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Creo que al final toda novela histórica habla del tiempo que vive su autor. Por
desgracia, tendemos a repetir las historias una y otra vez, no de manera idéntica, pero lo
suficiente como para poder agarrarnos a los detalles y recrear el resto. Ha sido un arduo
trabajo tener que aceptar que los derechos y las libertades que se adquieren en un
momento dado pueden borrarse de un plumazo, a veces violentamente. Los primeros
años treinta estuvieron llenos de esos avances y luego llegó la guerra.
Uno de los aciertos de la novela es que está narrada en primera persona, lo que
permite conectar rápidamente con su protagonista. ¿Quién es Tina Vallejo?
Tina Vallejo es una chica bien de provincias que siempre ha querido ser bibliotecaria y,
para su sorpresa, tiene permiso de su familia para estudiar en Madrid. Al principio no
sabe nada, está llena de prejuicios e ideas preconcebidas, pero rápidamente conecta con
ese mundo en constante evolución que encuentra de la mano de su amiga Veva. Eso
hace que se termine convirtiendo en una persona ordinaria que toma decisiones
extraordinarias.
Otro de los grandes personajes del libro es precisamente Genoveva Villar, por
cierto el seudónimo que utilizaste para presentar el manuscrito al Premio Azorín…
Los primeros capítulos del libro son un recorrido por la vanguardia que se
respiraba en el Madrid anterior a la guerra, un escenario por el que desfilan
mujeres como María de Maeztu, María Teresa León o María Lejárraga, quienes,
tras años en el olvido, hoy vuelven a resurgir gracias a novelas y documentales
impulsados precisamente por mujeres.
No se puede decir que en los años treinta la mujer tuviera todo solucionado, pero sí que
se consiguieron muchos derechos, como el derecho al voto o el divorcio. Cuando llegó
el franquismo, todo eso desapareció como si nunca hubiera ocurrido, hasta el punto de
que se anularon los divorcios que se habían concedido durante la República, de tal
forma que las mujeres volvían a estar casadas con sus antiguos maridos. Y si una se
había casado con un divorciado, pasaba a ser una adúltera, y sus hijos ilegítimos. No es
de extrañar pues que las mujeres que hicieron algo para mejorar la situación de sus
semejantes o que destacaron en lo intelectual fueran simplemente ignoradas durante
años. Así es como se borra a las personas del relato. A menudo esas personas borradas
son mujeres.
Porque a Lorca le censuraron una obra de teatro y mi libro hablaba de libros censurados.
Encontrar esa historia fue un hallazgo que no podía dejar pasar.
Lo más difícil fue transmitir la idea de que, en tiempos complicados, la cultura peligra y
sólo unos pocos locos maravillosos se dedican a salvaguardarla. Locos maravillosos de
los que nunca nos acordamos, ocupados en el relato bélico. No quería hacer una historia
de guerra, sino de amor a la cultura. El reto era no dejarme arrasar por los datos que
tenía, sino entresacar de ahí debajo la pasión de estos personajes que interpusieron sus
cuerpos entre los libros y las balas.
El cómo se realizó nuestro salvamento fue luego adaptado en guerras posteriores, así
que el paralelismo es acertado. Creo que una adaptación siempre es posible y además es
un regalo, ya que permite asomarse a la interpretación que los lectores han hecho del
texto de forma muy gráfica. De momento yo espero que el libro guste; si lo otro llega,
bienvenido será.
Por último, ¿qué sentiste cuando el presidente del jurado, Juan Eslava Galán, dijo
que La biblioteca de fuego es «una de las mejores novelas de las 29 ediciones del
Premio Azorín»?