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Las Bienaventuranzas

Ser Bienaventurado
La bendición de Dios no debe tomarse a la ligera. Pero en nuestros días, las bendiciones se lanzan
de manera tan frívola e indiscriminada que la palabra bendición casi ha perdido su significado. La
gente habla de sentirse bendecida, y de tener un día bendecido o una vida bendecida, cuando todo
va bien y no hay nada demasiado severo molestándoles en ese momento. Escuchamos bendiciones
después de los estornudos, al final de los mensajes de voz, como etiquetas en las publicaciones de
las redes sociales y en las pegatinas de los parachoques.
En los Estados Unidos, la declaración «Dios bendiga a América» solía ser una oración que mostraba
una dependencia humilde, pero ahora suele usarse como una declaración arrogante y presuntuosa de
que Dios nos bendecirá sin importar lo que hagamos como nación. Dios ha bendecido, y Dios
bendice, y oramos para que Dios siga bendiciendo, pero debemos recordar que Sus bendiciones son
cosas serias y que no debemos tratarlas con frivolidad. Dios se toma en serio Su bendición, y
nosotros también deberíamos hacerlo. Dios no bendice a las personas con ligereza y tampoco lo
hace indiscriminadamente; bendice a Su pueblo según Su fiel amor de pacto por nosotros. No todo
el mundo es bendecido o bienaventurado, y la bendición de Dios no debe simplemente asumirse.
Solo aquellos que están en un pacto con Dios son bienaventurados, y solo aquellos que han sido
redimidos por Jesucristo son bienaventurados, porque Él cumplió con la condición mediante Su
vida perfecta y Su muerte expiatoria sustitutiva. Los únicos bienaventurados son aquellos que están
unidos a Cristo por la fe. Como creyentes, somos bienaventurados en Cristo porque Cristo tomó la
maldición del pecado por nosotros y sufrió la ira de Dios en nuestro lugar. Si alguien no está en
Cristo y nunca confía en Cristo, ya está condenado. Sus aparentes bendiciones redundarán en última
instancia para su condenación.
Si estamos verdaderamente en Cristo, nos esforzaremos por mostrar el fruto de Cristo. Si creemos
en el evangelio, nos esforzaremos por caminar de una manera que sea digna del evangelio. Si
tenemos el Espíritu, nos esforzaremos por caminar en el Espíritu. Si amamos a Cristo, nos
esforzaremos por seguir y obedecer a Cristo. Si amamos a Dios, nos esforzaremos por guardar los
mandamientos de Dios. Si somos bienaventurados, nos esforzaremos por poseer y perseguir las
características de las que habla Jesús en las bienaventuranzas, y cuando las demostremos en este
mundo, seremos perseguidos. Pero si somos egocéntricos, de corazón duro, despiadados, divisivos y
arrogantes, entonces no solo no somos bienaventurados, sino que tampoco somos salvos. Pero si las
condiciones y características de las bienaventuranzas son verdaderas para nosotros, somos
bienaventurados y bendecidos. Podemos tener la seguridad de que Jesús es nuestro y nosotros
somos Suyos, y de que nada puede separarnos de la condición presente o eterna de ser
bienaventurados mientras vivimos coram Deo, ante el rostro resplandeciente de nuestro Señor, con
la luz de Su glorioso rostro sobre nosotros.

Ser bendecido
Dios bendiga tu corazón». «Que tengas un día bendecido». «Dios bendiga esta casa». «Digamos
una bendición». Las palabras: bendiga, bendecido y bendición se utilizan bastante en
conversaciones cotidianas. Así que cuando leemos Mateo 5:3-12, el impacto del concepto de una
bienaventuranza o bendición puede perderse en la traducción. ¿Qué tipo de bendiciones vemos en
las bienaventuranzas? ¿Se tratan de principios por los cuales debemos luchar? ¿Son realidades
espirituales que ya son verdaderas? ¿Son ideales inalcanzables? Estas preguntas están
estrechamente relacionadas con la manera en que uno interprete el Sermón del monte (Mt 5 – 7) en
su totalidad.
En cuanto a la pregunta anterior —¿cómo debemos leer el Sermón del monte? — la respuesta es
que el Sermón del monte no presenta un ideal inalcanzable que solo subraya nuestra incapacidad
inherente para cumplir con las demandas del sermón. En cambio, el Sermón del monte presenta un
modelo ético para los discípulos que componen la comunidad mesiánica. El sermón proporciona los
grandes principios que deben guiar a los cristianos en la práctica de la justicia, incluso mientras
seguimos a Aquel que cumple con toda justicia (3:15).
Las bienaventuranzas se encuentran al principio del Sermón del monte dentro de este marco. Como
señaló el teólogo bíblico Geerhardus Vos hace más de un siglo: «Al comienzo [del Sermón del
monte] se encuentran las bienaventuranzas, grabadas en letras doradas en su portal, recordándonos
que Jesús no nos recibe en una escuela de ética, sino en un reino de redención». De modo que para
entender las bendiciones de las bienaventuranzas debemos leer el sermón de Jesús en el contexto de
todo el canon de las Escrituras y del alcance completo de la historia de la redención, pues las
bendiciones de las bienaventuranzas son preeminentemente bendiciones pactuales.
Para comprender el trasfondo bíblico de las bienaventuranzas, primero nos dirigimos al Salmo 1:1-3
Cuán bienaventurado es el hombre que no anda en el consejo de los impíos, ni se detiene en el
camino de los pecadores, ni se sienta en la silla de los escarnecedores, sino que en la ley del
SEÑOR está su deleite, y en su ley medita de día y de noche! Será como árbol firmemente plantado
junto a corrientes de agua, que da su fruto a su tiempo, y su hoja no se marchita; en todo lo que
hace, prospera.
Aquí el bienaventurado, el que florecerá y prosperará en su vida, es el que medita en la ley de Dios.
Además, el término traducido como «bienaventurado» en el Salmo 1:1 en el Antiguo Testamento
griego es el mismo término que se usa en el Nuevo Testamento griego para los bienaventurados de
las bienaventuranzas (makarios). Tanto el Salmo 1 como las bienaventuranzas hablan de la
importancia de la ley de Dios para la vida. Por tanto, hay un énfasis ético en estos dos textos:
conocer y hacer la ley de Dios es ser bendecido.
Obtenemos una imagen más completa de lo que significa ser bendecido o bienaventurado al
observar también las bendiciones de Deuteronomio. Para los lectores del Pentateuco (Génesis-
Deuteronomio), el lenguaje de las bendiciones y las maldiciones suena familiar. De manera
particular, vemos que al final de Deuteronomio los israelitas tienen dos caminos ante ellos: el
camino de la bendición y el camino de la maldición (Dt 26 – 28; ver también 11:26-28). Las
advertencias contra la desobediencia al pacto son claras, al igual que las recompensas por la
obediencia al mismo. Es importante reconocer que Deuteronomio se dirige originalmente al pueblo
del pacto de Dios que ha sido redimido de Egipto (Dt 1 – 4; ver Ex 19:5-6) y que fue instruido en la
obediencia al pacto (Dt 5 – 26; ver Ex 20 – 23). Es en este contexto que leemos al final de
Deuteronomio un versículo que es particularmente relevante para las bienaventuranzas: «Dichoso
tú, Israel. ¿Quién como tú, pueblo salvado por el SEÑOR? Él es escudo de tu ayuda, y espada de tu
gloria. Tus enemigos simularán someterse ante ti, y tú hollarás sus lugares altos» (Dt 33:29). Estas
palabras, que son las últimas palabras registradas de Moisés, hablan de la dicha o bienaventuranza
(makarios) de Israel, el pueblo que Dios rescató de manera única. Así que vemos cómo incluso en
el Antiguo Testamento la obra salvífica de Dios proporciona el contexto adecuado para comprender
lo que significa ser bendecido pactualmente, y muestra que ser bendecido con la salvación también
implica la responsabilidad de vivir de acuerdo con la ley de Dios.
Alineadas con este énfasis del Antiguo Testamento en la prioridad de la acción de Dios en la
redención desde antes de la promulgación de la ley, las bienaventuranzas se encuentran en el
contexto del Evangelio de Mateo, donde vemos que Jesús salva a Su pueblo de sus pecados (Mt
1:21). Aunque la tierra prometida estuvo llena de tinieblas, la venida de Cristo trajo la gran luz de la
salvación para aquellos que moran en la sombra de la muerte (4:14-16). Por tanto, las
bienaventuranzas deben leerse en su contexto más amplio. Antes de llegar al Sermón del monte,
Jesús ya ha sido bautizado, ha vencido al diablo frente a la tentación, ha cumplido las Escrituras de
diversas formas y ha anunciado la inauguración del Reino de los cielos. Es solo después de leer
estos aspectos de la obra de Cristo que se nos presenta la ética del reino en el Sermón del monte. E
incluso aquí, al inicio del sermón, se habla de las bendiciones de los redimidos (5:3-12). Esto no
significa, por supuesto, que no debamos luchar por la visión que se proyecta en las
bienaventuranzas; pero sí significa que la redención precede a vivir según las bienaventuranzas. Por
lo tanto, es a la luz del don de la redención que debemos tener hambre y sed de justicia, ser de
corazones limpios, ser humildes y así sucesivamente. Las bienaventuranzas son a la vez las
bendiciones de los redimidos y el llamado a cómo deberían ser las vidas de los redimidos. Y estas
bendiciones no son abstractas, porque Jesús mismo nos muestra cómo se ven las bienaventuranzas
en la práctica. Por ejemplo, Jesús bendice a los humildes (5:5), y Él mismo es manso y humilde de
corazón (11:29; 21:5). Asimismo, Jesús bendice al misericordioso (5:7), y Él mismo muestra
misericordia (9:27; 15:22; 17:15; 20:30-31; ver Os 6:6). De modo que las bendiciones de los
redimidos también son formas en las que los redimidos reflejan el carácter de su Salvador.
Dicho de otra manera, en el Sermón del monte, y más particularmente en las bienaventuranzas,
vemos la dinámica indicativo-imperativo que es tan importante en la Escritura. El indicativo se
refiere a la gran obra de salvación de Dios para salvar a Su pueblo, y el imperativo se refiere al
llamado a la obediencia a la luz de la obra salvífica de Dios. Esto se puede ver resumidamente en el
Antiguo Testamento, donde el éxodo de Egipto fue seguido por la entrega de los Diez
Mandamientos. Este patrón también se ve en el Sermón del monte, en la forma en que la venida del
Reino de Cristo precede a la entrega de Su ley (ver Mt 4:17), y aún más específicamente en la forma
en que las bienaventuranzas introducen todo el Sermón del monte.
Por todo esto, el Sermón del monte se comprende mejor cuando tomamos en consideración los
muchos paralelismos entre Moisés y Jesús. En Éxodo y Deuteronomio, leemos cómo Moisés subió
a la montaña para recibir la ley de Dios para el pueblo de Dios y cómo intercedió por ellos. De la
misma manera, Jesús proclama el Sermón del monte desde lo alto de una montaña (Mt 5:1) y
también da una ley, aunque habla con Su propia autoridad (vv. 21-48; 7:28-29). Y aunque Moisés
fue un mediador del pacto y un individuo singularmente importante en la historia de Israel (Ex 24:6-
8; 32:32), fue un hombre pecador que no pudo ver el rostro de Dios (33:23) ni hacer la expiación
final por el pueblo. En contraste, Jesús conoce íntimamente a Dios el Padre (Mt 11:25-27) y se
ofrece a Sí mismo como el sacrificio final y perfecto del pacto por Su pueblo (26:28). Moisés sube a
una montaña en oración y refleja la gloria de Dios (Ex 34:29-30); cuando Jesús ora en una montaña,
brilla con Su propia gloria mientras Moisés lo mira con aprobación (Mt 17:1-5; Lc 9:28-36). El
Señor alimentó al pueblo con maná en el desierto por medio de Moisés (Ex 16; ver Jn 6:32); Jesús
alimenta a Su pueblo con Su propio cuerpo (Mt 26:26; ver 14:13-21; 15:32-39; Jn 6:1-14, 32-59).
Jesús es como Moisés, pero es mucho más grande que Moisés. En pocas palabras, el mismo Moisés
se encuentra entre los que reciben las bendiciones de los redimidos (Dt 33:29), mientras que Jesús
redime de manera única a Su pueblo de sus pecados.
Las bienaventuranzas no nos enseñan lo que debemos hacer para ganar el Reino. Las
bienaventuranzas hablan de las bendiciones de los redimidos; se refieren en primer lugar a lo que ya
somos en Cristo. Sin duda, también hablan de esas características espirituales en las que debemos
esforzarnos, por la gracia de Dios, para crecer cada vez más. Así que debido a que en Cristo ya
somos humildes, de limpio corazón, pobres en espíritu y todo lo demás, somos llamados a ser esas
cosas. Aquí no hay ninguna contradicción, pues la dinámica indicativo-imperativo se usa
comúnmente en las Escrituras para referirse a las bendiciones pactuales para los redimidos que
viven según la ley de Dios. El indicativo (lo que somos), fundamenta el imperativo (lo que Dios nos
llama a ser). Esto no es nuevo con Jesús, sino que ya se había establecido desde los días de Moisés.
Bienaventurados los pobres en espíritu
Nuestra familia visitó recientemente el hermoso e imponente Field Museum en Chicago. Su edificio
neoclásico domina el paisaje. Uno puede acercarse a él desde muchos ángulos diferentes, pero solo
hay una entrada. Te puede dar la impresión de que estás cerca de él, pero dependiendo de dónde te
encuentres, es muy probable que estés bastante lejos de la entrada y de los tesoros que contiene.
Las bienaventuranzas presentan la hermosa estructura del carácter de Cristo. No puedes entrar a
conocer y apropiarte de Sus riquezas sin pasar primero por Su bendición para aquellos que son
pobres en espíritu. Si la cuarta bienaventuranza —«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de
justicia, pues ellos serán saciados»— es el centro del edificio, esta bienaventuranza es la entrada.
Debemos entrar vacíos para poder ser llenados.
Ser «pobre en espíritu» significa estar vacío espiritualmente. A menudo nos confunde la palabra
«pobre» porque la asociamos rápidamente con una necesidad material. Pero en las Escrituras,
incluso en el Antiguo Testamento, «pobre» no implica necesariamente pobreza física. A menudo es
un término técnico para aquellos que se dan cuenta de que, en el fondo, necesitan a Dios para todo
lo físico y lo espiritual. Esto es lo que Isaías quiso decir cuando proclamó: «El Espíritu del Señor
omnipotente está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres» (Is
61:1, NVI).
Este trasfondo deja en claro que es el Mesías quien suplirá las necesidades de los «pobres». Simeón
dijo de Jesucristo en Lucas 2:34: «He aquí, este Niño ha sido puesto para la caída y el levantamiento
de muchos». ¿Qué sucede antes del levantamiento? Una caída, la muerte. ¿Qué dijo Jesús? «En
verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo; pero si
muere, produce mucho fruto» (Jn 12:24). Debido a nuestra pobreza espiritual natural, debe haber
una muerte del yo para que podamos ser llenos de Cristo.
Esta bienaventuranza no está promoviendo una humildad falsa, como la del personaje Uriah Heep
de Dickens, quien solía resaltar lo humilde que era. Esa es una humildad que llama la atención
sobre sí misma y, por lo tanto, no es humildad en absoluto. Esta bienaventuranza tampoco requiere
la supresión de nuestra personalidad. No tenemos que salir de este mundo ni cambiar nuestros
nombres para llegar a ser «pobres en espíritu».
Ser pobres en espíritu se trata de que Dios nos conceda una actitud adecuada hacia nosotros mismos
y hacia Él. Necesitamos reconocer nuestra deuda de pecado y, en consecuencia, saber que estamos
en bancarrota ante Dios. Al entender esto acerca de nosotros mismos, clamamos por misericordia al
único que puede borrar nuestra deuda y suplirnos en nuestra bancarrota: clamamos a Dios.
Esto es contrario a gran parte de lo que vemos hoy. El espíritu de nuestra época nos dice que
debemos «expresarnos» y «creer» en nosotros mismos. Nos encanta la independencia, la
autosuficiencia, la autoconfianza y demás. Las verdades contraculturales de las bienaventuranzas
dicen: «Saca el yo para que Dios pueda entrar». Cuando estamos llenos de nosotros mismos, nos
perdemos la bendición de la presencia de Dios. Si siempre estamos llenos de nosotros mismos, ni
siquiera somos cristianos.
Nunca superaremos esta primera bienaventuranza. Es la base para ascender a las demás. Si nos
olvidamos de ella, nos olvidamos de nuestro cristianismo. En Apocalipsis 3:17-18, Jesús le dijo a la
gente de la iglesia en Laodicea que ellos dicen que son ricos, que han prosperado y que no necesitan
nada. Luego les dice que en realidad son «pobres», por lo que deben acudir a Él para comprarle oro
refinado por fuego. Solo así serán verdaderamente ricos, es decir, ricos en Él.
La postura fundamental de esta bienaventuranza se encuentra en el recaudador de impuestos que
aparece en Lucas 18:9-14. El fariseo de esta parábola confió en sí mismo y en sus obras ante Dios.
En contraste, el recaudador de impuestos dijo: «Dios, ten piedad de mí, pecador». La promesa
sigue: «… porque todo el que se ensalza será humillado, pero el que se humilla será ensalzado».
Para entrar en el reino de los cielos y allí estar satisfechos en Cristo, primero debemos ser «pobres
en espíritu».
Bienaventurados los que lloran
Estas preciosas palabras de la segunda bienaventuranza de Jesús —«Bienaventurados los que lloran,
pues ellos serán consolados» (Mt 5:4)— se pronuncian en el contexto de Isaías 61. El profeta
anticipa una época en la que el Siervo sufriente de Dios traería consuelo al pueblo exiliado de Dios:
«El Espíritu del Señor DIOS está sobre mí, porque me ha ungido el SEÑOR para… consolar a todos
los que lloran» (Is 61:1-2; ver también 40:1).
Siete siglos después, la promesa de Isaías se cumplió cuando un jornalero de Nazaret desplegó un
pergamino e inició Su ministerio público (Lc 4:14-21).
En la primera bienaventuranza, Jesús bendice a «los pobres en espíritu» (Mt 5:3), a los que
reconocen su bancarrota moral. Luego añade otro detalle, ya que es posible reconocer nuestra
bancarrota moral (v. 3) sin lamentarnos por ella (v. 4).
Contracultural y Contraintuitiva
Dada la condición humana, la promesa de Jesús de consolar a los que lloran por el pecado
difícilmente podría ser más contraria a nuestra intuición. Dado el espíritu de nuestra época,
difícilmente podría ser más contracultural.
En el Occidente de la modernidad tardía, la gente no se lamenta por el pecado. Nadie lo desaprueba.
No solo se tolera, sino que se celebra. Nuestra sociedad no llora por el pecado; llora por los que
lloran por el pecado.
Sin embargo, nosotros también podemos sucumbir a tendencias similares, ¿no es así? Sin duda, una
de las razones por las que no nos lamentamos por el pecado es que lo subestimamos. Suponemos
que es poco más que una multa de estacionamiento cósmica. Pero el pecado no es trivial; es
traición, una insurrección contra el trono del cielo. Nunca hemos cometido un pecado pequeño
porque nunca hemos ofendido a un Dios pequeño.
Mientras más lamentemos nuestro pecado —tanto individual (Sal 51:1-4; Lc 18:13; 1 Jn 1:9) como
colectivamente (Esd 9:4; Sal 119:136; Stg 5:16)— mayor será el consuelo que recibiremos del
cielo. Si no lo hacemos, perdemos la oportunidad de recibirlo.
Inmersión profunda
Imagina que el 4 de julio te despiertas y ves un mensaje de texto de un amigo: «Reunámonos a las
11:00 a.m. para ver los fuegos artificiales». Pensarías que fue un error tipográfico. ¿Por qué?
Porque los fuegos artificiales no son impresionantes en el cielo del mediodía. De hecho, cuanto más
oscuro esté el cielo, mejor será el espectáculo. De la misma manera, el resplandor de la gracia debe
contraponerse a la negrura del pecado. Como dijo el puritano Thomas Watson: «Hasta que el
pecado no te sepa amargo, Cristo no será dulce para ti».
Para el mundo, el duelo por el pecado es regresivo y constrictivo; para el cristiano, es el camino al
gozo. Imagina las implicaciones. Si Mateo 5:4 es cierto, si Jesús realmente responde a nuestro
arrepentimiento con consuelo y no con condenación, entonces ya no tienes que temerle a quedar
expuesto. Ya no tienes que presentar una versión retocada de ti mismo a los demás pecadores
redimidos. Ya puedes estudiar tu corazón y sondear las profundidades de tu enfermedad sin temor.
Si explorar el pecado te lleva a la parte honda de la piscina, explorar la misericordia te llevará a la
fosa de las Marianas. En el fondo no te espera un agujero negro, sino una roca sólida.
Salvador herido
En el análisis final, el Sermón del monte no puede separarse de su expositor. Jesús oró muchas
veces durante Su encarnación, pero no hizo una oración de confesión ni una sola vez. No tuvo que
hacerlo. Se lamentó por muchos pecados, pero no se lamentó por los Suyos ni una sola vez. No
tenía ninguno.
En última instancia, nuestro consuelo está anclado en la realidad de que Jesús no solo llora por el
pecado; lo conquista. Nos invita a esta visión moral —a este reino trastornado— y luego muere en
nuestro lugar para que podamos entrar en él.
Que Dios sensibilice nuestros corazones para que lamentemos nuestra bancarrota moral y así
podamos maravillarnos más ante Su gracia consoladora.
Bienaventurados los humildes
Cuando se trata de las bienaventuranzas, no es raro que los comentaristas y maestros de la Biblia
interpreten que ser «bienaventurado» significa ser «feliz». La palabra griega traducida como
«bienaventurado» es makarios, y aunque «feliz» es una de las formas en que se puede interpretar,
en el contexto más amplio de las bienaventuranzas, esta interpretación parece no dar en el blanco.
Por un lado, ser feliz es un estado emocional subjetivo, uno que no parece corresponder con los
insultos y la persecución del versículo 11. Además, interpretar makarios como «feliz» lleva al error
de ver las bienaventuranzas como una serie de exhortaciones sobre cómo ser feliz, que no parece ser
lo que Jesús está haciendo aquí. Por el contrario, las bienaventuranzas son una serie de
declaraciones proféticas de lo que Dios concede a quienes recibe en Su reino.
La razón por la que estas características y virtudes se otorgan o se dan es porque los destinatarios no
las poseen naturalmente ni las pueden producir. Más aún, los rasgos de carácter establecidos en las
bienaventuranzas no son lo que aspiramos en nuestro estado caído. Este ciertamente es el caso
de Mateo 5:5: «Bienaventurados los humildes, pues ellos heredarán la tierra». La idea de ganar el
mundo, ya sea como individuos o como nación, es tan antigua como la historia humana, y el espíritu
de los constructores de la torre de Babel resuena a través de todos esos esfuerzos: «Vamos,
edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta los cielos, y hagámonos un
nombre famoso» (Gn 11:4). Este parece ser el objetivo de la humanidad caída, tanto individual
como colectivamente: hacernos un nombre a través de la acumulación, los logros o la expansión de
nuestras fronteras. Y cuando estas cosas son las búsquedas definitorias de una persona o de un
pueblo, el carácter definitorio de esa(s) persona(s) se inclinará hacia la avaricia y la arrogancia.
Así que al analizar Mateo 5:5, notamos que este versículo está conectado a textos como el Salmo
37, donde la ambición implacable de los malhechores por ganar las cosas del mundo se contrasta
con la de los justos que entregan su camino al Señor y confían en Él (Sal 37:5). En los versículos 9-
10, se nos dice que los malhechores serán exterminados. Además, la tierra no se ganará sino que se
heredará (vv. 9, 11, 22 y 34). Y he aquí la ironía: los que van a recibir la tierra por heredad son los
humildes.
Contrario a lo que muchos puedan pensar, la humildad no es debilidad. Tanto en el Salmo 37 como
en las bienaventuranzas, la humildad es mansedumbre y sumisión a Dios. Una vez más, con el
Salmo 37 a la vista, los malvados buscan ganancias a toda costa. En el versículo 14, «han sacado la
espada y entesado el arco, para abatir al afligido y al necesitado», y aunque obtienen cosas que les
darán un placer temporal, solo los humildes, los que se deleitan en el Señor (v. 4), heredarán la
tierra.
Pero esto nos lleva a preguntarnos cómo uno se vuelve humilde. Indiqué anteriormente que las
bienaventuranzas son una serie de declaraciones de lo que Dios otorga a aquellos a quienes Él
recibe en Su reino. De modo que a la luz de Mateo 5:5, Dios da la tierra como herencia. Pero Él
también da humildad. Digo esto basándome en dos cosas. Por un lado, la humildad es una virtud
que Cristo posee en Su humanidad (Mt 11:29), lo que significa que es parte de Su justicia activa, la
cual se nos acredita para nuestra justificación. Pero, por otro lado, la humildad es un fruto del
Espíritu que Él mismo nos lleva a manifestar en nuestra santificación, como nos dice Gálatas 5:23.
Algunas traducciones comienzan ese versículo con «mansedumbre», mientras que otras lo traducen
como «humildad». Pero en general, la descripción del Espíritu en Gálatas 5:22-23 describe la
humildad.
El punto es que la humildad no es natural en nuestro estado caído. Por tanto, en nuestra
justificación, la humildad de Cristo se nos acredita por la fe sola, y en nuestra santificación, el
Espíritu Santo nos está conformando a la imagen de Cristo, la cual incluye Su humildad. Así que la
bendición de esta bienaventuranza es que aquellos que miran a Cristo con fe heredarán la tierra
porque se les ha atribuido Su humildad y se les ha dado el don del Espíritu, quien nos conecta con
Cristo y nos conforma a Su semejanza.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia
Las primeras cuatro bienaventuranzas describen las necesidades de un discípulo. «Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de justicia» es la última de la serie (Mt 5:3-6). Jesús primero dijo:
«Bienaventurados los pobres en espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos» (v. 3). Ser pobre en
espíritu es reconocer nuestra necesidad espiritual y dependencia de Dios (Sal 34:6; Sof 3:12).
Esta bienaventuranza conduce a la segunda. Los pobres en espíritu lloran por su pobreza (Mt 5:4).
Primero lamentan su propio pecado, luego lamentan todo pecado. Este es un duelo bendito, ya que
Dios consolará a los que lloran por el pecado. El Salmo 119:136 dice: «Ríos de lágrimas vierten mis
ojos, porque ellos no guardan tu ley». También Santiago nos llama a lamentarnos. «Limpiad las
manos, pecadores… lamentad y llorad» (Stg 4:8-9).
La segunda bienaventuranza lleva a la tercera: los que conocen su pobreza espiritual y lloran por
ella serán humildes. Ser humilde es lo opuesto a la arrogancia, los celos y la ambición egoísta (2 Co
10:1; Stg 3:13-14; 1 Pe 3:15-16). La humildad contrasta con la autoafirmación que nace del
egoísmo. Debido a que los humildes conocen su pobreza espiritual y se lamentan por ella, se niegan
a exaltarse a sí mismos.
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia» es entonces la bienaventuranza
fundamental (Mt 5:6). Si los discípulos conocen su pecado y debilidad, también le pedirán a Dios
que satisfaga su necesidad de justicia.
«Hambre y sed» es una metáfora que hoy no impacta tanto como en los días de Jesús, cuando la
comida y el agua eran escasos y la gente solía pasar hambre y sed. En nuestra cultura, la comida y el
agua son abundantes, así que no captamos bien la urgencia que Jesús quería comunicar. Las
personas hambrientas y sedientas trabajan ardua y urgentemente para obtener alimentos. Así que
tener hambre y sed de justicia significa que debemos perseguir urgentemente la justicia.
La palabra justicia tiene varias interpretaciones en las Escrituras. Pablo enfatizó la justicia legal que
recibimos a través de la obra expiatoria de Cristo. Eso ciertamente está presente en Mateo. Él llama
a Jesús un «rescate por muchos» (20:28), y describe la expiación misma (27:38-46). Pero en Mateo
5, Jesús describe principalmente la justicia personal de los discípulos, quienes dejan de lado el
asesinato, la ira y el adulterio. Estos dan a los opresores y aman a sus enemigos (vv. 22-48). Los
discípulos sedientos también buscan la misericordia, la pureza y la paz de las próximas
bienaventuranzas (vv. 7-9).
El lenguaje del hambre y la sed es bien conocido en las Escrituras. Dios dice: «Todos los sedientos,
venid a las aguas; y los que no tenéis dinero, venid, comprad y comed… y se deleitará vuestra alma
en la abundancia» (Is 55:1-2). Jesús dice: «… el que a mí viene no tendrá hambre, y el que cree en
mí nunca tendrá sed» (Jn 6:35).
Tener hambre de justicia es anhelar el gobierno de Dios en nuestras vidas (Mt 6:33). Es tener sed de
la Palabra de Dios y de la compañía de los piadosos. En las Escrituras, la justicia tiene varios
aspectos. Primero está la justicia personal, la cual acabamos de enfatizar. Esta hambre nos lleva a
desarraigar nuestro pecado por el poder del Espíritu Santo y a ser más como Jesús. Esto es la
santificación.
Pero dado que nuestra búsqueda de justicia siempre se queda corta, pensamos a continuación en la
justicia de Cristo, otorgada cuando creemos en Él. Esto es la justificación. La justificación confiere
una justicia legal para que los creyentes puedan comparecer ante Dios el Juez en el último día. La
justificación borra todo pecado y toda culpa, sea cual sea nuestro nivel de santificación.
En tercer lugar, los discípulos anhelan la justicia en la sociedad, la purificación de la sociedad por
parte de Dios. El hambre de justicia lleva a los discípulos a promover la causa de Dios en los
negocios, la educación, la política y todas las demás esferas de la vida. Además, anhelamos el
regreso de Jesús, ese día en que Él redimirá la creación y Satanás será derrocado, y en el que la
justicia de Dios cubrirá la tierra.
Querido lector, ¿tienes hambre de justicia? ¿Persigues la santidad? ¿Personalmente? ¿En la
sociedad? ¿O estás satisfecho con unos cuantos momentos de justicia y amor? ¿Tienes una vida
aburrida y rutinaria en la que solo obedeces mecánicamente, donde simplemente encajas y te dejas
llevar mientras los años van pasando como un perezoso día veraniego? Los verdaderos discípulos
anhelan la justicia de Dios y la persiguen. Espero que lo hagas, y así recibas la justicia de nuestro
Señor.
Bienaventurados los misericordiosos
La misericordia es la generosidad, la ternura del corazón y la bondad del alma que nos mueve a
aliviar los sufrimientos de los demás. Es una de las características que distinguen a los hijos de
Dios, porque Dios mismo es «rico en misericordia» (Ef 2:4). Las Escrituras están llenas de
descripciones de la misericordia de Dios, cuyas «misericordias… jamás terminan» (Lm 3:22). Él se
reveló a Moisés como «el SEÑOR, Dios… abundante en misericordia y fidelidad» (Ex 34:6). La
gracia de Dios es la bondad que Él muestra a personas que son culpables y merecen castigo, y Su
misericordia es la bondad que muestra a los que sufren. Es similar a la piedad, y aquellos que son
los «bienaventurados» de Dios se caracterizan por tener un corazón misericordioso hacia aquellos
que sufren y necesitan alivio y consuelo.
¿De dónde surge un corazón misericordioso? Por naturaleza, nuestros corazones generalmente están
absortos en sí mismos y endurecidos hacia los demás. Las necesidades de los que sufren no nos
mueven naturalmente como deberían. Es cierto que algunos que no han experimentado la gracia
salvadora de Dios sienten y expresan una especie de misericordia hacia los demás, pero hay un tipo
de misericordia profunda y permanente que solo la conocen los corazones de los bienaventurados de
Dios.
Si una vida está marcada por un corazón de misericordia profunda y permanente es porque esa
persona ha experimentado la misericordia del nuevo nacimiento. Es «según su gran misericordia»
que Dios «nos ha hecho nacer de nuevo» (1 Pe 1:3). La misericordia salvadora de Dios da a luz a un
pueblo transformado que a su vez refleja esta misericordia hacia los demás. La misericordia
engendra misericordia en los corazones del pueblo de Dios, quienes a su vez reflejan la obra
sobrenatural de Dios en obras de misericordia hacia los demás.
Los hijos de Dios pueden cultivar y desarrollar un corazón misericordioso al reflexionar sobre las
misericordias de Dios. Cuando los hijos de Dios reflexionamos sobre el estado de pecado y miseria
en el que nacimos naturalmente como pecadores, Él nos hace humildes. Y mucho más cuando
reflexionamos sobre las misericordias que Dios ha derramado sobre nosotros por medio de Cristo.
Estábamos en un estado lamentable y Él se apiadó de nosotros. ¿No deberíamos hacer lo mismo con
los demás? «Sed misericordiosos, así como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6:36).
Aquellos que carecen de la misericordia de Dios en sus corazones no pueden esperar recibir la
misericordia de Dios en el último día. Este es el punto de la parábola del siervo despiadado
en Mateo 18:23-35. Después de negarse a mostrar misericordia a su consiervo, el siervo despiadado
fue reprendido por su amo: «¿No deberías tú también haberte compadecido de tu consiervo, así
como yo me compadecí de ti?» (v. 33). Experimentar la misericordia de Dios exige que le
mostremos misericordia a los demás. Los que se caracterizan por ser despiadados demuestran que
no han recibido la misericordia que viene de Cristo en el evangelio.
Aquellos que tienen corazones misericordiosos demuestran que han recibido la misericordia de
Dios. Una vez que las personas experimentan la misericordia de Dios, esa misericordia permanece
sobre ellos para siempre, y mostrarán que la tienen al ser misericordiosos con los demás. La
promesa de misericordia futura —«ellos recibirán misericordia»— es un fundamento seguro para la
bienaventuranza. ¿Qué mayor bendición podría haber que saber que la misericordia de Dios
reposará sobre ti para siempre?
Bienaventurados los de limpio corazón
La pureza marca a todas las culturas de diferentes maneras. Los sociólogos nos dicen que cada tribu
o grupo desarrolla sus propias expectativas con respecto al comportamiento y a las costumbres
sociales. Al hablar de pureza, ni Jesús ni la Biblia se adentran en un territorio extraño o
desconocido. Sin embargo, la forma en que Jesús y todo el testimonio bíblico desentrañan y elogian
el llamado a la pureza resulta sorprendente y distintiva. Hacemos bien en preguntar cómo las
palabras de Mateo 5:8 no solo son paralelas a otras moralidades, sino también cómo rompen el
molde y muestran la singular belleza del evangelio. Esta bienaventuranza, como las demás, no solo
afirma una postura moral o un rasgo de carácter, sino que también la relaciona directamente con un
don específico. En este caso, los «limpios de corazón» son los que «verán a Dios». Consideraremos
dos elementos distintivos que hablan del camino y del premio atestiguado.
Primero, ver a Dios es un regalo del evangelio de Cristo. Moisés conoció el deseo de ver la gloria
de Dios (Ex 33:18), y David oró pidiendo solo una cosa: «… que habite yo en la casa del Señor
todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura del Señor, y para meditar en su templo»
(Sal 27:4). El testimonio bíblico apunta tan claramente al hecho de que Dios nos creó con un anhelo
por Él, que los primeros cristianos hablaron de nuestra gran esperanza como la «visión beatífica» de
Dios. Y el evangelio confirma la promesa de que esta visión de Dios (visio Dei) será concedida
cuando haya pasado lo viejo y finalmente se pueda decir: «He aquí, el tabernáculo de Dios está
entre los hombres, y Él habitará entre ellos y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará entre ellos»
(Ap 21:3). La fuerte voz del trono llama al lector de Apocalipsis a contemplar («¡He aquí!») la
presencia misma de Dios, porque Él estará cerca. En Mateo 17:1-8 aprendemos que es gracias al
mediador, al mismo Jesús, que podemos ver la gloria de Dios. Su obra, tanto para nuestra salvación
como para nuestra transformación, produce la pureza necesaria y también hace que la belleza del
Dios altísimo sea visible (Jn 1:18; 2 Co 4:6). Los que están en Él son los únicos que no tienen razón
alguna para temer por el pecado, y tienen todas las razones para contemplar Su gloria con audacia
(Mt 17:7-8).
En segundo lugar, esta visión muestra la generosidad y la bondad del Dios que nos adopta y quien
es nuestra esperanza y anhelo. El evangelio toma las expectativas típicas de la pureza externa y las
reforma. La pureza demandada conduce a la gloria y la bendición celestiales, no a una mera
aceptación humana o pertenencia social. El evangelio nos da a Dios. Es por esto que el apóstol que
vio a Jesucristo en Su gloria en el camino a Damasco le dijo más adelante a los cristianos de Éfeso
que, por gracia, el Dios que lo tiene todo «lo llena todo en todo» (Ef 1:23) y, por lo tanto, ellos
pueden asumir confiadamente y en oración que serán «llenos hasta la medida de toda la plenitud de
Dios» (3:19). Nuestra salvación involucra nada menos que el regalo de nuestro Salvador. Dios no es
simplemente el autor del evangelio, Dios es el fin del evangelio.
«Los de limpio corazón» son aquellos que ven que hemos sido creados para Dios y que, en última
instancia, ver a Dios es lo único que nos satisface. Los otros dones son buenos, pero este premio es
la mayor bendición. Una faceta crucial del crecimiento en el tipo de pureza visualizada y dada por
Jesús es la sensación insaciable de que no nos deleitaríamos en ningún otro bien o recompensa que
no fuera Su entrega a nosotros. Con David, los «limpios de corazón» pueden decirle al Señor: «Tú
eres mi Señor; ningún bien tengo fuera de ti» (Sal 16:2).
Bienaventurados los que procuran la paz
La mayoría de nosotros queremos paz, pero son muy pocos los que están dispuestos a hacerla. Si
leemos rápidamente las bienaventuranzas, podríamos confundir el procurar la paz con una cualidad
pasiva, una poseída por personas que no se entrometen en asuntos ajenos. Su virtud se encuentra
principalmente en evitar conflictos. Pero esa ciertamente no es la enseñanza que pretendía Jesús. Un
pacificador no evita los conflictos. Un pacificador decide involucrarse en un conflicto, no para
inflamarlo sino para resolverlo. Un pacificador es alguien cuya postura es principalmente activa;
alguien implacable en la búsqueda de la justicia, la armonía, el arrepentimiento y la reconciliación.
La vida de Jesús, el pacificador por excelencia, revela cuán difícil y peligrosa suele ser esta obra.
¿Quiénes son estos pacificadores entre nosotros hoy, y cómo podemos unirnos a esta bendita labor?
La pacificación imaginada y encarnada por Cristo tiene dos orientaciones: hacia Dios y hacia el
hombre. Siguiendo los pasos de su Amo, los ciudadanos del Reino de Cristo están llamados a
trabajar con ambos objetivos en mente. En pocas palabras, los pacificadores son aquellos que
proclaman y aplican el evangelio en el evangelismo y en la resolución de conflictos. Si queremos
unirnos a sus filas, debemos perfeccionar nuestra habilidad para aplicar las buenas nuevas a cada
situación de conflicto.
Para tener éxito en este esfuerzo, debemos operar desde un lugar de paz personal y reconciliación
con Dios. El pacificador solo puede esforzarse por llevar la paz a los demás si posee este don que
recibimos por gracia. Al probar y ver que Dios es bueno, descubren que el mayor deseo de su
corazón es que los demás disfruten de la paz con Dios y con quienes los rodean.
Las palabras de Cristo son una amonestación para aquellos a quienes nos anima la idea de un debate
teológico, pero nos aburre pensar en la reconciliación personal. Jesús ciertamente advirtió que Su
verdad traería conflictos, pero el corazón de Su misión era pacificar. Si hemos encontrado la paz
con Dios, la búsqueda de la paz con los demás y para los demás también debería ser un objetivo
central para nosotros.
Este no es un trabajo que podamos hacer en nuestras propias fuerzas. La paz solo puede florecer en
corazones que han experimentado un cambio profundo y duradero. La gracia gratuita e inmerecida
que aseguró nuestra paz con Dios es la misma gracia que produce paz en los corazones de los
demás. Recuerda esto cuando estés afligido por conflictos entre tus seres queridos y Dios, o entre
los miembros de tu iglesia y comunidad. Lo que se necesita es gracia. Cubre tus esfuerzos
pacificadores con oración. Pídele a Dios que honre tu obra imperfecta por amor al Hijo, quien es
supremamente fiel.
La asombrosa bendición que se le promete a los pacificadores es que serán hijos de Dios. En el
capítulo tres del Evangelio de Mateo, fuimos testigos del bautismo de Jesús, durante el cual Dios
proclamó desde el cielo: «Este es mi Hijo amado». Ahora Jesús ofrece un título muy similar a los
ciudadanos de Su Reino. Qué incentivo. Procurar la paz es difícil, pero trae bendición.
Enraizados firmemente en la paz que Cristo procuró, los pacificadores de hoy deben ver Su vida
como un modelo. Su pacificación llevó a que los líderes religiosos lo odiaran y a que su familia se
burlara de Él. Su pacificación lo llevó a un jardín, no para un reposo tranquilo, sino para una lucha
de medianoche; no para un refrigerio agradable, sino para una copa rebosante de ira omnipotente.
Su pacificación lo llevó a la cruz. Lo llevó a las tinieblas de afuera.
También le concedió una corona, un trono y un pueblo de cada tribu, lengua y nación. Esta es la
porción de los pacificadores. Sus cuerpos están marcados y han sido despreciados, pero su cosecha
es abundante y su título no es motivo de vergüenza. Serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados aquellos que han sido perseguidos por causa de la justicia
Las bienaventuranzas comienzan con actitudes hacia Dios —pobreza espiritual, llanto, humildad y
hambre— y luego tienen que ver con nuestras actitudes hacia los demás —misericordia, pureza y
pacificación—, concluyendo en Mateo 5:10 con la realidad inevitable de la persecución y los
insultos (ver también Mt 10:22; Jn 15:20). Pero esta inevitabilidad desagradable lleva consigo una
promesa de participación en la vida divina, pues de eso se trata la verdadera bienaventuranza: de la
comunión con el Dios «bendito» (1 Tim 1:11; 6:15; Tit 2:13).
El sufrimiento que aquí se describe no tiene que ver con los espinos y los cardos de la caída en
general (Rom 8:18-25); tampoco es persecución debido a la hipocresía, la actitud crítica o la
necedad. Definitivamente no se trata del delirio de persecución que tiene más que ver con la política
de identidad que con el costo del discipulado. No nos atrevemos a trivializar la persecución de esa
manera cuando hay hermanos que están siendo encarcelados por regímenes opresores y muriendo a
manos de extremistas. Este sufrimiento que trae bendición es por causa de la justicia, una
persecución por hacer la voluntad de nuestro Amo. Para recibir la promesa de esta bienaventuranza,
la persecución debe ser por hacer Su santa voluntad (1 Pe 3:8-17). Solo así será nuestro el «reino de
los cielos». La frase de Mateo, sinónimo del «reino de Dios», es su manera de recordarnos que el
gobierno justo de Dios (en los cielos) no es el camino del hombre (Is 55:9). Aquellos que son
perseguidos por causa de la justicia están obedeciendo a Dios en medio de un mundo que no los
respeta e incluso los rechazará. La persecución puede ser violenta y extrema, pero hay formas más
sutiles como la burla, el desprecio, la marginación y la exclusión.
Esta bienaventuranza de Cristo nos ayuda de varias maneras. En primer lugar, es nuestra. Cuando
somos perseguidos por causa de la justicia y nos preguntamos si vale la pena, podemos permanecer
firmes en que el Reino de los cielos es nuestro. En segundo lugar, es una fuente de gozo porque en
ella nos identificamos con nuestro Señor (Mt 10:25; Hch 5:41). En tercer lugar, es una señal que
nos guía por el camino de Jesús. El camino de la cruz no es una electiva en la escuela de Cristo ( Mt
10:24-25). No hay otro camino a la vida excepto el camino cruciforme. Cuarto, nos invita a
evaluarnos cuando no estamos experimentando persecución. Todos los que vivan una vida piadosa
serán perseguidos (2 Ti 2:12). Debemos dudar de nosotros mismos cuando el mundo solo tiene
cosas buenas que decir sobre nosotros (Lc 6:26). La ausencia de persecución podría deberse a que
encajamos demasiado bien en el mundo. Como dijo Dietrich Bonhoeffer, podría significar que
hemos cambiado el discipulado por la ciudadanía.
Finalmente, la persecución da testimonio de nuestra unión con Cristo. En Filipenses 3:8-11, Pablo
relata cómo el perseguidor se convirtió en perseguido, y aunque perdió todo lo que una vez tuvo en
gran estima, ganó a Cristo y la justicia que viene por la fe (v. 9). El propósito u objetivo de contar
todo lo demás como pérdida es conocer a Cristo y el poder de la resurrección de Cristo junto con la
participación en los sufrimientos de Cristo, porque si queremos ser partícipes de Su vida es
necesario llegar a ser como Él en Su muerte. La unión con Cristo significa participar en todas las
cosas que son de Cristo, incluyendo el rechazo, la injuria y la persecución que Él sufrió. Si sufrimos
con Él, el Reino de los cielos es verdaderamente nuestro. Y con este conocimiento, podremos
perseverar con gozo en las pruebas y responder a nuestros perseguidores con una bendición (Stg
5:1; 1 Pe 3:9).

Bienaventurados seréis cuando os insulten


El enojo desfiguraba el rostro del profesor mientras me gritaba y sacudía en mi cara el papel
rasgado que tenía en el puño. Me acusaba de acosar y agredir a estudiantes universitarios. ¿Qué acto
atroz había cometido? Había colocado correctamente un letrero aprobado en un tablero de anuncios,
una comunicación sobre un evento evangelístico patrocinado por el ministerio estudiantil al que
pertenecía. Me quedé atónito. Nunca había sido objeto de acusaciones tan duras.
Al principio quería esconderme. Entonces recordé que en última instancia el pleito de este hombre
no era conmigo, sino con Cristo. Mientras me alejaba, sentía un gozo leve porque de una manera
muy pequeña pude regocijarme en el sufrimiento a causa de Aquel que sufrió por mí. La
bienaventuranza final de Jesús nos dice que, si bien ser insultado es una parte difícil de una vida
fiel, también es motivo de gran gozo.
Hay un cambio de enfoque sutil en esta última bienaventuranza. Todas las bienaventuranzas
anteriores estaban dirigidas a personas con ciertos rasgos: bienaventurados los pobres en espíritu,
los humildes o los que procuran la paz. Pero esta bienaventuranza final está escrita en segunda
persona: «Bienaventurados seréis…». Ahora Jesús está diciéndole a Sus seguidores que esto es lo
que nos va a pasar. Nos van a insultar. Nos van a perseguir. Dirán toda clase de falsedades
perversas contra nosotros. Seremos agredidos verbalmente, acosados físicamente y difamados a
causa de Cristo. Y cuando esto sucede, somos bendecidos.
Ser insultado, perseguido o acusado falsamente puede no parecer una vía de bendición, pero hay al
menos tres razones por las cuales debemos regocijarnos cuando somos perseguidos. Primero,
debemos regocijarnos porque tenemos el privilegio de participar en los sufrimientos de Cristo. «Si
el mundo os odia, sabéis que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el
mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí de entre el mundo, por
eso el mundo os odia» (Jn 15:18-19). Si somos insultados a causa de Cristo, entonces
regocijémonos porque esto es una señal de que estamos en Cristo.
En segundo lugar, debemos regocijarnos porque soportar fielmente la persecución nos da una razón
para ser contados entre los héroes de la fe que nos han precedido. Jesús le recuerda a Sus discípulos
que ellos no son los primeros en sufrir persecución: «… así persiguieron a los profetas que fueron
antes de vosotros» (Mt 5:12). No solo participamos como personas que están en Cristo, sino que de
alguna manera somos contados con todos los santos que han sufrido persecución por causa de
Cristo. Cuando nos insultan por proclamar la verdad de Dios, somos contados entre ese grupo
noble. Nuestra perspectiva cambia cuando miramos las vidas de aquellos que resistieron fielmente.
Podemos renunciar a la «aflicción leve y pasajera» a cambio de «un eterno peso de gloria que
sobrepasa toda comparación» (2 Co 4:17). Podemos regocijarnos porque el insulto del hombre se
convierte en alabanza de Cristo. El deshonor se convierte en gloria. El reproche se convierte en
bendición.
En tercer lugar, podemos regocijarnos porque, al ser insultados, se nos promete una gran
recompensa en el cielo. Los detalles de esa recompensa no se revelan completamente, pero
podemos estar seguros de que Dios sabe cómo dar buenas dádivas (Mt 7:11). Aunque
experimentamos bendiciones de la gracia de Dios en esta vida, se nos dice que debemos enfocarnos
en la recompensa que recibiremos en el cielo. Y debemos confiar en que las recompensas de Dios
superarán con creces la persecución que soportamos aquí.

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