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Congrains, E. No Una, Sino Muchas Muertes
Congrains, E. No Una, Sino Muchas Muertes
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NO UNA,
SINO MUCHAS MUERTES
Enrique Congrains Martín
NO UNA,
SINO MUCHAS MUERTES
Serie
del río hablador
Lima / Perú
No una, sino muchas muertes
© Enrique Congrains Martín.
© 1988, PEISA
Promoción Editorial Inca S.A.
Jr. Emilio Althaus 460 - Of. 202
Lima 14, Perú
Diseño de carátula;
Carlos A. González R.
Fotocomposición:
iPALSA
Derechos exclusivos.
Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización expresa de los editores.
A PROPOSITO DE MARUJA
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ENRIQUE CONGRAINS
O LA NOVELA SALVAJE
de los datos reales, negado. Y eso debe ser una novela, una
obra de ficción. El elemento añadido o rectificador de lo real es¬
tá, aquí, en que la vida de las barriadas ha sido emasculada de
uno de sus rasgos prototípicos: el machismo. En la realidad fic¬
ticia se invierten los roles de la realidad real: en la novela quien
reina y gobierna la sociedad humana, el auténtico "héroe” de la
historia, es la mujer. El hombre es un receptáculo de fuerza bru¬
ta o una mansa locura que termina siempre sometido, de prefe¬
rencia por la astucia o la inteligencia, pero, cuando no hay otro
remedio, por el coraje superior de las faldas. La industrializa¬
ción de los locos es una invención de la vieja y es ella quien ad¬
ministra el negocio; el zambo es apenas su fornicador, guarda¬
espaldas y sirviente. Y quien concibe la delirante operación de
robarse a los locos para instalar una nueva empresa, a una ve¬
locidad y con una aptitud para concretar en hechos el delirio
verdaderamente congrainsiano (lo que prueba una vez más que
cada novelista construye el mundo a su imagen y semejanza),
y, más tarde, capitanea el asalto y saqueo del viejo lavadero,
no es ninguno de los rufianes, sino Manya, muchachiia real¬
mente excitante. Una auténtica liberada, en el sentido c¡ue da¬
rían a este concepto una Valerie Solanis (laJundadora de SCUM,
Society for Cutting Up Men/Sociedadpara CastraralosHom¬
bres) o una Kate Millet (la autora de Sexual PoliticsJ: es ella
quien traza la estrategia de los golpes que perpetra la banda;
ella quien, con maquiavelismo, impone su parecer a los de¬
más, ella la que está dispuesta a correr los peores riesgos, des¬
de enfrentarse con las manos desnudas a un perro bravo has¬
ta decidir a chavetazos la Jefatura de la pandilla. Y, a la hora
del deseo, es ella quien elige pareja y quien se baja los calzones
y se los baja al varón (el tímido Alejandro). Como si todo esto
fuera poco, uno la adivina (el narrador tiene la malicia de no de¬
cir palabra sobre su físico) terriblemente bonita.
Aparte de su falta de sentimentalismo, de intenciones peda¬
gógicas o edficantes (sus virtudes, como se ve, son sobre todo
ciertas carencias) también es decisiva en la salud literaria de
No una, sino muchas muertes la ausencia de algo obligatorio
en el género social y que ha convertido a muchas de las narra¬
ciones de protesta, cuando no son panjletos tremendistas, en
álbumes turísticos, documentos de etnología o muestrarios dia¬
lectales: el pintoresquismo, cierta dosis de color local Con buen
18 MARIO VARGAS LLOSA
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SINO MUCHAS MUERTES
y no una muerte, sino muchas muertes llegaba
a cada uno:
cada día una muerte pequeña, polvo, gusano,
lámpara
que se apaga en el lodo del suburbio,
una pequeña muerte de alas gruesas
entraba en cada hombre como una lanza corta
y era el hombre asediado del pan o del cuchillo.
PABLO NERUDA.
OMAR KHAYYAM.
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IV
como hacen los muchachos con ciertas chicas, a las que lle¬
gan no del modo directo, franco, natural, como intentara has¬
ta ese momento, sino con astucia y maña. El muchacho le
devolvió el tubo y ella, a su vez, lo puso en su sitio.
— ¿Cómo conociste al negro Manuel? — dijo, acomodándose
no tan cerca de Alejandro.
— En Mirones, él siempre daba vueltas por el barrio.
-Nunca he ido tan lejos, pero sé dónde queda. ¿Es para
abajo, no?
— Sí - dijo Alejandro-, como a quince o veinte cuadras de
acá. siguiendo el río.
— ¿Cómo fue que lo conociste?
— Bueno, de eso ni me acuerdo, porque él era amigo del gru¬
po desde hacía muchísimo tiempo... Cuando todavía nadie
pensaba en muchachas —dijo, pero esto último le pareció
falso, así como también le pareciera falsa, y más que falsa, dé¬
bil, su respuesta de hacía unos minutos, cuando ella, luego de
darle la mano, aclaró sus motivos.
— ¿Tú ahora piensas en muchachas?
— Por supuesto — dijo él.
— No he conocido a nadie que no piense en muchachas.
— Claro — asintió.
— Bueno — dijo Maruja, ayudándose con las manos—. las
muchachas también son iguales.
—Así tiene que ser.
— Yo también pienso en muchachos — insistió deliberada¬
mente.
— Así tiene que ser — dijo repitiendo; hacía el efecto de al¬
guien que procura eliminar determinada idea o sensación de
la mente de una persona mediante el repique de una frase;
pero Maruja, penetrando en el móvil de esto, decidió suprimir
aquellas situaciones que lo obligaran a proceder o a expre¬
sarse forzadamente.
— Cuéntame algo —pidió Maruja, suponiendo que ése era
un medio para descubrir qué había en él.
— ¿De qué. pues?
— De lo que se te ocurra, de cualquier cosa — dijo, pero lue¬
go especificó—; De tu trabajo, por ejemplo.
— Bueno, he sido albañil... Nada más...
— ¿Y ahora, no?
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 53
— ¡Claro, haciéndolo!
— ¿Y entonces?
— Nos agarramos como hombres... ¿Te das cuenta?
-¡Por supuesto! -dijo Maruja, sin necesidad de hacer
esfuerzos de imaginación.
— Y desde ese día ya no volví a casa... Me fui con los del gru¬
po porque eso era muchísimo mejor. Además, en las cons¬
trucciones mi padre cobraba por mí y me tenía como a propi¬
na. En la última construcción yo ganaba ocho soles diarios,
pero sólo recibía una libra a la semana. El resto, me decía, era
por la comida, por la casa, y por las demás cosas...
— Con una libra no podías hacer nada — comentó Maruja.
— ¿Qué cosa, pues?
Con asombrosa rapidez Alejandro había rehecho el mo¬
desto y pacífico concepto que hasta ese momento le merecie¬
ra: volvía a tener presente el agresivo y tenaz muchacho que
observara en el camino y durante el regateo por el precio del
loco, e incluso, considerando ambos aspectos, a los que agre¬
gaba su relato, pensó que ella como mujer no tenía ninguna
posibilidad con él. Sin embargo, supuso impropio mostrar el
desaliento que le producían sus reflexiones, decidiendo en se¬
guida, sin mayor deliberación, proseguir adelante.
— ¿Y con el grupo ganabas plata?
— A veces sí, a veces no, pero con ellos la plata no tiene
mucha importancia. En realidad nos habíamos reunido con el
objeto de pasarla bien, simplemente.
— Pero sin plata no la pueden pasar bien — dijo Maruja.
— Pero trabajando mañana y tarde, todos los días, sería
peor. ¿Te das cuenta?
— Puede ser — dijo, no muy segura—. ¿Con el negro Manuel
conversaste alguna vez sobre sus ideas?
— Sí, esto de hoy día es una idea suya, por ejemplo.
— Entonces, ¿él te dijo que no iba a volver por acá?
— Dijo que tenía otros asuntos...
El recuerdo del negro Manuel no había disminuido en los
ocho meses que transcurrieran desde su intempestiva parti¬
da: su contagiosa alegría, permanente en él, y aquel proce¬
dimiento suyo de examinar personas y cosas valiéndose de los
más inverosímiles ángulos, dándoles la vuelta, conforme
decía, quedaba en ella como una herencia, susceptible de ser
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 55
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— ¿Cómo así?
— Bueno, todo viene de la vez que mi padre me pasó esa
mujer...
Lo interrumpió:
— Pero tú dijiste que eso era mentira...
— En la forma que te lo conté, sí; pero la cosa sucedió de un
modo distinto.
Lo que hasta entonces permanecía inexpugnable, sometido
a la esperanza de obstruir el aniquilamiento, ahora afloraba
dispuesto a la revelación, para oponerse a aquella voz, a aquel
cuerpo empeñado en llevarlo al caos de la prueba.
— Cuéntame, pues — dijo Maruja más por oírse que por ani¬
marlo, pues ya no había problema en ello.
— Yo no le quité la mujer a mi papá... Él me la pasó a mí por
su propio gusto —explicó. Tras la corteza de automatismo,
estaba el hielo del temor, del espanto; no obstante prefería
perecer por segunda vez en una catástrofe renovada, extraída
del pasado, que ensayar el triunfo de su sangre nuevamente,
inmediatamente: en el futuro, en la primera bifurcación del
actual derrotero, esperaba un nuevo cuerpo, al que desde
hacía años venía cargando de obligaciones, proyectos.ven-
ganzas—. Un día, al salir de la construcción, me la presentó.
Yo la conocía de vista, y la noche anterior mi padre había
querido saber si me gustaba. Yo le dije que sí, porque ésa era
la verdad. A la mañana siguiente me citó a la casa de ella, pa¬
ra las ocho de la noche. Fui y, delante suyo, dijo que yo era el
más hombre de sus siete hijos, el más macho. Y se fue, de¬
jándome. Antes de salir me recomendó que no estuviera con
rodeos, que le entrara nomás.
— Tú te fuiste entonces, seguro... —dijo Maruja, imagi¬
nando que de ser cierto, a él le sería arduo contarlo.
— No, me quedé. Al principio pensé que era indispensable
seguir el consejo de mi padre, pero después me dije que muy
bien podía haber estado con una muchacha un rato antes,
y que en seguida no iba a estar con otra.
— ¿Y eso fue todo?
— Yo pensaba que sí, pero cuando llegué a mi casa, mi
padre me preguntó que qué tal me había ido, y yo le dije que
bien. Me preguntó si me había gustado, y yo le dije que sí. Es¬
peraba eso, pero no que me ordenara ir todos los días. "Bueno,
ENRIQUE CONGRAINS
62
diablo y me fui con los del grupo. Por eso dije que yo era un
caso fregado...
Fuera del lavadero, sobre la tapia, las palabras de Alejandro
obtenían ya lo que ese candoroso escenario no lograra: venci¬
da por la miseria física del relato y porque en cierta forma
intuía que eso era más que relato o incidente, para ser la ba¬
se de un vasto e irremediable destino, contra el cual sería irre¬
verente luchar. Maruja pensó que nunca había creído que la
cosa fuese así, y en un instante, completamente decaída y
abrumada, estuvo a punto de decirlo, cuando una recia y
pesada mano cayó sobre la pierna de Alejandro.
Ambos voltearon hacia el camino.
— ¡Fico! — exclamó Alejandro.
— ¿Dónde está? — preguntó Fico.
Durante un compacto borbotón de segundos, Alejandro
quiso eludir la pregunta: pero también en esta oportunidad
saldría impotente para la mentira, para la deformación.
— Allá, en el lavadero — repuso, mirándola a ella.
— Ya está todo arreglado — complementó Maruja.
— ¿Cuánto? — preguntó Fico.
Tuvo la impresión de que el espectacular desarrollo físico
del muchacho había sido logrado a costa de sus propios
huesos y músculos, que no obstante lo generoso de sus pro¬
porciones, aparecían consumidos, dilapidados a causa de un
rápido y tenaz crecimiento.
— ¿Cuánto han dado? — volvió a preguntar.
Alejandro se sobrepuso, pudo.
— Fico es de nuestro grupo — le dijo a Maruja—. y juntos
estuvimos trayendo al tipo. Como ha sido lo más bravo del
mundo traerlo hasta acá, nos turnábamos para descansar
o comer. — Y agregó, cambiando de tono—: Vamos a medias
en el asunto — diciéndolo como si el compartir la ganancia los
nivelara, identificándolos.
El muchacho substituyó la agresividad de su pregunta por
un modo más efectivo:
—A ver los cuatrocientos soles...Es lo más importante de
todo...
— Uno podría pensar que los tipos estos tienen un precio
fyo. así como pueden tener los papeles o trapos que uno
encuentra en los basurales - intentó explicar Alejandro.
64 ENRIQUE CONGRAINS
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IX
— Me da lo mismo — dijo.
— Bueno, vamos — ordenó Pico, tendiéndole una mano para
ayudarla a pararse.
Parada, desprendió su falda del contorno de sus piernas y
su blusa de sus pechos, antes de mirar seriamente sus
gruesos labios, sus húmedos y profundos ojos de caballo, la
intacta, apacible frente.
— No —dijo entonces—, tendría unas veinte razones para
no ir, pero solamente te voy a decir una, una muy práctica.
Lo buscamos, muy bien, y si lo encontramos traerlo de re¬
greso al lavadero, calcula que por lo menos tome unas dos
horas. Dos horas cuando menos, y en este momento la vieja ya
debe estar a punto de echarse a dormir. Y cuando duerme
cierran la entrada del lavadero, sueltan los dos perros que
durante el día están en una caseta, y ya la vieja no se levanta
por nada del mundo. Y mucho menos para darle veinticinco
libras a Alejandro. Si es que piensa dárselas.
Pico puso una mano sobre su hombro y la palmeó alegre¬
mente.
— No importa: de todas maneras lo tendríamos, y así los
muchachos se tranquilizan. ¿Sino, cómo, pues?
— No sé —dijo Maruja caminando alrededor del enorme
Pico— , pero yo no te ayudo a buscarlo.
-¿No?
— No. Anda tú, si quieres. Yo te espero aquí, mientras se me
seca la ropa, y después vamos juntos a buscar a los mucha¬
chos.
El no se movió.
— Entonces..., ¿te quedas? — pronunció con desgano.
-Sí.
Tampoco hizo movimiento alguno.
—Anda, pues —dijo Maruja, exasperada por su falta de
iniciativa—. Apúrate, que ya debe estar por la línea del ferro¬
carril. Yo te espero una hora, una hora y media.
— ¡Por el ferrocarril! ¿Ya? — profirió Pico.
— Sí, cerca de la línea.
— Entonces no podría alcanzarlo: el hijo de puta se ha esca-
padó.
— Con todo, haz la prueba.
— ¿Te parece? - preguntó Pico, en tanto los minutos se¬
guían soplando a favor de Alejandro.
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XIV
XV
XVI
XVII
Pepe se detuvo.
— ¿Y los pomeros?
—Ahora no. Ellos llegan entre cinco y seis de la tarde, tres
veces por semana.
— Entonces, todo está listo — convino Pepe.
Inundada por el color rojo de la ladrillera había decidido el
derrumbe de El Michi, así como en la noche, bajo el tono me¬
tálico de la chaveta, decidiera olvidarse por unos minutos de
su brazo derecho: ahora, entre tanto color verde, ordenaba
con voz clara la rápida extinción del lavadero de la vieja:
— Vamos arriba.
Pepe fue el primero en erguirse por encima del follaje de la
chacrita y desaparecer de un salto al otro lado de la tapia,
cuando ellos cuatro ya maniobraban en pleno aire.
Con su brazo derecho sostenido por su mano izquierda,
cayó en el camino de tierra, y al levantarse vio cómo Pepe de¬
saparecía lavadero adentro, dejando detrás suyo el ruido po¬
tente de sus zapatones.
— ¡En parejas! ¡En parejas!—gritó mientras se precipi¬
taban desordenadamente hacia el lavadero, y de inmediato
tomó la mano de Waldo—. ¡Ustedes por la derecha! — gritó
a Juan y a Andrés, chicoteando el pesado aire que se asenta¬
ba sobre las formas grises y opacas del lavadero.
Hicieron una instantánea cabalgata a través de los espacios
libres del lavadero, y sólo cuando saltaron dos veces por enci¬
ma de su perro muerto, comprendieron que Pepe, no obstan¬
te ser el que había corrido menos, era el que había capturado,
aunque sin verlos, al zambo y a la vieja: sin detener los pies se
reunieron delante de la puerta, junto al compañero satisfecho
de su trabajo.
— Están aquí — dijo Juan.
— Deben estar durmiendo porque no se les oye —repuso
Pepe.
— Golpea la puerta para que se despierten — dijo ella.
— ¿Y para qué queremos que se despierten? —preguntó
Juan con pureza, sin rastros de rebeldía.
Las infranqueables palabras de Juan ahondaron el foso que
hacía molienda bajo sus pies: en algún vericueto de la ronda
con que transitaran el lavadero, había notado que la puerta
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES 179
XVIII
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I
NO UNA, SINO MUCHAS MUERTES
XIX
— No sé — dijo Maruja.
—Tenemos que vemos, como sea, pero tenemos que vemos
— dijo él, perdiéndose entre las moles quietas y redondas que
eran los toneles.
Entonces ella, Mamja, subió a la tapia que avanzaba bor¬
deando el camino, y que moría al pie de los brazos de la
ciudad, y a pleno aire avanzó con la dura compañía de esas
manos acrecentadas que la jomada le había ido labrando in¬
cesantemente.
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INDICE
A propósito de Maruja. 9
Enrique Congrains o la novela salvaje, prólogo de
Mario Vargas Llosa. 13
No una. sino muchas muertes. 21
I . 23
II . 31
III . 39
IV . 49
V . 59
VI . 69
VII . 81
VIII . 91
IX . 101
X . 111
XI . 121
XII . 131
XIII . 141
XIV . 149
XV . 157
XVI . 167
XVII . 177
XVIII . 187
XIX . 197
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