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El derecho penal debe

volver su mirada hacia la


víctima

Diana Cohen AgrestPARA LA NACION

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9 de diciembre de 2019  

Dos madres compartían habitación. Cada una había dado a luz un


niño. Por la noche, una se reclinó dormida sobre el niño, y lo
asfixió involuntariamente. Cuando despertó, tomó el bebé
dormido de su compañera de cuarto y colocó el bebé muerto en su
lugar. Por la mañana, cuando la otra mujer despertó, encontró al
niño muerto y comenzó a lamentarse. Pero después de examinarlo
se dio cuenta de que no era su hijo. Las dos comparecieron ante el
rey Salomón. "¡Este niño es mío!", gritó una. "¡No, el niño muerto
es el tuyo!", replicó la otra. Salomón ordenó a un guardia que
tomara su espada y dividiera al niño vivo en dos. Una se arrojó a
los pies del rey y suplicó, "¡Dele el niño y no lo mate!". Pero la otra
dijo: "Ni para mí ni para ti, que lo partan". Entonces Salomón
supo quién era la madre.

¿Por qué evoco esta narración bíblica? Se podría replicar que la


analogía es falaz, pues los jueces de hoy carecen de la sabiduría de
Salomón, quien como rey y juez no era un tecnócrata del derecho
que aplica la norma sin preguntarse si es justa. Salomón obraba
en un mundo sin reglas escritas, mientras que en la época actual,
atiborrada de leyes contradictorias, decretos y rituales confusos,
incluso a veces desconocidos por los propios jueces, los
magistrados se pierden en la interpretación de las normas. La
analogía nos sirve, sin embargo, para ilustrar por lo menos tres de
las tantas omisiones en las prácticas de legislar y de impartir
justicia.

En primer lugar, a diferencia del común de los mortales, Salomón


fue un sabio, al que el juez puede a lo sumo desear emular. Pero su
figura ilustra la diferencia entre dos modos de impartir justicia:
por una parte, la de quien concibe ese valor como un ideal a
perseguir, un horizonte que no se alcanza nunca, pero que nos
impulsa a tomar decisiones concretas que nos aproximen a él. Y
por otra parte, la de quien solo juzga la violación de la norma,
impartiendo una justicia concebida como un cálculo de penas, y
olvidando las otras penas, las no buscadas, nuestras penas, que
hasta hace poco eran silenciadas durante todo el proceso penal.
Dejando de lado el valor del sentido común, que considera sobre
todo a la víctima ausente y a sus deudos, quienes cumplen el doble
rol de la elaboración del duelo y de cumplir con el deber moral de
representar al ausente ante los tribunales.

En segundo lugar, Salomón horizontalizó la disputa de ambas


madres porque reclamaban -en plano de igualdad- un único y
mismo bien: la vida de un niño. La diferencia entre Salomón y el
juez del Estado de Derecho es que este juzga a un victimario que,
amparado en una interpretación local del precepto constitucional
de que "nadie será obligado a declarar contra sí mismo", miente a
sabiendas de que el muerto no puede defenderse. Sin embargo, así
como el derecho respeta los testamentos aun cuando su autor ya
no esté, también debería reconocer la presunción del deseo de
vivir aun cuando el portador de ese deseo ya no esté, pues debería
nivelar simbólicamente esa pérdida irreversible ejerciendo el
poder punitivo para el que fue creado.

En tercer lugar, el hecho de que ya no esté una de las partes no


significa que esta no siga teniendo representantes vicarios que
transitan el duelo y hablan en lugar de quien ya no tiene voz. Sin
embargo, se le concede a ese representante apenas una función
meramente consultiva, y no se le otorga el derecho de otorgar su
consentimiento informado en el juicio ni durante la ejecución de
la pena sobre los múltiples beneficios del condenado.

Los ciudadanos del siglo XXI continuamos sometidos a una


convención jurídica creada en el siglo XIII y perfeccionada en los
siglos XVII y XVIII, cuando se delegó el monopolio de la fuerza en
el Estado. El derecho fue el instrumento para defender al acusado
de las arbitrariedades del monarca. Hoy, en los países en los que
rige el Estado de Derecho, las más de las veces el monopolio de la
fuerza debe ser usado no para defender al individuo del Estado,
sino de otro individuo que tomó una ventaja para sí, quebrando la
igualdad de los ciudadanos ante la ley. Cuando se trata de un
homicidio o femicidio, cuya reparación fáctica es imposible, a la
víctima secundaria suele bastarle una reparación simbólica
representada por la pena de privación de la libertad. Este castigo
se funda en los principios fundantes del Estado moderno: si tres
son los bienes jurídicos que fundaron el contrato social vigente, la
vida, la libertad y la propiedad, quien atenta contra una vida
debería ceder el segundo bien jurídico protegido: la libertad. Con
la introducción de estos principios, abandonamos el campo
jurídico y nos internamos en el de la ética, en los imperativos
morales que los magistrados -y los legisladores- deberían respetar.
Sin embargo, plantear la cuestión de la ética dentro de la Justicia
es nombrar lo que curiosamente está en el orden de lo no dicho.

El hecho de que el Estado de Derecho haya expropiado el deber de


retaliación y lo haya tomado a su cargo lo vuelve aún más
responsable en la obligación de justicia que les debe a la víctima y
a la sociedad toda. La idea de la retaliación y su función social no
debería ser depreciada, dado que persiste en todas las prácticas
humanas: cuando no pagamos la luz o el gas, debemos pagar una
sanción pecuniaria. Cuando hacemos un regalo, solemos hacerlo
guiados por un principio retributivo. ¿Cómo se explica entonces
que, confiando en que el Estado haría justicia en nombre de los
particulares, hayamos cedido nuestro poder de retaliación y
hayamos sido abandonados a la intemperie, sin retaliación
personal ni justicia pública?
Esta orfandad procesal es fortalecida por el abolicionismo, el cual
aspira a monopolizar la semántica penal, valiéndose
impunemente de conceptos como los de "rehabilitación" o
"reinserción" y escudándose en tratados internacionales firmados
por tecnócratas que, generosamente, devaluaron con su acto el
valor del primero de los derechos humanos: el derecho a la vida.
Valiéndose de un anacrónico reduccionismo sociologista, se funda
en el supuesto acrítico de que el delincuente es un "producto
social", mientras que la víctima pasa a ser apenas una
circunstancia anecdótica.

El tradicional aforismo de Horacio "para que las leyes sin las


costumbres" permite comprender que el positivismo jurídico
condujo al derecho a un callejon sin salida, a una legalidad sin
etica y alejada del consenso social, a un nomos sin un ethos, "una
ley sin ética". Incluso la llamada "ley de víctimas" nació con un
pecado de origen: salvo excepciones, la víctima continúa en
soledad, sin un querellante ni un fiscal que necesariamente
impulse la causa a su favor y con un juez que, a menudo, se erige
en un segundo defensor. Y cuando el fiscal apoya al imputado,
hasta en un tercer defensor del victimario.
El obsoleto derecho penal recobrará un sentido cuando se ciña al
principio de realidad. Cuando vuelva su mirada a la víctima, la
única que no pidió estar en el lugar adonde el sistema la arrojó.

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