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El documento describe las memorias del autor sobre vivir en dos casas distintas durante su infancia. Primero vivía en una casa pequeña cerca de una avenida transitada en Aguascalientes, México. Luego, su familia se mudó a una casa más grande en la colonia Cordillera de los Alpes. La nueva casa tenía escaleras de piedra que conducían a una puerta de madera con detalles tallados y una sala amplia con tres sofás de diferentes tamaños.
El documento describe las memorias del autor sobre vivir en dos casas distintas durante su infancia. Primero vivía en una casa pequeña cerca de una avenida transitada en Aguascalientes, México. Luego, su familia se mudó a una casa más grande en la colonia Cordillera de los Alpes. La nueva casa tenía escaleras de piedra que conducían a una puerta de madera con detalles tallados y una sala amplia con tres sofás de diferentes tamaños.
El documento describe las memorias del autor sobre vivir en dos casas distintas durante su infancia. Primero vivía en una casa pequeña cerca de una avenida transitada en Aguascalientes, México. Luego, su familia se mudó a una casa más grande en la colonia Cordillera de los Alpes. La nueva casa tenía escaleras de piedra que conducían a una puerta de madera con detalles tallados y una sala amplia con tres sofás de diferentes tamaños.
Ags. Un paso al frente de la puerta, ya te encontrabas en una avenida, donde los carros zumbaban y al correr a un costado tuyo el sonido se iba difuminando con el viento. Tenía 3 años, mi mamá me tomaba de la mano para cruzar, el trecho era de varios carriles, como 4. Al pisar la franja amarilla, ya estábamos a salvo de los vehículos, pero todavía había que atravesar otros más, aunque estacionados. Conforme nos acercábamos, una puerta de cristal se hacía se hacía cada vez más alta. Me preguntaba porque si ya estábamos a unos cuantos centímetros de estamparnos, mi mamá no se detenía, yo solamente cerraba los ojos y sentía, como las puertas se rebanaban a la mitad para permitirnos el paso. Me asombraba la precisión cuando se desplazaba como si predijera lo que íbamos a hacer. Al abrir mis ojos, aparecía en un lugar inmenso. Al bajar mi mirada podía verme a detalle en el piso, como la fidelidad de un espejo. Una hilera interminable de barras que sostenían cuadros bromosos, con teclas de todas las dimensiones y formas, que eran oprimidos esquizofrénicamente por jóvenes que usaban un mismo uniforme. Las cintas arrastraban todo lo que tenía en mi casa: cereales, galletas, leche, pan dulce, toda clase de cosas domésticas. Varias personas pasean en compañía de una canasta rígida, cuyas cavidades eran ventanas donde se podía entrever una pila de cosas sobre otra; con ruedas que patinaban sobre el reluciente azulejo. Todo estaba fuera de mi alcance, mi madre pasaba las manzanas rojas sobre mi cabeza, para dejarlas caer en las famosas canastas. Recorremos estrechos pasillos serpenteando de un lado a otro, repitiéndolo como 6 veces. Hasta que se dirige en esas barras, unos postes soportan letreros que sobresaltan números, de color naranja. Mientras, mi madre vacía el carrito para saturar la cinta. Me entretenía viendo las copas metálicas que escondían un haz diminuto de color amarillo, que colgaban una lámina que se pierde en el horizonte. Al salir, sentía cómo la ventisca de aire fresco nos perseguía, pero al momento de abatir las puertas, el aire era succionado para que se quedase adentro. Sentía eterno el camino de concreto para llegar a casa, a pesar de estar separados solo por una avenida. Cargando las bolsas de plástico que con el paso del tiempo, las ligaduras me comenzaban a estrangular los dedos. Al subir la mirada, el sol me calaba hasta que un poste alto cargaba un enuncio naranja, con un pelícano dibujado en medio que lo tapaba. Ya llegamos a casa, ¡al fin! , exclamaba en mi mente. Era tan blanca que se confundía con las nubes, contrastando con el cielo azul, despejado. Dos ventanas yacían de ambos extremos, mas no podía verse nada a través de ellas, debido a que una cortina densa de tela obstruía la vista. Era pequeña, no se ocupaban más de 10 pasos para alcanzar recorrer su anchura. Una reja blanca, de solera que se arqueaban formando orzuelas a lo largo de su área, donde albergaban polvo que desprendían los autos del asfalto, y en las lluvias servía de montaña rusa para que las gotas terminaran estrellándose en la banqueta. Su terminación era imperfecta, se podía apreciar cómo la pintura se craqueaba, levantándose ligeramente, como escamas de un reptil, que mudan de piel, para estrenar una nueva. Un color cobrizo estaba por salir. Me confundía ver cómo mi madre, entre un abanico de llaves, abría 4 candados que se aferraban a la reja, ¿cómo podía distinguir una de otra? Nunca la vi equivocarse. "Pudo haber sido una buena escapista", vacilaba en mi mente. Una vez desbloqueados, al deslizar la reja, emitía un crujir chirriante que se amplificaba cada vez que se abría más. Ella cerraba los candados con un golpe contundente. Ahora nos encontramos en un pasillo en el que la reja me empujaba hacia adelante, mientras que mi pecho era presionado por la puerta. Con dificultad, más sin perder la agilidad, un par de llaves abría otros cerrojos que estaban anclados a una puerta de madera, las yemas de mis dedos se arrastraban en lo terso de su textura. Las dejaba recorrer hacia donde las relieves me indicaban, un conjunto de escalones que se sumían delicadamente, curvas que retornaban a otro sentido, admirando el veteado, creando sinuosidades que la decoraban, sin necesidad de un ornamento extra. Mi madre gira la perilla. Una cinta engomada que se encontraba en la base, barría la circunferencia que trazaba la puerta. Ya más de allá, el recuerdo termina. "Era de un piso, y no había patio, eran paredes frente a más paredes", mencionó ella. Era de las pocas casas que quedaron después de haber abierto la tienda de autoservicio "Comercial Mexicana". "Estaba próximamente a convertirse en un sector comercial, colapsando residencias que estorbaban su crecimiento", recuerda. Era muy pequeña, mis memorias eran vagas. Solo tengo muy presente, que siempre era cálido, el Sol salía todos los días sin excepción, cruzando por aquella avenida para hacer el mandado. Ni siquiera recuerdo el día de la mudanza. Por cuestiones del trabajo de mi padre, rentamos en otra parte. Una colonia llamada "Cordillera de los Alpes", ahí es donde nos cambiamos. Era una casa muy grande, una hilera de flechas escoltaban la entrada. Un terso musgo tapizaba el preliminar que dividía la puerta de la reja. Al abrir la primer reja, permitía el paso a unos escalones bajos, pero profundos. La suela de mis zapatos contaba las piedras chicas, lisas, de variedad de todos tamaños y colores, que se encontraban incrustados en un concreto rugoso puntiagudo de color ladrillo, con una tonalidad rosada. Una fila de macetas grandes, de piedra, teniendo talladas olas que formaban crestas a lo largo de su diámetro. Posicionadas en cada escalón. Unos mechones salvajes sobresaltan de la maceta, de color verde intenso, que eran suaves al tacto como el cuero. Era común verlas brincando como resortes mientras había viento o lluvia. Unos pinos altos, espigados, finos como la brocha de un pincel, cubrían la banqueta. Una barra de arbustos, cortados como un prisma cuadrangular, mientras unas flores magenta resaltan entre lo verdoso. El conjunto decoran la base de dos ventanas, que se dividían simétricamente en 4. Un acabado esmaltado tipo sandblast cubre la parte central de cada recuadro, dejando un margen transparente de dos pulgadas en cada lado. Una línea dorada delimita los cuadrantes, como el eje de un plano cartesiano. Ambas están ubicadas a la derecha. Toda la estructura era de ladrillo, del mismo tono que las escaleras. Para mí, era una casa, inspirada en un castillo, o como las casas cottage de una villa francesa. El techo, inclinado formando una "V" invertida, esta recubierto de una teja de barro, de color semejante a la cantera. Las tejas tenían una relieve, del lado izquierdo sobresalía una curva como una colina, que decrecía hasta invertirse la curva hacia abajo. "Era la silueta de una pestaña", pensaba yo. Me gustaba que en su conjunto, formaba una textura única, una ola seguida de otra, como el mar empujado por el viento. Una vez de haber terminado las escaleras. Estamos frente a una puerta sólida, de madera, tonalidad caoba. Un barniz brillante le da luminosidad y alisaba su superficie. Rectángulos que se encierran hacia adentro, enmarcan la entrada. Tres círculos relucientes, posicionados como un semáforo, se encuentran a la mitad de la puerta. Se encargan de resguardar el interior de la casa. Mi papá inserta una llave, que se sume del metal dorado. Ocurre los mismo con las otras dos. El sonido de una barra deslizándose se hace presente. Gira suavemente la chapa, un sutil crujir de aleja conforme se arrastra la puerta hacia atrás. Al entrar, se pisa una lámina de chapa de madera. Mi papá deja caer las llaves sobre un buró que está a la izquierda. Encima de él, un dental con forma de medallón lo lleva como corona. Se desliza un espejo a punto de tocar el piso. Un marco igualmente de madera que rodea su contorno. Dos veladoras en forma de cúpula, color ámbar, están dentro de un recipiente verde esmeralda que tiene tallado enredaderas que aprietan su diámetro, escoltan ambos extremos. La escultura de una mujer, de una silueta curvilínea que se arquea ligeramente hacia adelante. Sin rostro, de piel café intenso con luces amarillentas, tiene una textura lisa, encerada, abrillantada. De peinado, una trenza hacia atrás, ébano, parecida a la espiga de un trigo se prolonga hasta el lumbar. Sus delgados brazos cruzan por su pecho. Porta un vestido, de corte sirena, de color esmeralda muy oscuro, que desnuda toda su espalda y hombros, cuya cola se extiende hasta arrastrarlo en el piso. Su textura es rugoso, irregular, que dejaba una capa encerada en la yema de tu dedo. Está parada en el buró, admirándose en el espejo. Del lado izquierdo, unas escaleras que se sumen, dirigiéndote a la sala, interrumpiendo la chapa de madera por un azulejo marmolado. Un cuadrado perfecto es el centro de mesa, libre de todo ornamentos. Con veteados más oscuros se esparcen en el fondo de chocolate. Tres sofás, recargados en cada pared que encierra la sala. De tapizado color hueso, con bordados de trazos abstractos, que rodea los acolchonados asientos y respaldos. Los descansabrazos, forman un círculo perfecto. Un molde de madera marrón amargo, decora la base, mientras cuatro patas que se arquean hacia abajo sostienen los bromosos muebles. Una tiara de caoba decora el respaldo. Detalles tallados de plumas que se bifurcan se trepan a lo alto de los descansabrazos. La única diferencia entre ellas, es su tamaño, mientras uno es para que se sienta una sola persona, la otra es para una pareja, siendo la última, con una capacidad de 3. Dos cojines rígidos cuadrados con terminación arqueada; colchón que se hunde en un botón blanco cocido en el centro descansan sobre los brazos de cada sofá. Más acogedor, no puede ser. La pared que da frente al espejo del buró, está colgado un cuadro que cubre la mayor parte del muro blanco. Una mano que toca ligeramente el de otro. Ese fragmento crucial es extraído del cuadro de Michelangelo "La creación de Adán", cuya original se encuentra en la Bóveda de la Capilla Sixtina. De la pared derecha, un cuadro pero más pequeños, ilustra dos ángeles, niños de apenas 4 años, de cabellos rubios y rizados, acompañados de un par de alas pequeñas, emplumadas, parecidas al de una mariposa. Están recargados sobre un balcón de concreto, recargando su cabeza sobre sus manos, mirando hacia arriba, sin saber exactamente qué. Sus gestos, permanecen pensativos, contemplando algo que solo el pintor sabrá. De fondo unas nubes esponjosas que tapan el cielo. Todo pintado en tonalidades sepia. "Los Querubines" de Raffaello, es la pintura que acompaña al de Michelangelo. Ya que, mi mamá tiene una fascinación por los ángeles. Igual aprovecha cada columna para colgar querubines de cera, de tonos sepias, cargando con un arpa pequeña. Dos mesas altas permanecen junto al sofá grande, donde dos lámparas, de solera, pintado de chocolate, forman trazos orgánicos; cuya pantalla de color beige, que empieza por una línea recta se va abriendo ligeramente como un vestido, filtrando la luz, dando como resultado un haz dorado. Del lado restante, el muro se abre a unos cuantos centímetros por encima del sofá para dar vista al comedor. El comedor, una mesa rectangular con terminaciones redondeadas, está cubierta por 3 tapetes angostos de encaje blanco, con flores de tono rosa palo bordados en el centro. Sobre ellos, un par de candelabros de mano, hechos de tubos muy finos que dibujan forman complejas, de color marfil. Sus brazos cargan varios recipientes metálicos en varias alturas, donde reposan velas espigadas, muy altas, completamente lisas. 8 sillas rodean la mesa, sin descansabrazos más que los dos que se encuentran en los redondeos de la magna mesa, de tapicería clara, con los mismos bordados que los de la sala. El respaldo caoba, que parte de un mechón que cae libremente hasta formar parte de la pata, detalles de la época victoria se imprimen en la ebanistería. Al fondo, un mueble cuyos vértices se pierden en un profundo redondeo, abarca lo ancho del cuarto. Un par de repisas se encuentran dentro de una vitrina. Puertas cristalinas, con agarraderas de metal dorado protegen las piezas de frágiles. Un par de copas de vino, esculturas de barro de mujeres portando ropa típica de Colombia, un obsequio por parte de mi tía Marisa, quien vivió en Bogotá hace varios años atrás. Vasos, una escultura a escala del pájaro que recibe a los visitantes del Museo MARCO, en Monterrey, de cristal cortado, también un regalo por parte de los de Vitro. Unas tazas de porcelana, con franjas de los colores de la bandera colombiana, contrastan con la transparencia de los demás objetos. La luz, entra completamente por ese cuarto, a través de un ventanal que sustituye la pared derecha. Se contempla un pasto verde, siempre fresco, recién cortado, que al pisar descalza sentía un masaje como las cerdas de un cepillo. Florecían muchas nochebuenas, a pesar de ser pleno verano. Enredaderas que escalaban el exterior de ladrillo, y pedazos de musgos que toman un lugar entre las cavidades. El primer piso termina con la cocina, un espacio reducido. Una alacena de madera de pino, rústica, sin ningún acabado, de terminaciones nada lujosas como los demás. Ahí se almacenaban los cubiertos, platos, cacerolas, ollas, cualquier utensilio de cocina. El refrigerador, marca Whirlpool, de color beige, ancho y de solo una puerta abatible. Un collage de mis primeros dibujos, pinturas, huellas de mis pies y manos plasmadas en un papel blanco, estaban sujetos por imanes. Escondido en una esquina, una puerta deslizable que alcanza el techo, de madera oscura. Cubierto de mis trabajos escolares de preescolar, pegados por largos pedazos de masking tape, en cada esquina. Una mesa redonda, para 4 personas, de chapa de madera dejando entrever las migajas del aglomerado en los contornos, una cinta gruesa de caucho negro cubre el perímetro. Debajo de la mesa, parten dos perfiles tubulares, de marrón tornasol, con venas doradas escarchadas en su superficie. Estas se doblan hasta quedar paralelas al piso. 4 sillas de media luna, igualmente de perfil tubulares. Los asientos de madera, cubierta de tela que encierra la esponja que acolchona. Pasando por el segundo piso, el pasillo de las escaleras. Una ventana alargada que traspasa la luz del Sol. Una mujer, anciana, hincada, que arrastra sus labios a la mandíbula, de tez morena, con un rebozo que cubre su cabeza, una túnica esmeralda casi llegando a negro, hecha de barro, se queda mirando hacia abajo. De las escaleras frías, a una alfombra rugosa, de color grisáceo, donde atrapabas pelusa en cada paso. Al final del pasillo, un muro blanco, que dejaba contemplar una ventana redonda que daba al exterior. Amaba ver cómo el Sol, la Luna, se centraban en el cristal, tratando de abarcar lo mayor de diámetro posible, un cuadro se hacía todos los días. En un rincón del segundo piso, se encontraba el estudio. Libreros que albergaban textos relacionados con diseño, arquitectura, publicidad y marketing. En el centro, se posicionaba un televisor grande, cuyas orillas se esconden hacia dentro de la carcasa plástica. Encima de el, sobresalían las antenas de conejo. Me recostaba justo en la cama- sofá, que era una estructura metálica, de perfil grueso y pesado, color negro y de textura rocosa. Encima, estaba montado una colchoneta flexible, pero por su antigüedad, la esponja se aglutinaba en bolas. Una sábana tejida de franela, de cuadros, rayas negras y cafés descansaba sobre ella. Siempre después de ver mis caricaturas favoritas, como "Las Chicas Superpoderosas", "El Samurai Jack", "Hey, Arnold!", las rejas de entre el tejido se calcaban en mi piel, irritada, dejándome una comezón. Del costado izquierdo, se encuentra el cuarto que compartía con mi hermana. Una cama individual, de respaldo de perfil tubular blanca que forma trazos sinuosos y confusos. El edredón, incluyendo el cubre almohadas, era de un verde turquesa. Del otro extremo, apuntando en sentido contrario, se encontraba la cuna donde dormía mi hermana, Fernanda. En un edredón de Minnie Mouse, de recuadros blancos y rosas, descansa sobre una sábana que mi mamá había hecho de pedazos de mamelucos que había usado de bebé. La consentía poniéndole peluches que tenía en su cuna. El cuarto de mis padres, lo utilizaba para ponerme los tacones, y maquillaje de mi mamá. "En Aguascalientes pasaste tu primera y única nevada" relata mi madre. "Estabas tan entusiasmada con la nieve, que al entrar de nuevo a casa, agarraste el talco y lo volcaste todo sobre mi cama, divirtiéndote", dice entre risas. "Hasta tengo fotos de eso"- concluye. De los alrededores, tengo muchos recuerdos. Aún me acuerdo cuando acompañaba a mi mamá a la tortillería, que se encontraba a unas cuadras de la casa. Entre la larga fila, me distraía viendo cómo vaciaban la preparación al embudo, donde el disco de tortilla paseaba hacia donde giraba la cinta. Alcanzaba a percibir el rechinar de las cadenas metálicas. La máquina era escandalosa, haciendo ruido como la chimenea de un ferrocarril. Más hacia el sur de la colonia, había un parque. Cercado con barras pintadas de diferentes colores. Los columpias, las resbaladillas, las casas de "árbol", pasamanos no podían faltar. Solía subirme a la llanta colgante, donde mi mamá torcía el mecate lo más que podía, soltándola y dejar que regresara a su forma original. Me mareaba, pero era divertido. Más al fondo, una pequeña colina de pavimento yacía del césped. Era un circuito para bicicletas. Pasaba muchas tardes jugando sin cesar, hasta que el cielo se tornara morado y naranja. Cerca del parque, había una plaza de locales chicos. Donde, en el segundo piso, había una academia de ballet, el salón era chico. El suelo, de tablas de madera encerada, cuyas paredes eran reemplazadas por espejos. Yo, con leotardo, falda y zapatillas rosa, iba 3 veces a la semana, practicando ballet. Los pasos de todas las alumnas retumbaban en el piso. Disfrutaba estar ahí, ya que varias amigas mías eran de mi mismo Colegio. Luidany, era con quien más compartía tiempo, visitando su casa, que estaba una calle después de donde yo vivía. Recuerdo que al final de cada clase, mi mamá me llevaba a una tienda de la esquina, donde compraba un Kinder Sopresa. El chocolate era completamente esférico, que, al partirlo a la mitad, aparecía una pelota hueca de plástico, que podía variar de colores. Al destapar la pelota, encontraba una figura de colección, de alguno de los personajes de las películas Disney, que aun conservamos con mucho cariño. Muchas ocasiones, íbamos a una fonda, que se encontraba a unas cuadras del ballet. El olor que despedía ese local era delicioso, una combinación de salsa de tomate, consomé de pollo. Dejaba que el vapor del caldo de verduras, cayera sobre mi cara. Consomé de pollo con arroz, caldo de res, sopa de fideos, y ciertos antojitos mexicanos formaban parte del menú. No era necesario regresar a la cocina, para sentirte en casa. El clima en Aguascalientes era templado, muy benévolo. Los días no sobrepasaban entre los 15 y 30 grados Celsius. Las estaciones del año eran muy delimitadas. Las mañanas y noches eran frescos y los días soleados. Regularmente llovía pero sin causar inundaciones, eran tenues. Era común que aparecieran los arco iris. Siempre corría una brisa fresca, era una zona muy arbolada, donde se encontraban grandes huertos como las verduras de la Huerta, de la leche San Marcos, y los jugos de la marca Sonrisa. Las nubes permanecían presentes a lo largo del año, blancas y esponjosas como el algodón. No era de cambios bruscos o crudos. Era muy agradable vivir ahí. Después, mis padres decidieron comprar una casa propia. A las afueras de la ciudad, en un fraccionamiento residencial. La colonia era un circuito cerrado, vigilado por guardias y casetas. Una docena de casas completamente iguales, de concreto pintado de blanco. Rectangulares, con una cochera del lado izquierdo. Una ventana que da a la otra ventana de la casa de enfrente, es lo único que se puede admirar del exterior. De dos pisos, pero de cuartos estrechos. Un azulejo de color salmón, cubre el piso. Los muebles se aprietan para caber entre las paredes. No existe ningún árbol ahí, solo un pasillo en la parte trasera de la casa es destinado para el jardín. Más allá del fraccionamiento es puro pastizal. Al salir, te topas con las pisas de carretera. Un colegio llamado "Cedros" y una tienda Walmart- Suburbia, son lo único que queda de la ciudad. Entre los escombros, cogía unas cuantas piedras que las aventaba lo más alto que pudiera, contando cuánto tiempo demoraban en caer. Me sentía aislada, separada de todo. Nunca me atreví a decirles a mis padres, que no me gustaba la nueva casa. Aunque, el tiempo que permanecimos ahí fue poco. Después de 8 años de vivir en Aguascalientes, mi padre, decide mudarse a la ciudad fronteriza de Nuevo Laredo, luego de haber quedado un año desempleado. Nos desplazamos en Nuevo Laredo, en el verano de 2004. Al principio, no vivimos en una casa, sino quedamos hospedados en un hotel, llamado Hilton. Ahí pasamos cerca de 3 meses. El hotel parecía una mansión, de color beige. Una ventana circular se encuentra justo en el centro. El interior, de alfombra grisácea y círculos escarlatas dibujan el piso. Era cómodo, pero ajena a la vez. Tus cosas personales quedan cerradas en unas maletas. Nunca dormías con las mismas sábanas, ni con las mismas almohadas. Tampoco el mismo jabón o shampoo. El edredón era diferente todos los días. No hay nada que decorar, los objetos no te son personales, debido a que esa misma lámpara que alumbra tu habitación, es la misma que la del vecino, y la de enseguida del vecino, y así sucesivamente. Aunque, si disfruté la estadía. Te desatiendes de las labores domésticas, y comes siempre fuera. Las camareras y el personal siempre amables y serviciales. Las escaleras dejan de existir por los elevadores. A media noche, podías recargarte en el balcón, escuchando al pianista que ambientaba el bar. Se escuchan tintineos de copas de vidrio que chocan, botellas que patinan sobre la barra. El hotel nunca duerme. Los días no se detienen. Posteriormente, nos mudamos al norte de la ciudad. A unas cuadras del Puente Internacional de Nuevo Laredo. Se encontraba en la esquina de una avenida. Era una casa pequeña, de un piso. Una ventana empolvada, tapada con barras metálicas, es la única vista al exterior. Una reja blanca de solera protegía el pasillo hacia la puerta. Era de lámina, pintada igualmente de blanco, unas aplicaciones de fierro la adornaban. Un azulejo reluciente blanquecino tapizaba toda la casa- habitación. Recorrías todo el lugar con solo girar tu cabeza. Al frente estaba el sofá cama, junto a un televisor, pero más pequeño. A unos 3 pasos, ya te encontrabas con la cocina, el lugar más amplio de la casa. Una cocineta integral, cuya barra es de un granulado gris verdoso. Una estufa chica de 4 parillas, sin horno. Todo hecho de madera de pino recubierto en pintura blanca. El mobiliario estaba dañado, cuarteándose la pintura, dejando grietas verticales entre los veteados. En la esquina de la barra, una televisión diminuta sirve para transmitir las noticias locales. Todas las chapas de las puertas estaban flojas, de metal brilloso que se desfasaban con facilidad. Más de la mitad de los muebles quedan destinados en una bodega que se localiza a las afueras de la ciudad, en la Carretera Nuevo Laredo- Monterrey. La casa solo contaba con una recámara y un baño completo. Todos dormíamos ajustados en una cama Queen Size. La ventana grande del cuarto, es cubierta por un retazo de tela gruesa de color sólido, ya que daba vista al patio de otra casa. Me sentía sin privacidad alguna. En cuanto al baño, era diferente al resto. El sanitario de porcelana y azulejo eran beige tornándose amarillo. La regadera estaba dividida por una puerta corrediza texturizada de acrílico, aunque toda opaca y amarillenta, de marcos metálicos que emitían un chillido agudo al arrastrarse. En la esquina de una colonia, no hay más a dónde salir, colindas con una avenida. No hay centros comerciales, tiendas de la esquina, locales ni parques cerca. Debido a la inseguridad, teníamos que permanecer dentro de la casa, y salir únicamente cuando era necesario, es decir, a la escuela. La casa no contaba con ningún abanico ni aire acondicionado, no había manera de hacer que corriera el aire. El verano, se tornaba intenso, era caluroso sin recorrer algo de viento fresco. Notaba cómo los rayos del Sol reflejaban el pavimento, levantando una ola vaporosa de más calor. Tampoco había nubes que taparan el Sol, las lluvias eran escasas, y los inviernos eran muy cortos. Los días eran largos, el Sol ya estaba despierta a las 8:30, y atardecía cerca de las 9 de la noche. Aunque el cielo era muy limpio, puro, de un azul intenso que jamás había visto antes. El clima era árido, donde los pastizales y montes abundaban allá. Era notorio la luz de la luna, y un sinfín de estrellas destellan entre la oscuridad. Después de unos meses, nos mudamos al sur de la ciudad. Quedaba mucho más cerca nuestra primaria. La casa, lo alquilaba un doctor local. 3202, era el número de la casa, indicados con unas letras metálicas doradas ancladas a la entrada. Un arco de concreto rugoso, de color durazno, resguarda la puerta exterior. Una puerta rectangular con redondeo en la parte superior, compuestos por tubos metálicos negros, escarchados en dorado. Su estructura era firme, sólida, robusta. De talles grandes y toscos. La cochera es para un carro. El concreto está incrustado de piedras grandes, en forma de bola, de colores grisáceos y azulados. El carro, al estacionarse, topa con un árbol grande de limón. Era habitual que el carro terminaba cubierto de flores blancas que caían del arbusto, al igual que se estampaban limones en el parabrisas. Inintencionalmente, mi padre al sacar el coche para ir a trabajar, aplastaba los limones que quedaban tirados en el concreto, dejando un aroma a cítrico todo el día, todos los días. Lo que más me gustaba de ese árbol era lo tierno y terso de su tronco. Sin espinas, sin astillas, ni corteza rígida. Se debe a que el limón regularmente mudaba de capas de su corteza, como finas películas de papel, que se quedaban adheridas a tus manos. Al lado de la cochera, había un pequeño patio, donde ya el suelo estaba erosionado, y crecía casi nulo el césped. Ahí, esta postrada una palmera de la estatura de una persona promedio. Era común picarse entre los filos de su corteza y hojas. La entrada era encaminada por pequeños arbustos de hojas gruesas, en forma de gota. Recortados de forma cuadrangular. Un lugar que en pleno otoño, las mariposas monarcas pasan aquí, que emigran desde Canadá para llegar al Santuario de Michoacán. Una vez de recorrer el pasillo, te topas con una puerta blanca, de madera, pero con un estilo más americanizado. Mirando de cerca, un círculo pequeño, del diámetro de una cuenta de una pulsera, es una mirilla que como lupa, maximiza lo que está ocurriendo en el exterior. En la parte superior, un medio círculo cristalizado embellece la puerta. Al entrar, un azulejo marmoleado cubre toda la casa. Es amplia, donde el techo alcanza la altura del segundo piso. Unas escaleras con columnas de madera oscura esculpidas de forma orgánica, encaminan al segundo piso. La vista lateral de las escaleras fue cubierta por tablones de madera del mismo tono, dejando una puerta en la parte más alta de la pendiente; ahí es donde guardábamos adornos navideños y de temporada. La recepción era la sala, compuesta por los mismos sofás tapizados en marfil. Las paredes están pintadas de un color beige muy tenue. Del costado izquierdo, se encuentra el comedor, un cuarto muy oscuro, donde recibe poca iluminación, debido a que la ventana es tapada por el árbol del limón. A lo alto, se aprecia una vista hecha de los mismos tablones de madera que las de la escalera. Siguiendo por el pasillo central, una recuadro anticuado con botones saltados de varios colores está pegado a la pared, donde justo debajo hay una rejilla metálica. Al oprimir el botón rojo, un ruido yace dentro de las paredes, un viento sopla por las tuberías, que al final sale expulsado de la rejilla un aire frío. Caminando derecho, nos dirige al cuarto de estudio, donde compramos la primer computadora, que aún conservamos y escribo con ella este ensayo. Los mismos muebles, solo que en una casa distinta. Ahora se encuentran en un lugar donde no se asfixian con su respirar. Recuerdo que en la primaria, me levanta a las 5 de la mañana, ya que la hora de entrada era a las 6:45am. Mientras desayunaba, descansaba sobre el sofá, viendo videos musicales de VH1. La pared del fondo contaba con dos puertas, que conducían a un clóset, aunque, sin nada de iluminación. El suelo de ese cuarto era ligeramente inclinado, al descubrir que mientras juagaba a las canicas con mi hermana, caían siempre hacia el lado izquierdo, escondiéndose en la base del mueble. La cocina, el cuarto más disparejo de la casa. El piso de perla termina abruptamente por un azulejo verde esmeralda. La cocina integral abarcaba todo el perímetro del área, de la cubierta del mismo color que el suelo. Puertas abatibles y cajones hechas de madera bronceada, algunas podían abrirse, mientras otras eran fijas. De agarraderas ovaladas, blancas de cerámica pintadas a mano en el centro los pétalos de una flor lila. La tarja metálica, de un grifo alto, parecido al cuello de un ganso, cubierto por otro material metálico en forma de espiral. Todo en acabado mate. Un horno plateado medio lustroso, que tocaba el techo, con estilo de los años 50s, comandos en inglés, con tipografía en cursiva. Era estética, pero inservible. Una estufa Mabe, de estilo moderno, de 6 parrillas desentonaban con lo anticuado del lugar. Justo por encima de la mesa, al subir la mirada, un recuadro de madera blanco enmarcado con molduras está adherido al techo, donde cuelga un cordón que se columpia como reloj de péndulo. Por curiosidad, jalé el cordón que hizo descender unas escaleras que conducían a un ático. Al rastrear su interior, no se encontró nada extraordinario más que polvo y tierra, despidiendo un olor a encerrado donde no ventiló aire por muchos años. En frente, una puerta transparente corrediza, te lleva a un cuarto, con un azulejo rosado que forma una composición victoriana. De techo igual cristalino que curveaba hasta formar parte de la pared. Ese lugar sería utilizado para guardar nuestros juguetes. Fue testigo de todas las tardes que jugábamos mi hermana y yo, con las muñecas, carros Hot Wheels y balones. En cuanto al patio, era desaliñado. Algunas partes enlodadas, y otras manchas verdes disparadas aleatoriamente. A mi mano izquierda, una cerca de maderas pintadas de blanco, con dos refuerzos a lo largo de las largas tablones, que terminan en flecha, delimitan el patio del vecino con el nuestro. Una pared de concreto sin concluirse, es tapado por una casa antigua del árbol. De techo puntiagudo y teja plana grisácea, era el nido de los gatos callejeros para dar luz a sus camada. Que, en una ocasión, capturamos a un gatito, usando una escalera para alcanzar el techo, estambre y cubeta, para tenerlo de mascota. Pero poco tiempo después, nos vimos obligados a dejarlo en la Asociación Protectora de Animales, porque a mi mamá no le gustaba que rasguñara en todas partes. La casa inclinándose como la Torre de Pisa, está a punto de colapsarse. Era casi imposible subirse por las escaleras, ya que la madera estaba pudriéndose y su crujir te daba desconfianza sobre su robustez. En el segundo piso, solo se encontraba dos recámaras y un baño completo, que en vez de regadera, era un tina cerámica. Me gustaba mi cuarto. Era amplio, de respaldo de cama, burós y espejos todo en madera pintada en color hueso lustroso. Unas repisas que recorrían el perímetro guardaba todos los peluches que teníamos de juguete, que hemos ido acumulado a lo largo de los años. Uno de mis favoritos, Las Chicas Superpoderosas y Barney, dos programas de televisión que marcaron mi infancia. Enseguida, se encuentra la recámara de mis padres, una cama tamaño Queen Size, de edredón de tela ligera, con estampado de hojas de otoño color sepia, cuyas almohadas en tono vino destacaban. Al asomarse por la ventana, podíamos apreciar el techo de una casa aún mas grande que la nuestra, de tejado grisáceo, ondulado. Al término del techo se encuentra un búho, que se queda estático, nunca deja su lugar. Cuando de repente, gira su cabeza de un lado a otro, espantando a las urracas y palomas. Recuerdo que regularmente, los viernes salíamos a caminar con mi mamá a la Dulcería Vero o a la tienda de esquina y abarrotes llamado "Campestre" a comprar chocolates, golosinas, y pasar el tiempo viendo películas en la televisión. Después de 5 años de vivir ahí, nos mudamos a la Calle Anáhuac, unas dos cuadras más adelante de donde habíamos residido antes. La casa colindaba en una avenida muy transitada por los colegios aledaños, por lo que era común escuchar el arrancar de los vehículos. Era más pequeña que la anterior, pero más bonita. El exterior era de ladrillo color arena. Mientras la cochera, de una lámina que se enrollaba automáticamente, al oprimir el botón de un control remoto. La puerta principal era escoltada por 2 rejas blancas, ambas aseguradas con candados. Era de madera, 3 cristales en forma de romboides alargados incrustados como mirador al exterior. En una orilla, una maceta de plástico lleva un bonsai, de hojas tersas, aterciopeladas, de color verde claro. Al entrar, un recibidor amplio. A mano derecha, se encuentran los escalones, una agarradera de madera contrasta con el rejado torcido del plateado mate. Al fondo, se aprecia la puerta de la cocina. Es blanca, de refuerzos metálicos, la malla al centro destapa lo que hay en el patio. Un piso alfombrado de piedrita tipo Reynosa quedan impregnadas en el concreto, mientras una fila de tablones cerámicos delinean el lienzo rústico. En cada esquina, 4 columnas gruesas de metal, entintadas de color beige, sostienen una estructura de techo. Tablones grandes de madera rústica se sostienen de la estructura, por parte de su grosor. Dejando un achurado entre los tablones y el cielo. Al fondo tres escalones conducen a una chimenea, protegida por una palapa. Unos bancos de azulejos adheridos a la pared, están listos para recibir invitados para hacer una carne asada. Enseguida se encuentra una casa chiquita, que no tiene más cuartos mas que la recámara y un medio baño. Ese espacio se utilizaba para guardar ornamentos de temporada para decorar la casa. La mitad del patio está destinado para el césped, cuyo centro emerge un tronco, sin ramas, ni frutos, solo su corteza. Pero, que entre su veteado, surgen flores amarillas, magentas, hojas delicadas que reverdecen. Moxxo, nuestro conejo, que lo compramos como obsequio para mi hermana en su cumpleaños número 13. Era apenas un bebé, no pasaba de los 3 meses de haber nacido. Es de color café miel, su pelaje es suave, y esponjoso, cuando se acuesta boca arriba, deja lucir su panza completamente blanca. Es muy pulcro, procurando siempre limpiarse con su lengua, desde las patas traseras hasta sus orejas. Le encantaba correr en el césped, despezando con sus dientes la corteza del tronco. El muro de ladrillo que nos separaba de los vecinos, tenia dos macetas de azulejo lustroso blancas, donde mi mamá aprovechó plantar bugambilias para darle color al concreto. En este mismo patio es donde festejé mis XV años, debido a que la palapa donde habíamos rentado estaba bloqueado por el crimen organizado, saqueando casas vecinas. Los cristalazos en ventanas de residencias, y carros eran evidentes, mientras un grupo de hombres vaciaban todo lo que hubiera en su interior, desmantelado hasta abanicos y sanitarios. A pesar de eso, me la pasé bien aquella noche, ya que ninguno de mis invitados se fue, acompañándome en todo lo que duró el evento, a pesar de que la situación era peligrosa. Es con lo que me quedo. Al subir las escaleras, te topas con el pasillo, donde se ubicaba la computadora de escritorio. Un sofá acolchonado con tapizado de imitación cuero color beige, mira frente a un televisor análogo marca Philips. A los costados, libreros en forma de ¼ de círculo llevan portarretratos, como fotos familiares, el bautizo de mi hermana, mi primera comunión, y una foto de mis papás sentados, abrazados, recargándose en la pared, sobre las escaleras de la casa de mis abuelitos maternos. Para ese entonces, todavía seguían el la universidad, cursando sus respectivas carreras. Un portarretrato con marco dorado lleva la memoria del hermano mayor de mi mamá, Juan (Q.E.P.D). Más arriba, un pedestal que sostiene un plato conmemorativo de la Visita del Papa Juan Pablo II junto con la Virgen de Guadalupe, en su visita a México. Al otro lado, un plato ovalado achatado, de tonos cafés, que viene grabado en perspectiva del ícono representativo de Aguascalientes, el Arco de San Marcos. Del lado derecho se ubica mi cuarto. Siempre el Sol daba frente a mi ventana, manteniéndolo siempre iluminado. Crisantemos impresos sobre el edredón, con terminación en vuelo plegado de color rosa, mientras un conjunto de 4 almohadas que llevan de funda un tipo de flor en estilo acuarela. El clóset era de persianas horizontales de madera, pintadas de color blanco. Sobre el buró con espejo, se encuentra el primer obsequio que recibí de mi primer novio, José. Una rosa roja, envuelto en papel celofán, con un diminuto oso de peluche colocado encima. De frente, estaba el cuarto de mis padres, una puerta de madera que encerraba un rectángulo de vidrio templado, acompañado de una cortina amarillenta con patrones de flores campesinas. No existe una pared del lado derecho, sino una puerta corrediza de acrílico que dejaba admirar el paisaje del exterior, mediante un balcón. Aunque mi mamá lo cubría con una cortina densa de tela para tener más privacidad. Finalmente, el cuarto de mi hermana. Compuesto de una cama individual, de color verde Aqua, tanto en su edredón, como almohadas de encaje. Un caballo de carrusel grande, artesanal, queda posando sobre un pequeño buró. Unas repisas modulares albergan todos los juguetes de peluche que teníamos. La mayoría de tamaño mediano. Después de estar 4 años viviendo en Nuevo Laredo, nos mudamos a Monterrey, por cuestiones laborales de mi padre. Actualmente vivimos en Topolobampo, en la Colonia Valle Las Brisas. Cerca se ubica un parque, y la tienda de la esquina, cuyo dueño lo apodamos "El Chino". El exterior es de ladrillo, color amaranto. Una teja ondulada de naranja escarlata, que cubre el carro de mamá, deja caer a cántaros la lluvia que desliza sobre ella. Una chimenea prominente exalta sobre el resto del techo inclinado de cantera. Un área delimitada de césped le aporta frescura. Al entrar, te topas contigo mismo. Dos sillas de respaldo convexo, se encuentran en el recibidor. La sala con los mismos sofás, comparte el mismo cuarto con el comedor. Solo que, ahora, las sillas victorianas tienen retazos de tela sobrante en la casa en los asientos, para evitar que se empolven. Como rayos de Sol que abren las nubes, una ventana, sin cristal, con una base de madera oscura, y un arbusto artificial sobre una canasta, dejan entrever la cocina integral. La cocina integral, de líneas limpias y bisagras ocultas, con una cubierta marmolada. Un frutero de cerámica y una maceta, del mismo material, con una planta de hojas puntiagudas y curveadas, se ven cara a cara. Un comedor rectangular, de 6 seis sillas, todas de respaldo alto, arqueadas hacia atrás, con tres ventanas a lo largo, le dan elegancia al lugar. Siguiendo el pasillo, la primera parada será el estudio, con exactamente los mismos muebles, solo que, esta vez se integra uno nuevo, una mesa larga abatible que sirve para hacer maquetas y dejar materiales. Un abanico alumbra el lugar, de un color amarillo apagado. Siguiendo el cuarto de mis padres, aún conservan los burós y cama, solo que, agregando un par de venados tejidos con una hoja rígida sobre el espejo. Del lado izquierdo, una foto grande de mis padres casados. El último cuarto del segundo piso, es la bodega, donde almacenamos álbumes de fotos, decoraciones de temporada, documentación importante y películas. En la vitrina, tres muñecas de porcelana, de cabello rizado y rubio, portando guantes y sobrero ancho de encaje, con vestidos esponjados de tonalidad sangría, y zapatos de tacón bajo de charol. En ora repisa, dos damas obesas de cerámica en trajes de baño completo, cubriendo rodillas y codos, usando un sombrero ancho con listón. Más abajo, un caballo voluminoso de un crema muy tenue agacha su torso. Subiendo escaleras de azulejo mate con veteado similar a la madera. En el pasillo, una ventana larga y angosta que deja pasar luz, y al mismo tiempo una cortina que la cubre para filtrarla. Lo primero, te topas con la sala de televisión, un sofá suave de imitación piel tonalidad beige, ve hacia la pantalla larga de plasma. Un balcón, con una mesa y silla de solera permite descansar y admirar el atardecer. El cuarto de mi hermana, permanece igual, mientras que el mío, lo único que cambia es el edredón, que ahora es morado. En el patio, a pesar de ser concreto, tiene una privilegiada vista hacia el Cerro de la Silla, que me recuerda todos los días que vivo en la Sultana del Norte.