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No hay relato más emocionante que

el de la caza de un hombre y
Charles Williams es uno de los
especialistas del género. En La
Huida, Russell Foley es acusado de
haber asesinado a un detective…
Sin embargo, solo el propio Foley
sabe que es inocente y, como no
dispone de pruebas, ¿quién va a
creerle si intenta explicar la verdad?
Su única solución es comenzar a
correr, porque si has matado a un
policía —o creen que lo has hecho
—, no te puedes detener…
Charles Williams

La huida
Crimen & Cia. - 18

ePub r1.0
Titivillus 28.04.15
Título original: Man in motion
Charles Williams, 1958
Traducción: Gemma Gallart
Diseño de cubierta: Jordi Paris

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
1

LOS ENGANCHES GOLPEABAN unos con


otros en la parte delantera. Estábamos
reduciendo velocidad. Me puse en pie
en el tambaleante vagón y miré adelante,
por el lado derecho del tren. Se
distinguían unos puntos de luz en la
distancia y continuábamos perdiendo
velocidad.
Entonces, justo antes de llegar a la
estación, la señal cambió de rojo a
verde, las barras de tracción dieron una
violenta sacudida, y el golpeteo de las
ruedas empezó a subir de tono. Lancé
una maldición. Tenía que bajarme, y
tenía que ser ahora; no podía faltar
mucho para el amanecer. Pasé al lado
derecho, tanteando en busca de la
escalerilla, y cuando tuve un pie en el
último peldaño me incliné hacia afuera y
salté, dándome impulso con las piernas.
Aterricé torpemente, caí y di unas
vueltas.
Cuando me detuve estaba tendido
boca abajo en el barro. Levanté la
cabeza y la ladeé ligeramente para
poder respirar y descansé,
preguntándome si me habría roto algo.
Ruedas y vagones pasaron zumbando
por mi lado. Me senté. Mis brazos y
piernas parecían estar en perfectas
condiciones. A menos de cien metros, al
otro lado de la vía, estaba la estación,
una sombra oscura más en la noche, con
un único cono de luz que daba a este
lado y que iluminaba el cartel:
«CARLISLE. ALT. 8 PIES. SANPORT 51
MÍLLAS». No había llegado demasiado
lejos, pero ningún sitio hubiera estado lo
suficientemente lejos. No a este lado de
la luna.
Estaba empapado, helado hasta los
tuétanos y cubierto de barro. La fría
lluvia tamborileaba sobre mi cabeza;
maldije amargamente, y levanté una
mano. Mi sombrero había desaparecido.
Empecé a rastrear con las manos a mi
alrededor, en medio de la oscuridad,
dando manotazos entre el barro y el
agua. Era inútil. Había salido volando
cuando salté, y podía estar a doscientos
metros de distancia. No lo encontraría
nunca y estaba perdiendo un tiempo
precioso. Tenía que encontrar un lugar
donde poder esconderme.
Me incorporé rápidamente,
intentando orientarme. La playa debía de
estar al otro lado de las vías y más allá
de la ciudad. Podía ver la carretera que
corría paralela a las vías, y dos calles
principales situadas en ángulo recto con
ella. Estaba situado casi en línea recta
con la más cercana, y podía divisar tres
o cuatro manzanas de ella, brillantes,
desiertas y bañadas por la lluvia en los
charcos de luz que se formaban bajo las
farolas y frente a los escaparates de las
tiendas. Si la playa no estaba más allá
de lo que recordaba, podría llegar a ella
antes del amanecer y localizar algún
chalet de veraneo, pero tendría que dar
un rodeo para evitar aquellas luces.
Me giré y empecé a andar junto a las
vías, caminando tan deprisa como podía
en la oscuridad. Entonces, y sin avisar,
un coche salió de la calle a mi espalda,
doblando la esquina. Me lancé al suelo y
di contra el barro, justo antes de que sus
faros barrieran por encima de donde me
encontraba. Era un coche patrulla de la
policía, que iba enfocando los portales
que daban a la carretera. Giró en la
esquina siguiente y volvió en dirección a
la playa.
Doscientos metros más adelante
crucé las vías y la carretera, y me
precipité en una oscura calle lateral
llena de árboles. Los dientes me
castañeteaban de frío; el agua
chapoteaba dentro de mis zapatos; y la
lluvia arrastraba lentamente el barro de
mi pelo haciendo que resbalara por mi
rostro. Tras las oscuras ventanas,
hombres y mujeres dormían en lechos
calientes, rozándose unos a otros.
Árboles y casas empezaron a
escasear. Las aceras dieron paso al
barro, y me encontré en una zona de
solares vacíos cubiertos de arbustos de
palmitos. Podía oír las frondas
entrechocando y arañándose entre ellas
a causa del frío viento del norte.
En pocos minutos, salí a la playa.
No había resaca porque el viento
soplaba desde tierra. A mi izquierda
había unas masas que proyectaban
sombras más oscuras; debían de ser
cobertizos y embarcaderos,
probablemente para los botes que
pescaban el camarón. Parecía que se iba
haciendo de día.
Había dejado el embarcadero atrás y
había vuelto a la playa de nuevo, a la
arena. No cabía duda, ahora, de que el
tiempo apremiaba; la negra oscuridad
estaba dando paso a un gris lóbrego y
bañado por la lluvia. Luego, al cabo de
unos pocos minutos vi las oscuras
siluetas de unas casas en la elevación de
terreno más arriba de la playa. Había
dos a unos cincuenta metros de
distancia, y luego tres más algo más
adelante. No se veían luces.
Dejé la orilla y subí hasta la parte
trasera de la primera. Había una
ventana, pero ninguna puerta, excepto en
el cobertizo que estaba adosado a su
lado derecho. Eso debía de ser el
garaje, pensé. La ventana estaba a
oscuras, pero no tenía contraventanas.
Apreté el oído contra ella y escuché. No
se oía nada, exceptuando el tamborileo
de la lluvia sobre el tejado. Bien, ¿qué
diablos esperaba oír? Si había gente en
su interior, estarían dormidos. Rodeé la
casa cautelosamente. En la parte
delantera había un camino cubierto de
conchas de ostra trituradas, vagamente
iluminado en la penumbra que precede
al amanecer, y dos o tres palmeras
anémicas trasplantadas, que se debatían
en medio de la tormenta, pero ningún
coche. Subí al porche delantero
silenciosamente. Había dos ventanas y
una puerta. La puerta estaba cerrada con
llave.
Me deslicé y probé las puertas del
garaje que había pegado a ella. Estaban
cerradas firmemente con un candado y
un pestillo. Pero eso tampoco era prueba
de que no hubiera un coche dentro. Me
deslicé de nuevo hacia la parte trasera,
manteniéndome pegado a la pared para
formar parte de la oscura masa de la
casa. Además de la puerta, había una
pequeña ventana en la parte posterior
del garaje. Estaba cerrada desde el
interior.
La golpeé con una vara de bambú,
apoyada contra el techo. Utilizando uno
de sus extremos, rompí uno de los
pequeños cristales de la ventana. Los
fragmentos tintinearon sobre el suelo de
cemento del interior, sin hacer
demasiado ruido. Introduje la vara en
toda su longitud a través de la abertura y
la balanceé de un lado a otro. No
tropezó con nada así que tanteé por el
interior en busca del pestillo, lo solté y
abrí la ventana. Deslizarse por ella y
caer al suelo en el interior fue cuestión
de un momento. Podría haberme cortado
con los cristales que tenía debajo, pero
estaba demasiado entumecido de tanto
estar a la intemperie como para notarlo
o preocuparme por ello.
Cada vez había más luz. Al cabo de
un rato pude ver la silueta de la puerta
que daba a la casa. Me levanté y la
tanteé. Estaba cerrada con llave. Miré
por el garaje en busca de algo que me
sirviera para forzarla. Con aquel viento
del norte iba a hacer aún más frío, y
otras doce o veinticuatro horas más con
ropas mojadas podían tener
consecuencias nefastas. Quizás hubiera
mantas en el interior, o con un poco de
suerte podría encontrar ropas secas.
La única herramienta que pude ver
fue un viejo martillo que colgaba de dos
clavos en la pared posterior, junto a la
ventana. Quizás podría usarlo para
derribar uno de los paneles de la puerta,
pero haría el suficiente ruido como para
despertar a todo el mundo en esta parte
del condado. Entonces me di cuenta de
que tenía las bisagras puestas de manera
que se abría hacia afuera. Arranqué uno
de los clavos de los que estaba colgado
el martillo, lo enderecé y saqué las
clavijas de las bisagras. Tardé solo un
minuto en sacar la puerta y colocarla a
un lado. Liberé el émbolo que hacía de
cierre en el tirador interior y volví a
colocar la puerta, restituyendo las
clavijas en su lugar.
Daba a la cocina. En la creciente
claridad pude distinguir una pequeña
cocina de gas y una nevera, y el mármol
y el fregadero en la pared posterior a la
izquierda. A la derecha había una
pequeña zona para comer, con una mesa
y dos sillas, y una ventana con grandes
cortinajes. Pasé por la puerta de
comunicación, dejando un reguero de
agua sobre el suelo. Era una enorme sala
de estar. Las cortinas estaban corridas
sobre las ventanas tanto frontales como
posteriores, dejando que se filtrara muy
poca luz, pero pude distinguir la
chimenea de piedra que había en la
pared opuesta, y justo a su izquierda otra
puerta. La atravesé y miré en su interior.
Era el dormitorio. Las cortinas eran de
un material más ligero y podía ver
bastante bien. A la derecha se
encontraba una cama con una colcha de
pana de color vino, un tocador y una
cómoda. A la izquierda, una entrada
conducía al cuarto de baño. Esto era
todo. Toda la casa estaba helada y
húmeda.
De mis ropas seguía rezumando
agua. Me metí en el cuarto de baño y me
desnudé, tirando traje, camisa, corbata,
zapatos y ropa interior, totalmente
empapados, dentro de la bañera. Me vi
el rostro en el espejo. Un ojo estaba
hinchado y casi cerrado, y se
evidenciaba una gran zona inflamada en
mi mandíbula. Me palpé la parte
posterior de la cabeza e hice una mueca
de dolor. Sin embargo, la piel no se
había desgarrado. Mi mano derecha
estaba hinchada y entumecida. Mientras
me frotaba con fuerza con una toalla,
localicé una manta en un armario del
dormitorio, me la enrollé alrededor y me
tumbé en la cama. Pasó mucho rato antes
de que empezara a entrar en calor. Pensé
en el sombrero. Llevaba mis iniciales.
Rodé fuera de la cama, mareado, con
ansia de fumarme un cigarrillo. Había un
armario junto al tocador; a lo mejor
podría encontrar algo que ponerme.
Había varias prendas en colgadores
acolchados, en una atmósfera de
saquitos perfumados, pero eran todas
femeninas: dos o tres vestidos de
algodón, un par de pantalones cortos,
algunas blusas y una combinación de
nylon. Parecía raro. Encontré un
imperdible sobre el tocador y,
sujetándome la manta sobre los
hombros, volví a la cocina.
Había una hilera de alacenas sobre
el fregadero. Empecé a abrirlas de un
tirón, y obtuve el premio gordo en diez
segundos: un cartón por empezar de
cigarrillos y una botella de bourbon casi
llena. Rompí la envoltura de un paquete
de cigarrillos, encontré algunas cerillas
en otra estantería y encendí un cigarrillo.
La primera calada fue un auténtico
éxtasis. Agarré el whisky y bebí
directamente de la botella. Un ardor y
unas luces de colores estallaron en mi
interior, y por un momento me quedé sin
fuerzas. Dejé la botella y registré
rápidamente el resto de las estanterías.
Encontré un paquete de café sin abrir,
varias latas de carne en conserva, una
caja de galletas y mermelada. Lo miré
fijamente. Podría esconderme allí
durante días.
Al cabo de pocos minutos bebía café
hirviendo y comía carne en conserva fría
directamente de la lata. Me sentí mucho
mejor. Al servirme otra taza de café, le
eché un chorro de bourbon, encendí un
cigarrillo y me la llevé a la sala de estar
para explorar el lugar.
Frente a la chimenea había una
mesita de café cubierta por un cristal,
sobre una alfombra blanca peluda.
Frente a ella se encontraba un sofá
cama, y en un extremo una tumbona,
ambos tapizados en la misma pana de
color vino que había visto sobre la
cama, en la otra habitación. A un lado
del sofá había una lámpara de pie y un
pequeño revistero. El suelo era de
baldosas de vinilo o caucho, y en el
centro de la habitación yacía una
alfombra trenzada de forma oval.
Debido a las gruesas cortinas todavía
había muy poca luz, y reinaba un
profundo silencio, a excepción del suave
y casi sedante sonido de la lluvia.
Cerca de la ventana principal se
encontraba un gran escritorio de madera
de roble y una silla giratoria. A un lado
había un soporte y sobre él una máquina
de escribir tapada con una funda. Una
lámpara con pantalla colgaba del techo.
Sobre el escritorio había varios libros y
un montón de papeles sujetos por un
pisapapeles de ónix. En la esquina, una
pequeña estufa de gas. Toda la pared
que quedaba junto al escritorio estaba
repleta de estanterías con libros, y cerca
de la puerta, que daba a la cocina y a la
zona de comedor, se encontraba una
pequeña mesa con un teléfono y una
radio en una funda de plástico blanco
sobre ella. Crucé la habitación y encendí
la radio, pulsando únicamente el
interruptor pero dejando el volumen al
mínimo. La luz del piloto se encendió;
quizás podría conseguir oír alguna
noticia. Miré el reloj. Estaba parado;
había olvidado darle cuerda.
Entonces me vino a la cabeza un
pensamiento extraño. ¿Si este era un
chalet de veraneo cerrado hasta el
próximo verano, por qué estaban
conectados todavía el gas, el agua y la
electricidad? Súbitamente oí un coche
que pasaba por la calle. Me dirigí
rápidamente a la ventana y aparté el
extremo de la cortina para atisbar. Era
un autobús escolar amarillo.
No podía ver el chalet contiguo ni,
de hecho, ninguno de los que estaban a
este lado, pero a unos cien metros más
abajo de aquella carretera encharcada y
bañada por la lluvia había uno enfrente.
Aparentemente, en aquellos momentos
estaba habitado. El autobús escolar dio
la vuelta y se detuvo. Dos niños
pequeños con impermeables y
sombreros amarillos salieron y subieron
al autobús. El autobús volvió a pasar.
Dejé caer la cortina, lo oí pasar y el
ruido de su motor se fue alejando.
Estaba a punto de apartarme de la
ventana, cuando oí algo más. Era otro
vehículo, que pasaba lentamente en
dirección opuesta. Aparté la cortina de
nuevo y me quedé helado.
Era un coche de la policía y se
detuvo. Salieron dos hombres con
impermeables negros y gorras de
uniforme con forros de plástico para la
lluvia; uno de ellos desapareció de mi
vista y se fue en dirección al chalet de al
lado. El otro se dirigía hacia donde yo
estaba. Volví a colocar la cortina en su
lugar. Sonaron unas fuertes pisadas en el
porche, y luego la puerta se movió
ligeramente junto a mi mano cuando
probó el pomo. Lo sacudió una vez y
comprobó la ventana. Contuve la
respiración.
Probó la ventana en la parte
delantera de la cocina. Oí cómo el
candado de las puertas del garaje
golpeaba contra la madera, cuando pasó
y le golpeó con una mano para
asegurarse de que estaba cerrado.
Estaba dando la vuelta al garaje. El
sombrero, pensé. Alguien había
encontrado la condenada prenda, y ahora
sabían que me encontraba en este
pueblecito perdido. No, quizás era
simplemente una comprobación rutinaria
de los chalets de veraneo desocupados.
Entonces el miedo me golpeó en la
espalda como si fuera agua helada.
Había olvidado el cristal roto. ¡Y la
puerta de la cocina no estaba cerrada!
De una forma u otra coloqué la taza
de café sobre el escritorio sin dejarla
caer o hacer que tintineara, y me fui a
toda velocidad hacia la cocina. Mis pies
descalzos no hicieron ruido sobre las
baldosas. Justo cuando llegaba a la
puerta oí que un policía llamaba al otro.
—Eh, Roy. ¡Ven aquí!
Había descubierto la ventana rota.
Coloqué un dedo contra el botón que
había en el centro del pomo y apreté. Se
oyó únicamente un débil clic al cerrarse,
pero pareció como si fuese a flotar
eternamente en el silencio. Respiré de
nuevo, con miedo a moverme o a apartar
incluso la mano del pomo.
—Mira esto —le oí decir entonces
—. Creo que ha estado aquí.
Alguien había encontrado el
sombrero. E incluso con la lluvia aún
debían de haber rastro de las largas
huellas que había dejado al patinar
sobre el barro, así que debían de saber
que me había bajado del tren de
mercancías. Probablemente, a estas
horas ya tenían la ciudad rodeada.
—Lo rompió para alcanzar el
pestillo —dijo una voz ronroneante y
muy del sur.
Roy había llegado.
—¿Vas a mirar dentro?
—¿Crees que estoy loco? Podría
tener un arma.
Me pregunté dónde pensaban que
podía conseguir una. Me dolían los
músculos a causa de la posición tensa y
rígida en que estaba. El cigarrillo que
sostenía en la mano izquierda empezaba
a quemarme los dedos. Temía incluso
tirarlo al suelo; podía sonar como si
alguien hubiera dejado caer un piano.
—¡Sal de ahí, Foley! —ordenó Roy.
Hubo un momento de completo
silencio, y luego dijo:
—Déjame tu linterna.
—Tómatelo con calma, ¿quieres? —
replicó el otro—. Ya ha matado a un
policía; uno más no le va a importar.
—Hemos de mirar ahí dentro.
—Por Dios.
—Apártate.
Hubo otro instante de tenso silencio,
y luego la voz de Roy dijo:
—Se ha ido. Pero ha estado aquí.
¿Ves toda esa agua en el suelo?
—Sí.
Las voces se convirtieron en
susurros.
—Entró en la casa por esa puerta.
Corre a dar la vuelta y cubre el frente.
Voy a entrar.
—¿No sería mejor que pidiéramos
ayuda?
—Ayuda, demonios. Cogeré a ese
cabrón asesino de policías.
Se oyeron pasos sobre la arena
mojada del exterior y sentí cómo el
cuerpo de Roy se deslizaba a través de
la ventana y caía sobre el suelo del
garaje. Unos zapatos se arrastraron
sobre el cemento, y luego empezó a
probar la puerta de la cocina. Mi mano
seguía sobre el pomo y podía sentir
cómo se movía ligeramente. Intenté no
respirar. La probó de nuevo.
—¡Eh, Jim!
El otro volvió.
—¿Qué pasa?
—La puerta está cerrada. Y no hay
señales de que haya sido forzada. No
tiene ni un arañazo.
—No tiene sentido, sin embargo, que
volviera a salir a la lluvia, cuando tenía
un lugar seco donde esconderse.
—¡Espera! Está aquí dentro, claro
que sí. Fíjate. La puerta del garaje
estaba cerrada, y también lo estaba la
ventana, porque tuvo que romperla. De
modo que esta probablemente no lo
estaba. Sencillamente entró y la cerró.
Suspiré. No tenía ninguna
posibilidad ahora.
—No —dijo una de las voces
rápidamente—, espera un minuto. Esta
puerta estaba cerrada. ¿Recuerdas? La
comprobamos el otro día cuando
hicimos la ronda. Alguien dejó la puerta
del garaje abierta y los chicos habían
estado jugando aquí dentro, así que
comprobamos esta antes de cerrarlo.
—Sí. Es verdad.
Me pregunté cuánto más podría
aguantar.
—Realmente es gracioso que se
fuera sin ni siquiera entrar en la casa.
Necesitaría ropa seca y algo de comer.
—Probablemente no había nada que
pudiera utilizar.
¡Oh, Dios santo, el martillo!
Entonces me di cuenta de que estaba
mirando directamente hacia él. Estaba
ahí en el mármol junto al fregadero. Lo
había entrado conmigo sin darme cuenta.
—Bien, estamos perdiendo el
tiempo aquí. Sabemos que está por ahí,
en algún sitio, de manera que habrá
forzado alguna de las otras. Y tenemos
que registrar todos los botes
camaroneros.
Roy trepó fuera de la ventana, y les
oí alejarse en el coche. Me sentí débil
mientras entraba en la sala de estar y me
derrumbé sobre el sofá. Cuando aplasté
la colilla, vi que me había producido
ampollas en los dedos.
2

AL CABO DE UNOS VEINTE minutos


volvieron. Era un poco reconfortante
saber que ya había contado con que lo
harían. Andaron alrededor de la casa
probando las ventanas que habían
olvidado la primera vez. Podía oír sus
pasos y el murmullo de sus voces, pero
no podía entender nada de lo que decían.
Se marcharon en el coche.
Me fumé otro cigarrillo e intenté
pensar. No tenía ninguna posibilidad.
Toda la zona estaría repleta de policías
ahora que sabían que me tenían cogido
en esta pequeña ciudad. Pero quizás
podría permanecer aquí dentro y
conseguir que se cansaran de esperar.
Tenía comida y un lugar caliente en el
que dormir. Si pudiera permanecer
escondido el tiempo suficiente para
convencerles de que debía de haber
salido de la zona, podrían darse por
vencidos. ¿Pero entonces qué? ¿Adónde
iba a ir y qué iba a hacer? No había
respuesta, y pensar en ello me provocó
jaqueca.
La manta era un fastidio; no hacía
más que abrirse. Encontré un par de
tijeras de cocina, le hice un agujero en
el centro para la cabeza, y me la puse a
modo de poncho. En uno de los cajones
de la cocina encontré una cuerda de
algodón para atármela alrededor de la
cintura. De esta manera no se estaba tan
mal, pero tenía que secar mis ropas.
Encendí la estufa de gas, y traje un poco
más de cuerda para utilizarla como
tendedero. Cuando la hube colocado en
la esquina, encima de la estufa, escurrí
las ropas en el baño y las colgué para
que se secaran. Puse los zapatos cerca,
en el suelo. Mi cartera era un desecho
empapado de agua. Saqué el dinero y lo
extendí por encima del escritorio para
que se secase. Ascendía a 170 dólares.
Acordándome entonces de la radio,
fui hacia allí y subí el volumen justo
para poder oír la emisora con la oreja
pegada al altavoz. Estaban tocando jazz
Dixieland. Cuando el disco se detuvo, el
disc jockey puso un anuncio y luego dio
la hora. Eran las nueve cuarenta y cinco.
Le di cuerda a mi reloj y lo puse en
hora. La música volvió a empezar.
Probé alguna de las otras emisoras, pero
no había ningún informativo. Quizás
habría uno a las diez así que la apagué.
Las estanterías estaban al lado
izquierdo de la radio. Me quedé
mirándolas, y entonces me di cuenta con
sorpresa de que todos los libros de las
dos hileras superiores eran de la misma
escritora, llamada Suzy Patton. Al
menos había un centenar.
Aparentemente, eran novelas con
sobrecubiertas llenas de colorido,
nuevas, como si estuvieran en las
estanterías de una librería. Cogí algunas
al azar y las ojeé, y vi que eran las
mismas seis novelas traducidas a
diferentes idiomas. Pude reconocer el
español, el francés y el italiano, y el que
pensé sería sueco o noruego, pero había
algunos que no había visto nunca. Todas
tenían la misma clase de sobrecubierta,
exhibiendo chicas apetitosas con
enormes escotes, polisón, y miriñaque, y
tipos apuestos luciendo uniformes
confederados. ¿Patton? ¿Suzy Pattorú?
El nombre me era familiar, pero no
había leído jamás uno de aquellos
libros; no me gustaban demasiado las
novelas históricas. Pero este debía de
ser su chalet. No podía pensar en
ninguna otra razón de por qué todas
aquellas ediciones extranjeras habrían
de estar aquí.
Eran casi las diez. Conecté la radio
de nuevo y me puse en cuclillas con la
oreja pegada al altavoz. Esta vez
sintonicé las noticias. La primera parte
estaba dedicada a Washington y Cabo
Cañaveral, y a una nueva ventisca en el
este. La Bolsa había abierto con una
baja irregular.
—Y ahora las noticias locales —
continuó el locutor.
Dos personas habían muerto en un
accidente de coche. Un chiflado había
intentado atracar una sucursal de banco
con una pistola de agua. El alcalde en
cama con la gripe asiática. A alguien no
le gustaban las escuelas. Otro pensaba
que las escuelas estaban en estupendas
condiciones. Entonces me puse en
tensión. Ahí estaba:
«Según un boletín que acabamos de
recibir, la intensa búsqueda de Russell
Foley, marinero de esta zona, se ha
centrado esta mañana en las
inmediaciones de Carlisle, en la costa
del Golfo, a unos cien kilómetros al
oeste de Sanport. La policía informa de
que un sombrero marrón parecido al que
Foley llevaba cuando se le vio por
última vez, con las iniciales R. F., fue
encontrado cerca de la estación del
ferrocarril en Carlisle justo después del
amanecer, junto con huellas y señales de
haber patinado en el barro próximo al
ceda el paso, que indicaban que Foley
había saltado de un tren de mercancías
en movimiento. La policía cree con
seguridad que se esconde en algún sitio
de la ciudad, y todas las salidas de la
zona han sido cerradas con barricadas
por la policía local, oficiales del
departamento del sheriff y la patrulla de
carreteras.
»Se busca a Foley para interrogarle
sobre el asesinato, la noche pasada, de
Charles L. Stedman, detective de
Sanport, durante una salvaje pelea
ocurrida en el apartamento de Stedman.
La policía, que había sido llamada por
los ocupantes de un apartamento
contiguo, llegó tan solo unos minutos
después de que el asaltante de Stedman
hubiera abandonado el edificio. Al no
recibir respuesta a sus llamadas,
forzaron la puerta y encontraron a
Stedman muerto de una cuchillada. El
asaltante, supuestamente identificado
como Foley por otros dos inquilinos del
edificio, se abrió paso hasta un bar en el
edificio contiguo, pero escapó poco
después por una puerta trasera.
»Foley, tercer oficial del petrolero
Jonathan Dancy de la Southlands Oil
Company, fue con anterioridad inquilino
en el mismo edificio. Se cree que su
esposa, de la que estaba separado, está
en Reno para obtener el divorcio. La
última vez que se le vio, vestía un traje
de gabardina marrón, camisa blanca,
corbata marrón a rayas, y un sombrero
marrón supuestamente encontrado cerca
de las vías del ferrocarril en Carlisle.
Tiene unos veintisiete años, mide uno
ochenta y cinco, pesa unos ochenta y
seis kilos, con pelo rojo cobrizo y ojos
azules, y la policía está convencida de
que su rostro y sus manos mostrarán
todavía magulladuras y cortes sufridos
durante la pelea que precedió al
apuñalamiento».
Eso fue todo. Apagué la radio, y me
sentí enfermo. No había descripción del
cuchillo o del arma con la que había
sido apuñalado, y no se mencionaba a
nadie más. Tenía que ser alguien que ya
estaba en el apartamento y que conocía
la salida de la parte trasera, pero yo no
había visto a nadie. Fui un estúpido al
perder los estribos y salir corriendo,
cuando me di cuenta de que estaba
muerto —no había duda de eso—, pero
realmente mi actitud no me beneficiaba.
Me fui a la cocina y me serví otro
trago de whisky; y entonces la fatiga, el
frío, y las doce horas seguidas de huida
y de temor se me vinieron encima de
golpe. Agarré otra manta, y en el mismo
momento en que me echaba sobre el sofá
cama me desvanecí y me quedé tumbado
allí.
Cuando desperté seguía lloviendo y
ráfagas de viento bamboleaban la casa.
En la habitación había más o menos la
misma luz, y por un momento pensé que
tan solo había dormido unos minutos;
entonces miré mi reloj y vi que eran más
de las tres. Estaba empapado en sudor, y
enredado en las mantas como si hubiera
estado debatiéndome y dando vueltas.
Iba a coger un cigarrillo cuando me puse
en tensión, escuchando. Era el sonido de
la puerta de un coche que se cerraba.
¿Habían vuelto para merodear? Salté
del sofá y me deslicé hasta la ventana
que daba a la calle. Atisbé, apartando un
poco la cortina, y sentí cómo la piel se
me tensaba entre los omóplatos. No era
la policía; era peor. El coche era un
Oldsmobile azul, y se había detenido
frente al garaje.
No había ningún sitio donde me
pudiera esconder, y no podía huir sin
nada puesto a excepción de una manta.
No podía hacer nada, excepto
permanecer allí indefenso y observar.
No había nadie en el coche, pero pude
oír el chasquido del pestillo cuando el
conductor abrió el garaje. Entonces
apareció ella de repente, una mujer alta
con un abrigo oscuro, sujetando un
impermeable de plástico sobre la cabeza
y hombros. Pareció oscilar levemente,
como apoyándose contra el viento,
cuando abrió la puerta del coche y se
deslizó detrás del volante. El viento
cerró una de las puertas del garaje, y
tuvo que salir de nuevo y ponerle un
tope para mantenerla abierta. Volvió a
entrar y metió el coche dentro.
Corrí a la cocina. En cuanto entrara
vería la lata de comida abierta y el café,
y tenía que sujetarla antes de que
pudiera retroceder y huir. Podía oír el
motor del coche, que seguía en marcha,
y luego un taconeo sobre el cemento. Las
puertas del garaje se cerraron de golpe
debido a una fuerte ráfaga de viento que
sacudió el chalet. Esperé junto a la
puerta en tensión. No pasó nada. Quizás
había salido fuera e iba a entrar por la
puerta principal. Volví rápidamente, sin
hacer ruido, y escuché detrás de la
ventana. No había nadie en el porche, a
menos que estuviera totalmente inmóvil.
Separé la cortina lo suficiente para
atisbar. No se la veía por ningún sitio.
La lluvia golpeaba sobre el porche y
contra la ventana.
Corrí de nuevo a la cocina y
permanecí en silencio con el oído
pegado a la puerta, esperando oír sus
pasos. Debía de estar descargando el
coche. Habían pasado ya varios minutos
desde que había entrado, y aún podía oír
el ruido del motor en marcha, apenas
audible por el ruido de la lluvia. ¿Había
descubierto el cristal roto en aquella
ventana, y huido? No, eso era ridículo.
De cualquier modo, si algo la hubiera
asustado, hubiera dado marcha atrás con
el coche. Esperé, sintiéndome cada vez
más perplejo. Había algo tétrico en
aquello. ¿Por qué no había parado el
motor? Podía oler cómo el monóxido de
carbono empezaba a filtrarse por el
canto de la puerta. ¿Estaba intentando
suicidarse?
Abrí la puerta suavemente. Incluso
con el cristal de la ventana roto, el olor
de los gases del tubo de escape era
agobiante. No la vi por ninguna parte ya
que estaba casi a oscuras con las puertas
del garaje cerradas, pero la portezuela
del lado izquierdo del coche estaba
abierta de manera que la luz interior se
encontraba encendida, y pude ver que no
estaba dentro. ¿Dónde podía haber ido?
El coche prácticamente llenaba el
garaje. Miré más atrás entonces, y la vi,
más bien vi un brazo y una mano detrás
de la rueda trasera de este lado. Había
caído entre la parte trasera del coche y
las puertas del garaje, y estaba tendida
justo debajo del tubo de escape.
Bajé de un salto los dos escalones,
abrí la puerta del coche de este lado y
cerré el encendido. Me arrodillé,
empezándome a asfixiar ya a causa de
los gases, la cogí por ambos brazos y
tiré de ella, sacándola de debajo del
maletero. Era una mujer corpulenta y
pesada, con el peso muerto y fláccido
del que está inconsciente. Jadeaba
cuando conseguí colocarla sobre mi
hombro. Me dirigí a la cocina a toda
prisa, cerré la puerta de una patada, y la
llevé corriendo al dormitorio. La hice
caer rodando sobre la cama, la giré
sobre su espalda justo debajo de la
ventana y le puse una mano sobre el
pecho. Todavía respiraba. Separé la
cortina. La ventana tenía bisagras.
Levanté el picaporte de un lado y la abrí
un poquitín, para que entrara el aire
fresco, mientras sujetaba el bajo de la
cortina, para conseguir que las ráfagas
de viento le dieran en el rostro. Llevaba
carmín en los labios, así que era
imposible saber si tenía los labios
azules o no, pero el color del resto de su
cara parecía estar bien. Unas cuantas
gotas de lluvia arrastradas por el viento
le dieron en la cara, y se removió
débilmente. Iba a restablecerse, pero si
hubiera esperado otros cinco minutos en
auxiliarla habría muerto.
Probablemente la había golpeado la
puerta cuando se cerró de golpe.
Entonces recordé la forma en que había
zigzagueado cuando volvió a entrar en el
coche la primera vez, y me incliné para
olerle el aliento. Al menos una parte de
los problemas de Suzy Patton, si es que
era Suzy Patton, radicaba en la bebida.
Yo no sabía qué tal combinaban el
monóxido de carbono y el alcohol en el
organismo humano, pero tenía el
presentimiento de que en unos minutos
iba a encontrarse muy mal.
Le quité los zapatos de tacón alto, y
abrí la puerta del baño de un puntapié.
Empezó a hacer esfuerzos por vomitar, y
yo la llevé al baño y la sostuve en pie.
Cuando acabó, mojé una toalla pequeña
en el lavabo y le humedecí el rostro,
mientras se apoyaba débilmente contra
la pared del cuarto de baño, con los ojos
cerrados. No los abrió hasta que estuvo
de vuelta en la cama. Me echó una
mirada y dijo «¡Oh, Dios mío!» y los
cerró de nuevo. Hizo un débil intento de
bajarse la falda. Se la enderecé, y se
quedó quieta. Salí a la sala de estar y
encendí un cigarrillo. Podía manejarla
sin problemas, pero si la policía pasaba
de nuevo y se daba cuenta de que las
puertas del garaje estaban abiertas,
estaba acabado. Miré mi reloj. Tendrían
que pasar al menos tres horas más, antes
de que oscureciera.
Permanecí de pie en la puerta y la
observé. Era una chica corpulenta y
llamativa, con pelo rubio casi tan blanco
como el algodón. Medía
aproximadamente uno setenta y cinco de
estatura, pensé. Probablemente tendría
de treinta a treinta y tres años. Llevaba
el pelo corto al estilo italiano. Vestía
una falda oscura, un suave suéter
grisáceo y un abrigo corto de color orín.
Llevaba pendientes de oro y un reloj de
pulsera que parecía caro, pero ningún
anillo. Era un rostro rubio y hermoso, e
incluso en su estado moribundo tenía el
sello de la vitalidad.
Salí y calenté el café. Cuando volví
con una taza, estaba sentada al borde de
la cama sujetándose la cabeza.
—Pruebe un poco —dije.
Suspiró:
—¿Todavía estás aquí? Pensé que
había muerto e ido a parar al infierno.
No parecía estar especialmente
asustada. Probablemente, tal como se
sentía en aquellos momentos
consideraba que cualquier cosa que le
sucediera ahora sería para mejorar. Le
alargué el café, y tomó un sorbo.
Encendí un cigarrillo y se lo pasé.
Le dio una chupada y se estremeció.
—¿Qué ha pasado?
—Te he sacado de debajo del coche.
Una de las puertas del garaje te debe de
haber golpeado en la cabeza.
Se palpó detrás de la cabeza e hizo
una mueca de dolor.
—Ahora lo recuerdo. Y el motor
seguía en marcha ¿no es así? He
intentado levantarme y me he
desmayado.
—Más o menos —dije.
Levantó los ojos hacia mí y sacudió
la cabeza.
—Creo que estás desenfocado.
Pareces Espartaco y suenas como el
sargento Friday. ¿Quién eres, y cómo
pudiste entrar aquí?
—Me llamo Foley —dije—. Y forcé
la entrada.
—Oh. Entonces tú debes de ser el
tipo que están buscando. Hay controles
en la carretera.
—¿Están registrando los coches?
—Solo les hacen ir despacio, creo, y
miran en su interior. Yo estaba
demasiado ocupada intentando parecer
sobria para prestar mucha atención.
Le alargué el café de nuevo. Bebió
un poco más.
—¿Por qué te están buscando? —
preguntó.
—Creen que maté a un policía.
Levantó la mirada rápidamente.
—Oh. Creo que eso salía en el
periódico esta mañana. Algo sobre una
pelea.
—Eso es —dije. Coloqué el café
sobre el tocador—. ¿Cómo te sientes
ahora?
—Fatal. Pero gracias por sacarme
fuera de ahí. Tal y como están las cosas,
me has salvado la vida.
—¿Te has de encontrar con alguien
aquí? —pregunté.
—No. ¿Por qué?
—Tenía que saberlo. ¿Es tu chalet?
Asintió con la cabeza.
—¿Entonces eres Suzy Patton?
—Exacto. Suzy Patton, la acabada.
La que fue escritora.
Me pregunté si aún estaría borracha.
—¿Qué quieres decir?
—No importa —dijo—. Es algo que
un exescritor nunca intenta explicar a
alguien que no escribe. No hay palabras,
si es que me comprendes.
—Probablemente no —dije—. Pero
no importa. Tan solo estate quieta, y no
intentes avisar a la policía o salir de
aquí.
—¿Estás intentando amenazarme? —
preguntó.
—No te pongas difícil —le dije—.
No voy a hacerte daño, pero te ataré si
es necesario.
—¿Qué esperas ganar con eso?
—Tiempo. Si puedo esconderme el
tiempo suficiente, puede que piensen que
he escapado y pueda salir.
Tenía unos ojos gris claro que no
parecían sentir miedo.
—Es una forma estúpida de actuar.
¿Por qué no te entregas?
—Me caería cadena perpetua. O me
llevarían a la silla eléctrica. Déjalo.
—Te cogerán más tarde o más
temprano. Lo sabes.
—No estoy intentando hacer planes
a largo plazo —dije fríamente—. Van
tras de mí, y si me cogen va a ser duro.
Funciono minuto a minuto. Cuando he
utilizado este minuto, empiezo con el
siguiente.
—¿Y entretanto vas a añadir una
acusación de secuestro, para
empeorarlo?
—No va a empeorar —dije.
—¿Así que te propones quedarte
aquí?
—Eso es.
Suspiró.
—Bien, ¿podría sacar el bolso del
coche? ¿O va en contra de las reglas?
—Iremos los dos y lo cogeremos.
Eso es, si crees que ya puedes andar
ahora.
—Estoy bien. Excepto que tengo un
insoportable dolor de cabeza.
Se puso los zapatos y se levantó.
Parecía estar bastante serena. Salimos
por la cocina.
—Espérate ahí en la puerta —dije
—. Yo lo cogeré.
Bajé al garaje, vigilándola al mismo
tiempo. No hizo ningún intento de dar la
vuelta corriendo y salir por la puerta
principal. Entré el bolso. Cogió agua del
grifo y se tragó un par de aspirinas;
luego volvimos a la sala de estar. La
atravesé y palpé mis ropas. La camisa y
los calzoncillos estaban casi secos, pero
el traje seguía empapado. Cuando volví
la cabeza, vi que se había metido en el
dormitorio. Quizás intentaba salir por la
ventana. Corrí a la puerta y miré al
interior. Estaba de pie ante el espejo del
tocador, retocándose con calma el lápiz
de labios. Me miró interrogadoramente.
—¿Qué sucede?
—Pensé que intentarías escapar.
—¿Con esta lluvia? No seas
estúpido.
Con los labios prietos inspeccionó
el resultado, y dejó caer la barra de
carmín en el bolso. Luego se peinó. Era
una chica muy elegante; y espectacular, y
de las que no se ponen nerviosas.
—No te asustas fácilmente, ¿no es
así?
—Ya no —dijo. Dejó caer el peine
en el bolso y me miró—. ¿Debería
hacerlo?
—¿Por qué no?
Me dedicó una sonrisa.
—He tenido dos matrimonios
fracasados. Paso de los treinta. Estoy
totalmente sola. Y estoy acabada como
escritora. Así que ¿qué es lo que me va
a hacer, señor Foley? Piensa en algo.
—De acuerdo. Pero no intentes salir
de aquí.
—¿Quién dijo que lo iba a hacer?
Este es mi chalet, ¿no es así? No tengo
la intención de ser expulsada de él por
un gladiador fuera de lugar que se
esconde de la policía.
Intenté leer lo que pasaba detrás de
aquel rostro rubio, pero no conseguí
nada. Había una posibilidad, desde
luego, de que no estuviera preocupada
porque alguien iba a encontrarse con
ella aquí. Y cuando él llegara no podría
controlarles a los dos. Bueno, todo lo
que podía hacer era esperar.
3

EL VIENTO SACUDIÓ la casa de nuevo, y


la lluvia azotó las ventanas. Pasaba un
poco de las cuatro, y dentro de dos
horas empezaría a oscurecer. Podía oír
el repiqueteo del candado de las puertas
del garaje al ser golpeadas por ráfagas
de viento. Suzy estaba sentada en la
tumbona que había junto a la mesita de
café, fumándose un cigarrillo con calma.
—¿No ponía en el periódico que
eras un oficial de la marina mercante?
—dijo.
—Exacto —dije—. Tercer oficial de
un petrolero.
—¿Entonces por qué tuviste
problemas con un policía? Tú no eres un
criminal.
—Era personal —repliqué—. No
tenía nada que ver con que fuera un
policía.
—¿Fuiste allí con la intención de
matarle?
—No.
—¿Entonces por qué lo hiciste?
—No lo hice.
—¿Qué?
Oí un coche que venía por la
carretera. Girándome con rapidez, me
escurrí hacia la ventana y atisbé. Era un
coche de la policía, que pasaba
lentamente con sus limpiaparabrisas
golpeando contra la lluvia. Siguió
adelante, pero volvió a los pocos
minutos, y tuve que volver a repetirlo
todo de nuevo. Pasó sin reducir la
velocidad. No se habían dado cuenta.
Suspiré. Ella dijo algo.
—¿Qué? —pregunté, apartándome
de la ventana.
—¿Era un coche de la policía?
Asentí.
—¿Por qué estás tan preocupado?
No tienen ningún motivo para entrar
aquí.
Le conté que ya habían estado antes.
—Si descubren que tu coche está
aquí ahora, van a entrar solo para
asegurarse de que estás bien.
—Oh —dijo—. ¿Así que este es el
motivo por el que no podemos encender
la chimenea?
—Desde luego.
—¿Qué harás si vienen?
—¿Qué puedo hacer? —Me encogí
de hombros—. Si no acudes a la puerta,
sospecharán que pasa algo, y entrarán.
Creen que voy armado.
—Entiendo —dijo.
Alargué la mano para tocar de nuevo
las ropas. El traje estaba aún húmedo.
Cuando me di la vuelta ella estaba
observándome. Apartó la mirada. Era la
segunda o la tercera vez que lo hacía, y
me pregunté qué estaba pensando.
—¿Estabas armado cuando fuiste al
apartamento de ese detective? —
preguntó.
—No —dije.
—¿Estabas borracho?
—Había tomado cinco o seis copas.
—Debías de saber que podría estar
armado. Después de todo, era un
policía.
—Supongo —dije de mal talante—.
Ni siquiera pensé en ello. Todo lo que
me interesaba era partirle su gorda cara.
Y en cuanto a lo de tener yo un arma,
podría haber tirado veinte de ellas ya.
Tal como está mi caso, un abogado me
aconsejaría que me declarara culpable y
rezara.
Ella sacudió la cabeza.
—Pensaba que el periódico decía
que lo mataron con un cuchillo. Eso
demostraría que no ibas armado. ¿De
quién era el cuchillo? ¿Tuyo?
—¿Cómo lo voy a saber? —dije—.
No lo vi.
—No lo dirás en serio.
—Claro que no. Es solo que la silla
eléctrica evidencia lo que hay de payaso
en mí. ¿Te gustaría ver mi imitación de
Red Skelton?
—No te pongas sarcástico. No te
estoy obligando a permanecer aquí.
Se recostó en la tumbona y señaló
hacia el sofá con su cigarrillo.
—¿Por qué no te sientas y me lo
explicas todo?
—¿Qué te importa? —pregunté.
—Probablemente, nada. Pero si
vamos a permanecer encerrados juntos
el resto de nuestras vidas, también
podríamos charlar.
Me senté enfrente de ella, al otro
lado de la mesita, y encendí un pitillo.
—Había tenido problemas con él
antes. Hace unas dos semanas le
amenacé con aplastarle la cabeza si no
iba con cuidado. Lo hice delante de
testigos, así que eso también ayuda. No
te molestes en decirme que este tipo de
cosas son estúpidas; lo sé, pero cuando
se trata de individuos como Stedman
tengo muy poco aguante. Es un
conquistador, uno de esos tipos
terriblemente engreídos y vanidosos que
tienen que dar de sí lo más posible para
que todas las chicas tengan una
oportunidad. Especialmente aquellas
cuyos esposos pasan mucho tiempo
fuera.
»Mi esposa era cantante de un club
nocturno. Hemos estado casados un año.
Pero no funcionó demasiado bien,
porque no es fácil estar casada con un
sujeto enrolado en un petrolero, a menos
que, precisamente, te guste estar sola la
mayor parte del tiempo. Subimos hasta
la costa este y volvemos como un tren de
circunvalación, estamos quince días
fuera y uno en casa, con la excepción de
que tenemos unas largas vacaciones una
vez al año. No lo pudo aguantar. En el
último viaje descubrí que había estado
saliendo con Stedman. Era soltero y
tenía un apartamento en el mismo
edificio, el Wakefield, en el n° 1200 de
la avenida Forest. Tuvimos una auténtica
pelea, y la misma noche me tropecé con
Stedman en el bar Sidelines, ubicado en
la manzana siguiente, y discutí con él. El
dueño del local es un buen amigo mío y
nos interrumpió, disuadiéndome de mis
propósitos.
»La otra tarde cuando atracamos, me
enteré. De lo del divorcio, quiero decir.
Ella estaba en Reno con el coche y la
mayor parte de nuestra cuenta bancaria
conjunta. Hacia las nueve llegué a la
parte alta de la ciudad desde la
refinería, y me detuve en el Sidelines
para tomar unas copas, y cuanto más lo
pensaba más me enfurecía. Quiero decir,
no estaba deshecho por ello; qué
demonios, lo nuestro casi estaba
acabado, pero no me gusta que me tomen
por un primo, al menos no individuos
como Stedman; así que subí a su
apartamento.
»Cuando abrió la puerta y vio quién
era intentó cerrarla de nuevo, pero entré
de un empujón y le golpeé. No llevaba
el arma ni la pistolera, desde luego,
porque estaba fuera de servicio, pero
distaba mucho de ser una persona fácil
de vencer. Era un poco más pesado que
yo, y realmente sabía pegar. Dejamos su
sala de estar completamente patas
arriba. El gerente de los apartamentos
empezó a aporrear la puerta diciendo
que iba a llamar a la policía. Nos
habíamos zurrado de lo lindo y nos
quedamos sin aliento a los cinco
minutos.
»Cuando salí, Stedman estaba de
rodillas en el centro de la sala de estar,
intentando levantarse, y yo mismo no
estaba en mejores condiciones. Estaba
grogui a causa de los puñetazos que
había recibido, y algunas heridas que le
había hecho en la cara me habían
manchado de sangre las manos y la ropa.
El gerente se había ido del pasillo, pero
me encontré con dos inquilinos que me
conocían de vista. Volví al Sidelines,
pero antes de llegar oí la sirena y vi un
coche patrulla que se detenía frente al
Wakefield. Una vez en el bar, me metí en
el servicio para lavarme. Tardé unos
tres o cuatro minutos en quitarme la
sangre y arreglarme la ropa; entonces oí
a unos policías que entraban en el bar
para buscarme. Desaparecí por la puerta
trasera que daba al callejón, ya que no
quería pasar la noche en la cárcel y
arriesgarme a perder mi barco por la
mañana, y me figuré que para cuando
volviera del siguiente viaje aquello se
habría olvidado, y como máximo tendría
que ir y pagar una multa. Para entonces
ya empezaba a llover; me metí en un
cine.
»Era sobre la una de la madrugada
cuando salí. Telefoneé al Sidelines y le
pregunté a Red Lanigan si la borrasca se
había calmado lo suficiente como para
que pudiera volver y tomar un trago, y
entonces fue cuando se me empezó a
derrumbar el techo. Fingió que yo era
otra persona, y dijo que Stedman había
muerto de una cuchillada y que la
policía estaba desmontando la ciudad
intentando encontrar a un marino
llamado Foley. Pensé que estaba
bromeando, pero antes de que pudiera
decir nada más me colgó. Telefoneé al
apartamento de Stedman. Contestó un
hombre sin identificarse, y no era la voz
de Stedman. Aún seguía sin tener ningún
sentido, pero estaba empezando a
asustarme. Paré un taxi, pensando pasar
por el bloque de apartamentos y ver si
había coches de policía enfrente; pero el
conductor no hacía más que mirarme por
el retrovisor. Al principio pensé que era
debido al ojo morado y a las
magulladuras que tenía en la cara, pero
luego empecé a pensar. Quizás la policía
había radiado mi descripción, así que le
pagué y me bajé, le seguí mientras se
alejaba en dirección contraria, y me metí
en un callejón, y en menos de dos
minutos la esquina donde me había
apeado estaba rodeada de coches de
policía. Imagino que entonces perdí la
cabeza completamente. Estuvieron a
punto de cogerme dos veces durante la
siguiente hora, y la última vez fue cerca
de los almacenes del ferrocarril. Les
perdí en medio de la oscuridad y la
lluvia, y vi un tren de mercancías que
salía de la estación. Corrí y me subí,
metiéndome en un vagón.
Ella sacudió la cabeza.
—Probablemente, esta es la historia
más fantástica que he oído nunca.
—Exacto —dije—. ¿Así que
debería entregarme y explicársela a ver
si se ríen?
—¿No hubo ningún cuchillo durante
la pelea? ¿Y tú no viste ninguno?
—No —dije.
—¿Y él estaba de rodillas, aún vivo,
cuando tú saliste?
—Eso es. Quizás salió peor librado
de la pelea, pero no estaba malherido,
no más que yo. Era un chico bastante
fuerte.
—¿Cerraste la puerta al salir?
—Supongo que sí. Estaba bastante
aturdido, pero hubiera sido lo lógico.
Asintió con la cabeza.
—¿Dices que el gerente se había ido
a llamar a la policía, pero que había
otras personas en el pasillo?
—Exacto. Había una mujer que
estaba medio fuera de la puerta del
apartamento de al lado. Probablemente
ya había llamado a la policía. Al menos,
según las noticias de la radio, fue algún
vecino. No sé cómo se llama, pero la
conocía de vista, y supongo que ella me
conocía a mí. Se escondió cuando me
vio salir de la puerta de Stedman. Y
luego me encontré con otro inquilino por
la escalera.
Hizo un gesto con el cigarrillo.
—No es eso lo que quiero decir.
Aparentemente no hay problema en
cuanto a identificación. Pero cuando
saliste, ¿esta mujer no pudo haber visto
su sala de estar? ¿Y confirmar que aún
estaba vivo?
—Imposible —dije—. Estaba en su
propia puerta, en el mismo lado del
pasillo.
—¿Y cuánto tiempo supones que
pasó desde que tú saliste hasta que la
policía llegó y le encontró muerto?
—No lo sé —dije—. Entre tres y
cinco minutos probablemente. Bajé un
tramo de escaleras y salí del edificio;
me encontraba a una manzana de
distancia cuando el coche patrulla se
detuvo en la entrada. Tuvieron que
averiguar qué apartamento era, y luego
forzar la puerta.
—¿Cómo sabes que tuvieron que
forzarla?
—Lo dijo la radio.
Asintió.
—Entonces tú debiste de cerrarla, y
era de cierre automático.
—Probablemente. A menos que él la
cerrara, o entrara o saliera alguien más
después de mí.
—No —dijo ella—. Esa mujer no
hubiera abandonado su asiento de
primera fila. Se hubiera quedado allí
vigilando el vestíbulo hasta que llegara
la policía. Si alguien más hubiera
entrado o salido, ella lo habría dicho.
—Entonces tenía que ser alguien que
ya estaba en el apartamento cuando yo
llegué.
—¿Cómo pudo salir?
—A través de la cocina y bajando
por la escalera de servicio que da al
garaje en el sótano. Hay una salida a un
callejón, en la planta baja.
—Humm —dijo—. ¿Pero tú no viste
a nadie más en el apartamento?
—No. Pero únicamente estuve en la
sala de estar.
—¿No viste ningún abrigo, chal,
sombrero, o bolso, o algo?
—No. Aunque tampoco me habría
dado cuenta si hubiera habido uno.
Estaba furioso, solo vi a Stedman.
—Si había alguien ahí, ¿por qué iba
a decidir de repente matar a Stedman?
Probablemente, sería un amigo o un
conocido.
—O una de sus amiguitas. No lo sé.
Todo lo que sé es que él estaba bien
cuando salí de la habitación, y que
apenas cinco minutos después estaba
muerto.
—¿Piensas que alguien se lo va a
creer?
—Claro que no. ¿Por qué crees que
hui?
—Tienes una cosa en tu favor —dijo
—. Es lo bastante estúpido como para
ser verdad. Cualquiera podría inventar
una historia mejor.
Me encogí de hombros, y me levanté
para merodear nerviosamente por la
habitación. La luz se desvanecía
gradualmente dentro de la casa. Me
volví, y sus ojos me miraban. Esta vez
no apartó la mirada y sacudió la cabeza
pensativamente.
—Sigo intentando decidir si te
pareces más a un gladiador romano —
dijo— o a un disoluto monje medieval
al que han cogido en el dormitorio
equivocado.
—Bueno, mis ropas estarán secas
dentro de un momento.
—Oh, no me importa. Es una
combinación fascinante: una sotana y un
ojo morado.
Había algo provocativo en su tono, y
cuando me volví rápidamente para
mirarla vi lo mismo en sus ojos. Me
coloqué a su lado. Se apartó sutilmente,
y me senté en el borde de la tumbona.
—¿No podemos encender el fuego?
—preguntó en tono burlón.
—No.
—Piensa en lo agradable que sería
—Sonrió—. El hogar encendido y el
sonido de la lluvia.
—Y la policía derribando las
puertas a patadas.
—A lo mejor podría hacer que se
fueran.
—Seguro que podrías —dije.
—¿No lo crees así? —Pasó un dedo
suavemente sobre el cardenal que tenía
en la mandíbula—. ¿Duele?
—No —dije.
La besé. Sus labios se separaron y
sus brazos se apretaron ferozmente
alrededor de mi cuello. Luego susurró
en mi boca.
—Es el aspecto que tienes con esa
ropa. No he podido apartar mis ojos de
ti.
La besé de nuevo. Su garganta emitió
un pequeño quejido, pero luego se
desasió de mí y se levantó. Su rostro
estaba sonrojado y su respiración era
desigual, cuando eludió mis manos y
corrió hacia la habitación contigua. La
cogí junto a la cama.
—Hace tanto frío aquí dentro —
murmuró—. ¿Cerraste esa ventana?
Alargué la mano por encima de la
cama para apartar la cortina y
asegurarme, y entonces me golpeó con
un hombro y ambos brazos. Giré en
redondo, aterricé en una esquina de la
cama, y resbalé hasta el suelo. Salió
corriendo hacia la sala de estar y cerró
la puerta de un portazo. Me levanté,
enfurecido. Lo echaría todo a perder
escapándose de esta manera; no había
cerradura en la puerta.
Salí corriendo tras ella, golpeé la
puerta y giré el pomo. Se abrió menos
de un palmo, y se quedó atascada, y me
di de bruces con ella. Algo la sujetaba
por la parte inferior. Pude oír el sonido
de sus tacones mientras corría a la
cocina. Enfurecido, retrocedí y volví a
golpear la puerta tan fuerte como pude.
La parte superior saltó hacia afuera unos
cuantos centímetros, pero la parte
inferior apenas se movió. Oí la
portezuela del coche que se cerraba en
el garaje, y luego el motor que se ponía
en marcha. Arremetí frenéticamente
contra la puerta, y esta vez conseguí que
cediera. Era demasiado tarde. Estaba
saliendo marcha atrás del garaje. Corrí a
la ventana delantera, justo a tiempo de
verla salir con el impermeable de
plástico sobre la cabeza, cerrar las
puertas del garaje, y luego con calma
volver a entrar en el coche y marcharse.
Ella sabía que estaba segura una vez
estuviera fuera de la casa.
Me alejé, maldiciendo amargamente,
y encendí un cigarrillo. No servía de
nada ni siquiera el intentar huir; ellos
estarían aquí en menos de cinco minutos.
Al demonio con ella, de todas maneras;
era esta la recompensa por salvarle la
vida. Luego me maldije por haber sido
tan estúpido de dejar las llaves en el
coche. Me había olvidado de ellas en
las prisas por librarla de aquel
monóxido de carbono. Y ahora le había
dejado que me tomara el pelo.
¿Pero cómo había atrancado la
puerta? Ahora ya no importaba, pero fui
hacia allí y lo miré. Era ingenioso.
Había metido la punta del atizador
debajo. El atizador tenía un gran mango,
actuando a modo de cuña; cuanto más
empujaba, más se atascaba. Suzy era una
chica muy ingeniosa. La llamé eso, y
varias otras cosas.
Fui al otro lado, arranqué mis ropas
de la cuerda de un tirón, y me vestí.
Encontraría un coche de policía a un
kilómetro de allí, y era mejor que
estuviera preparado para cuando
llegaran. Me saqué la manta y la lancé
con rabia al otro lado de la habitación.
Me detuve para escuchar, pero no oí
nada, excepto la lluvia. Pasó un minuto y
otro, mientras me ponía los pantalones,
la camisa y los zapatos. ¿Qué estaban
haciendo, acercarse a hurtadillas? Ella
debía de haberles dicho que no iba
armado. Fui a la ventana y atisbé. La
carretera estaba desierta y barrida por la
lluvia en la creciente oscuridad, sin que
se vieran coches por ninguna parte.
Pasó toda una hora antes de que me
atreviera a creerlo. No había informado
de que estaba aquí. Me pregunté por
qué. ¿Había tenido un accidente?
Antes de que hubiera oscurecido
totalmente, comí un poco de carne en
conserva y bebí una taza de café.
Apagué la estufa de gas por temor a que
pudiera verse a través de las cortinas,
me aseguré de que las puertas exteriores
estaban cerradas y me acurruqué en el
sofá con una manta. Seguía lloviendo.
Daba sensación de soledad.
El Dancy habría zarpado esta tarde,
y ya habría salido de las boyas marinas
y se estaría abriendo paso en dirección
sudeste hacia los estrechos de Florida.
Encendí un cigarrillo y di una rápida
mirada a la hora. Yo estaría subiendo al
puente llevando un impermeable para
iniciar mi turno de guardia. La nostalgia
y la añoranza me envolvieron. Las
aparté de la mente.

Por la mañana seguía lloviendo, no tan


fuerte, pero con una continua llovizna
gris que parecía como si pudiera seguir
así durante una semana. Hice café y
escuché las noticias de la radio. La
policía seguía convencida de que me
tenía cercado en las inmediaciones de
Carlisle y continuaban mi búsqueda. La
única cosa que podía hacer era
permanecer allí tanto tiempo como
pudiera. No había manera de explicar
por qué ella no había ido a la policía;
pero no lo había hecho, así que
probablemente no iba a ir. Registré el
lugar, intentando encontrar una cuchilla
para poder afeitarme, pero no había
ninguna. El ojo morado estaba aún
hinchado y con mal color; pasarían días
antes de que desapareciera. Y para
entonces la barba de color rojizo tendría
peor aspecto. De cualquier manera,
atraería la atención; parecía no haber
solución.
El día transcurría lentamente.
Registré las hileras de libros de Suzy
hasta que encontré una edición en inglés
e intenté leer. La acción ocurría en
Nueva Orleans durante la Guerra Civil,
y estaba llena de intriga y de ardientes
escenas de cama. La mayoría de las
chicas eran menudas y rubias, con un
alto grado de fogosidad y un bajo punto
de inflamación. Sus descripciones eran
como versiones a escala reducida de la
misma Suzy; y el pensar en ellas me la
recordaba y me hacía sentir incómodo.
Después de un rato guardé el libro.
Y justo al anochecer, oí un coche que se
acercaba y se detenía frente al garaje.
Miré afuera. Era Suzy.
4

ENTRÓ EL COCHE, cerró el garaje, y


subió corriendo al porche delantero. Oí
su llave en la cerradura. Entró y cerró la
puerta rápidamente. Llevaba otro
conjunto de suéter y falda, y un abrigo
oscuro, y su rostro estaba ligeramente
húmedo por la lluvia. Llevaba un
maletín debajo del brazo.
Empecé a decir algo, pero sacudió
la cabeza a modo de advertencia.
Acercándose me susurró al oído:
—Hay algunos hombres por la
carretera, a pie. Tenemos que darnos
prisa. He vuelto para sacarte de aquí.
—¿Cómo? —pregunté—. ¿Y por
qué?
—No hay tiempo para preguntas.
Ponte el abrigo, y saca esa cuerda de
tender, mientras vacío los ceniceros y
me deshago de las latas de comida. No
podemos dejar ninguna señal de que has
estado aquí.
Me puse el abrigo, recogí mi
billetero, me metí la corbata en el
bolsillo, y quité la cuerda. Puso en
orden el lugar a toda velocidad, y
recogió la manta que yo había utilizado
como poncho. Me hizo un gesto para que
la siguiera y salimos al garaje. Ahora ya
casi no había luz y apenas podía ver la
silueta del coche. Ella abrió el maletero
y solo pude distinguir que la rueda de
recambio había sido quitada, y que
había algunas mantas, un abrigo y un
sombrero.
Me puso los labios contra la oreja.
—Métete. Lo arreglaré para que
puedas respirar ahí dentro.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—A Sanport. Es el lugar más seguro
para ti por ahora. Date prisa. Van a
empezar a registrar estos chalets.
Me metí dentro y me acurruqué
sobre las mantas. Bajó la tapa
lentamente para calcular el espacio
libre, y luego la apretó hasta que el
pestillo emitió un chasquido. Estaba
encerrado. Se me ocurrió, ahora que era
demasiado tarde, que estaba
completamente a su merced. Todo lo que
tenía que hacer era conducir hasta el
coche patrulla o la comisaría de policía
más cercanos y entregarme como a una
ostra sobre media concha, si quería. Al
ayudarme se estaba arriesgando mucho,
y sin embargo había aceptado mi
historia sin hacer preguntas. Pero de
todas formas, si hubiera querido
entregarme, lo hubiera hecho ayer, ¿no
era así? No lo sabía. Ya nada tenía
sentido.
Oí el golpeteo de sus tacones cuando
volvió a entrar en la casa. Regresó al
cabo de dos o tres minutos, puso algo
dentro del coche, y abrió las puertas del
garaje. Sacó el coche marcha atrás.
Podía oír la lluvia tamborileando sobre
el metal, justo encima de mi cara. Cerró
el garaje, e iba a entrar de nuevo en el
coche, cuando oí otro chapoteo a través
de los charcos de la carretera que
teníamos detrás. Se detuvo.
Pequeños escalofríos me corrieron
por la columna cuando oí el gruñido y la
cháchara de la radio de la policía. Unos
hombres estaban bajando del coche. Se
acercaron al nuestro.
—¿La señorita Patton? —preguntó
uno de ellos.
—Sí —dijo fríamente—. ¿Qué pasa?
—Estamos registrando estos chalets
buscando a ese hombre, Foley, que se
esconde por aquí. ¿Estuvo usted ahí
dentro ahora mismo?
—Solo unos pocos minutos —dijo
—. Volví a buscar los papeles que
olvidé cuando estuve aquí ayer. ¿Por
qué?
—¿No vio ninguna señal de que
hubiera forzado la entrada?
—No. Todo parecía estar bien.
—¿Entró usted en todas las
habitaciones?
—Sí —dijo—. Pero, espere. Lo que
sí observé ayer fue que alguien había
roto un cristal de la ventana del garaje.
—Ya lo sabemos. Bueno, ya no la
entretendremos más.
Volvieron a pasar junto al coche, se
metieron en el coche patrulla, y se
alejaron por la carretera. Suspiré
aliviado. Ella retrocedió fuera de la
calzada, se detuvo y arrancó hacia
adelante. En un momento, noté que el
coche giraba a la derecha. Estábamos en
una de las calles principales que subía
atravesando la ciudad y dividía en dos
la autopista. Oí pasar otros coches. El
tráfico se volvió más denso, y dos veces
nos detuvimos en los semáforos. Podía
oír a los peatones que cruzaban. Luego
giramos a la derecha una vez más, y
aceleramos. Estábamos en la autopista.
Entonces, bruscamente, redujimos
velocidad y empezamos a avanzar poco
a poco. Nos detuvimos, y luego
arrancamos de nuevo lentamente. El
control de carreteras, pensé. Oí de
nuevo una radio de policía, a no
demasiada distancia, y la voz de un
hombre dijo:
—Muy bien, señora.
Empezamos a ganar velocidad.
Suspiré lentamente. Estábamos fuera de
su alcance.
Intenté adivinar adónde me llevaba,
y por qué, pero renuncié. Ella había
dicho a Sanport y, si había adivinado
correctamente todos los giros, esa era la
dirección en la que íbamos, pero
quedaba en el misterio a qué parte de la
ciudad se refería y qué estaba tramando.
Intenté adivinar qué hora era, y pensé
que debían de ser más de las seis.
Probablemente afuera estaba oscuro, a
juzgar por la impenetrable oscuridad
que reinaba en el maletero. Me podía
mover un poco, y parecía haber gran
cantidad de aire. Escuché el agudo
quejido de los neumáticos sobre la
carretera mojada, y deseé que fuera una
buena conductora. Encerrado en el
maletero entre llamas sería una forma
horrible de morir. Entonces me dije que
ya tenía suficientes cosas por las que
preocuparme ahora.
Al cabo de una hora, empezó a
reducir velocidad y volvió a girar. Los
sonidos cambiaron. Ya no había tantos
coches que iban en dirección contraria.
Disminuyeron, hasta que pareció que nos
encontrábamos casi solos en la
carretera, y además la carretera era
incluso diferente. No estaba
alquitranada y conducía más despacio.
Me pareció oír la resaca del mar. Se
detuvo y apagó el motor. Podía oír la
lluvia de nuevo, tamborileando
suavemente sobre el metal, sobre mí. Al
poco estaba colocando la llave en la
cerradura.
Salté fuera. Había apagado los faros,
pero me di cuenta de que nos
encontrábamos en una playa desierta con
una ligera resaca que subía por la arena,
justo más allá de donde estábamos.
Detrás había la oscura línea de unos
matorrales. La lluvia caía suavemente
sobre mi cabeza.
—Coge el abrigo y el sombrero —
dijo, y se metió rápidamente en el coche.
Los saqué, cerré el maletero y me
senté a su lado. Podía ver únicamente la
pálida mancha de su rostro y la rubia
cabeza.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—West Beach, al sur del aeropuerto
—replicó—. Estamos bastante seguros.
En una noche como esta, no vendrán
muchos coches por aquí.
—¿Me vas a dejar aquí? ¿Es eso?
—No te voy a dejar para nada. Eso
es, a menos que quieras que te deje. ¿Lo
quieres?
—No bromees —dije—. ¿Pero por
qué estás arriesgando el pescuezo de
esta manera? Podrías pagarlo muy caro.
—Lo sé —dijo—. Toma.
Sacó cigarrillos de su bolso y le dio
un golpe al encendedor. Pude ver el
contorno de su rostro y los ojos grises
de mirada alerta y débilmente cínica, en
el suave resplandor naranja que produjo
la llama.
—¿Cuál es el trato? —pregunté.
—No hay trato —dijo fríamente—.
Excepto que podrías interesarme. Es
posible.
—¿Por qué no avisaste a la policía
cuando te escapaste ayer? Pensé que lo
ibas a hacer.
—Naturalmente, pero descubrí que
no podía. No estoy segura del porqué. A
lo mejor fue porque salvaste mi vida, a
pesar de que no estoy segura de que
valga la pena salvarla. De todas
maneras, me fui a casa y no dije nada,
pensando que simplemente podría
dejarte que te escondieras ahí hasta que
encontraras una oportunidad de
escabullirte y huir.
—Entonces, ¿por qué volviste?
—Por varias razones. En primer
lugar, pensé en tu historia y empecé a
comprobarla. Es interesante. Y entonces
se me ocurrió que si te cogían en el
chalet, podría verme implicada y
acusada de esconder a un fugitivo.
Después de todo, podía probarse que yo
había estado ahí después de que
hubieras entrado, y, por lo tanto, debía
saber que estabas en el lugar y no lo
había denunciado. De modo que sería
más seguro seguir adelante, sacarte de
allí y llevarte a un lugar donde no te
pudieran encontrar. Esta tarde he leído
en el periódico que registrarían todos
aquellos chalets.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—A mi apartamento —dijo—.
Sanport es el último lugar en que te
buscarían ahora, y estarás
completamente fuera de la vista hasta
que se te cure la cara. Te he conseguido
más ropas. Pero vamos a tener que
esperar hasta medianoche para entrar sin
que nadie te vea. Entre tanto, hay muchas
cosas que quiero decirte.
—Yo también tengo que decirte un
par de cosas —dije—. Creo que eres
maravillosa. Y un millón de gracias.
Hice un movimiento hacia ella. Puso
una mano sobre mi pecho.
—Tranquilo chico. No empieces con
el numerito del coche aparcado. No
somos adolescentes, además he dicho
que quería hablar contigo.
—De acuerdo. ¿Qué pasa?
—Primero, quiero hacerte una
pregunta. ¿Hasta dónde crees que puedes
confiar en tu amigo Red Lanigan?
Cuéntame algo sobre él.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Qué
sabes sobre Red?
—Prácticamente nada, excepto que
he hablado hoy con él.
—¿Sabe quién eres?
—No —replicó—. Le he llamado
por teléfono diciendo simplemente que
era una amiga tuya y que a lo mejor
podría ayudarte. Lo que estaba
haciendo, desde luego, era comprobar tu
historia, o, al menos, la parte de ella que
él conocería. Y ha explicado igual que
tú. Creo que estás diciendo la verdad, y
también estoy empezando a creer que
había alguien en el apartamento de
Stedman cuando llegaste allí. Y he
sacado la conclusión de que también
Lanigan cree que existe tal posibilidad.
¿Qué hay de él?
—Es un buen chico. Fue jugador
profesional de rugby. Yo también había
jugado al rugby en la escuela superior, y
estoy chalado por el juego profesional,
así que nos hemos hecho muy buenos
amigos en los dos años que hace que le
conozco. El Sidelines es un bar de
barrio, y yo vivía en el edificio de al
lado. Eso es, cuando estaba en el puerto.
Así que era un cliente asiduo; ya sabes
cómo son estos sitios de barrio. A veces
nos vamos a pescar juntos durante mis
vacaciones. Fue Red el que me impidió
saltar sobre Stedman ahí en el bar en mi
último viaje. Stedman también
acostumbraba frecuentarlo bastante, ya
sabes. Junto con varios otros detectives.
Pero ¿a qué viene todo eso?
—Creo que tiene algo que decirte.
Sobre una chica.
—¿Qué chica? —pregunté
rápidamente.
—Él no lo sabe, excepto que piensa
que Stedman podría haber estado
enredado con ella.
—Stedman estaba enredado con
muchísimas chicas. Incluyendo a mi
esposa.
—Lo sé —dijo—. Lanigan me contó
un poco sobre él. Y, dicho sea de paso,
tu esposa está en Reno, por si tenías
dudas. La policía lo comprobó a través
de la policía de Nevada.
—¿Por qué? —pregunté.
—Intentando establecer tus motivos.
Ella admitió haber ido con Stedman a
clubs nocturnos un par de veces, pero
dijo que esto es todo lo que hubo.
—Seguro, seguro —dije—. Él solo
era un boy scout. Todo el mundo lo
sabe. ¿Pero qué hay de la otra chica?
—No me dijo mucho. Saqué la
conclusión de que era solamente una
idea que tenía, pero quiere que te pongas
en contacto con él. Sugirió que llamases
a la cabina telefónica que hay en el bar.
Me dio el número. ¿No supondrás que
eso podría ser una trampa? Quiero decir,
que la policía podría interceptarla.
Pensé en ello.
—No. No lo creo. Red tiene mucho
que perder si se pone en una posición
peligrosa para ayudarme a esconderme
de la policía, pero no creo que me
traicionase. Quiere utilizar la cabina
telefónica porque es una cabina cerrada
y podría hablar sin que le oyeran.
¿Dónde podría conseguir un teléfono sin
que me vieran?
—En mi apartamento —dijo—. Pero
pasarán horas antes de podernos meter
en él sin tropezamos con alguien.
—Quizás en una estación de
servicio.
—Espera —interrumpió—. Ya lo sé.
El parque de diversiones de la playa al
final del bulevar Tarleton. Está cerrado
en esta época del año, pero hay algunas
cabinas telefónicas en la acera.
—¿Te importa? —pregunté.
—Vamos —replicó—. Ponte el
abrigo y el sombrero. Y súbete el cuello.
Estaba a menos de diez kilómetros
arriba de la playa, una especie de Coney
Island en miniatura, a unos cinco
kilómetros del centro de Sanport.
Encontramos pocos coches. Los dos
muelles donde estaban las atracciones,
cerrados durante el invierno, aparecían
oscuros y llenos de malos presagios
bajo la lluvia. Ella aminoró la
velocidad. A la izquierda, todas las
cabinas estaban cerradas, y la única
iluminación provenía de las farolas de
la calle. Podía ver el oscuro arco de la
gran noria y el accidentado y negro
trazado de la montaña rusa.
—Allí hay una —dijo ella.
La blanca cabina telefónica se
encontraba a la izquierda, cerca de la
entrada de un restaurante especializado
en bistecs que estaba tapiado. Se detuvo
y sacó un pedazo de papel de su bolso.
—Este es el número. Y una moneda
de diez centavos, por si no tienes
cambio.
Me deslicé fuera del coche y crucé
la calle con el cuello del abrigo subido
y el ala del sombrero inclinada sobre el
rostro. Pasó un coche, pero yo estaba al
otro lado de espaldas a sus faros.
Cuando cerré la puerta de la cabina se
encendió la luz. Me encorvé sobre el
aparato, con la espalda hacia la acera,
sintiéndome desvalido. Marqué el
número.
—Bar Sidelines —contestó la voz
de un hombre. Deseé que no fuera uno
de los amigos de Red que estaban en la
policía.
—¿Está Red Lanigan ahí? —
pregunté.
—Un minuto.
Le oí gritar:
—¡Eh, Red!
En el jukebox sonaba música
cubana. Esperé, escuchando la lluvia
sobre el techo de la cabina.
—Diga, Lanigan al habla.
—Red, oí que querías que llamara.
—¿Quién es? ¡Oh, Bill!, ¿dónde
demonios estás? Pensaba que ibas a
venir —Le oí cerrar la puerta, y luego
siguió, hablando con calma y rapidez—.
Jesús, irlandés, era un tipo de
homicidios el que contestó el teléfono.
Estaban precisamente hablando de ti.
Escucha, no me digas dónde estás; no
quiero saberlo. ¿Te ha dado tu amiguita
el mensaje?
—Sí —dije—. ¿Qué sabes?
—No sé nada; tan solo estoy
intentando hacer que tengan sentido unas
suposiciones descabelladas. No creo
que lo hicieras, o no hubieras
telefoneado aquí de nuevo la otra noche.
He intentado decírselo a la policía, pero
no quiere saber nada. Eres su chico
hasta el final.
—¿Había algo sobre una chica?
—A eso voy. Si tú no lo hiciste, tuvo
que ser alguien que ya estaba allí arriba.
¿De acuerdo? Quizás un expresidiario,
alguien a quien él había metido en la
cárcel. O algún chivato a quien estuviera
acosando demasiado. Pero lo más
probable, puesto que fue en su
apartamento, es que fuese una mujer. Ya
conoces su reputación con las nenas.
¿Sigues ahí?
—Sigue disparando —dije.
—De acuerdo. Esto te pondrá al día,
pero no es muy prometedor para
empezar. A Stedman lo mataron con un
cuchillo de caza con empuñadura de
hueso. Suyo. Normalmente lo tenía sobre
el escritorio de su sala de estar para
abrir las cartas. Desde luego no hay
huellas dactilares. Era una de esas
empuñaduras talladas. No hay indicios
de que hubiera habido alguien más en el
apartamento aquella noche. Excepto tú.
Dejaste cantidad de huellas. Los chicos
de homicidios dicen que la sala de estar
parecía como si los dos hubierais estado
jugando al polo con excavadoras. Pero
no hubo nenas. Quiero decir, no había
colillas de cigarrillo con lápiz de
labios, ni vasos de cóctel, nada. No
había más huellas que las suyas. Llegó
alrededor de las ocho treinta de la tarde,
solo, y no volvió a salir, por lo que se
sabe. No se vio a nadie entrar en su casa
más tarde, excepto tú. Fue alrededor de
las diez, y nadie salió después de que tú
lo hicieras. Eso es definitivo.
»Pero hay una entrada posterior,
desde luego. Eso tú lo sabes; tu
apartamento tiene la misma disposición,
y ahí está de lo que estoy hablando. Él
estuvo aquí alrededor de las ocho esa
noche, justo antes de irse a casa, y me
compró una botella de champaña, de
manera que esperaba compañía.
Empezaba a excitarme.
—¿Sabes si la abrió?
—No. Estaba aún en la nevera. Eso
lo echó abajo, por lo que se refiere a los
chicos del cuartel general. Pero, con
todo, podrían haber estado a punto de
abrirla cuando tú aguaste la fiesta. O a
lo mejor ella entró por la entrada trasera
mientras tú y Stedman os sacudíais el
uno al otro en la sala de estar.
—Stedman conocía un montón de
chicas —dije—. ¿Piensas en alguien en
particular?
—Sí. Aunque es pura especulación.
Es una nueva. La encontró hace unos
días, justo aquí en el bar. Y lo único que
bebía eran cócteles de champaña.
—¿Quién es?
—Ahí está; no lo sé. Pero no
importa. Lo que quería decir es que le vi
ligar con ella, y me dio la impresión de
que había venido para eso. No tan solo a
por cualquiera, sino a por Stedman. Y
créeme, esta nena podía conseguir cosas
mejores; ya se había quitado de encima
al menos a dos antes de él.
—¿La volviste a ver alguna vez?
—Una. Tres o cuatro días más tarde,
dio la casualidad de que yo pasaba por
delante del Wakefield a eso de las once
de la mañana, justo cuando ella salía por
la puerta principal. Estoy bastante
seguro de que no vive allí, así que
Stedman debía de haber tenido éxito.
Pero no es eso lo que quiero decirte. Lo
más hermoso de todo, es que cuando ella
entró en el bar recordé que la había
visto antes. No es una chica que puedas
olvidar. Si estás interesado en ella, a lo
mejor sé dónde puedes encontrarla.
—¿Dónde? —pregunté.
—Mira. No sé el número, pero hay
un pequeño café en la calle Denton,
cerca del canal navegable. Aquello es
una especie de zona industrial, llena de
almacenes, fábricas pequeñas, y todo
eso. Este lugar está justo al otro lado de
la calle, frente a la Comet Boat
Company. Ya sabes, donde hacen esas
cáscaras de nuez y lanchas fueraborda.
Aquel bote mío en el que
acostumbrábamos ir a pescar estaba
hecho por ellos. Bien, fui a sus oficinas
hará aproximadamente un mes con un
amigo mío, que está intentando
conseguir una licencia para representar
el artículo, y nos detuvimos para tomar
una taza de té. Y ahí es donde la vi. Eran
alrededor de las diez de la mañana, y
entró con otras tres chicas. Era el típico
grupo de compañeras de oficina que van
a tomar café, de modo que trabaja en
algún lugar de esa zona. A lo mejor,
incluso en Comet, no lo sé.
»Si la ves no puedes equivocarte. Es
un auténtico tipo latino, ojos marrón
oscuro, y un pelo tan negro que parece
azul, peinado en una de esas medias
melenas que se meten para dentro. Labio
superior pequeño, dientes muy blancos,
un metro sesenta y cinco, una de esas
chicas de aspecto explosivo de las que
nunca estás totalmente seguro de si te
van a dejar helado o te van a hacer
estallar en llamas. Unos veinticinco o
veintiséis años. No llevaba alianza. Las
tres veces que la vi llevaba pendientes
largos.
—Un millón de gracias —dije—.
¿Algo más?
—Otro castillo en el aire, y esto es
realmente ir lejos. Stedman pertenecía al
departamento de atracos, ya lo sabes.
Tenía un compañero llamado Jack
Purcell, un tipo realmente frío. Uno de
esos individuos tranquilos que no tienen
un nervio en el cuerpo. Bien,
probablemente estabas en el mar cuando
ocurrió, pero Purcell se suicidó hace
solo unas tres semanas. No había nota y
nadie pudo encontrar ningún motivo que
lo indujera a ello.
—¿Fue suicidio?
—¿De qué otra forma lo podían
llamar? Se encontraba en casa mientras
su esposa estaba en el cine. Le
dispararon en la cabeza con su propia
treinta y ocho, que estaba en el suelo
junto a su cuerpo con sus huellas
dactilares. Era una herida por contacto,
como lo llaman ellos.
—Bueno, estas cosas pasan —dije.
—Pero muy raras veces a gente
como Purcell. Me doy cuenta de que
parece una tontería, pero sigo pensando
que podría existir una conexión. Justo
después del suceso, un amigo mío me
contó que pensaba que Purcell quizás se
hubiera pasado. Dijo que le vio una vez
en un coche con una morena que era un
auténtico bombón. Ten cuidado,
irlandés.
Salí de la cabina telefónica. Un
coche venía por ese lado de la calle. Me
detuve, esperando a que pasara antes de
cruzar. Entonces, cuando pasó junto a
una farola, vi que era un coche patrulla.
Di la vuelta y empecé a andar
lentamente por la acera con la espalda
hacia las luces que se acercaban. Llegó
a mi altura y entonces se paró. Mi
espalda se congeló con repentino temor.
—¿Busca a alguien por aquí? —
preguntó una voz.
No había problema; no podían ver
mi rostro en la oscuridad. Luché para
hacer que mi voz sonase despreocupada.
—No. Solo estaba dando un paseo,
oficial.
—¿Bajo la lluvia? ¿Dónde vive?
Antes de que pudiera contestar, un
rayo de luz me dio de lleno en la cara.
Intenté apartarme, pero era demasiado
tarde.
—¡Eh! —rugió la voz—. ¡Vuelva
aquí!
Oí cómo la portezuela del coche se
cerraba detrás de mí, y pasos que
corrían. El que seguía en el coche estaba
intentando enfocarme con el proyector.
—¡Deténte Foley! Dispararemos.
Jamás conseguiría llegar vivo a la
esquina. Y si lo conseguía, el otro me
estaba siguiendo con el coche. Vi una
abertura entre dos cabinas a mi derecha,
y me lancé dentro. La parte trasera de
los edificios estaba en total oscuridad,
pero pude distinguir el oscuro contorno
de la gran noria y de algunas de las otras
atracciones. Crucé bruscamente hacia la
izquierda, corrí otros quince metros, y
me quedé inmóvil contra la pared. Justo
más adelante había otra esquina. Avancé
poco a poco, silenciosamente, y en ese
momento él se precipitó en la parte
trasera de los puestos de diversiones,
balanceando el rayo de la linterna.
—¡Joe! —aulló—. Ves con el coche
al otro lado, y cubre la calle de atrás de
manera que no pueda llegar a la manzana
siguiente. Y llama.
El coche siguió adelante y giró en la
esquina. El que iba a pie había corrido
hacia atrás y estaba haciendo grandes
círculos con la luz de su linterna
alrededor de la gran rueda. Me deslicé
silenciosamente por el estrecho corredor
que había entre los dos pequeños
edificios, y me asomé a la avenida de la
playa. Él Oldsmobile había
desaparecido. Había conseguido
escapar mientras estaban ocupados
conmigo, y probablemente ni se habían
fijado en ella. Solamente se veía un
coche, a unas dos manzanas. Crucé
disparado la calle y salté por encima del
borde de la acera opuesta. Aterricé
sobre la arena, perdí el equilibrio y caí.
Estaba cerca de uno de los muelles de
las atracciones, y la larga playa se
extendía delante de mí, negra y desierta
bajo la lluvia. Me levanté y corrí. Podía
oír las sirenas gimiendo detrás de mí, a
medida que los coches de policía
empezaban a aparecer en tropel en la
zona. Corrí hasta que me dolió el
costado y el respirar se convirtió en una
agonía.
Al fin me senté, con la espalda
apoyada en la pendiente de cemento del
rompeolas. La lluvia tamborileaba sobre
el ala de mi sombrero. Ahora, ellos
sabían que estaba de nuevo en Sanport.
Y había perdido a Suzy. No sabía su
dirección, o su número de teléfono, e
incluso aunque pudiera encontrar otra
cabina telefónica exterior, no podía
llamarla. Tenía ciento setenta dólares en
el bolsillo, pero no diez centavos.
5

LOS DIENTES me empezaron a


castañetear al empaparse de agua mis
ropas. Tenía que encontrar algún lugar
para escapar de la lluvia, y a menos que
descubriera un escondite antes del
amanecer me cogerían. En aquellos
momentos, cada policía de la ciudad
estaba en alerta, y emitirían mi
descripción por la radio. Con este ojo
morado y la barba incipiente de color
rojizo para delatarme, no podría mover
un pie sin ser reconocido.
¿Qué tal un hotel, o una pensión de
baja categoría? No. Eso sería suicida.
Todavía tenía una llave de mi propio
apartamento en Wakefield, pero lo
tendrían rodeado por delante y por
detrás. Quizás conseguiría llegar a la
estación del ferrocarril de nuevo, y
coger otro tren de mercancías; reprimí
un impulso de gritar, o reír. Debía de
estar volviéndome loco. Esto me
llevaría justo de vuelta a donde había
empezado hacía cuarenta y ocho horas.
Estaba dando vueltas y vueltas en un
círculo vicioso, en una pesadilla. Yo era
un conejo mecánico corriendo
perpetuamente delante de una jauría a lo
largo de una oscura pista de carreras,
bajo una lluvia que había estado
cayendo desde el principio de los
tiempos. Pensé en el puente del Dancy, y
en café caliente, y en mi propia
habitación y en las hileras de libros, y
las partidas de póquer en la sala de
oficiales calentada por el vapor.
Arranqué aquella visión de mi
mente, y entonces empecé a pensar en el
apartamento de Suzy, y en el calor y en
la seguridad, y en la misma Suzy.
Maldije cansadamente, había estado tan
cerca… Entonces me levanté de un
salto. ¿Qué demonios me pasaba? Aún
podía llegar allí. Todo lo que tenía que
hacer era encontrar otra cabina
telefónica y buscar su dirección. No
debía telefonearla. Tenía toda la noche
por delante —no podían ser mucho más
de las ocho— y podía hacerlo a pie. No
podría preguntar direcciones, pero
conocía la ciudad bastante bien, y lo
más probable era que estuviera en una
calle que yo reconociese. Y si no lo era,
quizás en la guía vendría un mapa. No lo
recordaba, pero algunas lo tenían.
Lo primero que había que hacer era
desaparecer de esta zona, conseguir
estar a kilómetros de distancia. Debían
de estar registrando manzana a manzana.
Anduve por la playa en dirección oeste.
De vez en cuando pasaba un coche por
la calzada a mi derecha y por encima de
donde yo estaba. Me mantuve fuera del
alcance de sus faros. Después de un
largo rato crucé la carretera y me metí
hacia el interior. Encontré un camino
vecinal cubierto de conchas que seguía
un perezoso riachuelo. La lluvia seguía
cayendo. El abrigo estaba empapado y
ya pesaba. Se apoderaban de mí
temblores incontrolables que duraban
minutos. Cada vez que veía venir un
coche, me lanzaba fuera de la carretera y
me escondía.
A lo lejos, a la izquierda, podía ver
balizas centelleantes. Aquello debía de
ser el aeropuerto internacional. Entonces
encontré más luces delante de mí. Me
estaba acercando a la autopista que
entraba en Sanport desde el oeste, desde
donde estaba Carlisle. Empecé a pasar
frente a más casas, y ya estaba en una
urbanización de viviendas suburbanas.
Circulaban pocos coches, y no había
peatones. Algunas de las casas estaban a
oscuras. Aquello me pareció extraño,
hasta que tuve que pasar bajo otra
inevitable farola y miré mi reloj: eran
las once y treinta y cinco. Había estado
andando tres horas por lo menos. Dentro
de otras siete, o algo más, amanecería.
Me pregunté si podría seguir andando
todo aquel tiempo, o si podría llegar a
su casa. Debía de estar evidentemente al
otro lado de la ciudad, a diez o doce
kilómetros de allí. Vi un coche de
policía delante de mí, y me metí en una
oscura calle lateral. Un perro me ladró y
los dientes me empezaron a castañetear
de nuevo, y tuve que apretar las
mandíbulas para que pararan. Torcí de
nuevo, yendo todavía en dirección a la
autopista. Tenía que encontrar una
cabina telefónica y en aquella zona no
habría ninguna.
A pesar de eso localicé una, en el
extremo de un centro comercial
suburbial. Una estación de servicio
ubicada en la esquina estaba cerrada,
con tan solo una única bombilla
encendida tras la pared de cristal que
daba a la calle de la oficina, y a la
vuelta había una cabina tentadoramente
abierta. Las calles estaban desiertas a
excepción de los pocos coches
estacionados cerca del cine que aún
estaba abierto en la manzana de más
abajo. Di un vistazo alrededor y crucé.
Cuando me metí dentro de la cabina y
cerré la puerta, la luz se encendió, y me
sentí como si estuviera de pie desnudo
sobre un enorme escenario ante un
público de miles de personas. Cogí la
guía de teléfonos, que colgaba de su
cadena, y empecé a pasar hojas
torpemente con unas manos que
temblaban sin control. De mi sombrero
cayó agua sobre las páginas.
Parker… Parkhurst… Patterson…
Patton… Aquí estaba.
Patton, Robert… Patton, R. H…
Patton, Stewart… Patton, Stephen R…
Patton, Víctor E… No figuraba ninguna
Suzy Patton.
Claro que estaba. ¡Tenía que estar!
Pasé de nuevo un dedo tembloroso por
la columna. Sacudí la cabeza. Luego,
por alguna razón insensata que no podía
comprender, empecé a contarlos. Había
treinta y siete Pattons, pero no había
ninguna Suzy Patton, no había siquiera
un S. Patton, o un S. Lo que-sea Patton.
Dejé caer la guía y me froté fuertemente
la cara con una mano.
Suzy Patton era un seudónimo, o
tenía un número que no figuraba en la
guía. ¡En una ciudad de seiscientos mil
habitantes!; empecé a reír. La cabeza me
daba vueltas. Corté la risa, y salí
empujando la puerta; cuando la lluvia
me golpeó en el rostro mi mente se
aclaró un poco y me quedé helado de
frío y temblando. Seguí andando, ya que
no podía hacer otra cosa. Si me detenía,
probablemente me helaría. Bueno, al
amanecer ellos me cogerían y estaría en
una agradable y cálida sala de
interrogatorios, con una luz blanca
dándome en la cara; y justo antes de que
me viniera abajo y me volviera loco
podría firmar una declaración e irme a
dormir.
Me detuve en seco. Quizás había aún
una posibilidad, si pudiera telefonear a
Red… Miré a mi alrededor, intentando
orientarme y sacar mi mente de su
entumecimiento. Estaba en un tranquilo
distrito residencial bajo oscuros sauces.
Me apoyé contra el tronco de uno y me
obligué a mí mismo a pensar. ¿Qué
habría hecho ella? Irse a casa, sabiendo
que no existía posibilidad alguna de que
pudiera encontrarme de nuevo. Y se
daría cuenta de que yo no podría
encontrarla, ya que no estaba en la guía.
Red era la única persona que los dos
conocíamos, el único contacto común.
Quizás le había llamado.
No, no lo haría desde luego.
Después de haberse escapado por los
pelos allí en el parque de diversiones
era probable que hubiera tenido más que
suficiente, y le tuviera sin cuidado
volverme a ver alguna vez. Había tenido
suerte al conseguir ella misma escapar.
¿Pensaba yo que estaría lo
suficientemente loca como para darle a
Red una dirección, cuando no le conocía
y no tenía ninguna garantía de que podía
confiar en él? ¿Cómo sabía ella que él
no se la daría a la policía? La idea era
absurda, pero persistía. Era la única
esperanza que me quedaba, y no podía
obligarme a mí mismo a dejarla escapar.
¿Pero cómo iba a llamarle? No tenía
una moneda de diez centavos. La idea de
que tenía ciento setenta dólares, pero no
tenía diez centavos me pareció el mejor
chiste del año, y me reí. Se me ocurrió
que estaba empezando a delirar. Me
aparté del árbol y seguí. Cinco o seis
manzanas más adelante vi un pequeño
bar. Estaba al otro lado de la calle, con
una copa de cóctel de neón encima de la
puerta y un letrero que decía: «TERRY
MAC’S». Había tres coches aparcados
frente a él, y a ambos lados había
tiendas que estaban cerradas. Retrocedí
dentro de un portal y lo contemplé
ávidamente. El pedazo de papel que ella
me había dado seguía en el bolsillo del
abrigo, lo saqué y lo estudié bajo la
pálida luz, memorizando el número.
Luego miré de nuevo hacia el bar.
No, sería insensato. Entonces me fijé
en una cosa extraña. La lluvia había
empezado a rebotar. Caía sobre la
brillante acera negra y saltaba en el aire
como diminutos perdigones blancos. Se
había convertido en aguanieve y eso lo
dejaba zanjado. Estaba calado hasta los
huesos y moriría de congelación antes
de la mañana si no me refugiaba en
algún sitio. Una posibilidad remota era
mejor que ninguna. Me apreté aún más el
cuello del abrigo sobre el rostro, me
bajé de un tirón el ala del sombrero, y
crucé la calle.
Dentro estaba oscuro y lleno de
humo. Un hombre y una chica estaban
sentados en unos taburetes más o menos
en el centro de la barra; detrás de ellos,
más allá, había un hombre solo. El
barman era un crío de aspecto irlandés
de veintipocos años, con pelo color
negro azulado y unos dientes
increíblemente blancos. Todos
levantaron la mirada cuando entré,
fijaron la mirada brevemente, y dejaron
de hablar. Al fondo había un jukebox y
una cabina telefónica.
—Un trago de bourbon, solo —dije
—. Y dame el cambio en monedas de
diez centavos.
Coloqué un dólar sobre el
mostrador. Los tres clientes se miraron
los unos a los otros y luego se quedaron
absortos ante sus vasos, como si no
hubieran visto nunca antes una bebida.
—Sí, señor —dijo el barman con
cordialidad, evitando mirarme.
Puso la bebida y el cambio sobre la
barra. Agarré las monedas, arrojé el
whisky al interior de mi boca de una
sola vez, y ya me estaba moviendo en
dirección a la cabina telefónica antes de
que empezara a abrasarme bajando por
mi helada garganta y explotara.
Cerré la puerta de golpe, dejé caer
torpemente la moneda dentro de la
ranura y marqué el número con un dedo
que parecía un pedazo de madera
insensible. Los temblores se apoderaron
de mí nuevamente, y pude oír cómo el
agua de mis ropas caía al suelo. ¿Dios,
no van a contestar nunca? Me desplacé
un poco y lancé una mirada hacia la
parte delantera de la barra. De momento,
nadie se había movido.
—Bar Sidelines.
Esta vez fue la voz de una chica.
—Red Lanigan —dije, luchando con
el castañeteo de mis dientes.
La chica se fue. Esperé, sintiéndome
casi borracho después de aquel único
trago de whisky. La cabeza me daba
vueltas. Entonces cogieron el auricular.
—Lanigan al habla.
—Red oye…
Ahogó una risita con indulgencia.
—Mira, inconsciente cabeza vacía.
Si tienes que emborracharte, al menos
podrías hacerlo aquí —Le oí cerrar la
puerta de un puntapié—. Jesús, me
alegro de que pudieras llegar a un
teléfono. Escucha, ella llamó.
—¿Qué dijo? —le atajé.
—A. H.
—¿Qué?
—Eso es todo. Me dijo que te dijera
A. H. «A» de alegre, «H» de hombre.
Ruego al cielo que tú sepas lo que
significa. Yo no lo sé.
—Gracias —dije.
Colgué. Oh, tú, hermosa chica rubia
inteligente. Cogí la guía telefónica, y
mientras la abría lancé otra mirada hacia
la barra. Ya era demasiado tarde. El
barman irlandés fingía fregar algunos
vasos en el fregadero con la mano que
tenía en aquel lado mientras sostenía el
auricular del teléfono del bar en la otra.
Estaba asintiendo con la cabeza. Le vi
volverse un poco y lanzar una mirada
hacia la cabina.
Salí y empecé a moverme hacia la
puerta. Los tres clientes volvieron al
estudio de las extrañas bebidas que no
habían visto nunca antes. Se hizo el
silencio. El barman había dejado de
hablar por el teléfono, y lo sujetaba
como si no acabara de decidir qué
quería hacer con él. Me pregunté si ya
les habría dado la dirección. Una rabia
ilógica se apoderó de mí. Estaba
cansado de ser todo el tiempo el conejo
mecánico. No era justo. Me detuve, le
cogí el auricular de la mano, levanté la
base del aparato, y tiré. El cordón se
partió debajo de la barra.
—¿Eres tú Terry Mac? —pregunté.
Parecía como si mi cabeza se fuera a
ir flotando por la puerta sin mí.
Me miró fijamente, con la cara
pálida, demasiado sobresaltado para
hablar.
—Métetelo ahí, miserable puerco
irlandés —dije, y dejé caer el teléfono,
con auricular y todo, dentro del
fregadero.
El extremo roto del cordón se quedó
colgando por encima del borde. No
quedaba nada pulcro, así que lo enrollé
cuidadosamente, y lo metí en el agua
junto con el resto del aparato. Me di la
vuelta y me fui sin mirar atrás.
El aguanieve repiqueteó sobre mi
sombrero y me golpeó en el rostro. Eché
a correr, y justo antes de dar la vuelta a
la esquina miré por encima del hombro.
El barman y uno de los hombres estaban
de pie en la entrada para ver en qué
dirección me iba. Cuando había corrido
ya otra manzana, oí las sirenas.
Seguí adelante, sintiendo cómo mis
pies se levantaban y se balanceaban y
golpeaban el cemento hasta que cada
respiración era una agonía. Giré, y giré
de nuevo, y perdí el sentido de la
orientación. Vi unos faros que se
acercaban bajando de una calle que
cruzaba la mía. El coche empezó a girar
hacia mí, y justo antes de que sus faros
me enfocaran, me lancé a un lado dentro
de un seto de adelfas. Lo atravesé, y
quedé tendido sobre un charco de agua
con el aguanieve golpeándome
tranquilamente el sombrero y un lado de
la cara. Mi brazo había dado contra algo
metálico e incómodo. Pasé la otra mano
por encima y lo toqué. Era un aspersor
para el césped. Pensé medio
amodorrado que sería una vergüenza si
lo ponían en marcha.
Pasaron más coches por la calle,
haciendo oscilar los faros. No sé cuánto
tiempo estuve tendido ahí. Después de
un rato, recuperé el aliento y me moví un
poco, luchando con la modorra. Quería
dormir, pero algo me hizo incorporar
sobre manos y rodillas. Ahora no se oía
nada. Hacía mucho rato que no pasaban
coches. Salí del seto y empecé a andar.
Después de unas cuantas manzanas
los dientes me empezaron a castañetear
de nuevo. Pensé que era una buena
señal; no creía que a uno le
castañeteasen los dientes cuando se está
congelando. Por dos veces más tuve que
esconderme en patios para evitar los
faros de coches. Ahora lo hacía todo
mecánicamente, y durante largo tiempo
me olvidé de lo que estaba buscando.
Una cabina telefónica, me dije.
Recuerda eso; una cabina telefónica.
Estaba de pie bajo una farola y miré
mi reloj. Eran las cinco menos diez. Me
di una bofetada y miré de nuevo. Debía
de haberse parado, o yo estaba
borracho. No podía ser tan tarde.
Cochino reloj, siempre se paraba. Miré
al otro lado de la calle y me di cuenta de
que estaba contemplando con fijeza un
enorme reloj verde que había en la
ventana de una estación de servicio, y
que en este eran las cinco menos diez
minutos. Y a la sombra de la estación
había una cabina telefónica. Me
concentré en ella, con fuerza, y conseguí
echar a correr.
A de Alegre, H de Hombre. Abrí la
guía como pude y pasé las hojas
torpemente con dedos sin fuerza.
Patton…
Patton, Alvis W.
Patton, A. H… Repetí el número,
empujé la moneda dentro de la ranura, y
marqué.
Contestó casi inmediatamente.
—¿Sí? —dijo ansiosamente.
—Soy… —dije—. Soy…
Ella suspiró.
—Oh, Dios mío, he estado
esperando toda la noche. Dijo que te
había dado el mensaje hacía horas.
¿Dónde estás?
—No lo sé —dije—. Espera.
Dejé caer el auricular y salí de la
cabina para mirar el letrero que había en
el extremo del techo voladizo que había
encima de la calle. Decía: «BARRETT’S
SHELL SERVICE».
Se lo repetí.
—De acuerdo —dijo rápidamente
—. Tendré que buscarlo; no sé lo lejos
que está. Puedo tardar cinco minutos o
treinta. Quédate ahí, o tan cerca como
puedas pero sin que te vean. Iré por ese
lado de la calle con el intermitente de
giro a la derecha encendido. Si no hay
peligro sal y métete en el coche. Si no,
daré la vuelta a seis u ocho manzanas y
lo intentaré de nuevo. ¿De acuerdo?
—Sí —dije.
Colgué. Fui a la parte trasera de la
estación donde reinaba la oscuridad y
me apoyé contra la pared. La piel me
tiraba por todas partes tal y como,
imaginé, lo hacía en los lugares donde
uno tenía gota. No debía de estarme
congelando en realidad, pensé; no
sientes dolor entonces. Pasó el tiempo,
empecé a soñar que estaba en el Dancy
a la altura de Hatteras en medio de una
tormenta de nieve. No, no podía ser.
Nunca me mojaba cuando estaba en el
puente. Llevábamos impermeables. Oí
un coche que se acercaba. Fui a la
esquina y me asomé a la calle. El
intermitente del coche parpadeaba. Salí
corriendo. Se detuvo en seco y me metí
dentro. Me doblé sobre mí mismo,
sujetándome los brazos, temblando
violentamente e intentando evitar que mi
piel tocara aquellas ropas mojadas.
Condujo de prisa.
—Solo unos pocos minutos, Irlandés
—dijo.
Pensé torpemente que eso se le
debía de haber pegado de Red. Él
siempre me llamaba Irlandés.
No sabía cuánto tiempo había
pasado cuando empezamos a bajar por
una rampa y nos metimos en un garaje.
Estaba oscuro, como una enorme
caverna. Al cabo de poco me estaba
ayudando a salir. Subí por la rampa tras
ella, intentando andar sin tocar mis
ropas. Pasamos por un césped sobre el
que caía el aguanieve, y después ella
colocó una llave en la cerradura de una
gran puerta de vidrio. Dentro había un
pequeño vestíbulo con una palmera en
una maceta y dos ascensores. Estaba
muy silencioso. Uno de los ascensores
permanecía abierto, así que entramos y
ella apretó un botón. Cuando salimos, se
quitó su abrigo oscuro, y secó el agua
que había en el suelo del ascensor. Esta
no se veía demasiado sobre la moqueta
de los pasillos. No encontramos a nadie.
A continuación abrió otra puerta.
Tuve una impresión confusa de una
gran habitación con miles de libros, una
alfombra gris y cortinas de colores, y
luego que ella me llevaba a otra
habitación. Había más cortinas, y una
cama de matrimonio, una cama de
matrimonio gigante, y más allá una
puerta que daba al cuarto de baño.
Incluso el cuarto de baño era grande. Me
hizo entrar en él. Había una ducha con
puerta de vidrio. Metió la mano y abrió
los grifos, ajustándolos. Yo seguía
tiritando. Intenté decir algo. Me hizo un
movimiento negativo con la cabeza, y
me empujó dentro de la ducha.
—Siéntate —dijo.
Me senté con el agua caliente
cayéndome a raudales sobre la cabeza y
hombros. Me sacó los zapatos.
—Bien, ¿puedes mantenerte en pie?
—preguntó.
Me puse en pie. Parecía como si el
agua hirviera, pero yo seguía tiritando.
Me sacó el abrigo, y lo tiró al suelo;
luego la chaqueta. Intenté desabotonarme
la camisa, pero ella la cogió por ambos
lados y tiró con fuerza, haciendo que los
botones salieran disparados. En un
momento me quedé desnudo, de pie
sobre las ropas mojadas mientras la
humeante agua corría por mi cuerpo.
—Ahora vuelvo —dijo, y cerró la
puerta corredera.
Mi piel estaba blanca como la de un
muerto y con miles de arrugas y
espirales como en las fotografías de
huellas dactilares, y mis dientes seguían
castañeteando. La puerta se deslizó
hacia atrás y me ofreció un vaso medio
lleno de whisky. Lo bebí.
—Muy bien —dijo—. Sal de ahí. Si
te desplomas antes de llegar a la cama,
nunca podré levantarte.
Me dio una toalla y ella cogió otra.
Parecía como si me arrancaran la piel.
Me condujo al dormitorio. La cama
estaba a punto. Me empujó dentro de
ella y me tapó. Salió y volvió casi
inmediatamente con otra bebida. Me la
puso en los labios. Mis dientes
golpeaban contra el cristal como si
fueran castañuelas, pero me las arreglé
para tragarme el whisky.
—Pobre Irlandés —dijo.
Cerró la luz, dejando únicamente la
débil iluminación que iba del umbral a
la sala de estar. Entonces vi que se
estaba desvistiendo. Lanzó el suéter, la
falda y la combinación sobre una silla, y
se sentó para quitarse las medias. La
habitación empezó a bailar dando
grandes círculos. Lanzó la última prenda
sobre la silla y se deslizó a mi lado.
—Puede que esto te ayude —dijo.
Colocó mi cabeza contra sus pechos,
y un largo y suave muslo se deslizó
hacia arriba por encima de mi pierna y
se enroscó en ella mientras me apretaba
fuertemente.
—Solo es un enfriamiento.
Desaparecerá.
Luché contra la oscuridad que
intentaba engullirme.
—Tranquilo, Irlandés —dijo
dulcemente—. Simplemente duerme.
Las paredes de la habitación
empezaron a bailar ante mí de nuevo.
Intenté rodearla con mis brazos, pero
seguí tiritando.
—No puedes —dijo ella suavemente
—. Sabes que no puedes.
Tenía razón. No podía. Intenté
agarrarme inútilmente una vez más al
borde del precipicio, y luego caí, y
seguí cayendo a través de la oscuridad.
6

ERA COMO DESPERTARSE en otro mundo.


Me senté y miré a mi alrededor, casi tan
estúpidamente como si tuviera resaca. A
pesar de la enorme cama, era una
habitación muy femenina. Una tenue luz
se filtraba a través de las cortinas rosa
pálido que cubrían la pared a mi
izquierda. La alfombra tenía un suave
color marfil y las puertas correderas del
perchero eran espejos de cuerpo entero.
La misma cama poseía un cabezal
forrado de raso, una colcha dorada
doblada a sus pies y un edredón. A cada
lado había pequeñas mesitas de noche
que sostenían lámparas con pantallas
rosadas a juego, con pies de madera de
ébano. En la de mi izquierda había un
teléfono blanco, y tirado
descuidadamente sobre él un antifaz
negro de nylon o de seda con una goma
elástica. Hacía calor y reinaba un gran
silencio a excepción del débil ruido del
tráfico. Frente a mí, junto al tocador con
su espejo de alas y su montón de tarros y
botellas, estaba la puerta que daba a la
habitación de al lado. Estaba cerrada.
Se abrió a los pocos minutos y ella
se asomó. Cuando vio que estaba
despierto, sonrió y entró. Llevaba unos
pantalones Capri negros y una camisa
blanca, e iba descalza. Su blanco pelo
estaba descuidadamente despeinado, y
tenía un aspecto tan fuerte y vital como
un idealizado vikingo.
—¿Cómo te encuentras?
—Raro —dije—. Como si tuviera
resaca.
—Probablemente la tienes. Creo que
te eché medio litro de whisky.
—Realmente me desmayé, ¿no es
así?
—Tienes suerte de no estar muerto
—dijo—. Sin comida durante cuatro
días exceptuando dos latas de carne en
conserva, y luego nueve horas calado
hasta los huesos con un tiempo glacial.
Se sentó a un lado de la cama y puso
su mano sobre mi frente.
—¿Algo de fiebre?
—No lo creo —dije—. ¿Dónde
estoy?
—En el séptimo piso de los
apartamentos Lancaster, en el 2110 de
Beechwood Drive. Apartamento 703.
Son las cuatro treinta de la tarde,
viernes, y has dormido durante once
horas. Aquí estás seguro. Nadie te vio
entrar y no se nos puede oír a través de
las paredes.
—¿Hay alguna posibilidad de que te
vieran anoche? —pregunté.
Sacudió la cabeza.
—Estaban demasiado absortos
contigo. E incluso si lo hicieron, no
podrían haber tomado mi matrícula. No
encendí las luces hasta que estuve a una
manzana. Según los periódicos de la
mañana, creen que todavía te encuentras
en la ciudad.
—¿Qué significan las iniciales A.
H.?
—Amelia Holly Patton. Es mi
auténtico nombre, pero nadie lo sabe
excepto algunos amigos íntimos, así que
es como si no figurara en la guía
telefónica.
—Un truco inteligente —dije.
—Fue la única manera de que lo
supieras sin que él lo pudiera entender.
Estaba totalmente segura de que si
habías intentado encontrarme en la guía,
lo entenderías.
La cogí por los hombros y tiré de
ella hacia mí.
—Aguarda un minuto, erizo irlandés
—dijo—. Tal y como me arañaste con
esa barba…
—¿Dónde? —pregunté.
Sus ojos grises, justo encima de los
míos, mostraban un cínico regocijo.
—Sabes perfectamente bien dónde.
Después de que te desplomaras con tu
cabeza sobre mi pecho, te estuve
sujetando durante una hora hasta que
dejaste de temblar.
—Un sistema maravilloso para
descongelarme.
—No es exactamente original —dijo
—, pero es efectivo. De todas maneras,
ahora no tienes frío.
—Eso es lo que quiero decir —dije.
—Necesitas descanso. Y comida.
Deberías estar en un hospital.
Le hice bajar la cabeza y la besé. Su
boca era cálida y suave al encontrarse
con la mía, luego ansiosa y finalmente
apremiante. Intenté desabotonarle la
camisa, pero estaba tendida sobre mi
pecho. Apretó los brazos alrededor de
mi cuello. Era como si me devoraran.
Luego se volvió un poco y empezó a
desabrocharse la camisa. Se la sacó y la
arrojó al suelo. No llevaba sujetador.
—¿Ves? —dijo.
—Lo siento.
—Seguro que lo sientes.
—Quiero decir que lamento haber
estado dormido. ¿Duele?
Sonrió.
—No. Simplemente busco
comprensión.
—No entiendo de comprensión, pero
sí de admiración.
—Adivino que los irlandeses son
duros de pelar.
La tomé en mis brazos y la besé de
nuevo. Su garganta emitió un pequeño
sonido apremiante, y cuando empecé a
buscar la cremallera de la otra prenda
que llevaba puesta me tomó la mano y
me la puso en el sitio exacto.

Se metió en la otra habitación. Oí


música que venía de algún lugar al
fondo, y entonces apareció en la puerta
con un paquete de cigarrillos. Encendió
uno y me lo puso entre los dedos.
—No lo dejes ir todo de golpe —
dije—. Espera hasta que me haya
preparado.
Sonrió.
—Pobre Irlandés. La vida no es más
que una paliza tras otra.
Examiné aquella sensación de
haberme derretido, y me pregunté si
volvería a tener alguna vez fuerzas para
moverme. Intenté levantar la cabeza, y
me atacó el mareo. Encendió un
cigarrillo y se quedó de pie mirándome.
No llevaba absolutamente nada encima,
pero parecía tenerle sin cuidado. No
creía haber visto nunca con anterioridad
tanta perfección escultural reunida en
una sola zona.
—Eres deliciosa —dije—. ¿Cuánto
mides?
—Uno setenta y ocho —replicó—.
¿No es horrible?
—No. Magnífico es la palabra que
intentaba expresar.
Se tendió a mi lado.
—No me halagues.
—No. Estoy demasiado débil para
mentir en nada. ¿Pero por qué me estás
ayudando de esta manera?
—¿Por qué sigues machacando
sobre este punto? —preguntó—. Ya te lo
dije una vez. Me interesas.
—Eso no parece una razón
suficiente.
—Es relativo —dijo—. Conocí a un
anciano una vez, que se sentó en un
banco frente a una biblioteca durante
ocho meses, intentando comprender por
qué las palomas balancean la cabeza
cuando andan.
—¿Lo llegó a descubrir? —
pregunté.
—No. Pero impedía que se pusiera a
chillar.
—Tonterías —dije—. Una chica que
lo tiene todo: belleza, tipo, vitalidad,
cerebro…
—¿Has leído alguna vez una
recopilación de primeros capítulos?
Pero no importa; te dije que no había
manera de explicárselo a uno que no es
escritor, de modo que volvamos a ti para
una especie de sesión preliminar de
genialidades. ¿Tienes dinero?
—Alrededor de ciento setenta
dólares.
—¿Eso es todo?
—Sí, es toda mi pasta. Puede que me
quede algo en la cuenta del banco, y
tengo algunos ahorros y unas pocas
acciones de la Southlands Oil Company,
que en total sumarán alrededor de seis
mil; pero no lo puedo tocar.
—No importa —replicó—. Te
podría dejar dinero, de todas formas,
ese no es el gran problema. Si quieres
escapar definitivamente, es cuestión de
cambiar toda tu identidad y tu estilo de
vida. Naturalmente, no podrás volver
nunca al mar.
—No saldrá bien —dije—. Navegar
es la única cosa que sé hacer, o me
gusta. Sería como si fuera un pez con
plumas, intentando vivir en tierra. Por
eso mi esposa y yo nos peleábamos todo
el tiempo.
—De acuerdo, dejémoslo por el
momento y estudiemos otra posibilidad.
No creo que matases a Stedman, así que
a lo mejor podríamos descubrir quién lo
hizo. ¿Qué tenía que decirte Lanigan?
Se lo conté.
—Humm —dijo pensativamente.
Lanzó un anillo de humo al techo y lo
estudió—. Eso suena definitivamente
intrigante. Especialmente la
coincidencia en cuanto al compañero de
Stedman. ¿Repíteme su nombre?
—Purcell —dije—. Jack Purcell.
Asintió.
—Estoy muy segura de recordar
haber leído sobre ello. Y lo de esa chica
suena interesante.
—Probablemente hay varios miles
de morenas bien parecidas en una
ciudad como esta —dije—. Y a lo mejor
no tuvo nada que ver con lo ocurrido.
—Nunca descubrirás por qué las
palomas balancean la cabeza, si alegas
que es una ilusión óptica. Lo que hay
que hacer es intentar encontrarla. Pero
no puedes ni pensar en salir de aquí
hasta que te desaparezca ese morado del
ojo.
Se incorporó sobre un codo y
observó mi cara haciendo una
valoración crítica. Estudié las
interesantes curvas que esto daba a sus
pechos, y puse mi mano bajo uno de
ellos.
Sonrió y sacudió la cabeza.
—El eternamente invencible, o por
lo menos esperanzado. Pero en cuanto a
ese ojo, necesitará probablemente otros
tres días, al menos. Poseen unas
descripciones muy nítidas de ti, y ya es
bastante lo del pelo rojo, junto con tu
altura; pero esos cardenales son como si
llevaras un cartel con tu nombre escrito.
—Tendré que cambiar de ropa.
—Eso ya está arreglado —dijo—.
Excepto que habrá que comprarte otro
sombrero y otro abrigo. Los que
llevabas anoche están en las
descripciones ahora. Veamos, el abrigo
era de tweed, así que te conseguiré una
gabardina color tabaco.
—¿Dónde conseguiste lo otro?
—Por cortesía de mi exmarido. O
quizás debería decir del más reciente de
mis dos exmaridos. Cuando se fue, dejó
un baúl con sus efectos personales en el
trastero del edificio, y nunca lo ha
recogido. Bajé ayer y lo forcé para ver
qué podía encontrar, ya que es más o
menos de tu talla. Había dos trajes de
corte clásico, de franela gris oscuro, y
varias camisas y demás. He subido
algunos pijamas y una bata de franela
para que te los pongas por el
apartamento. Están en el segundo cajón,
en el armario.
Se levantó y entró en el cuarto de
baño. La podía oír dentro de la bañera.
Al poco rato salió vestida con una faja
pantalón y un sujetador, y se sentó ante
el tocador para ponerse las medias.
—Hay una maquinilla de afeitar en
el armario —dijo.
—Gracias —repliqué.
Me senté en el borde de la cama. Me
azotó la debilidad y el vértigo, y casi me
desplomé. Conseguí mantenerme
erguido, y la observé mientras hacía
subir el nylon por un muslo suave y
redondeado y lo sujetaba a las lengüetas
de la faja.
—Eres una chica excitante.
Hizo girar el tobillo, y tiró para
ponerla recta.
—Tranquilízate —dijo—. Ya has
tenido todas las emociones que podías
soportar.
—¿Adónde vas? —pregunté.
—De compras —dijo—. Te he de
dar algo de comida antes de que te
desplomes. Y tengo que ir a la
biblioteca. Volveré dentro de una hora.
Fue hacia el armario y se puso una
combinación y un vestido de punto.
Sentándose de nuevo ante el tocador, se
colocó los zapatos, y se puso carmín en
los labios.
—Cuéntame sobre tu esposa —dijo,
mirándome en el espejo—. ¿No estabas
enamorado de ella?
—Claro —dije—. Pero acabamos
con el amor de tanto pelear. Ella quería
que dejara el barco y consiguiera algún
trabajo en tierra; pero ¡qué demonios!,
no hay nada que yo pueda hacer en tierra
que me dé la misma cantidad de dinero.
No lo soportaría.
—¿Cómo era?
—Agradable, pero con un genio
vivo. Una pelirroja con una piel casi
transparente. Tiene un par de años más
que yo. Es cantante de club nocturno. No
muy buena, me parece; cuando la conocí
no cantaba en clubs de categoría, pero
no quería darse por vencida. Estuvo
casada una vez antes.
Frunció el ceño pensativamente,
comprobando el lápiz de labios.
—¿Si todo había terminado y
estabais a punto de romper de todas
maneras, por qué querías pelearte con
Stedman? Fue infantil.
—Lo sé, lo sé. Me comporté como
un estúpido, pero simplemente no me
gustaba ese presumido hijo de mala
madre.
Chasqueó la lengua reprendiéndome.
—De mortuis.
—¿Qué es eso?
—El presumido hijo de mala madre
está muerto. Llámale otra cosa.
—De acuerdo.
Sacó un abrigo de pieles de color
grisáceo del armario ropero y se lo
colgó sobre los hombros.
—No te distraigas y vayas a
contestar el teléfono si suena, o el
timbre de abajo —dijo mientras se
dirigía hacia la puerta.
Conseguí llegar al cuarto de baño
sobre unas piernas que eran como
espaguetis recocidos, y me di una ducha.
Encontré la maquinilla de afeitar,
coloqué una cuchilla nueva y me afeité.
Tenía el rostro demacrado, como si
hubiera perdido cinco kilos durante los
últimos cuatro días. La parte hinchada
de mi mejilla ahora estaba mejor y
apenas se notaba, pero el ojo
permanecía todavía morado, a pesar de
que había desaparecido bastante la
hinchazón. Me puse el pijama y la bata y
entré en la sala de estar.
Era una habitación grande,
enmoquetada en gris, con una larga
ventana salediza a la izquierda. Las
cortinas de color rosa estaban corridas,
pero dejaban pasar un poco de luz, y
cuando las separé ligeramente y miré
afuera, vi que el edificio daba a un
parque. El tiempo había aclarado ahora,
pero se estaba poniendo el sol, y los
árboles desnudos daban sensación de
frío. Me aparté de la ventana y encendí
la luz.
Había una chimenea, cubierta con
una rejilla, de ladrillo romano junto a la
ventana, y toda la pared que quedaba
junto al dormitorio estaba recubierta de
libros. Frente a la ventana, cerca de la
puerta de entrada, había una larga
consola de color pálido que parecía ser
un equipo de alta fidelidad, y tres
acuarelas en pesados marcos
descoloridos. El sofá y las sillas eran
ligeros y modernos. Había dos puertas
en el extremo de la habitación. Fui hacia
allí y miré la que había a la izquierda.
Era un pequeño estudio, repleto de
libros exceptuando una ventana, que
estaba tapada por unas cortinas verde
oscuro. Había un escritorio con una
máquina de escribir.
La otra puerta daba a un pequeño
comedor, y justo más allá había una
larga cocina, bastante estrecha. Entré y
encendí la luz, sintiéndome desfallecido
por el hambre. Lo único comestible que
había en la nevera era un pedazo de
queso y media botella de leche. Comí un
poco de queso, bebí un vaso de leche y
registré los armarios. Encontré un poco
de vermut y ginebra, y una lata de
cacahuetes salados. Después de
localizar una jarra, rompí unos cuantos
cubitos de hielo, mezclé varios Martinis,
me serví uno y coloqué el resto en la
nevera. Abrí la lata de cacahuetes y lo
llevé todo a la sala de estar.
Algo cayó sobre la alfombra que
estaba en la parte exterior de la puerta.
Parecía un periódico. Dejé el Martini y
los cacahuetes y escuché por un
momento y luego me asomé. El pasillo
estaba vacío y el periódico de la tarde
yacía bajo mis pies. Lo cogí
rápidamente y cerré la puerta. Encendí
una lámpara portátil que estaba al final
del sofá, tomé un sorbo del Martini y
extendí el periódico. Yo figuraba en dos
columnas de la primera página.

EL MARINERO SIGUE ELUDIENDO


LA RED DE ARRASTRE

21 de Feb. Russell Foley, marinero


local buscado por el asesinato el
pasado martes del detective de
policía Charles L. Stedman, seguía
aún en libertad este mediodía a
pesar de la intensa búsqueda que
hoy entra en su tercer día. La
policía está convencida de que se
encuentra aún en la ciudad, y todas
las terminales de autobús y tren y el
aeropuerto están siendo
estrechamente vigilados…

El relato seguía con una narración de las


dos veces que había sido visto la noche
anterior. La descripción era
escalofriantemente exacta, incluso en el
ojo morado. Se vigilaba mi apartamento.
Si salía al exterior durante los días
siguientes, me cogerían en una hora.
Estaban efectuando un registro, manzana
por manzana de todos los hoteles
baratos y pensiones de mala muerte.
Sabían que me había escondido en algún
sitio, o hubiera muerto congelado la
noche anterior. El comisario de Policía
y el jefe de Policía prometían tomar
medidas. Si me ponían las manos encima
iban a ser duros; era un asesino de
policías, y había provocado que todo
este colectivo hiciera el idiota durante
cuatro días.
En la segunda página se volvía a
repetir la historia de la pelea, de la
llegada de la policía, y del hallazgo del
cadáver de Stedman con el cuchillo de
caza en el cuello. Era en sustancia lo
mismo que había entendido del relato de
Red y del de la radio, excepto que los
policías no habían forzado la puerta. El
gerente les había abierto. No había en
absoluto mención de nadie más. Era yo.
Todo lo que tenían que hacer era
ponerme las manos encima y el asunto
estaba resuelto. Y todo lo que se
interponía entre ellos y yo en aquel
momento, era una chica que estaba
interesada en mí porque se encontraba
aburrida.
7

El MARTINI ME HIZO sentir mareado. No


me atrevía a servirme otro; tan débil y
vacío como estaba, dos me tirarían al
suelo.
Ella volvió al cabo de una hora con
una enorme bolsa de comestibles y con
aspecto excitado. Intenté ayudarla pero
negó con la cabeza. Entramos en la
cocina y vaciamos la bolsa. Contenía el
mayor solomillo doble que había visto
nunca, patatas fritas congeladas y un
paquete de dos litros de leche, entre
otras cosas.
—Tengo algo que contarte —dijo—,
pero primero debemos empezar con esta
comida. Guárdame el abrigo, ¿quieres,
Irlandés?
Lo llevé al dormitorio y lo colgué en
el armario. Cuando volví ella estaba
metiendo las patatas congeladas en el
horno y poniendo en marcha la parrilla.
Rompió una caja de brécoles
congelados y los colocó encima, y se
puso a hacer café. Me apoyé en la
nevera y la observé. Con los zapatos de
tacón alto era casi tan alta como yo, y
era digna de ver la manera como
dominaba y esculpía un vestido de
punto.
—No sé cocinar —dijo—, pero lo
que sí me parece es que tenemos que
dejar que el bistec repose un rato a
temperatura ambiente.
—Toma —le dije. Le serví un
Martini—. Dame esa información que
has conseguido.
—¿No vas a tomar uno? —preguntó.
—Ya lo he tomado. Uno más, y me
tendrás que inyectar el bistec en el
brazo.
Entramos en la sala de estar. Se sacó
los zapatos de un puntapié y colocó los
pies sobre un cojín. Sus duros ojos
grises estaban encendidos por el interés.
—Es sobre Purcell —dijo—. Se
suicidó. Pero podría no haberlo hecho.
—¿Por eso fuiste a la biblioteca?
Asintió.
—He estado repasando los archivos
de periódicos atrasados. Luego llamé a
un periodista amigo mío. Está metido en
cuestiones policiacas, y conocía a
Purcell. Dame mi bolso, ¿quieres,
Irlandés?
Se lo fui a buscar. Sacó una pequeña
cartera.
—Esto es —dijo—. El veredicto
oficial fue suicidio, pero la policía no
quedó nunca satisfecha con él. Lanigan
lo resumió muy bien cuando dijo que era
un tipo realmente frío. Era duro, aunque
de una manera civilizada. Era uno de los
pocos miembros del cuerpo que había
estudiado en la universidad, y aunque
hacía las cosas buscando su propio
provecho, era muy competente. Era
detective de primera clase, y con toda
seguridad le habrían ascendido a
sargento muy pronto. Llevaba casado
tres años con una chica muy agradable.
Buena salud y nadie le conocía
problemas financieros. En una palabra,
tenía un historial limpio. En los diez
años que llevaba en el cuerpo había
tenido que matar a dos hombres, pero
supongo que ese es el riesgo que se
corre cuando se es oficial de policía. No
parece probable que esas muertes le
hubieran preocupado. Ambos eran
hombres con largos historiales y
peligrosos, y en ambos casos fue
exculpado.
Hizo una pausa y tomó un sorbo del
Martini.
—Ahora el suicidio en sí. Vivía en
una urbanización llamada Bellehaven, a
unos diez kilómetros al norte de la
ciudad.
—Sé dónde es —dije—. Casas de
dos y tres dormitorios, a partir de quince
mil dólares.
Asintió.
—Entonces sabes dónde está el gran
centro comercial. Estuve justo ahí; es
donde compré el bistec. La dirección de
Purcell era el 2531 de Winston Drive.
Es la última calle de la subdivisión, y
corre paralela al extremo del centro
comercial. De hecho, parte de la zona de
aparcamiento del supermercado está
directamente detrás de la hilera de casas
de esa manzana.
—¿Entonces se podría aparcar en el
supermercado e ir directamente a los
patios traseros?
Sacudió la cabeza.
—No fácilmente. Toda la zona se
encuentra iluminada. Y todos los patios
traseros están rodeados de vallas de
caña trenzada de metro ochenta
cubiertas de pyracantha. Hay verjas,
pero tienen pestillos que pueden
cerrarse desde dentro. Y la de Purcell
tenía un candado. Se podía trepar por
las vallas, desde luego, pero a primeras
horas de la tarde es casi seguro que se
vería desde el aparcamiento.
»Sucedió la noche del veintiocho de
enero, hace poco más de tres semanas.
La señora Purcell se fue al cine con la
esposa del vecino. Lo hacía a menudo; a
Purcell no le gustaban las películas. Ella
se fue sobre las ocho, y no hubo duda
alguna de que Purcell estuviera vivo
más tarde; el vecino se pasó por allí a la
misma hora, y él y Purcell se tomaron
una cerveza y vieron un combate de
boxeo por televisión hasta pasadas las
nueve. Y después de que se fuera, sobre
las nueve treinta, el jefe de Purcell, el
teniente Shriver del departamento de
atracos, le telefoneó. Dijo que Purcell
parecía perfectamente normal por
teléfono. Y con toda la precisión con
que lo pudieron calcular después, eso
ocurría cuarenta y cinco minutos antes
de matarse. Los vecinos oyeron el
disparo, y lo situaron sobre las diez y
quince aproximadamente. En aquel
momento pensaron que era la explosión
de un tubo de escape.
»En el cine pasaban dos películas,
así que eran las doce y diez cuando la
señora Purcell regresó a casa. Metió el
coche en el garaje, y las dos mujeres se
dieron las buenas noches. La otra mujer
apenas acababa de entrar cuando oyó a
la señora Purcell chillar y salir
corriendo de la casa.
»En unos minutos apareció la
policía. Purcell estaba desplomado
sobre su escritorio, en la sala de estar,
con un disparo de su propio treinta y
ocho en la sien. La funda sobaquera se
encontraba en el sitió donde él la dejaba
siempre, colgada de un gancho en el
armario del vestíbulo. El arma yacía
sobre la alfombra junto a su silla. Solo
pudieron conseguir huellas parciales,
pero todas eran suyas. No había ninguna
señal de lucha, y nada que indicara que
hubiera habido alguien más allí. La
verja que daba acceso al patio trasero
estaba cerrada, y ningún vecino de la
manzana había visto entrar o salir a
nadie por la puerta principal de la casa.
No podía haber sido un accidente,
porque todo su equipo para limpiar
armas estaba guardado en la cocina. No
dejó nota alguna, pero sobre el
escritorio justo debajo de su cara había
una única hoja de papel en blanco y un
bolígrafo, como si hubiera empezado a
escribir y luego hubiese cambiado de
idea.
Era desconcertante.
—¿Qué piensas? —pregunté.
—Que le asesinaron.
—¿Por qué?
—Por varias razones, una de las
cuales tú aún no Conoces. En primer
lugar, el que la verja posterior estuviera
cerrada con candado no significa nada.
La podían haber cerrado después de
matarlo. Imagina que se hubiera quedado
en casa porque esperaba una visita.
¿Quizás una mujer? La habría dejado
abierta para ella.
—¿Pero cómo saldría ella después?
—Se arriesgaría y saldría justo por
la puerta principal. Todo lo que tenía
que hacer era andar media manzana,
girar a la derecha en la calle siguiente, y
estaría de vuelta en la zona de
aparcamiento. Después de las once de la
noche, las calles de estas urbanizaciones
están muy tranquilas.
—De acuerdo. ¿Qué más?
—No existe nada como el suicidio
repentino, Cuando un hombre se mata, lo
que hay detrás de esta decisión le ha
estado royendo durante mucho más de
cuarenta y cinco minutos. Un hombre
soltero podría mantenerlo oculto, pero
Purcell estaba casado, y su esposa dice
que no había notado nada extraño en su
comportamiento.
—Sí, pero maldita sea, estamos
hablando todavía de Purcell. No hay
conexión con Stedman, exceptuando que
eran compañeros en el departamento de
atracos.
Ella hizo un gesto con el cigarrillo.
—Y que ambos están muertos. No
olvides eso. No obstante, hay una cosa
más que tenían en común, la que aún no
has oído. ¿Recuerdas que Purcell había
matado a dos hombres en el
cumplimiento de su deber?
—¿Y?
—A uno de ellos lo mataron Purcell
y Stedman en realidad. El veintiocho de
diciembre. ¿Ves como tu coincidencia se
amplía? En poco más de un mes Purcell
se suicida, y aún no habían transcurrido
tres semanas, cuando ese Stedman es
asesinado.
La miré fijamente.
—Sí, pero mira. La policía debe de
haberlo comprobado. Una coincidencia
tan obvia como esa…
Asintió.
—Hasta cierto punto, sí. Pero
recuerda, se necesitan dos cosas para
que sea una coincidencia, y tú mataste a
Stedman. Cuando aceptas eso, se
desmorona.
Me levanté, crucé la habitación, y
volví atrás.
—Pero, por Dios, tienen que haberse
esforzado en comprobar otros aspectos.
—Lo hicieron —replicó—. Solo que
no parece que haya otros. El hombre que
Stedman y Purcell mataron era tan solo
otro matón depravado. Se llamaba
Danny Bullard, y tenía un historial que
se remontaba a diez años atrás, con dos
condenas por atraco a mano armada. Les
sacó un arma cuando intentaron
arrestarle para interrogarle sobre un
atraco a una tienda de licores. Tuvieron
que disparar.
—¿Tenía parientes cercanos?
Ella sacudió la cabeza.
—Había un hermano mayor, un
matón de puerto llamado Ryan Bullard,
pero nadie le ha visto desde hace años.
Le juzgaron y absolvieron por haber
matado a un marinero durante una
huelga, y luego desapareció.
Encendí un cigarrillo.
—¿Alguna amiguita?
—Ahora te vas acercando. Tiene que
ser una chica. Si asumimos por un
momento que a ambos los asesinaron,
las circunstancias parecen ser las
mismas: el asesino podría haber estado
allí clandestinamente, porque había sido
invitado. Eso solo quiere decir una cosa.
El único inconveniente es que no parece
haber ninguna chica.
—Excepto esa de la que me habló
Red —dije—. Tengo que localizarla.
Asintió.
—Sí. No sé qué vamos a probar si la
encontramos, pero no tenemos ningún
otro sitio por dónde empezar. De todas
maneras, no puedes arriesgarte a salir de
aquí hasta el lunes, por lo menos.
Cocinamos el bistec. Podía sentir
cómo me volvían las fuerzas con la
comida. Escuchamos música, y
sintonizamos un programa de noticias en
la radio. Seguían desmontando toda la
ciudad, manzana a manzana,
buscándome. Al poco rato nos fuimos a
la cama. Si todas las heroínas de las
novelas de Suzy eran sexys, pensé, lo
eran con honestidad. Ella tenía talento y
era apasionada y una absoluta delicia,
pero de alguna manera, incluso después
de que hubiera gritado en éxtasis y se
hubiera desplomado, uno sentía que la
desesperada infelicidad o el
aburrimiento que la aguijoneaban seguía
allí y que no le había hecho ningún bien.
Me desperté durante la noche y no
estaba. Miré mi reloj, encendiendo la
luz. Eran un poco más de las tres de la
madrugada.
La puerta que daba a la sala de estar
estaba entreabierta. Todas las luces se
encontraban encendidas y ella estaba
sentada en el suelo, en el centro de la
sala, lanzando cartas dentro de un
cuenco de plata que se hallaba unos tres
metros más allá. Se había puesto los
pantalones Capri negros, pero estaba
desnuda de cintura para arriba a
excepción del antifaz de seda negra, que
era lo único que siempre llevaba puesto
en la cama. Lo había empujado sobre la
frente, y resultaba casi llamativo en
contraste con el pelo de color blanco
plateado y la piel clara. Estaba fumando
un largo cigarrillo negro mexicano o
cubano y, junto a ella, sobre la alfombra,
había una botella de vodka y un vaso.
Estaba trompa.
Me miró con ojos vidriosos.
—¿Escuece, Irlandés? ¿No puedes
dormir?
—No —dije, y me senté en el suelo
a su lado.
Hizo volar otra carta en dirección al
cuenco. Erró. Dijo una palabra que yo
hubiera apostado que ni siquiera
conocía.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—¿Pasar? —Me miró seria como un
búho, y se sirvió más vodka—. Nada en
absoluto —Me ofreció la botella—.
Toma un poco del opio de los inútiles,
amigo, y deleitémonos en los placeres
de la carne —Hizo una pausa, hipó, y
evaluó con solemnidad su torso desnudo
y los abultados pechos de oscuros
pezones—. Y hablando de la carne,
¿viste alguna vez tanta con la que
deleitarte? Setenta y nueve kilos
inútiles.
—¿No crees que ya has bebido
bastante?
No prestó ninguna atención.
—¿No quieres vodka? ¿Entonces
bencedrina? ¿Marihuana? ¿Alguien
quiere hacer el amor?
Se inclinó. La cogí, y de alguna
forma conseguí cogerla en brazos y
levantarme. La llevé a la otra
habitación, la metí en la cama y la tapé.
—Guarda seis para los que carguen
el féretro —dijo, y se quedó frita.
Me quedé mirándola. Era una
auténtica vergüenza, pensé.
Por la mañana cuando me desperté,
eran más de las nueve y ella estaba
levantada y vestida ya para salir. Estaba
ante el tocador pintándose los labios, y
cuando vio a través del espejo que
estaba despierto, se volvió y sonrió,
aparentemente sin ninguna señal de
resaca, tan hermosamente rubia y
perspicaz como siempre.
Se acercó y se sentó al borde de la
cama.
—Siento lo de ayer noche.
—Está bien —dije—. Ojalá pudiera
hacer algo por ti. ¿Adónde vas?
Fue hacia el guardarropa y se puso
el abrigo de piel gris.
—A la calle Denton —Sonrió—.
¿No crees apropiado que a la morena la
aceche su única enemiga natural?
—Déjame eso a mí —dije—. Es mi
pichón.
No me hizo caso y se fue. Su único
enemigo natural era el aburrimiento;
tenía que hacer algo o se volvería loca.
Volvió poco antes de las once. Toda la
zona industrial que rodeaba la calle
Denton estaba cerrada los sábados. De
todas formas, había ido de compras y
llevaba dos paquetes que contenían una
gabardina y un sombrero nuevo.

—Muy bien, veamos cómo te quedan —


dijo.
Me di la vuelta, y me estudió
críticamente. Eran las siete de la mañana
del lunes. Asintió.
—El traje queda un poco estrecho en
el pecho y las mangas son un centímetro
cortas, pero no se verá cuando lleves
puesto el abrigo.
Me miré en el espejó de cuerpo
entero. Habían desaparecido las últimas
huellas del ojo morado, y con el
sombrero puesto casi no se veía el pelo
rojo como para atraer la atención. Mis
zapatos estaban lustrosos. Llevaba una
camisa blanca de cuello abotonado y una
corbata clásica, y del borde del bolsillo
superior de la chaqueta sobresalía un
pañuelo doblado y una pluma
estilográfica. Me puse el abrigo.
—Y ahora el toque decisivo —dijo.
Me entregó la cartera. Era ligera, de
las que no llevan asas, cerrada con una
cremallera, y bastante vieja y
estropeada. Dentro había un par de
revistas, algunas circulares publicitarias
y dos o tres cartas sin sentido que ella
había escrito a máquina. Tal como había
señalado, el camuflaje era perfecto.
—Cariño, estoy segura de que vas a
conseguir esa cuenta de ese Fickelfinger
hoy, y te van a dar el aumento —dijo
haciendo una mueca.
—Creo que me las arreglaré —dije
—, si no me miran a la cara muy
atentamente.
—¿Quién mira la cara de los
hombres?
—Los policías profesionales —dije
—. Exactamente la gente a la que
tratamos de engañar.
Sacudió la cabeza.
—Por lo que sabemos, no disponen
de una fotografía. Tú podrías acercarte y
pedirle fuego a cualquier policía de la
ciudad, mientras no hagas nada que
parezca sospechoso. No te muestres
nervioso. Y, por encima de todo, no
corras cuando nadie te está
persiguiendo. Quizás tan solo quiere
pedirte fuego. No temas entrar o salir
del edificio. Hay treinta y tres
apartamentos, y ni uno solo de los
inquilinos conoce al diez por ciento de
los otros, ni tan solo de vista.
¿Preparado?
—Sí —dije.
—Sal tú primero. Y ya sabes dónde
encontrarte conmigo.
—Ojalá me dejaras solo. Si me
cogen y tú estás conmigo, pueden
hacértelo pasar mal. Podrías ir a
prisión.
—Estarás mucho más seguro en el
coche. La primera vez, al menos, hasta
que superes algo el nerviosismo. Me
voy.
No servía de nada discutir con ella.
—De acuerdo —dije—. Pero
recuerda, si me meto en un lío, lárgate
de allí, de prisa.
Abrió la puerta y se asomó al
pasillo.
—No hay peligro —dijo
suavemente.
Salí. Las escaleras estaban a la
vuelta de la esquina, bajé dos pisos, y
apreté el botón de uno de los
ascensores. Subió. Salí por el pequeño
vestíbulo. Era una mañana sin viento,
fría y despejada, y había escarcha sobre
la hierba de enfrente del edificio.
El tráfico de la mañana empezaba a
desplegarse por la calle, que corría
paralela con el extremo del parque. Giré
a la derecha, andando por la acera.
Había unos cuantos peatones que
andaban con energía a grandes zancadas.
Durante los primeros minutos me sentí
desnudo y aterrorizado, y deseaba
encogerme dentro del abrigo y
colocarme el sombrero sobre el rostro.
Había una parada de autobús en la
esquina; la dejé atrás y seguí hasta la
siguiente, dos manzanas más allá.
En esta esperaban varias personas, y
también había un vendedor de
periódicos. Tiré una moneda en la caja y
cogí uno. Nadie me prestó atención.
El asesinato de Stedman seguía aún
en primera página. Tres hombres que
respondían a mi descripción habían sido
arrestados en pensiones de mala muerte,
y puestos en libertad más tarde. Me
estremecí ligeramente. Lo más peligroso
para mí era que había al menos media
docena de detectives que me conocían
de vista del Bar Sidelines. Si me
tropezaba con uno de ellos, era hombre
muerto.
Vi el Olds azul que se acercaba.
Redujo la velocidad lentamente, se paró
junto al bordillo y entré. Había un mapa
de la ciudad en la guantera, y lo
desplegué, en parte como una excusa
para mantener la cara escondida.
—Sé cómo llegar ahí —dijo—. Lo
estudié muy detenidamente el sábado. La
calle Denton está en una zona industrial
a unas tres o cuatro manzanas del canal
navegable. La ves, ahí detrás de los
muelles municipales, a unos dos
kilómetros del centro y a tres o cuatro
más arriba de la refinería Southlands.
—Ahora lo veo —dije.
Nos detuvimos en un semáforo.
—Si tenemos la suerte de encontrar
aparcamiento cerca de ese cruce, creo
que podremos vigilar las dos paradas de
autobús a la vez.
El tráfico se hacía más denso. Se
desvió de la principal, evitando la zona
del centro, y al cabo de unos quince
minutos se metió en Denton en el número
mil doscientos.
—Faltan cuatro manzanas —dijo—.
La Comet Boat Company es el 1636.
Miré mi reloj. Faltaban aún veinte
minutos para las ocho. El tráfico se
componía principalmente de autobuses y
camiones. Ella aparcó marcha atrás.
Miré a mi alrededor. En este lado de la
calle, toda la manzana estaba ocupada
por la fábrica Comet, un largo edificio
de ladrillo rodeado por una valla de reja
de acero. Directamente frente a nosotros
había un pequeño edificio con pequeñas
ventanas. El letrero decía: «GEORGE’
S». Ese sería el restaurante. Junto a él
había un importante mayorista de
equipos de fontanería.
Ella encendió un cigarrillo.
—Hay otra cafetería en la manzana
que tenemos detrás, y otra dos manzanas
más adelante. De modo que si entró en
George’s, hay muchas posibilidades de
que trabaje en las oficinas de una de las
cuatro empresas de estas dos manzanas.
Está Comet, Suministros de Fontanería
Hildebrand, y al otro lado de la calle en
la manzana siguiente se ubica la
Compañía de Pinturas Warren. Y
directamente frente a nosotros, después
de la primera esquina, se encuentra la
Compañía de Maquinaria Shiloh. Parece
que es la más importante.
Había una parada de autobuses casi
frente al café al otro lado de nosotros, y
otra en la esquina de enfrente. Teníamos
una buena panorámica de ambas. El
coche que había aparcado delante era un
pequeño sedán extranjero y podíamos
ver por encima de él. El sol empezaba a
desparramarse ahora sobre la calle, y el
aire se hacía más caliente. Bajé la
ventanilla.
—Ahí viene uno —dijo ella.
Pasó un autobús y se detuvo junto al
bordillo de más arriba. Bajaron unas
quince o veinte personas, pero todo eran
hombres que llevaban fiambreras.
—Aún es demasiado temprano para
la gente de las oficinas —me recordó.
—Sí —dije.
Me pregunté cuánto más lejos
podríamos llegar antes de darnos contra
la pared. Ni siquiera estábamos seguros
de que ella existiera. Red podría
haberse equivocado. Y no había ninguna
prueba de que la chica que él había visto
en el Sidelines tuviera nada que ver con
Stedman, aparte de que se la había
ligado. Era su principal afición.
Pasaron más autobuses, cargados
todavía de obreros. Eran más de las
ocho. Salí del coche y coloqué cinco
centavos en el parquímetro.
—Esa Compañía de Herramientas
para Maquinaria Shiloh —dijo ella
pensativamente—. No dejo de pensar en
que hay algo familiar en ese nombre.
—¿No fue una batalla durante la
Guerra Civil? —pregunté.
Hizo un movimiento de impaciencia.
—Sí, desde luego. En abril del
sesenta y dos, al sur de Pittsburgh
Landing en Tennessee, Grant y Buell
contra Johnston y Beauregard. Fue un
combate muy sangriento y
desorganizado, escuadrones de novatos
acuchillándose los unos a los otros en
destacamentos aislados, perdidos entre
los matorrales —Se interrumpió—. Pero
yo no me refería a todo eso. Lo que
quería decir era que he visto ese nombre
en algún sitio recientemente. No deja de
molestarme. Oh, bien, supongo que no
tiene importancia.
Empezaron a entrar coches en el
aparcamiento de la Comet, y ahora
empezaban a bajar empleados de
oficinas de los autobuses. Algunas de
las chicas eran morenas. Cada vez que
veía una sentía una oleada de esperanza,
pero ninguna de ellas respondió a la
descripción que me había dado Red.
—Podría haberse cambiado de
peinado en un mes —dijo Suzy—.
Podría llevarlo corto.
—A estas horas podría incluso ser
rubia.
Ella hizo una mueca.
—No disparéis, hombres, hasta que
les veáis la raíz de los cabellos.
A las nueve supimos que no había
nada que hacer. Sacó el coche de donde
estaba aparcado y condujo en dirección
a la playa. Por el camino nos
encontramos con la gran Refinería
Southlands. Al pasar ante la verja del
Departamento Marítimo me la quedé
mirando con ansia. Ella se dio cuenta.
—Aún lo conseguirás, Irlandés —
dijo.
No contesté. Me sentía demasiado
mal como para decir nada.
—¿Qué debieron de hacer con tus
ropas y tu permiso y las cosas? —
preguntó—. Quiero decir, ¿cuando el
barco tuvo que zarpar sin ti?
—Sacarlas y guardarlas aquí en el
Departamento Marítimo —dije—. En el
despacho del capitán Bryce.
Me interrumpí bruscamente,
quedándome helado de miedo. Había
empezado a sonar una sirena a menos de
cien metros detrás de nosotros.
—No te asustes —me susurró—.
Creo que iba demasiado de prisa.
El coche de policía gruñó mientras
nos pasaba delante por el carril interior
y el conductor nos hizo señales con la
mano para que nos detuviéramos. Ella
aminoró metiéndose en el arcén de grava
y se detuvo. Él se detuvo delante de
nosotros, salió y anduvo hacia nosotros.
Tenía la boca seca, y metí las manos en
los bolsillos del abrigo para esconder el
temblor.
El policía apoyó un brazo sobre la
ventanilla del lado de ella y miró
adentro. Contuve un impulso de girar la
cara hacia el otro lado. Rondaba los
treinta, enjuto, despierto, con un rostro
curtido por el viento y ojos grises
impasibles. Apenas me echó una ojeada.
—Señora, pasada la refinería, en esa
zona hay un límite de velocidad de
veinticinco kilómetros.
—Oh —dijo ella con aspecto
contrito—. Lo… lo siento, oficial. Creo
que iba un poco más de prisa que eso,
¿no es así?
—A cuarenta —dijo un poco menos
severamente. Ella era bonita, y lo
lamentaba, y demasiado inteligente para
sentimentalismos o para intentar
seducirle—. ¿Puedo ver su permiso de
conducir?
Respiré suavemente y continué
luchando con aquel impulso de
volverme e intentar esconder el rostro.
Gracias a Dios que ella era tan
espectacular; él no podía ver más allá
de ella. Le entregó su permiso. Él lo
examinó, lo golpeó pensativamente
contra la uña de su pulgar y se lo
devolvió.
—Muy bien —dijo—. Lo dejaremos
pasar por esta vez. Pero vigile. Esas
señales quieren decir lo que dicen.
—Gracias, oficial. Tendré cuidado.
Entonces, por primera vez, él miró
por encima de ella hacia mí. Por un
instante sus ojos estuvieron fijos en mi
rostro. Pareció un año. Luego se dio la
vuelta, y se dirigió hacia su coche. Se
detuvo una vez, como si fuera a volver.
Ella retrocedió volviendo a entrar en la
carretera, y cuando pasamos junto a él
nos siguió con la mirada pensativo.
Nos estábamos alejando. Vigilé el
retrovisor, conteniendo la respiración.
Luego le vi deslizarse detrás del volante
y cerrar la portezuela. Él volvió a la
carretera y nos empezó a seguir como si
fuera un enorme gato.
—¡Ahí viene! —dije—. Me ha
reconocido.
—Quizás pueda dejarle atrás. Hasta
que puedas bajarte.
—No —dije ásperamente—.
Escucha. Cuando te indique que te
detengas, para. Después de que me
agarre, vente abajo. Di que te estaba
amenazando con un arma que llevaba en
el bolsillo. Hazme caso.
Ahora no utilizaba la sirena, pero se
nos iba acercando como si no nos
moviéramos. Se puso a nuestra altura y
nos indicó que parásemos. Ella se
detuvo. Él se paró detrás de nosotros.
No servía de nada intentar salir y huir;
me derribaría antes de que pudiera
correr seis metros.
—Lo siento —me susurró ella.
—Recuerda, entré en el coche por la
fuerza.
Él llegó hasta su lado y miró
adentro. Había una sonrisa tímida en su
rostro.
—No me he dado cuenta al principio
—dijo—. Esos nombres de pila me han
despistado. Usted es Suzy Patton,
¿verdad?
Quería saber si pondría su autógrafo
en un libro de su esposa, si ella se lo
llevaba. Su esposa estaba loca por Suzy
Patton. Ella le dio la dirección. Él se lo
agradeció y se golpeó suavemente su
gorra. Nos alejamos. Al cabo de un par
de minutos saqué los cigarrillos e intenté
encender uno con mis manos tan
fláccidas e inservibles como si
estuvieran hechas de gelatina.
8

NINGUNO DE LOS DOS abrió la boca


hasta que llegamos a la playa, y ella
aparcó cerca de las escolleras a la
entrada del canal navegable.
—Entiendo por qué los fugitivos se
vienen abajo al cabo de un tiempo y los
cogen —dijo.
Asentí.
—Nadie podría soportar eso muchas
veces seguidas.
Ahora hacía más calor. El agua se
veía brillante y azul bajo el suave terral.
Un petrolero bajó por el canal, en
dirección a mar abierto. Pude ver a la
gente que había en el puente, sacándolo,
y me sentí enfermo. Nunca volveré a
estar ahí arriba. Me cogerán. Hoy,
mañana o un día de estos, y pasaré el
resto de mi vida en una celda.
Ella se había quedado silenciosa.
—¿En qué estás pensando? —
pregunté.
—Shiloh —dijo.
—¿La batalla? ¿O la compañía de
maquinaria?
—En ambas, creo. Y en fugitivos. Y
en lo que significa ser un fugitivo —
Hurgó distraídamente en su bolso en
busca de un cigarrillo. Se lo encendí—.
Imagina un soldado de la Unión —siguió
—. Quizás fue capturado cuando la
división de Prentiss fue derrotada y
enviado a retaguardia. Y entonces se
escapó desde detrás de las líneas
confederadas después de la acción de
retaguardia de Bragg y de la retirada
hacia Corinth. Estaba herido y en
territorio enemigo.
Su voz se apagó y se quedó mirando
afuera por encima del agua.
—¿Pero qué tiene esto que ver con
la fábrica?
—Nada —Entonces echó una ojeada
a su reloj—. Pero hemos de volver si
queremos llegar a la hora del desayuno.
—A partir de aquí me encargo yo —
dije—. Me dejas ahí y te vuelves al
apartamento.

Me dejó a tres manzanas de distancia y


anduve lentamente por la calle Denton a
la luz del sol. Eran las diez y quince.
Justo cuando llegaba a la cafetería
George’s, salían dos chicas por la verja
de la Comet Boat Company, que estaba
al otro lado de la calle. Una tenía el
pelo castaño, la otra era rubia. Abrí la
puerta y entré.
Había una larga barra en ángulo
recto con la puerta, y a la derecha diez o
doce mesas. Seguí adelante hasta el
extremo de la barra y me senté de cara a
la puerta. En la barra había dos hombres
y una chica, y me di cuenta de que había
más gente en dos de las mesas, aunque
aún no les había mirado. Coloqué la
cartera sobre la barra y abrí la
cremallera para sacar una de las cartas
que Suzy había escrito a máquina.
La camarera se acercó.
—¿Señor? ¿Qué desea?
Levanté los ojos.
—¡Oh!, café, por favor. Y un bollo.
—Sí, señor.
Me sirvió el café y puso el bollo
sobre un plato. Tomé un sorbo de café,
lo empujé a un lado y abrí la carta, y
mientras lo hacía eché una ojeada a mi
alrededor. La chica de la barra era una
rubia descolorida. Había dos muchachas
en una de las mesas, y una chica y un
hombre en otra, pero ninguna se
acercaba para nada a la descripción que
Red me había dado. Con la pluma
estilográfica empecé a hacer algunas
anotaciones al final de la carta. Entraron
las dos chicas que había visto salir de
las oficinas de la Comet. Pasaron cinco
o diez minutos, y el lugar empezó a
llenarse. Comí un poco de bollo, hice
durar el café todo lo que pude, y pedí
más.
Entraban por parejas y tríos, la
mayoría chicas que iban charlando y
riendo. Desde donde estaba sentado
podía vigilar la puerta sin que se notara.
Le eché una mirada a mi reloj: eran las
diez y treinta y cinco. Todo había sido
un castillo en el aire, pensé. La puerta se
abrió de nuevo. Levanté la mirada, y la
tenía justo frente a mí.
No había la menor duda. Y tampoco
la había de que Red tenía buen ojo.
Estaba con otras dos chicas en las que
nadie se fijaría nunca, a menos que se
sacaran la ropa o se tiñeran el pelo de
color morado. Se sentaron en una mesa
cerca de la puerta y pidieron café. Yo
seguí escribiendo detrás de la carta,
ocultando cuidadosamente mi
excitación.
Al cabo de un instante le lancé otra
mirada. Estaba sentada sola en un lado
de la mesa, con las otras dos sentadas
frente a ella, y mostraba el perfil
izquierdo. No llevaba anillo en la mano.
Vestía un traje sastre marrón, blusa
blanca, medias de nylon, y zapatos de
cocodrilo de tacón alto; llevaba también
un enorme bolso dé cocodrilo. El pelo
era de un negro azulado, vuelto hacia
adentro en las puntas justo por encima
de los hombros. Medía alrededor de uno
sesenta y cinco y tenía un cuerpo
estupendo. La piel tenía un ligero tono
oliváceo y los labios eran gruesos y con
un sorprendente color carmín. Ella se
volvió entonces, echando una ojeada al
recinto, y sus ojos se posaron en mí un
momento.
Me cogió mirándola, pero no
importaba. Más le extrañaría descubrir a
un hombre que no la estuviese mirando.
Los ojos eran marrón oscuro, y se podía
ver en ellos el latente fuego latino. No
me prestó atención. Volví a mis
garabatos en la parte posterior de la
carta y no la volví a mirar. Al cabo de
unos diez minutos pagaron sus cuentas y
salieron.
Volví a poner los papeles en la
cartera, encendí un cigarrillo y salí
tranquilamente. Habían girado a la
izquierda y estaban ya a una media
manzana, subiendo por la acera de este
lado. Habían pasado de largo la entrada
de la Compañía de Suministros de
Fontanería. Se pararon en la esquina,
esperaron a que el semáforo cambiara, y
cruzaron la calle Denton. Anduve
lentamente hasta la esquina. Cruzaron la
calle que la cortaba, y cuando estaban a
mitad de la manzana entraron. Era la
entrada de la Compañía de Maquinaria
Shiloh.
El cartel rezaba: «TORNOS Y
FRESADORAS». La fábrica estaba
rodeada por una valla de tela metálica
de acero. Había un edificio de oficinas
delante en la entrada, y detrás otro más
grande de ladrillo rojo oscuro. Subí por
aquel lado de la calle. Dos manzanas
más allá encontré una cervecería que
tenía una cabina telefónica, y telefoneé a
Suzy.
—La encontré —dije con entusiasmo
—. Trabaja en esa compañía Shiloh.
—Bien —replicó—. ¿Puedo ir y
recogerte?
—No. El siguiente paso es descubrir
dónde vive. Voy a intentar seguirla hasta
casa esta noche.
—Ahora son las once. Tendrás que
esperar seis horas.
—Lo sé —dije—. Pero estaré
seguro en un cine.
Tomé un autobús y me dirigí al
centro. No me sentía tan desnudo y al
descubierto entre la gran muchedumbre
que iba de compras. Pasé junto a
policías de uniforme media docena de
veces, y al cabo de poco dejé de
encogerme dentro de mis ropas cuando
veía alguno. Los cines ya estaban
abiertos. Escogí uno que tenía programa
doble y entré.
Salí a las cuatro treinta, me compré
un periódico de la tarde, y subí a un
autobús que me llevaría de vuelta a la
calle Denton. Desplegué el periódico.
«SIGUE EN LIBERTAD EL MARINERO
BUSCADO POR EL ASESINATO DEL
POLICÍA», decía un titular en primera
página. Se citaban las palabras de un tal
teniente Brannan de Homicidios que
decía que era obvio que alguien me
estaba escondiendo.
—Cualquier persona que sepa el
paradero de Foley y oculte esa
información es culpable de encubrir a un
fugitivo —decía él—. Esto es un grave
delito.
En la parada siguiente se sentó un
hombre a mi lado. Concentré mi
atención en el periódico, consciente de
que él también lo estaba mirando.
—Pandilla de polis —dijo—. Todo
el cuerpo de policía no es capaz de
localizar a un marinero estúpido.
—A lo mejor ha abandonado la
ciudad —dije.
—No. Probablemente está andando
por la calle en este preciso momento.
¿Qué cree que harían si alguna vez se
tropiezan con un tipo realmente
inteligente como Willie Sutton o alguien
así?
—No lo sé —murmuré.
Deseé que cerrara la boca. Empecé
a leer las tiras cómicas y dejé que él las
leyera. Aparentemente nunca me echó
una mirada. Bajé del autobús en la
Compañía Naviera Comet, y crucé al
otro lado de la calle Denton. Faltaban
cinco minutos para las cinco.
Había una zona de aparcamiento en
el interior de la valla de la Compañía de
Maquinaria Shiloh, y pude ver unos
treinta coches aparcados. Puesto que no
la habíamos visto bajar de un autobús
por la mañana, existía la posibilidad de
que fuera a trabajar en coche. Si era así,
no tendría suerte. Pero al menos podría
localizar el coche, y mañana Suzy
podría seguirlo. A las cinco sonó la
sirena, y salió un tropel de hombres de
la fábrica Shiloh, pero no apareció
nadie de oficinas.
Salieron a las cinco treinta. Algunos
se fueron hacia los coches aparcados al
lado. Al cabo de un momento la vi.
Salió a la acera. Llevaba un abrigo de
paño ligero y el enorme bolso de
cocodrilo. Cuando llegó a la esquina se
detuvo, esperó a que cambiara el
semáforo, y cruzó a este lado. Iba a
coger el autobús en la parada que había
frente a la cafetería.
Anduve detrás de ella en esa
dirección. Había cinco o seis personas
esperando, y se acercaba un autobús en
aquel momento. Ya iba muy lleno, pero
paró junto al bordillo y las puertas se
abrieron. Ella subió. Yo era el último de
la cola, y por un instante temí no
conseguirlo. Entonces el conductor le
gritó a todo el mundo que se moviera
hacia el fondo, y conseguí subir.
Ella estaba justo más adelante, de
pie en el pasillo, y agarrada a la barra.
Pude ver que había más sitio en el
fondo, y conseguí colocarme a su lado,
entre los otros viajeros que estaban de
pie. Ni siquiera volvió la cabeza. Seguí
hasta el fondo. Podía ver la negra
cabeza sin dificultad.
El autobús atravesó la zona del
centro, y casi me cogió por sorpresa
cuando se bajó. Me bajé justo cuando
las puertas ya se cerraban, la alcancé de
nuevo entre la multitud que andaba a
toda prisa por la acera.
Entró en Waldman’s, el gran almacén
más importante de la ciudad, por la
puerta que daba a la Segunda Avenida.
Eran casi las seis de la tarde, y las luces
de la calle estaban encendidas. La
localicé de nuevo en el interior, y
permanecí detrás de ella entre la
muchedumbre. Se me ocurrió que un
profesional probablemente pondría mala
cara ante mi tosca manera de seguirla,
pero ella no giró la cabeza ni una sola
vez. Subió por la escalera mecánica
hasta el segundo piso y se detuvo en el
mostrador donde se vendían medias. Me
coloqué en otro corredor, justo detrás de
ella, y fingí interesarme por los
perfumes mientras ella compraba un par
de medias de nylon. Le dio a la
dependienta un nombre y una dirección
que no pude entender. La dependienta
rellenó un ticket de venta y puso las
medias en una pequeña bolsa.
Cruzó al otro lado de la planta y
entró en el salón para señoras.
Retrocedí hasta donde pudiera vigilar la
puerta sin llamar la atención, y encontré
una silla y un cenicero. Pasaron unos
diez minutos. Empecé a preocuparme.
Podría haber otra salida; a lo mejor me
había visto, y había entrado allí para
darme esquinazo. Entonces, cuando ya
casi me había dado por vencido, salió.
Bajó a la planta baja por las escaleras
automáticas y salió por la puerta que
daba a la calle Butler. Ya eran las seis
treinta, y había oscurecido, pero las
calles seguían aún atestadas.
En la manzana siguiente se detuvo en
un puesto de periódicos y compró una
revista, luego entró en un restaurante.
Estaba en una esquina con enormes
cristaleras a ambos lados. Podía verla
sin tener que entrar. Pidió un bocadillo y
un café y miró la revista mientras comía.
La esquina donde yo estaba era una
parada de autobús. Al cabo de unos
veinte minutos pagó la cuenta y salió.
Retrocedí, y ella vino hacia allí y se
quedó en el bordillo donde yo había
estado. Suspiré. A lo mejor se iba por
fin a casa.
Se subió a un autobús Montlake, de
la línea n° 7. Detrás de ella subieron
otros dos pasajeros, y luego yo.
Encontró asiento y se puso a leer la
revista y no levantó los ojos cuando
pasé por su lado. Seguí hasta la parte
trasera y me senté.
Abrí el periódico y fingí leer,
manteniendo el rostro escondido. El
autobús giró al norte por una calle
principal muy concurrida. Pasamos una
zona de casas de apartamentos y varios
pasajeros se bajaron. Ella siguió
leyendo. Al poco rato, el autobús se
desvió hacia calles más tranquilas y
pasamos junto a una gran urbanización.
En cada parada bajaron uno o dos
pasajeros. Pronto no quedamos más que
cinco.
Me pregunté por qué vivía tan lejos;
debíamos de estar muy lejos del centro.
Entonces ella guardó la revista y empezó
a vigilar las paradas.
—Stevens —gritó el conductor.
Recogió sus cosas y se dirigió a la
puerta trasera. El autobús se detuvo, y
ella se bajó. La puerta se cerró, pero
justo antes de que volviéramos a
movernos yo levanté bruscamente la
mirada del periódico y pregunté:
—¿Esto es Stevens?
—Exacto —dijo el conductor.
Cogí la cartera y me apeé. El
autobús siguió adelante. Saqué un
cigarrillo y me detuve momentáneamente
mientras lo encendía. Era una zona de
casas viejas, casi ruinosas. Una estación
de servicio al otro lado del cruce, en
diagonal, era un brillante oasis de luz,
pero había pocos coches en la calle.
Ella atravesó el cruce y giró a la
derecha, enfrente de la estación de
servicio, subiendo por la acera bajo los
árboles del lado opuesto. De momento,
que yo me hubiera dado cuenta, no había
vuelto la cabeza, pero esperé que no
tuviéramos que ir muy lejos. En esta
zona solitaria y alejada era casi seguro
que me descubriría en poco tiempo.
Cuando ella estaba más o menos a la
mitad de la manzana, crucé la calle y me
coloqué detrás de ella.
Estaba oscuro bajo los árboles, y
solo había farolas en los cruces. Cruzó
la calle siguiente, siguiendo recto aún.
Estaba muy tranquilo, incluso a aquella
temprana hora del atardecer, y podía oír
el golpeteo de sus tacones sobre la
acera. Había menos casas en esta
manzana. Pasó un coche que nos salpicó
de luz con sus faros, pero ella no miró
atrás.
En la tercera manzana no había
ninguna casa. Era un patio de recreo o
un parque, rodeado por una alta valla de
tela metálica. La acera estaba muy
oscura debido a los eucaliptos que había
en el bordillo. Al otro lado de la calle
se erguía un oscuro edificio que parecía
una escuela. Ella siguió andando con el
mismo paso lento, a unos cuarenta y
cinco metros delante de mí. Cerca de
media manzana más allá distinguí la
masa oscura de un coche aparcado junto
al bordillo. Ella pasó junto a él. Me
puse alerta, volviéndome cauto de
repente, pero era demasiado tarde. Una
enorme sombra salió de detrás de un
árbol y se colocó frente a mí. Intenté
esquivarla apartándome a un lado, pero
la pistola retumbó a quemarropa, con la
pequeña llamarada acariciando la manga
de mi abrigo.
Algo me golpeó por debajo de las
costillas. Fue como si me pegasen en la
barriga con un bate de béisbol. Me
balanceé hacia atrás y di media vuelta
sobre mí mismo, mis rodillas cedieron y
caí. Intenté gritar, pero ni siquiera podía
respirar. Mi rostro estaba contra el frío
suelo, y lo pude sentir desmenuzándose
bajo mi mejilla y un lado de mi
mandíbula, mientras seguía abriendo y
cerrando la boca en un silencioso e
inútil espasmo, como si estuviera
intentando morder algo de aire y
tragármelo. Pude oír sus tacones
golpeando sobre la acera mientras
corría, acercándose, y los zapatos de él
chirriaron cuando dio dos pasos y se
puso en cuclillas junto a mí. Una mano
tocó mi brazo, y tanteó mi pecho.
Ella corrió hacia allí.
—¡De prisa! —jadeó—. ¿Qué estás
haciendo? Vámonos de aquí.
—Está herido en la barriga.
¿Quieres que empiece a hablar cuando
le encuentren?
La mano se movió de nuevo, y
estaba ya junto a mi cuello. Gruñó.
Estaba localizando fríamente mi cabeza,
de modo que pudiera apoyar contra ella
el cañón de la pistola. Todo mi torso
estaba aún paralizado como si me
hubieran partido en dos, pero de repente
empecé a respirar. Agarré la mano y
tiré. Se vino abajo sobre mí como un
caballo cuando cae. La pistola se
disparó. La oí golpear contra el suelo, y
luego resbalar cuando alguien la golpeó
con un brazo o una pierna al pelear.
Intentó golpearme y oí cómo su puño se
estrellaba contra el cemento. Contuvo el
aliento con fuerza, y maldijo.
—¡Busca la maldita pistola! —
espetó.
Era fuerte como un toro y me hubiera
partido en dos si me hubiese podido
coger de lleno, pero yo forcejeaba como
un salvaje. Caímos y volvimos a rodar.
—No puedo encontrarla —gritó ella
—. Ni siquiera he visto hacia dónde
caía.
—Bien, ¡saca el cuchillo de mi
bolsillo! No puedo sujetarlo a él y
cogerlo.
—No tenemos tiempo. Alguien viene
por la esquina.
Me liberé momentáneamente e
intenté ponerme en pie. Una enorme
mano me cogió por el pecho y me
golpeó hacia atrás, tirándome. Mi
cabeza golpeó el suelo y estallaron
lucecitas en su interior. No me había
desvanecido del todo, pero estaba
indefenso. Sentí cómo me levantaban y
me arrastraban, con las piernas sin
fuerzas sobre la acera.
—Abre la puerta —dijo una voz.
Caí sobre la espalda. Alguien me
dobló las piernas hacia arriba y la
portezuela del coche se cerró de golpe.
Debí de perder el sentido por un
momento entonces, pues lo siguiente de
lo que tuve conocimiento fue el agudo
chirrido de la goma cuando tomamos una
curva.
Estaba mareado, y aún tenía la
sensación de haber sido cortado en dos.
Me di cuenta vagamente de que estaba
tumbado en el suelo de la parte trasera
del coche, y de que ellos se encontraban
en el asiento delantero.
—Vigílale —dijo el hombre—. Si
vuelve en sí, canta.
Era extraño que no sintiera más
dolor. Un disparo en la barriga era como
si te golpearan en la boca del estómago
en un partido de rugby. Bueno, no
tardaría en empezar. Excepto que ellos
terminarían el trabajo tan pronto como
encontraran un lugar donde parar. Pensé
en aquel cuchillo, y pude sentir cómo me
invadían las náuseas.
—¿En nombre de Dios, cómo
pudiste fallar? —preguntó ella.
—Fallar, ¡mierda! Lo he derribado.
—¡Le has dado a la cartera! Te había
dicho que llevaba una cartera bajo el
brazo —jadeó ella.
—¡Oh, por Dios! —Volvimos otra
esquina—. ¡Bien, toma! Coge esto —Oí
el click metálico qué hace una navaja de
muelle al abrirse—. Tú puedes llegar
hasta él. Justo al final del cuello, y luego
húndelo.
—¿En el coche?
—Claro que en el coche, idiota. No
podemos parar aquí.
—Tendrás que hacerlo tú. Esto está
empezando a ponerme enferma.
—Bueno, ¡de todos los miedosos…!
—¡No puedo evitarlo! —gritó—.
Esto ya dura demasiado.
—De acuerdo, de acuerdo. Solo
vigílale hasta que encuentre una calle
oscura.
Mi cabeza se estaba despejando un
poco y algunas sensaciones volvían a mi
cuerpo. Estaba tumbado sobre algo duro
que se me estaba incrustando en la
cadera. Moviendo la mano muy
lentamente, llegué hasta ello y lo toqué.
Me pareció algo conocido, un pedazo de
madera lisa que se estrechaba afilándose
en un extremo, y más redondeado y
pesado en el otro. Coloqué los dedos
alrededor del extremo más delgado.
Probablemente ella me miraba por
encima del respaldo del asiento
delantero, pero estaba muy oscuro aquí
abajo y todo lo que podría ver sería mi
rostro.
Ahora o nunca. Me erguí de un tirón
y me deslicé en el asiento. Ella gritó
avisando y trató de alcanzarme con el
cuchillo. La ignoré e intenté golpear la
cabeza de él tan fuerte como pude con la
cuña. No era lo suficientemente pesada
como para causar un gran daño, pero él
gruño y apretó con fuerza el freno. La
golpeé a ella en el brazo y el cuchillo
cayó. Estaba arrodillada en el asiento
delantero, intentando todavía
alcanzarme, mientras intentaba salir del
coche. Él levantó el pie del freno, y el
coche empezó a moverse hacia adelante
de nuevo, pero se caló. Levanté el
brazo, le di a ella en el pecho, y la tiré
hacia atrás sobre él y el volante. La
bocina empezó a sonar. Por primera vez
fui consciente de que había luces a
nuestro alrededor. En el asiento
delantero, más allá de sus pataleantes
piernas envueltas en seda, estaba el gran
bolso de cocodrilo. Lo agarré, la empujé
de nuevo sobre él, y salté fuera. Se oyó
el chirrido de frenos, y una voz
masculina me maldijo. Había surgido de
detrás de nosotros e intentado
esquivarnos. Uno de sus parachoques me
golpeó y me hizo perder pie, pero no
caí. Me fui de lado, balanceando el
bolso para mantener el equilibrio.
Estaba en el centro de la zona
comercial. Delante de mí, luces de
colores se encendían y apagaban
resplandecientes frente a un cine, y al
otro lado de la calle había un enorme
drugstore. Los coches se detenían y las
bocinas empezaban a sonar. Corrí en
dirección al bordillo.
—¡Un ladrón de bolsos! —aulló
alguien.
Un hombre saltó de un coche
detenido e intentó adelantárseme. Le
eludí. Dos más reanudaron la
persecución. Una mujer chillaba:
—¡Llamen a la policía! ¡Llamen a la
policía!
En la próxima esquina había una
estación de servicio, y dos hombres
vestidos con monos blancos salían
corriendo a la calle para detenerme. En
aquella dirección no tenía salida. Giré a
toda velocidad en medio de la calle y fui
en la otra dirección, esquivando los
coches. Conseguí llegar a la acera más
allá del drugstore. Un hombre intentó
agarrarme. Levanté un brazo y le
derribé. En el momento de alcanzar la
esquina oí una sirena a mis espaldas.
Media docena de hombres me
perseguían en aquel momento. Di la
vuelta a la esquina y corrí otra manzana.
Me estaba alejando de ellos. Esto era
una zona residencial, y no estaba tan
bien iluminada. Volvía a estar bajo los
árboles. Crucé otra intersección y seguí
corriendo. Todos los hombres que iban a
pie se habían dado por vencidos ya,
pero la sirena seguía gimoteando y
cuando miré atrás vi faros. Había un
callejón a mitad de la manzana. Me
escondí en él. El coche de la policía
pasó por delante. A mitad del callejón
había una verja abierta que daba a un
patio trasero. Me colé dentro, deseando
que no hubiera perro. Nadie me impidió
el paso. Cerré la verja y me deslicé
dentro de una densa oscuridad, en el
interior de un macizo de adelfas. Pude
oír otra sirena que chillaba en dirección
a la zona comercial.
En la casa había luces encendidas,
pero las cortinas estaban corridas en la
ventana que daba al patio trasero. Pude
divisar las siluetas de los inquilinos
moviéndose por la habitación. Hacía
esfuerzos para recuperar el aliento y el
vientre me dolía como si me hubieran
golpeado con garrotes. Mi sombrero
había desaparecido igual que mi cartera,
pero aún tenía el bolso de cocodrilo
sujeto con fuerza bajo el brazo. Pasaron
algunos minutos y empecé a recuperar el
aliento. Me toqué el costado, explorando
la zona que hay justo bajo las costillas, e
hice una mueca de dolor.
Había estado sujetando la cartera
más o menos ahí, bajo el brazo. Dentro
había un New Yorker y un ejemplar del
Fortune. El proyectil debía de haberles
dado ligeramente y le habían hecho que
cambiara de dirección antes de que
pudiera seguir adelante, pero de todas
formas yo había recibido todo el
impacto. No era de extrañar que me
hubiera hecho girar sobre mí mismo y
me hubiera derribado.
Las luces se apagaron en la parte
trasera de la casa y oí música que
provenía de algún lugar del interior. El
sonido de la persecución se había
desvanecido ya, pero tenía que
deshacerme del bolso antes de
atreverme a volver a salir a la calle. Era
demasiado grande para esconderlo. Lo
abrí y me arrodillé en la oscuridad de
las adelfas y encendí el encendedor
ocultando la llama con mi cuerpo.
Cuando abrí el billetero, lo primero que
vi fue un permiso de conducir. Lo saqué
y volví a tirar el billetero dentro del
bolso. Decía: «Frances Celaya. 2712
Calle Randall, Apartamento 203». Y en
el fondo del bolso, entre un montón de
pasadores para el pelo, barra de labios,
y peine, había una llave. Había recibido
un tiro para conseguirlo, pero tenía
exactamente lo que estaba buscando.
Dejé caer la llave y el permiso de
conducir en el bolsillo de mi abrigo, y
empujé el bolso hasta el interior del
macizo de adelfas. Hubiera sido más
seguro esperar otra media hora o así,
pero ahora tenía prisa. Saliendo por la
verja, seguí adelante callejón abajo.
Cuando salí a la otra calle, estaba todo
tranquilo. Giré a la izquierda,
alejándome de la zona comercial.
Después de andar cinco o seis manzanas
empecé a respirar más tranquilamente.
Aparentemente la policía lo consideraba
un rutinario robo de bolso; si me hubiera
reconocido por la descripción la zona
estaría saturada de coches patrulla. Pero
ahora que había perdido el sombrero,
era peligroso que intentara moverme en
terreno abierto en cualquier dirección.
Tendría que encontrar una cabina
telefónica. Seguí andando por las
tranquilas calles residenciales. Después
de otros diez o quince minutos vi un
semáforo a unas cuatro o cinco
manzanas más abajo de una calle que
atravesaba aquella donde yo estaba. Y
me dirigí en esa dirección.
La calle se llamaba Octavia, y yo
estaba en el número 700. Justo en la
esquina había un pequeño centro
comercial; pude ver un supermercado
que aún estaba abierto, una panadería, y
un drugstore. No se divisaba ningún
coche de policía. Me metí en el
drugstore sintiéndome desnudo bajo la
luz, pero nadie me prestó atención.
Había dos cabinas telefónicas. Me
introduje en una y marqué el número del
apartamento. Suzy contestó al primer
timbrazo.
—¿Dónde estás? —preguntó con
rapidez—. ¿Estás bien?
—De momento —dije—. Pero tuve
un pequeño problema. Y he perdido el
sombrero. ¿Puedes recogerme?
—Ahora salgo. ¿Dónde estás?
Se lo dije.
—Aparca en el aparcamiento del
supermercado. Saldré y entraré.
—Creo que sé dónde está Octavia.
Tardaré unos veinte minutos. Intenta
mantenerte oculto.
—Seguro —dije.
Ella colgó. Coloqué otra moneda de
diez centavos y marqué el número de la
cabina telefónica del Bar Sidelines. Un
hombre contestó.
—¿Está Red ahí? —pregunté.
—Un momento.
Esperé. Al cabo de un minuto
alguien cogió el auricular y oí que la
puerta se cerraba.
—¿Red? —pregunté en voz baja.
—Sí. ¿Cómo estás, chico?
—Aún en circulación, a pesar de
todo —dije—. Pero escúchame. Ahora
puedes estar metido en un lío. Vigila por
dónde andas, y no te metas en ningún
callejón oscuro.
—¿Qué pasa?
—Esa chica de la que me hablaste,
es morena y muy peligrosa. La localicé e
intenté seguirla hasta su casa para
descubrir quién era y dónde vivía, y me
dio con la botavara encima, pero bien.
También tiene un amigo muy bruto.
Puede que se figure que puedes haber
sido tú quien me pusiera sobre su pista.
Si lo hace, cierra la puerta con llave y
escóndete debajo de la cama.
—Gracias por la información. ¿Pero
qué vas a hacer?
—Iré a verla. Ahora tengo su
nombre y dirección.
—Pero oye. ¿Por qué no contratas a
un abogado y te entregas? Podría llamar
a Wittner para que te ayudase. Es el
mejor del Estado.
—No —dije—. No hay la más
mínima prueba de que tuviera algo que
ver con Stedman. No sé quién es el
amigo y, créeme, nunca cantaría.
—Pero si te reconoció, debe de
haberte visto en el apartamento de
Stedman.
—Claro. Ese es el único sitio donde
podría haberme visto con anterioridad.
Pero no podemos probarlo. De
momento, no podemos probar nada. No
obstante, tengo la llave de su
apartamento y quiero ver qué puedo
encontrar.
—Bien, ve con cuidado, ¿quieres?
Colgué y miré mi reloj. Faltaban
cinco minutos para las nueve, y habrían
de pasar al menos otros quince antes de
que ella llegara. Una cabina telefónica
es un buen lugar para permanecer oculto.
Saqué otra moneda de diez centavos, de
las veinte que ella me había facilitado
esa mañana.
Busqué el número de la Unión de
Marineros y lo marqué; y me puse en
contacto con el expedidor.
—Estoy intentando localizar a un
marinero llamado Bullard —dije—.
¿Podría dar una ojeada y ver si está en
su lista de gente en tierra?
—¿Cuál es el nombre de pila? —
preguntó.
—Ahí me ha cogido —repliqué—.
No lo sé. Ni siquiera estoy seguro de
que sea miembro, o de que navegue
todavía. Pero es un tipo enorme, fornido
como un áncora de cabrestante. Y si
navega probablemente lo hace en
cubierta.
—Humm, veamos… No, no hay
nadie que se llame Bullard en tierra
ahora. Pero tenemos varios socios con
ese nombre, yo mismo conozco a dos.
Johnny Bullard y Paso-y-medio Bullard.
Creo que el nombre de pila de Paso es
Raymond. Tiene una rodilla estropeada.
Un bombardeo en el asedio de
Murmansk en la Segunda Guerra
Mundial.
—¿Qué hay de Johnny? —pregunté.
—Un tipo joven. Unos veinticinco.
Navega como marinero. Está navegando
ahora. Lo embarcamos en un Victory la
semana pasada, en dirección a Río y
Buenos Aires.
—¡No! —exclamé—. El que estoy
buscando estuvo metido en una especie
de lío aquí hace unos pocos años,
durante una huelga.
—Oh, se refiere a ese hijoputa
esquirol. Bien, mire amigo, no está
afiliado a este sindicato, y nunca lo ha
estado. Pero le diré algo. Si alguna vez
aparece por aquí, puede venir y
llevárselo. Tan solo trae un papel
secante.
—¿Tiene alguna idea de dónde está?
—¿Por qué lo quiere saber?
—Digamos que me gustaría ponerme
en contacto con él. Puede que ya tenga el
papel secante preparado. ¿Qué sabe de
él?
—Su nombre es Ryan Bullard. Y
exceptuando que es una rata, un
rompehuelgas, un canalla, un criminal, y
un gorila a sueldo, es uno de los tipos
más encantadores con que uno pueda
encontrarse nunca. Y, oh, sí, también es
expresidiario, por lo que sé. Y golpeó a
un marinero con un bate de béisbol hasta
matarlo.
—¿Cuándo? —pregunté.
—Hará unos cincos años. Durante la
huelga de los barqueros fluviales.
Bullard era un esquirol y mató a un
miembro de un piquete. Le arrestaron y
le acusaron de asesinato, pero antes del
juicio los dos testigos desaparecieron.
Más tarde, encontraron a uno de ellos en
la bahía.
—¿Asesinado?
—Sí, a menos que fuera siempre a
bañarse con una transmisión Ford atada
a la pierna. De todas maneras, Bullard
fue condenado a la horca en el primer
juicio, y consiguió librarse en el
segundo. Pero no ha estado por aquí
desde hace años. Justó después del
juicio se embarcó en un trasto bajo
bandera panameña. Creo que oí, hace un
par de años, que estaba cumpliendo
sentencia en chirona en Cuba por
habérselas tenido con uno de los
matones de Batista. Y alguien dijo que
ha estado pescando camarones, en
Pensacola o Tampa. No lo sé; uno
siempre oye cosas.
—De acuerdo, un millón de gracias
—dije.
Estábamos en el mismo lugar de
antes —pensé—. ¿Dónde podía haber
una conexión entre Frances Celaya y
Ryan Bullard y Stedman? Bullard ha
estado fuera de aquí durante años.
Frances Celaya trabajaba para una
compañía de maquinaria. Y Stedman
solo era un detective que se creía un
regalo de Dios para las mujeres. Sacudí
la cabeza y volví a salir. Parecía como
si un tanque hubiese pasado por encima
de mi estómago y mis costillas.
No convenía que permaneciera allí
quieto. Anduve por las calles de la zona
residencial por espacio de unos diez
minutos y, cuando volví, el Olds azul
entraba en el aparcamiento. Fui hacia
allí y subí. Llevaba el abrigo de piel
gris, con el cuello subido alrededor de
su garganta. La besé, y se aferró a mí
por un instante.
—He estado asustada —dijo—.
¿Qué pasó?
—Te lo contaré por el camino —dije
—. ¿Sabes cómo llegar al número dos
mil setecientos de la calle Randall?
—¿Randall? Sí. Eso estará cerca del
centro. ¿Por qué?
—Vamos —dije—. Ahí es donde
vive nuestra amiga. Voy a hacerle una
visita.
9

Se DESVIÓ DE OCTAVIA y entró en una


avenida que llevaba al centro. Se lo
conté todo.
—Oh, Dios mío —dijo, horrorizada
—. Nunca oí nada tan despiadado y
brutal. No puedes ir ahí.
—Tengo que hacerlo —dije—.
Quizás pueda descubrir algo sobre ella.
Tiene que haber algo que nos lleve a
Stedman.
—Pero supón que ellos están ahí.
—Simplemente tendré que
arriesgarme. De todas formas, él no
tiene la pistola ahora.
Se paró en un semáforo.
—¿Por qué supones que no llamó a
la policía sencillamente cuando te
reconoció?
—Demasiado arriesgado —dije—.
Se figuró que yo podía saber algo, pues
de lo contrario no la hubiera seguido. Si
ellos me cogían, podía convencerles
también. A propósito, supongo que esa
sección de Waldman’s tiene cabinas
telefónicas, ¿no?
—Sí, claro.
—Es una nena inteligente —dije—.
Sospechó que eso no se le ocurriría
nunca a un marinero estúpido, y tenía
razón. Si la hubiera visto telefonear,
podría haber empezado a sospechar algo
cuando nos subimos allí entre los
mástiles.
—Lo horrible es que ahora sabes
que ella se encontraba en el apartamento
de Stedman cuando vosotros dos os
estabais peleando.
—Es cierto. Lo sé y no puedo
probarlo.
El tráfico era más ligero ahora, y
solo tardamos unos veinte minutos. Se
desvió de la avenida antes de que
llegáramos al centro, pasó unas ocho o
diez manzanas, y fue a parar a Randall
en el número tres mil cien. Giramos a la
izquierda. Aparentemente era una zona
de apartamentos de alquileres bajos.
Redujo la velocidad y seguimos. El
número 2712 era un edificio de tres
pisos de sucios ladrillos rojos.
—Gira a la derecha en la esquina —
dije—. Quiero que aparques al menos a
una manzana de distancia. Y si tengo
problemas y la policía empieza a pulular
por aquí, vete de prisa.
—Por favor, ten cuidado —dijo.
Encontramos un lugar para aparcar a
un poco más de una manzana de
distancia de Randall, y yo le apreté la
mano y salí del coche, retrocediendo.
Había unos cuantos peatones, pero no se
veían coches de policía. La mayoría de
las ventanas de la fachada del 2712
tenían luces encendidas. Crucé la calle y
entré en el vestíbulo.
A la derecha del portal había una
hilera de timbres delante de los
pequeños soportes de las placas con los
nombres. Algunos estaban vacíos,
incluyendo el del 203. Oprimí el botón y
esperé. No hubo respuesta. Lo probé dos
veces más, solo para asegurarme.
Estupendo. No estaba en casa. Saqué la
llave, pero cuando intenté meterla en la
puerta no entraba. Era extraño;
generalmente cualquier llave de
apartamento de un edificio abriría la
puerta de la calle, de manera que no se
tuviera que llevar dos. Bien, no
importaba. Alargué la mano y oprimí
tres o cuatro botones. La puerta emitió
un zumbido. La abrí y entré. Había un
vestíbulo central, que iba directo hasta
el fondo y escaleras a derecha e
izquierda.
El segundo piso estaba distribuido
igual. El n° 203 era el segundo
apartamento a la izquierda. No se veía a
nadie, pero podía oír música y la
televisión desde detrás de las puertas.
Deseé que los apartamentos tuvieran
entradas traseras. Sería terrible si ella
volvía con aquel enorme gorila y me
pescaba. A lo mejor incluso vivía aquí
con ella. Bueno, lo descubriría tan
pronto como estuviera dentro.
Estaba poniendo la llave en la
cerradura cuando oí que la puerta de la
calle se abría, y luego pasos pesados en
la escalera. La llave no entró. Debía
tenerla boca abajo. Le di la vuelta, pero
seguía sin entrar. Miré el número de la
puerta. Era el que quería, 203. Los
pasos estaban ya cerca del final de la
escalera, y me sentí lleno de pánico.
Pero a lo mejor seguiría subiendo hasta
el tercer piso. Me volví ligeramente, y
permanecí de espaldas a la escalera
como si estuviera esperando a que
alguien de dentro contestara a mi
llamada.
Los pasos se me acercaron por
detrás, y una voz masculina me preguntó:
—¿Busca a alguien?
Me tuve que volver. Era un hombre
alto, de rostro huesudo que llevaba una
gorra de conductor de autobús y una
chaqueta de pana.
—Creo que no hay nadie en casa —
dije.
Me miró fríamente.
—Estoy aquí. ¿Qué quiere?
Antes de que pudiera pensar en algo
que decir, descubrió la llave que aún
seguía en mi mano. Me sujetó por la
pechera del abrigo.
—¡Bien, sucio ladronzuelo!
Tiré hacia abajo de sus muñecas y le
desasí de mi abrigo, intentando alejarme
de él. Se abalanzó sobre mí de nuevo.
Le golpeé en el rostro. Se balanceó
hacia atrás sobre sus talones, pero no
cayó.
—¡Ladrón! —aulló a pleno pulmón
—. ¡Ladrón!
Me embistió, agitando los brazos.
Parecía como si tuviera seis o siete. Le
pegué en el estómago. Se dobló hacia
adelante, pero se las arregló para caer
sobre mí y rodear mis piernas con sus
brazos. Caímos los dos. Ya se estaban
abriendo las puertas a lo largo del
pasillo, y la gente empezaba a fluir a él.
Intenté levantarme, pero él estaba sobre
mí con todo su cuerpo como si fuera
cuatro cockers spaniel juntos.
—¡Llamen a la policía! —aullaba
ahora.
Rodé hacia afuera desde debajo de
él una vez más, me desasí de sus brazos,
y me puse en pie. Él se puso en pie con
dificultad. Le asesté un golpe, entré en
contacto con su mandíbula, y esta vez le
tiré al suelo. Di la vuelta y corrí hacia
las escaleras. Un hombre salió
disparado del 201 e intentó atajarme. Le
aparté con un brazo y me deslicé junto a
él, pero alguien me cogió por detrás.
Nos estrellamos contra el suelo. Me
enrosqué colocándome sobre él, y le
golpeé en el rostro. Emitió un gruñido.
Me puse en pie una vez más en medio de
un jaleo que parecía como si hubiera un
incendio en un manicomio, y me
abalancé hacia las escaleras.
El que había fallado al intentar
atajarme iba tras de mí ahora. Me detuve
de repente en el descansillo,
balanceándome hacia atrás contra la
pared, y cuando llegó a mi altura le
golpeé. Pegó contra la barandilla,
tropezó, y rodó escaleras abajo. Salté
por encima de él y pasé como un rayo en
dirección a la puerta. En estos
momentos, los ocupantes del piso
inferior estaban irrumpiendo en el
pasillo, y un hombre gordo en albornoz
corría para cortarme el paso.
No sabía por qué no había pensado
en ello antes. Hundí la mano en el
bolsillo del abrigo y dije secamente:
—¡Muy bien! ¡Adentro todos!
El hombre gordo patinó intentando
frenar llegando casi a caer sobre mí,
como un personaje de dibujos animados,
y sus ojos se abrieron de par en par por
el miedo. El que había rodado por la
escalera, cambió de idea y se quedó
paralizado. Me deslicé, andando de
lado, hacia la puerta, y puse una mano en
ella.
—Le dispararé a cualquiera que
salga —dije.
Salí. La calle estaba desierta y
tranquila, pero sabía que eso no duraría
más que unos pocos segundos. Ya podía
oír una sirena en alguna parte. Empecé a
correr, cruzando la calle y volviendo
hacia la derecha. Dos o tres de los más
osados habían salido ya del vestíbulo
para ver hacia dónde me dirigía.
Giré en la esquina y me encontré en
la calle que iba paralela a la que ella
había aparcado. La sirena sonaba ahora
en algún sitio no más de cinco o seis
manzanas detrás de mí. Eché a correr de
nuevo y cuando llegué a la siguiente
esquina lancé una ojeada detrás de mí.
Aún no se veía el coche patrulla, y nadie
me perseguía a pie. Giré a la izquierda y
corrí por la calle paralela a Randall, en
dirección a donde estaba ella. Podría
haberse ido ya, o si les veía a ellos
cuando llegase al coche tendría que
pasar corriendo junto a él e ignorarla,
pero aún había una posibilidad. Llegué a
la esquina. El Olds seguía allí.
Miré atrás. Se acercaba un coche
lentamente por la calle, pero no llevaba
ninguna señal que lo identificase como
coche policía. Salí disparado por la
acera y me metí en el coche. Ella ya
había puesto el motor en marcha.
Salimos disparados del bordillo. Yo
intentaba recuperar el aliento. Ella no
hizo preguntas. Giramos a la izquierda
en la siguiente esquina y nos alejamos a
toda velocidad por una calle tranquila,
durante dos manzanas. Vigilé el
retrovisor. Teníamos dos o tres coches
detrás de nosotros pero no había luces
centelleantes o sirenas. Ella giró a la
izquierda de nuevo, y cuando cruzamos
Randall miré hacia la calle. Había un
coche de policía y una muchedumbre
frente al edificio de apartamentos, y otro
coche patrulla daba la vuelta chirriando
a la esquina por donde yo había
doblado. Todo estaba despejado.
Suspiré. Ella redujo un poco la
velocidad ahora, y siguió adelante hasta
que dio con la avenida arterial, girando
a la izquierda, lejos del centro.
Saqué a tientas cigarrillos de mi
bolsillo, y me di cuenta de que me había
vuelto a herir en la mano derecha; los
nudillos estaban desollados, y estaba
empezando a hincharse. Encendí dos
cigarrillos y le pasé uno a ella.
—Gracias —dije—. Pero no
deberías haber esperado. Te estás
arriesgando demasiado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Me cogieron intentando entrar —
Saqué el permiso de conducir de mi
bolsillo y lo examiné: «2712 calle
Randall, Apartamento 203»—. Era una
dirección antigua —dije cansadamente
—. Se ha cambiado.
—¿No hay otra en el dorso?
—No —dije.
A los dos se nos ocurrió la misma
idea en el mismo instante, pero cuando
nos miramos el uno al otro nos
encogimos de hombros, y nadie dijo
nada. Quizás fuese ilegal. Pero también
lo era matar policías.
—¿Ahora qué? —preguntó.
—No lo sé —dije—. A lo mejor, si
le dejo que me dispare de nuevo me
darán su nueva dirección.
—¿Había alguna otra cosa en su
bolso que pudiera tener una dirección?
¿Una carta o algo?
Sacudí la cabeza.
—No lo creo. De todas maneras el
bolso tampoco está. No tengo la menor
idea de dónde estaba cuando me deshice
de él en aquel patio trasero.
Condujimos en silencio durante unos
pocos minutos. Luego dije:
—Busquemos una cabina telefónica.
Quiero hacer una llamada.
—¿Por qué no hacerla desde el
apartamento? Estaremos ahí en diez
minutos.
—No. Podrían localizarla. Voy a
telefonear a la policía.
Me echó una mirada y asintió con la
cabeza.
—Esa puede ser la mejor idea que
hayas tenido hasta ahora. Ellos podrían
buscarla.
—Vale la pena probar, al menos.
A unos dos kilómetros más adelante
había un gigantesco centro comercial en
el lado derecho. Y en la acera, entre la
calle y la zona de aparcamiento, había
dos cabinas de teléfono una al lado de la
otra. Ella paró junto al bordillo cerca de
ellas. Algunas tiendas permanecían aún
abiertas, y la zona estaba bien
iluminada, con grupos de gente andando
por allí, pero parecía ser lo
suficientemente segura. Nadie me
distinguiría muy bien dentro de una
cabina.
Una ya estaba ocupada. Entré en la
otra, cerré la puerta y cogí el listín.
Sería mucho mejor si podía hablar con
uno de ellos mientras estaba en su casa;
habría menos posibilidades de que
pudieran localizar la llamada. ¿Cuál era
el nombre de ese teniente de Homicidios
que salía en el periódico? ¿Brennan?
No, Brannan, eso era. Puede que
obtuviera más resultado si hablaba con
el que estuviera a cargo. Le busqué en la
guía. Había unos quince o veinte
Brannan, pero solo uno que apareciera
como teniente. Marqué el número. Su
esposa contestó.
—No. Lo siento. Le han vuelto a
llamar a la comisaría hace un rato.
—Gracias —dije.
Iba a colgar, pero ella interrumpió
rápidamente:
—Espere. Puede que esté llegando
ahora.
Esperé. Ella volvió.
—Acaba de entrar con el coche. Si
espera…
Le di las gracias. Al cabo de un
momento una voz masculina dijo:
—Brannan al habla.
Parecía cansado.
—Tengo una información para usted
—dije—. Puedo decirle quién mató a
Stedman.
—¿Sí?
Había poco interés en su voz.
Entonces recordé haber leído que en
cualquier caso de asesinato recibían
centenares de llamadas, la mayoría de
las veces sin ningún valor y
generalmente de chalados.
—¿Quién es?
—No importa —seguí rápidamente
—. Tan solo escuche. Fue una chica. Su
nombre es Frances Celaya. Trabaja en la
Compañía de Maquinaria Shiloh. ¿Lo ha
anotado?
—Sí —dijo con aburrimiento—.
Ahora dígame quién es usted. Y de
dónde sacó esa idea.
—No importa quién sea yo —dije
—. Pero puedo decirle con toda
seguridad que esta chica estaba en el
apartamento de Stedman la noche que le
mataron. Es de tipo latino, un auténtico
bombón, de unos veinticinco años, y
vivía en el apartamento 203, calle
Randall en el número 2712, pero se ha
cambiado.
—¡Aguarde! —El aburrimiento y el
cansancio habían desaparecido como si
nunca hubieran existido. Su voz estaba
repentinamente llena de vida, muy ágil y
profesional—. ¿Cuál era ese número,
otra vez?
—2712 Randall. Apartamento 203.
—Comprobado. Ahora, no me
cuelgue. ¿Usted debe de ser Foley?
—De acuerdo. Lo soy. Pero no
intente localizar esta llamada.
—Deje eso. No hay forma de que
pueda localizar una llamada desde aquí.
Pero quiero decirle algo. Está usted en
un lío terrible.
Suspiré.
—Gracias por decírmelo. Ahora,
¿quiere usted oír lo que tengo que decir?
Si no, colgaré.
—Adelante. Pero cuando haya
terminado, quiero que me escuche
durante un minuto. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dije. Le conté cómo
había intentado seguir a Frances Celaya
hasta su casa, y lo que había sucedido
—. De manera que ella me vio en el
apartamento de Stedman esa noche —
terminé—. Esa es la única manera por la
que podría haberme reconocido. Sabía
que iba tras ella, e intentó matarme.
—¿Pero la vio usted en el
apartamento?
—No. Yo no vi a nadie. Excepto a
Stedman.
—¿Entonces qué le puso sobre su
pista?
—No puedo decirle eso —dije—.
Involucra a un amigo mío.
—Su historia no tiene sentido.
—Ya sé que no. Tan solo le estoy
diciendo lo que pasó. No sé nada en
absoluto sobre ella, ni por qué querría
matar a Stedman. No puedo decirle
quién es ese enorme gorila, ni siquiera
qué aspecto tiene, porque estaba
demasiado oscuro. Pero estoy muy
seguro de que es un marinero, o lo ha
sido.
—¿Por qué?
—Cuando le estaba diciendo a la
chica que me vigilara, le dijo que si
volvía en mí, que cantara. «Cantar» es
una expresión marinera, y una de las
pocas que los marineros usan en tierra.
Y el objeto con que le pegué era una
cuña de mastelero.
—¿Qué es una cuña de mastelero?
—Es una pesada estaca de madera,
puntiaguda en un extremo y redondeada
en el otro, y se utiliza para unir cuerdas.
Así que puede ser que trabaje en tierra
como aparejador, o en botes pequeños.
—Muy bien —dijo con brusquedad
—. Ahora quiero darle un consejo,
Foley. No creo que se dé cuenta de la
peligrosa situación en que está metido,
así que déjeme que se lo explique.
Probablemente es gracias a la suerte de
los malditos irlandeses, pero durante
una semana ha conseguido esquivar al
cuerpo de policía de toda la ciudad. Hay
varios cientos de hombres buscándole.
Algunos no han vuelto a casa desde hace
días. Algunos han recibido broncas
hasta volverse insensibles. Yo soy uno
de ellos. Están cansados, y están
enloquecidos. Se le busca por matar a un
policía. Y ahora, para acabarlo de
arreglar, está en la lista como armado y
peligroso. ¿Se da cuenta?
—No voy armado —dije.
—Quizás no. Pero esa no es la
cuestión. Le dijo a la gente de ese
apartamento de la calle Randall que
tenía una pistola. Se le supone armado, y
si hace un movimiento en falso le
derribarán. Dígame dónde está.
Alguien estaba sacudiendo la puerta
de la cabina.
—Aguarde un minuto —le dije a
Brannan.
La puerta se abrió y un enorme
rostro redondo me miró. Tenía unos ojos
negros y pequeños incrustados en él, una
nariz chata, una especie de pelusa negra
que se iba reduciendo alrededor de una
cabeza calva, y estaba rebosante de la
solemnidad de los borrachos.
—Perdóneme, Jack —dijo.
Parpadeó, se tambaleó inseguro y se
retiró. Estaba unido a un macizo cuerpo
achaparrado que llevaba pantalones
oscuros y un suéter gris oscuro sin
camisa.
—Podrá utilizarlo dentro de un
minuto —dije.
Confié en que no caería sobre la
cabina y la tiraría al suelo.
—¿Está aún ahí? —preguntó
Brannan.
—Sí. ¿Qué me iba a decir?
—Dígame dónde está. Cuando oiga
acercarse la sirena, sitúese en campo
abierto con las manos sobre la cabeza.
El individuo de la otra cabina salió,
y oí al borracho entrar tambaleándose e
intentar marcar un número, canturreando
para sí.
—No hay nada que hacer —dije.
—Muy bien. Si es demasiado
estúpido para preocuparse de lo que le
pase, piense en su amigo. Alguien le está
escondiendo. Y los jueces pueden
ponerse muy desagradables por el hecho
de encubrir a un fugitivo.
—Lo sé —dijo—. También lo sabe
él. Pero qué le parece si dedicara unos
cuantos minutos de su tiempo a intentar
coger al fugitivo que mató a Stedman. Se
lo diré una vez más, así que apúntelo.
Frances Celaya. Es C-e-l-a-y-a.
Compañía de Maquinaria Shiloh. El
mismo nombre que el de la batalla de la
guerra civil.
Colgué y volví al coche. Nos
metimos entre el tráfico.
—¿Ha servido de algo? —preguntó.
—Lo dudo —dije—. Pero al menos
lo intentamos.
Metió el coche en el garaje del
sótano.
—Sube tú —dije—, de este modo si
alguien me reconoce no estaremos
juntos.
Esperé algunos minutos. Cuando di
la vuelta hasta la puerta principal y
oprimí el timbre me abrió. No me
tropecé con nadie en los pasillos.
Golpeé ligeramente en la puerta del
apartamento y la abrió.
Había tirado el abrigo de piel dentro
del dormitorio y llevaba un conjunto de
falda y suéter. La sala de estar y su
estudio estaban cubiertos de libros,
cuadernos de notas, mapas abiertos y
hojas de papel.
—¿Ha habido un ciclón? —pregunté.
Sacudió la cabeza.
—He estado investigando. Pero
veamos si estás muy malherido.
Entramos en el dormitorio. Tiré el
abrigo sobre la cama y me desnudé hasta
la cintura.
—¡Oh, Dios mío, Irlandés! —
exclamó.
Todo un costado de mi tórax, desde
las costillas inferiores hasta las ingles,
se había vuelto de color negro. Lo toqué.
Dolía.
—¿No sería mejor llamar a un
médico? —preguntó.
—No. Tendría que informar sobre
mí. Creo que solo es una contusión, y
probablemente no hay ningún daño
interno.
—Bien, ya veremos por la mañana.
Pero túmbate en la salita, y te prepararé
una copa. Y un poco de café y un
bocadillo.
Apartó del sofá algunos de los libros
y mapas y me tendí. Me sentí cansado,
apalizado y derrotado. Al cabo de unos
minutos me trajo un Martini. Cuando me
senté y lo bebí, la vida adquirió mejor
aspecto. Colocó un bocadillo y una taza
de café en la mesita baja que tenía ante
mí y se sentó en el suelo, al otro lado,
con un cigarrillo.
—Veamos dónde estamos ahora —
dijo pensativamente—. Esa chica no
volverá a aparecer por el trabajo de
nuevo, y lo más probable es que
abandone la ciudad. No tenemos ni idea
de quién es su amigo. Parece casi seguro
que estaba en el apartamento de Stedman
durante la pelea; te vio, y mató a
Stedman en cuanto te fuiste, y luego
salió por la entrada posterior antes de
que llegase la policía. Pero incluso si la
policía la arrestase ahora, no hay la
menor prueba para detenerla, y no
tenemos la más ligera idea de por qué
mató a Stedman. ¿Fue por celos? Quiero
decir, podría haberte oído acusar a
Stedman de salir con tu esposa.
—No —dije. Bebí un poco de café
—. No creo que le dijera ni una sola
palabra. Solo le di un puñetazo. Ella
debió de ligarse a Stedman
deliberadamente, ahí en el bar de Red,
porque iba a matarlo cuando tuviera
oportunidad. ¿Pero por qué tomarse
tantas molestias? Quiero decir, ¿jugar
con él durante diez días o así? Ella y ese
gorila hubieran podido eliminarle de una
manera mucho más fácil.
Ella tamborileó con los dedos sobre
la mesa.
—Hay un par de posibilidades.
Quizás estaba intentando que él le dijera
algo. O supón que fuera por venganza.
La víctima tiene que saberlo, en el
último momento, o no hay venganza.
¿Me sigues? Tenía que poder decírselo y
poder hacerlo impunemente. Creo que a
Stedman se le estaba preparando para un
posible «suicidio» del estilo del de
Purcell, cuando tú apareciste
estropeándolo. No necesariamente esa
noche, pero en un futuro próximo. Tú
simplemente le facilitaste la oportunidad
perfecta para hacerlo entonces. Y,
contigo como cabeza de turco, la parte
del suicidio no era necesaria.
—Un grupito encantador —dije—.
Me pregunto qué hacen si se les pide un
bis. Pero me gusta contemplar la
cuestión desde el punto de vista de la
venganza. Eso nos lleva directamente de
vuelta a Danny Bullard, y lo relaciona
con Purcell. Y ese tipo que estaba con
ella esta noche podría muy bien ser el
hermano de Danny Bullard.
Asintió.
—Excepto por un par de cosas. No
hay nada que indique que ni tan solo
conociera a Danny Bullard. No hasta
ahora. Y, por alguna razón, no puedo
imaginarla a ella o a ese despiadado
gorila declarándoles la guerra a dos
policías sencillamente porque le
mataron —Hizo una pausa y frunció el
ceño—. Incluso si aceptas que ella
podría haberlo hecho, en el caso de que
estuviera muy enamorada de él, el
hermano queda definitivamente fuera.
No había visto a Danny durante años,
por lo que se sabe hasta ahora. Los
criminales puede que odien a la policía,
pero no creo que se tomen una cosa así
como algo personal; al menos no hasta
el punto de ponerse ellos mismos en
peligro por una venganza.
—Estoy de acuerdo contigo —dije
—. No tiene sentido, en realidad. Pero
dejémoslo de momento y hablemos de
otra cosa. Tengo que salir de aquí antes
de que te meta en un buen lío. Brannan
me advirtió que las cosas podían
ponerse muy mal para quienquiera que
me estuviese ocultando.
—Oh, al demonio con Brannan —
dijo—. Te quedarás aquí hasta que
resolvamos este asunto.
—Ahora no estoy seguro de que lo
resolvamos nunca —dije cansadamente
—. Nunca la volveré a encontrar.
Encendí un cigarrillo y me puse en
pie para andar arriba y abajo de la
habitación. Tuve que pasar por encima
de libros y mapas.
—¿Qué es toda esta investigación?
—La batalla de Shiloh —dijo,
dando golpecitos a sus dientes con un
lápiz. Entonces se irguió de una
sacudida—. ¡Oh, de todos los idiotas
estúpidos…!
—¿Qué sucede?
—Acabo de recordar dónde me
tropecé con el nombre de esa empresa
de maquinaria. Fue el otro día en la
biblioteca, cuando estaba repasando los
ejemplares atrasados de los periódicos,
buscando el suicidio de Purcell.
Giré sobre mí mismo.
—¿Tenía algo que ver con Purcell?
—No. No era eso.
Se mordió el labio, concentrándose.
Aplasté el cigarrillo.
—Vayamos a la biblioteca y veamos
si podemos encontrarlo de nuevo.
Empezó a levantarse; luego le echó
una ojeada a su reloj, y negó con la
cabeza.
—Hace casi una hora que han
cerrado.
—Bien, iremos por la mañana,
entonces.
—Oh, podría buscarlo esta noche —
replicó, con el ceño fruncido—.
Siempre puedo entrar en los archivos
del edificio del periódico. ¿Pero qué
demonios era? Era solo un artículo
pequeño en la última página, y creo que
era la continuación de algo anterior.
Chasqueó los dedos, y se puso en
pie.
—¡Lo tengo! Era algo sobre un robo.
Corrió al dormitorio para coger su
abrigo.
—Pero por el amor de Dios, ¿por
qué querrían atracar una compañía de
maquinaria? —pregunté, ayudándola a
ponerse el abrigo—. ¿Para robar un
torno?
—No, no, claro que no —Hizo un
gesto de impaciencia—. Lo que robaron
fue la nómina. Quédate aquí. Volveré en
menos de una hora.
10

ANDUVE ARRIBA Y ABAJO de la


habitación, fumando un cigarrillo tras
otro. Justo después de las once y media
oí su llave en la puerta. Entró y la cerró
silenciosamente, y pude apreciar un
profundo interés y excitación en sus
ojos. Tomé su abrigo.
—No te molestes en colgarlo —dijo
—. Déjalo sobre una silla. Creo que
hemos dado con algo.
Empujó uno de los almohadones
hasta la mesita del café y se sentó.
Abriendo el bolso, sacó dos hojas de
papel cubiertas de anotaciones. Me
arrodillé en el suelo frente a ella y la
observé con ansiedad.
—¿Fue atraco? —pregunté.
Asintió con la cabeza.
—Pero no es solo esto. En realidad
hay dos historias, aparentemente no
relacionadas. Pero si las juntas en la
forma correcta, puedes obtener una
terrible explosión. Escucha.
Consultó sus notas.
—El veinte de diciembre del año
pasado, hace poco más de dos meses, la
nómina de la Compañía de Maquinaria
Shiloh fue robada en el momento en que
era entregada por la empresa de coches
blindados.
Tenía todas las características de un
trabajo profesional, estudiado y
planeado muy cuidadosamente,
milimetrado creo que es la definición.
En primer lugar era la última paga antes
de Navidades, y todos los empleados
recibían una gratificación en efectivo.
Toda la operación ascendió a algo más
de catorce mil dólares. El momento
justo y el método exacto de hacer la
entrega del dinero habían sido
estudiados durante algún tiempo. Hubo
dos hombres involucrados en el atraco,
un tercero conducía el coche para la
huida.
»Pero algo fue mal. Un coche de la
policía apareció inesperadamente justo
en el último momento, y murió uno de
los dos atracadores. Ambos llevaban
máscaras, dicho sea de paso. El otro y el
conductor del coche, consiguieron
desaparecer sin dejar rastro. Junto con
el dinero, desde luego. El caso no se ha
resuelto nunca. Hasta hoy, nadie sabe
quiénes eran los dos hombres y nunca se
recobró el dinero.
—¿Qué hay del que mataron? —
pregunté—. ¿No lo identificaron?
Asintió.
—Sí. Pero no conducía a los otros
dos. Era un matón de fuera de la ciudad,
de Oakland, California, creo. Por lo que
la policía pudo averiguar, no había
estado nunca antes en Sanport, y no tenía
ningún contacto aquí. Se llamaba Al
Collins y tenía un largo historial, pero
podría haber venido perfectamente de la
Luna en cuanto a lo que se refiere a la
identificación de los otros dos.
»Desde luego, la policía interrogó a
todos los empleados que trabajaban en
los departamentos de contabilidad, pero
no sacó nada en claro. Si los
atracadores habían conseguido
información desde dentro, era un dato
que estaba muy bien oculto. Hasta ahí la
primera historia.
»A última hora de la noche siguiente,
eso sería la noche del sábado del
veintiuno de diciembre, atracaron una
tienda de licores en uno de los centros
comerciales de los suburbios. Fue uno
de esos golpes rutinarios, un atracador,
un botín de cincuenta o sesenta dólares,
nadie murió. Le pasaron el caso a
Purcell y a Stedman, junto con varios
otros en los que estaban trabajando.
»Al día siguiente, el propietario de
la tienda de licores identificó sin gran
confianza una fotografía de Danny
Bullard como el atracador que le había
robado. No era especialmente
sorprendente; había atracado muchas, y
había cumplido por lo menos una
condena. A última hora de esa tarde,
Stedman y Purcell recibieron una
información de un confidente
diciéndoles dónde vivía Bullard. Era un
viejo edificio de apartamentos en una
zona muy pobre de la ciudad, en la calle
Mayberry. Fueron a detenerle para
interrogarle. No contestó a su llamada,
pero creyeron haberle oído en el
interior, así que derribaron la puerta.
Estaba intentando salir por una ventana,
y se volvió con una pistola en la mano,
listo para disparar. Dispararon y le
mataron. Hicieron su informe, hubo la
audiencia de costumbre y se les exculpó
totalmente. Fin de la segunda historia —
Levantó los ojos hacia mí—. Puedes
estudiar las posibilidades ahora.
Asentí.
—¿Descubrieron alguna vez si
Bullard realmente atracó la tienda de
licores?
—El caso se cerró así. Después de
todo, tenía un historial por robos a
tiendas de licores, y el propietario
estaba bastante seguro de su
identificación.
—Entonces si tu suposición es
acertada —dije—, habría una persona o
quizás dos que sabían que Bullard no
había atracado ninguna tienda de licores
y que tan solo se estaba ocultando con
catorce mil dólares del golpe en Shiloh.
Catorce mil que hasta ahora no han
aparecido.
—Cierto —replicó—. Y nos ayuda
muchísimo para establecer el motivo de
la venganza. Una muerte que se puede
justificar en el cumplimiento del deber
es una cosa, pero el asesinato a sangre
fría cometido por dos policías
corrompidos por catorce mil dólares es
otra cosa. Pero me inclino a pensar que
podrían estar equivocados, al menos en
lo de la muerte.
—Es posible —asentí—.
Probablemente lo que ellos piensan es
que Purcell y Stedman descubrieron lo
del botín de Shiloh, y deliberadamente
influyeron en el hombre de la tienda de
licores para que hiciera la
identificación, para tener una excusa.
—Exacto. Pero tenían que ser
bastante repugnantes para hacerlo. Lo
más probable es que ni siquiera supieran
que Bullard había tenido algo que ver en
el asunto de Shiloh, hasta que
encontraron el dinero en el apartamento
después de haberle matado. La tentación
fue irresistible; parecía seguro, así que
se arriesgaron. Probablemente pensaron
que el tercero también era una
importación de fuera. Y probablemente
lo era, excepto que era el hermano de
Danny Bullard.
—Sí —dije—. Y un matón
despiadado que ya había matado a dos o
tres hombres. Escogieron un lugar
encantador para convertirse en unos
criminales.
Ella encendió un cigarrillo.
—Solo hay un problema en todo
esto, por supuesto. Y es que aún no veo
la más mínima relación entre Danny
Bullard y Frances Celaya. Y recuerda, la
policía lo ha comprobado por ambos
lados. Investigaron a los empleados por
si tenían contactos con el hampa e
interrogaron a las amigas de Bullard
después de la muerte de Purcell.
—Pero tiene que haberla —dije. Me
levanté y crucé la habitación—. Dios, si
hubiera podido entrar en su apartamento.
Podría haber encontrado una carta o
algo.
Parecía pensativa.
—¿Estás totalmente seguro de que
no había nada más en su bolso que
pudiera llevar una dirección?
—No —dije—. Solo los típicos
cosméticos y trastos, y un par de medias
que compró en Waldman’s… —Me
detuve—. Oh, Dios santo, ¡qué estúpido
se puede llegar a ser!
—¿Qué pasa? —preguntó.
—¡Hay el ticket de venta de las
medias! Estoy seguro de que las cargó
en cuenta, y lo olvidé por completo.
Se despabiló al instante.
—Bien, quizás podamos encontrar el
bolso.
Sacudí la cabeza.
—No creo que haya la menor
posibilidad.
—Piensa —me ordenó—. Intenta
recordar hasta donde corriste, y en qué
dirección, después de que saltases del
coche.
—Oh, esa parte es fácil —dije—.
Fueron solo tres manzanas, y podría
encontrarlo con los ojos vendados desde
ahí. Pero no sé dónde salté del coche.
Estuve tendido en el suelo. No sé por
cuánto tiempo. Podría haber estado
inconsciente parte del tiempo. Todo lo
que puedo recordar es que era una zona
comercial pequeña, de unas tres o cuatro
manzanas de extensión. Había un cine en
un lado de la calle y un drugstore en el
otro, y una estación de servicio al final
de la manzana. Probablemente habrá
cientos de zonas de ese tamaño en la
ciudad.
—¡Ja! Y se supone que eres un
navegante.
Hizo una mueca. Levantándose de un
salto, entró en su estudio y volvió con un
mapa de la ciudad. Lo extendió sobre la
mesita de café.
—Apostaría a que podemos
encontrarla en treinta minutos. Ahora da
la vuelta hasta aquí, de manera que
estemos en el mismo lado.
Pasé al otro lado.
—Veamos —dijo—, justo aquí es
donde yo te recogí. Octavia, en el
número setecientos. ¿Lo ves? ¿Ahora,
por dónde llegaste a Octavia?
—Bajando esta calle —dije,
siguiéndola con el dedo—. Cuatro o
cinco manzanas.
—Muy bien. ¿Y entraste en la calle
por la derecha, o la izquierda?
—Hummm… giré a la derecha.
Asintió.
—Bueno. Entonces venías de esta
dirección. Del oeste. Así que
prolonguemos esta línea un poco más
lejos y dejémosla por el momento, e
intentemos por el otro lado. ¿Recuerdas
qué autobús cogió?
—Espera —dije—. Lo recuerdo.
Fue el número siete. Y bajamos en la
calle Stevens.
—Creo que vamos bien —dijo.
Fue hacia el teléfono, buscó el
número de la Compañía de Transportes,
y llamó:
—¿Podría decirme en qué lugar
cruza Stevens el autobús número siete?
—Aguardó un momento, y luego asintió
—. ¿En Bedford? Muchas gracias.
Volvió y se sentó. Consultando el
índice de calles que había en la parte
inferior del mapa, dijo:
—Avenida Bedford… R-siete.
Humm. Aquí es… Ibas hacia el norte
por Bedford. Aquí está Stevens.
Paseé un dedo por la línea.
—Y aquí está el campo de juegos, a
tres manzanas de la parada del autobús.
Es donde me saltaron encima.
—Bien —dijo. Hizo una señal allí
con su lápiz—. Te pusieron en el coche
ahí. Y eso está al sur y al oeste de la
calle Octavia. Llegaste a Octavia por el
oeste, así que ellos te llevaban en
términos generales en una dirección
nordeste —Prolongó las dos líneas hasta
que se cruzaron, y dibujó un círculo
alrededor de ellas, de unas quince o
veinte manzanas de diámetro—. Ahora
pásame otra vez la guía telefónica.
La coloqué frente a ella. Pasó las
páginas amarillas con rapidez hasta
llegar a Cines.
—Léelos, con las direcciones —dijo
—. Conozco la mayoría de los que están
en el centro, así que los podemos
eliminar y concentrarnos únicamente en
los de barriada.
Tardamos unos diez minutos.
Acabamos con dos cines de barrio cuyas
direcciones caían dentro del círculo.
—Será uno de esos —dijo.
—Probablemente este —dije—. El
Vincent, en la avenida Stacy. Está más
cerca de Octavia. No pude haber andado
mucho más de un kilómetro.
Se incorporó.
—Vayamos a buscarlo.
Me puse la camisa, la corbata y la
chaqueta, y estaba a punto de coger el
abrigo cuando me detuve en seco.
—¡La llave! —dije—. Dios mío, no
sé qué hice con ella. La dirección no
sirve de nada si no puedo entrar.
La había tenido en la mano cuando
aquel hombre me agarró por el abrigo.
¿La había sujetado? Metí la mano en el
bolsillo derecho del abrigo y suspiré.
Ahí estaba. Debía de haberla dejado
caer allí cuando fingía tener una pistola.
—¿La tienes aún? —preguntó.
—Sí. Creo que empiezo a estar
cansado.
Salí primero y me recogió una
manzana más allá.
—Escucha —dije—, esta vez, si
tengo problemas, corre. No me esperes.
Negó con la cabeza.
—Tranquilízate. Estoy empezando a
cogerle el truco a este asunto de ser un
fugitivo.
Quince minutos más tarde
abandonábamos una avenida arterial
para entrar en la avenida Stacy. Aquí era
estrictamente residencial. Seguimos por
ella unas diez manzanas más arriba.
—Ese es —dije excitado—.
Exactamente ahí delante.
Era pasada media noche ya, y el cine
estaba a oscuras, al igual que el gran
drugstore del otro lado de la calle, pero
la estación de servicio estaba aún
abierta allá, al final de la manzana.
—Gira a la derecha en la esquina
después del drugstore —dije—. A
partir de ahí, está a menos de tres
manzanas.
Giró. Ahora las calles estaban
desiertas, y casi todas las casas a
oscuras. Pasamos lentamente junto a la
entrada del callejón en la segunda
manzana.
—Ese es —dije—. Pero sigue
adelante otra manzana y yo retrocederé
andando.
Cruzó la travesía siguiente y aparcó
bajo algunos árboles que había en el
bordillo. Apagó las luces. Bajé, cerré la
portezuela suavemente, y retrocedí a pie.
Cuando alcancé la entrada del callejón,
no se veía a nadie por ningún sitio. Me
metí dentro. Era a la izquierda, a mitad
de camino del otro extremo, pensé.
Cuando ya casi estaba allí pude
distinguir la verja, que seguía abierta.
Dentro del patio estaba oscuro como
boca de lobo, pero pude ver la negra
masa de las adelfas en la esquina. Me
deslicé hacia ellas y tropecé con algo.
Era el cubo de la basura. Cayó, con la
tapa sonando estrepitosamente. Me
quedé inmóvil, agazapado junto a la alta
empalizada. Pasó un minuto, y luego
dos, pero no se encendió ninguna luz en
la casa. Pasé con cuidado junto al cubo
caído y metí la mano en el interior de las
adelfas. Arrodillándome, me introduje
en ellas, buscando a tientas con la mano.
Mis dedos lo tocaron en seguida. Me
deslicé hacia afuera, lo sujeté con fuerza
bajo el brazo, y me dirigí a toda prisa
hacia el coche.
—Bien, ha sido muy rápido —dijo
suavemente, mientras apartaba el coche
de la acera.
Giró, regresó a la avenida Stacy, y
giró a la izquierda, en dirección a la
arterial.
Coloqué el bolso en el suelo entre
mis pies, y me incliné sobre él, haciendo
chasquear el encendedor. Sacando la
pequeña bolsa que contenía las medias,
extraje el ticket de venta. Ponía:
«Frances Celaya, calle Keller 1910 n°
207».
—Calle Keller —dije—. ¿La
conoces?
—No —respondió—. Tendremos
que buscarla en el mapa.
Lo saqué de la guantera y lo
desplegué. En ese momento giró
entrando en la arterial y se detuvo en el
bordillo bajo una farola. Ambos nos
inclinamos sobre el mapa.
—Está aquí —dijo rápidamente—.
K-tres —Pasó un dedo sobre la línea y
la encontró—. Está en la misma zona
que la calle Randall. Solo a cinco o seis
manzanas más allá.
—Quizás la tengamos esta vez —
dije—. Pero, por Dios, espero que haya
perdido a ese gorila.
Guardé el mapa.
Ella había levantado el bolso
colocándolo sobre el asiento y estaba
sacando todo lo que había en su interior.
Examiné el billetero. Había cinco o seis
billetes de un dólar, pero ninguna otra
identificación a excepción de un número
de la Seguridad Social. Estaba a punto
de volverlo a dejar caer en el interior
del bolso, cuando advertí que tenía un
compartimento cerrado con cremallera
en la parte posterior. Lo abrí. A primera
vista parecía estar vacío, pero luego vi
un pedazo de papel doblado en un
rincón. Lo saqué y lo desdoblé. Había
un número de teléfono escrito a lápiz, y
el nombre de una chica: «GL2-4378
Marilyn».
—¿Qué es? —preguntó.
Se lo mostré. Tenía el aspecto de
haber estado mucho tiempo en el
billetero.
—Una manera curiosa de escribirlo
—observó—. Con el número delante.
Quizás no tuviera importancia; me
encogí de hombros y lo dejé caer en el
bolsillo de mi abrigo.
—¿Nada más? —pregunté.
Negó con la cabeza y empezó a
volverlo a poner todo en el bolso.
—Parece que eso es todo.
Se volvió y tiró el bolso a la parte
trasera, y nos apartamos de la acera.
Le eché una ojeada al reloj. Era más
de la una, ahora. Probablemente llegaría
demasiado tarde ya. Si hubiera tenido la
dirección correcta la primera vez,
hubiera podido llegar al apartamento
antes que ellos, pero ahora era
imposible saber en qué lío me iba a
meter. ¿Habría abandonado la ciudad, o
estaría esperándome con aquel gorila
despiadado? Me di por vencido. No
podía adivinar lo que ella haría.
Estaba un poco más cerca del centro
que la dirección de la calle Randall, una
zona depauperada, de mugrientos
edificios de apartamentos y pequeñas
tiendas, oscura y vacía a esa hora de la
noche. El 1910 era un viejo edificio de
tres pisos de ladrillo. Condujo por
delante lentamente. Únicamente se veía
luz en dos o tres ventanas.
—Sigue y gira en la esquina —dije.
Torció. Tuvimos que ir una manzana
más allá antes de encontrar un lugar
donde aparcar. Aparentemente, los
inquilinos de los edificios de
apartamentos tenían que dejar sus
coches en la calle. Aparcó marcha atrás
y cerró las luces.
—No debería tardar más de quince
minutos —dije.
—Ten cuidado.
Salí y me subí el cuello del abrigo
tapándome la cara. Si me encontraba con
un coche patrulla en aquellas calles
desiertas, estaba casi seguro de que
sería reconocido. Sabían que había
perdido el sombrero, y a estas horas el
abrigo color tabaco y el pelo rojo
probablemente estarían grabados en sus
mentes como un auténtico sacrilegio
destructor. Alcancé la esquina de Keller,
y di la vuelta rápidamente. No se veía
ningún coche. Entré velozmente en el
destartalado vestíbulo del 1910. Una
pequeña bombilla colgada del techo
proyectaba luz suficiente para que viera
la hilera de placas con los nombres
junto a los timbres. El n° 207 era
Frances Celaya, exactamente. Fui a
oprimirlo, pero vacilé, y retiré la mano.
Si estaban arriba esperándome, no
contestarían de todas maneras, y todo lo
que conseguiría sería advertirles. Saqué
la llave y la probé. Funcionó. Abrí la
puerta y me deslicé al interior,
consciente de una sensación de vacío en
mi estómago.
Había un pasillo vagamente
iluminado que iba directamente hacia el
fondo. La escalera estaba a la derecha.
Me escurrí hasta ella y empecé a subir.
Estaba enmoquetada con una raída
alfombra, y mis zapatos no hacían ruido
sobre ella. El descansillo superior era
idéntico al de abajo, con dos anticuados
dispositivos de luz en el techo y una
única tira de moqueta en el centro.
Estaba profundamente silencioso
exceptuando los ronquidos de un hombre
detrás de alguna puerta. Miré los
números. El 207 estaba al final del
pasillo.
Me deslicé con cuidado hasta él y
escuché con el oído pegado al
entrepaño. No se oía un solo sonido en
el interior. No se veía luz por debajo de
la puerta. Deslicé la llave en la
cerradura y la giré muy suavemente
hasta que hubo girado completamente y
se paró. Con la otra mano giré el pomo y
empujé la puerta un centímetro más o
menos. Dentro estaba oscuro. Hice girar
la llave de nuevo, la retiré
silenciosamente, y la metí en mi
bolsillo, consciente de que contenía el
aliento y tenía los nervios en tensión.
Empujé la puerta abriéndola unos
cuantos centímetros más y palpé con la
mano la pared de dentro. Mis dedos
encontraron un interruptor de la luz, pero
no lo encendí. Estiré la mano más lejos.
No había nadie en pie junto a la puerta;
al menos, no en este lado. Abrí un poco
más la puerta, me deslicé en el interior y
la cerré muy suavemente, girando el
pomo de la puerta y el de la cerradura
con los dedos para que no chasquearan.
Al menos durante un minuto
permanecí totalmente quieto, con la
espalda contra la puerta, escuchando.
Había un total silencio exceptuando un
lento goteo de agua en otra habitación.
Si había alguien cerca de mí, respiraba
aún más silenciosamente que yo. Mis
ojos se acostumbraron gradualmente a la
oscuridad. Frente a mí, al fondo de la
habitación, había una pequeña ventana.
Tenía cortinas, pero la tela era lo
suficientemente fina como para dejar ver
una débil luz detrás de ella, que
provenía de algún lugar del callejón que
había debajo.
Pude distinguir un sofá contra la
pared a mi derecha, y una silla y una
lámpara de pie. Había dos rectángulos,
ligeramente más oscuros, de puertas
abiertas a ambos lados al fondo de la
habitación. Me moví cautelosamente
hacia uno a la derecha, tanteando el
camino y colocando con cuidado los
pies sobre la alfombra. Llegué a él y
escuché. Seguía sin oírse respiración
alguna. Entonces vi la silueta
fantasmagórica de algo grande y blanco,
y comprendí que era una nevera y que
esto era la cocina.
Me volví y atravesé la habitación
con cuidado hasta la otra puerta. Debía
de ser el dormitorio. No había ningún
sonido excepto el lento gotear del agua,
un poco más fuerte ahora, a mi
izquierda. El baño debía de estar en
aquel extremo. A mi derecha había otra
ventana con cortinas. Apenas podía
distinguir el pálido rectángulo de la
cama.
Di otro paso dentro de la habitación,
en dirección a la cama. Ahora estaba
seguro; no había nadie en ella.
Suspirando con alivio, encendí el
encendedor. Había una pequeña lámpara
portátil en una mesita junto a la cama. La
encendí y miré a mi alrededor. Parecía
como si un grupo de monos hubiera
estado jugando allí.
Más allá de la cama había una
cómoda. Los dos cajones superiores
estaban medio sacados, y la alfombra
que había frente a ella estaba repleta de
pantalones, medias, combinaciones y
sujetadores. Detrás de la cómoda había
un armario perchero. Dos o tres vestidos
aún colgaban de la barra, pero había
varios en el suelo, junto con dos maletas
vacías y una caja de cartón con libros
que había sido arrojada sobre la
alfombra. A la izquierda del armario
estaba la puerta del cuarto de baño.
Estaba entreabierta, y de nuevo oí el
ruido del goteo del agua. A mi izquierda
estaba el tocador. Sus cajones también
estaban abiertos, y había pañuelos y
bisutería y cosméticos esparcidos
encima y en el suelo. El lugar había sido
registrado a conciencia por alguien que
tenía prisa. Me volví rápidamente y
entré en la sala de estar. No había
desorden aquí, pero tampoco nada que
desordenar: no había escritorio, ni
vitrina, solo el insípido sofá y sillas
propios de un apartamento amueblado
barato. Volví a la cocina y encendí la
luz. Todo parecía estar normal ahí.
Cerré la luz y retrocedí hacia el
dormitorio, y entonces me quedé rígido
al sonar el timbre de la calle. Alguien
estaba en la puerta de abajo. Sonó otra
vez, chirriando de manera discordante
en medio del silencio. Entonces mis
nervios se relajaron al darme cuenta de
que fuera quien fuese no podía entrar.
No tenía llave, o no habría llamado para
que ella le abriera la puerta. Esperé. No
hubo ninguna otra llamada.
Aparentemente había desistido.
Volví a entrar en la habitación y
examiné de nuevo aquel desorden.
¿Quién lo había hecho? ¿Había alguien
más tras su pista? Me pregunté dónde
estaba; no hubiera abandonado la ciudad
sin poner en una maleta al menos
algunas de sus cosas personales.
Empecé a manosear por los cajones del
tocador. Debía de tener viejas cartas por
algún sitio, felicitaciones de Navidad,
fotografías, una agenda, un diario, o algo
que me diera una idea de sus amistades.
En el tocador no había ni un pedazo
de papel. Palpé incluso bajo los cajones
tal como lo hacen en las películas.
Cartas, cartas… ¿Dónde demonios
podría ella guardar viejas cartas? Me
enderecé y empecé a dar vueltas,
mirando fútilmente alrededor de la
habitación. Mi mirada se detuvo de
repente, y respiré entrecortadamente,
sintiendo un escalofrío que me subía por
el cuero cabelludo.
La puerta del cuarto de baño estaba
parcialmente abierta, y desde este lado
de la habitación podía ver el fondo. La
luz era débil, pero no cabía duda de que
lo que veía era el extremo inclinado de
una antigua bañera, y de que colgando
inerte de su borde había una delgada y
bien torneada pierna. Llegué a la puerta
en dos zancadas, la abrí y encendí la luz.
Cuando bajé la mirada hacia la bañera
tuve que luchar conmigo mismo para no
vomitar.
Estaba tendida de espaldas con los
ojos abiertos, mirándome a través de
quince centímetros de agua, con el largo
pelo negro flotando alrededor de su
rostro. Su cabeza estaba casi debajo de
los grifos, uno de los cuales goteaba
intermitentemente y hacía que la
superficie se quebrara formando
pequeñas distorsiones que jugaban con
sus facciones. Estaba desnuda y con las
piernas colgando sobre el borde de la
bañera. Se evidenciaban tremendas
magulladuras alrededor de la garganta.
Tragué saliva de nuevo, y me armé de
valor para estirar una mano y tocarla. La
pierna se balanceó. Probablemente hacía
media hora que había muerto cuando yo
llegué.
Tanteé en busca del interruptor de la
luz, lo cerré y salí. Era el final del
rastro. Si ella había matado a Stedman,
ya no había forma de que pudiera
probarse nunca. Me quedé en pie
mirando estúpidamente a mi alrededor,
al desorden que él había dejado.
Registrar ahora no tenía ningún sentido;
él ya lo había hecho, simplemente para
asegurarse de que no quedaba nada.
Tenía que salir de aquí rápido y seguir
moviéndome. Pasé al otro lado y cerré
la luz que había junto a la cama.
Exactamente cuando salía a tientas por
la puerta hacia la sala de estar, oí voces
fuera en el pasillo.
Unos nudillos golpearon la puerta.
—¡Señorita Celaya! —llamó una
voz.
Me quedé rígido, con miedo incluso
a respirar.
Golpearon otra vez.
—Abran —ordenó la voz—.
Policía.
Como pude me moví. Andando
silenciosamente por la alfombra, aparté
las cortinas de la ventana de la parte
posterior de la sala de estar. No había
salida de incendios, no había ninguna
salida posterior. Si saltaba me rompería
ambas piernas. Estaban colocando una
llave en la cerradura. Me metí
directamente en la cocina, justo cuando
la puerta se abría.
11

CHASQUEÓ UN INTERRUPTOR. La luz se


desparramó a través del umbral, junto a
mí. Me aplasté contra la pared con
piernas temblorosas.
—¿Está seguro de que ha venido? —
preguntó una voz.
—Sí, señor. Hará una hora. Había
perdido su llave, y tuve que darle otra.
—Bien, vamos a echar una mirada
por aquí.
Era otra voz.
Eran tres, aparentemente dos
policías y el gerente del edificio de
apartamentos que les había abierto.
Ahora se estaban moviendo. Les
interesaba el dormitorio, pero uno de
ellos se fue a la cocina.
Podía oír sus pisadas acercándose a
la puerta. Intenté abrir la boca para
gritarle que no disparase. Era ya
demasiado tarde para salir y rendirme, y
cuando surgiese ante él de repente, de
pie junto a la puerta… No me salió
ningún sonido. Ni siquiera podía hablar.
Las pisadas ahora estaban casi a mi
lado.
Entonces el otro gritó
repentinamente desde el dormitorio.
—¡Eh! ¡Mira esto!
Las pisadas dieron la vuelta y
retrocedieron. Alargué la mano y me
sequé el sudor de la cara porque me
escocía en los ojos, y me asomé por el
marco de la puerta. Un hombre anciano
sin sombrero estaba de pie justo dentro
del dormitorio, el otro policía estaba
fuera de mi vista —probablemente junto
al armario o el tocador— y este otro
acababa de llegar a la puerta. Ninguno
de ellos miraba hacia donde estaba yo.
Me separé con cuidado de la pared, salí
de puntillas, y empecé a deslizarme
hacia la puerta de entrada. El segundo
policía había llegado al dormitorio
ahora, y estaba mirando en su interior.
Seguí andando, como si lo hiciera sobre
brasas.
Me faltaban menos de tres metros.
Reprimí un impulso de romper a correr,
y eché una mirada furtivamente por
encima de mi hombro.
—¡Oh, Dios mío! —La voz salía del
fondo del dormitorio. El primer policía
ya la había encontrado—. ¡Eh, Hoyt! Ve
a avisar. ¡La han asesinado!
—De acuerdo —dijo Hoyt, y
empezó a volverse. Me abalancé hacia
la puerta de entrada. Le oí contener el
aliento, y luego el sorprendido aullido:
—¡Foley!
Me precipité a través de la puerta,
inclinado hacia adelante, moviendo los
pies a toda velocidad.
—¡Detente! ¡Dispararé!
La pistola detonó detrás de mí, y al
fondo, en la entrada del vestíbulo,
estalló un cristal a trozos. Disparó de
nuevo, y algo tiró de un extremo de mi
abrigo, justo debajo del brazo izquierdo.
Tenía la escalera a pocos pasos, a la
izquierda. Me lancé por ella, resbalé
sobre los escalones, di una vuelta sobre
mí mismo, me agarré con una mano a la
barandilla, y me puse en pie como pude.
Bajé corriendo tres o cuatro escalones
más y salté. Podía oír el rumor de sus
pies en el vestíbulo superior. La puerta
de cristal de la entrada se encontraba a
unos seis metros a mi derecha. Conseguí
llegar y la estaba abriendo cuando
apareció el primero de ellos por la
escalera. Disparó. Le dio al marco de
madera de la puerta justo junto a mi
cara. Saltaron astillas, y algo se me
clavó en la mejilla. Ahora ya estaba
fuera. Tenía el coche aparcado
exactamente enfrente de la puerta. Torcí
a la izquierda, y empecé a correr a toda
velocidad por la acera. Salieron en mi
persecución y uno de ellos volvió a
disparar. Tenía todos los músculos de la
espalda agarrotados, esperando que una
bala me atravesase.
Alcancé la esquina y me desvié a la
izquierda al torcerla. No servía de nada
intentar llegar hasta Suzy. Me seguían
demasiado cerca, y la cogerían a ella
también. En algún lugar a mi espalda
empezó a sonar una sirena. Uno todavía
me seguía a pie, mientras que el otro
daba la vuelta a la manzana en el coche
para cortarme el paso. Utilizaría la
radio del coche para llamar, y toda la
zona estaría rodeada en unos minutos. Oí
el martilleo de los pies al torcer la
esquina. Entonces se detuvo. Iba a
disparar de nuevo. En la acera había
algunos árboles, y me desvié a la
derecha entrando en la calle a toda
velocidad para poner sus troncos frente
a su línea de tiro. No disparó.
Exactamente frente a mí estaba la
entrada de un callejón. Me precipité en
su interior. Ya no le podía oír, pero
cuando miré atrás seguía acercándose, a
una media manzana de distancia. Luego
oí la sirena en el otro extremo. Me
habían acorralado. Pero el coche siguió
por la calle pasando junto a la entrada
del callejón justo antes de que yo
saliera. Crucé la calle que había detrás y
me metí en una especie de continuación
del callejón que había en la manzana
siguiente. Antes de salir volví a mirar
atrás. Ya no se le veía. Salí a la acera.
La calle estaba desierta pero podía oír
sirenas. Convergían procedentes de
todas partes.
Mis piernas estaban flojas y
temblorosas, y el costado me dolía
terriblemente. Luché para recuperar el
aliento. No servía de nada; ¿por qué no
entregarme? Me tenían. Trazarían un
anillo de coches y hombres en un área
de ocho o diez manzanas de superficie y
la registrarían palmo a palmo. Ahora
que casi podían tocarme estaban
desesperados por cogerme. Les había
estado eludiendo durante una semana, y
ahora había asesinado a una chica. Nada
podría salvarme de esto. Había ido a la
calle Randall buscándola. Y cuando
finalmente me habían encontrado, estaba
en el apartamento de ella y a ella la
acababan de asesinar.
Dejé de pensar y empecé a correr de
nuevo, por puro instinto. Torcí a la
izquierda. En la manzana siguiente había
otro callejón. Me escondí en él. Unos
neumáticos chirriaron a mi espalda al
entrar un coche en la calle que acababa
de dejar. Más adelante se oían más
sirenas. El callejón estaba a oscuras,
con luces únicamente en los extremos,
pero no había ningún lugar donde
esconderme. Me detuve y me derrumbé
junto a unos cubos de basura, respirando
sollozante.
Estaba detrás de un edificio
comercial de dos pisos. Directamente
sobre mí estaba la escalera de incendios
que terminaba a unos dos o tres metros
del suelo. Me levanté y salté para
cogerla y cogí el último peldaño.
Permanecí agarrado durante un segundo,
me levanté dándome impulso y me cogí
al siguiente. Al cabo de un minuto,
estaba lo suficientemente alto como para
poder colocar los pies en los peldaños
inferiores. Seguí subiendo, me deslicé
sobre un muro, y me dejé caer sobre el
tejado. Miré atrás. Nadie había entrado
todavía en el callejón. Podía
permanecer escondido allí arriba hasta
que se dieran por vencidos, hasta la
noche siguiente si era necesario, y luego
salir. Entonces miré a mi alrededor y se
me cayó el alma a los pies.
Junto al edificio, a su izquierda,
había un bloque de apartamentos que
tenía dos pisos más de altura, y había
ventanas sobre aquel lado. Cuando se
hiciera de día, alguien me vería ahí
abajo. Miré al otro lado. El edificio de
la derecha también sobresalía dos pisos,
y una escalerilla de acero subía por el
lado cerca de la parte frontal. Me
incorporé y fui hacia allí, respiré
profundamente de nuevo y empecé a
trepar. Cuando estaba a la mitad, miré
hacia abajo y descubrí que cualquiera
me podía ver desde la calle si por
casualidad miraba hacia arriba. Había
un coche de policía detenido en la
esquina y dos hombres de uniforme
salían de él. Intenté trepar corriendo.
Las rodillas me temblaban, y mis brazos
parecían hechos de plomo. Un peldaño
estuvo a punto de escurrírseme de la
mano, y me detuve, respirando
entrecortadamente. Al fin llegué arriba.
Rodé sobre el muro y caí sobre la grava
del tejado. Me quedé tendido ahí,
demasiado agotado para moverme, y
escuché los gruñidos amortiguados de
las sirenas en la calle, cuatro pisos más
abajo.
Entonces una voz dijo, justo encima
de mí:
—Eh, mueve la cabeza, ¿quieres?
Estás sobre mi efemérides.
Quizás empezaba a volverme loco.
Estaba muy oscuro, debido al muro de
un metro veinte que rodeaba el borde
del tejado, el cual cerraba el paso a la
luz que provenía de la calle. Entonces se
encendió una linterna frente a mi rostro.
Tenía un papel rojo ante el cristal que
solo dejaba pasar un tenue brillo. Una
mano bajó y empujó mi cabeza un poco
hacia un lado, sacando algo de debajo.
Parecía un folleto.
Volví a respirar temblorosamente.
—Tengo una pistola —dije
ásperamente—. ¡Haga un solo ruido y
dispararé!
—Bien —murmuró la voz
distraídamente—. Eso es perfecto…
humm… Esto es… Declinación treinta y
dos cuarenta y siete…
La luz se apagó.
Giré sobre mí mismo y conseguí
sentarme con la espalda contra la pared.
Entonces pude distinguir las tres oscuras
patas de un trípode. Sobre él había algo
parecido a una sección de un tubo de
estufa, inclinado en ángulo con el cielo,
y había la oscura figura de un hombre
sentada en un pequeño banco a un lado.
Estaba envuelto en gran cantidad de
ropa para protegerse del frío y
encorvado sobre el extremo inferior del
tubo de chimenea, con el ojo pegado al
lado. Entonces supe lo que era. Era un
telescopio, y él era un astrónomo
aficionado.
—¿Qué está observando? —
pregunté.
No replicó. Efectuó un ligero ajuste
en el soporte del telescopio y siguió
mirando.
—Estupendo —murmuró.
No parecía que fuese a llamar a la
policía; era dudoso incluso que supiera
que yo estaba allí. Estaba perdido entre
años luz. Saqué un cigarrillo y lo
encendí.
—Si tiene que encender luces,
váyase a otro sitio —dijo de mal talante.
—Tranquilo —dije.
Había recuperado el aliento ya. Me
puse en pie y me encaminé a la parte
posterior del tejado para mirar el
callejón. Un coche de policía circulaba
lentamente por él. Me senté en el suelo
con la espalda contra la pared,
intentando pensar. Me había quedado
empapado de sudor y ahora empezaba a
tener frío. Me estremecí.
¿Cuánto tiempo más podría durar
esta pesadilla? ¿Y de qué servía ahora?
Al principio albergaba alguna
esperanza, mientras había posibilidad de
que pudiera descubrir al asesino de
Stedman, pero ahora estaba todo
perdido. No cabía duda de que Frances
Celaya le había matado, pero no solo no
sabía por qué, sino que también se me
buscaba por haberla matado.
Había una persona involucrada en
ello, pero no tenía ninguna pista que me
llevara a ella, exceptuando que era
enorme como un caballo y que creía que
era un marino. Se había ocupado de ello
a la perfección. La única manera de
descubrir de quién se trataba, era a
través de ella, así que la había matado y
luego se había asegurado de que no
había nada en su apartamento que
pudiera delatarle. Sabía que en su bolso
estaría su identificación, y que
finalmente la encontraría. O que más
tarde o más temprano la policía me iba a
coger, y yo podría muy bien
convencerles de que la investigaran. Y
siempre cabía la posibilidad de que
pudiera llamar a la policía. Me detuve.
¡Aquel borracho! ¡El que había
abierto la puerta de la cabina telefónica!
Era una apuesta mil a uno, pero
encajaría. Supongamos que me había
estado siguiendo, ¿buscando una
oportunidad para matarme? Pero
aguarda. ¿Dónde habría podido
encontrar mi pista? Le había perdido,
junto con la policía, después de haber
agarrado el bolso. Entonces lo vi; era
absurdamente sencillo. En el antiguo
apartamento de ella en la calle Randall,
desde luego.
Él sabía que había una buena
posibilidad de que me decidiera por la
dirección del permiso de conducir, y
había ido hasta allí en el coche y
esperado. Yo había salido corriendo, de
modo que no había tenido oportunidad
de llegar a mí, pero nos había seguido
después de que entrara en el coche de
Suzy. Había un coche detrás de mí en la
calle, pero no le había prestado atención
alguna porque no era de la policía. No
podía atacarme allí, en las cabinas
telefónicas, porque el lugar estaba al
descubierto, bien iluminado y lleno de
gente que salía del supermercado. Todo
lo que tenía era un cuchillo, y podía
tardar varios minutos en hacer el
trabajo. Pero había fingido estar
borracho y abierto la puerta para
poderme ver bien. Y luego se había
metido en la otra cabina para escuchar
sin ser visto.
¡Por Dios, eso era! Intenté recordar
la secuencia exacta de la conversación
con Brannan. Le había hablado del
grandullón asesino y de mi
presentimiento de que podría ser un
marino, pero eso había sido antes de que
apareciese el borracho. Y después de
que se hubo metido en la otra cabina no
le había mencionado para nada.
Sencillamente le había dicho a Brannan:
«¿Qué le parece si dedicara unos
cuantos minutos de su tiempo a intentar
coger al fugitivo que sí mató a
Stedman?». Incluso había deletreado su
nombre, y le había dicho dónde
trabajaba. Hubiera sido obvio para
cualquiera que estuviera escuchando que
estaba hablando con la policía. Me
interrumpí. Era como si la hubiera
estrangulado yo mismo.
Eso era efectivamente; ya lo
lamentaría algún día cuando tuviera más
tiempo. Ella me había metido en todo
aquel lío al matar a Stedman y colgarme
el muerto a mí, y luego había intentado
hacer una carnicería también conmigo.
Desde mi punto de vista, se lo había
ganado, y lo único malo era el hecho de
que ahora cargaría sin remedio con el
asesinato de Stedman. Y con el suyo.
Ojalá hubiera vivido lo suficiente para
poder tener una pequeña charla.
De repente me puse de pie. ¡Tenía
que avisar a Suzy! Ese gorila sabía
dónde vivía, y podía intentar atacarla a
ella también. Si nos había seguido desde
la calle Randall hasta aquellas cabinas
telefónicas, también debía de habernos
seguido hasta el apartamento. Ella
estaba conmigo, así que se figuraría que
también ella andaba tras él. Dios, quizás
ya era demasiado tarde. ¿Y cómo iba yo
a avisarla? Me había obligado a
refugiarme en el tejado del edificio
como si fuera un mapache en un árbol.
Pero a lo mejor había una cabina en
el edificio. Algunas veces había cabinas
en los pasillos de cada piso, en los
edificios de apartamentos baratos en los
que muchos inquilinos no tenían teléfono
propio.
Me levanté de un salto y me dirigí a
grandes pasos hacia el hombretón del
telescopio. Todavía tenía el ojo pegado
a él.
Mis ojos se habían acostumbrado a
la oscuridad ahora, y le podía ver
bastante mejor. Parecía tener unos
cuarenta años, de cara redonda,
rechoncho, y de espaldas anchas, pero
de aspecto amable. Llevaba una gorra,
una bufanda alrededor del cuello, y uno
de esos abrigos muy masculinos que se
ponen los fanáticos de los coches
deportivos, un tres cuartos con clavijas
de madera en lugar de botones.
—¿Hay alguna cabina telefónica en
algún lugar del edificio? —pregunté.
No contestó.
Me agaché, le sujeté por los brazos,
y le levanté poniéndole en pie.
—Préstame atención, amigo —dije
—. Te estoy hablando.
Me miró fijamente con sorpresa y
escandalizado.
—¿Qué te pasa? ¿No ves que estoy
ocupado? Si quieres observar Saturno,
ves a molestar a otro. Estoy estudiando
las variables de Cefeida.
Le sacudí.
—Regresa y únete a nosotros por un
momento. El planeta sobre el que quiero
hablar es este. ¿Lo recuerdas? Tiene
gente. Y a veces utiliza teléfonos. ¿Hay
una cabina telefónica ahí abajo en los
pasillos?
—No —dijo.
—¿Tienes uno en tu apartamento?
—No lo tengo —dijo de mal talante
—. Ahora, ¿te quieres ir por favor?
—Aún no —dije—. Sácate ese
abrigo de observador de pájaros y
pásamelo. Y la gorra.
Por primera vez pareció estar
ligeramente nervioso.
—¿Vas a robarme?
—No. Simplemente estoy
intercambiando abrigos contigo. Y
puesto que el mío tiene un agujero de
bala en él, te daré veinte dólares
además.
—Nunca oí nada tan ridículo.
—Sácatelo —dije—. O le daré una
patada a tu telescopio.
Para entonces ya había decidido que
yo estaba loco, así que se lo quitó y me
lo entregó, junto con la gorra. Le
entregué dos billetes de diez dólares, y
busqué en los bolsillos de la gabardina
por si me había olvidado algo. Saqué el
pequeño pedazo de papel doblado. ¿Qué
era? Entonces recordé. Era aquel
nombre de chica y el número de
teléfono, que había sacado del bolso de
Frances Celaya. Me encogí de hombros
y lo metí en el bolsillo de mi traje. Él se
puso la gabardina, farfullando para sus
adentros:
—Doce días seguidos de nubes o de
turbulencias, y cuando consigues una
hora de buena visibilidad…
Me puse el suyo. La gorra era
ligeramente grande para mí, pero podía
mantenerla sobre la cabeza. Él se sentó
de nuevo, pegó el ojo al telescopio y se
olvidó de que yo existía. Me pregunté si
estaría casado. Bueno, probablemente
no importaba, pensé. Una esposa
corriente podía tener algunos problemas
para entender cómo podía uno
intercambiar abrigos con alguien en el
tejado de un edificio de cuatro pisos a
las dos en punto de la madrugada, pero
sin duda la suya se había acostumbrado
a recibir explicaciones de lo más
confusas: «Realmente no lo consideré en
aquel momento, querida. Yo
simplemente estaba sentado ahí,
estudiando las variables de Cefeida, y
apareció ese hombre…».
Localicé la puerta y bajé un tramo de
escalera hasta el piso superior. Los
pasillos estaban débilmente iluminados
y desiertos, y tenían un aspecto bastante
deprimente con un empapelado
desgastado y olores de comida rancia.
No me encontré con nadie. En el pasillo
de la planta baja, justo en la puerta
principal, había un espejo que colgaba
de la pared sobre una pequeña mesa que
sostenía un tiesto con una planta
indefinida. Me miré y me estudié. Ese
abrigo y esa gorra eran estupendos, y
parecía totalmente diferente, pero había
un rasguño en mi mejilla izquierda y una
pequeña línea de sangre seca. La froté
con el dedo índice humedecido y luego
con mi pañuelo, y eliminé gran parte de
ella. Me subí el cuello del abrigo, me
incliné la gorra hacia adelante de
manera descuidada, y salí
tranquilamente, sintiéndome
terriblemente asustado. Podía funcionar
o no, pero debía llegar a un teléfono,
incluso si me cogían.
Las calles estaban casi desiertas.
Era peor aún; cualquier persona llamaba
la atención. Sin embargo, no se veía
ningún coche de policía por el momento.
Fui hasta la esquina y giré a la
izquierda. Directamente enfrente, a unas
quince o veinte manzanas, podría ver los
edificios del centro. Si conseguía llegar,
sería el lugar adecuado para poder
encontrar un teléfono a esta hora de la
mañana.
Estaba atravesando un cruce cuando
vi un coche patrulla que entraba en la
calle a unas tres manzanas más arriba.
Me detuve, los hombres de dentro
aparentemente estaban hablando con el
policía uniformado de la esquina. Luego
salió disparado hacia adelante,
acercándose a mí. Me habían visto. La
única manera de actuar era comportarse
con sangre fría, sin importar lo asustado
que estaba. Si se detenían realmente y
me pedían documentación, desde luego,
estaría acabado, pero podrían no
hacerlo si no mostraba signos de
nerviosismo. Seguí andando al mismo
paso, subí al bordillo, y me detuve para
encender un cigarrillo. Redujeron
velocidad, dieron la vuelta, y pasaron
lentamente por mi lado. Podía sentir sus
ojos clavados en mí. Les miré por un
instante, eché una bocanada de humo y
seguí adelante. Ellos siguieron. Me sentí
débil. Torcieron a la derecha en la
siguiente esquina y desaparecieron.
Anduve toda una manzana antes de
enfrentarme de nuevo con otro. Este me
venía de cara, por la misma acera. Me
vieron, aceleraron y luego redujeron.
Iban a detenerse. Entonces su radio dijo
algo en una explosión de sonidos
entrecortados, y salieron disparados
hacia adelante, poniendo en marcha la
sirena. Cuando estuvieron a unas cuantas
manzanas de distancia, me detuve y
escuché. Podía oír tres sirenas que se
acercaban a algún lugar de por allí atrás.
Suspiré. Probablemente alguien había
denunciado a un merodeador, y parte de
la fiebre persecutoria había dejado de
concentrarse en mí. Empecé a andar más
de prisa. Estaba a tres manzanas de
distancia y luego a cinco. Después de la
décima dejé de contar. Estaba fuera de
la zona.
Crucé la avenida Pemberton, en el
límite con el centro. La terminal de
autobuses del Greyhound se encontraba
tan solo a una manzana a mi derecha.
Los bares estaban todos cerrados ya, y
ese sería el lugar más próximo con
cabinas de teléfonos. ¿Debía
arriesgarme? Tenían hombres vigilando.
Pero nunca me mirarían con atención
vestido con aquel loco abrigo deportivo.
De todas formas, estaba más seguro
entre la gente, y las estaciones de
autobuses siempre están concurridas.
Me volví y me dirigí hacia ella.
Quince o veinte personas leían el
periódico con aburrimiento o intentaban
dormir sentadas en los bancos, y otras
bebían café en un bar situado más al
fondo. Las cabinas estaban a la
izquierda del bar. Me metí en la primera
y tiré una moneda. El teléfono sonó. Y
luego otra vez. Al poco rato me di
cuenta de que estaba contando las
llamadas y de que estaba muy asustado.
Ella me había ayudado, y yo podría
haber sido la causa de que la mataran.
Colgué. ¿Ahora qué? Si conseguía
llegar allí, no podía entrar. Si estaba aún
fuera en algún sitio, no había manera de
que pudiera avisarla. Pero quizás se
aburría y había empezado de nuevo con
el vodka. Esperaría unos minutos y
probaría otra vez.
Entonces recordé aquel número de
teléfono que había sacado del bolsillo
de Frances Celaya. Lo saqué de mi
bolsillo y lo miré. «GL 2-4378
Marilyn». Tal y como estaba el papel de
arrugado, había permanecido en su
monedero durante meses, y no veía
cómo podía tener nada que ver con
Stedman, pero eso era todo lo que me
quedaba, así que podía probar.
Dejé caer una moneda, y marqué el
número. Contestó un hombre.
—¿Está Marilyn ahí? —pregunté.
—Sí, está aquí —replicó.
Me puse alerta; después de todo,
esto podría significar algo.
—¿Podría hablar con ella, por
favor?
—Te crees muy gracioso, ¿verdad?
—gruñó, y colgó.
Me quedé mirando fijamente el
auricular sin comprender, y lo coloqué
en la horquilla. Quizás era así como uno
se volvía loco: las cosas sencillamente
dejaban de tener sentido. No cabía duda
de que era perfectamente lógico.
Me interrumpí, preguntándome cómo
había podido ser tan estúpido. Tendría
que haberlo sabido todo el tiempo. Me
agaché al otro lado de la cabina y cogí
el listín de teléfonos. Pasé las hojas
hasta llegar a las páginas amarillas,
encontré lo que estaba buscando, y
reseguí con el dedo los números de
teléfono de las casetas de los vigilantes,
en los muelles municipales.
El muelle cinco era el Glenwood
2-4378. Marilyn era un barco.
Un camaronero o un barco de pesca,
pensé. Era en el muelle cinco donde
amarraban. Ahora estaba sobre la pista.
Entonces volví a pensar en Suzy, con
aquella deprimente inquietud en mi
interior. Antes de que me fuera tenía que
intentarlo una vez más. Dejé caer el
listín, y cuando me volví para entrar otra
vez en la cabina me encontré mirando
directamente a un hombre que estaba en
este extremo del bar. Tenía una taza de
café y un periódico frente a él, pero sus
ojos estaban clavados en mi rostro.
Luego desvió la mirada y cogió el
periódico. Su rostro me era vagamente
familiar, y un pequeño susurro de aviso
me recorrió el sistema nervioso. Pero,
demonios, nadie me reconocería con
aquella vestimenta deportiva. Entré en la
cabina y marqué el número de Suzy. El
teléfono sonó, y siguió sonando, pero no
hubo respuesta. El miedo aumentó. Volví
la cabeza, y el hombre de la barra
miraba hacia la cabina con una
expresión pensativa en su rostro. Ahora
le reconocí. Era un detective, uno de los
amigos de Stedman que había visto
varias veces en el bar de Red Lanigan.
12

ME VOLVÍ DE ESPALDAS, y seguí


escuchando el inútil sonar del teléfono
en el apartamento mientras intentaba
pensar. Sencillamente no podía resistirlo
más; muy pronto me desmoralizaría y
empezaría a decir insensateces.
A lo mejor aún no me había
reconocido, y podría conseguirlo. Había
una parada de taxis en la entrada que
daba a la avenida Pemberton. Colgué,
busqué un cigarrillo y salí de la cabina.
No le miré. Dándome la vuelta, salí con
aire tranquilo en dirección a la entrada,
deteniéndome un momento para mirar
por encima del estante de los libros de
bolsillo del puesto de periódicos,
mientras encendía el cigarrillo. No
había manera de saber si se había
levantado o no; si miraba hacia atrás
sería como agitar un letrero. Seguí
andando, esperando oír la voz a mis
espaldas. Llegué a la puerta. Había un
taxi en la parada, y el conductor estaba
sentado al volante. Justo cuando torcí y
empecé a andar hacia él, eché una
ojeada a mi espalda. Se había levantado
y se acercaba. Le hizo una señal a
alguien que estaba en uno de los bancos,
y empezó a andar más de prisa.
Abrí de un tirón la portezuela del
taxi y salté a su interior.
—Muelle diecinueve —dije.
—Sí, señor —contestó.
Bajó la bandera y puso en marcha el
motor. Nos apartamos del bordillo. Los
dos detectives aparecieron en la puerta,
ahora corrían, y subieron por la calzada
en pos de nosotros. Le gritaron al
conductor. Este les vio por el retrovisor.
—¿Amigos suyos? —preguntó.
—No —dije—. Probablemente un
par de borrachos. Siga adelante.
Estábamos a una manzana por
delante de ellos y aumentábamos la
velocidad. Les vi dar la vuelta y volver
a la terminal, corriendo todavía. No se
veía ningún coche de policía, pero el
número del taxi estaría en el aire en
cuestión de segundos. A las tres de la
madrugada, con las calles desiertas, no
llegaríamos lejos antes de que nos
cogieran. Saqué dos billetes de dólar de
mi billetero y los sostuve en la mano.
Giramos a la derecha en Walker y
nos dirigimos hacia el centro. Pasamos
junto a un coche patrulla que iba en
dirección contraria. No nos prestó
atención. Todos los semáforos estaban
en ámbar intermitente a lo largo de
Walker y no tuvimos que detenernos.
Diez manzanas más adelante nos
desviamos a la izquierda entrando en la
avenida Western e íbamos en dirección
al canal navegable y al puerto, que ahora
estaba ya a menos de tres kilómetros de
distancia. Nos encontramos con otro
coche patrulla haciendo la ronda. Siguió
adelante. Le vigilé. Estábamos a unas
ocho manzanas de distancia cuando le vi
girar en redondo bruscamente en mitad
de la manzana. Vino hacia nosotros,
ganando velocidad.
—Gire a la derecha en la siguiente
esquina —le dije al conductor.
—Pero…
—He dicho gire a la derecha.
Aún no estaba conectada la sirena,
pero se nos estaban acercando
rápidamente. Giramos.
—¡Pare! —le dije.
Él se dio cuenta de que algo iba mal,
y frenó en seco. Le tiré los dos billetes
de dólar sobre el regazo y salí antes de
que el coche hubiera acabado de
moverse.
—¡Siga adelante! —le dije. Él se
alejó.
Me lancé a través de la calzada y me
metí de un salto en el interior de una
zona oscura entre dos edificios, fuera
del alcance de la farola. El coche de
policía giró haciendo chirriar los
neumáticos y pasó por delante. El taxi
estaba a unas tres manzanas de distancia.
Crucé la calle inmediatamente detrás del
coche de policía, yendo en diagonal
hasta la esquina siguiente y corriendo
tan de prisa como podía. Justo cuando
alcanzaba la esquina y empezaba a bajar
por la calle que cruzaba, oí cómo
empezaba a sonar la sirena. Hasta ahora
lo habían estado siguiendo simplemente
porque era el mismo tipo de taxi que el
del boletín y querían comprobar el
número, pero ahora ya lo tenían al
alcance de sus faros. Estarían de vuelta
en menos de un minuto. Llegué a la
esquina siguiente y giré a la derecha.
Había pasado una manzana ahora y
estaba en paralelo con la calle en que
ellos se encontraban.
Era una zona industrial, no lejos de
la calle Denton, y probablemente a un
kilómetro o menos de las cocheras del
ferrocarril. Estaba desierta a esta hora
de la mañana, y a oscuras en los grandes
espacios que quedaban entre farola y
farola. Llegué a un enorme almacén que
había en la esquina siguiente y me
detuve para mirar hacia la travesía que
tenía delante. El coche patrulla pasó
disparado subiendo por la otra manzana
sin la sirena. Corrí adelante en línea
recta, crucé la travesía y seguí a toda
velocidad. Mi única posibilidad estaba
en que pudiera alejarme de aquel lugar
antes de que empezaran a aparecer otros
coches en la zona. Dos manzanas más
allá, giré a la izquierda de nuevo, en
dirección a las cocheras del ferrocarril
y del canal navegable. Ahora podía Oír
las sirenas. Eran algo que atormentaría
mis sueños durante años si vivía lo
suficiente.
Dos manzanas más y me di cuenta de
que no podía continuar sin descansar. Al
otro lado de la calle había un solar con
grandes montones de tuberías de
alcantarillado. Corrí hacia allí, me metí
entre dos montones y me tumbé sobre la
maleza que había detrás. Estaba muy
oscuro. Me di la vuelta sobre mi lado
izquierdo, debido al dolor que sentía en
el derecho, hice reposar la cabeza en el
brazo y me esforcé por recuperar el
aliento. Oí un coche que pasaba por la
esquina haciendo rechinar los
neumáticos, pero no presté atención.
Había demasiados, y ya ni siquiera
sentía nada; sencillamente los evitaba de
manera mecánica, como un animal al que
han entrenado para hacer una gracia al
recibir una señal concreta. Quería llegar
al Marilyn, y después todo me daba
igual. Si allí no encontraba nada, dejaría
de huir.
Empecé a pensar en Suzy, y no podía
dejar de imaginármela tendida en el
suelo junto a la puerta de la sala de
estar, asesinada por aquel matón
despiadado. Le sería facilísimo; todo lo
que tenía que hacer era llamar, y ella
abriría pensando que era yo. Intenté
librarme de aquel pensamiento.
Probablemente ella estaría bien. Debía
de haber un montón de razones por las
que no había contestado al teléfono. No
se me ocurría ninguna.
Pero preocuparme por aquello no
iba a servir de nada. Y me quedaba un
buen trecho que recorrer hasta llegar al
muelle cinco. Intenté orientarme. El
muelle diecinueve se ubicaba al final de
la avenida Walker, pero ahora me
encontraba al sur de Walker, quizás
enfrente del muelle diez o doce. Si
giraba a la derecha cuando encontrase
las cocheras del ferrocarril y seguía
andando otro medio kilómetro o un
kilómetro, me llevaría muy cerca del
muelle cinco. El trayecto iba a ser
arriesgado. Probablemente ellos se
darían cuenta de que la dirección que le
había dado al conductor era falsa, pero
registrarían todo el puerto, puesto que
yo había ido en esa dirección. Encendí
el mechero y miré el reloj. Eran las tres
y veinte. Al cabo de quince minutos me
levanté y seguí adelante. Estaba muy
cansado. Mientras recorría las siete
manzanas que había hasta llegar al
ferrocarril, me libré por los pelos dos
veces. En una, un coche de policía entró
en la calle a menos de una manzana a mi
espalda, y apenas tuve tiempo de
meterme debajo de una plataforma de
carga de un almacén, antes de que sus
luces pudieran enfocarme.
Eran las cuatro y diez. Apagué el
encendedor y volví a quedar a oscuras
entre dos filas de vagones de carga.
Había un motor en marcha en algún lugar
a mi espalda. Me arrodillé y atisbé por
debajo de uno de los vagones. Más allá
había la calle silenciosa, y el oscuro
cobertizo de un muelle a la derecha de
donde yo estaba, y detrás del cobertizo
una oscura jungla de mástiles y de redes
camaroneras puestas a secar. No podía
ver la entrada del muelle ni el número,
pero tenía que ser ese. Anduve otros
doce vagones, y me subí sobre el
enganche que había entre dos de ellos.
Era el muelle cinco. Podía divisar el
círculo de luz a la entrada del cobertizo,
y al vigilante recostado en una silla,
leyendo una revista frente a su pequeña
oficina justo en el interior del umbral.
No había forma de subir o bajar del
muelle sin pasar junto a él, pero en la
mayoría de ellos no se necesitaban
pases. Examiné la calle en ambas
direcciones y estaba a punto de bajar de
un salto de entre los vagones, cuando vi
un coche de policía que venía por la
derecha. Se detuvo en la oficina del
vigilante del astillero de reparaciones
que había en el muelle siguiente al
número cinco. Los hombres que había en
su interior estuvieron hablando con el
vigilante. Luego llegaron hasta el muelle
cinco. Hicieron salir al vigilante y
hablaron con él. Empecé a comprender.
Me estaban buscando, probablemente, y
dando mi descripción a los vigilantes de
todos los muelles. Pasaron por el
siguiente sin detenerse, ya que no se
utilizaba, y siguieron hasta el número
siete, donde hicieron lo mismo otra vez.
Podía hacer otra cosa, desde luego,
pero no podía arriesgarme. Tenía que
detenerme y decirle al vigilante lo que
quería y a qué barco quería subir, y si
tenía mi descripción la policía estaría
ahí antes de que pudiera llegar al otro
extremo. Maldije cansadamente. ¿Ahora
qué?
Nunca encontraría una forma de
hacerlo desde aquí. Retrocedí hacia la
izquierda otros ciento cincuenta metros
hasta donde el vigilante no pudiera
verme cruzar la calle y la atravesé
corriendo cuando vi que no había
coches. Permanecí de pie en las
sombras, frente al muelle seis y miré
fijamente a la grada. El muelle cinco
tenía una longitud de unos sesenta
metros, con una larga cabecera en forma
de «T» en el extremo exterior. Había
quizás una docena de barcos amarrados
a él, casi todos camaroneros. Pero no se
podía pasar alrededor del enorme
cobertizo de empaquetado y congelación
que había en el extremo más cercano a
tierra firme.
Un coche pasó por la calle. Me
aparté contra la pared para confundirme
con las sombras. Una barcaza grúa
estaba amarrada al final de la grada, la
cubierta a un metro y medio por debajo
de donde me encontraba. Miré hacia
abajo. Había poca luz, pero creí divisar
un pequeño bote de reparaciones en el
agua junto a ella. Me moví con cuidado
por la grada hasta que encontré una
escalerilla para bajar. Al cabo de un
momento estaba sobre la cubierta.
Aparentemente no había nadie a bordo.
Di la vuelta hasta el lado exterior de la
camareta alta. Ahí estaba el bote de
reparaciones. Lo acerqué al costado
tirando de la amarra. Había un remo en
su interior.
Bajé hasta él, solté la amarra, y lo
empujé con el remo hasta las sombras
que había junto al muelle seis, giré, y me
dirigí hacia afuera, manteniéndome
cerca de los pilones. Cuando llegué al
extremo del muelle, estaba fuera de la
zona exterior iluminada por las farolas
de la calle. La marea estaba bajando
lentamente, y dejé que me arrastrara
hacia el extremo en forma de «T» del
muelle cinco. Había una farola en su
centro, y los lados exteriores se
encontraban en una semioscuridad.
Ninguno de los barcos tenía ninguna luz
encendida. Mientras me acercaba
empecé a intentar distinguir los
nombres. Tuve suerte. El Marilyn era el
primer barco en la parte interior de la
«T». Estaba atracado del lado de babor,
con la popa hacia mí. Apenas pude
distinguir la inscripción en la oscuridad:

MARILYN
de
SANPORT

Llegué junto a su aleta, me cogí a la


barra del timón y me coloqué a estribor
con el bote. No era un camaronero;
todos se parecen, no importa donde los
encuentre uno. El Marilyn era un
monstruo para navegar por alta mar, una
vieja goleta de dos mástiles a la que
habían colocado un motor. Habían
cortado sus mástiles y le habían añadido
una cabina en mitad de la cubierta que
parecía un gallinero. Probablemente un
pesquero de altura, pensé. Incluso en la
semioscuridad que reinaba ahí fuera al
final del muelle, se podía ver la
suciedad y el descuido. Apestaba a
pescado y posiblemente no lo habían
fregado después de descargar las
capturas; pasé junto a una caja de cartón
con basura en descomposición que
estaba sobre la cubierta. No había luz, y
no oí a nadie a bordo. Agarré con fuerza
la amarra y subí a su cubierta.
Estaba justo pasado el gallinero.
Frente a mí, una tabla conducía a la
oscura masa del muelle. Reinaba un
profundo silencio. En algún lugar más
allá de las cocheras del ferrocarril
gimió una sirena y me produjo un
escalofrío. Me dirigí a popa, andando
con cautela por estribor. Cuando penetré
en las sombras aún mayores que
proyectaba la cabina tropecé con un
cuerpo. El cuerpo se movió,
desparramando latas vacías de cerveza
que rodaron por toda la cubierta,
murmuró una maldición de borracho y
volvió a dormirse.
Me acurruqué en las sombras,
totalmente inmóvil, hasta que las latas
de cerveza dejaron de hacer ruido.
Nadie gritó. Debía de ser el único a
bordo, a menos que todos estuvieran sin
sentido. Era el que tenía que hacer
guardia, pensé sardónicamente, lanzando
cinco u ocho latas de cerveza por la
borda para evitar tropezar con ellas de
nuevo. Esperé otro minuto, pasé sobre él
y seguí hacia la popa. El dormitorio de
la tripulación debía de estar allí atrás.
Había una escala de toldilla que
conducía abajo. La pisé suavemente y
bajé a tientas. Llegué al final y
permanecí quieto, escuchando por si se
oía una respiración. El silencio era total.
Era tan oscuro como el interior de una
mina de carbón, y la atmósfera estaba
viciada y desprendía un olor fétido a
ropa sucia y madera vieja y húmeda.
Encendí el mechero y miré a mi
alrededor rápidamente. El lugar estaba
desierto. Era un castillo de proa
pequeño y sucio, con literas a cada lado
y algunos casilleros de metal apoyados
contra el mamparo de proa. Volví la
cabeza buscando alguna luz. Sobre el
mamparo de proa, cerca de los
casilleros había una lámpara de
queroseno suspendida de un cardán. La
encendí. Proyectó un débil resplandor
amarillento por la habitación.
Había ocho literas, pero solo cinco
tenían colchón. La cubierta estaba
repleta de colillas de cigarrillo y dos o
tres pares de botas de marinero
asomaban parcialmente por debajo de
las literas inferiores. Del mamparo de
popa colgaban algunos impermeables.
Sobre la mayoría de las literas colgaban
fotografías de chicas, cortadas de
revistas. Dos de las superiores, que no
tenían colchón, estaban ocupadas por
sacos de marinero y viejas y destrozadas
maletas. Había una maleta de plástico
nueva en una de las literas inferiores.
Agarré uno de los sacos y lo bajé,
vacié su contenido sobre el colchón de
una de las literas y lo revolví. Todo era
ropa. Lo volví a meter todo en el saco y
busqué en otro, con el mismo resultado
negativo. Después arrié una de las
maletas viejas y la abrí. Contenía más
ropa, algunos enseres de afeitar, unas
cuantas revistas viejas y un juego de
cartas, pero ninguna carta, ni fotografía,
ni identificación.
La siguiente no fue más provechosa,
excepto que sí contenía una libreta de
ahorros a nombre de un tal Raúl
Sánchez. En la tercera encontré un
paquete de cartas escritas por una chica
dirigidas a Kárl Bjornsen. Suspiré
cansinamente y lo volví a colocar todo
en la litera superior. Ya no quedaba
ninguna otra a excepción de la de
plástico y nueva, aunque tenía el
presentimiento de que estaría cerrada.
Lo estaba.
Miré a mi alrededor en busca de
algo con que abrirla. No vi nada que
pudiera servir, pero recordé que aún no
había registrado los casilleros. Allí me
fui y empecé a abrirlos. Contenían
impermeables, botas, zapatos, montones
de revistas y libros de bolsillo, y un par
de botellas de ron medio vacías. Pero en
el suelo de uno de ellos había un enorme
destornillador y un pasador.
Cogí el pasador y ataqué la
cerradura de la maleta, metiendo la
punta y haciendo palanca hacia arriba.
Estaba fuerte, pero cedió al cabo de un
par de minutos y se abrió. Me sentí
excitado al mirar en su interior; parecía
más prometedor. Justo encima, envuelta
en un pañuelo de seda había una Luger
alemana. Junto a ella, un paquete de
fotografías obscenas, sujetas por una
goma elástica, y tres cartas con
matasellos de La Habana, Cuba,
dirigidas con escritura femenina al señor
Ernie Boyle. Debajo había la fotografía
de un hombre y una chica en una mesa de
un café. Había algo vagamente familiar
en el hombre. La estaba levantando para
mirarla más de cerca cuando me puse
alerta, escuchando. Alguien había
subido a bordo. Oí sus pasos mientras
andaba hacia popa por la cubierta que
había sobre mí. Fui hacia la lámpara en
dos zancadas, y la apagué de un soplo.
El haz de una linterna se introdujo
hacia abajo desde la cubierta,
salpicando de luz los peldaños de la
escala de toldilla. Me apoyé contra las
literas del lado de estribor. Alguien
empezó a bajar por la escalera. No
podía ver nada excepto los grandes
zapatos negros, y la luz que enfocaba
hacia abajo. Se detuvo al llegar al final,
a unos tres metros de donde yo estaba, y
empezó a levantar la luz. Barrió las
literas del lado de babor, y luego se
detuvo en seco cuando dio con la maleta
forzada. Pude oír como contenía el
aliento. «Ladrones», dijo, y empezó a
maldecir en español. La luz giró, y me
dio de lleno en la cara.
Salté hacia él, pero la luz me cegó, y
él estaba demasiado lejos. Cuando
llegué allí tan solo encontré un puño,
que se estrelló justo debajo de mi oreja,
y la barandilla de la escala de toldilla.
Me precipité contra la barandilla
golpeándome el hombro izquierdo, y por
un momento todo mi brazo quedó
paralizado. Caí de espaldas contra el
mamparo, me enderecé y fui hacia él. La
luz me dio en la cara de nuevo, y al
mismo tiempo el puño se estrelló contra
mi mandíbula. Esta vez caí hacia
adelante, luchando ferozmente con los
brazos y le cogí por la camisa, que se
rompió. Me giré y conseguí golpearle a
un lado del rostro, pero yo estaba
desequilibrado y no tenía fuerza para
impulsarme. Entonces la luz se balanceó
dibujando un pequeño arco, algo se
estrelló contra mi cabeza, y caí.
Todo un océano de dolor chapoteaba
alrededor de mi cabeza, y cuando intenté
moverme, algo me sujetaba y alguien
tiraba de mis pies. Abrí los ojos. Ahora
la habitación estaba iluminada; la
lámpara de queroseno volvía a estar
encendida. Estaba tendido sobre mi
costado izquierdo sobre una de las
literas, con los brazos por detrás de la
espalda. Mis manos estaban atadas.
Miré en dirección a mis pies.
Era un chico grandullón, mexicano o
cubano, de veintidós o veintitrés años,
vestido con una chaqueta de piel y un
mono. Estaba murmurando para sí en
español y atando mis pies al montante de
la litera. Tenía espaldas anchas y rostro
cuadrado y bastante agradable, pero
cuando me miró sus ojos se llenaron de
enojo y desprecio.
—¡Ladrón! —me escupió.
—¿Hablas inglés? —le pregunté.
Comprobó los nudos de la cuerda, y
se enderezó.
—Claro; hablo inglés, tío. ¿Y cómo
puedes caer tan bajo? Entrando en un
orinal como este para robarle a la
tripulación.
—No he venido aquí para robar —
dije.
—Claro que no —dijo con
desprecio, y se alejó. Empezó a subir
por la escalera de toldillas.
—¿Adónde vas? —pregunté.
—¿Adónde voy a ir? —dijo—.
Fuera al teléfono, a llamar a los polis.
13

—ESCUCHA —dije con rapidez—.


Espera un minuto, ¿quieres? Te lo estoy
diciendo, no he venido aquí para robar
nada.
—¿Crees que soy estúpido? —
preguntó. Pero se detuvo.
—No —dije—. No lo creo. Y si lo
piensas un minuto verás que te estoy
diciendo la verdad. ¿Por qué demonios
perdería yo el tiempo forzando la
maleta? Sencillamente me la llevaría.
—¿Pasando junto al vigilante de ahí
fuera? —resopló.
—Tengo un bote amarrado al
costado. Podría haber sacado todas
vuestras maletas de aquí hace treinta
minutos, si las hubiera querido.
No respondió. Siguió subiendo por
la escalera y oí sus pasos andando por
la cubierta. Bien, lo había intentado.
Entonces, prodigiosamente, le oí volver.
Bajó por la escalera y se quedó
mirándome pensativamente.
—De modo que no robas maletas.
Tan solo trabajas con botes —dijo—.
Sigue y hazme llorar.
—Voy a devolver el bote —dije—.
E iba a dejar dinero aquí para pagar la
maleta si no encontraba lo que esperaba.
El dinero está en el bolsillo de la
izquierda.
Encendió un cigarrillo.
—¿Y qué querías?
—Estoy intentando encontrar a un
hombre llamado Ryan Bullard.
—¿Y pensaste que podría estar
dentro de esa maleta?
—Exacto —dije.
—¿A ti no te faltará un tornillo, eh?
—No, hablo en serio —dije—. De
hecho, creo que está aquí. Hay una
fotografía… Pero no importa. ¿No hay
nadie aquí que se llame Bullard?
—No.
—Entonces puede que esté usando
otro nombre. O el tipo al que estoy
buscando puede que no sea Bullard,
pero de todas maneras le he de
encontrar. ¿Hay un individuo grande de
uno ochenta y ocho o uno noventa,
corpulento de pies a cabeza, ojos
negros, nariz chata, casi calvo, con un
reborde de pelo negro?
Asintió.
—Ese es Ernie Boyle.
Empecé a sentirme excitado. Quizás
empezaba a llegar a alguna parte al fin.
—Ese es el que estoy buscando.
—Entonces debes de estar loco, tío.
Quiero decir loco, loco. Es mejor que
me dejes avisar a esos polis. Si yo
hubiera forzado su maleta, estaría
gritando para que vinieran.
—Sé cómo es —dije—. Ya me he
tropezado con él una vez. Pero en el lío
en que estoy metido, cualquier cosa que
Boyle me haga no es más que una forma
de abreviar.
—¿Quién eres tú, de todos modos?
¿Y por qué viniste aquí en un bote?
—Soy Foley —dije.
Sus ojos se ensancharon.
—¡Oh! Ese tercer oficial de
petrolero que mató al poli.
—Yo no maté al poli.
Le conté lo de la pelea, y cómo
había abandonado el apartamento de
Stedman. Era imposible saber lo que
pensaba.
—¿Y crees que fue Boyle?
—Creo que tuvo algo que ver en
ello.
—Espera un minuto Foley. ¿Cuándo
mataron a ese policía? Hará como una
semana, ¿no es así?
—El martes pasado.
—Es lo que pensé. No llegamos a
puerto hasta el viernes.
Me lo temía.
—¿Y él estaba a bordo en el último
viaje?
—Sí. Y el martes estábamos aún en
el banco de Campeche, a unas
cuatrocientas millas de aquí.
—No he dicho que él lo hiciera —
contesté—. Sé quién fue. Pero creo que
él tuvo algo que ver. ¿Le has oído
mencionar el nombre de Frances
Celaya?
—No. Es nuevo para mí.
—¿Qué hay de Danny?
—No hay nada que hacer.
—¿Cuál es el tuyo? —pregunté.
—Raúl Sánchez.
—De acuerdo, escucha Raúl… —Le
conté lo de la emboscada en el parque
de atracciones y lo del asesinato de
Frances Celaya—. Ese tipo, Boyle, está
implicado en el caso de alguna manera,
y tengo que descubrirlo. Puede que haya
algo en esa maleta. Así que ¿por qué no
me desatas?
—Seguro. Sería fantástico. Y cuando
él vuelva yo estaré sentado aquí
observándote mientras registras sus
cosas, de modo que nos matará a los dos
en vez de uno. Vuelve a intentarlo.
—Basta ya —dije—. Cuando
empiece a bajar la escalera, saltas sobre
mí y finges una pelea. Dices que acabas
de llegar y me pescaste.
Recapacitó un momento. Luego se
encogió de hombros, y empezó a soltar
los nudos.
—De acuerdo, pero no intentes nada,
Foley. Puedo contigo, en cualquier
momento. Fui profesional durante un par
de años.
—Gracias —dije, y me senté—.
¿Entonces también tú piensas que este
Boyle es un mal tipo?
Se sentó en una de las literas y
aplastó su cigarrillo en una lata de
sardinas vacía.
—Quizás. Pero no me meto con él.
Me dirigí a la maleta que estaba en
la litera de enfrente. Levanté la Luger,
para comprobar si estaba cargada. No lo
estaba. Me empecé a volver, todavía
sujetándola en mi mano, pero me detuve
cuando vi la expresión de su cara.
Había rabia en ella, y desilusión.
—Bonito truco, ladrón. Y me lo he
tragado como un idiota, ¿eh?
Entonces lo entendí.
—Toma —dije, y sonreí con una
mueca.
Le lancé la Luger. La cogió,
mirándome fijamente con incredulidad.
—No está cargada —dije—. Pero si
oyes venir a Boyle, apúntame con ella.
Di que acababas de llegar y me la
quitaste.
—Humm —dijo—. Creo que
realmente estás diciendo la verdad,
Foley. Pero lo mejor será que busques
algunas municiones, la cargues, y te la
quedes. Es lo único que te salvará si
vuelve.
—No quiero tener que dispararle —
dije—. Puede que sea la única persona
en el mundo que sabe que yo no maté a
ese poli. Mientras esté vivo hay una
posibilidad entre mil de que hable. Pero
si está muerto…
Me volví de nuevo hacia la maleta.
La fotografía era lo primero. El
hombre que había en ella me era
definitivamente familiar, pero la chica
no. Era latina y muy bonita, pero no era
Frances Celaya. Se la pasé a Sánchez.
—¿Es Boyle?
Asintió.
—Sí. Pero debe de hacer varios
años que está tomada. Cuando todavía
tenía pelo.
—Es lo que pensé —dije—. Y es el
mismo tipo que abrió la cabina
telefónica para poder echar un vistazo a
mi cara. ¿Dónde dirías que la hicieron?
¿En La Habana?
—Quizás —dijo—. O en Veracruz.
Hay cafés como este también.
—¿Habló Boyle alguna vez de
Cuba?
Sacudió la cabeza.
—Boyle habla poco. Pero habla
español con facilidad, me consta.
Todo iba encajando poco a poco,
pensé. Se suponía que Bullard había
cumplido condena en una prisión
cubana. Seguí registrando la maleta.
Hice caso omiso de las fotografías
obscenas; La Habana no era el único
lugar donde podían comprarse. En otro
sobre encontré tres pequeñas fotografías
de un barco. No había gente en ellas, ni
nada escrito detrás que indicara dónde
se habían tomado, o cuándo. Era un
barco de vela de unos quince o dieciséis
metros de eslora.
Eso era todo. No había nada más,
aparte de la ropa normal y las cosas de
aseo. Volví a examinarlo, solo para
asegurarme, e incluso investigué en los
bolsillos de las ropas y comprobé si
tenían doble fondo o compartimientos
escondidos. No había ninguna munición
para la pistola.
No quedaba nada a excepción de las
tres cartas. Miré los sobres. Dos tenían
matasellos del pasado octubre y el
tercero de noviembre. Los tres habían
sido dirigidos a la señora Jiménez en
Ybor City, Florida, para entregar al
señor Ernie Boyle, pero la última había
sido enviada desde allí a Boyle al
Marilyn, a través de la Tinsley Seafood
Packing Co. de Sanport. Saqué la
primera carta. Estaba escrita en un
español casi ilegible. Yo había
estudiado esta lengua un año en la
escuela superior, pero había olvidado lo
poco que había aprendido, y combinado
con la mala letra era inútil. Comprobé
las otras dos. Eran iguales. Lo único que
descubrí fue que eran de la misma chica.
Que firmaba Cecilia.
Entonces sacudí la cabeza, y me
pregunté cómo podía ser tan estúpido.
Se las pasé a Sánchez.
—¿Podrías leer estas cartas y
decirme qué dicen? No sé leer el
español.
Hizo una mueca.
—Te vas a morir de risa, Foley. Yo
tampoco.
—¿Qué?
—Oh, puedo descifrar una palabra
aquí y allí. Eso es todo.
—¿No estarás hablando en serio? Tú
lo hablas.
Me detuve entonces, un poco
incómodo. No se me había ocurrido que
podría ser analfabeto.
Él entendió por qué vacilaba, y
sonrió de nuevo:
—Oh, sé leer y escribir. Inglés.
Sabes, mi gente venía de México, y
hablaba español en casa, pero yo nací en
Corpus Christi y fui a la escuela allí.
Así que lo hablaba, pero nunca aprendí
a leerlo.
—Oh —dije. Eso parecía ser el fin.
—Probablemente podría entender
algunas palabras —dijo—. Pero…
—¿Pero qué?
—No me gusta la idea de leer la
correspondencia de un compañero de la
tripulación. Aparte de que si me pesca
nos matará a ambos.
—Yo también soy un marinero —
dije—. Y no me gusta fisgonear en los
enseres de los otros. Pero este no es un
compañero cualquiera. Ese despiadado
hijo de perra ahogó a una chica en una
bañera hará unas cuatro horas. Estoy
seguro de que ayudó a matar a un policía
llamado Purcell. Y si es el tipo que
creo, mató a golpes a un marinero con un
bate de béisbol hace unos cinco años.
Así que no seamos demasiado
escrupulosos.
—De acuerdo —dijo.
Sacó las cartas de una en una, y las
examinó, frunciendo el entrecejo. Había
un profundo silencio excepto por
algunas chinches que golpeaban contra
el tubo de la lámpara de queroseno.
Miré a mi alrededor con inquietud hasta
que localicé el pasador; estaba justo al
lado de la maleta forzada. Incluso con
aquello, mis posibilidades de salir de
allí vivo iban a ser muy escasas si Boyle
aparecía. Tenía el cuchillo,
probablemente me sobrepasaba en peso
en unos veinticinco kilos, y podía
considerársele más o menos un
profesional en el oficio de matar a la
gente.
Sánchez volvió a meter la última
carta en su sobre y me las devolvió.
—No entiendo gran cosa —dijo—.
Son cartas de amor, y probablemente
bastante subidas de tono, pero eso no te
interesará. Dos o tres veces dice algo
sobre cuando él consiga el dinero. No sé
qué dinero, o dónde se supone que lo
conseguirá, pero creo que van a comprar
un barco, con él.
—Hay varias fotografías de un barco
entre sus cosas —dije—. Podría ser ese.
Asintió.
—De todas maneras ella lo
mencionaba varias veces.
—¿Algún nombre? —pregunté.
—Solo esta señora Jiménez. Y una
vez una tal Frances.
Levanté los ojos con rapidez.
—¿Frances? ¿Algún apellido?
Sacudió la cabeza.
—No. Solo Frances. Tuve la
impresión de que se refería a alguien en
Ybor City. Está en Tampa, sabes. Hay
muchos cubanos allí.
—Ya sé —dije—. ¿Cuánto tiempo
ha estado Boyle aquí, lo sabes?
—Veamos. Se nos unió en Tampa, el
septiembre pasado, creo. Era la época
de los huracanes, de todas formas.
Tuvimos que retroceder y esperar a que
pasara uno frente a Mobile, en el primer
viaje que estuvo a bordo.
—¿Llevabais las capturas a Tampa,
entonces?
—Sí. Y a veces a Pensacola.
—¿Cuánto tiempo hace que entráis
en el puerto de Sanport?
—Desde finales de noviembre, creo.
—¿Subió alguna vez alguien a bordo
para ver a Boyle, cuando estabais
amarrados aquí?
—No. No que yo sepa, Foley.
—¿Ha faltado en algún viaje desde
que se unió al barco?
—No. Ha estado aquí todo el
tiempo.
No me gustaba todo aquello.
—¿Mantenéis algún tipo de
cuaderno de bitácora?
Asintió.
—Seguro. Apuntamos las capturas
cada día. Y nuestra posición, cuando la
conocemos —Hizo una mueca,
enseñando los dientes—. No somos
como vosotros, chicos; sextantes, Loran,
RDF, medidores de profundidad, y todos
esos trastos. Navegamos manualmente.
—¿Puedo consultar el cuaderno?
—Claro.
Subió por la escalera de toldilla y le
oí andar hacia adelante. Volvió al
instante con un viejo libro mayor.
—Comprueba fechas anteriores y
mira dónde estaba el Marilyn el veinte
de diciembre —dije.
Pasó las hojas rápidamente hacia
atrás, y se colocó cerca de la lámpara.
—Humm. Aquí en Sanport.
Atracamos el diecisiete y salimos el
veintiuno. A las siete de la mañana.
Asentí.
—Bien. Ahora, el veintiocho de
enero.
Pasó más páginas rápidamente.
—Aquí está. Sanport otra vez.
Llegamos el veintisiete. Salimos el
treinta.
De modo que estaba aquí cuando la
empresa Shiloh fue atracada, y de nuevo
cuando Purcell se suicidó, o le mataron.
Pero no probaba nada en absoluto. Más
de medio millón de personas estaban
aquí al mismo tiempo.
—Gracias —le dije a Sánchez.
Volvió a subir por la escalera con el
cuaderno de bitácora. Cogí una de las
cartas y la miré con insistencia,
intentando forzar mi cerebro para que
recordara algo del español que había
estudiado hacía diez años. Debía haber
algo aquí. Oí a Sánchez que volvía por
la cubierta, y luego sus zapatos sobre la
escalera.
—¿No puedes dejar de entrometerte,
eh, amigo?
Me di la vuelta. No era Sánchez.
Boyle estaba en pie al final de la
escalera; parecía que ocupaba todo el
espacio de una barandilla a la otra con
sus enormes espaldas, metidas dentro de
un sucio suéter gris. Hizo una mueca
torciendo un labio mientras sacaba la
navaja de su bolsillo y la abría con un
clic. Yo cogí el pasador. Se apoyó en la
escalera, observándome fríamente con
los negros ojillos. Ni siquiera había
animosidad en ellos. Era tan solo un
trabajo que tenía que hacer. Golpeé con
el pasador en la base del tubo de la
lámpara, y el castillo de proa quedó
inmerso en una total oscuridad.
Esperé en tensión, atento a cualquier
sonido de zapatos sobre el suelo. El
silencio continuó.
Luego habló suavemente, todavía
junto a la escalera.
—El único medio para salir es por
aquí, marinero de petrolero. Ven e
inténtalo.
No dije nada. Era imposible ver
absolutamente nada; estaba oscuro como
en el fin del mundo. No tenía sentido
hablar, simplemente para dejarle saber
dónde estaba yo. Yo sabía dónde estaba
él, y dónde iba a estar todo el tiempo:
entre la escalera y yo.
Si tan solo tuviera algo que arrojar.
El pasador no, pensé. Tenía que
mantenerlo conmigo tanto tiempo como
pudiera; representaba la única
posibilidad de sobrevivir. ¡La Luger!
Sánchez la había dejado sobre la litera
donde estaba sentado. Intenté
visualizarla en la oscuridad, y di un
paso suavemente hacia la izquierda y
adelante, deslicé la mano sobre el
colchón, y la moví describiendo un lento
arco. ¿Cuánto tiempo más esperaría? Él
sabía que podía llegar en línea recta
hasta el fondo y que yo no podía pasar
junto a él en aquella estrecha habitación
sin rozarle. Pero él quería oírme gritar o
rogar. Mis dedos tocaron la Luger. Tiré
de ella hacia mí, trasladé el pasador a
mi mano izquierda, y la cogí con la
derecha. Di unos pasos silenciosamente
hacia atrás. Boyle seguía sin hacer
ningún ruido.
Toqué la barandilla de la litera
superior que tenía a mi izquierda con la
punta de los dedos, para asegurarme de
que estaba en el centro del castillo de
proa. Debería estar frente a mí, a unos
tres metros y medio de distancia. Pero
quizás estaba arrodillado. Sujeté la
Luger bajo mi brazo izquierdo durante
un instante, metí la mano derecha en mi
bolsillo y extraje dos monedas de diez
centavos. Las lancé a popa y un poco a
la derecha. Tintinearon contra el
mamparo a un lado de él.
No se oyó ningún movimiento, pero
rio.
—Amigo, crees que me iba a tragar
ese truco estúpido, ¿verdad?
Sujeté la Luger con mi derecha, me
incliné hacia atrás, y la lancé hacia
adelante tan fuerte como pude,
directamente a donde había sonado su
voz. Se oyó el ruido repugnante de un
impacto y de algo quebradizo y seco,
como hueso que se partía, y gritó de
dolor y rabia. El cuchillo chocó sobre la
cubierta, y le oí desplomarse contra la
escalera.
Me abalancé hacia adelante,
blandiendo el pasador. Golpeó contra la
barandilla de la escalera. Lo eché hacia
atrás y golpeé de nuevo, directo hacia
abajo, y noté cómo le daba. Un brazo me
rodeó las piernas, y rio. Era un sonido
horrible, borboteante y lleno de grava,
como si tuviera sangre y pedazos de
dientes en la boca. Se impulsó hacia
arriba. Dejé de tocar la cubierta y me
estrellé hacia atrás, sintiendo su peso
sobre mí al precipitarse detrás de mí. Le
acuchillé con el pasador. Le acerté.
Extendí una mano para localizar su
cabeza de manera que pudiera golpearle
donde hiciera efecto y sentí cómo la
mano resbalaba al toparse con la
ensangrentada masa de su rostro, y seguí
golpeándole con la pieza de metal una y
otra vez. Una mano enorme me agarró la
muñeca y la retorció, y el pasador se me
escapó de la mano. Se alejó rodando,
girando alocadamente en la oscuridad.
Ahora ninguno de los dos tenía arma
alguna. Me pregunté qué podría hacerle
con las manos desnudas cuando ni
siquiera podía hacerle daño con una
sólida barra de metal. Un enorme puño
se estrelló contra un lado de mi cara, y
estallaron lucecitas detrás de mis ojos.
Rodé, intentando alejarme de él, y le
golpeé con los pies. Y entonces,
milagrosamente, ya no le tocaba en
ninguna parte. Nos habíamos separado y
perdido uno al otro en la impenetrable
oscuridad, como dos formas de vida
ciegas combatiendo en círculos en el
cieno del fondo del mar. No sabía dónde
estaba él, ni dónde estaba yo. Había
perdido el sentido de la orientación.
Me arrodillé, totalmente inmóvil, e
intenté apaciguar el torturado sonido de
mi respiración. Mis costillas estaban
prensadas contra la barandilla de una
litera, pero no había forma de saber si
era una litera de estribor y estaba de
cara a proa, o una litera de babor y
estaba de cara a popa. Contuve la
respiración y estuve atento para ver si le
oía pero no pude oír nada a causa del
golpeteo de la sangre en mis oídos. Él
intentaría mantenerse entre la escalera y
yo, pero tampoco sabía dónde estaba yo.
Por alguna razón pensé en Suzy Patton.
Probablemente la había matado. Me
sentí lleno de ira, y deseé ponerle las
manos encima. Era una locura, y lo
sabía; la única manera en que podía
salir de aquí vivo era manteniéndome
alejado de él hasta que pudiera
encontrar la escalera. No podía luchar
con él. Era como un gorila; podía
matarme con las manos tan fácilmente
como había matado a Frances Celaya.
Entonces oí algo. Era un sonido
metálico, hueco, y supe que había
rozado con uno de los casilleros o que
lo había golpeado con un zapato. Estaba
totalmente apartado de la escalera, en el
extremo de proa del castillo. El sonido
había venido de mi izquierda, así que
me levanté y empecé a moverme
suavemente en dirección opuesta.
Extendí una mano, y toqué una de las
barandillas de la escalera. Entonces me
golpeó. Caí contra los peldaños
metálicos con todo su peso sobre mí.
Intentaba ponerme las manos en el
cuello. Me empujé hacia arriba con
brazos y piernas y caímos hacia atrás
fuera de la escalera, y rodamos. Nos
estrellamos contra el montante de una
hilera de literas y cedió haciendo que
los colchones se nos desparramaran por
encima. Me escurrí de debajo de él y me
coloqué sobre su espalda con los dos
brazos enroscados alrededor de su
cuello. Tiré hacia atrás. Se puso de
rodillas, levantándome con él, y luego
en pie. Apreté con más fuerza y dio un
bandazo hacia un lado y cayó, y nos
precipitamos contra la fila de casilleros
de chapa metálica. Se desprendieron y
cayeron sobre nosotros.
Se deshizo del apretón con que le
rodeaba el cuello y se me sacó de
encima. Los casilleros traquetearon y se
derrumbaron mientras luchábamos por
salir de debajo de ellos. Un puño me
alcanzó en la mandíbula y me lanzó de
espaldas contra el mamparo. Me atontó.
Intenté levantarme, y caí sobre uno de
los casilleros. Me cogió y me golpeó la
cabeza contra el mamparo. Una de las
enormes manos se cerró alrededor de mi
garganta. Me estaba ahogando y
empezaba a perder el sentido. Creí oír a
alguien corriendo por la cubierta encima
de nosotros.
Los haces de las linternas se abrían
paso hacia abajo desde la cubierta, y
por la escalera bajaban hombres. Boyle
me soltó y se puso en pie de un salto.
Me incorporé sobre mis rodillas, y me
tambaleé, justo a tiempo de verle
precipitarse para coger algo que
brillaba bajo las luces que chocaban
sobre la cubierta cerca de nosotros. Era
el pasador.
—¡Policía! —vociferó una voz—.
¡Quédese donde está!
Boyle agarró el pedazo de metal y se
lanzó hacia las luces.
—¡Tírelo! —recomendó una voz.
Dio otro paso y una pistola disparó.
Cayó hacia adelante contra el mamparo
cerca de la escalera y resbaló hasta el
suelo.
Intenté levantarme. Finalmente me
quedé sin fuerzas y empecé a caer. Y mi
último pensamiento mientras me
precipitaba en la oscuridad, fue que
ahora los había perdido a todos. Frances
Celaya estaba muerta, y ahora ellos
habían matado a Boyle de un disparo, y
ya no quedaba nadie más que supiese
qué había pasado realmente.
14

ABRÍ LOS OJOS. Estaba tendido sobre


una cama de hospital en una pequeña
habitación pintada de blanco. Era de
día. Frente a mí, un policía de uniforme
estaba sentado en una silla inclinada
hacia atrás contra la pared, leyendo un
periódico. Levantó los ojos y vio que
estaba despierto.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Las once treinta —dijo.
Fue a la puerta y habló con alguien
que estaba fuera. No podía oír lo que
decía. Volvió y se sentó de nuevo. Moví
los brazos y las piernas, y todo parecía
funcionar excepto que estaba dolorido y
entumecido y me dolía el costado. Palpé
el lado derecho de mi rostro. Me dolió.
Pensé en Suzy. Ellos podrían saber
qué le había pasado, pero ni siquiera
podía preguntarlo. Quizás estuviera
bien, y si mencionaba su nombre la
implicaría. Sabían que alguien me había
estado ayudando.
—¿Puedo llamar por teléfono? —
pregunté al hombre de uniforme.
—No —dijo.
—¿Está muerto Boyle?
Dejó el periódico.
—No me haga ninguna pregunta.
Dentro de poco estará aquí un hombre
que hace una semana que quiere hacerle
algunas a usted. Todo lo que yo tengo
que hacer aquí es asegurarme de que
usted no se va por el desagüe del lavabo
o por el agujero de la cerradura o por
algún sitio y desaparece de nuevo.
Volví a acostarme sobre la
almohada. Al cabo de unos veinte
minutos la puerta se abrió y entró un
hombre corpulento que llevaba un traje
arrugado. Tenía un aspecto duro y
competente. Mostraba una barba
incipiente en el rostro, y los ojos de
mirada penetrante estaban ribeteados de
rojo, como si no hubiera dormido. Le
hizo una señal con la cabeza al hombre
de uniforme, quien se levantó y salió.
Encendió un cigarrillo, me miró
fijamente durante un instante, y suspiró.
—Supongo que si te matase,
descubriría que había algún estúpido
reglamento municipal que lo prohibía.
Pero me había pasado por la cabeza.
¿Quién te estaba escondiendo?
—¿Qué le importa ahora? —
pregunté.
Se pasó una mano por el rostro.
—Imagino que no me importa
realmente. Tan solo que me asusto
cuando pienso que podríais ser dos
como tú sueltos por el mismo continente.
¿Cómo se llama ella?
—¿Qué le hace pensar que era una
chica?
—Porque dijiste «él» cuando
hablaste conmigo por teléfono. Te
pareció que eso era realmente sutil.
—Entonces, ¿usted es el teniente
Brannan?
—Soy Brannan. Veremos si aún soy
teniente cuando vuelva a la oficina —
Arrastró una silla hasta el borde de la
cama y se sentó—. Hermano, fue una
suerte para ti que ese chico mexicano,
Sánchez, saliera corriendo y nos
llamara. Un minuto más y hubieras
muerto.
—¿Está muerto Boyle? —pregunté.
—Sí.
No dije nada. Lo había intentado,
pero quizás había sido algo imposible
desde el principio.
Suspiró e hizo un gesto con el
cigarrillo.
—Muy bien. Tú ganas. Iba a
hacértelo sudar, bastardo testarudo, pero
creo que no tengo corazón para ello.
Boyle no murió hasta hace alrededor de
una hora, y conseguimos una declaración
suya.
Se me escapaba el aliento, y me
pareció como si me estuviese fundiendo.
Intenté decir algo, pero no me salió
nada.
—Toma —dijo. Me metió un
cigarrillo en la boca y lo encendió.
—¿Era Ryan Bullard? —pregunté,
cuando pude hablar de nuevo.
Asintió.
—Estaba herido en el pecho y los
médicos dijeron que no tenía muchas
posibilidades. Pidió un sacerdote, y el
padre O’Shea consiguió que hiciera una
declaración completa. Desde luego,
comprobamos sus huellas dactilares
después de que muriera, y verificamos
su identidad. Era Bullard.
—¿Servirá de algo la declaración?
—pregunté—. Él ni siquiera estaba aquí
cuando ella mató a Stedman. Estaba
navegando.
—Seguro —replicó—. No hay
ninguna duda sobre ello, ahora. Fue una
confesión en el lecho de muerte, y todo
encaja. Reconoció haber planeado con
ella matar a Stedman, de la misma
manera que hicieron con Purcell, pero
ella se adelantó cuando vio la
oportunidad después de esa estúpida
pelea vuestra, ahí en su apartamento.
Estuvo a punto de matarla entonces,
cuando se lo explicó, porque era una
estupidez lo que ella había hecho. Si te
hubieras entregado cuando averiguaste
que estaba muerto, y hecho una
declaración sensata, hubiera habido una
investigación que les hubiera
descubierto a los dos. Podría haber
llevado un poco de tiempo, pero
hubieras quedado fuera de toda
sospecha. Pero tú tenías que salir
huyendo como un ganso herniado, así
que nos pasamos los siguientes siete
días persiguiéndote por todo el maldito
estado. Naturalmente, todo el mundo
pensaba que eras culpable.
—Lo sé —dije—. Me entró pánico.
¿Entonces todo empezó con el atraco
que ese grupo llevó a cabo en la
compañía Shiloh?
Asintió.
—Frances Celaya era una sobrina de
esa Jiménez que Ryan Bullard conoció
en Tampa. Cuando él vino aquí en ese
barco de pesca en su primer viaje por
allá en noviembre, la buscó. Entonces es
cuando empezó a pensar en el atraco. Él
y su chica en La Habana querían
comprar un barco. Creo que tenían en
mente algún tipo de contrabando; Dios
sabe lo que tramaban, pero de seguro
algo criminal, puesto que se trataba de
Bullard. La cosa es que se puso en
contacto con Danny para lo del atraco, y
se lo presentó a Frances. E imaginó que
ella se chifló locamente por Danny. Le
dio toda clase de datos sobre la forma
de entregar la paga en la fábrica, y
planearon el asunto. Fueron
exageradamente cautelosos, también;
nadie lo supo nunca. Sabían que
interrogarían a los empleados después.
Danny reclutó al novato que vino de
Oakland. Lo realizaron. El matón de
California murió, pero los dos Bullard
consiguieron huir. Danny se llevó los
catorce mil dólares a su apartamento
para esconderse con ellos hasta el
reparto. Ryan no podía de ninguna
manera llevárselos a bordo del Marilyn.
Pero entonces aparecieron Stedman y
Purcell a la tarde siguiente para
interrogar a Danny sobre el asunto de la
tienda de licores.
Asentí.
—¿Así que, cuando ellos
descubrieron que Stedman y Purcell le
habían matado y enviado un informe
diciendo que se había resistido al
arresto, sin ninguna mención del asunto
de Shiloh o de los catorce mil, se
figuraron que había sido un asesinato a
sangre fría por el dinero?
—Exacto.
—¿Cree que lo fue? —pregunté.
Fijó la mirada malhumoradamente en
la punta de su cigarrillo.
—No. Al menos lo espero. Estaban
amargados, de acuerdo, pero no tan
amargados. Probablemente sí que sacó
un arma, de modo que tuvieron que
disparar, y más tarde se tropezaron con
el dinero mientras registraban el
apartamento.
—¿Ha encontrado ya el dinero?
—Sí. Lo pusieron en cajas de
seguridad. Las localizamos esta mañana.
—¿Supone que esa chica Celaya y
Ryan Bullard esperaban encontrarlo en
sus habitaciones?
—No lo sé —replicó—. Con la
chica, creo que era venganza, pura y
simple. Aparentemente estaba loca por
ese Danny Bullard, y pensó que había
sido muerto a tiros por dos policías
corrompidos a sangre fría. Ryan Bullard
probablemente se figuró que le habían
timado. Era un asesino despiadado por
instinto.
Pensé de nuevo en Suzy Patton, y
pude sentir cómo me estallaban los
nervios.
—¿Confesó otros asesinatos? —
pregunté, mirando mi cigarrillo.
—Un par —dijo—. Sin embargo, no
tenían nada que ver con esto.
Intenté que mi voz sonara normal.
—¿Cuáles fueron?
—Ese marinero, durante la huelga de
hace varios años. Y uno de los testigos
del mismo. ¿Por qué?
No era una cuestión de que ella
estuviera en peligro —no ahora—. O
bien estaba muerta ya o viva, y el
decírselo a él no ayudaría ni cambiaría
nada. Tan solo haría que su nombre
apareciera mezclado en el asunto.
—Oh, nada —dije—. ¿Cómo
mataron a Purcell?
—Él le dejó la verja abierta a ella, y
ella se la dejó abierta a Bullard. Le
mataron, y luego ella salió por detrás, y
él cerró la verja y saltó por encima de la
valla. Ninguno de los dos apareció por
la puerta principal. Él dice que fue ella
quien realmente le mató. Así que al
final, ella los mató a los dos.
—¿Hay algún cargo contra mí? —
pregunté.
Suspiró.
—Nada, aparte de asalto y agresión,
resistencia al arresto, entrada ilegal,
allanamiento de morada, robo de bolsos
y violación de domicilio. Oh, y
piratería, excepto que Sánchez devolvió
ese bote a su propietario. No sé de
dónde sacaste ese abrigo de domador de
leones que llevabas puesto cuando te
trajimos, pero no voy a investigarlo.
—Lo conseguí de un astrónomo —
dije—. Hicimos un intercambio.
—Quizás sea así.
—¿Me va a arrestar? —pregunté.
—No —dijo cansadamente—.
Hemos hablado sobre ello en el
despacho del capitán hace un rato, y a
alguien se le ocurrió una gran idea.
Quizás si el Consejo Municipal votara
una reducción de impuestos para la
Southlands Oil te devolverían tu empleo
y te embarcarían llevándote lejos de
aquí. De esa manera podríamos
devolver al departamento su semana de
cuarenta y ocho horas, y algunos de
nosotros podríamos volver a casa y
comprobar si aún estamos casados. Eso
es, si te parece bien.
—Gracias —dije.
Se levantó.
—A propósito, los médicos dicen
que todo te funciona, aparte de que estás
cubierto de magulladuras, chichones y
desgarrones. Desde luego, cualquier
otro estaría muerto. Te hicieron algunas
radiografías de la barriga, pero
aparentemente no hay nada raro en el
interior. Voy a dejar que esos periodistas
caigan sobre ti, ahora, y tan pronto como
hayan terminado, te dejaré de nuevo en
tu apartamento.
Salió. Seis u ocho periodistas y
fotógrafos se precipitaron en el interior
y empezaron a tomar fotografías y a
hacer preguntas. Pasaron unos veinte
minutos antes de que se fueran. Me vestí.
Brannan y yo salimos, y entramos en el
coche patrulla que había frente al
hospital. Mientras nos movíamos entre
el tráfico del mediodía, del centro de la
ciudad, dirigiéndonos a la avenida
Forest, se volvió hacia mí con una
mueca.
—Podríamos hacer este trayecto con
la sirena, si tienes ganas de oír una muy
de cerca.
—Si alguna vez oigo una de nuevo,
ya estará lo bastante cerca —dije.
Me dejó frente al Wakefield. Nos
estrechamos la mano, y se alejó en el
coche. Parecía extraño estar ahí de pie
al descubierto, totalmente libre, a plena
luz del día, sin sentirse acobardado y sin
mirar hacia atrás. Me pregunté si me
acostumbraría de nuevo. Abrí la puerta
principal y me precipité escaleras arriba
hacia el apartamento. Nada había
cambiado en él, pero era como volver a
un lugar que uno no ha visto durante
años. Cerré la puerta y cogí el teléfono.
Marqué el número de Suzy Patton. Sonó,
y siguió sonando. No hubo respuesta.
Colgué, esperé dos minutos y lo
intenté otra vez. Quizás estaba en el
baño. O durmiendo. Escuché el inútil
repiqueteo con un nudo de temor en el
estómago. Todo había resultado bien en
lo qué a mí se refería, pero a ella la
habían matado por ayudarme. Podía
verla tendida ahí sobre la alfombra de la
sala de estar. Corté la comunicación,
llamé a un taxi y salí rápidamente a la
calle.
Parecía como si el trayecto fuera
eterno. Cuando al fin llegó y le di la
dirección al conductor, se me ocurrió
que Brannan podría estar haciendo que
me siguieran para poder descubrir quién
me había escondido. Vigilé por la
ventanilla trasera mientras
maniobrábamos por entre el tráfico del
centro y salíamos a la arterial en
dirección norte. Todo el tiempo hubo
docenas de coches a nuestro alrededor,
pero no pude divisar ninguno que
pareciera que nos estuviera siguiendo.
Era ya poco después del mediodía
de un día caluroso y soleado. Cuando
nos detuvimos frente al edificio de
apartamentos, le lancé dos dólares al
conductor y corrí por el sendero. Oprimí
el botón del 703, y esperé. No sonó el
zumbido de abrir la puerta. Volví a
empujarla. No pasó nada. Me di la
vuelta y bajé corriendo al garaje. El
Olds azul estaba ahí en su sitio. Ahora sí
que estaba realmente asustado. Corrí de
nuevo a la puerta principal, encontré el
número del timbre del conserje y lo
oprimí.
Contestó. Entré y corrí escaleras
arriba hasta el segundo piso. El
apartamento era el 203. Toqué el timbre.
Abrió y miró afuera. Era un tipo
corpulento y relajado que sostenía una
lata de cerveza.
—¿En qué puedo servirle? —
preguntó.
—Es sobre la señorita Patton, en el
703 —dije—. No contesta al teléfono, ni
al timbre. Me preguntaba…
Tomó un sorbo de cerveza.
—A lo mejor no está en casa.
Sencillamente.
—Su coche está en el garaje. Y
tampoco contestó ayer noche. Mire. Soy
un amigo suyo y estoy preocupado. ¿Qué
le parece si subiera conmigo y
echáramos una mirada?
—De acuerdo —Entonces me miró
dubitativo—. ¿Está seguro de que sabe
lo que está haciendo?
—Vamos —dije impaciente.
Consiguió una llave y cogimos el
ascensor. El periódico de la mañana
seguía en el suelo frente a su puerta.
Aquello tampoco me gustó. Esperé,
temiendo lo peor, mientras él colocaba
la llave y abría la puerta. Ladeó la
cabeza como si estuviera escuchando
algo. Entonces yo también lo oí. Era una
máquina de escribir. Sonaba como un
niño que pasase corriendo junto a una
empalizada arrastrando un palo por ella.
—Siga mi consejo y desaparezca —
dijo él.
No hice caso. Pasé junto a él
empujándole y atravesé corriendo la
sala de estar hasta la puerta de su
guarida. El aire estaba cargado de capas
de humo de cigarrillo a la deriva, y ella
estaba sentada frente a la máquina de
escribir vestida con los pantalones
Capri y poca ropa más, excepto una
camisa blanca que ni siquiera estaba
abotonada. La blanca cabellera estaba
despeinada y su rostro cansado, pero sus
ojos resplandecían de vida. Había hojas
de papel por todas partes a su alrededor,
sobre la alfombra y en la papelera, y en
la mesa a ambos lados de la máquina de
escribir.
—¡Suzy! —dije—. Gracias a Dios
que estás bien.
Ella corrigió algo y empezó de
nuevo a teclear.
—¿Qué demonios quieres? —
preguntó, sin siquiera levantar los ojos.
La miré sorprendido.
—He estado enfermo de ansiedad
por ti.
—¿Oh? —dijo. Cogió una de las
páginas, leyó algo que había escrito, y lo
estudió, frunciendo el ceño.
—Señorita Patton —llamó el
conserje indeciso desde la puerta de
entrada—. ¿Conoce a este hombre?
Entonces levantó la mirada por
primera vez.
—Oh, eres tú —Agitó un brazo en
dirección al conserje—. Sí, le conozco.
¿Pero qué demonios es esto, el centro de
Times Square en Nochevieja? Debería
ser el séptimo piso de un edificio de
apartamentos con la puerta cerrada.
Él se fue.
—No contestaste al teléfono —dije
—. Ni a la puerta.
—¿Contestar al teléfono? —Me
miró como si me hubiera vuelto
completamente loco—. Nunca contesto
ese estúpido teléfono cuando estoy
trabajando. Ni siquiera lo oigo. ¿De
todas maneras, qué quieres? Creía que
las noticias de la radio de esta mañana
habían dicho que se había demostrado
que eras inocente de esa acusación de
asesinato.
—Es verdad —dije—. Pero quería
verte de nuevo. Y decirte que tenías toda
la razón.
—Muy bien, muy bien —Arrancó
una hoja de la máquina y enrolló una
nueva—. Ya me lo has dicho.
—Y gracias.
—¿Humm? —musitó, y se inició de
nuevo el golpeteo del palo contra la
empalizada.
Había olvidado que yo estaba allí.
Cogí una hoja en blanco de su papel,
me senté ante la mesita de café de la
sala de estar y le escribí una pequeña
nota.
Querida Suzy:
Esto es por el sombrero y el
abrigo. Un millón de gracias por
todo. Y espero que la chica del sur
que esconde al soldado de la Unión
herido sea la mitad de maravillosa
que tú.
Irlandés.

Saqué cien dólares de mi billetero, los


dejé caer sobre la nota, coloqué encima
un cenicero para que no volaran y salí.
Ella ni siquiera levantó los ojos.


CHARLES WILLIAMS (San Angelo,
Texas, 1909-1975). A los veinte años se
enroló como operador de radio en la
marina mercante, hasta 1939. Luego
puso en práctica sus conocimientos en
tierra durante otra década. Pero su gran
vocación marinera le llevó a vivir en
una embarcación, a bordo de la cual se
suicidó. Esta pasión por el mar queda
patente en casi todas sus novelas, entre
las que destacan Asesinato en la laguna,
El arrecife del escorpión, La larga
noche del sábado o Marcada por la
sospecha.

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