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El 22 de agosto de 1920, en Waukegan, Illinois, a orillas del lago Michigan, nacía un niño cuya niñez se

extendería por muchos años: Ray Bradbury. Como suele suceder con muchos de los escritores que dejaron
sus huellas marcadas en la historia de la literatura, nuestro querido Ray fue un ávido lector cuya febril
actividad lo llevó a escribir sus primeros cuentos. Con relatos eclécticos en tema y forma, su gran
rompehielos fue Crónicas marcianas, esa fantástica (en el más amplio y variado sentido del término) serie de
relatos que cuentan los devenires de los primeros seis viajes realizados por los humanos con el fin de
establecer colonias de residentes en el planeta rojo. Ese fue el inicio de un lustro de producciones que pueden
sindicarse como el momento cumbre de su escritura: El hombre ilustrado (1951); Las doradas manzanas del
sol (1953) y El país de Octubre (1955), por el lado de sus compilaciones de cuentos y relatos; y Farenheit
451 (1953); con su lírica distópica, la única producción suya que el autor reconoce dentro del género de la
Ciencia Ficción.

Con la excusa de los 100 años del natalicio de Bradbury, la editorial Libros del Zorro Rojo dio a luz una
bellísima edición de la novela protagonizada por el bombero Guy Montag, cuyo texto es acompañanado por
las estupendas ilustraciones de Ralph Steadman; con explosiones expresionistas, deconstrucciones de las
figuras vivas y un sentido de lo crispado que le aporta un filo muy particular. Y con la noticia de este
lanzamiento, los alcances y los alrededores de la obra icónica del estadounidense volvieron al ruedo de forma
inesperada.

Mi primer contacto con la obra de Ray Bradbury no fue con ninguna de sus dos obras pilares. Fue con el
compilado de cuentos El país de Octubre, editado por Minotauro, editorial tan emblemática de la sci-fi y lo
fantástico como el mentado escritor. Al día de hoy, más de 40 años después de ese primer contacto, hay dos
relatos que quedaron grabados a fuego, si se me permite el chiste elíptico, en la memoria. El pequeño
asesino; un relato de terror cuyo final es un golpe en la boca del estómago; y La guadaña, en la que un
granjero y su herramienta tienen la nada liviana tarea de sesgar la cosecha en la que la muerte inscribe los
nombres de los muertos y las mayores tragedias de la Humanidad, guerras y pestes incluidas. Por entonces,
la circulación de libros no contaba con ningún soporte digital y lo que no había en las librerías de la pequeña
ciudad con alma de pueblo cansino sólo estaba disponible en la biblioteca popular, siempre y cuando no
faltase el ejemplar por haber sido prestado a otro socio; siempre y cuando, al final del préstamo, el socio
anterior hubiera tenido la gentileza de devolverlo.

En ese momento de la vida ya había sufrido algunos desengaños amorosos y el cine francés parecía modelar
algunas de esas angustias en películas que, en trasnoche, podían verse en blanco y negro. Fue así como, de la
mano de François Truffaut, Farenheit 451 llegó a mí. Para quienes el cine del director francés hacía baza en
films como Los 400 golpes, la adaptación de una novela de ficción de ese calibre era algo que no terminaba
de cuadrar en las expectativas. Filmada en 1966, única que Truffaut filmó en idioma inglés y con un guión
muy pegado al texto original de la novela, cosa que no sabía entonces. En el largometraje, Guy Montag, el
protagonista, tiene la fisonomía del actor Oskar Werner que, al momento de la posterior lectura del libro, no
interfirió, como otras coporizaciones de los personajes literarios, en la construcción del cuerpo imaginario
que cada lector les atribuye. Montag es parte de una nueva generación de bomberos que en lugar de apagar
incendios, los provoca; echándole flama a los libros que su empleador, el gobierno, decide destruir de forma
sistemática para suplantar la angustia que provoca la lectura por la felicidad predigerida que se transmite,
todo el tiempo y en todo lugar, a través de pantallas. La acción transcurre en un futuro año 2010; a una
década de distancia de este presente y en una realidad que le ha ido en saga a algunos de los vericuetos
planteados por Bradbury: felicidad instantánea; incorporeidadque se manifiesta a través de diversos
tentáculos virtuales; la destrucción como componente central del bien común; la anestesia social; la sumisión
y la eficacia laboral de la clase trabajadora; la vigilancia, la delación y el castigo extendido al ciudadano
común, al borde de ser un funcionario más de una brutal dictadura. Es en mundo en el que Guy Montag
entra en contacto con Clarisse, una vecina de 19 años, perteneciente a una familia outsider, excluida por
hacer uso del pensamiento crítico. Si bien el bombero está convencido de su trabajo y de las “bondades” que
acarrea, la semilla de la duda está sembrada y, poco tiempo después, encuentra en Clarisse y familia el motor
inmóvil de su propia rebelión. El punto de inflexión es la detención de sus vecinos ,de la que la joven logra
escapar, y el deterioro de la relación entre Montague y su esposa, que se tensa cada vez más: él asumiendo su
ruptura con el statu quo, fundando su propia biblioteca; ella dejándose llevar por la felicidad idiotizada.
Cuando él la pone entre la espada y la pared, ella no duda en denunciarlo. El último trabajo de Guy Montag
como bombero será prenderle fuego a su propia casa y a los que ya había conseguido que fueran sus propios
libros; guardándose uno y huyendo después de reducir a llamas su vida pasada. La huida lo lleva a buscar a
los hombres-libro, esos míticos humanos de los que Clarisse le había hablado; una comunidad en fuga, en la
que cada persona asumía como nombre propio el título del libro que había aprendido de memoria para poder
transmitirlo y, alguna vez, transcribirlo y producir la alquimia de la resurrección del libro; una biblioteca
humana, con ejemplares únicos que podían reproducir, palabra por palabra, desde el Quijote hasta Nadia;
pasando por Lolita, Jean Eyre y Robinson Crusoe. Y con ellos y Clarisse se encontrará el otrora quemador
de libros para comenzar la refundación de la Humanidad; un mundo respetuoso, culto, libre en el que Guy
devendrá Eclesiastés como parte de esa construcción.

Durante la lectura de Farenheit fue inevitable que algunas imágenes de la vida privada volvieran como un
topetazo. Invierno de 1976, Argentina. Mi padre nos anuncia que se ve obligado a exiliarse si quiere
conservar su vida. A los pocos días, subimos a la terraza con los libros que podían ser una sentencia de
desaparición forzada seguida de tortura y muerte y cualquier publicación que se asemejara a ello. Era un
niño, 12 años. El fuego se levantó con voracidad y se fue devorando la pequeña montaña de libros hasta
reducirlo todo a cenizas. Mentiría si dijera que no fue tranquilidad lo que se me instaló en el pecho, al lado
de una tristeza feroz que parecía tener un origen inexplicable. Una sensación de pérdida, de vacío, que
suturaría sus agujeros con lecturas que nos enseñaron a atravesar mares tormentosos, desenterrar tesoros
ocultos, visitar países exóticos, sortear la desgracia que parece inevitable, conquistar el espacio, dominar el
futuro...

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