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NUNC COGNOSCO EX PARTE

THOMAS J. BATA LIBRARY


TRENTUNIVERSITY
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NO UNA,
SINO MUCHAS MUERTES
Enrique Congrains Martín

NO UNA,
SINO MUCHAS MUERTES

Prólogo de MARIO VARGAS LLOSA

Serie
del río hablador

Lima / Perú
No una, sino muchas muertes
© Enrique Congrains Martín.
© 1988, PEISA
Promoción Editorial Inca S.A.
Jr. Emilio Althaus 460 - Of. 202
Lima 14, Perú

Diseño de carátula;
Carlos A. González R.

Fotocomposición:
iPALSA

Derechos exclusivos.
Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización expresa de los editores.
A PROPOSITO DE MARUJA

Transcurridos casi treinta afios desde que escribí ésta mi


única novela, una reedición más de la misma me ofrece la
posibilidad de hacer claridad en cuanto a su naturaleza y
substancia.
Mi intención inicial fue experimentar con una recreación de
la clásica novela de aventuras, pero dándole un escenario y un
contenido distintos; no obstante, durante su proceso de ma¬
duración, y sin abandonar del todo esa primera idea, se impu¬
so un asunto que siempre me ha herido: la situación mi¬
nusválida de la mujer, con lo que nunca he estado de acuerdo.
Y desde su publicación, allá por 1958 en Buenos Aires, tuve la
secreta esperanza de que su mensqje tendría utilidad, como
que en la novela quise presentar una "otra forma" de asumir
la condición femenina.
Es decir, sostengo que No una, sino muchas muertes no
versa sobre la miseria de los basurales, ni sobre la explotación
de locos-vagabundos, ni sobre la Juventud lumpen de los in-
framuros limeños, y que su intencionalidad — tanto en mi pro¬
pósito consciente como en su resultado final, independiente
ya del autor—, gira en tomo a dos preocupaciones centrales:
la situación de la mujer, y la cuestión de la toma del poder.
De lo primero la novela se ocupa de una manera mcLS o me¬
nos explícita y directa; para lo segundo me valí de los caminos
borrosos que ofrece la alegoría.
10 ENRIQUE CONGRAINS

Entiéndase que se trata de una novela indirectamente polí¬


tica, pues en realidad no podría haber personajes, empezando
por la propia Maruja, más remotamente alejados del pensa¬
miento y del quehacer políticos. Es que éstos, al menos en su
vertiente revolucionaria, no se ejercen sólo de la manera con¬
sabida, sino llevando a cabo hechos que mellen primero y lue¬
go rompan el espinazo del statu quo.
Empezando no más, la protagonista conquista, vía se¬
ducción casi que violadora, al cohibido Alejandro, desechando
así el tradicional papel pasivo que, en materia de iniciativas
sexuales, la sociedad le tiene asignado a la mujer. Es que la
sociedad moderna sólo puede funcionar como lo hace en tan¬
to y cuanto no se altere el roí que ella misma le impone a cada
uno de los sexos. Porque si las mujeres se rebelasen contra su
papel inferior respecto al que ocupa el hombre, esto tendría
consecuencias cataclísmicas para toda la red de poderes que
entrecruza a cualquier sociedad concreta del mundo actual.
Pero volvamos a Maruja. Ella no sólo se apodera de su mu¬
chacho-hombre, sino que además arrebata a viva fuerza una
Jefatura, la de esa banda de adolescentes del lampen limeño.
Y si observamos que tradicionalmente lo único que suele
alcanzar una mujer cualquiera es alguna potestad sobre los
hijos, o un status — misérrimo, regular o próspero, en el fondo
no interesa cuál de éstos—, bajo la "protección" de un marido,
lo que consigue Maruja no son piltrafas sino una verdadera
cuota de poder. Pero Manya no se queda allí: por añadidura
logra, aunque en seguida fracase, apropiarse de un medio de
producción económico, que no es otro que la captura y pose¬
sión de ese atado de orates virtualmente esclavizados.
Y este triple apropiarse de un individuo del sexo dominante,
de la Jefatura de una banda delincuencial, y de un medio de
producción, equivale, en últimas, a "tomarse todo el poder"
que se halla a su alcance inmediato: a rechazar cualquier
situación de inferioridad respecto al universo masculino: y
a conquistar el control de su propia existencia, algo que, his¬
tóricamente, pocas mujeres han alcanzado.
Sin embargo. Manya no es sólo una representante tan ex¬
cepcional como imaginaria del sector femenino (en el Perú de
1958 no habían mujeres como Maruja, ahora la situación ha
cambiado), sino que además ella se inscribe en el gran sector
i
A PROPÓSITO DE MARUJA 11

de peruanos marginados y oprimidos: los más desfavorecidos


y humillados de todos, aquéllos que descienden de los anti¬
guos peruanos (por el sólo hecho de provenir consanguí¬
neamente de la población avasallada y medio exterminada por
la invasión española de 1530); los llamados "serranos" (por ser
oriundos de las regiones más desfavorecidas del Perú desde
que en nuestra tierra se implantó el poder costeño y cristiano-
occidental); los "provincianos" (por eso de no ostentar la con¬
dición de capitalinos y ser penianos de la periferia); los
campesinos y los comuneros (por subsistir en base a una agri¬
cultura rezagada, por hablar quechua o aymara, y por mante¬
ner viva una cultura menospreciado); y, desde luego, las pro¬
pias mujeres (por constituir el sector sobre el cual la sociedad
machista ejerce su hegemonía). Es claro que no se trata de ca¬
tegorías excluyentes, porque sobre un quinto de la población
puede recaer esta suma de discriminaciones básicas (existen
muchísimas más), al pertenecer al sexo femenino, ser campe¬
sina o comunera, provinciana, serrana, y al transparentar un
inocultable ancestro indígena.
En este sentido, la reconstnicción de nuestra auténtica
raíz, y hasta cuestiones rejéridas a la seguridad nacional, pa¬
san por erradicar los abismos que introdujo el hecho más fu¬
nesto, y también el más cuidadosamente disfrazado de "cosa
que ya pasó", de nuestra historia: la invasión y la conquista
española, lo cual implicó la destrucción del Estado cusque-
ño, el genocidio de la milenaria raza peruana, el sofocamien¬
to de la cultura nativa, y la imposición de un idioma y una re¬
ligión extranjeros; y ahora, cuatro siglos más tarde, la tácita
división de nuestro país en ciudadanos de "primera" y en pe¬
ruanos de "quinta categoría".
Asi pues. No una, sino muchas muertes debe leerse co¬
mo una metáfora política acerca de cómo sí es posible preten¬
der la hazaña de plantar la semilla de un nuevo poder, lo cual
conlleva la obligación de derribar al viejo, ya sea éste de
carácter ilegal, como es la hegemonía de unos peruanos so¬
bre otros, o irracional, como es el que haya, sólo por razón
del sexo, media humanidad dominante y otra media relegada
a un segundo plano.

Enrique Congrains Martín


Uo^olá, 1988
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PRÓLOGO

ENRIQUE CONGRAINS
O LA NOVELA SALVAJE

Enrique Congrains Martin irrumpió como un ventarrón en


el ambiente literario limeño de los años cincuenta. Era Joven,
rubicundo y simpático, de ideas fijas, y tan dinámico que pa¬
recía poner en práctica sus proyectos aun antes de concebir¬
los. Su aire deportivo, su seguridad a prueba de sismos, su
falta de complicaciones resultaban refrescantes en un medio
intelectual embotellado e inactivo, algo neurótico, de frustra¬
ciones apacibles y rumorosas intrigas.
Además de su optimismo, Congrains traía consigo un pron¬
tuario de hombre de acción, una vida aventurera semejante
a la de esos novelistas norteamericanos que entonces leíamos
con fervor: Faulkner, Caldwell, Hemingway, Stetnbeck. Naci¬
do en 1932, en una familia principal pero arruinada, se gana¬
ba la vida desde muchacho practicando oficios curiosos.
Había sido vendedor ambulante e inventor de productos do¬
mésticos, como unjabón para fregar ollas, y la más fantástica
proeza que se le atribuía era haber organizado un Sindicato de
Cocineras en Lima, no por razones de Justicia social (su etapa
de revolucionario es posterior), sino para exigir, por su inter¬
medio, que las amas de casa usaran exclusivamente el deter¬
gente fabricado por él.
Con esa misma fogosa insensatez se dedicó un día a la lite¬
ratura. En ese momento escribir, en el Perú, era no sólo llorar.
MARIO VARGAS LLOSA
14

como se quejó Larra de España, sinojalarse los pelos de de¬


sesperación: no había editoriales, nadie compraba libros y las
únicas revistas. Letras Peruanas y Mar del Sur, salían a la
muerte de un cardenal. Congrains resolvió el problema con
tranquila demencia: al mismo tiempo que escritor, se convir¬
tió en editor y promotor callejero de literatura. Fundó unjan-
tomáquico Círculo de Novelistas Peruanos, del que era presi¬
dente y único afiliado, y bajo ese sello imprimió dos coleccio¬
nes de relatos: Lima, hora cero (1954) y Kikuyo (1955). Los
vendía en persona, de casa en casa, de oficina en oficina, y si
alguien alegaba estar sin dinero él tenía una réplica infalible:
el volumen se podía pagar también en cuotas semanales de
cincuenta centavos. Así, esos relatos los leyeron hasta las pie¬
dras; Lima, hora cero debe haber sido el primer auténtico
best-seller de la historia peruana.
Los cuentos, por lo demás, tenían un interés sociológico
e informativo considerable. Inauguraban, en cierto modo, una
narrativa centrada en la descripción y denuncia de la ciudad
contrapuesta a la que había sido hasta entonces temática do¬
minante del cuento y la novela en el Perú: el mundo campesi¬
no. Los relatos de Congrains llevaban la literatura a las ba¬
rriadas, argolla de chozas y cabañas de esteras, latas y adobes
que comenzaba a espesar en tomo a Lima su disparatada e in¬
quietante presencia. En ese período, en el Perú, como en el
resto de América Latina, alcanzó caracteres endémicos la mi¬
gración rural hacia la urbe. En pocos años, Lima, que entonces
se creía blanca, se volvió la ciudad mestiza e india que es aho¬
ra. El mundo de esas urbanizaciones que erupcionaban las
afueras era algo lejano y casi abstracto para los lectores de cla¬
se media, y las páginas sencillas y algo ingenuas de Lima, ho¬
ra cero y de Kikuyo les ofrecieron un cuadro vivo y directo de la
humanidad que las poblaba, de la muerte lenta que constituía
allí la vida. La visión era rápida, forjada a golpes de brocha gor¬
da, pero sugestiva, y las mdimentarias tramas tenían la inme¬
diatez y vivacidad de los buenos reportajes.
Luego de algún otro relato suelto, Congrains publicó cuatro
años después (1958) una obra más importante: No una, sino
muchas muertes.
La novela presta su título a un verso del célebre poema de
Neruda Alturas de Machu Picchu y está anclada, también, en
PRÓLOGO 15

el polvoriento infierno de la periferia. Entiendo que la anécdota


básica, el lavadero de pomos regentado por una vieja y un ma¬
tón y cuyos operarios son locos vagabundos secuestrados por
hampones, no es una pintoresca truculencia fraguada por Con-
grains, sino que éste descubrió el lugar y los personajes en sus
correrías exploratorias por el mframundo limeño, en las vecin¬
dades del Rímac.
Cuando el libro apareció lo leí con gusto; al comenzar a re¬
leerlo para escribir estas líneas, temí que los años y el tipo de
novela que luego se ha escrito en América Latina lo hubieran
empobrecido. Pero lo cierto es que conserva su encanto primi¬
tivo, de novela salvaje — en el sentido en que ahora se llama
salvaje a una huelga que no sigue el procedimiento reglamen¬
tario o a un espectáculo que incumple los requisitos conven¬
cionales de la representación. He descubierto que, en cierta for¬
ma, sus defectos salvan al libro de caer en los vicios típicos de
la literatura de protesta social a la que por su materia aparen¬
temente pertenece. Sus asuntos son la miseria, el desamparo,
la violencia: pese a ello, la novela no contiene planteamiento po¬
lítico alguno ni propone la menor enseñanza moral. El mundo
descrito y la actitud del narrador que describe son igualmente
apolíticos y amorales, o, con más exactitud, diseñan una políti¬
ca y una moral correspondientes a una sociedad prehistórica o,
tal vez, algo anterior: la horda de antropoides. El aire que respi¬
ran los personajes es la brutalidad; no existen escríipulos de
ninguna índole, los instintos se despliegan con una libertad cu¬
yos únicos límites son ciertos refejos animales y la solitaria
norma unánimemente acatada es selvática: el derecho del fuer¬
te. Nada de esto constituye novedad en la novela social. Pero sí
que su diseño literario no esté vociferado, ni sea pretexto para
la sensibleña ni aun para un sentimentalismo digno. Congrains
expone ese estado de cosas sin complacencia, ni compasión ni
pasión: con una naturalidad que se corfunde con la indferen-
CiCL
Sin embargo, no se trata de un relato objetivo. El narrador
no narra desde la invisibilidad, como en una novela de
Flaubert, de Hemingway o de Robbe-Grillet. Aquí, al contrario,
a menudo está entrometiendo rejlexiones y puntualizaciones, a
veces de una retórica ampulosa — es la parte débil del libro, pe¬
ro, en algún sentido, instructiva: esos trabajos subjuntivos
16 MARIO VARGAS LLOSA

muestran el daño que también hizo a toda una generación el


modelo sintáctico faulkeriano-, entre diálogos que, a diferen¬
cia de la parte descriptiva, son siempre eficaces. Pero las in¬
trusiones del narrador no se refieren jamás a la problemática
social en la que están inmersos sus personajes, a los condicio¬
namientos económicos y a la situación histórica del mundo en
que viven, es decir a las raíces de su drama y conducta, lo que,
en cierto modo, resulta herético para la historia que está con¬
tando, ya que la materia narrativa de por sí sugiere que son
aquellas raíces las que el libro quiere revelar, ‘denunciar’: la
novela social elegía esos temas con ese fin. En No una, sino
muchas muertes no ocurre así. El material informativo y la in¬
tencionalidad con que es presentado a la experiencia del lector
no dejan suponer en ningún momento que ese núcleo huma¬
no esté bestializado a causa de unas circunstancias históricas
y de un sistema económico irjusto, ni que exista una condi¬
ción humana distinta o, al menos, que sería deseable o posible
que existiera. Todo el interés del narrador — delatado por sus
subrayados, explicaciones y apostillas— se vuelca en los me¬
canismos psicológicos que determinan los hechos, en los re¬
sortes subjetivos, emocionales, que se ocultan detrás de los
actos de las criaturas. Este psicologismo individualista llega
a estorbar a ratos, pero, en otro plano, resulta profiláctico. La
fijación hipnótica del narrador en la intimidad y su ceguera
para con lo histórico-social libró, tal vez, a No una, sino
muchas muertes de ser una más entre las novelas que abun¬
daron en esos años en América Latina y en España, llenas de
buenos sentimientos, y que ahora se caen de las manos por
su demagogia o su miserabüismo plañidero.
El libro tiene otros aspectos originales; uno de ellos, que no
parece haber sido premeditado, es la naturaleza vaginal de la
sociedad ficticia. Pienso que cierto tipo de militantes feministas
leerán con simpatía este libro y quizás añadan al variado curri¬
culum vitae de Enrique Congrains el de patrocinador avant la
lettre del Women’s Lib. Su novela, en efecto, no sólo es un tes¬
timonio sobre algo existente, una realidad que todavía lacera el
Perú y buena parte del planeta (los enclaves marginales, la so¬
ciedad lampen). También es un mundo soberano, en el que el
mundo real se halla, debido a una manipulación injiel de los
materiales que le han sido usurpados, a una combinación falaz
PRÓLOGO 17

de los datos reales, negado. Y eso debe ser una novela, una
obra de ficción. El elemento añadido o rectificador de lo real es¬
tá, aquí, en que la vida de las barriadas ha sido emasculada de
uno de sus rasgos prototípicos: el machismo. En la realidad fic¬
ticia se invierten los roles de la realidad real: en la novela quien
reina y gobierna la sociedad humana, el auténtico "héroe” de la
historia, es la mujer. El hombre es un receptáculo de fuerza bru¬
ta o una mansa locura que termina siempre sometido, de prefe¬
rencia por la astucia o la inteligencia, pero, cuando no hay otro
remedio, por el coraje superior de las faldas. La industrializa¬
ción de los locos es una invención de la vieja y es ella quien ad¬
ministra el negocio; el zambo es apenas su fornicador, guarda¬
espaldas y sirviente. Y quien concibe la delirante operación de
robarse a los locos para instalar una nueva empresa, a una ve¬
locidad y con una aptitud para concretar en hechos el delirio
verdaderamente congrainsiano (lo que prueba una vez más que
cada novelista construye el mundo a su imagen y semejanza),
y, más tarde, capitanea el asalto y saqueo del viejo lavadero,
no es ninguno de los rufianes, sino Manya, muchachiia real¬
mente excitante. Una auténtica liberada, en el sentido c¡ue da¬
rían a este concepto una Valerie Solanis (laJundadora de SCUM,
Society for Cutting Up Men/Sociedadpara CastraralosHom¬
bres) o una Kate Millet (la autora de Sexual PoliticsJ: es ella
quien traza la estrategia de los golpes que perpetra la banda;
ella quien, con maquiavelismo, impone su parecer a los de¬
más, ella la que está dispuesta a correr los peores riesgos, des¬
de enfrentarse con las manos desnudas a un perro bravo has¬
ta decidir a chavetazos la Jefatura de la pandilla. Y, a la hora
del deseo, es ella quien elige pareja y quien se baja los calzones
y se los baja al varón (el tímido Alejandro). Como si todo esto
fuera poco, uno la adivina (el narrador tiene la malicia de no de¬
cir palabra sobre su físico) terriblemente bonita.
Aparte de su falta de sentimentalismo, de intenciones peda¬
gógicas o edficantes (sus virtudes, como se ve, son sobre todo
ciertas carencias) también es decisiva en la salud literaria de
No una, sino muchas muertes la ausencia de algo obligatorio
en el género social y que ha convertido a muchas de las narra¬
ciones de protesta, cuando no son panjletos tremendistas, en
álbumes turísticos, documentos de etnología o muestrarios dia¬
lectales: el pintoresquismo, cierta dosis de color local Con buen
18 MARIO VARGAS LLOSA

olfato, Congrains ha prescindido para narrar esta historia feroz


de los acostumbrados ingredientes folklóricos: visuales (atuen¬
dos y usos son prácticamente apátridas), auditivos (la única
música que se oye en la realidad ficticia, un estribillo que cantu¬
rrea Maruja, no es un valsecito limeño ni un huayno serrano si¬
no la en ese momento, más cosmopolita de las canciones: un
mambo cubano), o gustativos (lo que se come no puede ser más
internacional: cáscaras de naranja y sopa de verduras podri¬
das). Nada típico, ningún rasgo localista colorea este submun¬
do reseco y gris en lo que hacen, llevan puesto o, incluso, dicen
los personajes. Su lenguaje es ‘realista’, desde luego, es decir
reelaboración literaria de un habla popular, pero el uso de lo co¬
loquial busca una eficacia informativa y no una impresión de e-
xotismo, no es jamás una exhibición de la peculiaridad lingüís¬
tica de la barriada. Los peruanismos que aparecen son pres¬
cindibles, es decirfuncionales: sitúan al personaje social y psi¬
cológicamente, pero nada más. Lo sirven, no se sirven de él: e-
sa relación es la que decide si el empleo de lo coloquial en una
novela es literario o folklórico. Ya he señalado que el mayor éxi¬
to de Congrains está no cuando habla el narrador de su histo¬
ria, sino cuando lo hacen los personajes: su modo de expresar¬
se es tan seco, frío e incoloro como el paisaje que los rodea o co¬
mo el espíritu quepermea sus actos. Esta armonía entre voz hu¬
mana y anécdota es uno de los aciertos del libro; otro, la con¬
densación episódica, la hechura apretada de la historia, en la
que nada adventicio desvía el desarrollo de una acción ejecuta¬
da como una recta: de un tirón. Igual que en una comedia die¬
ciochesca de ñgidageometría, la novela está construida con ob¬
servancia de las tres unidades neoclásicas: acción, tiempo y lu¬
gar.

Cuando uno termina de leerla, siente en el paladar ese gra¬


to sabor ligeramente sádico, no exento de cierto sentimiento de
culpa, con que suele emerger de un libro de Eric Ambler o de u-
na de las películas negras que RobertAldrich realizó en la déca¬
da de los cuarenta. Es una lástima que el paso de Congrains
por la literatura fuera fugaz. Aunque quizá no, desde su punto
de vista: dejar de escribir novelas puede significar haber en¬
contrado una manera menos quimérica de resolver sus proble¬
mas personales.
PRÓLOGO 19

Que desertara de la literatura no significa, en todo caso,


que su vida dejó de ser llamativa. Algo nubladas, todavía re¬
cuerdo ciertas empresas que anduvo promoviendo luego de
publicar esta novelee Estoy seguro que en un tiempo fue dise¬
ñador y fabricante de muebles y que la pieza estrella de su ca¬
tálogo era una sala de estar con mesa, sillas y sofá que tenían
el mérito de ser muy estables pese a sostenerse sólo en tres
patas, y que luego se empeñó en introducir en los hogares li¬
meños la decoración de los árboles enanos, cultivo que había
emprendido en gran escala según recetas Japonesas. Más tar¬
de, cuando yo ya vivía fuera del Perú, supe que había abando¬
nado la industria y la Jardinería por la política, que era anima¬
dor de un grupo trotskista y que el gobierno de Prado lo tuvo
en la cárcel acusándolo de complicidad en acciones subversi¬
vas. Al salir de prisión fue padre de trillizos y retomó a su vie¬
jo oficio de editor, pero ahora con perspectivas más grandio¬
sas, y estuvo organizando festivales populares de libros en
Chile, Colombia, Panamá, Costa Rica, México. Además com¬
piló, creo, varias antologías de cuentos hispanoamericanos.
Pasaron algunos años en que le perdí la pista, hasta que, ha¬
ce algunos meses, un amigo común me reveló su parade¬
ro. Al parecer vivía en ese momento en Caracas, dirigiendo
una próspera “Academia de Lectura Veloz", en la que ense¬
ñaba a sus alumnos a leer a una rapidez varias veces superior
a la de un normal — imaginé un auditorio de atareados ejecu¬
tivos deseosos de despachar en un fin de semana La guerra y
la paz y La montaña mágica— según un método inventado,
qué duda cabe, por él mismo.

MARIO VARGAS LLOSA


Lima, 1958
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NO UNA,
SINO MUCHAS MUERTES
y no una muerte, sino muchas muertes llegaba
a cada uno:
cada día una muerte pequeña, polvo, gusano,
lámpara
que se apaga en el lodo del suburbio,
una pequeña muerte de alas gruesas
entraba en cada hombre como una lanza corta
y era el hombre asediado del pan o del cuchillo.

PABLO NERUDA.

Y cuando el ángel con la copa llena


de la bebida más oscura, al fvn te encuentre
y vaya hacia ti por la ribera para invitarte
a beber, no retrocedas.

OMAR KHAYYAM.
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NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES

Precediendo a Berta, al fin emergió del humo que cubría


gran parte del basural, y poco a poco, como para reencontrar¬
se, fue tomando contacto con las referencias habituales del
paisaje: al fondo, a medio kilómetro de distancia, sobre el ba-
rranquito que daba al acequión paralelo al Rímac, la silueta
del lavadero de pomos, y en el trecho que aún debían andar,
en aquel restante sector húmedo, vegetal y podrido, los chan¬
chos y los gallinazos, repartidos por toda la blanda superficie,
limpiada previamente por otros hombres y animales de lo útil
para las reventas y de lo provechoso para el engorde y sobre¬
vivencia. Asimismo, ella, Maruja, divisó a su derecha, en la
otra margen del Rímac, el mísero conjunto de chozas de ado¬
be y estera, llamado urbanización 27 de Octubre, cubierto por
el humo, ya menos denso, pero en cambio extendido hasta
donde su vista alcanzaba, y a su izquierda, algo distante, las
chimeneas del barrio industrial de la avenida Argentina.
Maruja se detuvo a unos metros de la barrera de humo
esperando a su compañera de trabajo. Bañada por la luz ana¬
ranjada que le confería un extraño aspecto, Berta puso en el
suelo la lata cargada de cáscaras de naranjas. Llegó a su lado
e hizo lo mismo; entonces, con el dorso de la mano, pudo lim¬
piar el polvoriento sudor de su cara, acomodando, también,
su gorrita roja. Ambas permanecían en silencio.
—Agarra tu lata. Te hago la carrera de una vez — dijo Berta
al cabo de un rato, variando de táctica: procuraba suprimirle
sus dudas, dar como aceptaba su proposición.
24 ENRIQUE CONGRAINS

— No, ahora no me provoca — dijo Maruja, haciendo una


mueca de indiferencia.
Berta arrojó un pedazo de ladrillo en dirección del río y
luego de indicar con un gesto el alcance de su tiro, se puso
nuevamente a la ofensiva:
— Seguro que me ganas. Vamos, anímate.
— No me provoca hacer carreras ahora — repuso.
— ¿Quieres comenzarla de más cerca? ¿Quieres comenzar¬
la desde el carro? — preguntó, señalando los restos de un ve¬
hículo situado entre ellas y el lavadero de pomos, en aquella
parte árida y desolada del basural, en donde el avance o la
carrera les sería obstaculizada por los escombros de cons¬
trucciones, y en donde ella encontrara dos años atrás el tubo
fluorescente.
— No, tampoco.
— La otra vez no se supo bien quién ganó — dijo Berta, insis¬
tiendo— . Ahora una de las dos va a ganar como es debido,
¿ya?
— Nada de carreras ahora — dijo Maruja.
— ¿Quieres que te de una ventaja? — preguntó Berta, ten¬
tando con la mirada.
— Nada de ventajas conmigo — repuso Maruja, pero viendo
la expresión de Berta, tuvo que agregar—: Además, de ningún
modo voy a correr.
— Una carrerita, ¿qué más te da? — insistió Berta.
— Hoy no — dijo concluyente.
Berta quedó un instante indecisa, recorriendo con su vista
el suelo, formado por una masa confusa, desprovista de pape¬
les, trapos, cartones, latas, pomos, restos de comida, pero
constituida por algo definitivamente inservible, efervescente
de moscas al paso de ellas, y presa lenta de un fuego triste y
reposado. Luego, y con un notorio esfuerzo para eliminar los
signos de apremio, cogió su lata.
Berta le había lanzado una rápida mirada, y en seguida, sin
decirle una sola palabra, proseguido hacia el lavadero de po¬
mos. Ahora la veía cerca de los restos del vehículo, ya más
próxima a donde serían cocinadas las cáscaras de naranja
que a la barrera de humo: aún estaba allí, inmóvil, esperando
resolver si aquello que le bullía era un verdadero inicio de
ideas o simples deseos y sensaciones. Sólo después de estar
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 25

unos minutos con un pie sobre las cáscaras, comprimiéndo¬


las, tuvo la certeza de que mejor le hubiera valido correr con
Berta, pues en el primero de los casos nada obtendría con las
ideas, fueran o no perturbadoras. Stn embargo, en esta opor¬
tunidad percibía un afloramiento casi total de sus antiguos
razonamientos y la exigencia de sus más auténticos deseos.
Olvidando su reciente determinación, procediendo como si
su palabra careciera de valor había desechado la posibilidad
de obtener un máximo exaltamiento mediante el seguro triun¬
fo frente a Berta. No obstante, estaba sola y debía caminar
hasta el lavadero acompañada por el incesante fluir de sus
ideas.
Mientras avanzaba intentó fortalecerse cantando algo, pero
cuando hubo entonado:
— Pues, si señores, esta es la verdad, hay un señor de ta¬
lento y razón, inteligente, despierto y gentil, que rinde culto
siempre al corazón — descubrió que letra y música carecían
del significado de antes.
Luego, para confundir el atisbo de percepción que intuía en
sí, eligió los recuerdos provenientes de la época en que esa
música lograba conmoverla: sus brazos inhábiles adentrán¬
dose en el agua de los toneles, el pequeño lavadero junto al
río, los muladares y las chacritas alrededor, el amor a medias,
desconocido en su total realización, más era aventura, inci¬
dente, que puntal para los días. "Prefería un helado, una his¬
torieta, una película", pensó Maruja. Permitía que sus amigos
la abrazaran sólo por demostrarles su aprecio, su sincera ca¬
maradería. "íbamos al cine, a los partidos de fútbol, cantába¬
mos por las calles".
Los sábados, días fundamentales, de grandes desquites,
consumían lo ganado durante la semana: la abierta mano de
su madre, la libreta del vendedor de empanadas, las historie¬
tas expuestas a la entrada del cine, usadas, garabateadas, pe¬
ro a mitad de precio, la reserva para las rugientes y estrepito¬
sas matinés de los domingos, y un pomo cabritilla, sustraído
del lavadero, que acogía semana a semana medios soles, pese¬
tas y reales, para una no prevista finalidad, evaporaban los
pocos bületes que recibía en los atardeceres de los sábados,
cuando la ausencia del sol prendía el lamparín de kerosene
26 ENRIQUE CONGRAINS

en la mesa cubierta por un desteñido hule, en el cuarto de la


dueña del lavadero.
Había llegado a los restos del carro e hizo un alto para pre¬
sionar las cáscaras de naranjas. Pisó con el pie derecho,
llegando a pararse sobre ellas con todo su peso; pero cuando
hubo retirado su pie, las cáscaras volvieron a expandirse ha¬
cia arriba. Sin embargo, ya no sobresalían y pudo continuar
rumbo al lavadero.
Si se guiara por sus apariencias, del brote de ideas no que¬
daría nada; incluso aquella especie de ansiedad permanecía
en el limite de la barrera de hutno en donde Berta trató de ga¬
nar la discusión que se iniciara a las dos de la tarde, al salir
a la compra de las cáscaras. Lo único vigente era el enardeci¬
miento de sus deseos; pero ella rehusó aceptar la facilidad con
que desechara la propagación de sus ideas, desplazándose
nuevamente hacia sus recuerdos.
Algunos sábados su madre abría la mano inútilmente; su-
cediéndole lo mismo a ella, la dueña del lavadero explicaba
que su situación era Idéntica; "No resulta negocio: en los la¬
boratorios se demoran en pagar los pomos; la potasa ha su¬
bido. ustedes ganan mucho, y así todo es un lío", les decía la
vieja en la última tarde de algunas semanas súbitamente
inconclusas.
Desplazó la lata hacia la izquierda, descansando así su bra¬
zo entumecido. Ascendía hacia el lavadero, cuando, al empal¬
mar con el camino de tierra que venía desde la avenida Argen¬
tina se dio con un muchacho de su edad o algo menor, que iba
tras un hombre de unos cuarenta años, vestido con un panta¬
lón al que le faltaba una pierna desde la altura de la rodilla y
con un abrigo azul marino, cubierta su total mugre por recien¬
tes manchas de barro. El aspecto del hombre, que se resistía
a caminar, era inequívoco, y Maruja se alegró, recordando el
prometido aumento de cinco reales en su jornal diario.
—Anda, camina, ¿no tienes ganas de comer? — decía el mu¬
chacho, sin perder su colocación detrás del hombre, desde
donde lo empujaba con ambas manos.
— ¿Quieres que te ayude? — le gritó Maruja, y sin esperar la
respuesta, habiendo dejado la lata de cáscaras junto a la ta¬
pia, fue hacia él.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 27

— ¡Hola! — saludó el muchacho de manera distraída; pero


viéndola en un instante a su lado, dijo- : ¿Usted es del lavade¬
ro?
En ese momento el hombre echó a correr en dirección
opuesta a la que traían, pero cuando entre ella y el muchacho
lo rodearon, cortándole el camino, se ahrazó a un arbusto,
pegando su rostro al tronco.
— Vamos, párate —ordenó el muchacho, tirándole un
puntapié.
— ¿No quiere ir?
— Es un fregado — repuso el muchacho—, pero a las bue¬
nas o a las malas va a venir conmigo.
-¡Claro! —dijo Maruja, pero en seguida se halló extraña
diciéndolo.
— ¿Usted trabaja en el lavadero? — preguntó nuevamente el
muchacho.
— Sí, yo trabajo en la cocina. ¿Nunca me has visto?
— Primera vez que voy — dijo él. pero ante la sorpresa de
Maruja, aclaró— : Un amigo dijo lo que se debía hacer... Y lo
estoy haciendo.
El hombre, dejándose caer, estaba arrodillado, aunque no
desasía su abrazo.
— Hay que hacerlo que camine hasta el lavadero.
— Sí — dijo el muchacho.
Captando su inseguridad o su desconcierto, quiso pensar
que su presencia era la causa, pero luego supuso algo pre¬
tenciosa la idea.
— Puedo ir en una carrera y llamar al marido de la vieja
— sugirió entonces.
— Sí, me parece una buena idea — mas en seguida hizo una
seña, cuando ya Maruja se disponía—. No hay necesidad,
viéndolo bien.Yo sé cómo hacerlo caminar.
— Claro, así como lo has traído hasta acá.
— Claro, dijo el muchacho.
Maruja sonrió. El muchacho representaba unos diecisiete
años, y aunque hubieran nacido simultáneamente, a él se le
veía menos desarrollado: sin barba, apenas una sombra
transparente sobre sus labios era el principal anticipo de una
próxima expansión. No obstante, a través de su camiseta de
mangas percibió una robustez silvestre y espontánea.
28 ENRIQUE CONGRAINS

— Debes tener bastante fuerza — le dijo, todavía sin Inten¬


ción.
— Un poco, nomás — repuso.
—Tengo que ir por mi lata — dijo Maruja, pero no hubo res¬
puesta. En ese momento el muchacho puñeteaba el brazo del
hombre, quien de Inmediato lo contrajo. Atrapando la mano
en movimiento, la retorció hacia atrás, y lentamente fue aña¬
diendo presión. Entre gruñidos, el hombre tuvo que pararse,
pero siempre permaneció con la cabeza gacha, como avergon¬
zado de que la escena se desarrollara delante de ella.
—Ahora sí que vas a caminar —dijo él, pateándole las
piernas.
— Voy por mi lata. Te alcanzo en un instante — dijo Maruja.
La uniformidad de la jomada quedaba rota y luego de la de¬
mostración efectuada por el muchacho, lo último que había
en sus deseos de vago e impreciso desapareció: así, de golpe,
supo hacia dónde apuntaría en adelante. Estaban, además,
los cinco reales de aumento.
— ¿Qué tal gente es la dueña de esto? — le preguntó el mu¬
chacho, deteniéndose en la entrada del lavadero.
—Así, así — repuso Maruja, observando el sólido ensambla¬
je de su brazo al hombro—. No es ni buena ni mala gente: es
como puede ser la dueña de un lavadero de pomos.
— Comprendo — dijo. Había soltado la mano del hombre,
aunque estaba atento a cualquier cosa que intentase.
— ¿Quieres que la llame?
— Sí, llámala para terminar este asunto.
— ¿De parte de quién, le digo?
— Bueno... De un amigo del negro Manuel...
En la primera sección del lavadero — la única visible desde
el camino-, al poner la lata de cáscaras junto a la de Berta,
ésta y Domitila le lanzaron miradas de burla. Carecía de im¬
portancia e Ingresó al lavadero propiamente dicho, donde
eran lavados y clasificados los pomos y donde quedaba la
casita de adobes de la vieja. El zambo, al que suponían de¬
sempeñando la función de guardián, más que la de marido,
sentado en un banquito en el centro del lavadero, con la caña
sujeta entre las piernas, acechaba desde el fondo de su ensue¬
ño. Estuvo a punto de darle la noticia, pero pensando que per¬
dería varios minutos con él, golpeó la puerta.
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES 29

-¿Sí? ¿Quién? - preguntó la vieja desde adentro.


— Soy yo, Maruja. Afuera hay un muchacho, un amigo del
negro Manuel, que ha traído un loco...
— En seguida salgo. Que espere un minuto. De regreso, al
pasar detrás del zambo, recordó su aliento fétido, sus ojos
sanguinolentos, fyando su expresión imbécil. En cierta opor¬
tunidad, cuando la vieja llevó un lote de pomos de magnesia
a un laboratorio farmacéutico, estuvo haciéndole proposi¬
ciones a Domitila. La chica lo había acusado a la vieja, y desde
entonces él quedó prohibido de hablarles y ellas de obedecer¬
le en lo que fuese.
— ¿Qué esperas para vaciar tu lata? ¿O quieres que noso¬
tras lo hagamos? — le preguntó Berta.
Antes, cuando ellas lavaban y clasificaban los pomos en
compañía de seis o siete muchachos, la camaradería era sin¬
cera, pero ahora la inquina llenaba los aburridos lapsos entre
faenas. Detrás suyo hubo un portazo, y ella, sin responder,
prosiguió hacia la entrada.
—Ahorita viene la vieja — dijo allí.
El muchacho se levantó con manifiesta agüidad.
— El negro Manuel dijo que iban a dar cuarenta libras...
— A él le daban eso — repuso Maruja.
No fue la dueña del lavadero quien apareció, sino Berta.
— Estamos esperando que vacíes tu lata — dijo.
De súbito, la frente del muchacho se encrespó: había
extendido su brazo, asiendo al hombre por el abrigo.
— ¡Quieto, quieto! — le gritó.
— Estamos esperando que vacíes tu lata —dijo nueva¬
mente, casi de memoria. Aquello que no era automático en
Berta se ocupaba del muchacho.
— ¿Te puedo ayudar en algo? — preguntó éste.
— Deja nomás. Espérame un instante — y arrastró consigo
a Berta. Lo hizo de golpe, con violencia, y el agua de la paila
estuvo a punto de rebasar.
— ¿Quién es? — dijo Berta, forzando cierto tono amistoso.
— Nadie — repuso, yéndose de la cocinería: jamás las mira¬
das de sus dos compañeras habían quedado tan suspendi¬
das. Afuera, en cuclillas, el hombre rascaba una costra de su
pierna.
30 ENRIQUE CONGRAINS

Inmediatamente, antes de que pudiera decir algo, llegó la


dueña del lavadero.
— ¿Es éste el tipo que has traído? - Examinando primero al
hombre, el segundo tumo correspondería al muchacho—.
¿Eres amigo del negro Manuel? -preguntó la vieja, ya
más o menos satisfecha su principal curiosidad.
— Sí. señora — dijo, cuadrándose-. Él contó una vez lo que
había que hacer para ganarse cuarenta libras... Y yo lo he
hecho...
— ¡Cuarenta libras! — exclamó la vieja.
— El negro Manuel dijo que iban a ser cuarenta libras...
— ¿Y si fueran cincuenta, no te gustaría?
Algo instantáneo se escurrió entre ellos, hubo una ráfaga
de tiempo detenida al borde de las palabras. "A Manuel no lo
agarrarían así", pensó ella. Pero su temor afloraba ya en los
labios del muchacho.
— Bueno, claro, sí me gustaría - dijo, y sonreía, incluso.
Sorprendido, eludiendo actitudes definidas, procurando afir¬
marse delante suyo, su sonrisa era un disfraz para su perple¬
jidad. Mamja comprobó entonces que sus propias intenciones
no disminuían.
Ahora ambos — el muchacho y la vieja- se deslizaban por
un curso lógico, inevitable, astutamente trazado.
— Pueden ser cincuenta libras, claro que sí; pero también
pueden ser veinte o treinta. Todo depende del hombre que has
traído. ¿Está sano? ¿Está verdaderamente sano?
— Sí. está sano, señora — y dio un paso hacia atrás.
— ¿Y desde cuándo lo conoces?
Hubo urgencia en los ojos del muchacho, afán para encon¬
trar respaldo, anudamiento tras la camiseta. Pero saldría
ceñido a la verdad, impotente para la mentira.
— ¿Hace cuánto tiempo lo conoces? — insistió la vieja.
— Desde ayer en la tarde - dijo finalmente. Y para valorizar
al hombre, o a su trabajo, o a lo que fuera, agregó—: Desde
ayer en la tarde he estado luchando para que venga acá... Y en
todo ese tiempo me he podido dar cuenta de que está sano...
— Bueno - dijo la vieja-. haz que se pare y que haga todo lo
que le digamos.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES

Maruja había subido al techo del enorme cuarto en donde


dormiría, de ese día para adelante, el hombre que trajera Ale¬
jandro. Acababa de enterarse del nombre del muchacho, pero
no hubo cómo llegar a una conversación. El atisbo de amistad
fracasó por culpa de sus miradas, de su impaciencia.
El colchón aún no estaba del todo seco. El colchón, sus¬
traído de las pertenencias del negro Manuel, cuando éste
dejó sus cosas a guardar en el lavadero, en vista de su temor
a que la policía lo relacionara con la muerte de uno de los lo¬
cos. conservaba la humedad de las últimas garúas. No podía
esconderlo en otro sitio, pues lo descubrirían; además lo ha¬
bía robado con el único objeto de que proporcionara comodi¬
dad a su covachita. Pero el forro se estaba pudriendo y ya
tenía una rajadura en un costado. La paja asomaba por la
abertura; las franjas rojas y azules desaparecían desteñidas
por el sol; era inevitable que la rajadura siguiera extendiéndo¬
se, que toda la tela se pudriera, que al cabo de unos meses ya
no existiera más que unos puñados de paja desparramados
por todo el techo.
Se tiró boca abajo sobre el colchón, buscando algo en qué
pensar. Aunque centenares de veces había llegado a la con¬
clusión de que podía pasarla muy bien sin ninguna clase de
razonamientos, siempre tenía que insistir; las ideas no sirven
porque una nunca tiene seguridad de no equivocarse. El de¬
jarse llevar por ellas trae consigo una gran pérdida de tiempo.
32 ENRIQUE CONGRAINS

aparte de que son un obstáculo para que una pueda hacer lo


que viene en gana; y, por últinio, sus propios pensamientos no
apuntaban hacia ninguna dirección precisa, a la inversa de la
exactitud con que la conducían sus deseos.
Stn embargo, no había día en que Maruja no acudiera a es¬
tas reflexiones, procurando contener sus dudas. Y no obstan¬
te que con la obligada repetición de estos principios daba por
concluido el dilema, siempre, casi a diario, surgía nuevamente
la alternativa.
A un costado suyo, al alcance de su mano, estaba la co¬
lección de pomos y objetos que había encontrado en sus reco¬
rridos por los basurales del río Rímac. A lo ancho del colchón,
delante de sus ojos, aparecía el tubo fluorescente: el mal
ejemplo del tubo fluorescente, mostrando constantemente su
absurda supervivencia, dándole una pauta a sus ideas para
que, a su vez, supervivieran. Cuando en la casa de cualquier
persona se quema un tubo fluorescente, lo arrojan a la lata de
basura y, en caso de no entrar, lo más probable es que lo
rompan en dos o tres pedazos — pensaba Maruja—, pero ja¬
más a nadie se le ocurriría llevarlo a un basural que queda
a muchas cuadras de la pista más cercana, y depositarlo in¬
tacto, parte sobre un montón de piedras y parte sobre recortes
de cartón. Así lo había encontrado hacía más de dos años,
cuando comenzaba a ir al gran basural a comprar cáscaras de
naranjas. Era una de las primeras veces que apostaban carre¬
ras entre ellas, y la única posibilidad de triunfo estaba en ha¬
cer algún corte a través de los desmontes de construcción. Y
aquella vez. pese a que tenía varios metros de ventaja sobre
Berta y Domitila, se detuvo, dejándose derrotar por la idea que
la había atraído hacia el tubo fluorescente. Un tubo fluo¬
rescente entre las piedras de un basural, y luego, durante casi
dos años, en el techo, en su covachita, recordándole su perdu¬
rabilidad. aunque ella nunca entendiese cómo se había reali¬
zado.
Durante esos dos años las carreras continuaron realizán¬
dose, el amor tuvo sucesivos grados de perfección, diversos
objetos se sumaron al tubo fluorescente, y en tanto no dejaba
de aumentar el número de hombres a quienes estaban desti¬
nadas las cáscaras de naranja y que luego dormían debajo de
su covachita.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 33

Dos años atrás, y Maruja tenía una fecha para reanudar


sus recuerdos. Cierta mañana, al llegar al lavadero, conjunto
gris y decadente encajado entre una chacrita de verduras, los
basurales, y la margen izquierda del río Rímac, encontró a dos
extraños sujetos: delgados, pálidos, sorprendentemente su¬
cios y desgreñados, con los ojos fijos, como queriendo traspa¬
sar la turbia agua de los toneles, trabajaban junto con los mu¬
chachos y muchachas, pero sin la habilidad y rapidez de
éstos.
— "Miren, son un par de conocidos y preferiría que no se
metan para nada con ellos. Pueden parecer algo raros, pero en
el fondo son buenos"— les dijo la dueña del lavadero a las cin¬
co muchachas que eran entonces.
Después, en las siguientes semanas, llegaron más: torpes,
babeantes, algunos súbitamente iniciaban prolongados llan¬
tos, otros canturreaban durante horas seguidas sosas cancio¬
nes carentes de sentido, y poco a poco, como si los locos no
tuvieran que ver con ello, el lavadero creció, extendiéndose
hasta el barranquito que daba al acequión paralelo al Rímac.
Maruja recordaba de ese tiempo el bello silbar, armonioso
y fluyente, de uno de los locos: los abrazos del negro Manuel;
el primero en arrancarle gemidos durante el amor; el repenti¬
no cambio operado en el carácter de su madre y el hallazgo de
la potencia contenida en su libertad, nunca plenamente expe¬
rimentada. 'Todas las semanas llegaban nuevos locos, y era
Manuel el que estaba detrás de eso", pensó. Los sábados, y
todos los demás días, el dinero abundaba, pero no para ellas.
Fueron recluidas en un extremo del próspero lavadero de
pomos y aisladas de los locos por una barrera de latas y ta¬
blones.
Abandonó la costumbre de darse a cualquier amigo que le
resultara simpático: elegía aquéllos en los que adivinaba el
complemento de alguna forma de cariño, y posteriormente hi¬
zo lo posible para que al cariño se sumara el mérito de valores
especiales en su enamorado.
En un breve proceso que duró unas semanas, su madre de¬
jó de asumir su habitual actitud ante las cosas de todos los
días: darse al abandono, descuidando la pequeña frituría que
abarcaba gran parte del cuarto donde vivían; romper la pun-
34 ENRIQUE CONGRAINS

tual rutina diaria, rindiéndose al fervor de un sinnúmero de


lamentaciones deprimentes, fue parte del preludio:
- 'Todo es una joda. Joda desde que una nace, joda hasta
que una revienta. ¿Te parece bien, Maruja?" -Pero, no obstan¬
te que ella asentía con un movimiento de cabeza, en su caso
particular no compartía las recriminaciones de su madre.
- "Es bien sufrido haber llegado a la edad ésta, y tener en
casa a una muchacha como tú, y ponerse a pensar en lo que
una era antes" — decía en momentos de mayor serenidad, al¬
ternando con frases más violentas, que surgían incontenibles,
necesarias, urgentes.
Esas fueron las primeras veces en que admitió la posibi¬
lidad de reconsiderar la validez de una serie de ideas: pero
sólo el mes anterior, al cabo de dos años, había llegado a una
decisión al respecto.
La dueña del lavadero hizo construir un enorme cuarto de
adobes, con altas y estrechas ventanas enrejadas, para que
tuvieran dónde dormir la veintena de locos que le había conse¬
guido el negro Manuel. "Antes dormían aquí mismo, junto
a los toneles, en medio de periódicos y costales que les tirába¬
mos: algunos vagaban de noche y se perdían", se dijo. Asimis¬
mo recordó que cuando dos locos murieron de pulmonía, la
dueña despidió a ocho muchachos y muchachas, quedando
sólo ellas tres. Y a los pocos días no hubieron más pomos pa¬
ra Maruja y sus dos compañeras: una renegrida paila de se¬
gunda mano comprada a unos gitanos, varias latas de kerose¬
ne para traer cáscaras de naranja desde el basural y verduras
inservibles desde el mercado de Piñonate, dos cuchillos, un
largo cucharón de madera, y otros implementos similares les
fueron entregados.
- "¿No prefieren cocinar a estar lavando pomos?" — les ha¬
bía dicho la vieja, y ellas no objetaron nada.
"Siempre ha sido la misma sopa", pensó Maruja. Iban al
mercado de Piñonate y adquirían las verduras malogradas,
sobrantes del día anterior. De regreso, en el lavadero, hacían
hervir el zafarrancho de verduras, y en tanto se encargaban de
baldear el cuarto de los locos, sucio, maloliente, cubierto de
excrementos, flemas y charcos de orina. Traían nuevos perió¬
dicos y aireaban los costales y trapos con que se cubrían.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 35

Un zambo alto, viejo, que caminaba haciendo oscilar los


hombros, fue a convivir con la dueña. Y desde ese momento el
zambo pasó las jomadas dando vueltas entre los toneles y los
cerros de pomos no clasificados, observando los movimientos
de los locos y amenazándolos de vez en cuando con su caña.
La caña se arqueaba entre sus manos, la sopa era espesada
con puñados de arroz, el sol vertical les hacía desear a las tres
la hora con los enamorados, y de golpe Maruja recordó a Ale¬
jandro, el discípulo del negro Manuel. Había conducido con
tanta habilidad sus pensamientos que ya no quedaba nada de
la impaciencia que media hora antes la obligaba a buscar re¬
fugio en su covachita. Media hora, pero aún no salía la dueña
y por consiguiente le era imposible ir hacia el muchacho.
La caña servía para que ningún loco se distrajera en el tra¬
bajo: la sopa hervía, reventando en su superficie perezozos
globos; luego del sol vertical, idéntico al de ahora, llegaba la
noche y después de algún quehacer hecho a prisa en su casa,
el momento con su enamorado, al que, encima del colchón del
negro Manuel, no le daba un rostro y una expresión defini¬
da, sino la inconsciente condensación de muchos rostros y
expresiones.
El amor era hecho de pie, envueltos en la mejor sombra, con
las piernas temblando y los cuerpos aplastados. A veces po¬
dían pagar un cuarto de hotel, y entonces, desde antes de su¬
bir la escalera, sus manos se enfriaban y el corazón apuraba
el retumbar dentro de su pecho: las sábanas limpias, el lecho
justo para los dos, el pestillo asegurando la intimidad de los
abrazos, el cuarto íntegro para ellos, la palangana con agua,el
pequeño jabón verde con olor a desinfectante, el espejo frente
a ellos, reproduciendo su felicidad como si fuera la de otra
muchacha, la ventana entornada, la perfecta tibieza al juntar¬
se por primera vez, al dejarse llevar al ritmo de su compañero,
el imponer su propio ritmo y el ceder, finalmente, al de él, du¬
rante el breve y fogoso combate sin vencedor ni vencido, en
aquel acogedor lecho alquilado, bastaba para llenarla de una
penosa zozobra, no por lo que se iba aproximando más y más
conforme ascendía por la escalera, sino porque siempre temía
encontrarse demasiado pronto enterrada en el desfondado ca¬
mastro en que dormía y ya al día siguiente, en medio de los lo-
36 ENRIQUE CONGRAINS

eos. quienes la hacían sentirse más en el mundo de ellos que


en el suyo.
En las noches, el amor la conducía a una desenfrenada y
jubilosa inadvertencia de sí misma: pero al regresar a su cuar¬
to, con el sexo en tregua, empezaba a lograr un certero cono¬
cimiento de las cosas. Una segunda conciencia, desprovista
de imperiosas incitaciones, albergó en su interior, reempla¬
zando durante parte del día al férreo instinto que le había exi¬
gido, desde el comienzo de su pubertad, un vertiginoso vivir.
'Tenía quince años", se dijo. Las lamentaciones de su madre;
la dueña, profundamente interesada en la densidad de la so¬
pa, en el trato dado a los pomos durante el proceso de clasifi¬
cación, y también en la salud de los locos: las apetencias de su
naturaleza: la evidente prosperidad del lavadero: el acrecenta¬
miento de sus ideas y reflexiones, en pugna con la transparen¬
te felicidad que extraía de los abrazos de los muchachos,
perdieron su lógica apariencia para dejar traslucir un doble
fondo, copioso en secretos designios, que al ser percibidos por
ella la sumieron en un estado de oscuridad y desorientación.
Era en las mañanas, antes de que el sol la sofocase y antes
de que su sexo impusiera su lúbrico reclamo, cuando su nue¬
vo sentido de apreciación oteaba con mayor claridad dentro
del acontecer. El dominio, que ella creía profundo y total, de lo
concerniente a un hecho cualquiera, resultaba trastrocado
a la luz de una siguiente penetración, y con frecuencia debía
recomenzar el lento avance hacia su confusa meta, nunca
plasmada de manera precisa. Un súbito vislumbramiento te¬
nido una mañana mientras divisaba al zambo hincar con la
caña a uno de los locos que había abandonado la clasificación
de pomos, y que permanecía con los brazos en cruz, mascu¬
llando palabras incomprensibles, motivó en ella la convicción
de que. si bien todos llevaban un rumbo más o menos preciso,
no todos se lo habían designado, yendo la mayor parte de co¬
nocidos suyos por caminos que no conducían a la obtención
de sus metas, en el supuesto de tenerlas.
No sólo se interesaba por ahondar la verdad encerrada
tras las verdades aparentes: hacía lo posible para que se
acrecentaran sus aptitudes y disposiciones, intactas a través
de las escasas circunstancias de su pasado, y a la vez, y re-
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 37

legado a una incierta adivinación, trataba de hallar potencias


latentes en su persona.
Supo, luego, que si deseaba hacer permanente aquella ar¬
monía que surgía como consecuencia de sus ratos de amor,
era necesario que lograra un perfecto equilibrio entre su refle¬
xionar y su proceder; posteriormente tuvo la certeza de que en
ello estaba su felicidad, y fue entonces cuando se inició aque¬
lla duda que habría de interponerse entre ella y sus amigos. El
logro de su empeño, que era extender la armonía a todos los
aspectos de su vida y no contentarse con unos minutos de
placer para aceptar con absurda sumisión el resto, le costó
demasiada lucha consigo misma; y antes de que llevara esa
lucha al terreno de las realizaciones, y antes de que supiera
conducirse conforme soñaba o intuía a veces, su afán de per¬
feccionamiento y superación había perdido su forma agresiva
y su carácter optimista.
Al cumplir los diecisiete años, el mes anterior, Maruja reco¬
noció que para el futuro merecía algo superior a lo usual en
los últimos cinco o seis años, y se propuso darle un tono más
elevado al amor, justificándolo sólo por intermedio de un sen¬
timiento sincero o por la revelación de un nuevo sentido para
la vida.
Sin embargo, esto tampoco pudo llevarse a cabo, pues no
habiendo ninguno de esos requisitos o posibilidades en aque¬
llos muchachos u hombres que conocía, clausuraba la única
vía por la que daba escape a la pesadumbre y hastío.
Pero como su comportamiento no fue el que ella pensaba, y
como entonces cesó la única armonía que obtuviera en sus
diecisiete años, Maruja tuvo que elegir entre el perfecto víncu¬
lo de sus ideas con sus actos, o la perfecta supresión de sus
ideas, dejando exento de responsabilidad cualquier desempe¬
ño suyo.
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I
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES

III

Delante suyo, como desde hacía un buen rato, el tubo


fluorescente, y avanzando hacia el borde del techo, su co¬
lección de pomos, y más allá del techo y del lavadero, en el ca¬
mino de tierra donde encontrara a Alejandro y a su loco, la
parte delantera de un taxi azul acabado de llegar.
La aparente calma desapareció sin ningún esfuerzo y en un
instante, antes de que Domitila descendiera del taxi, estuvo
rodeada por sus deseos, consciente de los pocos minutos que
aún faltaban, y más consciente aún de que con Alejandro no
sólo se iba a satisfacer, sino que, además, iba a actuar según
sus últimas decisiones.
Entonces, y con el propósito de que la dueña partiera
cuanto antes, se descolgó por la pared posterior del cuarto de
los locos, dirigiéndose al corralito en que guardaban los po¬
mos ya lavados y clasificados.
El zambo completaba una caja, mientras dos locos perma¬
necían junto a él, esperando para transportar las cajas al taxi.
— Deje que lo ayude — murmuró, completamente dominada
por la impaciencia y olvidando mencionar, como había pensa¬
do, la posibilidad de que la dueña llegara tarde al laboratorio
o de que el chofer cobrara algo más por la pérdida de tiempo.
— Hay que completar los mil pomos — dijo el zambo enre¬
dándose en un número. Pareció que volvía atrás, pero eviden¬
temente se había deshilvanado— . ¿Cuánto dije? — preguntó.
40 ENRIQUE CONGRAINS

— Mil — repuso Maruja.


-No, estaba contando los pomos que metía en la caja. Tú
me has hecho confundir. ¿No oíste por qué número iba?
Pensó en calcular el posible contenido de la caja, hasta ese
momento llena en sus tres cuartas partes de pomitos de color
de cabritilla, para que al zambo no se le ocurriera la estúpida
idea de recontar todos los pomos, y decidir en seguida un nú¬
mero cualquiera, aunque era muy difícil que acertara, cuando
de súbito tuvo la solución:
— ¿Las otras cajas son del mismo tamaño?
-Sí.
— Entonces las llenamos todas igual y basta con que conte¬
mos una... ¿no le parece?
— Sí — dijo el zambo, y ya estaba ella extrayendo pomitos
del costal y ordenándoles a los dos locos que abrieran las
otras cajas que iban a necesitar.
Alejandro apareció por la entrada del corralito. Tenía las
manos en los bolsillos, un cigarrillo en la boca, una intencio¬
nal expresión de triunfo.
— Si quieren, ya puede ir trabajando. No hay necesidad de
que esperen a que me paguen las veinticinco libras...
Maruja tuvo, entonces, pleno conocimiento de la enver¬
gadura que representaban para él las veinticinco libras, y
percibió en sí misma la emoción que sentía el muchacho,
aunque luego se apocó pensando que su capacidad para pe¬
netrar y descubrir en el ánimo de Alejandro no era recíproca
en él, y que jamás serían intuidas sus intenciones.
—Ven tú, más bien, a ayudamos un poco — dijo Maruja,
y lo miró de frente, pero sin pretender que a través de su mira¬
da él conociera sus deseos.
— ¿De qué se trata? — preguntó Alejandro.
Había avanzado unos pasos y estaba junto a ellos — los dos
locos, el zambo, y Maruja, arrodillada, con una mano dentro
del saco, extrayendo los pomitos y entregándoselos al zambo,
quien los ordenaba en la caja.
— Estos pomitos —dijo Mamja—, a esta caja. Pero mejor
consíguete otra caja para ir más rápido.
Alejandro estaba tratando de encajar el cuarto extremo del
fondo de la caja, cuando apareció la dueña del lavadero, com¬
pletamente distinta de la que conociera una hora antes: el
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES 41

grasoso vestido que predominara durante la discusión en tor¬


no de las veinücinco. treinta y treinticinco libras, había sido
substituido por un sastre negro, viejo y deformado, pero que le
daba un toque de corrección y probidad; y los labios, que nos
lo viera hasta ese momento, pues aparecían como succiona¬
dos hacia adentro, habían sido dibujados sobre la piel de la
cara; asimismo, eran otros los zapatos; el cabello, dividido en
dos por una raya, tenía cierto orden, y del brazo derecho le col¬
gaba una cartera.
— ¿Estás ayudando? — preguntó.
— Sí, un poco, señora — repuso Alejandro.
Reparando en que el muchacho no sabía armar las cajas,
Maruja se levantó.
— Vamos a cambiar. Yo me encargo de las cajas y tú de los
pomitos, ¿ya?
— Como quieras — dijo, y en seguida abandonó la caja.
Por primera vez el taxi hizo sonar su claxon, y antes de que
sonara nuevamente, la dueña había llamado a Berta y Domi-
tila, y dispuesto que ayudaran con la mayor rapidez, mientras
ella se dirigía hacia el carro con el par de locos que iban car¬
gando dos de las cajas ya listas. Cuando los dos locos volvie¬
ron, faltaba muy poco para completar el lote de mil pomitos:
Maruja había armado ocho cajas, y no pudo proseguir ya que
el zambo le dijo que no sería necesario, y Alejandro, no te¬
niendo en qué trabajar, pues el último saco de pomitos era
acaparado por Berta y Domitila, encendió otro cigarrillo,
irguiéndose.
— Se acabó —dijo Maruja, pero su palabra significaba
comienzo, inicio.
— Se acabó — asintió Alejandro.
Hubo un breve silencio que fue roto por el cuchicheo de
Berta al contar los pomitos de la última caja; luego anunció
que habían trece cajas con setentidós pomitos cada una, y
casi de inmediato Alejandro, multiplicando con una pajita en
el polvo del suelo, dijo que eran novecientos treintiséis pomi¬
tos, por lo que el zambo ordenó en otra caja los sesenticuatro
restantes.
El par de locos, ambas muchachas, ella y Alejandro, car¬
gando las cajas, y el zambo yendo sin ningún esfuerzo con la
cajita de sesenticuatro pomos, se dirigieron hacia el taxi.
42 ENRIQUE CONGRAINS

Al pasar por el lavadero propiamente dicho, en donde esta¬


ban los toneles de agua, se les unió el loco que trajera Alejan¬
dro, siguiéndolo a éste, pero cuando llegaron al taxi, se había
retrasado tanto que ya no lo vieron. El chofer, un cholo cin¬
cuentón y voluminoso, les recibió las cajas, acomodándolas
con dificultad sobre el asiento trasero y en el piso.
— Ahora sí que se acabó todo — dijo Maruja, con una impa¬
ciencia tan creciente que ya interfería en la efectividad de sus
sensaciones.
Alejandro, entretenido en revisar el carro, un modelo anti¬
guo y deteriorado al máximo, no dijo nada. El chofer ingresó al
carro, el cual se venció aún más del lado izquierdo. En ese
momento la dueña le hizo una seña a Alejandro.
— ¿Quieres acompañarme? Voy a un laboratorio farma¬
céutico que queda por la avenida Brasil y después regresa¬
mos, o te quedas donde quieras. Me gustaría conversar conti¬
go sobre negocios. — Y la vieja, sin esperar respuesta, le abrió
la puerta del taxi.
— Vamos, pues — dijo Alejandro—, y ocupó el sitio que le
había dejado la dueña, ahora entre él y el chofer.
Maruja intentó hacerle un ademán, pero Alejandro atendía
al chofer y procuraba acomodarse en el pequeño espacio. Al
oír el estruendo del motor, que la tomó desprevenida, pues no
había supuesto que se fueran así, de inmediato, sin darle
oportunidad de hacer algo para que el muchacho quedara en
el lavadero, dio un paso hacia adelante, metiendo su cabeza
dentro de la ventanilla.
— Estoy pensando — dijo con voz apagada—, que es mejor
que se quede, porque él es el único que conoce al loco...
— ¡Ah, ni se preoeupen por eso! —y en vez de mirarla a ella,
habló dirigiéndose a la vieja—: Usted misma ha visto cómo
hace caso en todo y además, ahí está el señor — dijo señalan¬
do al zambo.
— Sí, vamos nomás — dijo la vieja.
El taxi empezó a retroceder y no pudo continuar asida a la
puerta por más tiempo. Luego, al sentirse frustrada, el relaja¬
miento le produjo una dolorosa fatiga y un frío meloso suplió
al ardor que la mantuviera en acecho y tensión durante más
de una hora, casi desde que se encontrara con el muchacho.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 43

Tomaba ya al lavadero, mas al voltear, esperando divisar el


taxi envuelto en una nube de polvo y en camino hacia la ave¬
nida Argentina, lo encontró detenido cerca de donde ella se
apeara y todavía en posición de retroceso. “No será porque él
haya querido quedarse”, pensó Maruja.
El motor en funcionamiento, y el deseo — más humillado
que extinguido—, iba adueñándose otra vez de ella, aunque
ahora no se otorgaba de antemano el triunfo: en el lavadero,
dentro de unos minutos, removiendo la mazamorra de harina
y cáscaras de naranjas, y a partir de las seis de la tarde aten¬
ta al regreso de los compradores con sus triciclos repletos de
pomos usados, adquiridos por toda la ciudad, y que al día si¬
guiente serían clasificados y lavados por la veintena de locos.
Tal vez alguno de los pomeros la esperaría, pero así sucediera
esto, el día ya estaba definitivamente vacío, siendo remota la
posibilidad de que Alejandro volviera con la vieja. "Dirá que lo
dejen en algún sitio", supuso Maruja, contemplando con cu¬
riosidad los forcejeos del chofer y la explicación que hacía con
furibunda mímica. "Quiere cobrar demasiado, y como ningu¬
no va a querer darle gusto al otro, se van a bajar. Entonces yo
le digo a Alejandro que mejor le va a ir quedándose", reflexio¬
naba Maruja.
Pero en seguida comprendió que no discutían por dinero,
pues los forcejeos eran realizados con una finalidad precisa y
evidente, aunque desconocida para ella, y suponiéndose in¬
dispensable en cuanto a impedir que Alejandro partiera,
avanzó nuevamente hacia el taxi, dispuesta a salirse con la
suya de alguna manera, más por detener la derrota que aco¬
metía sobre la jomada que en razón de sus deseos, los cuales,
ante lo inesperado de los acontecimientos, habían amainado.
Sin embargo, mientras avanzaba observó, con sorpresa,
que Alejandro descendía del carro. De inmediato la dueña del
lavadero se corrió hacia la derecha.
— ¿Ve, señora? — dijo el chofer—. Ahora no hay problema...
— Pero el joven también tiene que venir —repuso, seña¬
lándolo.
— Usted ha visto que no se puede.
— ¿Y atrás? — preguntó la vieja.
Maruja estuvo a punto de oponerse a este último obstácu¬
lo, pero el chofer hizo un gesto.
44 ENRIQUE CONGRAINS

— ¿Y entonces dejamos las cajas?


— ¿No puede acomodarse por ahí? — insistió la vieja.
El taxi se interponía entre ella y el muchacho. Pensó que tal
vez a él no le importaba viajar con tanta incomodidad y que ya
era tiempo de hacerle una seña o de advertirle la conveniencia
de permanecer en el lavadero. Pisó el estribo del taxi a la altu¬
ra de la puerta trasera, asomando su cabeza por el techo. Ale¬
jandro había encendido otro cigarrillo y escuchaba sin mayor
interés la conversación.
-¿Por qué no te quedas? - dijo sonriéndole, y agregó por
pretexto y por súbita necesidad— : Yo también quiero conver¬
sar contigo.
El muchacho iba a responderle algo, cuando atendió a la
vieja, que lo llamaba. Ella, a su vez, curiosa, descendió del
estribo, aproximándose a la ventanilla del chofer.
— Parece que no puede venir — le decía la dueña del lavade¬
ro al muchacho—, pero después que regrese vamos a conver¬
sar.
— Está bien, señora.
— Vamos nomás — dijo la vieja, despidiéndose con un ade¬
mán del zanibo, que permanecía en la entrada del lavadero.
El taxi dejó un rastro de polvo en el aire, y sólo después que
hubo desaparecido tras un recodo del camino, a un centenar
de metros de donde estaban, Alejandro volteó hacia ella.
— Te hubieras aburrido — dijo Maruja con el tono más natu¬
ral que pudo lograr. Dentro suyo sabía lo que era perderse un
paseo en carro, y con el objeto de que olvidara el asunto, in¬
sistió— : De paseo creo que no iba haber mucho con esa vieja
a tu lado... Además, es cosa sabida su conversación contigo.
— ¿Tú crees?
— Sí, claro. Yo misma te lo puedo decir... Si tú quieres...
Ahora avanzaban hacia la entrada del lavadero, en donde
estuviera hasta hacía unos minutos el único hombre del lava¬
dero. Según su criterio, el único, pues los locos pertenecían
a una categoría especial.
— A ver... — sugirió Alejandró.
— Bueno, pues, te iba a decir que tu trabajito le ha gusta¬
do, que hace tiempo que busca a un muchacho como tú; que
el golpe, si quieres tener lo que verdaderamente se llama pla¬
ta, es que te dediques por entero a conseguirle locos, que ella
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 45

puede prestarte algo cuando necesites, y así por el estilo


- concluyó-. ¿Qué te parece? ¿Qué otra cosa puede decirte
una vieja sin dientes?
— No sé - dijo deteniéndose y volteando hacia el camino-.
Hacía tiempo que estaba con ganas de subir a un carro - pro¬
nunció entre dientes— , y me tiene que pasar esto.
— ¿Y si la vieja te hubiera dicho que quería estar contigo?
— preguntó, llevando la conversación a donde era necesario.
— No creo - repuso Alejandro, desconcertado; tomaba sus
palabras en serio.
— Podría ser...
— No estoy tan necesitado. - Pero luego de esta aclaración,
y sin que Maruja encontrara motivo alguno, enrojeció.
— ¿Y si alguna de las chicas que viste acá te dijera...? — le
preguntó con el propósito de que el muchacho se librara de la
desagradable idea que manifestaba en su rostro, a través de
un fruncimiento de labios.
— Ahí la cosa cambia — repuso, echando a reír, con la más
ruidosa complacencia. No obstante, algo le advertía contra
esas manifestaciones en las que encontraba más bulla que
otra cosa.
— ¿Te has fyado en alguna de ellas?
— Sí. más o menos...
La respuesta del muchacho no la alarmó, pues a su pre¬
gunta no cabía otra contestación, y por otra parte, de ser al¬
guna de las tres, ella sabía, sobre seguro, quién, y además
cómo y cuándo.
Vacilaba, no decidiendo aún. para los próximos minutos, el
cuándo, pese a que la impaciencia había vuelto a aflorar, esta
vez con exigencias definitivas. Caminando con lentitud, como
si no lo quisieran, habían ingresado al lavadero. Delante de
ellos, junto a los toneles, dos locos escarbaban en un cerrito
de pomos y al lado de este montículo, y entre los dos locos,
crecía un montoncito de pomos con rosca, sin distinción de
tamaños o colores. Maruja pensó invitarlo a su covachlta;
pero, reflexionando, supuso que luego el colchón quedaría
deshecho. Esta posibilidad no la sedujo, así que examinó los
distintos lugares del lavadero a donde podían ir a conversar:
sin que se percatara, el sostener una conversación con el mu¬
chacho había llegado a ser algo importante e ineludible.
46 ENRIQUE CONGRAJNS

Uno de los locos dejó de escarbar en el cerrito de pomos;


habiéndose parado, estuvo dando algunas vueltas en tomo de
los toneles y luego fue hacia aquel que tenía más próximo,
aunque no hizo nada. Maruja vio a Berta salir del lugar en
donde preparaban la comida de los locos. La muchacha los
miró y de inmediato ella supo que sus intenciones eran cono¬
cer a Alejandro.
— Ven — dijo, tomándole el brazo— . quiero enseñarte un si¬
tio que tengo...
El muchacho la siguió en silencio. Sacaba nuevamente su
cajetilla y ella pensó en pedirle, arriba, que le convidara. Se
detuvo esperando a que prendiera su cigarrillo, y en tanto,
mientras él ahuecaba sus manos de la manera correcta, le
hizo un gesto a Berta: un golpe seco con la cabeza, levantán¬
dola, inquiriendo acerca del derecho de su compañera a in¬
miscuirse.
Le mortificaba que Berta diera con su covachita, y hasta
ese momento había tomado las debidas precauciones para
impedirlo. Domitila era la única que conocía su existencia, y
nunca tuvo molestias con ella. Pensó en entretener en ese lu¬
gar a Alejandro hasta que Berta dejase de espiarlos, pero su¬
puso preferible serle sincera.
— No vamos en seguida — dijo, volviéndole a tomar el bra¬
zo— . porque Berta, esa muchacha, nos está viendo. Yo tengo
una covachita en el techo de ese cuarto —y señaló el cuarto
cuadrado y de ventanas estrechas—, pero no quiero que me la
descubran.
Alejandro no repuso nada. Pero era evidente que buscaba
algo que decir.
— ¿Y nunca te ha visto nadie? — preguntó al fin.
— Bueno, es que yo subo cuando nadie me ve. Y desde aba¬
jo no se puede ver el sitio donde me echo.
El muchacho dio un pasito corto hacia atrás.
— ¿Te echas? — dijo, sin ocultar su sorpresa.
— Sí - repuso, pero no llegó a hacer referencia al colchón: el
aspecto turbado y vacilante del muchacho la previno contra
una insinuación precipitada-. Arriba tengo algo para cuando
me provoca descansar.
Estaban ocultos por una barrera de toneles, todos fuera de
uso en ese momento, y podían oír el ruido de los pomos al ser
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 47

clasificados y el monocorde golpeteo de la caña del zambo. La


golpeaba contra una lata que tenía entre sus pies, y cuando
los locos disminuían su ritmo de trabajo, él, lentamente y sin
inmutarse, aumentaba el de los golpes.
Asomó por encima de los toneles: Berta había desapareci¬
do. El cigarrillo de Alejandro iba llegando al término. Esta vez
no puso la mano sobre su brazo.
— Vamos, ya.
— ¿A la covachita? — dijo, y a ella le pareció obvio.
— Claro, si hemos estado hablando de ir a la covachita...
— Vamos, pues — asintió.
Inclinados, ella delante, él detrás, imitándola, avanzaron
un trecho hasta llegar junto al cuarto en donde dormían los
locos. Las paredes, que eran de adobe, el cual no había sido
recubierto, tenían una altura exagerada.
— Sube como yo — propuso, y se encaminó hacia un costa¬
do del cuarto, en donde había un tonel invertido—. Es bien
fácil.
— ¿Por aquí subes siempre?
— Sí. claro — dijo—. ¿Te parece difícil?
— No sé...
— ¿Y para qué crees que están todos esos huecos en la pa¬
red? — le preguntó, mientras le sonreía, dotándole de entu¬
siasmo y alegría. Sin embargo, el muchacho hizo como si no
hubiera oído.
— Estaba pensando en que la señora va a volver...
Con un movimiento de su mano alejó la sugerencia del
muchacho.
— Recién debe estar por la plaza Dos de Mayo. ¡Ese auto qué
va a caminar!
Sobrevino un silencio desagradable. No sabía cómo rom¬
perlo, así que decidió darle un ejemplo práctico al muchacho,
empeñada en mantener una charla seria con él, y pensando
que luego de un cambio de ideas en la tranquilidad de su cova¬
chita, algo notable hallaría en las cosas que él pensara o que
se le hubiesen ocurrido.
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NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES

IV

— Si no entra la primera o la tercera, o cualquiera de las


dos, el auto no puede caminar. Y los tres estábamos tan apre¬
tados que el chofer no podía meter los cambios. Por eso fue
que tuve que quedarme — explicó Alejandro, ya con cierta de¬
senvoltura.
Maruja se había sentado sobre el colchón con las piernas
estiradas: sus pies rozaban a los de Alejandro, quien, aunque
ya se lo dijera dos veces, no demostraba ningún interés en
sentarse a su lado.
— Bueno, no has ido a pasear... — y a su vez echó una boca¬
nada de humo. La edad, diecisiete años; al apellido. Tinoco; su
afición al cigarrillo, una media cajetilla diaria: su barrio. Miro¬
nes: el motivo por el cual no fue con la vieja, los cambios del
auto: eran sólo datos fríos, carentes de vida o significado. Re¬
capacitando, comprendió que no obstante el innegable encan¬
to de su covachita, faltaba mucho para estar identificada con
el muchacho.
— Desde aquí se puede ver todo —dijo Alejandro, girando
sobre sí mismo.
— Este es el mejor sitio del mundo...
De su cigarrillo no quedaba nada y tuvo que arrojar la coli¬
lla. Alejandro extrajo su cajetilla, cada vez con menos volu¬
men.
— ¿Quieres otro?
— Después... — repuso.
50 ENRIQUE CONGRAINS

Se imaginaba tendida en el colchón, charlando ambos cara


a cara y luego, superada esa cordial etapa, compartiendo
briosamente abrazos y cariños: pero en ningún caso entendía
la última parte sin que antes hubiera ocurrido la primera. Sin
embargo, cuando lo encontró en el camino se había propuesto
únicamente lo concerniente a los abrazos, importándole un
ápice sus posibles ideas. Ateniéndose al significado de esta
adición a sus intenciones, dedujo ser nuevamente víctima del
absurdo afán de darle la vuelta a cada cosa, de manera seme¬
jante a la que solía su amigo el negro Manuel. Pero el punto ya
estaba resuelto: una hora antes, de regreso del basural donde
adquirían las cáscaras de naranja, había reafirmado la lógica
de su fallo: sus posibilidades de vivir armoniosamente esta¬
ban en aceptarse y en aceptar sin complicaciones cualquier
hecho o persona, y ésta era una magnífica oportunidad para
ponerlo en práctica.
— Si te quedas ahí, parado, te van a ver y entonces descu¬
bren mi covachita. Tienes que sentarte aquí, a mi lado.
Alejandro la miraba con fijeza, inmóvil, perfilándose contra
el cielo, ahora cubierto de nubes, cuyo resplandor hería su
vista. Transcurrió el doble o triple del tiempo que eUa demora¬
ra en invitarlo al colchón, lapso durante el cual, sorprendida
ante la reciedumbre de su deseo de cambiar ideas con el mu¬
chacho, tuvo que prescindir del fallo, aunque en seguida
confirió a su actitud un sentido de capricho, desligándola,
consciente del propio engaño, de un ingobernable resurgir de
sus razonamientos. Pero de todos modos quería tenerlo a su
lado.
— Siéntate aquí, ¿ya? — y puso su mano en el otro extremo
del colchón.
— Claro, tienes razón...
Maruja recogió sus piernas una vez que el muchacho se hu¬
bo acomodado. Estaban frente a frente y Alejandro tenía como
fondo los árboles de la chacra vecina.
— ¿A que no adivinas de quién era este colchón? — dijo con
entusiasmo.
— ¿De alguien que yo conozca?
— Sí, por supuesto.
— De todas maneras, no sé a qué persona conocemos.
— Es de alguien que tú has mencionado hoy día...
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 51

— ¿Del negro Manuel, dices? — preguntó.


— ¡Por supuesto, de él mismo!
— Fuimos amigos, pero desde el año pasado no lo veo — di¬
jo con un tono idéntico al que utilizara para explicar lo refe¬
rente a los cambios del taxi: recalcaba las palabras, dando la
impresión de que su frase era síntesis de informaciones mu¬
cho más vastas.
— Yo tampoco sé qué es de él — dijo Maruja.
— Seguro te regalaría este colchón — insinuó.
— Sí — repuso, mirándolo a los ojos, de modo que compren¬
diera cómo le gustaba y los deseos que tenia de echarse con él
para besarse y abrazarse.
— Él es mayor que nosotros — dijo Alejandro, ajeno e insen¬
sible.
— Tiene veinte años, creo — dijo ella, aproximándose a su la¬
do. No lo hacía tanto por lograr el eimbiente propicio, sino para
que el muchacho fuera adquiriendo confianza y naturalidad,
en el supuesto de tratarse de eso.
— Seguro que tiene veinte años... Y hasta parece de más...
Entonces Maruja le tomó la mano y dijo sin aspavientos:
— Tú me gustas harto.
— Tú también — repuso Alejandro luego de un instante du¬
rante el cual no miró a Maruja ni a su mano.
Por segunda vez en la tarde sobrevino un silencio desagra¬
dable. Al revés de lo que había supuesto, el estar de la mano
no desataba la tensión del muchacho y tuvo la sensación de
que era algo artificial y forzado. Pero tampoco podía retroce¬
der, así que buscó un pretexto, una escapatoria delicada,
inocente.
— ¿Has visto? — dijo, inclinándose hacia el tubo fluorescen¬
te.
— ¡Caramba! — exclamó Alejandro, tomándolo—. ¿Funcio¬
na?
Maruja rió con espontaneidad.
— Nunca se me ha ocurrido pensar en eso.
— ¿Entonces?
No hubo respuesta de su parte. Ahora las manos estaban
aisladas: juntas las suyas, descansando sobre sus piernas, y
las de él sosteniendo el tubo. Dedujo que en Alejandro había
más de niño que de hombre y que iba a ser necesario actuar
ENRIQUE CONGRAINS
52

como hacen los muchachos con ciertas chicas, a las que lle¬
gan no del modo directo, franco, natural, como intentara has¬
ta ese momento, sino con astucia y maña. El muchacho le
devolvió el tubo y ella, a su vez, lo puso en su sitio.
— ¿Cómo conociste al negro Manuel? — dijo, acomodándose
no tan cerca de Alejandro.
— En Mirones, él siempre daba vueltas por el barrio.
-Nunca he ido tan lejos, pero sé dónde queda. ¿Es para
abajo, no?
— Sí - dijo Alejandro-, como a quince o veinte cuadras de
acá. siguiendo el río.
— ¿Cómo fue que lo conociste?
— Bueno, de eso ni me acuerdo, porque él era amigo del gru¬
po desde hacía muchísimo tiempo... Cuando todavía nadie
pensaba en muchachas —dijo, pero esto último le pareció
falso, así como también le pareciera falsa, y más que falsa, dé¬
bil, su respuesta de hacía unos minutos, cuando ella, luego de
darle la mano, aclaró sus motivos.
— ¿Tú ahora piensas en muchachas?
— Por supuesto — dijo él.
— No he conocido a nadie que no piense en muchachas.
— Claro — asintió.
— Bueno — dijo Maruja, ayudándose con las manos—. las
muchachas también son iguales.
—Así tiene que ser.
— Yo también pienso en muchachos — insistió deliberada¬
mente.
— Así tiene que ser — dijo repitiendo; hacía el efecto de al¬
guien que procura eliminar determinada idea o sensación de
la mente de una persona mediante el repique de una frase;
pero Maruja, penetrando en el móvil de esto, decidió suprimir
aquellas situaciones que lo obligaran a proceder o a expre¬
sarse forzadamente.
— Cuéntame algo —pidió Maruja, suponiendo que ése era
un medio para descubrir qué había en él.
— ¿De qué. pues?
— De lo que se te ocurra, de cualquier cosa — dijo, pero lue¬
go especificó—; De tu trabajo, por ejemplo.
— Bueno, he sido albañil... Nada más...
— ¿Y ahora, no?
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 53

Extrajo la cajetilla del bolsillo de su pantalón.


— Yo más bien estaba buscando un trabajo como és¬
te...—y le pasó un cigarrillo a Maruja.
— ¿Quiere decir que ya no eres albañil?
— ¡Claro que no! — repuso, por primera vez vinculado a sus
palabras.
— ¿Es tan fastidioso ser albañil?
— No se trata de eso. sino que uno, yo por ejemplo, no me
acostumbraba a estar metido en las construcciones. A cada
momento se me ocurría que ese trabajo no era para mí, y, por
otra parte, a nadie del grupo le gustaba mi situación; se
burlaban porque ninguno de ellos estaba en mi plan — hizo
una pausa, encendió un fósforo para Maruja y, no alcanzán¬
dole, otro para sí. Entonces dijo—: Además, había una cues¬
tión entre mi padre y yo...
Intuitivamente se abstuvo de preguntarle al respecto, y
comprobó que el muchacho quedaba indeciso, falto de estí¬
mulo al no contar con el empuje de una pregunta suya.
— ¿Quieres que te cuente?
— Sí — dijo ella.
— El asunto fue por una mujer que vendía fruta a la salida
de una de las construcciones.
— ¿Entre tu padre y tú? — preguntó Maruja.
— Eso mismo — dijo— . Al principio ella estuvo con mi padre;
pero después, sin que él lo supiera, empezó a buscarme...
— ¿Y tú te metiste con ella? — insinuó Maruja.
— ¿Qué querías que hiciese?
— Claro — dijo Maruja— , nadie diría no en un caso así.
— Nadie, pues.
— Y un buen día, tu padre los vio o se enteró, ¿no es verdad?
— Sí, así fue — dijo Alejandro.
— ¿Cómo? ¿Lo supo o los encontró?...
— Bueno —repuso después de forcejear, en cierta forma,
consigo mismo, buscando palabras—, nos encontró...
— ¿Haciéndolo? — preguntó Maruja, entusiasmada ante las
perspectivas de la situación.
Alejandro había tomado una pajita larga de la hendidura
del colchón y se escarbaba los dientes, distraídamente, entre
fumada y fumada; enarcando las cejas, dijo:
54 ENRIQUE CONGRAINS

— ¡Claro, haciéndolo!
— ¿Y entonces?
— Nos agarramos como hombres... ¿Te das cuenta?
-¡Por supuesto! -dijo Maruja, sin necesidad de hacer
esfuerzos de imaginación.
— Y desde ese día ya no volví a casa... Me fui con los del gru¬
po porque eso era muchísimo mejor. Además, en las cons¬
trucciones mi padre cobraba por mí y me tenía como a propi¬
na. En la última construcción yo ganaba ocho soles diarios,
pero sólo recibía una libra a la semana. El resto, me decía, era
por la comida, por la casa, y por las demás cosas...
— Con una libra no podías hacer nada — comentó Maruja.
— ¿Qué cosa, pues?
Con asombrosa rapidez Alejandro había rehecho el mo¬
desto y pacífico concepto que hasta ese momento le merecie¬
ra: volvía a tener presente el agresivo y tenaz muchacho que
observara en el camino y durante el regateo por el precio del
loco, e incluso, considerando ambos aspectos, a los que agre¬
gaba su relato, pensó que ella como mujer no tenía ninguna
posibilidad con él. Sin embargo, supuso impropio mostrar el
desaliento que le producían sus reflexiones, decidiendo en se¬
guida, sin mayor deliberación, proseguir adelante.
— ¿Y con el grupo ganabas plata?
— A veces sí, a veces no, pero con ellos la plata no tiene
mucha importancia. En realidad nos habíamos reunido con el
objeto de pasarla bien, simplemente.
— Pero sin plata no la pueden pasar bien — dijo Maruja.
— Pero trabajando mañana y tarde, todos los días, sería
peor. ¿Te das cuenta?
— Puede ser — dijo, no muy segura—. ¿Con el negro Manuel
conversaste alguna vez sobre sus ideas?
— Sí, esto de hoy día es una idea suya, por ejemplo.
— Entonces, ¿él te dijo que no iba a volver por acá?
— Dijo que tenía otros asuntos...
El recuerdo del negro Manuel no había disminuido en los
ocho meses que transcurrieran desde su intempestiva parti¬
da: su contagiosa alegría, permanente en él, y aquel proce¬
dimiento suyo de examinar personas y cosas valiéndose de los
más inverosímiles ángulos, dándoles la vuelta, conforme
decía, quedaba en ella como una herencia, susceptible de ser
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 55

utilizada. Sin embargo, entre el fluyente caudal de sus bri¬


llantes observaciones, las que sin excepción concernían a to¬
dos menos a él mismo, y la suma de sus actitudes y desempe¬
ños, había una divergencia que Maruja no lograba esclarecer
ni con la ayuda de su sistema.
Pero, de acuerdo con sus últimas resoluciones, no le eran
útiles ni los principios del negro Manuel ni tampoco su lejano
afán de encontrar un mayor sentido a las cosas.
Calculó la hora y el margen de tiempo de que aún disponía,
teniendo en cuenta el regreso de la dueña.
— Te has demorado bastante en poner en práctica el nego¬
cio del negro Manuel — dijo Maruja.
— Bueno, no creas que sólo hoy se me había ocurrido. En
realidad, todos los del grupo ya sabíamos la cuestión, pero
nunca hubo oportunidad...
Nuevamente consideró oportuno aproximarse, decidiendo
hacer caso omiso a la indiferencia de Alejandro.
— Vas a estar sobrado de plata — le dijo con una sonrisa. Se
hallaban juntos, hombro a hombro, y ella tenía sus piernas
recogidas sobre el colchón. Él, de súbito, inició un furioso ata¬
que con el taco de su zapato contra la cubierta de barro del
techo.
— No tanto, un poco no más — repuso él.
— Ya habrás pensado en lo que vas a gastar — insinuó Ma¬
ruja, observando el cono que iba produciendo en el piso del
techo.
— En cierta forma...
Hubo una pausa. Maruja arrojó lo que quedaba del cigarri¬
llo. El vigor de sus deseos ascendía a través suyo, enmude¬
ciéndola.
— Dime algo — dijo luego de un rato: no había logrado que
Alejandro la mirase.
— ¿Cómo qué? — preguntó el muchacho.
— Hace un momento dijiste que yo también te gustaba,
¿no?
Alejandro hizo un ademán vago con las manos. Ahora sus
pies estaban quietos, uno encima de otro, junto al Inútil orifi¬
cio. Supuso que él, a su vez, entendía lo fantasioso y absurdo
que era defender una situación cavando un hueco en el techo
56 ENRIQUE CONGRAINS

de SU covachita, pues ya se levantaba, mirándola fijamente,


como si imaginara en ella intenciones de impedírselo.
— Sí - admitió en cuanto hubo retrocedido hasta el borde
del techo—, pero ahora tengo que bajar.
Maruja puso su mano sobre el colchón, dándole repetidos
golpecitos.
— Me hubiera gustado que te echases aquí, conmigo — dijo,
pero viendo el rígido semblante, en donde había mezcla de
susto y vergüenza, ya que enrojecía gradualmente, agregó—:
Yo quiero ser bien cariñosa contigo.
— Claro — dijo, y de pronto Maruja observó cómo recupe¬
raba el dominio de si mismo— , pero se trata del loco que traje.
— ¿Qué pasa con el loco?
— ¿No te das cuenta?
— No —repuso, urgida en decidir la conveniencia de pa¬
rarse, para imposibilitarle el descenso o las ventajas de per¬
manecer recostada en el colchón, lo que según su criterio
constituiría una permanente y estimulante invitación a que el
muchacho procediera de acuerdo a los antecedentes que le re¬
latara de modo tan espontáneo.
— Me refiero a que ya es tiempo que me ocupe del loco. De
repente hace algo — dijo, arrodillándose en el borde del techo,
frente a ella, de espaldas a la pared, conforme a su explicación
respecto a la manera de bajar.
Maruja se levantó.
— Por ahí no está el saco de aserrín para que saltes — dijo,
tomándole por el brazo.
— ¿Dónde, entonces? — preguntó: ya tenía una pierna a lo
largo de la pared.
— Por aquí fue que subimos, pero por ahí se baja — y Maru¬
ja señaló el sitio exacto, marcado por una equis trazada en el
borde del techo, aunque no pensaba permitirle el descenso.
— Tienes razón —dijo Alejandro con una frialdad morti¬
ficante, a pesar de la cual eUa no se detenía a descubrir su ori¬
gen, convencida de que sería algo inútil en relación a su ur¬
gencia.
Una vez que Alejandro se hubo parado, le impidió llegar a la
equis.
— Olvídate del loco. La obligación del zambo es cuidarlo.
— Él no lo conoce — repuso.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 57

— Tampoco necesita conocerlo, palabra.


— ¿Crees? — preguntó Alejandro con una especie de son¬
risa.
— ¡Claro, si para eso lo tiene la vieja! - exclamó Maruja.
— Bueno, pero de todos modos voy a bajar - dijo Alejandro.
— Ven -repuso Maruja, casi tentada a aceptar su derro¬
ta—; echémonos juntos.
— Sí, pero tú no comprendes...
— ¿No te gusto, verdad?
— No, no es eso...
— ¿Entonces? — dijo, estando dispuesta a que luego no que¬
dara nada del colchón.
Alejandro puso sus manos en la cintura, pero en seguida
extrajo la cajetilla de cigarrillos.
— ¡Ahora no!
Alejandro pisó con fuerza el techo. Volvía a sonreír, aunque
no como cuando hubo cerrado el precio del loco.
— Esto no parece muy seguro — dijo.
— Nos aguantaría perfectamente... Así como hemos estado
conversando en el colchón...
— No sé — dijo Alejandro—; pero ahora no tengo muchas
ganas...
— No te creo eso —afirmó, pese a que su seguridad era
ficción que creaba para su propio consumo.
— Verdad... Lo que pasa es que anoche estuve con una
chica...
— No, no te creo — repuso, obstinada en negar todo, incluso
sus deseos.
— Sí; pero hoy día, en la mañana, estuve de nuevo, también
— dijo, y pudo llegar sin dificultad a la equis.
La apatía reemplazaba al ardor que mantuviera durante su
ofensiva, y viendo a Alejandro arrodillarse, supo que en cuan¬
to quedara sola, la parte peligrosa de sus sentimientos la
inundaría. Empero, subsistiendo en ella un orgullo tamba¬
leante y ofendido, dijo:
— No es cierto nada de lo que me dices...
Entonces, admirada, escuchó que Alejandro, ya a punto de
saltar y con medio cuerpo fuera de su vista, le preguntaba:
— ¿Cómo sabes?
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1^*^ .-“V . ^ í- ’ ■•■^xií4úf ^m'Cf:X^-«rv-; -
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES

Fuera del lavadero, Alejandro había encontrado un marco


de inocencia para desarmar a Maruja. Yendo tras él, con unos
minutos de retraso perdidos en el restablecimiento de pro¬
pósitos, lo halló sentado a horcajadas sobre la tapia que
flanqueaba el camino, con un cigarrillo en los labios y chico¬
teando el aire con una rama. Al verlo, detuvo su ímpetu, pero
luego no hubo indecisiones: subió, sentándose junto a él, con
las piernas hacia afuera, hacia el verdor de la chacrita, de
espaldas al camino.
Al principio no dijo nada, pero confundida por el entu¬
siasmo con que resonaban los chicotazos, buscó el asunto:
— Quiero que me expliques todo...
Entonces, llegándole la inmovilidad del brazo, supo que sus
deseos eran aptos para derrumbar la inofensiva y mansa
estructura de aquel decorado, para transmitirse al muchacho,
para obtener un objetivo común, íntimo.
— No hay mucho que explicar — dijo.
La derrota, la vergüenza que expresaba el tono, más que las
palabras, la conmovieron e intuyó la necesidad de rehabili¬
tarlo plenamente.
— Pero en el fondo no me interesa. Lo que yo quiero es que
tú estés conmigo y yo contigo. Me gustas como nadie, pala¬
bra — dijo, golpeando su pie con el suyo.
A través de furiosos chicotazos, fue eliminada la última
energía que dificultaba la rendición. Exhausto, confesó:
60 ENRIQUE CONGRAINS

— Pero es que anoche no he estado con ninguna chica... Ni


en la mañana tampoco...
— Mejor, entonces - repuso, segura y casi alegre.
Alejandro no había terminado aún:
— Eso que te conté de mi papá también fue mentira...
A su vez. el tono la traicionaría:
— ¿Y eso qué más da?
— Seguro te parezco un sonso...
— El que sean mentiras, no quiere decir nada. Otras veces sí
habrás estado con chicas — dijo, convencida de la posibilidad.
Pese a sus esfuerzos, parecía que Alejandro hubiera encon¬
trado un filón para proseguir la defensa: luego de la derrota en
su covachita. la táctica era desarmarse, cercenando cualquier
vestigio de hombría.
— Tampoco, nunca en mi vida...
Se le hizo urgente dar con una frase sincera, que recono¬
ciendo lo desusado de la situación, la justificara en parte. Pe¬
ro resultaba necio sugerir dificultades para encontrar una
persona al gusto de uno. Eludió el problema, transfiriéndolo
a los minutos próximos:
— Tendría que saber la razón para darme cuenta...
—A mí siempre me había provocado estar con una mucha¬
cha...
Asintió, sonriéndole. La rama había quedado atravesada
sobre la tapia, y delante suyo Alejandro intentaba descubrir
un sistema decoroso, un resto de dignidad aplicable a su caso:
el cercenamiento hundía su filo a mayor hondura que las pa¬
labras. sólo externas, representativas, y de pronto él se supo
cobarde para aceptar aquella forma de suicidio: y supo tam¬
bién que no era dueño de sus palabras, que algo químico,
ácido, las distribuía, concatenándolas sin que ciertos chispo¬
rroteos suyos, valientes y audaces, intervinieran.
— ¿Y? — preguntó Maruja.
— No sé qué me ha pasado hoy día...
A ella le fue evidente que él lo sabía. Pero como no era
indispensable que lo comunicara en ese momento, propuso:
— ¿Por qué no te olvidas de eso y vamos a mi covachita?
— ¿Te parece? — preguntó; mas ya debía estar acostumbra¬
da a sus reacciones—: En realidad, me parece que soy un ca¬
so fregado — dijo serenamente, sin inmutarse.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 61

— ¿Cómo así?
— Bueno, todo viene de la vez que mi padre me pasó esa
mujer...
Lo interrumpió:
— Pero tú dijiste que eso era mentira...
— En la forma que te lo conté, sí; pero la cosa sucedió de un
modo distinto.
Lo que hasta entonces permanecía inexpugnable, sometido
a la esperanza de obstruir el aniquilamiento, ahora afloraba
dispuesto a la revelación, para oponerse a aquella voz, a aquel
cuerpo empeñado en llevarlo al caos de la prueba.
— Cuéntame, pues — dijo Maruja más por oírse que por ani¬
marlo, pues ya no había problema en ello.
— Yo no le quité la mujer a mi papá... Él me la pasó a mí por
su propio gusto —explicó. Tras la corteza de automatismo,
estaba el hielo del temor, del espanto; no obstante prefería
perecer por segunda vez en una catástrofe renovada, extraída
del pasado, que ensayar el triunfo de su sangre nuevamente,
inmediatamente: en el futuro, en la primera bifurcación del
actual derrotero, esperaba un nuevo cuerpo, al que desde
hacía años venía cargando de obligaciones, proyectos.ven-
ganzas—. Un día, al salir de la construcción, me la presentó.
Yo la conocía de vista, y la noche anterior mi padre había
querido saber si me gustaba. Yo le dije que sí, porque ésa era
la verdad. A la mañana siguiente me citó a la casa de ella, pa¬
ra las ocho de la noche. Fui y, delante suyo, dijo que yo era el
más hombre de sus siete hijos, el más macho. Y se fue, de¬
jándome. Antes de salir me recomendó que no estuviera con
rodeos, que le entrara nomás.
— Tú te fuiste entonces, seguro... —dijo Maruja, imagi¬
nando que de ser cierto, a él le sería arduo contarlo.
— No, me quedé. Al principio pensé que era indispensable
seguir el consejo de mi padre, pero después me dije que muy
bien podía haber estado con una muchacha un rato antes,
y que en seguida no iba a estar con otra.
— ¿Y eso fue todo?
— Yo pensaba que sí, pero cuando llegué a mi casa, mi
padre me preguntó que qué tal me había ido, y yo le dije que
bien. Me preguntó si me había gustado, y yo le dije que sí. Es¬
peraba eso, pero no que me ordenara ir todos los días. "Bueno,
ENRIQUE CONGRAINS
62

es tu mujer de ahora en adelante", me dijo. Pero al día siguien¬


te, al mediodía, me buscó. Había ido a donde ella a averiguar
mi comportamiento... ¿Te das cuenta?
Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
-Yo le dije eso, que había estado con una chica poco antes
de ir y que no me dieron ganas... Me dijo que no importaba,
pero que esa noche ya tenía que ser...
— ¿Fuiste?
— Bueno, por una parte yo no quería — y de súbito cortó la
fluidez de su relato.
Viéndolo enmudecido, ferozmente succionado por lo que
resucitaba con tanta serenidad, comprendió que nada sería
suyo hasta que no consiguiera librarlo de esa amenaza.
— ¿Pero por qué no querías ir? — le preguntó.
— Ya me había hecho la idea de hacerlo ese día por primera
vez, cuando empiezo a pensar que todo lo que hiciera, desde
el principio hasta el final, lo iba a saber mi padre. Eso me
bastó.
Intuyendo que al término esperaba la aprobación experta y
maligna de un juez cuya familiaridad sólo concernía al rostro,
había decidido aquella vez que ni ése sería el día ni ésa la
mujer.
Proseguía:
— Me bastó, porque desde ese momento se me quitaron to¬
das las ganas, y ya me resultaba imposible el asunto. No
sabía qué hacer, y le cuento a un amigo, a un tal Fico, y él me
dice que lo lleve donde la mujer, que él va arreglar en una
forma tal, que, al hacerlo, ella se comprometa a no decir nada
a mi padre, me porte como me porte yo. Vamos a la casa, se la
presento, y al poco rato salgo con un pretexto cualquiera. Asi
habíamos arreglado. Pero pasa como una hora, y nada. Pa¬
sa más tiempo todavía, y Fico no salía de la casa. Ya estaba
a punto de entrar, cuando se aparece mi padre. "Cómo — me
dice—, yo creí que tú ibas a estar adentro". Seguramente me
quedé callado o puse una cara demasiado rara, porque se me¬
tió a la casa a ver qué es lo que había. Resulta que Fico esta¬
ba en la cama con la mujer, y así los encontró mi padre. Pero
la cosa no fue con ellos, sino conmigo. Que era un maricón, un
imbécil, un mismísimo mierda. Y desde ese día no me habló
más y tampoco quiso mirarme. Por eso fue que lo mandé al
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 63

diablo y me fui con los del grupo. Por eso dije que yo era un
caso fregado...
Fuera del lavadero, sobre la tapia, las palabras de Alejandro
obtenían ya lo que ese candoroso escenario no lograra: venci¬
da por la miseria física del relato y porque en cierta forma
intuía que eso era más que relato o incidente, para ser la ba¬
se de un vasto e irremediable destino, contra el cual sería irre¬
verente luchar. Maruja pensó que nunca había creído que la
cosa fuese así, y en un instante, completamente decaída y
abrumada, estuvo a punto de decirlo, cuando una recia y
pesada mano cayó sobre la pierna de Alejandro.
Ambos voltearon hacia el camino.
— ¡Fico! — exclamó Alejandro.
— ¿Dónde está? — preguntó Fico.
Durante un compacto borbotón de segundos, Alejandro
quiso eludir la pregunta: pero también en esta oportunidad
saldría impotente para la mentira, para la deformación.
— Allá, en el lavadero — repuso, mirándola a ella.
— Ya está todo arreglado — complementó Maruja.
— ¿Cuánto? — preguntó Fico.
Tuvo la impresión de que el espectacular desarrollo físico
del muchacho había sido logrado a costa de sus propios
huesos y músculos, que no obstante lo generoso de sus pro¬
porciones, aparecían consumidos, dilapidados a causa de un
rápido y tenaz crecimiento.
— ¿Cuánto han dado? — volvió a preguntar.
Alejandro se sobrepuso, pudo.
— Fico es de nuestro grupo — le dijo a Maruja—. y juntos
estuvimos trayendo al tipo. Como ha sido lo más bravo del
mundo traerlo hasta acá, nos turnábamos para descansar
o comer. — Y agregó, cambiando de tono—: Vamos a medias
en el asunto — diciéndolo como si el compartir la ganancia los
nivelara, identificándolos.
El muchacho substituyó la agresividad de su pregunta por
un modo más efectivo:
—A ver los cuatrocientos soles...Es lo más importante de
todo...
— Uno podría pensar que los tipos estos tienen un precio
fyo. así como pueden tener los papeles o trapos que uno
encuentra en los basurales - intentó explicar Alejandro.
64 ENRIQUE CONGRAINS

Maruja, viendo cómo se acumulaba en el rostro de Fico una


fuerza educada para irrumpir, explosionar, prevalecer, dijo
lentamente, casi con magia en la voz:
— La vieja necesita a los locos para que le trabajen. Pero son
locos. Unos trabajan más, otros trabajan menos. Unos son fá¬
ciles de manejar, otros resultan un verdadero problema. Por
eso la vieja siempre los prueba. Si le gustan, si le parece que
convienen, puede dar hasta más de cuarenta libras.
Fico, ya diluida a través de su desordenada corpulencia la
violenta fuerza que apareciera en su rostro, dijo con tranquili¬
dad:
— Entonces... ¿no han sido cuarenta libras?
Alejandro arrojó la ramita, saltando al camino.
— El loco no funcionó en ningún momento... eso es lo que
pasó — y con una torpe y endeble indignación fue pateando las
piedras sepultadas en el polvo—. Maruja, una amiga que tra¬
baja en el lavadero, y que te la quiero presentar, ha visto todo.
Ella te puede contar, ella ha visto cómo fue el asunto.
Fico lo tomó del brazo, aquietándolo.
— No interesa cómo fue, sino cuánto fue. Ese es el único
asunto.
Maruja saltó al camino, dispuesta a recalcar los elementos
de una pequeña y útil farsa.
— Mucho gusto de conocerte, también podemos ser ami¬
gos...
— Mucho gusto — dijo el muchacho, extendiéndole la mano.
— ¿Fuiste amigo del negro Manuel? — le preguntó.
-Sí -repuso-: él era amigo de todos nosotros, pero no
pertenecía al grupo.
-Alejandro dice que ustedes tampoco lo han visto última¬
mente. Quisiera saber qué es de él, qué cosas anda haciendo
-y con sus palabras pretendía amontonar tiempo para que
Alejandro reagrupara cualquier fuerza o recurso existente en
sus vulnerados dominios.
— No sé — dijo Fico- , pero alguien me dijo una vez que lo
habían visto por el norte.
— Él era de ahí, de Chiclayo — prosiguió cubriendo de pala¬
bras los silencios, amenazantes y peligrosos para Alejandro,
aunque ella los encontraba tensos, difíciles, y, por ello mismo!
dotados de nobleza y encanto.
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES 65

— Pe Chiclayo, ¿no? — musitó Fleo, pero no tenía nada que


ver con lo que preguntaba.
— ¿Y tú de dónde eres? — dijo ella.
— De acá, de Lima, nomás —y dio una vuelta en redondo,
haciendo polvo con sus pies.
La armazón de su macilenta y efímera farsa, así como la
magia con que intentara sostener la perdurabilidad de su voz.
habían fracasado: los movimientos de Fico. su creciente agita¬
ción abastecían el pánico que horadaba en el rostro de su ami¬
go Alejandro.
— ¿Pero quién de ustedes fue, en realidad, el que descubrió
al loco? — preguntó Maruja con plena conciencia: si de mane¬
ra tan visible y palpable el asunto se reintegraba a las manos,
a la silvestre corpulencia del muchacho, ella probaría diluirlo,
amenguarlo mediante una lenta irrupción desprovista de sú¬
bitos y malignos impactos.
— ¡Yo! — exclamó Alejandro—. Pero no fue ni hoy ni ayer.
Hace dos noches estábamos cuidando carros a la salida de un
cine de estreno que hay por la plaza Dos de Mayo, cuando lo vi
tirado en el suelo, ni más ni menos que un borracho de tantos.
Termina el cine, se va la gente, y con disimulo vimos qué cosas
tenía en los bolsülos. Nos pareció raro encontrarle trapos de
colores, una lagartija muerta, una honda, pero nada de plata
ni de papeles. Tampoco olía a borracho. Entonces decidimos
despertarlo. Fico pasa corriendo y lo patea. Después me
acerco yo, como si fuera una persona que camina por la calle,
y le pregunto que si quiere que lo ayude a levantarse. Ahí fue
cuando me di cuenta que no era un borracho, sino un loco, un
loco como los que nos había contado el negro Manuel que
conseguía para la vieja de acá.
— ¿Y entonces comenzaron a traerlo para acá?
— Sí — repuso Fico con una especie de sonrisa, dándole
a Maruja la impresión de que tímidamente substituía la ga¬
nancia por el mérito.
— ¡Un poco más de dos días! — prorrumpió Alejandro con un
drástico orgullo, aunque éste concernía a su actuación y no al
penoso y envilecido viaje en pos de las metas fijadas por el ne¬
gro Manuel.
66 ENRIQUE CONGRAINS

— ¡Dos días íntegros con el loco es algo que sobradamente


vale las cuarenta libras! - exclamó Fico, abrazando a Ale¬
jandro— . ¿No es cierto, socio?
— Sí — dijo Alejandro— ; pero la próxima vez debemos conse¬
guir un loco que esté domesticado — pronunció débilmente,
pugnando por agrietar el sordo abrazo de Fico.
— ¡Me gusta tu fuerza! —dijo Maruja: pero sus palabras
fueron impotentes.
— No es toda la que tengo —y en vez de mirarla a ella, se
consagró al caótico rostro de Alejandro.
El abrazo de Alejandro mantenía la afable apariencia de
una camaradería desbordada por algún triunfo, y se mantenía
así, oscilando entre lo que semejaba una leal competencia de
poderíos enfrentados y lo que parecía un cándido y bien pre¬
visto número circense de destrozo físico: ella era la espectado¬
ra, y el pernicioso juego de Fico consistía en prolongar al
máximo la resistencia de ambos, pues de pronto le fue evi¬
dente que mientras él dosificaba la opresión de sus brazos, re¬
frenando el pleno estallido de su furor, Alejandro, por un
exhausto decoro que renacía ante su presencia, batallaba por
no exteriorizar todo el daño que absorbían sus costillas y
pulmones.
— ¿Así que no era cuestión de precios fijos? ¿Asi que el loco
no funcionó en ningún momento? — le preguntó Fico, y las
manos de Alejandro dieron un incoherente vol tere tazo.
Claudicando, Aejandró la miró.
— Sí — dijo ella—: pero ha sido por Aejandro que se ha saca¬
do lo que la vieja no pensaba pagar.
— ¿Cuánto? — preguntó.
Hubiera preferido eludir la respuesta, pero decidió que pa¬
ra el mismo Alejandro era preferible terminar, cualquiera que
fuese la culminación que adoptase Fico para su innata y
empedernida furia.
— Veinticinco libras —pronunció lenta y suavemente,
mirándolo con fijeza— . Pero yo que conozco a todos los locos
del lavadero, puedo decir que no valia esa cantidad. Ha re¬
sultado un loco muy fregado, muy difícil.
-¡Veinticinco libras! -despreció Fico. Y suspendiendo
a AeJandró, levantándolo, antes de arrojarlo al suelo, lo
hundió despiadadamente contra sí.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 67

Abajo, despojado de pensamientos, revuelto en el polvo,


Alejandro se readaptaba maquinal y dolorosamente al aire,
a la respiración.
— Esto podría ser el comienzo de un buen negocio para
ustedes — dijo Maruja, evitando mirar hacia el sueño; soñaba,
ya, con verlo rehecho, fortalecido sin necesidad de palabras
y farsas suyas—. La próxima vez, antes de perder tiempo con
un loco, deben estudiarlo bien y darse cuenta si podría
servirle a la vieja. Entonces sí serán las mismas cuarenta
hbras que le daba al negro Manuel.
— ¡Veinticinco libras! — repitió, y con sus pies hizo y amon¬
tonó polvo sobre la desdichada expresión de Alejandro.
— ¿Poco? — dijo ella, probando atraer sobre sí el rencor de
Fico.
— Había quedado con Alejandro en encontramos a la entra¬
da del lavadero, antes de arreglar el precio del loco. En reali¬
dad — prosiguió ahora próximo a la calma, a la espera—, el
asunto no es conmigo solamente porque en el grupo de no¬
sotros no hay lugar para los negocios personales. Yo no le he
hecho nada — y el sobrio golpe que propinó a Alejandro tuvo
una renovada y espesa cubierta de polvo—, pero todavía falta
el resto de los socios.
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NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES

VI

Sobre el suelo, Alejandro proseguía asimilando a su rostro


un vasto contenido de culpabilidad, que afloraba a sus ojos
entremezclado con la penosa convicción de haber sido víctima
de una abominable y ostentosa furia.
— ¿Se ha ido? — balbuceó, mirándola.
— Se ha ido para el lavadero — repuso Maruja, inclinada so¬
bre Alejandro, descubriendo que él, inmóvil y destruido, había
perdido conciencia de su sexo y de sus músculos, hallándose
amenazadoramente predispuesto a sentirse cosa, escombro.
— ¿Qué ha ido a hacer?
— Dijo que iba a ver cómo era el lavadero y se fue, nomás
— refirió ella.
Se irguió un palmo, escupiendo el polvo que tan honda¬
mente lo desbaratara luego del mortífero abrazo de Fico: ca¬
rente de trabas, Alejandro escupía con audaz naturalidad,
escogía el rastrero camino de lo irremediable.
Intentó una vil sonrisa:
— Él es así —y entonces, descubriéndose apto, desenvolvió
con amplitud su desleal recurso—: En el grupo siempre juga¬
mos así; cada uno se vale de una maña especial, Fico, cuando
algo no sale del todo bien, se entretiene haciendo su abrazo
del oso.
— Y tú —preguntó Maruja, casi harta de hacerle conce¬
siones— , ¿qué maña tienes?
Alejandro se sentó, y como si el polvo que lo cubría fuera
algo habitual e insignificante, empezó a anudar el cordón de
sus zapatos; después dijo lentamente, con agrado:
70 ENRIQUE CONGRAINS

— Debajo de la oreja, ahí clavo el dedo y nadie aguanta eso.


También conozco otros sitios en el cuerpo, en los brazos, en la
mano; pero debajo de la oreja es donde me da más resultados.
Entonces decidió completar su destrucción o descubrir en
él alguna centelleante veta.
— ¿A qué hora van a venir los otros muchachos del grupo?
— le preguntó.
— ¿Van a venir?
— Fico dijo que no te había hecho nada, pero que todavía
falta el resto de socios. ¿El asunto del loco no era entre tú y
Fico solamente?
— Ellos también —admitió, emergiendo penosamente de
una turbia y melancólica pausa.
— ¿Y van a venir? — prosiguió devastando.
— Si Fico tuvo tiempo de avisarles, ya deberían estar por
acá...
— Y si vienen... ¿qué pasa? — machacó ella.
Alejandro no contuvo una mirada poderosa y clemente con
la que pretendía descifrar la fuente de su perversidad: pero,
no obstante que la percibió pura, íntegramente consagrada
a su salvación, aunque brutalmente decidida a levantarlo
o a hundirlo esa misma tarde, prosiguió desarrollando su
torpe y lamentable juego.
— Nada, pues — dijo él, conociendo en el rostro de Maruja,
desde sus palabras iniciales, lo inútil de su escape—. Puede
que por broma se hagan los amargos, así como Fico; pero
después se olvidan del asunto. No todo va a salir como uno se
lo imagina.
—Aveces sí sale, cuando uno se lo propone.
— ¿Tú crees que la vieja hubiera dado cuatrocientos soles
por el loco?
Maruja se quitó su gorrita roja, poniéndosela en las manos.
— Limpíate de una vez — le dijo.
Alejandro hizo girar la gorrita sobre la punta de su índice y
luego la dejó caer sobre sus piernas.
— Se me ocurre que al negro Manuel le daba cuarenta libras
porque tenían una especie de contrato entre ellos. En cambio,
nosotros nos hemos presentado de imprevisto: nos hemos me¬
tido en el negocio sin arreglar antes el precio, todos los deta¬
lles del asunto.
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES 71

— En realidad — dijo Maruja, mientras se obstinaba en po¬


nerle la gorrita entre sus dedos—, tú solo te presentaste de
imprevisto. Ellos no han tenido nada que ver.
— Bueno, sí — reconoció, en tanto hacía girar nuevamente
la gorrita entre sus dedos—; pero eso no tiene nada que hacer,
pues de ningún modo la vieja hubiera dado más. Veinticinco
libras es lo que vale el loco ése.
— No sé — dijo ella—, pero me pareció que tuviste una fa¬
lla...
-¿Yo?
— Tu falla fue discutirle a la vieja, aceptarle que el loco po¬
día tener diferentes precios — le dijo precipitadamente, pues
ya había decidido intentar su salvación valiéndose de otras
temperaturas, amenazas, desafíos.
— Si el loco hubiese funcionado, en este momento serían
más de cuarenta libras — aseguró Alejandro.
— No — repuso Maruja, agotando las últimas palabras de un
agotado filón—; la vieja sabe perfectamente por qué lado no
funciona un loco. — Y sobre el polvo que lo cubría y el silencio
que lo mermaba, ella procedió a socavar por una vía honda, ri¬
gurosa, definitiva, jubilosamente próxima a la carne y a la
- sangre del muchacho— : Limpíate de una vez, porque no lo va¬
mos a hacer estando tú así de sucio.
Alejandro no preguntó qué iban a hacer y, según presumi¬
ría ella minutos después al retomar ambos hacia el lavadero,
tampoco tuvo brío para imaginarlo; con golpes monótonos, co¬
mo si el espanto o el deseo pertenecieran al dominio de otra
raza, fue sacudiendo su pantalón y su camisa, incorporando
al color rojo de la gorrita el persistente y oscuro polvo del ca¬
mino; pero, de pronto, un largo sübido lo puso tenso.
— ¿Qué pasa? — le pregunto Maruja.
Sin repliegues, carente de recursos y escapatorias, Ale¬
jandro la miró, olvidando que desastres mayores, más
completos, recónditos, amenazaban acontecer en los brazos
de ella que en los pies y puños de ellos, el resto de socios.
— Por el sübido — dijo todo él pendiente de los ruidos que
surcaban el aire—, me parece que son ellos.
Se pararon simultáneamente.
La decepción, un sentimiento tan físico como el hambre o el
agotamiento, avanzó sobre Maruja, deteniendo sus ansias
72 ENRIQUE CONGRAINS

y anulando su esperanza de redimirlo a través de su cuer¬


po.
— Entonces... ¿nada? — le dijo.
Alejandro admitió nuevamente el peligro, el penoso desafío
con que Maruja lo retaba.
— Con ellos acá, ¿cómo, pues?
— En realidad — le sugirió— , si dejas que Pico les cuente lo
de la venta del loco, y si te presentas dentro de un rato, ya les
habrá pasado la amargura.
— ¿Tú crees? — preguntó Alejandro.
— Claro —repuso Maruja—, porque si tú estás en el mo¬
mento que ellos se enteran que han sido doscientos cincuen¬
ta soles, de repente se la agarran contigo.
— Bueno, por ese lado sí tienes razón — admitió él.
— Y además, mientras ellos se enteran del asunto y se tran¬
quilizan, nosotros lo hacemos...
— Alejandro no tuvo tiempo para asimilar sus palabras:
detrás de la tapia apareció la cabeza y en seguida el cuerpo de
un muchacho.
— ¡Hey, Alejandro! —gritó alegremente antes de saltar al
camino y de correr hacia ellos.
— Hola, ¿qué haces? — dijo Alejandro, pervirtiendo un in¬
tento de sonrisa.
— ¿Es verdad lo que dijo Pico del loco? — habló atropella¬
damente, casi sin mirarla.
En los ojos de Alejandro afloró una cobarde tentación que
ella, habiéndose remontado en su esperanza de librarle del
polvo, no pudo admitir,
— ¡Claro que es cierto! — exclamó Maruja, conteniéndole su
impulso de negar.
— ¿Entonces, no era mentira? — preguntó el muchacho.
— No —prosiguió ella fyando con exactitud los hechos—;
todo era verdad y el loco ya está trabajando en el lavadero.
— ¡Hermanito, qué lindo lo han hecho! —prorrumpió el
muchacho, abrazándose, fastuosamente alborozado, a Ale¬
jandro.
El segundo abrazo del día, en vez de humillarlo y confun¬
dirlo con el oscuro polvo del camino, lo desconcertaba, aislán¬
dolo fríamente dentro de su inepto cuerpo; pero aún faltaba el
tercer abrazo, los blandos movimientos rítmicos y simétricos.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 73

las hondas superficies líquidas, el galope, el ardiente e impe¬


tuoso desborde galopante.
Disminuida la enérgica alegría de su compañero, Alejandro
soltó la pregunta:
— ¿Y ellos... dónde están?
El muchacho retrocedió un paso.
— Hablando claramente — dijo—, no le creyeron a Fleo y por
eso me mandaron a mí para que viese qué había de cierto.
Ahora tengo que ir a avisarles para que vengan. Cuando les
cuente que era verdad que en este lavadero compraban locos,
todos van a querer venir.
— Claro — dijo Maruja, eligiendo las palabras más duras y
eficaces—, todos van a venir.
El muchacho miró hacia arriba.
— Vamos a volver muy tarde si no regreso en seguida — dijo
en tanto se aproximaba a la tapia.
Ambos permanecieron mudos, viéndole desaparecer y
escuchando el crujido de ramas y hojas que produjo al caer al
otro lado.
— ¿Vendrán? — le preguntó ella.
— Vendrán, pues — repuso Alejandro.
Se aproximó, rozando su seno contra el brazo de él.
— Nosotros, ahora — dijo Maruja.
Él permaneció mudo, y su mirada, cuando lograba romper
la invencible tendencia a volcarse hacia adentro, parecía dar
tumbos.
— Nosotros, ahora — repitió Maruja, tomándole la mano: pe¬
ro no era su propia mano ni el temor al resto de socios lo que
debía llevarle hacia ese especie de fuga. Su cuerpo, el endemo¬
niado peligro de fracasar en el nudo de sus piernas y brazos, y
a pesar de ello, la lúcida determinación de rescatarse del
polvo, eran los únicos móviles dignos, nobles.
— ¿Ahora? — preguntó él, obstinado en afectar el inevitable
tránsito de los hechos.
— Claro, ahora mismo — dijo Maruja, suprimiendo de sus
palabras todo exceso de entusiasmo, de júbilo, pues quería
que estos sentimientos nacieran en Aej andró sin interfe¬
rencia suya.
Lentamente, y no como dos que buscan un sitio dónde ha¬
cerlo, avanzaron en dirección al lavadero.
74 ENRIQUE CONGRAINS

-¿Fico no estará por ahí? -preguntó Alejandro, dete¬


niéndose.
— Seguro que ahí está... — reconoció ella.
— ¿Y entonces?
— ¡Que se dé cuenta que lo vamos a hacer! — dijo, casi con fe
en Alejandro.
— Lo tomaría a mal...
— ¿Y qué nos importa Fico? — exclamó Maruja, intentando
enfrentarlo con lo osado, con lo definitivamente temerario.
— No es que nos importe, sino que le podría molestar ver
que lo vamos a hacer.
— Molestan muchas cosas. Molesta, también, que a uno lo
tiren al suelo como a cualquier cosa, ¿no te parece?
— Bueno, según como se mire —repuso Alejandro, y se
aproximó a la tapia, asomando: en el otro extremo de la cha-
crita, su compañero avanzaba con dificultad a través del verde
follaje del sembradío.
— Está yendo — le dijo Maruja.
— Sí, pues — dijo él.
Lentamente volvieron al centro del camino, re iniciando la
marcha hacia el lavadero, y la lentitud, la triste e inasible
resistencia en la que se refugiaba él, amenazó con instaurar
un dominio indolente y abatido sobre Maruja: ausente la so¬
bria crueldad de Fico y el relampagueante entusiasmo del
compañero de Alejandro, las vastas tentaciones con que
hubiera podido abrumarlo no encontraban objetivo, se per¬
dían en un sólido vacío, tras el cual no había, ahora, ni terror
ni cobardía.
— Detrás del lavadero —dijo Maruja—, hay un caminito
para bajar hacia el acequión. Abajo tengo otra covachita y ahí
lo podemos hacer tranquilos.
— Ya sé — repuso Alejandro, no obstante ser la primera vez
que ella se lo decía.
Incapaz para el odio o para el amor, Maruja no sabía si su
pasividad ocultaba el preparativo para una nueva y súbita
escapatoria, o si dentro suyo hacía un honrado y consciente
acopio de fuerzas.
— Me gustas, verdaderamente — le dijo, intentando reforzar
esta posibilidad.
— Tú también — contestó Alejandro.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 75

La tibia oposición del polvo del camino fue reemplazada por


la tierra dura y apretada del lavadero.
— Trata de no hablar con Fico — dijo Maruja.
— ¿Y si me pregunta algo?
— Le dices sí o no, pero nada más.
Él se encogió de hombros.
Maruja le tomó del brazo, pegándole su seno. En la coci¬
nería, recostados contra unos toneles inservibles, Fico y las
dos chicas, Berta y Domitila, conversaban.
La furia de Fico había amainado, desaparecido, y Alejandro
de una sola mirada lo supo.
— Lucho ha venido a ver si era verdad lo del loco — dijo Ale¬
jandro con una alegría deliberadamente irresponsable,
acercándose al grupo.
Ella permaneció a unos metros de distancia, absorta ante
esa profunda cobardía verdaderamente incorporada al desti¬
no de Alejandro, deseando tan sólo conocer qué eficacia
tendría su cuerpo para derruir ese vertedero de ignominias.
Fico le dirigió una ojeada y luego prosiguió conversando en
voz baja con las chicas.
— Maruja le dijo que sí era verdad — continuaba Alejandro
a pesar del silencio de ellos—, y se ha regresado para traer
a todos los muchachos.
De pronto, el silencio — no obstante que ellos no cesaban su
rumorosa conversación— se hizo agresivo: pero Alejandro se
hallaba demasiado próximo al grupo para intentar un regreso
decoroso.
— ¿Aquí cocinan para los locos? —preguntó con displi¬
cencia, dando una vuelta en redondo.
Por un instante, el silencio adquirió contornos invulnera¬
bles: pero Domitila, la más débil y también la más pura, se
sobrepuso a la maldad de un pacto que no había requerido pa¬
labras previas.
— Sí, acá cocinamos — dijo penosamente y sin mirarlo.
Alejandro volvió a dar una vuelta en redondo.
— Está bien el sitio — dijo, en tanto daba unos pasos mi¬
núsculos y sin atreverse a darles la espalda. Luego, cerca de
donde le esperaba Maruja, agregó- : Cuando vengan los de¬
más muchachos, me dan la voz. Nosotros vamos a estar por
ahí — y señaló vagamente.
76 ENRIQUE CONGRAINS

Ningún puño había machacado sobre su rostro, y el polvo


no hacía predominar todo lo ruin y pusilánime que se oculta¬
ba tras su dócil repertorio de sonrisas: volvía a Maruja, y a ella
le fue evidente que esta vez no se trataría de sincronizar dos
tiernos y anhelantes movimientos con la finalidad de obtener,
ella, el dulce estremecimiento final, sino de rescatarlo a él. de
entregarle el dominio de su voz. de su sexo, de sus puños.
— ¿Para qué le hablaste? - le preguntó con dulzura, como
quien hablase a un hermano insensato que acostumbrara
apelar a malignos ídolos.
— Tenía que decirle... - repuso Alejandro, y. luego de una
pausa, extremó la envergadura de su juego— : Tú no sabes có¬
mo somos nosotros: y por la forma que se portó Fico hace un
rato, tú crees que yo debería molestarme, pero ya te dije que
cada uno de nosotros tiene su maña especial para cuando hay
que hacerse el caliente...
Maruja no conocía el empleo de los silencios progresivos ni
dominaba el arte de los recuerdos puntuales: así. pues, la vi¬
sión de su boca jadeante, de los pies de Fico amontonando
polvo sobre su cara, de su pecho hundido por la fuerza del
abrazo maestro, no pudo traducirse en palabras, limitándose
a rodearlo por la cintura: demasiados juicios sobre Alejandro
había rehecho en el transcurso de la tarde y ahora no espera¬
ba de él resurrección alguna previa a su carne.
Dentro del lavadero, sorteando los charcos de agua dejados
por los locos, pasaron detrás del zambo.
— Ahora, nosotros — volvió a repetirle Maruja, succionada
por el deseo de agigantarse, agigantándolo a él.
Ingresaron al corralito situado en la parte posterior del
cuarto de la vieja.
—Tenemos que bajar — le recordó Maruja, indicándole una
estrecha abertura en la cerca de latas y tablas.
Alejandro se aproximó. Abajo, a unos tres metros de distan¬
cia. se hallaba el cauce del acequión paralelo al río Rímac.
— ¿Abajo? — dijo él. pero Maruja ya conocía esa única varie¬
dad de sus recursos.
— Baja tú primero — le sugirió, dándole unos golpecitos en
la espalda.
Alejandro volvió a aproximarse a la cerca, y luego de con¬
templar el senderito casi vertical, dio una vuelta en redondo.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 77

idéntica a la que utilizara el minuto anterior, al estallar el si¬


lencio de Fico y de las dos muchachas.
— ¿Todas estas cajas son de pomos? - preguntó, dotado de
un admirable aire de inocencia.
— Sí, pomos — dijo Maruja.
Alejandro había abierto una de las cajas, extrayendo un po-
mito transparente, al que empezó a pasar de una mano a otra,
aumentando cada vez el trayecto entre ambas manos.
Maruja avanzó hacia él.
— Hagámoslo aquí — pronunció, sofrenando el temblor de
su voz.
-Y en tu covachita, ¿qué tal sería? - preguntó Alejandro,
inocente, imperturbable.
— Aquí, en serio — balbuceó Maruja.
El pomo cayó, rodando hasta la cerca; él quiso decir algo
o volver a girar lentamente sobre sus talones.
— Pueden venir — dijo al fin.
— ¿Te gusto yo?
-Sí.
— Agárrame, ¿quieres?
Alejandro alargó su mano, deteniéndola sobre el vientre de
Maruja y sin decidirse a descender, a tantear.
— ¿No te provoco nada?
— Sí — repuso él, buscando sus ojos, como para que ella lo
encontrara inútil, miserable.
— ¿Entonces...? —y se apretó a él con la cabeza inclinada,
desfalleciente.
Un extraño frío la hacía vacilar y retardaba sus movi¬
mientos. pero simultáneamente confería magia a ese abrazo
amenazado por la posibilidad de un doble fracaso. Llevó su
mano hasta la cintura de él, deslizando su pulgar entre la
oxidada hebilla de la correa y el pantalón, mientras sus dedos
caían, temblando.
Al descender, al palpar, encontró un botón casi desprendi¬
do, pegado a la sucia bragueta sólo por un par de hilos.
— Mira — dijo ella—. ¿lo arranco?
La rama con la que chicoteara el aire minutos antes, el
cordón de sus zapatos, el pomito transparente, el botón, esas
eran las cosas de las que él se aferraba.
78 ENRIQUE CONGRAINS

— Bueno — repuso Alejandro, como si el botón fuera lo más


importante de su existencia-: de todas maneras se va a caer,
y mejor me lo guardo.
Por un instante, Maruja creyó diluirse, perecer de ansias;
pero no estaban ahí, en el corralito, ya casi juntos, por ella,
sino por él: Alejandro debía llegar gradualmente al abrazo, a la
unión, al hondo fuego que le tenía reservado, y sólo aproxi¬
mándose a él con un dulce y contenido modo, sólo supri¬
miendo sin cobardes prisas todo intersticio entre ambos, su
compañero tendría conciencia, su compañero estaría verda¬
deramente presente.
— ¿Tienes quién te lo pegue? - siguió preguntándole a pe¬
sar suyo.
— Yo mismo, nomás. Tengo aguja e hilo.
— Abrazémonos... —se le escapó antes de lo que hubiera
deseado, aunque ya estaba dispuesta a repetirlo todas las ve¬
ces que fuera necesario.
Durante el arrebato inicial, sus dedos desabotonaron los
tres pulidos y tibios botones que restaban, ingresando a él.
— ¿Y si nos ven? — musitó Alejandro.
— ¿Quién, pues? La dueña ha salido y el zambo está en la
luna.
— ¿Y los locos? — insistió él.
— Vienen muy poco por acá y son como bebes que no se dan
cuenta de las cosas.
— Las chicas y Fico, entonces —dijo; pero no hacinaba
endebles obstáculos para interferir en la destreza de su mano,
sino exhibía, en último intento, lo más genuino de su miseria.
Apresuradamente revisó la despareja superficie del corrali¬
to, pero no encontró ningún lugar aparente.
— ¡Alejandro, hazme pronto! — le pidió, a la vez que sumien¬
do su estómago y desabotonando su falda, la dejaba caer.
A partir de ese momento, el ácido de su boca se intensificó
hasta convertirse en un desagradable espeso que atracaba
sus balbuceos: pero de pronto sus crispadas manos, con las
que se aferraba al cuello de Alejandro, se erizaron, y después,
abajo, en el cauce del acequión, pensaría que en esa oportuni¬
dad sus manos estuvieron dotadas de una percepción que
nada tenía que ver con el tacto: aún antes de desprender el
profundo beso que había logrado, supo de una amenaza acó-
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 79

metiendo, avanzando, siempre desde sus manos, sobre ella,


en tanto la piel de sus inconexas piernas se cubría de pálidas
y diminutas protuberancias.
Deteniéndose, por encima del hombro de Alejandro divisó la
rígida y absorta figura de uno de los locos, pero su mirada
deshizo la estupefacta inmovilidad: arrojó el cajón que carga¬
ba. desparramando por el suelo un brillante reguero de pomos
verdes. Alejandro se había retirado de ella dejándole un pálido
sabor a frustración aminorado por la repentina desnudez,
cintura abajo, con que entraba en contacto. El loco caminó,
casi sin moverse, hacia ella. Maruja miró a Alejandro, aunque
sólo para comprobar la confusión de su mirada, el retroceso
de sus pies. A su vez, retrocedió, sintiéndose tropezar con la
falda: quiso empujarla hacia atrás, con ella, con sus pies, pe¬
ro se hizo a un lado.
— ¿Mujer, no? —preguntaba el loco a gritos, más a él
mismo, a sus embrollados recuerdos, que a ella—. ¡Mujer!
¡Mujer, acá! ¡Mujer, acá! —estalló, bamboleándose y gol¬
peando ferozmente sus muslos con los puños cerrados, impe¬
tuosos en su bajar y subir.
En el suelo, su verde falda, su falda más que ninguna otra
ausencia avanzando hacia los pies del loco, alejándose de los
suyos: y a su espalda, la cerca de tablas y latones espe¬
rándola, lo que le hacía suponer que con cada paso que daba
terminaban sus posibilidades de seguir manteniendo la
misma separación entre ella y el loco; y justo a la entrada del
corralito, los seis o siete repelentes rostros que, profunda¬
mente demudados, la observaban cintura abajo, y en seguida,
los seis o siete locos ingresando al corralito, embistiendo al
primer loco, pisoteando y pasando encima de su falda verde.
Maruja tropezó con una tabla, haciéndose para atrás.
Después, abajo, en el cauce del acequión, se recordaría ca¬
yendo entre latas, tablas, alambres, ruido, rodando con los
ojos muy cerrados sobre algo caliente, y aún antes de recupe¬
rarse, con fuerte olor a cosa fermentada.
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NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES

VII

Arriba, la cerca aparecía rota y algunos alambres y latas


colgaban hacia el barranquito con un lento y premeditado
movimiento de péndulo: y arriba, también, el voraz griterío de
los locos fue desplazándose hacia el interior del lavadero, so¬
breviniendo entonces algo que sin ser exactamente calma o si¬
lencio, ni tampoco la serena y madura paz que sucede a de¬
terminados fracasos, contenía sus atributos externos.
Al cabo de estar un rato con las piernas dentro de la oscura
corriente del acequión, tal cual cayera, se arrastró hacia la
parte seca del cauce. Partiendo de su codo, hasta casi llegar
a la altura del hombro izquierdo, tenía un arañón que se ve¬
teaba de morado en la parte golpeada y de blanco donde la piel
había sido desprendida, pero aún no aparecía la conciencia
del dolor, que supuso seria liviano, superficial, delgado en sus
primeros momentos, para ondular luego, irresoluto y frío por
ratos, y, por otros, ardiente, corrosivo, nocivamente ácido.
Pensó que estaba allí, en el caluroso cauce del acequión y al
pie del lavadero de pomos, pagando con ese deplorable ánimo
entre frustrado y ofendido su inconsecuente afán de penetrar
en el muchacho a través de las palabras y del mutuo conoci¬
miento, pero fue una pomposa manera de razonar, destinada
a obtener un blando camino para sus ideas: él se asía de boto¬
nes desprendidos, utilizaba ramas de árboles, distinta varie¬
dad de sonrisas, sus propios puños contra el loco que llevara
al lavadero, y ella misma no era del todo inocente con su lumi¬
nosa gorrita roja y su tubo fluorescente, ni siquiera con el col-
82 ENRIQUE CONGRAINS

chón del negro Manuel, y mucho menos con su cándido pro¬


pósito de transformar a Alejandro, redimiéndolo en el hondo
fuego que le había querido ceder.
Se paró, acercándose al lugar donde cayera, pero no encon¬
tró su falda verde. Alejandro, tan hábil para anudar sus za¬
patos en momentos en que el polvo imperaba hasta en sus o-
jos y labios, había olvidado arrojarle su falda. Pensó subir al
corralito, mas como el vocerío seguía, ahora entremezclado
con ruido de botellas y pomos rotos, prefirió buscar ahí. en el
cauce, algo para cubrirse.
El cauce del acequión parecía acumular el calor dorado
y brillante venido de arriba, el de la efervescente estufa que
fermentaba abajo, en la honda capa de basura, y el que
transmitía el reseco y quemado aire proveniente de las múlti¬
ples fogatas. Su deseo de un lado, decidió, y sobre otra tierra,
prácticamente alojado en la sensibilidad de otra raza, el miedo
a su abrazo, esos habían sido los ingredientes que configu¬
raron el destino de esa tarde hasta el instante en que apareció
el loco. Satisfecha de la exactitud de su juicio, hizo un intento
de taparse con un pedazo de yute, pero no hubo manera de
sujetarlo.
Su deseo, como siempre turbulento, recalcitrante, múlti¬
plemente ligado a la suerte del día, y frente a su deseo, el
temor de Alejandro agazapado tras su Ingente repertorio de
palabras y sonrisas, así como las fogatas permanecían agaza¬
padas en la profundidad del basural, rastreando ávida y pa¬
cientemente un montón de papeles, de trapos, o bien una ca¬
pa de basura bastante seca como para trasladarse a ella.
Estuvo dando desordenadas vueltas alrededor del lugar
donde cayera, más ocupada en sedimentar, en contener la mi¬
nuciosa aptitud de su pensamientos que en hallar un trapo
útil; pero, súbitamente, adquirió conciencia de su desnudez y
entonces su búsqueda se hizo rápida, astuta, fervorosa.
Avanzó siguiendo el curso del acequión, rodeando los gran¬
des depósitos de recortes de cuerno que formaban verdaderos
montículos, deteniéndose donde era posible hallar un pedazo
de género o de yute, cuando al doblar un recodo del acequión,
a unos doscientos metros del lavadero de pomos, se encontró
frente a una choza mitad empotrada en el barranquito, mitad
sobresaliendo sobre la orüla del acequión, y en donde un
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 83

desgreñado barbón aplanaba una sonora y oxidada lata a gol¬


pes de piedra.
Se detuvo en seco, retrocediendo luego, pero el hombre ya
la había visto: agitando la lata y blandiéndola en el aire, aban¬
donó con visible entusiasmo el taburete en que trabajaba y
empezó a llamarla:
— ¡Juanita! ¿Cómo estás, Juanita?
Ella, simultáneamente al movimiento y a la voz del hombre,
avanzó hasta la breve orilla del acequión, en donde las basu¬
ras y desperdicios escaseaban casi por completo, lo cual le
permitió saltar de piedra en piedra, alejándose del hombre.
El barbón, en tanto, haciendo crugir las rumas de recortes
de cuerno, proseguía llamándola, aunque ahora con pena y
desilusión:
— Juanita, ¿pero por qué te vas así?, si yo había estado
pensando justamente en una muchachita como tú... — e im¬
potente para alcanzarla, le arrojó tres o cuatro piedras.
Fue una veloz y alegre carrera acequión arriba durante la
cual espantó a un ordenado grupo de chanchos que bajaban
a remojarse desde la parte alta del basural y deshizo, cayendo
varias veces al agua, el pesado calor que se asentaba sobre
ella. Ya próxima al lavadero de pomos, buscó refugio en su se¬
gunda covachita, una oquedad del barranquito disimulada
por un compacto matorral, lugar en el que había estado en
diversas oportunidades con el negro Manuel.
El matorral había crecido y desarrollado nuevas ramas, al
punto de que la entrada le resultó difícil; y una vez dentro, en
el reducido espacio existente entre el matorral y la pared del
barranquito, se tendió a descansar, todavía insensible al ara¬
ñazo que recibiera al caer desde el lavadero de pomos.
Pensó que esa misma tarde presenciaría la infatigable labor
de los pies y manos del resto de socios sembrando polvo y
destrucción en Alejandro, y luego, tal vez, la concertación de
un arreglo gigantesco destinado a asegurar un abastecimiento
permanente de locos al lavadero: y que esto, de llevarse a ca¬
bo, pondría a prueba, en medio de una avalancha de billetes,
la unidad y consistencia del grupo: supuso que los primeros
problemas surgirían en tomo del reparto de dinero, pues
algunos opinarían que aquellos que localizaban a un loco me¬
recían ser recompensados, mientras que otros, los menos há-
84 ENRIQUE CONGRAINS

biles y tenaces, se inclinarían por un reparto a base de una


inviolable igualdad, a la que no podía afectar ninguna hazaña
de descubrimiento y acarreo de locos.
Si ella perteneciera al grupo - reflexionó con serenidad-,
se ubicaría en la primera de las tendencias, la única capaz de
procurar un número constante y progresivo de locos, la única
capaz de responder a las vehementes ilusiones que los mu¬
chachos aceptarían para los meses próximos, aunque en últi¬
mo caso el predominio de una sobre otra no dependería ni de
su elección ni de la exactitud de su r£izonamiento. sino de
que en el grupo hubiera una mayoría semejante bien a Ale¬
jandro o bien a Fico.
Fico — recordó—, y supo que Fico habría contenido los fe¬
briles gritos del primer loco con unos cuantos puñetes o pun¬
tapiés e impedido de la misma manera el ingreso a los otros
locos: que Fico. de haber ella imaginado el deplorable desenla¬
ce que tendrían sus deseos, hubiera sido un camino expedito,
completo, un poderoso realizador.
Dio media vuelta, quedando frente a la intrincada maraña
de ramas; hacía más de un año, desde las últimas veces que
estuvo con el negro Manuel, que no volvía a ese refugio, que
precisamente en varias oportunidades pensara en utilizar co¬
mo covachita. Ahora, vuelta hacia el matorral, le pareció que
el espacio entre éste y el barranquito había sido reducido
a causa de un turbio y secreto crecimiento: asi como ella se
apoderó del techo del cuarto de los locos, sometiéndolo a su
presencia, y, más que a la suya, a la de sus objetos, el ma¬
torral se proponía invadir, llenar ese pequeño espacio libre,
entrecruzándolo con sus viejas ramas recubiertas de polvo y
humedad, con otras ramas y hojas, recientes y verdes, y con el
zumbido poderoso de sus insectos.
Un poderoso realizador, supo nuevamente, pero la tenue
añoranza que amenazó instalarse entre los recuerdos de esa
tarde fue desmantelada, hundida, no quedándole más que
nostalgia, casi amargura, por no haber podido realizar, ella,
una poderosa transformación en Alejandro, y pensó que apar¬
te de un ritmo simétrico, ágil, hecho para un perfecto goce de
ambos, ninguna otra cosa hubiera subsistido de un abrazo
con Fico: predestinado a confundirse con otros hábiles reali-
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES 85

zadores de tiernos estremecimientos suyos, Fico sólo habría


ahondado el vacío del que trataba constantemente de escapar.
Los vacíos se niegan, en tanto una descalifica la validez de
sus pensamientos, lanzándose sin pausas tras cualquier ami¬
go dispuesto a compartir deseos teñidos de rojo y dotados de
líquida consistencia, salvo que, como en el caso de Alejandro,
súbitamente el placer resulte una solución efímera, falsa, y
sólo quede en medio de la jomada la secreta intención de dejar
su propia huella en la superficie lánguida de un rostro sin
porvenir.
Sin embargo, se dijo con pena, carente ella de palabras, de
la sabiduría que proviene de antiguas enseñanzas, había que¬
rido redimirlo a través de una penosa, muda, imprescindible
unión, pero todo había desembocado en un peligroso asunto
de locos furiosos, y ahora, desnuda cintura abajo en ese re¬
fugio amenazado por el avance del matorral, debía aceptar el
ciego derrotero que trazaban sus deseos.
Luego, cuando el vocerío cesase, subiría a recoger su falda
y entonces, por el resto del día, espectaría el rencor de los mu¬
chachos, el pago de los doscientos cincuenta soles que había
tratado Alejandro por el loco, la concertación de un arreglo por
medio del cual el lavadero crecería aún más, y, finalmente, el
retomo de los muchachos hacia Mirones, que Alejandro men¬
cionara como la barriada de ellos.
El retomo, pero no el final: iría tras el grupo en procura
de alcanzar una jerarquía digna y útil, cooperando de igual
a igual en la búsqueda de locos, incluyendo en las tendencias
y propósitos que sostendrían la trabazón interna de esa espe¬
cie de hermandad apta para el triunfo, y finalmente, decidió
ella, sus palabras y actos, en el caso de que su sola presencia
resultara insuficiente, servirían para señalar las rutas di¬
rectas hacia arriba y para eludir los blandos caminos equí¬
vocos.
Estiró las piernas, golpeando con la suela de los mocasines
la elástica muralla de brotes menudos, verdes, limpios hasta
la transparencia, a través de los cuales desembocaba el malig¬
no afán de dominio que poseía al matorral, que pronto sabrí-
a que más allá de los fáciles espacios devorables empiezan las
paredes agrestes, verticales, en donde sus fieles raíces perde¬
rían en sólo unos meses su eficiente agresividad subterránea.
86 ENRIQUE CONGRAINS

Luego contrajo sus piernas y las montó una sobre otra,


sobreponiéndose así a la visión de su sexo, ahora mustio y
ofendido como una planta sin porvenir, pero después, al día
siguiente podía asegurar, sabio e inalterable cómo puede ser
la porción rectora del cuerpo de una.
De pronto oyó el ruido que producían los montículos de re¬
cortes de cuerno al venirse abajo. Siempre echada, soste¬
niéndose sobre sus manos y rodillas, asomó la cabeza: afuera,
recostado sobre uno de los montículos, y con su falda verde
cubriéndole la cabeza a manera de venda, Alejandro descan¬
saba con la cara hundida en los pedazos de cuernos.
Estuvo un instante alerta, viendo primero y luego escu¬
chando si había alguien más en el cauce del acequión, y
convencida de que ellos eran los únicos, salió del refugio,
aproximándose a él.
— ¿Qué pasó? — le dijo.
Alejandro levantó su cabeza, mirándola con desconcierto.
Sobre los tristes ojos del muchacho, su falda comenzó a ab¬
sorber sin prisa una mancha roja, densa, como un nítido
rastro de culpabilidad.
— Ha sido seria la cosa — explicó al cabo de un rato, durante
el cual se mantuvo aferrado al rostro de Maruja, sin atreverse
a descender.
— ¿Los locos?
— Los locos — repuso, irguiéndose para mirar hacia atrás,
en dirección al lavadero.
— ¿Qué pasa? — le preguntó, intuyendo que el pánico era el
líquido que predominaba en sus venas.
— ¿No has oído nada? — dijo Alejandro.
— No, nada, ¿Viene alguien?
Siempre con la mirada fya en sus ojos, Alejandro contestó
que Fico, que posiblemente su compañero tuviese deseos de ir
detrás suyo.
— Entonceg, ven — sugirió ella, tomándolo de la mano.
— ¿A dónde?
—A donde estaba escondida yo — repuso Maruja.
De la mano recorrieron el breve trecho entre el montículo
que derrumbara Alejandro y el matorral, ingresando adentro,
a la segunda covachita de ese día.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 87

-¿Aquí estabas? - preguntó Alejandro, hábil para tomar


cuantas veces fuera necesario a su vieja táctica de las pala¬
bras inocentes.
— Sí, aquí. No encontré nada para taparme -e hizo un
intento para guiar su vista hacia lo que rehuía mirar con tanta
obstinación.
— Cierto, toma — exclamó Alejandro, desenrollando la falda
de su cabeza y exponiendo la herida; una media luna negra y
sanguinolenta, cuyos precisos bordes se hundían hacia aden¬
tro, demostrándole claramente que no había sido corte sino
golpe.
La vista de él continuaba fija en sus ojos y de súbito com¬
prendió que en cierta y cobarde forma Alejandro la tenia por
culpable del daño marcado en su frente. Pensó reemplazar la
ardorosa vigencia de sus deseos, exaltados ante la recia y vital
voracidad del matorral, por la blanda ruta de la compasión,
pero viendo el descaro con que exhibía su herida, tal cual un
enfermo podría mostrar los progresos de su mal a un médico
radical en sus procedimientos, resolvió mantenerse ceñida al
propósito de entregarle el dominio de su sangre en ese mo¬
mento, después el de su voz, y finalmente el de sus puños.
— No — dijo, cerrando su larga pausa, y rechazó su falda—.
Está fea la herida; quédate con la falda puesta, mejor.
— Pero tú no te puedes quedar así.
— ¿Así, cómo? —le preguntó casi con maldad, y nueva¬
mente trató de amarrarse a los ojos de Alejandro, de guiarlos
cuerpo abajo.
Alejandro sonrió; parecía vinculado al aceite, al jabón: re¬
sultaba inaprehendible.
— Así como estabas en el corralito cuando aparecieron los
locos esos —y sin dificultad soltó una carcajada briosa, tan
competente para reagruparse en las fronteras de la lástima
como en las del desprecio y burla: sin embargo, eran sólo fron¬
teras lo que para otra muchacha — conforme pensó— hubie¬
ran sido territorios definitivos e irremediables. Y prosiguió
escuchando los matices de ese tono desdeñoso recién inaugu¬
rado, la reconstrucción que él hacía de los últimos sucesos de
la tarde—: Te caíste, pero ahí no acabó la cosa, porque a tus
dos compañeras se les ocurrió aparecer en el corralito, y en
cuanto las vieron los locos se les fueron encima.
88 ENRIQUE CONGRAINS

— ¿Y el zambo, nada? — le preguntó ella, en tanto retiraba la


falda de encima de sus piernas y vientre, donde él, sin utilizar
sus ojos, la había colocado simultáneamente a su carcajada.
— El zambo comenzó a tirarles cañazos y a carajearlos, pe¬
ro en seguida partió la caña. Los locos imbéciles se iban al be¬
so, sacaban unos tremendos hocicos y todos a la vez querían
agarrar a tus dos amigas. Ellas parecían gusanos en el suelo,
pateaban,-escupían, hasta que una empezó a vomitar ahí no-
más. Entonces, entre Fico y yo, los agarramos con unas bote¬
llas que encontramos y los fuimos aguantando poco a poco.
Había concluido el breve relato de la batalla que oyera, lue¬
go de su caída, desde el cauce del acequión, pero la media
luna era una herida sin historia, sin comienzo en sus palabras
y sin término cualquier día futuro, tan indeleblemente estaba
destinada a enraizarse en la frente de Alejandro.
— ¿Los locos también tenían botellas? — quiso creer.
— No, ellos no — repuso Alejandro.
— ¿Y entonces, cómo? — le preguntó, irguiendo lentamente
su vista hasta la frente de él, casi con el mismo temor que te¬
nía Alejandro para descender hasta aquella parte del cuerpo
de Maruja hecha para apreciarlo, dictaminarlo.
-¿Esto? —repuso él, siempre hábil para contener los se¬
gundos y dispersar los minutos.
— Sí, tu herida.
Estuvo al borde de la mentira y después se aproximó, tenta¬
do. a las sutiles posibilidades de la deformación, aunque fi¬
nalmente sus palabras enrumbaron sin términos medios por
la desconcertante ruta de la franqueza:
— ¿Y por qué no te lo voy a decir? No fueron los locos, ni el
zambo, sino el desgraciado de Fico. Como te dije, estábamos
aguantando a los locos, yo tenia una botella entera que por
nada del mundo se partía, y él una que a propósito había que¬
brado contra un ladrillo. De repente dos locos se abalanzaron
sobre nosotros y Fico me hizo una seña para que me zafase y
fuese por atrás. Me escurrí por el suelo, salgo por las espaldas
de los locos, tumbo al primero con un botellazo en la nuca, un
golpe suave como para que no digan después que por nuestra
culpa ya no pueden trabajar, y ya estaba buscando un sitio
para golpear al otro, cuando Fico me aplasta su botella.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 89

Al cabo de estar unas horas con él, pendiente de salvarlo, ya


había aprendido cómo operaban sus inesperados engranajes.
Le dijo, pues, con idéntica inocencia:
— Seguro lo hizo por el precio que sacaste por el loco...
— ¿Tú crees? — preguntó él.
— Sí — le repuso— . ¿Y ellas, a ellas que les ha pasado?
— Se han ido para sus casas. Yo me escapé para acá en
cuanto la cosa se tranquilizó. Además —prosiguió—, quería
devolverte tu falda — diciéndolo como quien procura, llevado
por un innato sentido de responsabilidad, detener la actividad
de un mal hasta ese entonces dormido.
— ¿Escaparte? ¿Escaparte, dijiste? — interrogó ella.
— Bueno, sí. Escaparme, — admitió.
— Escaparte, ¿de quién?
Se rectificó, pero esta vez no tuvo el carácter de aquellas
sórdidas ocasiones en que sólo perseguía salvaguardar el
prestigio de fenecidos, inexistentes comportamientos suyos.
Lentamente, con ayuda de sus manos, manifestó:
— Escaparme no está bien dicho, en realidad. Simplemente
quiero largarme del grupo, ver qué cosas se pueden hacer por
otros lados. Y pensé que ésta era una buena ocasión para evi¬
tarme una serie de líos con los demás muchachos.
— ¿Por lo del precio?
— Por eso, y también por lo que ha pasado con las chicas.
Verdaderamente hemos hecho un buen destrozo en el lava¬
dero.
Como si su sangre perteneciera a un escarpado e inconmo¬
vible mundo desprovisto de sexo, Alejandro se paró, alzando
con él la falda verde y aplicándosela contra la frente.
— ¿No pensarás dejar al grupo? —preguntó ella, y con¬
templándolo erguido encima suyo, luciendo sin pudor la me¬
dia luna que se hundía en la piel de su frente, supo que él
podría foijar la üusión de una victoria, de un triunfo sobre el
reto a su carne; pero que ella, en cambio, estaba condenada
a saber y recordar lo inútil que había sido su hondo fuego para
redimirlo.
— Sí — repuso Alejandro.
— ¿Y a dónde vas a ii?
— ¡Tantos sitios! — exclamó, señalando lo vasto de la ciudad
de barro y cemento, donde el origen del polvo y las cicatrices
90 ENRIQUE CONGRAINS

se perderían en el rostro anónimo que lo esperaba más allá de


ese basural extendido a lo largo del río.
— ¿Te vas? — preguntó nuevamente, asimilada a su técnica
de traficar con el tiempo.
— Me voy, sí... — dijo, volviendo a aplicar la falda contra la
herida. Los verdes hilos de la tela no se empaparon esta vez
con la sangre oscura que descendía hasta enredarse y secarse
en la trama densa de sus cejas, y entonces, orgulloso del do¬
minio que empezaba a lograr, le devolvió su falda, poniéndose¬
la sobre el hombro. Sobre el hombro, no sobre las piernas y
vientre, a los que había mirado sin inmutarse.
Alejandro se iba — tuvo que reconocer Maruja— , pero antes
vencería, siempre que le fuera posible, el último desafío con
que ella intentaría fortalecerlo, hasta la definitiva renovación
de ese joven cuerpo corroído por la cobardía.

I
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES

VIII

Yacían como dos tibias aves agónicas, desparramados so¬


bre la tierra húmeda de la covachita y bajo el certero avance de
los brotes del matorral, él con las piernas abiertas y laxas y la
cabeza reclinada contra el brazo de Maruja, y ella encogida
sobre sí misma, hecha casi un ovillo de ternura, queriendo
conservar, distribuir a través del tiempo los aleteos de placer
que aún perduraban y se difundían dentro suyo, y con los que
ambos ascendieron sabia e interminablemente hasta que de
pronto llegó el disloque, el estallido, la súbita ruptura de la
dulce trabazón que los mantuviera al uno pendiente del otro,
y después, sin alternativas, la rápida y solitaria caída, de la
que aún no lograban emerger, pese a la leve conciencia que
iba apoderándose nuevamente de ella.
Supo que su conciencia, todavía inundada por el placer,
atravesaba un breve período confuso y errante, y entonces se
obligó a pensar que ésa era la tarde del triunfo, la ruta lumi¬
nosa que en los últimos años se atormentara en buscar du¬
rante convulsas jomadas que invariablemente terminaban en
la carne; pronto, en cuanto Alejandro despertara, aparecería
en su rostro, en su voz, en su mirada, y luego en sus acti¬
tudes, su huella, como un puente de valor por el cual llegaría
a tierra de hombres. Abrió los ojos, llenándolos con la visión
de la media luna, ahora envuelta por una tumefacta aureola
negra, que lentamente divergía hacia los cuatro lados de la
herida oscureciendo e inflando la piel indemne de la frente de
Alejandro, y pensó que ésa no era la marca que legitimaba la
92 ENRIQUE CONGRAINS

nueva etapa, sino un hito que perennemente le recordaría las


antiguas arenas de las que se había librado. Las resecas y
estériles arenas pusilánimes de Alejandro — reflexionó—, así
como ella, consagrándose a su salvación, se había librado esa
tarde de sus propias arenas, rojas, sedientas, resbaladizas.
Inaplazables.
Estuvo así un rato, volviendo al centro de esa tarde que se
volvía noche, hasta que en medio de la penumbra descubrió
en el rostro de Alejandro un lento y triste ojo abierto.
— ¿Estás despierto? — le preguntó, besándolo detrás de la
oreja.
— Sí — repuso él, ladeando la cara hacia ella—, medio
despierto.
Enlazó su pierna con la de él, así como minutos antes le
había ido aproximando al fuego que bullía en su vientre, senos
y labios, pero esta vez, supo, el horizonte se prolongaba más
allá de repentinos golpes de sangre.
Él se llevó la mano a la frente y dijo:
— Me está latiendo...
— ¿Te duele?
— En el momento en que late, sí; después es un dolor pa¬
rejo — explicó, mientras le pasaba la mano por la cintura.
Detuvo sus labios sobre los de él, luego penetró en la fluida
ternura de su boca, y se mantuvo así, sumergida, eludiendo
juguetonamente la succión con que le había enseñado a so¬
meterla.
— Otra vez..., ¿quieres? —balbuceó, apretándose a sus
músculos.
En silencio Alejandro se dio media vuelta, quedando sobre
ella sostenido por los antebrazos. Entonces el dolor apareció
en su rostro, en su expresión, de golpe paralizada en una
mueca rígida que llenó su cara de ángulos.
— No me puedo inclinar — dijo, volviendo a echarse—. Toda
la sangre se ha venido sobre la frente, me pareció que se iba
a reventar. Ahora sí me ha dolido.
— No importa — repuso— . Ya lo hemos hecho una vez — pe¬
ro en seguida quiso agregar que él, Alejandro, ya lo había
hecho una vez y que eso bastaba; pero al borde de las pala¬
bras se detuvo, cautivada por el plácido rostro de Alejandro.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES
93

— Mañana — dijo él—. Mañana, si nos vemos.


— Mañana — convino— . Ahora mejor vistámonos.
Alejandro se paró con cuidado, la cabeza inmóvil, preca¬
viendo el golpeante dolor que lo esperaba tras cualquier movi¬
miento brusco. Retardado por su deliberada calma, terminó
de vestirse bastante después que ella.
— ¡Se ha hecho de noche! - exclamó él.
— Después de hacerlo nos quedamos dormidos un ratito
— dijo Maruja, abriendo las ramas que entrecruzaban el breve
camino de salida.
Afuera, el resplandor de las fogatas corroía la noche plena
que se había hecho sobre ellos.
— Vamos, pues — le dijo segura, tomándole la mano.
Avanzaron paso a paso acequión arriba, hasta que de
pronto Alejandro se paró con la vista clavada en la masa
blanquizca del lavadero.
— ¿El lavadero? — preguntó.
— ¡Claro! — exclamó, y se dijo que arriba, por fin, resalta¬
rían los profundos trazos de la huella—. Parecía más lejos,
pero aquí nomás está.
-Espérate un momento — musitó Alejandro- . ¿Entonces
por dónde vamos a salir?
— ¿Cómo, salir?
— Salir; salir, pues. Largamos de todos estos sitios, ver qué
cosas se pueden hacer por otros lados.
— Es que tú no comprendes, Alejandro — dijo ella, pensan¬
do que el mal radicaba en las palabras—. Nosotros no nos
podemos ir, necesitamos subir.
Él llevó su mano a la frente, y luego de una larga inmovi¬
lidad dio un paso. Pero no buscaba el sendero que llevaba
arriba, sino un lugar para sentarse.
— Sentémonos un rato. Me está doliendo y también qui¬
siera conversar contigo.
— Bueno — aceptó, queriendo saber qué había detrás de sus
palabras, mas en seguida se impuso su fe—: ¡Claro, antes de
subir tenemos que conversar, ver cómo vamos a llevar las co¬
sas! Yo también, cuando te vi, quise hacerlo contigo de golpe,
sin perder mucho tiempo en conocemos, pero después pensé
que nunca estaba demás saber quiénes éramos.
94 ENRIQUE CONGRAINS

— Sí - dijo él. sentándose con la misma lentitud con que se


vistiera.
-¿Sabes? - le dijo, volviendo a tomarle la mano-. arriba
vamos a tratar de que yo entre a formar parte del grupo.
— ¡El grupo! ¿Qué podrías hacer ahí?
— ¿Y ustedes qué hacen? - repuso ella, esperando que la
relación encajara perfectamente dentro de sus posibilidades:
se imaginaba, ya. compartiendo trabajos y comidas, y luego,
más allá de una breve etapa de adaptación, impulsando sin
pausas ni retrocesos el ascenso del joven grupo de mu¬
chachos. del que sólo conocía, hasta ese momento, a tres, la
superada cobardía de uno y las malignas y las entusiastas
regiones de los otros dos.
— ¡Qué hacemos! — profirió desdeñosamente, y dispuesto
a zanjar el iluso proyecto de Maruja, no vaciló en pisar
hondo—: Te metes en el grupo y al día siguiente serías carne
de cañón de todos los muchachos. Ese es el asunto.
— No — dijo ella—. Iría como tu mujer. ¿Te das cuenta?
Sólo quería subir con él. empezar ambos de nuevo, sin
indignos obstáculos Alejandro, y ella misma con un vasto
horizonte sembrado de metas y designios.
— Sería muy bueno — dijo él— . pero en el grupo eso no se
puede. Así fueses como mujer de cualquiera de nosotros,
siempre terminarías siendo carne de cañón.
Se recostó con los brazos tendidos hacia atrás, sobre el ti¬
bio follaje del cauce, apenas endurecido bajo su cuerpo por
algunos recortes de cuernos o piedras. En el grupo, según las
palabras de Alejandro, era imposible realizar su idea, pero ello
no la descorazonó, pues supo que ésa sería la primera meta
a la que arribarían, una de las tantas rutas que cubrirían en el
avance que juntos habían iniciado esa misma tarde.
— Manuel no le decía a nadie cómo hacía para encontrar
y traer a los locos, pero de tanto estar con él terminé sabiendo
todos sus secretos — explicó con calma, ordenando su razo¬
namiento— . No quiero ir al grupo para menearme delante de
ustedes, sino para ayudarlos en todo, y más que nada en lo de
buscar locos. ¿Tú sabes que bastaría hablarle bonito a la vieja
para que nos dé un contrato para traerle locos?
— Bueno, eso sí — reconoció Alejandro.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 95

El entusiasmo — no uno próximo a la simpleza o estupidez


como el que apreciara en el muchacho que fue a averiguar qué
había de cierto en aquello del loco encontrado por Fico y Ale¬
jandro— . inundó la noche, tomando como un eco hasta ella.
Dio un pequeño salto, acuchillándose frente a él.
— Vamos a dedicamos a buscar locos. Eso da plata y yo voy
a ser la base del asunto por lo que aprendí oyéndole hablar al
negro Manuel, y tú vas a ser mi marido — dijo con euforia—.
Vamos a ser gente de respeto en el gmpo.
El movió la cabeza, vacilando entre aprobar provisio¬
nalmente o contradecir a fondo. Mamja había deslizado su
mano por debajo de la boca del pantalón y acariciaba con
fuerza su pierna, recorriéndola desde la dura rodilla hasta el
delgado tobillo. Proseguía moviendo la cabeza, torpe para
hallar un argumento que rebatiera la lógica del plan, cuando
ella ya daba los últimos retoques:
— ¿Cargas chaveta?
— Sí — repuso él, desconociendo sus motivos.
— No les convendría meterse conmigo, porque por un lado
tú sacas tu chaveta y pegas un pinchazo, y por otro lado por¬
que se van a sentir achicados ante mí. Les voy a enseñar cómo
es que se trae a los locos en cinco minutos. Ustedes no tienen
facha, pero yo puedo hacerme pasar por la hermanita del loco.
Saco una libra o dos, le hablo bonito a un chofer de taxi, y le
pido que me ayude a subir y a llevar a mi hermanito que es
medio fallado de la cabeza.
Repentinamente le afloró la idea, la verdadera impedimen¬
ta:
— Todo está bien, pero lo que dices sólo podrá ser después
de unos cuantos días. Antes, ahora mismo, mañana o pasado,
ni se van a sentir achicados ante ti ni van a pensar que tú los
puedes llenar de plata. No has pensado en eso.
— ¿Y qué, pues? De todas maneras tienes la chaveta.
La chaveta, y a pesar suyo recordó su dormida arma,
siempre postergada en el fondo de sus recursos.
— La chaveta — dijo, extrayendo la pequeña hoja envuelta
en un pedazo de tela, y cuando terminó de desenrollar la tira
de tela blanca, puso el arma sobre sus manos—. Ésta es la
chaveta — dijo con tono infalible—. ¿pero tú crees que con es¬
to en la frente podría parar al que se quiera meter conmigo?
96 ENRIQUE CONGRAINS

— Peleas sobre tu sitio — le sugirió, recordando cómo el ne¬


gro Manuel, cierto domingo en la playa de Agua Dulce, se
mantuvo, con un pie puesto encima de un billete de cincuen¬
ta soles, aguantando las arremetidas de un marinero, quien
aducía que el billete, súbitamente hallado por Manuel junto
a su mesa, se le había caído mientras bailaba con una de las
prostitutas que abundaban en el lugar, un enorme recreo con
piso de madera en el que las cervezas costaban cinco soles, y
cincuenta centavos la puesta de un disco en la lujosa electro-
la automática que cada segundo cambiaba de color, yendo del
rojo al azul, del azul al verde, del verde al amarillo, y otra vez
del amarillo al rojo a través de una vacilante confusión de to¬
nos intermedios—. Peleas sobre tu sitio, te plantas firme con
la chaveta en la mano y no tienes para qué moverte. ¿El negro
Manuel te contó cómo una vez, en el Agua Dulce, chaveteó en
los brazos a un marinero que pretendía quitarle un billete de
cinco libras que se había encontrado en el suelo? — Alejandro
permanecía en silencio, del mismo modo que un alumno aten¬
to se sumerge dentro de las enseñanzas de un mágico pero
inaccesible maestro—. El negro ya había recogido el billete
cuando el marinero le mandó un rodillazo en el estómago,
haciéndolo rodar por el piso y soltar el billete. Pero el negro se
levantó en un instante, ya con un pie — un pie que semejaba
una piedra— sobre el billete y con su chaveta en la mano
— una activa y ágil punta que emergía siempre lista para el
pinchazo, prosiguió recordando— , y de ahí no tuvo para qué
moverse en todo el tiempo que duró la lucha, hasta que el
marinero se cansó de sacar un corte en los brazos en cada
entrada que hacía, y el negro Manuel pudo recoger su billete,
y como si nada hubiera pasado, sólo que teníamos para estar
muchísimas más horas de las que habíamos pensado, se¬
guimos tomando nuestra cerveza y saliendo a la pista de baile
cada vez que nos provocaba.
-Sí - dijo Alejandro-, el negro Manuel podía hacer eso
porque era un tipo macizo, fuerte, pero mi táctica de pelea es
justamente marear y aturdir de tanto que me muevo. Si me
planto en un sitio, un tipo fuerte como Pico, por ejemplo, me la
haría pasar muy mal — explicó— . Y si me quiero mover en la
forma que yo sé, la herida no me dejaría pelear tranquilo, por
lo menos hasta dentro de unos tres o cuatro días.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES
97

Amba se dijo silenciosamente en medio de esa noche se¬


ñalada— , allí donde concluía el nivel de la ciudad, allí estaba
la oportunidad de ambos, ardua y penosa como son las raras
oportunidades legítimas. Se aproximó, hundiendo sus duros
senos en el pecho de él, dispuesta a abarcar con palabras las
copiosas y nutridas razones que en los últimos años habían
proliferado en sus manos impacientes.
“Tú no puedes dejar al grupo, y yo necesito entrar en él
- dijo en voz baja y con breves pausas entre las palabras, ejer¬
citándose por primera vez en la difícil tarea de verter aquello
que sentía, y que sintiera con tenaz frecuencia desde que
había descubierto que el amor no era todo lo que ambiciona¬
ba, en el molde rígido de los pensamientos expresados—. Pa¬
ra mí se trata de lo que voy a hacer; no quiero pasarme la vida
entera cocinando para los locos de la vieja, y lo que me inte¬
resa es meterme al grupo de ustedes porque yo sé que no voy
a ser cualquier cosa, y tú tienes que volver porque sino van
a decir que el botellazo de Pico te ha hecho huir. Sabes — ha¬
bló con dureza, exhibiéndole la punta de su chaveta—, tienes
que calcar el botellazo sobre su frente.
— Es lo que tengo que hacer — dijo él.
Arriba, nada más que a tres metros del blando sitio donde
se hallaban sentados, ahí librarían ellos su batalla, pero antes
de que emprendieran el corto ascenso, tenia que borrar con
nuevas palabras el fracaso de su primer intento hecho para
buscar una manera exacta y rigurosa de expresarse:
queriendo decir que nunca, desde que el negro Manuel de¬
sapareciera, había sentido tan próxima la oportunidad de
reemprender la marcha —porque estar en el lavadero era
permanecer hundida en el fondo de un mismo acequión—, ha¬
bía dicho que no quería pasar la vida entera cocinando para
los locos, no obstante que había escogido esa idea inicial por
su evidente simplicidad y transparencia, y también, en el res¬
to de lo que dijera tan entusiasta y precipitadamente, había
errado del mismo modo que una puede errar a un poste del
alumbrado con cuatro piedras distintas y desde cuatro po¬
siciones y distancias diferentes, pese a que sus pensamientos
estaban ahí. flotando al alcance de las palabras. Cuantas
veces quiso hundir y ahogar sus pensamientos, había fra¬
casado, y ahora, al intentar por primera vez extraerlos y
98 ENRIQUE CONGRAINS

sembrarlos, en vez de pensamientos obtenía un ruinoso


puñado de palabras ineficaces.
— Quiero que me comprendas —dijo luego de su larga
pausa, envuelta pero no iluminada por el permanente res¬
plandor de las fogatas-. Tenemos que metemos en el grupo,
no queda otra cosa. Ni tú te puedes retirar, ni yo puedo dejar
de entrar. Tú lo sabes.
— No — repuso Alejandro, cubriéndole los senos con ambas
manos—. Si verdaderamente lo supiera, tendría ganas de
volver. El asunto es que yo no tengo ganas de subir.
— ¿Qué quieres hacer, entonces? — le preguntó, pero no de¬
jó que él contestara—. Quedarme en el lavadero, ya no, ya se
acabó. ¿Qué quiéres que haga? ¿Meterme de sirvienta?
¿O que entre a una fábrica? ¿O que le pregunte a mi madre
qué cosa me recomienda? — y escupió por encima de su hom¬
bro, como apuntando en dirección a una de las fogatas,
aunque sabía que se hallaban a más de un centenar de me¬
tros, en la otra margen del acequión—. ¡No, esto ya se acabó!
— exclamó triunfalmente.
Él dejó de acariciarla de pronto.
— Claro — dijo con el tono de los que han descubierto algo
inusitado en su propio bolsillo—, esto ya se acabó. Se acabó el
lavadero para ti, y se acabó el grupo para mí. Los dos que¬
remos mandar nuestros asuntos al diablo, y me parece muy
bien. Vamos a largamos, simplemente.
— ¿Y entonces, qué? — inquirió.
Una fábrica, pues. Tú y yo nos metemos a trabajar en una
fábrica.
— Pero eso es como decir nada — reflexionó Mamja.
— ¿Cómo, nada? —repuso Alejandro, dispuesto a ser alta¬
mente convincente—. Trabajamos. Sacamos para vivir. Nos
divertimos cuando queremos. Y lo hacemos cuando queremos
- finalizó con la seguridad de haber golpeado la puerta infa¬
lible.
— ¡Lo hacemos! -exclamó ella, temiendo de súbito que el ali¬
mento sagrado se hubiera perdido inúltimente-. ¿Y qué más?
— ¿Cómo? - y pese a que no le veía los ojos, supo que daba
manotadas frente a un vacío jamás vislumbrado. Alejandro le
tomó la mano, mientras por segunda vez daba la vuelta al
mundo—: Trabajamos, ¿no es cierto? Entonces sacamos pía-
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 99

ta. Y con la plata pagamos un cuarto, comemos, nos diverti¬


mos como se debe. Y lo hacemos cuantas veces nos provoque.
— ¿Te ha gustado, no? —le preguntó, adivinando que él
sonreiría, que él palparia el recuerdo de la victoria.
— Claro - repuso-, ¿cómo no me iba a gustar? Yo sabía
que era asunto de perderle el miedo a la primera vez, y que
después uno se iría de bajada. Ahora conmigo va no hav
problemas.
— Entonces subamos.
— ¿Al lavadero?
— Sí, al lavadero.
— Pero eso será largarse para ti, pero para mí significa que¬
darme en mi mismo sitio, no moverme. Tenemos que buscar
algo que esté bien para los dos.
Maruja se habló, en tanto se apretaba a él: "Sería amargo
retroceder ahora, admitir que no hay otra cosa más que ha¬
cerlo cada vez que hay necesidad. Pero todavía estás a tiempo,
todavía se puede hacer algo".
Le dio la mano, haciéndole levantar. Arriba, viniendo desde
las chacras, atravesando el cerco de fogatas que los circunda¬
ba, se arrastró el delgado y ondulante silbido de ellos.
— Tú tampoco te vas a quedar en el mismo sitio. El grupo
ahora es una cosa, pero déjame que haga la prueba de cam¬
biarlo — dijo reventando de fe—. Una semana, una semana
y ya no vas a estar en el mismo sitio.
— ¿Y por qué no una fábrica? — interrumpió Alejandro.
La imagen triste de un recinto llamado fábrica, aquel de¬
solado continente con que él la tentaba, aquella etapa de las
horas que ella quería eludir, la sacudió malamente.
Arriba, por segunda vez, y ahora con una estimulante ni¬
tidez, resonó el silbido de ellos.
— Una fábrica — dijo él como si Maruja no hubiera oído—,
y tiramos para adelante, nos vamos de bajadita.
"De bajada — pensó Maruja, aproximándose al pie del ba-
rranquito-; de bajada, y después nos vamos de caída".
Volteó hacia él, le preguntó si subía, y entonces, destro¬
zando su respuesta negativa como si fuera un terrón seco,
empezó a subir hacia el lavadero, asiéndose de los alambres y
latas que colgaban de la cerca rota.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES

IX

Ayudándose con las latas y tablas que colgaban desde la


cerca rota, subió al corralito, y allí se mantuvo inmóvil, en si¬
lencio, aguardando los primeros ruidos que haría Alejandro
en cuanto decidiera subir tras ella. Primero estuvo parada, y
después, no queriendo que él la divisara en esa actitud, se
acuclilló en el suelo todavía cubierto de fragmentos de bo¬
tellas, pero al cabo de un rato descubrió que los únicos ruidos
llegaban del cuarto de la vieja, en donde la voz de la dueña y
del zambo se superponían con distintos tonos y potencias, y
de más allá del lavadero, de la chacra vecina, donde ellos
silbaban esas cinco llamadas breves, agudas, que terminaban
en una sexta interminablemente sostenida y ascendente. Lue¬
go, esforzándose en captar sus ruidos, los de él, percibió el
ladrido de los perros del basural y algunas toses en el cuarto
de los locos, debajo de su covachita.
Finalmente contó hasta diez, y habiendo llegado al límite fi¬
jado sin escuchar los ruidos de Alejandro subiendo al lavade¬
ro, decidió seguir como una última oportunidad hasta el leja¬
no número treinta, esa lejana edad que algún día la envolvería
con otros ruidos, olores, personas, y que ahora ni siquiera
aparecían en un distante horizonte, tan enorme era el deseo
de cambio que vibraba en cualquiera de sus pensamientos, y
con el que pensaba remontarse a donde ni el propio negro Ma¬
nuel podría imaginar, hasta que irremediablemente llegó al
número treinta, no obstante que en los cuatro números ante¬
riores al penúltimo se entretuvo con las sílabas y que en los
ENRIQUE CONGRAINS
102

dos Últimos deletreó cada una de las letras, y entonces fue


cuando ella supo que algo había fallado en sus cálculos acer¬
ca de Alejandro, y que ese algo que ahora lo pensaba con tan¬
ta naturalidad, podía comprometer e interferir la valuación
que abajo, en el acequión, había elaborado sobre sí misma.
Maruja reflexionó que si no se paraba en seguida, encontra¬
ría otro jueguito para prolongar y repeUr la espera, que ya no
sería tal sino un triste hundimiento, y que la mejor oposición
era pararse, pararse con las piernas, con el cuerpo, quebrar
su peligrosa inmovilidad; y en un instante, recibiendo y asi¬
milando la súbita fuerza que la llenó, estuvo de pie.
Sin embargo, no fue hacia el cuarto de la vieja, ni tampoco
hacia la chacrita vecina: como si de antemano estuviera pre¬
destinada a Alejandro, descendió hasta el cauce del acequión
y guiándose por la tenue luz de las fogatas se detuvo allí don¬
de neciamente había hecho el simulacro de dejarlo, allí donde
él ya no estaba.
— ¡Alejandro! — lo llamó con una voz sorda que extrajo de la
garganta y de las viejas enseñanzas del negro Manuel.
Pero no existían ya ni su vasta cobardía, ni la media luna de
Fico, ni mucho menos el trazo de la huella que en un mo¬
mento creyera haber puesto en las rutas de Alejandro, que
podía haber ido acequión arriba o acequión abajo. La tercera
posibilidad era que hubiese atravesado el acequión, subiendo
los cerros de basura, para salir a la angosta pista de tierra que
desde el Puente del Ejército viajaba paralelamente al río
Rímac, y que diariamente utilizaban centenares de camiones
recogedores de basura en sus prósperas idas y vueltas.
Las fogatas enraizadas entre los restos comestibles del ba¬
sural podrían haberle animado o desanimado de ese tercer ca¬
mino cubierto por un resplandor apto para que él descubriera
su vía de escape, y simultáneamente apto para que ellos, el
resto de socios, y ella, lo descubrieran, pero Maruja no podía
saber si Alejandro había considerado ambas posibilidades y,
en caso de haberlo hecho, por cuál se había decidido.
De los dos primeros caminos, el que iba acequión arriba era
posiblemente el más atrayente, sobre todo teniendo en cuenta
que se dirigía directamente hacia la ciudad, alejándolo de la
zona del grupo, que podía considerarse la margen izquierda
del río, los tres kilómetros de largo por uno de ancho que ha-
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES 103

bía entre Mirones y el Puente del Ejército, entre el río y la línea


del ferrocarril de Lima a Callao. Pero ese camino tenia algunos
inconvenientes, siendo el principal que doscientos metros
arriba era flanqueado por chacritas y Jardines en los que
abundaban sanguinarios perros guardianes, aunque siempre
era lógico pensar que Alejandro ignoraba eso. o que astu¬
tamente decidiera ir acequión arriba hasta donde empezaban
las chacras y jardines, y entonces cruzar el basural, para
salir a la pista que en media hora lo llevaría al Puente del Ejér¬
cito. poniéndose así fuera del alcance de ellos y de los retos de
ella.
En cambio, el segundo camino, acequión abajo, sólo condu¬
cía a Mirones, barriada que podía considerarse centro de las
actividades del grupo: y como Alejandro no planeaba una
ausencia temporal sino toda una fuga, todo un cambio de
lugar y personas, resultaba improbable que hubiese escogido
ese segundo camino, acequión abajo.
Quedaban sólo dos caminos y una posible combinación de
ambos, y finalmente Maruja decidió casi al azar que Alejandro
había optado por ir acequión arriba, y que en cuanto los pe¬
rros empezaban a atacarlo cruzaría el acequión, los cerros de
basura, saliendo a la pista de los camiones municipales, y
entonces, sin preguntarse qué pretendía, cruzó de tres saltos
el acequión, y a la carrera empezó a trepar la primera pendien¬
te de basura y fermento y cenizas tibias, tratando de acortar la
ventaja que él le llevaba, cuando de pronto, en la agitación de
su rápida marcha, divisó su silueta en la otra margen del ace¬
quión. apenas a unos sesenta u ochenta metros del propio la¬
vadero. donde nunca hubiera supuesto encontrarlo.
— ¡Hey. Alejandro! — lo llamó a gritos, y sin esperar a que él
contestase o se detuviese, volvió a descender hacia la turbia
corriente del acequión, pero al pretender atravesarlo con otros
tres precisos saltos, resbaló, cayendo en el centro de la
musculatura líquida, y dentro de ella rodó sobre sí misma
unos cuantos metros, los suficientes para que después reanu¬
dara inútilmente la persecución: halló un lugar para ascender
el barranquito. pero una vez arriba, junto a la chacra de za¬
pallos. no volvió a divisar la silueta de Alejandro.
Con las ropas mojadas bajó lentamente el acequión, y aba¬
jo se puso a descansar, más que nada esperando a que su fal-
ENRIQUE CONGRAINS
104

da y blusa secaran, sumergiéndose dentro de un no pensar


nada que súbitamente fue roto por la enorme ñgura que desde
arriba saltó al cruce del acequión.
Era Fico.
-Te oí que lo llamabas - dijo- . ¿Dónde está?
— Se ha ido — repuso Maruja- . Lo vi yéndose hacia la ave¬
nida Argentina, pero ya no lo podemos alcanzar.
Fico se agachó hacia ella, puso un pañuelo arrugado sobre
el suelo, y con ambas manos fue aproximándose y avanzando
sobre el montoncito de tela blanca puesto sobre los desperdi¬
cios de cuernos y latas, hasta que, rodeando completamente
al pañuelo, hizo que sus manos cayeran encima.
— Así - dijo él— , así lo podemos agarrar. Tú por un lado, yo
por otro.
— No, mejor que se vaya.
— ¡Difícil! — exclamó Fico— . Él es el causante de todo esto.
Tú y él son los que han hecho que todo esto se convierta en un
lío.
— Sí, puede ser — admitió Maruja.
— Entonces tenemos que encontrarlo. Vamos —dijo ir¬
guiéndose— , tú por un lado y yo por el otro. Y si no lo encon¬
tramos, te espero entre la cuadra ocho y nueve de la avenida
Argentina.
— Encontrarlo..., ¿para qué?
Nuevamente Fleo plegó su enorme cuerpo, agachándose.
— Iban a ser cuatrocientos soles, eso ya lo sabe todo el mun¬
do. Pero el imbécil de Alejandro quiso arreglar las cosas por su
cuenta y sólo sacó doscientos cincuenta soles. Y como él es el
que ha hecho el maldito trato, él tiene que cobrar la plata. Si él
no se aparece pronto delante de la vieja y le saca la plata, me¬
jor sería que yo tampoco vuelva en mucho tiempo por el grupo.
¿Te das cuenta ahora de cómo son las cosas?
— Sí — dijo, casi satisfecha de encontrarse por primera vez
ante una verdadera dificultad.
— Vamos en seguida, pues. Cuando ellos se cansen de sil¬
bar, van a empezar a buscamos. ¿Tú quieres que nos empie¬
cen a buscar?
Mamja se encogió de hombros: le daba lo mismo ir hacia
ellos o que ellos fueran en su búsqueda.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 105

— Me da lo mismo — dijo.
— Bueno, vamos — ordenó Pico, tendiéndole una mano para
ayudarla a pararse.
Parada, desprendió su falda del contorno de sus piernas y
su blusa de sus pechos, antes de mirar seriamente sus
gruesos labios, sus húmedos y profundos ojos de caballo, la
intacta, apacible frente.
— No —dijo entonces—, tendría unas veinte razones para
no ir, pero solamente te voy a decir una, una muy práctica.
Lo buscamos, muy bien, y si lo encontramos traerlo de re¬
greso al lavadero, calcula que por lo menos tome unas dos
horas. Dos horas cuando menos, y en este momento la vieja ya
debe estar a punto de echarse a dormir. Y cuando duerme
cierran la entrada del lavadero, sueltan los dos perros que
durante el día están en una caseta, y ya la vieja no se levanta
por nada del mundo. Y mucho menos para darle veinticinco
libras a Alejandro. Si es que piensa dárselas.
Pico puso una mano sobre su hombro y la palmeó alegre¬
mente.
— No importa: de todas maneras lo tendríamos, y así los
muchachos se tranquilizan. ¿Sino, cómo, pues?
— No sé —dijo Maruja caminando alrededor del enorme
Pico— , pero yo no te ayudo a buscarlo.
-¿No?
— No. Anda tú, si quieres. Yo te espero aquí, mientras se me
seca la ropa, y después vamos juntos a buscar a los mucha¬
chos.
El no se movió.
— Entonces..., ¿te quedas? — pronunció con desgano.
-Sí.
Tampoco hizo movimiento alguno.
—Anda, pues —dijo Maruja, exasperada por su falta de
iniciativa—. Apúrate, que ya debe estar por la línea del ferro¬
carril. Yo te espero una hora, una hora y media.
— ¡Por el ferrocarril! ¿Ya? — profirió Pico.
— Sí, cerca de la línea.
— Entonces no podría alcanzarlo: el hijo de puta se ha esca-
padó.
— Con todo, haz la prueba.
— ¿Te parece? - preguntó Pico, en tanto los minutos se¬
guían soplando a favor de Alejandro.
106 ENRIQUE CONGRAINS

— No sé - dijo ella-. Si quieres ir, anda, en vez de estar


dándole vueltas al asunto. Y si quieres quedarte, echa una
buena cantidad de tierra sobre Alejandro. Ahora el asunto lo
arreglamos nosotros o no lo arregla nadie.
— ¡Nosotros!
-¡Claro! -y era como si después de múltiples recorridos
hubiese encontrado una dificultad tangible, espesa, sin hori¬
zontes fáciles, un obstáculo que valía la pena desbaratar, así
como Fleo había desbaratado a Alejandro tres veces en el
curso de la tarde: la primera con el maligno y eterno abrazo del
oso, durante el cual las palabras y los ruidos estuvieron casi
ausentes como un anticipo del segundo número, cuya si¬
lenciosa indiferencia desorganizó la eficiente cobardía de Ale¬
jandro, aunque no tanto como al finalizar la serie, esa negra y
profunda media luna indeleble que él luciría por toda la
ciudad. , , ,
— ¿Nosotros, nosotros sacarle la plata a la vieja? — pregunto
Fico.
— Sí -dijo Maruja-, justamente estaba pensando en eso.
— ¡Difícil! — sentenció finalmente—. Alejandro podría ser el
único. Él cerró el trato.
Maruja abrió las palmas de sus manos: era lo único que
podía sugerir, aparte de esperarlo hasta que regresara con
Alejandro, en el supuesto de encontrarlo,
— ¿Y cómo haríamos? — quiso saber.
— Diciéndolo va a parecer fácil, pero otra cosa es cuando
hagamos la prueba. Simplemente pienso que a la vieja no le
interesa tanto el loco de hoy día, sino que haya una persona
o un grupo de personas que se encarguen de conseguirle
locos. Vamos donde ella y le explicamos que los muchachos
del grupo quisieran dedicarse a eso, siempre y cuando vieran
que la primera vez ha dado resultados. Y también le decimos
la verdad: que Alejandro no era el dueño del loco, sino uno de
los tantos que tenían que ver con el asunto. Y que los mucha¬
chos del grupo quisieran hacer una especie de contrato, y que
ése sería el momento adecuado para que ella pague los
doscientos cincuenta soles, en vista de que Alejandro ya no
tiene nada que ver.
— Sí — dijo Fico—, podría resultar.
— ¿Qué le importa a la vieja pagamos a nosotros o a Ale¬
jandro? Además, ella sabe que si nos paga a nosotros, nos
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 107

enamora para que siempre le llevemos locos, y que si no nos


paga esta vez, nadie va a querer seguir con el asunto adelante.
— Sí — convino Fico—, está bien pensado.
— ¿Entonces te quedas?
— Sí, dijo, aunque desde hacía rato se había quedado.
El volvió a darle su enorme mano, se pararon, y en silencio
retrocedieron por el cauce del acequión hasta situarse debajo
del corralito, en el lugar al que ella fuera a caer después de la
acometida de los locos, y en donde ella estuviera por última
vez con Alejandro hacía solamente unos minutos.
Él subió primero y una vez arriba la ayudó a poner los pies
sobre el corralito, novedosamente cubierto por pedazos de bo¬
tellas y de pomos.
— ¿Aquí le clavaste el botellazo? — preguntó Maruja.
— Sí, por aquí, dijo, y entonces supo que su respuesta no
podía haber sido otra, y que tampoco ahora conocía algo
acerca de él.
Le tomó del brazo y le hizo avanzar hasta el cuarto de la
vieja. La puerta permanecía cerrada, filtrando un irregular
marco de luz. Soltó el brazo de Fico y sin pensar puso sus nu¬
dillos sobre la puerta. Volteó hacia Fico para ver su expresión,
supo fugazmente que los silbidos de ellos proseguían, y en¬
tonces golpeó dos veces.
— ¿Quién? — preguntó la vieja.
— Yo, Maruja — dijo, alzando una muy falsa voz firme.
— ¿Qué pasa? ¿Ahora qué pasa? — preguntó el zambo. Y por
la insólita interferencia del siempre mudo zambo comprendió
lo mal que iban las cosas.
— Quiero hablar con usted, señora — dijo.
La puerta se abrió de golpe y por un momento no pudo ver
nada, cegada por la luz amarillenta del lamparín.
El zambo era el que había abierto la puerta, y finalmente
divisó su contorno; y más allá, reclinada sobre la tarima, me¬
dio envuelta entre sus ropas y mantas, el duro cuerpo de la
vieja.
— ¿Qué pasa? — volvió a preguntar el zambo.
— Es sobre el loco que trajeron hoy día —intentó el difícil
comienzo.
Fico trató de salir fuera del resplandor del lamparín, pero
entonces fue advertido por ellos.
108 ENRIQUE CONGRAINS

— ¿Quién es? — gritó la vieja.


-Uno de los socios - dijo Maruja, arrimándose al umbral
de la puerta.
— ¡Socios! ¿Qué socios? — exclamó la vieja con la mirada fi¬
ja en ella, y con la ciega mano tanteando algo debajo de la
tarima.
— Eso es lo que venía a explicarle — dijo, mientras se recos¬
taba displicentemente en el marco de la puerta, en la imposi¬
ble atmósfera que de pronto se le ocurrió urgente promover.
— ¿Qué cosa? — y la vieja encontró sus inmundas sandalias
mohosas.
Maruja dio un imperceptible paso lateral y con la mano fue¬
ra de la visión del zambo cogió a Fico por el brazo, haciéndole
aparecer frente a la puerta cuando ya la vieja se había puesto
las sandalias y avanzado hasta situarse junto al zambo.
— Alejandro trajo al loco, pero el asunto es de todos noso¬
tros — dijo sorpresivamente Fico—. Nosotros somos un grupo
de amigos que hacemos todos los negocios por cuenta del gru¬
po, nunca para el propio provecho. Usted le iba a dar la plata
a Alejandro, pero era como si se la diese a todo el grupo,
porque él la tenía que repartir entre nosotros. Y ahora él se ha
escapado de puro cobarde que es, porque sabe que es respon¬
sable de lo que ha pasado con los locos. Así es, señora.
— ¡Muy bien! ¡Muy bien! — exclamó la vieja, aferrándose a la
cintura del zambo.
Lindo par, pensó Maruja, conmovida ante la sola presencia
de la abominable pareja, él emanando su fétido aliento y
sudando grasa por los poros del estúpido rostro de ebrio
melancólico, y ella, la poderosa, la intocable, la maligna due¬
ña de diminutos ojos frenéticos y astutamente calculadores
ojos de vieja rata metálica que nadie sabe cuánta plata gana y
acumula y refunde con el equipo de incansables y muy bara¬
tos locos sueltos por cualquier calle, y con sus voraces dedos
y uñas que frente a ella, violentamente cerrados sobre la
palma, latían con ritmo propio, crispándose y aflojando, así,
frente a ella hasta que el zambo habló con su hedionda voz de
limaduras y ronquidos y profunda amargura del que no
siendo ni marido, ni socio, ni mucho menos fiel amigo para to¬
do lo bueno y todo lo malo que siempre puede ocurrir, se ha¬
lla al borde, encima, junto a tanta plata que seguramente la
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 109

vieja rata sin labios, dueña de este lavadero, nunca, pero


nunca, jamás, le ha permitido ver o tocar o adivinar, no obs¬
tante que él siempre la ve y la adivina y cree palparla u olería
entre la paja del colchón, y después entre las tablas de la pa¬
red, aunque lo más probable es que la haya enterrado en
algún rincón del cuarto, porque no puede estar en el arcón
que sería tan fácil de levantar, aunque lo más probable es que
tenga la platita perversamente bien escondida, allí donde na¬
die iría a buscarla.
— ¡Muy bien! ¡Claro que muy bien! — había dicho el zambo
adhiriendo, servilmente, a las palabras de la vieja.
Estúpido, inocente. Pico agradeció:
— Muchas gracias — dijo.
— ¿O sea que tengo que darles a ustedes doscientos cin¬
cuenta soles, no? — preguntó la vieja.
— Así quedó usted con el muchacho — dijo Maruja, ya casi
desprovista de esperanzas y plenamente consciente de que
ese fracaso suyo anularía sus posibilidades de formar parte
del grupo, intuyendo que el odio era como una capa aislante
en tomo de la dueña de los doscientos cincuenta soles y de to¬
das las cuarenta libras que ella y los muchachos del grupo
quisieran encontrar en las calles de Lima.
— ¿Qué más. eh? — les preguntó la vieja, con las manos sú¬
bitamente quietas.
— Eso nomás, señora — prorrumpió Pico cuando ella alista¬
ba sus palabras, la versión del gigantesco arreglo con el cual
levantaría al grupo de muchachos, y que era lo único capaz de
hacer recapacitar la ascendente furia de la vieja.
— Hay otra cosa — dijo rápidamente— . Un arreglito que qui¬
siéramos hacer para los otros locos que traigamos — explicó
cortando y resumiendo, aventando de cualquier modo la idea.
— ¡No. carajo, no! — aulló la vieja, por primera vez cubierto
de color su pálido y arrugado rostro sin labios, rota la inmuta¬
ble tiza que rodeaba a sus fervorosos ojos.
— ¡Putitas de mierda que joden el lavadero, ya no, carajo!
— se sumó el zambo, intentando en vano aullar.
— ¡Se van a la mierda! ¡Y aquí se queda el loco, la plata, lo
que has trabajado esta semana, todo, carajo! — y automática¬
mente el zambo dio un paso hacia adelante, tomó la puerta
con una mano mientras que con la otra manoteaba hacia ellos
lio ENRIQUE CONGRAINS

para que retrocedieran, antes de arrojar la sólida puerta que


hizo estremecer los vidrios de la alta ventanita de metal.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES

— Ahora sí tenemos que irnos — musitó Fico, tomándola del


brazo. Frente a ellos, como hacía unos minutos, la puerta
permanecía cerrada, filtrando un discontinuo marco de luz, y
la única diferencia era que ella, Maruja, no se aprestaba a gol¬
pear. La vasta maraña de ruidos — los lejanos ladridos de los
perros, las frenéticas toses en el cuarto de los locos, los aéreos
y elásticos silbidos—, había cesado luego del portazo: una hú¬
meda sensación de peligro avanzaba hacia ellos.
— Vamos. Ahora sí tenemos que irnos — repitió Fico.
— No — dijo Maruja, rodeándole la espalda con su brazo—.
Nosotros resultamos perdiendo, la vieja resulta ganando.
— Vamos — insistió Fico—. Yo sé lo que te digo.
— ¿A dónde vamos a ir? —quiso saber ella. Alejandro,
cuando ya había oscurecido, propuso fábricas, comida, di¬
versiones, y al final de todo eso, hacerlo cuantas veces quisie¬
ran, completar así, de ese preciso modo, la vuelta al mundo.
— No sé — dijo Fico—. Pero ahora tenemos que empezar a ir¬
nos de acá.
Se encogió de hombros, satisfecha de que no hubieran
rutas anticipadas: fábricas, mesas, boletos, camas.
— Como quieras — convino Maruja—. Vámonos de aquí.
Dieron la espalda al resplandor que brotaba del cuarto de la
vieja, y en silencio, sin palabras, sin miradas, avanzaron
hasta el corralito, hasta la cerca rota, y haciendo crujir los pe¬
dazos de botella desparramados por el suelo, miraron por
última vez hacia atrás: mientras él abarcó con sus ojos de ca-
112 ENRIQUE CONGRAINS

bailo ese escenario en donde acababa de perder las veinti¬


cinco libras del loco y su derecho a pertenecer al grupo, ella
hizo un inútil esfuerzo para percibir cualquier rastro suyo so¬
bre el techo del cuarto de los locos, cualquier objeto, el col¬
chón, el tubo fluorescente, su colección de pomos.
— Baja tú. Yo te sigo — le dijo a Fico.
Se dieron la mano y ella dosificó, midió su descenso, y
cuando le llegó su tumo, él contuvo su fuerte galope, impi¬
diendo que se precipitara al acequión.
— Listo — dijo él— . Ahora sólo se trata de caminar.
— Hacia abajo yo diría que no —explicó Maruja—. Ten¬
dríamos que atravesar las chancherías y al final saldríamos
a la barriada de ustedes, a Mirones. Y no me gustaría cruzar el
acequión, porque las fogatas del basural nos iluminarían muy
bien. Tenemos que ir para arriba.
— Sí — dijo Fico— , para donde sea, pero vamos en seguida.
Por un instante Maruja pensó en la conveniencia de escon¬
derse hasta el día siguiente en su otra covachita, situada cien
metros hacia abajo, entre el matorral y el barranquito, pero ya
Fico iniciaba la huida. Además reflexionó después, ese día y
esa noche no merecían inmovilidad, quietud y paciencia,
aparte de que no le sería posible estancarse en espera del nue¬
vo día allí donde ambos, ella y Alejandro, habían levantado el
uno en el otro un vuelo tan alto y tan coordinado. Y tan inútil
ahora, cuando Alejandro fugaba hasta de los propios signos
implantados en su rostro, encima de sus ojos.
Corriendo un breve trecho alcanzó a Fico. y juntos, en una
misma línea, avanzaron acequión arriba; el cauce se había
hecho vegetal, fangoso, y marchaban con los pies sumergidos
dentro de la tibia agua nocturna.
Maruja le detuvo.
— Ya hemos caminado bastante. Ahora atravesemos el
acequión, el basural, y salgamos a la pista de los camiones
municipales.
— No — dijo Fico— , todavía no.
Prosiguieron cauce arriba, aproximándose a las chacras y
jardines, al dominio de los bravos perros, cuyos dueños eran
chinos o negros, en tanto ella pensaba que en ese momento Fi¬
co y Alejandro tenían más semejanza que la que cualquiera de
ellos podría imaginar, excepto que Alejandro disponía de vie-
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 113

jas y múltiples razones contra las que nada había podido su


propio cuerpo.
De pronto, y como si aún estuvieran en las vecindades del
lavadero, un recio silbido vino de arriba, del nivel de la ciudad,
onduló cinco veces sobre el dorado resplandor de las fogatas y
en la sexta vez se sostuvo interminablemente horadando la
noche, cubriendo el húmedo encajonamiento del cauce, hasta
que ellos, entorpecida la vehemente determinación de sus
piernas, se detuvieron.
— Bueno - dijo Fico, aparentando serenidad- , son ellos. Y
ahora, lo único es separamos. Tú por un lado, yo por otro. Va¬
mos a ver cómo sale.
— En vez de correr así, podríamos esperarlos, y explicarles
cómo fue el asunto. Alejandro se moría de miedo, pero tú eres
otra cosa.
— No — dijo Fico— . Mejor es irnos. Yo sé lo que te digo.
— Verdaderamente no has tenido la culpa de nada —in¬
sistió.
— No, de ninguna manera. Pero yo sé lo que te digo.
— Yo les explico, yo te ayudo a explicarles.
— No — dijo Fico, apretándole la mano—.
Yo sigo por arriba. Anda tú por el lado que quieras. Escón¬
dete, haz como te parezca mejor —y enseguida prosiguió el
avance, chapoteando con furia a través de las inundadas már¬
genes del acequión.
Maruja quedó sola, contemplando cómo Fico desaparecía
dentro del sólido espesor nocturno, y absorta por el derrumbe
de esa jomada desprovista de amor y coraje, se mantuvo largo
rato inmóvil, hasta que de súbito emprendió la carrera, pero
no su fuga, y a grandes saltos atravesó el acequión y empezó
a subir los cerros de basura, humeantes, intermitentemente
encendidos, deseosa de medir su poderío con el de ellos, el
resto de socios en el fracasado asunto del loco.
Chamuscándose los pies y las manos, ascendió hasta la
parte alta del basural y después descendió a la planicie que
durante el día se llenaba de chanchos y gallinazos, de hom¬
bres y mujeres, y con las imponentes moles de los camiones
municipales, pero no le fue posible encaminarse en línea rec¬
ta hasta la pista paralela al río, pues debajo suyo el suelo ar-
114 ENRIQUE CONGRAINS

día, no obstante que no brotaban llamas y que ni siquiera se


percibía el resplandor de las hondas fogatas enterradas.
Retrocedió, y trataba de hacer un rodeo alrededor de ese
sector infranqueable del basural, cuando detrás suyo estalló
un grito, un llamado, un alarido de triunfo, y entonces fue
cuando Maruja supo que la contienda se iniciaba, y que el
éxito no consistiría en escapar de ellos, sino en subordinarlos,
en someterlos, aunque para ello su única arma fuese su gi¬
gantesca y entusiasta voluntad.
Luego se oyó otro grito y, como un eco, la respuesta, que en
realidad, fueron dos gritos claramente diferenciados, pero eso
le bastó a Maruja para sentirse combativamente aérea, cente¬
lleante a través de las sucesivas ondulaciones del basural,
más veloz y alegre que los roncos perros que súbitamente des¬
pertaban a su paso, más segura de su meta que los tres o cua¬
tro muchachos que la perseguían y que poco a poco la cer¬
caban, al encontrar eüa demasiadas zonas imposibles de
recorrer a causa del furibundo calor subterráneo.
En un momento, los gritos con que ellos se comunicaban
resonaron delante y detrás suyo, y sin vacüar se internó en
una angosta faja amurrallada por crepitantes fogatas, y lo
hizo con el indeclinable propósito de escapar, no porque qui¬
siera librarse de ellos, sino porque era la sola actitud me¬
diante la cual podía exigirles el máximo de esfuerzos a ellos,
sus futuros compañeros.
Volando sobre el terreno sin detenerse, casi sin asentar la
suela de sus mocasines para no absorber el calor acumulado
en la profunda capa de basura, llegó al final de la faja, más
allá de la cual había una caída vertical de cuatro metros en
que se agitaba una familia de chanchos. Volteó hacia los gri¬
tos de ellos y supo que, al fin, se hallaban en el mismo térmi¬
no de la persecución.
El primero de los muchachos llegó jadeando y se detuvo so¬
bre el mismo borde del barranquito, estupefacto al descubrir
su rostro y su cuerpo de mujer, y entonces volteó hacia los que
venían atrás, como sijuntos, deliberando, pudieran encontrar
una versión coherente y lógica que explicara cómo Pico y Ale¬
jandro, fugitivos y ladrones y traidores, se habían convertido
en una muchacha de gorrita roja y sonrientes ojos achinados,
y más que ninguna otra cosa, de potentes pechos que brota-
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 115

ban hacia adelante, exigiendo y tensando la blusita que caía


sobre su falda.
— ¿Qué tal? - les preguntó ella a los tres muchachos, ha¬
blando primero.
Confusos, vacilantes, se miraron unos a otros, y de haberlo
querido Maruja, en ese momento hubiera podido marcharse
sin que ninguno lo impidiese.
-Creimos que eras uno de nosotros - dijo el que llegara
primero, un muchacho bajo, contrahecho, de oscuro rostro
envejecido.
— Te vi salir del acequión — refirió el menor de los tres, un
negrito aún no desarrollado-, y en el acequión estaban Fico y
Alejandro, dos que son de nuestro grupo. Y parece que no nos
dimos cuenta de que eras tú, y no Fico y Alejandro.
— Entonces, ¿se han equivocado? — sugirió Maruja.
— Sí, pues — dijo el muchacho que llegara primero, consul¬
tando en el rostro de sus dos compañeros.
— Se han equivocado, eso ha sido — dijo Maruja, y en el
desencanto de ellos, sus tres frustrados perseguidores, vio re¬
flejada su propia derrota, la helada inutilidad de ese día.
El tercer muchacho avanzó hacia ella.
— Seguramente nos hemos equivocado, pero El Michi — y
señaló al negrito—, te vio salir del acequión. Y te vio salir a la
carrera, y todo este tiempo no has estado más que tratando de
irte bien lejos de acá. Eso es lo que te digo yo.
— Sí — dijo el primero de los muchachos—, has estado co¬
rriendo del mismo modo que lo podría hacer Fico o Alejandro.
— ¿Entonces?... — preguntó Maruja, y frente al débil cerco
y a la tenue determinación de ellos, tuvo que trabar las pala¬
bras, ya apretadas, con que en último caso se vincularía sóli¬
damente al grupo.
— Nadie pensaría en encontrar a una chica en un sitio como
éste. Y de noche, todavía, saliendo del acequión y echándose
a correr con unas ganas que a pocas personas se les ve.
— Sí, ¿qué hacías? — dijo El Michi, enfrentándole sus ojos,
dorados y llameantes, en los que se renovaban los fuegos de
medio basural.
Con la espalda envuelta por los tumultuosos gruñidos de
los chanchos, rodeada por la desconfianza y por la incomodi¬
dad de los tres muchachos, Maruja no sabía si proseguir ejer-
116 ENRIQUE CONGRAINS

Citando la astucia de ellos o si revelarse como partícipe de los


sucesos del día, esa turbia jomada en la que la cobardía había
corroído cualquier hermoso fuego, cuando desde el cauce del
acequión, a través de la noche, vino el silbido y luego la pala¬
bra, que fue orden, advertencia, y que trajo consigo humilla¬
ción, sacudimiento, amenaza indeclinable.
— ¡Agárrenla! — gritó una voz ronca desde el acequión.
— ¡Agárrenla! — repitió El Michi, viendo cómo Maruja se
arrojaba barranco abajo, hacia donde la altura, los chanchos
y la oscuridad diluían el instantáneo vigor que los acometió.
"¡Agárrenla!", había llegado hasta ella como grito y como sú¬
bito golpe de humillación en el rostro de ellos, y entonces, sin
discernimiento, pensando con los tensos músculos de los ta¬
lones. giró hacia atrás e hizo el salto, el descenso sobre los
lomos de los chanchos, y sin abrir los ojos, con el cuerpo gol¬
peado, salió arrastrándose d0*entre patas, hocicos y gruñidos,
y una vez en el espacio libre del basural prosiguió su carrerra,
que no era fuga sino aproximación incesante al grupo, ahora
dividido en fugitivos, en perseguidores y en captores, uno de
los cuales había gritado desde el acequión la orden, la repenti¬
na advertencia.
Los tres muchachos no saltaron tras ella: abriéndose en
abanico, buscaron cómo bajar de la cima de ese minúsculo ce-
rrito de basura, mientras que con los pulmones hinchados de
rabia gritaban hacia sus otros compañeros, los que habían ido
tras Fico o Alejandro, y les gritaron pidiéndoles que la atrapa¬
ran, que iba hacia ellos, que no dejaran pasar a la muchacha,
en tanto ella, Mamja, feliz, dichosa como nunca, avanzaba
disparada hasta donde las fogatas o el calor se lo permitían, y
entonces buscaba un nuevo camino para salir del basural, no
obstante que eso era lo peor que podía ocurrirle al día y a la
noche, a ella, a su propio e inacabable fuego.
Había avanzado un centenar de metros en dirección a la
ciudad, hacia las chacras y jardines, pero tuvo que dar mar¬
cha atrás, pues delante suyo se irguió, torpe y lenta, pero po¬
derosamente enorme, la figura de un muchacho más vasto
aún que el propio Fico, e intentaba ganar el acequión, que fi¬
nalmente supuso única vía de escape, cuando un cuerpo pe¬
queño y elástico se trabó entre sus piernas y juntos rodaron,
ella tratando de desasirse y su contendor haciendo empeño-
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 117

SOS esfuerzos por demorarla, pues a la larga, solos. Maruja no


hubiera sido detenida, hasta que de pronto se halló en medio
del grupo, siete muchachos, esa especie de hermandad que
ella sabía apta para el triunfo.
— Bueno, — dijo uno de ellos— , saca la plata.
-Las cuarenta libras o te las busco yo -y El Michi, su
captor, hizo con su mano un movimiento envolvente, me¬
loso.
Lentamente Maruja se irguió, a sabiendas de que a partir
de ese momento el tiempo empezaba a marcar su cómputo, y
antes de decir lo suyo se reafirmó en su propósito de acoplarse
a ellos y de anexar para sí la turbia y conJFusa potencialidad
del grupo.
— No hay plata, no hay nada de plata — dijo lentamente,
abarcando cuidadosamente a los siete muchachos—. La cosa
se ha ido al diablo.
— Vas bien mal si quieres embobamos. Deberías ver cómo
ha quedado Fiquito — dijo el muchachón que casi al término
de su carrera la obligara a dar marcha atrás.
— Sí, él no ha ganado nada diciéndonos sus mentiras.
— Y tú eres una señorita con la que no quisiéramos portar¬
nos mal, como a veces hacemos cuando algo no sale como de¬
be salir.
— Así que la plata, de una vez —complementó otro de los
muchachos.
— No hay plata — dijo Maruja, mientras la mayor porción de
su cerebro procuraba descubrir la mta exacta— . La vieja no
ha soltado ni diez soles por el loco. Esa es la verdad.
— ¿Y Alejandro, entonces? — preguntó El Michi.
— Malogró todo. Por eso se ha largado. Entre Fico y yo
quisimos agarrarlo, pero ya estaba demasiado lejos —y seña¬
ló hacia la avenida Argentina, oculta tras los anochecidos
cuerpos de las fábricas.
— Con cuidado, con cuidado —dijo el muchachón, ro¬
deando con sus brazos a dos de sus compañeros— . Entre los
tres han preparado su combinación: Alejandro es el que se ha
llevado la plata del loco para repartirla después, y ahora nos
están largando un cuento muy bonito.
-Y una señorita no debería jugar con nosotros de ese mo¬
do — advirtió otro de los muchachos, aquel de rostro avejen-
118 ENRIQUE CONGRAINS

tado y cuerpo contrahecho que fuera el primero en llegar jun¬


to a ella al final de la primera persecución.
-Nadie quiere jugar -dijo Maruja-, porque lo que me
interesa a mí es entrar al grupo de ustedes, no repartir cuatro¬
cientos soles entre tres.
-Claro - dijo el muchachón-, ahora el juego consiste en
desviamos la atención hacia otro lado. Nos dice que quiere ser
del grupo para que cada uno de nosotros se imagine que ya
hay con quien moverse un poco en las noches. Pero ya
estamos un poco creciditos para que nos agarren asi. Si se lo
da a uno solo, todo el resto no estaría contento, y si se lo
da a cualquiera que tiene ganas, mejor lo haría en la calle, con
un cametcito en el bolsillo.
— Sí, pues — dijo El Michi—, el cuento no está bueno. Pre¬
para uno mejor.
— Entonces no sé nada. Arréglenselas ustedes solos. Consi¬
gan las cuarenta libras —y con toda calma se sentó sobre la
tibia capa de basura, entrecruzando las piernas.
— Tranquilos —dijo el muchachón, la voz autorizada del
endeble grupo—; esto se llama hacerse la necesaria, y tam¬
bién es parte del cuento. Podríamos tratarla como a Piquito,
pero se trata de una señorita, y a una señorita hay que tratar¬
la con otra clase de mano — y para ellos, pero de ninguna ma¬
nera para ella, repitió el movimiento envolvente, acariciante,
que utilizara El Michi poco antes— . La policía tiene un siste¬
ma muy bueno y que siempre da resultados. A la chica ésta, y
a Piquito, a cada uno le hacemos que nos cuente el asunto se¬
paradamente, y después les hacemos ver cómo la cosa no
encaja. Con las contradicciones frente a sus ojos van a tener
que decir toda la verdad, y nos van a llevar, como chicos bue¬
nos, a donde está Alejandro con la plata.
Sin objeciones, el muchachón despachó al veloz El Michi
para que fuera a traer a Pico y a los que habían quedado cui¬
dándolo, mientras que sus seis captores disminuían y solta¬
ban la empecinada tensión de sus rostros angurríentos.
— Bueno — dijo Maruja al cabo de un momento—, ¿y qué es
del negro Manuel?
— No está en Lima — repuso uno de los muchachos, luego
de una larga pausa durante la cual todas las miradas cayeron
sobre ella.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 119

— Porque él es el que mejor sabía esto de buscar locos por


las calles. Yo era su chica — prosiguió Maruja—, así que me
pude dar cuenta de cómo hacía el trabajito.
— Nosotros también sabemos — dijo el muchachón.
— Pero no es muy fácil: entre Pico y Alejandro estuvieron
dos días trayendo al loco al lavadero. El asunto estaba en
meterlo en un taxi y traerlo hasta unas cuantas cuadras del
lavadero, porque esto de los locos nadie lo debe saber.
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NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES

XI

Bajo la cubierta resplandeciente de la noche, frente a los


seis muchachos, Maruja permanecía inmóvil, siempre con
sus acalladas piernas una encima de otra, y ahora, después
de bastante rato, otra vez con los pensamientos puestos en
Alejandro, a quien se había dedicado íntegramente medio día,
a quien había vuelto errante, desolado, fugitivo. Una irrepro¬
chable labor, pensó Maruja, no obstante hallarse venenosa¬
mente predispuesta contra sí misma, brazos, piernas, líqui¬
dos, contra tanto alimento pisoteado por los cobardes pies de
Alejandro.
Los muchachos se habían sentado sobre la invisible capa
de desperdicios, esperando que sus tres compañeros traje¬
ran a Fico, y, en tanto, enhebraban una lenta conversación de
sonidos uniformes y referencias lejanas y desconocidas. Ha¬
blaban de verduras y frutas, de precios, combinaciones, has¬
ta que de pronto Maruja comprendió que aludían al Mercado
Mayorista, a algo sucedido o que debía suceder en él.
— Esto de los locos podría ser un bonito negocio — dijo, inte¬
rrumpiéndolos.
— Seguramente — repuso el muchachón.
Después, como si la noche la tragara, la convirtiera en cosa,
prosiguió la inaccesible conversación de ellos: por momentos
las palabras ascendían hacia arriba, hacia las densas capas
de oscuridad, y por momentos se desparramaban, cubriendo
de vigor y sonidos la superficie del basural, extendido a lo lar¬
go del río, de la línea del ferrocarril, de los brazos de la ciudad.
122 ENRIQUE CONGRAINS

De pronto, luminosa y nítida, resonó la voz de El Michi.


— Ahí vienen — dijeron.
Los muchachos se pararon, volteando en dirección al grito.
Ella permaneció en el suelo, convencida de que al final termi¬
naría imponiéndose.
Caminando delante. Fico apareció rodeado por El Michi y
por dos muchachos más, uno de los cuales era el que había
aparecido tras la tapia luego de haber sido Alejandro víctima
de la furia de Fico, y cuando ambos, ella y Alejandro, se enca¬
minaban hacia cualquier lugar donde pudieran hacerlo.
— ¡Hola, Fiquito! - lo saludó el muchachón—. ¡Mira quién
está acá!
A puntapiés hicieron que Fico avanzara hasta ella.
— ¡Salúdala, pues! —gritaron.
Con la boca hecha un nudo de sangre e hinchazón, y una
oreja tajeada, Fico quedó contemplándola, haciendo un breve
movimiento con la mano.
— ¡Salúdala como se debe saludar a una socia! — ordenó El
Michi. pateándole los tobillos- . No está el tercer socio, pero
siquiera los tenemos a ustedes dos.
Otro de los muchachos puñeteó sobre sus costillas, hasta
que Fico abrió los labios cargados de sangre y castigo.
— Hola — dijo.
— Hola. Fico — repuso ella, parándose.
— Bueno — dijo uno de los muchachos—. a estos putos no
hay que darles mucha importancia. Que suelten las cuarenta
libras o que nos lleven a donde estén, las tenga Alejandro o las
hayan escondido en algún sitio. Y si no quieren, la mitad de
nosotros nos ocupamos de la chica, y la otra mitad de Fico.
— Eso no es científico — objetó el muchachón— . La policía
siempre es científica, y hacía tiempo tenia ganas de ensayar el
sistema. Que cada uno cuente el asunto, y después les hace¬
mos ver cómo resultan dos historias muy distintas.
Era un hermoso día, reflexionó Maruja, un día y una noche
dentro de la cual ella podía conocer —sondeando y descu¬
briendo— , hasta dónde arribaría montada sobre la llama de
su voluntad y de sus impaciencias, algo de lo que carecían sus
dos compañeras. Podían utilizar cualquier sistema para son¬
sacarles la verdad, pero pronto, en cuanto estuviera dispues¬
ta, se lanzaría a la conquista de la banda.
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES 123

Los muchachos se dividieron en dos partes, una de las cua¬


les volvió a partir con Fico. Junto a ella quedaron el mucha-
chón. El Michi, Lucho y otros más.
— Bueno — dijo El Michi— , empieza a contar.
— La cosa no salió bien desde el principio porque Alejandro
quiso arreglar él sólo el precio del loco con la vieja — dijo Maru¬
ja, clavándole los ojos al muchachón. virtual jefe del grupo—.
Fico no había llegado todavía y Alejandro, hecho un tonto,
cerró trato por veinticinco libras.
— ¡Veinticinco libras! — exclamó El Michi.
— Después de cerrar trato, la vieja se fue a un laboratorio
a entregar un lote de pomos, y ahí fue cuando Alejandro y yo
nos hicimos amigos. Entonces llegó Fico, supo lo de las vein¬
ticinco libras, se amargó y le hizo el abrazo del oso a Alejandro.
Después nos provocó hacerlo, y estábamos en una especie de
corralito que hay en el lavadero, él y yo juntos, en pleno jaleo,
cuando nos ve un loco y le entra la furia. Llegaron los demás
locos y durante el lío yo me caí abajo, al acequión, pero los lo¬
cos se quedaron arriba haciendo un buen destrozo. Por esa
razón, porque seguramente pensó que la vieja se iba a cobrar
los daños del lavadero con el precio del loco, y porque en todo
caso sólo había conseguido veinticinco libras, tuvo miedo de
ustedes y se escapó, no hace ni una hora. Yo le estaba persi¬
guiendo cuando Fico me encontró, pero Alejandro ya estaba
demasiado lejos. Como último intento, fuimos al lavadero
a ver si podíamos convencer a la vieja que pagara las veinti¬
cinco libras, pero, naturalmente, sacó el pretexto de los
daños. Entonces a Fico también le entró miedo, y empezamos
a largamos del lavadero. Y en eso, ustedes nos agarraron.
— ¿Qué te parece, Pepe? — preguntó El Michi.
El muchachón sonrió.
— Está bueno el cuentecito. Fíjense que al final la dueña del
lavadero resulta la zamarra, aparte de que Alejandro, precisa¬
mente el socio que falta, es el verdadero responsable de que
todo se malograra.
—Ahora hay que ver cómo es el cuentecito de Fico — dijo El
Michi.
— ¡Ya está bueno! ¡Regresen! - vocearon.
— ¿Y si las dos historias son iguales, qué haces? -pre¬
guntó Maruja a Pepe.
124 ENRIQUE CONGRAINS

El muchachón volteó hacia ella.


— Peor para ustedes, porque entonces dejaríamos lo cientí¬
fico a un lado.
Desconcertando al resto, se aproximó a él.
— Pero quedarías un poco mal ante los muchachos — insi¬
nuó en voz baja.
— Deja tú, que eso es asunto mío.
Precedido por un blando bullicio, Fico y sus cinco acompa¬
ñantes surgieron de entre los resplandores de las fogatas.
— No quería hablar y se señalaba la boca — refirió uno de los
muchachos— , pero siempre conseguimos sacarle algo.
Empujaron a Fico contra ella y dos muchachos quedaron
vigilándolos, mientras el resto se apartaba para cotejar las dos
versiones.
— Si los hubiéramos esperado tranquilamente, sin querer
escapamos, ahora la cosa sería muy diferente — dijo Maruja, y
sin mirarla su compañero hizo un ruido penoso: en eso había
desembocado el impasible verdugo de Alejandro, el enorme
defensor de las cuarenta libras, repentinamente aparecido en
plena tarde junto a la tapia, cuando Alejandro acababa de
hundirse bien en el fondo de sus propias omisiones: como
quien pretendiera abolir el día o la noche, el viento y la sangre,
o la sangre y el fuego, así había avanzado Alejandro algunos
años a través de incoherentes superficies desprovistas de mu¬
jeres, hasta que ella se le interpuso, hasta que ella quiso ates¬
tarle de fieros corajes olvidando que ni siquiera podía generar
el más leve estrépito en sus pulmones.
Agrietando el inestable silencio del basural, llegaba hasta
ellos el rumor de una afanosa discusión.
— Son iguales las dos historias — dijo Maruja sonriendo.
Fico asintió, entreabierto sus inmensos labios coagulados.
— Están discutiendo porque las dos historias son iguales
— dijo Maruja a los dos muchachos que los cuidaban—. Y aho¬
ra Pepe no sabe qué hacer.
— Bueno — repuso el más próximo— , eso es asunto de él.
El grupo volvía lentamente, surgiendo primero las camisas
blancas, luego los rostros, y después el contorno incierto de
los cuerpos.
Pepe se acercó a ellos.
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES 125

— Entonces — pronunció suavemente— , habrá que cambiar


de sistema. No es que deseemos portamos mal, sino que cua¬
renta libras es una cantidad delicada.
— Para que no creas que nos olvidamos que llevas faldas
— dijo El Michi— , te vamos a hacer el fusilico. Vamos a ver có¬
mo quedas después que todos pasemos por ahí —y con un
afiebrado movimiento de cejas señaló hacia su cuerpo, inútil
ante Alejandro, no obstante lo bien y lo alto que se habían re¬
montado juntos— . Y a ti, pedazo te, te vamos a seguir traba¬
jando la cara —y pequeño, maligno, rozó una cachetada en
los labios de Fico.
Denso y amontonado avanzaba sobre Maruja el sordo deseo
que antecedía al fusilico, y sobre Fico convergía la demoledo¬
ra aptitud para el daño que disponían ellos: resonaron algu¬
nas risitas nerviosas entre los muchachos, y escuchó cómo
circulaba, temblorosa y agitadamente, la invitación para que
cualquiera iniciase el fusilico, en tanto el deseo ascendía des¬
parramándose sobre ellos, inhabilitándolos para la ambición,
la única arma que súbitamente supo a disposición suya.
— Bueno — dijo uno de los muchachos, adelantándose, casi
sin alterar la rigidez de un rostro sobre el cual unos veinte
años habían doblado y repetido su tránsito— , yo abro camino.
— Pero no crean que esto es a cambio de las cuarenta libras
— advirtió Pepe— . Después, a las buenas, nos van a decir dón¬
de está la platita.
— Fico es un buen muchacho, y yo sé que él prefiere su ca¬
rita a las cuarenta libras —y nuevamente, dejando laxos sus
dedos, arrojándolos contra la boca de Fico y recogiéndolos en
el momento en que llegaban al seco y ennegrecido aluvión de
sangre. El Michi chicoteó los labios de Fico, desatando en sus
ojos un pánico irremediable que se propagó a través de sus
facciones.
— ¡Soy primero! ¡Abro camino! — gritó el muchacho, ya dis¬
puesto.
— ¡Con calma, nomás, Juan! ¡Abre un caminito, pero no ha¬
gas un túnel para trenes! - contestó una voz inflamada.
Los trechos recorridos en pos de la presencia vedada de un
dios gigante, desembocarían en su propia imagen: nunca na¬
da había dependido de ella, y ahora todo se resolvería confor¬
me al poder acumulado bajo su gorrita roja, y aunque el minu-
126 ENRIQUE CONGRAINS

to próximo podía ser un refugio bajo la sombra de un botón de


bragueta, un cordón de zapatos alrededor de un cuello, una
fuga desbaratada al borde de unos labios tumefactos, ella.
Maruja, haría que fuese la confluencia misma del viento, del
fuego y de la sangre.
— La vieja - dijo lentamente, buscando la mirada de El Mi-
chi—. No hay que dejar que la vieja nos robe las cuarenta li¬
bras. Eso es lo importante, no estar jugando a pegarle a Fico,
que es el que menos culpa tiene.
— Eso es asunto nuestro — cortó Pepe—. Entra cuando
quieras Juan.
Franjas luminosas, pozos oscuros, acequiones donde el
grupo íntegro resbalara.
— ¿Quién de ustedes es el que pilotea esto? — preguntó rá¬
pidamente.
— ¿Y quién crees que puede ser? — repuso Pepe.
— ¡El Michi! — dijo, voceando su nombre.
— ¡El Michi! — carcajeó Pepe, emergiendo de entre el amon¬
tonamiento de muchachos—. ¡El Michi! ¡Michito, ven acá!
Silencioso, gacho, provisto sólo de sus ojos fosforescentes
encendidos en su rostro del color de la tierra mojada. El Michi
apareció junto a Pepe: por encima de su cabeza sobresalían
los hombros, el cuello, la armazón de huesos y poder en la que
se empequeñecían los ojos súbitamente burlones del jefe.
— ¿Y? ¿Qué te parece? — preguntó Pepe.
— ¿Qué? — repuso El Michi.
— Lo que dice... —y la señaló con un golpe de cabeza.
El Michi miró un instante hacia el grupo de muchachos.
— Bueno — dijo de mala gana—, seguro se le ha ocurrido...
— Cuéntale, pues, quién pone las cosas en su sitio por acá.
— Eres tú — convino El Michi, sonriendo.
— Ya sabes — dijo Pepe, extendiéndole una mano, un capu¬
llo de indulgencia ponzoñosa—. Y ahora, porque a los mucha¬
chos ya les está picando el cuerpo, tenemos que hacer un po¬
co de fusilico. Nada de patalear, nada de arañar o de morder;
es mejor que te portes bien con nosotros esta noche. Juancito
quiere comenzar. Déjalo que entre como si estuviera en su
propia casa.
— No — dijo Maruja, trabando a Juan, a Pepe—. Hay una co¬
sa mejor que podríamos hacer. Mejor que hacerle daño a Fico,
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 127

mejor que ponemos a jugar al fusilico, mucho mejor que las


cuarenta libras del loco.
— Bueno, bueno — protestó Pepe—. La señorita está hacien¬
do tiempo. Arranca de una vez. Juan.
¿Quieres arrancar de todas maneras? — preguntó Maru¬
ja, adelantándose hacia él— . ¿O prefieres oír?
Con ojos y todo, Juan se puso a disposición de Pepe,
permaneciendo inmóvil, vacilante, hasta que se deslizaron
las palabras de El Michi.
— Habla rápido, que a Juancito se le está haciendo agua la
boca — dijo cabalmente.
— La vieja se ha quedado con las cuarenta libras de ustedes,
y eso no puede ser. Se me está ocurriendo la idea de que noso¬
tros podríamos recuperar el precio del loco, y como diez o vein¬
te veces más. Sería una bonita manera de enseñarle a la vieja
que no resulta hacer esa clase de negocios con ustedes.
— Y seguro quieres que te creamos, ¿no? — dijo El Michi
antes de que Pepe hablara o de que Juan pusiera sus manos
sobre Maruja.
— El jefe de ustedes tiene que saber qué cosa les conviene
más. Yo les digo que podemos volver al lavadero y hacer un
trabajito muy bueno. Y un trabajito que nos puede dar para
mucho tiempo.
El viento, la voz infalible:
— ¿Dices que podríamos pensar en la plata que la vieja de¬
be tener por ahí? — preguntó El Michi.
— Plata, nadie sabe dónde guarda la vieja su plata. Más bien
estaba pensando que ahora mismo podríamos robamos todo
el equipo de locos. Los llevamos un poco lejos de acá, donde la
vieja no se le ocurriría buscarlos, y los hacemos trabajar para
nosotros.
La apelotonada masa de muchachos pareció solidificarse,
recubrirse de codicia, en tanto el deseo descompuso su
cohesión líquida, elástica, su sinuoso hervor.
— Eso — agregó Mamja, en pugna con el silencio estable¬
cido— , en vez de las cosas que se les ocurrían a ustedes.
El deseo se vino abajo o se concentró, adhiriéndose a Juan:
— También podríamos robamos un tranvía de los de Lima al
Callao. Eso daría un poco más de plata que alzamos a los lo-
quitos — dijo Juan muy seriamente: en cierta forma, compren-
128 ENRIQUE CONGRAINS

dió Maruja, la zumba de sus palabras era contrapeso que di¬


fería el estallido de su acometividad.
-¿Qué te parece. Pepe? - preguntó Maruja rápidamente.
— Qué nada sacas demorando el fusilico, porque a eso no
hay vueltas que darle. Tú eres primero, Juan, y yo soy se¬
gundo. Y si no se porta bonito, ustedes nos ayudan a suje¬
tarla — ordenó Pepe.
Certero, como cuando detuviera su carrera enredándose
entre sus piernas. El Michi se puso delante de ella.
— Esto del fusilico me parece muy bien, si es que verdade¬
ramente este par de jovencitos ha tenido mano larga con
nuestras cuarenta libras — dijo el Michi, encumbrando la voz
que barrió los empecinados ojos de Juan— . Pero yo diría que
no, porque estos métodos científicos de la policía siempre dan
resultado, y haciendo el fusüico y pegándole a Fico no vamos
a recuperar la plata. En cambio, esto de alzar a los locos es
una cosita muy diferente.
Entre la voz de El Michi y su propia voz no podía haber
intersticios, botellas vacías, noches sin fogatas.
— A cualquiera se le ocurriría robarle la plata a la vieja,
y por eso ella debe estar muy bien preparada. A cada rato va
a Lima, a los laboratorios farmacéuticos a entregar pomos,
y seguro que deja la plata en los bancos. O si la tiene en el la¬
vadero, la tiene escondida en el sitio más imposible de pensar.
Mucho debe preocuparse por su platita, pero tiene a los locos
a la mano de cualquiera. Ese es el asunto. Una persona no
puede, ni tres ni cinco. Todos nosotros sí, y la vieja nunca de¬
be haber pensado que tantos podían hacer la prueba de qui¬
tarle a sus loquitos.
La voz de Pepe fue una andanada que barrió las palabras
inútiles:
— ¡Entra, pues, Juancito! ¡Comienza con el asuntito, que yo
sujeto!
Repentinamente una pierna creció detrás suyo, mientras
una mano la empujaba hacia atrás: manoteó, cayendo de es¬
paldas, cayendo encima suyo el cuerpo ávido y vehemente de
Juan, en tanto Pepe se prendía de sus manos, como clavándo¬
la al suelo, pero ahí mismo surgió El Michi con la chaveta, los
ojos y las palabras enfiladas hacia eUos:
— ¡No sean bestias mentales!
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 129

Semejando moscardones tibios, salobres, el convulso movi¬


miento de Juan arrojó sobre su rostro un chisporroteo de san¬
gre extraído por la sabia chaveta de El Michi. Las dos tenazas
con que Pepe la anudaba al suelo duraron un instante, per¬
manecieron porque luego del pinchazo de El Michi hubo una
ráfaga de segundos que detuvo palabras, movimientos, pero
en seguida se halló de pie, sumergida dentro de una victorio¬
sa corriente de fuego, incorporada a la ascendente estructura
de poder que se levantaba sobre los hombros de El Michi,
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES

XII

Envuelta y sofocada por el forcejeo de tantas palabras inú¬


tiles, comprendió que fuera de esa noche ya no habría lugar
para un noble y combativo fuego encendido sobre los cauces
de su sangre. 'Tiene que ser ahora mismo", se dijo, despre¬
ciando la vacilación enquistada en los rostros de los mucha¬
chos.
— ¿Cuál es el problema? — gritó El Michi, pero en realidad
los insultaba.
Algunos sonrieron, pero la mayoría mantuvo la misma
expresión seria y preocupada.
— Si la cosa se va al diablo — dijo entonces Maruja—, se des¬
quitan conmigo haciendo ese fusilico que quieren.
— ¿Qué les parece eso? — desafió El Michi.
No hablaban: parecía que a muchos les bastaba el pensa¬
miento, pues en algunos ojos chispeaba la codicia de imagi¬
narse dueños del trabajo gratuito de los locos, mientras que
en otros ojos se posaban las lentas nubes del pesimismo,
y ninguno hablaba, siendo las arengas suyas, las protestas de
El Michi y la sugerencias del propio Pico, decididamente del
lado de ellos desde hacía un rato.
— ¿Qué les parece? — repitió El Michi.
— ¡Eso... de todas maneras! — profirió Juan—. ¡No hay las
cuarenta libras, pero sí va a haber fusilico! ¡Eso lo sabemos to¬
dos! ¡Esto es un poco de charla para entrar en calor!
—Alzando a los locos también vamos a entrar en calor...
- dijo El Michi.
132 ENRIQUE CONGRAINS

— Va a ser lo mismo que si tuviéramos una fabriquita - ex¬


plicó Fico-. Se acabó la recolección de papeles y trapos en los
basurales, el robo de chanchos, el estar cuidando autos en las
puertas de los cines.
Nuevamente el silencio, atravesado por el crepitar de las fo¬
gatas y por la incertidumbre que vertían los ojos y las manos
de los muchachos.
— ¡Hablen, pues! —bramó El Michi.
Todo se había detenido: la furia que sólo iba tras el borbo¬
tón de sangre — aunque el único que lo logró fue El Michi en
los brazos de Juan— ; la angurria que no tenía más propósito
que rematar la noche con el fusilico; y la codicia, desterrada
de muchos ojos, y en otros hundida en los subterráneos domi¬
nios de la imaginación.
— Nos robamos a los locos y los ponemos a trabajar para no¬
sotros. Puede ser el mismo trabajo que hacen en el lavadero de
pomos, pero también puede ocurrírsenos una cosa que dé
más — dijo Maruja—. El asunto es que esta misma noche los
podemos tener, y que alimentarlos no cuesta sino el trabajo de
recoger verduras malogradas en cualquier mercado.
— ¡Esta es la oportunidad de nuestro grupo! ¿No se dan
cuenta?
El Michi quedó con las manos en el aire, amenazado por el
silencio que devoraba sus palabras.
— En un par de años podemos reunir un equipito de unos
cien locos. Y con cien locos trabajando para nosotros, nadie
nos para la mano — arengó Maruja.
Miró hacia El Michi, pero el muchacho libraba su propia
batalla, parte eligiendo palabras, parte cargándolas con la
pólvora de su voluntad, parte buscando el instante preciso pa¬
ra lanzarlas, y entonces miró hacia Fico, pero él se ocupaba de
su propia resurrección, que no era sino una triste insurgencia
contra la sangre coagulada en su rostro, que debió ser el ros¬
tro de Alejandro.
La noche resbalaba sobre las horas y el resplandor de las
fogatas: había llegado al final de ellos, y desde ese punto era
imposible seguir avanzando.
— Bueno — dijo Maruja—, entonces nada.
— ¡Nada más que un poco de fusilico! — gritó uno de ellos, y
en seguida, de entre los muchachos, surgió Pepe, su límpido y
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES
133

gigantón rostro en el que ya había eliminado todo vestigio de


humillación-. Hacemos un poco de fusilico con la señorita y
después, con el cuerpo tranquilito. vamos un rato al lavadero
a ver los ahorritos que tiene la vieja.
Pensó con lástima que era un día despojado de amor y cora¬
je, un largo y ruinoso día en que ninguna llama suya había en¬
crespado las manos de los hombres.
— Pierden el tiempo — gritó al círculo de muchachos que se
formaba en tomo suyo— . La vieja va a preferir que la maten
antes que dejar que se lleven la plata. Y lo más probable es que
no la tenga en su cuarto, ni siquiera en el lavadero.
— ¿Dónde, entonces? — preguntó Juan.
— Es seguro que la tiene en un banco.
— ¡Banco! ¿A una vieja como ésa la dejarían entrar a un
banco?
Salvo las agencias bancarias de la avenida Argentina, nun¬
ca había visto un banco, y desconocía qué clase de personas
podían tener su dinero en los bancos, pero la vacilación no le
estaba permitida.
— Si tiene plata, ¡claro que sí! — contestó a Pepe, que minu¬
to a minuto evolucionaba hacia la reconquista de la jefatura.
Suavemente, El Michi se escurrió del semicírculo de cuer¬
pos, colocándose a su lado: parecía, ya, que la angurria por
hacer el fusilico hacía convergir sobre Mamja las manos de los
muchachos y los fuegos del basural.
— Tranquila, esto lo arreglamos — le dijo El Michi en voz ba¬
ja, con mucho cariño y camaradería, sin nada de temor.
Ella se encogió de hombros. Estaba dispuesta a que pronto
no quedara recuerdo de ese día tan arruinado.
— ¿Y por qué no tiene la plata en el lavadero, si ahí podría
esconderla de lo más bien? — preguntó Pepe—. ¿Para qué ne¬
cesita estar dejando la plata en un banco? ¿Acaso se tiene que
cuidar de los locos? ¿Acaso a los ladrones se les ocurriría un
trabajito en el lavadero ése?
Comprendió que al fin, después de sordos torrentes de pa¬
labras, arribaban juntos, ella y El Michi, a un cauce vertical,
ascendente.
— Ni por los locos, ni por los ladrores — dijo, repartiendo su
mirada entre todos los muchachos—. Simplemente es por el
zambo, por el marido de ella. Lo ha tomado como una especie
ENRIQUE CONGRAINS
134

de guardián y de marido, pero no como a marido ni como a so¬


cio en cuanto a la plata. Sólo lo tiene a sueldo, y para que no
le provoque convertirse en socio o en único dueño, la vieja tie¬
ne la plata metida en algún banco.
— ¿Qué dicen? - vociferó El Michi-. ¿Todavía prefieren ha¬
cer la prueba con la plata de la vieja, en vez de irse por los lo¬
cos, que es lo único seguro?
— De repente tiene como sus diez mil soles... — insinuó una
voz.
— Tiene más que eso, pero lo tiene en el banco — repuso Ma¬
ruja.
La codicia y la angurria avanzaban a empujones, impulsa¬
das por las súbitas ideas que cruzaban las mentes de los
muchachos, y eran contenidas por las respuestas, preguntas
y desafíos de ellos tres, Maruja y El Michi adelante, en una
misma línea, y Fico muy atrás, todavía lastrado por el daño
que sus compañeros tallaron alrededor de sus labios.
— ¡Van a perder el tiempo y no van a conseguir nada! — gri¬
tó Maruja: y luego se dijo que había hablado por última vez
por ella misma, y que si volviera a decir algo más sería sólo por
el Michi.
Pepe arañó el suelo con los pies, hizo un surco en la blanda
superficie de desperdicios: volvía a ser el jefe de la banda.
_¡Fusilico! — aulló con alegría—. ¡Comienzo yo, carajo!
Había saltado sobre ella, pero en vez de la cintura, brazos
y pechos de Maruja, encontró las manos de El Michi: encon¬
tró. además, en su camino, la voz de El Michi que cavaba fosas
debajo de las ilusiones del grupo:
— ¿Y qué van hacer con la plata? ¡Nunca hemos tenido tan¬
ta plata en la mano y la vamos a tirar más rápido que una cás¬
cara de plátano! ¡Pero lo más probable es que no encontremos
ni un miserable billete de diez soles! ¡En cambio, con los locos
trabajando para nosotros, todos los días vamos a tener nues¬
tra ración de billetes! ¡y con el tiempo podremos tener la
cantidad de locos que nos dé la gana!
— ¡El que cree que la vieja tiene la plata guardada en el lava¬
dero es un gran estúpido! — dijo Maruja pausadamente, ani¬
quilando la íntima fe de Pepe.
' — ¡Los locos están en el lavadero, eso lo sabemos todos! ¡Pe¬
ro no sabemos si también está la plata! — dijo El Michi, viendo
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 135

cómo Pepe extraía su chaveta-. ¿Entonces, para qué diablos


vamos a correr un riesgo sin ninguna seguridad?
La voz de Maruja, la voz de El Michi. la voz de Maruja, así,
incansablemente, hasta que todos doblegaran esas manos tan
propensas a emprender la búsqueda de los billetes.
— Cuando yo entré al lavadero, había unos muchachos co¬
mo ustedes que lavaban los pomos, y la vieja no sacaba ni pa¬
ta comer. El lavadero era una porquería en comparación al de
ahora — refirió Maruja, suspendiendo las miradas-, Y así fue
hasta que la vieja descubrió que había muchos locos por las
calles, que trabajaban más horas que los obreros, y que no ha¬
bía que pagarles, sino darles cualquier clase de comida. Y con
los locos, en una cosa de tres años, la vieja ha agrandado
enormemente el lavadero, ha conseguido un marido que la
ayuda a cuidar el negocio cuando ella sale a vender los pomos
a los laboratorios, y tiene su buena cantidad de plata guarda¬
da. ¡Pero la tiene en el banco, y el que piensa lo contrario no
sabe lo que dice!
— Pepe quiere metemos en un asunto bastante serio, como
es asaltar a la vieja, y ni siquiera saca una sola prueba de que
haya plata en el lavadero — dijo El Michi con otra voz y otro
tono: sabía que desde ese momento las fogatas del basural
alumbraban sus palabras y que la noche se tragaba, poco
a poco, a Juan y a Pepe: viejos pescadores chorrillanos ven¬
drían en su ayuda, en cualquier región de las palabras.
— No hay más pmebas que la inteligencia de cada uno — di¬
jo Pepe—. Si la vieja diera una vuelta por la puerta de
cualquier banco, los porteros pensarían que quiere pedir li¬
mosna, y sin preguntarle una sola palabra la botarían.
— Eso no — dijo uno de los muchachos, al que aún no le co¬
nocía nombre—. En Chorrillos he visto a un pescador viejísi¬
mo entrar a un banco. Estaba horriblemente sucio, tenía una
canasta de pescado en la mano, pero en la ventanilla lo aten¬
dieron igual que a cualquier otra persona.
— ¿Qué dices de eso. Pepe? — desafió Maruja—. ¿Y tú no
has visto cómo queda la vieja cuando se arregla para ir a los
laboratorios? ¿Y tú no sabes que una vez la vi con una especie
de bufanda de pieles?
— ¿Qué piensan ustedes? ¿Qué cosa prefieren ustedes? - y
así, palabra a palabra. El Michi iba corroyendo la vertical je-
136 ENRIQUE CONGRAINS

rarquía del grupo, destrabando las manos y los ojos de sus


compañeros.
—Ahora todos nosotros hacemos un poco de fusilico con la
señorita —dijo Pepe rápidamente—, y dentro de unas dos
o tres horas vamos a estar repartiéndonos los billetitos ésos
que tiene la vieja.
— ¿Cuáles billetitos? — preguntó Maruja.
— Bueno — dijo Pepe- , si la vieja ha ganado tanta plata con
los locos, aunque tenga plata metida en el banco, siempre ten¬
drá una buena cantidad en el lavadero. Y ése va a ser nuestro
trabajito de esta noche.
— ¡Una buena cantidad! ¡Di a todos qué cantidad podría ser
ésa que esperas encontrar!
— ¿Mil soles? ¿Tres mil soles? ¿Cinco mil soles? — acosó El
Michi, y entre su voz y la voz de Maruja no hubo ráfagas de
tiempo.
Pepe buscó la mirada de Juan, y después quiso fortalecerse
inútilmente en el rostro de cada uno de sus compañeros; la
chaveta que tenía en las manos era más sólida que la tierra so¬
bre la cual se erguía, pero no era hora de filos y de cortes, si¬
no de palabras.
— Yo diría que unos tres mil soles, por lo menos — dijo final¬
mente.
— ¿Y nos tocarían como unas treinta libras a cada uno?
— preguntó El Michi.
De pronto, Maruja sintió que la savia cálida de sus esperan¬
zas la inundaba de fuerza y color, y tuvo conciencia de esto
aún antes de que Pepe abriera el inevitable mecanismo de sus
labios.
— Sí — dijo Pepe—, nos tocaría como trescientos soles —y
para Maruja fue como si él entregara sus labios al dominio de
las arañas; nunca más volvería a trazar surcos furíosos sobre
la tierra ni a comandar esa banda de muchachos, que ella sa¬
bía demasiado apta para el triunfo.
— Así que vamos a sacar como trescientos soles... — dijo El
Michi, paladeando cada palabra.
Pero no era el momento de jugar al gato y al ratón, sino la
oportunidad de gritar muy fuerte, de hacer saltar muy alto la
sólida estructura de Pepe.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 137

— iAsegúrales a tus compañeros que van a sacar treinta


libras, y yo me dejo hacer todo el fusilico que quieran! — voci¬
feró. sintiendo que no arrojaba palabras sino piedras-. ¡Ase¬
gura las treinta libras y estamos a tus órdenes! ¡Asegura que
cada uno va a sacar treinta libras y yo soy la primera persona
en ayudarte!
— ¡Asegúranos, pues! ¡Sé hombre ahora mismo! — rugió El
Michi.
En la mano de Pepe permanecía aún la chaveta, la maligna
punta con la que había tajeado a amigos, enemigos y desco¬
nocidos. pero en los labios no guardaba un arma semejante:
algo se endurecía en sus mandíbulas y a través de los minutos
avanzaba sobre él una noche ruin que lo hacía lentamente
vulnerable.
— ¡Si todavía eres el jefe, lleva adelante tu proyecto! ¡Pero
antes garantiza unas treinta libras a cada uno de tus compa¬
ñeros! ¡El resto es para ti! — propuso Maruja.
— ¡Carajo, carajo! — rabió Pepe, desatando su impotencia y
las últimas palabras posibles.
— ¡Se acabó Pepe! — gritó El Michi, aunque no había necesi¬
dad de anunciarlo.
— Que El Michi pilotee todo el asunto esta noche — dijo Pi¬
co— , y así vemos si resulta como jefe nuestro.
La aprobación de sus compañeros se extendió alrededor de
él como un remanso de silencio.
— ¡Comenzó El Michi, carajo! — restalló con la voz. los ojos,
las manos, queriendo librarse de la alegría aniquiladora que
abarcaba todo.
'Y Maruja también comenzó", se dijo ella, igualmente de¬
vastada por la alegría, pese a que no miraba hacia arriba como
El Michi, sino hacia adelante: detrás se diluían aquellas pala¬
bras cuya consigna era enardecer y persuadir, y delante gana¬
ban densidad aquellas horas que tendría que moldear con sus
manos.
— Hay que planear todo con mucho cuidado — le plan¬
teó a El Michi.
— Claro que sí — convino él.
— Son dos asuntos diferentes — explicó— . Uno es cómo ro¬
bamos a los locos y el otro es dónde los llevamos. Y no hay que
138 ENRIQUE CONGRAINS

mezclar un problema con otro, porque sino todo se nos com¬


plica.
Al lejano círculo de las fogatas del basural se agregó el
círculo que en tomo suyo y de El Michi formaron los mucha¬
chos, entre los cuales Pepe era uno de tantos.
— No vamos a mezclar los dos problemas que hay — dijo Ma¬
ruja hablándoles a todos-. El primer problema es robar a los
locos, y eso lo voy a planear yo, porque conozco bien el asun¬
to; pero del segundo problema tienen que ocuparse ustedes.
Es necesario encontrar esta misma noche un lugar para es¬
conder a los locos. No podemos andar en pleno día con unos
veinte locos, porque todo el mundo se daría cuenta que pasa
algo muy raro.
— ¿Quién conoce un sitio como para esconder a veinte lo¬
cos? — preguntó El Michi.
— Un sitio donde los podamos tener unos dos o tres días,
hasta que encontremos el lugar donde los vamos a hacer
trabajar.
— ¿Una casa? — dijo alguien.
— Una casa, una choza grande, pero que sea un sitio solo,
sin gente cerca —explicó—. Ese es todo el problema, porque
del sitio donde los vamos a hacer trabajar no nos ocuparemos
ahora, sino mañana.
Ella misma se remontó alto, y poco a poco fue cayendo so¬
bre todos los lugares que conocía en circunstancia de soledad,
y de amor y de placer, o de simple aventura — aunque esto co¬
rrespondía a varios años atrás, cuando todavía el hombre no
aparecía al final de cada hora—, pero los parajes que antes só¬
lo admitían la presencia vegetal de las chacras y errante de los
vagos, eran devorados por una ciudad de barro, latas y estera.
— ¿Quién conoce un sitio? — preguntó El Michi.
El silencio cubrió todos los espacios, era un viento mudo
que traía consigo muchos nombres y muchas dudas: nadie
quería destruir su sagrada fama personal bajo el embate cer¬
tero de las risas.
Al cabo de un momento alguien movió, adelantó un pie:
bastaba esa señal.
— ¿Qué sitio? — le preguntó El Michi.
— Bueno... —dijo el muchacho—, estaba pensando en la
ladrillera abandonada.
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES 139

El Michi chasqueó los dedos; nadie rió, y todos supieron


que ese lugar superaba las posibilidades de cualquiera que
hubiesen podido sugerir.
— ¿A cuántas cuadras queda? - preguntó Maruja.
— Es al otro lado de la avenida Venezuela, yendo hacia el
Callao, aúnas veinte cuadras de acá. Se trata de una ladrille¬
ra abandonada hace unos años, y que muy bien podría ser el
lugar donde guardemos a los locos - explicó El Michi.
— ¿Qué dicen del sitio? — preguntó ella.
— Está bueno — repuso Fleo.
— ¿Está bueno? ¿Seguro que está bueno? — preguntó a to¬
dos.
— Sí — dijo uno de ellos— , no se me ocurre otro mejor.
— ¿Y cuánto tiempo pondremos en llegar a la ladrillera?
— Calculemos unas tres horas — dijo El Michi—, porque va¬
mos a ir con los locos.
— ¿Alguien tiene hora?
Pepe sacó un lento y penoso reloj de bolsillo y dijo que eran,
ya, las diez de la noche, y Maruja contestó que había tiempo,
pero eso no era todo lo que tenía que decir:
— Ustedes se encargan de que salga bien el traslado de los
locos, pero el asunto en el lavadero lo manejo yo. Sólo hay dos
cuestiones con las que hay que tener cuidado: los perros, que
habrá que trabajarlos con chaveta, y la vieja y el zambo, que
no deben funcionar en ningún momento. Ellos están en su
cuarto y ahí se tienen que quedar. Se trata de que alguien se
prenda de la manija de la puerta y que no los deje salir.
Mientras tanto, nosotros sacamos a los locos y los vamos lle¬
vando hacia la ladrillera.
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NO UNA, SINO MUCHAS MUEKTES

XIII

Migajas para la tierra y arrojó lejos su pedazo de pan:


dentro de unos minutos ese eficiente lavadero de adobes, ta¬
blas. vidrios y agua, clamaría por el tenebroso latido de
cuarenta manos ausentes.
Se sentía poderosa, grande:
— Dame tu chaveta — le pidió a El Michi.
Chaveta para sus manos, y atravesó el aire con la punta,
pese a que aún no habían perros encima de sus piernas.
Pepe miró su reloj.
— Faltan cinco minutos — dijo—, pero lo mismo podríamos
empezar ahora.
Algunos terminaban los grandes trozos de pan que habían
ido a comprar a las distantes cantinas obreras de la avenida
Argentina, y otros volvían de librarse de todo apremio, y así.
entre viajes y panes y ajustes de cuerpo, los locos habían du¬
rado dos horas más en el lavadero.
— Un perro es para mí — anunció Maruja, sacudiendo ojos y
deteniendo los pedazos de pan—. ¿Quién quiere encargarse
del otro?
Ahí mismo, sin mucho estrépito de mandíbulas, los perros
abrieron rojos músculos y cercenaron sabios tendones.
— ¿Quién acompaña a Maruja? — preguntó El Michi.
Chaveta contra chaveta no era igual que chaveta contra
dientes y garra y oscuridad.
— Bueno — dijo Maruja—. me gustaría hacer pareja con Pe¬
pe —y buscó su mirada, su chaveta, su orgullo.
142 ENRIQUE CONGRAINS

— Sí — repuso él—, de acuerdo.


-Y falta alguien que se encargue de la puerta. Tiene que
llegar en un instante a la puerta del cuarto de la vieja, casi en
seguida que los perros empiecen a ladrar, y tiene que prender¬
se de la manija y no dejar que ni la vieja ni el zambo salgan
afuera. Ellos van a oír mucho, pero no van a ver nada.
-Va a ser un trabajito muy limpio - explicó El Michi.
— ¡Listo - exclamó Fico- . la puerta para mí!
Luminoso, el río metálico de la fe lavaba ojos cubiertos de
costras y ponía en cada mano una antorcha.
— Pepe y yo saltamos al lavadero por la parte de atrás — di¬
jo Maruja—. y en cuanto oigas que los perros empiezan a la¬
drar. saltas por la parte de adelante, y a la carrera, pase lo que
pase, llegas a la puerta y te amarras a ella.
— De acuerdo — convino Fico.
— Si cuando llegas a la puerta, la vieja y el zambo estuvieran
saliendo ya. como sea los metes de nuevo adentro, y como se
ha planeado, no dejas que vuelvan a abrir la puerta.
— No te preocupes — le aseguró Fico.
— Y si los perros nos ganaran o nos dejaran a nosotros, y se
fueran sobre ti. primero es la puerta que tus piernas o tus bra¬
zos o tu cara.
— Primero es la puerta — dijo Fico.
— Y cuando ya no oigan que los perros ladran, todos uste¬
des saltan y nos esperan junto al cuarto de los locos. No los
vamos a sacar a todos de golpe, sino por pocos, en grupos de
cuatro o cinco.
— De ese mismo modo los vamos a llevar a la ladrillera: ni
siquiera de noche, y ni siquiera por las calles por las que va¬
mos a ir. podemos caminar treinta personas juntas — informó
El Michi.
El viento y la sangre henchían cada pulmón, y las manos
querían rasgar la oscuridad que era la única distancia que los
separaba del lavadero.
Pepe alargó unos dedos agarrotados entre los cuales pere¬
cía su lento reloj de hierros y cadenas.
— Las doce, ya — dijo, volteando hacia Maruja.
— Vamos, entonces — repuso ella.
Un descenso sobre el piso del lavadero, pero no una caída,
y entonces la chaveta: sería todo o sería nada.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 143

Puso en movimiento a Pico y a Pepe, y lentamente giró sobre


sus talones hasta colocarse frente al lavadero, situado a cien
metros de distancia, acequión abajo.
-Nos encontramos adentro - dijo sin mirar al resto de la
banda.
Con ternura, casi, empuñó firme la chaveta y los tres echa¬
ron a andar pegados a la pared del barranquito, en tanto los
otros muchachos que habían quedado atrás subían a la cha-
crita de zapallos, en la que viera por última vez a Alejandro,
hacía ya unas tres horas.
— Los perros no deben ladrar sino cuando ya estemos aden¬
tro del lavadero — les dijo en voz baja.
Asintieron con un movimiento de cabeza mientras conti¬
nuaban adivinando qué había más allá de cada paso, y así. en
medio de esa noche que de repente arrojaría invisibles ángu¬
los de hierro, dejaron atrás el lugar al que ella fuera a dar
cuando la acometida de los locos, y siguieron avanzando, y
así, en medio de esa noche que de repente vomitaría silencio¬
sas e inacabables madrugadas de sal y cenizas, dejaron atrás
el matorral que ocultaba la segunda covachita de esa jomada
suspendida entre polvo y metales, y entonces, ayudándose
con pies y manos, subieron el barranquito. emergiendo al ni¬
vel de la ciudad.
— Bueno — dijo Maruja—, podemos empezar.
— ¿Ya? — preguntó Pico.
— Mejor de una vez — repuso ella—. Si hacemos tiempo nos
pondríamos un poco intranquilos.
— Entonces, ¡al diablo! — convino Pico.
— ¡Al diablo! — contestó Maruja alegremente: sería todo
o sería nada, y solamente ella estaba compenetrada del senti¬
do definitivo de la jugada.
— Tú no tienes que pensar en otra cosa que no sea la puer¬
ta — dijo Pepe palmeando a Pico.
— Claro — repuso él—, y ustedes no piensen más que en los
perros.
— Camina despacio, sin hacer bulla, hasta ponerte a unos
diez pasos del lavadero — dijo Maruja—. Y cuando veas que
nosotros saltamos adentro y cuando oigas que ya estamos pe¬
leando con los perros, en ese mismo momento ya estás ama¬
rrado a la puerta.
144 ENRIQUlí CONGRAINS

— ¿Tiene manija? — preguntó.


— Sí. la manija está ahí.
— De acuerdo - dijo Fico, y empezó a caminar hacia el lava¬
dero.
Quedaron solos, ambos con su chaveta en la mano, todavía
limpia de sangre y ladridos.
— ¿Qué te parece? - le preguntó a Pepe.
El muchacho se encogió de hombros: sólo conservaba un
vulnerado reloj entre los ácidos recuerdos que partían, y que
siempre seguirían partiendo, de esa noche.
— ¿Qué te parece? — volvió a preguntarle.
— Pienso que hacerlos trabajar y que ganar plata con ellos
va a ser más difícil que robarlos.
— La vieja es ella sola — repuso— . Nosotros somos once.
— Háblame de los perros — pidió Pepe— . ¿Son bravos?
— Sí. bravos y de buen tamaño. Es por eso que la vieja duer¬
me tranquila. Porque sabe que nadie puede entrar o salir del
lavadero.
— Y nosotros... ¿con la chaveta?
— Claro — dijo Maruja— . Pero sólo hay una manera de ha¬
cerlo: corres con un pañuelo en la mano, como si llevaras algo
robado, y entonces los perros, en vez de morderte por atrás, te
van a sobrepasar para atacarte de costado. En ese momento
te plantas en el sitio que estás y empiezas con la chaveta, de¬
jando que el perro, con el impulso que tiene, mordisquee un
poco de aire. Así unas tres o cuatro veces hasta que el perro ya
no pueda más. Todo el secreto está en que tú puedas parar
más rápido que el perro.
— ¿Lo has hecho alguna vez?
— No. pero da lo mismo, porque he visto.
— ¿El negro Manuel?
— El negro Manuel — y ése era un nombre intacto, que llega¬
ba en oleadas de poder.
— Bueno — dijo Fico—, vamos a ver cómo sale.
Avanzó él con la frente en alto, sin derrumbarse, y ella
avanzó con los ojos a ras del suelo, pendiente de cualquier pa¬
pel o trapo que reemplazaba al pañuelo, hasta que encontró
un trozo de costal utilizado para hacer rebalses en las ace¬
quias de riego, y con ese trozo de costal envolvió su gorrita ro-
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 145

ja, mientras que Pepe había envuelto un puñado de ramas con


su pañuelo.
— No te detengas en ningún momento, porque sino el perro
te arrincona — le dijo.
Pepe hizo un movimiento afirmativo.
-Ybúscale pleito al perro, porque podría irse sobre Pico: si
la vieja y el zambo salen afuera, se van a poner más bravos
que los mismos perros, y de repente alguno de los muchachos,
por patriotismo, mata al zambo o a la vieja.
— ¿Por eso has mandado a Pico a prenderse de la puerta?
— Sí. nada más que por eso — dijo Maruja, recordando que
tan importante era apoderarse del equipo de locos como pre¬
servar la integridad y subsistencia del grupo.
— Está bien, pero ahora quiero comenzar de una vez — pidió
Pepe, sabiendo que el reloj trabajaba en su bolsillo sedi¬
mentando pánicos.
— En seguida estamos adentro: corremos de aquí a la pa¬
red, nos trepamos y saltamos adentro. Después ya sabes todo
— dijo Maruja, mientras se ponía la chaveta entre los dientes.
Pepe la imitó y cuando vio que Maruja atracaba su paqueti-
to — la gorra envuelta en el pedazo de costal—, entre la pretina
de su falda y su cintura, hizo lo mismo, atracando su paque-
tito — las ramas envueltas en el pañuelo—, entre la correa de
su pantalón y su vientre, y entonces, cuando el peso de las
chavetas crecía en el extremo plateado de las manos, supieron
que ya ni siquiera la oscuridad era distancia.
Engranada a fuegos y metales, dio un paso hacia adelante y
dio otro paso más, detrás del cual venían incontables pies su¬
yos, pero en ese momento todo era abalanzarse sobre la tapia
de adobes, desde cuyos bordes las estrellas eran la única no¬
che, pero ella no pensaba más que en aplastar su cuerpo so¬
bre sus piernas, luego sobre sus tobillos, y finalmente sobre
los dedos de sus pies, hasta que súbitamente pudo disparar¬
se hacia arriba con la chaveta entre los dientes y la sonrisa en
los ojos, pero ella no pensaba más que en poner una gran ma¬
no suya sobre la última fila de adobes y desde ahí arrastrar su
cuerpo, hasta que finalmente cayó su antebrazo, y en un ins¬
tante, casi en medio del aire, sus tendones crearon una ascen¬
dente araña adosada a la tapia, encima de la cual puso sus
radiantes ojos, sus rodillas, sus pies, ciegos a la visión del la-
146 ENRIQUE CONGRAINS

vadero, pero nunca ciegos para las profundas distancias ver¬


ticales por las que ya caía siempre con la chaveta entre los
dientes y la fe en los ojos, que junto con su destrabado cuerpo
rodaron sobre la tierra dura, sobre la cual pronto hubo una
mano con filo y unos pies con silencio — en medio de toda su
tempestad-, circulando por el lavadero, hasta que la noche
inventó sus perros, sus ladridos, sus dientes: sin aprestarse
desde encima de toneles, sin campanadas ni ladridos, de sú¬
bito la mole elástica surgió de entre los montículos de pomos
ya clasificados, y en un instante, acercándose, fue royendo
sus pasos, los saltos que diera un instante detrás suyo, y así.
de golpe, supo que no era lo mismo maniobrar por primera vez
en su vida en medio de la oscuridad, esquivando paredes,
cerros de pomitos, toneles de agua, que hacerlo bajo sol en la
generosa pampita de un basural, como viera pelear al negro
Manuel, hasta que casi aérea y casi terrestre, bombardeándo¬
se a través del silencio arruinado por todos lados, extrajo un
paquetito y lo puso en el extremo inocente de su mano izquier¬
da, mientras se lanzaba contra la pared del cuarto de los locos
y con la fuerza del previsto choque se impelía con pies y ma¬
nos hacia atrás, donde aún venía el perro: acuchilló sombras
y el perro tarasqueó aire y asi. sin pausas, sin sangre, estuvie¬
ron otra vez zumbando por entre los ruidos de esa noche, has¬
ta que fiel a sus propias enseñanzas y cuando parecía que iba
a estrellarse contra Fleo, repentinamente surgido de no sabia
dónde, se enraizó firme en su sitio con la mano derecha
extendida hacia el costado, y con la plateada mano rozó, aran¬
do y hendiendo, la instantánea turbulencia de músculos y pe¬
los que intacta, perfecta, fue a caer frente a sus pies, desde
donde volvió a inflamarse de odio, lo cual le pareció magní¬
fico y útil para ella, nuevamente entregada a la furia de sus
piernas, y cuando debajo suyo, en pleno aire, surgieron los
dientes y los ojos, se hizo de piedra y de metal sólo por un se¬
gundo, enterrando la chaveta en el lomo del perro, pero en
deslizaría hacia el vulnerable vientre demoró demasiado, y de
pronto, haciéndose un nudo en el aire, el perro sembró su bra¬
zo de dientes y ella supo que no habrían más carreras sino la
rápida destrucción de uno de los dos. y antes que el dolor
traicionara la fe puesta en su mano derecha, se hizo ella otro
nudo en el aire y obtuvo, rescató la chaveta, y dejando que el
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 147

perro vertiera todo su volcánico odio sobre su brazo, enfrentó


la punta metálica que aparecía entre los dedos de su nueva
mano contra las costillas y abrió surcos rojos en el lomo, y en
seguida, sin pensar en su brazo, sin pensar en su sangre, ca¬
si arrodillada en el suelo, hizo descender mano y chaveta, y
una vez bajo la furia rabiosa que era el perro acolmillado a su
brazo, subió mano y chaveta, no encontrando huesos sino la
tierra blanda del vientre, y ahí cortó, cercenando y destru¬
yendo, y así. con el brazo derecho fúnebremente olvidado, pro¬
siguió dentro del perro con la mano izquierda sepultada en un
mundo tibio y acuático que no quería ver, hasta que encima
suyo dejó de haber furia, dientes, perro, y pudo preocuparse
de la reconstrucción de su brazo, de su gorrita roja, de atender
al espantable ruido que venía de algún lugar del lavadero,
donde Pepe y el otro perro aún enfrentaban chaveta contra
dientes, y del estrépito que ascendía hacia la noche desde el
cuarto de la vieja.
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NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES

XIV

Como nunca, pese al brazo malamente estropeado por los


dientes del perro, se sentía dueña de un cuerpo duro, compac¬
to, persistente. Acomodó la gorrita roja sobre su cabeza y echó
a correr, orientada por los últimos ladridos que sonarían en
ese lavadero, que más que toneles con agua y potasa, que más
que los carretilleros, hábiles compradores de pomos usados,
que más que la propia vieja, había sido un manojo de cua¬
renta manos incesantes.
Dentro de la cocinería, en el suelo, Pepe recontaba sus heri¬
das, y en el aire, desangrado, el perro disponía de sus últimas
tarascadas, mientras las chavetas de Juan y de otros dos
muchachos destrozaban su coraje, sus movimientos, su pre¬
sencia del perro: parecía animal salido de matadero.
— iAcaben ya! — les gritó.
De pronto el perro se hizo gigante, y cayendo sobre los hom¬
bros de Juan quiso hacer ahí su propio destrozo, pero la san¬
gre se iba como el viento: desde los hombros de Juan resbaló
sin ladridos, sin dientes, sin garras.
— Vamos rápido a sacar a los locos — dijo desde la entrada
de la cocinería, inmóvil, corroída hasta la emoción por la her¬
mosa muerte del perro.
Para ellos sus palabras fueron el primer borbotón de otra
realidad.
— Y tu perro... ¿ya lo acabaste? — preguntó Juan.
No pensó en su brazo, ni siquiera en su perro, al que tuvo
que destrozarle las entrañas, sino en el agónico perro que ha-
150 ENRIQUE CONGRAINS

bía a los pies de ellos, y entonces el desprecio trabó su gar¬


ganta.
—Y tu perro... ¿está listo? — insinuó Pepe, todavía desde el
suelo y desde el fondo de sus heridas.
— No — repuso con calma—; mi perro los está espe¬
rando... — y para que el encono no infectara sus ojos, les dio
la espalda.
Arracimados a la puerta del cuarto de los locos, incapaces
de lanzarse a la exploración nocturna del lavadero, halló al
resto de la banda.
— En realidad — dijo El Michi—, nadie creyó que la cosa iba
a salir bien.
— El asunto está en llevarlos a la ladrillera. ¿Todos la cono¬
cen, no?
— Sí — dijeron.
— Conmigo somos once —dijo Maruja—, pero es como si
fuéramos diez, porque uno se va a tener que quedar aga¬
rrando la puerta. Un buen rato después que hayamos sacado
al último de los locos, la suelta, y corriendo nos alcanza.
Adentro hay veinte locos, así que vamos a hacer cinco grupitos
de seis: dos de nosotros llevando a cuatro locos, y salimos con
cinco minutos de diferencia cada grupito. Si en el camino a la
ladrillera se juntan dos grupos, se vuelven a separar en segui¬
da, porque doce personas juntas es mucho para andar por la
calle.
— Sería mejor que vayamos por calles diferentes. Un grupo
cruza la avenida Argentina por la esquina de la curtiembre,
y el otro por la esquina de la fábrica de planchas — propuso El
Michi—. Así de ninguna manera nos vamos a juntar.
— Claro — convino Maruja—, ésa es la forma de hacerlo.
— Entonces — preguntó El Michi—, ¿los sacamos?
— Sí — dijo—, rompan el candado, nomás.
Con una piedra pasaron por encima del candado, de su se¬
creto. de su llave: un puntapié abrió la puerta y un rectángu¬
lo de oscuridad y hedor descompuso la cohesión de los
muchachos.
Alargando su brazo sano, tomó la mano de El Michi.
— Entremos — le dijo-, vamos a sacar a los cuatro prime¬
ros. Y que alguien vaya a abrir la puerta del lavadero.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 151

Sí repuso El Michi, sabiendo que en ningún momento


podía dejar de ser el jefe.
Sostenida por la estupefacción de sus compañeros, se su¬
mergió en el cuarto de los locos con su único brazo en movi¬
miento extendido hacia adelante, y dentro de la turbia oscuri¬
dad dio unos pasos que tropezó con el primer cuerpo, detrás
del cual había toda una arremolinada muralla de locos.
— ¡Calle, calle! — gritó—. ¡Vamos a la calle! —y asiendo del
mameluco al primer loco, lo hizo avanzar hacia la puerta—.
Sácalo afuera. Michito — le pidió, soltando al loco.
Asió al siguiente loco y luego a otros dos más, poniéndolos
en las sorprendidas manos de El Michi, y cuando emergió a la
noche bajo las estrellas, el dolor de su brazo se había acopla¬
do a su cuerpo, perforando, disolviendo sus minutos, sus pen¬
samientos.
¿Quiénes quieren ser los dos primeros? — preguntó.
Todos permanecían en silencio, sin dar ningún paso hacia
adelante, en tanto ella descubría que las palabras, el breve
instante que duraban en sus labios, eran la mejor defensa
contra el veneno que destilaba su brazo.
— Entonces -dijo Maruja-, que El Michi, como jefe, decida.
— Pedro y Alfredo..., comiencen ustedes — dijo El Michi—,
y cruzan la avenida Argentina por la esquina de la curtiembre.
— Yo los acompaño un rato — se ofreció Maruja.
Delante suyo vio cómo los dos muchachos, a quienes perte¬
necían los rostros más anónimos de esa banda que ya iba mo¬
delando conforme a sus intenciones, tomaban a los cuatro lo¬
cos y les hacían dar los primeros pasos de lo que sería una
gran marcha a través de la zona industrial de la ciudad, y, si¬
guiéndoles, fue anotando sus errores, mientras el brazo se¬
guía anotando su presencia tumefacta y ella recordaba que
aún no había ido a ver a Fico, y que necesitarían del reloj de
Pepe para hacer partir puntualmente a cada grupo.
Una vez fuera del lavadero, en el camino de tierra en que
apareciera el taxi azul, dentro del cual debió haber partido
Alejandro al comienzo de la tarde, se acercó a los dos mucha¬
chos.
— Los hacen caminar, pero de esa manera no se puede
andar por las calles; la gente tendría que estar muy borracha
para no darse cuenta que pasa algo raro.
152 ENRIQUE CONGRAINS

— Entonces, ¿cómo? — preguntó uno de ellos.


Durante los primeros metros, situándose frente a los locos,
de espaldas al camino, les habían hecho caminar como quien
arrastra un bulto, y después, en el camino de tierra, habían
optado por empujarles desde atrás, y todo eso desembocaría
en un lamentable fracaso en cuanto se cruzaran con la prime¬
ra persona curiosa.
— Ponte en el medio de dos locos y tómales del brazo. Así, en
todo caso, se podría pensar que estás llevando a una pareja de
borrachos.
Hicieron la prueba, y aunque la marcha era algo más lenta,
pues tenían que coordinar casi a ciegas su paso con el de los
locos, ese avance tenía más probabilidades de llegar a la ladri¬
llera.
— Bueno, listo — dijeron ellos.
Amenazada por la presencia maligna de su brazo, que ya no
era suyo sino algo aparte. Ingresó al lavadero y fue hasta el
cuarto de la vieja.
—Ahora están tranquilos — dijo Fico—, pero al principio
casi destrozan la puerta.
— ¿Aburrido, no? — le preguntó,
— Sí, un poco.
De súbito, la vieja rompió su garganta:
-¿Quién mierda está ahí? -gritó desde el otro lado de la
puerta.
— Provoca ponerse a conversar con ellos — dijo Fico en voz
baja.
Maruja meneó su cabeza, cuidando de no transmitir el mo¬
vimiento a su brazo.
¿Qué quieren en mi lavadero, malditos de mierda? - aulló,
golpeando la puerta.
En ese momento el zambo, puesto que no podía haber otra
persona adentro, rompió los vidrios de la estrecha y alta ven-
tanita de metal, y empezó a gritar a su vez:
— ¡Hey, vecinos! ¡Hey, vengan al lavadero! ¡Nos están ro¬
bando!... -Pero habían construido el lavadero en el lugar
preciso donde los locos podían canturrear, llorar, toser, voci¬
ferar, sin que nadie los oyera.
— Nadie vive cerca de acá - le explicó a Fico.
— Entonces, que griten...
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 153

Bajo las estrellas, que como pocas veces habían invadido la


noche, quedaron en silencio: ella sorbiendo el dolor que la
inundaba, y Fico atento a cualquier ensayo sorpresivo que hi¬
cieran el zambo y la vieja para abrir la puerta, y así fue hasta
que delante de Maruja apareció uno de los muchachos, al que
antes de que hablara ya había apartado de la puerta.
— Va a salir el segundo grupito — dijo.
— Está bien, que salga, nomás — y se sintió inepta para pre¬
guntarle quién había sacado a los locos, para ir hasta ellos y
explicarles cómo debían llevar a cabo el acarreo- . Solamente
dües que caminen con un loco a cada lado, y que los agarren
bien firme del brazo.
— De acuerdo — repuso el muchacho, desapareciendo en
dirección del cuarto de los locos.
Volvía hacia donde Fico, que permanecía inmóvil, pegado
a la puerta, sosteniéndola con ambas manos, cuando estalló
un golpe violento al otro lado de las tablas y el golpe se propa¬
gó al mismo Fico, que fue súbitamente descuajado y demoli¬
do, en tanto la puerta quedaba al alcance de cualquier mano
de adentro o de afuera, pero por tercera vez en la noche, no
obstante su brazo, se hizo aérea y pisando a Fico empuñó la
manija, desconociendo si ellos habían querido romper la
puerta o aturdir al invisible carcelero; y entonces llegó el se¬
gundo mazazo, y el tercero después, pero estaba separada de
la puerta, unida a ella sólo por la mano izquierda, mientras
que Fico había estado recostado, y ahora estaba caído, sordo
a los golpes que absorbían las tablas, sin encontrar otro cuer¬
po a quien transferirlos.
— jAbran, malditos de mierda! — aulló la vieja, ignorando
que esa puerta y esa mano le impedían terminar exactamente
como sus dos perros.
Con el pie remeció suavemente a Fico hasta que lo tuvo
arriba.
— ¡Buen golpe! — dijo.
Ella le sonrió, todavía sin adivinar cuándo podría sonreír
a su brazo derecho, incorporándolo a las grandes y empinadas
jomadas que la aguardaban.
Toneles y potasa para el lavado de pomos: ya era tiempo de
prever qué cantidad de dinero necesitarían antes de obtener
algún beneficio de los veinte pares de manos, aparte del traba-
154 ENRIQUE CONGRAINS

jo y dinero que Invertirían en la alimentación de los locos du¬


rante todos los primeros días que tomase la organización del
nuevo lavadero, y en lo vasto del problema halló el mecanismo
incipiente que le permitía emanciparse del brazo, aunque lue¬
go. atrapada nuevamente por el dolor, buscó el movimiento:
-Espérame -le dijo Fico. cediéndole la retención de la
puerta, y resquebrajada, marchó hacia aquella parte del la¬
vadero donde podía encontrar un trapo para hacerse vendas,
y luego, con las manos vacías, marchó hacia la cocinería, don¬
de junto al cuerpo del perro, junto a las pailas, junto a las la¬
tas en que traían las verduras malogradas del mercado de
Piñonate, halló un puñado de clavos, y sin vendas pero con
clavos, aplastada por la ola de dolor que poseguía abarcándo¬
la, tomó al cuarto de la vieja.
— Toma, clávalos — susurró, poniéndole en su mano libre
los clavos y una piedra.
Alternaron puestos y en seguida hubo una sonora y multi¬
plicada articulación de mano y piedra enterrando clavos, y
así, durante unos minutos, pudo ensordecer el clamor de
punzadas que se hundían en su brazo, y luego, mientras Fico
tomaba resuello, intentó despistarse fugando a otros años,
a distintos lugares y situaciones, pero todo fue un pequeño
juego inútil: el brazo seguía acoplado a su cuerpo, remontán¬
dose con ella o hundiéndose con ella en la trama vertiginosa
de los días que resucitaba.
—Ven, sentémonos a conversar — le dijo a Fico.
Caminaron unos pasos, sentándose en el suelo, frente al
cuarto de la vieja, ahora saturado de silencio: siempre sería
madrugada.
— Desde aquí podemos estar al tanto de lo que quieran ha¬
cer.
— Bueno — dijo Fico—, tampoco nos pasaría nada si salen.
— Sí nos pasaría: ellos salen, ven que nos estamos llevando
a sus veinte locos, y no sé qué harían, pero harían algo. En¬
tonces uno de nosotros saca su chaveta y mañana mismo te¬
nemos a toda la policía de Lima buscándonos. Y somos trein¬
ta para escondemos: no somos ni uno ni dos.
— ¿Ese es el asunto?
— Sí — repuso, volcándose tras las palabras—, Cuidándoles
el pellejo cuidamos que nadie nos moleste cualquier día de és-
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES
155

tos. La vieja no puede ir a la policía a decir que le han robado


veinte locos, porque quisiera ver la cara que pone la policía si
sabe la clase de invento que es esto. La vieja va a tener que
quedarse muy tranquUita mirándole la cara al zambo y mi¬
rando su libretita de ahorros.
— Parece que tienes razón - convino Fico.
Abría sus labios y era como si cada palabra consumiera al¬
go de la energía destructiva que emanaba de su brazo, que ni
siquiera vertía sangre sino un puro dolor que ya, desde antes
de que empezara a hablar, se había apropiado de su mente,
desterrando la conciencia que podía tener del resto de su
cuerpo.
— Pero ése no es el verdadero problema - dijo Maruja. Fico
la interrogó sumisamente, olvidando que era el mismo Fico
que había hecho en el curso de la tarde lo necesario, tres veces
lo necesario, para exterminar a Alejandro.
— Los locos comen...
— Claro — admitió él.
— La vieja los alimentaba, pero ahora vamos a tener que ali¬
mentarlos nosotros.
— Claro, así tiene que ser.
Y entonces, viendo la simplicidad con que él asumía el de¬
senvolvimiento de los próximos días, supo que tendría que
conducirlo de la mano hasta la intrincada región que se exten¬
día frente a la banda, de la cual, como se había propuesto, ya
era pies, manos y cabeza.
— El asunto es que no tenemos nada: ni latas para traer las
verduras malogradas que compremos en cualquier mercado,
ni pailas para cocinar, ni toneles ni potasa para el lavado de
los pomos, ni tampoco carretilleros que nos traigan todos los
días la cantidad de pomos que los locos puedan lavar.
Permanecieron en silencio, él sin saber por dónde empezar,
y ella sabiendo que tendría que afrontar simultáneamente to¬
dos los problemas, en una carrera contra el desaliento que en
cualquier momento podía paralizar a sus diez compañeros.
— ¿Qué te parece? — le preguntó.
— Complicado — dijo Fico—, bien complicado.
— ¿Cuánta plata tienen ustedes?
— Nada — repuso—. Se puede decir que en este momento no
tenemos nada.
156 ENRIQUE CONGRAINS

— Hay que comprar unos siete toneles de madera o cilin¬


dros de aceite, y potasa para unos quince días...
— ¿Cuánto? — preguntó Fico.
— Dos mil soles...
— No - dijo él-. no tenemos ni sabemos cómo podríamos
tener una cantidad así.
Pese a la aplastante certeza que provenía de las palabras de
Fico, estaba perfectamente claro que ese obstáculo tampoco
era zanja con estrépito de derrota.
— Hay que conseguirlos — resolvió.
— ¿Cómo?
— Que cada uno de nosotros consiga doscientos soles en
dos días de plazo.
— ¿Cómo, pues? — dijo él con tristeza.
Arriba, donde la voz de Fico no llegaba, permanecían las
estrellas: más allá de cualquier oscuridad discurrían eternas
corrientes de victoria, densos regueros luminosos.
— Necesitamos toneles y potasa, y sin eso no podemos ar¬
mar ningún lavadero. La comida la arreglamos como sea, de
conseguir los pomeros me encargo yo, pero de los toneles y de
la potasa tienen que ocuparse ustedes.
— ¿Cómo, pues?
Quedó mirándolo en silencio, a punto de arrojarlo y de
hundirlo en la miseria de sus propias manos: así como había
aplastado y deshecho a Alejandro, y si eso fuera poco, así co¬
mo lo había envilecido en medio de su silencio, así debía envi¬
lecer al que apareciera con las manos vacías y los ojos carga¬
dos de turbios imposibles: y si a pesar de todo eso resultara
insuficiente, así como había estampado una media luna en la
frente irremediable de Alejandro, así debía él marcar y recono¬
cer a los que flaquearon en medio de jomadas definitivas.
— Ven — le dijo, decidida a ganarlo para sus batallas—, ven
para que veas lo que es un lavadero de pomos.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES

XV

Cuando ya habían dejado atrás la avenida Colonial, y más


atrás aún la avenida Argentina, avanzó muchas cuadras
envuelta y aislada por un aturdimiento esférico, rotundo, im¬
penetrable, dentro del cual, sin ojos, sin oídos, sin tacto, sin
pensamientos, sólo había un cuerpo y una voluntad sobrevi¬
vientes que perduraban no a través de grandes espacios he¬
roicos, sino de metro a metro, de paso a paso, sabiamente
ignorantes de las verdaderas dimensiones de esa marcha que
realizaban al final de los cinco grupos, y bajo la presencia de
tantas estrellas de ficción.
Desprendía su voluntad del poste de alumbrado que aca¬
baba de sobrepasar, y entonces buscaba un nuevo asidero pa¬
ra su avance, eligiendo un charco de luz si iban por calles
alumbradas, o una mancha blanca o un trazo negro si mar¬
chaban por regiones vegetales, y no se proponía más que lle¬
gar allí, y allí llegaba con su destruido brazo derecho, y allí
mismo, sin pausas, sin engaños, elegía otra meta, que a veces
era arribar al extremo de su sombra móvil.
Y así fue durante un trecho cuya distancia le estaba veda¬
da, y que recorrió a bocanadas de dolor, hasta que detrás de
ellos seis creció el fragor de una carrera entusiasta; y en un
instante, antes de que recapacitaran sobre qué hacer, surgió
el rostro extenuado de Fico.
— No tenia ganas de caminar solo y por eso corrí un poco
— les dijo.
158 ENRIQUE CONGRAINS

I>os locos gruñeron algo, pero no supo si el ruido había par¬


tido de los dos que tenia con ella o de los que llevaba Waldo, su
compañero, al que aún no había comprometido para sacar
adelante, como pudieran, las jomadas de pmeba que aguar¬
daban a la banda.
— Pero me quedé un buen rato — proseguía Fico—, Debo de
haber estado como un cuarto de hora más, después que uste¬
des salieron: y me hubiera quedado otro poco, pero de repen¬
te no me gustó el lavadero, nada de lo de ahí. La vieja y el zam¬
bo habían estado gritando de lo más bien, pero después se
callaron, y yo pensé que bastaba lo que había esperado. Y em¬
pecé a venirme para acá.
— Un cuarto de hora estaba bien —dijo Maruja, pero de
pronto fue sacudida por la resaca de sus palabras, que no ha¬
bían surgido y revoloteado debajo de su gorrita roja, ni en las
laceraciones de su brazo, sino en su propia boca, como casi
nunca en los últimos años; entonces comprendió que los dien¬
tes del perro habían socavado extenso y hondo: que ése no era
un cualquier día notable, confundido entre otros muchos días
notables, sino la primera jomada vertical dotada de un futuro
propio, y que por ello mismo era urgente que se enfrentara al
daño adosado a su cuerpo, ahora desprovisto de sexo y ale¬
gría.
Desde que partiera del lavadero todo había sido diferido; las
mismas palabras con que había ganado la lealtad de Fico fue¬
ron dispersadas de sus labios, y al querer volcarse íntegra so¬
bre el problema de cómo conseguir toneles y de cómo obtener
potasa, se halló inundada dentro de la sofocante nube de do¬
lor, y sólo cuando de rato en rato se cmzaban con algún obre¬
ro de los tumos de noche, le era posible situarse un poco fue¬
ra de su brazo y disponer de algún breve pensamiento en su
afán de pasar inadvertidos.
— No estaba seguro por cuál de las esquinas de la avenida
Argentina habían cruzado ustedes, pero ya ven que soy medio
adivino — les dijo Fico sonriendo.
A su brazo no lo miraba, y a su compañero de marcha
tampoco, puesto que nada podía hacerla olvidar ese rostro
inexpresivo, pero a los cuatro locos sí les dirigía la vista, empe¬
ñada en contagiarse de esas caras y de esos ojos desconecta¬
dos de todo lo circundante.
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES 159

Los cuatro vestían igual, pues al acabarse los andrajos con


los que el negro Manuel los había hallado, la vieja invariable¬
mente les compraba mamelucos caquis, que pronto, bajo el
sol y las salpicaduras de la potasa de los toneles, descendían
a un tono lechoso, aunque la falta de lavado y las noches que
pasaban encerrados en su cuarto, los hacían ascender nue¬
vamente hacia un tono fuerte, cargado de tierra y de mu¬
gre.
Esos eran los mamelucos, y desde su interior brotaban sus
cabezas: entonces el grupo de locos se diferenciaba entre los
de rostro pétreo, incomovible, como succionado desde aden¬
tro, y los de rostro jubiloso y alegría innata, brutalmente
corroída en los cándidos vericuetos de la imbecilidad. Los im¬
perturbables eran tres, y el único hablador de los cuatro, que
marchaba asido por el brazo izquierdo de Waldo, había sido
silenciado por éste con unos cuantos golpes.
Simultáneamente que sobre la frente de Alejandro caía una
botella con el extremo roto en forma de media luna, otras bo¬
tellas habían detenido su trayectoria sobre el cuerpo de los
locos, y de sus huellas se había enterado por la atribulada
descripción que le hiciera El Michi poco antes de partir en el
cuarto grupo, quien le dijo que eran dos o tres los locos bien
golpeados y heridos, que había otros cuatro o cinco que mos¬
traban alguna señal, y que para evitarle problemas le dejaba
los más sanos y enteros, los más apacibles de la veintena.
— ¿Nadie se ha dado cuenta de nada? — les preguntó Fico.
— No — repuso Waldo—. La gente ni nos mira, y así pensa¬
mos llegar a la ladrillera.
— Pero tampoco hay gente a esta hora.
— No mucha.
— Desde que salí del lavadero — dijo Fico—, sólo he visto
a una pareja que regresaba de una chacrita. Y a lo lejos, algo
de gente en las avenidas. Después, nada.
—Así está mejor — dijo Waldo.
En medio de la oscuridad avanzaban a través de una urba¬
nización sin edificar situada a la espalda del barrio de Chacra
Colorada, y sólo oían el rumor apacible del acequión Tingo
María y de vez en cuando el ronquido de algún motor, aunque
nada de esto lograba apagar el ruido de sus siete pares de
pies.
160 ENRIQUE CONGRAINS

— Pero de día no hubiéramos podido caminar ni tres cua¬


dras — proseguía Fico.
— Claro, de día no.
— Bueno - dijo Fico- , ¿pero qué ha pasado cuando se han
cruzado con un fulano?
— Nada - respondió Waldo-. Les suelto el brazo, les pongo
la mano alrededor de los hombros, y así parecemos muy bue¬
nos amigos. Pero tampoco nos miran mucho.
— ¿Entonces no ha pasado nada?
-Nada, pues. En realidad, imagínate tú que vas cami¬
nando por cualquiera de estas calles y que de repente te en¬
cuentras con que vienen seis tipos, y que tú eres uno solo. Tie¬
nes que caminar muy derechito, sin mirar mucho, porque no
te gustaría ni que te toquen la punta de la camisa.
— Claro — admitió Fico.
De pronto divisaron una hilera de luces que sólo podía co¬
rresponder a una avenida, y que a esa hora de la caminata
tenía que ser la avenida Venezuela.
— Listo — dijo Waldo—. Un poco más y se acabó el paseo.
— ¿Dónde queda la ladrillera? — preguntó Maruja.
— Pasando la avenida Venezuela — dijo Fico— , hay que de¬
jar atrás las fábricas, caminar otro poco más en el sentido del
Tingo María, y ahí nomás está.
— Hay que ver la ladrillera con calma para saber si ahí po¬
demos hacer nuestro lavadero — opinó Maruja.
— No — repuso Waldo—, el sitio está bueno como para guar¬
dar a los locos un día o dos, pero no para hacer un lavadero.
Yo no sé dónde lo podríamos hacer, pero esa ladrillera no es¬
tá buena.
— Bastaría con que no haya gente por ahí cerca.
A ese exceso de palabras sin objeto conducían los dientes
del perro: así estaba ella, Maruja, centímetro a centímetro re¬
pitiendo a sus dos compañeros, mientras sus pies proseguían
llevándola hacia la ladrillera a lo largo de ese trayecto recorri¬
do sin que ningún pacto de fe y de lucha amarrara a Waldo.
Pero el dolor estaba ahí, añadido a su brazo, y desde su brazo
incrustado en su cuerpo. No era lo mismo meditar y elegir las
palabras con que tenía que estructurar toda la conducta del
muchacho, que darse a esa palabrería cobarde y evasiva, pero
sin embargo necesaria y anestesiante.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 161

-Fico -le dijo-. ¿por qué no le conversas a Waldo de lo


que hablamos en el lavadero?
— ¿Yo? — preguntó él.
Maruja le guió la vista hasta su brazo.
— Sí, háblale tú.
-Bueno — dijo Fico, situándose junto a Waldo-. Se trata
de la forma en que vamos a sacar adelante el lavadero. Hemos
estado pensando que sería una pena que ahora que tenemos
a los locos, todo se nos vaya a arruinar por culpa de las cosas
que nos faltan. Porque no hay que pensar que los locos son to¬
do el lavadero.
— ¿Tú qué habías pensado? — preguntó Maruja.
El muchacho hizo un gesto vago.
— ¿Cómo habías pensado que iba a ser el lavadero? — preci¬
só Fico.
Waldo hizo chasquear sus dedos.
— Verdaderamente he pensado como todos los demás com¬
pañeros: que hay que conseguir pomos usados, hacer que los
laven, y después venderlos.
— ¿Y en la comida has pensado? — dijo Fico.
— Bueno, en realidad, no mucho.
— ¿Y has pensado en qué van a lavar los pomos?
— No creo que sea muy complicado...
— Son toneles de madera o cilindros vacíos de aceite. No los
regalan. Cuestan plata. Y sin eso no hay lavadero. Y sin eso los
locos van a estar comiendo gratis cualquier cosa que les de¬
mos.
Aminoraron el paso, acercándose a la avenida Venezuela,
sin tránsito, sin personas, sin ruidos, silenciosamente flan¬
queada por los núcleos luminosos de los faroles y por las im¬
pecables siluetas de las fábricas. Al otro lado, a varias cuadras
de distancia, una música aérea y vibrante surgía de las últi¬
mas casas de Chacra Colorada, pero ya, en el centro de la
pista de cemento, avanzaban hacia la silenciosa oscuridad
extendida entre ellos y la ladrillera.
— Y explícale lo de la potasa — dijo Maruja, mientras, ya al
otro lado de la avenida Venezuela, se internaban por un cami¬
no de piedras y polvo.
— La potasa es otro de los asuntos. Los pomos no se lavan
solos o con el dedo o con agua. Hay que dejarlos remojando en
162 ENRIQUE CONGRAINS

agua con potasa, y recién entonces se pueden lavar. Y la pota¬


sa tampoco la regalan. Hay que comprarla, y rápido, porque
sin eso tampoco hay lavadero.
— Y también está el asunto de los pomeros — recordó Maru-
ja.
— Sí — dijo Fico—. Son veinte locos y ahí está lo bueno, por¬
que nos podemos llenar de plata. Y ahí está lo malo, porque
hay que conseguir comida para veinte, toneles y potasa para
unos quince, calculando que los otros se dediquen a clasifi¬
car, y pomos, una gran cantidad de pomos diariamente, sin
que falle un solo día. Los pomos hay que comprarlos por toda
Lima, de casa en casa, a pie o en triciclo, como sea, y por aho¬
ra no tenemos un solo pomero que nos trabaje.
— Y desde mañana — dijo Maruja— , pase lo que pase, y así
nosotros no tengamos qué comer, tenemos que llenarles la
barriga. Es la única manera de que estén tranquilos y conten¬
tos, aunque en las tardes no les demos su mazamorra de na¬
ranja.
— ¿Qué te parece todo? — preguntó Fico.
Waldo se detuvo. La noche borraba sus facciones, pero el
ruido de su respiración decía más que muchos ojos abiertos.
¿Y nosotros...? —preguntó al fin, vaciándose de aire.
Sin una sólida fuerza consagrada a impulsarlo hacia arri¬
ba, desprovisto de amor y carente de un coraje sencillo y natu¬
ral, aún Maruja no se explicaba cómo el día había evoluciona¬
do hasta esa altura media en que se hallaban, y obstinándose
en descubrir la razón, pensó que muy bien podía ser la sangre
de tantos: estaba aquella mancha lenta que atrapara y absor¬
biera su falda verde; el instantáneo surtidor de sangre que El
Michi, con su chaveta y con su velocidad, había extraído del
brazo de Juan, paralizando su oscuro rostro desgastado; las
heridas en el cuerpo de Pepe antes de que sus tres compañe¬
ros llegaran a destrozar cómodamente al perro; el nudo de
sangre y vergüenza que creciera en los labios de Fico; el tibio
mundo gelatinoso que encontrara su plateada mano izquierda
dentro del vientre de su perro; la sangre de los locos durante la
ruidosa batalla que había cubierto al lavadero de pedazos de
botellas; y estaba, también, esa sangre densa y furiosa que
desde su brazo se difundía por todo el cuerpo, anegándola de
dolor.
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES 163

— ¡Sí, nosotros! — aseguró ella—. ¡Pero en cuanto el lavade¬


ro esté en marcha, ya nadie nos para la mano!
— Porque no son veinte locos, sino todos los locos que
consigamos a partir del momento en que estemos instalados
— explicó Pico.
Reanudaron la marcha, ahora con el peso y la vastedad de
los días próximos compartidos por los tres.
— ¿Es cosa de hombres, no? — le preguntó Maruja, sobre el
molde de las palabras con que primero inflamara y luego con¬
venciera a Pico.
— Si — dijo Waldo— , bien de hombres.
— Valdría la pena hacer que la cosa resulte — insinuó Pico.
— Claro — dijo Waldo.
— Pero en el grupo hay algunos que se tiran para atrás
cuando hay que tirarse para adelante. De repente van a pen¬
sar que mejor estaban cuidando autos, recogiendo basura
o robando chanchos. Porque todos vamos a tener que trabajar
duro al principio, y los locos van a estar ociosos hasta que
consigamos todo. Y aunque los locos se pasen los días can¬
tando o durmiendo, siempre habrá que alimentarlos igual
— explicó Maruja.
— Lo que no queremos es que los muchachos empiecen
a desanimarse — dijo Pico—. Ahora todos están de acuerdo,
pero en cuanto aclaremos lo que es un lavadero, podrían cam¬
biar de opinión. Eso es lo que no queremos que pase.
— ¿Pero qué hay que hacer? — preguntó Waldo.
— Tirar para adelante, nomás. Burlarse y achicar a los que
se desanimen. Hablar todo el tiempo de lo estupendo que va
a ser cuando los locos estén trabajando. Hacerle a El Michi
caso en todo lo que diga.
En medio de la oscuridad, el gris del camino fue substituido
por un polvo rojizo, impregnado en la tapia y en las hojas que
bordeaban la tierra estéril.
— Ya falta poco — dijo Waldo.
— ¿Nos ayudas a sacar la cosa adelante? — le preguntó Pico.
— Piensa que al principio vamos a estar un poco fastidiados,
pero que después podemos trepar hasta donde nos dé la gana
— incitó ella.
— Somos hombres o no lo somos? ¿Podemos o no podemos?
— gritaba Pico.
164 ENRIQUE CONGRAINS

Waldo sonrió y Maruja quiso pensar que él admitía la difícil


presencia del fuego.
— ¡Podemos! — exclamó Waldo, y frente a ellos, soltando
a los locos, hizo vibrar con ímpetu a sus puños cerrados.
— De repente todos se dedican con mucho interés a hacer lo
necesario, pero de repente algunos comienzan a encontrar im¬
posibles en todo — dijo Fieo—. En ese caso, contamos contigo.
— Sí, yo estoy con ustedes — aceptó Waldo.
El polvo rojizo había hundido y deshecho cualquier otro to¬
no, a la vez que multiplicado varias veces su espesor, y cada
paso que daban eran resecas polvaredas que ascendían desde
un viejo fuego inexistente.
Junto a la entrada de la ladrillera se detuvieron, mientras
Fico hacía ingresar a los cuatro locos.
— ¿Para adelante? — preguntó en voz baja a Waldo.
— ¡Para adelante! — repuso éste.
Fico les rodeó con las manos, haciéndoles pasar.
Dentro, definitivamente incorporados al color rojo que
expelía la ladrillera, aparecieron los locos esparcidos en una
ancha faja de suelo, y en un rincón, todavía luchando contra
el invencible polvo, sus compañeros.
El Michi se acercó a ellos.
— Los estaba esperando — dijo.
— ¿Han llegado todos? — preguntó Maruja.
— Todos.
Permanecieron un momento en silencio: el día había ascen¬
dido otro poco más, y el estrépito de su trayectoria vertical
hacía inútiles muchas palabras.
— ¡Está saliendo la cosa! - prorrumpió Maruja después de
un rato.
— Sería mejor que ahora durmamos un poco — dijo Fico.
— ¿Ellos duermen? — preguntó Maruja.
— Algunos sí, otros no — contestó El Michi.
— ¿Conversan?
— Sí, conversan.
— ¿Qué dieen?
— Nada que valga la pena: uno cuenta cómo hizo para pasar
junto a un grupo de obreros; otro dice que siempre había
creído que los locos eran más locos; otro se queja de la forma
en que resultaron golpeados en la pelea que hubo en la tarde.
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES 165

y otro empieza a contar de los locos que había en su barrio, de


cómo eran y de cómo a nadie se le había ocurrido hasta ahora
hacerlos trabajar. Esas son las cosas que hablan los que están
despiertos.
— ¿Y Pepe? — quiso saber ella.
— Estuvo contando su pelea con el perro y después se dur¬
mió.
— ¿Y Juan?
— No habla mucho; más bien oye.
De los cuatro locos que trajeran, tres se habían tumbado
sobre el rojo aliento de la ladrillera, hundiéndose en la niebla
encamada que brotaba como una gran respiración, y uno
permanecía de pie, surgiendo inmóvil de la bruma impalpable
que evaporaba sus piernas.
— No me gusta el sitio — dijo Fico.
— Demasiado polvo de ladrillos, pero los muchachos no se
han fyado mucho en eso.
— Sacamos todo el polvillo o lo endurecemos a fuerza de
agua — dijo Maruja.
El Michi la miró fyamente, mientras que por sus ojos el
grupo de treinta reiniciaba la marcha por los bordes de la
ciudad.
— Pero éste no puede ser el sitio — dijo con calma—. Esta¬
mos entre las fábricas y las barriadas de Azcona. Aquí pode¬
mos durar dos o tres días, y después ya tenemos que estar en
el lugar definitivo.
— ¿Cuál? — preguntó Fico.
— Ese es el asunto. Así como se nos ocurrió esta ladrillera,
mañana mismo tiene que ocurrírsenos otro sitio mejor, un si¬
tio donde podamos instalar el lavadero sin ninguna preocupa¬
ción.
— Hay una cosa — dijo Fico—. Desde ahora en adelante, y
hasta estar bien seguros de todos los compañeros, debemos
resolver los problemas entre nosotros cuatro, y presentarles
sólo lo que hay que hacer. Si empezamos a conversar y a dis¬
cutir entre todos, no vamos a ninguna parte.
Ese era el asunto, ésa era una de las tantas cuestiones que
tenían que decidir, y el sueño y el cansancio los ganaba, y esa
ceniza de barro y de fuego los roía, en tanto las estrellas con¬
tinuaban detenidas en la noche.
166 ENRIQUE CONGRAINS

— ¿Qué dicen? — preguntó Fico, pasándose la lengua por la


costra de sus labios...
— No sé — dijo Maruja—. Por una parte está bien, porque
nos evitamos muchos problemas: pero, por otra parte, entre
todos tenemos que pensar algo para conseguir toneles y po¬
tasa.
El brazo disminuía su maligno volumen, y lentamente se
retiraba de entre sus ojos; y así, recobrando latido a latido su
cuerpo, supo que cuando arriba ya no hubieran estrellas, sus
dos brazos estarían en una misma línea, dispuestos.
— Demos una vuelta por afuera de la ladrillera — sugirió, ro¬
deando a Waldo y a El Michi.
— Mejor mañana — dijo Fico.
— ¿Habrá tiempo mañana? — preguntó Maruja, y los cuatro
se sintieron transportados hacia regiones de sol y de combate.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES

XVI

Resistiéndose, envuelta en tinieblas y en polvillo, luchó


contra la feroz arcilla calcinada y enrojecida que estaba en to¬
das partes, pero esta vez se trataba de una mano.
Abrió los ojos.
— ¡Michito! — le dijo.
— Vamos a conversar un poco — propuso él, tendiéndose
a su lado.
Entonces Maruja percibió la luz lechosa que se difundía
a través del húmedo aire, y arriba, a cualquier distancia,
a cualquier altura, la cubierta de nubes que se había inter¬
puesto sobre la ciudad, borrando estrellas y disolviendo so¬
bras: no podría decir a sus compañeros que la luz brota de un
solo punto en el cielo, mientras la oscuridad emerge del fondo
de las grietas, desde lo más secreto de cada ojo, que aumenta
al pie de las murallas insalvables, y se ennegrece en la conca¬
vidad de las manos cobardes.
— Me gustaría que el negro Manuel estuviese con nosotros
— dijo Maruja.
Delante de ellos, pegados a la pared de la ladrillera, había
dos locos dando vueltas, pero el resto parecía montículos de
tierra roja.
— Conversemos ahora — dijo El Michi.
— Los toneles y la potasa. Ese es el asunto.
— ¿Dos mil soles?
— Dos mil soles. Y no lo dije antes, porque sino nadie hubie¬
ra movido un dedo. Siquiera ahora tenemos a los locos.
168 ENRIQUE CONGRAINS

El Michi plegó sus labios duramente: podría ser el herma¬


no menor del negro Manuel, pues aunque no hablasen igual,
ambos dejaban el mismo saber metálico en las venas.
— Nadie se imagina que sea cuestión de dos mil soles — dijo
al cabo de mucho silencio—. Y también está lo de la comida.
— Por lo menos no cuesta mucho.
— Pero quita tiempo.
— Estamos hablando por hablar. ¿Qué hacemos?
El Michi manoteó un poco.
— Los toneles y la potasa, un asunto; la comida, dos asun¬
tos: el sitio del nuevo lavadero, tres asuntos; los pomeros,
cuatro asuntos. ¿Por cuál empezamos?
— El sitio del nuevo lavadero — repuso El Michi—. Lo más
fácil.
— ¿Este no puede ser?
— No queda al final de un camino, sino en la mitad. Por allá
está Azcona, por el otro lado las fábricas, y por todos los otros
lados no hay sino chacras.
— Bueno, otro sitio — aceptó ella.
— Igual que ayer, vamos a ver qué cosa se nos ocurre entre
todos.
Bajo esa luz pegajosa que los envolvía, en cualquier mo¬
mento los ojos de sus compañeros asomarían a la mañanita.
— ¿Qué dices? — consultó El Michi.
— Eso sí lo podemos plantear, pero he estado pensando,
y creo que Pico tiene razón; nosotros solos debemos encontrar
una solución para los toneles y la potasa.
— ¿Dónde hay toneles? — preguntó él.
— Si son toneles hay que comprarlos en unas carpinterías
especiales, y si son cilindros vacíos de aceite tenemos que
conseguirlos de segunda mano en algún garaje.
— ¿Cuál de los dos conviene más?
— No sé ni cuál es mejor ni cuál es más barato. Lo único que
sé es que en el lavadero usan toneles de madera.
— ¿Y la potasa?
— Con unos doscientos o trescientos soles, tenemos para
un mes de trabajo.
— ¿Y usando jabón?
— No resulta. Tiene que ser potasa o algo mejor que la pota¬
sa.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 169

— Potasa — decidió El Michi—. No nos hagamos más proble¬


mas.
-Bueno, ¿pero de dónde? - preguntó Maruja.
— Pensemos — dijo El Michi.
Él veló la fosforescencia de sus ojos de gato, y ella se man¬
tuvo quieta bajo la vasta superficie blanca que los techaba,
pensando que así como habían avanzado y ascendido tanto
trecho difícil, así debían arribar al nuevo lavadero.
— Bueno — dijo El Michi—; estoy viendo que sólo hay tres
maneras: compramos, conseguimos prestado o robamos.
— Conseguir prestado es imposible, y planear un robo toma
tiempo.
— ¿Entonces comprar?
— Sí, comprar — resolvió Maruja.
— ¿Pero de dónde sacamos?
La oscuridad surgía al pie de murallas inmensas, y con el
apoyo de solamente un par de ojos, propagaba su incertidum¬
bre, su pavor, postergando músculos y consumiendo corajes.
— ¿Sabes? — dijo Maruja—, en general no me gusta el gru¬
po.
El Michi apagó sus ojos.
— Claro que hay bandas mejores...
— El asunto lo veo muy claro: si mañana no conseguimos
los toneles y la potasa, esto va a estar apestando como los pe¬
rros que matamos anoche — y de golpe recordó a su brazo: ahí
lo tenía sobre sus piernas, maltrecho, tumefacto, pero noble¬
mente subordinado a las demandas del día.
— Complicada la cosa...
— ¿Hubiéramos ganado algo si ayer decía todo bien claro?
El Michi cicatrizó una sonrisa en su rostro apesadum¬
brado.
-No.
— ¿Y hemos perdido algo robándonos a los locos?
— No, tampoco.
Ella sonrió firme, irguiendo un palmo su brazo derecho.
— ¡Entonces, para adelante!
Un peso sombrío lastraba la voz de El Michi:
— Pero, ¿cómo? — preguntó.
Se detuvo al borde de su palabras: uno de los dos era due¬
ño de la verdad, mientras el otro llegaría al fondo del polvo y de
170 ENRIQUE CONGRAINS

los pies, pereciendo sin manos con un cordón de zapatos al


cuello.
— ¡Para adelante, Michito! — le pidió.
— De acuerdo — dijo éste.
— ¿Cuánta plata tiene el grupo? - preguntó ella.
— De pie, despiertos, otros dos locos saturaban de rojo esa
mañana que no podía escapársele de las manos.
— El grupo no tiene plata.
— Bueno, ¿entonces cuánta plata tienen entre todos?
— Digamos que puede haber unos doscientos soles.
— Una nube de polvo rojo se hizo columna allí donde acaba¬
ba de despertar otro de los locos, y una urgencia vertical, áci-
da, corrosiva, apelotonó sus músculos: supo que el próximo
árbol de ceniza escarlata podría elevarse sobre los hombros de
Pepe o de Juan, que esa esponjosa charla sería suspendida
antes de haber edificado la más leve armazón para las horas
siguientes, y que a partir de esa altura todo sería un descenso,
una caída hacia su propia vergüenza.
— Bastarían veinte soles y una lata para hacer la comida de
hoy. Eso solucionado. ¿Te das cuenta?
— ¿Y lo otro?
— Del sitio para el lavadero se encargan ustedes...
— De acuerdo.
— Tengo bastantes amigos entre los pomeros del lavadero,
así que eso también está casi solucionado. Ellos trabajarían
igual para nosotros, y ustedes, además, podrían dedicarse un
poco a comprar pomos usados.
— Bueno... — vacilaron los ojos de El Michi.
— ¿Qué te pasa? — le preguntó.
— Sigue, nomás.
Algo opaco se había introducido en el brillo de sus ojos, y
ella hubiera dicho que su sangre fluía en sentido contrario.
— ¿No te parece que todo está saliendo? — le preguntó.
— Sí — dijo El Michi—, de repente la cosa nos está saliendo.
— Solamente falta arreglar lo de los toneles y la potasa.
— ¿Qué se te ocurre? — preguntó él.
— Que de alguna manera tenemos que decidirlo rápido, an¬
tes que los muchachos se den cuenta que estamos atascados.
— No tenemos a quien pedir prestado...
— ¡Naturalmente!
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 171

— Ni tenemos plata para comprar...


Las palabras de El Michi se multiplicaron en una nube de
polvo: la intacta mañana trajo primero silencio y luego un
viento húmedo que deshizo el borbotón rojo, dejando ver la
cara zumbona de Pepe.
— ¡Hablemos rápido!
— Un momento — dijo El Michi— . Quisiera hacer un trato
contigo.
— ¿Trato? — preguntó, viendo cómo Pepe la saludaba con
un vaivén de su cabeza.
El Michi hizo de sus manos un par de aspas mientras bus¬
caba palabras.
— Siempre había querido ser el jefe de la banda...
— ¡Ya eres! ¡Está bien! — azuzó Maruja.
— Pero no es eso. Es que a mí me gustaría quedarme como
jefe...
-¿Y?
Alrededor de Pepe se extendieron lentas oleadas de color ro¬
jo: comenzaba a despertar a sus compañeros.
— El trato es éste — dijo El Michi—: Si vemos que la cosa va
a resultar imposible, aguantamos ahí mismo y damos marcha
atrás. Te quedas con nosotros y seguimos haciendo nuestros
trabajitos de antes. ^
Algo siempre sólido se le hizo líquido, en mnto que El Michi
le alargaba su mano, su pacto.
— ¡Hasta el final, Michito! — le rogó.
— Si vemos que se puede, sí. Si vemos que no se puede,
aguantamos entonces.
— ¡No hables así!
El Michi embadurnó rostro y manos de inocencia, pero sus
palabras permanecían.
— Ese es nuestro trato... — dijo él, sosteniendo todavía su
mano abierta.
No sabía cómo, pero a golpes de poder y de pujanza haría
avanzar la jomada.
— Mejor que no hayan tratos... —dijo plenamente
consciente de que pronto, en cuanto localizaran el lugar para
el nuevo lavadero y tuviera en tomo suyo los toneles y la
potasa, tendría que preocuparse de alcanzar la jefatura del
grupo.
172 ENRIQUE CONGRAINS

Desechando los ojos de El Michi, observó cómo avanzaba la


amplia mancha roja, cómo se movían dentro de ellas las bo¬
rrosas siluetas de sus compañeros.
— ¡No hay tratos entre nosotros! — volvió a decirle.
Cuando la humareda roja se detuvo junto a ellos y empezó
a disolverse, un nuevo coraje bullía en sus torrentes.
Reprimiéndose, se levantó con calma; ahogada la voz de El
Michi, en el minuto siguiente surgía la de Pepe:
— Bueno, ya tenemos a los loquitos...
— Anoche nos salió todo fantásticamente bien —repuso
Maruja, dejando que las palabras nacieran en sus labios y que
su cabeza trazara las rutas para el día.
— ¿Cuándo comenzamos con el lavadero? — preguntó Juan.
— Lo más rápido posible.
— El Michi se paró.
— ¿Más o menos cuándo? — preguntó Juan.
Bajo la capa blanca que impedía los grandes colores azules,
el rojo de la ladrillera era la única promesa de ascenso.
— ¿Pero, más o menos, para cuándo podremos comenzar?
— repitió Pepe.
— Justamente eso estaba viendo con Maruja, porque parece
que hay unos problemitas — dijo El Michi.
De golpe en golpe haría avanzar el día, la semana, los me¬
ses.
— ¡Unos problemitas así! —y delante de sus diez compa¬
ñeros restalló los dedos—. ¡Ya no hay problemitas!
El Michi dio un paso hacia atrás.
— ¿Entonces, cuándo arrancamos? — insistió Juan.
En sus labios formó una gran sonrisa: dentro suyo tenía un
manojo de palabras.
— Ahora mismo cuatro o cinco de nosotros vamos a conse¬
guir los toneles, la potasa, la paila para cocinar, las latas — di¬
jo Maruja—. En la tarde nos ocupamos del sitio donde vamos
a instalar definitivamente nuestro lavadero, y en la noche lle¬
vamos las cosas y a los locos. Mañana mismo nos van a estar
lavando pomos, porque ahora también vamos a conseguir una
buena cantidad.
Todos asombraron sus rostros; ni el propio Fico pudo opo¬
ner una sonrisa.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 173

— ¿Qué les parece? — preguntó Maruja.


— ¿Lo has dicho en serio? — preguntó finalmente Pepe.
— Tú eres uno de los que va a venir conmigo a traer las co¬
sas.
Pepe volteó hacia sus compañeros, pero ninguno podía
añadir o restar algo a su confusión.
A empellones consigo mismo, Juan rompió la acumulación
de falsos años que oscurecía su rostro.
— Me gustaría saber de dónde es que vamos a sacar todas
esas cosas — dijo.
— ¿Tú también quieres saber? — le preguntó a Pepe.
— Claro.
— ¿Y tú también. Michito?
— Bueno... — vaciló— , también, pues.
Ningún soplo rojo se esparcía por la quieta e inmóvil atmós¬
fera.
— La cosa es así — dijo Maruja, luego de suspender un rato
miradas y respiraciones— . Ahora mismo regresamos al lava¬
dero. volvemos a encerrar al zambo y a la vieja, y levantamos
todo: los toneles, la potasa que la vieja tiene guardada, la
paila, las latas para traer verduras, y todos los pomos lavados
o sucios, clasificados o por clasificar. Cinco de nosotros vamos
a llegar al lavadero dentro de una hora y media, y dentro de
dos horas Pico va a llegar con un camión que necesitamos al¬
quilar para traer todo. Y mañana nuestro lavadero está en
funcionamiento.
Fuera de sus ojos todo era inmovilidad, aire transparente:
pero desde sus crujientes pies ascendía en tomo a ella una
nube roja que se prolongaba por encima de su gorrita.
— ¡Volver al lavadero! — exclamó Pepe.
— ¿Verdad? — dijo Fico.
— Lo que pasa —dijo tranquilamente—, es que si no nos
apuramos, ustedes van a sentir antes de tiempo olor a muer¬
to en todas las cosas. No regresamos al lavadero por mí, por¬
que yo no estoy apurada, sino por ustedes, comenzando por El
Michi y terminando por Pepe.
Alejandro hubiera pensado que tanto polvo reseco era lo
único que quedaba del fuego que germinara dentro de ese re¬
cinto, pero ella sabía que de pared en pared se alzaban unos
174 ENRIQUE CONGRAINS

sobre otros, hacia arriba, los duros, los compactos ladrillos


rojos.
— Volver al lavadero... —repitió Pepe, haciéndose a la
idea.
— Mientras Pico se encarga de buscar camión, otro va al
mercado más próximo y compra por unos cuantos soles toda
la verdura malograda que encuentre. Cuatro se quedan cui¬
dando a los locos y cuatro me acompañan al lavadero de la
vieja. El de nosotros va a estar funcionando mañana mismo.
— Bueno — dijo Fico— , anoche comenzamos y ahora tene¬
mos que seguir.
En las pestañas de El Michi, en sus cejas, se espesaba el
polvo nocturno, y ella no podía dejarlo creer que las arenas
impalpables persistían tan fácilmente.
— Como verán, no hay problemas, aparte de dos cositas así
— dijo volviendo a restallarles sus dedos—. Una es que le den
cien soles a Fico para que alquile un camión y que consigan
unos veinte soles más para la compra de las verduras.
— ¿Y la otra? — preguntó Pepe.
Tomaba hacia los tristes recuerdos de Alejandro y se veía
sobrecargada de enternecimientos y concesiones hacia él: en¬
tonces iba un poco más allá de ese instante de silencio que se
expandía entre la voz de Pepe y su voz, y se hallaba limpia, in¬
sobornable, vertical hacia lo alto.
— El Michi — dijo lentamente, obteniendo un gusto espeso
de sus palabras—. Cuando ustedes se estaban despertando.
El Michi me decía que para él más importante era quedarse
como jefe que todo esto nos saliera bien. ¿No es cierto, Michi-
to? — y por los hombros le pasó una mano, debajo de la cual
sintió los chicotazos que pegaban los músculos de su compa¬
ñero.
— ¿Cierto, Michito? — preguntó Pepe con voz cachacienta.
Ningún soplo rojo, ninguna fosforescencia cubría el vacío
que brotaba de sus labios.
— Cierto — dijo Mamja—. Y por eso ahora mismo El Michito
y yo vamos a pelear con chaveta para ver quién de los dos me¬
rece pilotear al gmpo. Una cosa rápida, porque tenemos que ir
en seguida al lavadero.
Pepe le alargó su chaveta.
— Gracias — le dijo.
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES 175

Nueva sangre en el polvo o un almíbar salobre en la piel de


El Michi: suavemente, sin obstáculos, su rostro se hacía apto
para cordones de zapatos y para todos los pequeños adita¬
mentos que vendrían después.
Los muchachos hicieron ruedo y ella adornó su mano
izquierda con el necesario tono metálico.
— Anoche esta mano no me sirvió de mucho —y mostró la
destrucción que cubría su brazo derecho-, pero con esta
mano izquierda —y alzo sus huesos, sus músculos, y en el
extremo de ellos la fría punta plateada—, dejé muy tranqui-
lito a mi perro.
— ¡Saca tu chaveta, Michito! — gritó Pepe.
El Michi retrocedió unos pasos, y en el aire, de cada pie le
caía una cascada de polvo de ladrillo.
— ¿Listo? — le preguntó, viendo cómo demoraba la mañana,
— Sí — dijo, extrayendo su chaveta.
Maruja agarrotó su brazo derecho, poniéndolo como una
defensa a la altura de su garganta, dispuesta a que allí volvie¬
ra a correr sangre, mientras su poderosa mano izquierda se
detenía en lo alto, pronta para caer y penetrar.
— ¡Ya! — ordenó Pepe.
El Michi plegó sus piernas, aplastándose contra la ceniza
roja: desde ahí, casi a ras del suelo, saltaría con su mano de¬
recha extendida hacia adelante.
Maruja dio un paso hacia él, y mucho antes que llegara el
instante de lanzarse el uno contra el otro. El Michi se irguió
penosamente con los brazos colgantes.
— ¿Quieres ser jefa del grupo? — preguntó entre temblores
de voz, recubierto por la misma miel ácida y helada que soca¬
vara a Alejandro.
— Sí — dijo ella.
— Bueno — musitó—. entonces no hay problemas conmigo.
— Por encima del ruedo de sus compañeros ascendió una
nítida oleada de aire rojo.
— ¿Alguien tiene ganas de pelear un poco? — preguntó mi¬
rando a Pepe y a Juan.
— No — dijo Pepe—. Vamos al lavadero, nomás.
— Entre todos hay que poner ciento veinte soles — recordó
Fico con el primer billete de diez en la mano.
176 ENRIQUE CONGRAINS

Se hizo un tumulto rojo que abarcó a sus compañeros,


hasta que, sosegadas las manos y vencidos los bolsillos, apa¬
reció Fico.
— Estos son los cien soles para alquilar el camión — y los
guardó en su bolsillo—, y estos son los veinte soles para com¬
prar las verduras.
— Dámelos — pidió Maruja.
— Buscó los ojos de El Michi.
— Michito, ven acá — ordenó.
Desde su sórdido aislamiento. El Michi avanzó hacia ella.
— Toma — le dijo, tendiéndole los billetes—. Vas al mercado
que quede más cerca y en unas bolsas de papel te traes toda la
verdura malograda o chancada que encuentres.
La mano de El Michi se levantó hacia los billetes, pero de
súbito quedó atravesada en el aire como un pájaro muerto.
— ¡Recibe, mierda! — gritó Pepe.
Los dos billetes color naranja se enredaron entre sus dedos.
— Y si se te ocurre no volver, entre todos te buscamos por
donde sea — le dijo ella.
— ¿Vas a regresar trayendo las verduras? — preguntó Pepe.
— ¡Contesta! —bramó Juan, pasándole bajo las narices el
endurecimiento de sus puños.
Mientras sus corroídos ojos buscaban un punto de apoyo,
sus labios abrieron una puerta cualquiera;
— Sí — dijo.
— ¡Camina, pues! —le ordenó Pepe, casi levantándolo por
los brazos, casi arrojándolo contra los locos arremolinados en
tomo.
— Bueno — dijo ella entonces—, tenemos que ir saliendo.
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES

XVII

Era como si El Michi cayera en sentido opuesto a la ma¬


ñana. y ellos cinco, en cambio, la sobrepasaran, dándole un
ejemplo, un ritmo de ataque: a golpes de poder estaba avan¬
zando la jomada, aunque ya sentía la falta de un lapso de
calma en el que pudiera apreciar cómo y por qué había ascen¬
dido tanto y tan rápido, y en el que pudiera prever hasta dón¬
de podría arribar en compañía del grupo y de los locos.
En la noche sumergida dentro del corrosivo dolor que des¬
plazara a cualquier pensamiento coherente, en la mañanita
envuelta por su ascéptico encono contra cualquier desalenta¬
dor camino fácil, y ahora a punto de extender sus manos ha¬
cia el lavadero:
— El portón de afuera está abierto como lo dejamos anoche
— les dijo a sus cuatro compañeros—. Pepe entra corriendo,
llega hasta el cuarto de la vieja, e igual que hizo Fico. se ama¬
rra a la puerta, porque de repente están adentro. Nosotros
entramos en seguida y empezamos a dar vueltas por todo el
lavadero. Waldo y yo una pareja. Juan y Andrés la otra. Don¬
de encontramos al zambo o a la vieja, los cargamos como sea
y los metemos dentro del cuarto. Y una vez que los tengamos
encerrados, y que uno de nosotros se quede sujetando la puer
ta. el resto nos dedicamos a preparar todo para cuando llegue
Fico con el camión. Ese es todo el asunto.
— De acuerdo — dijo Pepe—. Está bien calculado.
— ¿Vamos? — dijo Juan.
— Sí. mejor de una vez.
178 ENRIQUE CONGRAINS

Pepe se detuvo.
— ¿Y los pomeros?
—Ahora no. Ellos llegan entre cinco y seis de la tarde, tres
veces por semana.
— Entonces, todo está listo — convino Pepe.
Inundada por el color rojo de la ladrillera había decidido el
derrumbe de El Michi, así como en la noche, bajo el tono me¬
tálico de la chaveta, decidiera olvidarse por unos minutos de
su brazo derecho: ahora, entre tanto color verde, ordenaba
con voz clara la rápida extinción del lavadero de la vieja:
— Vamos arriba.
Pepe fue el primero en erguirse por encima del follaje de la
chacrita y desaparecer de un salto al otro lado de la tapia,
cuando ellos cuatro ya maniobraban en pleno aire.
Con su brazo derecho sostenido por su mano izquierda,
cayó en el camino de tierra, y al levantarse vio cómo Pepe de¬
saparecía lavadero adentro, dejando detrás suyo el ruido po¬
tente de sus zapatones.
— ¡En parejas! ¡En parejas!—gritó mientras se precipi¬
taban desordenadamente hacia el lavadero, y de inmediato
tomó la mano de Waldo—. ¡Ustedes por la derecha! — gritó
a Juan y a Andrés, chicoteando el pesado aire que se asenta¬
ba sobre las formas grises y opacas del lavadero.
Hicieron una instantánea cabalgata a través de los espacios
libres del lavadero, y sólo cuando saltaron dos veces por enci¬
ma de su perro muerto, comprendieron que Pepe, no obstan¬
te ser el que había corrido menos, era el que había capturado,
aunque sin verlos, al zambo y a la vieja: sin detener los pies se
reunieron delante de la puerta, junto al compañero satisfecho
de su trabajo.
— Están aquí — dijo Juan.
— Deben estar durmiendo porque no se les oye —repuso
Pepe.
— Golpea la puerta para que se despierten — dijo ella.
— ¿Y para qué queremos que se despierten? —preguntó
Juan con pureza, sin rastros de rebeldía.
Las infranqueables palabras de Juan ahondaron el foso que
hacía molienda bajo sus pies: en algún vericueto de la ronda
con que transitaran el lavadero, había notado que la puerta
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 179

del cuarto de los loeos proseguía abierta, tal como la dejaran


en la noche.
— Bueno — dijo Pepe— , no sé por qué, pero prefiero tenerlos
despiertos —y de sus puños brotó un creciente temblor que
llenó de retumbes el cuarto.
— Se han quedado llorando toda la noche y recién ahora
duermen un poco — concibió Waldo.
— Golpea más — dijo Maruja, pero de pronto supo que ésas
eran las menos exactas de todas sus palabras: incrustados en
el marco de la puerta, aún permanecían los clavos que Pico
hundiera.
Después de muchos estampidos, y cuando ya Maruja esta¬
ba preparada para cualquier cambio dentro de los aconteci¬
mientos previstos, Pepe detuvo los golpes y sopló con alegría
sus manos enrojecidas.
— ¿Sigo? — preguntó.
— No sé... -repuso Maruja, señalándoles los clavos, en cu¬
ya permanencia hallaron un aluvión de palabras vertiginosas.
Súbitamente se sintieron húmedos, bañados por un lieor
que no provenía con líquidos amargos de algún rincón cobar¬
de, sino de aquella puerta cerrada y de aquellos clavos hundi¬
dos tantas horas después.
— Bueno — dijo Juan—, eso sólo quiere decir que todavía
están adentro...
— Pero no son sordos — refutó Maruja.
— ¿Quién no se despertaría con unos golpes así? — comple¬
mentó Pepe, volviendo a remeeer la puerta.
El baño que destilaban sus cuerpos se endurecía, formando
como una costra en tomo a ellos.
— No está muy bonito el asunto — dijo Maruja, no obstante
saber que pronto lograría que la jomada reanudara su inevi¬
table ascenso.
— Nada bonito — convino Juan.
Waldo chasqueó sus dedos:
— Ya sé lo que pasa — advirtió-. Anoche tienen que haber¬
se dado cuenta que veníamos por sus locos, y entonces, de
amargura, empezaron a chupar de alguna botella que segu¬
ramente tenían adentro. Habrán sido dos o tres las botellas
que tenían guardaditas, y entonces ahora nadie los puede
despertar.
180 ENRIQUE CONGRAINS

— No se me ocurre qué otra cosa puede haber pasado — di¬


jo Pepe.
—A mí me gustaría que fuera eso — dijo Maruja.
— Eso es lo que ha pasado — aseguró Juan.
— Pero es que la vieja nunca toma...
— Cuando se dio cuenta que ya no tenía locos, se vació una
botella en la barriga. Y el zambo se vació otras dos, por lo me¬
nos — dijo Waldo, puliendo y retocando su versión.
El silencio estaba ahí, palpable como el vaho rojo que as¬
cendía por los aires de la ladrillera al menor movimiento de los
pies.
— Podemos dejar a Pepe cuidando la puerta, dedicamos a ir
sacando todas las cosas, y después irnos en el camión, pero
nunca nos quedaríamos tranquilos: a mí me está provocando
saber cómo están las cosas por adentro.
Pepe asintió bajando y subiendo la cabeza, a través de un
prolongado sí.
— Claro — reafirmó ella—, no hay vueltas que darle.
—Al diablo, pues — aceptó Juan, pasando por encima de ese
polvo de años que alteraba la nitidez de su rostro.
— Pero nada de puertas. Me gustaría que la puerta se quede
tranquüita por un rato más, y que alguno de nosotros aguaite
haciendo un huequito en el techo.
—Yo — pidió Juan, haciendo una flexión de piernas para de¬
mostrarles su entusiasmo.
— Sube, pues —dijo ella, deseando en lo más hondo que
Waldo tuviera ángeles adivinos entre sus labios.
Los hombros de Pepe fueron un peñón desde el cual Juan
se impulsó para ganar el techo, y entonces, sin pausas, las
palabras iniciaron su recorrido:
—Ya hay un hueco listo — dijo mientras desaparecía de la
vista de ellos.
Maruja apretó sus manos, porque sabía que en ese techo no
había orificios de salida.
— Un momento — se oyó la voz de Juan—. Estoy acostum¬
brando mi vista a la oscuridad de adentro.
Pepe le sonrió nerviosamente, y ella no hacia más que
extraer líquidos de sus manos.
—Ya estoy comenzando a ver algo... — prosiguió Juan.
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES 181

Waldo se limpió de aire, en tanto le bajaban los colores de la


cara.
— Claro, la vieja está durmiendo en el suelo una gran borra¬
chera... No es mucho lo que se ve, pero sí puedo decirles que
de tanta rabia han revuelto con bastantes ganas todo el cuar¬
to...
— ¿Y el zambo? — cortó ella.
-Todavía no lo veo..., porque hay algunos sitios del cuarto
que están muy oscuros...
— Solamente había una pregunta capaz de desbaratar al
viento pernicioso que. con todo silencio, iniciaba sus soplidos.
~ ¿Te podrías meter al cuarto y volver a salir por el hueco?
— preguntó.
— No me gustaría hacerlo, pero no me parece nada di¬
fícil...
Miró hacia arriba, conociendo que ése era el viento: había
ingresado al cuarto, hecho allí su labor, y ahora se reagru¬
paba para ir sobre ellos.
— ¡Listo! ¡nos arreglamos! — exclamó, aflojándose de tendo¬
nes y metales.
— ¿Qué pasa? — dijo Pepe.
— ¿Bajo? — preguntó Juan, asomando por el borde del te¬
cho— . Tendría que seguir rompiendo para ver un poco más,
y ya me están entrando ganas de estar abajo con ustedes.
— Baja, pues — convino Maruja.
— ¿Ha pasado algo? — volvió a preguntar Pepe.
Waldo quiso contestar:
— La vieja está durmiendo la borrachera, y el zambo tam¬
bién; lo que pasa es que no se le ve bien...
— Sí, no es mucho lo que se puede ver — dijo Juan, ya entre
ellos.
Era necesario proceder rápido, dejar muy atrás ese súbito
nudo que había surgido en pleno ascenso.
— Yo diría que ha pasado otra cosa, bastante más compli¬
cada. Vamos a entrar al cuarto, pero antes quisiera tenerlo
a Andrés en la entrada del lavadero, porque si alguien llega en
este momento, la cosa se complicaría peor.
— ¿Has oído? — preguntó Pepe.
— El muchacho tuvo que descuajar la curiosidad que se
acumulaba en su rostro.
182 ENRIQUE CONGRAINS

-Camina, pues - le dijo ella con cariño-. No creas que


adentro hay cosas muy bonitas.
— ¿Después me llaman?
— Sí - dijo Maruja-. después va a ir cualquiera de nosotros
a reemplazarte.
— Bueno — dijo Andrés, echándose a caminar.
—Ahora se trata de entrar... —manifestó ella.
— ¿Por el techo? — dijo Pepe.
— Ya no importa lo que hagamos con la puerta; con tu peso
te tiras sobre ella y se acabó.
— Listo — dijo Pepe, retrocediendo unos pasos.
Tomando retozante puntería, describió con su mano la lí¬
nea recta que lo llevaría hasta la puerta.
—Ahí voy... — dijo, disparándose con pies livianos contra
la puerta, frente a la cual, con los brazos cruzados, hizo el
salto y el impacto: por un segundo pareció adherido a la puer¬
ta, luego pensaron que la vibración de las tablas lo devolvería
a tierra, pero en un instante la puerta cedió, hundiéndose Pe¬
pe tras ella.
Yendo delante de Juan y de Waldo, ingresó al cuarto: al
principio no hubo más tarea que habituar los ojos a la semipe-
numbra, pero después el asombro perforó con sus zumbidos
la quieta atmósfera; protegidos por la oscuridad, vieron pri¬
mero a la vieja durmiendo una borrachera perfecta, pero
pronto los ojos se deslizaron sobre el gran charco de sangre,
dentro del cual la vieja parecía flotar.
— ¡Bonita se ha puesto la cosa! — prorrumpió ella, aunque
dentro de su pecho tenía un puño cerrado que la defendía de
malignas turbulencias de aire.
Con la punta de su zapatón, Pepe hizo girar el cuerpo de la
vieja, dejando expuesta la garganta interrumpida por ese tajo
profundo que se perdía sangre adentro.
Mientras sus compañeros caían al ritmo del lento goteo, ella
hizo un veloz recorrido por entre los lugares cotidianos del
cuarto, penetrando limpiamente en los motivos, en el precipi¬
tado rebusque que había asolado el orden habitual de las co¬
sas, y dentro suyo, por primera vez en mucho tiempo, admitió
el vértigo luminoso del orgullo: cualquier solución para obte¬
ner toneles y potasa fuera del lavadero, los hubiera arrojado,
en la curva de algún día dócil, a manos de la policía.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 183

Pepe se acercó con las preguntas sacudiéndole el rostro.


— Cuando anoche acabamos con la mina de la vieja, el zam¬
bo se quedó sin trabajo, y entonces le entraron ganas de lar¬
garse con los bolsillos bien llenos -dijo Maruja, sentándose en
el camastro de la vieja, sobre mantas hediondas como pieles.
Junto a ella Pepe buscó reposo, y arrastrando consigo
a Juan y a Waldo, llegaron en seguida los perdidos ojos de sus
compañeros.
— El zambo ha hecho con la vieja exactamente lo mismo que
ustedes querían hacer anoche. Eso es todo lo que ha pasado.
Y hemos tenido la suerte más loca del mundo volviendo al la¬
vadero, porque si cualquiera de los pomeros encontraba a la
vieja, esta misma semana nos caía la policía — explicó Maruja
para sacarlos fuera del charco de sangre— . Ahora lo único que
tenemos que hacer es esconder a la vieja, limpiar toda la san¬
gre, arreglar bien bonito el cuarto, y llevamos todo lo que ne¬
cesitamos.
Y para reanimarlos y endurecerlos, hundió su voz en pa¬
labras peligrosamente indiscutibles:
— Salimos ganando: el zambo tendrá en este momento unos
cuantos billetes, pero nosotros tenemos a los locos.
— ¡Cuánta plata se habrá llevado! — se lamentó Juan.
— Eso es asunto de él — dijo Maruja—. Nosotros hicimos
nuestro trabajito y él ha hecho el suyo.
— Yo diría que la ha matado para ver qué es lo que encontra¬
ba — dijo Waldo— . De repente no se ha llevado nada.
— Eso no lo vamos a saber nunca — resolvió ella— . Tenemos
que movemos rápido, porque dentro de media hora, para
cuando venga Fico con el camión, todo debe estar listo.
La sangre vertida por el reseco cuerpo de la vieja interfería
en el desarrollo de la jomada, añadiendo la más nutrida de las
cuotas, luego que todos, desde Alejandro hasta los perros, ha¬
bían puesto la suya.
De pie, revolvió entre pestilentes mantas hasta encontrar
una grande, y entre ella y Waldo la extendieron en el suelo.
— Yo conozco una covachita que hay abajo, en el acequión,
y ahí la vamos a esconder. Waldo y yo la ponemos y la envol¬
vemos en la manta, y ustedes la cargan hasta el sitio.
En medio de la semipenumbra, la inocente voz de Andrés
fue una ráfaga de luz:
184 ENRIQUE CONGRAINS

— ¿Y, qué hubo?


Igual que a cada momento, Pepe sacó astillas del piso con la
furia de sus pies.
— La vieja. Resulta que está con dolor de barriga —y acer¬
cándose al muchacho, le tomó del cuello, aproximándolo a la
vieja, mientras que con el solo poder de su brazo lo plegaba
hueso a hueso—. Me gustaría que le des un besito...
— jTranquilo, Pepe! ¡Tranquilo! — gritó ella, deteniéndolo.
Andrés quedó a unos centímetros de esa boca auténtica que
la vieja lucía debajo de la mandíbula, hasta que la voz de Pepe
lo extrajo y recompuso:
— Era sólo una bromlta...
Arrastró a Waldo consigo y tomaron a la vieja por los pies y
por las manos, depositándola sobre la manta, dentro de la
cual desapareció en el acartuchamiento que hicieron y que,
sin pausas, sin temores, Pepe y Juan levantaron.
—Tú, Waldo, adelántate y fíjate si hay gente al otro lado del
acequión. Y tú, Andrés, ven conmigo a traer unas latas.
Salló del cuarto detrás de Waldo, y la luz fue un bocanada
de aire puro que revivió la alegría de sus pulmones.
—Agarra una lata — le dijo a Andrés en la cocinería, erguida
junto al perro de Pepe: unos morían combatiendo contra
cuatro, y otros morían a cada minuto con los ojos muy abier¬
tos y los pies en retroceso, pero ella proseguía como un dardo
la inflexible ruta de ascenso.
—Vamos, pues — le dijo a Andrés, intentando en vano cuar¬
tear la superficie de sus asombros.
Encontraron a Waldo abajo, en el cauce del acequión, y
a Pepe y a Juan aprestándose para bajar, lo cual no demoró
con la ayuda que ellos dos proporcionaron luego de arrojar las
latas.
Sin muchas palabras, hicieron el corto trayecto que media¬
ba entre el lavadero y el matorral, en tanto ella se sumergía
deliberadamente en la búsqueda de un trapo para cubrirse y
en el encuentro con el barbón fabricante de jarros y baldes.
—Aquí es — les dijo señalándoles el matorral, que rastreaba
unos metros a ras del suelo, para erguirse y espesarse súbita¬
mente al pie del barranquito—. Aquí metemos a la vieja, la ta¬
pamos completamente con los recortes de cuerno, y no ha pa¬
sado nada.
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES 185

Ella fue la primera en ingresar, abriendo camino entre las


ramas, y tras sus pies fueron los de sus cuatro compañeros,
separados dos a dos por el tibio cartucho de lana y muerte.
Dentro, donde ella y Alejandro trazaron una alta línea de vue¬
lo, y que ahora repletarían con pedazos de cuerno, se encon¬
traron atrapados entre sus propios cuerpos.
— Tienen que salir dos - dijo Maruja—. Y de una vez, para
no perder tiempo, vayan trayendo las latas llenas de recortes.
Waldo y Juan, que eran los que estaban más próximos al
boquete de salida, dejaron la covachita.
— Lo que yo digo — manifestó Pepe, luego de acomodar el ro¬
llo en el suelo— , es que ¿cómo hay tantos pedazos de cuerno?
— Son de una fábrica de peines que había por acá. Los pei¬
nes los hacían antes, no de plástico como ahora, sino de cuer¬
nos de toro. Y eso que ustedes han visto afuera es todo lo que
quedaba de la fabricación — refirió Maruja—. Lo sé porque se
lo oí una vez al negro Manuel.
Repentinamente, cuando delante de ellos se abría el benig¬
no y aliviante panorama de una charla sin objetivos, el ma¬
torral fue sacudido con violencia por el retomo de sus compa¬
ñeros.
Sin latas, sin recortes, lo que traían afloraba en los labios de
Juan;
—Afuera hay un hombre...
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES

XVIII

Mientras el matorral paralizaba sus movimientos y la vieja


proseguía inmóvil, con su inmenso punto final en la garganta,
ellos pensaron que sus dos compañeros se habían embebido
'demasiado de esa muerte.
— ¡La vieja los tiene un poco asustados! — protestó Pepe.
— ¡Juro que hay un hombre afuera! — dijo Waldo.
— ¿Ha dicho algo? — preguntó Maruja.
— Se ha quedado mirándonos, nomás.
Le brotaban ojos a ese viento adverso que empezaba a re¬
correr la jomada, y dentro suyo arreciaron los baluartes:
sería a cada instante como un dardo, y en los fuegos verticales
aprendería la conducta de sus manos.
— Bueno — dijo Maruja— ; igual que en el cuarto de la vieja,
tenemos que ver qué cosa pasa.
— Sí, hay que salir — convino Pepe.
— y lo que sea, que sea rápido, porque tenemos que arreglar
todo para el camión.
Con los ojos cerrados para protegerse de las ramas, se des¬
lizó matorral afuera, y cuando los abrió tuvo delante a su tu¬
bo fluorescente en las manos del barbón fabricante de jarros y
baldes.
— Hola, Juanita! — la saludó el hombre.
Detrás surgieron sus cuatro compañeros, pero ya tenía otro
manojo de palabras dispuestas contra ese último escollo, cu¬
ya parte más profunda era la inexplicable presencia de su tu¬
bo fluorescente.
188 ENRIQUE CONGRAINS

— ¡Justamente lo íbamos a ir a buscar! - exclamó movien¬


do las manos y los ojos, todo muy alegremente—. Este es el se¬
ñor que fabrica esos baldecitos que necesitamos —dijo,
volviéndose hacia los muchachos—, así que me hacen el favor
de darle en este mismo momento diez soles a Pepe para que
vaya con el señor a su casita y pueda comprarle una de sus
cosas — urgió, pensando que mientras se ausentaban podría
hacer algo, retirar a la vieja o taparla totalmente, y descubrir
además qué significaba el súbito derrumbe de su covachita,
bajo la cual nunca volverían a dormir locos de manos húme¬
das y descoloridas.
Pepe dio un paso hacia adelante con el billete de diez en la
mano, acercándose al hombre.
— Toda la mañana hemos estado pensando en que necesi¬
tábamos un baldecito, así que está muy bien que nos haya¬
mos encontrado. Vamos a su casita y, con calma, vamos a es¬
coger uno que verdaderamente nos sirva.
El barbón retrocedió, separándose de Pepe. Debajo de su
barba, de sus ojos, de su cabeza, cuyo pelo era una masa de
suciedad compacta y mineral, y perfilándose contra los andra¬
jos que vestía, su tubo fluorescente trazaba un increíble re¬
guero luminoso entre las manos del hombre.
— Vayamos, pues - insistió Pepe, paseándole el billete de
diez.
— No — dijo el hombre—. Me parece que hoy es domingo, pe¬
ro así no lo fuera, de ninguna manera he amanecido con ga¬
nas de trabajar. Desde que salí de mi casita no he hecho otra
cosa que dar vueltas y vueltas por todos estos lados — pero no
abarcó con su mano los alrededores, sino que señaló única¬
mente hacia el lavadero.
— Bueno — porfió Pepe—, pero solamente queremos entre¬
garle este billetito y que usted nos entregue un balde, una ja¬
rrita, cualquiera de sus cosas.
El hombre siguió retrocediendo de espaldas, y cuidándose
de cualquier movimiento que hicieran ellos, trepó sobre uno
de los montículos de recortes.
—Ahora no se trata de baldes ni de jarritos. Se trata de una
cosa muy diferente — dijo, revolviendo y entremezclando aire
con los lentos desplazamientos del tubo— . Se trata de que mi
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 189

casita queda ahí abajo, nomás, y que no me gusta que hagan


ninguna clase de entierros tan cerca.
Ese era el escollo, la repentina zanja que les impedía por
unos minutos el acceso al nuevo lavadero.
— No pensábamos dejarla ahí, como cualquier cosa — expli¬
có Maruja—. Trajimos estas latas para cargar recortes de
cuerno y taparla completamente, de manera que no va a haber
ningún problema por ese lado.
— No — dijo el hombre— ; así nadie vaya a encontrar nada,
siempre estaría pensando que a una cuadra de mi casa hay
un muerto.
— Le pagamos plata si nos deja guardarla aquí — propuso
ella.
— No — dijo el hombre— ; se la llevan y yo no he visto nada.
Así como en la noche habían utilizado las palabras como
principal arma de combate, ahora se hacía indispensable de¬
sechar ese incierto camino: Pepe extrajo su chaveta y empezó
a abalanzarse sobre el hombre, pero éste ya tenía en el aire
una rodilla sobre la cual partió en dos el tubo fluorescente,
emergiéndole entonces dos largas armas cóncavas, de filo
agazapado en las múltiples aristas que enfilaban hacia el ros¬
tro de Pepe, instantáneamente detenido frente a esa certeza
de destrucción contra la que nada podría su chaveta.
— Ya están empezando a portarse mal... —dijo el hom¬
bre— . Y si siguen así, yo me porto peor... — y fue acercándo¬
le a Pepe los dos extremos rotos del tubo.
Los movimientos se habían cuajado en una suspensión de
barro y cenizas, y sólo bajo su gorrita roja rotaban las diversas
posibilidades para sacar las cosas adelante, hasta que decidió
obtener el consentimiento del barbón a cambio de algo que no
podía ser sino las pertenencias de la vieja, todo aquello que no
les fuera estrictamente útil para la edificación del nuevo lava¬
dero.
— Hazme el servicio de dejar al señor tranquilo y de venir
acá — le pidió a Pepe, dándole un pretexto a sus pies.
— Sí — dijo Pepe—. Usted disculpará, pero a veces, cuando
las cosas no salen bien, lo primero que se le ocurre a uno es
arreglar todo con la chaveta. Después, poniéndose a pensar,
cualquiera se da cuenta que mejor se componen hablando, y
que hasta se puede ser amigos...
190 ENRIQUE CONGRAINS

-Así es - dijo el hombre-. Ustedes son unos buenos mu¬


chachos y tienen que darse cuenta que no está bien dejar
muertos tan cerca de mi casita.
-El problema - dijo Juan, surgiendo de su silencio- es
que ahora no tenemos tiempo para nada.
— Sí — complementó Pepe— , estamos bien apurados.
—Todo eso está muy bien. Pero yo soy un hombre tran¬
quilo. que me paso todo el tiempo haciendo mis cositas de
lata, y no me gustaría empezar a tener cuestiones con la po¬
licía.
— ¿Pero qué culpa tiene usted si encuentran a una vieja
muerta en la covachita? — preguntó Juan.
— La policía es muy fregada. Agarran al que vive más cerca
y se acabó la cuestión.
— Sí — dijo ella—; si el señor no tiene ganas de meterse en
líos, nosotros no tenemos por qué obligarlo. Simplemente va¬
mos a hacer un trato con él. Vamos a dejar que el señor saque
del lavadero todo lo que le provoque, después que nosotros
nos llevemos dentro de un rato nada más que los toneles, la
potasa, los pomos, la paila y las latas.
— Me parece muy. pero muy bien — asintió Pepe reflexiva¬
mente.
— En el cuarto de la señora hay dos tarimas, dos colchones,
varias mantas, una mesita, unas cuantas sillas, un lamparín
a kerosene y no sé cuántas cosas más. Usted, como amigo de
nosotros — dijo Maruja—, se va a quedar con todo eso, pero
a cambio nos hace el favor de buscar un siUo más conve¬
niente para esconder a la vieja y de llevarla en el momento que
más le provoque.
— ¿Ese es el trato? — preguntó el barbón.
— ¡Ese es el trato! — repuso Maruja con los pies listos para
pasar al otro lado de la zanja, donde la esperaba no la poten¬
cia irremediable de papeles arrastrados por los vientos hosti¬
les, sino la amplia vastedad de la jomada.
El hombre se rascó la barba con el extremo metálico de uno
de los pedazos del tubo, y de pronto ella supo que la misma
turbulencia de aire que perforara la garganta de la vieja, se in¬
flaba de polvo para ir, de algún modo, sobre los difíciles fuegos
que había sembrado en sus compañeros.
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES 191

— Verdaderamente no me interesa el trato — dijo el hombre.


— ¡Dos tarimas, dos eolchones. una mesa, las sillas! - se
desgastó la voz de Pepe resbalando sobre la indiferencia del
hombre.
Si no los necesita para su uso — dijo ella—, por lo menos
puede sacar unos trescientos soles vendiéndolos.
— ¡Trescientos soles! - exclamó Pepe, sin lograr que el hom¬
bre se nutriera de ese entusiasmo con que él pretendía carco¬
merlo.
— ¡Ya no hay lavadero y usted puede hacer lo que quiera
con las cosas! ¡Nosotros nos vamos a llevar solamente lo que
necesitamos para nuestro lavadero, pero no tocamos nada del
cuarto de la vieja! — arremetió Maruja.
— ¡Trescientos soles, y de repente con un poco de suerte sa¬
ca más! — insinuó Juan.
— En este momento trescientos soles en esa forma me dan
risa — dijo el barbón con una voz que Maruja tuvo que recono¬
cer impermeable, carente de la más leve porosidad—. Hoy ha
sido el día más domingo de hace muchos años — les dijo casi
conmovido, mientras del bolsülo de su camisa sacaba la pun¬
ta de un billete que ellos nunca habían visto.
— ¿De cuánto? — preguntó Juan.
— ¡De quinientos! — repuso el hombre.
— ¿Pero cómo? — se desesperó Pepe.
Sin necesidad de oír las palabras del barbón, sabía cuál era
el origen del billete y cómo el tubo fluorescente había llegado
a sus manos, pero ahora se trataba de salvar para sus compa¬
ñeros la recia armazón de metal que le abarcaba el pecho, de
pasar de un solo salto esa maligna y polvorienta zanja que se
iba anchando palabra a palabra.
— Que la vieja se quede ahí un rato más. pero vamos a ha¬
cer otra clase de trato — oyó decir al barbón cuando ya ella
luchaba fervorosamente contra las ramas que prosperaban
tejiendo púas en el breve y combativo sendero de entrada y
salida.
Dentro de la covachita quiso oponer velocidad frente a las
fáciles arenas horizontales que el hombre extendía bajo los
pies de sus compañeros, pero tuvo que luchar primero contra
la alianza irrevocable que surgía de la garganta de la vieja; al¬
zó el tibio rollo, tomando en seguida a horadar las raíces que
192 ENRIQUE CONGRAINS

se espesaban en el aire, pero la vieja fue adhiriéndose rama


a rama a través del arduo camino vegetal, y cuando emergió
afuera, la zanja había adelantado en el exterminio de la joma¬
da: el barbón, habiendo descendido del montículo tenía los
dos pedazos del tubo fluorescente ya no como arma, sino co¬
mo nítida prolongación de sus palabras.
— ¡Los quinientos soles se le cayeron al zambo! — dijo Pepe,
acercándosele.
— Sí — reconoció—, pero eso no nos interesa a nosotros. A la
vieja la vamos a meter dentro de uno de los toneles, la tapa¬
mos con pomos y la llevamos en el camión junto con las demás
cosas. Así que váyanse despidiendo de nuestro amiguito y de
nuevo al lavadero.
— ¡La vieja no tenía su plata metida en el banco! — le recla¬
mó Juan.
— Bueno, pero ahora nosotros tenemos a los veinte locos y
vamos a ocupamos en serio de nuestro lavadero.
— ¡Anoche, cuando estábamos en el lavadero, la plata to¬
davía estaba en el cuarto de la vieja! — prosiguió la devastada
voz de Juan.
Apresuradamente localizó los ojos de Waldo y volcándose
como nunca tras las palabras, poniéndose en ellas, rompió su
neutral inmovilidad:
— ¡Ven y ayúdame! — le dijo, ofreciéndole uno de los extre¬
mos del pesado rollo funerario—. ¡Vamos a llevar a la vieja pa¬
ra arriba!
Reinició la marcha, ella delante. Waldo atrás, y entre los
dos, como un puente, el rollo hecho con la manta, pero enton¬
ces resonó la insinuación de Pepe:
— Espérense un minuto — dijo.
Ella no se detuvo, intentando arrastrar con sus movi¬
mientos a sus tres compañeros, no obstante saber qué cosa
los había atrapado,
— ¿No se esperan? — oyó la voz de Pepe detrás suyo, luego
sintió el golpe que caía sobre Waldo. y el avance se detuvo ahí
mismo: el otro extremo del cartucho yacía sobre el lodo de la
orilla del acequión, y por su abertura asomaba la muerte en
su forma de pie y de sandalia mohosa.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 193

Pepe había tomado a Waldo por el cuello y lo llevaba hacia


el hombre: Maruja dejó caer el rollo y regresó hacia ellos, dis¬
puesta a disolverles cualquier tentación:
— Estamos demasiado apurados para empezar a perder el
tiempo así. Si quieren, otro día regresan a conversar con el
señor — dijo con palabras amasadas en su boca, en tanto se
consagraba a imaginar cómo podía mantenerles rígidos, inde¬
clinables.
— No se trata de conversar—dijo Juan-. ¡La vieja puede
tener en este momento más ganas de conversar que noso¬
tros!
— El zambo pasó corriendo por aquí hace menos de una
hora, y se le cayó ese billetito de quinientos — dijo Pepe—. Y
nuestro amigo dice que tenía los bolsillos bien llenos.
— Ese es el trabajito de él - aclaró Maruja—, y nuestro tra-
bajito es hacemos un lavadero para nosotros. A eso no hay
vueltas que darle.
Pepe se acercó a ella y le puso una mano en el hombro.
— Dejémonos de tonterías — dijo—. Vamos los cinco con
nuestro amigo a buscar al zambo y después nos repartimos la
plata. En medio día podemos estar ricos.
Juan agregó otra mano y otra voz:
— Hace media horita que ha pasado y ahora debe estar chu¬
pando en cualquier cantina. Se trata de que nos saquemos el
alma hasta encontrarlo, y entonces, sin mucho problema, le
quitamos el peso que tiene en los bolsillos.
El barbón se reunió a los dos muchachos: protegido por los
repletos bolsillos del zambo, con imbatible seguridad había
dejado los tubos sobre el montículo.
— Pasó corriendo hacia abajo sin darse cuenta de nada. Me
ve y nada. Se le cae el billete, pero prefiere seguir corriendo. Yo
sabía que era el guardián del lavadero y que dormía con la
vieja. Se me ocurrió entonces que debía estar pasando algo
especial y fui a dar una vuelta. No oí midos, y poco a poco fui
entrando, hasta que lo encontré completamente vacío. Un
cuarto que no se podía abrir, pero tampoco había gente aden¬
tro. En eso sentí que ustedes llegaban y me subí al primer te¬
cho que encontré y de ahí es donde saqué el tubito. Ahora se
trata de que vayamos entre todos a limpiarle los bolsillos.
194 ENRIQUE CONGRAINS

— Sí, vamos de todas maneras — dijo Pepe.


— No — dijo Maruja— . No hemos venido por eso. sino por el
lavadero. Por nuestro lavadero.
— Si todos los billetes fueran de quinientos, debe tener co¬
mo cuarenta o cincuenta mil soles — dijo el barbón.
Convencerlos, conmoverlos, ese era el triunfo que pedía
a sus palabras.
— El lavadero es una cosa diferente, ¿no se dan cuenta?
— pero los billetes que se entibiaban en el bolsillo del zambo
eran coraza.
— ¡En esto del zambo está la plata! ¡La plata! — se exorbitó
la voz de Pepe.
— ¡Sin lavadero, sin locos, sin potasa y sin pomitos! — apre¬
mió Juan.
— ¡Nos olvidamos del resto y toda la plata la repartimos en¬
tre nosotros! — propuso Pepe, mientras todos los músculos le
vibraban, acumulando furia para la gran cacería.
— ¿Y qué hacen con la plata? ¿Qué hago con la plata?
— ¡Te compras toda la ropa que te dé la gana! — dijo Juan.
— ¡No me interesa la ropa!
— Bueno — dijo el barbón—, haces lo que quieras con la pla¬
ta que te toque.
— ¡Si se trata de plata, mucho más vamos a sacar con el la¬
vadero!
— ¡Lavadero! ¡Todavía hablando de lavaderos! ¿No te das
cuenta que cualquier lavadero es una porquería en compara¬
ción a lo que el zambo tiene en los bolsillos? — preguntó Pepe,
así como Alejandro había propuesto boletos, fábricas, camas.
—Vamos nosotros, nomás. Que ella se quede — sugirió el
barbón, mirando acequión abajo.
— Espérese, amigo — pidió Pepe—. Maruja va a venir con
nosotros.
Apoderándose de los secretos de la sal y de la ceniza, aco¬
metió contra ellos, con negruras surgiéndole de los labios:
— Igual que la plata que tiene el zambo, podríamos en¬
contrar muchas otras si nos dedicamos con cuidado al asun¬
to -explicó Maruja-. Y lo podríamos hacer científicamente,
como tú estabas hablando anoche. Pero no se trata de termi¬
nar como banda de ladrones, sino de una cosa muy diferente.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 195

— ¿Se trata del lavadero? — preguntó Juan.


— ¡Sí, del lavadero! ¡Y con el lavadero nos vamos para arri¬
ba!
— ¡Por favor! — protestó Pepe.
De pronto, el cauce del acequión fue cubierto por el ruido
ascendente de un claxon.
— ¡Ahí está Pico con el camión! ¡Y ahí está nuestro lavadero!
— No sigamos con el mismo asunto — pidió Juan.
Sin embargo, Pepe tenía otra idea, obstinado en acarrear
para sí algo de la victoriosa conducción que Maruja había sa¬
bido dar a todos los asuntos.
— Entonces hagamos una cosa: acompáñanos a buscar al
zambo y después volvemos a ocupamos del lavadero.
Sería siempre un dardo inflexible, aunque atravesara la
más solitaria y extensa región del aire.
— No — dijo Maruja—. Nos conviene dedicamos a levantar
algo nuestro, algo propio, pero no nos convienen las dos cosas
juntas.
— Bueno — dijo Pepe— , a mí me conviene la plata. Una pe¬
na que no vengas con nosotros, porque una chica siempre trae
suerte a esta cosas.
—A mí también me conviene la plata — decidió Juan.
— ¿Y a ti, Waldo? — preguntó ella.
La mano de Pepe cayó sobre el hombro de Waldo, y el silen¬
cio le bajó por el cuerpo.
— Contéstale a la señorita — dijo Pepe después de un rato.
Con sus ojos escondidos bajo la planta de sus zapatos.
Waldo contestó:
— Creo que me quedo.
Andrés era el último que faltaba, pero prefirió no humillar
su voz en ese terrón de azúcar que fácilmente se dejaba pe¬
netrar por cualquier agua, disolviéndose en ella.
— Entonces, buena suerte —les dijo—. Todo esto ha sido
como un entrenamiento para mí, pero para el gmpo ha sido
como el último partido de un campeonato. Algo así. Y creo que
han perdido.
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NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES

XIX

Retrocedió, yendo con su imperturbable dureza en busca


de algún camino, y entonces oyó la voz del barbón que pre¬
guntaba que quién había matado a la vieja, si ellos o si el zam¬
bo, y oyó también las primeras palabras de la alternada y difí¬
cil explicación que hacía Juan y Pepe; después sobrevino el
silencio que se ahogaba en el rumor desenfrenado del ace¬
quión, y siguió avanzando a través de superficies húmedas,
lodo saturado de agua, agua ebria de sol, espuma verde de¬
rramando insectos y fermentos sobre el agua, y así fue para
sus pies hasta que escogió para la conducta de sus piernas el
centro del acequión, donde se mantuvo dividiendo en dos la ti¬
bia y musculosa agua, y así fue la última etapa de su entrena¬
miento, que de súbito cortó la voz de Fico:
— ¡Hey, Maruja!
Giró sus ojos hacia el lavadero, y admirándose del alegre
salto que Fico dio desde el corralito al cauce, pensó que aún
podía valer la pena seguir preservando la idea del lavadero.
Lentamente se desprendió del amoroso abrazo con que el
acequión se aferraba a sus piernas, y llegó junto a Fico.
— ¿Y los compañeros? — preguntó él.
Desfigurando la verdad, destruyendo el perfume de los bi¬
lletes, podía hacer de Fico un mástil indeclinable, pero así
nunca estaría segura de él ni de los cimientos del lavadero.
— ¿Ha pasado algo?
— Sí — dijo ella—. Anoche nos equivocamos al pensar que la
vieja tenía la plata en el banco. La tenía en el lavadero, y des-
198 ENRIQUE CONGRAINS

pues que nos llevamos a los locos, el zambo le hizo un huequi-


to en la garganta. Y hace media hora que se escapó corriendo
de cualquier manera, y esto lo hemos sabido por un fulano
que vive ahí abajo. Este fulano encontró un billete de qui¬
nientos que se acababa de caer del bolsillo del zambo.
— ¿Y los compañeros? — presionó Fico.
— Han ido a buscar al zambo para quitarle lo que lleva.
Calculan que tiene unos treinta mil soles.
La cantidad imposible, aniquilante, invadió a Fico, gol¬
peándolo hondo.
— ¡Treinta mil soles! ¡Y sólo nos lleva media hora!
— Ya deben de haber partido, porque estaban con ganas de
cazarlo rápido.
— ¡Qué maravilla! ¡Treinta mil soles! — hablaba abrumado
por el zafarrancho de tonos que le ascendía desde lo profundo
de la cifra, pero de pronto vio que el entusiasmo no abarcaba
a Maruja, que la persecución no era cosa de ella—. ¿Y tú?
¿Entonces por qué estás acá?.
— Sabes — dijo lentamente mientras le maduraban las pala¬
bras— , yo venía a buscarte para sacar adelante nuestro lava¬
dero. Los que han ido detrás del zambo ya no se interesan por
el lavadero, pero nosotros sí. Tú sabes que el lavadero es una
cosita muy diferente, una cosita treinta mil veces mejor que lo
que ahora quieren Pepe y los demás.
Fico admiró enormemente sus ojos y en sus labios sostuvo
un chirrido de impaciencia.
—Ahora no hagamos bromitas — le pidió con cariño—. Sola¬
mente quisiera saber qué haces acá, por qué no has ido con
ellos...
— Por el lavadero — dijo Maruja—. ¡Por nuestro lavadero!
El rostro de Fico se contrajo con inquietud: era la urgencia
de partir y de sumarse al grupo que iba acequión abajo, y era
la urgencia de tener en los oídos todos los elementos.
— ¡Ahora no empieces con bromitas! ¡Dime rápido por qué
no estás con ellos!
Podía, sin mayor esfuerzo, clavarle una semilla impercepti¬
ble, una chispa de su fuego, que aunque nunca crecieran en
él, un día de sol lo ahogarían de vergüenza, pero podía tam¬
bién saturarlo de polvo y de ceniza, negarle cualquier hori¬
zonte.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 199

— Fico — le dijo con una gran sonrisa— , eres un tipo inteli¬


gente: te has dado cuenta que estaba bromeando. Lo que pa¬
sa sencillamente es que anoche los perros me reventaron — y
le mostró el brazo derecho— , que me he estado moviendo mu¬
cho, y que ahora necesito quedarme quieta.
— ¡Claro — dijo él— , eso sí te lo creo! ¡Más bien yo diría que
has aguantado demasiado con ese brazo así!
Sin mirarlo ya, lo tomó de la mano y lo puso en movimien¬
to, acequión abajo.
— ¡Apúrate! ¡Tienes que llegar antes que agarren al zambo
para que te toque tu parte!
— Sí — dijo Fico, echando a correr, apareciendo y desapare¬
ciendo tras los montículos de recortes, pero de pronto se detu¬
vo— . Sube para que veas quiénes están arriba.
Entonces desapareció, y por un rato llegó hasta ella el
derrumbe de algún montículo, luego el chapoteo a través de la
orilla del acequión, y después el gran silencio solar.
Había terminado el entrenamiento, la educación de sus
manos: subiría al lavadero, al viejo nivel de la ciudad, y sin
desviarse a ningún lado, avanzaría hacia el mundo de barro y
cemento que siempre bordeara, observando y midiendo de
lejos.
Debajo del lavadero, sobre el cauce del acequión, apre¬
ciando en igualdad de condiciones la línea vertical que traza¬
ba la pared del barranquito, estuvo un rato Inmóvil, dejando
que la húmeda arena del acequión le chorreara piernas abajo,
que el nombre intacto del negro Manuel atravesara sus pensa¬
mientos como un hüo de luz, que la ciencia del fuego se di¬
fundiera en las rojas corrientes que surcaban sus venas.
Después, en el ascenso, multiplicó la fuerza solitaria de su
brazo izquierdo: en el corralito pateó alegremente los pedazos
de botella que sobrevivían, estrellándolos contra la pared;
junto al cuarto de la vieja olió el ácido patrimonio de la muer¬
te; avanzando entre los grandes toneles que contenían agua y
potasa y pomos detenidos, supo que el nuevo lavadero era co¬
mo un metal al rojo vivo para los muchachos del grupo; y afue¬
ra, donde terminaba el camino, divisó encima de un camión
verde a dos muchachos negros, uno de los cuales era el negro
Manuel.
200 ENRIQUE CONGRAINS

— ¡Hermanito! — le gritó, desbaratada en el acto su respira¬


ción, destruida su certeza de soledad: esas eran las manos
inesperadas que se sumarían a las suyas, esas eran las pode¬
rosas manos que obligaban a seguir adelante, ya no sola, por
su cuenta, sino en compañía del rostro radiante que se preci¬
pitaba hacia ella, de los muchachos que habían quedado en la
ladrillera, de la veintena de locos.
Se abrazaron, y mientras él la hacía girar por el aire, hubo
un deslumbramiento en los ojos, hubo intercambio de todo,
excepto de verdades: era lo único que faltaba para saber que el
nombre del negro Manuel era gigante, incombustible.
Después, ambos buscaron el sosiego.
— Este es mi hermano, el negro Miguel — dijo él, presentán¬
dole al otro muchacho—, y éste es el camión de mi hermano.
— ¡Formidable! — dijo ella, mientras de pura alegría su boca
se inundaba de jugos silvestres—. ¡Han aparecido en el mo¬
mento justo en que todavía se pueden componer las cosas!
— Fico nos encontró de casualidad, nos estuvo explicando
de qué cosa se trataba, y de todo lo que tú habías hecho des¬
de que anoche entraste al grupo. Me dijo que aquí estaba la
mitad del grupo, que la otra mitad estaba en una ladrillera,
pero se ha ido y hasta ahora no vuelve.
—Y va a demorar bastante en volver. Cuando anoche nos
llevamos la mitad del lavadero, el zambo se aburrió y empezó
a jugar con el pescuezo de la vieja. La mató y le robó todo lo
que tenía guardado. Y hace media hora, nada más, que se es¬
capó hacia abajo, hacia las chancherías. Un fulano que vio có¬
mo se le caía un billete de quinientos, le propuso a Pepe y a los
otros muchachos que se dejaran de lavaderos y de tonterías, y
que fueran juntos a cazar al zambo. Parece que lleva algo así
como treinta mil soles...
— ¿Y Fleo? — preguntó el negro Manuel.
— Hace cinco minutos lo encontré en el acequión, le conté lo
mismo que ahora les estoy contando a ustedes, y se ha ido
a encontrar a los muchachos, porque él también quiere tener
su parte.
En silencio, sin palabras, los dos hermanos se midieron,
comprobaron su dureza: y ella, gozosa, los observaba también
sin palabras: y los tres calentaban sus cuerpos ,en la estufa
verde que era la cubierta del motor.
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 201

Las palabras se convertirían en una floresta viva y crecien¬


te, pero antes de volcarse en ellos, y antes que ellos llenaran el
lapso de meses con voces cálidas y crujientes, tenía la obliga¬
ción de ponerlos en movimiento, de reconstruir para ellos la
ruta ancha y ascendente que llevaba hacia el lavadero.
— Yo no fui con ellos: a mí me interesaba sacar adelante el
nuevo lavadero o no me interesaba nada con ellos. Porque el
lavadero es cosa nueva que siempre habíamos hablado, pero
no creo que sea dedicarse a la plata.
El negro Manuel la miró seriamente, después extrajo una
de sus lentas sonrisas, y miró a su hermano:
— ¡Esta es Maruja! ¡Esta es Marujita!
— Sería mejor que fuéramos cargando los toneles, todas las
cosas — sugirió ella.
— ¡Esta es Marujita! —repitió el negro Manuel—. Primero
nos cuenta del zambo y de los treinta mil soles, y después nos
empieza a hablar del lavadero... Tú no la conoces, pero ella
habla así para ver si sigo siendo el mismo tipo de antes — y de¬
lante de ella apareció la mano y la chaveta.
— Sí — dijo el negro Miguel— , ya veo...
— Marujita siempre ha esperado que haga cosas muy gran¬
des...
— Sí — admitió ella—. ¡Nuestro propio lavadero y para arri¬
ba, nomás!
— Y, naturalmente, tenemos que hacer algo bien grande
— prosiguió el negro Manuel—. Así que, hermanito, tu chave¬
ta afuera.
Las dos manos aparecieron prolongadas en una breve ra¬
cha de metal y de papel.
— ¡Hoy día nos hemos encontrado, hoy día has conocido
a mi hermano, hoy día tenemos que hacer algo verdaderamen¬
te enorme!
— ¡El lavadero! — se aferró ella.
— ¡No te preocupes, Marujita, que no he cambiado! Soy el
mismo de antes, con la diferencia que ahora hay un negro Ma¬
nuel -y se golpeó el pecho-, y otro negro Manuel más —y
golpeó a su hermano.
— ¿Qué cosa más grande que el lavadero?
—Tenemos que darle una sorpresa a Marujita, tenemos que
enseñarle que no hemos perdido el tiempo.
202 ENRIQUE CONGRAINS

— ¿Qué sorpresa? — preguntó ella.


— Pepe, con otros muchachos del grupo, y además el fulano
ése, han ido a cazar al zambo, ¿no es así?
— Sí — dijo Maruja.
— ¿Y ahora se ha ido Fico, también no?
-Sí.
— Bueno — dijo el negro Manuel rodeando a su hermano— ,
nosotros dos vamos a encontrar al zambo antes que ellos,
aunque te parezca demasiado difícil.
— No — dijo Maruja—, no me parece difícil.
— Pero lo vamos a hacer de todas maneras.
— ¿Y el lavadero?
— No te preocupes: seguimos siendo hombres y el lavadero
nos importa una cosita así — y le disparó los dedos, dejándola
sola con su vuelo, con su estatura de metal.
Nuevamente se enmascaró tras una sonrisa, y por segunda
vez cerró su piel, conservando dentro suyo el fuego.
— Lo que pasa — dijo sabiamente—, es que ustedes se dan
cuenta de todo. Estaba bromeando. Naturalmente, no se pue¬
de comparar el lavadero con lo que tiene el zambo. En reali¬
dad, lo que pasa, Fico te habrá contado, este brazo que ano¬
che me hicieron los perros me está doliendo un poco. Vayan
ustedes, nomás. Y me parece muy bien que ustedes agarren al
zambo antes que lo hagan los muchachos.
— Sí — dijo el negro Manuel—, ahí vamos — y aguardó a que
su hermano pusiera llave a la puerta del camión.
— Listo —dijo el negro Miguel, escupiendo sobre su cha¬
veta.
— ¿Por dónde han ido?
—Acequia abajo — dijo ella.
— ¿Y dónde nos vemos después?
—Apúrate — repuso ella.
— Pero tenemos que vemos.
El negro Manuel se había detenido en la entrada del lavade¬
ro, pero a su hermano ya no se le veía.
— ¿Dónde vas a estar? — insistió.
—Apúrate — dijo ella—. Tu hermano ya se fue.
— Dime solamente dónde nos encontraremos.
—Anda, nomás.
—Tenemos que vemos en cuanto acabe este asuntito...
NO UNA. SINO MUCHAS MUERTES 203

— No sé — dijo Maruja.
—Tenemos que vemos, como sea, pero tenemos que vemos
— dijo él, perdiéndose entre las moles quietas y redondas que
eran los toneles.
Entonces ella, Mamja, subió a la tapia que avanzaba bor¬
deando el camino, y que moría al pie de los brazos de la
ciudad, y a pleno aire avanzó con la dura compañía de esas
manos acrecentadas que la jomada le había ido labrando in¬
cesantemente.
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INDICE

A propósito de Maruja. 9
Enrique Congrains o la novela salvaje, prólogo de
Mario Vargas Llosa. 13
No una. sino muchas muertes. 21
I . 23
II . 31
III . 39
IV . 49
V . 59
VI . 69
VII . 81
VIII . 91
IX . 101
X . 111
XI . 121
XII . 131
XIII . 141
XIV . 149
XV . 157
XVI . 167
XVII . 177
XVIII . 187
XIX . 197
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o una, sino muchas

N muertes, sin lugar a


dudas la más lograda
de las narraciones de
Enrique Congrains Martin (Lima, 1932), constituye
no sólo un indignado testimonio de la situación
encanallada en que viven locos, miserables,
desvalidos, en el inframundo de la más absoluta y
violenta marginación, sino que se alza como un
hito que reafirma la vigencia del realismo crítico en
nuestra literatura, rescatando para sí el poder de
conmoción de la palabra, el compromiso ético que
comporta su buen uso, la humanísima ira ante el
sufrimiento de los semejantes, la desazón frente a la
falsa sociedad en que moramos y, también, la
urgente necesidad de cambio.
La novela de Congrains fue llevada a la
pantalla, “Maruja en el infierno”, en 1983. Este
libro reproduce el prólogo escrito para su primera
edición por Mario Vargas Llosa.

Serie del río hablador

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