Deben
bautizarse de forma absoluta, si están vivos, cualquiera sea el tiempo del
alumbramiento, sean maduros o inmaduros, de aspecto normal o
monstruoso, etc. [20].
b) Los monstruos. Con este nombre se designaba antiguamente a todo ser
concebido que presentaba una notable malformación. Conviene recordar
que todo organismo nacido de mujer, si tiene vida independiente, por
monstruoso que parezca, puede ser persona humana y, por lo tanto, si da
señales ciertas de vida, debe bautizarse. Es el caso de los anencéfalos [21] y
de otras malformaciones cerebrales. Si se tratase de una mola [22], que no
es propiamente un ser humano, no se debe bautizar.
c) El bautismo intrauterino, al que ya nos hemos referido anteriormente.
d) Bautismo durante el parto. Antiguamente, si en el transcurso del parto
se presentaba peligro de muerte del feto, se aconsejaba bautizarlo, al asomar
la cabeza por la vulva. En la actualidad, cuando este peligro se da, se
recurre a la cesárea y, de ordinario, el peligro desaparece. El bautismo se
administra, si es necesario, después de la cesárea.
e) La operación cesárea, que plantea dos supuestos:
1) Si se ha producido la muerte de la mujer embarazada, en la medida de
lo posible se procede a la intervención quirúrgica, para extraer el feto, y si
es viable, ayudarle a sobrevivir o, si no lo es, ofrecerle, al menos, la
posibilidad del bautismo.
2) Si la madre está viva y el feto es viable, se puede proceder a la
cesárea, a no ser que constituya un peligro de muerte para uno de los dos,
en cuyo caso no debería hacerse. Pero poner en peligro la propia vida para
socorrer al hijo en estado de extrema necesidad espiritual puede ser un acto
heroico de caridad: «Comprobada la existencia objetiva de la obligación
(que viene dada por la confluencia de estos tres hechos: vida y viabilidad
del feto, imposibilidad de administrar el Bautismo de otra manera, vitalidad
de ambos para sobrevivir a la operación), la virtud de la prudencia indicará
si procede intimar dicho deber de la madre. Porque si no lo advierte y se
prevé con fundamento que lo rechazará, lo mejor será silenciarlo, mientras
dure esa disposición, y dedicarse a fortalecer en ella las convicciones
cristianas básicas que la hagan aceptable» [23].

3. LA CONFIRMACIÓN EN CASOS DE URGENCIA

La Confirmación es el sacramento por el que se confiere el Espíritu


Santo a los bautizados, mediante la unción del crisma en la frente, que se
hace con la imposición de la mano y la pronunciación de las palabras
sagradas («N., Recibe por esta señal el Don del Espíritu Santo»), a fin de
que confiesen su fe con fortaleza [24].
Los efectos de este sacramento son:
– aumento de la gracia santificante;
– el carácter, señal indeleble, por la cual los bautizados son hechos
milites Christi, soldados de Cristo;
– y la gracia sacramental específica para la misión recibida, que capacita
para confesar con audacia el nombre de Cristo [25].
El Código de Derecho Canónico, repitiendo casi literalmente las palabras
de la Constitución Lumen gentium del Concilio Vaticano II, enseña que «el
sacramento de la Confirmación, que imprime carácter y por el que los
bautizados, avanzando por el camino de la iniciación cristiana, quedan
enriquecidos con el don del Espíritu Santo y vinculados más perfectamente
a la Iglesia, los fortalece y obliga con mayor fuerza a que, de palabra y de
obra, sean testigos de Cristo y propaguen y defiendan la fe» [26]. El
Catecismo añade que dicha tarea se realiza «quasi ex officio» [27].
Aun no siendo absolutamente necesario –como lo es el Bautismo– para
la salvación, el sacramento de la Confirmación se integra en el proceso de
la iniciación cristiana, por lo que hay que procurar recibido al llegar a la
edad establecida por la autoridad competente.
En la práctica hospitalaria se plantea solamente en los casos de peligro de
muerte, más o menos próxima, en la que el capellán puede administrar este
sacramento, sea cual sea la edad del enfermo, con tal de que esté bautizado.
Pensamos que en parecida situación se encuentran algunas pruebas
diagnósticas, las cuales, por su dificultad o su riesgo, hacen aconsejable la
administración de este Sacramento; para ello será conveniente contar con el
parecer de los médicos y, por supuesto, si se trata de un niño, con la
autorización de los padres.

4. EUCARISTÍA Y COMUNIÓN

La Sagrada Eucaristía es el sacramento instituido por Cristo en el que,


por la admirable conversión de toda la sustancia del pan en el Cuerpo de
Jesucristo y de toda la sustancia del vino en su Sangre, se contiene
verdadera, real y substancialmente el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la
Divinidad del mismo Jesucristo [28].
Además de sacramento, la Eucaristía es verdadero sacrificio, renovación
incruenta del sacrificio cruento de la Cruz. Es un sacrificio «porque
representa (hace presente) el sacrificio de la Cruz, porque es memorial y
porque aplica su fruto» [29].
Los cristianos, cuando enferman, siguen teniendo necesidad de
alimentarse del Cuerpo de Cristo, de recibir la Sagrada Comunión. Pero en
su caso, la situación de enfermedad puede afectar esa recepción. Las
cuestiones que aquí nos interesan son: 1) el ayuno eucarístico; 2) las
dificultades que plantean algunas enfermedades que impiden físicamente la
recepción de la Comunión (enfermo con sonda nasogástrica, etc.); 3) la
digna administración de la Comunión a los enfermos ingresados en un
hospital o en su domicilio.

4.1. Ayuno eucarístico

Con relación a la obligación del ayuno eucarístico, la praxis de la Iglesia


establece:
1) Quien vaya a recibir la Sagrada Eucaristía ha de abstenerse de tomar
cualquier alimento o bebida, al menos desde una hora antes de la Sagrada
Comunión, a excepción sólo del agua y de las medicinas que precise tomar.
2) El sacerdote que celebra la Eucaristía dos o tres veces el mismo día,
puede tomar algo antes de la segunda o tercera misa, aunque no se cumpla
el tiempo de una hora.
3) Las personas de edad avanzada o enfermas, y asimismo quienes les
cuidan, pueden recibir la Sagrada Eucaristía, aunque hayan tomado algo en
la hora inmediatamente anterior [30].
Es decir, los enfermos y los ancianos, aunque por delicadeza con la
Sagrada Eucaristía procuren, en la medida de lo posible, atenerse a las
normas del ayuno eucarístico, en rigor no están obligados a ellas. En todo
caso, es razonable que para la distribución de la Comunión en un hospital se
busque la hora más adecuada (evitando que coincida con la hora de las
visitas médicas, de limpieza, de comida, etc.), y convendrá tranquilizar a
aquellos enfermos que puedan agobiarse, cuando no viven estrictamente el
tiempo de ayuno, puesto que están dispensados de él.

4.2. La Comunión en situaciones especiales (con el sanguis, etc.)


Distinto es el caso de aquellos enfermos que, por indicaciones médicas,
no pueden recibir la Sagrada Comunión.
Se plantean diversas situaciones:
a) Los que están sometidos a una dieta de ayuno total, que impide la
recepción de cualquier alimento. Mientras dura esa situación tendrán que
conformarse con la repetición frecuente de cualquiera de las fórmulas de
Comunión espiritual.
b) En parecida situación se encuentran los enfermos que portan una
sonda nasogástrica: el posible reflujo de líquidos a través de la sonda, hace
indelicada la recepción de la Comunión; en algunos casos –contando con el
parecer de los facultativos–, se podría clampar la sonda durante unos
minutos y administrar la Comunión.
c) Existe un caso especial, el de aquellos que tienen contraindicada la
alimentación con el gluten contenido en la Sagrada Forma (enfermedad
celíaca), ya que la ingestión de este producto vegetal les puede producir
graves alteraciones; en estos casos, pueden recibir la Comunión bajo la
forma de sanguis [31].
d) Algo parecido sucede con algunos sacerdotes que en la celebración de
la Santa Misa no pueden usar vino, por ejemplo, en el caso de ex-
alcohólicos. En los últimos años, se ha concedido una dispensa y se les
permite el empleo de mosto para la celebración eucarística.
e) Otra cuestión que se plantea en ocasiones es la siguiente: ¿se puede
recibir la Comunión antes de una intervención quirúrgica? En algunos
hospitales existe un criterio médico tan estricto acerca del ayuno, que llegan
a imponer la no recepción de la Comunión en esos casos [32]. Nos parece,
sin embargo, una decisión exagerada, puesto que la pequeña partícula (hasta
podría fraccionarse, para dar menos cantidad) no altera para nada el ayuno
prescrito. Así lo confirma la experiencia de otros muchos hospitales [33].

4.3. La Comunión de los enfermos hospitalizados


Desde los comienzos del cristianismo, la Iglesia se ha preocupado de
llevar a los enfermos el Cuerpo de Cristo. «No se olvide que el fin primario
y principal de la reserva eucarística consiste en la posibilidad de llevar la
Comunión a los enfermos que no han podido participar en la Misa» [34].
Por ello, se ha de facilitar todo lo posible para que los enfermos cristianos
ingresados en un hospital (igualmente los que están en su domicilio)
puedan, si lo piden razonablemente y están preparados, recibir la Sagrada
Comunión en su habitación.
Habrá que buscar el momento más oportuno para el enfermo, evitando en
lo posible la coincidencia con otros servicios: atenciones médicas, de
enfermería, limpieza, otras visitas, etc. Sería deseable que acompañase al
sacerdote alguna enfermera o auxiliar que facilitase la tarea (ordenar la
habitación, abrir o cerrar las puertas, ofrecer un vaso de agua a algún
enfermo que lo necesita para mejor consumir la Sagrada Forma, etc.). Este
trabajo, a primera vista extraño al quehacer del personal de enfermería, nos
parece que se inscribe perfectamente en la denominada atención integral del
enfermo y, en este sentido, no debe resultar ajeno a los que cuidan de los
enfermos. Para un paciente con convicciones religiosas, este servicio es
siempre importante.

4.4. El Viático

Desde el Concilio de Nicea hasta la Instrucción Eucharisticum


mysterium, la Iglesia ha insistido en que «nadie que vaya a salir de este
mundo se vea privado del último y necesario viático» [35]. Es verdad que
actualmente ha cambiado el modo tradicional con que los cristianos se
enfrentan a la muerte; y lo importante es que el moribundo reciba la
Eucaristía aunque no se haga referencia al estado en que se encuentra. Pero
el recibir la comunión per modum viatici está prescrito en el Código de
Derecho Canónico [36]. También el Ritual de la Unción y de la Pastoral de
enfermos dedica un capítulo a su administración, con profesión de la fe
bautismal y fórmula sacramental específica [37].
5. LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS

La Unción es el sacramento [38] específico de la enfermedad (no de los


últimos momentos de la vida) para ayudar al paciente cristiano a vivir esa
situación conforme al sentido de su fe [39]. Al enfermar, el cristiano tiene
necesidad de una especial ayuda de Dios, que le llega a través de este
sacramento, cuyos efectos señala el Ritual de la Unción de los Enfermos:
«Otorga al enfermo la gracia del Espíritu Santo, con lo cual el hombre
entero es ayudado en su salud, confortado por la confianza en Dios y
robustecido contra las tentaciones del enemigo y la angustia de la muerte,
de tal modo que pueda, no sólo soportar sus males con fortaleza, sino
también luchar contra ellos e, incluso, conseguir la salud si conviene para
su salvación espiritual» [40].

5.1. El sacramento de los enfermos

Es necesario recordar, como ha dicho el Concilio Vaticano II, que el


«sacramento de la Unción de los Enfermos no es sólo el sacramento de los
últimos momentos de la vida, sino que debe administrarse en el caso de
enfermedades graves» [41]. En cualquier caso, es muy aconsejable no
dilatar la administración de este sacramento y ha de procurarse que los
enfermos lo reciban con plena lucidez, tratando de vencer, pacientemente,
las resistencias que suelen ofrecer algunos enfermos y, sobre todo, las más
de las veces, sus familiares [42]. Desde luego, se puede recibir la Unción
cuando empieza a estar en peligro la vida por vejez o enfermedad [43];
como es lógico, también antes de algunas intervenciones quirúrgicas graves
(enfermos con procesos tumorales, patologías cardiopulmonares, trasplantes
de corazón o de hígado, etc.) o en los que se prevea un postoperatorio largo
y complicado. «Para juzgar la gravedad de la enfermedad es suficiente un
parecer prudente o probable, sin angustias de conciencia y teniendo en
cuenta la opinión del médico, si se cree necesario» [44]. En caso de duda
sobre la gravedad de la enfermedad, será conveniente administrar el
sacramento, como veremos más adelante [45].
Se puede (y pensamos también que se de be) administrar el sacramento
de la Unción a los enfermos graves, privados de los sentidos, con tal de que
conste que son cristianos y que no lo han rechazado expresamente. El
Código de Derecho Canónico precisa que «debe administrarse este
sacramento a los enfermos que cuando estaban en posesión de sus
facultades, lo hayan pedido, al menos de manera implícita» [46]. El Ritual
de la Unción también dice que puede hacerse cuando «se presume que, si
tuvieran lucidez, pedirían, como creyentes que son, dicho sacramento» [47].

5.2. Efectos del Sacramento

Para conocer la naturaleza y los efectos de la Unción de enfermos


recordamos las palabras de la Carta del apóstol Santiago, donde la Iglesia
siempre ha visto la promulgación de este sacramento: «¿Está enfermo
alguno de vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, y que recen sobre
él, después de ungirle con óleo en nombre del Señor. Y la oración de fe
salvará al enfermo, y el Señor lo curará y si ha cometido pecado lo
perdonará» (Iac 5, 14-15). Con estas palabras empieza el rito de la
administración del Sacramento, que, después de otras oraciones, al ungir la
frente y las manos del enfermo, dice: «Por esta santa unción y por su
bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo,
para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu
enfermedad. Amén». Un dato de importancia pastoral es que el Ritual de la
Unción de Enfermos (Praenotanda, n.º 22) admite actualmente administrar
este sacramento con aceite vegetal no consagrado en la Misa Crismal, sino
simplemente bendecido por el sacerdote momentos antes.
El efecto primario de este Sacramento es robustecer la gracia santificante
y, con la gracia sacramental, infundir un nuevo vigor, que, en este caso, se
dirige a fortalecer el alma del enfermo para afrontar el trance de la
enfermedad y, si llega, el de la muerte; borrando las reliquias del pecado, de
modo que pueda vencer más fácilmente las tentaciones en esos momentos.
Aquellas reliquias son las debilidades del alma derivadas de pecados ya
perdonados. La Unción es sacramento de vivos y, por eso, si es posible y el
enfermo está en pecado mortal, debe confesarse previamente. Si esta
Confesión no ha sido posible y el enfermo estaba bien dispuesto, es decir, al
menos tiene dolor de atrición de sus pecados, la Unción de los enfermos
puede perdonar indirectamente también los pecados mortales.
(Naturalmente, como todo Sacramento, sí perdona los pecados veniales de
los que el sujeto esté arrepentido).

5.3. Dudas en su administración

Una cuestión que se plantea es: ¿hasta qué momento se puede


administrar el sacramento? Porque, como recuerda el Código de Derecho
Canónico [48], si se tiene certeza de que se ha producido la muerte, no se
debe ya administrar. Pero ¿qué hacer si existe duda?
Durante siglos, canonistas y moralistas coincidían en que el status
viatoris perduraba un cierto tiempo después de que hubiesen cesado los
signos de vida. Un autor clásico en esta materia, mantenía la tesis de que
«probablemente entre el momento vulgarmente llamado de la muerte y el
instante en que ésta tiene lugar, existe siempre un periodo más o menos
largo de vida latente, durante el cual pueden administrarse algunos
Sacramentos [49]. Esta idea ha sido mantenida por muchos autores» [50].
Hemos tratado ya del momento de la muerte [51]. Lo que ahora nos
interesa es asegurar cuándo se ha producido realmente. Ya que la vida es
unidad, la muerte es un instante: ese preciso momento en el que se
interrumpe la función unificadora del sistema nervioso central [52], pese a
que los diferentes órganos de ese cuerpo ya no vivo continúen desarrollando
una actividad residual no vital. Por eso, de ser conocido el momento de esa
interrupción, a nivel cerebral, ya no se debe administrarse el sacramento.
Cuando la muerte se confirma, no tiene sentido impartir la absolución
sacramental ni administrar la Unción.
En los casos en los que no existe certeza de muerte, el canon 1005 del
Código de Derecho Canónico establece lo siguiente: «en la duda sobre si el
enfermo ha alcanzado el uso de razón, sufre una enfermedad grave o ha
fallecido ya, adminístresele este sacramento» [53].
El Código de 1917 permitía para estos casos la administración sub
conditione. El actual Código es más práctico y trata de eliminar eventuales
escrúpulos y de abolir abusos pastorales, y desarrolla así la cuestión:
a) La primera duda se refiere a si niños o adultos deficientes han
alcanzado el uso de razón. Parece que en relación con el desarrollo mental
de los niños la norma legal regula la cuestión más claramente: «Puede darse
la santa Unción a los niños, a condición de que comprendan el significado
de este sacramento» [54]. La posibilidad de un fructuoso fortalecimiento
(espiritual, físico, psíquico), a través de la recepción de la Unción,
constituye el exacto criterio de juicio sobre el grado de uso de razón que se
requiere. Se puede usar el mismo criterio para las personas limitadas
mentalmente. Si el ministro tuviera dudas acerca de si el sujeto ha
alcanzado un tal nivel de uso de razón, debe administrar la Unción. La
exigencia de un mínimo nivel mental está en relación con los efectos
sacramentales de la Unción; pero, con todo, no es esencial que el niño, o la
persona retrasada en su desarrollo, sea capaz de cometer pecados graves y
tenga necesidad de su remisión [55].
b) La segunda duda se refiere al hecho de si la enfermedad es
verdaderamente grave, peligrosa. La disposición de este canon es sólo una
ampliación de lo contenido en el canon 1004, 1, donde el modo de juzgar la
«gravedad» es el mismo: “para juzgar la gravedad de la enfermedad, basta
con tener un dictamen prudente y probable de la misma, sin ninguna clase
de angustia y, si fuera necesario, consultando la situación con el médico»
[56].
c) La tercera duda versa sobre si el enfermo está todavía con vida o no.
Ninguno de los siete sacramentos puede ser administrado cuando consta
con certeza la muerte; tampoco la Unción es un sacramento de «difuntos».
Sin embargo, si la muerte es dudosa, es necesario administrarlo. También en
este caso es fundamental el juicio del ministro, después de una eventual
consulta con una persona competente (médico, enfermera). Pero «cuando el
sacerdote sea llamado a asistir a un enfermo y lo encuentra ya muerto,
rogará a Dios por él, para que el Señor le persone sus pecados y lo admita
misericordiosamente en su reino, pero no le administrará la Unción» [57].
En cualquier caso nos parece que si el ministro tiene alguna duda de si se
ha producido o no la muerte, puede administrarlo. En la práctica
hospitalaria todo esto resulta relativamente sencillo, porque tras la
constatación de la muerte por parte de los médicos, se desconectan los
aparatos, goteros, etc. En todo caso, los textos del Código citados pueden
ayudar mucho a los pastores de almas, para huir de extremismos, pensando
sobre todo en la salus animarum.

5.4. La reiteración de la Unción de enfermos

El Código de Derecho Canónico [58] advierte que este sacramento puede


reiterarse en dos circunstancias:
a) Si el enfermo, una vez recobrada la salud, contrae de nuevo una
enfermedad grave.
b) Si, durante la misma enfermedad, el peligro se hace más grave.
El fundamento de una nueva administración de la Unción es, pues, en los
dos casos un estado de salud que empeora, y es esta circunstancia la que se
debe tomar en consideración para repetirla.
No parece, por tanto, correcta la práctica de la repetición regular del
sacramento, por ejemplo, cada semana o cada mes, aun cuando no faltan
autores que consideran que tal modo de proceder no está en desacuerdo con
la actual concepción del sacramento, sobre todo en los casos de la
administración comunitaria. Por ello, «la decisión sobre la reiteración de la
unción corresponde en cada caso concreto al ministro, el cual debe juzgar
con prudencia el estado de salud del enfermo y tener en cuenta su condición
psíquica, espiritual y si hay una petición del sacramento motivada con
madurez» [59].
De todo lo dicho hasta aquí se desprende la importancia de este
sacramento y la tarea catequética que conviene desarrollar. Hay que
esforzarse para que los enfermos pierdan el miedo. Todavía está viva, en la
mentalidad popular [60], incluso en la de algunos sacerdotes, el binomio
Unción-muerte. La celebración comunitaria de la Unción, con motivo de
grandes acontecimientos eclesiales (visitas del Papa a enfermos en sus
viajes apostólicos, reuniones de enfermos en lugares de peregrinación, Día
Mundial del Enfermo, o la simple celebración comunitaria en la parroquia,
etc.) han ayudado mucho en este sentido, aunque todavía queda camino por
recorrer.

6. LOS SACRAMENTOS EN LA UCI

Las UVI o –sigla más moderna y apropiada– las UCI (se ha tratado del
tema en el capítulo XI), son el sistema de asistencia clínica para la atención
de aquellos enfermos en los que existe, o puede existir de manera
inminente, un compromiso severo de sus funciones vitales.
La aparición de las Unidades de cuidados intensivos y las técnicas de
respiración asistida han modificado notablemente la situación de los
enfermos graves ingresados en el hospital. Se habla, sobre todo, de enfermo
terminal, para referirse a la fase aguda final de una enfermedad crónica de
meses o años de duración (neoplasias, nefropatías, cardiopatías,
neuropatías, etc.) que han entrado en un proceso de agudización irreversible
y mortal (cfr. capítulo V, 3).
Para la atención espiritual y la administración de los sacramentos en las
UCI, Unidades coronarías, etc., la única dificultad proviene de la situación
del enfermo, que puede encontrarse intubado, sedado, agonizante, etc.
Aunque otras veces se trata sólo de enfermos que requieren un control más
intenso, porque proceden, como hemos dicho, del quirófano, de la Unidad
coronaria, etc. Es evidente que estos pacientes son susceptibles de la misma
asistencia espiritual que se ofrece a todos los enfermos ingresados en el
hospital. Como es obvio, en la UCI se puede bautizar, confirmar, confesar,
llevar la Comunión, etc., si el enfermo está dispuesto, o si la familia –sobre
todo en el caso de los niños– lo solicita y colabora el equipo médico. Por
ello, se procurará la mayor brevedad y cumplir las condiciones higiénicas
previstas en el centro hospitalario.

7. EL ENFERMO TERMINAL Y LOS AGONIZANTES

En el capítulo V, al estudiar el llamado síndrome terminal de


enfermedad, hemos analizado la situación de aquellos enfermos que se
aproximan a la muerte, su distinta capacidad de reacción al conocer la
verdad del diagnóstico y su diverso grado de aceptación de la realidad, etc.
Importa mucho saber actuar correctamente con los moribundos. No es
fácil conocer qué es lo que ocurre en el interior de una persona que se está
muriendo. En algunos casos, el que sabe que se va a morir lo manifiesta
abiertamente, con frecuencia mediante un lenguaje indirecto: «me estoy
arrimando a tablas», decía uno muy aficionado a la fiesta de toros; «ésta es
la última vez que me cortas el pelo», comentaba un enfermo al peluquero
que acudía al hospital para realizar su tarea, etc. Hay pocas cosas tan
gratificantes para un profesional de la Salud o para un Agente de pastoral,
como la de poder conversar abiertamente con un enfermo que sabe de su
próxima muerte y afronta el trance con serenidad y sin miedo. Esto sucede,
sobre todo, con aquellos que tienen un sentido trascendente de la vida y
afrontan la muerte como paso necesario de su caminar terreno [61]. Otras
veces, aunque se sepa que el final está cercano, no se habla de ello. Hay
como una especie de pudor vergonzante, por parte del enfermo y de su
familia, para evitar hablar del tema, que resulta incómodo.
Pues bien, aunque falta evidencia directa de lo que sucede en el alma del
agonizante, existen ciertas observaciones clínicas que nos permiten sacar
algunas conclusiones.
El moribundo oye. Está muy difundida la idea de que el que se está
muriendo ya no se entera de nada, porque ha perdido, aparentemente, el
contacto con todo lo que le rodea; ya no puede hablar ni comunicarse con
nadie y da la impresión de hallarse inconsciente, incapaz de oír ni de darse
cuenta de lo que sucede a su alrededor. Pero esto no es cierto siempre, ya
que en esos momentos se produce una agudización del sentido del oído.
Esto lleva a algunas consecuencias prácticas:
– Evitar conversaciones sigilosas, cuchicheos, etc., en la habitación del
enfermo, pensando que éste ya no se entera; no digamos si esas
conversaciones se refieren al propio paciente, lo que podría llevar a
situaciones incómodas.
– Por ello, conscientes de que el moribundo puede seguir oyendo hasta el
final, convendrá hablarle despacio, cariñosamente, procurando, sobre todo,
que sean voces conocidas y queridas por él: esposo/a, madre/padre, hijo/a,
etc. Bueno sería que, junto a esas palabras de afecto, pudiesen escuchar
también otras alentadoras, llenas de esperanza, para ayudarles en el trance
de la muerte próxima. Los cristianos deben aprovechar esos momentos para
recordar, de modo breve pero incisivo, textos del Evangelio, oraciones
cortas, jaculatorias, etc., que pueden confortar al moribundo. Si está
presente en esos momentos un sacerdote –lo que debería procurarse
siempre, si el enfermo es católico– podría recitar en voz alta, repitiéndola
en distintos momentos, la fórmula de la absolución sacramental; también se
puede usar el texto de la Recomendación del alma, que se encuentra en el
Ritual de la Unción de los Enfermos, y otras oraciones. El Ritual también
recoge la Bendición papal in articulo mortis.
Por lo que se refiere a la celebración de los sacramentos, llegados a esa
etapa de la enfermedad, debería estar todo «en orden», entre otras cosas
porque, el agonizante, aunque pueda oír, ya no suele estar en condiciones de
recibir la Comunión ni de conversar sobre temas de su conciencia (aunque
no faltan excepciones). Lo único que puede hacer el sacerdote en muchos
de esos casos es animarles a que pidan en su corazón perdón a Dios,
fomentar en ellos la contrición y darles la absolución sacramental, siempre
que manifiesten o hayan manifestado antes, de algún modo, su contrición:
recuérdese que la materia próxima y la forma sacramental deben ser
moralmente simultáneas.
BIBLIOGRAFÍA

AA.VV., La humanización de la Medicina, Actas de la II Conferencia


internacional, promovida por la Comisión Pontificia para la Pastoral de
los Agentes Sanitarios, Roma 1987: Dolentium hominum, 7 (1988).
–, Seminario internacional sobre la Información del Diagnóstico al
Enfermo de Cáncer, Asociación Española contra el Cáncer, Madrid
1992.
ASTUDILLO, W.; MENDIETA, C. Y ASTUDILLO, E., Cuidados del
enfermo en fase terminal y atención a su familia, 4.ª ed., EUNSA,
Pamplona 2002.
BERMEJO, J.C., Relación de ayuda al enfermo, Paulinas, Madrid 1993.
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BRUSCO, A. y PINTOR, S., Tras las huellas de Cristo médico. Manual de
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CUADRADO TAPIA, A., Los enfermos nos evangelizan, Paulinas, Madrid
1993.
GUARDINI, R., La aceptación de sí mismo. Las edades de la vida,
Cristiandad, Madrid 1970.
ISTITUTO INTERNAZIONALE DI TEOLOGIA PASTORALE
SANITARIA (a cura de G. CINA, E. LOCCI, C. ROCCHETTA y L.
SANDRIN), Camillianum, Dizionario di Teología Pastorale Sanitaria,
Ed. Emiliane, Torino 1997.
LUSTIGER, J.M., El sacramento de la Unción de los enfermos, EDICEP,
Valencia 2000.
NOTAS

Notas del Prólogo


[1] Empieza a cobrar interés esta cuestión en países centroeuropeos. En
Alemania, Patmos Verlag ha publicado la obra de Isidor Baumgarter,
Pastoral Psychologie, recientemente traducida al castellano: Psicología
Pastoral, Introducción a la praxis de la pastoral curativa, Desclée de
Brouwer, Bilbao 1997, que es buena muestra del interés que suscita el tema.
[2] Cfr. JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Beato, Es Cristo que
pasa, Rialp, 26 ed., Madrid 1989, n. 79. La cita completa es: «El sacerdote
debe ser exclusivamente un hombre de Dios, rechazando el pensamiento de
querer brillar en campos en los que los demás cristianos no necesitan de él.
El sacerdote no es ni un psicólogo, ni un sociólogo, ni un antropólogo: es
otro Cristo, Cristo mismo, para atender a las almas de sus hermanos. Sería
triste que el sacerdote, basándose en una ciencia humana –que, si se dedica
a su tarea sacerdotal, cultivará sólo a nivel de aficionado y aprendiz–, se
creyera facultado sin más para pontificar en teología dogmática o moral. Lo
único que haría es demostrar su doble ignorancia –en la ciencia humana y
en la ciencia teológica–, aunque un aire superficial de sabio consiguiese
engañar a algunos lectores u oyentes indefensos».
[3] JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Pastores dabo vobis, 25 de marzo
de 1992, n. 52.
[4] ÍD., Carta Novo incipiente, a los sacerdotes con ocasión del Jueves
Santo, 8 de abril de 1979, n. 7: en Cartas a los sacerdotes, Palabra, Madrid
1991, p. 29.
[5] Ibíd.
[6] Como libro básico de Medicina, por la novedad y por ser el primer
diccionario escrito por médicos españoles, me atrevo a recomendar el
Diccionario Espasa de Medicina, debido a profesores de la Facultad de
Medicina de la Universidad de Navarra, Madrid 1999. Igualmente la
Enciclopedia Médica de la Familia, que editorial Espasa publicará en 2002.
[7] Cfr. HAMER, J., «Relaciones entre la teología y las ciencias sociales
o humanas», La Documentation Catholique, 21-I-1979. El autor, entonces
secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, desarrolla cuál debe
ser la actitud del teólogo ante las ciencias humanas, que resume en dos
palabras: positiva y crítica.
[8] Por ejemplo, la Psiquiatría muestra que el suicidio es casi siempre
consecuencia de una patología depresiva; lo mismo puede afirmarse de la
cleptomanía y de otras conductas neuróticas.
[9] El suicidio sigue siendo un acto malo en sí mismo, aunque no sea
imputable cuando se debe, como ocurre con frecuencia, a una depresión.
Notas de la Introducción
[1] Cuestiones de Medicina pastoral, Rialp, Madrid 1967, p. 32.
[2] El Papa encargó a San Raimundo de Peñafort la compilación
sistematizada de las epístolas decretales, aparecidas desde Graciano. Se
trata de la primera colección oficial de carácter general del derecho de la
Iglesia latina. En el título De probationibus, se regula la comprobación
médica para los casos de nulidad matrimonial.
[3] Son temas englobados en lo que actualmente se conoce como
Psicología evolutiva y diferencial.
Notas del Capítulo I
[1] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et
Spes, n. 24; JUAN PABLO II, Carta Apostólica Mulieris dignitatem, 15 de
agosto de 1985, nn. 7, 10, 13, 18, 20 y 30.
[2] Cfr. BOROBIO, J.J.; FERNÁNDEZ, A.; POLO, L.; LORDA, J.L.,
Sobre el hombre, Scripta Theologica, 30 (1998), 113-204.
[3] Según el relato del Génesis, el primer hombre se encontró solo en el
paraíso: «El hombre “adam” (de la tierra) habría podido llegar a la
conclusión de ser sustancialmente semejante a los otros seres vivientes
(animalia) basándose en la experiencia del propio cuerpo. Y, en cambio,
como leemos, no llegó a esa conclusión; más bien llegó a la persuasión de
estar “solo”»: cfr. JUAN PABLO II, Alocución, 24 de octubre de 1979.
[4] GREGORIO NACIANCENO, San, Discursos 45, 7.
[5] Cfr. Gén 1, 26; 2, 7.
[6] Para la teología clásica, las tres Personas divinas son relaciones,
referencias recíprocas: el Padre es Padre sólo a través del Hijo y para el
Hijo, éste es hijo solamente a través del Padre y para el Padre, ambos son lo
que son solamente en y a través del Espíritu Santo.
[7] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 357.
[8] JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Beato, Conversaciones,
18.ª ed., Madrid 1996, n. 115.
[9] Cfr. PSEUDO-MACARIO, Homilías, XXX, 4; en Comité para el
Jubileo del año 2000: El espíritu del Señor, Madrid 1997, pp. 54 ss.
[10] JUAN PABLO II, Aloc. 10 de abril de 1991, en Creo en el Espíritu
Santo, Palabra, Madrid 1996, p. 372.
[11] Lo ha explicado muy bien Juan Pablo II. La vida sobrenatural del
cristiano «se desarrolla no sólo por las facultades naturales –entendimiento,
voluntad, sensibilidad– sino también por las nuevas capacidades adquiridas
(superadiditae) mediante la gracia, como explica Santo Tomás de Aquino
(Summa Theol., I-II, q. 62, aa. 1, 3). Ellas dan a la inteligencia la capacidad
de adherirse a Dios-Verdad mediante la fe; al corazón, la posibilidad de
amado mediante la caridad, que es en el hombre como “una participación
del mismo amor divino, el Espíritu Santo” (II-II, q. 23, a. 3, ad 3); y a todas
las potencias del alma y de algún modo también al cuerpo, la posibilidad de
participar en la nueva vida con actos dignos de la condición de hombres
elevados a la participación de la naturaleza y de la vida de Dios mediante la
gracia: consortes divinae naturae (2 Pe 1, 4), como dice San Pedro»:
Audiencia general, 3 de abril 1991, en Creo en el Espíritu Santo, Palabra,
Madrid 1996, pp. 366-367.
[12] Cfr. Comité para el Jubileo del año 2000, El espíritu del Señor, o.c.,
p. 50.
[13] Cit. en MOUROUX, J., Sentido cristiano del hombre, Palabra,
Madrid, 2001.
[14] ARENDT, H., La condición humana, Barcelona-Buenos Aires-
México 1993, p. 202.
[15] JUAN PABLO II (Karol Wojtyla), Von der Königswürde des
Menschen, Stuttgart, 1980, p. 96.
[16] Cfr. JUAN PABLO II, Carta Apostólica Mulieris dignitatem, n. 7.
[17] BUBER, M., ¿Qué es el hombre?, Fondo de Cultura Económica,
México-Madrid-Buenos Aires 1990, p. 151.
[18] LORDA, J.L., Antropología. Del Concilio Vaticano II a Juan Pablo
II, 2.ª ed., Palabra, Madrid 1996, p. 158.
[19] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et
Spes, n. 24: «El hombre, única criatura que Dios ha amado por sí mismo, no
puede encontrar su propia plenitud, si no es en la entrega sincera de sí
mismo a los demás»; cfr. también nn. 12 y 30.
[20] Cfr. JUAN PABLO II, Von der Königswürde des Menschen, o.c., p.
97.
[21] Con el término «personalismos» se designan a los movimientos que
tienen como denominador común la afirmación de la preminencia de la
persona sobre todo lo demás, haciendo de la persona el centro y fundamento
de toda realidad. Entre esos movimientos, destaca el desarrollado en
Francia en torno a la revista Esprit, con nombres como Mounier, Lacroix,
Nedoncelle, etc. Ya antes, sin calificarse propiamente de personalistas,
aparecen en Alemania Max Scheler, con su ética natural de los valores y
Karl Jaspers, que concibe la existencia como «ser persona». Más
recientemente, se ha producido un retorno o «redescubrimiento» de la
persona en P. Ricoeur, Karol Wojtyla, etc. Cfr. DÍAZ, C., Introducción al
personalismo contemporáneo, Gredos, Madrid 1975; FORMENT, E., «El
personalismo contemporáneo y el pensamiento teológico», Cristiandad
(Barcelona) 648 (1985), 44-52.
[22] Ibíd., p. 106. Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral
Gaudium et Spes, n. 24.
[23] Cfr. JUAN PABLO II, Van der Königswürde des Menschen, o.c., p.
101.
[24] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et
Spes, n. 19: «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la
vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el
hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el
amor de Dios que lo creó y por el amor de Dios que lo conserva».
[25] Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Santo, Summa contra gentiles, Lib. II,
cap. 68: «quasi quiddam horizon et confinium corporeorum et
incorporeorum» (el alma humana es como horizonte y confín de lo corpóreo
e incorpóreo).
[26] Cfr. RATZINGER J., Teoría de los principios teológicos, Barcelona
1985, p. 413.
[27] Cfr. ARISTÓTELES, De Anima II, 414 a. La noción de alma, dice
C. Caffarra, «señala en cada momento histórico la altura moral de un pueblo
o de una cultura. Ha sido la filosofía cristiana la que ha dado –con ayuda–
la mejor respuesta»: Ética general de la sexualidad, Ediciones
Internacionales Universitarias, Barcelona 1995, p. 17.
[28] Cuando se rompe esta unidad, sobreviene la muerte: por un lado
queda el alma espiritual y, por otro, un cadáver (que ya no es cuerpo
humano).
[29] Cfr. WOJTYLA, K., Persona y acción, Madrid 1982: «El hombre es
sujeto no sólo por ser autoconciencia y autodeterminación, sino también la
base del propio cuerpo. La estructura de este cuerpo es tal, que le permite
ser el autor de una actividad puramente humana», p. 2.
[30] Cfr. ibíd.
[31] AGUSTÍN, San, Confesiones I, 8, en MOUROUX: J., Sentido
cristiano del hombre, o.c., p. 55. A la vez, la expresión de los sentimientos
está modalizada por la cultura. Comprender el valor expresivo de un gesto,
de una mirada o de una sonrisa, indica que se está dentro de una
determinada cultura.
[32] MOUROUX, J., Sentido cristiano del hombre, o.c., p. 58.
[33] JUAN PABLO II, Alocución, 31 de octubre de 1979.
[34] Cfr. MOUROUX, J., Sentido cristiano del hombre, o.c., p. 53.
[35] Cfr. YEPES STORK, R., Las claves del consumismo, Rialp, Madrid
1989, pp. 10-12.
[36] Esta ruptura interior es ciertamente manifestación del pecado
original, pero tiene que ver también con la condición histórica del hombre.
[37] Cfr. Rom 13,13-14.
[38] Rom 15, 16.
[39] Al hablar de la intimidad, designamos «aquel centro profundo y
creador no susceptible de ulterior análisis, más allá del cual ya no llega la
conciencia, y con el que se relacionan, como la periferia de un círculo a su
centro, los fenómenos conscientes, o sea todo lo que es objetivamente
percibido, imaginado y pensado»: LERSCH, Ph., La estructura de la
personalidad, Barcelona 1968, pp. 515 ss.
[40] Ibíd., p. 515.
[41] Cfr. JUAN PABLO II (Kawl Wojtyla), Person und Tat, Freiburg-
Basel-Wien, 1981, p. 121 ss.
[42] Cfr. POLO, L., Ética. Hacia una versión moderna de los temas
clásicos, Unión Editorial, Madrid 1996, p. 62; «La existencia es yo mismo
en mi libertad»: ibíd., p. 108: «El hombre como sistema libre».
[43] Cfr. YEPES STORK, R., Fundamentos de antropología, 4.ª ed.,
EUNSA, Pamplona 1999, p. 161.
[44] POLO, L., El descubrimiento de Dios desde el hombre, manuscrito
de una conferencia, Pamplona 1998, p. 5.
[45] LLANO, A., El futuro de la libertad, EUNSA, Pamplona 1985, p. 9.
[46] Cit. en MARINA, J.A., El laberinto sentimental, 8.ª ed., Barcelona
1996, p. 229.
[47] YEPES STORK, R., Fundamentos de antropología, o.c., pp. 172 ss.
[48] JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, n. 7.
[49] Cfr. JUAN PABLO II: «La descripción de la creación nos permite
constatar que la “imagen de Dios” se manifiesta sobre todo en la relación
del “yo” humano con el “Tú” divino. El hombre conoce a Dios, y su
corazón y su voluntad son capaces de unirse con Dios (homo est capax
Dei)». Audiencia general, 23 de abril de 1986.
[50] RATZINGER, J., Verdad, valores, poder, Rialp, Madrid 1995, p. 53.
[51] NIETZSCHE, F., citado en FRANKL, V.E., La idea psicológica del
hombre, Madrid 1976, p. 94.
[52] FRANKL, V.E., El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona
1998, p. 108.
[53] ÍD., La idea psicológica del hombre, o.c., p. 50.
[54] En los temas que siguen, ha sido muy valiosa la aportación recibida
en mis conversaciones con la profesora Francisca Rodríguez Quiroga
(Roma), que agradezco vivamente.
[55] Cfr. LERSCH, Ph., La estructura de la personalidad, o.c., pp. 316-
326.
[56] Ibíd., p. 320.
[57] Cit. en LERSCH, Ph., La estructura de la personalidad, o.c., p. 324.
[58] Cfr. ALVIRA, R., «Sobre los sentidos», en Reivindicación de la
voluntad, EUNSA, Pamplona 1988, pp. 18-28. Antes publicado como «La
teoría de los sentidos y la integralidad», Anuario Filosófico 18 (1985/2), pp.
35-48.
[59] Ibíd., p. 25.
[60] Si hablo, por razones de claridad, de los «actos» de la inteligencia y
de la voluntad, téngase en cuenta que el sujeto de un acto es siempre la
persona humana.
[61] Cfr. LERSCH, Ph., La estructura de la personalidad, o.c., pp. 569-
604.
[62] Con el término sentimiento me refiero a la vivencia afectiva central.
Entiendo las emociones, pasiones y motivaciones como modalidades
peculiares del sentimiento. Las emociones se caracterizan por su aparición
súbita; incluyen siempre una alteración somática; pueden alcanzar una gran
intensidad, pero son pasajeras. Las pasiones son intensas y más
persistentes; y las motivaciones tienen una especial capacidad para empujar
la existencia hacia el futuro.
[63] Empleo el término «corazón» como sinónimo a «sentimientos», no
como una «facultad» humana, además de la inteligencia y la voluntad.
[64] «El hecho de que sea precisamente el corazón de Jesús y no su
entendimiento ni su voluntad el objeto de una devoción específica, ¿no
debería llevarnos a una comprensión más profunda de la naturaleza del
corazón y, por consiguiente, a una revisión de la actitud hacia la esfera
afectiva?»: HILDEBRAND, D. VON, El corazón. Un análisis de la
afectividad humana y divina, Madrid 1997, p. 26.
[65] HILDEBRAND, D. VON, El corazón, o.c., p. 15.
[66] TOMÁS DE AQUINO, Santo, Summa theologiae II-II, q. 142, a. 1;
q. 153, a. 3, ad 3.
[67] Las condiciones somáticas tienen un papel en el surgir de los
sentimientos; de ahí deriva el influjo de los fármacos sobre la afectividad
del hombre.
[68] Cfr. HILDEBRAND, D. VON, El corazón, o.c., Prólogo de Alice
von Hildebrand, pp. 9-11.
[69] Imaginemos que alguien sufre una gran desgracia: su esposa se
muere. Se puede comprender su sufrimiento: llora, lamenta, recuerda, no
puede trabajar ni comer... Pero, ordinariamente, después de algún tiempo
llegará un momento en que no pueda llorar más. Esto no es una falta de
lealtad hacia la difunta, sino una señal de que está vivo.
[70] LEWIS. C.S., Una pena en observación, Anagrama, Barcelona
1994, p. 16.
[71] YEPES STORK, R., Fundamentos de antropología, o.c., p. 62.
[72] HILDEBRAND, D. VON, El corazón, o.c., p. 203.
[73] Hablamos de inconsciencia en el caso de falta de conciencia actual;
con subconsciencia, en cambio, indicamos una actividad de impresiones
que se aproxima a la conciencia.
[74] Cfr. BLESS H., Pastoral psiquiátrica, o.c., p. 37.
[75] Cfr. LEWIS, C.S., Los cuatro amores, 2.ª ed., Rialp, Madrid 1993,
p. 11.
[76] Cfr. ibíd., p. 13.
[77] Ibíd., p. 144.
[78] Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Santo, Summa theologiae I, q. 65, a. 1,
ad 3: «De suyo, las criaturas no nos apartan de Dios, antes nos llevan a Él
[...] Si en algunos casos apartan de Dios, culpa es de los que neciamente
usan de ellas».
[79] Cfr. LEWIS, C.S., Los cuatro amores, o.c., p. 136.
[80] AGUSTÍN, San, en HILDEBRAND, D. VON, El corazón, o.c., p.
210.
[81] ARENDT, H., La condición humana, o.c., p. 253.
[82] Ibíd., p. 253.
[83] GUARDINI, R., La aceptación de sí mismo; Las edades de la vida,
Buenos Aires 1986, p. 30.
[84] ARENDT, H., La condición humana, o.c., p. 256.
[85] SPAEMANN, R., Felicidad y benevolencia, Rialp, Madrid 1991, p.
273.
[86] KIERKEGAARD, R., Die Kranhheit zum Tode, Munich 1976, p.
99.
[87] Cfr. SPAEMANN, R., Felicidad y benevolencia, o.c., p. 273.
[88] ARENDT, H., La condición humana, o.c., p. 256.
[89] Ibíd., p. 256.
[90] Utilizo los términos «promesa» y «compromiso» como sinónimos.
[91] Cf. SCHELER, M., Zur Phänomenologie und Metaphysik der
Freiheit, en Obras 10, p. 159.
[92] CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes,
n. 22.
[93] Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Santo, Summa theologiae II-II, q. 23, a.
3, ad 3.
[94] Salmo 94, 7-8.
[95] HILDEBRAND, D. VON, El corazón, o.c., p. 136.
[96] LEWIS, C.S., Los cuatro amores, o.c., p. 153.
Notas del Capítulo II
[1] Cfr. MONTERO, F.; SANZ, J.C.; ANDRADE, M.A., Evolución
prebiótica: el camino hacia la vida, Eudema S.A., Madrid 1993.
[2] Cfr. PRIGODINE, I., «La Termodynamique de la vie», La Recherche,
24 (1972), 547; LURIÉ, D. y WAGENSBERG, J., «Termodinámica de la
evolución biológica», Investigación y Ciencia, 1979, 102.
[3] La Creación es una verdad explícitamente revelada por Dios y, como
tal, definida por la Iglesia. El mundo, con todas las cosas –materiales y
espirituales– que contiene, ha sido creado por Dios de la nada (ex nihilo), al
inicio del tiempo, no por necesidad, sino libérrimamente: Cfr. CONCILIO
VATICANO I, Const. Dei Filius, DZ 1783, 1801. Cfr. LLANO, A.,
«Interacciones de la Biología y la Antropología. I: La evolución», en
AA.VV., Deontología Biológica, Universidad de Navarra, Pamplona 1987,
pp. 153-169. Sobre qué se entiende por «creación», cfr. BASEVI, C. y
RIUS-CAMPS, J., «Reflexiones sobre las ciencias experimentales y su
relación con la religión (a propósito de un libro de P. Jordan)», Scripta
Theologica, XIII (1981), 149-183.
[4] Sobre el estado actual de las teorías de la evolución cfr. ARTIGAS,
M., «Desarrollos recientes en evolución y su repercusión para la fe y la
teología», Scripta Theologica 32 (2000), 243-267; CHAUVIN, R.,
Darwinismo. El fin de un mito, Espasa Calpe, Madrid 2000; BEHE, M.J.,
La caja negra de Darwin. El reto de la bioquímica a la evolución, Ed.
Andrés Bello, Barcelona 2000; ALONSO GUTIÉRREZ, C.J., Tras la
evolución. Panorama histórico de las teorías evolucionistas, EUNSA,
Pamplona 1999.
[5] Simplemente constatamos que el universo creado es evolucionista,
sin que tenga que ser contradictoria la creación de una materia no evolutiva.
[6] Cabe también un proceso evolutivo en sentido imperfectivo, es decir,
se dan adaptaciones regresivas cuando un animal se adapta a un medio
menos rico: al entrar y vivir en una cueva, por ejemplo, pierde el pigmento
y la visión que no necesita.
[7] Cfr. LLANO, A., «Interacciones de la Biología y la Antropología. II:
El hombre», en AA.VV., Deontología Biológica, Universidad de Navarra,
Pamplona 1987, pp. 171-210.
[8] Acerca de la diferenciación entre «hominización» y «humanización»,
cfr. JORDANA, R., «El origen del hombre: estado actual de la
investigación paleoantropológica», Scripta Theologica 20 (1988), 65-98.
[9] Cfr. PÍO XII, Enc. Humani generis, 12 de agosto de 1950, n. 12
(Denzinger-Hünermann 3896 ss.) «El Magisterio de la Iglesia no prohíbe,
según el estado actual de las ciencias humanas y de la sagrada teología, se
trate en las investigaciones y disputas de los entendidos en uno y otro
campo, de la doctrina del “evolucionismo”, en cuanto busca el origen del
cuerpo humano en una materia viva preexistente –pues las almas nos manda
la fe católica sostener que son creadas inmediatamente por Dios–; pero de
manera que con la debida gravedad, moderación y templanza se sopesen y
examinen las razones de una y otra opinión».
[10] Cfr. ARTIGAS, M., «Supuestos e implicaciones del progreso
científico», Scripta Theologica 30 (1998), 205-225. El autor muestra que
esos supuestos e implicaciones conducen a una perspectiva plenamente
coherente con la afirmación de un Dios personal creador, con el
reconocimiento de las dimensiones espirituales de la persona humana y con
la existencia de valores éticos.
[11] Cfr. LEJEUNE, J., «Sur le mécanismcs de la spéciation», Comptes
Rendus des Séances de la Societé de Biologie, 169 (1975), 828.
[12] Cfr. LÓPEZ MORATALLA, N., «Origen monogenista del género
humano: reconocimiento mutuo y aislamiento procreador», Scripta
Theologica 32 (2000), 205-241.
[13] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. Gaudium el Spes, n. 24.
[14] Cfr. RUIZ RETEGUI, A., «Valor de la vida biológica», en AA.VV.,
Deontología Biológica, Universidad de Navarra, Pamplona 1987, pp. 255-
263.
[15] Nota del editor. A estas acertadas explicaciones de la autora, se
podría añadir desde el punto de vista teológico, que el interés por la vida, en
sus diversas manifestaciones, forma parte del mensaje cristiano: «El
Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús» (JUAN
PABLO II, Enc. Evangelium vitae, 25 de marzo de 1995, n. 1). La vida
corporal del hombre tiene un valor incontestable. El hombre no debe
mutilar su cuerpo ni despreciar o ponerle fin cuando lo desee, aunque puede
sacrificar la vida por un valor superior. Así, la Iglesia, que proclama con
vigor el «Evangelio de la vida», y, por tanto, el inmenso respeto que toda
vida merece, enseña paradójicamente que «la vida del cuerpo en su
condición terrena no es un valor absoluto» (Enc. Evangelium vitae, n. 47).
De ese modo muestra que hay valores que están por encima de esa vida,
como se ve, por ejemplo, en la vida de los mártires (cfr. el elogio que se
hace del martirio en la Enc. Veritatis splendor, nn. 90-94). Por ello, la
doctrina moral de la Iglesia católica subraya tanto la plenitud de vida a la
que el hombre está llamado como el carácter relativo de la vida terrena del
ser humano. Desde una perspectiva cristiana, hablar de vida supone hablar
de una realidad que es, sin duda, precaria, porque es frágil y quebradiza,
pero a la vez consistente, porque viene más allá de ella misma, porque es
vida recibida de Dios, fruto de un don que Dios concede y que precisamente
porque es don y don realmente entregado, abre a otros dones (Enc.
Evangelium vitae, n. 47). La vida humana, considerada en su unidad
indisoluble de cuerpo y alma, ha sido creada a «imagen de Dios». Cristo,
«Imagen del Dios invisible» revela y restaura plenamente esa imagen, que
había quedado mancillada por el pecado de Adán. Él asume plenamente las
contradicciones y los riesgos de la vida. Con su nacimiento y muerte en la
Cruz, Cristo muestra que, en situaciones de extrema debilidad, resplandece
la fuerza de Dios y la vida se convierte en instrumento de salvación para
todos. Afirmar la vida humana sin reconocer que es imagen de Dios, con un
destino eterno, sería reducirla a una «pasión inútil». La fe católica considera
la vida un bien inmenso, porque reconoce su carácter sagrado, su
pertenencia al Otro, su único Creador y Señor, lo cual hace posible vivirla,
servirla, gozarla y defenderla en toda su verdad. Pero la realización efectiva
de la vida humana «imagen» de Dios abierta a la «Imagen» o a la vocación
filial es posible gracias al don de la vida divina y eterna. Esa vida,
comunicada por Cristo, es una participación real en la «Vida» misma de
Dios hecha del conocimiento del Padre y del Hijo (ILLANES, J.L., «La
vida, substancia y meta de la historia», Scripta Theologica 28 (1996), 737-
758). Todo esto explica el rechazo del aborto, de la eutanasia y, en general,
de todos los atentados contra la vida humana, constantemente condenados
por el Magisterio de la Iglesia. Y por lo mismo, la defensa a ultranza de la
vida más débil, más necesitada, más despreciada. Frente a una «cultura de
la muerte», imperante en vastos sectores del mundo actual, la enseñanza
moral de la Iglesia católica está empeñada en una «cultura de la vida», que
emerge con fuerza en el corazón de tantas personas de nuestra época (cfr.
TREMBLAY, R., «Cristo, Evangelio de la vida», en ACADEMIA
PONTIFICIA PARA LA VIDA (dir. Lucas, R.), Comentario
interdisciplinar a la «Evangelium vitae», BAC, Madrid 1996, pp. 359 ss.;
CLANCY, D., «El valor absoluto y relativo de la vida humana», en ibíd.,
pp. 386 ss.
[16] Es bien conocido el debate sobre la certeza, o la falta de certeza, de
la ciencia acerca del comienzo de la vida humana. En buena parte, bajo ese
debate late la pretensión de justificar el recurso a la anticoncepción, a la
fecundación artificial o incluso al aborto precoz (cfr. LACADENA, J.R.,
«Una lectura genérica de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el
aborto», Jano 29 (1985), 1557-1567. Más datos pueden encontrarse en
ANSÓN, F., Se fabrican hombres, Rialp, Madrid 1988, pp. 193-223. Esta
cuestión se trata con detenimiento entre otros: SARMIENTO, A.; RUIZ
PÉREZ, G.; MARTÍN, J.C., Ética y genética, 2.ª ed., Ediciones
Internacionales Universitarias, Barcelona 1997, pp. 51-83; VELAYOS, J.L.
y SANTAMARÍA, L., «El comienzo de la vida humana», Cuadernos de
Bioética, Santiago de Compostela, 21 (1995), pp. 1-9 y MONGE, F., «El
estatuto ontológico del embrión humano en base a los datos biológicos»,
ibíd., 10-22. LEJEUNE, J., ¿Qué es el embrión humano?, Rialp, Madrid
1993, pp. 51-52.
[17] Cfr. LÓPEZ MORATALLA, N., «Construcción de un ser vivo»,
Investigación y Ciencia, Temas 3, 1996, 2.
[18] Cfr. WASSERMAN, P.M., «La fecundación en los mamíferos»,
Investigación y Ciencia, Temas 3, 1996, 16.
[19] Cfr. HAKAMORI, S., «Glicoesfingolípidos», Investigación y
Ciencia, Temas 3, 1996, 80; JACOB, F., «Tératocarcinome et
differenciation cellulaire», La Recherche, 9, 1978, 421.
[20] Cfr. ibíd.
[21] Cfr. LEJEUNE, J., ¿Qué es el embrión humano?, Rialp, Madrid
1993, pp. 51-52.
[22] Para una crítica acertada de la tesis del pre-embrión, ctr.
ANDORNO, R., Bioética y dignidad de la persona, Tecnos, Madrid 1998,
pp. 65 ss. Cfr. PASTOR, L.M., «El estatuto del embrión», Cuadernos de
Bioética 11 (1992), pp. 5-14. El Papa Juan Pablo II se refiere a esta
discusión, sin fundamento científico, acerca del momento en que comienza
la vida de un ser humano: «algunos intentan justificar el aborto sosteniendo
que el fruto de la concepción, al menos hasta un cierto número de días, no
puede ser rodada considerado una vida humana personal». «Con la
fecundación inicia la aventura de una vida humana, cuyas principales
capacidades requieren un tiempo para desarrollarse y poder actuar»
(CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE. Declaración
sobre el aborto provocado, 12-13: AAS 66, 1974, 738). «Aunque la
presencia de un alma espiritual no puede deducirse de la observación de
ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la ciencia sobre el
embrión humano ofrecen una indicación preciosa, para discernir
racionalmente una presencia personal desde este primer surgir de la vida
humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana?»
(CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instr, Donum
vitae, I, 1: AAS 80, 1988, 78-79. Encíclica Evangelium vitae, 25-III-1995,
n. 60).
[23] En ocasiones se ha planteado también como argumento en contra de
la individualidad del embrión temprano el hecho de que, aunque con muy
poca frecuencia, pueda ocurrir una fusión embrional en los primeros pasos
del desarrollo embrionario. Se funden en uno solo dos embriones hermanos
que son gemelos heterocigóticos, engendrados simultáneamente, pero cada
uno procedente de la fecundación de gametos diferentes. La muerte de uno
de los embriones se produce cuando sus células son incorporadas por el otro
en un proceso que en realidad constituye un transplante peculiar. Esto hará
que el embrión receptor manifieste más adelante los caracteres propios de
su hermano, en las regiones de su cuerpo derivadas de las células
incorporadas; algo similar a lo que ocurre en un transplante de riñón, en el
que este órgano sigue manifestando los caracteres inmunológicos del
donante. Ciertamente el individuo resultante de la fusión embrionaría es lo
que en biología se llama una quimera, en el sentido de que los tejidos de su
cuerpo serán un mosaico de células procedentes de las inicialmente suyas y
de otras procedentes de las células de su hermano. Es un organismo
mosaico resultado de una malformación ocurrida por accidente, sin graves
consecuencias para su normal desarrollo, ya que el transplante ocurre antes
de que haya comenzado el proceso embrionario, en que se educa al sistema
inmunitario a distinguir lo propio y lo extraño y a rechazar lo último.
[24] CRICK, E., La búsqueda científica del alma: una revolucionaria
hipótesis para el siglo XXI, Ed. Debate, S.A., Madrid 1994.
[25] Por eso, ante la disyuntiva herencia-ambiente, hay que ser muy
cautos. Sin negar la predisposición hereditaria, pesan mucho el ambiente y
la educación. En definitiva, existe la libertad y no sería razonable justificar
el mal comportamiento moral, apelando a los rasgos hereditarios, puesto
que el hombre no está irremediablemente forzado al mal a causa de su
constitución hereditaria.
[26] El laberinto sentimental, Anagrama, 8.ª ed., Barcelona 1999, pp.
269-270.
[27] POLAINO-LORENTE, A., «Temperamento», Gran Enciclopedia
Rialp, t. XXII, Madrid 1979, p. 169; cfr. JUNG, C.A., Tipos psicológicos,
Edhasa, Barcelona 1971.
[28] Hipócrates y Galeno lo definen como una mezcla en proporciones
variables de los cuatro humores fundamentales –linfa, bilis, nervios y
sangre– de donde procederían los temperamentos linfático, bilioso, nervioso
y sanguíneo.
[29] MARINA, J.A., El misterio de la voluntad perdida, Ed. Anagrama,
Madrid 1997, p. 93.
[30] Hesíodo cuenta en la Teogonía que de la funesta Nix, hija de Caos,
nacieron, entre otros, el odioso Moro y el temible Tanatos.
[31] Cfr. Código de Derecho Canónico, c. 1091: Se impide el
matrimonio entre todos los ascendientes y descendientes de una familia
(línea recta de consanguinidad) y hasta el cuarto grado inclusive en línea
colateral; pero se contempla, en algunos casos, la dispensa.
[32] Hablamos de consejo, porque por derecho natural no puede
impedirse el matrimonio, aun cuando existan posibilidades de taras en la
prole (cfr. capítulo IV, 4.3.3).
[33] Cfr. AA.VV., El cerebro íntimo. Ensayos sobre neurociencia, Ed.
Francisco Molina, Ariel, Madrid 1999.
[34] Cfr. El misterio..., o.c., p. 244.
[35] CASAS, M.; GUTIÉRREZ, M.; SAN MOLINA, L., Psicopatología
y alcoholismo, Deceuve, S.L., Barcelona 1994.
[36] Cfr. El misterio..., o.c., p. 249.
Notas del Capítulo III
[1] Enc. Redemptor hominis, n. 15.
[2] JUAN PABLO II, «Alocución a los universitarios», en ARANDA, A.
(ed.), Juan Pablo II a los universitarios, 5.ª ed., EUNSA, Pamplona 1982,
p. 103. Cfr. también la Encíclica Fides et Ratio, n. 88.
[3] Peut-on modifier l‘homme, Gallimard, París 1956, p. 95; cfr.
ANDORNO, R., Bioética y dignidad de la persona, o.c., p. 74.
[4] Cfr. también SHATTUCK, R., Conocimiento prohibido. De Prometeo
a la pornografía, Taurus, Madrid 1998. Interesante y discutida obra que
plantea expresamente el problema de los límites del conocimiento
(científico y estético) en la sociedad actual.
[5] Cfr. PLACHOT, M. y MANDELBAUN, J., «La fecondation in vitro:
5 ans, bientôt l’age de raison», Anales de Genetique, 27 (1984), 129. Para
datos más recientes, ver nota 7 de este capítulo.
[6] Cfr. COHEN, J. y cols., «Pregnancy Outcomes alter in Vitro
Fertilization», Annals of The New York Academy of Sciences, vol. 541,
Nueva York 1988, 1-6.
[7] Cfr. VANRELL, J.A.; CALAF, J.; BALASCH, J.; VISCASILLAS, P.,
Fertilidad y esterilidad humanas, Tomo I, Esterilidad e infertilidad,
Masson, S.A., Barcelona 1999, p. 287.
[8] Cfr. ASCH, R.H.; ELLSWORTH, L.R. y otros, «Pregnancy after
translaparascopic gamete intrafallopian tube transfer», The Lancet, 2
(1984), 1034-1035.
[9] Discurso a los participantes en el IV Congreso Internacional de los
Médicos Católicos, 29 de septiembre de 1949, Ecclesia, 430 (1949), 397-
398.
[10] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instr.
Donum vitae, 22 de febrero de 1987, II, 6.
[11] SPAGNOLO, A.G., «Fecundación artificial e inicio de la vida
humana», en ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA, Comentario
interdisciplinar a la «Evangelium vitae», BAC, Madrid 1996, pp. 599-616.
[12] PÍO XII, Aloc. al II Congreso Mundial de la Fertilidad y Esterilidad,
19 de mayo de 1956.
[13] Cfr. Aloc. a los participantes en la XXXV Asamblea General de la
Asociación Médica Mundial, 29 de octubre de 1983: cfr. Documentación
Palabra, DP 295/83, 329-333 y Ecclesia, 2150 (1983), 1448-1450.
[14] Instr. Donum vitae, n. 6, parte II.
[15] A Matter of Life, Londres 1981, p. 101.
[16] Instr. Donum vitae, I, 1. Cfr. Ecclesia, 2310 (1987), 358-373;
Documentación Palabra, 36/1987, 46.
[17] «La condición todopoderosa que se atribuye a la ciencia hace
insoportables nuestras frustraciones. El deseo se convierte en un absoluto:
un hijo cuando quiera, como quiera y al precio que sea; ningún hijo si no
quiero, y a ningún precio. ¡Qué decir de la incoherencia de nuestra sociedad
que dedica inmensas energías para la concepción de un bebé probeta,
mientras que cada año inmola a 200.000 seres humanos por medio del
aborto (es la cifra de Francia), y considera ambas prácticas como un
progreso?» (Comisión para la familia del Episcopado francés, «Vida y
muerte por encargo», nov. 1984, La Documentacion Catholique, 81 (1984),
1126-1130).
[18] Instr. Donum vitae, I, 1. Cfr. CAFFARRA, C., en L’Osservatore
Romano, 4 de febrero de 1984.
[19] Instr. Donum vitae, II, 5.
[20] Cfr. caps. VII y VIII.
[21] Instr. Donum vitae, II, 4.
[22] MARCCELLO, A.C., Primer Curso de Ética en Enfermería,
Escuela Universitaria de Enfermería, Universidad de Navarra, Pamplona
1985, p. 52.
[23] Es el caso de Caffarra. C.: cfr. TONTI-FILIPPINI, N., «Donum vitae
and Gamete Intra-Fallopian Tube Transfer» en «Humanae vitae»: 20 anni
doppo, Atti del II Congresso Internazionale di Teologia Morale, Roma 9-12
nov. 1988, Ares, Milano pp. 791-802.
[24] SARMIENTO, A., «Aspectos éticos de la GIFT», Scripta
Theologica 22 (1990), 907-915.
[25] Cfr. ROVIRA, R., «La transferencia de óvulos a las trompas
(LTOT), ¿Un método de fecundación asistida acorde con el Magisterio?»,
en Humanae vitae: 20 anni doppo, o.c., pp. 773-775.
[26] Cfr. CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Declaración
sobre la reducción embrionaria, 12 de julio de 2000: Ecclesia 3007 (2000),
1199.
[27] Cfr. nn. 32, 39, 57, 58, 62 y 63. Cfr. también Instr. Donum vitae, I, l.
[28] Incluso podría tener connotaciones eugenésicas (como es medir la
vida humana por parámetros de normalidad o de «bienestar físico»).
[29] CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Declaración sobre
la reducción embrionaria, o.c.
[30] Remitimos al estudio de SARMIENTO, A.; RUIZ-PÉREZ, G.;
MARTÍN, J.C., Ética y genética, 2.ª ed., Ediciones Internacionales
Universitarias, Barcelona 1997; cfr. también LÓPEZ MORATALLA, N.,
Deontología biológica, Facultad de Ciencias, Universidad de Navarra,
Pamplona 1987.
[31] Cfr. CARRASCO DE PAULA, I., «I problemi etici dell’ingegneria
genetica», en AA.VV., Bioetica: un’opzione per l’uomo, Jaka Book, Milán
1989, pp. 85-108.
[32] No es éste el momento de detenerse en las cuestiones éticas
concretas suscitadas en este campo. Nos interesa más tratar de comprender
el uso de la biotecnología para el futuro de la humanidad, ya que se trata de
orientarla a fin de que ayuden a la mejora del bien integral del hombre.
Desde el punto de vista ético, la cuestión principal está en saber si el
hombre tiene derecho incondicional a usar todas las capacidades técnicas de
que puede disponer, o si existen –como es obvio– límites en el terreno ético.
La cuestión está en lograr individuar tales límites.
[33] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instr.
Donum vitae, n. 3.
[34] DEMMER, K., «Tecnología genética y hombre, implicaciones éticas
de un reto contemporáneo», en ABEL, F.; BONÉ, J.; HARVEY, C. (eds.),
La vida humana: origen y desarrollo, UPC, Madrid-Barcelona 1989, p.
280.
[35] JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en la 35 Asamblea
General de la Asociación Médica Mundial, 29 de octubre de 1983: cfr.
Ecclesia 2150 (1983), 1449.
[36] Ibíd., p. 1451.
[37] Sobre la ilicitud de las intervenciones y experimentaciones con
vistas a posibilitar la técnica idónea de la terapia germinal humana, cfr.
RUIZ-PÉREZ, G., «La terapia génica: observaciones para una perspectiva
ética», Scripta Theologica 25 (1993), 237-252.
[38] Cfr. BLÁZQUEZ, N., Ética fundamental, BAC, Madrid 1996, pp.
374 ss.
[39] En España, en 1998, los grupos abortistas intentaron la aprobación
de un proyecto de Ley (el llamado «cuarto supuesto») que fue rechazado
por el Parlamento.
[40] Cfr. cap. VIII, 8.2.5.
[41] Cfr. NATTANSON, B., La mano de Dios, 3.ª ed., Palabra, Madrid
1999. Es un testimonio muy interesante, ya que el autor fue pionero del
aborto en Estados Unidos; pero luego pasó a la «cultura de la vida», y más
tarde, se convirtió al catolicismo.
[42] Hay que advertir de los riesgos de aborto que acarrea esta
exploración. Por tanto, sólo es lícito emplearla con graves motivos y, por
supuesto, nunca en vistas a un posible aborto «terapéutico» (cfr. capítulo IV,
4.3.4).
[43] CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Nota sobre el aborto,
4 de octubre de 1974, n. 17: Ecclesia 1712 (1974), 12-14.
[44] BOTELLA LLUSIA, J., Cuestiones médicas relacionadas con el
matrimonio, Científico-Médica, Madrid 1965, p. 30. Curiosamente, según
datos oficiales del Ministerio de Sanidad, de los 53.847 abortos legales
realizados en España en 1998, el 97,32% se acogieron al supuesto de riesgo
para la salud de la madre: cfr. El País, 11 de febrero de 2000, p. 34.
[45] Diario Informaciones, 27 de enero de 1983.
[46] Alocución a los congresistas de Unión Católica Italiana de
Obstetricia, 29 de octubre de 1951: cfr. NAVARRO, S., Pío XII y los
médicos, Coculsa, Madrid 1964, pp. 116-118.
[47] Por el principio de totalidad, cabe disponer de una parte del cuerpo
en beneficio del todo, pero sería dualismo conceder que el cuerpo es
propiedad del alma, instrumento a su servicio.
[48] NAVAS, A., «El callado suicidio de una civilización», en Nuestro
Tiempo, Pamplona 537 (1999), 105.
[49] Hay pocos estudios estadísticos sobre el tema. En EE.UU., un
estudio en St. Paul (Minneapolis), de 10 años y 3.500 casos de violación, no
registró ningún embarazo. En Checoslovaquia, de 86.000 abortos
provocados, 22 fueron debidos a violación, un caso por 4.000 abortos: cfr.
WILKE, J.C., Manual sobre el aborto, 2.ª ed., EUNSA, Pamplona 1983, pp.
52-53.
[50] Sobre los aspectos pastorales, cfr. CONSEJO PONTIFICIO PARA
LA FAMILIA, Evoluciones demográficas: dimensiones éticas y pastorales,
2.ª ed., Palabra, Madrid 1998. Cfr. igualmente la Declaración del mismo
Consejo Pontificio sobre «La disminución de la fecundidad en el mundo»,
de 25-II-1998, que advierte del peligro del envejecimiento de la población:
51 países (de 185), que suponen el 44% de la población mundial, ya no
logran reemplazar a sus generaciones. En España, la tasa de fecundidad ha
experimentado un rápido descenso, hasta convertirse en una de las más
bajas del mundo (1,2 hijos por mujer), muy por debajo del nivel necesario
para asegurar el reemplazo generacional: cfr. DELGADO, M. y CASTRO
MARÍN, T., Encuesta de Fecundidad y Familia 1995 (FFS), Centro de
Investigaciones Sociológicas, Madrid 1998.
[51] CHENAIS, J., La revancha del tercer mundo, Planeta, Barcelona
1988; cfr. SIMON, J.L., El último recurso, Dossat, Madrid 1986; SAUVY,
A., Los mitos de nuestro tiempo, 2.ª ed., Labor, Barcelona 1972. Íd.,
Crecimiento Cero, Dopesa, Barcelona 1973; CHAUNU, P., El rechazo de la
vida, Espasa, Madrid 1979; CASAS TORRES, J.M., Población, desarrollo
y calidad de vida, Rialp, Madrid 1982; CASCIOLI, R., El complot
demográfico, Palabra, Madrid 1998.
[52] Es llamativo que, según datos oficiales del Ministerio de Sanidad,
en 1998, el 87,37% de los abortos legales realizados en España se hicieron
en centros privados: cfr. El País, 11 de febrero de 2000, p. 34.
[53] SAUVY, A., «Más datos acerca del aborto», Tribuna Médica, 9 de
julio de 1971.
[54] Ibíd.
[55] La doctrina de la animación inmediata se contiene de modo
indirecto en la definición del Concilio Lateranense IV sobre el alma
humana (año 1513) y en un Breve del Papa Alejandro VII (año 1661) que
sirvió de base para la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de
la Virgen (1854). Esta idea viene también expresada en un texto de Juan
Pablo II, donde al comentar que María ha sido preservada de pecado
original, afirma: «De esta manera, desde el primer instante de su
concepción, es decir, de su existencia, es de Cristo» (Enc. Redemptoris
Mater, 25 de marzo de 1987, n. 10).
[56] CONCILIO VATICANO II, Const. Gaudium et Spes, n. 51.
[57] «Sentido humano de la vida», Dolentium Hominum 7 (1988), 20.
Cfr. SCOLA, A., «El estado biológico del embrión humano», ¿cuándo
comienza el ser humano?, en Comentario interdisciplinar a la «Evangelium
vitae», o.c., pp. 573-597; ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA,
Identidad y Estatuto del embrión humano: cfr. Ecclesia, 2830 (1997), 311.
[58] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instr.
Donum vitae, n. 5. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2258.
[59] Encíclica Evangelium vitae, 25 de marzo de 1995, n. 57. Se trata, a
tenor de estas palabras, de una enseñanza definitiva del Magisterio de la
Iglesia. Cfr. ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA (dir. Lucas, R.),
Comentario interdisciplinar a la «Evangelium vitae», BAC, Madrid 1996,
con estudios muy interesantes.
[60] «Quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión
latae sententiae»; Cfr. Código de Derecho Canónico, n. 1398. Sin embargo,
hay circunstancias (minoría de edad, ignorancia de la ley, miedo grave, etc.)
que excluyen esa censura.
[61] «Se debe considerar aborto no sólo la expulsión del feto inmaduro,
sino también la muerte voluntariamente provocada del feto, de cualquier
modo y en cualquier tiempo en que ésta se produzca desde el momento de
la concepción»: Respuesta de la Comisión Pontificia para la interpretación
auténtica del Código, de 23 de mayo de 1988: AAS 88 (1988), 1818-1819.
Cfr. MARZOA, Á., «Extensión del concepto penal de aborto», Ius
Canonicum, 29 (1989), 577-585.
[62] Cfr. Vademecum para los confesores, o.c., 3, 19.
[63] Cfr. LÓPEZ GUZMÁN, J., Objeción de conciencia farmacéutica,
Ediciones Internacionales Universitarias, Barcelona 1997, p. 25. Esta obra,
aunque se refiere a los farmacéuticos, analiza los planteamientos teóricos de
la cuestión. Otra definición es la del profesor Teodoro López: «negativa de
un individuo a cumplir lo mandado por una concreta norma del
ordenamiento jurídico por entender que su cumplimiento es incompatible
con el respeto debido a un determinado valor moral percibido por la propia
conciencia», en «La objeción de conciencia: valoración moral», Scripta
Theologica, 27 (1995), 505.
[64] Cfr. Enc. Evangelium vitae, n. 73.
[65] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE,
Declaración sobre el aborto provocado, o.c., n. 22.
[66] Cfr. HERRANZ, G., «La objeción de conciencia en las profesiones
sanitarias», Scripta Theologica, 27 (1995), 551-552.
[67] Enc. Evangelium vitae, n. 74.
[68] CONSEJO PONTIFICIO DE LA PASTORAL PARA LOS
AGENTES SANITARIOS, Carta de los Agentes de la Salud, 2.ª ed.,
Palabra, Madrid 1996, n. 143.
[69] Para los médicos, cfr. ORGANIZACIÓN MÉDICA COLEGIAL,
Código de Ética y Deontología Médica, Madrid 1990, art. 27, 1: «Es
conforme a la Deontología que el médico, por razón de sus convicciones
éticas o científicas, se abstenga en la práctica del aborto o en cuestiones de
reproducción humana o de trasplante de órganos. Informará sin demora de
las razones de su abstención, ofreciendo en su caso el tratamiento oportuno
al problema por el que se le consultó. Siempre respetará la libertad de las
personas interesadas en buscar la opinión de otros médicos».
Para las enfermeras, cfr. ORGANIZACIÓN COLEGIAL DE
ENFERMERÍA, CONSEJO GENERAL DE COLEGIOS DE
DIPLOMADOS EN ENFERMERÍA, Código Deontológico de la
Enfermería Española, art. 22: «De conformidad con lo dispuesto en el
artículo 16.1 de la Constitución española, la Enfermera/o tiene, en el
ejercicio de su profesión, el derecho a la objeción de conciencia que deberá
ser debidamente explicitado ante cada caso concreto. El Consejo General y
los Colegios velarán para que ninguna/o Enfermera/o pueda sufrir
discriminación o perjuicio a causa de su uso de ese derecho».
Para los farmacéuticos, el Código que la Real Academia de Farmacia
preparó en 1991, pero que el Colegio General de Farmacéuticos de España
no quiso promulgar, proponía en su artículo 52 que «El Farmacéutico podrá
negarse, en conciencia, a dispensar cualquier tipo de fármaco o utensilios, si
tiene indicios racionales de que serán utilizados para atentar contra la salud
de alguna persona o la propia vida humana»: cfr. Código Deontológico
Farmacéutico, 1991.
[70] Sobre un caso concreto reciente, cfr. Nota de la Conferencia
Episcopal Española, La «píldora del día siguiente», nueva amenaza contra
la vida, 27 de abril de 2001: «Los médicos y los farmacéuticos amantes de
la vida humana y coherentes con la conciencia ética no deberían prestarse a
facilitar en modo alguno este instrumento de muerte que es la “píldora del
día siguiente”. Las autoridades tienen la obligación de proveer a que no se
les impida el ejercicio de la objeción de conciencia en esta materia tan
grave»: Ecclesia, 3048 (2001), 679.
[71] Discurso a la Federación Internacional de Farmacéuticos Católicos,
3 de noviembre de 1990: Ecclesia 2502 (1990), 1693.
[72] Sólo en casos muy excepcionales podría ser lícita una cooperación
material mediata o indirecta. Podría darse en países donde la ley civil
permite el aborto y no reconoce el derecho a la objeción de conciencia o,
reconociéndolo teóricamente, en la práctica se siguen graves perjuicios si se
niega la cooperación. La gravedad del aborto exige, sin embargo, que en
tales casos los perjuicios de no cooperar sean muy graves y que no sea
posible o resulte muy difícil encontrar después una solución.
[73] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE,
Declaración sobre el aborto provocado, 18 de noviembre de 1974, n. 26.
[74] Ibíd.
[75] «La Iglesia sabe cuántos condicionamientos pueden haber influido
en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una
decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha
cicatrizado en vuestro interior»: Enc. Evangelium vitae, 25 marzo 1995, n.
99.
[76] «No os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la
esperanza»: ibíd.
[77] «Ayudadas por el consejo y la cercanía de personas amigas y
competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los
defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida»: ibíd.
[78] Esos programas suelen incluir diversos aspectos:
– instrucción adecuada y medios de subsistencia material para las
mujeres embarazadas, para que puedan escoger de modo responsable y libre
una opción básica a favor de la vida. Los diversos movimientos a favor de
la vida, pro-vida, etc., que existen en muchísimos lugares, buscan solución
a esta necesidad;
– ayudas alimenticias para el parto y después del parto y asistencia
pediátrica para el niño durante el primer año de vida;
– asesoramiento médico y genético para el neonato;
– extensión de la adopción y de los medios de asistencia para favorecer
la adopción de quienes tienen necesidad;
– centros de asesoramiento sobre el embarazo, que proporcionen
consejos, apoyo y asistencia a cada mujer que lo necesite;
– servicios de asesoramiento y posibilidades de continuar la propia
formación de las madres solteras;
– especial comprensión, apoyo y asistencia para las víctimas de violencia
sexual;
– esfuerzos para remover la tara social que pesa sobre la mujer
embarazada fuera del matrimonio y sobre su hijo. Cfr. EPISCOPADO DE
LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA, «Plan pastoral para las
actividades en defensa de la vida», 1976, en El aborto provocado, o.c., pp.
73-74.
[79] Conviene advertir que la asistencia o asesoramiento prestado no
debe tener nunca carácter de requisito legal para tramitar con posteridad un
aborto. Recuérdese, por ejemplo, la polémica sobre los consultorios
católicos en Alemania, a los que la Santa Sede prohibió expedir certificados
para abortar: cfr. Ecclesia 2879 (1998), 191.
Notas del Capítulo IV
[1] República, diálogo 5.º.
[2] AMO, A. DEL, «Eugenesia», en la obra colectiva Deontología
biológica, publicada por la Facultad de Ciencias de la Universidad de
Navarra, Pamplona, 1985, pp. 91-98. Muy interesante también el artículo de
López Moratalla, N., «Manipulación del patrimonio genérico humano con
fines eugenésicos», en ibíd., pp. 341-349.
[3] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE FE,
Declaración sobre el aborto provocado, 18 de noviembre de 1974, n. 14.
[4] La presencia de los débiles ejerce un efecto humanizador en la
sociedad: ctr. HANERWAS, S., «Suffering presence. Theological reflexions
on Medicine, the Mentally Handicapped and the Church», Notre Dame, Ind.
(NDUP) 1986, 211-217.
[5] Cfr. capítulo II, 4.2.
[6] Cfr. HAWLEY, A.H., Ecología humana, 2.ª ed., Madrid 1966;
VOIGT, J., La destrucción del equipo biológico, Madrid 1971; CACHÁN,
C., Manipulación verde. ¿Está en peligro la tierra?, Palabra, Madrid 1992.
[7] PÍO XI, Enc. Casti connubii, 31 de diciembre de 1930, n. 69; cfr.
AA.VV., El Magisterio Pontificio contemporáneo, II, BAC, Madrid 1992,
p. 271.
[8] Piénsese, por ejemplo, en la talasemia, una enfermedad he mato
lógica que afecta a la población originaria del área mediterránea, Asia y
población negra de África, o en los casos de Tay-Sachs en judíos de
Norteamérica.
[9] AMO, A. DEL, «Eugenesia», o.c., p. 96.
[10] ALADIEN, Perinatología clínica, Salvat, Barcelona 1979, p. 97.
[11] Cfr. SARMIENTO, A.; MARTÍN, J.C.; RUIZ, G., Ética y genética,
o.c., pp. 115 ss.
[12] Un estudio de Canadian Medical Research Council refiere una
muerte materna entre 20.000 amniocentesis: cfr. Medicina e Morale, Roma
1984/4, número dedicado al diagnóstico prenatal, p. 468.
[13] Este carácter ambiguo del diagnóstico prenatal (permite medidas
terapéuticas, pero alienta el aborto) viene señalado en ANDORNO, R.,
Bioética y dignidad de la persona, Tecnos, Madrid 1998, p. 79.
[14] Cfr. Instr. Donum vitae, n. 27.
[15] JUAN PABLO II, Aloc. al Congreso del Movimiento en favor de la
vida, 3 de diciembre de 1982.
[16] Cfr. Código de Derecho Canónico, can. 1329, pár. 2 en relación con
el 1398.
[17] J. Testard ha advertido que el diagnóstico prenatal puede suponer el
«surgir de una nueva eugenesia, dulce, democrática e insidiosa»: Le desir
du genre, Françoise Bourin, París 1992; cfr. ANDORNO, R., Bioética y
dignidad de la persona, o.c., p. 75.
[18] Como el número de donantes de órganos es insuficiente,
actualmente se investiga en los xenoinjertos, procedentes de animales
sometidos a manipulación genética. Pero la comunidad científica
internacional se muestra reacia, ya que quedan todavía muchas dudas por
resolver, sobre todo la de cuál será el comportamiento de los agentes
infecciosos del animal donante al ser trasplantado. Muchos científicos
alertan de que es imposible eliminar completamente el problema de las
infecciones interespecies, y recuerdan la confirmación de que el origen del
sida está en los primates. Les preocupa el riesgo de transmisión de
enfermedades víricas surgidas por el cruce de especies. De todos modos, la
ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA los considera moralmente
aceptables: cfr. «La perspectiva de los xenotrasplantes: aspectos científicos
y éticos», Ecclesia, 3045-3046 (2001), 622-626.
[19] Ésta es la experiencia del grupo del Dr. Tanaka, del Departamento
de Inmunología y Trasplantes de la Universidad de Kyoto (Japón) y del Dr.
Jenkins, del Departamento de Hepatología Biliar y Trasplante del Lahey
Clinic de Boston: Diario Médico, 30 de septiembre de 1999, p. 48.
[20] En una Alocución a los participantes en el Congreso de la Academia
Pontificia de Ciencias sobre La determinación en el momento de la muerte
(14-XII-1989), el Papa Juan Pablo II pidió a los médicos que efectúan
trasplantes de órganos que sean prudentes, ya que antes de llevar a cabo este
tipo de intervención tienen que estar totalmente seguros de que el donante
está «irrefutablemente» muerto; a la vez que les animó a proseguir las
investigaciones para lograr determinar el momento «exacto» de la muerte:
cfr. Ecclesia, 2457-2458 (1990), 27 ss.
[21] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2296.
[22] PÍO XII, Aloc. a la Asociación Italiana de Trasplantes de Córneas,
14 de mayo de 1956: Ecclesia 776 (1956), 591.
[23] En la legislación de algunos países, España entre ellos, se establece
para ciertos casos o incluso como principio general, el llamado presunto
consentimiento, que consiste en considerar que todos los mayores de edad
consienten en la donación, a no ser que hayan manifestado explícitamente
su voluntad en sentido contrario. Es al menos muy discutible que sean
acertadas las disposiciones jurídicas de este tipo, que tienden a considerar el
cadáver como una res communitatis (cfr. SGRECCIA, E., Manuale di
Bioetica, pp. 602-603 y 612-613. Según este autor, el cadáver «aún siendo
res (una cosa) y no una persona, conserva cierta sacralidad por la
consideración fenomenológica y psicológica que tiene en quienes le han
sobrevivido»: ibíd., p. 613). Este modo de entender, propio de una sociedad
secularizada y socializante, estaba presente en la Ley española de
Trasplantes, de 1979, que establecía la condición de donante en todo
ciudadano, salvo que expresamente manifieste su oposición a serlo (cfr art.
5, 3). El mismo criterio aparece en la más reciente Ley 2070/2000. Vistas
así las cosas, la «carta de rechazo» puede considerarse un documento de
defensa contra lo que se considera una agresión, cuando lo ideal sería una
«carta de donante», evidente expresión de libertad de disposición de un
individuo sobre algo que es suyo: su cuerpo.
[24] COMISIÓN EPISCOPAL DE PASTORAL de la Conferencia
Episcopal Española, 25 de octubre de 1984: Ecclesia, 2194 (1984), 1331.
[25] Aloc. 2 de julio de 1984: Ecclesia, 2186 (1984),1004. Entre «los
gestos de solidaridad que alimentan una cultura de la vida, merece especial
reconocimiento la donación de órganos, realizada según criterios éticamente
aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación e incluso de vida, a
enfermos tal vez sin esperanzas»: JUAN PABLO II, Enc. Evangelium vitae,
25 de marzo de 1995, n. 86.
[26] Recordemos que donación es incompatible con «precio», aunque
algunos países (la India, por ejemplo) han inventado el paradójico término
«donación retribuida».
[27] Aloc. 11 de mayo de 1956: Ecclesia, 776 (1958), 591.
[28] Real Decreto 2070/1999 sobre Donación y Trasplantes de órganos y
tejidos, cap. II, art. 8.
[29] «Desde el punto de vista moral, un principio de justicia obvio exige
que los criterios de asignación de los órganos donados de ninguna manera
sean discriminatorios (es decir, basados en la edad, el sexo, la raza, la
religión, la condición social, etc.) o utilitaristas (es decir, basados en la
capacidad laboral, la utilidad social, etc.). Más bien, al establecer a quién se
ha de dar precedencia para recibir un órgano, la decisión debe tomarse
sobre la base de factores inmunológicos y clínicos. Cualquier otro criterio
sería totalmente arbitrario y subjetivo, pues no reconoce el valor intrínseco
que tiene toda persona humana como tal, y que es independiente de
cualquier circunstancia externa»: JUAN PABLO II, Aloc. al XVIII
Congreso Internacional de la Sociedad de Trasplantes, Roma, 28 de agosto
de 2000: Ecclesia, 3013 (2000), 1380.
[30] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE,
Declaración sobre la eutanasia, 5 de mayo de 1980.
[31] Historia vitae et mortis.
[32] República, II.
[33] Éx 20, 23; Mt 5, 21.
[34] JUAN PABLO II, Encíclica Evangelium vitae, o.c., n. 65.
[35] Recuérdese el caso de la paciente norteamericana Karen Quinlan,
contado por BATELLE, Ph., La verdadera historia de Karen Ann Quinlan,
Grijalbo, Barcelona 1978.
[36] Cfr. CUYÁS, M., «El encarnecimiento terapéutico y la eutanasia»,
Labor Hospitalaria 222 (1991), 321-327; DI MENNA, R., «Cuidado del
moribundo y encarnecimiento terapéutico», Dolentium Hominum 12 (1989),
35-37.
[37] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE,
Declaración sobre la eutanasia, 5 de mayo de 1980.
[38] Ibíd.
[39] «Muerte digna del hombre y muerte cristiana» (20 de septiembre de
1978), La Documentation Catholique, 1764 (1979), 471-480.
[40] CONCILIO VATICANO II, Const. Gaudium et Spes, n. 27.
[41] PÍO XII, Aloc. 2 de julio de 1940.
[42] SORIA, J.L., «Eutanasia», en Gran Enciclopedia Rialp (GER), vol.
9, Madrid 1972, p. 579.
[43] Aloc. 11 de noviembre de 1949: Ecclesia 438 (1949), 621-623.
[44] Aloc. a la Federación Internacional de Asociaciones Médicas
Católicas, 1970.
[45] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE,
Declaración sobre la eutanasia, 5 de mayo de 1980, publicada el 27 de
junio de 1980 en Ecclesia, 1990 (1980), 860-862.
[46] Diario Ya, 3 de junio de 1988.
[47] Se entiende por curas ordinarias la alimentación, la hidratación, la
correcta atención médica y de enfermería, etc. Se consideran medios
extraordinarios en estos casos el recurso a: intubación, hemodiálisis,
alimentación parenteral, reanimación en las paradas cardiorrespiratorias,
antibióticos, etc. (cfr. capítulo VI, 1.1).
[48] Cfr. ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA, «Reflexiones
sobre la clonación», L’Osservatore Romano, 25 de junio de 1997: véase
Ecclesia, 2855-2856 (1997), 1249-1251.
[49] Es grande el interés que se pone en no pasar de esa fecha: de esta
cuestión hemos tratado en el capítulo III, 3.4.8.
[50] Ya se apuntaba en la obra –controvertida y carente de sentido ético–
de David M. RORVICK, A su imagen. El niño clónico. El prodigioso caso
de reproducción no sexual, Argos Vergara, Barcelona 1978.
[51] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instr.
Donum vitae, I, 1.
[52] Ibíd., I, 6.
[53] «La misma congelación de embriones, aunque se realice para
mantener con vida al embrión (crioconservación), constituye una ofensa al
respeto debido a los seres humanos, por cuanto les expone a graves riesgos
de muerte o de daño a la integridad física, les priva al menos temporalmente
de la acogida y de la gestación materna y les pone en una situación
susceptible de nuevas lesiones y manipulaciones. Algunos intentos de
intervenir sobre el patrimonio cromosómico y genético no son terapéuticos,
sino que miran a la producción de seres humanos seleccionados en cuanto
al sexo o a otras cualidades prefijadas. Estas manipulaciones son contrarias
a la dignidad personal del ser humano, a su integridad y a su identidad»:
Instr. Donum vitae, I,6.
[54] A pesar de venir al mundo tan maltratados, los frutos de una
donación reproductiva serían, no cabe duda, humanos.
[55] Cfr. PASTOR, L.M., «Reflexiones bioéticas en relación a la
donación de embriones humanos», Bioética y Ciencias de la Salud, (1994),
42-43; BLÁZQUEZ, N., Bioética fundamental, BAC, Madrid 1996, I’P: 99
ss. Cfr. también artículos de Manuel de Santiago, Zdzilslaw Jan Ryn, etc.,
Cuadernos de Bioética, 43 (2000), 301-359.
[56] Cfr. Aloc. al XVIII Congreso Internacional de la Sociedad de
Trasplantes, 29 de agosto de 2000: Ecclesia, 3013 (2000), 1380.
[57] «Producción y uso científico y terapéutico de las células estaminales
embrionarias», L’Osservatore Romano, 25 de agosto de 2000; Ecclesia,
3013 (2000), 1383-1386.
[58] Cfr. ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA, «Células
estaminales humanas autólogas y transferencia de núcleo (Aspectos éticos y
científicos)», Ecclesia, 3045-46 (2001), 622-626.
Notas del Capítulo V
[1] La llamada «Carta del enfermo hospitalizado», una iniciativa del
último tercio del siglo XX, es un reconocimiento respetuoso de la dignidad
y libertad del paciente, que incluye su derecho a abandonar el centro
sanitario incluso sin el consentimiento del médico, a aceptar o no visitas, a
solicitar los servicios religiosos, el mantener en secreto su estancia y su
estado de salud, a recibir la información deseada sobre su situación, etc.
Estas «Cartas» han sido elaboradas por diversas asociaciones que operan en
el sector sanitario. Una de las primeras fue la Bill of Rights, de la American
Hospital Association, publicada en el New York Times, 9 enero de 1973.
Después, se han publicado otras en muchos países: Italia, 22 de febrero de
1974; Asamblea del Consejo de Europa, 29 de enero de 1976, etc.
[2] Cfr. GRACIA GUILLÉN, D., «Historia del concepto de salud»,
Dolentium Hominum 37 (1998), 22-27.
[3] Cfr. VIAFRA, C., «Las dimensiones antropológicas de la salud»,
Dolentium Hominum 37 (1998), 16 ss.
[4] Cfr. FERNÁNDEZ CRUZ, A., «Medicina psicosomática», en GER,
tomo XV, 7.ª ed., Madrid 1993, pp. 455-457.
[5] «Mientras permaneciese en la intimidad divina, el hombre no debía ni
morir (cfr. Gn 2, 17; 3, 19) ni sufrir (cfr. Gn 3, 16)»: Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 376. La Teología señala como dones preternaturales la
inmunidad de la concupiscencia y la inmortalidad (sentencia próxima a la
fe) y la impasibilidad (inmunidad del dolor y del sufrimiento), sentencia
común: cfr. OTT, L., Manual de Teología Dogmática, Herder, Barcelona
1969, pp. 176-178; SCHMAUS, M., Teología Dogmática, vol. II, 3.ª ed.,
Rialp, Madrid 1966, pp. 376-390.
[6] Sobre la relación pecado-enfermedad, cfr. SORIA, J.L., Cuestiones
de Medicina Pastoral, o.c., pp. 358 ss.; LAÍN ENTRALGO, P, Enfermedad
y pecado, Toray, Barcelona 1961.
[7] Cfr. GRÜN, A. y DUFNER, M., La salud como tarea espiritual.
Actitudes para encontrar un nuevo gusto por la vida, Narcea, Madrid 2000.
[8] «La esencia de la enfermedad está en alteraciones somáticas o
funcionales del organismo, pero los médicos fueron comprobando,
demostrando, y sólo entonces admitiendo, lo que ya el común de las gentes
sabían desde tiempo inmemorial: que la enfermedad no es sólo eso, que el
enfermar incide en el ser humano (cuerpo y alma unidos) con un destino y
curso vital que se modifica por el hecho mismo de la enfermedad, que ésta
no tiene sólo una causa, sino también un sentido, un significado, que influye
su propio curso. Por ello comenzó a decirse que no había que hablar de
“enfermedades, sino de enfermos”»: VALLEJO-NÁGERA, J.A.,
Introducción a la Psiquiatría, 9.ª ed., Científico-Médica, México 1977, p.
98.
[9] JUAN PABLO II, Motu proprio Dolentium hominum, Dolentium
Hominum 1 (1985), 29. Cfr. CONSEJO PONTIFICIO PARA LA
PASTORAL DE LOS AGENTES SANITARIOS, Carta de los Agentes de
la Salud, Palabra, 2.ª ed., Madrid 1996, n. 53.
[10] Para una comprensión cristiana de la enfermedad, cfr. BOF, G.,
«Malattia», en Camillianum, Dizionario di Teologia Pastorale Sanitaria,
Ed. Camilliane, Torino 1997, pp. 656-663.
[11] Entre las funciones asignadas a esos servicios están las de «velar
porque las personas con capacidad de trabajo disminuida puedan recibir los
beneficios de tratamiento y asistencia» [...]; «promover la orientación,
formación, readaptación y reeducación profesional de estas personas»
(Orden del Ministerio de Trabajo, 24 de noviembre de 1971).
[12] Sobre la farmacología del dolor, cfr. FLÓREZ, J., «Una hermosa
historia sobre el dolor», Labor Hospitalaria 222 (1991), 273-283.
[13] JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris, 11 de febrero
de 1984, n. 5.
[14] En la religión católica resulta muy fácil rebatir el planteamiento de
la enfermedad como castigo. La enseñanza de Jesucristo es clara. Cuando a
la vista de un hombre ciego («nacido empecatado», es expresión de sus
acusadores, los fariseos, cfr. Jn 9, 34), sus discípulos –que participaban de
esa mentalidad– le preguntan: «Rabí, ¿quién pecó: éste o sus padres, para
que naciera ciego?», Jesús les responde: «Ni pecó éste ni sus padres, sino
para que se manifiesten en él las obras de Dios» (Jn 9, 3). En otra ocasión,
tras una matanza perpetrada por Poncio Pila tos, en la que murieron muchos
galileos, Jesús comenta: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores
que los otros por haber padecido todo esto? Yo os digo que no, y que, si no
hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis» (Luc 13, 2-4). Pero la
misma experiencia nos lo demuestra constantemente: ¿acaso sufre más la
gente mala? ¿Es que los malvados son castigados con las enfermedades y
los justos sólo reciben bendiciones de Dios? Más bien parece lo contrario, si
aceptamos la queja del salmista cuando se interroga por qué sufre el justo:
«yo envidiaba a los perversos viendo prosperar a los malvados. Para ellos
no hay sinsabores, están sanos y orondos, no pasan las fatigas humanas ni
sufren como los demás...» (Salmo 72).
Jesucristo no da explicaciones, pero «conmovido por tantos sufrimientos,
no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias».
«Él tornó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8,
17). No curó a todos los enfermos, pero en la Cruz tomó sobre sí todo el
peso del mal y quitó el pecado del mundo, del que la enfermedad no es sino
una consecuencia» (Catecismo, n. 1505). Es más, habló con fuerza de la
necesidad de tomar la cruz (el dolor, la enfermedad, etc.) para poder ser
discípulos suyos. Hemos tratado ampliamente de esta cuestión en nuestro
libro El sentido del sufrimiento, Palabra, Madrid 1998.
[15] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1501.
[16] Cfr. El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona 1977. Sobre
este autor, cfr. LANGLE, A., Viktor Frankl. Una biografía, Herder,
Barcelona 2000.
[17] Cfr. DELISLE-LAPIERRE, I., Vivir el morir, Paulinas, Madrid
1986, p. 46.
[18] El problema del dolor, Rialp, Madrid 1994, p. 97.
[19] Entrevista en la revista Palabra, Madrid 1970, 99-104.
[20] Cfr. LEWIS, C.S., El problema del dolor, o. c., p. 100.
[21] «Y fue solamente en el archipiélago Gulag, en la podredumbre de la
prisión, cuando sentí en mi interior las primeras conmociones del bien.
Gradualmente se me fue poniendo de manifiesto que la línea que separa el
bien del mal pasa, no a través de los Estados, ni de las clases sociales, ni por
los partidos políticos, sino a través precisamente del corazón humano y de
todos los corazones de los hombres [...] Y entonces yo me vuelvo hacia los
años de mi encarcelamiento y digo ante el asombro, a veces, de quienes
están en tomo mío: ¡Bendita seas, prisión!» (MUGGERIDGE, M.,
Conversión, un viaje espiritual, Rialp, Madrid 1992, p. 104).
[22] ORTIZ DE LANDÁZURI, E., Revista Nuestro Tiempo, Pamplona
1989, 27. En 1999, se abrió su Causa de canonización.
[23] Del primer monje del desierto, el abad Antonio (251-356), se
cuenta: «El mismo Abba Antonio, investigando las profundidades de los
juicios de Dios, rogó diciendo: Señor, ¿por qué mueren algunos tras una
vida corta y otros llegan a la extrema vejez? ¿Por qué algunos son pobres y
otros son ricos? ¿Por qué los injustos se enriquecen y los justos pasan
necesidad?». Entonces vino hasta él una voz que le respondió: «Antonio,
ocúpate de ti mismo, pues eso es el juicio de Dios, y nada te aprovecha el
saberlo», en Padres del desierto, Los dichos de los Padres, I, Apostolado
Mariano, Sevilla 1991, p. 15.
[24] CONCILIO VATICANO II, Const. Gaudium et Spes, n. 10.
[25] Ibíd., n. 21.
[26] Aloc. 24 de marzo de 1979. Sobre este sentido salvífico del
sufrimiento, cfr. también el Mensaje para la VIII Jornada Mundial del
Enfermo del año 2000: Documentación Palabra, 106/99.
[27] Carta Apostólica Salvifici doloris, 11 de febrero de 1984, n. 13.
[28] GINZBURG, E.S., El Cielo de Siberia, Argos. Vergara, Barcelona
1980, p. 108.
[29] Cfr. Ante el vacío existencial, Herder, Barcelona 1980.
[30] Carta Apostólica Dies Domini, 31 de mayo de 1998, n. 66: Ecclesia,
2904 (1998), 1173.
[31] Primera cuenta de conciencia, 1560, n. 21. En otro lugar dice la
Santa: «Libradme, Señor, de esta sombra de muerte, libradme de tantos
trabajos, libradme de tantos dolores, libradme de tantas mudanzas, de tantos
cumplimientos como forzado hemos de tener los que vivimos, de tantas,
tantas, tantas cosas que me cansan y fatigan, que cansaría a quien esto
leyese si las dijese todas. No hay quien sufra vivir. Debe de venirme este
cansancio de haber tan mal vivido, y de ver que aun lo que vivo ahora no es
como he de vivir, pues tanto debo»: Camino de perfección, cap. 42, n. 2
(primera redacción), en Obras Completas, 6.ª ed., Ed. Monte Carmelo,
Burgos 1990, p. 757. Cfr. POVEDA ARIÑO, J.M.ª, La psicología de Santa
Teresa de Jesús, Rialp, Madrid 1984.
[32] Cfr. VÁZQUEZ DE PRADA, A., El Fundador del Opus Dei, I,
Rialp, Madrid 1997, p. 588; cfr. pp. 538, 552.
[33] Const. Gaudium et Spes, n. 67.
[34] JUAN PABLO II, Carta Apostólica Dies Domini, 31 de mayo de
1998, n. 65: Ecclesia, 2904 (1998), 1173.
[35] JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Beato, Camino, n. 706.
[36] Cfr. LUQUÍN, M.ªR. y otros, «Recovery of Chronic Parkinsonian
Monkeys by Autotrasplants of Carotid Body Cell Aggregates into
Putamen», Neuron, 22 (1999), 742-750.
[37] Es rarísima en personas por debajo de 65 años, tan sólo el 0,1% de
todos los casos del mundo. A los 65 años, la frecuencia es del 2%, y ese
porcentaje se duplica cada cinco años. El envejecimiento de la población
comporta un aumento de la presencia de este trastorno, que probablemente
desbancará al sida y al cáncer en el siglo XXI.
[38] Cfr. THOMSON, A., «Demencias», en Enciclopedia de Psiquiatría,
Ed. El Ateneo, Buenos Aires 1977, pp. 128 y ss.
Notas del Capítulo VI
[1] En España, en 1996, la esperanza de vida de los hombres era de 74,7
y la de las mujeres, 82, según datos del Boletín Epidemiológico, publicación
semanal del Ministerio de Sanidad y Consumo, 4 (1996), 169.
[2] Carta de los Agentes de la Salud, o.c., n. 128.
[3] Aloc. 1957.
[4] «La prolongación artificial de la vida y la determinación exacta
cardíaca del momento de la muerte», L’Osservatore Romano, 31 de octubre
de 1985, p. 5.
[5] Cfr. WHITE, R.J.; CARRASCO DE PAULA, I. y ANGSTWURM,
H., The determination of brain death and its relationshop to human death,
Ciudad del Vaticano 1992, pp. 207 ss.
[6] El Real Decreto 2070/1999 del Gobierno español detalla
ampliamente los criterios clínicos y exámenes complementarios para el
diagnóstico de muerte encefálica, con especial mención de niños y
circunstancias de cierta dificultad. El decreto autoriza también la extracción
de órganos para trasplantes en casos de muerte por parada
cardiorrespiratoria.
[7] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1006-1013; BASSO, D.M.,
Nacer y morir con dignidad, Consorcio de Médicos Católicos, Buenos
Aires 1989, pp. 406 ss.
[8] HERNÁNDEZ, M., Elegía a Ramón Sijé, en Obra completa poética,
Cero Cyx, Madrid 1979, p. 233.
[9] NULAND, S.B., Cómo morimos, Alianza, Madrid 1995, p. 27.
[10] CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, «Esperamos la
Resurrección y la vida eterna», 28-XI-1995, n.º 19, Ecclesia 2766 (1995),
10-19.
[11] Ibíd., n.º 21.
[12] Ibíd.
[13] Ibíd., n.º 22.
[14] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1013.
[15] Cfr. Ritual de exequias, 1989, p. 34.
[16] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 989.
[17] Cfr. íd., n. 1007.
[18] Epistola 108, 27.
[19] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1008.
[20] Cfr. íd., n. 1009.
[21] Amigos de Dios, n. 221.
[22] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1022.
[23] JUAN PABLO II, Enc. Evangelium vitae, n. 46.
[24] MANRIQUE, J., Coplas a la muerte de su padre.
[25] Carta de los Agentes de la Salud, o.c., n. 115. Cfr. CELLINI, N. y
OTROS, «Malato terminale», en Camillianum, Dizionario, o.c., pp. 645-
652. Señalamos por su interés una publicación de la Delegación de Pastoral
de la Salud, de la archidiócesis de Barcelona, El enfermo terminal y los
profesionales de la salud, Barcelona 1990.
[26] «Una vida que está llegando a su fin no es menos valiosa que una
vida que está comenzando. Por esta razón, el moribundo merece el mayor
respeto y la atención más solícita. En su nivel más profundo, la muerte es
como el nacimiento: ambos son momentos críticos y dolorosos de
transición, que abren a una vida más rica que la anterior. La muerte es un
éxodo, después del cual es posible ver el rostro de Dios, que es la fuente de
vida y de amor, precisamente como un niño que acaba de nacer y puede ver
el rostro de sus padres. Por esta razón, la Iglesia habla de la muerte como de
un segundo nacimiento»: JUAN PABLO II, Aloc. a la Sociedad
Internacional de Oncología Ginecológica, 30 de septiembre de 1999,
L’Osservatore Romano, 15 de diciembre de 1999, p. 6.
[27] Modificado de BRUGAROLAS, A. y OTROS, «Síndrome terminal
de enfermedad, criterios y actitudes», Revista de Medicina de la
Universidad de Navarra, 32 (1988), 111-118.
[28] «La relación médico-sanitaria se funda sobre una relación
interpersonal, de naturaleza particular. Ella es un “encuentro entre una
confianza y una conciencia”. La “confianza” de un hombre marcado por el
sufrimiento y la enfermedad, y por tanto necesitado, el cual se confía a la
conciencia de otro hombre que puede hacerse cargo de su necesidad y que
lo va a encontrar para asistirlo, cuidado, sanado»: Carta de los Agentes de
la Salud, o.c., n. 2.
[29] Una encuesta efectuada a 6.783 médicos de atención primaria (el
32,17% de todos los de España) demostró que 6.310 (el 93,04%) desearía
morir en su casa, frente a 224 (3,3%) que preferiría el hospital. Además, el
98,74% opinan que con una atención adecuada muchos de sus enfermos
podrían morir en sus casas, si así lo deseasen: cfr. GÓMEZ, M., Medicina
Paliativa, Arán Ediciones, Las Palmas 1999.
[30] Cfr. ASTUDILLO, W.; MENDIETA, C.; ASTUDILLO, E.,
Cuidados del enfermo en fase terminal y atención a su familia, 4.ª ed.,
EUNSA, Pamplona 2002, pp. 43-51.
[31] Cfr. GASULI y VILELLA, M., «Historia y evolución del
movimiento Hospice», Labor Hospitalaria, 222 (1991), 309-314.
[32] Enc. Evangelium vitae, n. 88.
[33] Cfr. NÚÑEZ, M.ªP., «Una alternativa en la asistencia al enfermo
terminal: el sistema Hospice en Estados Unidos», Labor Hospitalaria, 222
(1991), 314-319.
[34] Cfr. CENTENO CORTÉS, C., Introducción a la Medicina Paliativa,
Junta de Castilla y León, Valladolid 1998; GONZÁLEZ-BARÓN, M. (dir.),
Tratado de Medicina Paliativa y tratamiento de soporte en el enfermo de
cáncer, Panamericana, Madrid 1995.
[35] En 1989 se constituye la Sociedad Catalano-Balear de Cuidados
Paliativos (para sus Estatutos, cfr. Labor Hospitalaria, 216 [1990], 107-
109). Poco después, se constituye la Sociedad Española de Cuidados
Paliativos (SECPAL), que edita un Boletín periódico.
[36] Sobre la muerte y los moribundos, Grijalbo, Barcelona 1989.
[37] Ibíd.
[38] Cfr. entrevista en Labor Hospitalaria 212 (1989), 108.
[39] Cfr. NULAND, S.B., Cómo morimos, Alianza Editorial, Madrid
1995, p. 214.
[40] HINTON, J., Experiencias sobre el morir, Seix Barral, Barcelona
1996, pp. 146 ss.
[41] Sobre la comunicación del médico con el enfermo, Cfr. LAÍN
ENTRALGO, P., La medicina hipocrática, Alianza Editorial, Madrid 1992,
pp. 241 ss.
[42] Cfr. FLÓREZ, J.A., La comunicación y comprensión del enfermo
oncológico, Ed. Ergon, Madrid 1997.
[43] BRUGAROLAS, A., «El sufrimiento del enfermo oncológico»,
Labor hospitalaria, 235 (1995), 25.
[44] Apuntes tomados en una tertulia, 10-VI-1984 (AGP, p 01, 1984, p.
623).
[45] NULAND, S.B., Cómo morimos, o.c., pp. 212 y ss.
[46] Ibíd., p. 212.
[47] Ibíd., p. 214.
[48] Ibíd., p. 229.
[49] Ibíd.
[50] Carta de los Agentes de la Salud, o.c., n. 125.
[51] Cfr. ASTUDILLO, W.; MENDIETA, C.; ASTUDILLO, E.,
Cuidados del enfermo en fase terminal..., o.c., pp. 291 ss.
[52] Cfr. SEBASTIÁN, F., «Actitudes cristianas en la atención a los
ancianos en la enfermedad», Dolentium Hominum, 29 (1995), 19.
[53] Cfr. CARLES, R.M.ª, «La atención pastoral del enfermo terminal»,
Labor Hospitalaria, 225-226 (1992), 237-241.
[54] Principios básicos de los Cuidados de Enfermería, publicado por el
Consejo Internacional de Enfermeras, Ginebra 1971, p. 53.
[55] Para los creyentes, la presencia en esos momentos finales del
sacerdote o del ministro de su religión es fundamental, no sólo por su
acción sacramental, sino también por el apoyo humano que supone para el
enfermo y su familia.
[56] «Sobre la eutanasia y la asistencia al bien morir», Ecclesia, 2444
(1989), 1438-1440. Cfr. también la Declaración del Consejo permanente de
la Conferencia Episcopal Francesa (23 de septiembre de 1991), «Respeto al
hombre próximo a la muerte», Ecclesia, 2567 (1992), 246-250.
[57] Cfr. PÍO XII, Aloc. 14 de mayo de 1956.
[58] Ibíd.
[59] Aloc. 2 de julio de 1984, Ecclesia, 2186 (1984), 1004.
[60] N. 2301.
[61] Cfr. Real Decreto 2070/1999.
[62] Cfr. CRAUFORD, R., «Even the dead are not terminally ill
anymore», Neurology, 51 (1998), 1530-1531. SHEWMON, D.A.,
«Recovery from “brain death”: A neurologist’s Apologia», Linacre
Quarterly, 64 (1997), 30-96.
[63] Diagnóstico de muerte. Criterios neurológicos. Doc. Oficial de la
Soc. Española de Neurología, aprobado por el V Congreso Nacional, 12 de
septiembre de 1982; cfr. MARTÍNEZ VILA, E., y MARTÍNEZ-LAGE, M.,
«Diagnóstico de la muerte. Criterios neurológicos», en HERREROS, J.;
ARCAS, R.; AZANZA, J.R. y ERRASTI, P., Trasplante cardíaco, Ed.
Científico-Médica, Barcelona 1986, pp. 65-79.
[64] Cfr. NARVÁEZ, J.A., El doctor Ortiz de Landázuri, Palabra,
Madrid 1997, p. 111; cfr. también LÓPEZ-ESCOBAR, E. y LOZANO, P.,
Eduardo Ortiz de Landázuri, El médico amigo, Palabra, Madrid 1994, pp.
357-369.
[65] N. 2301.
[66] Cfr. Denzinger, nn. 3188 y 3195.
[67] Cfr. Instrucción del Santo Oficio de 19 de junio de 1926 (DZ 3680).
[68] Instrucción del Santo Oficio de 21 de julio de 1963. Cfr. DZ 3998.
[69] Canon 1173, &3.
[70] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2301.
[71] Las disposiciones litúrgicas sobre las exequias cristianas manifiestan
claramente la preferencia de la Iglesia por la inhumación de los fieles
difuntos. En efecto, se afirma de modo explícito que, en casos de
cremación, «las exequias deben realizarse según la costumbre del país, pero
de forma que no quede ofuscada la preferencia de la Iglesia por la sepultura
de los cuerpos» (Ritual de exequias (castellano), Praenotanda, n. 15).
[72] Cfr. Código de Derecho Canónico, 6.ª ed. anotada por la
Universidad de Navarra, EUNSA, Pamplona 2001.
[73] Remitimos a una importante Alocución de Pío XII al Congreso de
Anestesiología celebrado en Roma, el 24 de noviembre de 1957, donde el
Papa da respuesta a tres cuestiones de moral médica en torno a este tema.
Notas del Capítulo VII
[1] Pablo VI, Enc. Humanae vitae, n. 10.
[2] Exh. ap. Familiaris consortio, n. 33.
[3] Ibíd, n. 33; cfr. Humanae vitae, n. 10.
[4] En los últimos años, es muy abundante la bibliografía sobre estos
temas, en libros, atlas, diapositivas, vídeos, etc. que, en ocasiones, inciden
en un cierto naturalismo, que puede llegar incluso a la procacidad. Entre ese
material, destacamos por su interés: DEBRÉ, R., Venir al mundo,
Magisterio, Madrid 1978; NILSSON, L., Un niño va a nacer, Círculo de
Lectores, Barcelona 1967; TERRASA, J., Memorias desde el seno materno,
Vivencias del yo antes de nacer, 2.ª ed.., Ediciones Internacionales
Universitarias, Barcelona 1996; WARD, B.R., Fecundación y crecimiento,
¿Cómo nace un niño?, Epalsa, Madrid 1983; OTTE A., MEDIALDEA, C.,
GONZÁLEZ, F., MARTÍ, P., ¿Cómo reconocer la fertilidad? El método
sintotérmico, Ediciones Internacionales Universitarias, Barcelona 1998;
ARZU DE WILSON, M., Guía práctica de Educación y Sexualidad,
Palabra, Madrid 1998. MEDIALDEA, C., Cómo funciona mi cuerpo,
Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 2001. Aquí seguimos a
LÓPEZ GARCÍA, G., Obstetricia, Ginecología, 2.ª ed., Eunsa, 2ª ed.,
Pamplona 1988; y destacamos sobre todo el vídeo dirigido por él, Anatomía
y fisiología: de la fecundación al parto, Servicio de Medios audiovisuales
de la Clínica Universitaria, Pamplona 1999.
[5] Es importante esta fecha (aproximadamente 14-16 días), pues algunos
autores consideran erróneamente que hasta que no aparezca el primer
esbozo de sistema nervioso no se puede hablar de ser humano.
[6] Frecuentemente el hipospadias impide que el esposo eyacule el
esperma en la vagina de la mujer durante el acto matrimonial. En estos
casos, muchos moralistas consideran que el uso del condón perforado
facilitaría que el esperma penetrase en la vagina y sería legítimo. Se trataría
de un medio técnico que elimina un obstáculo para la efectividad del acto
conyugal: Cfr. MAY, E.W., Ponencia en las Jornadas Internacionales de
Bioética, Pamplona 21-23 de octubre de 1999.
[7] Este aspecto de la conducta sexual humana, en lo que tiene de
instintivo, de aprendizaje y de acostumbramiento, esta muy bien tratado en
JIMÉNEZ VARGAS, J. y LÓPEZ GARCÍA, G., Aborto y contraceptivos,
4.ª ed., Eunsa, Pamplona 1983, pp. 74-87.
[8] Cfr. POLAINO, A., Sexo y cultura, Análisis del comportamiento
sexual, Rialp, Madrid 1992, pp. 12 y 195. Esta obra nos parece sumamente
interesante ya que aborda todas las cuestiones de modo novedoso y
profundo.
[9] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2332.
[10] Nos parece muy interesante aludir a la diferencia que existe en el
castellano entre los adjetivos «sexual» y «sexuado». Como señala el
filósofo Julián Marías, «la actividad sexual es una provincia de nuestra
vida, muy importante pero limitada, que no comienza con nuestro
nacimiento y suele terminar antes de nuestra muerte, fundada en la
condición sexuada de la vida humana en general, que afecta a la integridad
de ella, en todo tiempo y en todas sus dimensiones» (Antropología
metafísica, Ed. Revista de Occidente, Madrid 1970, p. 160).
[11] Sobre la vigencia actual del psicoanálisis, cfr. EYSENCK, H.J.
(profesor de Psicología de la Universidad de Londres), Decadencia y caída
del imperio freudiano, El laberinto 29, Ediciones de Nuevo Arte Thor,
Barcelona 1988. Son también interesantes los comentarios de VAN DER
VELDT, J. y ODENWALD, R.P., en Psiquiatría y Catolicismo, Ed. Luis
Caralt, Barcelona 1969, pp. 127-181 y de LÓPEZ-IBOR, J.J., La agonía del
psicoanálisis, Rialp, Madrid 1951. Recordamos que la crítica más fuerte se
debe a ALLERS, R., The successful Error, Sheed and Ward, Londres 1941
(traducida en Argentina, El error que tuvo éxito).
[12] «La sexualidad se hace personal y verdaderamente humana cuando
está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo total y
temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer» (Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 2337); cfr. Familiaris consortio, n. 11; Gaudium et spes,
n. 14.
[13] Familiaris consortio, n. 11.
[14] «“Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó,
hombre y mujer los creó” (Gn 1, 27). El hombre ocupa un lugar único en la
creación: “está hecho a imagen de Dios”; en su propia naturaleza une el
mundo espiritual y el mundo material; es creado “hombre y mujer”; Dios lo
estableció en la amistad con Él»: Catecismo de la Iglesia católica, n. 355.
[15] Cfr. CAFFARRA, C., Sexualidad a la luz de la antropología y de la
Biblia, Rialp, Madrid 1991, pp. 27ss.
[16] Cfr. Gn 2, 18-24. ARANDA, G., «Corporalidad y sexualidad en los
relatos de la creación», en CASCIARO, J.Mª (dir.), Masculinidad y
feminidad en el mundo de la Biblia, Eunsa, Pamplona 1989, pp. 21-42.
[17] Cfr. Humanae vitae, n. 8.
[18] Sobre el matrimonio y el amor conyugal como respuesta de los
esposos al designio de amor de Dios para la humanidad, cfr. SARMIENTO,
A., El matrimonio cristiano, Eunsa, Pamplona 1997, pp. 59ss.
[19] Cfr. 1 Jn 4, 8.
[20] JUAN PABLO II, Familiaris consortio, n. 11. «Dios, al traer a la
existencia a los seres humanos, realiza un acto de amor, del que es
destinatario quien recibe la vida; pero, dado que para la donación de esa
vida ha querido contar con la colaboración de otras criaturas, éstas son
también objeto y destinatarios de su amor; además el modo elegido por
Dios para esa colaboración es todo él, en sí mismo, un acto de amor. Él, en
efecto, ha dispuesto que únicamente a través de una donación total y
recíproca, capaz de crear una unión íntima e irrevocable entre el hombre y
la mujer, éstos sean llamados a cooperar con Él en la donación de la vida
humana a otras criaturas»: CICCONE, L., Humanae vitae. Analisi e
commento, Roma 1989, p. 68.
[21] JUAN PABLO II, Familiaris consortio, n. 11 (cit. por
SARMIENTO, El matrimonio cristiano, o.c., p. 60).
[22] Cfr. CAFFARRA, C., Sexualidad a la luz..., o.c., pp. 50-51.
[23] Cfr. CAFFARRA, C., Sexualidad a la luz..., o.c., p. 51. Cfr. el n.º 7
de este capítulo: El celibato.
[24] CONSEJO PONTIFICO PARA LA FAMILIA, Sexualidad
humana..., o.c., n. 11.
[25] El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser
humano (cfr. Familiaris consortio, n. 11). Cfr. RUIZ RETEGUI, A., «Sobre
el sentido de la sexualidad», Anthropotes, rivista di studi sulla persona e la
famiglia, anno IV, n. 2, XII (1988), pp. 227-260.
[26] Cfr. SARMIENTO, A., El Matrimonio cristiano, o.c., p. 42.
[27] Es uno de los pocos comunistas del movimiento psicoanalítico
freudiano, que intentó conciliar su concepción psicoanalítica del mundo con
la del materialismo dialéctico marxista. Al huir de Alemania, vivió en
Dinamarca, después en Noruega y se estableció finalmente en Estados
Unidos, donde murió en 1958, aislado de todos sus compañeros de escuela
(cfr. ALLERS, R., Pedagogía sexual, o.c., p. 275).
[28] Algunos autores consideran los contraceptivos como el hito
histórico más importante para comprender el cambio cultural que
caracteriza el siglo XX, donde se ha pasado del sexo sin procreación a la
procreación sin sexo (cfr. POLAINO-LORENTE, A., Sexo y cultura, o.c., p.
179).
[29] Hasta en el título de sus obras se nota esa tendencia: cfr., por
ejemplo, HORTELANO, A., Moral alternativa, Paulinas, Madrid 1998;
FORCANO, B., Nueva ética sexual, Paulinas, 3ª ed., Madrid 1991;
FUSCH, J., Deseo y Ternura, Desclée de Brouver, Bilbao 1998: en la
promoción del libro se dice: «el autor desarrolla su convicción de que el
Evangelio abre las puertas hacia un reconocimiento del valor espiritual del
erotismo y la posibilidad de inscribir el amor en un proyecto de libertad, de
fidelidad y de conyugalidad». Cfr. también VIDAL, M., Moral del amor y
de la sexualidad, Sígueme, Salamanca 1972.
[30] Cfr. MASTER Wh. JOHNSON, V.E., Human Sexual Inadeguacy,
Boston, Little, Brown an Company, 1970.
[31] Resulta interesante el siguiente testimonio de un historiador inglés
sobre las consecuencias sociales de tales planteamientos: «Es difícil
imaginar una anarquía de los valores morales más perfecta que la que reina
actualmente en el mundo occidental en cuanto a los temas sexuales, en que
la búsqueda del egoísmo para la consecución del placer es la norma
imperante, en el que la sexualidad está completamente separada del deber,
de la responsabilidad, de la necesidad social y de la armonía comunitaria,
así como de la reproducción. Un mundo en el que no cabe duda de que la
sexualidad se separa de todas las manifestaciones del amor, salvo el amor
hacia uno mismo, de forma que se convierte en la negación absoluta del
amor que Dios trasmite al universo. Da la impresión de que a finales del
siglo XX hayamos establecido en Occidente una especie de antítesis sexual
del universo de amor que Dios planeó para nosotros, en el que el inmenso
poder que tiene el sexo se usa casi exclusivamente para fines egoístas y, por
lo tanto, perniciosos»: JOHNSON, P., La búsqueda de Dios, Planeta,
Barcelona 1996, pp. 86-87.
[32] El Semanal, 31 de nov. 1997, p. 32. Hacemos notar que este
dominical alcanza una tirada de 800.000 ejemplares.
[33] Cfr. HAMER, J., «El Magisterio y los fundamentos doctrinales de la
ética sexual», Scripta Theologica, XII (1980), pp. 119-140.
[34] JUAN PABLO II, Exh. Apost. Familiaris consortio, n. 32.
[35] Así opinan también muchos psicólogos: «Por mucho que ciertas
teorías modernas proclamen a bombo y platillo el derecho a la satisfacción
de las necesidades naturales, ello no contradice una gran verdad: que el
sentido último e inmanente de la sexualidad es el engendrar hijos»
(ALLERS, R., Pedagogía sexual, o.c., p. 114).
[36] Cfr. RUIZ RETEGUI, A., «Sobre el sentido metafísico de la
inseparabilidad entre los aspectos unitivo y procreador del acto conyugal»,
Scripta Theologica, 29 (1997), pp. 569-581.
[37] Enc. Casti Connubii, 31 de octubre de 1931, n. 20; Cfr. GIL
HELLÍN, F., «Aspectos unitivo y procreador del ser del matrimonio y de la
vida conyugal», en Persona, Verità e Morale, Atti del Congresso
Internazionale di Teologia Morale, Roma, 7-12 abril 1986, Città Nuova
Editrice, pp. 749-756.
[38] Enc. Humanae vitae, nn. 11-12.
[39] Cfr. JUAN PABLO II, Exh. ap. Familiaris consortio, 22 de
noviembre de 1981, n. 29 ss. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA
DE LA FE, Instr. Donum vitae, 22 de febrero de 1987.
[40] Cfr. SARMIENTO, A., El matrimonio cristiano, o.c., p. 396.
[41] Por esta razón, el acto sexual, hacer el amor, de verdad de verdad
sólo es posible dentro del matrimonio, porque sólo cuando dos personas se
han entregado ya totalmente, ese acto es verdadera expresión del amor total.
Si no ha habido entrega de la propia vida mediante el matrimonio, no puede
haber expresión auténtica de una entrega que todavía no existe. El acto
sexual fuera del matrimonio es una mentira radical. En cambio, si hacer el
amor es amar en serio, expresión de la entrega total en el matrimonio de un
hombre y una mujer para toda la vida, entonces es algo noble, santo y
bueno (Cfr. SANTAMARÍA, M.G., Saber amar con el cuerpo, Ecología
sexual, 5.ª ed., Palabra, Madrid 2000, pp. 18-19).
[42] CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Sexualidad
humana: verdad y significado, 1996, n. 11; Cfr. AYERRA, Mª P., El regalo
de la sexualidad, Ed. Reinado Social, 1998.
[43] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1602: «Porque Dios mismo
es el autor del matrimonio al que ha dotado de bienes y fines propios»
(CONCILIO VATICANO II, Const. Gaudium et spes, n. 48).
[44] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1601.
[45] Cfr. Ibíd., n. 1641.
[46] CONCILIO VATICANO II, Const. Gaudium et spes, n. 49.
[47] Cfr. KOSNIK, A., Human sexuality: New direction in American
Catholic Thought. Se trata de un encargo de la Catholic Theological Society
of American sobre nuevas perspectivas del pensamiento católico sobre la
sexualidad humana. La obra fue objeto de duras observaciones por parte de
la S.C. para la Doctrina de la Fe: sobre la manipulación que se hace del
concepto de sexualidad y su desvinculación del matrimonio, así como la
fractura entre los aspectos unitivo y procreador del acto sexual. cfr. Carta a
Mons. Quinn, arzobispo de San Francisco, Presidente de la Conferencia
Episcopal Norteamericana, 7 de diciembre de 1979, en Documentación
Palabra 404/1979.
[48] Cfr. FORCANO, B., Entrevista en La Verdad, Semanario diocesano
de Pamplona, 2933 (1991), p. 12. La misma acusación aparece, por
ejemplo, en un filósofo agnóstico, SABATER, F., Ética para Amador,
Ariel, Madrid 1991, pp. 150 ss.
[49] Cfr. SARMIENTO, A., El Matrimonio cristiano, Eunsa, Pamplona
1997, p. 39.
[50] Cfr. LAWLER, R.; BOYLE, J.M.; MAY, W.E., Ética sexual, Gozo y
empuje del amor humano, Eunsa, Pamplona 1992, pp. 53ss. Es interesante
el capítulo «La sexualidad en la Tradición», pp. 52ss. Cfr. también el
excelente estudio de BASEVI, C., Sexualidad humana y sacramentalidad, 2
vols., Rialp, Madrid 1992.
[51] Cfr. el estudio de A. SARMIENTO, Verdad y significado de la
sexualidad humana, en o.c., pp. 35-52.
[52] Cfr. LAWLER, R.; BOYLE, J.M.; MAY, W.E., Ética sexual, pp. 92
ss.
[53] «La masculinidad-feminidad –esto es, el sexo– es el signo originario
de una donación creadora y de una toma de conciencia por parte del
hombre, varón-mujer, de un don vivido, por así decirlo, de modo
originario» (JUAN PABLO II, Aloc. 9-I-1980: cfr. SARMIENTO, A. y
ESCRIVÁ-IVARS, J., Enchiridium familiae, III, Rialp, Madrid 1992, p.
2506).
[54] JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Beato, Es Cristo que
pasa, Rialp, Madrid 1992, n. 24. En otro momento afirmaba, al referirse al
amor humano, al amor limpio entre un hombre y una mujer, al noviazgo, al
matrimonio: «He de decir una vez más que ese santo amor humano, no es
algo permitido, tolerado, junto a las verdaderas actividades del espíritu,
como podría insinuarse en los falsos espiritualismos a que antes aludía.
Llevo predicando de palabra y por escrito todo lo contrario desde hace
cuarenta años, y ya lo van entendiendo los que antes no lo comprendían. El
amor, que conduce al matrimonio y al familia, puede ser también un camino
divino, vocacional y maravilloso, cauce para una completa dedicación a
nuestro Dios» (Conversaciones, nn. 121-122).
[55] SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA
FE, Decl. Personae humanae sobre ética sexual, 19-XII-1975, n. 1.
[56] PABLO VI, Enc. Sacerdotalis coelibatus, 24-IX-1967, n. 53.
[57] «La sexualidad no es algo puramente biológico sino que se refiere al
núcleo íntimo de la persona. El uso de sexualidad como donación tiene su
verdad y alcanza su pleno significado cuando es expresión de la donación
personal del hombre y de la mujer hasta la muerte» (CONSEJO
PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Sexualidad humana: verdad y
significado, n. 3).
[58] Cfr. GARCÍA HOZ, V., La escalada del erotismo, Palabra, Madrid
1972, p. 126.
[59] POLAINO-LORENTE, A., Sexo y cultura, o.c., p. 14.
[60] TORELLÓ, J.B., Psicología abierta, Rialp, Madrid 1972, p. 94.
[61] Ibíd.
[62] POLAINO-LORENTE, A., Sexo y cultura, o.c., p. 11.
[63] ALLERS, R., Pedagogía sexual, o.c., pp. 108 y ss.
[64] Cfr. JUAN PABLO II, enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, n. 46.
[65] Ibíd., n. 49.
[66] Recordamos la existencia en la mujer de dos cromosomas sexuales
(XX) y en el hombre de los cromosomas XY. El cromosoma Y contiene un
gen, el TDF, Testis Determining Factor, que es el responsable de la
diferenciación masculina en el varón (POLAINO-LORENTE, A., Sexo y
cultura, o.c., p. 27).
[67] Remitimos al estudio de POLAINO-LORENTE, o.c. pp. 27-62. Cfr.
Capítulo VIII, 1 de este libro.
[68] «El cañamazo donde hunden sus raíces hasta asentarse, tanto la
identidad personal como la sexual, está constituido por ese denso, complejo
e incontable haz de relaciones que de continuo tejen y destejen lo que
conocemos como medio cultural. Nada de particular tiene, entonces, que los
factores culturales ejerzan una poderosa influencia –aunque solo fuera por
constituir ese marco axiológico y referencial, inspirador de la una y de la
otra identidad– sobre el modo en que el hombre y la mujer van adquiriendo,
asumiendo y configurándose según la hechura de “lo masculino” y “lo
femenino”, en función de los valores socioculturales –ciertamente no
impuestos, pero sí poderosamente influyentes– que están en alza durante
esa concreta etapa del desarrollo personal y psicosexual» (POLAINO-
LORENTE, o.c., p. 99).
[69] Así lo decía el famoso médico BIOT, R., cfr. Guía médica de las
vocaciones sacerdotales y religiosas, Desdeé de Brouwer, Buenos Aires
1948; Notre nature d’homme, ni ange, ni bête, Presses Universitaires de
France, París 1942.
[70] Cfr. OTTE, A., Cómo hablar a los jóvenes de sexualidad, amor y
procreación, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 2000.
[71] «La educación sexual debe formar parte de la formación general que
se da al niño, formación que ha de ser profundamente unitaria, bajo el
aspecto natural y sobrenatural, sin hacer de la castidad y del sexo un
compartimento estanco» (SORIA, J.L., Cuestiones de Medicina Pastoral,
o.c., p. 153).
[72] CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Sexualidad
humana..., o.c., n. 64: la cita está tomada de la Exh. ap. Familiaris
consortio, n. 37.
[73] Cfr. Ibíd., nn. 65-75.
[74] POLAINO-LORENTE, A., Sexo y cultura, o.c., p. 220.
[75] Cfr. DI PIETRO, Mª.L., «Educación de la sexualidad como servicio
a la vida», en Comentario interdisciplinar a la «Evangelium vitae», o.c., pp.
639-654.
[76] POLAINO-LORENTE, A., Sexo y cultura, o.c., p. 222.
[77] Cfr. MATA, C., La afectividad en las adolescentes, Palabra,
Colección «Hacer Familia», Madrid 1998.
[78] Cfr. POLAINO-LORENTE, A., Sexo y cultura, o.c., p. 41.
[79] Pedagogía sexual, o.c., p. 130.
[80] cfr. SPRANGER, E., Psicología de la edad evolutiva, Ed. Revista
de Occidente, Madrid 1954, p. 187.
[81] CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Sexualidad
humana: verdad y significado, o.c., n. 87.
[82] Cfr. Pedagogía sexual, o.c., p. 138.
[83] ALLERS, R., Pedagogía sexual, o.c., p. 133.
[84] Se calcula que antes de los 45 años ya han dejado de tener la regla el
6,7% de las mujeres y que después de los 55 años tan solo un 2% la
conserva.
[85] Para los casos de disfunción eréctil y el eventual recurso a fármacos
como el sildenafilo, cfr. capítulo IX, 5.4.
[86] Cfr. Sexo y cultura, o.c., pp. 111 y ss.
[87] Ibíd., p. 111.
[88] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1658.
[89] Cfr. PORTILLO, Á. DEL, «Celibato», en GER, t. V, 7ª ed., Madrid
1992, pp. 450-454.
[90] CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio para el
ministerio y la vida de los presbíteros, Jueves Santo 1994, n. 57. Véase
también Pablo VI, Enc. Sacerdotalis coelibatus, 24-VI-1967; JUAN
PABLO II, Exhort. ap. Pastorem dabo vobis, 25 de marzo de 1992; JUAN
PABLO II, El celibato apostólico, Palabra, 2ª ed., Madrid 1998.
[91] Sobre los orígenes históricos del celibato sacerdotal, mostrando que
no se trata de una mera institución eclesiástica tardía instaurada en el II
Concilio de Letrán (1139), o en todo caso no antes del siglo IV, cfr. Card.
Alfons STICKLER, «El celibato eclesiástico, su historia y sus fundamentos
teológicos», Scripta Theologica, 26 (1994), pp. 13-78.
[92] JUAN PABLO II, Enc. Mulieris dignitatem, 15 de agosto de 1988,
n. 20.
[93] Cfr. BURGGRAF, J., «Para un feminismo cristiano, reflexiones
sobre la Carta ap. Mulieris dignitatem», en Romana, Boletín de la Prelatura
de la Santa Cruz y Opus Dei, 10 (1988), pp. 348-359. En el caso de la
mujer, así lo explica el Papa Juan Pablo II: «En la virginidad libremente
elegida, la mujer se reafirma a sí misma como persona, es decir, como un
ser que el Creador ha amado por sí misma desde el principio y, al mismo
tiempo, realiza el valor personal de la propia femineidad, convirtiéndose en
don sincero a Dios, que se ha revelado en Cristo; un don a Cristo, Redentor
del hombre y Esposo de las almas: un don “esponsal”» ( Enc. Mulieris
dignitatem, n. 20).
[94] Recordamos que la palabra histeria, referida a mujeres insatisfechas
o excitables, deriva del griego hystera = matriz, útero, y fue usada por los
antiguos en alusión a algunos trastornos psíquicos derivados,
supuestamente, de la insatisfacción sexual.
[95] Cfr. TORELLÓ, J.B., Las ciencias humanas ante el celibato
sacerdotal, en Scripta Theologica, 27 (1995), pp. 269-283.
[96] Cfr. Directorio, o.c., n. 60.
[97] Para los que objetan que el sacerdote célibe, al desconocer el amor
humano no es la persona más idónea para ayudar a las almas en esos temas,
baste este testimonio: «Debo decir que es un razonamiento muy poco sólido
[...] Si la experiencia es el criterio principal con el que se predica la
voluntad de Dios con respecto a los asuntos sociales, los más viciosos
serían los mejores pastores. Eso es totalmente absurdo. Existe más de un
camino para adquirir los conocimientos y la experiencia sexual. Es posible
y probable que el matrimonio medio, que permanece fiel, tenga una vida
sexual satisfactoria, pero no puede decirse que tiene mucha experiencia. El
sacerdote célibe medio, por el contrario, adquiere a través de la confesión
una visión de las variedades, de la fuerza y de los problemas de la
sexualidad que muchas parejas casadas no tienen y no cabe duda de que
muchos psiquiatras desconocen»: JOHNSON, P., La búsqueda de Dios,
Planeta, Barcelona 1996, p. 81.
[98] Cfr. Directorio, o.c., n. 60. Cfr. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Pastores
dabo vobis, n. 44.
[99] JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Pastores dabo vobis, 25 de marzo
de 1992, n. 44.
[100] Cfr. Código de Derecho Canónico, c. 277, 2. Resulta muy
interesante el testimonio de un laico, Andrè Frossard, cuando después de su
conversión, narra cómo se esforzaba para vivir la castidad: «Hay que decir
que me mantenía vigilante, y me guardaba bien de conceder el más mínimo
comienzo de atención a la tentación, la cual no necesita de más para
enraizarse en la imaginación y desarrollarse en ella con la tenacidad de un
perro de presa. En una palabra, yo no miraba a las mujeres y menos a las
jóvenes, y, si alguna acertaba a pasar por mi campo visual, bajaba
mentalmente mi capuchón; rechazaba con facilidad los esporádicos asaltos
a la sensualidad; literalmente, no dejaba a la tentación el tiempo de tomar
cuerpo»: ¿Hay otro mundo?, Rialp, Madrid, Madrid 1986, p. 93.
[101] Exhort. Apost. Pastores dabo vobis, n. 44.
[102] Directorio, o.c., n. 60.
[103] Amigos de Dios, o.c., n. 177: cfr. Capítulo VII, 2.
Notas del Capítulo VIII
[1] «La sexualidad está ordenada al amor conyugal del hombre y de la
mujer. En el matrimonio, la intimidad corporal de los esposos viene a ser un
signo y una garantía de comunión espiritual» (Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 2360).
[2] Ibíd.
[3] Resulta, por ello, injusta, además de malévola, la acusación que
algunos hacen a la moral católica de prohibir el placer. Estos autores no
quieren entender que el placer –y no sólo en el terreno de la moral– no es el
fin de la vida del hombre. Como explica V. Frankl, «originariamente, el
hombre no persigue el mero placer, sino un sentido. El placer se produce
espontáneamente tras el logro de un objetivo. El placer sigue, no se
persigue; es cuestión de efecto, no de intención; es más, cuando se persigue
directamente, se escabulle»: El hombre doliente, Herder, Barcelona 1987, p.
218.
[4] CONCILIO VATICANO II, Const. Gaudium et Spes, n. 49.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2348.
[6] Cfr. ibíd., nn. 2349 y 2350.
[7] En algunos ambientes actuales, como reflejan la prensa, la televisión,
etc., se emplea el término con suma ligereza y se habla de «novios» para
referirse a parejas que viven maritalmente, pero sin ningún compromiso.
[8] Cfr. CHARBONEAU, P.E., Noviazgo y felicidad, 7.ª ed., Herder,
Barcelona 1988; MONTALAT, R., Los novios, El arte de conocer al otro,
3.ª ed., Palabra, Madrid 1998; VÁZQUEZ, A., Noviazgo para un tiempo
nuevo, Palabra, Madrid 1996.
[9] JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 66; cfr.
CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Preparación al sacramento
del Matrimonio, 13 de mayo de 1996, Palabra, Madrid 1996. Este
documento, que presenta esa preparación como una urgencia pastoral de la
Iglesia de nuestro tiempo y con algunos rasgos de novedad en el marco de
la nueva evangelización, consta de tres partes: 1) importancia de la
preparación al matrimonio; 2) las etapas o momentos de la preparación; 3)
la celebración del matrimonio.
[10] JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Beato, Conversaciones,
o.c., n. 105.
[11] En cualquier caso, conviene evitar las ocasiones de soledad,
aislamiento, oscuridad, etc., propicias a «bajar la guardia» en el terreno de
la pureza.
[12] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2350.
[13] Cfr. JUAN PABLO II, Aloc. 24 de septiembre de 1980, n. 5.
[14] Cfr. ÍD., Aloc. 23 de julio de 1980, n. 3.
[15] LÉONARD, A., La moral sexual explicada a los jóvenes, Palabra,
Madrid 1994, p. 56. Cfr. MONTALAT, R., Los novios. Los misterios de la
afectividad, 4.ª ed., Palabra, Madrid 1998.
[16] «Si las intimidades normales del tiempo de noviazgo, tales como
simples besos o caricias amistosas, provocan accidentalmente, en el
muchacho sobre todo, una turbación sexual, no hay que dramatizar, pero
habrá que afrontar sinceramente la posible obligación moral de suprimirlas.
y por supuesto, será siempre necesario evitar de antemano las situaciones
arriesgadas (intimidades prolongadas, desnudeces, etc.) que, por su
naturaleza, conducen al orgasmo solitario, a la masturbación recíproca o la
relación sexual parcial o completa» (LÉONARD, A., La moral sexual...,
o.c., pp. 56-57).
[17] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE,
Declaración Persona humana, n. 7.
[18] Cfr. Catecismo de la. Iglesia Católica, n. 2349.
[19] «Las personas casadas están llamadas a vivir la castidad conyugal,
las otras practican la castidad en la continencia»: Catecismo de la. Iglesia
Católica, n. 2349.
[20] Es Cristo que pasa, 34 ed., Rialp, Madrid 1997, n. 24.
[21] Cfr. CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Sexualidad
humana: verdad y significado, o.c., n. 17.
[22] Cfr. Pedagogía sexual, 2.ª ed., Ed. Luis Miracle, Barcelona 1965, p.
122.
[23] Cfr. ibíd.
[24] «Amor», en Gran Enciclopedia Rialp (GER), t. II, Madrid 1979, p.
112.
[25] Ibíd.
[26] Amor y responsabilidad, Plaza y Janés, Barcelona 1996, p. 324.
[27] Cfr. DEBRÉ, R., Venir al mundo, Magisterio, Madrid 1978.
[28] Para lo referente a las actitudes de las adolescentes frente al
embarazo y sus consecuencias, cfr. POLAINO-LORENTE, A. y
MARTÍNEZ CANO, P., Embarazo y maternidad en la adolescencia, Rialp,
Madrid 1995.
[29] Cfr. PÉREZ DE BESOAÍN, El embarazo y los doce primeros
meses, 2.ª ed., Palabra. Madrid 1998.
[30] Cfr. LÓPEZ GARCÍA, G., Obstetricia. Ginecología, 2.ª ed.,
EUNSA, Pamplona 1988, pp. 79 ss.
[31] Cfr. ROF CARBALLO, J., Cerebro interno y mundo emocional,
Barcelona 1952.
[32] Es muy conocido el efecto que tienen algunas drogas en relación
con la fertilidad y el bajo peso del recién nacido: cfr. HAKIM, R.B.; GRAY,
R.H.; ZACUR, H., «Alcohol and caffeine consumption and deceased
fertility», Fertility and Sterility, 70 (1998), 632-637.
[33] Cfr. PEIRÓ, F.J., Deontología médica, 7.ª ed., Dossat, Madrid 1966,
pp. 325-331.
[34] En EE.UU. el porcentaje supera el 21%: cfr. The New England
Journal of Medicine, 7 de enero de 1999. En los Servicios Catalán y Vasco
de Salud, el porcentaje oscila entre el 17,5 y el 21,5%: cfr. Diario Médico, 8
de enero de 1999, p. 12.
[35] Cfr. FLAMM, B.L., «Parto vaginal después de cesárea:
controversias antiguas y nuevas», en PITKIN ROY, M., Clínicas obstétricas
y ginecológicas, vol. 4/1985, Ed. Interamericana, Madrid 1986, pp. 925-
935.
[36] Cfr. Respuesta de la CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA
DE LA FE, 31 de julio de 1993: L’Osservatore Romano (ed. castellana), 5
de agosto de 1994, p. 432.
[37] Este proceso poco o nada tiene que ver con el ejercicio de la
sexualidad, que tanto en la mujer como en el hombre, se puede mantener
durante muchos años, aunque el apasionamiento del instinto y las demandas
apetitivas suelen decrecer en esta etapa: cfr. POLAINO-LORENTE, A.,
Sexo y cultura, o.c., p. 113.
[38] Señalamos dos trabajos complementarios. El Departamento de
Obstetricia del Hospital Clínico Besançon hizo un estudio sobre todos los
embarazos de mujeres de más de 40 años atendidas en el departamento
durante 14 años (1970-1983). Del estudio se desprenden algunos datos de
interés: a) el embarazo después de los 40 años es un fenómeno minoritario:
614 casos en total, lo que representa el 2,32% de todos los embarazos
atendidos; b) en cuanto a las anomalías en el feto, 5 eran mongólicos y uno
hidrocefálico, que representa algo menos del 1% del total, tasa ligeramente
superior a la de las madres jóvenes.
Otro estudio de Joe L. Simpson señala cómo va creciendo la
probabilidad del riesgo del síndrome de Down a medida que aumenta la
edad materna: en mujeres de 20 años, el riego es del 1/1923, con 30 años, es
de 1/935, con 40 años es de 1/109, y con 49 años es de 1/12 (cfr. Clínicas
Obstétricas y Ginecológicas, vol. 4/1981, Interamericana, México 1981, p.
1038)
[39] Cfr. BAIRD, P., en The Lancet, 8 de marzo de 1991. El estudio se
basa en una muestra de casi 27.000 niños con deficiencias congénitas
nacidos en la Columbia Británica de 1966 a 1981 y abarca 43 defectos
innatos.
[40] Cfr. Enc. Evangelium vitae, n. 63. «El valor y la serenidad con que
tantos hermanos nuestros, afectados por graves formas de invalidez, viven
su existencia cuando son aceptados y amados por nosotros, constituyen un
testimonio particularmente eficaz de los auténticos valores que caracterizan
la vida y que la hacen, incluso en condiciones difíciles, preciosa para sí y
para los demás».
[41] Cfr. Enc. Humanae vitae, n. 10.
[42] Ibíd.
[43] JUAN PABLO II, Enc. Familiaris consorcio, n. 32.
[44] Enc. Humanae vitae, n. 10.
[45] Enc. Familiaris consortio, n. 33.
[46] Enc. Humanae vitae, n. 10.
[47] Cfr. Const. Gaudium et Spes, n. 50.
[48] CONCILIO VATICANO II, Const. Gaudium et Spes, n. 50. «En su
realidad más profunda, el amor es esencialmente don, y el amor conyugal, a
la vez que conduce a los esposos al recíproco “conocimiento” que les hace
“una sola carne” (cfr. Gn 2, 24), no se agota dentro de la pareja, ya que los
hace capaces de la máxima donación posible, por la cual se convierten en
cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva persona humana. De
este modo los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan, más allá de sí
mismos, la realidad del hijo; reflejo viviente de su amor, signo permanente
de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y de la madre»
(Enc. Familiaris consortio, n. 14): Cfr. CONSEJO PONTIFICIO PARA LA
FAMILIA, Sexualidad humana: verdad y significado, o.c., p. 25.
[49] Const. Gaudium et Spes, n. 50.
[50] Cfr. Enc. Humanae vitae, nn. 14 y 15.
[51] El cardenal Karol Wojtyla explicaba, con penetrante lucidez, cómo
la palabra métodos no puede entenderse en el mismo sentido en un caso y
en otro. «Cuando se habla de método natural, se suele aceptar el mismo
punto de vista que para los métodos artificiales, es decir, que lo deduce de
los principios utilitaristas. Así concebido, el método natural no sería sino
uno más de los medios que sirven para asegurar el máximum de placer, con
la única diferencia, de que se llegaría a conseguirlo por otras vías que por
los métodos artificiales. Ahí es donde reside el error fundamental. Es
evidente que el método llamado natural no es moralmente bueno más que
cuando es correctamente interpretado y aplicado» (Amor y responsabilidad,
p. 273). A este respecto es muy interesante también la diferencia que se
hace en la Enc. Familiaris consortio, entre el anticoncepcionismo y la
continencia periódica: en el primer caso los esposos se convierten en
«árbitros» y en el segundo sólo en «ministros» del designio de Dios (cfr. n.
32).
[52] Enc. Humanae vitae, n. 16.
[53] Ésta es una de las vías de investigación abierta a los científicos,
alentada por el Magisterio de Juan Pablo II.
[54] Cfr. GELLER, S., La temperatura, guía de la mujer, Rialp, Madrid
1971. OTTE, A.; MEDIALDEA, C., GONZÁLEZ, F.; MARTÍ, P., Cómo
reconocer la fertilidad. El método sintotérmico, 2.ª ed., Ediciones
Internacionales Universitarias, Barcelona 1998. MONTEBELLI, A., Guía
de métodos naturales, Ciudad Nueva, Madrid 2000. GUITIÉRREZ, M.ªT.;
RODRÍGUEZ, A.M., Guía del método de la ovulación (Billings), Ciudad
Nueva, Madrid 2000.
[55] Cfr. BILLINGS, J., Regulación natural de la natalidad, Sal Terrae,
Santander 1975; JUAN PABLO II y BILLINGS, J., El don de la vida y el
amor, Regulación natural de la fertilidad, Palabra, Madrid 1994.
[56] Aloc. 14 de diciembre de 1990.
[57] En el contexto de las condiciones generales del acto voluntario
indirecto.
[58] «El recurso a los “periodos infecundos” en la convivencia conyugal
puede llegar a ser fuente de abusos, si los cónyuges buscan de ese modo
eludir sin justas razones la procreación rebajándola respecto al nivel de
nacimientos moralmente justo en su familia. Es preciso establecer este justo
nivel teniendo en cuenta no sólo el bien de la propia familia y el estado de
salud y posibilidades de los mismos cónyuges, sino además el bien de la
sociedad, de la Iglesia e incluso de la humanidad entera.
»La Encíclica Humanae vitae presenta la “paternidad responsable” como
expresión de un alto valor ético. De ningún modo ésta se dirige
unilateralmente a la limitación y menos aún a la exclusión de la prole;
significa también disponibilidad para acoger una prole más numerosa.
Sobre todo, según la encíclica, la “paternidad responsable” pone en acto
“una relación más profunda con el orden moral objetivo, establecido por
Dios, y del que la conciencia recta es fiel intérprete” (Humanae vitae, 10)»:
JUAN PABLO II, Aloc. 5-IX-1984, L’Osservatore Romano, 6-IX-1984, p.
4.
[59] Refiriéndose a los motivos necesarios para el uso lícito de la
continencia periódica, Pío XII empleó las expresiones «casos de fuerza
mayor», «motivos morales suficientes y seguros», «motivos serios, razones
graves personales o derivadas de las circunstancias exteriores», «motivos
serios y proporcionados», «inconvenientes notables». Pablo VI utilizó las
expresiones «serias causas» y «justos motivos». Aunque el Papa Juan Pablo
II no mencione explícitamente esos motivos, muestra, en todo su
magisterio, la misma doctrina, cuando contrapone continencia periódica y
métodos antinaturales: cfr. Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 30.
[60] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. Gaudium et Spes, n. 50;
JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 26.
[61] «La Iglesia reconoce que puede haber motivos para limitar o
distanciar los nacimientos, pero proclama, de acuerdo con la Humanae
vitae, que los matrimonios “deben tener serios motivos” para que sea lícito
renunciar al matrimonio durante los días fértiles y hacer uso durante los
periodos no fértiles para expresar el amor y salvaguardar la fidelidad
recíproca»: JUAN PABLO II, Aloc. 11-XII-1992, L’Osservatore Romano,
11 de diciembre de 1992, p. 6.
[62] Aloc. 14 de diciembre de 1990.
[63] Enc. Humanae vitae, n. 14. Cfr. GUILLAMÓN, J. A., El problema
moral de la esterilización, Palabra, Madrid 1988.
[64] Es poco conocido que la píldora anticonceptiva se elaboró
originalmente con fines eugenésicos y se experimentó sin apenas garantías
en mujeres pobres de Puerto Rico. Las experiencias comenzaron en 1956.
En 1957 una compañía farmacéutica de Chicago (Searle) comercializó la
píldora con el nombre de Enovid, que fue autorizada como anticonceptivo
en EE.UU. en 1960 y dos años más tarde se autoriza en el Reino Unido: cfr.
GRAND, L., Sexing the Millenium, Harper Collins, Londres 1993.
[65] Cfr. BOTELLA LLUSIÁ, J., Comunicación a la XX Asamblea
Médica Mundial, Madrid 1967; JIMÉNEZ VARGAS, J. y LÓPEZ
GARCÍA, G., Aborto y anticonceptivos, 4.ª ed., EUNSA, Pamplona 1983,
pp. 91 ss. GONZÁLEZ MERO, J., Ginecología, 6.ª ed., Masson-Salvat
Medicina, Barcelona 1993, pp. 581-601.
[66] No conviene olvidar los posibles efectos secundarios (biológicos y
psicológicos) y las contraindicaciones de estos preparados. La literatura
médica menciona entre otras, las siguientes reacciones adversas:
complicaciones cardiovasculares (trombosis coronaria, riesgo de
hipertensión y de accidentes cerebrovasculares, etc.), desarrollo de tumores,
intolerancia a la glucosa y resistencia a la insulina, etc. Cfr. FLÓREZ, J.,
Farmacología humana, 3.ª ed., Masson, S.A., Barcelona 1997, pp. 887-888.
[67] Cfr. Documento «Información Terapéutica» del Sistema Nacional de
Salud, del Ministerio de Sanidad español (vol. 21, n.º 1, 1997), que explica
el mecanismo de acción de los contraceptivos.
[68] «Se admite de forma universal que la eficacia anticonceptiva casi
completa de los fármacos hormonales se debe a su acción conjunta a todos
los niveles: la función hipotalámico-hipofisaria, la ovárica y la tubo-
endometrio-vaginal. Sin embargo, el grado o la intensidad con que cada una
de estas funciones resulta alterada varía con cada preparado o forma de
administración, de manera que un preparado determinado puede modificar
sobre todo una de ellas y sólo secundariamente las demás. Los
anticonceptivos combinados actúan fundamentalmente en el hipotálamo y
la hipófisis, donde inhiben la secreción de gonadotropinas. El estrógeno
inhibe la liberación de FSH, suprimiendo así el crecimiento y el desarrollo
foliculares: estabiliza además el endometrio, con lo que evita la aparición
de hemorragias o manchados. El gestágeno suprime la secreción de LH y su
característico pico a mitad del ciclo, impidiendo, por lo tanto, la ovulación.
Lógicamente se inhibe la secreción endógena de estradiol y progesterona.
El gestágeno, además, produce un engrosamiento del moco cervical que
perturba la penetrabilidad y la motilidad de los espermatozoides. De forma
complementaria, el desequilibrio hormonal provocado por el anticonceptivo
altera el endometrio, en el que ocasiona atrofia glandular y reacción
seudotemporal de la estroma, que impiden la anidación del blastocisto, y
modifica la motilidad de las trompas»: FLÓREZ, J., Farmacología humana,
o.c., p. 886.
[69] Le viene el nombre porque es el producto de investigación número
486 de la firma farmacéutica francesa Roussel-Uclaf, filial de la firma
alemana Hoechts. Posteriormente, la firma Hoechts cedió los derechos de
fabricación al Dr. Sakiz, que funda la empresa Exelgyn, que comercializa la
RU como único producto.
[70] Cfr. «Información Terapéutica», del Sistema Nacional de Salud, vol.
24, n.º 2-2000, pp. 52-53.
[71] Cfr. WILLIAMS, C.S. y STANCEL, G.M., «Estrógenos y
progestágenos», en GOODMAN GILMAN, A., Las bases farmacológicas
de la terapéutica, Mc Graw-Hill Interamericana, México 1996, p. 1518.
[72] El tratamiento consiste en una dosis de 600 mgr de mifepristona
seguido a las 48 horas de una prostaglandina artificial (400 mg de
misoprostol). Se han señalado efectos secundarios muy importantes
(dolores intensos, náuseas, vómitos, hemorragias, etc.), que hacen que hasta
ahora sólo se utilice en hospitales y con supervisión médica estricta.
Además está contraindicada en mujeres con antecedentes cardiovasculares,
insuficiencia suprarrenal, corticoterapia, tabaquismo, etc.
[73] Cfr. PARDO, A., «Un comentario médico a la aprobación de la RU-
486», Revista de Medicina de la Universidad de Navarra, XLII (1998), p.
226.
[74] Cfr. Enc. Humanae vitae, n. 14.
[75] Esta píldora, llamada también post-coital, impide la implantación
del embrión en el útero, y es, por tanto, abortiva, siempre que se haya
concebido un nuevo ser humano: GROU, F. y RODRIGUES, I., en
American Journal of Obstetrics and Gynecology 1994, 1529-1534; cfr.
También TRUSEL y col., en Obstetrics and Gynecology, 1996, 150-154.
[76] Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española,
Declaración El aborto con píldora es también un crimen, 17 de junio de
1998: Ecclesia, 2899 (1998), 958-959.
[77] «Se afirma con frecuencia que la anticoncepción, segura y asequible
a todos, es el remedio más eficaz contra el aborto. Se acusa además a la
Iglesia Católica de favorecer de hecho el aborto al continuar
obstinadamente enseñando la ilicitud moral de la anticoncepción. La
objeción, mirándola bien, se revela en realidad falaz. En efecto, puede ser
que muchos recurran a los anticonceptivos incluso para evitar después la
tentación del aborto. Pero los contravalores inherentes a la “mentalidad
anticonceptiva” –bien diversa del ejercicio responsable de la paternidad y
maternidad, respetando el significado pleno del acto conyugal– son tales
que hacen precisamente más fuerte esta tentación, ante la eventual
concepción de una vida no deseada. De hecho, la cultura abortista está
particularmente desarrollada justo en los ambientes que rechazan la
enseñanza moral de la Iglesia sobre la anticoncepción»: JUAN PABLO II,
Enc. Evangelium vitae, o.c., n. 13.
[78] Cfr. MAUSBACH, J., Teología Moral Católica, vol. 1, EUNSA,
Pamplona 1971, p. 343.
[79] De incapacitada para la procreación. Se considera una esterilización
directa y el Magisterio de la Iglesia señala que es rechazable moralmente:
Cfr. CONGREGACÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Respuesta
sobre la esterilización en los hospitales católicos, 13 de marzo de 1975:
AAS 68 (1976), pp. 738-739.
[80] Se habla de imposibilidad física si se carece del dinero necesario, o
no hay especialista que quiera hacerlo, o la intervención está contraindicada
por razones médicas (edad, inutilidad de la intervención, etc.; imposibilidad
moral es un miedo al quirófano psicológicamente insuperable, o si el costo
es un grave quebranto a la economía familiar, etc.
[81] No existen datos fiables de mujeres sometidas a esterilización
quirúrgica. En EE.UU. se calcula que cada año 600.000 mujeres son
sometidas a ligadura tubárica. De ellas, el 3% muestran posteriormente
interés en ser operadas para recuperar la permeabilidad tubárica y sólo un
1% son tributarías de tratamiento quirúrgico. Un estudio de Obstetrics and
Gynecology, junio 1999, señala que el porcentaje de mujeres que lamentan
haberse esterilizado es mayor de lo que se pensaba; en concreto, una de
cada cinco norteamericanas esterilizadas antes de los 30 años se arrepiente
de su decisión.
[82] Enc. Humanae vitae, n. 16.
[83] De esto hemos tratado en el capítulo III, 3.4.8.
[84] Enc. Evangelium vitae, 25 de marzo de 1995, n. 9.
[85] Ibíd., n. 13. Sobre el carácter casi siempre abortivo de la llamada
«píldora del día siguiente» (la Agencia española del medicamento la ha
aprobado en marzo de 2001 con el nombre de Levonorgestel), cfr.
ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA, comunicado de 31 de
octubre de 2000: Ecclesia 3023 (2000), 1786.
[86] Se denomina «cooperación al mal» al concurso prestado a la acción
mala de otra persona. Tal cooperación es moralmente ilícita, pues supone un
doble pecado: contra la caridad, al inducir o ayudar al prójimo a pecar y
contra el bien moral contra el que se atenta (castidad, justicia, etc.). En
algunos casos, sin embargo, se acepta la llamada cooperación material,
donde el cooperador no advierte la maldad de la acción en la que participa o
advirtiéndola, se considera justificado para actuar sólo materialmente, sin
consentir en la maldad de la acción realizada: cfr. MAUSBACH, J.;
EMERKE, G., Teología Moral Católica, vol. I, EUNSA, Pamplona 1971,
pp. 508-518. Hemos tratado de esta cuestión en el caso del aborto: capítulo
III, 3.5.2.
[87] CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Vademecum para
los confesores sobre algunos temas de moral conyugal, 12 de febrero de
1997, n. 13.
[88] Es muy útil el siguiente criterio práctico: «A quien después de haber
pecado gravemente contra la castidad conyugal, se arrepiente y, no obstante
las recaídas, manifiesta su voluntad de luchar para abstenerse de nuevos
pecados, no se le ha de negar la absolución sacramental. El confesor deberá
evitar toda manifestación de desconfianza en la gracia de Dios, o en las
disposiciones del penitente, exigiendo garantías absolutas, que
humanamente son imposibles, de una futura conducta irreprensible, y esto
según la doctrina aprobada y la praxis seguida por los Santos Doctores y
Confesores acerca de los penitentes habituales»: cfr. Vademecum..., o.c., n.
11.
[89] Cfr. Vademecum para los confesores, o.c., n. 3,1.
Notas del Capítulo IX
[1] Del griego, Hermes (dios de la guerra) y Afrodita (diosa del amor),
designa la coexistencia de ambos sexos en la misma persona.
[2] Cfr. WILSON, J. y GRIFFIN, J., «Trastornos de la diferenciación
sexual», en HARRISON, T.R., Principios de Medicina Interna, vol. II,
Interamericana&Mc Graw Hill, 13.ª ed., Madrid 1994, pp. 2354 ss.
[3] POLAINO-LORENTE, A., Sexo y cultura, o.c., p. 65.
[4] Se llama frigidez a la falta de sensaciones específicas en la mujer y su
correspondiente ausencia de orgasmo. Esta anomalía, lo mismo que la
impotencia y la eyaculación precoz en el varón, suele ser temporal, lo que
demuestra –descartados posibles factores orgánicos– su origen psíquico.
[5] La disminución del apetito sexual en el varón se traduce en
impotencia coeundi, casi siempre debida a factores psicológicos.
[6] N. 2352.
[7] Siempre será conveniente recordar que la mayor o menor frecuencia
de un hecho no basta para justificarlo. Una Psicología que se limitase a
describir «cuanto sucede», y tratar de presentado como algo común, corre el
riesgo de desenfocar la comprensión de la realidad. La mera estadística
descriptiva no está en condiciones de dictar normas de comportamiento.
[8] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2352.
[9] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE,
Declaración Persona humana, 15 de enero de 1976, n. 9.
[10] Esta observación y la frecuencia de la conducta masturbatoria en un
variado registro de patología psiquiátrica, no deben hacer olvidar que la
mayoría de los casos, en que ha de atenderse pastoralmente esta conducta,
se trata de un hábito vicioso contraído libremente por personas normales,
que habrá de vencerse con los recursos clásicos (empleados todos
simultáneamente, no unos unas veces y otros otras, lo cual desanima por su
ineficacia) y dentro de una gran comprensión y estímulo por parte de quien
atiende al interesado.
[11] Se trata –junto con la DSM-IV (Diagnostic Stadistical Manual) de
la Asociación Americana de Psiquiatría– de una guía mundial de
clasificación de las enfermedades psiquiátricas.
[12] Cfr. VALLEJO RUILOBA, J., Introducción a la psicopatología y la
psiquiatría, Ed. Masson, Barcelona 1998, p. 291.
[13] Cfr. BARCELÓ IRANZO, M., «Homosexualidad: extensión del
fenómeno desde una perspectiva psico-social», Cuadernos de Bioética,
Santiago de Compostela, 10 (1997), 1354: «Es interesante subrayar que los
estudios de pacientes homosexuales revelan operaciones mentales y
compromisos similares a los hallados en los estudios de pacientes con
trastornos de la identidad sexual y parafilias».
[14] «La homosexualidad no es ni una enfermedad, ni una alteración
cromosómica. Es sencillamente una opción más», dicen algunos: cfr. el
interesante libro de LÓPEZ QUINTÁS, A., Hablemos de sexo, p. 29.
[15] Como recoge Rothblum, es preciso fomentar la investigación de los
problemas de salud mental de lesbianas y hombres gay, porque era evidente
que se incrementaba el riesgo para determinados trastornos mentales y,
según él, podían protegerse para otros. ROTHBLUM, D.E., «I only read
about myself on bathroom walls. The need for research on the mental health
of lesbians and gay men», J. Consult. Clin. Psychol., 1994; 62 (2): 213-20.
[16] «Es posible que por mor de esa equiparación igualitaria entre las
conductas horno y heterosexuales, se suscite en algunos, especialmente en
aquellos que tienen ciertas dudas, por las razones que fuere, acerca de su
género y de su identidad sexual, una cierta persuasión imitadora y
normalizante acerca de este tipo de comportamiento y de sus posteriores
consecuencias»: POLAINO-LORENTE, A., «Bioética y etiología de la
homosexualidad», Cuadernos de Bioética, 32 (1997), 1302.
[17] Algunos autores, como Van der Aardweg, sostienen que se trataría
de una neurosis de contenido sexual: cfr. «La homosexualidad, una neurosis
sexual», Cuadernos de Bioética, 32 (1997), 1309-1321.
[18] Cfr. MILNER, K.K. y col., «Attitudes of young adults tu prenatal
screning and genetic corretion for human attributes and psychatric
conditions», Am. J. Med. Genet., 76 (1998), 111-119.
[19] Cfr. HERRERO, M.ªT., «Teorías biológicas sobre el origen de la
homosexualidad», Cuadernos de Bioética, Santiago de Compostela, 34
(1998), 1322-1343.
[20] Cfr. VAN DEN AARDWEG, G.J.M., Homosexualidad y esperanza,
2.ª ed., EUNSA, Pamplona 2000, pp. 40 ss.
[21] La hipótesis genética cobró fuerza con la publicación, en 1993, de
un estudio realizado por Dean Hamer, del Instituto Nacional del Cáncer de
los Estados Unidos, que señalaba una región del cromosoma X como
probable localización de un gen determinante de la homosexualidad en los
varones. Un equipo dirigido por George Rice ha repetido el experimento
con otros sujetos y no ha hallado indicio alguno del supuesto gen. Hamer
observó en las familias de cierro número de hombres homosexuales –entre
los que había 40 parejas de hermanos– que esa tendencia era más frecuente
en sus parientes varones de la rama materna que entre los demás. Esto le
sugirió que la homosexualidad podría estar relacionada con el cromosoma
X, que los varones recibían de la madre. Para comprobado, estudió los
cromosomas X de las 40 parejas de hermanos homosexuales. Y halló
notables semejanzas en la región denominada Xq28. Dos años después hizo
otro estudio similar con 33 parejas de hermanos, y obtuvo los mismos
resultados.
La conclusión de Hamer ha sido siempre discutida, por razones teóricas y
de metodología. Para salir de dudas, el equipo del profesor George Rice, de
la Universidad de Ontario Occidental, repitió el experimento. Esta vez lo
hicieron con 52 parejas de hermanos homosexuales y analizaron cuatro
marcadores localizados en el segmento Xq28. Si en esa zona estaba el gen
de la homosexualidad, los hermanos deberían tener allí secuencias idénticas
de ADN. Sin embargo, no hallaron en el ADN más coincidencias que las
predecibles por simple probabilidad estadística, y eso para los cuatro
marcadores analizados. Concluyen, pues, que «los resultados no apoyan la
hipótesis de que la homosexualidad masculina está ligada a un gen del
cromosonma X»; cfr. informe de Ingrid WICKELGREN, Science, 284
(1999), 571.
[22] «El gen de la homosexualidad no existe», VAN DEN AARDWEG,
G.J.M., Homosexualidad y esperanza, o.c., p. 40; cfr. GONZALO, L.M.ª,
en Revista de Medicina de la Universidad de Navarra, 41 (1997), 258-60.
El Instituto Nacional para la Salud, de Estados Unidos, ordenó una
investigación por sospechar que había existido una manipulación en los
datos publicados: sobre esta cuestión cfr. MARSHAL, E., «NIH’S Gay
gene study questioned», Science, 268 (1995), 1840-1841.
[23] Cfr. BARCIA, D. y NIETO, J., «Teorías psicosociológicas acerca de
la génesis de la homosexualidad», Cuadernos de Bioética, 34 (1998), 1344-
1352.
[24] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta
a los obispos de la Iglesia Católica sobre la atención a las personas
homosexuales, 1-X-1986: Ecclesia 2293 (1986), 1579-1586.
[25] Cfr. VALLEJO-NÁGERA, J.A., Introducción a la Psiquiatría,
Científico-Médica, Barcelona 1977, p. 185.
[26] Lo importante –afirma un pastor de almas– es ponerse de acuerdo en
cuanto al sentido de la palabra normal. Si se entiende por ello que la
masturbación es un fenómeno frecuente y que entra como tal en las
«normas estadísticas», de acuerdo. Se puede decir entonces que es un
fenómeno normal, ligado a la maduración psicológica del individuo o a una
fase de frustración. Pero, ¿desde cuándo un juicio moral se establece por los
hechos registrados en las estadísticas?: cfr. LÉONARD, A., La moral
sexual explicada a los jóvenes, Palabra, Madrid 1994, p. 37.
[27] Cfr. LÓPEZ, T. y ARANDA, G., «La declaración “Persona
humana”. Líneas doctrinales y resumen crítico de algunos comentarios»,
Scripta Theologica, 9 (1977), 1083 ss.
[28] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Decl.
Persona humana, n. 9: Ecclesia 1773 (1976), 72-76.
[29] Ibíd., n. 9. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2352. Por ello
sorprende que haya autores (cfr., por ej., MAIGNANT, Je t’aime, o.c.) que
llegan a afirmaciones tan peregrinas como la de que sólo desde el siglo
\:VIII se condena la masturbación como pecado de Onán (onanismo).
«Aunque no se puede asegurar que la Sagrada Escritura reprueba este
pecado bajo una denominación particular del mismo, la tradición de la
Iglesia ha entendido, con justo motivo, que está condenado en el Nuevo
Testamento cuando en él se habla de “impureza”, de “lascivia” o de otros
vicios contrarios a la castidad y el la continencia» (CONGREGACIÓN
PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Decl. Persona humana, n. 9). San
Pablo emplea la palabra latina molles y durante siglos la Iglesia se ha
referido a la masturbación con la palabra mollities. Basta consultar el
Denzinger para comprobar que una carta del año 1054 del Papa León IX
condena explícitamente la masturbación.
[30] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Persona
humana, n. 9. Cfr. SARMIENTO, A., «La integración de la sexualidad en el
bien de la persona (Consideraciones en torno a algunos “problemas”)», en
Scripta Theologica, 31 (1999), 677-717.
[31] Ibíd.
[32] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2352. Advertimos que la
primera versión no oficial hablaba de «factores psíquicos o sociales que
reducen o incluso anulan la culpabilidad moral» (lo subrayado se ha
suprimido).
[33] Cfr. SARMIENTO, A., «La integración de la sexualidad en el bien
de la persona (Consideraciones en torno a algunos “problemas”)», Scripta
Theologica, XXXI (1999), 677-713.
[34] Cfr. ibíd.
[35] Hay algunos autores para los que sería lícita la excitación genital
efectuada con fines exclusivamente diagnósticos siguiendo la definición de
masturbación dada por el Catecismo (cfr. n. 2352: «excitación voluntaria de
los órganos genitales a fin de obtener un placer venéreo»), ya que –según
ellos– la autoexcitación sexual con fines clínicos lícitos y la masturbación
no serían comportamientos idénticos desde el punto de vista ético Tal
opinión no parece suficientemente fundada, de una parte, porque esa acción
diagnóstica siempre sería ilícita por poner al que la realiza en ocasión
próxima de pecados internos graves; de otra, porque la Declaración Persona
humana (7-XI-1975), unida a todo el Magisterio anterior, señala que la
masturbación es un acto intrínseca y gravemente desordenado... sea cual
fuere el motivo que lo determine.
[36] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE,
Respuesta de 2 de abril de 1984.
[37] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2358.
[38] Los estudios actuales no confirman la existencia de una base
fisiológica. Recordemos que Freud combatió con energía la teoría de la
homosexualidad congénita (cfr. ALLERS, R., Pedagogía sexual, o.c., p.
136). Adler, que se opuso a que se enviara a los homosexuales a la cárcel,
como se hacía en su época, afirmó con energía que las «aberraciones» (sic)
sexuales, no eran en primer término sexuales, sino psiconeuróticas, es decir,
existenciales y humanas (El homosexualismo y otros problemas sexuales).
En ello insistieron sus dos mejores discípulos, Oswald Schwarz y R. Allers
(cfr. ALLERS, R., Pedagogía sexual, o.c., p. 26).
[39] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2358. La primera versión, no
oficial, hablaba de «...tendencias homosexuales instintivas. No eligen su
condición homosexual;... ésta constituye para la mayoría de ellos...» (lo
subrayado se ha suprimido). El «Kinsey report» llega a afirmar que el 30%
de los varones norteamericanos han tenido al menos alguna experiencia
sexual de ese tipo en su vida. El dato es ciertamente exagerado. Los
estudios más fiables en EE.UU. daban un 5% del total de la población: cfr.
HAGMAIER, G. y GLEASON, R.W., Orientaciones actuales de Psicología
pastoral, Sal Terrae, Santander 1964, p. 121.
[40] Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2358 y 2357.
[41] Existe una «cultura homosexual», que rechaza violentamente a
Dios: cfr. LÉONARD, A., La moral sexual explicada a los jóvenes, o.c., p.
43.
[42] Catecismo..., n. 2357.
[43] Cfr. LAWLER, R.; BOYLE, J.M.; MAY, W.E., Ética sexual, o.c., p.
358.
[44] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Decl. 1-X-
1986, n. 7. La misma enseñanza se contiene en el documento del CONSEJO
PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Sexualidad humana: verdad y
significado, o.c., n. 104.
[45] Cfr. LAWLER, R.; BOYLE, J.M.; MAY, W.E., Ética sexual, o.c., p.
351.
[46] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Decl.
Persona humana, n. 8; Cfr. íd., Atención pastoral a las personas
homosexuales, Palabra, Madrid 1998.
[47] Cfr. CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Sexualidad
humana: verdad y significado, o.c., n. 105, nota 136.
[48] Cfr. n. 8.
[49] Cfr. Ecclesia, 2293 (1986), 1579-1586: cfr. también Libros Palabra,
2.ª ed., Madrid 1988, con comentarios del Cardenal Ratzinger y otros
teólogos; se recoge también la Nota de la Comisión Permanente del
Episcopado español sobre Matrimonio, familia y «uniones homosexuales»,
de 24-VI-1994.
[50] Cfr. Ecclesia, 2885 (1998), 446-450. Hacemos notar, sin embargo,
que el texto suscitó protestas de algunos obispos de aquel país y fue
corregido por la Santa Sede y publicado con algunas correcciones: cfr.
Ecclesia, 2903 (1998), 16.
[51] POLAINO-LORENTE, A., Sexo y cultura, o.c., p. 192.
[52] Cfr. Código de Derecho Canónico, can. 1024.
[53] Cfr. ibíd., can. 1041.
[54] Cfr. ibíd., can. 1084, 1.
[55] Cfr. ibíd., can. 1084, 2.
[56] WOJTYLA, K., Amor y sexualidad, o.c., p. 322.
[57] Ibíd., p. 323.
[58] Ibíd., pp. 324-325.
[59] Cfr. Código de Derecho Canónico, can. 1084.
[60] Cfr. BAÑARES, J.I., Comentario exegético al Código de Derecho
Canónico, 2.ª ed., vol. III/2, EUNSA, Pamplona 1997, pp. 1166-1169.
Notas del Capítulo X
[1] De modo conciso lo expresa el Papa JUAN PABLO II: «El hombre
está inmerso en el tiempo: en él nace, vive y muere. Con el nacimiento se
fija una fecha, la primera de su vida, y con su muerte otra, la última. Es el
alfa y la omega, el comienzo y el final de su existencia terrena, como
subraya la tradición cristiana al esculpir estas letras del alfabeto griego en
las lápidas sepulcrales»: Carta del Papa a los ancianos, 1 de octubre de
1999, n. 2: Ecclesia, 2969 (1999), 1684.
[2] El esquema evolutivo de Erikson supone un intento sistemático de
elaborar una «teoría psicosocial de la madurez» a lo largo de todo el ciclo
vital humano. Los ocho estadios de cuestiones y tareas evolutivas
relacionadas con la edad que formula en su teoría, no dejan de tener
reminiscencias de los períodos psicosexuales freudianos. Con todo reconoce
los efectos de las influencias sociales y culturales sobre el desarrollo de los
procesos mentales y destaca que el conflicto normativo es esencial para la
progresión del desarrollo.
Las tareas y desafíos del desarrollo en la edad adulta vendrían
delimitadas por las polaridades intimidad versus aislamiento (comienzo de
la edad adulta) y generatividad versus estancamiento (edad adulta). Sin
duda, como afirma alguno de sus críticos, el modelo de Erikson no se puede
considerar como una teoría formal, sino que más bien se trata de una libre
conexión de observaciones, generalizaciones empíricas y consideraciones
teóricas abstractas, cargadas de interpretaciones difíciles de evaluar (cuadro
3).
[3] Para la clasificación de la edad adulta hemos seguido el modelo de
desarrollo de Remplein. Por su perspectiva fenomenológica –y por lo tanto
esencializadora, al tiempo que estructuradora, de los fenómenos– nos sigue
pareciendo en la actualidad el más acertado y útil en la práctica para una
descripción global y comprensiva de las características biopsicosociales del
desarrollo.
[4] Algunos autores insisten en que el desarrollo psicológico comienza
ya antes del nacimiento; se ha observado que la actitud de la madre con
respecto al niño que lleva en su seno influye en las futuras disposiciones del
niño.
[5] El ciclo vital completado, Paidós, Buenos Aires 1985.
[6] El psicoanalista Erikson desarrolló una teoría acerca del desarrollo
emocional, que continúa teniendo importancia en nuestros días. Partiendo
del concepto freudiano del Yo, combinó el aspecto psicológico y el
sociocultural en el desarrollo de la personalidad. Consideró ocho etapas en
el desarrollo, cada una de ellas en función de la resolución con éxito de una
crisis. La primera de estas etapas, que se extiende desde el nacimiento hasta
los 12-18 meses, recibe el nombre de Confianza versus Desconfianza. En
ésta, los niños aprenden a confiar en los otros, en función de los cuidados
que reciban de ellos o, por el contrario, desarrollan la desconfianza, si los
cuidados no se corresponden a sus necesidades. El desarrollo de este
sentido de la confianza está en relación con la unión emocional que se
establece entre el niño y las personas de su entorno, sobre todo la madre, y
se ha denominado apego, que es la relación emocional que se establece
entre dos personas, y produce un deseo de contacto sólido y un sentimiento
de angustia tras experiencias de separación. El apego comienza a aparecer
hacia la octava semana de vida y va a tener efectos de largo alcance. Así,
los niños seguros afectivamente suelen ser más sociables con los extraños,
debido probablemente a que generalizan la confianza establecida con su
madre a otras personas.
[7] Según Erikson, la crisis que caracteriza a este período es la de la
laboriosidad frente a la inferioridad. Según este autor, mientras los niños
intentan dominar las habilidades que se valoran en su cultura, desarrollan
opiniones de sí mismos de laboriosidad y productividad o bien de
inferioridad y falta de adecuación; además, esta etapa coincide con el
período de las operaciones concretas, cuyas habilidades permiten obtener
muchos logros productivos.
[8] MYERS, D.G., Psicología. Panamericana, Madrid 1994.
[9] REMPLEIN, H., Tratado de psicología evolutiva, Labor, Barcelona
1971.
[10] RICE, F.P., Desarrollo humano. Estudio del ciclo vital, Prentice-
Hall Hispano-americana, México 1997.
[11] PIAGET, J., El lenguaje y el pensamiento del niño, Guadalupe,
Buenos Aires 1972.
[12] BERGER, K.S. y THOMPSON, R.A., Psicología del desarrollo:
Infancia y adolescencia, Panamericana, Madrid 1998.
[13] CARRETERO, M.; PALACIOS, J.; MARCHESI, A., Psicología
evolutiva, vol. 3: Adolescencia, madurez y senectud, Alianza Editorial,
Madrid 1991.
[14] REMPLEIN, H., Tratado de psicología evolutiva, Labor, Barcelona
1971.
[15] ERIKSON, E.H., Identidad, juventud y crisis, Taurus, Madrid 1980.
[16] BERGER, K.S. y THOMPSON, R.A., Psicología del desarrollo:
Infancia y adolescencia, o.c.
[17] STEINBERG, L., «Autonomy, conflict, and harmony in the family
relationship», en FELDMAN, S.S. y ELLIOTT, G.R. (eds), At the
threshold: The developing adolescent, Harvard University Press,
Cambridge (Massachusctts) 1990.
[18] REMPLEIN, H., Tratado de psicología evolutiva, o.c., p. 665.
[19] Ibíd., p. 665.
[20] Ibíd., p. 667.
[21] Cfr. LEVINSON, D.J. y GOODEN, W.E., «El ciclo vital», en
KAPLAN, H.I. y SADOCK, B.J. (dirs.), Tratado de Psiquiatría, 2.ª ed., t. I,
Masson-Salvat, Barcelona 1989, pp. 1-13. COLARUSSO, C.A., «Edad
adulta», en ibíd., 6.ª ed., vol. 4, Intermédica, Buenos Aires 1997, pp. 2429-
2440.
[22] REMPLEIN, H., Tratado de psicología evolutiva, o.c., p. 668.
[23] Ibíd.
[24] Ibíd.
[25] Cfr. LEVINSON, D.J. y GOODEN, W.E., «El ciclo vital», o.c., pp.
1-13; COLARUSSO, C.A., «Edad adulta», o.c., pp. 2429-2440.
[26] Cfr. capítulo VII, 6.3: «Climaterio y menopausia».
[27] Cfr. capítulo VII, 6.5: «Climaterio masculino o andropausia».
[28] REMPLEIN, H., Tratado de psicología evolutiva, o.c., p. 671.
[29] Cfr. El ciclo vital completado, o.c.
[30] Historia de la vejez. De la Antigüedad al Renacimiento, Gall, París
1988.
[31] Por su interés en la época actual, destacan la enfermedad de
Parkinson y el Alzheimer, ya estudiados: Cfr. capítulo V, 4.4 y 5.
[32] Cfr. KATZ, D., Manual de Psicología, Morata, Madrid 1970, pp.
305-310.
[33] «Muchísimos varones no están preparados para jubilarse, sufriendo
su personalidad un grave cataclismo cuando ésta llega. La nueva situación
se vive entonces con irritabilidad, insomnio, aburrimiento, tristeza, y todo
ese conjunto de sentimientos que caracterizan el periodo involutivo de
quien socialmente ha dejado de ser útil para la colectividad»: POLAINO-
LORENTE, A., Sexo y cultura, o.c., p. 114.
[34] Se habla de sexo para referirse al estatus biológico de una persona
en cuanto varón o mujer (cfr. capítulo IX, 1).
[35] Identidad sexual (identidad de género) es la convicción interna de
una persona de ser varón o mujer.
[36] Como muestra curiosa, recogemos los datos de algunas pruebas de
atletismo de hombres y mujeres en las Olimpíadas de Sydney 2000 que
reflejan esa diferencia:
Triple
100 m 200 m 400 m 800 m 1.500 m 5000 m 10.000 m altura longitud
salto
Hombres 9,87 s 20,09 s 43,84 s 01.45 min 03.32 min 13.35 min 27.18 min 2,35 m 8,55 m 17,21 m
Mujeres 10,75 s 21,84 s 49,11 s 01.56 min 04.05 min 14.40 min 30.17 min 2,01 m 6,99 m 15,20 m

[37] Se llama papel o rol sexual a las actitudes, patrones de


comportamiento y atributos de personalidad definidos por la cultura en la
que el individuo vive como papeles estereotipadarnente «masculinos» o
«femeninos» (cfr. capítulo IX, 1).
[38] LERSCH, Ph., Sobre la esencia de los sexos, Oriens, Madrid, 1968,
p. 25.
[39] SMITH, P.K. y GREEN, M., «Aggresive behavior in English
nurseries and play groups: sex differences and response of adults», Child
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[40] DABBS, J.M.; FRADY, R.L.; CARR, T.S.; BESCH, N.F., «Saliva
testosterone and criminal violence in young adult prison inmates»,
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[41] MOZLEY, L.H.; MOZLEY, P.D.; RESNICK, S.M.; KARP, J.S.;
ALAVI, A.; ARNOLD, S.E.; GUR, R.E., «Sex differences in regional
cerebral glucose metabolism during a resting state», Science, 267 (1995),
528-531.
[42] Cfr. LIAÑO, H., Cerebro de hombre, cerebro de mujer, Madrid
1999.
[43] LERSCH, Ph., Sobre la esencia de los sexos, o.c., p. 33.
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[70] SEGALL, M.H.; DASEN, P.R.; BERRY, J.W.; POORTINGA, Y.H.,
Human behavior in global perspective: An introduction tu cross-cultural
psychology, Pergamon, Nueva York 1990.
[71] EDWARDS, C.P., «Behavioral sex differences in children of
diverses cultures: The case of nurturance to infants», en PEREIRA, M. y
FAIRBANKS, L. (eds.), Juveniles: Comparative socioecology, Oxford
University Press, Oxford 1991.
[72] LIPS, H.M., Sex and gender: an introduction. Mountain view,
Mayfield 1993.
[73] PRATT, M.W.; PANCER, M.; HUNSRERGER, B.;
MANCHESTER, J., «Reasoning about the self and relationships in
maturity: An integrative complexity analysis of individual differences»,
Journal of Personality and Social Psychology, 59 (1990), 575-581.
[74] GUTMANN, D., «The cross-cultural perspective: Notes toward a
comparative psychology of aging», en BIRREN, J.E. y SCHAIE, K.W.
(eds.), Handbook of the psychology of aging, Van Nostrand Reinhold, New
York 1977.
[75] WIGGINS, J.S. y HOLZMULLER, A., «Psychological androgyny
and interpersonal behavior», Journal of Consulting and Clinical
Psychology, 46 (1978), 40-52.
[76] BEM, S.L., «Masculinity and feminity exist only in the mind of the
perceiver», en REINISCH, J.M.; ROSENBLUM, L.A.; SANDERS, S.A
(eds.), Masculinity/feminity: Basic perspectives, Oxford University Press,
Nueva York 1987.
[77] KENRICK, D.T., «Gender, genes, and the social environment», en
SHAVER, P.C. y HENDRICK, C. (eds.), Review of Personality and Social
Psychology, 8 (1987), 14-43.
[78] TRILLlNG, L., Beyond culture: essays on literature andlearning,
Viking Press, Nueva York 1955 (citado por COLOM, B.R., Orígenes de la
diversidad humana, Pirámide, Madrid 1996, p. 258).
[79] BEM, S.L., The lenses of gender: Transforming the debate on
sexual inequalitx, Yale University Press, New Haven 1993.
Notas del Capítulo XI
[1] Cfr. Sexualidad humana: verdad y significado, o.c., nn. 77 ss.
[2] Cfr. BARCO J.L. DEL, Bioética de la persona, Universidad de La
Sabana, Bogotá 1999, vid el capítulo 3 de la parte II, «Ética de las edades
de la vida», pp. 215-261, con sugerencias interesantes.
[3] Aunque no lo llamen así –objeto moral– lo comprenden por
percepción moral espontánea.
[4] Es el estilo que muestra, por ejemplo, la Carta a los niños del Papa
Juan Pablo II en el Año de la Familia, 13 de diciembre de 1994: Ecclesia,
2717 (1994), 1998-2001.
[5] «La pubertad es el momento del descubrimiento de sí mismos y “del
propio mundo interior; el momento de los proyectos generosos, en que
brota el sentimiento del amor, así como los impulsos biológicos de la
sexualidad, del deseo de estar con otros; tiempo de una alegría
particularmente intensa, relacionada con el embriagador descubrimiento de
la vida. Pero también es a menudo la edad de los interrogantes profundos,
de las búsquedas angustiosas e incluso frustrantes, de desconfianza en los
demás y del repliegue peligroso sobre sí mismo; a veces también el tiempo
de los primeros fracasos y de las primeras amarguras” (JUAN PABLO II,
Exhort. Apost. Catechesi tradendae, 16 de octubre de 1979, n. 87)»:
CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Sexualidad humana:
verdad y significado, o.c., n. 87.
[6] Cfr. capítulo VII, 6.1 y 2: «Menarquia y pubertad»; «Esquema
corporal».
[7] JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza-Janés,
Barcelona 1994, p. 132.
[8] JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Beato, Conversaciones,
n. 101. Lo contrario puede suceder, a veces, en las personas adultas que
encuentran más dificultades para la magnanimidad, el optimismo, el
desprendimiento, etc., precisamente por haber tenido experiencias poco
positivas –en esos terrenos– a lo largo de su vida.
[9] Cruzando el umbral..., o.c., p. 131.
[10] La Revelación cristiana presenta dos vocaciones al amor: el
matrimonio y la virginidad como «dos modos de expresar y de vivir el
único Misterio de la Alianza de Dios con su pueblo»; las dos situaciones
son inseparables (Enc. Familiaris consortio, n. 16): Cfr. CONSEJO
PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Sexualidad humana: verdad y
significado, o.c., n. 34.
[11] La palabra vocación, del latín vocatio, hace referencia al hecho de
ser llamado. Tiene dos usos diversos, que reflejan dos tacetas de una misma
realidad: el discernimiento de la propia misión o tarea, que puede ser
considerada: a) desde la perspectiva de las personales aptitudes en relación
con el trabajo (vocación profesional); b) desde el punto de vista más radical,
del fin último al que se es llamado (vocación sobrenatural del cristiano): cfr.
ILLANES, J.L., «Vocación», en Gran Enciclopedia Rialp (GER), vol. 23,
Rialp, Madrid 1979, p. 656.
[12] Los límites de edad que establece el canon 1031 del Código de
Derecho Canónico (25 años para el presbiterado y 23 para el diaconado
transitorio) tienen por objeto asegurar prudentemente que los candidatos
posean la suficiente madurez humana y espiritual, tanto para abrazar su
vocación con una elección plenamente responsable, como para poder
cumplir después de modo adecuado las funciones ministeriales: Cfr.
CENALMOR, D., en Comentario exegético al Código de Derecho
Canónico, 2.ª ed., vol, III/1, EUNSA, Pamplona 1997, pp. 955-956. Por lo
que se refiere al matrimonio, el Código de Derecho Canónico establece que
los varones menores de 16 años y las mujeres menores de 14 no pueden
contraer válido matrimonio, salvo que obtengan la correspondiente dispensa
del impedimento: cfr. canon 1083, 1.
[13] JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Pastores dabo vobis, 25 de marzo
de 1992, n. 36.
[14] Ibíd., n. 35.
[15] CONCILIO VATICANO II, Decreto Optatam totius, n. 6.
[16] Cfr. SORIA, J.L., Cuestiones de Medicina pastoral, o.c., p. 187.
[17] Cfr. ibíd., p. 194.
[18] Enc. Sacerdotalis coelibatus, n. 64. Por lo que se refiere al
postulantado de los religiosos, cfr. CONGREGACIÓN PARA LOS
RELIGIOSOS E INSTITUTOS SECULARES, Instr. para el aggiornamento
de la formación para la vida religiosa, 6 de enero de 1969: «Durante este
periodo de prueba se deberá asegurar en particular si el candidato a la vida
religiosa posee tales requisitos de madurez humana y afectiva, que dé
esperanzas de estar en condiciones de asumir las obligaciones del estado
religioso y que durante el noviciado continuará progresando hacia una
madurez más completa. Si en algunos casos más difíciles el superior, con el
libre consentimiento del interesado, juzgase un deber el recurrir al consejo
de un psicólogo verdaderamente experto, prudente y estimado por sus
principios morales, es deseable entonces que este examen para ser
plenamente eficaz, tenga lugar después de un periodo de prueba bastante
largo, con el fin de permitir al especialista dar un dictamen fundado en la
experiencia».
[19] Canon 1024. Esta es la doctrina incuestionable que mantiene la
Iglesia católica: sólo la persona humana de sexo masculino es capaz de
recibir el sacramento del Orden: cír. PABLO VI, Decl. Inter insigniores, 15
de octubre de 1976; JUAN PABLO II, Carta Apost. Ordinatio sacerdotalis,
22 de mayo de 1994.
[20] Canon 1041.
[21] Este canon señala que son incapaces de contraer matrimonio
«quienes no pueden asumir las obligaciones esenciales del matrimonio por
causas de naturaleza psíquica». Discuten los canonistas sobre el significado
de este término «que puede comprender ciertas situaciones del psiquismo,
de la personalidad y de su desarrollo que, sin merecer un diagnóstico
psiquiátrico, no obstante, afectan al grado de autoposesión psicológica de la
propia libertad en el gobierno de uno mismo y de aquellos comportamientos
propios esenciales para la recta ordenación de una unión conyugal hacia sus
fines, y lesionan la capacidad de superar las dificultades ordinarias y
comunes de la vida matrimonial, generando reacciones desequilibradas y
anormales que impiden la misma dinámina conyugal, en su dimensión
mínima esencial»: VILADRICH, P.J., en Comentario exegético al Código
de Derecho Canónico, vol. III, EUNSA, Pamplona 1996, p. 1231.
[22] Lo expresa muy bien la catequesis de JUAN PABLO II: «La
distinción que hace San Pablo entre el hombre “psíquico” y el hombre
“espiritual” (cfr. 1 Cor 2, 13-14) nos ayuda a comprender la diferencia que
existe entre la madurez connatural a las capacidades del alma y la madurez
propiamente cristiana, que implica el desarrollo de la vida del Espíritu, la
madurez de la fe, de la esperanza, de la caridad. La conciencia de esta raíz
divina de la vida espiritual, que se expande desde lo íntimo del alma a todos
los sectores de la existencia, incluso los externos y sociales, es un aspecto
fundamental y sublime de la antropología cristiana»: Alocución 10 de abril
de 1991, en Creo en el Espíritu Santo, Palabra, Madrid 1996, p. 372.
[23] Carta 29-IX-1957, n. 37.
[24] JUAN PABLO II, Carta del Papa a los ancianos, 1 de octubre de
1999, n. 5: Ecclesia 2969 (1999), 1684-1692.
[25] Carta del Papa a los ancianos, n. 10.
[26] Conversaciones, Rialp, Madrid 1968, n. 102.
[27] Exhort. Apost. Christifidelis laici, 30 de diciembre de 1988, n. 48.
[28] Los ancianos tomaban parte activa y responsable en la obra de la
evangelización y aparecen al frente de comunidades locales en Antioquía,
Listra, Éfeso y Jerusalén, constituyendo el presbyterion o colegio de los
presbíteros (cfr. Act 11, 30; 14, 23; 16, 4; 20, 17; 22, 5).
[29] JUAN PABLO II, Alocución 3 de enero de 1982.
[30] Íd., Homilía en el Encuentro con la Tercera Edad, Valencia, 8 de
octubre de 1982.
[31] Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 27.
[32] Cfr. JUAN PABLO II, Aloc. III Conferencia Internacional del
Pontificio Consejo para la Pastoral de la Salud, Dolentium Hominum, 10
(1989), 7.
[33] Ibíd.
[34] Alocución 29 de abril de 1982.
[35] Cfr. SEBASTIÁN, F., “Actitudes cristianas en la atención en la
enfermedad terminal», Dolentium hominum, 29 (1995), 21.
[36] Cfr. REDRADO, J.L., «La juventud de la vejez», Labor
Hospitalaria, 243 (1997), 48-52.
[37] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 372. Advertimos que, en las
correcciones posteriores, en el n. 1605 (“La mujer, carne de su carne, es
decir, su otra mitad, su igual...») ha sido suprimido el párrafo subrayado.
[38] Sobre esa diferencia en el matrimonio, cfr. BURGGRAF, J., «La
comunión se goza en las diferencias. Dimensión antropológica del misterio
nupcial», Scripta Theologica, 33 (2001), 231-242.
[39] CAMPS, V., «El genio de la mujer», en Virtudes públicas, Espasa-
Calpe, Madrid 1990 (cit. por CASTILLA y CORTÁZAR, B., La
complementariedad varón-mujer, Nuevas hipótesis, Rialp, Madrid 1996, p.
44).
[40] Conversaciones con Mons. Escrivá, n. 87; Cfr. CASTILLA y
CORTÁZAR, B., «Consideraciones sobre la Antropología “varón-mujer”
en las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá», Romana 21 (1995), 434-
447.
[41] Carta Apost. Mulieris dignitatem, o.c., n. 10.
[42] Cfr. capítulo X, 4.4.
[43] Sobre este binomio y su imprecisión, cfr. CASTILLA y
CORTÁZAR, B., Persona femenina, persona masculina, Rialp, Madrid
1996, pp. 94 ss.
[44] Cfr. Carta Apost. Mulieris dignitatem, n. 10.
[45] Según el pensamiento de Juan Pablo Ir, los «recursos de la
femineidad» se pueden resumir en uno solo: «sensibilidad por lo concreto».
Esto comporta una capacidad peculiar para conocer a las personas, para
acogerlas como son, quererlas por sí mismas y advertir lo que necesitan. Se
trata de un don que posibilita el estar cerca de las personas [...] La
comunión especial de la mujer con el misterio de la vida fomenta en ella
una actitud hacia el hombre, no sólo hacia el propio hijo, sino hacia cada ser
humano: cfr. CASTILLA y CORTÁZAR, B., «Antropología de la
masculinidad-feminidad», en AA.VV., Veinte claves para la nueva era,
Rialp, Madrid 1992, pp. 215-231.
[46] «La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la
Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su
delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su
agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y
sencilla, su tenacidad»: Conversaciones con Mons. Escrivá, o.c., n. 87.
[47] Cfr. CASTILLA y CORTÁZAR, B., La complementariedad varón-
mujer. Nuevas hipótesis, o.c., p. 81.
[48] Es una lástima que algunos estudios actuales, al referirse a los
antecedentes históricos, caigan en errores de bulto culpando de esa
situación a la religión: «si se profundiza en este hecho (la desigual relación
entre los sexos), bajo las imágenes y representaciones de las diferencias, se
encuentran las definiciones discriminatorias de la religión judeo-cristiana
sobre los sexos»: FERNÁNDEZ, J. (dir.), Varones y mujeres, Pirámide,
Madrid 1996, p. 253.
[49] Carta Apost. Mulieris dignitatem, n. 10.
[50] «En la “unidad de los dos” el hombre y la mujer son llamados desde
su origen no sólo a existir “uno al lado de otro”, o simplemente “juntos”,
sino que son llamados también a existir recíprocamente, “el uno para el
otro”»: cfr. JUAN PABLO II, Mulieris dignitatem, n. 7.
[51] Hay autores modernos que señalan importantes diferencias
psicológicas entre el hombre y la mujer que conviene tener en cuenta en la
vida matrimonial. Son interesantes y divertidas obras como: GRAY, J., Los
hombres son de Marte, las mujeres de Venus, Grijalbo-Mondadori,
Barcelona 1993; PEASE, A. y PEASE, B., Por qué los Hombres no
escuchan y las Mujeres no entienden los mapas, Amat, Barcelona 2000;
WENNING, K., Los hombres son de la tierra, y las mujeres también, Amat,
Barcelona 2001. Sobre la mujer: VALLEJO-NÁGERA, A., Las cien caras
de Eva, Temas de Hoy, Madrid 2000.
[52] Cfr. BARCIA, D., Discurso de apertura en la Real Academia de
Medicina de Murcia, 1998.
[53] Carta Apost. Mulieris dignitatem, n. 30.
[54] Acerca de la diferencia en el modo de vivir la afectividad y el amor
matrimonial, cfr. capítulo VIII, 3.2.
[55] «El momento presente espera la manifestación de aquel “genio” de
la mujer, que asegure en toda circunstancia la sensibilidad por el hombre,
por el hecho de que es ser humano», Carta Apost. Mulieris dignitatem, n.
30.
[56] Cfr. TORANZO, E., Deja que África te hable, Rialp, Madrid 1997,
p. 131.
[57] Cfr. capítulo VII, 6.4: «Modificaciones psicológicas en la
menopausia».
[58] En el capítulo VII, 6.5, hemos tratado de las modificaciones
psicológicas en la andropausia, que convendrá también tener en cuenta.
[59] Cfr. VÁZQUEZ, A., «Sexualidad, afectividad y celibato
consagrado», Vocaciones, Boletín del Secretariado de la Comisión
Episcopal de Seminarios y Universidades, 1985, n. 107, 63-87.
[60] Recordamos que en el término corazón suele reflejarse la capacidad
instintiva de amar que existe en rudo ser humano Cfr. HILDEBRANT, D.
VON, El corazón: un análisis de la afectividad humana y divina, Palabra,
Madrid 1997.
[61] Referido a la vida del cristiano corriente, así lo explica el Beato
Josemaría Escrivá: «Este corazón nuestro ha nacido para amar. Y cuando no
se le da un afecto puro y limpio y noble, se venga y se inunda de miseria»:
Amigos de Dios, n. 183. Un comentario sobre el valor de la afectividad en la
vida cristiana, también con referencia a las reservas que a veces ha
suscitado, puede verse en YANGUAS, J.M., «Amar “con todo el corazón”
(Dt 6, 5). Consideraciones sobre el amor cristiano en las enseñanzas del
Beato Josemaría Escrivá», Romana, 26 (1998), 144-157.
[62] Es interesante recordar que la experiencia de la soledad puede darse
en cualquier tipo de personas, también dentro del matrimonio.
[63] Cfr. CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio para el
ministerio y la vida de los presbíteros, Editrice Vaticana, Roma 1994, n. 59.
[64] Cfr. LAMA, E. DE LA, «El celibato, compromiso de amor
pastoral», en XI Simposio Internacional de Teología de la Universidad de
Navarra, La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales,
Pamplona 1990, p. 141.
[65] Cfr. SORIA, J.L., Cuestiones de Medicina pastoral, o.c., p. 233. «El
motivo verdadero del sagrado y profundo del celibato es la elección de una
relación personal más íntima y completa con el misterio de Cristo y de la
Iglesia, a beneficio de toda la humanidad [...] Es cierto. Por su celibato, el
sacerdote es un hombre solo; pero su soledad no es el vacío, porque está
lleno de Dios y de la exuberante riqueza de su Reino [...]. Segregado del
mundo, el sacerdote no está separado del Pueblo de Dios, porque ha sido
constituido para provecho de los hombres (Heb 5, 1), consagrado
enteramente a la caridad (cfr. 1 Cor 14, 4 ss.) y al trabajo para el cual le ha
asumido el Señor»: PABLO VI, Enc. Coelibatus sacerdotalis, nn. 54 y 58.
[66] Cfr. CENCINI, A., Por amor, con amor, en el amor. Libertad y
madurez afectiva en el celibato consagrado, Atenas, Madrid 1995.
[67] Así escribe Santa Teresa sobre su relación y las relaciones que
quiere que tengan sus monjas con San Juan de la Cruz: «En gracia me ha
caído, hija, cuán sin razón se queja, pues tiene allá a mi padre fray Juan de
la Cruz, que es un hombre celestial y divino. Pues yo le digo a mi hija que
después que se fue allá no he hallado en toda Castilla otro como él ni que
tanto fervore en el camino del cielo. No creerá la soledad que me causa su
falta. Miren que es un gran tesoro el que tienen allá en este santo, y todas
las de esa casa traten y comuniquen con él sus almas y verán qué
aprovechadas están y se hallarán muy adelante en todo lo que es espíritu y
perfección; porque le ha dado nuestro Señor para esto particular gracia»:
Carta a la Madre Ana de Jesús, cfr. Obras Completas, 2.ª ed., Madrid 1967,
carta n.º 261, p. 938.
[68] Cfr. VACA, C., Guía de almas, Ed. Religión y Cultura, Madrid
1956, pp. 368 ss.: el autor explica que se trata de un amor que «aun
poseyendo vibraciones humanas, resulta enteramente sobrenatural».
[69] MARTÍN ABAD, J., «Celibato consagrado», en COMISIÓN
EPISCOPAL DEL CLERO, Congreso de espiritualidad sacerdotal, Edice,
Madrid 1989, p. 415.
[70] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decreto Presbyterorum ordinis, n.
16.
[71] Cfr. SORIA, Cuestiones de Medicina pastoral, o.c., p. 231.
[72] Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, o.c., n. 32.
[73] Cfr. JUAN PABLO II, Catequesis sobre el presbiterado y los
presbíteros, Alocución 17 de julio de 1993, Palabra, Madrid 1993, pp. 75-
76.
[74] Confesiones, 6, 11.
[75] LAMA, E. DE LA, «El celibato... », o.c., p. 151.
[76] LAMA, E. DE LA, «El celibato... », o.c., p. 151.
Notas del Capítulo XII
[1] Ciencia y conducta humana. Una psicología científica, Fontanella,
Barcelona 1970. El hombre, para Skinner, es un producto del medio
ambiente, al que se puede modificar, manipulando los estímulos.
[2] Cfr. El comportamiento de la familia.
[3] Cfr. La muerte de la familia, Ariel, Barcelona 1985.
[4] Cfr. La comprensión del hombre desde una perspectiva cristiana,
Rialp, Madrid 1987.
[5] Cfr. Clasificación Internacional de Enfermedades: CIE-10, de la
Organización Mundial de la Salud; y Diagnostic and Statistical Manual of
Mental Disorders: DSM-IV, de la Asociación Americana de Psiquiatría.
[6] Las nuevas técnicas de neuroimagen que miden la función cerebral,
como la tomografía por emisión de positrones –PET– y la tomografía por
emisión de fotones únicos –SPECT–, están arrojando nuevos datos sobre las
variaciones que produce la esquizofrenia en la función cerebral, pero sin
conseguir aún el grado de especificidad y sensibilidad necesarios para que
su solo uso nos permita establecer un diagnóstico certero.
[7] Ideas absolutamente falsas, pero de las que el paciente está
firmemente convencido, y de razonamiento invencible, pese a presentarle
pruebas o razonamientos irrefutables. Estas ideas pueden ser muy variadas,
destacando las de ser perseguidos o de que alguien les quiera hacer daño, de
que se hable de ellos en los medios de comunicación, etc.
[8] Cfr. CONSEJERÍA DE SANIDAD DE ASTURIAS, Información
para las familias sobre la esquizofrenia, Oviedo 1994.
[9] La prevalencia en la población general es del 10-13%, sin que existan
diferencias evidentes entre ambos sexos. El trastorno más frecuente es el
trastorno dependiente de la personalidad (cfr. BERNARDO, M. y ROCA,
M., Trastornos de la personalidad, Ed. Masson, Barcelona 1998.
[10] La Asociación de Psiquiatría Americana clasifica a los trastornos de
la personalidad en tres grupos: a) Paranoide, Esquizoide y Esquizotípico; b)
Límite, Antisocial, Histriónico y Narcisista; y c) Obsesivo-compulsivo,
Dependiente y Evitativo.
[11] El término psicopatía etimológicamente viene de enfermedad mental
en general; aunque en un principio también se empleó para definir a los
trastornos de personalidad en su globalidad, el uso que se le ha dado
socialmente es muy parecido. Para profundizar en este campo, y con un
estilo divulgativo, recomendamos HERAS, J. DE LAS, Conócete mejor.
Descubre tu personalidad, Espasa-Calpe, Madrid 1994.
[12] Estos pacientes con elevación del estado de ánimo pueden llegar a
ser de los más difíciles de tratar, por la poca o nula conciencia de
enfermedad, y la disminución del humor que notan al iniciar el tratamiento.
[13] Se calcula que el 70-85% de los pacientes con episodios depresivos
graves mejoran con tratamiento electroconvulsivo, es decir, su eficacia es
superior a la de los antidepresivos: cfr. Consenso español sobre la Terapia
Elcctroconvulsiva, Sociedad Española de Psiquiatría, 1999.
[14] La agorafobia se define como la ansiedad ante situaciones en donde
es difícil escapar u obtener ayuda si aparece una crisis de angustia; es el
más incapacitante de todos los trastornos de ansiedad por su marcada
conducta evitativa.
[15] Este trastorno, francamente infrecuente, consiste en desarrollar dos
o más personalidades completas y diferentes, con cambios súbitos de una a
otra, que no se dan nunca a la vez y que, de hecho, una no conoce la
existencia de la otra.
[16] Cfr. CERVERA, S. y QUINTANILLA, B., Anorexia nerviosa.
Manifestaciones psicopatológicas fundamentales, EUNSA, Pamplona 1995.
[17] Cfr. TORO, J. y VILARDELL, E., Anorexia nerviosa, Martínez-
Roca, Barcelona 1987.
[18] Fue descrita hace relativamente poco tiempo, en 1976, por Gerard
Russell, aunque no es una patología nueva.
[19] Cfr. BOUSOÑO, M.; GONZÁLEZ, P.; BOBES, J., Psicobiología de
la bulimia nerviosa, Lab. Esteve, Barcelona 1994.
[20] Cfr. CERVERA, S. y col., No te rindas ante los trastornos del peso,
Rialp, Madrid 1990.
[21] Cfr. ORGANIZACIÓN MUNDIAL DE LA SALUD, Trastornos
mentales y del comportamiento, 10.ª revisión, 1992.
[22] JUAN PABLO II, Discurso de clausura de la XI Conferencia
Internacional de Pastoral Sanitaria, Roma, 28 de noviembre de 1997: cfr.
Ecclesia, 2827 (1997), 196.
[23] El siguiente texto de una carta recibida en el hospital expresa bien
esa actitud: «Me atendió usted cuando arrojé la toalla. Ahora le escribo
(nunca antes he escrito a un sacerdote) [...] Soy una farsa, un fracaso, un
aborto, una máscara de carnaval. Parece a veces que vivo de verdad, pero
luego el telón se abate de nuevo sobre mi inútil existencia y me devuelve a
la realidad.
»Quizá no muera hoy, ni mañana, ni pasado; estaré más tiempo entre
personas normales, entre personas distintas a mí. Personas que saben, que
aprenden, cuyas vidas vale la pena vivir, luchadoras, con más o menos
virtudes humanas y con mayor o menor creencia en Dios [...] No quiero
vivir, no tengo un motivo para luchar pues soy pura basura, y así me siento
[...] Supongo que mis padres se avergonzarán de mí [...] No, mi madre y mi
padre sufren, sufren en silencio, al igual que lágrimas sin agua brotan de
mis ojos tristes y secos. Amargas y saladas... y no necesito pañuelo para
secarlas... La muerte no me asusta, me asusta la vida».
[24] Libro de las Fundaciones, en Obras Completas, 11.ª ed., Aguilar,
Madrid 1979, p. 556.
[25] Cfr. ibíd.
[26] Ibíd. p. 554.
[27] De ello hemos tratado en: MONGE, M.Á. y LEÓN, J.L., El sentido
del sufrimiento, 2.ª ed., Palabra, Madrid 1999.
[28] Ibíd., p. 556. A la monja que pasa por momentos de melancolía o
«tiempos de malos humores», aconseja la Santa que «rece como pudiere: y
aun no rece, sino como enferma procure dar alivio a su alma»: Camino de
perfección, cap. 24, n. 5, en Obras Completas, Ed. Monte Carmelo, Burgos
1990, p. 649.
[29] Ibíd.
[30] Hay que tener en cuenta que el relativismo moral imperante en la
actualidad puede modificar el concepto de escrúpulo y darse falsos
escrupulosos que esconden en los escrúpulos auténticas aberraciones
lujuriosas (algunos usos del Internet o el mundo audiovisual erótico
influyen en esto).
Notas del Capítulo XIII
[1] El célebre internista Ludolf V. Krehl en su Patología fisiológica
(Leipzig 1916, 9.ª ed.), se refiere ya a la necesidad de ver al paciente en su
totalidad: cfr. SONNEFELD, A.R., «Reflexiones sobre la calidad ética del
médico», en AA.VV., Veinte claves para la nueva era, Rialp, Madrid 1992,
p. 184.
[2] GONZALO, L.M.ª, «Avances técnicos y práctica médica», Revista de
Medicina de la Universidad de Navarra, 42, 1 (1998), 57.
[3] «El enfermo debe ser ayudado a reencontrar no sólo el bienestar
físico sino también el psicológico y moral. Esto supone que el médico,
junto a la competencia profesional, una postura de amorosa solicitud,
inspirada en la imagen evangélica del buen samaritano. El médico católico
está llamado, junto a cada persona que sufre, a ser testimonio de aquellos
valores superiores que tienen en su fe su solidísimo fundamento»: JUAN
PABLO II, Aloc. 7 de julio de 2000, Ecclesia, 3007 (2000), 1190.
[4] En España, tras la Ley General de Sanidad de 1986, aparece por
primera vez la palabra «humanización», que se traduce en acciones
concretas como la cita previa. El «Plan de humanización– incluía la Carta
de derechos y deberes de cada paciente y la puesta en marcha del Servicio
de Atención al paciente para encauzar todas las propuestas o quejas de los
usuarios.
[5] Aloc. a la Asamblea General de la Asociación Médica Mundial, 29
octubre de 1983.
[6] Cfr. ARENAS LÓPEZ, A., «¿Se deshumaniza la muerte en el
hospital?», Cuadernos de Bioética, 38 (1998), 693-697.
[7] JUAN PABLO II, Aloc. 12 de noviembre de 1987: cfr. Carta a los
Agentes de la Salud, 2.ª ed., Palabra, Madrid 1995, n. 9.
[8] Cfr. CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PASTORAL DE LOS
AGENTES SANITARIOS, Carta a los Agentes de la Salud, o.c., n. 72.
[9] Ibíd., n. 72. En relación con el tema, es significativa la siguiente
anécdota en relación con el Papa Juan Pablo II. Tras el atentado sufrido el
13 de mayo de 1981, fue intervenido urgentemente en un hospital romano.
Posteriormente sufrió una grave infección, pasada la cual, se pensó en una
segunda operación. Los médicos querían retrasarla debido a su precario
estado de salud. Entonces el Papa, que pensaba lo contrario, tuvo una
reunión con todo el equipo médico, animándoles, entre otras cosas, a un
diálogo continuo con sus enfermos. Uno de los asistentes, el profesor
Sanna, lo ha contado. Cuando preguntó después al Santo Padre si recordaba
aquel discurso quejoso que les había dirigido, éstas son sus palabras: «Me
respondió que entonces se sentía ya fuerte, aunque algunos le creían todavía
demasiado débil, y que les había dado esa información para tratar de
ayudarles; que les había explicado que el enfermo, en vías de perder
subjetividad, debía luchar constantemente para recobrada y volver a ser
sujeto de su enfermedad en vez de seguir siendo objeto de tratamiento; que
los médicos no son responsables de este estado de cosas, ya que se trata de
una pura cuestión de vida interior, pero que les conviene darse cuenta del
peligro y de los esfuerzos que tiene que hacer la persona para
reconquistarse a sí misma»: AA.VV., Juan Pablo II, del temor a la
esperanza, vol. I, Solviga, S.L., Madrid 1993.
[10] Alocución a los participantes de un Congreso de Cirugía, 19 de
febrero de 1987: Ecclesia, 2329 (1987), 29. Cfr. también JUAN PABLO II,
El reto de humanizar la Medicina, Aloc. 12 de noviembre de 1987, a la
Conferencia Internacional de la Pontifica Comisión para la Pastoral de los
Agentes Sanitarios, Ecclesia, 2350 (1987), 1759-1761.
[11] De esto hemos tratado en el capítulo VI, 6.
[12] Carta Apost., Salvifici doloris, n. 29.
[13] No conviene olvidar, sin embargo, que el abismo entre el Primer
mundo (Estado del Bienestar) y el Tercero, persiste. La malnutrición aún es
foco desencadenante de muchas muertes: la neumonía y las diarreas, fruto
de aquélla, causaron la muerte de 10 millones de niños en 1998: Cfr. «La
Sanidad en el Tercer Milenio», revista El Médico, nº 720, 19-25 de junio de
1999, 3.
[14] Así se comprueba en las metas que la OMS se propone alcanzar
para el siglo XXI: incremento de la esperanza de vida saludable para todos;
acceso universal a unos servicios sanitarios de adecuada calidad y
garantizar la equidad de la salud dentro y entre todos los países: cfr. 48
Sesión del Comité Regional de la OMS para Europa, septiembre de 1998,
El Médico, o.c., 30-32.
[15] «Nos comprometemos a promover y a lograr los objetivos del
acceso universal y equitativo a una educación de calidad, el nivel más alto
posible de salud física y mental, y el acceso de todas las personas a la
Atención Primaria de la salud, procurando de modo especial rectificar las
desigualdades relacionadas con la situación social sin hacer distinción de
raza, origen nacional, sexo, edad o discapacidad». Declaración final de la
Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social, Copenhague 1995, El Médico,
o.c., 12.
[16] Sobre racionalización del gasto y contención de los costes, cfr.
Labor Hospitalaria, 207 (1988), 12-23.
[17] Cfr. capítulo IV, 6.3.
[18] JUAN PABLO II, Alocución 14 de diciembre de 1984, en Carta de
los Agentes de la Salud, o.c., n. 4.
[19] Cfr. BERMEJO, J.C., Relación de ayuda al enfermo, Paulinas,
Madrid 1993; Humanizar la salud. Humanización y relación de ayuda,
Paulinas, Madrid 1997.
[20] Uno de los logros de la moderna medicina consiste en potenciar los
Centros de Atención Primaria, que ayudan a reducir el tiempo de estancia
en el hospital. La media de estancia ha ido descendiendo paulatinamente y
en el año 1999 se cifraba en 7 días.
[21] Cfr. MARTÍNEZ CARO, D. y ASIÁIN, M.ªC., Cuidados intensivos,
3.ª ed., EUNSA, Pamplona 1987, pp. 21 y ss.
[22] Cfr. GRACIA GUILLÉN, D., «Los problemas del enfermo
terminal», Labor hospitalaria, 208 (1988), 91-92.
[23] Se emplea también la diálisis peritoneal, ya sea Continua
Ambulatoria (la sangre se limpia dentro del cuerpo, utilizando para ello la
propia membrana peritoneal) o Automatizada (se realiza lo mismo, por la
noche, mientras el enfermo duerme).
[24] Esta hemodiálisis suele hacerse en un centro sanitario en sesiones de
cuatro horas, tres veces a la semana.
[25] Hemos constatado esta evolución a lo largo de 20 años de trabajo en
un hospital. Hace 15-20 años casi ningún enfermo –y menos, su familia– se
refería al diagnóstico de cáncer. Ahora, los propios enfermos hablan con
naturalidad de la evolución de su tumor canceroso, de las posibles
metástasis, etc.
[26] GUILLÉM, V., Mesa redonda sobre «Presente y futuro de la
Oncología», Diario Médico, 7 de abril de 1999, 14.
[27] Cfr. CICCONE, L., Salute&Malattia, Ares, Milán 1986, p. 169.
[28] Cfr. McKAY, J. e HIRANO, N., La quimioterapia. Guía de
supervivencia, Ed. Obelisco, Barcelona 1998.
[29] Cfr. Equipo de profesionales del DEPARTAMENTO DE
PASTORAL SANITARIA DE SEVILLA, «Los enfermos crónicos», Labor
Hospitalaria, 208 (1988), 88-91.
[30] Téngase presente que para síntomas banales, la automedicación
correctamente utilizada cumple una función social. Pero para evitar riesgos
y para que sea eficaz debe estar sujeta a unas reglas muy definidas. La
automedicación la apoya la industria farmacéutica, que quiere que se
consuman fármacos; los farmacéuticos, porque son los que venden los
medicamentos; la Administración sanitaria, ya que la automedicación no
cuesta dinero a la Seguridad Social; igualmente es apoyada por las
asociaciones de consumidores y las grandes superficies: Cfr. HONORATU,
J., Diario Médico, 12 de junio de 1999, 20.
[31] La denuncia fue hecha hace años por Ivan ILLICH en Limits to
Medicine-Medical Nemesis: the expropiation of Health, Marion Boyars
Publishers, Londres 1976; cfr. también BERRETTA-ANGUISSOLA, A.,
«Il paradosso di morire di farmaco», en AA.VV., La droga: la realtà de
oltre, Orizzonte Medico, Roma 1981, pp. 127 ss.
[32] Cfr. CICCONE, L., Salute&Malattia, II, o.c., pp. 93 ss.
[33] Habría que analizar el efecto que tiene sobre este hecho la gratuidad
o semigratuidad de los medicamentos.
[34] Cfr. MINGOTE, J.C., El estrés del médico, Ed. Díaz de Santos,
Madrid 1999. Sobre el síndrome de agotamiento profesional en médicos y
enfermeras que trabajan en Oncología, cfr. ESPINOSA ARRANZ, E.;
ZAMORA AUÑÓN, P. y ORDÓÑEZ, A., en GONZÁLEZ BARÓN, M.,
Tratado de Medicina Paliativa, Tratamiento de soporte en el enfermo de
cáncer, Panamericana, Madrid 1995, pp. 1335-1343.
[35] Cfr. ALONSO FERNÁNDEZ, F., Psicopatología del trabajo,
EdikaMed, Madrid 1999.
[36] Cfr. CAMS BANSELL, J. y PRIETO VALTUEÑA, J., «Síndrome
de fatiga crónica», Anales de Medicina Interna, vol. 7, n. 10, Madrid 1990,
497-499.
[37] Cfr. GÓMEZ GRACIA, E.; FERNÁNDEZ-CRÉHUET, J.;
MARTÍNEZ-GONZÁLEZ, M.A., «Drogodependencia y salud pública» en
VARA, E.; IRALA, J. DE; MARTÍNEZ-GONZÁLEZ, M.A., Estilos de
vida y salud pública, Newbook Ediciones, Pamplona 1999, p. 192.
[38] Cfr. RAMÍREZ RUIZ, L., «Toxicómanos y exdrogadictos:
hermanos necesitados de ayuda y dedicación», Labor Hospitalaria, 208
(1988), 98-100.
[39] Cfr. CICCONE, L., Salute&Malattia, o.c., p. 330.
[40] «Es preciso reconocer que se da un nexo entre la patología mortal
causada por el abuso de drogas y una patología del espíritu, que lleva a la
persona a huir de sí misma y a buscar placeres ilusorios, escapando de la
realidad, hasta el punto de que se pierde totalmente el sentido de la
existencia personal»: JUAN PABLO II, Mensaje a la Jornada Internacional
contra el abuso y el tráfico ilícito de drogas, 26 de junio de 1996, Ecclesia,
2800 (1996), 1177.
[41] CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, «¿Liberalización de
las drogas?», Ecclesia, 2828 (1997), 240.
[42] Cfr. intervención de Mons. Lozano Barragán, jefe de la Delegación
de Observación de la Santa Sede en la XX Sesión especial de la Asamblea
general de la ONU, Nueva York, 10 de junio de 1998: Ecclesia, 2900
(1998), 1024.
[43] Cfr. ibíd., 1025.
[44] Cfr. ibíd.
[45] Mencionamos, entre otros, el llamado «Proyecto Hombre», que
constituye, a nuestro parecer, la iniciativa más seria y de resultados más
eficaces, en la rehabilitación de los drogodependientes. Está promovido y
gestionado por grupos católicos. El proyecto surge en Roma, a comienzos
de los años setenta, por iniciativa del Centro Italiano de Solidaridad,
presidido por Mario Picchi, y que dirige sus iniciativas hacia la marginación
y la solidaridad con el Tercer Mundo. A comienzos de 1980, desarrolla su
programa terapéutico ante la gran preocupación por el problema de la
droga. Cfr. ARTEAGA, A., «Las drogodependencias hoy. Una propuesta
desde Proyecto Hombre», en XX Curso de Actualización para
posgraduados, Drogodependencias, Facultad de Farmacia, Universidad de
Navarra, Pamplona 2001, pp. 283-300. Cfr. Pontificio consejo para la
Pastoral de la Salud. Iglesia, droga y toxicomanía, Librería Editrice
Vaticana, Ciudad del Vaticano 2001.
[46] «La labor de recuperación y prevención de las nefastas y terribles
consecuencias de la droga en la actualidad no sólo es benemérita sino
necesaria: el camino en que yacen tantos heridos y golpeados por traumas
dolorosos de la vida se ha alargado terriblemente y por ello hay tanta
necesidad de buenos samaritanos». JUAN PABLO II, Homilía Liberados de
la droga, al Centro Italiano de Solidaridad, 19 de agosto de 1980.
[47] Cfr. CICCONE, L., Salute&Malattia, o.c., pp. 323-436.
[48] «Unidad de cuerpo y alma», según afirma el CONCILIO
VATICANO II, Const. Past. Gaudium et Spes, nº 14.
[49] «La droga va contra la vida. No se puede hablar de la libertad de
drogarse, ni del derecho a la droga, porque el ser humano no tiene la
potestad de perjudicarse a sí mismo y no puede ni debe jamás abdicar a la
dignidad personal que le viene de Dios (JUAN PABLO II, Aloc. 23-XI-
1991) y menos aún tiene facultad de hacer pagar a los otros su elección»:
Carta de los Agentes de la Salud, o.c., n. 96. Cfr. también la valiente
intervención de Mons. Lozano Barragán, jefe de la Delegación de
Observación de la Santa Sede en la XX Sesión especial de la Asamblea
general de la ONU, Nueva York, 10 de junio de 1998: «El abuso de la droga
es totalmente incompatible con los principios fundamentales de la dignidad
y de la convivencia humanas; los traficantes de la droga son mercaderes de
muerte que asaltan a la Humanidad con el engaño de falsas libertades y
perspectivas de felicidad en un infame comercio [...] La lucha contra la
droga es un grave deber conexo con el ejercicio de las responsabilidades
públicas»: Ecclesia, 2900 (1998), 1024.
[50] Algunos moralistas –con un planteamiento quizá demasiado
abstracto– consideran que el uso esporádico de drogas «blandas» debe
juzgarse de manera semejante a como se hace con el uso del alcohol:
cuando se hace en cantidades moderadas, que no perjudican a la salud ni
afectan al uso de la razón, ni producen otro tipo de efectos (excitabilidad
sexual, irritabilidad, etc.): en tales casos –afirman–, si existe una causa
honesta y proporcionada, puede ser lícito su uso. Pero no es ésta la situación
de quienes comienzan a usar de vez en cuando las drogas «blandas», cuyo
mismo nombre habría que cuestionarse (El Papa Juan Pablo II, hablando de
este tema, se ha referido a «aquellas drogas definidas erróneamente como
ligeras»: Homilía, 9 de agosto de 1980).
[51] Existe, ciertamente, una clara diferencia entre el recurso a la droga y
el recurso al alcohol: en efecto, mientras que un uso moderado de este
último, como bebida no choca con prohibiciones morales y sólo su abuso es
condenable, el drogarse, por el contrario, siempre es ilícito porque comporta
una renuncia injustificada e irracional a pensar, querer y actuar como
persona libre: JUAN PABLO II, Discurso 23 de noviembre de 1991:
Ecclesia, 2560 (1991), 1982.
[52] Es fácil de medir la llamada alcoholemia o grado de concentración
alcohólica en la sangre.
[53] Cfr. LEÓN MATEOS, A.; MARTÍNEZ GONZÁLEZ, J.;
MARTÍNEZ-GONZÁLEZ, M.A., «Alcohol y salud pública», en
MARTÍNEZ-GONZÁLEZ, M.A. y GUILLÉN GRIMA, F., Estilos de vida
y salud pública, Newbook Ediciones, Pamplona 1999, p. 175.
[54] Cfr. HARRINSON, T.R., Principles of internal medicine, 1998, pp.
2503-2508.
[55] En 1993 ocupaba el 7º lugar del consumo mundial de alcohol, con
una media de 10 litros de alcohol puro per capita (si se tratase de vino o
cerveza, serían unos 100 litros por persona al año): ibíd., p. 179.
[56] Cfr. CICCONE, L., Salutte&Malattia, o.c., p. 471.
[57] Sobre el movimiento Alcohólicos Anónimos (A.A.), muy difundido
en el mundo entero, cfr. VAN DER VELT, J. y ODENWALD, R.P.,
Psiquiatría y catolicismo, o.c., pp. 192 y ss.; HAGMAIER, G. y
GLEASON, R.W., Orientaciones actuales de sicología pastoral, Sal Terrae,
Santander 1964, pp. 159-174; CICCONE, L., Salute&Malattia, o.c., pp. 481
y ss.
[58] Cfr. VARA, E.; IRALA, J. DE; MARTÍNEZ-GONZÁLEZ, M.A.,
«Tabaco y salud pública», en MARTÍNEZ-GONZÁLEZ, M.A.; GUILLÉN
GRIMA, F., o.c., p. 149.
[59] Cfr. ibíd.
[60] Sobre la moralidad subjetiva del fumador, cfr. CICCONE, L.,
Salute&Malattia, o.c., p. 504.
Notas del Capítulo XIV
[1] Cfr. BRUSCO, A. y PINTOR, S., Tras las huellas de Cristo médico.
Manual de Teología Pastoral Sanitaria, Sal Terrae, Santander 2001.
[2] Cfr. Principios básicos de los Cuidados de Enfermería, publicado por
el Consejo Internacional de Enfermeras, Ginebra 1971, p. 53.
[3] Sobre la asistencia religiosa en los hospitales, cfr. CARVAJAL, J.,
«Asistencia religiosa hospitalaria», en Acuerdos Iglesia-Estado en el último
decenio, Barcelona 1987; COMBALÍA SOLÍS, Z., «La vinculación jurídica
del capellán en los centros hospitalarios públicos», en Excerpta e
dissertationibus in iure canónico, Pamplona VI (1988), 451-517;
MOLANO, E., «La asistencia religiosa en los hospitales públicos», en
AA.VV, Dimensiones jurídicas del factor religiuso, Murcia 1987, pp. 321-
337; MOLANO, E., «La asistencia religiosa en el Derecho Eclesiástico del
Estado Español», Persona y Derecho, 11 (1984), 234-244.
[4] MORAGAS, R., «¿Cómo satisfacer las necesidades del enfermo
terminal?», Labor Hospitalaria, 216 (1990), 104-106.
[5] Cfr. GRACIA GUILLÉN, D., «Los problemas del enfermo terminal»,
Labor Hospitalaria, 208 (1998), 91-92.
[6] De ello tratamos en nuestra obra El sentido del sufrimiento, Palabra,
Madrid 1998, p. 257.
[7] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1213.
[8] Ibíd.
[9] Ibíd., n. 1279.
[10] Íd., n. 1227.
[11] Cfr. íd., n. 1261. El rito de exequias para el niño no bautizado,
parece confirmar esta opinión: Cfr. BRESSANIN, E., «Battesimo», en
Camillianum, Dizionario di Teologia Pastorale Sanitaria, o.c. en bibl., 112-
113.
[12] Cfr. NIEDERMEYER, P., Compendio de Medicina pastoral, 3.ª ed.,
Herder, Barcelona 1961, p. 263. PEIRÓ, J., Deontología médica, 7.ª ed.,
Madrid 1966, p. 349.
[13] En algunas situaciones de urgencia, no habrá tiempo para solicitar la
autorización de los padres. Se ha planteado si en tales casos bastaría el
votum, el deseo, de la Iglesia. El Ritual de Exequias para el niño no
bautizado parece apoyar esta opinión: cfr. BRESSANIN, E., «Battesimo»,
en Camillianum, o.c., pp. 112-113.
[14] Así lo hacía notar el Papa Pío XII en un discurso a comadronas: «Es
un deber que incumbe en primer lugar a los padres; pero en caso de
urgencia, cuando no hay tiempo que perder o no es posible llamar al
sacerdote, es misión vuestra el sublime deber de conferir el bautismo. No
dejéis de prestar este servicio de caridad y de ejercitar ese activo apostolado
de vuestra profesión. Que os sirva de confortamiento y de ánimo la palabra
de Jesús: Bienaventurados los misericordiosos, porque encontrarán
misericordia (Mt 5, 7). ¿Y qué misericordia es mayor y más hermosa que la
de asegurar al alma del niño –que ha acabado de atravesar el umbral de la
vida, y se dispone a pasar el umbral de la muerte– la entrada en la eternidad
gloriosa y beatificante?»: Aloc. 8 de octubre de 1953.
[15] Canon 860, &2.
[16] Cfr. KRAUEL, J., «Reanimación del recién nacido de muy bajo
peso. Criterios de reanimación», Labor Hospitalaria, 237 (1995), 208-213.
El autor ofrece los siguientes datos del Servicio de Neonatología del
Hospital de Sant Joan de Déu, Barcelona: la supervivencia entre los nacidos
con menos de 1500 gr es del 73%, entre 750 y 1000 gr, 51%, y en los de
menos de 750 gr, 30%.
[17] Cfr. MARTÍN, M. y OTROS, «Bautismo de urgencia en el
hospital», Labor hospitalaria, 232 (1994), 100-111. El artículo plantea bien
algunos problemas pastorales, con soluciones discutibles en algún caso.
[18] Cfr. ADEVA, I. y OTROS, Ética profesional de la Enfermería,
EUNSA, Pamplona 1977, pp. 274 ss.
[19] Código de Derecho Canónico, can. 871.
[20] El modo práctico de bautizar un feto envuelto en las secundinas es
éste: Se coge el huevo, evitando que se rompan las membranas y se derrame
el líquido amniótico, sin el cual moriría inmediatamente; se le sumerge en
agua, a ser posible templada; con el pulgar e índice de ambas manos se
rasga algún pliegue de la envoltura, haciendo que el agua bañe directamente
al feto, y, al mismo tiempo, pronunciando la fórmula (bajo la condición «si
eres capaz», si hay duda de que viva). Acto seguido se le extrae del agua,
completándose así el rito bautismal: inmersión y emersión: Cfr. ADEVA, I.
y OTROS, Ética profesional de la Enfermería, o.c., p. 274.
[21] La anencefalia es la ausencia congénita de los hemisferios
cerebrales y de la médula espinal, en la que el cráneo no se cierra y el
conducto vertebral permanece como un surco; el tejido nervioso,
malformado y degenerado, es directamente visible. Se trasmite
genéricamente y es incompatible con la vida: el feto nace muerto o muere
poco después de nacer.
[22] La mola es una malformación de la placenta, que se convierte en un
conjunto de vesículas semitransparentes, que parecen un racimo de uvas: el
feto muere en fase muy precoz,
[23] ADEVA, I., Ética profesional de la Enfermería, o.c., p. 276.
[24] Cfr. PABLO VI, Const. Apost. Divinae consortium naturae, 15 de
agosto de 1971; Ordo Confirmationis, 22 de agosto de 1971.
[25] Cfr. Catecismo de Iglesia Católica, n. 1303.
[26] Can. 879.
[27] Cfr. n. 1305.
[28] Cfr. Catecismo de S. Pío X, n. 598; Catecismo de la Iglesia
Católica, nn. 1376-1377.
[29] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1366.
[30] Cfr. Código de Derecho Canónico, canon 919: &1. «Quien vaya a
recibir la santísima Eucaristía, ha de abstenerse de tomar cualquier alimento
y bebida al menos desde una hora antes de la sagrada comunión, a
excepción sólo de agua y de las medicinas. &3. Las personas de edad
avanzada o enfermas, y asimismo quienes las cuidan, pueden recibir la
santísima Eucaristía aunque hayan tomado algo en la hora inmediatamente
anterior».
[31] Nuestra experiencia en el hospital es la siguiente: se dispone de un
pequeño cáliz, que el fiel que padece la enfermedad celíaca –tras poner un
poco de vino– deja en la credencia; se consagra en la Misa, junto con las
otras especies sacramentales, y, al llegar la Comunión, se le ofrece el cáliz,
para que lo beba; después, lo devuelve al sacerdote y éste lo purifica con los
otros vasos sagrados.
[32] Existe muy poca bibliografía sobre esta cuestión. La Sociedad
Americana de Anestesia publicó unas Recomendaciones, de las que
extraemos algunos datos de interés:
– es conveniente ayunar seis o más horas antes de una intervención
quirúrgica que conlleve anestesia local o general o sedación, para evitar el
riesgo de una aspiración pulmonar;
– el período de ayuno de he ajustarse a la cantidad de alimentos
ingeridos: la ingestión de alimentos fuertes prolonga lógicamente el tiempo
de ayuno;
– si se trata de líquidos claros (agua, jugo de frutas sin pulpa, te, café,
etc.), el tiempo de ayuno hasta que sea de dos horas. Cfr. Anesthesiology 90
(3), marzo 1999, 896-905.
[33] Nuestra experiencia en la Clínica Universitaria de Navarra, es llevar
la Comunión a las 7 de la mañana a los enfermos que la piden y que
posteriormente van al quirófano a lo largo del día, y nunca ha habido
problemas en ese sentido.
[34] Ritual de la Unción de los Enfermos, n. 64 b.
[35] Denzinger-Hünermann, n. 129. Pablo VI, Instr. Eucharisticum
mysterium, 25 de mayo de 1967, n. 39: «Los fieles en peligro de muerte,
cualquiera que sea la causa de que proviene, están obligados por el precepto
de recibir la Sagrada Comunión».
[36] «Se debe administrar el Viático a los fieles que, por cualquier razón,
se hallen en peligro de muerte. Aunque hubieran recibido la sagrada
comunión el mismo día, es muy aconsejable que vuelvan a comulgar
quienes lleguen a encontrarse en peligro de muerte»: canon 921.
[37] «Conviene, además, que el fiel durante la celebración del Viático
renueve la fe de su Bautismo, con el que recibió su condición de hijo de
Dios y se hizo coheredero de la promesa de la vida eterna»: Praenotanda de
la edición típica del Ritual romano, n. 28.
[38] NICOLAU, M., La Unción de enfermos, BAC, Madrid 1975;
DELGADO, R., La Unción de Enfermos en la Comunidad Cristiana hoy,
Fundación Santa María, Madrid 1988.
[39] Cfr. Ritual de la Unción de los Enfermos, nn. 47, 65, 68.
[40] Ibíd., n. 6.
[41] Const. Apost. Sacrosanctum Concilium, n. 73.
[42] El tema no es nuevo. Ya San Juan Crisóstomo en el siglo IV
censuraba la actitud de aquellos cristianos que dejaban la asistencia
espiritual para el final, cuando el enfermo es «un leño inútil o como una
piedra»; explica así el trauma de la llegada del sacerdote: «luego, en medio
mismo del tumulto y de la confusión, entra el sacerdote más temible que la
propia fiebre y más cruel que la muerte a los ojos de los parientes del
enfermo, pues éstos consideran que la entrada del presbítero es mayor causa
de desesperación que la voz misma del médico que da por perdida la vida
del enfermo...»: Las catequesis bautismales, Ed. Ciudad Nueva, Madrid
1988, pp. 42-43. El texto se refiere al Bautismo, pero obviamente puede
aplicarse igualmente a la Unción de los enfermos.
[43] Cfr. FERRER, J., «El Sujeto de la Unción de enfermos», Scripta
Theologica, XVI (1984), 169-181.
[44] Ritual de la Unción de los Enfermos, n. 8.
[45] Cfr. Código de Derecho Canónico, can. 1005.
[46] Can. 1006.
[47] Ibíd., n. 14.
[48] Cfr. can. 1005.
[49] FERRERES, J.B., La muerte real y la muerte aparente, 5.ª ed.,
Barcelona 1936, p. 66 (n. 62).
[50] Cfr., por ejemplo, NIEDERMEYER, P., Compendio de Medicina
pastoral, o.c., pp. 437-446; ROYO MARÍN, A., Teología de la Salvación,
Madrid 1956, pp. 262-274; O’DONNELL, J., Ética Médica, Madrid 1965,
p. 339; SORIA, J.L., Cuestiones de Medicina pastoral, o.c., pp. 351-360.
[51] Cfr. capítulo VI, 1.2.
[52] Cfr. COLOMO GONZÁLEZ, J., Muerte cerebral. Biolugía y ética,
EUNSA, Pamplona 1993.
[53] Can. 1005.
[54] Praenotanda, Ritual de la Unción, n. 12.
[55] Cfr. WENANTY, B., INSTITUTO MARTÍN DE AZPILCUETA,
Comentario exegético al Código de Derecho Canónico, vol. III, EUNSA,
Pamplona 1996, p. 886.
[56] Ordo Unción de Enfermos, Praenotanda, n. 8.
[57] Praenotanda, n. 15.
[58] Cfr. can. 1004, 2.
[59] WENANTY, B., Comentario exegético al Código de Derecho
Canónico, o.c., vol. III, p. 884.
[60] Así lo explicaba el Dr. Vallejo-Nágera, después de haber recibido la
Unción, poco antes de morir: “Es lo que antes se llamaba la Extremaunción,
que se le daba al enfermo cuando estaba para morirse y ya no se enteraba de
nada. Nosotros, en el argot hospitalario la llamábamos la puntilla.
Decíamos: “Ése está muy mal; le han dado ya la puntilla”. Pero, en
realidad, es un sacramento enormemente consolador; en él se pide por la
conservación de la vida del enfermo en este mundo, también, porque se
considera la vida como una unidad. Con él recibes todos los alivios
espirituales que te puede proporcionar nuestra hermosa religión. O sea que
recomiendo vivamente el recibido en el momento oportuno. No dejado para
el final. Yo les pedí a mi mujer y a mis hijos que estuvieran presentes,
alguno se resistió, pero luego les ha quedado muy buen recuerdo a todos.
Fue muy consolador»: OLAIZOLA, J.L. y VALLEJO-NÁGERA, J.A., La
puerta de la esperanza, Planeta-Rialp, Madrid 1992, pp. 204-204.
[61] Esta cuestión, que cada vez preocupa más, está bien tratada en
algunas obras recientes: HINTON, J., Experiencias sobre el morir, Seix
Barral, Barcelona 1996, pp. 156 ss.; HENNEZEL, M. DE, La muerte
íntima, Plaza y Janés, Barcelona 1996; JOMAINE, Ch., Morir en la
ternura. Vivir el último instante, Paulinas, Madrid 1988.

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