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FRANCISCO FRANCO,
discurso del desfile de la Victoria
(19 de mayo de 1939)
MANUEL AZAÑA,
presidente de la Segunda República
Me quedaré con los que no pueden salvarse. Es indudable que facilitaremos la salida de
España a muchos compañeros que deben irse, y que se irán por mar, por tierra o por aire;
pero la gran mayoría, las masas numerosas, esas no podrán salir de aquí, y yo, que he
vivido siempre con los obreros, con ellos seguiré y con ellos me quedo. Lo que sea de ellos
será de mí.
JULIÁN BESTEIRO,
diputado, en una entrevista al periódico socialista La Voz
Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá
encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas cualidades entrañables, la
Patria, el Pan y la Justicia.
Kerri Young era una verdadera cazadora de libros viejos, esos que te
acechan desde sus páginas amarillentas y te suplican que los abras
aunque sea una última vez. Estudió Filología inglesa en la
Universidad de California en Berkeley con la esperanza de
convertirse en editora, aunque en su fuero interno lo que más
deseaba en el mundo era ser escritora.
La joven recorría los últimos metros de la calle Setenta y dos en
Manhattan cuando observó que unos albañiles tiraban libros viejos
en un contenedor. Kerri se quedó petrificada, frunció su pequeña
nariz respingona y reprendió a los obreros. Los hombres se
encogieron de hombros y lanzaron el resto de los ejemplares a los
escombros.
Kerri se remangó la rebeca, se abalanzó sobre el contenedor y
comenzó a examinar los títulos con el propósito de rescatar unos
pocos de aquellos libros de su terrible destino. No tenía espacio libre
en su minúsculo apartamento de Brooklyn, pero podía donarlos a la
biblioteca de la sinagoga principal. Con los dedos ya sucios de
cemento y polvo cogió un pequeño volumen, en cuya portada,
grabada sobre piel de color verde oscuro, se apreciaban los restos
de una decoración con pan de oro. Lo sacudió con el dorso de la
mano y leyó el título en voz alta: LA LIBRERA DE MADRID.
Kerri había viajado a España en una ocasión, pero no llegó a
visitar la capital. Hizo escala en Barcelona y, desde allí, voló hasta
Mallorca, donde pasó unos días de descanso en sus maravillosas
playas.
La joven ojeó el libro y descubrió que había sido publicado en
1964 por una pequeña editorial de Boston. Leyó las primeras líneas
y de inmediato quedó prendada de lo que parecía la autobiografía de
una joven alemana que había abandonado el peligroso Berlín de los
años treinta para fundar una librería en Madrid, en plena Segunda
República española. Rememoró el compromiso de Hemingway, de
los Woolf y de aquella generación perdida que intentó salvar al
mundo de una nueva guerra mundial.
Tomó el metro y no dejó de leer en todo el trayecto. En su
apartamento, se tumbó en la cama y se sumergió de nuevo en la
increíble historia de Bárbara Spiel hasta que las primeras luces del
amanecer asomaron por la ventana.
Tras una ducha rápida se preparó un café largo para llevar y,
apresurada, se dirigió al trabajo, en una editorial de Manhattan. Alice
Rossemberg, su amiga y jefa, tenía que ver aquel libro cuanto antes,
se repetía mientras cruzaba la calle a toda prisa y bebía a pequeños
sorbos del vaso de cartón. La historia de aquella maravillosa mujer
merecía regresar a las estanterías de las librerías de todo el mundo.
Kerri era consciente de que podía inspirar a miles y miles de
personas que desean cambiar la realidad por medio de los libros y
devolver a este turbulento y confuso mundo un poco de cordura y
épica.
Las dos mujeres pasaron aquella mañana de viernes leyendo,
soñando y planeando el futuro de La librera de Madrid. El resto es
simplemente historia.
PRIMERA PARTE
De Madrid al cielo
1
¡No pasarán!
15
La ciudad estaba destrozada por las bombas y los obuses. Junto con
Madrid y Barcelona, fue una de las más castigadas por los
bombardeos de los nacionales. El coronel Ramírez nos contó que la
gente ya no se escondía durante los ataques: se acercaban al mar
para recoger los peces que flotaban muertos en la superficie. Una de
las zonas más golpeadas era el puerto porque querían inutilizar las
instalaciones y los pocos barcos que con cuentagotas salían rumbo a
cualquier lugar.
—Los bombarderos son italianos. Ya han matado a casi un millar
de personas. Muchos se han quedado sin hogar, por no hablar de los
mutilados y los que han perdido la cabeza. Hace menos de cuatro
años, esta era una de las ciudades más alegres de España. No
entiendo qué nos ha pasado.
Lo miré impaciente. Afortunadamente, Juan, desde que me lo
había confesado todo, parecía que volvía a ser él.
—¿Saben quién embarca en cada buque?
El hombre negó con la cabeza.
—Es imposible, no tenemos registros. Apenas sabemos el nombre
de los buques y sus destinos finales —añadió.
—¿Cuántos han salido para América en los últimos días?
El hombre se lo pensó antes de contestar a mi marido.
—Ninguno, de eso estoy seguro. Han zarpado dos para Francia,
uno para Argelia y otro con destino al Marruecos francés, creo.
Aquello no me devolvió la esperanza.
—¿Cuándo sale el próximo barco para América? —le pregunté.
El coronel miró en los listados y después, muy serio, nos contestó:
—En una hora zarpa uno para Cuba. Luego irá a Venezuela y a
Argentina.
—¡Tiene que ser ese! —grité entre emocionada y angustiada.
—En media hora quitarán la pasarela. Deben subir antes y
encontrar a su hijo.
—¿No pueden parar la salida del barco?
—Imposible. Lo siento.
Salimos del despacho, el coronel nos había indicado el número de
amarre. Para nuestra desgracia, se encontraba en la otra punta del
puerto. Logramos llegar doce minutos más tarde. Apenas teníamos
tiempo para subir a bordo, registrarlo a fondo y encontrar a nuestro
hijo.
En la pasarela nos detuvieron dos marineros.
—¿Adónde van? ¿Tienen su pasaje?
Les explicamos lo ocurrido y nos miraron con cierta desconfianza,
únicamente la autorización del coronel los convenció.
—Les ayudaremos, pero en quince minutos quitaremos la pasarela
para iniciar las maniobras de desatraque.
Llegamos a la cubierta principal y no vimos ni rastro de la
miliciana. Después recorrimos las otras dos, más arriba. Tampoco
hubo suerte.
—Quedan cinco minutos —nos anunció uno de los marineros.
Estábamos dispuestos a salir con el barco si era necesario, aunque
los marineros no nos lo hubieran permitido.
—¿Dónde está el pasaje de tercera? —preguntó entonces Juan.
El marinero señaló unas escaleras.
—No les da tiempo, tienen que abandonar el barco —comentó el
otro.
Corrimos hacia las escaleras. Un pasillo nos llevó a una gran sala
con sillas y ventanas que daban al mar. Miramos a todos lados sin
encontrar a la miliciana.
—Tienen que estar a bordo.
—Sí, pero ¿dónde?
Los marineros venían a echarnos del buque cuando reconocí la
silueta de una mujer, de espaldas en uno de los pasillos.
—¡Ana! —grité. Al darse la vuelta, vi a mi hijo en sus brazos.
Corrí hacia ella. La miliciana subió las escaleras en dirección a la
cubierta principal. Juan logró adelantarme, pero, cuando estaba a
punto de alcanzarla, la mujer se acercó a la barandilla del barco y
sacó al niño por la borda. Mi marido se quedó petrificado y levantó
los brazos.
—¡No lo hagas, por favor!
Ana le miró con aquellos ojos fríos y se limitó a lanzar a Jaime al
mar.
37
Nos habían dejado pasar allí todo el día. Por la noche, una
camioneta con material militar se paró en la entrada. Nos
escondieron en la parte trasera del vehículo, detrás de unas cajas. Ni
la policía ni el ejército se atrevía a detener los transportes alemanes,
pero el joven oficial decidió acompañarnos para asegurarse de que
llegaríamos a nuestro destino. No sabíamos en qué estado nos
encontraríamos los caminos. Las carreteras de la provincia de Madrid
estaban muy dañadas por los bombardeos, pero logramos sortear
los socavones. A los lados podían verse los vehículos calcinados que
los militares había retirado para que los transportes llegaran a la
capital. En cuanto superamos la sierra y nos introdujimos en
Segovia, la cosa mejoró un poco. La carretera estaba deteriorada,
aunque el firme aguantaba en la mayor parte.
El niño se mareó varias veces, pero no paramos porque queríamos
llegar a la frontera antes de que anocheciera y la cerraran hasta la
mañana siguiente. Nos gustó contemplar la campiña. Apenas se veía
ganado, pero los campos estaban sembrados y los bosques de
Madrid y Segovia nos confortaron el alma.
Pasamos por Ávila. Su hermosa muralla permanecía intacta. Nos
detuvimos en un pueblo cercano para comer. Habíamos atravesado
tres controles sin problema. A medida que nos adentrábamos en la
zona dominada por los nacionales desde hacía más tiempo, la
presencia militar y policial en las carreteras era cada vez menor.
Comimos con el oficial y el conductor. Nos ofrecieron carne en
lata, salchichas y otras delicias que no habíamos probado durante
años, como la leche condensada. Era delicioso ver el rostro de mi
hijo disfrutando de algo dulce.
Retomamos el viaje, pero al pasar por Ciudad Rodrigo nos detuvo
un control militar de legionarios. El cuerpo de soldados africanos era
uno de los más temidos y al parecer el único que se atrevía a parar
una camioneta de la Legión Cóndor. Nosotros contuvimos la
respiración, no queríamos que nadie nos descubriera.
—Buenas tardes, ¿adónde se dirigen? —preguntó el cabo al oficial.
—Buenas tardes, nos dirigimos a Zamora.
—Esta carretera va a Ciudad Rodrigo y después a Portugal. —El
legionario había adoptado un tono de voz más firme.
—Queríamos conocer la ciudad, nos han dicho que es muy
hermosa.
—¿Están haciendo turismo?
—Regresamos a Alemania en unos días. No sabemos si tendremos
otra oportunidad.
—Haber empezado por ahí. ¿Quieren que los acompañé alguno de
los nuestros? Les puede recomendar dónde cenar.
—No queremos molestar. Además, vamos a cenar en Salamanca.
El oficial le entregó el documento de su superior con la
autorización del viaje y un visado del ejército español.
—Todo está en orden, compañeros. Gracias por lo que habéis
hecho por España. No como esos italianos, que más de una vez
hemos tenido que arreglar sus picias.
—¡Arriba, España! —gritó Müller. El legionario le contestó con el
brazo en alto.
Media hora más tarde ya habíamos dejado atrás Ciudad Rodrigo y
nos aproximábamos al último pueblo español antes de la frontera.
Nos dejaron en la carretera principal, a menos de dos kilómetros.
No querían que los carabineros de la frontera vieran su vehículo.
—Muchas gracias por todo —le dije al oficial y este me dio un
abrazo. Después saludó a Juan y acarició los mofletes del niño.
—Espero que no tengan ningún percance —dijo el alemán en un
pésimo castellano. A continuación, subió a la camioneta y se alejó
por el camino.
Íbamos con tiempo y teníamos los papeles en regla. Nada podía
salir mal.
Llegamos a la frontera unos veinte minutos más tarde. No había
nadie cruzando hacia el lado portugués, pero sí varias personas que
entraban en territorio español. Eran sobre todo portugueses que
traían sus productos a España para venderlos a precio de oro.
De la garita salió un carabinero para visar los pasaportes.
—Buenas tardes. ¿Adónde se dirigen?
—A Lisboa —contesté en español con un mal acento inglés, para
simular que éramos británicos.
—¿Han venido a pie?
—No, un transporte nos dejó a un par de kilómetros.
El hombre debió de entender que aquello era sospechoso porque
entró en la garita y examinó los pasaportes con el suboficial. Al final
salieron los dos.
—¿Son ingleses?
Afirmé con la cabeza. El problema era que Juan tenía cara de
español.
—Bueno, sus pasaportes están en regla, pero el niño no consta en
ningún documento. Podría ser ciudadano español y por ahora nadie
puede salir del territorio. Acabamos de terminar una guerra.
—Lo entiendo, cabo, pero es nuestro hijo.
El hombre se aproximó al niño. El pequeño tenía mis ojos claros.
—Se parece —dijo el carabinero.
—Cállate, Ramón.
El hombre se acercó a mi marido.
—¿Usted es mudo?
—No —contestó escueto.
—No parece inglés.
Juan intentó poner algo de acento mientras decía en español:
—Mis padres eran españoles, yo nací en Londres.
El cabo frunció el ceño. Después volvió a la garita y llamó por
teléfono.
—Tienen que esperar, van a venir unos agentes del SIPM. Tienen
un cuartel en Salamanca. No pueden moverse de aquí hasta que
hablen con ellos.
Eran agentes del servicio de inteligencia del ejército, un cuerpo
represor del franquismo.
—Tenemos un niño pequeño. Nos iremos al pueblo y regresaremos
mañana por la mañana.
El cabo negó con la cabeza.
—No pueden moverse de aquí. ¿Han entendido?
Nos retuvieron más de dos horas. Cuando llegaron los agentes del
SIPM, ya sabíamos que nuestras opciones se habían reducido casi a
la nada.
Los dos hombres vestían con traje, no con las largas gabardinas
de la Gestapo o sus abrigos de cuero. Parecían amables cuando se
presentaron.
—Yo soy el agente Triviño y este es García-Jurado. Sentimos
importunarlos, pero mucha gente está intentando cruzar la frontera
de manera ilegal.
—No se preocupe, agente —le contesté.
—Su acento no parece inglés, más bien alemán.
—He vivido un tiempo en Alemania —le contesté.
—¿Su marido habla español?
—Un poco —le dije, mientras para mis adentros rogaba a Dios que
no le hiciera hablar demasiado.
—Los pasaportes son auténticos, pero el niño tendría que estar
registrado en la embajada de Madrid. No sabemos si es británico o
español. Los niños pertenecen a la nación y no pueden ser sacados
del país —comentó el tal Triviño.
—Entiendo, pero con la guerra nuestra embajada ha estado
cerrada durante mucho tiempo.
—¿De dónde vienen?
Pensé que era mejor decir la verdad.
—De Madrid.
Aquello los puso sobre aviso.
—Queremos que hable su marido.
—No habla bien en español.
El tal García-Jurado comenzó a hablarle en inglés. Mi esposo le
miró sin saber qué decir.
—Este hombre no es inglés. Será mejor que nos acompañen a
Salamanca y que allí nos confiesen su verdadera identidad. Cuanto
más alarguen esta farsa, peor les irá.
Las palabras amenazantes nos hicieron reaccionar de formas
diferentes. Mientras que yo comencé a rogar que nos dejaran cruzar
la frontera, Juan les pidió que me dejaran cruzar a mí con el niño.
—Ella es ciudadana alemana, por favor, deténganme a mí. Todo
esto es por mi culpa.
—Eso lo aclararemos con el cónsul, no se preocupe —dijo Triviño
de forma agradable.
Nos introdujeron en su Citroën negro y nos trasladaron hasta las
oficinas de su cuartel. Primero interrogaron a Juan y más tarde, a
mí. Sabíamos que era inútil ocultar la verdad. Después nos dieron
algo de cenar y nos informaron que al día siguiente regresaríamos a
Madrid para pasar a disposición judicial. Habíamos abierto la caja de
Pandora y en el fondo no había quedado ni la esperanza.
45
Otoño de 1939
TEODORO FLIEDNER
1936
Febrero. El Frente Popular gana las elecciones nacionales y Azaña es nombrado presidente
de España.
Marzo. El partido de ultraderecha Falange Española es prohibido.
Entre marzo y mayo. Disturbios callejeros; huelgas y anarquía generalizada en algunas
regiones de España.
Julio. Levantamientos militares en el Marruecos español y en algunas zonas de la España
continental. El Gobierno disuelve el ejército regular. El 19 de julio llega Franco para tomar
el mando del ejército en Marruecos. Hitler acepta ayudar a los nacionales. Stalin decide
ayudar a los republicanos. Aviones alemanes e italianos transportan por aire al ejército de
Franco hasta la península ibérica.
Agosto. Llegan a España los primeros voluntarios de las Brigadas Internacionales.
Septiembre. Una junta militar nombra a Franco jefe de Estado y comandante en jefe de
las fuerzas armadas de España.
Octubre. Llegan las primeras ayudas de Rusia para los republicanos.
Noviembre. Alemania e Italia reconocen a Franco como jefe del Gobierno español.
1937
Febrero. Los nacionales inician una gran ofensiva contra Madrid. Las Brigadas
Internacionales juegan un papel importante en la resistencia de la ciudad.
Marzo. Batalla de Guadalajara. Los voluntarios italianos son derrotados, lo que conduce a
que Franco abandone cualquier intento de tomar Madrid.
Abril. Guernica es destruida por bombardeos aéreos. Las facciones republicanas en
Barcelona se enfrentan entre sí y debilitan gravemente el orden político y social en la
ciudad.
Junio. Bilbao, una ciudad estratégica, cae en manos de los nacionales.
Agosto. El Vaticano reconoce el régimen de Franco.
1938
Abril. La España republicana queda dividida en dos por el empuje militar de los nacionales.
Franco declara que los republicanos deben rendirse incondicionalmente.
Julio. Inicio del colapso del ejército republicano tras la batalla del Ebro.
Octubre. Las Brigadas Internacionales abandonan España.
1939
Enero. Barcelona cae en manos de Franco.
Febrero. Gran Bretaña y Francia reconocen la legitimidad del gobierno de Franco.
Marzo. Madrid se rinde a Franco.
Abril. Los republicanos se rinden incondicionalmente a Franco.
[1] «La libertad es la vida misma, / pero los humanos han creado las prisiones, / los
reglamentos, las leyes y las convenciones, / el trabajo, la oficina y la casa. / ¿No tengo
razón acaso? Cantemos, pues: / Viejo amigo, la vida es bella / cuando conoces la libertad. /
No esperemos más, vayamos a por ella, / que el aire puro es bueno para la salud. / En
todas partes, si nos lo creemos, / en todas partes podemos reír y cantar, / en todas partes
podemos beber y amar. / ¡Viva, viva la libertad!».
[2] «Abandonad toda esperanza los que aquí entráis».
Mario Escobar
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